un recorrido a mis andanzas de químico por esta vida angel

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Un recorrido a mis andanzas de químico por esta vida Angel Messeguer Nacer en México, padres catalanes provenientes del exilio republicano, que se conocieron ahí y que formaron su familia, condiciona. Si se le suman los 17 años que pasé en aquel entrañable país, años de una niñez feliz y de una juventud también afortunada en muchos aspectos, las particularidades de casos como el mío, son bien distintas a la de muchos colegas de mi edad que pasaron esas etapas en la España de la postguerra. Mi agradecimiento por México es muy profundo. Mis padres, él de origen humilde (familia de ebanistas que transitaban por los pueblos del Matarraña, Mora de Ebro o la propia Barcelona según hubiera trabajo) y mi madre, proveniente de una familia pequeño-burguesa barcelonesa, no se habrían conocido nunca sin haber estallado una Guerra y un exilio de los perdedores. México hizo posible, adaptando una frase de un personaje nada simpático para mí, extraños compañeros de cama. Por otra parte, aquel país abrió las puertas a los exiliados y ofreció múltiples oportunidades para que la gente llegada sin recursos económicos, la gran mayoría, los pudiera generar y pudiera asimismo vivir dignamente. Aun más, sin ser un país ejemplar de las libertades, en la de educación las diferencias con la España de los años sesenta, de la cual también fui testigo, era incuestionable. Como ejemplo, haber asistido como alumno a las clases de historia mexicana (o mundial) de los siglos XIX y XX, en un colegio laico y posteriormente en uno de hermanos maristas: los “buenos de la peli” por un lado eran los “malhechores” por la otra y viceversa. Bien pronto aprendí la relatividad y el sentido crítico con el que deben afrontarse los relatos de hechos históricos y propagandísticos. Las rabiosas discusiones en el patio del colegio entre chavales de 14-16 años por las preferencias entre Kennedy y Nixon, otro ejemplo de episodios poco imaginables en un patio de escuela en España. Mi inclinación vocacional no iba por la química, sino por la medicina y por la música. En casa, siendo el mayor de cuatro hermanos y donde imperaba la autoridad de los padres de aquella época, la decisión fue terminante: los músicos se mueren de hambre y los médicos acaban de visitadores de empresas farmacéuticas. “Tu a estudiar química, como tu abuelo”, el pequeño burgués, perito químico de formación. Y pasaba los meses de vacaciones, en aquel entonces diciembre y enero en México, yendo a la fábrica de artículos de caucho que creó mi abuelo para ganarme unos pesos llevando a cabo mis primeros experimentos de química sobre la resistencia de formulaciones de goma. De ahí provienen también mis primeras cicatrices por manipular el material de vidrio. Era un chico disciplinado y buen estudiante, características que hacían mucho más llevadera la relación con los mayores. Con todo, la química me empezó a gustar. Sin embargo, los sacrificios personales que hubiera realizado por la música y quizás por la medicina, no los he hecho por la química. El regreso de la familia para establecerse en Barcelona, en 1964, tuvo su impacto. En cierto modo, lo que había conocido en casa se generalizaba en la calle. El idioma, la manera de ser de la gente, la posibilidad de pasear tranquilo por las calles a la hora que fuera, la ciudad de la que tanto habías oído hablar... Por otra parte, la entrada y los 5 años de Universidad fueron de lo más duro. Conservo muy pocos recuerdos agradables de esos tiempos en cuanto a la institución universitaria. Un solo curso completo; los demás, cierres de varias semanas o trimestres enteros, siempre con la tutela policiaca a las puertas de la facultad y agentes de policía en las entradas o “camuflados” en las asambleas. Un rector “magnífico” colocado al lado de un famoso comisario devolviendo los carnets recogidos por los “grises” en una de tantas encerronas en el edificio de la Plaza Universidad. En cuanto a laboratorios y profesorado, pocos recuerdos también que puedan añorarse. De entre ellos, las clases de química orgánica del Prof. Granados, complementadas con las de problemas del entonces jovencísimo Marcial Moreno Mañas, fueron claves para mi inclinación hacia esta rama de la química. Tener un libro en inglés, el de J. Roberts, como el de texto para el curso, constituyó

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Un recorrido a mis andanzas de químico por esta vida

Angel Messeguer

Nacer en México, padres catalanes provenientes del exilio republicano, que se conocieron ahí y que formaron su familia, condiciona. Si se le suman los 17 años que pasé en aquel entrañable país, años de una niñez feliz y de una juventud también afortunada en muchos aspectos, las particularidades de casos como el mío, son bien distintas a la de muchos colegas de mi edad que pasaron esas etapas en la España de la postguerra.

