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«Un recluso en una celda. En lapared el reglamento de la cárcel. Enel dorso del reglamento, pegadascon migas de pan, unas veinte fotosde asesinos recortadas de laprensa; para los más puramentecriminales: Y en honor de loscrímenes de todos ellos escribo estelibro, para hechizo de mi celda, ysecretamente, para comprobar cuálpuede ser el método mejor […]para no sucumbir también al horror;llegado el momento… En esteespacio donde el preso espera conterror su juicio y su condena, seconjuran, pues sólo golfos de la

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peor calaña, héroes sin heroísmoalguno que les pueda conferiralguna nobleza, santos siempreobligados a amar lo queaborrecen.»Jean Genet escribió Santa María delas Flores, su primera novela, en1942, en la prisión de Fresnes.Genet entró en la mitología y en lapoesía del siglo XX con esta novelaque aún hoy sigue siendo unreferente de la vida "aparte" y de latransformación de la vergüenza enorgullo.

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Jean Genet

Santa María delas Flores

ePub r1.0Titivillus 02.06.16

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Título original: Notre Dame des FleursJean Genet, 1951Traducción: María Teresa Gallego Urrutía& María Isabel Reverte CejudoDiseño de cubierta: Harishka

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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Weidmann se presentó ante vosotrosen una edición de las cinco, con lacabeza envuelta en vendas blancas,monja y también aviador herido, caídoen medio de un campo de centeno, un díade septiembre semejante a aquel en quese conoció el nombre de Santa María delas Flores. Su hermoso rostromultiplicado por las máquinas cayósobre París y sobre Francia, en el másrecóndito de los pueblos perdidos, enpalacios y en cabañas, relevando a losburgueses entristecidos que su vidacotidiana la rozan de cerca asesinosentristecidos que su vida cotidiana larozan de cerca asesinos encantadoresque han ascendido solapadamente hasta

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su sueño, sueño que van a atravesar, poralguna escalera de servicio que,convertida en su cómplice, no hachirriado. Al pie de su imagen,estallaban de aurora sus crímenes:asesinato uno, asesinato dos, asesinatotres y hasta seis, decía su gloria secretay preparaban su gloria venidera.

Un poco antes, el negro Ange Soleilhabía matado a su amante.

Un poco después, el soldadoMaurice Pilorge asesinaba a su amanteEscudero para robarle algo menos demil francos, y a continuación le cortabanel cuello por su vigésimo cumpleaños,mientras, lo recordáis, esbozaba unpalmo de narices al verdugo furioso.

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En fin, un alférez de navío, aún niño,traicionaba por traicionar: lo fusilaron.Y en honor de los crímenes de todosellos escribo este libro.

De esta maravillosa eclosión debellas y sombrías flores me he enteradoa retazos: uno me llegaba por un trozode periódico, otro, citadonegligentemente por mi abogado, otrodicho, casi cantado, por los reclusos, —su canto se tornaba fantástico y fúnebre(un De Profundis), tanto como lasendechas que cantan por la noche, comola voz que cruza las celdas, y me llegaturbada, desesperada, alterada. Al finalde las frases, se casca, y esta hendidurala vuelve tan suave que parece sostenida

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por la música de los ángeles, de lo cualsiento horror, pues los ángeles mecausan horror por estar, eso imagino,compuestos de esta suerte: ni espíritu nimateria, blancos, vaporosos yespantosos como el cuerpo traslúcido delos fantasmas.

Estos asesinos ahora muertos hanllegado, sin embargo, hasta mí, y cadavez que uno de estos astros de luto caeen mi celda, me late el corazón confuerza, como batiendo llamada, si lallamada es el redoble de tambor queanuncia la capitulación de una plaza. Yresulta de ello un fervor comparable alque retorció, y me dejó unos minutosgrotescamente crispado, cuando oí por

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encima de la cárcel al avión alemánpasar y el estallido de la bomba quesoltó muy cerca. En un abrir y cerrar deojos, vi a un niño aislado, llevado porsu pájaro de hierro, que iba sembrandola muerte riendo. Por él sólo entraron enfuncionamiento las sirenas, lascampanas, los ciento un cañonazosreservados al Delfín, los gritos de odioy de miedo. Todas las celdas estabantrémulas, tiritaban, enloquecidas deespanto, los reclusos golpeaban laspuertas, se revolcaban por el suelo,vociferaban, lloraban blasfemaban yrezaban. Vi, digo, o creí ver a un niño dedieciocho años en el avión, y desde elfondo de mi 426 le sonreí con amor.

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No sé si son sus rostros, losauténticos, los que salpican el muro demi celda de un barro adiamantado, perono ha podido ser por casualidad por loque he recortado de unas revistas estashermosas cabezas de ojos vacíos. Digovacíos pues todos son claros y deben serazul celeste, semejantes al filo de lascuchillas, donde se prende una estrellade luz transparente, azules y vacíoscomo las ventanas de los edificios enconstrucción, a través de las cuales seve el cielo por las ventanas de lafachada opuesta. Como esos cuartelespor la mañana abiertos a los cuatrovientos, a los que se cree vacíos y puroscuando bullen de machos peligrosos,

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desplomados, revueltos en la cama.Digo vacíos, pero si cierran lospárpados, se tornan más inquietantespara mí de lo que son, para la niña núbilque pasa, las claraboyas enrejadas delas inmensas cárceles tras las cualesduerme, sueña, jura, escupe un pueblode asesinos, que hace de cada celda elnido silbante de un nudo de víboras,pero también algún confesionario decortina de sarga polvorienta. No tienenestos ojos aparente misterio, comociertas ciudades cercadas: Lyon, Zurich,y me hipnotizan tanto como los teatrosvacíos, las cárceles desiertas, lasmaquinarias en reposo, los desiertos,pues los desiertos están cercados y no

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comunican con el infinito. Los hombresde semejantes rostros me espantancuando he de recorrerlos a tientas, pero¡qué deslumbradora sorpresa cuando ensu paisaje, al revolver de una venillaabandonada, me acerco con el corazónarrebatado y no descubro nada, nadamás que el vacío enhiesto, sensible yorgulloso como una alta digital!

Los periódicos llegan mal hasta micelda, y las más bellas páginas estánsaqueadas de sus más bellas flores, esoschulos, como jardines en mayo. Losgrandes chulos inflexibles, estrictos,sexos lozanos que no sé ya si son lirioso si lirios y sexos no son totalmenteellos, hasta el punto de que por la noche,

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de hinojos, con el pensamiento, rodeocon mis brazos sus piernas, tanta rigidez,da conmigo en tierra y me haceconfundirlos, y el recuerdo que doy debuen grado como alimento a mis nocheses el tuyo, que, durante mis caricias,permanecías inerte, tendido; blandida ydesenfundada, sólo tu verga atravesabami boca con la aspereza absolutamenteperversa de un campanario atravesandouna nube de tinta, un agujón un seno. Note movías, no dormías, no soñabas, teescapabas, inmóvil y pálido, helado,tieso, tendido rígido en la cama planacomo un féretro en el mar, y yo nos sabíacastos, mientras permanecía atento asentir cómo te derramabas en mí, tibio y

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blanco, con pequeñas sacudidascontinuas. Jugabas a gozar tal vez. En lacumbre del momento, un éxtasis serenote iluminaba, y ponía en torno a tucuerpo de bienaventurado un nimbosobrenatural cual un manto que concabeza y pies horadabas.

No obstante, he podido conseguiruna veintena de fotografías y las hepegado con miga de pan mascada aldorso del reglamento de cartón quecuelga de la pared. Algunas estánpinchadas con trocitos de alambre delatón que me trae el contramaestre y enel cual he de enfilar cuentas de vidriocoloreadas. Con estas mismas cuentascon las que los reclusos de al lado hacen

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coronas mortuorias, he fabricado, paralos más puramente criminales, marcosen forma de estrella. Por la noche, igualque vosotros abrís la ventana que da a lacalle, vuelvo hacia mí el reverso delreglamento. Sonrisas y muecas,inexorables unas y otras, me entran portodos los orificios ofrecidos, su vigorpenetra en mí y me erige. Vivo entreestas simas. Presiden mis más trilladascostumbres, que son, con ellas, toda mifamilia y mis únicos amigos.

Tal vez entre los veinte se haextraviado algún mozalbete que no hizonada para merecer la cárcel: uncampeón, un atleta. Pero si lo heclavado en la pared, es porque tenía, en

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mi opinión, en la comisura de los labioso en el ángulo de los párpados, el signosagrado de los monstruos. La falla en surostro, o en su gesto fijo, me indica queno es imposible que me amen, pues nome aman más que si son monstruos —yse puede, pues, decir que ha sido élmismo, este extraviado, quien ha elegidoestar aquí. Para que les sirvan decomitiva y de corte he tomado de acá yacullá, de la tapa ilustrada de unascuantas novelas de aventuras, a un jovenmestizo mejicano, a un gaucho, a unjinete caucasiano, y, de las páginas deestas novelas que circulan de mano ymano durante el paseo, los dibujostorpes: perfiles de chulos y de apaches

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con una colilla humeante o la silueta deun duro empalmado.

Por la noche, los amo y mi amor losanima. Durante el día, me consagro amis quehaceres. Soy el ama de casaatenta a que no caiga al suelo una migade pan o una mota de ceniza. ¡Pero porla noche! El temor al vigilante quepuede encender de repente la bombilla yque asoma la cabeza por el ventanopracticado en la puerta me obliga atomar precauciones sórdidas para que elroce de las sábanas no delate mi placer;pero mi gesto, si pierde en nobleza, altornarse secreto aumenta mivoluptuosidad. Me demoro. Bajo lasábana, mi mano derecha se detiene para

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acariciar el rostro ausente, y luego todoel cuerpo del forajido al que he elegidopara mi placer de esa noche. La manoizquierda cierra los contornos, luegodispone sus dedos en forma de órganohueco que intenta resistir, se ofrece alfin, se abre, y un cuerpo vigoroso, unarmario de luna sale de la pared,avanza, cae sobre mí, me machacaencima de este jergón manchado ya pormás de cien reclusos, mientras pienso enesa felicidad en que me abismo siendoasí que existen Dios y sus Ángeles.

Nadie puede decir si saldré de aquí,ni, si es que salgo, cuándo será.

Con ayuda, pues, de mis amantesdesconocidos, voy a escribir una

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historia. Mis héroes son ellos, pegados ala pared, ellos y yo que estoy aquí,encerrado. A medida que vayáisleyendo, los personajes, y Divinatambién, y Culafroy, irán cayendo de lapared sobre mis páginas como hojassecas, para abonar mi narración. ¿Acasohabré de contaros su muerte? Será paratodos la muerte de aquel que, cuando seenteró por el jurado de la suya, secontentó con murmurar con acentorenano: «Yo ya estoy de vuelta de todoesto» (Weidmann).

Es posible que esta historia nosiempre parezca artificial y que sereconozca en ella, a pesar mío, la voz dela sangre: será que he golpeado con la

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frente, en medio de mi noche, algunapuerta, dando rienda suelta a unrecuerdo angustioso que me obsesionabadesde el comienzo del mundo,perdonádmelo. Este libro no quiere sersino una parcela de mi vida interior.

A veces, el guardián de pasosafelpados, por el ventano, me da losbuenos días de pasada. Me habla, y medice más de lo que él quisiera de losfalsarios mis vecinos, de losincendiarios, de los monederos falsos,de los asesinos, de los adolescentesfanfarrones que se revuelcan por elsuelo gritando: «¡Mamá, socorro!»Vuelve a cerrar de golpe el ventano y meabandona cara a cara con todos esos

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hermosos caballeros a los que acaba dedejar deslizarse aquí y a quienes latibieza de las sábanas, el embotamientomatutino, hacen retorcerse para buscarel cabo del hilo que desembrollará losmóviles, el sistema de lascomplicidades, toda una batería feroz ysutil que, entre otras tretas, cambió enmuertas blancas a algunas niñitassonrosadas. A ellos también quieromezclarlos, cabeza con cabeza y piernacon pierna, con mis amigos de la pared,y componer con ellos esta historiainfantil. Y rehacer a mi guisa, y parahechizo de mi celda (quiero decir que,gracias a ella, mi celda quedaráhechizada), la historia de Divina a quien

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conocí tan poco, la historia de SantaMaría de las Flores y, no lo dudéis, mipropia historia. Señas personales deSanta María de las Flores: estatura, 1,71metros, peso, 71 Kg., rostro ovalado,cabello rubio, ojos azules, tez pálida,dientes perfectos, nariz rectilínea.

Divina murió ayer en medio de uncharco tan rojo de su sangre vomitadaque al expirar tuvo la ilusión suprema deque esa sangre era el equivalente visibledel agujero negro que un violíndespanzurrado, visto en casa de un juezen medio de un batiburrillo de piezas deconvicción, señalaba con una insistenciadramática como un Jesús el chancrodorado en que relumbra su Sagrado

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Corazón en llamas. He ahí, pues, elaspecto divino de su muerte. El otroaspecto, el nuestro, a causa de esasoleadas de sangre esparcidas sobre sucamisa y sus sábanas (pues el soldesgarrador, más quemalintencionadamente, en las sábanasensangrentadas, se había puesto en sucama), hace que esta muerte equivalga aun asesinato.

Divina ha muerto santa y asesinada—por la tisis.

Es enero, y también lo es en lacárcel, donde esta mañana durante elpaseo, disimuladamente, entre reclusosnos hemos felicitado el año, tanhumildemente como deben de hacerlo en

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el oficio entre sí los sirvientes. El jefede los guardianes nos ha dado deaguinaldo a cada uno un cucuruchopequeño con veinte gramos de sal gorda.Las tres de la tarde. Llueve detrás de losbarrotes desde ayer y hace viento. Meabandono como en el fondo de unocéano, en el fondo de un barriosombrío, de casas duras y opacas, perobastante livianas, a la mirada interiordel recuerdo, pues la materia delrecuerdo es porosa. El sotabanco en elque Divina ha vivido durante tantotiempo está en la cúspide de una deestas casas. Su gran ventanal precipita lamirada (y la arrebata) sobre el pequeñocementerio de Montmartre. La escalera

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que allí lleva, hoy desempeña un papelconsiderable. Es la antecámara, sinuosacomo los pasadizos de las Pirámides, dela tumba provisional de Divina. Estehipogeo cavernoso se yergue tan purocomo el brazo desnudo de mármol en latiniebla que devora al ciclista a quienpertenece. Nacida de la calle, laescalera sube a la muerte. Tiene accesoal último Monumento. Huele a florespodridas y ya al olor de los cirios y elincienso. Va ascendiendo en la sombra.De piso en piso, se va estrechando yoscureciendo hasta no ser ya, en lacúspide, sino una ilusión confundida porel azur. Es el rellano de Divina.Mientras que en la calle, bajo la aureola

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negra de los paraguas minúsculos yplanos que sujetan con una sola manocomo ramos, Mimosa I, Mimosa II,Mimosa medio IV, Primera Comunión,Ángela, Monseñor, Castañuela, Regina,una muchedumbre, en fin, una letanía aúnlarga de seres que son nombresreventados, esperan, y en la otra manollevan como paraguas ramilletes devioletas que incitan al extravío, porejemplo, a través de un ensueño del quesaldrá alelada y enteramenteatolondrada de nobleza, una de ellas,pongamos Primera Comunión, pues seacuerda del artículo, conmovedor comoun canto que viniese de otro mundo, denuestro mundo también, que un

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periódico vespertino, por elloembalsamado, proclamaba: «Laalfombra de terciopelo negro del HotelCrillon donde reposaba el féretro deplata y ébano que contenía el cuerpoembalsamado de la Princesa de Mónacoestaba cubierta de violetas de Parma.»Primera Comunión era friolera. Tendió,a la manera de las ladies, la barbilla.Luego la metió y se arrebujó en losrepliegues de una historia nacida de susdeseos y que tenía en cuenta, paramagnificarlos, todos los accidentes desu vida vulgar, historia en la que eramuerta y princesa.

La lluvia favorecía su huida.Unos bujarras llevaban coronas de

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cuentas de cristal, precisamente de lasque fabrico en mi celda, a la que traen elolor del musgo mojado y el recuerdo,sobre las losas blancas del cementeriode mi pueblo, de los regueros de babaque dejan los caracoles y las babosas.

Todas, los bujarras y los julandras,los mariquitas, los manfloras, lasmariconas de quienes os hablo estánreunidas en la parte baja de la escalera.Se apelotonan una y uno contra otro ycharlan, parlotean, los bujarras en tornoa los julandras, tiesos, vertiginosos,inmóviles y silenciosos como ramas.Todos y todas van vestidos de negro:pantalón, chaqueta, gabán, pero susrostros, jóvenes o viejos, lisos y

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encrespados, están divididos encuarteles de colores como un blasón.Llueve. Con el ruido de la lluvia seentremezcla:

—¡Pobre Divina!—¡Huy, chica! Pero, a su edad, era

de esperar.—Si se iba a pedazos, hasta el culo

se le caía.—¿No ha venido Pocholo?—¡…Hay, tú!—¡Mira a ésta!Divina vivía, pues no le gustaba oír

pisadas arriba, en el último piso de unacasa acomodada, en un barrio serio. Alpie de esta casa era donde el bullicio deuna conversación musitada, chapoteaba.

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De un momento a otro, el cochefúnebre tirado tal vez por un caballonegro, vendrá a recoger los restos deDivina para transportarlos a la iglesia yluego, aquí, muy cerca, al pequeñocementerio de Montmartre, en el queentrarán por la avenida Rachel.

Pasó el Padre Eterno en forma dechulo. Los parloteos se acallaron. Apelo y muy elegante, sencillo ysonriente, sencillo y juncal, llegabaPocholo el Pinreles. Juncal, tenía en suporte la magnificencia pesada delbárbaro que huella con botasembarradas pieles de precio. Sobre lascaderas, su busto era un rey en su trono.Haberlo evocado basta para que mi

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mano izquierda, por el bolsilloagujereado… Y el recuerdo de Pocholono me abandonará ya hasta que no hayaterminado mi gesto. Un día, la puerta demi celda se abrió y lo enmarcó. Creíverlo, por espacio de un abrir y cerrarde ojos, tan solemne como un muerto enmarcha, engastado por el espesor, queno podéis sino imaginar, de los muros dela cárcel. Se me apareció de pie con ladonosura que hubiera podido tenertendido desnudo en un campo declaveles. Fui suyo al instante, como si(¿quién dice esto?) por la boca hubiesedescargado en mí hasta el corazón.Entrando en mí hasta no dejar sitio paramí mismo, hasta tal punto que me

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confundo ahora con gangsters,revientapisos, chulos y que la policía,por confusión, me detiene. Durante tresmeses, hizo de mi cuerpo una fiesta,golpeándome a brazo partido. Yo mearrastraba a sus pies más pisoteado quebayeta de fregar. Desde que se hamarchado, libre, rumbo a sus robos,recupero sus gestos tan vivos que lomostraban tallado en un cristal defacetas, tan vivos sus gestos que sesospechaba que todos ellos eraninvoluntarios, hasta tal punto me pareceimposible que hubiesen nacido de lalenta reflexión y de la decisión. De él,tangible, no me queda, ay, sino el moldede escayola que hizo la propia Divina

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de su cola, gigantesca cuando seempalmaba. Más que ninguna otra cosa,lo que de ella impresiona es el vigor, labelleza por lo tanto de esa parte que vadesde el ano a la punta del pene.

Diré que tenía dedos de encaje, que,cada vez que despertaba, sus brazostendidos, abiertos para recibir elMundo, le procuraban el aspecto delNiño Jesús en el pesebre —un talón delpie sobre el empeine del otro—, que surostro atento se ofrecía, inclinado alrevés hasta el cielo; que de pie, solíahacer con los brazos ese gesto en formade cestillo que vemos hacer a Nijinskyen las viejas fotos en que está vestido derosas desmenuzadas. Su muñeca, tan

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flexible como la de un violinista, pende,grácil, desarticulada. Y a veces, enpleno día, se estrangula con su brazovivo de trágica.

He aquí el retrato casi exacto dePocholo, pues —también lo veremos—poseía el genio del gesto que ha deturbarme, y si lo evoco, no puedo dejarde cantarlo sino en el momento en que lamano se me pone viscosa de mi placerliberado.

Griego, entró en la casa de la muertecaminando sobre el aire puro. Griego, esdecir, también ladrón. A su paso —yello se reveló mediante un imperceptiblemovimiento del busto—, en su interior,secretamente, Monseñor, las Mimosas,

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Castañuela, todas en fin, las mariconas,imprimieron a su cuerpo un movimientode barrena y creyeron enlazar a estehermoso hombre, enroscarse en torno aél. Indiferente y claro como un cuchillode matadero, pasó, cortándolas a todasen dos rajas que se volvieron a juntarsin ruido pero exhalando un leveperfume de desesperación que nadiedescubrió. Pocholo subió los peldañosde la escalera de dos en dos, ascensiónamplia y segura, que puede conducirdespués del tejado, por peldaños de aireazul, hasta el cielo. En el sotabanco,menos misterioso desde que la muerte lohabía convertido en una tumba (perdíasu sentido equívoco, volvía a adoptar

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con toda su pureza ese aspecto deincoherente gratuidad que le procurabanesos objetos funerarios y maravillosos,esos objetos tumbales: unos guantesblancos, una lamparilla, una guerrera deartillero, un inventario, en fin, queenumeraremos más adelante), sólo lamadre de Divina, Ernestine, suspirabaentre los velos de su luto. Es vieja.Pero, al fin, no se le escapa la ocasiónmaravillosa y tanto tiempo esperada. Lamuerte de Divina le permite liberarse,mediante una desesperación externa,mediante un luto visible hecho delágrimas, de flores, de crespón, de loscien grandes papeles que la poseían. Laocasión se le escapó de las manos en

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una enfermedad que voy a contar,cuando Divina la Casquivana no eratodavía más que un crío pueblerino y sellamaba Louis Culafroy. Desde su lechode enfermo, miraba la habitación en queun ángel (una vez más esta palabra meinquieta, me atrae y me repugna. Sitienen alas, ¿tienen dientes? ¿Vuelan conalas tan pesadas, alas emplumadas,«esas misteriosas alas»? ¿Y tanperfumadas por esta maravilla: sunombre de ángel, del que cambian sicaen?), un ángel, un soldado vestido deazul claro y un negro (pues ¿serán algunavez mis libros otra cosa que un pretextopara mostrar a un soldado vestido deazur, un ángel y un negro jugando

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fraternalmente a los dados o a las tabasen una prisión sombría o clara?)mantenían un conciliábulo del que élmismo estaba excluido. El ángel, elnegro y el soldado mostraban por turnoel rostro de sus compañeros de escuela,y de los campesinos, pero nunca el deAlberto, el pescador de serpientes. Esteera el que esperaba Culafroy en sudesierto, para calmar su sed tórrida conla boca de carne estrellada. Paraconsolarse, intentaba, a pesar de suedad, desentrañar lo que sería unafelicidad en la que nada fuera suave, uncampo puro, desierto, desolado, uncampo de azur o de sabré, un campomagnético seco, mudo, en el que nada

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subsistiera ya de las dulzuras, de loscolores y de los sonidos. Mucho antesya, la aparición por la carretera delpueblo de una novia ataviada con unvestido negro, pero empaquetada en unvelo de tul blanco, deslumbrante comoun joven pastor bajo la escarcha, comoun rubio molinero empolvado, o comoSanta María de las Flores a quienconocerá más adelante y a quien vi yomismo aquí, en mi celda, junto a lasletrinas, una mañana —su rostroadormecido, sonrosado bajo la espumadel jabón e hirsuto—, desajustando suvisión, reveló a Culafroy que la poesíaes algo distinto de una melodía decurvas sobre dulzuras, pues el tul se

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quebraba en facetas abruptas, nítidas,rigurosas, glaciales. Era unaadvertencia.

Esperaba a Alberto que no venía.Sin embargo, cada campesino ocampesina que entraba llevaba en síalgo del pescador de serpientes. Erancomo sus adelantados, sus embajadores,sus precursores, llevando ante élalgunos de sus dones, preparando suvenida, allanando su camino. Gritabanaleluya. Uno poseía su forma de andar,otro su ademán, o el color del pantalón,o su pana, o la voz de Alberto; yCulafroy, como quien espera, no dudabade que a la larga todos estos elementosdiseminados acabarían por ponerse de

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acuerdo y permitir a un Albertoreconstruido efectuar en su habitación laentrada solemne, convenida ysorprendente, que efectuó en mi celda unPocholo el Pinreles muerto y vivo.

Cuando el cura del pueblo, quehabía venido a ver qué noticias había, ledijo a Ernestine: «Señora, es una dichamorir joven», ella contestó: «Sí, SeñorDuque», haciendo una reverencia.

El sacerdote la miró.Sonreía en el entarimado reluciente

a su reflejo antípoda que la convertía enla dama de picas, la viuda de malainfluencia.

—No se encoja de hombros, amigomío, que no estoy loca.

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—Y no estaba loca.—Lou Culafroy se va a morir dentro

de un rato. Lo siento. Se va a morir, losé.

«Se va a morir, lo sé», era laexpresión arrancada viva, ayudándola avolar, de un libro, y sangrante, como unala a un pardal (o a un ángel, si puedesangrar escarlata), y murmurada conhorror por la heroína de esa novelabarata impresa en letra menuda, en papelesponjoso —como, a lo que dicen, laconciencia de los hombres malos quepervierten a los niños.

—Por eso bailo en derredor el cantofúnebre.

Era, pues, necesario que muriera. Y

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para que el patetismo del acto fuera másvirulento, ella misma habría de causarlela muerte. En esto, ¿verdad?, la moral nopinta nada, ni el temor a la cárcel, ni alinfierno. Con precisión, todo elmecanismo del drama se hizo presenteen la mente de Ernestine, y de igualforma en la mía. Simularía un suicidio.«Diré que se ha matado.» La lógica deErnestine, que es una lógica deescenario, no tiene relación alguna coneso que llaman verosimilitud; pues laverosimilitud es la retractación de lasrazones inconfesables. No nosasombremos, y así nos maravillaremosmejor.

La presencia en el fondo de un cajón

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de un enorme revólver de reglamentobastó para dictarle su actitud. No es laprimera vez que son las cosas lasinstigadoras de un acto y deben ser lasúnicas portadoras de la terrible, aunqueligera, responsabilidad de un crimen.Este revólver se convertía —parecía—en el accesorio indispensable de sugesto. Prolongaba su brazo tendido deheroína, la obsesionaba, en fin, puestoque menester es decirlo, con la mismabrutalidad, que le hacía arder lasmejillas, con que las gruesas manos deAlberto abultándole los bolsillosobsesionaban a las mozas del pueblo.Pero —al igual que yo mismo consentiréen matar sólo a un flexible adolescente

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para de su muerte hacer nacer uncadáver, pero cadáver aún caliente ysombra invitando al abrazo, comoErnestine no aceptaba matar más que acondición de evitar el horror que estebajo mundo no dejaría de suscitarle(convulsiones, reproches de las miradasconsternadas del niño, sangre y sesosque salpican) y el horror de un más alláangélico, o tal vez para procurar alinstante más aparato, se puso sus joyas.Así me ponía yo antaño las inyeccionesde cocaína con una jeringa de cristaltallado como un tapón de botella, y meponía en el índice un diamante enorme.Obrando así, no sabía ella que agravabasu gesto, convirtiéndolo en un gesto

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excepcional, cuya singularidad corría elriesgo de ponerlo todo patas arriba. Esofue lo que ocurrió. Gracias a unaespecie de deslizamiento, sin tropiezo,la habitación descendió hastaconfundirse con un piso suntuoso,cargado de oros, con paredes cubiertasde terciopelo granate, recargadosmuebles de estilo ensordecidos porcortinas de faya roja, y calado porgrandes espejos biselados, ornado delámparas con colgantes de cristal. Deltecho, detalle importante, pendía unaaraña enorme. El suelo estaba recubiertode alfombras de gruesa lana, violetas yazules.

Con ocasión de su viaje de novios a

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París, desde la calle, a través de losvisillos de las ventanas, Ernestine habíaentrevisto una noche esos pisosmagníficos y tibios, y mientras caminabadel brazo de su marido, muy formalita—muy formalita aún— deseaba morir enellos de amor, gardenal y flores, por unCaballero Teutónico. Luego, muerta yacuatro o cinco veces, el piso habíaquedado disponible para un drama másgrave que su propia muerte.

Complico, embrollo, y habláis depuerilidades. Son puerilidades. Todoslos reclusos son niños y los niños solosson tortuosos, retraídos, claros yconfusos. «Lo que también haría falta,pensó Ernestine, es que se muriera en

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una ciudad de lujo, en Cannes o enVenecia, para que yo pudiera hacerperegrinaciones.»

¡Alojarse en un Ritz, bañado poreste Adriático, esposa o amante de unDogo, luego, con los brazos cargados deflores, trepar por un repecho hasta elcementerio, sentarse sobre una sencillalápida, una piedra blanca un pocoabombada, y, bien acurrucada en undolor perfumado, incubarse!

Sin devolverla a la realidad, pues noabandonaba jamás la realidad, ladisposición de los decorados la obligó asacudir el ensueño. Fue a buscar elrevólver cargado desde hacía mucho poruna Providencia llena de deferencias, y

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cuando lo tuvo en la mano, pesado comoun falo en acción, se dio cuenta de queestaba preñada del crimen, encinta de unmuerto.

Tal vez vosotros no conocéis esteestado sobrehumano y extralúcido, delasesino ciego que tiene en la mano elcuchillo, la escopeta o el pomo, o que,ya ha iniciado el gesto que empuja alprecipicio.

El gesto final de Ernestine hubierapodido consumarse deprisa, pero, comoCulafroy por otra parte, estáinterpretando un texto que ignora, queescribo yo, y cuyo desenlace debeocurrir a su hora. Ernestine sabe todo loque de miserablemente literario

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comporta su acto, pero tener quesometerse a una mala literatura la vuelveaún más conmovedora a sus propiosojos y a los nuestros. En el drama, comoen toda la vida, escapa a la orgullosabelleza.

Cada asesinato premeditado estápresidido por un ceremonialpreparatorio y siempre, después, por unaceremonia propiciatoria. El sentido deuno y otra escapa a la conciencia delasesino. Todo está en orden. Ernestinetiene el tiempo justo de comparecer anteuna cámara ardiente. Disparó. La balafue a romper el cristal de un marco queencerraba un diploma de honor de sudifunto marido. El ruido fue espantoso.

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Amodorrado por los somníferos, el niñono oyó nada. Ernestine tampoco: habíadisparado en el piso de terciopelogranate, y la bala, rompiendo losespejos biselados, los colgantes, loscristales, el estuco, las estrellas,desgarrando los tapices, destruyendo, enfin, la construcción que se venía abajo,hizo caer, en vez de polvo brillante ysangre, el cristal de la araña y de loscolgantes, una ceniza gris en la cabezade Ernestine, que se derrumbó.

Volvió en sí en medio de losescombros de su drama. Sus manos,liberadas del revólver que desaparecióbajo la cama como un hacha en el fondode un estanque, como un merodeador en

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un muro, sus manos, más ligeras quepensamientos, revolotearon en torno aella. Desde entonces, está esperando.

Pocholo la vio así, ebria de tragedia.Lo intimidó, pues era bella y parecíaloca, pero más porque era bella. Al serél también bello, ¿había de temerla?¡Ay! sé bien poca cosa (nada) de lasrelaciones secretas de los seres que sonbellos y saben que lo son, y nada de loscontactos que parecen amistosos, peroson tal vez rencorosos de los bellosmuchachos. Si se sonríen por unanadería, ¿hay, sin que lo sepan, algunaternura en su sonrisa y sientenoscuramente esta influencia? Pocholohizo sobre el féretro una torpe señal de

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la cruz. Su apuro hizo creer que serecogía; ahora bien, su apuro era toda sugracia.

La muerte había puesto su marca,que pesa como un sello de plomo al piede un pergamino, en las cortinas, lasparedes, las alfombras. En las cortinassobre todo. Estas son sensibles. Huelenla muerte y la van repitiendo como losperros. Ladran a la muerte por lospliegues que se abren, tenebrosos comolos ojos y la boca de las máscaras deSófocles, o que se abomban como lospárpados de los ascetas y cristianos. Lascontraventanas estaban cerradas y habíacirios encendidos. Pocholo, noreconociendo ya el sotabanco que había

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habitado con Divina, hizo los gestoscohibidos de un joven de visita.

¿Su emoción frente al féretro?Ninguna. Ya no se acordaba de Divina.

Los de la funeraria llegaron casi enseguida a sacarlo de apuros.

En medio de la lluvia, esta comitivanegra, estrellada de rostrosmulticolores, mezclada con el perfumede los afeites y de las flores, siguió alcoche fúnebre. Los paraguas redondos yplanos, ondulando sobre la teoríadeambulante, la mantenían suspendidaentre el cielo y la tierra. Los transeúntesno la vieron, pues ya iba alzada, tanliviana era, diez metros por encima delsuelo; sólo las criadas y los ayudas de

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cámara hubieran podido percibirla si, alas diez de la mañana, las primeras nohubieran estado llevando el chocolate asu señora y los segundos abriendo lapuerta a los primeros visitantes. Por lodemás, la comitiva era casi invisible afuerza de ser rápida. El coche fúnebretenía alas en los ejes. El cura salió elprimero, bajo la lluvia, cantando el diesirae. Se remangaba los bajos de lasotana y el manteo, como le habíanenseñado en el seminario los días demal tiempo, y automático, aunque estegesto liberaba en él, de una placenta denobleza, una serie de seres secretos ytristes. De un faldón de este manteo deterciopelo negro, terciopelo del que

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están hechos el antifaz de Fantomas y elde las Dogaresas intentó zafarse, pero loque se zafó bajo él fue el suelo y vamosa ver en qué trampa fue a caer. A tiempo,impidió que la tela le disimulara la partebaja del rostro. El cura, enteraos bien,era joven; se le adivinaba un cuerpovibrante de atleta apasionado bajo losornamentos fúnebres. Es decir, que, alfin y a la postre, iba travestido.

En la iglesia, como todo el oficio dedifuntos no había consistido más que enel «Haced esto en memoria mía»,acercándose al altar, con sigilosospasos, en silencio, había forzado lacerradura del tabernáculo, corrido elvelo como quien corre a medianoche las

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dobles cortinas de una alcoba, contenidola respiración, cogido el copón con lasprecauciones de un toperodesenguantado y, por fin, tras haberlapartido, se había tragado una hostiasospechosa.

De la iglesia al cementerio, elcamino era largo y el texto del breviarioarchisabido. Sólo el canto de difuntos yel manteo negro, bordado de plata,exhalaban encantos. El cura caminó porel barro como lo hubiera hecho en laespesura de un bosque. ¿De québosque?, se preguntó a sí mismo. En unpaís extranjero, un bosque de Bohemia.O más bien de Hungría. Sin duda eligióese país, guiado por esa preciosa

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sospecha de que los húngaros son losúnicos asiáticos de Europa. Hunos. Loshunidos. ¡Atila es quien quema la hierba,sus soldados quienes calientan entre susmuslos, brutales y colosales como losde, y más quizás que los de Alberto, dePocholo, de Gorgui, y el flanco de suscaballos, la carne cruda que comerán!Estamos en otoño. Llueve en el bosquehúngaro.

Cada rama que tiene que apartarmoja la frente del sacerdote. Se oye sóloel ruido de las gotas sobre las hojasmojadas. Como es de noche, el bosquese va tornando cada vez más inquietante.El sacerdote se aprieta másestrechamente a los riñones espléndidos

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el gabán gris, la hopalanda como elmanteo de hoy, que lo envuelve allí.

En el bosque hay una serrería: dosmuchachos la explotan, y cazan. Sondesconocidos en la región. Han dado, elcura lo sabe como se saben, sin haberlasaprendido, cosas en los sueños, la vueltaal mundo. Y el cura cantaba aquí elcanto de difuntos como lo hubiesecantado allí en el momento en que seencontró con uno de los forasteros, elmás joven, que tenía la misma cara queel carnicero de mi pueblo. Volvía decazar. En la comisura del labio, unacolilla apagada. La palabra «colilla» yel gusto del tabaco chupado hicieron queal cura se le enderezara el espinazo, se

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le echara hacia atrás de tres golpessecos, que le repercutieron en forma devibraciones a través de todos losmúsculos y hasta el infinito, que seestremeció por ello y eyaculó unasimiente de constelaciones.

Los labios del aserrador se posaronen la boca del cura, en la que hundieron,de un lengüetazo más imperioso que unaorden real, la colilla. El sacerdote fuederribado, mordido, y expiró de amorsobre el musgo henchido de agua. Trashaberlo casi desnudado, el forastero loacarició, agradecido, casi enternecido,pensaba el cura; volvió a ponerse en susitio con un movimiento del hombro elmorral cargado con un gato montés,

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recogió la escopeta y se fue silbandouna canción apache.

El cura iba rodeando mausoleos. Lasmariconas iban tropezando en laspiedras, se mojaban con la hierba yentre las tumbas se iban angelizando. Elmonaguillo, un canijo tiñoso que nosospechaba en absoluto la aventura queacababa de correr el cura, le preguntó sipodía dejarse el solideo puesto. El curale dijo que sí. Al andar, hizo con lapierna ese movimiento característico delos bailarines, con la mano en elbolsillo, que concluyen un tango. Seinclinó sobre la pierna levementeadelantada y apoyado en la punta delpie, dio un rodillazo contra la tela de la

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sotana, que se balanceó asemejándose alos bajos acampanados de unospantalones de marinero o de gauchobailando el vals. Luego, inició un salmo.

Cuando la comitiva hubo llegado alhoyo cavado ya, a lo mejor por eseenterrador que veía Divina desde suventana, bajaron el ataúd en que estabala muerta envuelta en guipur blanco. Elcura bendijo la fosa y le pasó el hisopoa Pocholo, que se ruborizó al sentirlotan pesado (pues había vuelto en ciertomodo, después y más allá de Divina, asu raza, prima de la de los jóvenescíngaros que no consienten en cascárselaa uno más que con los pies), luego a lasmariconas, y, por mediación de éstas,

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todo el entorno se convirtió en un gorjeode lindos grititos y carcajadas. Divinase iba como le habría gustado, según lasnormas de una mezcla de fantasía yabyección.

Que Divina se ha muerto, la llevana enterrar…

…la llevan a enterrar…

Ya que Divina se ha muerto, el poetapuede cantarla, contar su leyenda, laSaga, el deytado de Divina. La Divina-Saga debería ser danzada, mimada, consutiles indicaciones. La imposibilidadde convertirla en ballet me obliga a

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utilizar palabras preñadas de ideasconcretas, pero intentaré aligerarlas deexpresiones triviales, vacías, huecas,invisibles.

¿Qué me va en ello a mí que fabricoesta historia? Rememorando mi vida,remontando su curso, el colmar mi celdacon la voluptuosidad de ser lo que, porbien poco, no alcancé a ser, y elrecuperar, para arrojarme dentro deellos, como en negros agujeros, aquellosinstantes en los que me perdía a travésde los compartimentos erizados deemboscadas de un cielo subterráneo. Eldesplazar lentamente volúmenes de airefétido, el cortar hilos de los que pendensentimientos en forma de ramos, el ver

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de no se sabe qué río cuajado deestrellas surgir quizás a ese cíngaro quebusco, mojado, de cabellos de espuma,tocando el violín, diabólicamenteescamoteado por la cortina deterciopelo escarlata de un cabaretnocturno.

Os hablaré de Divina a merced demi humor, mezclando el masculino conel femenino y, si acontece, durante lanarración, que tenga que nombrar a unamujer, me las arreglaré, ya encontraré unsesgo, una triquiñuela, para que no hayaconfusión.

Divina se presentó en París para

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emprender su vida pública, unos veinteaños antes de su muerte. Era, a la sazón,la esbelta y vivaz que seguirá siendohasta el fin de sus días, tornándoseangulosa. Entró, a eso de las dos de lamadrugada, en Graff, en Montmartre. Laclientela era de arcilla aún blanda,informe. Divina era de agua clara. En elgran café, con las vidrieras cerradas, lascortinas corridas en las barras huecas,lleno a rebosar y naufragando en humo,depositó ella el frescor del escándaloque es el frescor de un viento matutino,la asombrosa dulzura del rumor de unasandalia sobre las losas del templo, y,como el viento voltea las hojas, así hizoque se volvieran las cabezas que se

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tornaron súbitamente livianas (cabezaslocas), cabezas de los banqueros,comerciantes, gigolos de señoras,camareros, encargados, coroneles,espantapájaros.

Sola en una mesa, se sentó y pidióté.

—Y, sobre todo, que sea chino,muchacho, dijo.

Sonriente. Para los clientes, teníauna irritante sonrisa de fanfarrona. Asílo dijeron, desaprobando con la cabeza.Para el poeta y para el lector, su sonrisaserá enigmática.

Iba vestida aquella noche con unablusa de seda color champán y unospantalones azules robados a un

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marinero, y calzada con sandalias decuero. En uno cualquiera de sus dedos,pero más bien en el meñique, una piedracomo una úlcera la gangrenaba. Traídoque le hubieron el té, se lo bebió comoen su casa, a buchitos minúsculos(pichona), dejando y volviendo a dejarla taza con el meñique levantado. Heaquí su retrato: tiene el cabello castañoy rizado; los rizos le caen por los ojos ypor las mejillas, diríasela tocada con ungato de nueve colas. La frente,levemente abombada y tersa. Sus ojoscantan, no obstante su desesperación, ysu melodía pasa de los ojos a losdientes, a los que da vida, y de losdientes a todos sus gestos, a sus menores

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actos, y surgido de los ojos es eseencanto el que, de ola en ola, sedespliega hasta los pies descalzos.Tiene el cuerpo fino como el ámbar. Laspiernas pueden tornársele ágiles cuandohuye de los fantasmas; en los talones, lasalas del espanto la llevan entonces. Esrauda, pues para dar alcance y dejaratrás a los fantasmas, tiene que ir másrápida que su pensamiento. Se estababebiendo el té observada por treintapares de ojos que desmentían lo quedecían las bocas despectivas,despechadas, desoladas, marchitas.

Divina era grácil y, no obstante,semejante a todos esos merodeadores deverbenas, huroneadores de vistas raras,

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de visiones de arte, buenos perdedores,que arrastran tras de sí todo el fárragofatal de las magic-city. Al menormovimiento, si se anudan la corbata, sisacuden la ceniza del pitillo, manejanmáquinas tragaperras. Divina anudaba,agarrotaba carótidas. Su seducción seráimplacable. Si sólo dependiera de mí,haría de ella un héroe fatal, como a míme gustan. Fatal, es decir, que pudieradecidir sobre la suerte de los que losmiran, hipnotizados. La crearía concaderas de piedra, mejillas pulidas yenjutas, párpados pesados, rodillaspaganas de una belleza tal quereflejarían la inteligencia desesperadadel rostro de los místicos. La despojaría

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de todo pertrecho sentimental. Queconsintiera en ser la estatua helada. Perode sobra sé que el pobre Demiurgo estáobligado a hacer su criatura a su imageny que no inventó a Lucifer. En mi celda,poco a poco, tendré que prestar misestremecimientos al granito.Permaneceré largo tiempo solo con él yle infundiré vida con mi aliento y el olorde mis pedos, solemnes o muy suaves.Me llevará todo un libro conseguirsacarla de su petrificación y prestarlepoco a poco mi sufrimiento, librarlapoco a poco del mal y, llevándola de lamano, conducirla a la santidad.

El camarero que la atendió tuvobuenas ganas de burlarse, pero no se

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atrevió, sin embargo, a hacerlo en lasbarbas de ella por pudor. En cuanto alencargado, se acercó a su mesa ydecidió que, en cuanto hubiera acabado,le rogaría que saliese, para evitar quevolviera otra noche.

Por fin, se dio unos suavestoquecitos en la frente nívea con unpañuelo floreado. Luego, se cruzó depiernas: se le vio en el tobillo unacadena cerrada por un medallón quenosotros sabemos que encierra unoscuantos cabellos. Sonrió a su alrededory nadie respondió más que apartando lavista de ella, pero eso era una respuesta.El café estaba silencioso hasta tal puntoque se oían distintamente todos los

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ruidos. Todo el mundo pensó que lasonrisa de: (para el coronel: elinvertido; para los comerciantes: elmariposa; para el banquero y loscamareros: el ¡huy, chica!; para losgigolos: «ésa», etcétera) era abyecta.Divina no insistió. De una minúsculabolsita de corredera de raso negro sacóunas cuantas monedas que depositó sinruido en la mesa de mármol. El cafédesapareció y Divina se metamorfoseóen uno de esos animales pintados en losmuros —quimeras o grifos—, pues unconsumidor, a pesar suyo, murmuró unapalabra mágica pensando en ella:

—Pederasca.Buscaba esa noche en Montmartre

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cabritos por vez primera. No consiguiónada. Nos llegaba sin aviso previo; losparroquianos del café no tuvierontiempo, ni sangre fría sobre todo, parasalvar su reputación y a su hembra. Trasbeberse el té, Divina, indiferente (a loque parecía, según se la veía),contoneándose en un ramo de flores,sembrando crujidos de seda ylentejuelas de un volante invisible, sefue. Hela aquí, pues, decidida aregresar, elevada por una columna dehumo, a su sotabanco, encima de cuyapuerta está clavada una enorme rosa deestambre, descolorida.

Lleva un perfume violento y vulgar.Por él se puede saber ya que gusta de la

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vulgaridad. Divina tiene el gustocertero, buen gusto, y no es lo menosinquietante el que a ella, delicada, laponga la vida siempre en postura vulgaral contacto con todas las inmundicias.Adora la vulgaridad porque su mayoramor lo ha sentido por un bohemio depiel negra. Encima de él, debajo de él,cuando él le cantaba, boca con boca,canciones cíngaras que le traspasaban elcuerpo, aprendió ella a notar el encantode las telas vulgares como la seda y elorifrés que sientan bien a los seresimpúdicos. Montmartre relumbraba.Divina cruzó sus fuegos multicolores yluego, intacta, entró en la noche delterraplén del bulevar de Clichy, noche

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que preserva a los pobres rostros viejosy feos. Eran las tres de la madrugada.Caminó un rato en dirección a Pigalle.Miraba fijamente, sonriendo, a cadahombre que pasaba solo. O ellos no seatrevían o era ella quien no sabía aúnnada del tejemaneje habitual: las vueltasdel cliente, sus vacilaciones, su falta deseguridad en cuanto se acerca al chavalcodiciado. Estaba cansada, se sentó enun banco y a pesar de su cansancio, latibieza de la noche la conquistó, latransportó; se abandonó lo que dura unlatido y tradujo su emoción así: «Lasnoches, sultanas, están locas por mí. Meguiñan, Dios mío, el ojo. ¡Ah! ensortijanmis cabellos en torno a sus dedos (¡los

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dedos de las noches, la cola de loshombres!). Me dan golpecitos en lamejilla, me acarician las nalgas». Pensóeso y, sin embargo, no llegó a elevarsea, o naufragar en, una poesía cortada delmundo terrestre. La expresión poética nocambiará jamás su estado. Seguirásiendo siempre la mujerzuelapreocupada por la ganancia.

Algunas mañanas, todos los hombresconocen, junto con el cansancio, unacceso de ternura que los haceempalmarse. Me ha sucedido una aurorael haber posado de amor sin objeto loslabios en la barandilla helada de la calleBerthe, en otra ocasión el besarme lamano, y también, no pudiendo ya más de

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emoción, el desear tragarme a mí mismovolviendo del revés la bocadesmesuradamente abierta, por encimade la cabeza, haciendo pasar por ellatodo el cuerpo, y el Universo acontinuación, y no ser ya sino una bolade cosa comida que poco a poco se iríaaniquilando: es mi visión personal delfin del mundo. Divina se entregaba a lanoche para ser devorada de ternura porella y nunca más vomitada. Tienehambre. Y nada alrededor. Los urinariosestán vacíos, el terraplén, prácticamentedesierto. Sólo unas pandas de jóvenesobreros, cuya adolescencia en desordenestá toda en los cordones mal atados,saltándoles sobre el empeine, de vuelta

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del placer, regresan a sus casas amarchas forzadas. Con las chaquetasmuy entalladas, colocadas a manera decoraza o frágil caparazón, protegen elcandor de sus cuerpos, pero, por lagracia de su virilidad, aún tan livianacomo una esperanza, son inviolablespara Divina.

No hará nada esta noche. Tanto hasorprendido que los posibles cabritos nohan sabido reaccionar. Con hambre envientre y corazón habrá de reintegrarse asu sotabanco. Se levantó paramarcharse. Viniendo en su dirección, unhombre titubeaba. La golpeó con elcodo:

—¡Ay! perdón, dijo, ¡usted perdone!

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El aliento le apestaba a vino.—No hay de qué, dijo la maricona.Era Pocholo el Pinreles que pasaba.Datos de Pocholo: estatura 1,75

metros, peso 75 kilos, rostro ovalado,pelo rubio, ojos verdeazules, tez pálida,dientes perfectos, nariz rectilínea.

Era joven también, casi tanto comoDivina, y me gustaría que siguierasiéndolo hasta el final del libro. Adiario, los guardianes me abren la puertapara que salga de la celda y vaya alpatio cubierto a tomar el aire. Duranteunos cuantos segundos, en corredores yescaleras, me cruzo con ladrones, con

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golfos cuyo rostro se me mete por elrostro, cuyo cuerpo, de lejos, da entierra con el mío. Codicio tenerlos a mialcance, ninguno de ellos, sin embargo,me obliga a suscitar la imagen dePocholo el Pinreles.

Cuando la conocí en Fresnes, Diviname habló mucho de él, buscando surecuerdo, la huella de sus pisadas, pordoquier en la prisión, pero jamás conocísu rostro con exactitud, y es para mí unaseductora ocasión el hacer aquí que seconfunda en mi mente con el rostro y laestatura de Roger.

De este corso, no subsiste en mimemoria más que bien poca cosa: unamano de pulgar en exceso macizo, que

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juega con una llavecita pequeña hueca yla confusa imagen de un muchacho rubioque va Canebière arriba con unacadenilla, de oro sin duda, tendida sobrela bragueta que parece cerrar. Formaparte de un grupo de machos queavanzan hacia mí con la gravedaddespiadada de los bosques en marcha.De ahí es de donde parte mi ensueño enel que imaginaba llamarlo Roger,nombre «niño» y, sin embargo, recio,aplomado. Roger tenía aplomo. Acababayo de ser liberado de la prisión Chave yme maravillaba de no haberme topadoallí con él. ¿Qué podría yo cometer paraestar a la altura de su belleza?Necesitaba audacia para admirarlo.

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Dormía, por la noche, a falta de dinero,en los rincones de sombra de losmontones de hulla, en los almacenesportuarios, y cada noche lo llevabaconmigo. El recuerdo de su recuerdodejó sitio a otros hombres. Desde hacedos días, de nuevo en mi ensueñoentremezclo su vida (inventada) con lamía. Quería que me amara y,naturalmente, lo ha hecho con ese candorque debe estar unido tan sólo a laperversidad para que me ame. Durantedos días seguidos he nutrido con suimagen un sueño que suele saciarse alcabo de cuatro o cinco horas y si le hedado como pasto a un muchacho, pormuy hermoso que éste sea. Ahora ya

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estoy rendido de inventar circunstanciasen las que podría amarme cada vez más.Estoy extenuado de los viajesinventados, de los robos, de lasviolaciones, de los topes, de lastemporadas de cárcel, de las traicionesen que estaríamos mezclados, actuandoel uno por el otro, para el otro, y nuncapor ni para sí, en que la aventuraseríamos nosotros mismos y nada másque nosotros. Estoy agotado; tengocalambres en la muñeca. Lavoluptuosidad de las últimas gotas se hasecado. He vivido con él, de él, entremis cuatro paredes desnudas, y en dosdías, cuanto me era posible de unaexistencia veinte veces recomenzada,

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embrollada hasta ser más auténtica queuna auténtica. He abandonado elensueño. Era amado. He abandonadocomo abandona un ciclista de la Vuelta aFrancia, no obstante el recuerdo de susojos y del cansancio de los mismos, queme veo obligado a tomar del rostro deotro jovenzuelo, al que vi salir de unburdel: las piernas, redondas; la verga,brutal, tan recia que casi quisiera decirde ella que es nudosa; y el rostro, que eslo único que le he visto sin velo,pidiendo asilo como un caballeroerrante; ese recuerdo no quieredesaparecer como solía desaparecer elrecuerdo de mis compañeros ensoñados.Flota. Tiene menos rigor que en el

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momento de las aventuras, pero mehabita no obstante. Algunos detalles másobstinadamente se encarnizan en lapermanencia; esa llavecita hueca con laque, si quiere, puede pitar, el pulgar, eljersey, los ojos azules… Si insisto, va asurgir, a erigirse y a penetrarme hasta talpunto que en mí conservaría susestigmas. No puedo aguantar más. Loconvierto en un personaje al que sabré ami modo martirizar: es Pocholo elPinreles. Seguirá teniendo sus veinteaños aunque su destino sea el deconvertirse en el padre y el amante deSanta María de las Flores.

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A Divina le dijo:—¡Perdone!Metido en su vino, Pocholo no se

percató de la extravagancia de estetranseúnte de amabilidad agresiva:

—¿Qué hay, amigo?Divina se detuvo. Vino luego una

conversación festiva y peligrosa y, acontinuación, todo transcurrió como erade desear. Divina se llevó a Pocholo asu casa, en la calle Colaincourt. En estesotabanco es donde ha muerto, desdedonde uno ve, a sus pies, cual la mar elvigía desde la cofa mayor, uncementerio, tumbas. Cipreses que

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cantan. Fantasmas que dormitan. Todaslas mañanas sacudirá su trapo del polvoDivina por la ventana y dirá adiós a losfantasmas. Con ayuda de un catalejo, undía descubrirá a un joven enterrador.«Dios me perdone, gritará, hay unabotella de vino encima de la sepultura.»Ese enterrador se irá haciendo viejo almismo tiempo que ella y la enterrará sinsaber nada de ella.

Así pues, con Pocholo, subió. Actoseguido, en el sotabanco, una vezcerrada la puerta, lo desnudó. Trasquitarle los pantalones, la chaqueta, lacamisa, se mostró blanco y desplomadocomo un alud. A eso del anochecer, seencontraron envueltos entre las sábanas

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sudadas y arrugadas.—¡Menudo chollo, eh! Volado tenía

que estar ayer, ¿verdad, monada?Se reía de dientes afuera y miraba el

sotabanco. Es una habitaciónabuhardillada. En el suelo, Divina hapuesto unas alfombras raídas y haclavado en la pared a los asesinos delos muros de mi celda y esasextraordinarias fotografías de guaposchavales que ha robado de losescaparates de los fotógrafos y quellevan todos los signos del poder de lastinieblas.

—¡El muestrario, vaya!Encima de la chimenea, un tubo de

gardenal colocado sobre una regata

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pequeña de madera pintada basta paraseparar la habitación de ese bloque demampostería que es el edificio, parasuspenderla como una jaula entre cielo ytierra.

