un soplo de aire fresco de don winslow

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Prólogo

LA LLAMADA DE PAPÁ

Neal sabía que no debería haber contestado al teléfono. En oca-siones simplemente retumban con ese horrible soniquete que solo puede expresar malas noticias. Lo oyó sonar durante treinta segun-dos hasta que cesaron los timbrazos y después miró su reloj. Exac-tamente treinta segundos más tarde, el teléfono volvió a sonar y supo que debía contestar, de modo que dejó su libro sobre la cama y descolgó el auricular.

–Diga –dijo de mal humor.–¡Hola, hijo! –respondió una voz jovial y burlona.–Papá, cuánto tiempo.–Reúnete conmigo. –Era una orden.Neal colgó el teléfono.–¿Qué pasa? –preguntó Diane.Neal se puso las deportivas.–Tengo que salir. Un amigo de la familia.–Tienes un examen mañana por la mañana –protestó ella.–No tardaré mucho.–¡Son las once de la noche!–Tengo que irme.Diane estaba desconcertada. Una de las pocas cosas que Neal

le había contado sobre sí mismo era que nunca había conocido a su padre.

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Neal se puso un anorak negro de nailon para protegerse de la fresca noche de mayo y salió a la calle. A esas horas de la noche, en Broadway aún había ajetreo. Ese era uno de los motivos por los que le gustaba vivir en el Upper West Side. Era neoyorquino de pura cepa, y en el transcurso de sus veintitrés años de edad nunca había vivido en ninguna otra parte que no fuese el Upper West Side. Compró un ejemplar del Times en el quiosco de la Setenta y nueve, por si acaso Graham se retrasaba, como era habitual en él. Hacía ocho meses que no veía ni sabía nada de Graham, y se pre-guntó qué podía ser tan condenadamente urgente como para te-ner que verse de inmediato.

Sea lo que sea, pensó, por favor que sea en la ciudad. Una ex-cursión rápida al Village en busca de un crío al que arrastrar de vuelta con su mami o quizá un par de rápidas instantáneas furtivas de la esposa de alguien cenando con un saxofonista.

Graham y él siempre se reunían en el Burger Joint. Había sido idea de Neal. Para un amante de las hamburguesas, el Burger Joint era La Meca. Un local pequeño y estrecho, embutido en el primer piso del hotel Belleclaire, que atendía a todo tipo de clientes, des-de yonquis que habían conseguido reunir un par de monedas has-ta estrellas de cine que habían conseguido reunir grandes fortunas. Nick preparaba las mejores hamburguesas de la ciudad, si no del mundo civilizado, y su local era el lugar idóneo para disfrutar de una comida rápida y escuchar algún soplo relacionado con el béis-bol. Parecía seguro que los Yankees iban a tener un buen verano, alcanzando los playoffs y clasificándose para las Series Mundiales justo a tiempo para el Bicentenario.

Neal entró y saludó a Stavros detrás de la barra, después se sentó en un reservado vacío, en la esquina. Por supuesto, Graham aún no estaba allí. Neal había llegado antes de hora. Pidió una hamburguesa con queso suizo, patatas fritas y un café con hielo. Abrió el Times y se dispuso a esperar cómodamente a que suce-diera algo. En su trabajo, saber esperar era no solo un talento ad-quirido, sino también una necesidad. Neal era un adicto a los periódicos. Leía religiosamente los tres diarios principales y tam-bién consumía todo el surtido de semanarios que Nueva York le

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servía como postre. Lo que le interesaba aquella noche eran las noticias deportivas, convencido como estaba del destino de los Yankees.

Se puso a comer en cuanto llegó su comanda. Aunque «Reú-nete conmigo» siempre quería decir «dentro de media hora en el mismo lugar que la última vez», Neal sabía que podía multiplicar por dos el intervalo y seguir esperando a Graham. Suponía que este lo hacía a propósito para irritarle. De modo que hizo todo lo posible por disimular su embarazo cuando levantó la mirada del periódico para encontrarse con el rostro sonriente de Joe Graham observándolo desde el otro lado de la mesa. Neal se alegró de verle, pero tampoco quería que se le notase.

–Pareces un indigente –dijo Graham.De modo que nadie lo estaba siguiendo ni se encontraba en

situación de peligro inminente.–He estado muy ocupado –respondió Neal–. ¿Cómo estás tú?–Ah… –Graham se encogió de hombros.–Entonces… ¿qué pasa?–¿Es que tienes prisa? ¿Te importa si como? Ya veo que me has

esperado. –Graham le hizo una seña al camarero–. Tomaré lo mis-mo que él, pero en un plato limpio.