Mi agradecimiento por México es muy profundo. Mis padres, él de origen humilde (familia

de ebanistas que transitaban por los pueblos del Matarraña, Mora de Ebro o la propia Barcelona según hubiera trabajo) y mi madre, proveniente de una familia pequeño-burguesa barcelonesa, no se habrían conocido nunca sin haber estallado una Guerra y un exilio de los perdedores. México hizo posible, adaptando una frase de un personaje nada simpático para mí, extraños compañeros de cama. Por otra parte, aquel país abrió las puertas a los exiliados y ofreció múltiples oportunidades para que la gente llegada sin recursos económicos, la gran mayoría, los pudiera generar y pudiera asimismo vivir dignamente. Aun más, sin ser un país ejemplar de las libertades, en la de educación las diferencias con la España de los años sesenta, de la cual también fui testigo, era incuestionable. Como ejemplo, haber asistido como alumno a las clases de historia mexicana (o mundial) de los siglos XIX y XX, en un colegio laico y posteriormente en uno de hermanos maristas: los “buenos de la peli” por un lado eran los “malhechores” por la otra y viceversa. Bien pronto aprendí la relatividad y el sentido crítico con el que deben afrontarse los relatos de hechos históricos y propagandísticos. Las rabiosas discusiones en el patio del colegio entre chavales de 14-16 años por las preferencias entre Kennedy y Nixon, otro ejemplo de episodios poco imaginables en un patio de escuela en España.

Mi inclinación vocacional no iba por la química, sino por la medicina y por la música. En

casa, siendo el mayor de cuatro hermanos y donde imperaba la autoridad de los padres de aquella época, la decisión fue terminante: los músicos se mueren de hambre y los médicos acaban de visitadores de empresas farmacéuticas. “Tu a estudiar química, como tu abuelo”, el pequeño burgués, perito químico de formación. Y pasaba los meses de vacaciones, en aquel entonces diciembre y enero en México, yendo a la fábrica de artículos de caucho que creó mi abuelo para ganarme unos pesos llevando a cabo mis primeros experimentos de química sobre la resistencia de formulaciones de goma. De ahí provienen también mis primeras cicatrices por manipular el material de vidrio. Era un chico disciplinado y buen estudiante, características que hacían mucho más llevadera la relación con los mayores. Con todo, la química me empezó a gustar. Sin embargo, los sacrificios personales que hubiera realizado por la música y quizás por la medicina, no los he hecho por la química.

El regreso de la familia para establecerse en Barcelona, en 1964, tuvo su impacto. En

cierto modo, lo que había conocido en casa se generalizaba en la calle. El idioma, la manera de ser de la gente, la posibilidad de pasear tranquilo por las calles a la hora que fuera, la ciudad de la que tanto habías oído hablar... Por otra parte, la entrada y los 5 años de Universidad fueron de lo más duro. Conservo muy pocos recuerdos agradables de esos tiempos en cuanto a la institución universitaria. Un solo curso completo; los demás, cierres de varias semanas o trimestres enteros, siempre con la tutela policiaca a las puertas de la facultad y agentes de policía en las entradas o “camuflados” en las asambleas. Un rector “magnífico” colocado al lado de un famoso comisario devolviendo los carnets recogidos por los “grises” en una de tantas encerronas en el edificio de la Plaza Universidad. En cuanto a laboratorios y profesorado, pocos recuerdos también que puedan añorarse. De entre ellos, las clases de química orgánica del Prof. Granados, complementadas con las de problemas del entonces jovencísimo Marcial Moreno Mañas, fueron claves para mi inclinación hacia esta rama de la química. Tener un libro en inglés, el de J. Roberts, como el de texto para el curso, constituyó

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una brutal novedad; empezar a adquirir libros por recomendación de Marcial, insistir como hacía él en las cosas que se desconocían para abrir la mentalidad de todos nosotros, fueron las bases para que mi vocación científica se reforzara de manera definitiva. A todo ello cabe añadir las profundas amistades que pude establecer con compañeros de curso, las cuales han perdurado hasta hoy, salvo dos que perdí de manera prematura.