Por la manera que tiene de hablar, deencender y fumarse el cigarrillo, Divinaha comprendido que Pocholo es unmacarra. Al principio, sintió algúntemor: que la moliera a golpes, ladesvalijara, la insultara. Luego sintió elorgullo de haber hecho gozar a un chulo.Sin prever exactamente lo que traería laaventura y, más que voluntariamente, unpoco como el pájaro, según dicen, va alas fauces de la serpiente, fascinada,dijo: «Quédate», y vacilando:

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—Si quieres.—Sin coña, ¿estás por mí?Pocholo se quedó.A este amplio sotabanco de

Montmartre, por cuyo tragaluz, entre losfruncidos de muselina rosa que haconfeccionado con sus propias manos,Divina ve, por un mar azul y en calma,bogar enramadas blancas, tan cerca quedistingue las flores de las que sale unpie arqueado por la danza, traerá enseguida Pocholo su mono azul noche delas expediciones, su juego de llavesfalsas, sus herramientas y, encima delmontoncito que forman en el suelo,pondrá sus guantes de caucho blanco,semejantes a guantes de gala. Así

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comenzó su vida común, en estahabitación cruzada por los cables delradiador robado, de la radio robada, delas lámparas robadas.

Toman el desayuno matutino por latarde. Durante el día, duermen, escuchanla radio. Se maquillan al anochecer ysalen. Por la noche, según la costumbre,Divina currela en la plaza Blanche, yPocholo va al cine. Durante muchotiempo, Divina tendrá éxito. Aconsejadapor Pocholo y protegida por él, sabrá aquién desvalijar, a qué magistrado hacercantar. Como la coca vaporosa hace quefloten los contornos de su vida, queboguen sus cuerpos, son inaprensibles.

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Aun siendo golfo, Pocholo tenía unrostro de luz. Era el hermoso macho,violento y dulce, nacido para ser chulo,tan noble de porte que parecía estarsiempre desnudo, excepto cuando hacíaeste gesto ridículo y para míenternecedor: arqueaba el lomo, orasobre un pie, luego sobre el otro, paraquitarse los pantalones y loscalzoncillos. Cristianado con el agua desocorro, es decir, beatificado también,canonizado casi fue Pocholo antes de sunacimiento, en el vientre cálido de sumadre. Le administraron esa especie debautismo blanco que había de enviarlo,nada más morir, al limbo; en una

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palabra, una de esas ceremonias breves,pero misteriosas y en extremodramáticas en ese nudo apretado queconstituyen, suntuosas, a la que fueronconvocados los ángeles y movilizadoslos fautores de la Divinidad y la propiaDivinidad. Pocholo lo sabe pero casi nolo sabe, es decir, que a lo largo de suvida, más que decírselo en alta einteligible voz parece que alguien lecuchichea tales secretos. Y esta agua desocorro de que partió su vida, en elcurso de su vida que va alargándose, ladora, la envuelve en una aureola tibia ydifuminada, un poco luminosa, yconstruye para esta vida de chulo unpedestal cubierto de guirnaldas de

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flores, como un ataúd de jovencita loestá de hiedra trenzada, un pedestalmacizo y no obstante ligero, en lo altodel cual, desde los quince años, meaPocholo en esta postura: las piernasabiertas, rodillas algo flexionadas, y achorros más rígidos desde los dieciochoaños. Pues, insistamos mucho en ello, unnimbo muy suave lo aísla sin cesar delcontacto en exceso duro de sus propiosángulos vivos. Si dice: «Suelto unapluma» o «Se ha caído una perla»,quiere decir que se ha peído de ciertaforma, muy silenciosamente, que el pedoha fluido sin estruendo. Admiremos que,en efecto, evoca una perla de orientemate: este flujo, este escape en sordina

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nos parecen lechosos, tanto como lapalidez de una perla, es decir, un pocosordos. Pocholo se nos aparece por ellocomo una especie de gigolo precioso,hindú, princesa, bebedora de perlas. Elolor que ha dejado expandirsesilenciosamente por la cárcel tiene lamatidez de la perla, se enrosca a sualrededor, lo nimba de pies a cabeza, loaísla, pero lo aísla mucho menos que laexpresión que su belleza no ha temidoenunciar. «Suelto una perla» indica queel pedo es sin estruendo. Si suena, sevuelve grosero, y si es bordonero quienlo suelta, Pocholo dice:

—¡Al talego el lapicero, que se meviene abajo!

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De forma maravillosa, gracias a lamagia de su belleza alta y rubia,Pocholo hace surgir una sabana y nossumerge en el corazón de los continentesnegros más profundamente, másimperiosamente de lo que, para mí, lohará el asesino negro. Y Pocholo añadeademás:

—Cómo ruge por aquí, no puedoseguir al lado mío…

En una palabra, lleva su infamiacomo un estigma al hierro candente, a lovivo en la piel, pero este estigmaprecioso lo ennoblece tanto como la florde lis en el hombro de los golfos deantaño. Los ojos morados de puñetazosson la vergüenza de los chulos, pero

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para Pocholo:—Mis dos ramos de violetas, dice.También dice, refiriéndose a las

ganar de cagar:—Tengo el puro a flor de labios.Tienen pocos amigos. Como la

Divina va perdiendo a los suyos, él selos vende a los guris. Divina no sabeaún nada del asunto: sólo para síconserva su rostro de traidor que amatraicionar. Cuando Divina se loencontró, había salido esa mismamañana de la cárcel, donde no habíapurgado más que un mínimo por robo yencubrimiento, después de habervendido fríamente a sus cómplices y aotros amigos que no lo eran.

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Cierta noche, en el momento deliberarlo de la comisaría adonde lohabían conducido tras una redada,cuando el inspector le dijo, en ese tonobrusco que hace creer que la cosa no iráa más: «¿No sabes de algún golpe quehaya por ahí? Lo que tienes que hacer estrabajar para nosotros, ya nosapañaremos», sintió, como diríaisvosotros, una infame caricia, pero tantomás suave cuanto que él mismo lajuzgaba infame. Intentó dárselas dedesenvuelto y dijo:

—Se corren riesgos.No obstante, notó que bajaba la voz.—En cuanto a eso, conmigo puedes

estar tranquilo, palabra, continuaba el

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inspector. Te ganarás cien cucas cadavez.

Pocholo aceptó. Vender a los demásle gustaba, pues lo deshumanizaba.Deshumanizarme es mi tendenciaprofunda. Volvía él a ver en la primeraplana de un diario vespertino lafotografía de ese alférez de navío dequien he hablado, fusilado por habertraicionado. Pocholo pensó: «¡Tronco!Socio.»

Una picardía que le salía de dentrolo exaltaba: «Soy más falso que el almade Judas.» Calle Dancourt abajo, ebriodel esplendor oculto, como de un tesoro,de su abyección (pues debe éstaembriagarnos si no queremos que su

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intensidad nos mate), echó una ojeada ala luna de una tienda en la que vio a unPocholo luminoso de orgullo apagado,resplandeciente de este orgullo. Vio aese Pocholo con un traje Príncipe deGales, un sombrero flexible caído sobreel ojo e inmóviles los hombros queconserva así al caminar para parecerse aPierrot el del Topol[1], y Pierrot loslleva así para parecerse a Polo el MalaHostia, y Polo para parecerse a Tioui, yasí sucesivamente; una teoría de chulospuros, severamente irreprochables,acaba en Pocholo el Pinreles, más falsoque el alma de Judas, y diríase que, alhaberse tratado con ellos, al haberlesrobado el porte los hubiera ensuciado,

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diríais vosotros, con su propiaabyección, y así lo deseo yo para alegríamía, con cadena en la muñeca, corbataflexible como una lengua de fuego, yesos extraordinarios zapatos que sólollevan los chulos, de color amarillo muyclaro, finos, de punta estrecha. Ya que,poco a poco, gracias a Divina, Pocholoha sustituido sus ropas deslucidas pormeses de celda por elegantes trajes delana de pelo corto y ropa blancaperfumada. La transformación lo haencantado, pues es todavía el niño-chulo. El alma del golfo rezongón se haquedado en la ropa vieja. Ahora se notaen el bolsillo, y lo acaricia con la mano,mejor de lo que notaba el cuchillo, cerca

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de la verga, un revólver del 6/35. Perouno no se viste sólo para sí, y Pocholose viste para la cárcel. Cada vez quecompra algo nuevo, cree ver el efectoque produce sobre sus posiblescompañeros de Fresnes o de la Santé.¿Quiénes creéis que podrán ser? Dos otres duros que, sin haberlo visto jamás,sabrían reconocerlo como su igual, unoscuantos hombres de rostro impenetrableque le tenderían la mano, o bien, delejos, en el reconocimiento médico o devuelta del paseo, gritarían con la bocatorcida, haciéndole un guiño: «Ciao,Pocholo.» Pero más que nada, suscompañeros serían arrugas fácilmentedeslumbrables. La cárcel es una especie

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de Dios, bárbara como él, a quien ofrecerelojes de oro, estilográficas, sortijas,pañuelos, pañuelos de cuello, zapatos.Sueña menos con mostrarse en elesplendor de sus trajes nuevos a unamujer o a sus encuentros cotidianos ylibres, que con entrar en una celda conel sombrero caído sobre el ojo, el cuellode la camisa de seda blanca abierto (enel cacheo le han dejado sin corbata), elraglán inglés desabrochado. Y lospobres presos lo miran ya con respeto.Por el mero hecho de aparecer, losdomina. «Vaya caras que pondrían…»,pensaría, si pudiera pensar sus deseos.

Dos estancias en la cárcel lo hanmarcado para que viva el resto de su

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vida para ella. Su destino tiene la formade la cárcel y, de forma muy confusa,sabe que le está consagradoineluctablemente, tal vez desde el día enque, en una página de un libro de labiblioteca, leyó estos graffiti:

Mucho ojo:Primero: Jean Clément alias el

Pluma,Segundo: Robert Martin alias el

Jibia,Tercero: Roger Falgue alias el

Marimarica,El Pluma está por Petit-Pré

(suripanta),El Marimarica por Ferrière y

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Grandot,El Jibia por Malvoisin.

El único medio de evitar el horrordel horror es abandonarse a él. Deseópues, con un deseo como voluptuoso,que uno de los nombres fuera el suyo.Luego, por fin, sé que a uno le puedeocurrir que se canse de esta actitudtensa, heroica, de forajido, y que se unaa la policía para reintegrarse en lahumanidad despojada. Divina no sabíanada de esta faceta de Pocholo. Dehaberla conocido, lo hubiera amado aúnmás, pues en ella amor equivale adesesperación. Por el momento, estánbebiendo té, y Divina sabe de sobra que

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ella lo traga como una paloma el aguaclara. Como lo bebería, si bebiera, elEspíritu Santo en forma de paloma.Pocholo baila javas con las manos enlos bolsillos. Si se acuesta, Divina lolame.

Hablándose a sí misma de Pocholo,Divina dice, juntando las manos con elpensamiento:

«Lo adoro. Cuando lo veo acostadoen pelota, siento deseos de decir misasobre su pecho.»

Pocholo ha tardado algún tiempo enacostumbrarse a hablar de ella y ahablarle en femenino. Al fin lo logró,pero no toleró aún que se dirigiera a élcomo a una amiga; luego, poco a poco,

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fue abriendo la mano; Divina se atrevióa decirle:

—Eres hermosa, añadiendo: comouna picha.

El azar de las expedicionesnocturnas y diurnas de Pocholo acumulaen el sotabanco botellas de licor,pañuelos de seda, frascos de perfume,joyas falsas. Cada objeto trae a lahabitación su fascinación de hurto brevecomo una seña con la mirada. Pocholoroba en los muebles de los grandesalmacenes, en los coches estacionados;roba a sus escasos amigos; roba doquierpuede.

Los domingos, Divina y él van amisa. Divina lleva un misal de broche

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dorado en la mano derecha. Con laizquierda, enguantada, mantiene cerradoel cuello del abrigo. Caminan sin ver.Llegan a la Magdalena y se sientan entrelas devotas de buena sociedad. Creen enlos obispos con ornamentos de oro. Lamisa maravilla a Divina. Todo en ella esde lo más natural. Cada gesto delsacerdote está claro, tiene su sentidopreciso, y podría llevarlo a cabocualquiera. Cuando el oficiante, alconsagrar, junta los dos trozos de lahostia partida, los bordes no se vuelvena soldar y, cuando la eleva con ambasmanos, no intenta hacer creer en elmilagro. A Divina esto la estremece.

Pocholo reza diciendo:

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«Madre nuestra que estás en loscielos…»

A veces reciben la comunión demanos de un cura de mala jeta que lesmete en la boca, de mala manera, lahostia.

Pocholo va, además, a misa por ellujo.

De vuelta al sotabanco, se acarician.Divina ama a su hombre. Le hace

tartas, le unta las tostadas demantequilla. Sigue soñando con élcuando está en el retrete. Lo adora encualquier postura.

Una llave silenciosa abre la puerta,y el muro estalla igual que se desgarraun cielo para mostrar al Hombre

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semejante al que Miguel Angel pintódesnudo en el Juicio final. Tras cerrarde nuevo la puerta, con tanta suavidadcomo se cerraría una puerta de cristal,Pocholo arroja el sombrero en el divány la colilla en cualquier sitio, pero másbien al techo. Divina se lanza al asaltode su hombre, se pega a él, lo lame y lociñe; él permanece sólido e inmóvilcomo si fuera, en medio del mar, elmonstruo de Andrómeda transformadoen roca.

Puesto que sus amigos lo huyen,Pocholo lleva a veces a Divina al«Roxy». Juegan al póquer de dados. APocholo le gusta la elegancia del gestode agitar los dados. Gusta también de la

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gracia de los dedos que lían un pitillo,que quitan el capuchón de unaestilográfica. No se preocupa ni de sussegundos ni de sus minutos ni de sushoras. Su vida es un cielo subterráneopoblado de barmen, de chulos, demariconas, de peripatéticas, de damasde picas, pero su vida es un Cielo. Es unvoluptuoso. Conoce todos los cafés deParís que tienen W. C. con taza:

—Para cagar a gusto, tengo que estarsentao, dice.

Hace kilómetros y kilómetrosguardando preciosamente en los flancoslas ganas de cagar, que depositará congravedad en el retrete tapizado deazulejos malva del Terminus-Saint-

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Lazare.No sé gran cosa de sus orígenes.

Divina me dijo su nombre un día: debíade ser Paul García. Nació, sin duda, enuno de esos barrios llenos del olor delos excrementos envueltos en un trozo deperiódico que se dejan caer desde todaslas ventanas, en cada una de las cualespende un corazón de lilas.

¡Pocholo!Si sacude la rizada cabeza, se ven

moverse los anillos de oro que llevabanen las orejas, antaño, sus mayores, losmerodeadores de portillo. La patada queda para sacudirse el bajo de lospantalones es la contrapartida de aqueltaconazo que daban las mujeres en los

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volantes de la falda para bailar el vals.Así vive la pareja sin tropiezos. La

portera, al pie de la escalera, vela porsu felicidad. Y al anochecer, los ángelesbarren la habitación, hacen la limpieza.Para Divina, los ángeles son gestos quese llevan a cabo sin que ella intervenga.

¡Cuán dulce me es hablar de ellos!Legiones de soldados vestidos de gruesopaño azul Francia o color río, con suszapatos herrados, golpean el azul delcielo. Los aviones lloran. El mundoentero muere de horror pánico. Cincomillones de jóvenes de todas las lenguasvan a morir por los disparos del cañónque, tieso, descarga. Su carne perfumaya a los humanos que caen como

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moscas. La carne, al perecer, desprendesolemnidad.

Y yo estoy muy a gusto aquí parapensar en los bellos muertos de ayer, dehoy, de mañana. Sueño con el sotabancode los amantes. La primera disputagrave que tuvieron acabó en gesto deamor. Divina me dijo esto de Pocholo:que una tarde, al despertarse, demasiadoabúlico para abrir los ojos, la oyóagitarse en el sotabanco. Preguntó:

—¿Qué estás haciendo?Como la madre de Divina, Ernestine,

llamaba a la colada el barreño, todoslos sábados «hacía el barreño». Divinacontesta, pues:

—Estoy haciendo el barreño.

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Ahora bien, como en casa dePocholo no había bañeras, lo bañabanen un barreño. Hoy, o cualquier otro día,pero me parece que es hoy, mientrasdormía, en sueños ha entrado en unbarreño. Eso de analizarse no es cosaque sepa hacer él mismo ni se le ocurrehacerlo, pero es sensible a lastrapacerías de la suerte, como a lostrucos del teatro del miedo. CuandoDivina contesta: «Estoy haciendo elbarreño», él se cree que lo dice como sidijera: «Estoy jugando a ser elbarreño.» (Hubiera podido decir: Estoyhaciendo la máquina del tren.) Seempalma súbitamente con la sensaciónde haber penetrado a Divina en sueños.

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El sexo de su sueño penetra en la Divinadel sueño de Divina, y la posee, encierta forma, en medio de una orgíaespiritual. Y le vienen a la mente estasfrases: «Hasta el corazón, hasta laguardia, hasta los cojones, hastaatragantarse.»

Pocholo ha «caído» en las redes delamor.

Me gustaría jugar a inventar lasmaneras que tiene el amor de sorprendera la gente. Viene como Jesús a loscorazones ardientes, viene tambiénsolapadamente, como un ladrón.

Un golfo, aquí mismo, me ha contadouna especie de réplica de la célebrecomparación en que los dos rivales

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conocen a Eros. Me la contaba así:—¿Que cómo empecé a colarme por

él? En chirona. Por la noche, teníamosque despelotarnos, quitarnos hasta lasudora delante del boqui para que vieraque no pasábamos nada de extranjis (nicuerdas, ni limas, ni cuchillas). O sea,que estábamos el tronco y yo en pelota.Así que le eché una visual para ver siestaba tan mollar como decía. No tuvetiempo de verlo bien, nos estábamoshelando. Él se volvió a vestir a todaleche. Sólo pude diquelar que estabachachi de la buten. Oyes, ¡menuda raciónde vista! (¡una ducha de rosas!).Entonces, tíos, me entraron unosachares… ¡Por éstas! Me llevé mi

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merecido (después de esto se esperainvenciblemente: Me rompí loscuernos). Me duró la tira, cuatro o cincodías…»

El resto ya no nos interesa. El amorutiliza las peores trampas. Las menosnobles. Las más raras. Explota lascoincidencias. ¿Pues no tenía quemeterse un crío dos dedos en la bocapara dar un silbido desgarrador, justo enla hora en que mi alma estaba tensa enextremo y no esperaba sino este estridorpara desgarrarse de arriba abajo? ¿Perose ha dado con el instante que hizoamarse a dos seres hasta la sangre?«Eres un sol traído a mi noche. ¡Minoche es un sol traído a la tuya!» Uno se

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golpea con la frente del otro. De pie yde lejos, mi cuerpo pasa a través deltuyo, y el tuyo, de lejos, a través delmío. Creamos el mundo. Todo cambia…¡y saberlo!

Amarse como, antes de separarse,dos jóvenes boxeadores que se pegan(no combaten), se desgarran mutuamentela camisa, y, cuando están desnudos,estupefactos por ser tan bellos, creenverse en un espejo, permanecenboquiabiertos un segundo, sacuden —larabia de verse atrapado— las cabellerasenmarañadas, se sonríen con sonrisahúmeda y se estrechan como dosluchadores de lucha grecorromana,encajan los músculos en las conexiones

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exactas que presentan los músculos delotro y se derrumban sobre elcuadrilátero hasta que la esperma tibia,salpicando alto, traza en el cielo una víaláctea en la que se inscriben otrasconstelaciones que yo sé leer: laconstelación del Marinero, la delBoxeador, la del Ciclista, la del Violín,la del Espahí, la del Puñal. Así, unanueva carta del Cielo se dibuja en elmuro del sotabanco de Divina.

De un paseo al parque Monceau,Divina regresa al sotabanco. Surge, todatiesa y negra, de un jarrón, una rama decerezo que sostienen en pleno vuelo lasflores rosa. Divina se siente herida. Enel pueblo, los campesinos le han

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enseñado a respetar los árboles frutales,a no considerar sus flores comoadornos; nunca más podrá admirarlas.La rama quebrada la ofende como osofendería el asesinato de una muchachanúbil. Cuenta su pena a Pocholo, que seríe a carcajadas. Se burla él, hijo de lagran ciudad, de los escrúpulos de loscampesinos. Divina, para acabar,consumar el sacrilegio y, en ciertomodo, superarlo voluntariamente, quizátambién por nerviosismo, destroza lasflores. Bofetadas, gritos. Al fin,desorden de amor, pues en cuento toca aun macho todos sus gestos de defensa semodulan en caricias. Un puño lanzadopara dar un golpe se abre, se posa, y se

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desliza con suavidad. El gran macho esdemasiado fuerte para estas débilesmariconas. A Seck Gorgui le bastabacon frotarse un poco, sin parecertocársela, la protuberancia que leformaba bajo el pantalón su enormemiembro para que unas y otras nopudieran ya separarse de él, que lasatraía como un imán a las limaduras,hasta su casa, a pesar suyo. Divinatendría la suficiente fuerza física si notemiera los movimientos de la réplicaporque son viriles, ni tuviera ese pudorde la mueca de la cara y de todo elcuerpo a la que obliga el esfuerzo. Teníaese pudor y también el pudor de losepítetos masculinos aplicados a sí

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misma. La jerga, ni más ni menos que lasotras Locas, sus amigas, Divina no lahablaba. Ello la hubiera trastornadotanto como lanzar con su lengua y susdientes un silbido golfo, o meterse,dejándolas allí, las manos en losbolsillos del pantalón (sobre todoechando hacia atrás los faldones de lachaqueta desabrochada), o subirse elpantalón cogiéndoselo por la cinturilla yayudándose con un movimiento decaderas.

Las mariconas, allá arriba, tenían sulenguaje aparte. La jerga era cosa dehombres. Era la lengua viril. Así comoentre los caribes la lengua de loshombres, se convertía la jerga en un

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atributo sexual secundario. Erasemejante a los colores del plumaje delas aves macho, semejante a lasvestiduras de seda abigarrada a quetienen derecho los guerreros de la tribu.Era una cresta y unos espolones. Todo elmundo podía entenderla, pero los únicosque podían hablarla eran los hombresque, al nacer, han recibido como don losgestos, el porte de las caderas, laspiernas y los brazos, los ojos, el pechocon los cuales se puede hablarla. Un día,en uno de nuestros bares, cuandoMimosa en medio de una frase seatrevió a pronunciar estas palabras: «…sus rollos gilipollescos…», los hombresfruncieron el ceño; alguien dijo en tono

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de amenaza:—Mira la tragona, dándoselas de

duro.La jerga en labios de sus hombres

turbaba a las mariconas, pero lasturbaban menos las palabras inventadas,propias de esta lengua (por ejemplo:grilos, lima, ringar), que las expresionesprovenientes del mundo habitual yvioladas por los chulos, adaptadas porellos a sus necesidades misteriosas,pervertidas, desnaturalizadas, arrojadasal arroyo y en su cama. Por ejemplo,decían: «Chupao», o también: «Váyase,está usted curado.» Esta última frase,tomada del Evangelio, salía de labios encuya comisura quedaba siempre una

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brizna de tabaco mal escupido. Ladecían arrastrando. Terminaba lanarración de una aventura que habíaacabado bien para ellos:

—Váyase…, decían los chulos.Decían también para zanjar:—Corta.Y también: «Echar el cierre.» Pero,

para Pocholo la expresión no tenía elmismo sentido que para Gabriel (elsoldado que vendrá, al que anuncia yaesta frase que me encanta y que no creoque le siente bien más que a él: «Estoyde plantón»). Pocholo entendía: hay quelargarse. Gabriel pensaba: hay quecallarse. En mi celda, hace un rato,¿acaso no han dicho los dos rufos:

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«Pendón era y pendón sigue.»? Queríandecir que alguien seguía en laprostitución, pero a mí una especie deidea luminosa me transformó en el acto,con las piernas abiertas, en guardiarobusto o en palafrenero del palacioque, igual que hay jóvenes que siguen elgremio, siguen pendones palaciegos.

El oír esta diarrea verbal hacía aDivina desmoronarse de voluptuosidad,igual que el desentrañar —le parecíaque desabrochaba una bragueta, que sumano introducida levantaba la camisa—ciertas palabras de javanés[2] de sussílabas sobreañadidas como un adorno oun disfraz: lichapé, tisán.

Esta jerga, insidiosamente, había

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enviado emisarios a los pueblos deFrancia, y ya Ernestine había sufrido suencanto.

Se decía a sí misma: «Un gauloise,una toba, un pito.» Se desplomaba en susillón, susurraba estas palabrastragándose el humo pesado delcigarrillo. Para mejor ocultar suensueño, se encerraba en su habitación,echaba el pestillo y se ponía a fumar.Una noche, al entrar, vio en el fondo delas sombras brillar la lumbre de uncigarrillo. Se aterrorizó como siestuviera bajo la amenaza de unrevólver, pero este terror no duró y seconfundió con la esperanza. Vencida porla presencia oculta del macho, dio unos

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cuantos pasos y se desplomó en unapoltrona, pero al mismo tiempodesaparecía la lumbre. Nada más entrar,había comprendido que veía en la lunadel armario situada frente a la puerta,aislada por la oscuridad del resto de laimagen, la lumbre del cigarrillo quehabía encendido ella, dichosa de rascarla cerilla en el corredor sombrío. Puededecirse que sus auténticas bodas fueronesa noche. Su esposo fue una síntesis detodos los hombres: «Una truja.»

Otro cigarrillo le jugará una malapasada. Iba por la calle mayor delpueblo, cuando se cruzó con un golfillo,uno de esos veinte rostros que herecortado de las revistas, que iba

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silbando, con una colilla colgándole delado del morro. Cuando llegó a la alturade Ernestine, agachó la cabeza,adoptando el aire oblicuo de las cabezasque parecen mirar de soslayotiernamente, y Ernestine pensó que lamiraba con una «impertinencia llena deinterés», pero era el humo de la colilla,que el viento, contra el que avanzaba, lemetía en los ojos, haciendo que picarany obligándolo a este gesto. Frunció máslos párpados, torció la boca y elconjunto pasó por una sonrisa. Ernestinese retrepó con un movimiento brusco, alinstante reprimido, envainado de nuevo,y la aventura no tuvo más consecuencias,pues, en el instante mismo, ese golfo del

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pueblo, que ni siquiera había visto aErnestine, notó a la perfección cómo laboca le reía al sesgo y cómo se leguiñaba un ojo; con un gesto de chulería,se subió los herales, mostrando así en loque lo convertía la actitud de su propiacara.

También otras expresiones latrastornaban tanto como puedenconmoveros, y al mismo tiempoinquietaros por su extrañoemparejamiento, estas palabras: «El oroy el moro», y más bien ésta: «Una llavede huevos a la tártara», que le hubieragustado silbar y bailar con música dejava. Pensando en su bolsillo, a símisma se decía: «Mi creus.»

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De visita en casa de una amiga: «Nose lo pierda.» «A ésa le han dao unamano hostias.» De un guapo transeúnte:«Lo pongo a cien.»

No penséis que a Divina le venía deella su emoción ante la jerga, puesErnestine nunca se había dejado pillardesprevenida. «Ponerse de uñas» dichopor linda boca de randa, a ojos demadre e hijo, bastaba para hacer deaquel que la pronunciaba un tipejohocicudo, un tanto fornido, de cara chatacomo la de un bull-dog, como la deljoven boxeador inglés Crane, a quientengo ahí, entre los veinte, en el muro.

Pocholo palidecía. Ha tumbado a unholandés sonrosado para robarle. Ahora

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tiene el bolsillo lleno de florines. Elsotabanco conoce la alegríacircunspecta que da la seguridad. Divinay Pocholo duermen de noche. De díajuegan a las comiditas, desnudos; sepelean, se olvidan de hacer el amor,ponen la radio que fluye, fuman. Pocholodice mierda, y Divina, para estarpróxima, más próxima aún a SantaCatalina de Siena, que pasó una nocheen la celda de un condenado a muertesobre cuya cola reposaba la cabeza,Divina lee Détective. Fuera hace viento.El sotabanco está muellemente caldeadopor un sistema de radiadores eléctricos;consiento en dar una pequeña tregua yhasta un poco de felicidad a la pareja

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ideal.La ventana está entreabierta sobre el

cementerio.Las cinco de la madrugada.Divina oye la hora de un campanario

(pues vela). En lugar de notas queemprenden el vuelo, son campanadas,cinco campanadas que caen sobre elpavimento, y con ellas, sobre esepavimento mojado, hacen caer a Divinaque, hace tres años, o cuatro, a estamisma hora, por las calles de una ciudadpequeña, buscaba un poco de pan entrelos detritus de un cubo de basura. Sehabía pasado la noche errando de calleen calle, bajo el calabobos, pegada a lasparedes para mojarse menos, esperando

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el ángelus (he aquí que la campana tocaa misa rezada y Divina revive laangustia de los días sin cobijo: los díasde la bordonería) que anuncia que lasiglesias están abiertas para lassolteronas, para los verdaderospecadores, para los bordoneros. En elsotabanco perfumado, el ángelusmatutino la convierte de nuevo,violentamente, en el miserable deharapos húmedos que viene a oír misa, acomulgar para descansar los pies ypasar menos frío. El cuerpo de Pocholo,que duerme, está caliente y conexo alsuyo. Divina cierra los ojos; en elmomento en que se le juntan lospárpados y la separan del mundo que

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nace del alba, la lluvia empieza a caer,desencadena en ella una felicidad súbitatan perfecta que dice en voz alta y enmedio de un gran suspiro: «Soy feliz.»Iba a dormirse, pero para mejorcertificarle su dicha de mujer casada,vuelven, y sin amargura, los recuerdosdel tiempo en que era Culafroy y, fugadade la casa de pizarra, fue a parar a unaciudad pequeña donde, por las mañanasdoradas, rosadas o lívidas, unosbordoneros con alma —que, al verlos,se creería ingenua— de muñeca seabordan con gestos que se diríantambién fraternales. Acaban delevantarse de un banco de las Avenidasen que dormían, de un banco de la plaza

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de Armas o de nacer del césped de unparque público. Se confían secretosreferentes a los Asilos, las Cárceles, elMerodeo y la Gendarmería. El lecheroapenas si los molesta. Es de los suyos.Durante unos cuantos días, Culafroy fuetambién de los suyos. Se alimentóentonces con algún que otro mendrugomezclado con pelos encontrado en loscubos de la basura. Una noche incluso,la noche que tuvo más hambre, quisomatarse: El suicidio fue su granpreocupación: ¡el canto del gardenal!Algunas crisis lo pusieron tan al bordede la muerte que me pregunto cómo sesalvó, qué choque imperceptible —¿y dequién provenía?— lo apartó del borde.

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Pero un día, al alcance de mi mano,acabaría por hallarse un pomo deveneno que me bastaría con llevarme ala boca; y esperar. Esperar con unaangustia intolerable el efecto del actoincreíble, y admirar lo maravilloso deun acto tan locamente irremediable quearrastra tras de sí el fin del mundo, quede un gesto de tan poco peso sedesprende. Nunca me había llamado laatención que la más ligera imprudencia—a veces, incluso menos que un gesto,un gesto inacabado, que se quisieraanular, deshacer remontando el tiempo,tan benigno y tan próximo aún en elmomento, que diríase que se lo puedeborrar— ¡imposible! —¿Puede conducir

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hasta, por ejemplo, la guillotina, hasta eldía en que yo mismo, mediante uno deesos pequeños gestos que se escapan deuno sin uno que es imposible abolir, hevisto mi alma irse a pique y he sentidoal instante la desesperación de losdesdichados que no tienen más ayudaque la confesión? Y esperar. Esperar ycalmarse, porque la desesperación, ladesesperanza no son posibles más que siexiste una salida visible o secreta,confiarse a la muerte, como Culafroy seconfiaba antaño a las inaccesiblesvíboras.

Hasta entonces la presencia de unpomo de veneno o de un cable de altatensión no había coincidido nunca con

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los períodos de vértigo, pero Culafroy,más tarde Divina, temerán ese momentoy esperan encontrárselo muy pronto,elegido por la Fatalidad, para que lamuerte salga irremediablemente de ladecisión o el cansancio de ellos.

Fue el tiempo, en la ciudad, de lospaseos al azar de las calles oscuras, ennoches sin sueño. Se paraba para mirarpor las ventanas los interiores dorados,a través del guipur ilustrado con motivoselaborados: flores, hojas de acanto,amorcillos armados, ciervas de encaje,y los interiores le parecían, excavadosen altares macizos y tenebrosos,tabernáculos velados. Delante y a loslados de las ventanas, farolas como

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cirios montaban guardia de honor enárboles aún frondosos que sedesplegaban en forma de ramos de liriosde esmalte, de metal o de tela en lospeldaños de un altar de basílica. Eran,en fin, esas sorpresas de niñosvagabundos para quienes el mundo estáaprisionado en una redecilla mágica,que ellos mismos alrededor del globotejen y anudan con un dedo del pie ágil yduro como el Paulova. Esta clase deniños es invisible. Un revisor no losdistingue en un vagón ni la policía en losandenes, incluso en las cárceles parecenhaberse introducido fraudulentamente,como el tabaco, la tinta de tatuar, losrayos de luna o de sol, la música de un

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fonógrafo. El más mínimo de sus gestosles prueba que una luna de cristal, quesu puño a veces estrella con una arañade plata, enjaula el universo de lascasas, de las lámparas, de las cunas, delos bautismos, el universo de loshumanos. El niño que nos ocupa estabahasta tal punto fuera de aquí que de sufuga había de retener: «En la ciudad, lasmujeres de luto van muy bien vestidas.»Pero su soledad le permitió enternecerseante pequeñas miserias: una vieja encuclillas a quien la llegada súbita delniño hace mearse en las medias dealgodón negro; ante las lunas de losrestaurantes, que estallan de luz, decristalerías y cuberterías, aún vacíos de

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clientes a la hora de cenar, asistía,hipnotizado, a las tragedias querepresentan los camareros de frac,intercambiando réplicas altisonantes,discutiendo por cuestiones depreeminencia, hasta la llegada de laprimera pareja elegante que arroja alsuelo y lo quiebra, el drama; pederastasque sólo le daban cincuenta céntimos yescapaban, llenos de felicidad para unasemana; en las grandes estaciones debifurcación observaba desde la sala deespera, por la noche, las multitudes derieles recorridos por sombras virilesportadoras de tristes faroles; sintiódolor de pies, de hombros. Sintió frío.

Divina piensa en esos instantes que

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son los más dolorosos para elvagabundo: por la noche, cuando uncoche por la carretera, iluminándolo derepente, pone para ambos en evidenciasus pobres harapos.

Pocholo tiene el cuerpo ardiendo.Divina está encajada en él. No sé si estásoñando ya o rememora para sí: «Unamañana (estaba empezando a amanecer)he llamado a tu puerta. Estaba rendidade errar de callejuela en callejuela, dedarme encontronazos con los traperos,con las basuras. Buscaba tu camasiempre oculta entre encajes, losencajes, el océano de encajes, eluniverso de encajes. Desde lo máslejano del mundo, un puño de boxeador

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me mandó a rodar a una minúsculaalcantarilla.» Precisamente estabasonando el ángelus. Ahora se duermeentre encajes y bogan sus cuerposdesposados.

Esta mañana, después de una nocheen que he acariciado demasiado a estami pareja bienamada, heme aquíarrancado del sueño por el ruido delcerrojo corrido por el boqui que viene abuscar la basura. Me levanto y voydando tumbos hasta las letrinas, maldespejado de mi sueño extraño en quepodido conseguir el perdón de mivíctima. Estaba, pues, hundido en el

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horror hasta la boca. El horror entrabaen mí. Lo mascaba. Estalla lleno de él.Él, mi joven víctima, estaba sentado ami lado y tenía la pierna desnuda, en vezde cruzada sobre la derecha, atravesadaen el muslo. No dijo nada, pero yo sabíasin lugar a dudas que estaba pensando:«Se lo he dicho todo al juez, estásperdonado. Por lo demás, soy yo quienpreside el tribunal. Puedes confesar. Ytener confianza; estás perdonado.»Luego, según esta inmediatez de lossueños, fue un cadáver no mayor que unafigurita de roscón de Reyes, que unamuela extraída, tendido en una copa dechampán en medio de un paisaje griegode columnas anilladas, truncadas, en

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torno a las cuales se enroscaban yflotaban, como serpentinas, largas teniasblancas, todo ello bajo una luzpropiamente onírica. No sé ya muy biencuál era mi actitud, pero sé que me creílo que me dijo. El despertar no me sacóde este sentimiento de bautismo. Perovolver a tomar contacto con el mundoconcreto, sensible, de la celda, ya ni seplantea. Me vuelvo a acostar hasta lahora del pan. La atmósfera de la noche,el olor que sube de las letrinasatrancadas, desbordantes de mierda y deagua amarilla, hacen que los recuerdosde infancia se alcen como una tierranegra minada por los topos. Una cosaprovoca la otra y la obliga a surgir; toda

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una vida que yo creía subterránea y porsiempre jamás enterrada torna a lasuperficie, al aire, al sol triste, que ledan un olor a podredumbre con el cualme deleito. La reminiscencia que mellena de dolor con mayor eficacia es ladel retrete de la casa de pizarra. Era mirefugio. La vida, que percibía yo lejanay enmarañada a través de su sombra y desu olor —un olor enternecedor, en que elperfume de los saúcos y de la tierraarcillosa dominaba, pues el retreteestaba justo al fondo del jardín, junto alseto— la vida llegaba hasta mísingularmente suave, mimosa, ligera, omás bien aligerada, escapada de lagravedad. Hablo de esta vida que era las

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cosas exteriores al retrete, todo esteresto del mundo que no era mi pequeñoreducto de tablas acribilladas deagujeros de insectos. Me parecía queflotaba, algo así como en los sueñospintados, mientras que yo en mi agujero,semejante a una larva, reemprendía unaexistencia nocturna reposada, y a vecestenía la impresión de que me hundíalentamente, como en un sueño o en unlago o en un seno materno o en unincesto también, en el centro espiritualde la tierra. Mis épocas de felicidad nofueron jamás de una felicidad luminosa,mi paz jamás lo que los literatos y losteólogos llaman una «celeste paz», y asíestá bien, pues sería inmenso el horror

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de estar señalado por Dios con la puntadel dedo, distinguido por él; sé muy bienque, si estando enfermo, me curara unmilagro, no sobreviviría. El milagro esinmundo: la paz que iba a buscar a lasletrinas, la que voy a buscar alrecordarlas, es una paz tranquilizadora ysuave.

A veces llovía, oía el ruino de lasgotas golpeando el cinc de la techumbre;entonces mi bienestar triste, midelectación taciturna se agravaban conun nuevo duelo. Dejaba la puertaentreabierta y la vista del jardín mojado,de las hortalizas azotadas, medesconsolaba. Permanecía en cuclillasen esta celda, encaramado en el asiento

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de madera, durante horas, el alma y elcuerpo presos del olor y de la sombra,misteriosamente conmovido, porque laparte más secreta de los seres veníaprecisamente aquí a desvelarse, como enun confesonario. El confesonario vacíoreservaba para mí esas mismas dulzuras.Viejas revistas de modas andaban porallí, ilustradas con imágenes en que lasmujeres de 1910 llevaban siempremanguito, sombrilla y vestido depolisón.

Tardé mucho en saber sacar partidodel hechizo de estos poderes inferioresque me atraían a sí por los pies, quesacudían a mi alrededor sus negras alasagitadas como pestañas de vampiresa y

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me hundían sus dedos de boj en los ojos.Han tirado de la cadena en la celda

de al lado. Como nuestras dos letrinasse comunican, el agua se mueve en lamía, una oleada de olor me embriaga unpoco más, la verga dura se me haenganchado en los calzoncillos, y, alcontacto con la mano, liberada tropiezacon la sábana, que se abomba. ¡Pocholo!¡Divina! Y yo estoy aquí solo.

A Pocholo, sobre todo, lo amo conternura, pues no dudaréis de que, al fin yal cabo, es mi destino, verdadero ofalso, lo que coloco, ora harapos, oramanto cortesano, en los hombros deDivina.

Lenta, pero seguramente, quiero

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despojarla de toda especie de felicidadpara hacer de ella una santa. Ya esefuego que la carboniza ha quemadopesadas ligaduras, otras nuevas la atan:el Amor. Nace una moral, que no es enverdad la moral corriente (es a lamedida de Divina), pero no deja de seruna moral, con su Bien y su Mal. Divinano está más allá del bien y del mal, en ellugar en que el santo debe vivir. Y yo,más dulce que un ángel malo, de la manola llevo.

He aquí una «Divinariana»recopilada para vosotros. Como quieromostrarle algunos estados tomados deimproviso, le toca al lector hacersesentir a sí mismo la duración, el tiempo

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que pasa, y convenir en que durante esteprimer capítulo tendrá entre veinte ytreinta años.

DIVINARIANA

Divina a Pocholo: «Eres miEnloquecedora.»

—Divina es humilde. No se percatadel lujo sino por cierto misterio que éstesegrega y que ella teme. Los hoteles delujo, como los antros de las brujas,retienen cautivos hechizos agresivos queuno de nuestros gestos, del mármol, de

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las alfombras, del terciopelo, del ébano,del cristal, puede liberar. En cuanto sehubo enriquecido un poco, gracias a unargentino, Divina se entrenó en el lujo.Se compró unas maletas de cuero yacero impregnadas de almizcle. Siete uocho veces al día tomaba el tren, subíaal coche-salón, hacía que le colocaranlas maletas en la red, se instalaba en loscojines hasta la salida del tren y, unossegundos antes del pitido, llamaba a doso tres maleteros, sacaba las cosas,tomaba un coche y hacía que lacondujera a un gran hotel, dondepermanecía el espacio de tiempo quelleva una instalación discreta y suntuosa.Se ha traído este tejemaneje de estrella

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de cine durante una semana entera; ahorasabe caminar por las alfombras, hablar alos lacayos, muebles de lujo. Hadominado los hechizos y apeado el lujo.Ahora las graves curvas y las volutasestilo Luis XV de los muebles y de losmarcos, de los revestimientos de maderade las paredes le mantienen la vida —que parece desenvolverse másnoblemente, escalera de doblerevolución— en un ambienteinfinitamente elegante. Pero es sobretodo cuando su coche de alquilertraspasa una verja de hierro forjado odescribe una curva adorable cuando esInfanta.

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—La muerte no es ninguna tontería.Divina teme ya que la pilledesprevenida la solemnidad. Quieremorir dignamente. Igual que aquelteniente segundo de aviación iba acombatir con uniforme de gala para que,si la muerte que vuela sobrevenía en elavión, lo descubriera y fijara su imagenvestido de oficial y no de mecánico.Divina lleva siempre encima el títulograsiento y gris de su certificado deestudios superiores.

—Es más tonto que un botón…(Mimosa va a decir: de botina.)

Divina, suavemente: de bragueta.Llevaba siempre encima, metido en

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la manga, un minúsculo abanico de gasay de blondo marfil. Cuando decía unapalabra que la avergonzaba, con lavelocidad de un prestidigitador, sesacaba el abanico de la manga, lo abríay, súbitamente, se veía esa ala agitadadonde se escondía la parte baja delrostro. El abanico de Divina, toda suvida aleteará ligero a su alrededor. Loestrenó en una pollería de la calle Lepic.Divina había bajado con otra del oficioa comprar un pollo. Estaban en la tiendacuando entró el hijo del dueño. Divinasoltó una risita ahogada al mirarlo,llamó a la otra e, introduciendo el índiceen la curcusilla del pollo atado puestoen el mostrador, gritó: «¡Oh! ved, Bella

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entre las Bellas», y rápidamente elabanico revoloteaba por sus mejillasruborizadas. Miró de nuevo con ojosbrillantes al hijo del dueño.

—En el bulevar, unos agentes handetenido a Divina un poco borracha.Está cantando el Veni Creator con vozaguda. En todos los transeúntes nacenparejitas de novios con velos de tulblanco, que se arrodillan en unreclinatorio tapizado; ambos guardias seacuerdan de cuando fueron donceles dehonor en la boda de una prima. A pesarde ello, conducen a Divina a lacomisaría. A todo lo largo del camino se

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restriega contra ellos que se empalman,la aprietan con más fuerza y, a posta,tropiezan para mezclar sus muslos conlos de ella. Sus sexos gigantescos viven,van dando golpecitos o empujando, conuna presión desesperada y sollozante, lapuerta del pantalón de grueso paño azul.Conminan a abrir, como el clero ante lapuerta cerrada de la iglesia el Domingode Ramos. Las mariconzuelas, jóvenes yviejas, dispersas por el bulevar, que venpartir a Divina, raptada a los acordes deese grave canto nupcial, el VeniCreator:

—¡Le van a echar los hierros!—¡Como a un marinero!—¡Como a un forzado!

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—¡Como a una parturienta!Los burgueses pasan, componen la

muchedumbre y no ven nada, no sabennada, apenas si se hallaninsensiblemente desplazados de sutranquilo estado de confianza por estanada: Divina conducida por el brazo,sus hermanas que la compadecen.

Puesta en libertad, al día siguientepor la noche está de nuevo en su sitiodel bulevar. Tiene el párpado azulhinchado:

—Dios Santo, Hermosas mías,estuve a punto de desmayarme. Mesujetaron los gendarmes. Estaban todosellos a mi alrededor dándome aire consus pañuelos de cuadros. Eran las Santas

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Mujeres que me enjugaban el rostro. MiDivino Rostro: ¡Vuelva en sí, Divina!¡Vuelva, vuelva, vuelva en sí grita,gritaban! Me cantaban.

«Me llevaron a un calabozo lóbrego.En el muro blanco, alguien [¡Oh! eseALGUIEN que ha debido (deber) dedibujarlos, voy a buscarlo a través delas líneas prietas de las páginas densasde los folletines, enteramente pobladaspor pajes milagrosamente bellos ygolfos. Desato, desanudo el jubón y lascalzas de uno de ellos, que sigue a Jeande las Bandas Negras; lo dejo, con uncortaplumas cruel en una mano, elmiembro tieso empuñado por la otra, depie, cara a la pared blanca, y helo aquí,

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joven recluso ferozmente virgen. Apoyala mejilla contra la pared. Besándola,lame la superficie vertical y el yesoglotón atrae a sí su saliva. Luego, unchaparrón de besos. Todos susmovimientos dibujan los contornos de uninvisible jinete que lo estrecha y al quela pared inhumana secuestra. Por fin,cansado de aburrimiento, de amorhastiado, el paje dibuja…] habíadibujado, señoras mías, una farandolade ¡ay! sí, sí, Hermosas mías, soñad yhaced de Curdelas para que os llevencorriendo, lo que me niego a contaros,lo que era alado, hinchado, gordo, seriocomo angelotes, pollas espléndidas,como bastones de caramelo. Alrededor,

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señoras mías, de algunas más tiesas ymás sólidas que las demás, seenroscaban clemátides, enredaderas,capuchinas, y chulillos también,tortuosos. ¡Ah, esas columnas! La celdavolaba a toda velocidad: ¡yo estabaloca, loca, loca!»

¡Las dulces celdas carcelarias! Trasla monstruosidad inmunda de midetención, de mis diferentesdetenciones, cada una de las cuales essiempre la primera, que se me apareciócon sus caracteres de irremediable, enuna visión interior de una velocidad y undestello fulgurantes, fatales, desde que

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me aprisionaron las manos en unamanilla de acero, brillante como unajoya o como un teorema, la celdacarcelaria, a la que amo ahora como aun vicio, me procuró el consuelo de mímismo por uno mismo.

El olor de la cárcel es un olor aorina, a formol y a pintura. En todas lasprisiones de Europa lo he reconocido yhe reconocido que este olor sería, al fin,el olor de mi destino. Cada vez quecaigo de nuevo, busco en los muros lashuellas de mis precedentes cautiverios,es decir, de mis precedentesdesesperaciones, lamentos, deseos, queotro recluso habrá grabado por y paramí. Exploro la superficie de los muros

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en busca de la huella fraterna de unamigo. Pues si nunca he sabido lo quepodía ser con exactitud la amistad, quéresonancias ponía en su corazón y talvez en su piel la amistad mutua de doshombres, en la cárcel deseo a vecessentir una amistad fraterna, pero siemprepor un hombre —de mi edad— que seríaguapo, que depositaría toda su confianzaen mí, que sería el cómplice de misamoríos, de mis robos, de mis deseoscriminales; aun cuando ello no meinforme de esta amistad, del olor, en unoy otro de los amigos, de su secretaintimidad, pues me convierto para talcircunstancia en un macho que sabe queno lo es. Espero ver en el muro la

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revelación de algún secreto terrible:crimen, sobre todo, crimen de hombres,o traición de amistad, o profanación delos Muertos, cuya tumba resplandecientesería yo. Pero sólo he encontradoescasas palabras en el yeso arañado conun alfiler, fórmulas de amor o derebeldía, más a menudo de resignación:«Jojo de la Bastoche[3] quiere a sumujercita para siempre.» «Mi corazónpara su madre, mi picha para las putas,mi cabeza para Deibler.» Estasinscripciones rupestres son casi siempregentiles homenajes a la mujer, o algunade esas pésimas estrofas que sonconocidas por todos los hampones deFrancia:

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Lorsque blanc sera le charbonPour que la suie ne soit plus noire,Le souvenir de la prisonS’échappera de ma mémoire[4]

¡Y esas flautas de Pan que marcanlos días transcurridos!

Por fin, esta sorprendenteinscripción, grabada en el mármol bajoel porche de honor: «Esta cárcel fueinaugurada el 17 de marzo de 1900» queme obliga a ver una comitiva de señoresoficiales conduciendo solemnemente,para encarcelarlo, al primer recluso dela cárcel.

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—Divina: «Tengo el corazón en lamano, y la mano agujereada, y la manoen el saco, y el saco está cerrado, y micorazón está atrapado.»

—La bondad de Divina. Suconfianza era total, invencible, en loshombres de facciones correctas, duras,de cabellos espesos uno de cuyosmechones cae sobre la frente, y estaconfianza parecía ser concedida alprestigio de estos rostros sobre Divina.A menudo había dejado que se burlarande ella, ella, cuyo espíritu crítico esagudo. Y lo comprendió de repente, opoco a poco, quiso tomar el camino

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inverso de esta actitud, y elescepticismo intelectual, luchando conel consentimiento sentimental, venció yse instaló en ella. Pero, de esta manera,vive aún engañada porque se encarnizaperversamente con los jovencitos hacialos que se siente atraída. Acoge susdeclaraciones con una sonrisa o unapalabra irónica que disimula mal sudebilidad (debilidad de las mariconasante la protuberancia de los herales deGorgui) y sus esfuerzos para no ceder ala belleza carnal de aquéllos (hacersedesear) mientras le devuelven al instanteesa sonrisa, más cruel, como si, lanzadapor los dientes de Divina, rebotara enlos dientes de ellos, más agudos, más

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fríos, más glaciales, porque, frente a ellason más fríamente bellos.

Pero, para castigarse por serperversa contra los perversos, Divinatiene que volver sobre sus decisiones, yhumillarse ante unos chulos que ya noentienden nada. No obstante, su bondadllega hasta el escrúpulo. Un día, deregreso del tribunal, pues ha ido a parar,a menudo, por culpa de la nieve, alcoche celular, le pregunta a un viejo:

—¿Cuánto?Este responde:—Me han echado tres tacos. ¿Y a ti?Ella, a quien no han condenado más

que a dos, contesta:—Tres tacos.

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—Catorce de julio: doquier, el azul,el blanco, el rojo. Divina, por gentilezahacia ellos, despreciados, se viste detodos los demás colores.

Divina y Pocholo. Es a mi juicio lapareja de amantes ideal. Desde miagujero de olor negro, bajo la lanarasposa de los perniches, con la narizbien metida en el sudor y los ojosdesmesuradamente abiertos, a solas conellos, los veo.

Pocholo es un gigante cuyos piescurvos cubren la mitad del globo, depie, con unas piernas abiertas y unpantalón bombacho de seda azul celeste.

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Está armado. Tanto y con tanta fuerzacalma que anos y vaginas se ensartan ensu miembro como sortijas en un dedo.Está armado. Tanto y con tanta calmaque su virilidad observada por loscielos tiene la fuerza penetrante de losbatallones de guerreros rubios que nosdieron por culo el 14 de junio de 1940sosegadamente, seriamente, con lamirada en otra parte, caminando enmedio del polvo y del sol. Pero sólo sonla imagen del Pocholo tenso, semejantea un arbotante. Su granito les impidehacer de chulos sinuosos.

Cierro los ojos. Divina: es milformas seductoras por la gracia salidasde mis ojos, de mi boca, de mis codos,

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de mis rodillas, de no sé dónde. Formasque me dicen: «Jean, qué contenta estoyde vivir en Divina y de estar emparejadacon Pocholo.»

Cierro los ojos. Divina y Pocholo.Para Pocholo, Divina es apenas unpretexto, una ocasión. Si pensase enella, se encogería de hombros paradeshacerse de su pensamiento, como siel pensamiento fuera un dragón conzarpas plantado en su espalda. Pero paraDivina, Pocholo lo es todo. Cuida elsexo de Pocholo. Lo acaricia conprofusiones de ternuras y lascomparaciones que hace la chocarreragente de bien: la Cosita, el Pajarito, elPlatanito, la Colita, el Rabito, la Lilita,

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sin formularlas, adquieren un sentidoíntegro. Su sentimiento las acepta al piede la letra. La verga de Pocholo es porsí sola todo Pocholo: el objeto de sulujo puro, un objeto de puro lujo. SiDivina consiente en ver en su hombreotra cosa que un sexo cálido y violáceo,es porque puede seguir la rigidez, quecontinúa hasta el ano, y adivinar queeste sexo se prolonga por su cuerpo, quees ese cuerpo mismo de Pocholoempalmado y rematado por una carapálida, extenuada, una cara de ojos, denariz, de boca, de mejillas enjutas, decabellos rizados, de gotitas de sudor.

Cierro los ojos bajo las mantasllenas de piojos. Divina ha organizado,

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entreabriendo los pantalones, esecuidado misterioso de su hombre. Hapuesto lazos al vello y la verga, haprendido flores en los ojales de labragueta. (Pocholo sale así por la noche,con ella.) Resultado: para Divina,Pocholo no es nada más que ladelegación magnífica en la tierra, laexpresión sensible, el símbolo, en fin,de un ser (tal vez Dios), de una idea quese ha quedado en un cielo. No comulgan.Divina es comparable a María Antonietaque, una vez encarcelada, según mihistoria de Francia, de buen o mal gradohubo de aprender la jerga floreciente enel siglo XVIII y expresarse en ella.¡Pobre reina querida!

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Si Divina, chillando, dice: «Me hanarrastrado ante la justicia», estaspalabras hacen surgir a una viejacondesa Solange, arrastrando la cola delvestido de encaje, antiguo, a la que unossoldados tiran de las muñecas atadas, dehinojos por las losas de un palacio dejusticia.

—Desfallezco de amor, dice.Su vida se detenía, pero en torno a

ella la vida seguía fluyendo, le parecíaque se remontaba en el tiempo, y loca dehorror ante la idea de —esta rapidez—

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llegar hasta el principio, hasta la Causa,desencadenaba al fin un gesto que muyaprisa volvía a hacerle latir el corazón.

Una vez más la bondad de esta loca.Hace una pregunta a un joven asesino alque conoceremos más adelante (SantaMaría de las Flores). Esa pregunta queno viene a cuento causa tal pena alasesino que Divina ve que el rostro se ledescompone a ojos vista. Entonces,rápidamente, corriendo tras la pena queha causado para alcanzarla y detenerla,tropezando con las sílabas,embrollándose en la saliva que laemoción hace semejante a las lágrimas,

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grita:—No, no, he sido yo.La amiga de la pareja es la más loca

que conozco en el barrio. La Mimosa II.A Mimosa la Mayor, la Primera, lamantiene ahora un viejo. Tiene suhotelito en Saint-Cloud. Como quería aMimosa II, que estaba entonces de chicoen una lechería, le ha dejado su nombre.La II no es bonita, pero ¿qué le vamos ahacer? Divina la ha invitado a un té-trapos. Fue al sotabanco a eso de lascinco. Divina y ella se besaron en lamejilla, teniendo buen cuidado de quesus cuerpos no se tocaran. A Pocholo ledio un viril apretón de manos, y helaaquí instalada en el diván donde duerme

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Divina. Pocholo estaba preparando elté: tenía esa clase de coqueterías.