–Dime que no vas a tenerme liado toda la noche –dijo Neal–. Tengo un examen a las ocho y media de la mañana.

Graham se rió burlón.–Aún no sabes de la misa la media. ¿Por qué tenemos que

vernos siempre en este cuchitril?–Quiero que te sientas como en casa.El camarero regresó con la cena de Graham. Este la examinó

cuidadosamente antes de volcar media botella de ketchup por en-cima. Le dio un sorbo a su café.

–¿Cuándo os vais a tomar la molestia de cambiar de una vez el filtro?

–Cuando usted se cambie de calzoncillos –respondió alegre-mente el camarero, alejándose. Había pasado sus buenas tempora-das en Broadway.

Graham permaneció sentado un minuto en silencio. Neal co-

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nocía su técnica. Graham quería que fuese él quien hiciese las preguntas. Que le den, pensó, hace ocho meses que no me llama.

–Mañana vas a salir de la ciudad –dijo finalmente Graham, limpiándose un pegote de ketchup de la boca.

–Y un carajo.–Viajarás a Providence, Rhode Island.–Sé dónde está. Pero no pienso ir.Graham le dedicó una sonrisilla.–¿Qué pasa, que estás dolido porque no hemos llamado? El

alquiler sigue estando pagado, chico universitario.–¿Qué tal tu hamburguesa?– La próxima vez preferiría que la cocinaran. El Hombre quie-

re verte.–¿Levine?–¿Desde cuándo vive Levine en Providence?–A juzgar por lo a menudo que lo veo, bien podría estar vi-

viendo en Afganistán.–Deja que te diga una cosa: Levine preferiría no tener que

volver a verte jamás en la vida. Si por él fuera, estarías llenando depósitos en Butte, Wyoming. Estoy hablando del Hombre. El ban-co. En Providence, Rhode Island.

–Butte está en Montana. Y mañana tengo un examen.–Ya no.–No puedo jugármela este semestre, Graham.–Tu profesor se mostrará comprensivo. Resulta que es un ami-

go de la familia.Graham le contemplaba sonriente. Graham era un duende ma-

ligno, decidió Neal. Un irlandés canijo de mediana edad, con cara de pan y pelo ralo, ojos azules, pequeños y rutilantes, y la sonrisa más desagradable en la historia de las sonrisas.

–Lo que tú digas, papá.–Eres un buen hijo, hijo.

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Neal Carey tenía once años y estaba sin blanca. Aquello no habría tenido excesiva importancia para la mayor parte de los críos de once años, pero Neal dependía básicamente de sí mismo, puesto que a su padre nunca lo había conocido y su madre tenía un há-bito caro que devoraba cualquier cantidad que hubiese conseguido llevar a casa en las ocasiones en las que aún era capaz de salir del piso. De modo que cuando Neal se coló en Meg’s una tranquila tarde de verano lo que andaba buscando era una contribución. Era un crío delgaducho y sucio, como muchos otros del West Side. Nada en él resultaba destacable, y a Neal le agradaba que así fuera. La capacidad de pasar desapercibido entre la multitud es una cua-lidad importante para un carterista.

Tampoco Meg’s tenía nada destacable. No era más que otro bar que despachaba cerveza, whisky y algún que otro gin-tonic para los remanentes de la población irlandesa del barrio. McKeegan, el propietario, consideraba que había pegado el braguetazo el día que se casó con Meg.

–No hay mejor golpe de suerte que casarse con una irlandesa con bar propio –le estaba contando a Graham aquella tarde–. Nunca per-mitirá que te falte comida, whisky ni de lo otro, y lo único que tienes que hacer a cambio es pasarte el día detrás de la barra dándole palique a otros borrachos, dicho sea sin ánimo de ofender, claro está.

Graham también se sentía afortunado. Tenía la tarde libre, se estaba ganando la vida y se hallaba sentado en un taburete ante un vaso de cerveza fría. Un crío de Delancey Street sabía que las cosas no podían mejorar mucho más.