Mi panorama profesional dio un giro profundo al iniciar mi Tesis doctoral. Bien

aconsejado por algún profesor de la Facultad y con el apoyo de mi familia, de la que fui el primer titulado universitario, me embarqué en esta aventura entrando en el grupo de investigación del Prof. Félix Serratosa, en las instalaciones recientemente inauguradas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas del campus de Pedralbes de la Universidad de Barcelona. Una tesis sobre un tema de química orgánica básica, la síntesis de diéteres acetilénicos, en un Instituto que albergaba, en aquel año de 1969, lo más granado de la química orgánica española. Mis dos mejores amigos me acompañaron en aquella decisión, dirigidos igualmente por Serratosa. Unos años fantásticos: por fin estudiaba lo que quería, trabajaba en lo que me gustaba y estaba rodeado por un ambiente científico estimulante en todos los sentidos. Durante esos años, cada viernes por la noche, nos reuníamos los tres amigos para discutir temas o problemas de química más o menos cercanos a nuestros intereses. De esas veladas, amenizadas solamente por café, salieron un libro editado por Alhambra y una monografía sobre síntesis de prostaglandinas. Al finalizar la Tesis, los tres le dedicamos una placa a Félix Serratosa con una dedicatoria bien sencilla: “A nuestro Maestro”. Serratosa fue eso, un maestro, atributo que no abunda y que me considero muy afortunado de haber disfrutado, a partir de sus enseñanzas, su manera de ser y de su actitud ante la vida. Fallecido poco después de su jubilación, un grupo de sus doctorandos decidieron organizar una Conferencia anual que llevase su nombre y que trajese Barcelona a las mejores figuras mundiales de la química orgánica de síntesis. Este año vamos por la número 16, hecho poco frecuente en nuestro país. Entre los invitados han figurado tres Premios Nobel. En el campo personal, la época de la tesis fue asimismo la de mi boda. Este hecho me obligó, como a tantos colegas de esos años, a compartir el trabajo en el laboratorio con las clases en academias o escuelas, a fin de complementar las becas de ocho o diez mil pesetas de que disfrutábamos. En mi caso, por parte de un renombrado laboratorio farmacéutico, dada mi condición de estudiante extranjero.

De cómo se seguían las reacciones en los lejanos 70. La seguridad ante todo (lo digo por las

gafas!).

Al acabar la Tesis (por poco menos de un mes fui padre antes que doctor), la situación

en nuestro Instituto de Química no era la misma. Investigadores destacados se habían trasladado a la entonces recién creada Universidad Autónoma de Barcelona, y el Prof. Serratosa abandonaba también su laboratorio para trabajar en la Universidad de Barcelona. Las autoridades científicas del CSIC de aquel entonces no supieron consolidar el magnífico

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ambiente que se había creado pocos años antes. En estas condiciones, me incorporé al grupo que el Prof. Francesc Camps estaba creando para trabajar en el campo del control de plagas de insectos empleando métodos basados en las peculiaridades hormonales de estos organismos. En 1975 gané la plaza de Colaborador Científico del CSIC, previa adopción de la nacionalidad española y dos años más tarde llevé a cabo mi etapa postdoctoral en un laboratorio de la Universidad de Cornell en los Estados Unidos, trabajando en inhibidores de la hormona juvenil de insectos. Ya había nacido mi segundo hijo, de manera que pudimos disfrutar de una vida familiar muy rica en esa gélida parte de los USA. Esta etapa fue asimismo fructífera y positiva en todos los sentidos; al final de la misma, tuve la oportunidad de quedarme en aquel país, pero era evidente que esa decisión conllevaba el riesgo de convertir nuestros hijos en norteamericanos, dada la atracción que esa sociedad ejercía sobre los niños. Y como diríamos en México: nos rajamos. Siempre he pensado que si en lugar de estar en “up New York State”, hubiera trabajado en California, donde estuve años más tarde, la decisión podría haber sido distinta.