—Qué amable has sido subiendo,Mimo, te vendes muy cara.

—Es lo menos que te mereces,querida. Además me encanta tu choza.Queda como muy casa de cura con elparque a lo lejos. ¡Qué dulce debe deser tener a los muertos y a las muertasde vecinos!

En efecto, la ventana era bellísima.El cementerio podía estar bajo la

luna. Por la noche, desde la cama,Divina lo veía claro y profundo, a la luzde la luna. Esta luz era tal que sepercibía muy bien, bajo la hierba de lastumbas y bajo los mármoles, la agitación

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espectral de los muertos. El cementerioasí, por la ventana enmarcado, era comoun ojo límpido entre dos párpados bienrasgados, o mejor aún: era como un ojode cristal azul —esos ojos de ciegosrubios— en el hueco de la mano de unnegro. Bailaba, es decir, que el vientomovía la hierba y los cipreses. Bailaba,es decir, que era melódico y que sucuerpo se movía como una medusa. Lasrelaciones de Divina con el cementerio:éste había penetrado en su alma un pocoa la manera en que ciertas frasespenetran en un texto, es decir, una letraaquí, una letra allá. El cementerio, enella estaba presente en el café, en elbulevar, en chirona, bajo las mantas, en

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los urinarios. O también, si queréis, elcementerio estaba en ella presente unpoco a la manera en que en Pocholoestaba presente ese perro fiel y manso,sumiso, que daba a veces a la miradadel chulo la mansedumbre bobalicona ytriste de la mirada de los perros.

Mimosa se asoma a la ventana, a laabertura de los Difuntos y busca unatumba con el dedo extendido. Cuando laha encontrado, grita:

—¡Ah, sinvergüenza, golfa, por finhas reventado! Ya estás tiesa, y tiesabajo el mármol helado. ¡Y yo pisandotus alfombras, zorra!

—Estás como una chota, murmuróPocholo, que estuvo a punto de

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insultarla en putesco (lenguaje secreto).—Pocholo, a lo mejor es tu amor lo

que me vuelve loca, tremendo Pocholo,pero ahí, en la tumba ¡está la Charlotte!¡La Charlotte está ahí!

Nos reímos, pues sabíamos que laCharlotte era su abuelo, al fondo delcementerio, en una sepultura perpetua.

—¿Y qué tal va la Louise? (era elpadre de Mimosa). ¿Y la Lucie? (sumadre), preguntó Divina.

—Ay, Divina, no me hables,demasiado bien están. No reventaránnunca, las muy gilipollas. Menudasgolfas están hechas.

A Pocholo le gustaba lo quecontaban las mariconas. Le gustaba

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sobre todo, con tal que fuera en laintimidad, como se lo están contando.Mientras preparaba el té, escuchaba conuna carabela deslizándosele por loslabios. La sonrisa de Pocholo no estabanunca estancada. Parecía siempre quecierta inquietud la hacía parpadear. Másque de costumbre, está hoy inquieta,pues tiene él que abandonar a Divinaesta noche: Mimosa, a la luz de esteevento, le parece terrible, loba. Divinano sabe nada de lo que se estápreparando. Se enterará al mismotiempo de su abandono y de lo puta quees Mimosa. Ya que el asunto se organizóen un santiamén. Roger, el hombre deMimosa, se fue a la mili.

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—A la guerra, que se va la Roger.Se va a hacer de Amazona.

Eso dijo Mimosa un día delante dePocholo, que le ofreció, en broma,reemplazar a Roger. Pero ella aceptó.

Nuestros hogares, la ley de nuestrasCasas, no se parecen a vuestras Casas.Nos amamos sin amor. No tienencarácter sacramental. Las mariconas sonlas grandes inmorales. En un instante,después de seis años de unión, sincreerse ligado, sin pensar que hacía malo que hacía daño, Pocholo decidióabandonar a Divina. Sin másremordimiento que una levepreocupación por que Divina noconsintiera quizá en volver a verlo.

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En lo que a Mimosa se refiere, bastaque sea a una rival para que se sientafeliz del daño que hace.

Los dos mariquitas piaban; suspalabras resultaban insulsas al lado deljuego que se traían con la mirada. Niparpadeaban ni arrugaban las sienes;sencillamente, el globo de los ojos ibade derecha a izquierda, de izquierda aderecha, giraba sobre sí mismo, y lasmiradas se les movían por un sistema derodamiento de bolas. Escuchémoslasahora cuchichear entre sí, para quePocholo se acerque y, a su lado,paquidérmico, haga esfuerzos titánicospara enterarse. Mimosa cuchichea:

—Huy, chica, cuando aún están en el

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pantalón es cuando me gustan. Una Lasmira y entonces Ellas se ponen duras.¡Qué locura, qué locura! Van marcandoun pliegue que no se acaba nunca, quellega hasta los pies. Cuando tocas, vassiguiendo el pliegue, sin apretar, hastalos dedos de los pies. Hija, es como siBella bajara En esto, te recomiendosobre todo a los marineros.

Pocholo sonreía apenas. Ya está altanto. La Hermosa Gorda de loshombres no lo conmueve, pero ya no leasombra que conmueva a Divina o aMimosa.

Mimosa dijo a Pocholo:—Estás de ama de casa. Eso es para

librarte de nosotras.

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Contestó él:—Estoy haciendo el té.Como si hubiese comprendido que

esta respuesta no lo comprometía losuficiente, siguió diciendo:

—¿No has tenido noticias delRoger?

—No, ya ves, dijo Mimosa. Soy laSolísima.

También quería decir: «Soy laPerseguidísima.» Cuando tenían queexpresar un sentimiento que podíaprovocar exuberancia de gesto o de voz,las mariconas se contentaban con decir:«Soy la Todísima», en tono confidencial,casi murmullo, subrayado con un levegesto de la mano ensortijada que

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apacigua una invisible tempestad. Elhabituado, que había conocido entiempos de Mimosa la mayor, los gritosdesatinados de libertad conseguida, loslocos gestos de audacia provocada porsentimientos preñados de deseos quecrispan las bocas, iluminan los ojos,enseñan los dientes, se preguntaba quémisteriosa suavidad venía a sustituir alas pasiones desatadas. Cuando Divinahabía empezado la letanía, no parabahasta quedar agotada. La primera vezque la oyó, Pocholo se había limitado amirarla, pasmado. Como estaban en lahabitación, le hizo gracia, pero cuandoDivina volvió a las andadas en la calle,dijo:

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—Oye, tía, cierra el pico. Me vas ahacer quedar mal delante de los amigos.

Tan fría era la voz, tan decidida a laspeores represalias, que Divinareconoció la Voz de su Amo. Se contuvo.Pero sabido es que no hay nada peor quereprimirse. Una noche, en la barra de unbar de chulos, en la plaza Clichy (al que,por prudencia, Pocholo solía venir sinella), Divina pagó las consumiciones yal recoger la vuelta, olvidó dejar sobreel mostrador la propina del camarero.Cuando se dio cuenta, dio un solo gritodesgarrador de espejos y luces, un gritoque dejó en cueros a los macarras.

—Ay, por Dios, soy la Loquísima.De derecha a izquierda, con la

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rapidez despiadada de las desgracias,dos bofetadas la dejaron muda, laencogieron como a una galga; la cabezasólo le llegaba ya a la altura delmostrador. Pocholo estaba como loco.Verde bajo la luz de neón. Dijo:«Lárgate.» Él siguió paladeando hasta laúltima gota el aguardiente que estabatomando.

Esos gritos (Pocholo dirá: «Está conlos gritos», como pensaba: «Estás con elmes» o «Estás tomando por culo») eranuno de los tics que Divina le habíacogido a Mimosa I. Cuando, unas conotras, estaban reunidas en la calle o enun café de mariconas, de susconversaciones (de sus bocas y de sus

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manos) se escapaban cohetes de floresen medio de los cuales mantenían ellasla más sencilla compostura del mundo,discutiendo de temas fáciles y de ordendoméstico.

—Seguro, seguro, seguro que soy laDesvergonzadísima.

—Muy señoras mías, cuidado quesoy golfa.

—Sabes (arrastraban tanto el es queera lo que más se oía), sabeeesss, soy laConsumida-de-Aflicción.

—Ahí llega, ahí llega, mirad a laVaporosísima.

Una de ellas, al interrogarla, en elbulevar, un inspector:

—Y usted, ¿quién es?

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—Soy una Emocionante.Luego, poco a poco, se habían

comprendido diciéndose: «Soy laTodísima», y por fin: «Soy la T.»

Igual pasaba con los gestos. TeníaDivina uno muy amplio que, al sacarseel pañuelo del bolsillo, describía unainmensa curva antes de posárselo en loslabios. Quien hubiera querido adivinarel gesto de Divina se habría equivocadode manera infalible, pues en ella habíados gestos contenidos en uno. Estaba elgesto elaborado, desviado de supropósito inicial, y el que lo prolongabay lo concluía, injertándose en el sitiopreciso en que terminaba el primero.Así pues, al sacarse la mano del

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bolsillo, Divina había querido alargar elbrazo y agitar el pañuelo de encajedesplegado en su extremo. Agitarlo paradecirle adiós a nada, o para sacudir unpolvo que no contenía, un perfume, no:era un pretexto. Era necesario este gestoinmenso para contar este dramaasfixiante: «Estoy sola. Sálveme quienpueda.» Pero Pocholo, aunque no habíapodido destruirlo del todo, habíareducido el gesto que, sin llegar sinembargo a hacerse trivial, se habíahecho híbrido y convertido, por estemotivo, en algo extraño. Al perturbarlo,lo había convertido en perturbador. Alhablar de estas coacciones, había dichoMimosa:

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—Nuestros machos nos hanconvertido en el jardín de las baldadas.

Cuando se fue Mimosa delsotabanco, Pocholo anduvo buscando unmotivo para reñir a Divina yabandonarla. No se le ocurrió nada. Estolo puso rabioso con ella, la llamó zorray se fue.

Hete aquí a Divina sola en el mundo.¿A quién darle por amante? ¿Ese cíngaroque busco, ése cuyo talle, gracias a lostacones altos de los calcos marselleses,parece una guitarra? Piernas arriba, sele enroscan, para abrazarle fríamente lasnalgas, los pantalones de un marinero.

Divina está sola. Conmigo. Elmundo entero que monta guardia

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alrededor de la Santé no sabe nada, noquiere saber nada de la desesperaciónde una celda insignificante, perdidaentre tantas otras tan semejantes que, confrecuencia yo, que la conozco bien, meconfundo. El tiempo no me deja unrespiro: siento cómo va pasando. ¿Quévoy a hacer con Divina? Si es quevuelve, Pocholo no tardará mucho envolverse a marchar. Ha probado eldivorcio. Pero Divina necesita bachesque la ciñan, la disloquen, larecompongan, la destrocen, para nodejarme de ella, finalmente, más que unpoco de esencia que quiero encontrar. Ypor esto es por lo que el señorRoquelaure (calle Douai, n.º 127,

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empleado de la T.C.R.P[5], a eso de lassiete de la mañana, al ir a buscar laleche y Le Petit Parisién para él y parala señora Roquelaure que se estabadesenredando el pelo en la cocina,encontró, en el estrecho pasillo de sucasa, en el suelo, un abanico pisoteado.El mango de baquelita estaba incrustadode esmeraldas falsas. Dio a los restosuna traviesa patada, los empujó de estemodo hasta la acera y luego hasta elarroyo. Era el abanico de Divina. Esamisma noche. Divina se habíaencontrado con Pocholo de formatotalmente casual y lo habíaacompañado sin reprocharle su huida. Élla escuchaba, silbando entre dientes,

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algo contrito quizá. Mimosa lossorprendió. Divina se inclinó hasta elsuelo en una gran reverencia, peroMimosa, con voz que Divina oía virilpor vez primera, gritó:

—Lárgate so puta, so maricona.Era el chico de la lechería… No es

nuevo este hecho de la segundanaturaleza que no resiste y deja quesurja la primera en forma de fogoso odioque estalla. No lo mentaríamos si nofuera en ello la demostración de laduplicidad del sexo de las mariconas.Volveremos a verlo a propósito del sexode Divina.

Así que iba en serio. Pocholo, unavez más, en este asunto,

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espléndidamente cobarde (tengo para míque la cobardía es una cualidad activaque, en cuanto adquiere esta intensidad,expande una a modo de aurora blanca,una ilusión fantasmal, alrededor de loshermosos adolescentes cobardes que semueven en ella como en el fondo de unmar), no se dignó tomar partido. Llevabalas manos en los bolsillos:

—Andar y mataros, dijo riendoburlonamente.

Esa risa burlona que aún me suenaen los oídos, la soltó un niño dedieciséis años una noche en mi cara.Que ella os haga comprender lo que esel satanismo. Divina y Mimosa sepegaron. Con la espalda contra la pared

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de una casa, Divina daba pataditas ygolpeaba el vacío con los puños, dearriba abajo. Mimosa, que era másfuerte, pegaba duro. Divina consiguióescabullirse y correr, pero en elmomento en que alcanzaba la puertaentreabierta de una casa, ya la habíacogido Mimosa. La lucha siguió en elpasillo, a media voz, a medios golpes.Los inquilinos dormían, la portera nooía nada. Divina pensaba: «La porterano puede enterarse de nada, puesto quese llama señora Muller.» La calle estabadesierta. Pocholo, de pie, en la acera,sin sacar las manos de los bolsillos,miraba con atención las basuras delcubo que estaba allí depositado. Por fin,

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se decidió y se fue.—Cuidado que son gilís estas dos.De camino, pensó: «Si sale Divina

con un ojo a la funerala, la escupo entoda la jeta. Qué putas son lasmariconas.» Pero volvió con Divina.

De este modo, recuperó Divina a suchulo y a su amiga Mimosa. Y en elsotabanco se reanudó esa vida que habíade durar otros cinco años. El sotabancoque daba a los muertos. Montmartre denoche. Locura-Me-Sonrojo. Nosacercamos a los treinta… Sigo con lacabeza debajo de las mantas y con losdedos en los ojos, perdido elpensamiento, sólo queda la parte baja demi cuerpo separada de la cabeza, por

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los dedos hundidos en los ojos, podrida.A un guardián que pasa, al capellán

que entra y no habla de Dios, ni los veo,como tampoco sé que estoy en la Santé.Pobre Santé que se toma tanto trabajopara conservarme.

Pocholo quiere a Divina cada vezmás profundamente, es decir, cada vezmás sin saberlo. Literalmente, se vaapegando. Pero cada vez le hace menoscaso. Se queda sola en el sotabanco,ofrece a Dios su amor y su pena. PuesDios —ya lo han dicho los jesuitas—escoge mil formas para entrar en lasalmas: el oro en polvo, un cisne, un toro,una paloma, vaya usted a saber. Para ungigolo que busca clientela en los

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urinarios, escoge quizá algún método nocatalogado por la teología, a lo mejorescoge ser Urinario. También es lícitopreguntarse qué forma, si no hubieranexistido las Iglesias, hubiese adoptadola santidad (no digo el camino de susalvación) de Divina y de todos lossantos. Sépase desde ahora que a Divinano le hace ilusión vivir. Acepta, ya queno puede sustraerse a ella, la vida queDios le ha dado y que la conduce haciaÉl. Ahora bien. Dios no tiene cantosdorados. Ante su trono místico es inútiladoptar posturas plásticas, agradablespara unos ojos griegos. Divina secarboniza. Podría yo, igual que hizo ellaconmigo, confesar que este desprecio

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que soporto sonriendo o riendo acarcajadas, no lo hago aún —¿lo haréacaso algún día?— por desprecio deldesprecio, sino para no quedar enridículo, para no quedar envilecido, pornada ni por nadie y por eso me sitúo amí mismo en el peldaño más bajo. Nopodía actuar de otra forma. Si proclamoque soy una puta vieja, nadie puededecir más, disuado a los insultos. Ya nose me puede ni escupir a la cara. YPocholo el Pinreles está como vosotros:sólo puede despreciarme. Me he pasadonoches enteras con este juego: provocarsollozos, llevarlos hasta los ojos ydejarlos allí, sin que estallen, de formatal que, por la mañana, tengo los

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párpados enfermos, de piedra, duros,doloridos como después de unainsolación. En los ojos, el sollozohabría podido correr convertido enlágrimas, pero ahí se queda,pesadamente apoyado contra mispárpados, como un condenado contra lapuerta de un calabozo. Es sobre todoentonces cuando comprendo que tengouna pena muy grande. Luego, le tocanacer a otro sollozo, luego, a otro. Me lotrago y lo vuelvo a escupir en risas. Misonrisa, entonces, lo que otros llamaríanmi fanfarronería en la cusca, no es yamás que la necesidad más fuerte quetodo, de mover un músculo para dejarlibre una emoción. Harto conocida es,

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en fin, la tragedia de determinadosentimiento obligado a tomar prestada suexpresión al sentimiento contrario, paraescapar a los esbirros. Se disfraza conlos oropeles de su rival.

Cierto es que un gran amor terrestredestruiría esta desgracia pero Pocholono es aún el Elegido. Más adelante,vendrá un Soldado, para que Divinatenga cierto respiro a través de estedesastre que es su vida. Pocholo no esmás que un trapichero («adorabletrapichero» lo llama Divina) y tiene queseguir siéndolo para conservar minarración. Sólo a este precio puedegustarme. Digo de él como de todos misamantes contra los que choco y me

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pulverizo: «Amasado sea enindiferencia, petrificado sea deindiferencia ciega.»

Divina volverá a utilizar esta frasepara aplicársela a Santa María de lasFlores.

Este movimiento hace reír deaflicción a Divina. El propio Gabrielcontará que un oficial que lo amaba, nopudiendo hacer nada mejor, lo castigaba.

Santa María de las Flores efectúaaquí su solemne entrada por la puertadel crimen, puerta excusada que da a unaescalera oscura pero suntuosa. SantaMaría sube la escalera, como la han

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subido muchos asesinos, comocualquiera de ellos. Tiene dieciséis añoscuando llega al rellano. Llama a lapuerta; luego, espera. El corazón le latepues está decidido. Sabe que se estácumpliendo su destino y aunque sabe(Santa María lo sabe o parece saberlomejor que nadie) que su destino secumple en cada instante, tiene el purosentimiento místico de que este crimenva a convertirlo, por la virtud delbautismo de sangre, en: Santa María delas Flores. Está emocionado, delante odetrás de esta puerta, como si, novio deguantes blancos… Tras la madera, unavoz pregunta:

—¿Quién es?

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—Soy yo, murmura el adolescente.Confiadamente, la puerta se abre y

se cierra tras él.Matar es fácil, ya que el corazón

está colocado a la izquierda,precisamente enfrente de la manoarmada del asesino, ya que el cuelloencaja tan bien en las dos manos juntas.El cadáver del anciano, de uno de esosmiles de ancianos cuyo destino es morirasí, yace sobre la alfombra azul. SantaMaría lo ha matado. Asesino. No se dicea sí mismo la palabra, más bien escucho,junto a él, dentro de su cabeza, cómosuena un carrillón que debe de estarhecho con todas las campanillas delmuguete, campanillas de las flores de

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primavera, campanillas de porcelana, decristal, de agua, de aire. Su cabeza es unsoto que canta. Y él es un cortejo deboda adornado con cintas, que vabajando, con el violín delante y capullosde azahar sobre las chaquetas negras,por una cañada de abril. Cree irsaltando, el adolescente, de valle floridoen valle florido hasta el jergón en que elviejo guardaba la pasta. Lo vuelve, lorevuelve, lo despanzurra, le saca la lana,pero no encuentra nada, pues nada haymás difícil de descubrir que el dinerodespués de un crimen cometido exprofeso.

—¿Dónde apabusca la guita elcabrito éste?, dice en voz alta.

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No articula estas palabras, pero alser sólo sentidas, salen mezcladas aborbotones de la garganta que lasescupe. Es un estertor.

Va de mueble en mueble. Se ponenervioso. Se deja las uñas en lasrendijas. Arranca telas. Quiererecuperar la sangre fría, se para paradescansar, y (en el silencio), en mediode los objetos que han perdido todosignificado ahora que su usuario habitualha dejado de existir, se siente de repenteen un mundo monstruoso, compuesto porel alma de los muebles, de las cosas: elpánico se apodera de élimpetuosamente. Se hincha como unglobo, se vuelve enorme, capaz de

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tragarse al mundo y a sí mismo de paso,luego se deshincha. Quiere huir. Tandespacio como pueda. Ya no piensa enel cuerpo del asesinado ni en el dineroperdido, ni en el tiempo perdido, ni enel acto perdido. La policía debe de estaragazapada ahí. Irse deprisa. Con el codotropieza en un jarrón colocado sobre unacómoda. El jarrón cae y veinte milfrancos se desparraman grácilmente asus pies.

Abrió la puerta sin ansiedad, salió alrellano, se asomó y miró, en el fondo deese pozo silencioso practicado entre lospisos, la bola de cristal tallado quecentellea. Luego bajó, por la nocturnaalfombra, y en el aire nocturno, a través

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de ese silencio que es el de los espacioseternos, de escalón en escalón, a laEternidad.

La calle. La vida ya no es inmunda.Rápido, corre hasta un hotel pequeñoque resulta ser un hotel de citas y alquilauna habitación. Allí, para adormecerlo,la verdadera noche, la noche de losastros, viene poco a poco; un ápice dehorror le da náuseas: es ese asco físico,de primera hora, del asesino por suasesinado, del que me han habladotantos hombres. ¿Verdad que osobsesiona? El muerto es vigoroso.Lleváis a vuestro muerto dentro devosotros; mezclado con vuestra sangre,os corre por las venas, os rezuma por

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los poros y el corazón os vive de él,como germinan de los cadáveres lasflores del cementerio… Se os sale porlos ojos, por las orejas, por boca.

Santa María de las Flores querríavomitar su fiambre. La noche, que hacaído, no le trae el espanto. Lahabitación huele a puta. Apesta y huelebien.

—Para escapar al horror, hemosdicho, húndete en él hasta los ojos.

Ella sola, la mano del asesino, sebusca la verga empalmada. La acariciapor encima de la sábana, primerosuavemente, con esa ligereza del pájaroque aletea, luego la aprieta, la estrechafuertemente; por fin, descarga en la boca

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desdentada del anciano estrangulado. Sequeda dormido.

Amar a un asesino. Amar cometer uncrimen en connivencia con el jovenmestizo de la tapa del libro roto. Quierocantar al asesinato, puesto que amo a losasesinos. A las claras, cantarlo. Sinaspirar, por ejemplo, a hacer creer quequiera conseguir a través de él laredención, aun cuando mucho lo deseo,me gustaría matar. Lo he dicho antes,mejor que a un viejo, matar a unhermoso muchacho rubio, para, unidosya por el nexo verbal que une al asesinocon el asesinado (pues uno existegracias al otro), me visite a mí, durantedías y noches de melancolía

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desesperada, un grácil fantasma cuyocastillo encantado sería mi persona.Pero ahórreseme el horror de parir unmuerto de sesenta años o que fueramujer, joven o vieja. Ya estoy harto desatisfacer solapadamente mis deseos decrimen admirando la pompa imperial delas puestas de sol. Bastante se hanbañado en ellas mis ojos. Pasemos a mismanos. Pero matar, matarte, Jean.¿Acaso no se trataría de saber cómo mecomportaría al verte morir pormediación mía?

Más que ningún otro, pienso enPilorge. Su rostro, recortado deDétective, entenebrece el muro con sufulgor helado, compuesto por su muerto

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mejicano, por su voluntad de muerte, porsu juventud muerta y por su muerte.Salpica la pared con un destello quesólo puede expresarse confrontandoesos dos términos que se anulan: luz ytiniebla. La noche le nace de los ojos yse le extiende por el rostro, que se tornasemejante a los pinos las tardes detormenta, su rostro semejante a losjardines en que yo pasaba la noche:árboles ligeros, la brecha de un muro, yverjas, verjas emocionantes, verjasfestoneadas. Y árboles ligeros. ¡Oh,Pilorge! ¡Tu rostro, como un jardínnocturno, solo en los Mundos en que lossoles giran! Y sobre él, esa impalpabletristeza, como en el jardín los árboles

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ligeros. Tu rostro es sombrío, como si apleno sol una sombra se hubiera posadosobre tu alma. Has debido de sentir unlevísimo frío, tu cuerpo se estremececon un escalofrío más sutil que la caídaa tu alrededor de un velo de ese tulllamado «tul ilusión», pues tu rostro estávelado por millares de arrugasmicroscópicas, finas, ligeras, máspintadas que esculpidas, entrecruzadas.

Ya el asesino me fuerza al respeto.No sólo porque ha conocido unaexperiencia poco frecuente, sino tambiénporque se erige en dios; repentinamente,sobre un altar, bien sea de tablasvacilantes bien de aire de azur. Estoyhablando, naturalmente, del asesino

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consciente, cínico incluso, que se atrevea cargar con el hecho de dar la muertesin querer remitirse a ningún poder, deningún orden, pues el soldado que matano compromete su responsabilidad ni elloco, ni el celoso, ni el que sabe queconseguirá el perdón; pero sí aquel querecibe el nombre de réprobo, que, frentea frente consigo mismo, vacila aún enmirarse en el fondo de un pozo al que,con los pies juntos, en salto de risibleaudacia, curioso prospector, se halanzado. Un hombre perdido.

Pilorge, niño mío, amigo mío, licormío, saltó tu linda cabeza hipócrita.Veinte años. Tenías veinte o veintidósaños. ¡Y yo tengo…! Envidio tu gloria.

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Igual que al mejicano, a mí me hubierashecho un favor, en la tumba, como quiendice. Durante los meses que hubieraspermanecido en la celda, habríasescupido tiernamente pesados gargajossalidos de tu nariz y tu garganta sobre mimemoria. Yo iría con facilidad a laguillotina, puesto que otros han ido, ysobre todo Pilorge, Weidmann, AngeSoleil, Soclay. No estoy, por lo demás,seguro de librarme de ella, pues me hesoñado a mí mismo en muchas vidasagradables; mi mente, pendiente decomplacerme, me ha confeccionado a lamedida aventuras gloriosas oencantadoras. Lo más triste es que, aveces lo pienso, la mayor parte de estas

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creaciones han caído en un olvidoabsoluto, aunque constituyan todo miconcierto espiritual pasado. Ni siquierasé ya que existieron, y, si acaso sueñoahora una de estas vidas, me parecenueva, me embarco en mi tema, bogo,sin acordarme de que, hace diez años,me embarqué en él y zozobró, agotado,en el mar del olvido. ¿Qué monstruosprosiguen su existencia en misprofundidades? Sus emanaciones, susexcrementos, su descomposición hacental vez eclosionar en mi superficie algúnhorror o alguna belleza que adivino hasido suscitada por ellos. Reconozco suinfluencia, el encanto de sus dramasfolletinescos. Mi mente continúa

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produciendo hermosas quimeras, perohasta hoy ninguna de ellas ha tomadocuerpo. Nunca. Ni una sola vez. Ahora,en cuanto emprendo un sueño, lagarganta se me seca, la desesperaciónme quema los ojos, la vergüenza mehace agachar la cabeza, se interrumpe enseco. Sé que una posible felicidad se meescapa otra vez y se me escapa porquela he soñado.

La postración que viene luego haceque me asemeje bastante al náufragoque, al ver una vela, se cree salvado y,de repente, se acuerda de que la lentedel catalejo tiene un defecto, estáempañada: ésa era la vela que veía.

Pero entonces, lo que nunca he

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soñado permanece accesible y, comonunca he soñado desgracias, sólodesgracias me quedan por vivir. Ydesgracias de muerte, pues he soñadopara mí muertes espléndidas en laguerra, de héroe, cubierto de honores enotros lugares, nunca en el cadalso. Es,pues, lo que me queda.

¿Y qué necesitaré para llegar a él?Casi nada aún.

Santa María de las Flores no teníanada en común con esos asesinos de losque he hablado. Era —por así decir— elasesino inocente. Vuelvo a Pilorge, cuyorostro y cuya muerte me obsesionan. Alos veinte años, para robarle unamiseria, mató a Escudero, su amante.

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Ante el tribunal, se burló de él; cuandole despertó el verdugo, se burló de él. Sile hubiera despertado el fantasma,pegajoso de sangre caliente y olorosa,del mejicano, se le hubiera reído en lasbarbas; si le hubiera despertado lasombra de su propia madre, se hubieramofado cariñosamente de ella. De estamanera, Santa María nació de mi amorpor Pilorge, llevando, en el corazón y enlos dientes de un blanco azulado, lasonrisa que el miedo, que le desorbitarálas pupilas, no le arrancará.

Un día Pocholo, ocioso, se encontrópor la calle a una mujer de unos cuarentaaños, que se volvió de repente loca deamor por él. Odio lo suficiente a las

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mujeres que se enamoran de mis amantespara confesar que ésta se espolvoreacon polvos de arroz blancos lagordinflona y encarnada cara. Y esaligera nube hace que se parezca a unapantalla hogareña con transparente demuselina rosa. Tiene el encantorelamido, familiar y acomodado de unapantalla.

Según pasaban, Pocholo ibafumando y se encontró justamente elalma de la mujer abierta en su durezapor una grieta de abandono queengancha el anzuelo que lanzan losobjetos mosquitas muertas. Basta contener mal cerrada una abertura, con queflote un jirón de su propia dulzura, para

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que vaya uno apañado. En vez desostener el cigarrillo entre la primerafalange del índice y del anular, Pochololo iba sujetando con el pulgar y elíndice, tapándolo con los demás dedosde la mano, igual que los hombres, eincluso los niños, al pie de un árbol o decara a la noche, suelen cogerse la colapara mear. Esa mujer (cuando hablabade ella con Divina, decía «la zorruspia»y Divina «esa mujer») ignoraba la virtudde esta actitud y, a partir dedeterminados detalles, incluso la propiaactitud; pero ello hizo que el hechizoobrara en ella con mayor prontitud.Supo, y sin saber muy bien por qué, quePocholo era un bandido, ya que para ella

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un bandido era ante todo un hombre queestá armado. Se volvió loca por él. Perollegaba demasiado tarde. Susredondeces y su blanda femineidad nosurtían ya efecto a Pocholo,acostumbrado ahora al duro contacto deuna verga tiesa. Al lado de la mujer,permanecía inerte. El abismo loasustaba. Sin embargo, hizo algúnesfuerzo por sobreponerse a su asco yganarse el cariño de esta mujer, parasacarle el dinero. Se mostrabagalantemente solícito. Pero llegó un díaen que, no pudiendo más, confesó quequería a un —hubiera dicho muchachoun poco antes, pero ahora tiene quedecir un hombre, ya que Divina es un

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hombre— a un hombre pues. La señorase ofendió muchísimo y pronunció lapalabra: mariquita. Pocholo le dio unabofetada y se fue.

Pero no quería quedarse sin postre,ya que Divina era su filete, y volvió abuscarla un día a la estación de Saint-Lazare, donde se bajaba a diarioprocedente de Versalles.

La estación de Saint-Lazare es laestación de las estrellas de cine.

Santa María de las Flores ataviadoaún y ya con su ligero, flotante, juvenil,locamente esbelto y, todo sea dicho,fantasmal traje de franela gris quellevaba el día del crimen y llevará el díade su muerte, fue a la estación a sacar un

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billete para Le Havre. En el momento enque entraba en el andén, se le cayó lacartera atiborrada con veinte billetes. Sedio cuenta de que la perdía y volviójusto a tiempo de ver cómo la recogíaPocholo. Sosegada y fatalmente.Pocholo la examinó, pues, aunque era unauténtico topero, no sabía sin embargohallarse a sus anchas en posturasoriginales e imitaba a los gangsters deChicago y a los de Marsella. Estasimple observación nos permiteigualmente prever la importancia delensueño en el golfo, pero, con ella,quiero sobre todo mostraros una vez másque sólo me voy a rodear de granujas depersonalidad poco definida, sin

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heroísmo alguno que les pueda conferircualquier nobleza. Mis amados seránésos a quienes vosotros llamaríais:golfos de la peor calaña.

Pocholo contó los billetes. Se quedócon diez, que se metió en el bolsillo, ytendió el resto a Santa María, que sequedó pasmado. Se hicieron amigos.

Podéis imaginar el diálogo conentera libertad. Escoged lo que puedaencantaros. Servios aceptar que estánoyendo la voz de la sangre o que seenamoran de un flechazo, o que Pocholo,gracias a señales irrecusables einvisibles para el vulgo, descubre alladrón… Concebid las inverosimilitudesmás absurdas. Haced que el ser secreto

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de ambos desfallezca al abordarse enjerga. Unidlos de pronto en un súbitoabrazo o en un beso fraterno. Haced loque gustéis.

Pocholo se alegró de encontrarsecon ese dinero; no obstante, con unatotal falta de oportunidad, sólo pudodecir con los dientes apretados: «¡Quélistillo, el chorvo!» Santa María estabafurioso. Pero, ¿qué le iba a hacer?Estaba demasiado acostumbrado aPigalle-Blanche para saber que no hayque fanfarronear demasiado frente a unauténtico chulo. Pocholo llevaba bienvisibles los signos externos del chulo.«Hay que echar el cierre», oyó en suinterior Santa María. Así que perdió la

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cartera que vio Pocholo. He aquí lo quepasó luego: Pocholo se llevó a SantaMaría de las Flores al sastre, alzapatero, al sombrerero. Encargó paraambos esas bagatelas que hacen alhombre fuerte y lo dotan de un granencanto: un cinturón de ante, unsombrero flexible, una corbata escocesa,etc., luego ¡se alojaron en un hotel de laavenida Wagram! ¡Wagram, batallaganada por boxeadores!

Vivieron sin dar golpe. Paseando losCampos Elíseos arriba y abajo, dejabanque la intimidad los fuera confundiendo.Hacían comentarios acerca de laspiernas de las mujeres; como no eranocurrentes, sus observaciones carecían

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de ingenio. Como ninguna agudezadesgarraba su emoción, ibandeslizándose con toda naturalidad sobreun fondo estancado de poesía. Erangolfillos a los que la suerte proporcionaoro, y me divierte tanto ofrecérselocomo oír a un golfo americano —maravilla— pronunciando la palabradólar y hablando inglés. Cansados,volvían al hotel y permanecían largorato sentados en los grandes sillones decuero del vestíbulo. También aquí iba laintimidad elaborando su alquimia. Unaescalera de solemne mármol conducía acorredores alfombrados de rojo. Porestas alfombras se avanzaba sin ruido.Durante una misa mayor, en la

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Magdalena, viendo a los sacerdotescaminar por alfombras, cuando elórgano calló, Pocholo notaba cómo lepreocupaba ya ese misterio de lo sordoy de lo ciego, al pisar alfombras quereconoce en el gran hotel y, al avanzarlentamente por el musgo, piensa en sulenguaje de golfo: «Algo debe dehaber.» Pues se dicen misas rezadas alfondo de los pasillos de los grandeshoteles, donde la caoba y el mármolencienden y apagan velas. Un oficio dedifuntos y una boda mezclados durantetodo el año se desarrollan allí ensecreto. Como sombras deambulan allílas gentes. ¿Será que mi alma de toperoextático no desaprovecha ninguna

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ocasión de entrar en trance? ¡Sentir quese roba de puntillas mientras la suela delos humanos se apoya entera! Aquímismo, y en Fresnes, estos largospasillos perfumados que se muerden lacola, me devuelven, a pesar de la durezaprecisa, matemática de la pared, el almade ese rata de hotel que deseo ser.

Los clientes encopetados pasabanante ellos. Se quitaban las pieles,guantes, sombreros, bebían oporto,fumaban Craven o Havane. Un botonesiba de acá para allá. Uno se sabíapersonaje de película. Entremezclandoasí en este sueño sus gestos, Pocholo ySanta María de las Flores tramabansordamente una amistad fraterna. ¡Cuán

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duro me resulta no acoplarlos mejor, nohacer que Pocholo, adelantando lacadera, roca de inconsciencia einocencia, hunda profundamente,desesperado de felicidad, su colapesada y lisa, tan pulimentada y tibiacomo una columna al sol, en la bocaabierta en forma de O del asesinoadolescente pulverizado por la gratitud!

Esto también sería posible, pero nova a suceder. Pocholo y Santa María,vuestro destino, por muy riguroso que lotrace, no dejará de estar —de forma muyapagada— atormentado por lo quehabría podido ser también y que, graciasa mí, no será.

Un día, con toda naturalidad, Santa

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María se confesó de su crimen. Pocholose confesó de Divina. Santa María, deque lo llamaban Santa María de lasFlores. Ambos necesitaron unaductilidad poco corriente para saliradelante sin incidentes de lasacechanzas tendidas a su mutua estima.En semejante ocasión, Pocholo hizo galade un tacto exquisito.

Santa María de las Flores estabaechado en un diván. Pocholo, sentado asus pies, contemplaba cómo seconfesaba. El crimen estaba yaconfesado. Pocholo fue escenario de undrama sordo, sin estridencias. Seenfrentaban en él el temor a lacomplicidad, la amistad por el niño y el

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gusto, el deseo de delación. Quedabapor confesar el apodo. Por fin, poco apoco, llegó a ello. Mientras el nombremisterioso iba saliendo, era tanangustioso mirar cómo se retorcía lagran belleza del asesino, cómo losanillos inmóviles e inmundos de lasserpientes de mármol de su rostroadormecido se inmutaban y movían, quePocholo se dio cuenta de la gravedad detal confesión, hasta tal punto, tanprofundamente, que se preguntó si SantaMaría no iba a vomitar pollas. Tomó delniño, entre las suyas, una mano quecolgaba.

—… Sabes, fueron unos tíos que mellamaron…

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Pocholo seguía con la mano cogida.Con la mirada, tiraba hacia sí de laconfesión:

—Ya sale, ya sale.Todo el tiempo que duró la

operación, no apartó los ojos de los desu amigo. De cabo a rabo, sonrió conuna inmóvil sonrisa fija en la boca, puessentía que, por su parte, la menoremoción, el menor signo, aliento,destruirían… Habría hecho añicos aSanta María de las Flores.

Cuando el nombre estuvo en lahabitación, aconteció que el asesino,confuso, se abrió, dejando que surgieracomo una Gloria, de sus lastimosospedazos, un Monumento entre cuyas

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rosas estaba tendida una mujer de luz ycarne.

El Monumento ondulaba sobre uninfame barro en el que se hundió: elasesino. Pocholo lo atrajo hacia sí y,para abrazarlo mejor, luchó con él uninstante. Me agradaría soñarlos a ambosen otras muchas postura si, en cuantocierro los ojos, mi sueño obedecieseaún a mi voluntad; pero, de día loperturba la preocupación por miproceso, y por la noche los preliminaresdel sueño convierten lo que me rodea enun desierto, destruyen los objetos y lasanécdotas y me dejan al borde del sueñotan solo como pude estarlo un atardeceren medio de un tormentoso y vacío

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páramo. Pocholo, Divina, Santa Maríahuyen de mí a todo correr llevándoseconsigo el consuelo de su solaexistencia en mí, pues no se contentancon huir, se anulan, se diluyen en laespantosa falta de consistencia de missueños o, mejor dicho, de mi sueño, y seconvierten en mi sueño; se funden en lapropia materia de sueño y loconstituyen. Pido socorro en silencio,hago señas, con ambos brazos del alma,más blandos que algas, no,evidentemente, a algún amigosólidamente sujeto al suelo sino a unaespecie de cristalización de la ternuracuya aparente dureza me hace creer ensu eternidad.

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Lanzo una llamada: «¡Sujétame!¡Engánchame!» Y me largo por un sueñoatroz que va a atravesar la noche de lasceldas, la noche de las mentes de loscondenados, de los abismos, las bocasde los guardianes, los pechos de losjueces y terminará consintiendo que metrague, muy, muy despacio, un cocodrilogigante formado por bocanadas de airepestilente de la cárcel.

Es el miedo al juicio.Pesan sobre mis pobres hombros el

peso atroz de la justicia de toga y elpeso de mi triste suerte.

¿Cuántos agentes ya, cuántosinspectores rendidos, como sueledecirse con tanto acierto, durante días y

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noches se han encarnizado endesembrollar un enigma que habíaplanteado yo? Y yo creía el casoarchivado ya mientras ellos seguíaninvestigando, ocupándose de mí sinsaber yo nada, trabajando la materiaGenet, la traza fosforescente de losgestos Genet, bregándome en lastinieblas.

¡Qué bien hice en elevar la egoístamasturbación a la dignidad de culto! Encuanto inicio el gesto, una transposicióninmunda y sobrenatural desfasa laverdad. Todo en mí se convierte enadorador. La visión exterior de losaccesorios de mi deseo me aísla, muylejos del mundo.

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Placer del solitario, gesto desoledad que hace que te bastes a timismo poseyendo íntimamente a losdemás, que están al servicio de tu placersin sospecharlo; placer que da, inclusocuando estás en guardia, a tus menoresgestos ese aire de indiferencia supremahacia todos y también ese aire torpe talque, si un día acuestas en tu cama a unmuchacho, crees que te has pegado en lafrente con una losa de granito.

¡Trabajo les queda a mis dedos! ¡Lomenos me van a caer diez tacos! ¡Mibuena, mi tierna amiga, celda mía!Reducido a mi única compañía, ¡tequiero tanto! Si tuviera que vivir encompleta libertad en otra ciudad, iría

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ante todo a la cárcel para reconocer alos míos, a los de mi raza, y tambiénpara encontrarte de nuevo.

Ayer, el juez de instrucción memandó llamar. Desde la Santé hasta elPalacio, los calabozos y el olor delcoche celular me habían revuelto elestómago; comparecí ante el juez blancocomo el papel.

Ya desde que entré en su despachose apoderó de mí la desolación que allíponía, a pesar de la floraciónpolvorienta y secreta de los expedientescriminales, aquel violín reventado quetambién vio Divina. Y, por obra deCristo, me abrí a la piedad. Por él y porobra de este sueño en que mi víctima

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vino a perdonarme. El juez, en efecto,sonrió con sonrisa llena de bondad.Reconocí la sonrisa de mi víctima en misueño y me acordé, o comprendí denuevo, que ella misma debía ser juez enel tribunal, que confundí quizá a postacon el juez de instrucción, y juez deinstrucción: sabiendo que ella me habíaperdonado, tranquilo, seguro, no a causade una certidumbre obtenida por lalógica, sino por un deseo de paz, devuelta a la vida de los hombres (eseúltimo deseo que hace que Pocholosirva a la policía para recuperar su lugarentre los humanos a través del servicioal orden, y para, al mismo tiempo, salirde lo humano a través de lo abyecto

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deliberado), seguro de que todo estabaolvidado, hipnotizado por el perdón,confiado, confesé.

El escribano registró la confesión yyo la firmé.

Mi abogado se quedó estupefacto,aterrado. Pero, ¿qué había hecho yo?¿Quién me ha engañado? ¿El Cielo? ElCielo, morada de Dios y de su Corte.

Volví a recorrer el camino a travésde los corredores subterráneos delPalacio para volver a mi celdita oscuray helada de las Bodegas. Ariadna en ellaberinto. El mundo más vivo, loshumanos de carne más tierna son demármol. A mi paso voy sembrando ladevastación. Con pupilas muertas

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recorro ciudades, poblacionespetrificadas. Pero no hay salida. Esimposible retirar la confesión, anularla,tirar del hilo del tiempo que la ha tejidoy hacer que se devane y se destruya.¿Huir? ¡Vaya idea! El laberinto es mástortuoso que los considerandos de losjueces. ¿El guardián que me conduce?Es un guardián de bronce macizo al que,por la muñeca, voy encadenado. Se meocurre muy deprisa la idea de seducirlo,de arrodillarme ante él, apoyarle, loprimero, la frente en el muslo,devotamente abrirle el pantalón azul…¡Qué locura! ¡Buena me espera! ¿Porqué no habré, como yo quería, robado enuna farmacia un tubo de estricnina que

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habría conservado conmigo ydisimulado durante el registro? Un día,demasiado cansado del país de lasQuimeras —el único digno de serhabitado, «pues es tal la nada de lascosas humanas que, fuera del ser queexiste por sí mismo, nada existe que seahermoso más que aquello que no existe»(Pope)—, sin vanos adornos quearroparan el acto, me habríaenvenenado. Pues, queridos amigos, lomío va a ser el confinamiento.

Hay momentos en que se comprendede repente por completo el sentido,hasta entonces inadvertido, de ciertasexpresiones. Al vivirlas, se lasmurmura. Por ejemplo: «Sentí cómo el

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suelo me faltaba.» Es una frase que heleído y dicho mil veces sin vivirla. Perome ha bastado, al despertar, con pararmeen ella durante diez segundos en elmomento en que el recuerdo de midetención me visitaba (resto de lapesadilla de esa noche), para que laparte de sueño creada por la expresiónme envuelva o, más bien, me cause estevacío interior, visceral, provocadotambién por precipicios en los que secae, de noche, con toda seguridad. Asícaí, la última noche, Ningún brazotendido, misericordioso, querría asirme.Algunas rocas podrían, quizá, tendermeuna mano de piedra, pero precisamente ala distancia suficiente para no poder

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empuñarla. Iba cayendo. Y para retrasarel choque final —pues el sentirme caerme causaba esta embriaguez que es ladesesperación absoluta vecina de lafelicidad durante la caída, pero eratambién una embriaguez temerosa deldespertar, del retorno de las cosa queson, para retrasar el choque con el fondodel abismo y el despertar en la cárcelcon mi zozobra frente al suicidio o alpresidio— acumulaba catástrofes,provocaba accidentes a lo largo de laverticalidad del precipicio, colocabahorribles obstáculos en mi punto dellegada. Al mismísimo día siguiente fuecuando la influencia de este sueño maldisipado me hizo amontonar detalle tras

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detalle, todos graves, con la confusaesperanza de que retrasarían eldesenlace. Me iba hundiendolentamente.

Sin embargo, de vuelta a mi 426, ladulzura de mi obra me embruja. Losprimeros pasos que doy, con ambasmanos apoyadas en las caderas, que notocontonearse, hacen que me sientaatravesado por Pocholo, que caminadetrás. Y héteme aquí de nuevo, en lasconsoladoras dulzuras del hotel de lujoque habrá que dejar, ya que veinte milfrancos no duran eternamente.

Durante su estancia en el hotel,Pocholo no había subido al sotabanco.Había dejado a Divina sin noticias y

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nuestra chiquita se moría depreocupación. Pensó, pues, en volvercuando Santa María y él se quedaron sindinero. Vestidos ambos como falsosmonarcas, volvieron al sotabanco dondeprepararon para el asesino, con mantasrobadas en los autos, un lecho en laalfombra. Así durmió, muy cerca deDivina y de Pocholo acostados. Alverlos llegar, Divina se creyó olvidaday sustituida. En absoluto. Ya veremosmás adelante la especie de incesto queunió a ambos chorvos.

Divina trabajó para dos hombres,uno de los cuales era el suyo.

Hasta entonces no había amado másque a hombres más fuertes que ella y un

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pelín mayores, más musculosos. Perollegó Santa María de las Flores, quetenía un carácter físico y moral de flor:se enamoriscó de él. Algo nuevo, comouna especie de sentimiento de poder,creció (en el sentido vegetal,germinativo) en Divina. Se creyóvirilizada. Una loca esperanza la volviófuerte, robusta, vigorosa. Sintió cómo lesalían los músculos y cómo surgía ellamisma de una roca tallada en forma deesclavo de Miguel Angel. Sin mover unmúsculo, pero poniéndose en tensión,luchó en su interior como Laoconte asióal monstruo y lo retorció. Luego, conmayor audacia, con sus brazos y piernasde carne, quiso boxear, pero pronto

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recibió muchos mamporros en elbulevar, pues juzgaba y quería susmovimientos no en función de unaeficacia en el combate, sino en funciónde una estética que la habría convertidoen un golfo más o menos galán. Losmovimientos que realizaba y, ante todo,una llave de cintura, una puesta enguardia, tenían que convertirla a todacosta, incluso a costa de la victoria, másque en el boxeador Divina, endeterminado boxeador admirado y, aveces, en varios espléndidosboxeadores a un tiempo. Buscó gestosviriles que rara vez son gestos de varón.Se puso a silbar, a meterse las manos enlos bolsillos, y realizó tan torpemente

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todo este simulacro que era como sifuera en la misma velada cuatro o cincopersonajes a un tiempo. Sacaba enlimpio la riqueza de una múltiplepersonalidad. Pasaba de chica a chico, ylos pasos de una a otro —al ser nueva laactitud— iban a trompicones. Tras elchico corría a la pata coja. Iniciabasiempre sus gestos de Gran Lunática yluego, acordándose de repente de quetenía que mostrarse viril para seducir alasesino, los concluía en plan burlesco, yesta doble fórmula la envolvía enmaravilla, la convertía en payaso tímidocon traje de paisano, en una especie deloca envenenada. Por fin, para coronarsu metamorfosis de hembra en duro

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macho, inventó una amistad de hombre ahombre que debería unirla a alguno deesos chulos sin tacha de cuyos gestos nopuede decirse que son ambiguos. Y, paramayor seguridad, se inventó a Marchetti.No tardó nada en elegirle un aspectofísico, pues poseía en su imaginaciónsecreta de mujer aislada, para susnoches, una reserva de muslos, brazos,torsos, rostros, cabellos, dientes, nucas,rodillas y sabía juntarlos para formar unhombre vivo a quien daba un alma —siempre la misma para cada una de estasconstrucciones: la que ella habríaquerido tener—. Una vez inventadoMarchetti, vivió algunas aventuras a sulado, en secreto. Luego, una noche, le

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dijo ella que ya estaba cansada de SantaMaría de las Flores y que se avenía acedérselo. Sellaron el acuerdo con unviril apretón de manos. Este fue elsueño: Marchetti se presenta en elchamizo con las manos en los forreros:

—Hola, chaval, le dice a Divina.Se sienta; charlan, de hombre a

hombre, del currelo. Llega Santa María.Le da la mano a Marchetti. Marchetti letoma el pelo un poco por la cara dechica que tiene. Yo (Divina se habla a símisma en secreto), yo hago como si yano lo viera. Sólo que estoy segura ahorade que, gracias a mí, Santa María daráel golpe del bargueño con Marchetti.(Tiene un apellido demasiado hermoso

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para buscarle un nombre.) Dedico tresminutos a mi guarida. Me las apaño paradarles la espalda. Me vuelvo: los veobesuqueándose, y Marchetti se ha dejadoabrir la bragueta. Empieza el amor.

Divina no se había virilizado: habíaenvejecido. Ahora, un adolescente laconmovía: así fue cómo sintió que eravieja, y esta certidumbre se desplegabaen ella como colgaduras formadas poralas de murciélago. Esa misma noche,desnuda y sola en el sotabanco, vio conmirada nueva su cuerpo blanco, sin unpelo, liso, seco, huesudo en algunossitios. Se avergonzó y se apresuró aapagar la luz, pues este cuerpo era elcuerpo de marfil de Jesús en una cruz

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del siglo XVIII, y unas relaciones,incluso un parecido con la divinidad osu imagen, la asqueaban.

Pero con esta desolación, una nuevaalegría nacía en ella.

La alegría que precede a lossuicidios. A su vida cotidiana, Divina latemía. La carne y el alma se le estabanagriando. Llegó para ella la estación delos llantos, como diríamos la estaciónde las lluvias. En cuanto apaga, encuanto da a la llave de la luz, por nadadel mundo daría un paso fuera de lacama, donde se cree segura, pero delmismo modo que se cree segura dentrode su cuerpo. Se siente bastante bienprotegida por estar en su cuerpo. Fuera

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reina el espanto. Una noche, sinembargo, se atrevió a abrir la puerta delsotabanco y a dar un paso en eldescansillo oscuro. La escalerarebosaba de los gemidos de las sirenasque la llamaban abajo. No eranprecisamente gemidos ni cantos, nitampoco sirenas exactamente, pero eraclaramente una invitación a la locura o ala muerte por la caída. Loca de espanto,volvió a entrar en el sotabanco. Era elinstante que precede al timbre de losdespertadores. Si de día no tenía quesufrir miedo, conocía en cambio otrosuplicio: se ruborizaba. Por cualquiercosa se volvía la Escarlatísima, laPurpurina, la Eminencia. No se piense

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que se avergonzaba de su trabajo. Habíasabido demasiado bien, y bien joven,penetrar sin tregua hasta ladesesperación para no haber apurado ya,a su edad, la vergüenza. Cuando Divinase daba a sí misma el título de vieja putaputañera no hacía sino adelantarse a lasburlas e insultos. Pero se ruborizaba porpequeñeces que parecían anodinas, quecreemos insignificantes hasta elmomento en que, fijándose más, se dabacuenta de que el rubor le había subidoen el momento en que la estabanhumillando sin intención. Cualquiernadería humillaba a Divina. Conhumillaciones de esas, que cuandotodavía era Culafroy la rebajaban al

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máximo con el solo poder de laspalabras. Las palabras recuperaban conella su prestigio de cajas, vacías enúltimo término de todo lo que no esmisterio. A las palabras cerradas,selladas, herméticas, si se abren, se lesescapan los significados a brincos queasaltan y dejan atónito. Filtro, que es unapalabra de brujería me ha conducidohasta la solterona que hace café y lemezcla achicoria y lo filtra; por losposos del café (es un truco deprestidigitación) me devuelve a labrujería. La palabra Mitrídates, unamañana, de repente. Divina se la volvióa encontrar. Se abrió un día, enseñó aCulafroy su virtud, y el niño,

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retrocediendo de siglo en siglo, hasta elmil quinientos, se adentró en la Roma delos pontífices. Echemos una ojeada aesta época de la vida de Divina. Comoel único veneno que podía conseguir erael acónito, cada noche, con su larga batade rígidos pliegues, abría la puerta de sucuarto, que estaba al nivel del jardín,pasaba por encima de la barra de apoyo—gesto de enamorado, de asaltante, debailarina, de sonámbulo, desaltimbanqui— y saltaba a la huertacercada por un seto de saúcos, demoreras, de endrinos, pero donde sehabían sabido disponer, entre losarriates de verduras, linderos de reseday de caléndulas. Culafroy cogía en un

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macizo hojas de acónito napelo, lasmedía con un doble decímetro,aumentaba cada vez la dosis, lasenrollaba y se las tragaba. Pero elveneno tenía la doble virtud de matar yde resucitar de entre los muertos a losque había matado y, raudo, actuaba. Porla boca, el Renacimiento se posesionabadel niño. Como el Hombre-Dios de lachiquilla que, sacando, aunquepiadosamente, la lengua, se traga lahostia. Los Borgia, los Astrólogos, losPornógrafos, los Príncipes, lasAbadesas, los Condottieri lo acogíandesnudo sobre sus rodillas duras bajo laseda, él apoyaba tiernamente la mejillacontra una verga erecta, de piedra bajo

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la seda, de piedra inconmovible tal ycomo debe de ser bajo el raso nacaradode su casaca, el pecho de los negros deljazz.