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El joven Neal se acercó subrepticiamente y se agazapó bajo la barra junto a Graham, escuchando los sonidos del partido de béisbol que el hombre parecía estar siguiendo. Esperó hasta oír el impacto de un bate y los gritos de la multitud. La experiencia le había ense-ñado que los hombres que se sientan a la barra de los bares tienden a inclinarse hacia delante para celebrar los home-runs. Efectivamente, aquello fue precisamente lo que hizo aquel pardillo, y Neal colocó los dedos medio e índice como si fuesen una suave pinza sobre el borde de su ahora expuesta cartera. Cuando el tipo volvió a incor-porarse, la cartera saltó a las manos del chico como diciendo: «Llé-vame contigo». En cualquier caso, Neal, que no tenía televisor en casa, pensaba que se trataba de un invento maravilloso.

Robar algo es relativamente sencillo; salir con lo que has roba-do ya es otra historia. Un ladrón tiene básicamente dos opciones: marcarse un farol o correr. Ha de conocerse bien y conocer sus talentos, sus puntos fuertes y débiles. Un buen ladrón debe poseer un grado inusual de introspección. Neal contaba ya con cierta información, disponible gracias al don de la observación que for-ma parte y es patrimonio de cualquier chaval pobre de ciudad. Sabía que estaba en un bar irlandés con dos tipos más o menos sobrios, que tenía once años y que ni de coña iba a conseguir co-larles un farol a aquellos dos. También sabía que no había manera posible de que aquellos dos borrachines de mediana edad fueran capaces de atraparlo en una carrera de igual a igual. El béisbol podía ser un deporte para espectadores; el hurto es estrictamente participativo. Analizó aquellos datos en el espacio de un segundo y medio y salió corriendo a toda velocidad hacia la puerta.

Graham no había notado que le robaban la cartera, pero sí notó su ausencia. Joe Graham nunca tenía mucho dinero, así que tenía tendencia a saber dónde lo guardaba y dónde no, y ni siquie-ra un golpe de Roger Maris capaz de enviar la pelota por encima de la verja izquierda podía enmascarar el hecho de que su dinero no estaba en el lugar que le correspondía. Se volvió para ver la espalda de un crío saliendo a la carrera por la puerta.

Graham no se detuvo a comentarlo. Aquellos que pierden el tiempo en gritar algo del estilo de «¡Ese pequeño cabrón acaba de

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quitarme la cartera!» están reconociendo un hecho consumado. Graham salió disparado hacia la puerta en pos del muchacho, de-cidido a recobrar su propiedad y a castigar al delincuente.

Neal giró bruscamente a la derecha nada más salir del bar y corrió Amsterdam arriba, y después dobló a la izquierda por la calle Ochenta y uno. Tras haber recorrido media manzana, se desvió a la derecha, viró a la izquierda y se internó por un ca-llejón en el que una valla de tela metálica y una puerta de sóta-no sin cerrar prometían resguardo. Saltó la valla sin perder im-pulso, hundiendo la punta de las deportivas y alzándose a pulso con los brazos. Neal sabía desde sus días infantiles de jugar al pilla-pilla que era capaz de salvar una valla más rápido que cual-quier otro crío del barrio. Sabía que estaba siendo perseguido, pero también sabía que para cuando aquel capullo hubiera con-seguido escalar la valla, él estaría separando los billetes de cinco de los de diez en el frescor del sótano. Estaba regodeándose en aquella placentera idea cuando algo duro y pesado le golpeó la espalda, a la altura de los riñones, y lo hizo caer de la valla. In-tentó respirar pesadamente un momento antes de perder el co-nocimiento.

Tan pronto como entró en el callejón, Graham vio que aquel muchacho era un corredor nato y que no iba a alcanzarlo. Tenía la camisa limpia empapada en sudor y en su estómago daban tumbos cuatro cervezas, amenazando con algo peor. Sabía que si el chaval superaba la valla, su cartera habría pasado a la historia. De modo que agarró su brazo artificial, el derecho, un pesado armatoste de goma dura, y se lo arrancó de un tirón. Después, con su hiperde-sarrollado brazo izquierdo, lo arrojó contra el ladrón.

Cuando Neal recuperó el conocimiento, vio un pequeño duende maligno que se cernía sobre él, observándole con aire burlón. Un duende con un solo brazo.

–La vida es una mierda, ¿verdad? –observó el tipo–. Te crees que has conseguido un par de pavos, que te has salido con la tuya, y va un tipo y, por el amor de Dios, se arranca el brazo y te ma-chaca con él.

Agarró a Neal de la camiseta y lo puso en pie.