A la vuelta a Barcelona, me reincorporé al Instituto y estuve trabajando sobre hormonas de insectos durante más de 10 años. A mediados de los 90, ya promocionado a Profesor de Investigación, surgió una curiosidad creciente por temas relacionados con la biomedicina y viendo el escaso apoyo del sector industrial a las investigaciones sobre control de insectos, decidí dar un giro a mis objetivos profesionales. Aquí empezó mi trabajo sobre antioxidantes, que pronto encontró una industria nacida en esos años que se interesó por los resultados. La relación profesional y de amistad con los fundadores e impulsores del grupo Lipotec no ha declinado desde entonces y aquel antioxidante se ha convertido en un producto comercial en el campo cosmético y formando parte de una estrategia antitumoral en fase de ensayos clínicos. No cabe, pasados estos años, ocultar mi satisfacción personal por constatar que resultados salidos de mi laboratorio han traspasado sus límites para consolidarse en el campo empresarial y aun más importante si el final es feliz, en un método para aliviar la salud de pacientes y mejorar su calidad de vida.

A fines de los 90 se produjo el segundo giro importante de mi carrera profesional: la

entrada en la química médica a través de la química combinatoria. Del seguimiento bibliográfico pude darme cuenta de la importancia de esta tecnología en el campo del descubrimiento de fármacos. Sin embargo, me faltaba un pequeño empujón para decidirme y éste surgió con la visita a Barcelona de Enrique Pérez-Payá, recién llegado de su experiencia postdoctoral en el laboratorio de uno de los pioneros de la combinatoria: Richard Houghten. Enrique dio una conferencia en la Facultad de Química, me cayó muy bien desde eses momento y me faltó tiempo para invitarle a nuestro Instituto, a comer con él y a pensar de establecer una colaboración. Él conocía el tema y trabajaba con péptidos y yo quería trasladarlo a los peptidomiméticos. La colaboración y la amistad cayeron como fruta madura y el tándem se reforzó cuando me presentó a un viejo amigo y compañero suyo, Antonio Ferrer-Montiel. Comimos juntos en un restaurante cercano a la Estación de Sants, lo recuerdo como si fuera hoy. La magnífica preparación científica de ambos, su entusiasmo, su calidad humana, han hecho todo lo demás en estos años. Como me pasó con ser alumno de Serratosa, me he sentido afortunado por haberles conocido y haber colaborado todos estos años con ellos. Lo saben de sobras, por lo que estas palabras no van más allá de reconocerlo en el contexto de este Consocio formado más de diez años después. A mi edad no me hace falta entrar en alabanzas supérfluas, cosa que no me ha interesado nunca, sino que se aprecia con intensidad creciente el valor de las relaciones humanas y los resultados profesionales y personales que se desprenden cuando el buen rollo, la química en definitiva, es una realidad.

Así, estos últimos años han ido acompañados de la construcción de quimiotecas, de la

optimización de hits (más o menos exitosa) y del establecimiento de colaboraciones con grupos académicos o de compañías interesados por encontrar fórmulas de controlar dianas de interés farmacéutico. Como daño colateral, también he participado en la fundación de iniciativas spin-off, las cuales siguen vivas. De forma complementaria y dada la aparición de las primeras canas, en 2005 pasé a dirigir el Instituto donde como licenciado pardillo había entrado en octubre de 1969. Ha sido ésta una experiencia muy interesante, por la que se paga indiscutiblemente un peaje, pero que vista en conjunto, ha valido la pena. La responsabilidad última de planificar y dirigir un proyecto científico de un colectivo, el de la creación del Instituto

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de Química Avanzada de Cataluña, a pesar de las grandes limitaciones que ejerce la administración pública española, domestica y te obliga a controlar tus reacciones y decisiones. A pesar de que buena parte de los buenos propósitos iniciales se han desvanecido con el peso de la realidad, he podido constatar que la relación con mis colegas, sean de la categoría laboral que sean, me ha enriquecido. Poder cruzarme con cualquiera de ellos y darnos los “buenos días” o el “bon dia”, es al fin y al cabo lo que vale. Y el Instituto ha tomado ya velocidad de crucero, lo que en estos tiempos que corren no es poco.