Sucedía en una verde alcoba, enfiestas que cierra la muerte bajo formade puñales, de guantes perfumados, dehostia alevosa. Culafroy se trasformababajo la luna en ese mundo deenvenenadores, pederastas, pillos,magos, guerreros, cortesanas y lanaturaleza, a su alrededor, la huerta, alpermanecer iguales a sí mismos, lodejaban solo, poseedor y poseído de unaépoca, en su caminar descalzo bajo laluna, alrededor de los arriates de berzasy lechugas, donde se habían quedado un

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rastrillo y una laya abandonados, conlibertad para levantar y arrastrarbrocados con gestos altivos. Ningunaanécdota sacada de la Historia o de unanovela organizaba esta masa de sueño;únicamente el murmullo de algunaspalabras mágicas espesaba las tinieblasde las que se desprendían un paje o uncaballero, bello rijoso, ojeroso tras unanoche entre sábanas de fino lienzo…«Datura fastuosa, Datura stramonium,Belladona…»

Como el fresco de la noche, cayendosobre su bata blanca, le dabaescalofríos, se acercaba a la ventanaabierta y se acostaba en una inmensacama. Al llegar el día, volvía a ser el

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colegial pálido, tímido, doblegado bajoel peso de los libros. Pero cuando seviven noches embrujadas, algunasseñales quedan por el día, que son parael alma como las ojeras para los ojos.Ernestine le ponía un pantaloncito desarga azul muy corto, tapado por undelantal negro de colegial que seabrochaba en la espalda con botones denácar blanco; lo calzaba con zuecos demadera ennegrecidos y con medias dealgodón negro que le tapaban laspantorrillas poco llenas. No iba de lutopor nadie y era conmovedor verlo todode negro. Pertenecía a la raza de losniños perseguidos, prematuramentearrugados, volcánicos. Las emociones

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devastan los rostros, arrancan la paz,hinchan los labios, pliegan las frentes,agitan las cejas con estremecimientos yconvulsiones sutiles. Los compañeros lollamaban «Culata», y ese nombre,pronunciado entre juegos, era como unabofetada. Pero esa clase de niños, comolos vagabundos, tienen sus marrulleríasdeliciosas o terribles para franquearselos refugios confortables y tibios en quese bebe vino tinto que emborracha ydonde lo quieren a uno en secreto. Por eltecho de la escuela del pueblo, como unladrón acosado, Culafroy se escapaba, yentre los colegiales que no sospechabannada, durante los recreos clandestinos(el niño es el recreador del cielo y de la

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tierra), se encontraba con Jean de lasBandas Negras. Al acabar la clase,volvía a la casa más próxima a laescuela, y así se salvaba de participaren los misterios vudús de los colegialeslibres, a las cuatro, de padres ymaestros. Su habitación era un cuartopequeño con muebles de caoba,decorado con grabados de colores querepresentaban paisajes de otoño que nomiraba puesto que no descubría en ellosmás rostros que el de tres ninfas verdes.La infancia deja de lado los mitosconvencionales concedidos a unainfancia convencional; le importan unbledo las hadas de cromo, los monstruosdecorativos y mis hadas eran el esbelto

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carnicero de puntiagudo bigote, lamaestra tísica, el farmacéutico; todo elmundo era hada, es decir, estaba aisladopor el halo de una existenciainabordable, inviolable, a través delcual yo no distinguía más que gestoscuya continuidad —y por lo tanto lalógica y lo que ésta tiene detranquilizador— se me escapaba, y cadafragmento de los cuales me planteabauna nueva pregunta, literalmente: meinquietaba.

Culafroy entraba en su cuarto. Heloaquí inmediatamente en su Vaticano,sumo pontífice. Deja la cartera llena delibros y cuadernos encima de una sillade paja, saca de debajo de la cama un

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cajón. En él se amontonan viejosjuguetes, álbumes de cromos rotos o conlas esquinas dobladas, un oso de felpapelado y, de ese lecho de sombras, deesa tumba de glorias aún humeantes yradiantes, arranca un violín grisáceo queha confeccionado él mismo. Su gestovacilante lo hace ruborizarse. Siente esahumillación, más fuerte que la vergüenzaverde de un escupitajo en la espalda,que sintió al fabricarlo —pero no alconcebirlo— hace apenas ocho días,con la tapa de cartón del álbum decromos, con el trazo de mango deescoba y cuatro hilos blancos: lascuerdas. Era un violín plano y gris, unviolín de dos dimensiones que sólo tenía

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la tabla de armonía y el mástil, del quesalían cuatro hilos blancos, geométricos,rigurosos sobre la extravagancia, unespectro de violín. El arco era unavarita de avellano a la que le habíaraspado la corteza. Cuando, por vezprimera, Culafroy había pedido a sumadre que le comprara un violín, ésta sehabía inmutado. Estaba echando sal a lasopa. Ante sus ojos no se habíapresentado con precisión ninguna de lassiguientes imágenes: un río, llamas,oriflamas bordadas de escudos, un tacónLuis XV, un paje con calzas azules, elalma torcida y retorcida de una paje,pero la turbación que cada una de ellasle causaba, un chapuzón en un lago de

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tinta negra, esta turbación la mantuvo unmomento entre la vida y la muerte y,cuando dos o tres segundos después,volvió en sí, un escalofrío nervioso laagitó e hizo temblar la mano que echabasal en la sopa. Culafroy no sabía que,por sus formas torturadas, un violíninquietaba a su sensible madre y que sepaseaba por sus sueños en compañía deflexibles gatos, por esquinas de muros,bajo balcones en que unos pillos sereparten el botín de la noche, en queotros apaches se enroscan alrededor deuna farola de gas, por escaleras quechirrían como violines desolladosvivos. Ernestine lloró de rabia por nopoder matar a su hijo, pues Culafroy no

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era aquello que se puede matar, o másbien podemos ver que lo que en él semató permitió otro nacimiento: lasvergas, disciplinas, azotainas, bofetadas,pierden su poder o, más bien, cambiande virtudes. La palabra violín no volvióa pronunciarse. Para estudiar música. Esdecir, para hacer los mismo gestos queno sé ya qué chaval guapito de unarevista, Culafroy fabricó el instrumento,pero, delante de Ernestine no quisonunca más volver a pronunciar lapalabra que empezaba como violación.Lo fabricó en el mayor secreto, denoche. De día lo hundía en el fondo delcajón de juguetes viejos. Cada tarde, losacaba. Humillado, aprendió él solo a

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colocar los dedos torpes en los hilosblancos, siguiendo los consejos de unviejo método que había encontrado en eldesván. Cada silencioso estudio loagotaba. El frustrante chirrido que elarco arrancaba de las cuerdas le poníacarne de gallina en el alma. El corazónse le estiraba y se le deshilachaba ensilencios crispados —espectros desonidos—. Su vejación lo perseguíadurante la clase y estudiaba en estado deperpetua vergüenza, solapado yhumillado como nosotros el día de AñoNuevo. Furtivas, susurradas son nuestrasfelicitaciones como deben de ser, entresí, las de los criados orgullosos y las delos leprosos. Puesto que se trata de

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gestos reservados a los amos, notamoscon frecuencia la impresión de estarutilizando sus trajes para recibirnos.Nos estorban, como debe de estorbarleel frac sin solapas de seda que lleva, alaprendiz de maestresala. Una noche,Culafroy tuvo un gesto amplio,desmesurado, de trágico. Un gesto queiba más allá de la habitación, queentraba en la noche y seguía hasta lasestrellas, entre las Osas y más allá;luego, semejante a la serpiente que semuerde la cola, volvía a la oscuridad dela habitación y al niño que en ella seestaba ahogando. Pasó el arco de lapunta a la base, lenta y espléndidamente;esta última desgarradura acabó de

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aserrarle el alma: el silencio, la sombray la esperanza de separar esoselementos varios que cayeron, cada cualpor su lado, hicieron que se desplomaraasí un intento de construcción. Dejó caerlos brazos, el violín y el arco; llorócomo un crío. Las lágrimas le corríanpor la carita chata. Sabía, una vez más,que no había nada que hacer. La redmágica que había intentado roer se habíaapretado a su alrededor, aislándolo.Vacío, se aproximó al pequeño espejodel tocador y se miró el rostro por elque sentía la ternura que se siente por unperrito feo, cuando el perro es de uno.La sombra se iba instalando, salida deno se sabe dónde. Culafroy la dejó

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instalarse. Nada más le interesaba elrostro del espejo y sus cambios: elglobo de los párpados luminosos, laaureola de sombra, la mancha negra dela boca, el índice que seguía iluminado yque sostenía la cabeza gacha. La cabezagacha, para verse en el espejo, leobligaba a levantar la vista y aobservarse así del modo solapado queadoptan en el cine los actores: «Yopodría ser un gran artista.» No formulóclaramente esta idea y, sin embargo, elesplendor a ella unido le hizo agachar lacabeza algo más. «El peso del destino»,creyó. En el palisandro brillante deltocador vio una escena fugitiva ysemejante en esencia a muchas otras que

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le visitaban con frecuencia: un niñoestaba acurrucado bajo una ventanaenrejada, en una habitación oscura, enque él mismo se paseaba con las manosen los bolsillos.

Surgían capitales en medio de suinfancia arenosa. Capitales como cactosbajo el cielo. Cactos como islas verdes,radiantes de rayos agudos, impregnadosde curare. Su infancia, como un sahara,minúsculo o inmenso —no se sabe—protegido por la luz, por el perfume y elflujo de encanto personal de ungigantesco magnolio en flor que subía enun cielo profundo como una gruta, porencima del sol invisible y sin embargopresente. Esta infancia se iba secando

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sobre su arena calcinada, teniendo, eninstantes rápidos como saetas, delgadoscomo éstas, delgados como ese paraísoque se ve entre los párpados de unmogol, una visión fugaz del magnolioinvisible y presente; esos instantes eran,desde todos los puntos de vista,semejantes a los que narra el poeta:

He visto en el desiertotu cielo abierto…

Ernestine y su hijo vivían en la únicacasa del pueblo que tenía, junto con laiglesia, tejado de pizarra. Era una granedificación de piedra de talla,

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rectangular, dividida en dos trozos porun pasillo que se abría como una brechaheroica entre las rocas. Ernestine poseíarentas bastantes considerables que, alsuicidarse de un salto en los fososverdes del castillo que allí seencontraba, le había dejado su marido.Hubiera podido vivir rodeada de lujo,ser servida por varios criados, moverseentre inmensos espejos que fueran de lasalfombras al techo dorado. Se negaba así misma el lujo y la belleza que matanel ensueño. El amor también. Antaño elamor la había depositado en el suelo ymantenido allí con puño de luchadoracostumbrado a derribar forzudos. A losveinte años, había hecho nacer una

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leyenda: cuando, más tarde, loscampesinos hablen de ella, no podrán yapor menos de evocar al ser, de rostrototalmente vendado, como un rostro deaviador herido, el propio rostro deWeidmann, salvo la boca y los ojos, convendas de gasa, para conservar lasespesas capas de crema de bellezaespecial que le protegían la piel delbronceado del sol y del heno, cuandoiba en verano a segar el heno de loscampos de su padre. Pero, como unácido, la amargura había pasado porella, corroyendo las dulzuras. Ahora,temía todo aquello de lo que no se puedehablar de manera sencilla y familiar,sonriendo. Sólo ese temor probaba el

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peligro de una recaída en poder de laGlotona (la Belleza). Aunque los lazosestuviesen flojos, eran sólidos y laataban y la entregaban a poderes cuyocontacto o cuya sola proximidad latrastornaba. Eran el arte, la religión, elamor que van envueltos en lo sagrado(pues de lo sagrado, a lo que se da elnombre ¡ay! de espiritual, nadie se ríe,ni se sonríe: es algo triste. Y si esaquello que está tocando a Dios, ¿Dioses, pues, triste? ¿Dios es, pues, una ideadolorosa? ¿Dios es, pues, mal?), a losque se aproximan todos siempre con unacortesía que los guarda.

El pueblo poseía, entre susaccesorios, un viejo castillo feudal

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rodeado de fosos sonoros de ranas, uncementerio, la casa de la madre soltera yla madre soltera en persona, un puentecon tres ojos de piedra sobre tres ojosde agua clara; en él gravitaba cadamañana una espesa niebla que acababapor alzarse ante el decorado. El sol laiba cortando en jirones que, por uninstante, vestían a los árboles flacos ynegros de niños de gitano.

Las pizarras azules y cortantes, laspiedras de granito de la casa, loscristales de las altas ventanas aislaban aCulafroy del mundo. Los juegos de losmuchachos que vivían pasado el río eranjuegos desconocidos que complicabanlas matemáticas y la geometría. Se

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jugaban a lo largo de los setos y, comoatentos espectadores, contaban con loschivos y los potros de los prados. Lospropios jugadores, actores-niños, fuerade la escuela, fuera del lugar,recobraban su personalidad agreste,volvían a ser boyeros, buscadores denidos de mirlos, trepadores, segadoresde centeno, ladrones de ciruelas. Si eranpara Culafroy, sin poder ellos mismosdarse cuenta de ello con mucha claridad,pero sospechándolo, un pueblo dedemonios seductores, Culafroy ejercía,de forma inconsciente, sobre ellos unprestigio que le proporcionaban suaislamiento, el refinamiento y la leyendade Ernestine y el tejado de pizarra de su

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casa. Al mismo tiempo que lo odiaban,no había niño que no soñase con élenvidiándole el corte del cabello, laelegancia de la cartera de cuero. La casade pizarra debía de contener fabulosasriquezas en medio de las cualesCulafroy tenía el prestigio de moverselentamente, el privilegio de aventurargestos familiares tales como tamborilearcon los dedos sobre un mueble o patinarsobre el entarimado, en medio de undecorado que juzgaban principesco;sonreír allí dentro como un delfín yquizá, incluso, jugar a las cartas.Culafroy parecía segregar un misterioregio. Los hijos de reyes sonexcesivamente frecuentes entre los niños

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para que los colegiales del pueblopudieran tomar en serio a éste. Peroconsideraron en él un crimen el hecho deque divulgara tan a las claras un origenque cada cual guardaba bien escondidoen sí mismo, que lesionaba su propiaMajestad. Pues la idea regia es de estemundo; si no la posee por la virtud delas transmisiones carnales, el hombredebe adquirirla y adornarse con ella ensecreto, para no quedar excesivamenteenvilecido ante sus propios ojos. Alentrecruzarse en medio de la noche lossueños y los ensueños de los niños, cadacual poseía al otro ignorándolo éste, deforma violenta (pues se tratabaefectivamente de violaciones), casi

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total. El pueblo que para su propio usorecreaban y donde, ya lo hemos dicho,los niños eran soberanos, se enmarañabaen las costumbres, que a ellos no lesextrañaban, de un pueblo de extrañasnoches, donde se enterraba a los niños,muertos al nacer, de anochecida y losllevaban al cementerio sus hermanas encajas de pino estrechas y charoladascomo cajas de violín; en que otros niñoscorrían por los calveros del bosque ypegaban el vientre desnudo, protegidosin embargo de la luna, contra el troncode las hayas y de los robles tanvigorosos como los montañeros adultoscuyos cortos muslos tensan, hastahacerlos reventar, los calzones de cuero,

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en un sitio desnudo de corteza, para asírecibir en la piel tierna de los menudosvientres blancos las descargas de lasavia en primavera; en que la italianapasaba espiando a los ancianos, a losenfermos, a los paralíticos, en cuyosojos recogía el alma, escuchándolosmorir (los ancianos mueren como nacenlos niños), teniéndolos a su merced, y sumerced no era su gracia; un pueblo dedías no menos extraños que las noches,donde las comitivas, los días del Corpuso de Rogativas, cruzaban la campiñacrispada por el sol del mediodía,procesiones formadas por niñas decabeza de porcelana, vestidas de blancoy coronadas por flores de tela,

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monaguillos columpiando al vientoincensarios cubiertos de cardenillo,mujeres tiesas entre su moaré negro overde, hombres enguantados de negroque sostenían un baldaquino de aspectooriental, empenachado de plumas deavestruz, bajo el que se paseaba elsacerdote portador de una custodia.Bajo el sol, entre el centeno, los pinos,la alfalfa, invertidos en los estanques,con los pies hacia el cielo.

Todo esto formó parte de la infanciade Divina. Y muchas cosas más quediremos más adelante. Sería cosa devolver a hablar de ella.

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Digamos desde ahora mismo quenunca sus amores le habían hecho temerla cólera de Dios, el desprecio de Jesúso la repugnancia almibarada de laSantísima Virgen, nunca antes de queGabriel le hablara de ello, pues, encuanto reconoció en sí misma lapresencia de semillas de estos temores:cólera, desprecio, repugnancias divinas,Divina hizo de sus amores un dios porencima de Dios, de Jesús, de laSantísima Virgen, al que ellos sesometían como todo el mundo, mientrasque Gabriel, a pesar de su temperamentofogoso, que con frecuencia le enciendela cara, temió al Infierno, pues no amabaa Divina.

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¿Y quién la seguía amando, apartePocholo?

Santa María de las Flores sonreía ycantaba. Cantaba como un arpa eólica yuna azulada brisa le pasaba a través delas cuerdas del cuerpo; cantaba con elcuerpo; no amaba. La policía nosospechaba de él. Tal era la indiferenciade este niño que ni siquiera comprabalos periódicos: proseguía su melodía.

Divina creía que Pocholo estaba enel cine, y Santa María, que ejercía demechero en unos grandes almacenes,pero… De zapato americano, sombreromuy flexible, cadena de oro en lamuñeca —o sea, todo lo que caracterizaal chulo—, Pocholo, al atardecer,

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bajaba por la escalera del sotabancoy… Llegó el inevitable soldado. ¿Dedónde llega? ¿De la calle quizá, a un baren que Divina estaba sentada? La puertagiratoria, cuando estaba girando, a cadavuelta, como el mecanismo de uncampanario veneciano, presentaba unsólido arquero, un paje flexible, unejemplar de la Alta-Manflorería, uno deesos chulos cuyos antepasados de lostugurios, cuando patrocinaban aMademoiselle Adna, llevaban aros enlas orejas y, entre cuyas piernas, hoy endía, cuando van por el bulevar, salpican,estallan agudos pitidos.

Apareció Gabriel. También lo veocuesta abajo por una calle casi vertical,

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corriendo, semejante a ese perroembrujado que bajó al pueblo por lacalle mayor, y como hay que pensar quechocó contra Divina al salir de unatienda de ultramarinos de barrio dondeacababa él de comprar un cucuruchosorpresa, en el instante en que lacampanilla de la puerta acristaladasonaba dos veces. Me hubiera gustadohablaros de los encuentros. Me da laimpresión de que el instante que losprovocaba —o provoca— se sitúa fueradel tiempo, que el choque salpica lo quehay en derredor, espacio y tiempo, peroquizá me equivoque, pues quiero hablarde esos encuentros que provoco eimpongo al fulano de mi libro. Acaso

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ocurre con estos instantes fijados en elpapel como con las calles concurridassobre cuya muchedumbre poso la miradapor azar: una dulzura, una ternura, lassitúa fuera del instante; quedaembrujado y, sin saber por qué, estegentío es miel para mis ojos. Dejo demirar, luego miro otra vez, pero ya noencuentro ni la dulzura ni la ternura. Lacalle se me torna lúgubre como unamañana de insomnio, la lucidez mevuelve, me devuelve la poesía que estepoema había desterrado: algún rostro deadolescente, mal divisado, en su seno,había iluminado a la muchedumbre;luego ha desaparecido. El sentido delCielo no me es ya extraño. Divina, pues,

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se encontró con Gabriel. Pasó ante ella,desplegando la espalda como un muro,un acantilado. Este muro no es que fueratan ancho, pero afluía de él sobre elmundo tanta majestad, es decir, tantafuerza serena, que le pareció a Divinaque era de bronce, la muralla detinieblas de la que sale volando unáguila negra, con las alas desplegadas.

Gabriel era soldado.El ejército es la sangre roja que

corre de las orejas del artillero; es elsoldadito alpino crucificado en losesquíes, un espahí montado en sucaballo de nubarrón parado en seco alfilo de la Eternidad, los príncipesenmascarados y los asesinos fraternales

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de la Legión; es, en las Tripulaciones dela Flota, el puente que sustituye a labragueta en los pantalones de losmarineros rijosos, para, dicen buscandouna excusa completa, que no seenganchen en los aparejos durante lasmaniobras; es, en fin, los propiosmarineros que encantan a las sirenasenroscándole alrededor de los mástilescomo las fulanas alrededor de loschulos; envolviéndose en velas, lasagitan como una española un abanico,riéndose a carcajadas o, con ambasmanos en los bolsillos, tiesos sobre elpuente que los columpia, silban elverdadero vals de los cuellos azules.

—¿Y las sirenas pican?

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—Sueñan con ese sitio en que elparentesco entre sus cuerpos y el de losmarineros termina. ¿Dónde empieza elmisterio?, se preguntan. Y es entoncescuando cantan.

Gabriel era soldado de infantería,vestido de paño azul cielo, paño espesoy esponjoso. Más adelante, cuando lohayamos visto mejor y no estemostratando tanto de él, lo describiremos.Naturalmente, Divina lo llama Arcángel.Y también: «Licor mío.» Él se dejaadorar sin inmutarse. Acepta. Por miedoa Pocholo, por miedo a apenarlo sobretodo, Divina no se ha atrevido a llevaral soldado al sotabanco. Se reúne con élal anochecer, en el terraplén del bulevar

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donde él le cuenta amablemente lahistoria de su vida, puesto que otra cosano sabe. Y Divina:

—No me estás contando tu vida,Arcángel, sino un pasaje subterráneo dela mía que yo ignoraba.

Dice también Divina: «Te quierocomo si estuvieras dentro de mivientre», o también:

—No eres mi amigo, eres yo misma.Mi corazón o mi sexo. Una rama de mí.

Y Gabriel, conmovido, perosonriendo de vanidad:

—¡Ay, rufianaja!La sonrisa le hacía burbujear en la

comisura de los labios algunasdelicadas bolas de espuma blanca.

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Príncipe-Monseñor, que se cruza conellos de noche, con los dedos arqueadosen forma de anillo como un curapredicando, le lanza a Divina lassiguientes palabras, como quien lanzauna pestaña: «¡Anda ya, libador!», ysale corriendo después de haberlosunido.

Otros más, a lo largo del trayecto deBlanche a Pigalle, los bendicen así,consagran la pareja que forman.

Divina, que va envejeciendo, sudade angustia. Es una pobre mujer que sepregunta: «¿Me querrá? ¡Ay!, ¡haberdescubierto un amigo nuevo!, adorarlode rodillas y que a cambio me perdone,sencillamente. Con tretas pienso

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conducirlo al amor.» He oído decir quepara que los perros cojan apego al amohay que mezclarles cada día con lapitanza una cucharada de la orina deéste: Divina lo prueba. Cada vez queinvita a cenar a Arcángel, se las apañapara echarle en la comida un poco de suorina.

Hacerse amar. Lentamente conduciral ingenuo hacia ese amor, como haciauna urbe prohibida, una ciudadmisteriosa, un Tombuctú negro y blanco,negro y blanco y conmovedor como elrostro del amante sobre cuya mejilla semueve la sombra del rostro del otro.Enseñar al Arcángel, obligarlo aaprender la fidelidad del perro.

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Encontrar al niño inerte y sin embargotibio; luego, a fuerza de caricias,sentirlo caldearse aún más, bajo misdedos henchirse, llenarse, saltar comoya sabéis qué. ¡Ser amada, Divina!

Encima del diván del sotabanco seretuerce, se revuelca como una virutanacida bajo la garlopa. Retuerce susbrazos vivos, enroscados,desenroscados, blancos, estranguladoresde sombras. Tenía que hacer subir algúndía a Gabriel allá arriba. Como lascortinas están corridas, se encuentra enmedio de unas tinieblas tanto másmacizas cuanto que en ellas criabamoho, desde hacía años, como unperfume de incienso helado, la esencia

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sutil de los pedos allí eclosionados.En pijama de seda azul con

paramentos blancos, Divina estabaechada en el diván. Con el pelo en losojos, la barba afeitada, con boca pura yrostro alisado por el agua de ocre. Así ytodo, hizo como si estuviera mediodormida.

—Siéntate.Con una mano señaló un sitio a su

vera, en el borde del diván, y extendióla punta de los dedos de la otra.

—¿Qué tal?Gabriel llevaba el uniforme de paño

azul cielo. Sobre el vientre, el cinturónde cuero, mal abrochado, le colgaba.

El paño tan grueso y el azul tan

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delicado hacían empalmarse a Divina.Más adelante dirá: «Me empalmaba porsus herales.» Un paño fino e igual deazul la habría conmovido menos que ungrueso paño negro, pues es la tela de loscuras de pueblo, y la de Ernestine, y elgrueso paño gris es la tela de los niñosde la Inclusa.

—¿No te pica esa lana?—Qué chiste. Llevo camisa y

calzoncillos. La lana no me roza la piel.Divina, ¿verdad que es asombroso

que llevando un traje azul cielo seatreva a tener los ojos y el pelo tannegros?

—Mira, hay Jerez, sírvete lo quequieras. Ponme un vasito.

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Gabriel, sonriente, se echa un vasode licor. Bebe. De nuevo está sentado alborde del diván. Entre ambos, un ligeromalestar.

—Oye, qué calor hace aquí. ¿Mepuedo quitar la guerrera?

—Ay, quítate lo que quieras.Se desabrocha el cinturón, se quita

la guerrera. El ruido del cinturón pueblael sotabanco de una compañía de tropasudorosa que vuelve de unas maniobras.Divina, ya lo he dicho, va tambiénvestida de azul cielo que flota alrededorde su cuerpo. Es rubia, y bajo estebálago su rostro parece algo arrugado;como dice Mimosa, igual que un papelde seda (Mimosa dice eso con maldad,

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para herir a Divina), pero ese rostro legusta a Gabriel. Divina, que queríasaberlo, temblorosa como la llama de uncirio, le pregunta:

—Me estoy haciendo vieja, prontocumpliré treinta años.

Gabriel tiene entonces esadelicadeza inconsciente de no halagarlacon una mentira que dijera: «No losaparentas.» Contesta:

—Pero si es a esa edad cuando seestá mejor. Se comprende todo muchomejor.

Añade:—Es la edad de verdad.Los ojos, los dientes de Divina

relucen y hacen relucir los del soldado.

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—¡Venga ya!Se ríe, pero lo siento incómodo.Es feliz. Gabriel está ahora relajado,

apoyado en ella de azul pálido: dosángeles cansados de volar, que se habíanposado sobre un poste de telégrafos y alos que el viento ha hecho caer en unfoso de ortigas no son más castos.

Una noche, el Arcángel se volviófauno. Tenía a Divina estrechamenteabrazada, cara a cara, y su miembro,más poderoso de repente, por debajo deella, intentaba penetrarla. Cuandoencontró lo que buscaba, curvándose unpoco, entró. Gabriel había adquirido talvirtuosidad que podía, al mismo tiempoque él permanecía inmóvil, imprimir a

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su verga un estremecimiento comparableal de un caballo que se indigna. Forzócon su habitual pasión y notó tanintensamente su poder que —con lagarganta y la nariz— relinchó victoriosotan impetuosamente que Divina creyóque Gabriel, con todo su cuerpo decentauro, la penetraba; se desvaneció deamor como una ninfa en el árbol.

Los juegos volvieron con frecuencia.A Divina se le pusieron los ojosresplandecientes y la piel más flexible.El Arcángel interpretaba en serio supapel de follador. De ésta se puso acantar la Marsellesa pues, desde esteinstante, le entró el orgullo de serfrancés y gallo galo, que es algo de lo

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que sólo se enorgullecen los machos.Luego, murió en la guerra. Una noche,vino a ver a Divina al bulevar.

—Estoy de permi; lo pedí por ti. Vena jalar ahora que tengo pasta.

Divina levantó los ojos para mirarloa la cara.

—Entonces, ¿me quieres, Arcángel?Gabriel tuvo un gesto de malhumor

que le agitó los hombros.—Te daría de hostias, dijo con los

dientes apretados. ¿Es que no se nota?Divina cerró los ojos. Sonrió. Con

voz sorda:—Vete, Arcángel. Vete que te tengo

muy visto. Me das una alegría tangrande, Arcángel.

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Hablaba como una sonámbula quehablase, tiesa, rígida y en el rostro unasonrisa fija.

—Vete, que caería en tus brazos, ¡oh,Arcángel!

Murmuró:—¡Oh, Arcángel!Gabriel se fue, sonriente, a grandes

zancadas lentas, pues llevaba botas.Murió en la guerra de Francia y lossoldados alemanes lo enterraron allídonde cayó, delante de la verja de uncastillo de Turena. Sobre su tumba pudovenir Divina a sentarse y a fumarse unCraven con Jimmy.

La reconocemos allí sentada, con laslargas piernas cruzadas, el cigarrillo en

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la mano, a la altura de la boca. Sonríe,casi feliz.

Al entrar en Graff, Divina divisó aMimosa que la vio. Se hicieron unapequeña seña con los dedos, unabagatela con los dedos:

—¡Hola! ¿Y tu Santa María, mona?…

—Ay, no me hables. Se ha escapado.La Santa María se ha largado, havolado. Se la han llevado los ángeles.Me la han robado, Mimo, aquí tienes ala Desconsoladísima. Haz una novela;me voy a meter monja.

—¿Que tu Santa María ha ahuecadoel ala? ¿Que ha ahuecado el muslo tuSanta María? Pero eso es terrible. ¡Es

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una pelandusca!—Olvidemos, olvidémosla.Mimosa quiso que Divina se sentara

en su mesa. Dijo que se había quitado deencima a los cabritos para toda lavelada.

—Estoy de vacaciones, hala. Tómateuna ginebra, hija.

Divina estaba preocupada. Noquería a Santa María hasta el punto desufrir ante la idea de que lo iban adenunciar si es que había hecho unamala jugada, pero recordaba queMimosa se había tragado su foto comoquien se traga la Eucaristía y se habíamostrado muy ofendida cuando SantaMaría le había dicho: «Pareces una

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fregona.» Sonrió sin embargo, acercó susonrisa muy cerca del rostro de Mimosacomo para besarla, y los rostrosquedaron de repente tan próximos queles pareció asistir a sus esponsales.Ambas mariconas se quedaronhorrorizadas. Sin dejar de sonreírdivinamente, Divina murmuró:

—Te detesto.No lo dijo. La frase se le formó en la

garganta. Luego, en seguida, su rostro secerró como un trébol al crepúsculo.Mimosa no entendió nada. Divina sehabía callado siempre la singularcomunión de Mimosa pues temía que, alenterarse, Santa María se arrepintiera yse insinuara, con coqueterías, a su rival.

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Santa María era más coqueta que unamaricona. Era puta como un gigolo. Parasus adentros, Divina se explicaba quequería evitar a Santa María de lasFlores el pecado de orgullo porque aDivina, sabido es, le costaba mucho serinmoral y sólo lo conseguía a costa deluengos rodeos que la apenaban. Supersonaje está enredado en milsentimientos y en sus contrarios, que selían, se deslían, se anudan, sedesanudan, creando un revoltijotremendo. Hacía un esfuerzo. Su primerdeseo era del siguiente orden: «Mimosano tiene que enterarse de nada; es unaasquerosa y la detesto.» Era éste undeseo puro nacido directamente del

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hecho. Divina no lo experimentaba sinembargo del todo bajo esta forma, lossantos del Cielo velaban en sordina, ylas santas; no asustaban a Divina porqueson terribles, es decir, vengadores delos malos pensamientos, sino porque sonde escayola, con los pies apoyados enencajes y entre flores y, a pesar de ello,son omniscientes. Mentalmente decía:«¡Santa María es tan orgulloso! Y tantonto.» Y esto sobreentendía a laperfección la primera proposición, queera la conclusión lógica. Pero sucategoría moral le permitía el serenunciada. Mediante un esfuerzo, unafanfarronería, era como conseguía decir:«Esta asquerosa (Mimosa) no se va a

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enterar de nada», pero también de estaforma disfrazaba su odio bajo un oropelde juego, pues decía a Mimosa:«Asquerosa.» Si Divina hubiera dicho«Asqueroso», habría sido más grave. Yaveremos esto más adelante. Divina noera lo bastante engreída para pensar queMimosa le ofrecía un asiento para gozarde su presencia. Desconfiada, dijo enalta voz:

—Aquí, jugando a los siux.—¿A qué juegas?, dijo Mimosa.Divina se echó a reír.—¡Ay! Qué Chica más Loca soy.Sin duda, Roger, el hombre de

Mimosa, debía de tener la mosca detrásde la oreja. Quería explicaciones. La

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experiencia había demostrado a Divinaque no tenía talla para luchar conMimosa II. Pues, aunque no se dabacuenta de en qué momentos se ejercitabala agudeza de su amiga, había tenido unsinnúmero de pruebas de su agudeza dedetective. «La Mimo con nada seentera.» Sólo ella podía distinguir esedetalle nimio y sacarle el jugo:

—Así que, ¿te vas? ¿Y te llevas a laSanta María? Eres una malona. Yegoísta.

—Mira, chata, ya te veré luego. Hoytengo prisa.

Divina se puso un beso en la palmade la mano, sopló en dirección deMimosa (a pesar de su sonrisa, a Divina

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se le puso de repente la cara seria de laseñora del Larousse que siembra a loscuatro vientos la semilla de diente deleón) y salió corriendo como del brazode un invisible amigo, es decir, pesada,cansada y transportada.

Cuando decía que Santa María eraorgulloso y que si se hubiera enteradode que Mimosa se había tragado su fotohabría estado mejor dispuesto haciaella, Divina se equivocaba. Santa Maríano es orgulloso. Se habría encogido dehombros sin sonreír siquiera y dichosencillamente:

—Está majara la chavala. Ahora leda por comer papel.

Esta indiferencia se debía quizá al

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hecho de que Santa María no sentía nadade la misma forma que Mimosa y no seimaginaba que se pudiera notar emociónalguna incorporándose al pie de la letrala imagen de un ser deseado,bebiéndoselo por la boca, y hubiera sidoincapaz de reconocer en ello unhomenaje rendido a su virilidad o a subelleza. Saquemos, pues, la conclusiónde que no tenía ningún deseo de estetipo. Sin embargo, como veremos, laveneración era lo suyo. En lo que aDivina se refiere, apuntemos que un díale había contestado a Mimosa: «SantaMaría nunca será demasiado orgulloso.Quiero convertirlo en una estatua deorgullo», pensando: petrificado sea de

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orgullo, y luego: amasado en orgullo. Latierna juventud de Santa María, puestenía sus momentos de dulzura, nocolmaba la necesidad de estar sometidaa una dominación brutal que sentíaDivina. Las ideas de orgullo y de estatuase asociaban con mucho acierto, y aellas la idea de envaramiento macizo.Pero queda visto que el orgullo de SantaMaría sólo era un pretexto.

Ya lo he dicho, Pocholo el Pinrelesno venía ya al sotabanco y ni siquiera seveía con Santa María en el bosquecillode las Tullerías. No sospechaba queSanta María estaba al corriente de susactos de cobardía. En su sotabanco,Divina sólo se alimentaba de té y de

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pena. Comía su pena y se la bebía; esteagrio alimento le había secado el cuerpoy corroído la mente. Todo lo que secuidaba, los institutos de belleza, nadapodía evitar que estuviera flaca y conpiel de cadáver. Llevaba una peluca, quese sujetaba con mucho arte, pero el tuldel montaje se le veía en las sienes. Lospolvos y la crema ocultaban mal launión con la piel de la frente. Podíapensarse que llevaba una cabezaartificial. En los tiempos en que estabaaún en el sotabanco, Pocholo habríapodido reírse de todos estos aprestos dehaber sido un chulo cualquiera, pero eraun chulo que oía voces. Ni se reía nisonreía. Era guapo y tenía en mucho su

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belleza, pues comprendía que deperderla lo habría perdido todo; losdifíciles encantos para mantenerlapegada a uno, si bien no lo conmovían,lo dejaban frío, no le arrancaban ningunacruel sonrisa. Era natural. Tantas viejasamantes se pintaban delante de él, quesabía que los estragos de la belleza sereparan sin misterio. En habitaciones detapadillo, asistía a reconstitucioneshábiles, sorprendía las vacilaciones dela mujer que tenía en alto el lápiz delabios. Varias veces, había ayudado aDivina a pegarse la peluca. Lo hacía congestos hábiles y, si así puede decirse,naturales. Había aprendido a amar a estaDivina. Se impregnó bien de todas las

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monstruosidades que la componían. Lespasó revista: la piel demasiado blanca yseca, la flacura, las cavidades de losojos, las arrugas empolvadas, loscabellos pegados, los dientes de oro. Nodejó pasar nada. Se dijo que todoaquello era; siguió jodiendo aquello.Conoció el goce y se dejó atrapar deverdad. Pocholo, el vigoroso, todo él ysiempre hecho de músculos y cálidovello, se volvió loco como un mariquitaartificial. Las marrullerías de Divina notenían arte ni parte. Pocholo se lanzabacomo loco a esta especie de desenfreno.Luego, poco a poco, se cansó. Fueocupándose menos de Divina y laabandonó. En el sotabanco, sintió ella

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entonces terribles desesperaciones. Suvejez la hacía desplazarse dentro de unataúd. Llegó a tal punto que no seatrevía a hacer ni un gesto ni unmelindre; las personas que la trataron enesta época por primera vez dijeron queparecía anodina. Aún gustaba de losplaceres de la cama y del porche; ibapor los urinarios, pero entonces teníaque pagar a sus amantes. Durante losamores, vivía congojas tremendastemiendo, por ejemplo, a algún jovenexaltado que, estando ella de rodillas, lehubiera revuelto los cabellos o, condemasiada brutalidad, apretado lacabeza contra sí y despegado la peluca.El placer se le atestaba de un montón de

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preocupaciones minúsculas. Se quedabaen el sotabanco para machacársela. Díasy noches, permanecía acostada, con lascortinas corridas ante la ventana de losmuertos, la Abertura de los Difuntos.Bebía té, comía cakes. Luego, con lacabeza bajo las sábanas, combinabacamas redondas complicadas, de dos, detres o de cuatro, durante las cuales todoslos participantes de común acuerdotenían que, sobre ella, en ella y por ella,conocer el placer. Volvía a recordar lascaderas estrechas pero vigorosas, lascaderas de acero que la habíanperforado. Sin preocuparse por susgustos, los emparejaba. Aceptaba ser lameta única de todos estos rijos y su

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mente se ponía en tensión para percibircómo se perdían simultáneamente poruna voluptuosidad que acudía pordoquier. Le temblaba el cuerpo de lospies a la cabeza. Sentía pasar a travésde ella personalidades que le eranextrañas. Su cuerpo gritaba: «¡El dios,aquí está el dios!» Y se dejaba caerextenuada. Pronto, se embotó el placer.Divina entonces se endosó el cuerpo deun macho; súbitamente fuerte ymusculosa, se veía dura como el hierro,con las manos en los bolsillos ysilbando entre dientes. Se veía haciendoel acto sobre sí misma. Sentía por finque los músculos, como durante suensayo viril, le crecían y se le

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endurecían en los muslos, en losomóplatos, en los brazos, y le dolía.También este fuego se anuló. Se ibasecando. Ni siquiera tenía ya ojeras.

Fue entonces cuando buscó elrecuerdo de Alberto y se satisfizo conél. Era un golfo. Todo el pueblodesconfiaba de él. Era ratero, brutal,grosero. Las muchachas torcían el gestocuando se pronunciaba su nombre anteellas, pero sus noches y algunas súbitasevasiones durante las horas de trabajoestaban colmadas por aquellos muslosvigorosos, aquellas manos pesadas quesiempre le hinchaban los bolsillos y leacariciaban los flancos, permanecíaninmóviles o se movían despacio, con

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precaución, levantando la tela tensa yabultada del pantalón. Tenía las manosanchas y gruesas, con dedos cortos,pulgar magnífico, monte de Venusimponente, macizo, unas manos que lecolgaban de los brazos como pellas decésped. Fue una tarde de verano cuandolos niños que son los habitualesmensajeros de las noticias emocionantesinformaron al pueblo de que Albertopescaba serpientes. «Pescador deserpientes, le pega mucho», pensaron lasviejas. Era una razón más para echarlelos caballos encima. Había unos sabiosque ofrecían una prima interesante porcada víbora capturada viva. Porequivocación, jugando, Alberto cogió

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una, la entregó viva y recibió la primaprometida. Así nació su nuevo estadoque le agradaba y le ponía rabiosoconsigo mismo. No era un superhombreni un fauno inmoral; era un muchacho depensamientos triviales pero embellecidopor la voluptuosidad. Parecía estar enestado de continuo goce o de continuaembriaguez. Culafroy tenía que toparcon él a la fuerza. En verano era cuandovagabundeaba por los caminos. Nadamás ver su silueta a lo lejos,comprendió que la clave y la meta de supaseo estaban allí. Alberto estabainmóvil en la orilla del camino, casidentro de un campo de centeno, como siesperara a alguien, con las dos hermosas

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piernas abiertas, en la postura delcoloso de Rodas o en la que nos hanmostrado, tan orgullosos y sólidos bajosus cascos, los centinelas alemanes.Culafroy lo amó. Al pasar ante él,indiferente y valeroso, el chaval seruborizó y bajó la cabeza, mientras queAlberto, con una sonrisa en los labios,lo miraba andar. Digamos que teníadieciocho años y sin embargo Divina lorecuerda como un hombre.

Volvió al día siguiente. Albertoestaba allí, centinela o estatua, a laorilla del camino. «¡Hola!», dijo conuna sonrisa que le torcía la boca. (Estasonrisa era la peculiaridad de Alberto,era él en persona. Cualquiera podía

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tener o podía adquirir sus cabelloslacios, el color de su piel, su forma deandar, pero no su sonrisa. Cuando ahoraDivina busca a Alberto desaparecido,quiere pintarlo sobre sí mismainventando con su propia boca la sonrisade él. Da a sus músculos el fruncimientoque cree correcto, que —lo cree cuandosiente cómo tuerce la boca— la haceparecerse a Alberto, hasta el día en quese le ocurre hacerlo delante de un espejoy cae en la cuenta de que sus muecas notienen relación alguna con aquella risa ala que ya hemos dado el calificativo deestrellada.) «¡Hola!», murmuróCulafroy. Fue todo lo que se dijeron,pero Ernestine, desde aquel día, tuvo

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que acostumbrarse a ver cómo desertabade la casa de pizarra. Un día:

—¿Quieres ver mi morral?Alberto enseñaba una cestita de

mimbre trenzado, cerrado con unacorrea. Ese día, sólo encerraba unavíbora, elegante y rabiosa.

—¿Abro?—¡Ay, no! No abra, dijo pues

siempre ha sentido por los reptiles esarepulsión que podía más que él.

Alberto no abrió la tapa, pero pusola mano dura y suave, arañada por losespinos, en la nuca de Culafroy queestuvo a punto de arrodillarse. Otro día,tres víboras enroscadas se retorcíandentro. Tenían la cabeza encapuchada

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con una pequeña caperuza de cueroduro, apretada al cuello por un cordón.

—Puedes tocarlas, no te harán nada.Culafroy no se movía. No habría

podido correr, como tampoco habríapodido ante la aparición de un fantasmao de un ángel del cielo, clavado en elsitio por le horror. No podía volver lacabeza, las serpientes le fascinaban y sinembargo se sentía a punto de vomitar.

—¿Te dan repelús, eh? Dilo, no tepreocupes, a mí me pasaba igual antes.

No era cierto, pero queríatranquilizar al niño. Alberto pusodespacio, tranquila, soberanamente lamano en el lío de reptiles, sacó uno,largo y delgado, cuya cola se enroscó,

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como la tira de un látigo, pero sin ruido,alrededor de su brazo desnudo.«¡Toca!», dijo, y al mismo tiempo llevóla mano del niño hasta el cuerpoescamoso y helado, pero Culafroyapretó el puño y lo que tomó contactocon la serpiente fueron nada más lasfalanges. Eso no era tocar. El frío losorprendió. Le entró en la vena y lainiciación continuó. Iban cayendo velos;no sabía Culafroy ante qué escenasgraves y anchas que su mirada no podíaanalizar con detalle. Alberto cogió otraserpiente y la puso en el brazo desnudode Culafroy, donde se enrolló del mismomodo que se había enrollado la primera.

—Ya ves que éstos no hacen daño.

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(Alberto hablaba de las serpientes enmasculino.)

Alberto, sensible, sentía, igual quebajo los dedos su verga hincharse, subiren el niño la emoción que lo atirantaba ylo hacía estremecerse con sobresalto. Yhacia las serpientes iba naciendo lainsidiosa amistad. Y sin embargo aún nohabía tocado ninguna, es decir, nisiquiera las había rozado con el órganodel tacto, la punta de los dedos, ahídonde los dedos se abultan en unapequeñísima protuberancia sensible, pordonde los ciegos leen. Tuvo Alberto queabrirle la mano y deslizarle dentro elcuerpo helado, lúgubre. Fue larevelación. A partir de ese instante, le

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pareció que un pueblo de serpienteshubiera podido invadirlo, escalarlo einsinuarse en él sin hacerle experimentarmás que una alegría amistosa, unaespecie de ternura y, mientras tanto, lamano soberana de Alberto no habíaabandonado la suya, ni tampoco uno desus muslos los suyos, y así él no era yatotalmente él mismo. Culafroy y Divina,de gustos delicados, se verán siempreobligados a amar lo que aborrecen, yesto constituye un poco de santidad,pues es renuncia.

Alberto le enseñó a cogerlas. Hayque esperar a las doce del día, cuandolas serpientes duermen encima de lasrocas, al sol. Uno se acerca muy

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despacito, las coge por el cuello, muycerca de la cabeza, entre las dosfalanges del índice y del corazóndoblados, para que ni se resbalen nimuerdan, luego, deprisa, mientras estánsilbando de desesperación, hay queencapirotarles la cabeza, apretar elcordón y meterlas en la caja. Albertollevaba un pantalón de pana, polainas,una camisa con las mangas remangadashasta el codo. Era hermoso como lo sontodos los machos de este libro,poderosos y flexibles, ignorantes de sugracia. Los duros y obstinados cabellosque se le venían a los ojos, e inclusohasta la boca, hubieran bastado por sísolos para conferirle un prestigio de

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corona ante los ojos del niño frágil y depelo rizado. Se reunían generalmentepor la mañana, alrededor de las diez,cerca de una cruz de granito. Charlabanun instante de las chicas y se iban. Aúnno era tiempo de siega. El centeno y eltrigo metálicos eran inviolables paracualquier otro, encontraban allí refugioseguro. Entraban al bies, iban reptando,de repente se encontraban en medio delcampo. Se echaban en la era y esperabanque fueran las doce. Culafroy empezójugando con el brazo de Alberto; al díasiguiente con las piernas; y el día quesiguió a estos días con todo lo demás yeste recuerdo encanta a Divina que sevuelve a ver a sí misma, con las mejillas

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chupadas como un muchacho cuandosilba. Alberto violó al niño por todaspartes hasta que él mismo se vino abajode cansancio.

Un día, Culafroy dijo:—Me voy a casa, Berto.—Te vas, pues hasta la noche, Lou.—¿Por qué «Hasta la noche»? La

frase salió con tal espontaneidad de laboca de Alberto que a Culafroy lepareció natural, contestó:

—Hasta la noche, Berto.Sin embargo, el día había concluido

y no volverían a verse hasta la mañanasiguiente y Alberto lo sabía. Sonrióbobaliconamente pensando que se lehabía escapado una frase sin pensarla.

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Por su parte, Culafroy no acababa de verclaro el sentido de este adiós. La fraselo había conmocionado como acontececon determinados poemas ingenuos,cuyo sentido lógico y sintáctico no nossalta a la vista hasta después de quehemos gozado de su encanto. Culafroyquedó literalmente embrujado. En lacasa de pizarra era día de colada. En eltendedero del jardín, las sábanascolgadas formaban un laberinto pordonde se deslizaban espectros. Lonatural era que Alberto lo esperara allí.Pero, ¿a qué hora? No había concretadonada. El viento movía las sábanasblancas, como hace el brazo de unaactriz con un decorado de tela pintada.

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La noche se iba haciendo más oscuracon su habitual suavidad y construía unaarquitectura rígida de amplios planos,abrumados de sombra. El paseo deCulafroy empezó en el momento en quela luna esférica y humeante subía cieloarriba. Allí iba a representarse eldrama. ¿Vendría Alberto a robar?Necesitaba dinero «para su puta», decía.Tenía una puta, más puta que una gallina;era pues un auténtico gallo. A robar, eraposible: un día, se había estadoinformando de cómo estaba amuebladala casa de pizarra. Esta idea le gustó aCulafroy. Tuvo la esperanza de queAlberto viniera también a eso. Subía laluna en el cielo con una solemnidad

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calculada para impresionar a loshumanos insomnes. Mil ruidos queforman el silencio de las noches seapiñaban alrededor del niño, como uncoro trágico, con la intensidad de unamúsica de metal, y lo insólito de lascasas de crimen y también de lascárceles donde —horror— no se oyenunca el ruido de un manojo de llaves.Culafroy se paseaba descalzo entre lassábanas. Vivía minutos ligeros comominués, compuestos de inquietud yternura. Se arriesgó incluso a esbozar unpaso de baile, de puntillas, pero lassábanas que formaban tabiques colgadosy pasillos, las sábanas inmóviles ysolapadas como cadáveres, al juntarse,

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podían apresarlo y ahogarlo, comohacen las ramas de algunos árboles delos países cálidos con los salvajesimprudentes que descansan bajo susombra. Si empezaba a no tener máscontacto con el suelo que un gestoilógico del empeine tenso, este gestopodía hacerle despegar, abandonar latierra y lanzarlo en medio de mundos delos que no volvería nunca, al espaciodonde nada podría pararlo. Volvió aposar los pies en el suelo, con las suelasbien pegadas, para que éstas lomantuviesen allí con mayor seguridad.Pues sabía bailar. De un Cinémondehabía arrancado el siguiente tema: «Unaniña pequeña bailando, fotografiada con

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vestido de tul tieso, los brazos formandoglobo, las puntas, como puntas de lanza,clavadas en el suelo.» Y debajo de lailustración, este pie: «La grácil KettyRuphlay, de doce años.» Con unasombroso sentido adivinatorio, esteniño que nunca había visto a un bailarín,que nunca había visto un escenario ni aun actor, comprendió el artículo queocupaba una página entera y en el que sehablaba de entrechats, de battus-jetés,de tútús, de zapatillas, de decorados, decandilejas, de ballet. Por el aspecto dela palabra Nijinsky (con la N subiendo,el rabo de la j bajando, el salto de laboca en la k y la caída de la y, formagráfica de un nombre que parece querer

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dibujar el impulso, con sus bajadas y susrebotes en las tablas, del saltarín que nosabe en qué pie posarse) adivinó laligereza del artista, como sabrá un díaque Verlaine sólo puede ser el nombrede un poeta músico. Aprendió solo abailar, como solo había aprendido atocar el violín. Bailó, pues, comojugaba. Todas sus acciones fueronservidas por gestos precisados no por laacción, sino por una coreografía quetransformaba su vida en un balletperpetuo. Pronto consiguió bailar depuntas y así bailó por doquier: en laleñera; recogiendo trozos de madera, enel pequeño establo, debajo del cerezo…Se quitaba los zuecos y bailaba en

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patines de lana negra sobre la hierba,agarrándose con las manos a las ramasbajas. Pobló la campiña de unamuchedumbre de figuritas que queríanser bailarinas con tutú de tul blanco yque seguían siendo, sin embargo, unpálido colegial, con delantal negro,buscando setas o dientes de león. Sugran temor era que lo descubrieran,sobre todo Alberto. «¿Qué le diría?»Reflexionando sobre el tipo de suicidioque podría salvarlo, se decidió por lahorca. Volvamos a aquella noche. Seasombraba y amedrentaba al menormovimiento de las ramas, al menorsoplo un poco brusco. La luna dio lasdiez. Entonces llegó la preocupación

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dolorosa. El niño descubrió en sucorazón y en su garganta los celos.Ahora estaba seguro de que Alberto novendría, de que iría a emborracharse;hete aquí que la idea de la traición deAlberto era tal que se instalódespóticamente en la mente de Culafroy,tanto que dijo: «Mi desesperación esinmensa.» Generalmente, cuando estabasolo, no necesitaba enunciar en voz altasus pensamientos, pero hoy un sentidoíntimo de lo trágico le conminaba aobservar un protocolo extraordinario,así que pronunció: «Mi desesperaciónes inmensa.» Sorbió, pero no lloró. A sualrededor, el decorado había perdido suapariencia de irreal maravilla. No había

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cambiado ninguna de las situaciones:seguían siendo las mismas sábanasblancas colocadas en los alambresdoblados por la carga, el mismo cielosalpicado de estrellas, pero susignificado era otro. El drama que allíse estaba representando había llegado ala fase patética, al desenlace: al actorsólo le quedaba ya morir. Cuandoescribo que el significado del decoradono era ya el mismo, no quiero decir queel decorado hubiera sido nunca paraCulafroy, más adelante para Divina, algodiferente de lo que hubiera sido paracualquiera, a saber: una coladasecándose tendida en alambres. Sabíamuy bien que estaba prisionero de

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sábanas y os ruego que tengáis labondad de ver aquí lo maravilloso:prisionero de sábanas familiares, perotiesas al claro de luna, al contrario deErnestine que, gracias a ellas, habríaimaginado colgaduras de brocados, olos corredores de un palacio de mármol,ella que no podía subir un escalón sinpensar en la palabra grada, y que nohubiera dejado, en circunstanciassemejantes, de sentir una profundadesesperación y hacer que el decoradocambiara de atribución, de transformarloen una tumba de mármol blanco, demagnificarlo en cierto modo con supropio dolor, que era hermoso como unatumba, mientras que para Culafroy nada

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se había movido y esta indiferencia deldecorado simbolizaba mejor suhostilidad. Cada cosa, cada objeto, erael resultado de un milagro cuyarealización lo maravillaba. Y tambiéncada gesto. No comprendía suhabitación, ni el jardín, ni el pueblo. Nocomprendía nada, ni siquiera que unapiedra fuera una piedra, y este pasmofrente a lo que es —decorado que, afuerza de ser, acaba por dejar de ser—lo convertía en la presa torturada poremociones primitivas y simples: dolor,alegría, orgullo, vergüenza.

Se quedó dormido, como en el teatroun pierrot borracho, desplomado entrelas mangas flotantes, entre las hierbas y

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bajo el violento foco de la luna. Al díasiguiente no le dijo nada a Alberto. Lapesca y el descanso sobre el centenofueron lo que eran cada mediodía. Por lanoche, a Alberto se le había ocurridopor un momento la idea de venir amerodear alrededor de la casa depizarra, con las manos metidas en losbolsillos y silbando (silbabaadmirablemente, con estridencias demetal, y su virtuosismo no era el menorde sus atractivos. Este silbido eramágico. Hechizaba a las muchachas. Loschicos lo envidiaban, comprendiendo supoder. Quizá hubiera podido encantar alas serpientes), pero no vino, pues elpueblo le era hostil, sobre todo si, ángel

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malo, aparecía por allí de noche. Estuvodurmiendo.

Prosiguieron sus amores entre lasvíboras. Divina lo recuerda. Piensa quefue la época más hermosa de su vida.

Una noche, en el bulevar, seencontró con Seck Gorgui. El negro tanalto, bañado de sol, aunque no fuera másque la sombra del Arcángel Gabriel, ibaen busca de la aventura.

Llevaba un terno gris de pelo corto,que se le pegaba a los hombros y a losmuslos, y su chaqueta era más impúdicaque el maillot demasiado concreto conque Jean Borlin se vestía los redondoscojones. Lucía corbata rosa, camisa deseda crema, sortijas de oro y diamantes

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falsos o verdaderos (¡qué más da!); en lapunta de los dedos, asombrosas uñaslargas, oscuras, y claras en la base comolas avellanas de huerta que tienen unaño. En el acto. Divina volvió a ser laDivina de dieciocho años, pues pensó,imprecisamente sin embargo,ingenuamente, que al ser negro y alhaber nacido en los países cálidos,Gorgui no podía reconocer su vejez,distinguir sus arrugas y su peluca. Dijo:

—¡Anda, mira quién está aquí! Quéalegría.