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–Ven, vamos a ver a McKeegan. Se me está calentando la cer-veza.

Graham obligó a Neal a desfilar por delante de él hasta Meg’s. Nadie en la calle les prestó la más mínima atención. Después le hizo sentarse en un taburete junto a la barra, y Neal observó con horror y fascinación cómo Graham se volvía a colocar el brazo y se lo tapaba con la manga.

–Neal, pequeño hijoputa –dijo McKeegan.–¿Lo conoces? –preguntó Graham.–Vive en el barrio. Su madre le da a la aguja.–Suerte que no has tenido tiempo de gastar ni un centavo de

todo esto –le dijo Graham a Neal.Después le cruzó la cara con una fuerte bofetada.–¿Quieres que llame a la poli? –preguntó McKeegan, alargan-

do la mano hacia el teléfono.–¿Para qué?Neal sabía lo suficiente como para mantener la boca cerrada.

No tenía sentido intentar negar lo evidente. Además, se sentía un poco desmoralizado tras haber sido acorralado y apaleado por un tipo con un solo brazo. Ciertamente, la vida es una mierda, pensó.

–¿Haces esto a menudo? ¿Robar carteras? –preguntó Gra-ham.

–Solo desde el viernes pasado.–¿Qué pasó el viernes pasado?–Mis acciones se hundieron en Bolsa.–Eres demasiado bocazas para ser un vulgar chorizo fácil de

atrapar. Si yo estuviera en tu lugar, le dejaría los chistes a Jackie Gleason y me dedicaría a practicar.

Graham miró con severidad al crío. Estaba lo suficientemente cabreado como para llamar a la poli y enviarlo de excursión al correccional. Pero el Joe Graham adolescente había encontrado más de una comida en bolsillos ajenos. Y uno nunca sabe cuándo un crío inteligente podría resultarle de utilidad.

–¿Cómo te llamas?–Neal.

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–¿Eres una estrella de rock o también tienes apellido, Neal?–Carey.–McKeegan, ¿qué tal si preparas una hamburguesa con queso

para Neal Carey?McKeegan señaló hacia atrás con el pulgar.–¿Sabes lo que es eso?–Un grill.–Un grill completamente limpio que seguirá limpio hasta las

cinco en punto. No pienso pringarlo por un ladronzuelo empeña-do en robar a mis clientes. Aquí el único que les roba a los clientes soy yo.

–¿Qué me dices de un sándwich de pavo?–Eso sí puedo prepararlo.McKeegan se dirigió a la encimera para preparar el sándwich.

Graham se volvió hacia Neal.–¿Tu madre se chuta caballo?–Sí.–¿Y tú tomas caballo?–Yo tomo carteras.Neal se sentía confuso. Por lo general, la gente a la que le me-

tes la mano en los bolsillos no suele invitarte a almorzar. Aquella era la primera vez en dos años que le habían cogido. Sabía por los hampones del barrio lo que podía esperar de la policía, pero aque-llo era algo completamente distinto. Se planteó echar a correr de nuevo, pero seguía doliéndole la espalda después del anterior in-tento y por el rabillo del ojo podía ver el grueso sándwich de pavo con mayonesa sobre pan de centeno. Sabiendo que un estómago lleno piensa mejor que uno vacío, decidió seguir la corriente du-rante un rato.

–¿Tu madre te quita dinero?–Cuando puede.–¿Comes regularmente?–Me las apaño.–Ya.McKeegan le trajo el plato y Neal se abalanzó sobre él como

un lobo.

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–Comes como un animal –dijo Graham–. Te va a sentar mal.Neal apenas le oyó. El sándwich estaba delicioso. Cuando Mc-

Keegan, espontáneamente, le sirvió una Coca-Cola, Neal pensó que a lo mejor debería dejarse coger más a menudo.

Cuando terminó, Graham dijo:–Y ahora, largo de aquí.–Gracias. Muchas gracias. Si alguna vez puedo hacer algo por

usted…–Puedes perderte de vista.Neal se dirigió a la puerta. No tenía por costumbre forzar su

suerte.–Y, Neal Carey…Neal se volvió hacia la barra.–Si alguna vez te pillo metiendo otra vez la mano en mis bol-

sillos… te cortaré las pelotas.Esta vez Neal echó a correr.Una semana más tarde, Neal estaba escondido en un callejón.