Vista la silueta, han pasado los años, que duda cabe. Llegados a este punto cabría un último apunte sobre lo que la ciencia ha representado

en mi vida. He defendido que mi profesión de investigador ha sido al propio tiempo un hobby. Me ha llegado a apasionar el diseño de un experimento, empezar una nueva línea o abordar un problema complejo, más que recrearme en su resultado y disfrutar de comunicarlo. No suelo revisar erratas en mis publicaciones, por ejemplo; para mí son cosa pasada y prefiero dedicar las horas que la gestión me permite, a los proyectos en marcha, aun no acabados. La ciencia para mi es sobretodo formular preguntas y planificar como resolverlas. Por otra parte, la ciencia y la química en particular, es cultura. No me he polarizado en esta clase cultura como comento más abajo, pero es cultura. Satisface una curiosidad innata y complementa a la perfección la curiosidad que el campo de las humanidades me ofrece. El hecho de respetar profundamente el hecho religioso, de creer que la cultura cristiana en nuestro caso es una fuente riquísima para entender nuestros orígenes, pero de ser al propio tiempo un ateo agnóstico convencido, me ha conducido a valorar el pensamiento científico como una aproximación útil para entender nuestra realidad y nuestra presencia en el mundo. De hecho, lamento profundamente que nuestra sociedad, desconocedora profunda de la ciencia y de sus oportunidades para enriquecerte humana y culturalmente, la deje de lado y se conforme con visiones parciales, muchas veces carentes de la menor probabilidad de poder ser contrastadas, pero aparentemente más digeribles. Por ello, como tantos colegas, me siento preocupado por la imagen de la ciencia y sobretodo de la química en la sociedad y me he propuesto contribuir a mejorarla en todos los ámbitos donde sea requerido, pero especialmente en el educativo. Siento el compromiso de predicar la buena nueva por foros, institutos y escuelas, con el propósito de despertar curiosidades y que algunos de la audiencia se formulen preguntas, nada más.

Y voy acabando. Aun habiendo abandonado el sueño de cultivarla, la música me ha

acompañado toda la vida. Trabajo escuchándola, me gusta bailar, soy ardiente seguidor de conciertos sinfónicos y de la ópera (Wagner, Strauss y Mozart por delante), aficionado a la danza, seguidor de Brel, Cohen, Pink Floyd, Chavela Vargas, Queen, Raimon, Llach, Serrat, Cuco Sánchez, la música cubana, Belafonte, Los Platters, el Boss,... Descubridor tardío de la música de cámara (esos cuartetos de Beethoven, de Schubert), de la música clásica del siglo XX (Strauss, Strawinski, Shostakovich, Falla), para volver siempre a Bach y a Mozart. Lector infatigable hasta donde el tiempo dedicado a la bibliografía científica me lo permite, devoré en aquellos años de facultad y tesis a los del boom sudamericano, a Sartre, Camus, Joyce, filósofos alemanes del XIX, historia de la Ciencia, los libros de Ruedo Ibérico, para con los años expandir mis gustos hacia escritores de otros países y de otras sensibilidades. Descubridor también tardío de la poesía, he tratado de recuperar el tiempo perdido, leyendo poetas españoles, catalanes y franceses del siglo XX. También me animé a tomar algunas clases del

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arte de escribir, de las cuales salió una novela de poco éxito y trascendencia que trataba sobre la apoptosis, pero que me deleitó pensarla, estructurarla, escribirla y corregirla.

Poco tiempo libre me deja mi profesión, pero mis inquietudes me llevan a aprovecharlo

(hasta que vengan los nietos!) al máximo con lo que me gusta y, a veces, con plantearme nuevos retos. La experiencia de escribir una novela fue uno; otro ha sido empezar a montarme en una moto a partir de los 50, pasar por los apuros de examinarme junto a doscientos aspirantes a los que llevaba, como mínimo, 25 años, y años más tarde, aventurarme con mi esposa para realizar viajes estivales por el Pirineo. También he logrado que el colega y amigo Enrique Pérez-Payá me admitiera en las fantásticas excursiones que organiza con sus amigos de siempre por la piel de toro. Soy siempre el rezagado, pero llego a tiempo para que no me descalifiquen y me inviten a la siguiente, por el momento.

Por otra parte, ya se ve a lo lejos el momento de la retirada. Hasta entonces me

propongo seguir en la brecha y disfrutar de la ciencia con el entusiasmo y la dedicación inalterados. Para el día después, si la salud lo permite (para ello me obligo a estar a las 7 de la mañana en la piscina o a las 9 en el gimnasio los fines de semana!), los proyectos no faltarán y sembrados como están, será cuestión de esperar que les llegue su tiempo de cultivo y maduración.