Seck se reía:—Sí, yo bien, dijo, ¿y tú?Divina se pegaba a él. Él aguantaba,

firme aunque un poco echado hacia

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atrás, inmóvil y sólido, en la postura deun chaval con la mochila a la espaldaque toma apoyo en las nerviosaspantorrillas para mear contra nada denada, o también en la postura en quehemos visto que Lou descubrió aAlberto, Coloso de Rodas, que es lapostura más viril de los centinelas, conlos muslos separados, apoyados sobrebotas entre las cuales, y les sube hasta laboca, plantifican el fusil-bayoneta, queaprietan con ambas manos.

—¿Qué es de tu vida? ¿Siguestocando el saxo?

—No, se acabó, me he divorciado.¡He dejado plantada a Banjo!, dijo.

—¡Ah! Y eso ¿por qué? Era bastante

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maja la Banjo.Aquí Divina se sobrepuso a su

natural bondadoso y añadió:—Algo llenita, algo gordita, pero en

realidad tenía tan buen carácter. ¿Yahora?

Gorgui estaba libre esa noche.Precisamente andaba haciendo la calle.Necesitaba dinero. Divina recibió elgolpe sin inmutarse.

¿Cuánto, Gorgui?…—Cinco luises.Estaba claro. Recibió sus cien

francos y siguió a Divina hasta elsotabanco. Los negros no tienen edad.La señorita Adeline sabría enseñarnosque, si quieren contar, se arman un lío

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con las cuentas, pues saben muy bienque nacieron en la época de unaepidemia de hambre, de la muerte detres jaguares, de la floración de losalmendros, y estas circunstancias,mezcladas con números, permiten elextravío. Gorgui, nuestro negro, eravivaz y vigoroso. Con un movimiento decaderas hacía vibrar la habitación, comoVillage, el asesino negro, hacía con sucelda, en la cárcel. He querido encontrarde nuevo, en ésta, donde hoy escribo, elolor de carroña que el negro deorgulloso aroma esparcía y gracias a élpuedo algo mejor infundir vida a SeckGorgui. Ya he dicho cuánto me gustanlos olores. Los fuertes olores de la

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tierra, de las letrinas, de las caderas delos árabes y, sobre todo, el olor de mispedos, que no es el de mi mierda, olordetestado, hasta tal punto que aun aquíme hundo bajo las mantas y recojo conla mano doblada en cucurucho mispedos aplastados que me llevo a lanariz. Me franquean tesoros enterrados,de felicidad. Aspiro. Olfateo. Lossiento, casi sólidos, bajarme por lasnarices. Pero sólo me encanta el olor demis pedos, y los del chico más guapo medan horror, me basta incluso con tener laduda de que el olor venga de mí o deotro para que ya no lo aprecie. Así,cuando lo conocí, Clément Villagellenaba la celda con un olor más fuerte

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que la muerte. La soledad es dulce. Esamarga. Suele pensarse que la cabezatiene que vaciarse, cuando se está solo,de cuanto registró en el pasado, usuraprecursora de purificación, pero yacomprendéis, al leerme, que no escierto. Yo estaba exasperado. El negrome curó algo. Parecía que suextraordinaria potencia sexual erasuficiente para calmarme. Era fuertecomo el mar. Su irradiación descansabamás que un medicamento. Su presenciaera como un conjuro. Yo dormía.

Entre los dedos, daba vueltas a unsoldado cuyos ojos no son ya más quedos calderones dibujados por mi plumaen su liso rostro sonrosado; no puedo ya

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encontrarme con ningún soldado azul deazur sin verlo acostado sobre el pechodel negro y sin que en el acto me dédentera el olor de gasolina que, juntocon el suyo, hacía apestar la celda. Eraen otra prisión de Francia, donde loscorredores, tan largos como los de lospalacios reales, con sus líneas rectas,edificaban y tejían geometrías por dondese deslizaban, minúsculos encomparación con la escala de loscorredores, sobre zapatillas de fieltro,prisioneros retorcidos. Al pasar antecada puerta, leía yo una etiqueta queindicaba la categoría de su ocupante. Enlas primeras ponía: «Reclusión», en lassiguientes: «Confinamiento», en otras:

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«T. F.». Al llegar aquí, recibí como unchoque. El presidio se materializabaante mi vista. Dejando de ser verbo, sehacía carne. No llegué nunca al extremodel corredor, pues me parecía queestaba al fin del mundo, al fin de todo,sin embargo, me hacía señas, emitíallamadas que me llegaban, yseguramente iré también hasta elextremo del corredor. Creo, aunque sepaque es falso, que en las puertas se lee:«Muerte» o quizá, lo que es más grave:«Pena capital».

En esta cárcel, que no nombraré,cada detenido tenía un patinillo dondecada ladrillo del muro llevaba unmensaje para un amigo: «B.A.A. del

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Sebasto[6], Jacquot del Topol dice V.L.F.a Lucien de la Chapelle», unaexhortación, tipo exvoto, a la madre, ouna picota: «Polo del Gyp’s Bar es unariflona.» Era también en esta cárceldonde el día de año nuevo el jefe devigilancia daba como aguinaldo a cadauno un cucuruchito con sal gorda.

Cuando entré en mi celda, el robustonegro estaba pintando de azul sussoldaditos de plomo, el mayor de loscuales era más pequeño que el menor desus dedos. Los agarraba por un muslo,como antaño Lou-Divina agarraba lasranas, y les plantaba por todo el cuerpouna capa de azur; luego los dejaba en elsuelo, donde se secaban en medio de un

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gran desorden, una confusión minúsculay crispante, que el negro incrementabapegándolos unos a otros de formalúbrica, pues la soledad aguzabatambién su lubricidad. Me acogió conuna sonrisa y un fruncimiento de frente.Volvía de la central de Claraval, dondehabía pasado cinco años y, pasajerodesde hacía un año, estaba esperandoaquí su traslado a presidio. Habíamatado a su mujer y luego, habiéndolasentado en un almohadón de sedaamarilla con ramitos verdes, la habíaemparedado dando a la mamposteríaforma de banco. Le apenó que yo no meacordase de esta historia, que vosotrosleísteis en la prensa. Ya que esta

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desgracia le había destrozado la vida,que sirva para su fama, pues es un malpeor que ser Hamlet y no ser príncipe.

—Soy Clément, dijo, ClémentVillage.

Sus gruesas manos, de palmasonrosada, torturaban, me parecía a mí,a los soldados de plomo. La frenteredonda y limpia de arrugas tanto comola de un niño (frente muliérica, habríadicho Gall), se inclinaba rozándolos.

—Hago militronchos.Aprendí a pintarlos. La celda estaba

llena de ellos. La mesa, la estantería, elsuelo estaban cubiertos de esosminúsculos guerreros, fríos y duroscomo cadáveres, a los que su número y

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su inhumana pequeñez creaban un almasingular. Por la noche, los apartaba conel pie; me echaba en mi jergón y medormía entre ellos. Como los habitantesde Liliput, me ataron, y para desatarmehe hecho ofrenda de Divina al ArcángelGabriel.

Por el día, el negro y yotrabajábamos en silencio. Sin embargo,estaba seguro de que, más tarde o mástemprano, me contaría su aventura. Nome gustan este tipo de historias. A pesarmío, pienso en la cantidad de veces queel narrador hubo de recitarla y meparece que me llega como un vestidoque la gente se va pasando de mano enmano hasta… Y además tengo mis

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propias historias. Las que me manan delos ojos. Las cárceles tienen sushistorias silenciosas, y los boquis, y lossoldados de plomo incluso, que estánhuecos. ¡Huecos! La peana de unsoldado de plomo se rompió y el muñónmostró un agujero. Esta certidumbre desu vacío interior me encantó y medesoló. En casa, había un busto deescayola de la reina María Antonieta.Durante cinco o seis años viví junto a élsin verlo, hasta el día en que, alhabérsele milagrosamente roto el moño,vi que el busto estaba hueco. Había sidonecesario que yo saltara al vacío paraverlo. Qué me importan, pues, estashistorias de negros asesinos cuando

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tales misterios: el misterio de la nada ydel no me hacen sus señas y se revelancomo en el pueblo se le revelaron aLou-Divina. Allí la iglesia interpretabasu papel de caja de sorpresas. Losoficios habían acostumbrado a Lou a lasmagnificencias, y cada fiesta religiosa loturbaba porque veía salir de algúnescondrijo los candelabros dorados, loslirios de esmalte blanco, las sabanillasbordadas de plata; de la sacristía, lascasullas verdes, violetas, blancas,negras, de moaré o de terciopelo, losalbas, las sobrepellices tiesas, lashostias nuevas. Himnos inesperados einauditos sonaban, entre ellos el másturbador, ese Veni Creator que se canta

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en las misas de esponsales. El encantodel Veni Creator era el de las peladillasy los capullos de azahar de cera, elencanto del tul blanco (a éste se añadeotro encanto más, que poseen con mayorsingularidad los glaciares, y de élhablaremos), de los brazaletes de flecosde los niños de primera comunión, delos calcetines blancos; y era lo quetengo que llamar: el encanto nupcial. Esimportante hablar de él, pues fue el quearrebató hasta el más alto de los cielos aCulafroy niño. Y no puedo decir porqué.

Sobre el anillo de oro posado en un

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pañito blanco extendido encima de labandeja que presenta a los novios, elsacerdote, con el hisopo, da, haciendo laseñal de la cruz, cuatro golpecitos quedejan sobre la alianza cuatro gotitas.

Al hisopo le cuelga siempre unagotita, como a la cola de Alberto, que seempalma por la mañana y que acaba demear.

Las bóvedas y los muros de lacapilla de la Virgen están enjalbegados,y la Virgen lleva un faldar azul como elcuello de los marinos.

Cara a los fieles, el altar está bienadornado; cara a Dios, es un desordende madera en medio del polvo y lastelarañas.

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Las limosneras de la bacinera estánconfeccionadas con un retal de la sedarosa del vestido de la hermana deAlberto. Pero las cosas de la iglesia aCulafroy se le tornaron familiares;pronto la de la aldea vecina fue la únicaque pudo ofrecerle aún espectáculosnuevos. Poco a poco se fue vaciando desus dioses, que huían al aproximarse elniño. La última pregunta que les hizorecibió una respuesta sonora como unabofetada. Un mediodía, el albañil estabareparando el porche de la capilla.Encaramado en todo lo alto de unaescalera doble, no le pareció a Culafroy

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que fuera un arcángel, pues nunca esteniño pudo tomarse en serio el mundomaravilloso de los imagineros. Elalbañil era el albañil. Un guapo mozo,por otra parte. Los pantalones de pana ledibujaban bien las nalgas y le flotabanen torno a las piernas. Del cuello de lacamisa desabrochada le surgía el cuelloentre el vello duro como un tronco deárbol entre la fina hierba de los sotos.La puerta de la iglesia estaba abierta.Lou pasó por debajo de la escalera,agachó la cabeza y la mirada bajo uncielo habitado por unos pantalones depana, se escurrió hasta el coro. Elalbañil, que lo había visto, no dijo nada.Esperaba que el chaval le gastara alguna

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broma al cura. Los zuecos de Culafroygolpearon las losas hasta el lugar en queestán cubiertas por una alfombra. Sedetuvo bajo la araña y se arrodilló muyceremoniosamente en un reclinatoriotapizado. Sus genuflexiones y sus gestosfueron la copia fiel de los que llevaba acabo la hermana de Alberto en estereclinatorio cada domingo. La bellezade gestos y genuflexiones lo adornaba.Así, los actos no tienen valor estético ymoral sino en la medida en que quieneslos ejecutan están dotados de poder. Mepregunto también lo que significa laemoción que surge en mí frente a unacanción estúpida, del mismo modo queacontece en el encuentro con una obra

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maestra reconocida. Este poder nos esdado con suficiente intensidad comopara que lo sintamos en nosotros, y ellohace soportable el gesto de agacharsepara subir a un coche, porque, en elmomento en que nos agachamos, unamemoria imperceptible nos convierte enuna estrella de cine, o en un rey, o entruhán (que es también un rey), que seagachaba de la misma manera y vimosen la calle o en la pantalla. Empinarmesobre la punta del pie derecho y levantarel brazo para coger mi espejito de lapared o agarrar mi escudilla del estantees un gesto que me transforma en laprincesa de T…, a la cual vi un díarealizar este movimiento para devolver

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a su sitio un dibujo que me habíamostrado. Los sacerdotes que repiten losgestos simbólicos se sienten penetradospor la virtud no del símbolo, sino delproto-ejecutante; el sacerdote queenterró a Divina, al repetir durante lamisa los gestos solapados de robos yfracturas, se adornaba con los gestos,despojos opimos, de un trollistaguillotinado.

No bien hubo, pues, extraído unascuantas gotas de la pila de agua benditade la entrada, las nalgas y los senosduros de Germaine se injertaron enCulafroy, como más tarde se leinjertaron músculos y tuvo que llevarlosa la última moda. Luego rezó, con el

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ademán y el bisbiseo, insistiendo en lainclinación de la cabeza y la noblelentitud de la señal de la cruz. Unasllamadas de sombra venían de todos losrincones del coro, de todos los estadosdel altar. La lamparilla lucía; buscaba unhombre, a las doce del día. El albañil,silbando bajo el porche, pertenecía almundo de la Vida, y Lou, solo aquí, sesentía el amo del gran bazar. Respondera las llamadas de los clarines,adentrarse en la sombra maciza como unsólido… Se levantó; silenciosos, loszuecos al posarse antes que él lotransportaban con infinitas precaucionessobre la alta lana de la alfombra, elincienso añejo, venenoso, tanto como el

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del tabaco añejo de una pipa quemada,tanto como un aliento de amante,insensibilizaba los temores que nacían,nuevos y densos, con cada uno de susgestos. Se movía con lentitud, conmúsculos cansados, blandos como losde un buzo, embotados por ese olor queretrasaba con tal perfección el instanteque parecía que Culafroy no estaba niallí ni en ese día. El altar estuvosúbitamente al alcance de su mano,como si Lou hubiera dado, por descuido,una zancada de gigante; se intuyósacrílego. Las Epístolas estaban caídassobre el ara de piedra. El silencio era unsilencio peculiar, presente, en el que nohacían mella los ruidos del exterior.

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Estos se estrellaban contra los gruesosmuros de la iglesia como fruta podridaarrojada por los chavales; si se oían, noperturbaban para nada el silencio.

—¡Cula!El albañil lo estaba llamando.—¡Chisssst! No grites en la iglesia.Ambas réplicas abrieron una grieta

inmensa en el edificio del silencio, esesilencio de quinta asaltada. Como lasdobles cortinas del tabernáculo estabanmal corridas y dejaban una abertura tanobscena como una braguetadesabrochada, asomaba la llavecita quemantiene la puerta cerrada. Culafroytenía la mano en la llave cuando volvióen sí para enajenarse de nuevo

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inmediatamente después. ¡El milagro!¡Las hostias sangrarán, si cojo una! Lashistorias de judíos contadas sinconsideración, de judíos sacrílegos quemuerden las Especies Sacramentales,historias de prodigios en que hostiascaídas de lenguas infantiles manchan desangre losas y sabanillas, historias debandidos simoníacos, han aparejado estecorto instante de angustia. No se puededecir que el corazón de Lou latiera conmás fuerza, antes al contrario —unaespecie de digital, que llaman allí dedode la Virgen, disminuía su ritmo y fuerza—, ni que le zumbasen los oídos: elsilencio salía de ellos. Puesto depuntillas, había encontrado la llave.

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Había dejado de respirar. El milagro.Esperaba ver las imágenes de yesodesprenderse de su hornacina yderribarlo; estaba seguro de que loharían; para él, había ocurrido ya antesde ocurrir. Esperó la condenación con laresignación del condenado a muerte:sabiéndola inminente, la esperó en paz.No actuaba, pues, sino después de laconsumación virtual del acto. El silencio(se elevó al cuadrado, al cubo) estaba apunto de hacer estallar la iglesia, dehacer de las cosas de Dios fuegosartificiales. Allí estaba el copón. Lohabía abierto. El acto le pareció taninsólito que sintió la curiosidad de versea sí mismo consumarlo. El sueño estuvo

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a punto de derrumbarse. Lou-Culafroytomó las tres hostias y las dejó caersobre la alfombra. Cayeron vacilantes,planeando como hojas que caen cuandono hace viento. El silencio se le veníaencima al niño, lo zarandeaba como lohubiera hecho un tropel de boxeadores,haciéndole tocar el suelo con loshombros. El copón se le fue de lasmanos y, cayendo sobre la lana, sonó ahueco.

Y el milagro se hizo. No hubomilagro. Dios se había rajado. Diosestaba hueco. Nada más que un agujerocon cualquier cosa alrededor. Una formabonita, como la cabeza de escayola deMaría Antonieta, como los soldaditos,

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que eran agujeros con un poco de plomodelgado alrededor.

Así que yo vivía en medio de unainfinidad de agujeros con forma dehombres. Dormía en un colchón en elsuelo, puesto que no había más que unacama en la que dormía Clément, y lomiraba desde abajo, como si élestuviera echado sobre un banco, sobreel ara. En toda la noche, no se movíamás que una vez para ir a las letrinas;llevaba a cabo esta ceremonia con elmayor de los misterios. En secreto, ensilencio. Su historia, hela aquí tal ycomo me la contó. Había nacido en laisla de Guadalupe y bailaba desnudo enel Caprice Viennois. Vivía con su

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amante, una holandesa llamada Sonia, enun tabuco de Montmartre. Llevaban en éluna vida como la que hemos visto quellevaban Divina y Pocholo, es decir,espléndida y ligera, que puede estallarcomo un soplo —piensan los burguesesque notan perfectamente la poesía de lasvidas de quienes crean poesía:bailarines negros, boxeadores,prostitutas, soldados—, pero que no venque estas vidas tienen un anclajeterrestre, puesto que están preñadas deespantos. Al alborear mayo de 1939hubo entre ellos una de esas escenashabituales entre chulos y putas, porquela cosecha era escasa. Sonia dijo que seiba. El la abofeteó. Ella se puso a dar

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gritos. Lo insultó en alemán, pero eledificio estaba poblado de personas conmucho tacto y nadie oyó nada. Entoncesse le ocurrió ir por su maleta, que estabadebajo de la cama, y empezó a meter ensilencio su ropa interior de cualquiermanera. El alto negro se le acercó. Conambas manos en los bolsillos, le dijo:

—Deja eso, Sonia.Quizá tenía un cigarrillo entre los

labios. Ella seguía metiendo en lamaleta medias de seda, vestidos,pijamas, toallas.

—¡Deja eso, Sonia!Ella seguía. La maleta estaba encima

de la cama. Clément tiró sobre ella a suamante, que cayó hacia atrás, y, al

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perder el equilibrio, le puso debajo delas narices los pies con los zapatosplateados aún puestos. La holandesa dioun gritito. El negro la había agarrado porlos tobillos y, levantándola como a unmaniquí, con gesto vertiginoso, un gestosolar, girando rápidamente sobre símismo, le abrió la cabeza contra lapequeña cama de cobre. Clément mecontaba la cosa con su suave acentocriollo, sin erres finales, arrastrando elfinal de las frases.

—Sabe tú, señó Juan. Le di en lacabesa, se le abrió la cabesa contra lacama de cobre.

Tenía en los dedos un soldadito,cuyo rostro simétrico tenía una

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expresión bobalicona sin más, y causabaesa impresión de malestar que provocantambién los dibujos primitivos y lospropios dibujos que los reclusos grabanen los muros de las cárceles ygarabatean en los libros de la biblioteca,en el pecho que van a tatuarse, donde seven perfiles con el ojo de frente.Clément me contó, para terminar, lasangustias que le hizo pasar lacontinuación del drama: el sol, me dijo,entraba por la ventana del tabuco, ynunca se había fijado antes en esacualidad del sol: la malevolencia. Era loúnico que estaba vivo. Más que unaccesorio, el sol era un testigo triunfal,insidioso, importante como un testigo

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(los testigos son casi siempre de cargo),celoso como las actrices por tener lacabecera de cartel. Clément abrió laventana, pero entonces le pareció queacababa de confesar públicamente sucrimen; la calle entraba en tropel por laventana alterando el orden y el desordendel drama para tomar parte en él. Laatmósfera fabulosa se mantuvo durantealgún tiempo. El negro se asomó a laventana; en el extremo de la calle vio elmar. No sé si, al intentar reconstruir elestado anímico del criminal que sesobrepone al horror desastroso de suacto, no estoy intentando secretamenteverificar cuál sea el método mejor (elmás adecuado a mi modo de ser) para no

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sucumbir también al horror, llegado elmomento. Luego, todos los medios dedesembarazarse de Sonia se leocurrieron de golpe, agrupados,enlazados, prietos, ofreciéndose paraser elegidos como en un escaparate. Nose acordaba de haber oído hablar deningún cadáver emparedado, y fue sinembargo ese medio el que notó quehabía sido designado antes de elegirloél. «Entonse, serré la puerta con llave yme guardé la llave en el bolsillo, aquí;quité la maleta de ensima de la cama,abrí la cama, acosté a Sonia. É curioso,señó Juan; cogí a Sonia así. Tenía lamejilla pegajosa de sangre.» Y entoncesempezó esta larga vida de heroísmo que

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duró todo un día. Haciendo un poderosoesfuerzo de voluntad, escapó a latrivialidad, al mantener su mente en unaregión sobrehumana, en que era dios,creando de golpe un universo singular enque sus actos escapaban al controlmoral. Se sublimó. Se convirtió engeneral, sacerdote, sacrificador,oficiante. Había ordenado, vengado,sacrificado, ofrecido; no había matado aSonia. Utilizó con instintodesconcertante este artificio parajustificar su acto. Los hombres dotadosde una loca imaginación deben poseeren cambio esta gran facultad poética:negar nuestro universo y sus valorespara actuar sobre él con soltura

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soberana. Como alguien que sesobrepone al horror que siente por elagua y el vacío en los que va aadentrarse por vez primera, respiróhondo y, resolviéndose por la mayorfrialdad, se volvió insensible y ausente.Consumado lo irremediable, seresignaba y se avenía a ello; luegoacometía lo remediable. Como un manto,se deshizo de su alma cristiana.Santificó sus actos con una gracia que noera acreedora en nada a un Dios quecondena el crimen. Se tapó los ojos dela mente. Durante todo un día, comoautomáticamente, estuvo su cuerpo a lamerced de órdenes que no procedían deaquí abajo. No era tanto el horror del

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crimen lo que lo aterrorizaba: teníamiedo del cadáver. La muerta blanca losumía en la confusión, mientras que unamuerta negra lo habría inquietadomenos. Así que salió de la casa, quecerró cuidadosamente, y se fue, aprimera hora del día, a una obra abuscar diez kilos de cemento. Diez kilosbastaban. En un barrio alejado, cercadel bulevar Sebastopol, compró unallana. En la calle, había recobrado sualma de hombre, actuaba como unhombre, dando a su actividad un sentidotrivial: hacer un tabiquito de nada.Compró cincuenta ladrillos, que leacarrearon hasta una calle próxima a lasuya donde mandó que se los dejaran en

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una carretilla alquilada. Eran ya lasdoce. Meter los ladrillos en el piso fuetodo un número. Dio diez viajes de lacarretilla a su casa, llevando cinco oseis ladrillos cada vez y escondiéndolosdebajo de un abrigo echado al brazo.Cuando todos los materiales estuvieronlistos en la habitación, se reintegró a suempíreo. Destapó a la muerta; entoncesestaba solo. La apoyó contra la pared,junto a la chimenea; pensabaemparedarla de pie, pero el cadáverestaba encogido; intentó estirarle laspiernas, pero tenían la dureza de lamadera y la forma definitiva. Los huesoscrujieron como una detonación; así quela dejó en cuclillas en el suelo arrimada

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a la pared y empezó la tarea. La obra delgenio debe mucho a la colaboración delas circunstancias y del obrero. Cuandoacabó el trabajo, Clément vio que lehabía dado, maravillosamente exacta, laforma de un banco. Esto le vino bien.Trabajaba como un sonámbulo, ausente,voluntarioso; se negó a ver el abismopara escapar al vértigo-locura; esemismo vértigo al que más adelante, cienpáginas más adelante, Santa María delas Flores no resistió. Sabía que sihubiera flaqueado, es decir, abandonadoesta actitud severa como una barra deacero a la que se aferraba, se hubierahundido. Hundido, es decir, corrido a lacomisaría y estallado en sollozos.

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Comprendía esto y se lo iba repitiendomientras trabajaba, mezclandoexhortaciones con invocaciones. Durantetodo el relato, los soldaditos de plomocorrían rápidos, entre sus gruesos dedosligeros. Yo permanecía atento. Clémentera hermoso. Ya sabéis por Paris-Soirque lo mataron durante la revuelta deCayena. Pero era hermoso. Acaso era elnegro más hermoso que nunca hayavisto. Como voy a acariciar con elrecuerdo la imagen que, gracias a él,voy a componer de Seck Gorgui, ¡quieroque sea también hermoso, vigoroso yvulgar! Quizá su destino lo embellecíaaún más, como esas canciones trivialesque escucho aquí por la noche y que se

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vuelven desgarradoras al llegarme através de celdas y más celdas depresidiarios culpables. Su nacimiento entierras lejanas, sus danzas nocturnas, sucrimen en fin, eran elementos que loenvolvían en poesía. Tenía, ya lo hedicho, una frente redonda y lisa, unosojos risueños, con pestañas largas ycurvas. Era dulce y altanero. Con voz deeunuco, canturreaba viejas cancionescriollas. Por fin, la policía lo cogió nosé cómo.

Los soldaditos proseguían su obrainvasora, y un día el contramaestre trajoel soldado que colmaba la medida.Village me dijo lloriqueando:

—No pueo má, señó, mire uté, Jean,

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má soldado.A partir de aquel día se volvió más

taciturno. Yo sabía que me odiaba, sinque me fuera posible averiguar por qué,y también sin que nuestras relaciones decamaradería se resintiesen por ello.Empezó, sin embargo, a manifestar suodio, su irritación, con todo tipo demezquindades contra las cuales no podíayo nada porque él era invulnerable. Unamañana, al despertarse, se sentó en lacama, miró la habitación y la vio llenade bobaliconas figurillas esparcidas pordoquier, insensibles y socarronas comoun pueblo de fetos, como verdugoschinos. La tropa se lanzaba en oleadasnauseabundas al asalto del gigante. Se

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sentía naufragar. Se hundía en un marabsurdo y, en el remolino de sudesesperación, me arrastraba alnaufragio. Cogí un soldado. ¡Los habíaen el suelo y por todas partes: mil, diezmil, cien mil! Aunque tenía al que habíarecogido en la cálida palma de la mano,permanecía helado, sin hálito. En lahabitación, el azul estaba por todaspartes, barro azul en un bote, manchasazules en las paredes, en mis uñas. Azulcomo el faldar de la InmaculadaConcepción, azul como los esmaltes,azul como un estandarte. Los soldaditoslevantaban una ola que hacía cabecear lahabitación:

—No me miréi tanto.

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Clément estaba sentado en la cama ysoltaba grititos agudos. Los largosbrazos se levantaban y caían, inertes,sobre las rodillas (así hacen lasmujeres). Estaba llorando. Tenía loshermosos ojos henchidos de lágrimasque le corrían hasta la boca: «¡Ay! ¡Ay!»Pero yo, aquí, sólo me acuerdo ya deaquel músculo elástico que hundía sinponerle la mano encima; me acuerdo deaquel miembro vivo al que querríaelevar un templo. Otros se prendaron deél. Y Divina de Seck Gorgui, y otros deDipo, de N’golo, de Smai’l, de Diagne.

Con Gorgui, Divina subió en seguidaal séptimo cielo. Jugó con ella como elgato con el ratón. Estuvo feroz.

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Con su mejilla apoyada en su negropecho —lleva la peluca bien pegada—,Divina piensa otra vez en esa lengua tanfuerte mientras que la suya es tan blanda.Todo es blando en Divina. Ahora bien,blandura o dureza no son sólo unacuestión de tejidos en los que la sangreabunda más o menos, y Divina no estáanémica. Es la que es blanda. Es decir,aquella cuyo carácter es blando, cuyasmejillas son blandas, cuya lengua esblanda, cuya verga es mórbida. Todasestas cosas son duras en Gorgui. Divinase asombra de que pueda existir unarelación entre estas diferentes cosasblandas. Puesto que dureza equivale avirilidad… Si Gorgui no tuviera más

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que una cosa dura… Y puesto que escosa de tejidos. La explicación se leescapa a Divina, que ya no piensa másque lo siguiente: «Soy la Blandísima.»

Gorgui se fue, pues, a vivir alsotabanco que vuela sobre las alas delas tumbas y las columnas de lossepulcros. Se llevó sus mudas, suguitarra y su saxofón. Pasaba las horasmuertas tocando de memoria melodíasingenuas. En la ventana, los cipresesestaban atentos. Divina no sentía por élninguna ternura particular y le preparabael té sin amor; pero, como se le ibanacabando los ahorros, había vuelto a lacarrera, y ello impedía que se aburriera.Cantaba. A los labios se le venían

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informes melodías en las que la ternurase mezcla con el énfasis, como en loscantos primitivos que son los únicos quepueden provocar emociones como, porejemplo, algunas oraciones, salmodias;por ejemplo, actitudes serias, solemnes,sometidas a un código litúrgicoprimitivo, del que queda desterrada lasonrisa pura y blasfematoria, sucias aúnde los deseos de las divinidades:Sangre, Miedo, Amor. Antaño, Pocholotomaba pernods baratos; ahora Gorguitomó cócteles hechos con licores caros;en cambio come poco. Una mañana, aeso de las ocho, Santa María llamó a lapuerta del sotabanco. Divina estabaacurrucada en la sombra perfumada,

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tanto como una sábana quizá, del negrolealmente dormido boca arriba. Losgolpes en la puerta la despertaron.Sabido es que, desde hacía algúntiempo, gastaba pijama. Gorgui seguíadurmiendo. Se arrastró ella por encimade su vientre desnudo y ardiente, le pasópor encima tropezando con sus muslossudorosos pero firmes, y dijo:

—¿Quién es?—Soy yo.—¿Quién?—Pero, ¿no me conoces, coño?

Déjame pasar, Divina.Abrió la puerta. Con mayor eficacia

que la visión del negro, el olfatoinformó a Santa María.

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—¡Aquí huele a tigre! Tienes uninquilino. Mira qué bien. Oye, yo tengoque acostarme, estoy reventado. ¿Haysitio?

Gorgui se estaba despertando. Leresultaba molesto encontrarseempalmado como se está por lasmañanas. Era púdico por naturaleza,pero los blancos le habían enseñado elimpudor y, en su empeño por parecersea ellos, iba más allá. Temiendo que sugesto pareciera ridículo, no se tapó conlas mantas. Simplemente le tendió lamano a Santa María, a quien no conocía.Divina hizo las presentaciones.

—¿Quieres té?—Bueno.

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Santa María seguía sentado en lacama. Se iba haciendo al olor. MientrasDivina preparaba el té, se desataba loszapatos. Tenían nudos en los cordones.Se puede pensar que se había calzado ydescalzado sin luz. Se quitó la chaquetay la tiró en la alfombra. El agua notardaría en hervir. Se esforzó porquitarse a un tiempo calcetines yzapatos, porque le sudaban los pies ytemía que se notara en la habitación. Nolo consiguió del todo, pero los pies nole olían a nada. Se contenía para nomirar al negro, pensaba: «¿Y voy a tenerque sornar junto al Bola de Nieve éste?Espero que ahueque.» Divina no estabamuy segura de Gorgui. Ignoraba si no

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sería alguno de los numerosos soplonesde la Pasma. No le preguntó nada aSanta María. Además, Santa Maríaestaba tal cual. Ni en los ojos ni en lascomisuras de la boca mostrabacansancio; sólo el pelo lo tenía un pocoenredado. Algunos mechones le caíansobre los ojos. Sí se le notaba una pizca,sin embargo, que venía de una juerga.Esperaba al borde de la cama, con loscodos en las rodillas, rascándose lasgreñas.

—¿Y esa clariosa, cuece o qué?—Sí, ya está hirviendo.En el infiernillo eléctrico, el agua

hervía. Divina la vertió sobre el té.Preparó tres tazas. Gorgui se había

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sentado. Se despertaba por lentasimpregnaciones de los objetos y de losseres, de sí mismo para empezar. Notabacómo existía. Emitía unas cuantas ideastímidas: calor, un chico desconocido,estoy empalmado, té, manchas en lasuñas (el rostro de la americana que noquiso estrechar la mano a uno de susamigos), las ocho y diez. No recordabaque Divina le hubiera hablado de estechico desconocido. En cada ocasión enque lo presentó, Divina dijo siempre:«Un amigo», pues el asesino le habíarecomendado muy mucho que no lollamara nunca Santa María de las Floresante un desconocido. Además, no tienemayor importancia. Gorgui lo mira otra

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vez, le ve el perfil algo desviado, lanuca. Es ciertamente la cara que estápinchada en la pared con un imperdible.Pero queda mejor al natural, y SantaMaría, volviéndose ligeramente haciaél:

—Hazme un huequito, tronco. No hesornao en toda la noche.

—Acuéstate, acuéstate, que yo ya mevoy a levantar.

Sabido es que Santa María no pedíaexcusas jamás. Parecía no que todo lefuera debido, sino que todo tenía queocurrir (y ocurría en orden), que nadaiba dirigido a él, ninguna atenciónespecial, ninguna marca de estima; quetodo, en fin, acaecía según un orden de

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posibilidad única.—Oye, Divina, ¿me pasas los

herales? —dijo el negro.—Espera, tómate el té.Divina le tendió una taza y otra a

Santa María. Y hete aquí que vuelve aempezar la vida entre tres en elsotabanco asomado a los muertos, a lasflores cortadas, a los enterradoresborrachos, a los fantasmas solapadosdesgarrados por el sol. Los fantasmas noson ni de humo ni de un fluido opaco otranslúcido. Son claros como el aire.Los atravesamos durante el día, sobretodo durante el día. A veces se perfilanen rasgos de pluma sobre nuestrosrasgos, sobre una de nuestras piernas,

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cruzando sus muslos sobre los nuestros,en uno de nuestros gestos. Divina hapasado unos cuantos días con esteMarchetti de aire límpido, que huyó conSanta María, que lo perdió —y casi loasesinó—, cuyo fantasma no siempreatravesaba Santa María sin arrastrar ensu gesto jirones centelleantes,insensibles para la mirada de Pocholo yde su gran amigo (quería acaso decir«buen amigo», un día dijo «belloamigo»). Coge un cigarrillo. Pero esMarchetti quien, de un papirotazodisimulado, lo hace saltar del paquete.Por todas partes, andrajos del fantasmaMarchetti se enganchan a Santa María ylo vuelven irreconocible. Estos harapos

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de fantasma no le sientan bien. Parecerealmente que va disfrazado, pero comosólo saben disfrazarse los niños pobresdel campo en tiempo de Carnaval, conrefajos, mantones, mitones, botinas debotones y tacón Luis XV, capelinas,pañoletas robadas de los armarios delas abuelas y de las hermanas. Poco apoco, pétalo a pétalo, Santa María delas Flores va deshojando su aventura.¿Auténtica o falsa? Ambas cosas. Juntocon Marchetti, ha atracado una cajafuerte disimulada en un bargueño. Alcortar el cable que la unía a un timbre enel cuarto del vigilante, Marchetti (unhermoso corso rubio de treinta años,campeón de lucha grecorromana) se

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pone un dedo en los labios y dice:—Ya está callada.En cuclillas, sobre una alfombra sin

duda, habrán buscado la combinación yencontrado, tras haberse embarulladohasta la desesperación con distintasoperaciones combinatorias, quemezclaban su edad, sus cabellos, losrostros tersos de sus amores, múltiplos ysubmúltiplos. Por fin esteenmarañamiento se organizó en unrosetón y la puerta del bargueño seentreabrió. Se echaron a los bolsillostrescientos mil francos y un tesoro enjoyas falsas. En el coche, camino deMarsella (pues aun si no se tieneintención de partir, después de

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semejantes golpes se va siempre a unpuerto. Los puertos están en el fin delmundo), Marchetti, sin más razón quesus nervios, golpeó a Santa María en lasien. Con su sello de oro le hizo correrla sangre. Por fin (Santa María lo supomás tarde, por la confesión que hizoMarchetti a un amiguete), su amigopensó en cargárselo con su pipa. EnMarsella, hechas las partes, Santa Maríale confió todo el botín; Marchetti huyó,abandonando al niño.

—¿A que es un cerdo, Divina? ¿Note parece?

—Estabas loco por él, dice Divina.—Anda ya; estás chaveta.Pero Marchetti era hermoso. (Santa

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María habla del jersey que le moldeabael torso, semejante al terciopelo; se dacuenta de que ahí es donde estáencerrado el encanto que subyuga. Lamano de hierro dentro del guante deterciopelo.) Corso rubio de ojos…azules. La lucha era… grecorromana. Elsello… de oro. Por la sien de SantaMaría corrió la sangre. Al fin, le debíala vida a aquel que, inmediatamentedespués de asesinarlo, lo resucitaba.Marchetti, por gracia propia, lodevolvía al mundo. Luego, en elsotabanco, Santa María se pone triste yalegre. Diríase que canta un poema demuerte con música de minué. Divinaescucha. Dice él que a Marchetti,

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cuando lo prendan, lo confinarán. Aconfinamiento irá. Santa María no sabeexactamente lo que es el confinamiento,pues no ha oído más que una sola vez aun joven decirle, hablando de lostribunales: «Condenan a confinamientouna barbaridad», pero sospecha quedebe de ser terrible. Piensa Divina, queconoce las prisiones y a sus pensativoshuéspedes, que Marchetti va aprepararse según los ritos, tal y como selo explica a Santa María, tal vez comolo hizo un condenado a muerte que cantóen una noche, desde el crepúsculo de lavíspera hasta el alba del día en que sucabeza rodó por el serrín, todas lascanciones que sabía. Marchetti cantará

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canciones con la voz de Tino Rossi.Preparará su hatillo. Escogerá las fotosde sus más bellas amantes. La de sumadre también. Besará a su madre en ellocutorio. Partirá. Vendrá después elmar, es decir, el islote del diablo, losnegros, las destilerías de ron, los cocos,los colonos tocados con un panamá. ¡LaBella! ¡Marchetti pasará por la Bella!¡Será la Bella![7]. Me enternezcopensándolo y, sobre sus bellos músculossometidos a los músculos de otrosbrutos, lloraría de ternura. El chulo, elseductor, el castigador será la reina delpresidio. ¿Para qué le servirán losmúsculos griegos? Lo llamaránPelusilla, hasta que llegue un golfo más

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joven. Pero no. ¿Acaso tiene Diosmisericordia de él? Un decreto impidela salida hacia Cayena. Los confinadospermanecen hasta el fin de sus días enlas macizas Centrales. Abolidas laoportunidad y la esperanza de la Bella.Morirán en medio de la nostalgia de esapatria que es su verdadera patria, quejamás han visto, y se les niega. Tienetreinta años. Marchetti se quedará entrecuatro paredes blancas hasta el final delos finales y, para no morirse deaburrimiento, le llegará el turno deelaborar esas vidas imaginarias, jamásrealizadas, sin esperanza de serlo jamás;vendrá la muerte de la Esperanza. Vidasopulentas, cautivas de una celda en

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forma de dado. Me alegro mucho. Que, asu vez, ese chulo tan arrogante y tanhermoso conozca los tormentosreservados a los canijos. Empleamosnuestras facultades en repartirnospapeles espléndidos a través de lasvidas de lujo. Tantas inventamos que nosdebilitamos para vivir en la acción y, siuna de ellas llegara por azar arealizarse, no sabríamos disfrutar deella, pues hemos agotado las secasdelicias e invocado varias veces elrecuerdo de su ilusión, de las milposibilidades de gloria y de riquezas.Estamos hastiados de todo. Tenemoscuarenta, cincuenta, sesenta años; noconocemos sino la pobre miseria

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vegetativa; estamos hastiados de todo.Ahora te toca a ti, Marchetti. Noinventes medios de hacer fortuna, nocompres el conocimiento de un caminoseguro para el contrabando, no busquesun truco nuevo (están todos manidos,archimanidos) para burlar a los joyeros,estafar a las fulanas, dormir a los curas,dar cartas falsas pues, si no tienescoraje para intentar la evasión posible,resígnate a que te llegue de golpe elgolpe de suerte (sin precisarte conexactitud en qué puede consistir): el quete retira de los negocios para siempre, ydisfrútalo como puedas, en el fondo detu celda. Pues os odio con amor.

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DIVINARIANA (continuación)

A pesar de la abyección en quepodríais mantenerla, Divina reinatodavía en el bulevar. A una novicia(quince años tal vez) mal maqueada, quese burla del guiño, un chulo le dice,empujándola:

—Ella es la Divina y tú la fregona.

Han visto a Divina en el mercado aeso de las ocho de la mañana. Con unaredecilla en la mano, andaba regateandoel precio de verduras, violetas, huevos.

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Esa misma tarde, cinco amigasalrededor del té.

—Habéis visto, guapitas, la Divinacasada con Dios. Se levanta a los galloscantar para tomar comunión, laArrepentidísima.

El coro de amigas:—¡Piediah, piediah para la

Divahina!

Al día siguiente:—Monina, en la comisaría han

dejado a la Divina despelotada. Estaballena de arañazos. La habían caneado abase de bien. Su Pocholo la pega.

El coro de amigas:—¡Huy!, ¡huy!, ¡huy! ¡Qué somantas

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la dan a la Divina!

Ahora bien, Divina, pegado a lapiel, llevaba un cilicio, insospechadopor Pocholo y los cabritos.

Alguien habla con Divina (es unsoldado que quiere reengancharse):

—¿Qué podría hacer para vivir yaque no tengo dinero?

Divina:—Trabaja.—No se encuentra trabajo de

inmediato.Quiere tentar a Divina e insiste:—¿Qué?Espera que le conteste, o piense:

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«Robar.» Pero Divina no osó responderporque, pensando en su actitud ensemejante caso, se vio dando de comeren la mano a los pájaros sus migajas dehambre y pensaba: «Mendigar.»

Divina:—Hemos visto unos ciclistas

enroscados en las guirnaldas de lacanción que van silbando, bajarvertiginosamente por la noche la cuestaceleste de las colinas, los estábamosesperando en el valle, adonde nos llegancomo montoncitos de barro.

Los ciclistas de Divina hacen surgiren mí un antiguo espanto.

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Tengo a toda costa que volver en mí,que confiarme de manera más directa.He querido hacer este libro con loselementos transpuestos, sublimados, demi vida de condenado; temo que norevele nada de mis obsesiones. Auncuando me esfuerce por obtener un estilodescarnado, que deje los huesos aldescubierto, quisiera enviaros, desde elfondo de mi prisión, un libro cargado deflores, de enaguas níveas, de lazosazules. Ningún otro pasatiempo esmejor.

El mundo de los vivos no está jamásdemasiado alejado de mí. Lo alejo

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cuanto puedo por todos los medios a mialcance. El mundo retrocede hasta no sersino un punto dorado en un cielo tantenebroso que el abismo entre nuestromundo y el otro es tal que no queda ya,de real, sino nuestra tumba. Entonces,comienzo allí una existencia de auténticomuerto. Cada vez más voy cortando,podando esta existencia de todos loshechos, sobre todo los más mínimos, losque podrían con mayor rapidezrecordarme que el verdadero mundo seextiende a veinte metros de aquí, al piemismo de las murallas. De entre laspreocupaciones descarto, en primerlugar, las que mejor podrían recordarmeque vinieron obligadas por una

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ocupación social establecida: hacermeuna doble lazada en los zapatos, porejemplo, me recordaría demasiado que,cuando estaba en el mundo, me la hacíapara que no se me desataran durante loskilómetros de caminata que me concedíaa mí mismo. No me abrocho la bragueta.Hacerlo me obligaría a verme de nuevodelante del espejo o a la salida de losurinarios. Canto lo que jamás hubieracantado allí; por ejemplo, estaespantosa: «Nosotros somos los búhos,los apaches, los golfos…» que, desdeque la canté a los quince años, en laRoquette, me vuelve a la memoria cadavez que vuelvo de nuevo a la cárcel. Leolo que jamás leería en otra parte (y creo

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en ello): las novelas de Paul Féval.Creo en el mundo carcelario, en suscostumbres réprobas. Acepto vivir en élcomo aceptaría, muerto, vivir en uncementerio, con tal de vivir en él comoun auténtico muerto. Pero no debe ladiversión incidir en la diferencia de lasocupaciones, sino en su esencia. Nohacer nada que sea limpio, higiénico: lalimpieza y la higiene son del mundoterrestre. Hay que nutrirse dechismorreos de tribunales. Nutrirse deensueño. No ser nada presumido yornarse con nuevos ornamentos, que nosean corbata y guantes: pero renunciar ala coquetería. No querer ser bello:querer otra cosa. Emplear otro lenguaje.

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Y creerse de veras encarcelado por todala eternidad. Eso es «crearse una vida»:renunciar a los domingos, a las fiestas,al tiempo que hace. No fui presa delasombro cuando descubrí lascostumbres de los prisioneros, esascostumbres que hacen de ellos hombresal margen de los vivos: cortar cerillas alo largo, fabricar chisqueros, darcaladas entre diez a la misma toba, darvueltas en la celda, etc. Creo que yollevaba esta vida en mí hasta entoncesen secreto y que me bastó entrar encontacto con ella para que se merevelara, desde el exterior, en surealidad.

Pero ahora tengo miedo. Los signos

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me persiguen y yo los persigopacientemente. Se encarnizan enperderme. ¿No he visto acaso, yendo altribunal, en la terraza de un café, a sietemarinos interrogando a los astros através de siete globos de cerveza rubia,alrededor de un velador que tal vez gira;y también a un joven ciclista que llevabaun mensaje de dios a dios, sujetandoentre los dientes, por el alambre, unfarol redondo, encendido, cuya llama, alruborizarlo, le calentaba el rostro? Tanpura maravilla que ignora que es unamaravilla. Los círculos y los globos meobsesionaban: naranjas, bolas de billarjaponés, faroles venecianos, aros demalabarista, balón redondo del

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guardameta en camiseta. Me veréprecisado a establecer, a ajustar todauna astronomía interna.

¿Miedo? ¿Acaso puede ocurrirmealgo peor que lo que me ocurra? Aparteel sufrimiento físico, no temo nada. Noestoy unido a la moral más que por unhilo. No obstante, tengo miedo. ¿No mepercaté, de repente, la víspera deljuicio, de que había estado esperandoese instante durante ocho meses, siendoasí que no pensaba en él jamás? Pocosinstantes hay en los que escape al horror.Pocos instantes en los que no tenga unavisión, o una percepción horrorizada delos seres y los acontecimientos. Inclusoy sobre todo de aquellos que juzgamos

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comúnmente como los más bellos. Ayer,en una de esas estrechas celdas de lasBodegas donde se espera la hora desubir al despacho del juez deinstrucción, estábamos doce, de pie,como sardinas en lata. Yo estaba alfondo, junto a las letrinas y a un jovenitaliano que contaba riéndoseinsignificantes aventuras. Pero éstas, acausa de su voz, de su acento, de sufrancés, vibraban en lo patético. Lo tomépor un animal metamorfoseado enhombre. Sentía que él podía ante eseprivilegio que yo le atribuía, en unmomento dado, convertirme, mediante susimple deseo, aún sin expresarlo, en unchacal, un zorro, una pintada. Tal vez me

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estaba hipnotizando a mí mismo ante eseprivilegio que le atribuía. En unmomento dado, intercambió unas cuantasréplicas ingenuas y mortales con unniño-chulo. Dijo, entre otras cosas: «Hedespojado a la mujer», y, en la estrechacelda se encontró tan cerca de mí quecreí que quería amarme y tan feroz quecreí que hablaba del despojo de la mujercomo se habla de los despojos de unconejo cuando se lo descuartiza, otambién, como está escrito: «Despojaosdel viejo hombre.» También dijo: «Y vael Director y dice: Menudo cheche estáusted hecho, y voy y le contesto: Sepausted que los cheches como yo no tienennada que envidiar a los cheches como

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usted.» Me acuerdo de la palabra«cheche» (leche) en boca de los niñospequeñitos. Es horrible. El horrormaravilloso fue tal que al recordar estosmomentos (era a propósito de laspartidas de dados) me pareció que losdos chavales estaban suspendidos en elaire sin apoyo, con los pies separadosdel suelo, que gritaban las respuestas ensilencio. Creo con tal fuerza querecuerdo que estaban en el aire que, apesar mío, mi inteligencia intenta sabersi no disponían de un truco que lespermitiera elevarse, un mecanismosecreto, un resorte invisible, bajo elsuelo; un no sé qué plausible, en fin.Pero como nada semejante era posible,

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mi recuerdo vaga en el horror sagradodel sueño. Instantes aterradores —y quebusco— en que uno no puedecontemplar el cuerpo y el corazónpropios sin asco. Por doquier encuentroun trivial incidente, aparentementeinofensivo, que me hunde en el másinmundo horror: como si fuera uncadáver perseguido por el cadáver quesoy. Es el olor de las letrinas. Es delcondenado a muerte la mano que veo,con su alianza, cuando la tiende fuera dela ventanilla de su celda para coger laescudilla de rancho que le pasa elauxiliar: como él permanece invisible,esta mano es como la mano del dios deun templo con tramoya, y esta celda en

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que la luz está encendida día y noche esla amalgama Espacio-Tiempo de laantecámara de la muerte —vela dearmas que va a durar cuarenta y cincoveces veinticuatro horas—. Es Pocholocon el culo al aire, sentado en la letrinade loza blanca. Tiene el rostro crispado.Cuando, suspendidas por un momento,cae una de esas pellas pálidas, unavaharada de olor me avisa de que esehéroe rubio está atiborrado de mierda. Yel sueño me traga de una vez. Son laspulgas que me muerden y sé que sonperversas y que me muerden coninteligencia, humana primero, luego másque humana.

¿Sabéis de algún veneno-poema que

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hiciera estallar mi prisión en un haz demiosotis? ¿Un arma que matara al jovenperfecto que me habita y me obliga a darasilo a todo un pueblo animal?

Anidan golondrinas bajo sus brazos.Se han construido un nido de tierra seca.Orugas aterciopeladas de color tabacose enredan en los rizos de sus cabellos.Bajo sus pies, un enjambre de abejas, ynidadas de áspides tras sus ojos. Nadalo conmueve. Nada lo turba a no ser lasniñitas de primera comunión que lesacan la lengua al sacerdote con lasmanos juntas y la mirada baja. Es fríocomo la nieve. Sé que es solapado. Eloro apenas si lo hace sonreír pero, sisonríe, tiene la gracia de los ángeles.

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¿Qué bohemio sería bastante rápido paradesembarazarme de él con un puñalinevitable? Hace falta vivacidad, vista,una hermosa indiferencia. Y… elasesino ocuparía su lugar. Ha vuelto estamañana de hacer un recorrido por lostugurios, habrá visto marineros, fulanas,una de ellas le ha dejado en la mejilla lahuella de una mano ensangrentada.Puede marcharse muy lejos, pero es fielcomo una paloma. La otra noche, unavieja actriz le había dejado su cameliaen el ojal; quise estrujarla, los pétaloscayeron sobre la alfombra (pero, ¿quéalfombra?, mi celda está enlosada conpiedras planas) como gruesas gotas deagua transparentes y tibias. Ahora,

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apenas oso mirarlo, pues mis ojosatraviesan su carne de cristal y tantosángulos duros crean tantos arco iris queme hacen llorar. Fin.

No os parecerá gran cosa; noobstante, este poema me ha aliviado. Lohe cagado.

Divina:—A fuerza de decirme a mí misma

que no vivo, acepto ver que la gente yano me tiene en cuenta.

Si las relaciones de Pocholo, porculpa de sus traiciones, se habían

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reducido. Divina había aumentado lassuyas. En su agenda, célebre por suextravagancia, en la que una de cada dospáginas estaba emborronada por unbatiburrillo de volutas a lápiz queintrigaron a Pocholo hasta el día en queDivina confesó que esas páginas eranlos días de cocaína, para cuentas,deudas, citas, ya leemos los nombres delas tres Mimosas (una dinastía deMimosas reinaba en Montmartre desdelos triunfos de Mimosa la Mayor,vaporosa de alto vuelo), de la Reina-Oriana, de Primera Comunión, deAlcayata, de Sonia, Clarita, Jamona, laBaronesa, Reina de Rumanía (¿por quéla llamaban Reina de Rumanía? Nos

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dijeron un día que había amado a un rey,que amaba en secreto al rey de Rumaníapor el porte de cíngaro que leprocuraban el bigote y los cabellosnegros. Que al ser sodomizada por unmacho que representa a diez millones demachos sentía la lefa de diez millonesde hombres correrle por dentro,mientras que una verga, como un mástil,la transportaba entre los soles), deSulfurosa, Mónica, la Leo. Todas ellasfrecuentaban, por la noche, los baresestrechos que no tenían la fresca alegríay el candor de los bailes de mala nota.La gente se amaba en ellos, pero enmedio del miedo, en medio de estaespecie de horror que nos procura el

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sueño más amable. Nuestros amorestienen alegrías tristes, y aunque tenemosmás ingenio que los novios dominguerosa la orilla del agua, nuestro ingenio atraela desgracia. Una risa no eclosiona aquísino provocada por un drama. Es ungrito de dolor. En uno de esos bares:como cada noche, Divina lleva, sobre elcabello, posada una minúscula coronade baronesa de perlas falsas. Se asemejaal águila coronada de los heraldistas,con los tendones del cuello aparentesbajo la pluma del boa. Pocholo estáfrente a ella. Alrededor, en otras mesas,las Mimosas, Antinea, PrimeraComunión. Se charla de las buenasamigas ausentes. Entra Judith y, ante

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Divina, se inclina hasta el suelo:—¡Buenas noches, señora!—La muy gilipollas, clama Divina.—Die Puppe hat gesprochen, dice

un joven alemán.Divina se ríe a carcajadas. La

corona de perlas se cae al suelo y serompe. Condolencias a las cuales laperversa alegría presta riquezas detonalidad: «¡La Divina sin corona!…¡Es la Gran-Depuesta!… ¡La pobreExiliada!» Las minúsculas perlas ruedanpor el serrín esparcido por el suelo,donde son semejantes a las cuentas devidrio que los buhoneros venden baratasa los niños, y éstas son iguales que lascuentas de vidrio que enfilamos a diario

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en kilómetros de alambre de latón, conlas cuales, en otras celdas, trenzancoronas mortuorias iguales a las quecubrían el cementerio de mi infancia,oxidadas, rotas, desmoronándose por elviento y la lluvia, no conservando en elextremo de un ligero alambre de latónennegrecido más que un angelito deporcelana rosa con alas azules. En elcafetín, todas las mariconas estánsúbitamente de hinojos. Sólo loshombres se yerguen, tiesos. EntoncesDivina suelta una risa en cascadaestridente. Todo el mundo está atento: essu señal. De la boca abierta, se arrancala dentadura postiza, se la pone encimade la chola y con el corazón en la

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garganta, pero victoriosa, exclama convoz cambiada y con los labios sumidosen la boca:

—Váyanse a la mierda, señoras, detodas maneras seré reina.