Hacía un buen rato que había anochecido, pero su madre estaba atendiendo a un cliente y a Neal no le apetecía volver a casa. Ade-más, la gente del barrio vivía en las calles las noches de verano como aquella, una pegajosa noche de Nueva York de atmósfera caliente y negra como el alquitrán. El multicolor carnaval nocturno del West Side desfilaba a su alrededor, pero Neal apenas era consciente de la belleza decadente de aquel mundo. Estaba saboreando una barrita Hershey afanada en una tienda local de la calle Ochenta y uno. Se sentía con el ánimo bajo y deseaba estar a solas. Por eso estaba sen-tado en el callejón, descansando, en la posición adecuada para ver a un hombre voluminoso bajar estrepitosamente en ropa interior por una escalera de incendios en persecución de Joe Graham.

–¡Te voy a matar, cabrón! –resolló el gordo mientras su sudo-rosa barriga brincaba sobre sus calzoncillos.

Neal oyó la voz de una mujer y alzó la mirada para ver a una rubia desnuda gritar desde una ventana:

–¡El carrete! ¡Coge el carrete!Joe Graham no se detuvo ni un segundo al vislumbrar a Neal

Carey. Con un rápido movimiento de muñeca, le lanzó la cámara

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al muchacho y siguió corriendo. Neal no necesitó que nadie le dijera lo que debía hacer. Cuando tienes en tus manos un objeto deseado fervientemente por un individuo furioso de ciento cin-cuenta kilos en ropa interior, solo hay un curso de acción posible. Neal corrió callejón abajo hasta salir a la calle, donde pronto se perdió entre la multitud.

La cámara era uno de esos nuevos aparatos diseñados para en-cajar –o, mejor dicho, para llevar ocultos– en la palma de la mano. Evidentemente, no se trataba de una cámara con la que el tío Dave fuese a tomar una instantánea de la tía Edna en lo alto del Empire State.

Neal mató un rato vagando por las calles, ojo avizor a la presencia de cualquier Gargantúa enfurecido, y después se en-caminó hacia Meg’s. Joe Graham estaba sentado a la barra ante un whisky mientras sostenía una hamburguesa cruda sobre el ojo izquierdo.

–Creo que se suele usar un filete –estaba diciendo McKeegan.–¿Tienes alguno?–No.–Entonces me tomaré otro whisky.El bar estaba abarrotado. Neal se abrió paso hasta llegar junto

a Graham.–¿Has perdido algo? –preguntó el chico.–¿Has encontrado algo?Neal le tendió la cámara. Graham la abrió.–¿Dónde está el carrete?–Me apetece una hamburguesa. Poco hecha. Pero que no sea

la que tienes en la cara. Patatas fritas y una cerveza.–Podría limitarme a quitártelo, niño.–A menos que lo haya escondido en alguna parte.–Ponle a este cabroncete lo que quiera –le dijo Graham a Mc-

Keegan.Neal se metió la mano en el bolsillo y le entregó el carrete.–¿Fotos guarras?–Fotos guarras valiosas.–Ya me lo imaginaba. ¿Dónde has dejado al gorila?

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–Remojándose las pelotas en hielo. Deberían caérsele de un momento a otro.

–Parece que te ha dado una buena.–Gajes del oficio.–¿No te dio tiempo a quitarte el brazo?–Me ha dado miedo que se lo comiera.–No pensaba que fueras a salir de aquel callejón.–Ya he visto que ni siquiera te has quedado a comprobarlo.–He pensado que el carrete era más importante.–Tenías razón.–Lo sé.–¿Quieres un trabajo?–Sí.–¿Cuándo puedes empezar?–Ahora.–De acuerdo. Ve echando leches al Carnegie Deli. Busca a un

tipo llamado Ed Levine. Alto, grandote, pelo negro y rizado. Dile que vas de mi parte. Dale el carrete. Si te pregunta por qué no he ido yo, dile que estoy herido y emborrachándome. ¿Entendido?

–Fácil.–Sí. Y también sería fácil buscar al gordo para venderle el ca-

rrete a él, pero no lo hagas, porque te encontraré y…–Ya sé.–Reúnete conmigo aquí mañana a las dos de la tarde.–¿Para qué?–Para tu educación, hijo mío.Y así fue como Neal Carey empezó a trabajar para Amigos de

la Familia. No a jornada completa, por supuesto, ni siquiera dema-siado a menudo. Pero una agencia como Amigos necesitaba en ocasiones colarse silenciosamente en lugares pequeños y volver a salir rápidamente de ellos.

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