Cuando dije que Divina era de unagua pura, hubiera debido precisar queestaba tallada en lágrimas. Pero ejecutarese gesto era cosa de poco al lado de lagrandeza que necesitó para llevar a caboéste: quitarse la dentadura de la cabezay metérsela en la boca y enganchársela.

No era ninguna tontería para ellaparodiar una coronación regia. Cuandovivía con Ernestine en la casa depizarra:

La nobleza es prestigiosa. El más

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igualitarista de los hombres, aun cuandono quiera confesarlo, sufre la influenciade este prestigio y se somete a él. Anteella se pueden adoptar dos actitudes: lahumildad o la arrogancia y ambas son elreconocimiento explícito de su poder.Los títulos son sagrados. Lo sagrado nosenvuelve y nos sojuzga. Es la sumisiónde la carne a la carne. La Iglesia essagrada. Sus ritos lentos, cargados conel peso del oro como galeonesespañoles, de sentido antiguo, muy lejosde la espiritualidad, le conceden unimperio terrestre como el de la belleza yel de la nobleza. Culafroy, el del cuerpoligero, como no podía escapar a estepoder se abandona a él

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voluptuosamente, como se hubieraabandonado al Arte, de haberloconocido. La nobleza tiene nombrespesados y raros, como nombres deserpientes (tan difíciles ya como los deviejas divinidades perdidas), raroscomo los signos y los escudos o losanimales venerados, tótems de lasfamilias antiguas, gritos de guerra,títulos, pieles, esmaltes, escudos quesellaban la familia con un secreto, comoun sello cierra un pergamino, unepitafio, una tumba. Encantaba al niño.Su comitiva en el tiempo, indistinta y noobstante segura y presente, de guerrerosrudos, de los que él era, eso creía él, eltérmino y ellos mismos pues —comitiva

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que no había tenido más razón de serque llegar a este resultado: un niñopálido, prisionero de un pueblo dechozas— lo conmovía más que unacomitiva actual y visible de soldadoscurtidos, cuyo jefe hubiera sido él. Peroél no era noble. Nadie en el pueblo eranoble, o al menos nadie parecía serlo.Pero un día, entre los trastos del desván,descubrió una vieja historia deCapefigue. Mil nombres de caballeros ybarones de armas se encontraban allíconsignados, pero sólo vio uno:Picquigny. El apellido de soltera deErnestine era Picquigny. Sin duda algunaera noble. Citamos el pasaje de laHistoria constitucional y

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administrativa de Francia, deM. Capefigue (página 447): «… Unasesión preparatoria y secreta de losEstados, celebrada por Marcel y losregidores de París. He aquí, por otraparte, cómo transcurrió. Jean dePicquigny y otros cuantos hombres dearmas llegaron al castillo en que estabacautivo el rey de Navarra. Jean dePicquigny era gobernador del Artois, ylos hombres armados, burgueses deAmiens, pusieron escalas al pie de lasmurallas y sorprendieron a los guardias,a los que no causaron daño alguno…»Para tener precisiones sobre estafamilia, se leyó de cabo a rabo laHistoria de Capefigue. De haberlos

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tenido a su disposición, hubierarebuscado en bibliotecas, descifradolibrotes, y así es como nacen lasvocaciones de eruditos, pero nodescubrió otra cosa que este islote queemergía de un mar de nombresprestigiosos. ¿Por qué, entonces,Ernestine no tenía partícula? ¿Dóndeestaban sus blasones? E incluso ¿cómoeran sus blasones? ¿Conocía Ernestineese pasaje del libro y su propianobleza? De haber sido menos joven ysoñador, Culafroy hubiera notado que lapágina 447 tenía la esquina gastada porel sudor de los dedos. El padre deErnestine conocía el libro. Idénticomilagro había hecho que se abriera por

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el mismo sitio, y le había mostrado elnombre. A Culafroy le agradaba que lanobleza fuera de Ernestine más que de élmismo, y ya en este rasgo podríamos veruna señal de su destino. Poder acercarsea ella, gozar de su intimidad, de susfavores especiales, le convenía como amuchos les gusta ser el favorito de unpríncipe más que el propio príncipe, osacerdote de un dios más que el dios,pues así puede recibir la Gracia.Culafroy no pudo resistirse a contar sudescubrimiento y, no sabiendo cómoabordar el tema con Ernestine, le dijo desopetón:

—Eres noble. He visto tu nombre enuna vieja historia de Francia.

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Sonreía irónicamente para que secreyera en su desprecio por estaaristocracia cuya vanidad narrabasuntuosamente el maestro de escuelacada vez que el estudio nos llevaba a lanoche del 4 de agosto. Culafroy pensabaque el desprecio indica indiferencia.Los niños, y el suyo en primer lugar,intimidaban a Ernestine casi tanto comoa mí me intimida un criado; se ruborizóy se creyó descubierta; o se creyódescubierta y se ruborizó, no lo sé. Ellatambién deseaba ser noble. Le habíahecho la misma pregunta a su padre, quese ruborizó de la misma manera. EstaHistoria debía de pertenecer a lafamilia desde hacía mucho tiempo,

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desempeñando mal que bien el papel depergamino, y fue tal vez Ernestine quien,agotada por una excesivamentenumerosa imaginación que la convertíaen una condesa miserable, una o variasmarquesas con pesados blasones ycoronas, la había relegado al desván,alejándola de ella, para escapar a sumagia; pero ignoraba que, colocándolapor encima de su cabeza, no podríajamás verse libre de ella, pues el únicomedio eficaz era enterrarla en tierra bienfértil, o echarla al agua, o quemarla. Nocontestó, pero, si hubiera podido leer enella, Culafroy habría visto los estragosque le causaba esta única nobleza noreconocida, de la que Ernestine no

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estaba segura y que, a su parecer, lacolocaba por encima de los campesinosy de los turistas de las ciudades.Describió el blasón. Pues ahora conocíala ciencia heráldica. Había ido hastaParís a investigar en el d’Hozier. En élhabía aprendido la Historia. Ya lodecíamos, los sabios apenas si actúan demodo diferente ni por otros móviles. Elfilólogo no confiesa (lo ignora, por otraparte) que su gusto por la etimologíaviene de la poesía (¿acaso lo cree, opodría creerlo, puesto que es un podercarnal el que lo incita?) contenida en lapalabra «esclavo» donde figuran, si loquiere él, la palabra «clave» y lapalabra «hinojos». Porque se entera un

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día de que la hembra del escorpióndevora a su macho, es por lo que unjoven se hace entomólogo, y otro seconvierte en historiador cuando llega asaber que Federico II de Alemania hacíacriar niños en soledad. Ernestine intentóevitar la vergüenza de esta confesión: sucodicia por la nobleza, mediante laconfesión rápida de un pecado menosinfame. Esta estratagema es antigua: laestratagema de las confesionesparciales. Espontáneamente, confiesouna parte para mejor poder ocultar lomás grave. El juez de instrucción le dijoa mi abogado que si yo estabarepresentando una comedia, larepresentaba de maravilla: pero no la

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representé desde el principio al final dela instrucción. Multipliqué los erroresde defensa, y fue un acierto. Elescribano pareció creer que simulaba laingenuidad, madre de torpezas. El juezparecía aceptar más bien mi buena fe.Ambos se equivocaban. Es cierto que yomencionaba detalles comprometedores,que al principio ignoraban ellos. (Envarias ocasiones había dicho: «Era porla noche», circunstancia que resultabaagravante para mí, tal y como el juez melo hizo notar, pero pensando igualmenteque un delincuente resabiado no lohubiera confesado: yo tenía que ser unnovato. Fue en el despacho del juezdonde se me ocurrió decir que «era por

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la noche», pues, de esa misma noche,tenía detalles que ocultar. Habíapensado ya en adornar la acusación conun nuevo delito, la noche, pero como nohabía dejado huella alguna, no le dabaninguna importancia. Luego, laimportancia germinó y creció —ignoropor qué— y dije maquinalmente «por lanoche», maquinalmente pero insistiendo.Pero, en un segundo interrogatorio,comprendí de repente que no confundíalo bastante los hechos y las fechas.Calculaba y previ con un rigor quedesconcertó al juez. Era demasiadahabilidad. Yo sólo tenía quepreocuparme de mi asunto: él teníaveinte. El juez me interrogó, pues, no

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sobre lo que hubiera debidointerrogarme, si hubiera sido más sutil ohubiera tenido más tiempo, y para lo queyo hubiese previsto respuestas, sinosobre detalles bastante burdos, en losque yo no me había parado, porque nome imaginaba que a un juez se lepudieran pasar por la mente.) Ernestineno tuvo tiempo suficiente parainventarse un crimen: describió elblasón: «Es de plata y de azur con diezpiezas honorables, con un león de gules,ornado y linguado de oro soldante. Encimera, Melusina.» Eran las armas delos Lusignan. Culafroy escuchaba estepoema espléndido. Ernestine se sabía aldedillo la historia de esa familia, que

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cuenta con reyes de Jerusalén ypríncipes de Chipre. Su castillo bretónfue, al parecer, construido por Melusina,pero en eso no se paraba Ernestine:entraba dentro de la leyenda y su mente,para construir lo irreal, queríamateriales sólidos. La leyenda es viento.Ella no creía en las hadas, criaturasfabricadas para desviar de su rectocamino a los soñadores de audacesalegorías, pero sus grandes conmocionesle venían leyendo una frase histórica:«…La rama de Ultramar… Las armasque cantan…»

Sabía que estaba mintiendo.Intentando ilustrarse con un linajeantiguo, sucumbía a la llamada de la

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noche, de la tierra y de la carne. Iba enbusca de raíces. Quería sentir,arrastrándola a sus pies, la fuerzadinástica que fue brutal, muscular,fecundadora. En fin, las figurasheráldicas, propiamente, la ilustraban.

Se dice que la postura acuclilladadel Moisés de Miguel Angel vinoobligada por la forma recogida delbloque de mármol que había de trabajar.Desde siempre, se le presentan a Divinamármoles extraños que le hacen realizarobras maestras. Culafroy, en el parque,cuando huya, tendrá esa suerte. Iba porlas avenidas cuando, al llegar al bordede una de ellas, se percató de que habríade volver sobre sus pasos para no tener

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que pisar el césped. Observando lapropia maniobra, pensó: «Seremolineó», y la palabra molino, alinstante cogida al vuelo, le hizo ejecutaruna ágil media vuelta sobre sí mismo.Iba a comenzar una danza degesticulación contenida, esbozada, todade intenciones, pero la suela del zapato,que boqueaba, arrastró por la arena ehizo un ruido de una vulgaridadvergonzosa (pues también hay que hacernotar esto: que Culafroy o Divina, degustos delicados, es decir, afectados,corteses en fin —pues con laimaginación nuestros héroes presientenla atracción de las muchachas por losmonstruos— siempre se han encontrado

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en situaciones que les repugnaban). Oyóel ruido de la suela. Esta llamada alorden le hizo bajar la cabeza. Adoptócon la mayor naturalidad una actitudmeditativa y regresó a pasos lentos. Lospaseantes del parque lo vieron pasar,Culafroy vio que se daban cuenta de supalidez, de su delgadez, de los párpadosentrecerrados, pesados y redondos comocanicas. Agachó aún más la cabeza, elpaso se le tornó más lento, tanto que fuetodo él entero la actitud del fervorvocativo y que —no pensó— pero dijoen un grito susurrado:

—Señor, estoy entre vuestroselegidos.

Por espacio de unos cuantos pasos,

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Dios lo arrebató hacia su trono.Divina —volvamos a ella— estaba

apoyada de codos en un árbol delbulevar. No había joven que no laconociera. Tres de esos pintas seacercaron a ella. Primero, llegaronriéndose de no se sabe qué, acaso deDivina, luego la saludaron y lepreguntaron qué tal iba el currele.Divina tenía un lápiz en la mano, el lápizmaquinalmente se le movió por las uñas,dibujó un encaje irregular, luego, másconscientemente, un rombo, un rosetón,una hoja de acebo. Los golfos se estabanburlando de ella. Decían que las pollasdebían de hacer daño, que los viejos…;que las mujeres tienen más encanto…;

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que ellos son chulos… y otras cosas,que dicen sin duda sin maldad, pero quehieren a Divina. Su apuro aumenta. Sonunos golfantes muy jóvenes, y ella tienetreinta años, podría callarlos de unrevés. Pero ellos son machos. Aún muyjóvenes, pero de músculo y mirada dura.Y los tres allí plantados, horrorosamenteinflexibles, semejantes a las Parcas. ADivina le arden las mejillas. Fingeocuparse seriamente del dibujo de lasuñas y no ocuparse más que de eso:«Esto es lo que podría decir, pensó,para que se crean que no estoy turbada.»Y tendiendo la mano, con las uñasofrecidas, a los chavales, sonriente, lesdijo:

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—Voy a lanzar una moda. Sí, sí, unamoda nueva. ¿Veis qué bonito es? Lasmujeres-nosotras y las mujeres-otras sepintarán encajes en las uñas. ¡Vendránartistas de Persia, pintarán miniaturasque se mirarán con lupa! ¡Ay, Dios mío!

Los tres golfos se quedarondesconcertados, y uno de ellos dijo portodos los demás.

—Demonio de Divina.Se marcharon.Desde entonces y desde aquel

momento data la moda de las uñasornadas de miniaturas persas.

Divina creía que Pocholo estaba enel cine, y Santa María, que ejercía deprospector de mostradores, en unos

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grandes almacenes. De zapatoamericano, sombrero muy flexible,cadena de oro en la muñeca, Pocholo, alatardecer, bajaba la escalera. Su rostroperdía, franqueada la puerta de la calle,sus reflejos de empavonado acero, sudureza de estatuta. Los ojos se leendulzaban hasta no tener ya mirada,hasta no ser más que dos agujeros porlos que pasaba el cielo. Pero seguíacontoneándose al andar. Iba hasta lasTullerías y se sentaba en un sillón dehierro.

Procedente de vaya usted a saberdónde, silbando al aire, el mechón alviento, llegaba Santa María y seinstalaba en un segundo sillón.

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Empezaban.—¿En qué punto estás?—He ganado la batalla, claro. Así

que estoy en una fiesta. Comprendes, losoficiales dan una fiesta en mi honor yrazón que les sobra. Así que estoyrepartiendo las condecoraciones. ¿Y tú?

—Bueno, pues yo…, todavía soysólo rey de Hungría, pero tú te lasarreglas para que me Alijan emperadorde Occidente. ¿Te aclaras? Eso estáfetén, Pocholo. Y me quedo con tumén.

—Naturaca, tronco.Pocholo le pasó el brazo alrededor

del cuello a Santa María. Iba a besarlo.De repente, de Santa María saltaronocho jóvenes salvajes; planos, parecían

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desprenderse de él como si hubiesenconstituido su volumen, su propiaestructura, y saltaban sobre Pocholocomo para degollarlo. Era una señal.Desenlazó el cuello de Santa María, y elparque estaba tan tranquilo que perdonó(el parque), sin rencor. La conversaciónse reanudó, imperial y regia. SantaMaría y Pocholo enroscaban una en otrasus dos imaginaciones, seenguirnaldaban como dos violinesdevanando su melodía, como Divinaenroscaba sus embustes con los de susclientes, hasta el punto de formar unenredo más apretado que una espesurade lianas en la selva brasileña, en que niuno ni otro estaba seguro de proseguir

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con su propio tema antes que con el delotro. Estos juegos los llevaban a caboconscientemente, no para engañar, sinopara encantar. Comenzaban a la sombra,en el terraplén, o delante de unos caféscon leche entibiados, y proseguían hastala recepción del hotel de citas. Allí, unodice su nombre discretamente y enseñala documentación, discretamente; perolos clientes se ahogaban siempre en esaagua pura y taimada que era Divina. Sinproponérselo, Divina desanudabasiempre la mentira con una palabra ocon un gesto del hombro, con unpestañeo; de esta manera, causaba unaturbación deliciosa, algo así como laemoción que siento leyendo una frase,

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contemplando un cuadro, escuchando unmotivo musical, cuando, al fin, descubroun estado poético. Es la soluciónelegante, súbita, luminosa, clara, de unconflicto en mis profundidades. Laprueba de ello me la proporciona la pazque sucede a mi descubrimiento. Peroeste conflicto es de la categoría de losnudos que los marineros llaman nudo deputa.

¿Cómo explicaremos que Divinatenga ahora la treintena y más? ¡Pues esabsolutamente preciso que tenga mi edadpara que, al fin, calme yo mi necesidadde hablar de mí mismo, simplemente,igual que tengo necesidad de quejarme yde intentar que un lector me ame!

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Transcurrió un período, que va de losveinte a los veintisiete años, en queDivina, al mismo tiempo que aparecía aveces, a intervalos regulares, entrenosotros, llevó la existenciacomplicada, sinuosa, ondulante, de unamantenida. Fue el período del lujocircunspecto. Hizo un crucero por elMediterráneo, luego más lejos, por lasislas de la Sonda, en un yate blanco,bogó siempre por encima de sí misma yde su amante, un joven americanomodestamente orgulloso de su oro.Cuando regresó, al abordar el yate enVenecia, un cineasta se prendó de ella.Vivieron unos cuantos meses a través delos inmensos salones, apropiados para

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guardas gigantes, para jinetesencaramados en sus caballos, de unpalacio ruinoso.

Viena a continuación, en lo máshondo de un hotel dorado, acurrucadobajo las alas de un águila negra. Dormirallí en brazos de un milord inglés,hundido en una cama con cortinas ybaldaquino. Vinieron luego los paseosen una pesada limousine. Vuelta a París,Montmartre y las hermanas de oficio delbarrio. Y otra vez salida para unelegante castillo renacentista, encompañía de Guy de Roburant. Fue,pues, noble castellana. Se acordaba desu madre y de Pocholo. Pocholo recibíade ella giros, joyas a veces, que lucía

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una noche y revendía en seguida, parapagar las cenas de los amigos. Luego,regresos a París y nuevas partidas, ytodo ello en medio de un lujo cálido,dorado. Todo ello en medio de unconfort tal que me basta con evocarlo devez en cuando, en sus detalles másmuelles, para que las vejaciones de mipobre vida de prisionero desaparezcan,para que me consuele; consuele con laidea de que ese lujo existe. Y, si me esnegado, lo evoco con tan desesperadofervor que a veces (más de una vez) hecreído que iba a bastar una nadería —undesplazamiento ligero, imperceptible,del plano en que vivo— para que eselujo me envolviese, fuese real, y

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realmente mío, que habría bastado unligero esfuerzo de mi pensamiento paraque descubriese las fórmulas mágicasque abriesen las compuertas.

E invento para Divina los másacogedores pisos en los que merepantingo yo mismo.

Cuando, por fin, está de vuelta, semezcla más en la vida de las mariconas.Se multiplica en los bares minúsculos.Se sacude, se despeluzna y cree, enmedio de todos nuestros gestos, arrojar,sembrándolos a nuestro alrededor,pétalos de rosas, de rododendros y depeonías, como en el pueblo las niñaspequeñas los arrojaban por los caminosdel Corpus Christi. Su gran amiga-

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enemiga es Mimosa II. Paracomprenderla, he aquí unas«Mimosarianas».

A Divina:—Me gusta que mis amantes tengan

las piernas arqueadas, como los jockeys,para que me las peguen mejor alrededorde los muslos cuando me cabalgan.

En El Tabernáculo, las mariconas:Una de ellas, ¿marqués de?…:—Mimosa II ha encargado que le

pintaran el blasón del conde de A… enlas nalgas. Treinta y seis cuarteles de

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nobleza en el culo; con tintas de colores.Divina le ha presentado a Santa

María de las Flores. Otro día, le haenseñado, buena chica, una foto delasesino, de un «Photomaton». Mimosatoma la foto, se la pone en la lenguaextendida y se la traga.

—A tu Santa María, es que la adoro.Me la comulgo.

De Divina a Primera Comunión:—Qué te crees, la Divina hace como

las grandes trágicas, sabe jugar suscartas. Si la fachada se le derrumba,enseña el perfil, si éste va de capacaída, entonces la espalda. Como Mary

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Garden monta su ruido entre bastidores.

Todas las mariconas delTabernáculo y de los bares próximos,de Mimosa:

—Es una peste.—La Malvada.—Una fulana, hijas, una fulana.—Una satanasa.—Venenosa[8].

Divina acepta con ligereza esta vidade falena. Se achispa con alcohol algo ycon luz de neón, pero sobre todo con loque de embriagador tienen los gestos de

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Todas y sus palabras estridentes. «Estavida a la diabla me enloquece», y decía«a la diabla» como se dice el pelo «a lacaniche», el lunar «a la Pompadour», elté «a la rusa». Pero en el sotabanco, lasausencias de Pocholo iban en aumento.Noches enteras estaba sin aparecer.Toda una calle de mujeres, la calle de laCharbonniére, lo había vuelto a coger,luego una sola mujer. No lo veremos yaen mucho tiempo. Se había acabado lode ejercer de mechero, se dejabamantener. Su cola maciza hacíamaravillas y sus manos de encajevaciaban el bolso del ama. Luego lellegó a Santa María el turno dedesaparecer, pero a él lo volveremos a

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ver pronto.

Qué nos importaría a Divina y a míel destino de los Marchetti magníficos,si no me recordara lo que he sufrido alvolver de mis aventuras en que memagnificaba, y si no le recordara aDivina su impotencia. En primer lugar,el relato de Santa María de las Floresadormece el tiempo actual, pues laspalabras mismas que utiliza el asesinoson esas palabras mágicas que unosgolfos tan guapos escupían como otrastantas estrellas, como esosextraordinarios golfos que pronuncian lapalabra «dólar» con un acento auténtico.

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Pero qué decir de uno de los másextraños fenómenos poéticos: que elmundo entero —y lo más terriblementesombrío de éste, lo más oscuro,calcinado, seco hasta el jansenismo, elmundo severo y desnudo de los obrerosde las fábricas— esté enmarañado demaravillas, que son las cancionespopulares perdidas en el viento, porvoces profundamente ricas, doradas,guarnecidas de diamantes, delentejuelas, o sedosas; y estas cancionestienen frases en las que no puedo pensarsin avergonzarme si sé que son cantadaspor las bocas graves de los obreros, enlas que se encuentran palabras talescomo: sucumbo… ternura…

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embriaguez… jardín de rosas…quinta… gradas de mármol… amantes…lindo amor… joyas… corona… Ohreina mía… querida desconocida…salón dorado… bella mundana…castillo florido… tesoro de carne…declive dorado… mi corazón te adora…cargado de flores… color deatardecer… exquisito y rosa… palabras,en fin, de un lujo feroz, palabras quedeben de entrarles en la carne como loharía un puñal incrustado de rubíes. Lascantan, sin pensar ya gran cosa en ellastal vez, las silban también, con lasmanos en los bolsillos. Y yo, pobreavergonzado, me estremezco al saberque el más duro de los obreros se

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corona cada hora del día con una y otrade estas guirnaldas de flores: resedas yrosas abiertas entre las voces ricas,doradas, guarnecidas de diamantes, queson otras tantas muchachas, sencillas osuntuosas, pastoras o princesas. ¡Vedcuán hermosos son! Todos sus cuerposencorvados por las máquinas, como unalocomotora recién inaugurada, se ornan,como se orna también de expresionesemocionantes el cuerpo sólido de loscien mil golfos que encontramos, puesuna literatura popular, ligera por noestar escrita, ligera y que vuela de bocaen boca, por el viento, dice de ellos:«Carita de ángel», «Golfillo»,«Bribonzuelo», «Cabroncete» (nótese

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que los diminutivos, si se me aplican amí o a alguno de los objetos que metocan de cerca, me trastornan, incluso sime dicen: «Jean, tu pelito o tu dedito», yheme aquí emocionado). Tienen,ciertamente, estas expresiones, unarelación melódica con muchachos, labelleza sobrehumana cuyo prestigiopertenece a lo inmundo del sueño, tanpoderosa que, de un solo golpe nos hacepenetrar en ella misma, y tanespontáneamente que experimentamos elsentimiento de «poseerla» (en los dossentidos del término: estar lleno de ellay dominarla en una visión exterior), deposeerla tan absolutamente que no quedaya lugar, en esta absoluta posesión, para

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la menor pregunta. Ciertos animales, porsu mirada, nos hacen así poseer de unasola vez su ser absoluto: las serpientes,los perros. En un parpadeo, «lossábemos» y hasta tal punto que creemosque son ellos quienes saben, y sentimoscierta inquietud mezclada de horror.Estas expresiones cantan. Y losgolfillos, bribonzuelos, cabroncetes,dulces caritas, son sensibles, como uncristal lo es al dedo, a estas inflexionesmusicales, que habría que anotar aquípara reflejarlas bien y que, creo cuandolas veo venir en la canción callejera,van a pasar inadvertidas para ellos.Pero al ver su cuerpo ondularse ycrisparse, reconozco que han captado

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bien la inflexión y que su ser enteroacusa la relación.

Es esta parte atroz de la infancia deLou-Divina la que estaba destinada aendulzar su amargura. Pues se la vio enla cárcel, cuando se fugó de la casa depizarra. Los detalles de la detención nonos interesan. Un simple guardián depolicía bastó para causarle angustiasdignas de un condenado a muerte,angustias por las que todo hombre hapasado, como también todo hombre ensu vida ha conocido la exaltación de unacoronación regia. Todos los niños que sefugan invocan el pretexto de que losmaltratan; no se los creería, pero sabenadornar tan bien ese pretexto con

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circunstancias tan nuevas, tan adaptadasa ellos, a su nombre y hasta a su rostro,tan singulares en fin, que todos losrecuerdos de las novelas y crónicassobre los niños raptados, secuestrados,mancillados, vendidos, abandonados,violados, violentados, torturados,vuelven al galope, y que la gente mássuspicaz, como los jueces, los curas ylos gendarmes, sin decirlo, piensan:«Nunca se sabe», y los vapores deazufre que suben, lentos, de las páginasdensas de las novelas populares, losacunan, los alaban, los acarician.Culafroy inventó una historia demadrastra. Lo llevaron, pues, a lacárcel, no por maldad o dureza de

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corazón, sino por costumbre. Sucalabozo era sombrío, estrecho y estabahabitado. En un rincón de sombra, unmontón de mantas sucias se agitó y dejóver una cabecita morena, sucia, crespa yrisueña.

—¿Qué hay, amigo?Culafroy no había conocido jamás

nada tan sucio como este calabozo, ninada tan sórdido como esta cabeza. Nocontestó, se atragantaba. Sólo la noche,con el embotamiento que ésta causa,pudo soltarle la lengua, volverloconfiado.

—¿Te has largado de casa de tusviejos?

Silencio.

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—Oye, macho, puedes hablar.Conmigo no tienes nada que temer.Estamos entre hombres.

Se rio y miró de reojo con susojillos. Al volverse en su envoltorio detrapos pardos, se produjo un ruido dechatarra forzada. ¿Qué había quepensar? Era de noche. Por el tragaluzcerrado, el cielo helado lucía, conestrellas libres y movedizas. Y elmilagro, esa catástrofe de horror,estalló, radiante, sin embargo, como lasolución de un problema dematemáticas, espantoso de exactitud. Elgolfillo se subió coquetamente lasmantas y preguntó:

—Ayúdame a quitarme la pierna,

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¿quieres?Llevaba una pata de palo, sujeta por

un sistema de correas y hebillas almuñón, cortado por debajo de la rodilla.Frente a todas las invalideces, Culafroysentía la misma repulsión que frente alos reptiles. Lo asaltó el horror que loalejó de las serpientes, pero Alberto noestaba ya allí para comunicarle con supresencia, su mirada, la imposición desus anchas manos, la carga de fe quemueve montañas. El otro crío se habíadesabrochado ya las hebillas y liberadoel resto del muslo. Mediante un esfuerzosublime, Lou triunfó. Llevó la mano a lamadera, como al fuego, tiró hacia sí y seencontró con el aparato bruscamente

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abrazado contra el pecho. Era unmiembro ahora vivo, un individuo, comoun brazo o una pierna separado delcuerpo por una operación quirúrgica. Lapata de palo pasó la noche de pie, unanoche en vela, apoyada en un rincón,contra la pared. El pequeño inválido lepidió también a Lou que cantara, pero,pensando en Alberto, Lou contestó queestaba de luto, y esta razón no asombró aninguno de los dos. Culafroy la habíadado también para que le sirviera deadorno, para que unas muselinas negraslo protegiesen del frío y del abandono.

—Tengo ganas, a veces, de largarmeal Brasil, pero, con mi pata chula, no esfácil.

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Para el cojo, el Brasil era una islaallende los mares y los soles, en queunos hombres anchos de espaldas comoatletas, de rostros toscos, se ponen encuclillas, por la noche, en torno ahogueras gigantescas como las de SanJuan, para mondar en tiras finas yrizadas unas naranjas enormes quesostienen con una mano, y con la otra uncuchillón, como los antiguosemperadores de las estampas llevan elglobo de oro y el cetro. Esta visión loobsesionaba hasta tal punto que dijo:«… soles…». Era la palabra-poema quecaía de esta visión y comenzaba apetrificarla; el cubo de noche de lacelda, en que giraban como soles

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(confundidos en un revoltijo con laspiernas de un acróbata en maillot azulceleste que ejecuta un gran sol en torno auna barra fija) las naranjas atraídas porla palabra «Brasil». Lou, entonces,dejando emerger un fragmento depensamiento que caminaba en él desdehacía algún tiempo, pronunció: «¿Quépide el pueblo?» Era una frase que habíamurmurado mentalmente una noche quese previo en la cárcel. Pero, ¿se previoefectivamente en la caoba del tocador, omás bien una percepción inconscienteasoció el lugar (su habitación) y elmomento pasado con la palabra y elmomento actual (pero, ¿qué es lo quetraía entonces ese recuerdo de la

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habitación?) superponiendo ambas ideashasta el punto de hacerle creer en unaprevisión?

Los niños durmieron. A continuaciónfueron confiados a un patronato —ocolonia— para la Rehabilitación de laInfancia. Al llegar a la casacorreccional, pusieron desde el primerdía a Lou-Divina en una celda.Permaneció allí, acurrucado, todo undía. Estaba atento a lo que sospechabadel misterio de los niños malditos (en elbrazo hacen que les tatúen: «Hijos de ladesgracia»). En el patio, a una cadenciamuy lenta, unos piececitos, sin dudapolvorientos, levantaban unos pesadoszuecos. Adivinábase la rueda, con las

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bocas cerradas, de los críos castigados.Durante una pausa, oyó lo siguiente:—…por la ventana de la cerrajería.—Es Germain.—Sí, si lo veo esta noche.—Jopé, menudo trabajo.La voz que oía era sorda —como las

linternas de los antiguos merodeadores—, dirigida hacia un solo punto por unamano en forma de concha enmarcandouna boca de niño serio. Se dirigía, desdeel patio, a un amigo en celdas al queCulafroy no oía contestar. Se trataba, talvez, de un recluso evadido de la prisióncentral, que se encontraba a pocadistancia del penal infantil. Así, el penalvivía a la sombra de todos esos soles

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resplandecientes en sus celdas grises —los hombres— y los niños esperabanque la edad les ofreciera la ocasión deir entre los mocetones a quienesveneraban, a quienes imaginaban,fanfarroneando frente a los boquis,insolentes y magníficos. Los críosesperaban, pues, en fin, poder cometerverdaderos crímenes, como pretextopara ir al infierno.

En el patronato, los demás golfilloshicieron con mucha habilidad su papelde duendecillos reveladores. Suvocabulario estaba entenebrecido porfórmulas conjuratorias, sus gestos eranfaunescos, forestales, al mismo tiempoque evocadores de callejuelas, de

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rincones de sombra, de murallas, devallas escaladas. Entre este mundomenudo, y regulándolo lo suficientecomo para que no se percibiera de élmás que un sarcasmo impúdico,pasaban, llevadas como bailarinas sobresus faldas abultadas, las monjas.Inmediatamente, Culafroy compuso paraellas un ballet grotesco. Según el guión,salían todas ellas al patio del claustro,como si se hubieran, HermanasAhumadas guardianas de las nocheshiperbóreas, emborrachado conchampán, se agachaban, levantaban losbrazos, meneaban la cabeza. En silencio.Luego, se colocaban en círculo, dabanvueltas a la manera de las colegialas en

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el corro y, por fin, como los dervichesdanzantes, giraban sobre sí mismas hastacaer, muertas de risa, mientras que elcapellán, dignamente, pasaría entre ellasportando la custodia. El sacrilegio de ladanza —el sacrilegio de haberloimaginado— turbaba a Culafroy, comolo hubiese turbado, de haber sidohombre, la violación de una judía.

Muy pronto, a pesar de su tendenciaal ensueño o a causa de este ensueño tal,vez se volvió en apariencia semejante alos demás. Si sus compañeros de claselo habían apartado de sus juegos, se lodebía a la casa de pizarra, que hacía deél un príncipe. Pero aquí, ya no era a losojos de los demás críos más que un

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vagabundo recogido, como ellos, undelincuente sin otra particularidad, peroésta es de categoría, que llegar de algolejos. Su aspecto finamente cruel, susgestos exagerados en lo obsceno y lopopular, habían creado de él una imagental que los niños cínicos y cándidosreconocieron en él a uno de los suyos, yél, en un empeño por mostrarseconcienzudo, por ser hasta el final de laaventura el personaje supuesto, porcortesía, se amoldó al papel. No queríadecepcionar. Tomó parte en los golpesdifíciles. Con algunos otros de unabrigadilla sellada como una banda,ayudó a cometer un pequeño robo en elinterior del patronato. La Reverenda

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Madre Superiora era, a lo que decían,de una ilustre familia. A quien solicitabaalguna blandura, le respondía: «No soysino la sierva de la sierva del Señor.»Semejante pedestal orgulloso confunde.Le preguntó a Lou por qué había robado,y él sólo supo contestarle:

—Porque los demás me creíanladrón.

La Reverenda Madre Superiora noentendió nada de esta delicadeza deniño. Lo declararon hipócrita. Culafroysentía, por otra parte, por esta monja unaaversión que nació de una maneraextraña: el día de su llegada, lo habíatomado aparte en su salita, que era unacelda coquetonamente emperifollada, y

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le había hablado de la vida cristiana.Lou la escuchó tranquilamente y se vioen la circunstancia de tener queresponder con una frase que empezabaasí: «El día de mi primeracomunión…», pero un lapsus le hizoarticular: «El día de mi boda…»Confuso, perdió pie. Tuvo el sentimientototal de haber cometido unaincongruencia. Se ruborizó, tartamudeó,hizo esfuerzos para volver a lasuperficie; fueron vanos. La ReverendaMadre Superiora lo miraba con lo queella llamaba su sonrisa misericordiosapuesta en los labios. Culafroy,aterrorizado de haber provocado en símismo un remolino semejante en un

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fondo encenegado del que subía en trajede cola de raso blanco, coronado deazahar artificial, odiaba a la vieja porhaber sido causa y testigo de la másbella y solapada aventura. «¡De miboda!»

He aquí cómo eran las noches en elpatronato —o colonia—. Las cabezasdesaparecían bajo las mantas en lashamacas inmovilizadas del dormitorio.El jefe se ha metido en suhabitacioncilla, que está al extremo deldormitorio. El silencio se imponedurante media hora, el silencio de lajungla, cargado de sus pestilencias, desus monstruos de piedra y como atento alos suspiros contenidos de los tigres.

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Según el rito, de entre los muertos, losniños renacen. Las cabezas prudentescomo las de las serpientes, inteligentestambién, astutas, ponzoñosas yvenenosas, se yerguen, luego los cuerposenteros salen de las hamacas, sin que losganchos chirríen. El aspecto general —visto desde arriba— del dormitorio nocambia. La astucia de los colonos sabeestirar las mantas, hincharlas para queparezcan contener cuerpos dormidos.Todo ocurre debajo. Rápidamente,arrastrándose, se han reunido losamigos. La ciudad colgante estádesierta. Los trozos de acero golpeandoel sílex incendian la yesca de loschisqueros y prenden cigarrillos

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delgados como pajas. Fuman. Echadosbajo las hamacas, en pequeños grupos,establecen rigurosos planes de evasióndestinados todos a fracasar. Los colonosviven. Se saben libres y dueños de lanoche y se organizan en un reinoseveramente administrado con sudéspota, su dignidad de par y su plebe.Por encima de ellos reposan los blancosfaluchos abandonados. La granocupación nocturna, la que estáadecuada para encantar la noche, es lafabricación de los tatuajes. Miles ymiles de golpecitos con una fina agujagolpean hasta hacer saltar la sangre en lapiel, y las figuras más extravagantespara vosotros se extienden en los

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lugares más inesperados. Cuando elrabino desenrolla lentamente la Tora, unmisterio sobrecoge de escalofríos todala epidermis, así cuando se ve a uncolono desnudarse. Todo el azulhaciendo muecas sobre una piel blancareviste de un prestigio oscuro peropoderoso al niño que está cubierto de él,como una columna indiferente y pura setorna sagrada bajo las hendiduras de losjeroglíficos. Como un poste tótem. Aveces tienen marcados los párpados, lasaxilas, el hueco de la ingle, las nalgas,el pene y hasta la planta de los pies. Lossignos eran bárbaros, llenos de sentidocomo los signos más bárbaros:pensamientos, arcos, corazones

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atravesados, goteando sangre, rostrossuperpuestos, estrellas, medias lunas,dardos, flechas, golondrinas, serpientes,barcos, puñales triangulares einscripciones, divisas, avisos, toda unaliteratura profética y terrible.

Bajo las hamacas, entre la magia delas ocupaciones, nacían amores, seatizaban, morían con todo el aparejo delos amores habituales: los odios, lascodicias, las ternuras, los consuelos, lasvenganzas.

Lo que convertía a la colonia en unreino distinto del reino de los vivos erael cambio de los símbolos y, en ciertoscasos, de los valores. Los colonostenían su propio dialecto emparentado

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con el de las cárceles y, por lo tanto, unamoral y una política particulares. Elrégimen gubernamental, mezclado con lareligión, era el de la fuerza, protectorade la Belleza. Sus leyes se observan conseriedad, son enemigos de la risa quepodría trastornarlas. Muestran una raraaptitud para la actitud trágica. El crimencomienza con la boina mal puesta. Estasleyes no han nacido de decretosabstractos: fueron enseñadas por algúnhéroe venido de un cielo de fuerza y deBelleza, cuyo poder temporal yespiritual son verdaderamente dederecho divino. No escapan, por otraparte, a los destinos de los héroes y, enel patio de la colonia es posible, a

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diario, en medio de los mortales,encontrarse con ellos bajo los rasgos deun mozo panadero o de un cerrajero. Lospantalones de los colonos no tienen másque un bolsillo, he aquí otro detalle quelos aísla del mundo. Un solo bolsillo, ala izquierda. Todo un sistema social seve perturbado por este simple detalle dela ropa. Sus pantalones sólo tienen unbolsillo, igual que el pantalón tanajustado del diablo no tiene ninguno,igual que los de los marineros no tienenbragueta y no es dudoso que se sientenhumillados por ello, como si leshubieran amputado un atributo sexualmasculino —de eso es de lo que se trata,en efecto; los bolsillos, que desempeñan

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un papel tan importante en la infancia,son para nosotros un signo desuperioridad sobre las chicas—. En lacolonia, al igual que en la marina, sonlos pantalones, y si quieres ser unhombre «defiendes tus herales». Admiroque las personas mayores hayan tenidola audacia de reservar seminarios parala infancia que se prepara para el papelde personajes de ensueño y que hayansabido reconocer tan bien los detallesque harían de los niños esos pequeñosmonstruos malvados o gráciles, oligeros, o centelleantes, o turbios, otaimados, o sencillos.

Fueron las vestiduras de las monjaslas que hicieron que se le ocurriera a

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Culafroy la idea de fugarse. No tuvo másque poner en obra un plan queconcibieron las propias vestiduras porsí mismas. Las monjas dejaban nochesenteras la ropa blanca tendida en unsecadero, guardaban medias y tocas enun obrador en cuya puerta y manera deabrirla reparó rápidamente Culafroy.Con prudencia de espía, a un chavalespabilado le habló de su plan.

«Si un tipo quisiera…—Entonces, ¿nos largamos?—¡… Guau!—¿Crees que podremos llegar

lejos?—Pues claro. Más lejos que así

(mostraba su uniforme ridículo), y

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además podremos pedir.»No claméis por la verosimilitud. Lo

que viene a continuación es falso y nadieestá obligado a aceptarlo como unartículo de fe. La verdad no es miespecialidad. Pero «hay que mentir paraser auténtico». E incluso ir más allá.¿De qué verdad quiero hablar? Si esmuy cierto que soy un prisionero querepresenta (que se representa) escenasde la vida interior, no exigiréis nada másque una representación.

Nuestros niños esperaron, pues, unanoche favorable a sus nervios para robarcada uno una falda, un jubón y una toca;pero, como no encontraron más quezapatos demasiado pequeños, se

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quedaron con sus zuecos. Por la ventanadel lavabo salieron a la calle oscura.Debían de ser las doce de la noche.Vestirse bajo un porche fue algo queliquidaron rápidamente; se ayudaronmutuamente y se pusieron las tocas conesmero. Durante un instante, laoscuridad se vio inquietada por roces delana, de alfileres entre los dientes, delsusurro de estas palabras: «Apriétame elcordón… Apártate.» En una callejuelaalguien lanzó unos suspiros por laventana. Esta toma de hábito convirtió ala ciudad en un claustro oscuro, en laciudad muerta, en el valle de laDesolación.

Sin duda, en el patronato, tardaron

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en darse cuenta del robo de lasvestimentas, pues no hicieron nada, en eldía, «para detener a los fugitivos».Anduvieron deprisa. Los campesinosapenas si se asombraron; semaravillaron más bien de ver por loscaminos a estas dos hermanitas de rostrograve, una en zuecos, la otra cojeando,apresurarse así, con gestos melindrosos:dos dedos finos, que levantaban trespliegues de una pesada falda gris. Luegoel hambre les crispó el estómago. Noosaron pedirle a nadie un poco de pan ycomo estaban en la carretera queconduce al pueblo de Culafroy, sin dudahabrían llegado allí rápidamente si, porla noche, el perro lobo de un pastor no

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se hubiera acercado a Pierreresoplando. El pastor, joven y educadoen el temor de Dios, silbó al perro, queno obedeció. Pierre se creyódescubierto. Salió corriendo, con ágilcanguelo en las piernas. Corriócojeando hasta un pino aislado al bordede la carretera, al que trepó. Culafroytuvo la presencia de ánimo de subirse aotro árbol más próximo. Viendo lo cual,el perro se arrodilló bajo el cielo azul,en el aire de la noche, y rezó estaoración: «Puesto que las monjas, comolas urracas, hacen sus nidos en los pinosparasoles, Señor, concededme laremisión de mis pecados.» Luego,habiéndose santiguado, se volvió a

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levantar y se reunió con el rebaño. A suamo el pastor, le repitió el milagro delos pinos, y todos los pueblos de losalrededores quedaron advertidos esamisma noche.

Hablaré aún de Divina, pero deDivina en su sotabanco, entre SantaMaría, corazón de mármol, y Gorgui. Sifuera una mujer, Divina no estaríacelosa. Sin rencor, aceptaría ir sola porla noche a ligar a los cabritos entre losárboles del bulevar. ¿Qué le importaríaque sus dos machos pasasen juntos lasveladas? Antes al contrario, unaatmósfera familiar, una luz de pantalla,

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la colmaría; pero Divina es también unhombre. Está, en primer lugar celosa deSanta María que no tiene malicia, esjoven y guapo. Corre el riesgo deobedecer a las simpatías de su nombre:Santa María, sin malicia y retorcidocomo una inglesa. Puede provocar aGorgui. Es fácil. Imaginémoslos, unatarde, en el cine, uno al lado del otro enla noche artificial.

—¿Llevas un safo, Seck?Y dicho y hecho, le ha metido la

mano en el bolsillo al negro. ¡Oh gestofatal! Divina está celosa de Gorgui. Elnegro es su hombre, y la golfa de SantaMaría es bonita y joven. Bajo losárboles del bulevar, Divina busca a los

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cabritos viejos y la angustia de unadoble celosía la desgarra. Luego, comoDivina es un hombre, piensa: «Tengoque alimentarlos a los dos juntos. Soy laesclava.» Se agria. En el cine,formalitos como dos colegiales (pero,como en torno a los colegiales que —eso basta— agachan juntos la cabezadetrás del pupitre, merodea, listo parasaltar, un acto loco sin importancia),Santa María y Gorgui están fumando yno ven más que imágenes. Dentro de unrato irán a tomarse una caña, sinsospechas, y regresarán al sotabanco,pero no sin que Santa María hayasembrado por la acera unas capsulitasque Gorgui, bajo los zapatos con

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punteras de acero, se divierte haciendoestallar; así, como entre las de loschulos los silbidos, entre suspantorrillas estallan chispas.

Van a salir del sotabanco los tres,están listos. Gorgui tiene la llave. Cadauno un cigarrillo en la boca. Divinaprende una cerilla de cocina (pega fuegoa su propia pira, cada vez), enciende sucigarrillo, el de Santa María y le tiendela llama a Gorgui:

—No, dice, tres con la misma, no:trae mala suerte.

Divina:—No juegues con estas cosas que no

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se sabe dónde pueden ir a parar.Parece cansada y deja caer la

cerilla, ahora toda negra y flaca comouna cigarra. Añade:

—Se empieza con una supersticiónde nada, y luego se cae en brazos deDios. Santa María piensa: «Eso es, en lacama del cura.»

En lo más alto de la calle Lepic,existe esa taberna pequeña de la que yahe hablado: El Tabernáculo, donde sehace brujería, se trituran mezclas, seconsultan las cartas, se interrogan losposos, se descifran las rayas de la manoizquierda (cuando se le interroga, eldestino tiene tendencia a contestar laverdad, decía Divina antaño), donde

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guapos mozos carniceros semetamorfoseaban algunas veces enprincesas con trajes de cola. La tabernaes pequeña y baja de techo. Príncipe-Monseñor gobierna. Se reúnen allí:Todas, pero sobre todo PrimeraComunión, Banjo, la Reina de Rumanía,la Ginette, la Sonia, Culikaydona,Clorinda, la Abadesa, Agnés, Mimosa,Divina. Y sus Caballeros. Todos losjueves la puertecita de albadillapermanece cerrada para la clientela deburgueses curiosos o encandilados. Lataberna está en manos de las «unascuantas que son puras». Príncipe-Monseñor (una que decía antaño: «Hagollorar a una todas las noches»,

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refiriéndose a las cajas fuertes queforzaba y a las que la clauca hacechirriar) mandaba las invitaciones.Estábamos en nuestra casa. Unfonógrafo. Tres camareros servían, conojos llenos de malicia, viciosos de unvicio alegre. Nuestros hombres echanpartidas de dados o de póker. Nosotrasbailamos. Para venir, es habitualvestirse de nosotras. Sólo hay locasdisfrazadas que se frotan con chulos-niños. En resumen, ni una personaadulta. El maquillaje y las lucesdesfiguran bastante, pero a menudo nosponemos un antifaz, llevamos un abanicopara saborear el placer de adivinarnospor el porte de la pierna, por la mirada,

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por la voz, el placer de equivocarnos,de hacer que se superpongan lasidentidades. Sería el sitio soñado paracometer un crimen, que permaneceríasecreto hasta el punto de que lasmariconas aterradas, presas de pánico(aunque rápidamente una de ellas, conun sobresalto de severidad materna,sabría transformarse en un policíarápido y preciso), y los chulosjovencillos con el rostro crispado por elterror, el vientre oprimido, acurrucadoscontra ellas, buscarían en vano quién esla víctima y quién el asesino. Un crimende baile de máscaras.

Divina ha sacado para esa noche susdos vestidos de seda del 1900, que

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conserva, recuerdo de antiguos tercerosjueves de cuaresma. Uno es negro,bordado de azabache; se pondrá ése y lepropone el otro a Santa María.

—Tú estás mal, ¿y los amigos?Pero Gorgui insiste, y Santa María

sabe que todos sus amiguetes se van adivertir, que ninguno se burlará: loestiman. El vestido se ajusta al cuerpode Santa María, desnudo bajo la seda.Se encuentra a gusto. Se le juntan laspiernas y su piel apelusada, un pocovelluda incluso, va rozando. Se agacha,se vuelve, se mira en el espejo. Elvestido, que es de miriñaque, le marcabien la grupa evocadora deviolonchelos. Pongámosle una flor de

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terciopelo en los cabellos revueltos. Secalza unos zapatos de pasadores y tacónalto de Divina, de piel amarilla, perodisimulados por completo por losvolantes de la falda. Se vistieron muydeprisa aquella noche porque iban alauténtico placer. Divina se puso suvestido de seda negra y por encima unachaqueta rosa y cogió un abanico de tulcon lentejuelas. Gorgui va de frac ycorbata blanca. Tuvo lugar la escena dela cerilla soplada. Bajaron la escalera.Taxi. El Tabernáculo. El portero, muyjoven, y guapo hasta lo imposible, lanzatres ojeadas. Santa María lo deslumbra.Entran en un fuego de artificio estalladoen volantes de sedas y de muselinas que

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no pueden desprenderse del humo. Sebaila el humo. Se fuma la música. Sebebe de boca a boca. Los amigosaclaman a Santa María de las Flores. Élno había previsto que sus firmes muslostensarían tanto la tela. Le importa unrábano que se note que está empalmado,pero no tanto, delante de los amigos.Quisiera esconderse. Se vuelve haciaGorgui y, con un leve sonrojo, lemuestra el vestido abultadomurmurando:

—Oye, Seck, déjame que laapalanque.

Apenas si bromea. Tiene los ojoshúmedos, a lo que parece, Gorgui nosabe si de guasa o de pena; toma

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entonces al asesino por los hombros, loarrima, lo estrecha contra sí, encajaentre sus muslos de coloso la duraprotuberancia que levanta la seda, loarrastra, contra su pecho, en valses ytangos que durarán hasta el día. Divinaquisiera llorar de rabia, desgarrarpañuelos de batista con uñas y dientes.Luego, junto con éste, qué similitud deestado anterior a Divina le hacerecordar de repente: «Estaba ella enEspaña, creo. Unos críos la perseguíangritando “Maricona”[9] y le tirabanpiedras, Se escabulló por un apartaderoy trepó a un vagón parado. Los críoscontinuaron desde abajo, insultándola yacribillando a pedradas las puertas del

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vagón. Divina estaba acurrucada bajo unasiento, maldiciendo con todas susfuerzas a la horda de niños, odiándoloshasta tener estertores de odio. Se lehinchaba el pecho; deseaba un suspiropara no ahogarse de este odio. Luego sedio perfecta cuenta de que era imposibleque devorase a los críos, que los hicieratrizas con dientes y uñas, como hubieraquerido; los amó, pues. El perdón brotódel exceso de su rabia, de su odio, y seapaciguó con él.» Consiente, de rabia,en amar que se amen el negro y SantaMaría. En torno a ella, está la habitaciónde Príncipe-Monseñor. Se ha sentado enuna butaca; sobre una alfombra, estántiradas unas máscaras. Se baila abajo.

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Divina acaba de degollar a todo elmundo, y en la luna del armario ve quelos dedos se le están crispando en formade ganchos criminales, como los delvampiro de Düsseldorf sobre las tapasde las novelas. Pero los valses seacabaron. Santa María, Seck y Divinaestaban entre los últimos en abandonarel baile. Fue Divina quien abrió lapuerta, y con toda naturalidad SantaMaría tomó del brazo a Gorgui. Launión, un instante destruida por lasdespedidas, se había vuelto a realizartan bruscamente, desatando lastrapacerías de la vacilación, que Divinasintió en el costado esa mordedura queda el desprecio con que nos llenaron.

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Era buena perdedora; se quedó, pues,atrás, fingiendo atarse una liga. A lascinco de la madrugada, la calle Lepicbajaba en línea recta hasta el mar, esdecir, al terraplén del bulevar de Clichy.La aurora era de color humo, un pocoahumada, titubeante, a punto de caerse yvomitar. La aurora sentía náuseascuando el trío estaba aún en lo alto de lacalle. Bajaron. Gorgui se había puesto,muy acorde, el sombrero de copa en lacabeza crespa, un poco caído sobre laoreja. Tenía rígido aún el plastrónblanco. Un enorme crisantemo se lemarchitaba en el ojal. El rostro le reía.Santa María lo llevaba del brazo.Bajaron entre dos filas de cubos de

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basuras llenos de cenizas y derebañaduras de peines —esos cubos debasura que, todas las mañanas, recibenlas primeras miradas turbias dejaraneros, esos cubos de basura que dantraspiés.

Si tuviera que hacer representar unaobra de teatro en la que unas mujerestuvieran un papel, exigiría que ese papello hiciesen unos adolescentes, y se loadvertiría al público, gracias a unapancarta que permanecería clavada aderecha o a izquierda del decoradodurante toda la representación. SantaMaría, con su vestido de faya azulpálido, ribeteado de encaje deValenciennes blanco, era algo más que

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él mismo. Era él mismo y sucomplemento. Me encantaban lostravestidos. Los amantes imaginarios demis noches de prisionero son a veces unpríncipe —pero le obligo a vestirse conlos pingos de un pordiosero— o a vecesun chulo a quien presto vestidurasregias; el mayor goce lo experimentarétal vez cuando juegue a imaginarmeheredero de una vieja familia italiana,pero heredero impostor, pues miauténtico antepasado sería un bellovagabundo que, caminando descalzobajo el cielo estrellado, por su audaciahabría ocupado el lugar de ese príncipeAldini. Amo la impostura. Santa María,pues, iba calle abajo como sólo las

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grandes, las más grandes cortesanassabían hacerlo, es decir, sin demasiadarigidez y sin demasiadas ondulaciones,sin patadas a la cola que, indiferente,barría los adoquines grises, arrastrabapajas y ramitas, un peine roto y una hojade lirio de agua amarillecida. La aurorase iba purificando. Divina seguía abastante distancia. Iba rabiosa y losvigilaba. El negro y el asesinodisfrazados se tambaleaban un poco y sesostenían mutuamente. Santa María ibacantando:

¡Tarabúm dié!¡Tarabúm, dié! ¡Tarabúm, dié!

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Se reía mientras cantaba. Su rostroclaro y liso, de líneas y masastrastornadas por una noche de risas, debailes, de tumulto, de vino y de amor (laseda del vestido estaba manchada), seofrecía al día naciente como al besohelado de un cadáver. Todas las rosasdel cabello eran de tela; a pesar de ello,se habían marchitado en el latón, peroaún aguantaban y componían unajardinera a la que se hubiera olvidadocambiar el agua. Las rosas de telaestaban completamente secas. Paradevolverles algo de seguridad, SantaMaría alzaba el brazo desnudo y esteasesino ejecutaba exactamente el gestoapenas más brutal que hubiera hecho con

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seguridad, para componerse el moño,Émilienne d’Alençon. El polisón de estevestido azul (lo que se llamaba un culopostizo) enternecía, hasta hacerlo babearligeramente, al enorme negro glorioso.Divina los miraba bajar hacia la playa.Santa María cantaba entre los cubos debasura. Pensad en una Eugénie Buffetrubia, con vestido de seda, cantando unamañana en los patios, del brazo de unnegro de etiqueta. Nos extrañamos deque ninguna de las ventanas de la callese abriera sobre la cara adormilada deuna vendedora de mantequilla y huevoso la de su compadre. Esta gente no sabenunca lo que ocurre bajo sus ventanas, yeso está muy bien. Se morirían de pena.

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La blanca mano (uñas de luto) de SantaMaría estaba posada de plano en elantebrazo de Seck Gorgui. Ambosbrazos se rozaban en un tan delicadotacto (algo tenía que ver con ello elcine) que al verlo no se podía pensarsino en la mirada de las madonas deRafael, que no es quizás tan casta másque por lo que de pureza implica sunombre, pues ilumina la mirada delpequeño Tobías. La calle Lepic bajabamuy pina. El negro de frac sonreía comosabe hacer sonreír el champán, con eseaire de formar parte de la fiesta, esdecir, ausente. Santa María cantaba:

¡Tarabúm, Tarabúm, dié!

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¡Tarabúm, dié!

Hacía fresco. El frío de lamadrugada parisina le heló los hombrosy le estremeció el vestido de arribaabajo.

—Tienes frío, dijo Gorguimirándolo.

—Un poquejo.Sin que nadie se fijase en ello, el

brazo de Seck rodeó los hombros deSanta María. Tras ellos. Divina secomponía el rostro y los gestos, desuerte que, al volverse, uno u otro, lacreyeran preocupada por un inventarioenteramente práctico. Pero ninguno delos dos parecía preocuparse de la

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ausencia o la presencia de Divina. Seoyó un ángelus matutino, el ruido de unbote de leche. Tres obreros pasaron porel bulevar, en bicicleta, con la luzencendida, aunque fuese de día. Unagente urbana, ̂de regreso a casa, dondeencontraría tal vez una cama vacía.Divina tuvo esa esperanza, pues erajoven, pasó y ni siquiera los miró. Loscubos de basura olían a fregadero y aasistenta. Su olor se adhería al encaje deValenciennes blanco del vestido deSanta María y a los festones de losvolantes de la chaqueta rosa de Divina.Santa María seguía cantando y el negrosonriendo. Bruscamente, los tresestuvieron al borde de la desesperación.

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La ruta maravillosa estaba recorrida.Ahora, venía el bulevar llano y trivial,asfaltado, el bulevar de todo el mundo, ytan diferente de ese sendero secreto queacababan de abrir en el alba borracha deun día, con sus perfumes, sedas, risas,cantos, a través de las casas que perdíanlas tripas, de las casas de fachadahendida en las que, prosiguiendo susueño, permanecían colgados ancianos,niños, rufos —rufinas-chicas-finas—,barmen, tan diferente de esta sendaextraviada, digo, que los tres niños seacercaron a un taxi para escapar alfastidio de un regreso al lugar común. Eltaxi contaba con ellos. El chófer abrió laportezuela y subió Santa María primero.

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Gorgui, por su posición en el grupo,hubiera debido pasar el primero, pero seretiró dejando el paso libre a SantaMaría. Piénsese que jamás un chulocede el paso a una mujer, y menos aún auna maricona, en lo cual, sin embargo,en lo que a él atañía, se habíaconvertido esa noche Santa María; muyalto debía de situarlo Gorgui. Divina seruborizó cuando éste dijo:

—Pasa, Danie.Luego, instantáneamente, Divina

volvió a ser la Divina a la que habíaabandonado mientras iba calle Lepicabajo, para pensar con mayor viveza,pues, si sentía como «mujer» pensabacomo «hombre». Podría creerse que,

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retornando así espontáneamente a suverdadera naturaleza, Divina era unmacho maquillado, desmelenado porgestos postizos; pero no se trata de esefenómeno de la lengua materna a la quese recurre en las horas graves. Parapensar con precisión, Divina jamásdebía formular en voz alta, para símisma, sus pensamientos. Sin duda, enalguna ocasión ya se había dicho en vozalta: «Soy una pobre chica», pero, alhaberlo sentido, ya no lo sentía, y, aldecirlo, no lo pensaba ya. En presenciade Mimosa, por ejemplo, lograba pensarcomo «mujer» sobre cosas graves, peronunca esenciales. Su femineidad no erasólo una mascarada. Pero para pensar

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plenamente como «mujer» la estorbabansus órganos. Pensar es realizar un acto.Para actuar hay que deshacerse de lafrivolidad y posar la idea sobre unpedestal sólido. Acudía entonces en suayuda la idea de solidez, que asociaba ala idea de virilidad, y en la gramática esdonde la hallaba a su alcance. Pues si,para definir un estado queexperimentaba, Divina osaba emplear elfemenino, le era imposible para definiruna acción que llevaba a cabo. Y todoslos juicios de que era portadora como«mujer» eran, en realidad, conclusionespoéticas. Así, sólo entonces era Divinaauténtica. Sería curioso saber a quécorrespondían las mujeres en la mente

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de Divina y, sobre todo, en su vida. Sinduda, ella misma no era mujer (es decir,hembra con faldas); sólo la ligaba susumisión al macho imperioso y, paraella, tampoco era mujer Ernestine, queera su madre. Pero la mujer toda estabaen una niñita a quien Culafroy habíaconocido en el pueblo. Se llamabaSolange. Durante los días calcinadospermanecían sentados con las piernasencogidas en un banco de piedra blancaen una zona mínima de sombra, fina,estrecha como un dobladillo; con lospies metidos bajo el delantal, para nomojárselos de sol; sentían y pensaban encomún bajo la protección del árbol debolas de nieve. Culafroy estuvo

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enamorado, puesto que hizo, cuandometieron a Solange en el convento,peregrinaciones. Visitó la roca delCrotto. Esta piedra granítica servía decoco a las madres de familia, quepoblaban sus cavidades para espantonuestro de seres maléficos, areneros yvendedores de cordones, alfileres yhechizos. La mayoría de los niños nohacían caso de los cuentos dictados porla prudencia de las madres. SóloSolange y Culafroy, cuando iban allí —lo más a menudo posible—, sentían elespanto sagrado en el alma. Una tarde deverano, bochornosa de tormenta que noacababa de estallar, la abordaron. Laroca se adelantaba como una proa al

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encuentro de un mar de mieses rubiascon reflejos azules. El cielo descendíasobre la tierra como un polvo azul en unvaso de agua. El cielo visitaba la tierra.Un aire misterioso y místico, imitado delos templos y que sólo un pasajeapartado del pueblo sabía, hasta elmomento, conservar en todas lasestaciones: un estanque habitado porsalamandras y enmarcado porbosquecillos de abetos que seidealizaban en el agua verde. Los abetosson unos árboles asombrosos, que hevuelto a ver a menudo en cuadrositalianos. Están predestinados a losnacimientos navideños y participan asídel encanto de las noches invernales, de

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los reyes magos, de los cíngarosmúsicos y vendedores de tarjetaspostales, de los himnos y de los besosrecibidos y dados, por la noche, con lospies descalzos sobre la alfombra. En susramas, Culafroy esperaba siempredescubrir una virgen milagrosa que, paraque el milagro fuera total, sería de yesocoloreado. Necesitaba de esta esperanzapara soportar la naturaleza. Odiosanaturaleza, antipoética, ogresadevoradora de toda espiritualidad.Ogresa como glotona es la belleza. Lapoesía es una visión del mundo que seobtiene con un esfuerzo, a vecesagotador, de la voluntad tensa como unarbotante. La poesía es voluntaria. No es

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un abandono, una entrada libre y gratuitapor los sentidos; no se confunde con lasensualidad, sino que, oponiéndose aella, nacía, por ejemplo, los sábados,cuando se sacaban, para limpiar lashabitaciones, las butacas y las sillas deterciopelo rojo, los espejos dorados ylas mesas de caoba, al verde prado tanpróximo.

Solange estaba de pie en la más altacima de la roca. Se echó muyligeramente hacia atrás, como siaspirase. Abrió la boca para hablar y secalló. Esperaba un trueno o lainspiración, que no estallaron.Transcurrieron unos cuantos segundos enmedio de un intrincamiento preñado de

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horror y de alegría. Luego, pronunciócon voz inexpresiva:

—Dentro de un año, un hombre setirará abajo.

—¿Por qué dentro de un año? ¿Quéhombre?

—Idiota.Describió al hombre, que sería

gordo, llevaría unos pantalones grises yuna chaqueta de caza. Culafroy se quedótan trastornado como si le hubieraninformado de que acababa de cometerseun suicidio allí y de que un cuerpo aúncaliente yacía entre las zarzas, bajo laroca. La emoción lo penetraba a oleadasligeras y cortas, invasoras, escapaba porlos pies, las manos, el cabello, los ojos,

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para perderse en la naturaleza entera amedida que Solange iba contando lasfases del drama complicado y sabiocomo debe serlo un drama japonés.Ponía en él mucha complacencia, habíaelegido el tono de los recitativostrágicos, en que la voz jamás tropiezacon la tónica.

—Es un hombre que viene de lejos,no se sabe por qué. Debe de ser untratante en cerdos que vuelve de la feria.

—Pero la carretera queda lejos.¿Por qué viene aquí?

—Para morir, tonto. Uno no puedesuicidarse en la carretera.

Se encogió de hombros y agitó lacabeza. Sus hermosos rizos, como

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látigos plomados, le golpearon lasmejillas. La pequeña pitia se habíapuesto en cuclillas. Se parecía,buscando en la roca las palabrasgrabadas de la profecía, a una cluecaque escarba la arena para encontrar enella el grano que muestra a lospolluelos. La roca se convirtió, pasadoel tiempo, en un lugar visitado,encantado. Iban a él como se va a unatumba. Esta piedad por un futuro muertoahondaba en ellos algo semejante alhambre o a una de esas debilidades quese oponen a la fiebre.

Culafroy pensó un día: «Hace nuevemeses de aquello y Solange vuelve en elmes de junio. En julio estará, pues, aquí,

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para ver estallar la tragedia de la que esautora». Volvió. El se dio cuenta, alinstante, de que ella formaba parte de unmundo diferente del suyo. Ya no erasuya. Había conquistado suindependencia; ahora, esa niñita eracomo esas obras que, desde hace muchotiempo, han abandonado a su autor:como no son ya inmediatamente carne desu carne, no se benefician ya de suternura materna. Solange se había vueltosemejante a uno de esos excrementosenfriados que depositaba Culafroy al piedel muro del jardín, entre las casis y losgroselleros. Cuando aún estabancalientes, hallaba durante algún tiempouna tierna delectación en su olor, pero

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los rechazaba con indiferencia —conhorror a veces— cuando, desde hacíademasiado tiempo, no eran ya él mismo.Y si Solange no era ya la niñita casta,sacada de su costilla, la niñita que sellevaba a la boca los cabellos paramordisqueárselos, él mismo se habíacalcinado viviendo junto a Alberto. Sehabía efectuado en él una operaciónquímica, que daba nacimiento a nuevoscompuestos. El pasado de ambos críosestaba ya relegado entre las viejas lunas.Ni Solange ni Culafroy volvieron ya aencontrar los juegos y las palabras delaño anterior. Un día, fueron hasta debajode los avellanos, donde el veranoanterior se había celebrado su boda, un

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bautizo de muñecas, un festín deavellanas. Volviendo a ver el lugar, quelas cabras conservaban siempre igual,Culafroy se acordó de la profecía delCrotto. Quiso hablar del asunto conSolange, pero a ella se le habíaolvidado. Contando bien, hacía trecemeses que había anunciado la muerteviolenta del tratante y no había ocurridonada. Culafroy veía disiparse otrafunción sobrenatural. Una medida dedesesperación se sumó a ladesesperación que había deacompañarlo hasta la muerte. Aún nosabía que todo acontecimiento denuestra vida no tiene más importanciaque la resonancia que halla en nosotros,

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que el grado que nos hace franquearhacia el ascetismo. Para él, que norecibe sino impresiones fuertes, subida asu roca, Solange no había estado másinspirada de lo que él hubiera podidoestarlo. Para hacerse la interesante,había representado un papel; peroentonces, si un misterio se hallabaabolido de golpe, otro más denso sebrindaba. «Otros, distintos de mí,piensa, pueden jugar a no ser lo que son.Yo no soy, pues, un ser excepcional.» Y,luego, por fin, sorprendía una de lasfacetas del espejeo femenino. Estabadecepcionado, pero, sobre todo, sesentía henchido de otro amor y de unpoco de lástima por la chiquilla en

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exceso pálida, fina y lejana. Albertohabía atraído a sí, como una punta alrayo, todo lo maravilloso del exterior.Culafroy le contó a Solange por encimalo que fueron las pescas de serpientes, ysupo, como artista sabio, hacer y callarla confesión. Con una rama de avellano,ella barría la tierra. Ciertos niñostienen, sin que lo sospechemos, entre lasmanos atributos de brujería y nosasombramos, cuando somos ingenuos, delas perturbaciones en las leyes de losanimales y de las familias. Solange,antaño, era el hada de las arañas de lamañana —disgusto, dice la crónica[10].Me interrumpo aquí para observar «estamañana» una araña que teje en el rincón

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más oscuro de mi celda. El destino hadirigido solapadamente mi mirada a ellay a su tela. El oráculo se manifiesta.Sólo me resta plegarme sin maldecir:«Eres tu propio destino, has tejido tupropio sortilegio.» Una sola desgraciapuede ocurrirme, es decir, la másterrible. Heme aquí, pues, reconciliadocon los dioses. Las cienciasadivinatorias no me llevan a formularmeninguna pregunta, puesto que sondivinas. Quisiera volver a Solange, aDivina, a Culafroy, a los seres apagadosy tristes a los que abandono a veces porlos bellos danzarines y golfos; peroincluso aquéllos, aquéllos ante todo,están lejos de mí desde que he recibido

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el impacto del oráculo. ¿Solange?Escuchó como una mujer lasconfidencias de Culafroy. Tuvo uninstante de apuro y se rió, y fue tal esarisa que, sobre sus dientes apretados,parecía hacer cabriolas un esqueleto queles propinaba secos martillazos. Enmedio de la campiña, se sintióprisionera. Acababan de atarla. Celosa,la chica. Le costó trabajo encontrar lasuficiente saliva para preguntar: «¿Letienes cariño?», y su deglutición fuedolorosa, como si se hubiera tratado detragar un paquete de alfileres. Culafroyvaciló en responder. El Hada corríapeligro de olvido. En el momento en queera necesario hacerlo, en que la

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respuesta era un «sí» suspendido enteroy visible, dispuesto a estallar, Solangedejó escapar la varita de avellano y,para recogerla, se agachó, en unapostura ridícula, en el instante precisoen que el grito fatal caía, el «sí» nupcial,de suerte que se mezcló con el ruido dela arena que ella escarbó; quedóahogado y la impresión de Solangeamortiguada. Divina no tuvo nunca másninguna otra experiencia de mujer.

Junto al taxi, como ya no tenía quépensar, volvió a ser Divina. En vez deentrar (ya había cogido con dos dedos elabullonado de su vestido negro y

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levantado el pie izquierdo), comoGorgui ya instalado la invitaba, dio unacarcajada estridente, de fiesta o delocura, se volvió al taxista y, riéndoseleen las barbas, le dijo:

—No, no. Con el taxista. Yo subosiempre con el taxista, chúpate esa.

Y se puso mimosa.—¿Qué le parece al taxista?El taxista era un mocetón que

conocía su oficio (todos los taxistas sonalcahuetes y traficantes de polvoblanco). El abanico entre los dedos deDivina no se abrió. Además, Divina nocogía el abanico para engañar; hubieraquedado contrita de verse confundidacon una de esas horribles hembras

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tetudas. «¡Oh! esas mujeres, lasmalvadas, las malvadas, las abyectas,las fulanas de puerto, las tunas, lasguarras. ¡Oh! esas mujeres, ¡cómo lasodio!», decía. El taxista abrió laportezuela de su propio asiento y,sonriendo amablemente, le dijo aDivina:

—Anda, sube ahí, ricura.—¡Ay! este taxista es que es, es que

es, es que es…Chisporroteos de tafetán acribillaron

el muslo soberbio del taxista.El día se había despertado del todo

cuando llegaron al sotabanco, pero laoscuridad que establecían las cortinascorridas, el olor del té, el olor, todavía

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más, de Gorgui, los hicieron hundirse enuna noche hechicera. Como solía hacer.Divina pasó detrás del biombo paraquitarse el vestido de luto y ponerse unpijama. Santa María se sentó en la cama,encendió un cigarrillo; a sus pies, lamasa espumosa de los encajes de suvestido le hacían una especie depedestal tembloroso y, con los codos enlas rodillas, miró ante sí —el azar loshabía aceptado e, instantáneamente,organizado— el frac, el chaleco blancode raso, los escarpines de Gorgui, sobrela alfombra tomar la forma deltestimonio que un gentleman arruinadodeja a eso de las tres de la mañana enlas riberas del Sena. Gorgui se acostó

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completamente desnudo. Divinareapareció en pijama verde, pues, eninteriores, el verde de las telas lesentaba bien a su rostro empolvado deocre. Santa María aún no había acabadoel cigarrillo.

—¿Te acuestas, Danie?—Sí, sí, espera que acabe esto.Como siempre contestó como se

contesta desde el fondo de pensamientosprofundos. Santa María no pensaba ennada, y era eso lo que le daba el aire desaberlo todo de antemano, como por unaespecie de gracia. ¿Era el favorito delCreador? Dios lo había puesto tal vez alcorriente. Tenía la mirada más pura(vacía) que la de la du Barry tras una

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explicación de su amante el rey. (Comola du Barry, en ese momento ignorabaque iba en derechura hacia el cadalso;pero, puesto que los literatos explicanque los ojos de los Niños Jesús estántristes hasta la muerte por la previsiónde la Pasión de Cristo, tengo plenoderecho a rogaros que veáis, en el fondode las pupilas de Santa María, la imagenmicroscópica, para vosotros invisible asimple vista, de una guillotina.) Parecíaembotado. Divina pasó la mano por loscabellos rubios de Santa María de lasFlores.

—¿Quieres que te ayude?Pensaba desabrocharle el vestido y

quitárselo.

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—Sí, anda, vamos.Santa María arrojó la colilla, la

aplastó en la alfombra y, ayudándosecon la punta de uno, se descalzó un pie yluego otro. Divina le desabrochaba laespalda del vestido. Despojaba a SantaMaría de las Flores de una parte, de laparte más bonita de su nombre. SantaMaría estaba un poco achispado. Esteúltimo cigarrillo le sentó bastante mal.La cabeza le rodó y cayó de repentesobre el pecho como la de los pastoresde escayola de rodillas sobre loscepillos que se colocan en los Belenes,cuando se echa una moneda por laranura. Hipaba de sueño y de vino maldigerido. Se dejó quitar el vestido sin

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ayudar con el menor gesto, y cuandoestuvo desnudo, Divina, levantándolopor los pies, lo hizo bascular en lacama, donde rodó contra Seck. Divinasolía acostarse entre los dos. Se dioperfecta cuenta de que hoy habría decontentarse con permanecer en el bordeexterior, y los celos que se habíanapoderado de ella durante el descensode la calle Lepic y en El Tabernáculo ledevolvieron la acritud. Apagó. Lascortinas, mal corridas, dejaban entrar unrayo de luz muy fino que se diluía enpolvo dorado. Era, en la habitación, elclaroscuro de las mañanas poéticas.Divina se acostó. Al instante, atrajo a sía Santa María, cuyo cuerpo parecía

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desosado, sin nervios, con los músculosnutridos de leche. Sonreía en el vacío.En fin, tenía esa sonrisa complacientecuando estaba moderadamente divertido,pero Divina no vio esa sonrisa más quecuando le tomó la cabeza entre lasmanos y volvió hacia sí el rostro queprimeramente estaba vuelto haciaGorgui. Gorgui estaba echado bocaarriba. El vino y los licores lo habíanreblandecido, igual que habíanreblandecido a Santa María. No estabadurmiendo. Divina tomó en su boca loslabios cerrados de Santa María. Sabidoes que tenía el aliento fétido. A Divinale importaba, pues, abreviar su beso enla boca. Se deslizó hasta el fondo de la

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cama, lamiendo con la lengua, al pasar,la pelusa del cuerpo de Santa María, quese iba despertando al deseo. Divinarecostó la cabeza en el hueco de laspiernas y el vientre del asesino y esperó.Cada mañana se repetía la mismaescena, una vez con Santa María y lasiguiente con Gorgui. No esperó muchorato. Santa María se volvió boca abajode repente y, de manera brutal, metiócon la mano la verga, aún flexible, en laboca entreabierta de Divina. Esta apartóla cabeza y frunció los labios. Rabioso,el sexo se volvió de piedra (adelante,condottieri, caballeros, pajes, rufianes,charranes, bajo vuestros rasosempinadla contra la mejilla de Divina),

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quiso forzar la boca cerrada, perotropezó con los ojos, la nariz, labarbilla, resbaló contra la mejilla. Erael juego. Por fin, encontró los labios.Gorgui no dormía. Percibía losmovimientos por su eco en la grupadesnuda de Santa María.

—¡Oye! Mira que tenéis mala leche,no hay que ponerse en plan rácano. A míestas cosas me excitan.

Se movió. Divina jugaba a ofrecersey retirarse. Santa María jadeaba. Conambos brazos, Divina le rodeaba losflancos, se los acariciaba con las manos,se los alisaba, pero ligeramente, parasentir su temblor, con la punta de losdedos, como cuando se quiere sentir

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girar bajo el párpado el globo de losojos. Sus manos pasaron sobre lasnalgas de Santa María, y he aquí queDivina comprendió. Gorgui cabalgaba alasesino rubio e intentaba penetrarlo. Unadesesperación terrible, profunda,inigualable, la desprendió del juego deambos hombres. Santa María seguíabuscando aún la boca de Divina yencontraba los párpados, el cabello y,con voz turbada por el jadeo, perohúmeda de sonrisa, dijo:

—¿Estás listo, Seck?—Sí, dijo el negro.Su aliento debió de levantar los

cabellos rubios de Santa María. Unfurioso movimiento se desencadenó por

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encima de Divina.«Es la vida», tuvo tiempo de pensar

Divina. Hubo una pausa, una especie deoscilación. El andamiaje de cuerpos sederrumbó en el pesar. Divina volvió asubir la cabeza hasta la almohada. Sehabía quedado sola, abandonada. Ya noestaba excitada, y por primera vez nosintió la necesidad de ir al retrete aacabar con su propia mano el amoriniciado. Sin duda. Divina se hubieseconsolado de la ofensa que le hicieronSeck y Santa María, si la ofensa nohubiera sido cometida en su casa. Lahubiera olvidado. Pero el insulto corríael riesgo de convertirse en crónico,puesto que los tres parecían estar

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instalados en el sotabanco de unamanera estable. Odiaba por igual a Secky a Santa María, y sentía muy claramenteque este odio hubiese cesado si sehubiesen dejado mutuamente. A ningúnprecio, pues, los dejaría seguir en elsotabanco. «No voy a cebar a este parde lirones.» Santa María se le hacíaodioso, como una rival. Por la noche,cuando los tres estuvieron levantados,Gorgui tomó a Santa María por loshombros y, riendo, lo besó en la nuca.Divina, que estaba preparando el té,hizo como si estuviera distraída, pero nopudo evitar echar una ojeada a labragueta de Santa María. Un nuevoataque de rabia se apoderó de ella:

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estaba empalmado. Creía haber echadola ojeada sin ser vista, pero levantó lacabeza, los ojos, justo a tiempo paracaptar la ojeada socarrona con queSanta María la estaba señalando alnegro.

—Por lo menos, podríais guardar lacompostura, dijo.

—No hacemos daño a nadie, dijoSanta María.

—¿Eso te parece?Pero no quería parecer reprender un

entendimiento amoroso, ni siquieraparecer haberlo descubierto. Añadió:

—No podéis estar un momento sinarmar jaleo.

—Si no armamos jaleo, monada.

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Anda, guapa.Mostraba, trincándoselo con el

puño, el bulto bajo la tela palpitante.—Esto va en serio, dijo riéndose.Gorgui había dejado a Santa María.

Se estaba cepillando los zapatos.Tomaron el té. Jamás había tenidoocasión Divina, jamás había pensado enponerse celosa del físico de Santa Maríade las Flores. Existen, no obstante,motivos para creer que estos celosexistían, sordos, ocultos. Recordemosunos cuantos detalles menudos, que noslimitamos a dejar anotados: Divinanegándole un día su rimmel a SantaMaría; su alegría (rápidamentedisimulada) al descubrir el horror de su

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aliento apestado. Y, sin ni siquiera darsecuenta ella misma, pinchó en la pared,entre todas las demás, la foto más fea deSanta María. Esta vez, los celos físicos,que sabido es cuán amargos son, se levolvieron evidentes. Planeó y consumócon el pensamiento venganzashorrorosas. Arañaba, desgarraba,amputaba, laceraba, despellejaba,arrojaba vitriolo. «Que quedeodiosamente mutilado», pensaba.Mientras secaba las tazas de té, habíaprocedido a espantosas ejecuciones.Una vez que hubo dejado el paño, era denuevo pura, pero, no obstante, no volvíasino mediante una sabia gradación entrelos humanos. Sus actos lo acusaban. De

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haberse vengado de una maricona,Divina hubiese logrado, sin duda, unmilagro del martirio de San Sebastián.Hubiese lanzado unas cuantas flechas —pero con esa gracilidad que tenía cuandodecía: «Te tiro una pestaña» o también;«Te echo un autobús.» Unas cuantasflechas aisladas. Luego, una salva.Hubiera delimitado con flechas loscontornos de la maricona. La hubieraaprisionado en una jaula de flechas y,finalmente, clavado limpiamente. Quisoutilizar este método con Santa María.Pero este método debe llevarse a caboen público. Si lo permitía todo en elsotabanco, Santa María no toleraba quese chotearan de él delante de los amigos.

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Era quisquilloso. Las flechas de Divinagolpearon contra el granito. Buscó riñasy, naturalmente, las encontró. Un día losorprendió en flagrante delito de másque egoísmo. Estaban en el sotabanco.Divina estaba aún acostada. La víspera,Santa María había comprado un paquetede «Craven». Al despertarse, buscó elpaquete: no quedaban más que doscigarrillos. Tendió uno a Gorgui, sequedó con el otro, y los encendió.Divina no estaba dormida, peropermaneció con los ojos cerrados,esforzándose por aparentar dormir. «Espara ver qué van a hacer», pensaba.Bien sabía la embustera que era elpretexto que le serviría para no parecer

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ofendida si la olvidaban en el reparto,que le permitiría conservar la dignidad.Cuando llegó a los treinta, más o menos,a Divina la invadió la necesidad dedignidad. Cualquier cosa la ofendía; ellaque, de joven, era capaz de audacias deesas que hacen temblar a los barmen, seruborizaba y sentía que se ruborizabapor la menor cosita que recordaba, porla sutileza misma de este símbolo,estados en los que verdaderamente habíapodido sentirse humillada. Una ligeraimpresión —y más terrible cuanto másligera— la devolvía a sus épocas demiseria. Nos asombraremos de vercrecer a Divina en edad y sensibilidad,cuando el común discernimiento decide

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que, a través de la vida, la piel se vaendureciendo. No sentía ya, claro,ninguna vergüenza por ser unamariconzuela de alquiler. Si acaso, sehubiera glorificado de ser una a la quele chorrea la lefa por los nueveagujeros. Que mujeres y hombres leinsultasen, aún le daba igual. (¿Hastacuándo?) Pero perdió el control de símisma, se puso toda colorada y estuvo apunto de no recuperarse sin escándalo.Se aferraba a la dignidad. Con los ojoscerrados, se imaginaba a Seck y a SantaMaría haciendo remilgos para excusarseambos de no haber contado con ella,cuando Santa María cometió la torpezade hacer en voz alta esta reflexión (que

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desoló a Divina, enterrada en su nochede los ojos cerrados), esta reflexión quesubrayaba y probaba que un largo ycomplicado intercambio de señas a ellareferidas acababa de llevarse a cabo:«Sólo quedan dos cigarrillos.» Bien losabía ella. Oyó rascar la cerilla. «Noera cosa de que partieran uno por lamitad.» Se respondió a sí misma: «Puesbien, sí, debía haberlo partido (el quedebía haberlo partido era Santa María),o incluso privarse de él y dejármelo amí.» Así que, de esta escena, dató elperíodo en que rechazó lo que Seck ySanta María le ofrecían. Un día, SantaMaría subió un paquete de caramelos.He aquí la escena. Santa María a

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Divina:—¿Quieres un caramelo? (pero

estaba ya cerrando el paquete, observóDivina).

Dijo:—No, gracias.Unos segundos después, Divina

añadió:—No me das nada de buena gana.—Sí te lo doy de buena gana; si no

quisiera dártelo, no te lo diría. Nunca telo digo dos veces, cuando no quierodarte algo.

Divina pensó con una vergüenzamás: «Nunca me ha ofrecido nada dosveces.» No quiso ya salir si no era sola.Esta costumbre no tuvo más que una

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consecuencia: estrechar la intimidad delnegro y del asesino. La fase que siguiófue la de los reproches violentos. Divinano podía ya aguantarse más. El furor,como una velocidad, le procuraba unalucidez más aguda. Descubría pordoquier intenciones. ¿O es que SantaMaría obedecía, sin saberlo, al juegoque ella ordenaba, que ordenaba que lacondujera hacia la soledad y aún máshacia la desesperación? Abrumó deinvectivas a Santa María. Como lostontos, que no saben mentir, eradisimulado. Cogido en la trampa, seruborizaba a veces, se le ponía la caralarga, al pie de la letra, pues las dosarrugas que tenía a lo largo de la boca

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se le estiraban, tiraban de él haciaabajo. Daba lástima. No sabía quécontestar y no podía sino sonreír. Esasonrisa, por muy estreñida que fuese, ledistendía los rasgos, le desfruncía lamoral. En cierta forma, podíase decirque había atravesado, desgarrándose enél, como un rayo de sol un tapón deespinas, un espino de invectivas, perosabía, sin embargo, parecer salir de élintacto, sin sangre en los dedos.Entonces, Divina, rabiosa, lo asaeteaba.Se tornaba despiadada como sabía serloen sus persecuciones. En definitiva, susflechas hacían poco daño a Santa María,ya hemos dicho por qué, y si algunasveces, encontrando un sitio más blando,

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la punta entraba, Divina hundía el dardohasta las plumas que había embadurnadode un bálsamo cicatrizante. Temía almismo tiempo una violencia de SantaMaría herido, se guardaba rencor a símisma por haber dejado asomar unaexcesiva amargura, pues pensaba, y seequivocaba grandemente, que a SantaMaría lo haría feliz. A cada una de susobservaciones emponzoñadas, le añadíaun cordial suavizador. Como SantaMaría no estaba nunca atento más que albien que parecían desearle, decían queera confiado y sin malicia, o acasotambién como no captaba más que elfinal de las frases, era sólo este final elque le llegaba y creía que era la

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conclusión de un largo cumplido. SantaMaría hechizaba las molestias queDivina se tomaba en maltratarlo, pero,sin saberlo, estaba atravesado de flechasmalvadas. Santa María era feliz a pesarde Divina y gracias a ella. Cuando undía hizo esta confesión que lo humillaba(haber sido desvalijado y abandonadopor Marchetti), Divina tenía en susmanos las de Santa María de las Flores.Aunque conmovida, con un nudo en lagarganta, sonreía amablemente, para queninguno de los dos se enterneciese hastala desesperación, que no hubiera duradosin duda más que unos cuantos minutos,pero los hubiera marcado para toda lavida, y para que Santa María no se

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disolviese en esta humillación. Era paraella una dulzura tierna, comparable a laque me deshizo en lágrimas cuando:

—¿Cómo te llamas?, me preguntó elmaître.

—Jean.Y la primera vez que tuvo que

llamarme en el office gritó: «¡Jean!» Oírmi nombre me hizo tanto bien. Creí quehabía encontrado de nuevo una familia,por la ternura de los criados y de losamos. Hoy, os hago esta confesión: nosentí jamás más que la apariencia de lascálidas caricias, algo como una miradacargada de una profunda ternura que,dirigiéndose a algún bello ser jovencolocado detrás de mí, pasaba por mí y

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me trastornaba. Gorgui no pensabaapenas, o no dejaba ver que pensase. Sepaseaba a través de las voces de Divina,ocupándose sólo de su propia ropablanca. Un día, sin embargo, estaintimidad con Santa María, que los celosde Divina habían hecho nacer, hizo deciral negro:

—Vamos al cine. Tengo unasentradas.

Luego rectificó:—Pero, qué gilipollas soy, siempre

me creo que no somos más que dos.Era demasiado para Divina, resolvió

acabar. ¿Con quién? Sabía que Seck seencontraba bien en medio de esta vidadichosa, hallaba en ella un refugio, el

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alimento, la amistad, y la medrosaDivina temía su cólera: seguramente nohubiese abandonado el sotabanco sinuna venganza de negro. Además, habíavuelto —tras un tiempo de pausa— apreferir las virilidades exageradas, y aeste respecto Seck la colmaba.¿Sacrificar a Santa María? ¿Cómo? Y¿qué dirá Gorgui? La ayudó Mimosa, aquien se encuentra en la calle. Mimosa,señora anciana.

—¡La he visto! Ta, Te, Ti, To, Tu,quiero a tu Santa María. Siempre tanlozana, siempre tan Divina. La Divina esella.

—¿Te gusta? (Entre ellas, lasmariconas hablaban de sus amigas en

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femenino.) ¿La quieres para ti?—Anda, conque ¿ya no quiere saber

nada de ti, pobrecita mía?—Estoy de Santa María hasta las

narices. Y además es estúpida y laencuentro blanda.

—Ni siquiera consigues ya que seempalme.

Divina pensó: «So guarra, ya tecogeré yo a ti.»

—Entonces, ¿de verdad que me ladejas?

—No tienes más que cogerla. Sipuedes.

Al mismo tiempo, esperaba queSanta María no se dejaría coger:

—Ya sabes que te detesta.

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—Sí, sí, sí. Sí, sí, sí. Primero se medetesta y luego se me adora. Peroescucha, Divina, podemos ser buenasamigas. Quisiera tirarme a Santa María.Déjamela. Favor por favor, monada.Puedes estar segura de mí.

—¡Oh! Mimo, figúrate si te conozco.Tienes mi confianza. Todísima mía.

—En qué tono lo dices. Pero oye, teaseguro que en el fondo soy una buenachica. Tráela una noche.

—¿Y Roger, tu hombre?—Se va a la mili. Figúrate, allí, con

las oficialas, me olvidará. ¡Ay!,¡entonces sí que seré la Viudísima! Asíque cojo a Santa María y me la guardopara mí. Tú tienes dos. ¡Las tienes a

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todas!…—Bueno, de acuerdo, voy a

decírselo. Ven a vernos a eso de lascinco y tomas el té.

—¡Qué buena chica eres, Divina!Déjame que te dé un beso. Y que estásaún de buen ver, oye. Un poco arrugada,pero te hace mono, y tan buena.

Era por la tarde. Eran tal vez lasdos; según caminaban, se agarraban porlos dos meñiques curvados en forma degancho. Un poco después, Divina seencontró a Gorgui y a Santa Maríajuntos. Hubo de esperar a que el negro,que ya no dejaba a Santa María ni a solni a sombra, fuera al retrete. He aquícómo preparó Divina a Santa María:

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—Oye, Danie, ¿quieres ganarte cienchuchas?

—¿Con qué?—Pues nada, que Mimosa querría

acostarse contigo una hora o dos. Rogerse va a la mili y se queda sola.

—¡Bah! Cien chuchas es poco, oye.Si has puesto tú el precio, no te hasmatao.

Se rio socarronamente. Y Divina:—Yo no he marcado ningún precio.

Oye, vete con ella y ya te arreglarás, laMimosa no es nada agarrada con loschiquitos que le gustan. Haz lo quequieras, por supuesto. Yo te lo digo y túhaz lo que te parezca. De todas maneras,va a venir al sotabanco a las cinco. Sólo

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que habría que apartar a Gorgui, ya meentiendes, para estar más libres.

—¿Follamos en el sotabancocontigo?

—Oye, no, vas a su casa. Tendrástiempo de discutir. Pero no manguesnada, por favor: no mangues nada, queluego habría sus más y sus menos.

—¡Ah!, ¿hay guinde? Pero puedesestar tranquila: no limpio a losamiguetes.

—Intenta que te dure, sé un buenchulo.

Divina había evocado con toda laintención y muy hábilmente el robo. Eraun medio seguro de dársela con queso aDanie. ¿Y Gorgui? Cuando volvió, Santa

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María lo puso al corriente.—Tienes que ir, Danie.El negro no veía más que los cinco

luises. Pero, entonces, le vino unasospecha a la mente: hasta ese momentohabía creído que el dinero que sacaba,Santa María se lo debía a sus cabritos,el escrúpulo que descubría ahora en élle hizo pensar que había algo más.Quería saber qué, pero el asesino eramás escurridizo que una anguila. SantaMaría había reanudado su tráfico decocaína. En un bar pequeño que parecíauna celda, en la calle del Elysée-des-Beaux-Arts, se reunía cada cuatro díascon Marchetti, que había regresado sinblanca a París y que se la suministraba.

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Iba en unas bolsitas de papel de seda,gramo a gramo, y esas bolsitas estaban asu vez en otra mayor, de tela morena. Heaquí lo que había ideado: se dejaba lamano izquierda en el bolsillo agujereadode los pantalones, para poder calmar oacariciarse el miembro en excesoviolento. Con esta mano izquierdaretenía una larga cuerda de la quependía, balanceándose, en el interior dela pernera de los herales, la bolsa detela morena.

—Si vienen los estupas, suelto lacuerda y el paquete se cae sin armarjaleo. Así no hay peligro.

Pendía por un hilo a unaorganización secreta. Cada vez que

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Marchetti le entregaba la nieve, decía:«¿Qué tal, chaval?», junto con un guiñoque Santa María reconocía en los corsosque lo empleaban entre sí, cuandopasaban rozándose por una acera,murmurándose:

—Ciao, Rico.Marchetti le pregunta a Santa María

si tiene valor:—¡A patadas!—Mira el encipotado este, contestó

alguien.Aquí no puedo por menos de volver

sobre estas palabras de jerga que brotande los labios de los chulos como suspedos (plumas) brotan del traseroblando de Pocholo. Y es que una de

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ellas, que más tal vez que todas metrastorna —o, como dice siemprePocholo, me reconcome, pues es cruel—, se pronunció en una de las celdas delas Bodegas a la que llamamos «lostreinta y seis baldosines», celda tanestrecha que es la crujía de un navío. Deun robusto guardián oí que murmuraban:«El empalado», y luego, un pocodespués: «El Envergado». Ahora bien,lo cierto es que el hombre que lopronunciaba nos había dicho que habíanavegado durante siete años. Lamagnificencia de tal obra —el palo poruna verga— me hizo temblar de arribaabajo. Y el mismo hombre dijo un ratodespués: «O, si eres de la pompa, te

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bajas los herales y el juez hace diana…»Pero esta expresión entraba ya dentrodel dicho picante; inapropiada, destruyóel encanto de la otra y volví a hacer pieen este fondo sólido que es la chuscada,mientras que el poema hace siempre queel suelo huya bajo la planta de los pies ynos aspira al seno de una maravillosanoche. También dijo: «¡Empirojotado!»,pero no resultó mejor. A veces, en elmás desolador de mis momentos, jodidopor los boquis, me canto para mi fuerointerno este poema: «El envergado», queno aplico a nadie en concreto, pero queme consuela, me seca las lágrimas queno han brotado, paseándome a través demares en calma, marinero de esa

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tripulación que vimos alrededor de 1700en la fragata Culafroy.

Pocholo iba de grandes almacenesen grandes almacenes. Eran el único lujoal que podía acercarse, con el que podíadarse el lote. Lo atraían el ascensor, laslunas, las alfombras (sobre todo lasalfombras, que ensordecían el trabajointerior de los órganos de su cuerpo, elsilencio le entraba por los pies,amortiguaba todo el fuego de sumecanismo; en fin, que dejaba de oírse así mismo); apenas si lo atraían lasdependientas pues, por descuido y aúnmuy reprimidos gestos, tics de Divina sele escapaban. Al principio se habíaatrevido a a hacer algunos para burlarse;

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pero ellos, solapados, iban conquistandopoco a poco la plaza fuerte y Pocholo nisiquiera se percataba de su muda. Fuealgo después —y diremos cómo—cuando comprendió que era falso sugrito, una noche: «Un macho que se follaa otro es un macho doble.» Antes deentrar en las Galerías Lafayette, se quitóla cadena de oro que le golpeaba labragueta. Mientras estaba solo en laacera, el combate era aún posible, pero,entre las mallas de todas las venillasbajas que urden, en movediza red,mostradores y muebles, estaba perdido.Estaba a merced de una voluntad «otra»,que le llenaba hasta los topes losbolsillos de objetos que, en su

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habitación, al ponerlos encima de lamesa, no reconocía, hasta tal punto quela señal que le había hecho escogerlosen el momento del robo era poco comúna la Divinidad y a Pocholo. En elinstante de esta toma de posesión porparte del Otro, de los ojos, de lasorejas, de la boca un poco abierta eincluso cerrada de Pocholo escapaban,revoloteando a menudos aletazos,pequeños Mercurios grises o rojos dealados tobillos. Pocholo el duro, el frío,el irrefragable, Pocholo el chulocobraba vida como una roca abrupta dela que sale, de cada hueco musgoso ymojado, un pardal vivo, revoloteando entorno a ella como un vuelo de pichas

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aladas. Era preciso, en fin, que pasarapor ello, es decir, que robara. En variasocasiones ya, se había entregado a estejuego: sobre un mueble, entre losobjetos expuestos y en el lugar másinaccesible, depositaba, como porinadvertencia, cualquier pequeñezcomprada y pagada con todas las de laley en un mostrador alejado. Lo dejabareposar allí unos cuantos minutos,apartaba la vista de él y se interesabapor lo que estaba expuesto alrededor.Cuando el objeto se había fundido lobastante con el resto del mueble, lorobaba. Dos veces, un inspector lo habíacogido y dos veces se había vistoobligada la dirección a presentarle

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excusas, puesto que Pocholo estaba enposesión del ticket entregado por lacajera.

Los mecheros actúan siguiendovarios métodos, y según sea el mueblehay, quizá, que emplear uno y otro. Porejemplo, con una sola mano se puedencoger a un tiempo dos objetos pequeños(billeteros), sujetarlos como si nohubiera más que uno, estar un ratoexaminándolos, deslizarse uno por lamanga y, por fin, dejar el otro en susitio, como si no interesara. Ante unosmontones de retales de seda, hay quecolocar, negligentemente, una mano en elbolsillo agujereado del gabán. Se acercauno al mostrador hasta tocarlo con el

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vientre y, mientras la mano libre palpala tela y la mueve, desordena las sedasexpuestas, la mano que está en elbolsillo sube hacia la parte alta delmostrador (siempre al nivel delombligo), atrae hacia sí el retal másbajo del montón y lo lleva de esta forma,pues es flexible, hasta debajo del gabánque lo oculta. Pero estoy dando unasrecetas que todas las amas de casa, quetodas las compradoras saben. Pocholoprefería asir, hacer describir al objetouna rápida parábola desde el mueblehasta su bolsillo. Era audaz, pero máshermoso. Como astros que caen, losfrascos de perfume, las pipas, losencendedores corrían en una curva pura

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y breve y le abultaban los muslos. Eljuego era peligroso. Si valía o no lapena era algo que sólo Pocholo podíajuzgar. Este juego era una ciencia querequería un entrenamiento, unapreparación, como la ciencia militar. Enprimer lugar, había que estudiar ladisposición de los espejos y sus biseles,y también los que, oblicuos, sujetos altecho, nos reflejan en un mundo cabezaabajo que los detectives, mediante unjuego de cortinilla que les funciona en elcerebro, ponen rápidamente boca arribay orientan. Había que acechar el instanteen que la dependienta tiene la miradadirigida a otra parte y en que losclientes, siempre traidores, no miran.

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Había en fin, que encontrar, como unobjeto perdido —o, mejor, como uno deesos personajes de las adivinanzascuyas líneas sobre los platos de postreson también las de los árboles y lasnubes—, al detective. Encontrad aldetective. Es una mujer. El cine —entreotros juegos— enseña lo natural, queestá hecho enteramente de artificios y esmil veces más engañoso que loauténtico. A fuerza de conseguirparecerse a un congresista o a unacomadrona, el detective de las películasha dado a los rostros de los verdaderoscongresistas y de las verdaderascomadronas un rostro de detective, y losverdaderos detectives, huraños en medio

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de este desorden que vuelve borroso surostro hartos ya, han querido parecerdetectives, lo cual no simplifica nada lascosas… «Un espía que se pareciera a unespía sería un mal espía», me dijo unabailarina, un día. (Se suele decir: «Unabailarina, una noche.») No lo creo.

Pocholo iba a salir de losalmacenes. Por ociosidad y por parecernatural, y también porque es difícildesembarazarse de esta turbulencia,movimiento browniano, tan poblado ymovedizo, conmovedor, como elembotamiento matutino, —se entreteníamirando al pasar los muebles dondepueden verse camisas, botes de cola,martillos, cordeles, esponjas de caucho.

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Llevaba en los bolsillos dosencendedores de plata y una pitillera. Loestaban siguiendo. Cuando llegó junto ala puerta, guardada por un coloso congalones, una ancianita le dijo con toda lacalma:

—¿Qué ha robado, joven?Fue lo de «joven» lo que encantó a

Pocholo. Si no, hubiera arremetido. Laspalabras más inocentes son las másperniciosas, de ellas es de las que hayque guardarse. Casi al instante, elcoloso estuvo sobre él y lo agarró por lamuñeca. Se lanzó como la másformidable ola sobre el bañista dormidoen la playa. Gracias a las palabras de lavieja y al gesto del hombre, un nuevo

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universo, instantáneamente, se le ofrecióa Pocholo: el universo de loirremediable. Es el mismo que aquel enque estábamos, pero con unaparticularidad: que en lugar de actuar ysabernos actuantes, nos sabemosactuados. Una mirada —es tal vez denuestro ojo— tiene la acuidad súbita,concreta de lo extralúcido, y el orden deeste mundo —visto del revés— aparecetan perfecto dentro de lo ineluctable, quea este mundo no le queda más quedesaparecer. Y es lo que hace en unsantiamén. El mundo está vuelto delrevés como un guante. Y acontece que elguante soy yo y que comprendo al finque, el día del juicio, Dios me llamará

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con mi propia voz: «¡Jean, Jean!»Pocholo, al igual que yo, había

conocido demasiados fines del mundopara, tocando fondo después de éste,lamentarse rebelándose contra él. Unarebelión no le habría arrancado más quesobresaltos de carpa sobre una alfombray lo habría puesto en ridículo.Dócilmente, como si lo llevaran concorrea y en sueños, se dejó conducir porel portero y el detective hembra aldespacho del comisario especial de losalmacenes, en el sótano. Lo habíanpillado in fraganti. Esa misma tarde, uncoche celular lo condujo a la prisiónpreventiva, donde pasó la noche condiversos vagabundos, mendigos,

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ladrones, descuideros, chulos,falsificadores, todos ellos gente salidade entre la mampostería mal unida de lascasas erguidas unas contra otras en losmás oscuros callejones sin salida. Aldía siguiente trasladaron a Pocholo y asus compañeros a la prisión de Fresnes.Entonces, tuvo que dar su apellido, elapellido de su madre y el nombre hastaentonces secreto de su padre. (Seinventó: ¡Romuald!) Dijo también suedad y su profesión.

—¿Su profesión?, dijo el escribano.—¿La mía?—Sí, la suya.Pocholo estuvo a punto de ver

salírsele de entre los labios en flor:

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«Chica de salón», pero contestó:—Yo no tengo profesión, no currelo.Sin embargo, estas palabras tuvieron

para Pocholo el valor y el sentido de:«Chica de salón».

Por fin, lo desnudaron y leregistraron la ropa hasta las costuras. Elguardián le hizo abrir la boca, se la miróa fondo, le pasó la mano por los espesoscabellos, y furtivamente, tras habérselosdesparramado por la frente, le rozó lanuca, hueca aún, cálida y vibrante,sensible y lista para provocar, bajo lamás leve caricia, estragos espantosos.Por su nuca reconocemos que Pocholopuede ser aún un delicioso marinerito.Por fin, le dijo:

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—Échese hacia adelante.Se agachó. El guardián le miró el

ano y vio una mancha negra.—…osa, gritó.Pocholo tosió. Pero se había

equivocado. Era «¡Qué cosa!» lo quehabía gritado el guardián. La manchanegra era una cagarruta bastante grande,que aumentaba cada día y que Pocholo,varias veces ya, había intentadoarrancar, pero hubiera tenido quearrancarse los pelos con ella, o tomar unbaño caliente.

—Estás cagao, dijo el guardián.(Ahora bien, estar cagao significatambién tener miedo, y el guardián loignoraba.)

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¡Pocholo el del noble porte, el decaderas contoneantes, el de hombrosinmóviles! En la Colonia, un vigilante(tenía veinticinco años, llevaba unasbotas de cuero leonado hasta los muslos,sin duda velludos) se había dado cuentade que el faldón de la camisa de loscolonos estaba manchado de mierda.Todos los domingos por la mañana, en elmomento de mudarnos de ropa, nosobligaba, pues, a extender, sujetándolaante nosotros por ambas mangasseparadas, nuestra camisa sucia.Cruzaba con la parte delgada de la fustala cara, ya torturada por la humillación,del colono el faldón de cuya camisa eradudoso. Ya no nos atrevíamos a ir al

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retrete, pero cuando nos empujaban a élretortijones demasiado imperiosos,como no había papel, después dehabernos limpiado el dedo en la paredencalada, amarilla ya de meados,teníamos buen cuidado de levantarnos elfaldón de la camisa (digo «nos» ahora,pero entonces cada colono creía que erael único que lo hacía) y lo que se nosmanchaba era el fondillo de lospantalones blancos. Los domingos por lamañana sentíamos en nosotros la purezahipócrita de las vírgenes. SóloLarochedieu se trababa siempre, al finalde la semana, en los faldones de lacamisa y se los ensuciaba. La verdad esque no era para tanto, pero los tres años

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que pasó en la penitenciaría estuvieronenvenenados por la preocupación deesas mañanas de domingo —que veo yo,ahora, enguirnaldadas de camisitasfloridas por ligeros toques de su mierdaamarilla, antes de misa—, tanto que porfin, los sábados por la noche frotaba lapunta de la camisa contra la cal de lapared para intentar blanquearla. Alpasar ante él, descuartizado, en la picotaya, con sus quince años en cruz, elvigilante de botas de cuero, de miradamontaraz y brillante, permanecíainmóvil. Hacía pasar, sin habilidadpreconcebida, por sus duros rasgos (lossentimientos que vamos a enumerar sepintaban en ellos, a causa de esta

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dureza, como una carga), el asco, eldesprecio y el horror. Muy tieso,escupía en el centro del rostro demármol, que no esperaba más que eseescupitajo, de Larochedieu. En lo que aquienes estamos leyendo esto se refiere,de sobra adivinamos que los faldones dela camisa del vigilante y el fondo de suscalzoncillos estaban llenos de mierda.Así pues, Pocholo el Pinreles sintió loque puede ser el alma de un bordoneroLarochedieu al que se escupe en eltrasero. Pero apenas si prestaba atencióna estos intercambios momentáneos dealmas. No sabía nunca por qué, despuésde ciertas impresiones, se sorprendía deseguir en su pellejo. No dijo ni palabra.

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El guardián y él estaban solos en elvestuario. Se le desgarraba el pecho derabia. Vergüenza y rabia. Abandonó laestancia, arrastrando tras de sí ese nobletrasero —y por su trasero era por lo quese conocía que hubiera sido un brillantetorero. Lo encerraron en una celda. Porfin, detrás de los cerrojos, se sintió librey lavado, con sus trozos vueltos a pegar,Pocholo de nuevo, el dulce Pocholo. Sucelda podría estar en cualquier sitio. Lasparedes son blancas, el techo es blanco,pero el suelo de mugre negra la posa enel suelo y la sitúa allí, precisamente allí,es decir, entre mil celdas que, aunqueligeras, la aplastan, en el tercer piso dela prisión de Fresnes. Ya estamos aquí.

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Los rodeos más largos me devuelvenpor fin a mi prisión, a mi celda. Ahora,podría casi sin afeites, sin transposición,sin trujamán, contar mi vida aquí. Mivida actual.

Por delante de todas las celdas correun balcón interior al que se abre cadapuerta. Frente a ella, esperamos que elguardián abra y adoptamos posturas quenos delatan; así, el lila ese indica, alpermanecer con la gorra en la mano, ytendida, que suele mendigar a la puertade las iglesias. Cuando vuelven delpaseo y esperan al guardián, si éste seinclina, cada recluso no puede por

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menos de oír alguna serenata de guitarrao sentir, en este empalletado, que el granbajel va dando fuertes bandazos bajo laluna y va a naufragar. Mi celda es unacaja exactamente cúbica. Por la noche,en cuanto Pocholo se echa en su cama, laventana la lleva hacia el oeste, ladesprende del bloque de mampostería yhuye con ella, arrastrándola como unalancha. Por la mañana, si una puerta seabre —todas están cerradas entonces, yes un misterio profundo, tanto como elmisterio del número en la obra deMozart o como la utilidad del coro en latragedia (en la cárcel se cierran máspuertas de las que se abren)— unelástico la saca del espacio en que se

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columpiaba y la vuelve a poner en susitio: entonces es cuando el recluso debelevantarse. Mea, tieso, sólido como unolmo, en la taza de las letrinas, sesacude un poco la verga reblandecida; elalivio de la orina que fluye lo devuelvea la vida activa, lo coloca en el suelo,pero delicadamente, con suavidad,desata los cordones de la noche, y seviste. Con la escobilla, recoge algo deceniza y de polvo. Pasa el guardián yabre durante cinco segundos las puertaspara que haya tiempo de sacar la basura.Luego, las vuelve a cerrar. El reclusoaún no se ha desembarazado del todo dela náusea del despertar sobresaltado.Tiene la boca llena de guijarros. La

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cama aún está caliente. Pero no sevuelve a acostar. Hay que luchar con elmisterio cotidiano. La cama de hierrofijada a la pared, la tablilla fijada a lapared, la silla de madera dura fijada a lapared por una cadena —esta cadena,residuo de un orden muy antiguo en quelas cárceles se llamaban mazmorras ocalabozos, en que los prisioneros, comolos marinos, eran galeotes, empaña lacelda moderna de una novelesca nieblade Brest o de Tolón, la hace retrocederen el tiempo y hace estremecersesutilmente a Pocholo ante la sospecha deque está preso en la Bastilla (la cadenaes un símbolo de un monstruoso poder;sobrecargada con una bola sujetaba los

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pies entumecidos de los galeotes del reynuestro señor)—, el colchón de algas,seco, estrecho, como el féretro de unareina oriental, la bombilla desnuda quepende, tienen la rigidez del precepto, delos huesos y los dientes descarnados.Cuando vuelva a su casa, al sotabanco,Pocholo no podrá ya, si se sienta, o seacuesta, o toma el té, olvidar quedescansa o duerme sobre la osamenta deuna butaca o de un diván. La mano dehierro bajo el guante de terciopelo lollama al orden. Álcese el velo. Lo únicoque en la celda, con un ritmo casi deseno (palpitan como una boca), concedesu aliento consolador, son las letrinas deloza blanca. Son humanas.

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El Bloque-Pocholo camina a pasitosbamboleantes. Está solo en su celda. Delas narices, se arranca pétalos de acaciay violetas; dando la espalda a la puerta,donde siempre espía un ojo anónimo, selos come y, con el pulgar vuelto, en elque se ha dejado crecer la uña de losletrados, busca más. Pocholo es un chulode pacotilla. Las combinaciones quetrama se van a pique de repente endivagaciones poéticas. Casi siempre,camina con paso regular e irreflexivo;una obsesión lo preocupa. Hoy, va yviene por la celda. Está ocioso, lo cuales muy raro, pues labora casi

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constantemente, en secreto, pero confidelidad, en su mal. Se acerca al estantey levanta la mano a esa altura en que, enel sotabanco, encima de un mueble, estácolocado el revólver. La puerta se abrecon gran estruendo de cerraduras que seestán forjando, y el guardián grita:

—Rápido, las toallas.Pocholo se queda plantado con las

toallas limpias, que le dan a cambio delas sucias, entre las manos. Luego,continúa a trompicones los gestos deldrama que él ignora que estárepresentando. Se sienta en la cama; sepasa la mano por la frente. Vacila en…Por fin, se levanta y, ante ese minúsculoespejo de un franco clavado en la pared,

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se separa los rubios cabellos y en lasien se busca sin saberlo una herida debala.

La noche desliga a Pocholo de sudura corteza de chulo voluntario.Durante el sueño, se enternece, perosólo puede agarrar la almohada,aferrarse a ella, apoyar la mejillatiernamente en la tela áspera —unamejilla de niño que va a deshacerse enlágrimas— y decir: «Quédate, por favor,amor, quédate.» En lo hondo del corazónde todos los «hombres» se representauna tragedia de cinco segundos en verso.Conflictos, gritos, puñales o prisión quedesata, el hombre liberado acaba de serel testigo y el tema de una obra poética.

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Durante mucho tiempo creí que la obrapoética proponía conflictos: los anula.

A los pies de las murallas de laprisión, se arrodilla el viento. La prisiónarrastra consigo todas las celdas en queduermen los presos; se hace liviana yhuye. Corred, censores, los ladronesestán lejos. Los palquistas suben. Por elhueco del ascensor o por el ascensor.Despabilados, despabilan. Substraen.Hacen restas. En el descansillo, elburgués de medianoche, fulminado porel horror del misterio de un niño queroba, de un adolescente que fuerza laspuertas, el burgués desvalijado no seatreve a gritar: «¡Al ladrón!» Apenas sivuelve la cabeza. El ladrón hace que se

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vuelvan las cabezas, que se tambaleenlas casas, que bailen los castillos, quevuelen las prisiones.

Al pie de (entre la espada y) lapared, duerme Pocholo. Duerme,Pocholo, ladrón de nada, ladrón delibros, de cuerdas de las campanas, decrines y colas de caballo, de bicicletas,de perros de lujo. Pocholo, astutoPocholo, que sabe robar a las mujeres lapolvera; con una varita fina y liga, a loscuras el dinero de los cepillos; a lasdevotas que comulgan en la misa rezada,el bolso que se han dejado en elreclinatorio; a los chulos, el currele; a lapolicía, sus plastas; a las porteras, sushijas o sus hijos, duerme, duerme, el día

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apenas ha lucido cuando un rayo, sobretus rubios cabellos, del sol que viene teencierra en tu prisión. Y los días quevan uno tras de otro hacen tu vida máslarga que ancha.

Al despertar, un condenado da lavuelta, corriendo, al balcón, en el piso,y da un puñetazo en cada puerta. Unotras otro, con los mismos gestos, tres milprisioneros disturban la atmósferapesada de la celda, se levantan yrealizan los pequeños serviciosmatutinos. Más tarde, un guardián abrirála ventanilla de la celda 329 para pasarel rancho. Mira y no dice ni palabra. Enesta historia, los guardianes tambiéntienen su cometido. No todos son tontos,

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pero todos sienten la pura indiferenciapor el papel que interpretan. Noentienden nada de la belleza de sufunción. Desde hace poco, llevan ununiforme azul oscuro que es copiaexacta de la indumentaria de losaviadores y pienso, si es que tienen elalma noble, que sienten vergüenza de sercaricaturas de héroes. Son aviadorescaídos desde el cielo en la prisión,rompiendo la vidriera del techo. Se hanevadido a la prisión. En el cuello llevanaún estrellas que, de cerca, parecenblancas y bordadas, porque es de díacuando podemos verlas. Se adivina quese lanzaron con terror del avión (el niñoGuynemer, herido, caía hecho un ovillo

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por el miedo; caía con el ala rota por elaire duro que hay que hendir, con elcuerpo sangrando una bencina arco iris,y era eso, caer en pleno cielo de gloria);están al fin entre un mundo que no lossorprende. Pueden, tienen derecho apasar delante de todas las celdas sinabrirlas, a mirar a todos los golfosmansos y humildes de corazón. No. Nopiensan en eso, porque no lo desean.Volaban por el aire: no desean abrir lasventanillas, por la abertura en forma deas de diamante sorprender los gestosfamiliares de los asesinos y de losladrones, sorprenderlos cuando se lavanla ropa interior, remeten las sábanaspara la noche, tapan las rendijas de la

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ventana, por economía, con sus gruesosdedos y un alfiler, parten las cerillas endos o en cuatro, y decirles una palabratrivial —humana, por lo tanto— parasaber si al instante no se transformaríanen linces o en zorros. Son guardianes detumbas. Abren las puertas y las vuelvena cerrar, sin preocuparse de los tesorosque protegen. Su honrado (ojo a lapalabra «noble» y a la palabra«honrado» que acabo de emplear), suhonrado rostro, estirado hacia abajo,alisado por la caída vertical sinparacaídas, no se altera por laproximidad de los estafadores, ladrones,rufos, encubridores, falsificadores,asesinos, falsos monederos. Ni una flor

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les salpica el uniforme, ni un pliegue dedudosa elegancia, y si he podido decirde uno de ellos que caminaba con pasosafelpados, es porque, unos días después,había de traicionar, pasarse al campocontrario, que es el campo volante, subirderecho al cielo, con la caja bajo elbrazo. Lo había observado en misa, enla capilla. En el momento de lacomunión, el capellán descendió delaltar y fue hasta una de las primerasceldas (pues la capilla está divididatambién en quinientas celdas, féretros depie), portando una hostia a un prisioneroque debía de esperarla de rodillas. Asípues, este vigilante —que estaba, con lagorra puesta, en un rincón del estrado

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del altar, con las manos en los bolsillos,las piernas abiertas, en esa postura, enfin, en que me gustaba tanto volver a vera Alberto— sonrió, pero de una maneraamablemente divertida, que yo nohubiera creído posible en un boqui. Susonrisa acompañó a la Eucaristía y lavuelta del copón vacío, y pensé que,mientras se trituraba los cojones con lamano izquierda, se mofaba del devoto.Ya me había preguntado yo lo queocurriría si se encontraran un joven ybello guardián y un joven y bellocriminal. Me complacía en estas dosimágenes: un choque sangriento ymortal, o un abrazo rutilante en medio deuna orgía de lefa y jadeos; pero jamás

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me había fijado en un guardián, cuandoal fin lo vi. Desde mi celda, que estabaen la última fila, distinguía bastante malsus rasgos para prestarles el dibujo delrostro de un joven y cobarde mestizomejicano, que había recortado de la tapade una novela de aventuras. Pensé:«Anda, cabrón, ya te voy a dar yocomunión.» Mi odio y mi horror por estaralea debieron de hacer que meempalmara más aún, pues sentí bajo losdedos que la verga se me henchía —yme la sacudí hasta que por fin…—, sinquitarle ojo al guardián, que sonreía aúnamablemente. Puedo decirme ahora quesonrió a otro guardián o a un asesino yque estando entre ellos, esa sonrisa

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luminosa pasó a través de mí y medescompuso. Creí poder pensar que elboqui estaba vencido y agradecido.

Frente a los guardianes, Pocholo sesentía como un niño pequeño. Losodiaba y los respetaba. Durante todo eldía, fuma hasta zozobrar en la cama. Ensus náuseas, unas manchas claras formanislas: es el rostro de una amante; es elrostro, imberbe y liso como el de unboxeador, de una muchacha. Arroja lascolillas, por el placer del gesto. (¿Quéno puede esperarse de un chulo que líalos pitillos porque es algo que da ciertaelegancia a los dedos, que lleva zapatosde suela de tocino para sorprender porlo silencioso de sus pasos a la gente con

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que se cruza y que lo mirará con mayorestupor, que le verá la corbata, que leenvidiará las caderas, los hombros, lanuca, que, sin conocerlo, le creará, apesar de su anonimato, de uno a otrotranseúnte, una comitiva florida eininterrumpida de homenajes, queconcederá una especie de soberaníadiscontinua y momentánea a esedesconocido, cuyos fragmentos desoberanía todos supondrán en cualquiercaso que al final de sus días habrárecorrido la vida como soberano?) Porla noche, recoge el tabaco desparramadoy se lo fuma. Echado en la cama, bocaarriba, con las piernas abiertas, con lamano derecha sacude la ceniza del

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cigarrillo. Se ha pasado el brazoizquierdo por debajo de la cabeza. Es unmomento de felicidad, constituido por laadorable facilidad que tiene Pocholopara ser aquello que, por su postura, eslo que es más hondamente y que esteestado esencial hace revivir ahora consu auténtica vida. Echado encima de unacama rígida, y fumando, ¿qué podríaser? Pocholo no sufrirá jamás o sabrásiempre salir de un apuro por sufacilidad para revestirse de los gestosde un tipo admirado que se encuentra enesta misma situación y, si los libros olas anécdotas no se los procuran, paracrearlos —así sus deseos (pero se diocuenta demasiado tarde, cuando ya no

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era momento de dar marcha atrás) noeran ni el deseo de ser contrabandista,rey, malabarista, explorador, negrero,sino el deseo de ser uno de loscontrabandistas, uno de los reyes,malabaristas, etc., es decir, como… Enlas más lamentables posturas, Pocholosabrá recordar que fue también la dealguno de sus dioses (y, si no estuvieronasí, los obligará a haberlo estado), y supropia postura será sagrada y por ellomás que soportable. (Es así semejante amí que recreo a estos hombres,Weidmann, Pilorge, Soclay, en mi deseode ser ellos mismos; pero es biendistinto de mí por su fidelidad a suspersonajes, pues yo me he resignado

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hace mucho a ser yo mismo. Perojustamente, mi codicia de un destinosoñado espléndido ha condensado, sidecirse puede, en una especie dereducción compacta, sólida ycentelleante al máximo, los elementostrágicos, purpúreos, de mi vida vivida, ya veces tengo ese rostro complejo deDivina, que es ella misma, en primerlugar y simultáneamente a veces, en susrasgos del rostro y sus gestos los seresde elección imaginarios tan reales, conlos cuales en su intimidad estricta, tieneagarradas, que la torturan o la exaltanpero no la dejan en reposo, le procuran,gracias a sutiles contracciones dearrugas y a temblores de dedos, ese

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aspecto inquietante de ser múltiple,porque permanece muda, cerrada comouna tumba, como ella poblada por loinmundo.) Echado encima de una camarígida, y fumando, ¿qué podría ser?«Aquel que, por su postura, es lo que esmás hondamente, es decir, un chuloencarcelado fumándose un cigarrillo, esdecir, él mismo.» Se comprenderá, pues,hasta qué punto la vida interior deDivina era diferente de la vida interiorde Pocholo.

Pocholo le ha escrito a Divina unacarta en cuyo sobre no le queda másremedio que poner «Don», y a SantaMaría de las Flores también. Divina estáen la clínica. Le manda un giro de

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quinientos francos. Más adelanteleeremos su carta. Santa María no hacontestado.

Un vigilante abre la puerta y empujaa uno nuevo en la celda. ¿Seré yo oPocholo quien lo reciba? Trae consigosus mantas, su escudilla, su cuartillo, sucuchara de palo y su historia. En cuantoempieza a hablar, lo paro. Siguehablando, pero yo ya no estoy.

—¿Cómo te llamas?—Jean.Es suficiente. Como yo y como ese

niño muerto para el cual escribo, sellama Jean. Qué importaría, además, sifuera menos bello, pero estoy de malas.Jean allí. Jean aquí. Cuando le digo a

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uno que lo amo, sospecho que me lodigo a mí mismo. Ya no estoy, porqueme esfuerzo de nuevo por revivir laspocas veces que me concedió que loacariciara. Me atrevía a todo, y paraamansarlo, consentía en que tuvierasobre mí la superioridad del macho; sumiembro era sólido como el de unhombre y su rostro de adolescente era ladulzura misma, hasta tal punto que,echado en mi cama, en mi habitación,tieso, sin moverse, cuando medescargaba en la boca, no perdía nadade una virginal castidad. Es otro Jean,aquí, quien me cuenta su historia. Ya noestoy solo, pero por ello estoy más soloque nunca. Quiero decir que la soledad

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de la cárcel me procuraba esa libertadde estar con los cien Jean Genetentrevistos al vuelo en cien transeúntes,pues soy efectivamente igual quePocholo, que robaba también a losPocholos a los que un gesto irreflexivodejaba escaparse de todos losdesconocidos que había rozado al pasar;pero el nuevo Jean hace entrar en mímismo —como un abanico, que secierra, los dibujos de la gasa— haceentrar no sé qué. Sin embargo, distamucho de ser antipático. Es incluso lobastante tonto como para que yo sientacierta ternura por él. Los ojos finos ynegros, la piel morena, los cabellosenmarañados y ese aire despierto…

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Algo así como un golfo griego a quien seintuye en cuclillas al pie de la invisibleestatua de Mercurio, jugando al juego dela oca, pero espiando con el ojo al diospara robarle las sandalias.

—¿Estás aquí por…?—Chulo. Me llaman la Garduña de

Pigalle.—Venga ya. No vas maqueado. En

Pigalle no hay más que mariconas.Cuenta.

El niño griego cuenta que lo hancogido in fraganti en el instante en queretiraba de la caja de una taberna lamano abarrotada de billetes.

—Pero volveré a vengarme. Cuandosalga, le rompo todos los cristales a

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pedradas por la noche. Pero me pondréguantes para coger las piedras. Por lashuellas. Para que no me pesquen.

Sigo leyendo novelas populares. Miamor se satisface en ellas con golfosdisfrazados de gentileshombres. Asícomo mi gusto por la impostura, migusto por lo chungo, que sin duda meharía escribir en mis tarjetas de visita:«Jean Genet, falso conde deTillancourt.» En medio de las páginas deestos libros gruesos, de caracteresaplastados, aparecen maravillas. Comolirios enhiestos, surgen jóvenes que son,en parte gracias a mí, príncipes ymendigos a un tiempo. Si conmigo hagoa Divina, con ellos hago a sus amantes:

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Santa María, Pocholo, Gabriel, Alberto,tipos que soplan de ocultis y encima decuyas cabezas, mirando bien, a manerade aureola podría verse una corona real.No podría conseguir que no tuvierannostalgia de las novelas baratas depáginas grises, como los cielos deVenecia o de Londres, atravesadas en sutotalidad por dibujos y signos feroces delos reclusos: ojos de frente en perfiles,corazones sangrantes. Leo estos textosestúpidos para la razón, pero mi razónno se ocupa de un libro desde el cual lasfrases emponzoñadas, emplumadas, seme vienen encima. La mano que laslanza dibuja, clavándolas en algunaparte, la vaga silueta de un Jean que se

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reconoce, no osa moverse, esperando laque, apuntando a su corazón de veras, lodejará palpitante. Amo hasta la locura,como amo la prisión, esta tipologíaapretada, compacta como un montón deinmundicias, atiborrada de actossangrientos como paños, fetos de gatosmuertos, y no sé si son sexosrígidamente erectos los que setransforman en duros caballeros o loscaballeros en sexos verticales.

Y además, en el fondo, ¿es necesarioque hable tan directamente de mí? Megusta mucho más describirme en lascaricias que reservo a mis amantes.Poco faltaba para que ese nuevo Jean seconvirtiera en Pocholo. ¿Qué le faltaba?

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Cuando pee, con ruido seco, tiene esegesto de inclinarse sobre los muslosmientras conserva las manos en losbolsillos y volviendo un poco el torso,como si lo atornillara. Es el movimientode un piloto al timón. Recrea a Pocholo,de quien me gustaba, entre otras cosas,lo siguiente: cuando tarareaba un aire dejava, daba un paso de baile y se poníaambas manos delante, como si sujetasenel talle de una pareja (a su gusto, hacíaeste talle más o menos fino, separando oacercando las manos siempre móviles);parecía también de esta manera, llevarel volante sensible de un Delage por unacarretera casi recta; parecía también serel boxeador agitado que se cubre con

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manos abiertas y ágiles el hígado; deesta forma, este mismo gesto era comúna varios héroes, en los que Pocholo seconvertía súbitamente, y ocurría siempreque este gesto era el que simbolizabacon mayor fuerza al macho más grácil.Hacía gestos de esos maravillosos quenos ponen a sus pies. Gestos duros, quenos espolean y nos hacen gemir comoesa ciudad cuyos flancos vi sangrar ríosde estatuías en marcha, avanzando a unritmo de estatuas elevadas por el sueño.Los batallones en sus sueños avanzan através de las calles con una alfombravoladora o como un neumático que cae yrebota según una cadencia lenta ypesada. Sus pies tropiezan en nubes:

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entonces se despiertan, pero un oficialdice una palabra: se vuelven a dormir yparten de nuevo en su sueño, con susbotas pesadas como un pedestal, y elpolvo es nube. Semejantes a losPocholos que nos han atravesado,lejanos sobre sus nubes. Sólo los hacendiferentes sus caderas de acero, que nosabrán jamás hacer de ellos chulostortuosos y flexibles. Me maravillo deque el rufián Horst Wessel, a lo quedicen, haya hecho nacer una leyenda yuna endecha.

Ignorantes, fecundantes, como unpolvo de oro, cayeron sobre París, quetoda una noche comprimió los latidos desu corazón.

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Nosotros nos estremecemos ennuestras celdas, que cantan o selamentan de voluptuosidad forzada pues,al sospechar esta orgía de machos,gozamos tanto como si nos fuera dadover a un gigante de pie, abierto depiernas y empalmado.

Hacía cosa de tres meses quePocholo estaba a la sombra cuando —mientras yo me encontraba con losmenores de rostros que me parecían tanvoluntariosos, tan duros, aunque tanjóvenes, y que daban una apariencia másfloja a mis pobres carnes blancas, en lasque ya no hallo nada del colono feroz deMettray, mientras que a ellos losreconozco bien y los temo— bajó al

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reconocimiento médico. Allí unjovenzuelo le habló de Santa María delas Flores. Cuanto os cuente de cabo arabo, Pocholo lo supo atando cabos, conayuda de palabras susurradas tras lamano dispuesta en forma de abanico, alo largo de muchos reconocimientos. Ensu vida asombrosa, Pocholo, al corrientede todo, jamás sabrá nada. Comoignorará siempre que Santa María es suhijo, no sabrá, en esta historia, que elchaval le recita, que Pierrot el Corso esSanta María con un apodo que adoptabapara traficar con droga. Así pues, SantaMaría estaba en casa del chaval que vaa hablar, cuando el ascensor de la casase paró en el descansillo. El ruido de su

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parada marcaba el instante a partir delcual ha de asumirse lo inevitable. Unascensor que se para hace latir elcorazón de quien lo oye, como el ruido,a lo lejos, de los clavos que se clavan.Hace a la vida frágil como el vidrio.Llamaron. El ruido de la campanilla eramenos fatal que el del ascensor y trajoun poco de certidumbre, de algo yaconvenido. Si, después del ruido delascensor, no hubiesen oído nada, elchaval y Santa María habrían muerto demiedo. Fue el chaval quien abrió lapuerta.

—¡Policía!, dijo uno de los doshombres, volviéndose, con ese gesto queconocéis, la solapa de la americana.

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En la actualidad, la imagen de lafatalidad es para mí el triángulo queforman tres hombres de aspectodemasiado trivial para no ser peligroso.Imaginemos que voy calle arriba. Estánlos tres en la acera de la izquierda,donde todavía no los veía. Pero ellos síme han visto: uno pasa a la acera de laderecha, el segundo se queda a laizquierda y el último aminora un poco lamarcha y forma el vértice del triánguloen que voy a encerrarme: es la Policía.

—Policía.Entró en el vestíbulo. Todo el suelo

estaba cubierto por una alfombra. Paraacceder a mezclar en la vida cotidianade uno —vida con zapatos por atar,

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botones por pegar, espinillas del rostroque quitar— aventuras de novelapolicíaca, tiene que tener uno mismo unalma un poco bruja. Los policíascaminaban con una mano en el revólvermontado, dentro del bolsillo de laamericana. En el fondo del estudio delchaval, la chimenea estaba coronada porun inmenso espejo con marco de rocallade cristal, con facetas complicadas; unascuantas butacas acolchadas de sedaamarilla estaban repartidas acá y acullá.Las cortinas estaban corridas. La luzartificial provenía de una araña: eran lasdoce del día. Los policías olfateaban elcrimen, y tenían razón, pues el estudioreproducía la atmósfera asfixiante de la

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habitación en que Santa María, jadeante,con los gestos atrapados en una formarígida de cortesía y de temor, estrangulóal viejo. Había rosas y lirios de aguaencima de la chimenea, frente a ellos.Como en casa del viejo, los mueblesbarnizados no presentaban más quecurvas de las que la luz parecía surgirmás que posarse, como en los globos delas uvas. Los policías iban avanzando, ySanta María los miraba avanzar enmedio de un silencio aterrador como elsilencio eterno de los espacios ignotos.Iban avanzando, como él mismoentonces, por la eternidad.

Llegaban en el momento oportuno.En medio del estudio, encima de una

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gran mesa, directamente sobre el tapetede terciopelo rojo, estaba extendido unenorme cuerpo de desnudo. Santa Maríade las Flores, junto a la mesa, de pie,atento, miraba venir a los policías. Almismo tiempo que la idea pesada de uncrimen se aposentaba en ellos, la ideade que este crimen era postizo destruíael crimen; el fastidio de una proposiciónsemejante, el fastidio de su absurdidad yde su posibilidad: un crimen postizohacía sentirse incómodos a los policías.Con toda evidencia, no era posible quese hallasen en presencia deldescuartizamiento en trozos de unhombre o de una mujer asesinados. Lospolicías llevaban sortijas de sello de

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oro de verdad y nudos de corbataauténticos. En cuanto —y antes—estuvieron al borde de la mesa, sedieron perfecta cuenta de que el cadáverera un maniquí de cera de los queutilizan los sastres. No obstante, la ideade crimen enmarañaba los datos simplesdel problema. «Tú, desde luego, tienespinta de hacer auténticas barrabasadas.»El policía de más edad le dijo eso aSanta María, porque Santa María de lasFlores es un rostro tan radiantementepuro que inmediatamente, y a cualquiera,se le ocurría que era falso, que esteángel tenía que ser doble, de llamas y dehumos, pues cada cual ha tenido ocasiónde decir al menos una vez en su vida:

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«Parecía que no había roto nunca unplato», y quiere, cueste lo que cueste,ser más cazurro que el destino.

Un crimen postizo dominaba, pues,la escena. Los dos policías no buscabanmás que la cocaína que uno de sussoplones había rastreado en casa delchaval.

—Aflojad la nieve, y rápido.—No tenemos nieve, jefe.—Venga, rápido, chavales; si no, os

venís con nosotros y hacemos unregistro. Y va a ser peor.

El chaval vaciló un segundo, tressegundos. Conocía los métodos de lospolicías y sabía que estaba cogido. Sedecidió.

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—Tome, sólo tenemos esto.Tendió un paquete mínimo, doblado

como los papelitos de polvosfarmacéuticos, que se sacó de la caja delreloj de pulsera. El policía se lo guardóen el bolsillo del chaleco.

—¿Y éste?—Este no tiene. Seguro, jefe, puede

registrarlo.—¿Y esto de dónde ha salido?El maniquí. Tal vez hay que

reconocer aquí la influencia de Divina.Está doquier surge lo inexplicable. Vasembrando, la Loca, tras de sí, celadas,trampas solapadas, mazmorras, a riesgode caer en ellas ella misma si se damedia vuelta, y por culpa de ella, la

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mente de Pocholo, de Santa María y desus amiguetes está erizada de gestosabsurdos. Van sin mirar y sufren caídasque los consagran a los peores destinos.El chaval amigo de Santa María ibatambién al tope, y en un cocheestacionado, junto con Santa María delas Flores, había robado, una noche, unacaja de cartón que, al desembalar,encontraron llena de horribles trozos deun maniquí de cera desarmado.

Los polis se estaban poniendo elgabán. Ellos no contestaron. Las rosasde la chimenea eran bellas, pesadas y enexceso perfumadas. Por ello, lospolicías perdían parte de su aplomo. Elcrimen era falso o estaba inacabado.

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Habían venido en busca de nieve. Lanieve… laboratorios instalados en elcuarto de la criada… que explotandesperfectos… ¿Así que la cocaína espeligrosa? Se llevaron a ambos jóvenesa la brigada, y esa misma noche, juntocon el comisario, volvieron para hacerun registro que les había de procurartrescientos gramos de cocaína. No porello dejaron en paz al chaval ni a SantaMaría. Los policías hicieron lo quepudieron para sacarles la mayorcantidad posible de información. Losacosaban, registraban esa noche paradesenmarañar algunos hilos que loscondujeran a nuevas capturas. Lossometieron a la tortura moderna: patadas

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en el vientre; bofetadas; reglas en lascostillas y otros juegos diferentes paraambos.

—¡Confiesa!, aullaban.Al final, Santa María cayó rodando

debajo de una mesa. Delirante de rabia,un policía se precipitó sobre él, perootro lo retuvo por el brazo,murmurándole algo y diciendo acontinuación en voz alta:

—Anda, déjalo, Gaubert. Tampocoes que haya cometido un crimen.

—¿Este, con esa carita de muñecaque tiene? Capaz sería.

Temblando de miedo, Santa Maríasalió de debajo de la mesa. Le hicieronsentar en una silla. A fin de cuentas, sólo

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se trataba de cocaína, y en la sala de allado, al otro chaval lo estabanmaltratando menos. El inspector quehabía parado el pim pam pun se quedósolo con Santa María. Se sentó y letendió un cigarrillo.

—Dime lo que sabes. No es nadadel otro mundo. Un poco de nieve; no tevan a guillotinar.

Me será muy difícil explicar conprecisión y describir con minuciosidadlo que pasó por la cabeza de SantaMaría de las Flores. No se puede hablara este respecto de gratitud hacia elpolicía de tono más suave. Tampoco fuepor el alivio que sintió Santa María aloír la frase: «No es nada del otro

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mundo.» El policía dijo:—Lo que lo cabreó, fue ese maniquí

que teníais.Rió y bebió un trago de humo. Hizo

gárgaras. ¿Temía Santa María una penamenor? Para empezar, le salió delhígado y se le pegó a los dientes laconfesión del asesinato del anciano. Nolo confesó. Pero la confesión ibasubiendo, subiendo. Si abre la boca, lova a soltar todo. Se sintió perdido. Derepente, el vértigo hizo presa en él. Seve a sí mismo perfectamente en elfrontón de un templo no muy alto.«Tengo dieciocho tacos. Puedencondenarme a muerte», piensa muydeprisa. Si afloja los dedos, se cae.

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Vaya, se va rehaciendo. No, no diránada. Sería magnífico decirlo, seríaglorioso. ¡No, no, no! ¡Señor, no!

¡Ah! Está salvado. La confesión seva retirando, se va retirando sin habersalido.

—He matado a un viejo.Santa María ha caído del frontón del

templo e, instantáneamente, el estadoestacionario de la desesperación loadormece. Queda descansado. El policíano se ha movido.

—¿A quién, a qué viejo?Santa María vuelve a la vida. Se ríe:—No, era guasa, estoy de broma.Con rapidez asombrosa, combina

esta coartada: un asesino confiesa de

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forma espontánea y de manera estúpida,con detalles imposibles, un crimen paraque se lo tome por loco y se aparten deél las sospechas. Trabajo en balde.Vuelven a torturar a Santa María. Pormucho que grite que lo que quería erajugar, los policías quieren saber. SantaMaría sabe que sabrán, y porque esjoven forcejea. Es un ahogado que luchacontra sus gestos y sobre quien, sinembargo, la paz —ya sabéis, la paz delos ahogados— desciende lentamente.Los policías dicen ahora los nombres detodos los asesinados desde hace cinco odiez años a cuyo asesino no atraparon.La fila se va alargando; Santa Maríatiene la inútil revelación de la

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extraordinaria ignorancia de la policía.Las muertes violentas desfilan ante susojos. Los policías dicen nombres,nombres, y pegan. Se disponen a decir,por fin, a Santa María: «¿A lo mejor nosabes cómo se llama?» Aún no. Dicennombres y miran fijamente el rostroencarnado del niño. Es un juego. Eljuego de las adivinanzas. ¿Caliente, queme quemo? ¿Ragon?… El rostro estádemasiado descompuesto para poderexpresar nada que sea comprensible.Todo en él es desorden. Santa Maríaaúlla:

—Sí, sí, ése es. Dejadme.Tiene el pelo en los ojos, se lo

aparta con un movimiento de cabeza y

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ese simple gesto, que era su coqueteríamás exquisita, le indica la vanidad delmundo. Se limpia apenas la baba que lecae de la boca. Todo se vuelve tantranquilo que nadie sabe ya qué hacer.

De la noche a la mañana, el nombrede Santa María de las Flores fueconocido en toda Francia, y Francia estáacostumbrada a las confusiones. Los quese limitan a hojear los periódicos no separaron en Santa María de las Flores.Los que van al fondo de los artículos,olfateando lo insólito y encontrándole elrastro en cada ocasión, sacaron a la luzuna pesca milagrosa: esos lectores eranlos colegiales y las viejecitas que se hanquedado arrinconadas en provincias,

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semejantes a Ernestine, que había nacidovieja, como los niños judíos que, a loscuatro años, tienen el rostro y los gestosque tendrán a los cincuenta. Era,efectivamente, por ella, para encantar sucrepúsculo, para lo que Santa Maríahabía matado a un viejo. Desde siemprevenía ella creando cuentos fatales ohistorias de corte ramplón y trivial, peroen los que ciertas palabras explosivasagujereaban los decorados, y por esossietes, que mostraban, si decirse puede,un atisbo de los bastidores, secomprendía con estupor por qué habíahablado de esta forma. Tenía la bocallena de cuentos, y uno se pregunta cómopodían nacer de ella que no leía cada

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noche más que un insípido periódico:los cuentos nacían del periódico, comolos míos de las novelas populares.Esperaba al cartero, apostada detrás delos cristales. Un tormento cada vez másturbador la iba agitando a medida que seacercaba la hora del cartero y cuando,por fin, tocaba las páginas grises,porosas, rezumando la sangre de losdramas (la sangre cuyo olor confundíacon el de la tinta y el papel), cuando lasdesplegaba como una servilleta sobrelas rodillas, se hundía, agotada, hechaunos zorros, en el fondo del viejo sillónrojo.

El cura de un pueblo, al oír a sualrededor flotar el nombre de Santa

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María de las Flores, sin haber recibidoórdenes de la diócesis, un domingo,desde el púlpito, encomendó preces yrecomendó este nuevo culto a laparticular devoción de los fieles. Losfieles, en sus bancos, sobrecogidos, nodijeron ni una palabra, no pensaron ni unpensamiento.

En una aldea, el nombre de la flor ala que llaman «reina de los prados» hizopreguntar a una niña que pensaba enSanta María de las Flores:

—Oye, mamá, ¿ha tenido unacuración milagrosa?

Acontecieron otros milagros que notengo tiempo de narrar.

El viajero taciturno y febril que

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llega a una ciudad no deja de irdirectamente a los tugurios, barriosreservados, burdeles. Lo guía un sentidomisterioso que lo avisa de la llamadadel amor oculto; o quizá, por el aire, porla dirección que toman ciertoshabituados que reconoce por signossimpáticos, por contraseñasintercambiadas entre subconscientes yque sigue confiado. De este modo, ibaErnestine a las minúsculas líneas de lossucesos, que son —los crímenes, losrobos, las violaciones, las agresiones amano armada— los «Barrios Chinos»[11]

de los periódicos. Soñaba con ellos. Suviolencia concisa, su precisión nodejaban al ensueño ni tiempo ni espacio

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para infiltrarse: la fulminaban.Aparecían brutales, con vivos colores,sonoras: manos rojas posadas sobre elrostro de una bailarina, rostros verdes,párpados azules. Cuando esta ola defondo se había extinguido, leía todos lostítulos de las piezas musicales de losprogramas radiofónicos, pero jamáshabría tolerado que una tonada entraraen su habitación, tanto corroe a la poesíala más ligera de las melodías. De estaforma, los periódicos estuvieroninquietantes, como si no hubiesen estadocolmados más que de columnas desucesos, columnas sangrientas ymutiladas como postes de tortura. Y,aunque al proceso que leeremos mañana,

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la prensa no le haya concedido más que,con mucha parsimonia, diez líneas,bastante separadas para dejar quecircule el aire entre las palabrasviolentas en demasía, esas diez líneas—más hipnóticas que la bragueta de unahorcado, que la expresión «corbata decáñamo», que la palabra «unjoyeux»—[12], esas diez líneas hicieronpalpitar todos los corazones de lasancianas y de los niños celosos. París nodurmió. Esperaba que, mañana,condenasen a Santa María a muerte; lodeseaba.

Por la mañana, los barrenderos,inaccesibles a las dulces y tristesausencias de los condenados a muerte,

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muertos o no, a quienes alberga elTribunal de lo Criminal, levantaronacres polvaredas, regaron el suelo,escupieron, blasfemaron, bromearon conlos ujieres que ordenaban losexpedientes. La audiencia comenzaría alas doce cuarenta y cinco en punto y,desde las doce, el portero abrió laspuertas de par en par.

La sala no es majestuosa, pero esmuy alta de techo, de forma tal que laslíneas verticales, como líneas detranquila lluvia, dominan. Al entrar, seve en la pared un gran cuadro con unajusticia, que es una mujer vestida conamplios ropajes rojos. Descansa todo supeso sobre un sable llamado aquí

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«espada», que no se doblega. Debajo, sehallan el estrado y la mesa donde losjurados y el Presidente, con armiño ytoga roja, vendrán a sentarse para juzgaral niño. El Presidente se llama «SeñorPresidente Vase de Sainte-Marie». Unavez más, para llegar a sus fines, eldestino emplea un método bajo. Losdoce jurados son doce hombres de pro,convertidos repentinamente ensoberanos jueces. Así que la sala, desdelas doce, estaba llena. Una sala defestín. La mesa estaba puesta. Querríahablar con simpatía de estamuchedumbre de lo Criminal, no porqueno era hostil a Santa María de las Flores—me da lo mismo— sino porque refulge

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con mil gestos poéticos. Se estremececomo un tafetán. Santa María baila, alborde de un abismo erizado debayonetas, una danza peligrosa. Lamuchedumbre no está alegre, su almaestá triste hasta la muerte. Se amontonóen los bancos, apretó las rodillas, lasnalgas, se sonó, hizo, en fin, esas ciennecesidades de muchedumbre de locriminal a quien tantas majestades van apostrar. El público sólo viene aquíporque una palabra puede provocar unadecapitación y porque se volverá, cualSan Dionisio, con su cabeza cortadaentre las manos. Se dice a veces que lamuerte se cierne sobre un pueblo.¿Recordáis a la italiana flaca y tísica

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que la representaba para Culafroy, quela representará más tarde para Divina?Aquí, la muerte no es más que un alanegra sin cuerpo, un ala hecha convarios retales de estameña negrasostenida por una fina osamenta devarillas de paraguas, un estandarte depiratas sin mástil. Esta ala de estameñaflotaba sobre el Palacio que no habréisde confundir con ningún otro, pues es elPalacio de Justicia. Lo envolvía en suspliegues y, en la sala, había destacadopara representarla una corbata decrespón de China verde. Sobre la mesadel Presidente, la corbata era la únicapieza de convicción. La Muerte, visibleaquí, era una corbata y me agrada que

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sea así: era una Muerte liviana.La muchedumbre se sentía

avergonzada por no ser el asesino. Losabogados negros llevaban expedientesdebajo del brazo y se abordabansonrientes. Se acercaban a veces muchoy con mucha arrogancia a la MuertePequeña. Las abogadas eran mujeres.Los periodistas estaban con losabogados. Los delegados de lospatronatos para la adolescenciahablaban en voz baja, entre sí. Seestaban disputando un alma. ¿Había quejugársela a los dados para mandarla alos Vosgos? Los abogados que noposeen, a pesar de su toga larga ysedosa, el porte tan suave y precipitado

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hacia la muerte de los eclesiásticos,formaban y disolvían grupos. Estabanmuy cerca del estrado y la muchedumbrelos oía afinar sus instrumentos para lamarcha fúnebre. La muchedumbre sesentía avergonzada por no morir. Era lareligión del momento, esperar y envidiara un joven asesino. El asesino entró.Sólo se vieron unos macizos guardiasrepublicanos. El niño salió de losflancos de uno de ellos, y el otro le quitóla cadena de las muñecas. Losperiodistas han descrito movimientos demuchedumbre al entrar un criminalcélebre; remitiré, pues, a sus artículos alos lectores, si gustan, pues mi papel ymi arte no consisten en describir grandes

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movimientos de muchedumbres. Sinembargo, me atreveré a decir que todoslos ojos pudieron leer, grabadas en elaura de Santa María de las Flores, estaspalabras: «Yo soy la InmaculadaConcepción.» La falta de luz y de aire ensu celda no lo habían empalidecido niabotagado en exceso; el contorno de suslabios cerrados era el contorno de unasonrisa grave; los ojos claros ignorabanel Infierno; su rostro entero (pero quizáestaba ante vosotros como la cárcel que,al pasar aquella mujer que cantaba en lanoche, se le quedó grabada como unapared perversa, siendo así que todas lasceldas secretamente alzaban el vuelo,elevadas por las manos que latían como

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alas de los detenidos trastornados poraquel canto), su imagen y sus gestosliberaban demonios cautivos oencerraban con varias vueltas de llave aángeles de luz. Iba vestido con un trajede franela gris muy juvenil y llevaba elcuello de la camisa azul abierto. Loscabellos rubios se empeñaban encaérsele sobre los ojos, ya sabéis conqué sacudida de la cabeza los apartaba.Cuando tuvo, pues, frente a sí, a todo elmundo, Santa María, el asesino, quepronto moriría asesinado a su vez, dio,guiñando los ojos, un leve cabezazo, quele hizo saltar el mechón rizado que lecaía cerca de la nariz. Esta sencillaescena nos transporta, es decir, que

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elevó el instante, como elanonadamiento para el mundo eleva alfaquir y lo mantiene suspendido. Elinstante no pertenecía ya a la tierra, sinoal cielo. Todo hacía temer que laaudiencia estuviera entrecortada poresos instantes crueles que abriríantrampillas bajo los pies de los jueces,de los abogados, de Santa María, de losguardias, y durante una eternidad, losdejarían elevados como faquires, hastael momento en que una respiración quizádemasiado henchida devolviera la vidaen suspensión.

El pelotón de honor (soldados de lacolonial) entró con gran estruendo dezapatos claveteados y ruido de

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bayonetas. Santa María creyó que era elpelotón de ejecución.

¿Lo he dicho ya? El público secomponía sobre todo de hombres; perotodos aquellos hombres, vestidos deoscuro, con paraguas al brazo operiódicos en los bolsillos, temblabanmás que una enramada de glicina, que lacortina de encaje de una cuna. Era SantaMaría de las Flores el causante de que,totalmente invadida, por unamuchedumbre como endomingada ygrotesca, la sala de lo criminal fuera unseto de mayo. El asesino estaba sentadoen el banquillo de los acusados. Alquedar liberado de las cadenas, podíameterse las manos en el fondo de los

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bolsillos; de esta forma, parecía estar encualquier sitio, es decir, más bien en lasala de espera de una agencia decolocaciones, en el banco de un parque,mirando de lejos en un quiosco unpolichinela, o tal vez también en laiglesia, en la catequesis de los jueves.Juro que esperaba cualquier cosa. En unmomento dado, se sacó una mano delbolsillo y, como antes, rechazó con ella,al mismo tiempo que con una sacudidade su linda cabecita el mechón rubio yrizado. La muchedumbre dejó derespirar. Remató el gesto alisándose loscabellos hacia atrás, hasta la nuca, ygracias a este gesto recobro laimpresión extraña: cuando, en un

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personaje deshumanizado por la gloria,se atisba un gesto familiar, un rasgovulgar (por ejemplo: rechazar de uncabezazo brusco un mechón de pelo),que rompe la corteza petrificada, por lagrieta adorable como una sonrisa o unerror, se distingue un rincón de cielo.Noté ya esto a propósito de uno de losmil precursores de Santa María, ángelanunciador de esta Virgen, un jovenrubio («Muchachas rubias comochicos…» No me cansaré de esta frase,decididamente, pues tiene la seducciónde la expresión «Un policía armada») alque yo observaba en las tablas degimnasia. Dependía de las figuras paratrazar las cuales servía y, por este

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hecho, no era más que un signo. Perocada vez que tenía que poner una rodillaen tierra y, caballero en la consagración,extender el brazo a una orden, alcaérsele los cabellos sobre los ojos,rompía la armonía de la figuragimnástica, echándoselos hacia atrás,contra las sienes, luego, detrás de lasorejas, pequeñas, con un gesto quedibujaba una curva con ambas manosque, por un instante, encerraban yapretaban, como una diadema, su cráneooblongo. Hubiera sido el gesto de unamonja apartándose el velo, si no hubierasacudido la cabeza al mismo tiempocomo un pájaro que se sacude despuésde beber.

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Fue también este descubrimiento delhombre en el dios lo que hizo un día queCulafroy amara a Alberto por sucobardía. A Alberto le arrancaron el ojoizquierdo. En un pueblo, talacontecimiento, no es grano de anís; porfin, después del poema (o fábula) quenació de él (milagro renovado de AnaBolena: de la sangre humeante surgióuna mata de rosas, blancas quizá, perocon seguridad perfumadas), se llevó acabo la clasificación, para despejar laverdad esparcida bajo los mármoles. Seveía entonces que Alberto no habíapodido evitar una bronca con su rivalpor su puta. Se había portado como uncobarde, como siempre, como todo el

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pueblo lo conocía, y esto había dado laprontitud victoriosa al otro. De unacuchillada le había reventado el ojo.Todo el amor de Culafroy se hinchó, sidecirse puede, cuando tuvoconocimiento del accidente. Se hinchóde dolor, de heroísmo y de ternuramaterna. Amó a Alberto por sucobardía. Frente a ese vicio monstruoso,los demás eran pálidos e inofensivos, ypodían ser contrarrestados por cualquierotra virtud, sobre todo por la máshermosa. (Utilizo la palabra vulgar en elsentido vulgar, que le sienta tan bien,que implica el mayor agradecimiento alas potencias carnales: la valentía).Puede decirse de un hombre podrido de

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vicios: No todo está perdido, mientrasno tenga «ése». Ahora bien, Albertotenía ése. Daba, pues, lo mismo quetuviera todos los demás; la infamia nohabría sido mayor. No todo está perdidomientras quede coraje, era coraje lo queacababa de faltarle a Alberto. Abolireste vicio —por ejemplo, por sunegación pura y simple— eraimpensable, pero destruir su efecto demenoscabo era fácil queriendo a Albertopor su cobardía. Su degradación erasegura, si no embellecía a Alberto, lopoetizaba. Quizá a causa de ella,Culafroy se acercaba a él. El valor deAlberto no lo habría sorprendido, nidejado indiferente, pero hete aquí que

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allí descubría a otro Alberto máshombre que dios. Descubría la carne. Laestatua lloraba. Aquí la palabra«cobardía» no puede tener el sentidomoral —o inmoral— que se le sueleprestar, y el gusto de Culafroy por unjoven hermoso, fuerte y cobarde, no esun defecto, una aberración. Culafroyveía ahora a Alberto derrumbado, conun puñal plantado tieso en el ojo. ¿Semoriría? Esta idea le hizo pensar en elpapel decorativo de las viudas que vanarrastrando largos crespones y se secanlos ojos con pañuelitos blancos hechosuna bola, apretados, sobados, comobolas de nieve. No pensó ya más que enobservar los signos externos de su dolor,

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pero, puesto que no podía hacerlosensible a la mirada de la gente, hubo detransportarlo en sí, como Santa Catalinade Siena trasportaba su celda. Loscampesinos presenciaron el espectáculode un niño que iba arrastrando un luto deceremonia, no lo reconocieron. Nocomprendieron el significado de lalentitud de su caminar, de la inclinaciónde su frente, ni la vaguedad de sumirada. Para ellos, todo esto no eranmás que posturas dictadas por el orgullode ser el niño de la casa de pizarra.

Llevaron a Alberto al hospital dondemurió: el pueblo quedó exorcizado.

Santa María de las Flores. Tenía laboca ligeramente entreabierta. A veces,

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bajaba la mirada hasta los pies, que lamuchedumbre esperaba que estuvierancalzados con zapatillas de orillo. A lasmenores de cambio, esperaban ver cómohacía un gesto de bailarín. Los ujieresno acababan nunca de removerexpedientes. Encima de la mesa, laflexible Muerte pequeña permanecíainerte y parecía bien muerta. Lasbayonetas y los tacones lanzarondestellos.

—¡El tribunal!El tribunal entró por una puerta

excusada, recortada en el tapiz del muro,detrás de la mesa de los jurados. Ahorabien, Santa María, habiendo oído hablaren la cárcel de los fastos de la Corte, se

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imaginaba que hoy, por una especie deerror grandioso, entraría por la granpuerta del público, cuyas dos hojasestaban abiertas de par en par, igual que,el Domingo de Ramos, los clérigos quehabitualmente salen de la sacristía poruna puerta practicada en uno de loslaterales del coro, sorprenden a losfieles apareciendo por su espalda. Eltribunal entraba con la familiar majestadde los príncipes, por una puerta deservicio. Santa María presintió que todala sesión iba a estar trucada y que, alterminar la tarde, le habrían cortado lacabeza con ayuda de un juego deespejos. Uno de sus guardianes lesacudió el brazo y dijo:

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—¡Levántate!Había querido decir: «Levántese»,

pero no se atrevió. La sala estaba en pie,silenciosa. Se volvió a sentarruidosamente. El señor Vase de Sainte-Marie llevaba monóculo. Deslizó unamirada solapada hacia la corbata y, conambas manos, hurgó en el expediente. Elexpediente estaba repleto de detallescomo el despacho del juez deinstrucción estaba repleto deexpedientes. Frente por frente a SantaMaría, el fiscal no decía ni pío. Notabaque una palabra suya, un gesto cotidianoen demasía lo transformarían enabogado del diablo y justificarían lacanonización del asesino. Era un instante

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difícil de soportar; se estaba jugando sureputación. Santa María se habíasentado. Un leve movimiento de la finamano del señor Vase de Sainte-Marie lohizo levantarse.

El interrogatorio comenzó:—¿Se llama usted André Baillon?—Sí, señoría.—¿Nació usted el 19 de diciembre

de 1920?—Sí, señoría.—¿En…?—En París.—Sí. ¿En qué distrito?—Dieciocho, señoría.—Sí. El… el hampa en que usted se

movía le había dado un alias… (vaciló,

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luego:)—¿Quiere usted decírselo al

tribunal?El asesino no contestó nada, pero el

nombre, sin ser pronunciado, salió,alado, por la frente del cerebro de lamuchedumbre. Flotó sobre la sala,invisible, perfumado, secreto,misterioso.

El Presidente respondió en voz alta:—Sí, eso es. Y, ¿es usted hijo de…?—Lucie Baillon.—Y de padre desconocido. Sí. La

acusación… (Aquí los jurados —erandoce— adoptaron una actitudconfortable que, al mismo tiempo queconvenía a cada uno en particular

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porque favorecía cierta propensión,permitía a todos la dignidad. SantaMaría seguía de pie, con los brazoscolgándole a lo largo del cuerpo, comolos de ese rey niño aburrido y encantadoque, desde los peldaños de la escaleradel palacio real, asiste a una paradamilitar.)

El Presidente seguía:—…en la noche del 7 al 8 de julio

de 1937, penetrado, sin que se hayanencontrado restos de fractura, en el pisosito en la cuarta planta del edificiosituado en el número 12 de la calle deVaugirard y ocupado por el señorRagon, Paul, de sesenta y siete años deedad.

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Levantó la cabeza y miró a SantaMaría:

—¿Reconoce usted los hechos?—Sí, señoría.—La indagatoria precisa que fue el

señor Ragon en persona quien, alparecer, le abrió a usted la puerta. Esoes, al menos, lo que ha declarado ustedsin poder probarlo. ¿Lo sigue ustedmanteniendo?

—Sí, señoría.—Luego, el señor Ragon, que lo

conocía a usted, parece ser que semostró contento con su visita y leofreció a usted licores. Luego, sin que selo esperara, con ayuda… (vaciló)… deesta corbata, lo estranguló usted.

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El Presidente tomó la corbata.—¿Reconoce usted esta corbata

como suya y como arma del crimen?—Sí, señoría.El Presidente tenía esa corbata

blanda entre los dedos, una corbatacomo un ectoplasma, una corbata quehabía que mirar mientras aún era tiempo,pues podría desaparecer de un momentoa otro o ponerse violentamente rígida enla mano seca del Presidente que sintióque, si la erección o la desaparición seconsumaban, él se cubriría de ridículo.Se apresuró, pues, a pasarle el arma delcrimen al primero de los jurados, que sela dio a su vecino, y así sucesivamente,sin que nadie se atreviese a pararse a

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examinarla, pues parecía correr elriesgo de verse bajo sus propios ojosmetamorfoseado en bailadora. Pero susprecauciones, las de esos señores,fueron vanas y, aunque no lo notaron,cambiaron en efecto. Los gestosavergonzados de los jurados, queparecían en connivencia con el destinoque presidió el asesinato del anciano, elasesino inmóvil tanto como el médium aquien se interroga, y gracias a semejanteinmovilidad ausente, y el lugar de estaausencia, llenaban de tinieblas la sala,donde los ojos de la muchedumbrequerían ver con claridad. El Presidentehablaba y hablaba. Había llegado a losiguiente:

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—Y, ¿quién le dio a usted la idea deutilizar semejante modo de asesinato?

—Él.El mundo entero comprendió que Él

era el anciano muerto, que volvía adesempeñar un papel ahora, enterrado,comido de gusanos y de larvas.

—¡El asesinado!El Presidente lanzó un clamor

horrible.—¿El propio asesinado fue quien le

indicó a usted cómo había que procederpara suprimirlo? Vamos, vamos,explíquese.

Santa María pareció embarazado. Untierno pudor le impedía hablar. Latimidez también.

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—Sí. Es que… dijo… El señorRagon llevaba una corbata que leapretaba el cuello. Estaba muyencarnado. Y entonces, se la quitó.

Y el asesino, muy bajito, como siaccediese a un trato infame o a unaacción caritativa, confesó:

—Y entonces pensé que si yoapretase, pues sería peor.

Y un poco más bajo todavía, justopara los guardias y para el Presidente(pero se perdió para la muchedumbre):

—Porque uno tiene buenos brazos.El Presidente agachó la cabeza,

abrumado:—¡Desdichado!, dijo. Y ¿por qué?—Estaba en un despeluche fabuloso.

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Ya que se emplea la palabra«fabuloso» para calificar una fortuna, noparecía imposible aplicarla a la miseria.Este despeluche fabuloso le hizo a SantaMaría un pedestal de nubes: estuvo tanprodigiosamente glorioso como elcuerpo de Cristo elevándose parapermanecer solo, quieto, en el cielosoleado del mediodía. El Presidente seretorcía las hermosas manos. Lamuchedumbre torcía el rostro. Losescribanos arrugaban hojas de papelcarbón. A los abogados se les habíanpuesto de repente ojos de gallinasextralúcidas. Los guardias oficiaban. Lapoesía forjaba su materia. SolamenteSanta María estaba solo y conservaba la

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dignidad, es decir, que pertenecía aún auna mitología primitiva e ignoraba sudivinidad y su divinización. El resto delmundo no sabía qué pensar y hacíaesfuerzos sobrehumanos para no dejarsearrebatar de la orilla. Las manos de uñasarrancadas de raíz se agarraban acualquier tabla de salvación: cruzar odescruzar las piernas, mirarse unamancha de la chaqueta, pensar en lafamilia del hombre estrangulado,hurgarse los dientes con un palillo.

—Explique, pues, al tribunal cómoprocedió usted.

Era algo atroz. Santa María tenía queexplicar. Los policías habían exigidodetalles, el juez de instrucción también.

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Le tocaba ahora al tribunal. Santa Maríasintió vergüenza, no de su acto (eraimposible), sino de repetir demasiado lamisma historia. Tuvo la idea audaz dedar una nueva versión, tan cansadoestaba de concluir su narración con lassiguientes palabras: «Hasta que nopudió más.» Decidió contar otra cosa.Sin embargo, al mismo tiempo, contabaexactamente la historia que les habíadicho con las mismas palabras a lospolicías, al juez, al abogado, a lospsiquiatras. Pues, para Santa María, ungesto es un poema y no puede expresarsemás que con ayuda de un símbolosiempre, siempre el mismo. Y, de susactos, que ya tenían dos años, no le

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quedaba más que la expresión escueta.Volvía a leer su crimen como se vuelvea leer una crónica, pero no era yarealmente del crimen de lo que hablaba.Mientras tanto, el reloj de péndulocolgado en frente de él actuabametódicamente, pero el tiempo estabadesajustado, de forma tal que el relojmedía, en cada segundo, períodos largosy períodos breves.

De los doce honrados ancianos deljurado, cuatro llevaban antiparras. Estosquedaban cortados de la comunión conla sala por este cristal, mal conductor,aislante, seguían aparte otras peripecias.De hecho, ninguno de ellos parecíainteresarse por este caso de asesinato.

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Uno de los ancianos se alisabaconstantemente la barba; era el únicoque parecía atento, pero, al mirarlomejor, vemos que sus ojos están huecoscomo los de las estatuas. Otro era detela. Otro dibujaba en el tapete verde dela mesa redondeles y estrellas; en lavida diaria, era pintor, y su sentido delhumor lo llevaba a veces incluso acolorear gorriones zumbonesencaramados en un espantapájaros deljardín. Otro escupía toda la dentadura enel pañuelo azul pálido —azul Francia.Se levantaron y siguieron al Presidentetras la puertecita disimulada. Ladeliberación es tan secreta como laelección de un jefe de bandidos

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enmascarados, como la ejecución de untraidor en el seno de una cofradía. Lamuchedumbre se alivió bostezando,estirándose, eructando. El abogado deSanta María dejó su banco y se acercó asu cliente:

—¡Animo, muchacho, ánimo!, dijoestrechándole las manos. Ha contestadousted bien, ha sido usted sincero y creoque el jurado está de nuestra parte.

Mientras hablaba, estrechaba lasmanos de Santa María, lo sujetaba o sesujetaba a él. Santa María tuvo unasonrisa capaz de hacer que secondenaran sus jueces. Una sonrisa tande azur que los propios guardiastuvieron la intuición de la existencia de

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Dios y de los grandes principios de lageometría. Pensad en el tintineo claro deluna del sapo; es tan puro, de noche, queel vagabundo en la carretera se para yno reanuda la marcha hasta no haberlooído de nuevo.

—¿Van chanando?, dijo guiñando unojo.

—Sí, muy bien, dijo el abogado.El piquete de honor presentó armas y

el tribunal desencapuchado salió de lapared. El señor Vase de Sainte-Marie sesentó en silencio, luego, todo el mundose sentó con mucho escándalo. ElPresidente se asió la cabeza con lasbellas manos blancas y dijo:

—Van a comparecer los testigos.

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¡Ah!, ante todo, veamos el informe de lapolicía. ¿Están aquí los inspectores?

Es extraordinario que un Presidentede lo Criminal sea tan distraído comopara olvidar algo tan grave. Su errorescandalizó a Santa María como lohubiera escandalizado una falta deortografía (si hubiera tenido nociones deortografía) en el reglamento de la cárcel.Un ujier hizo entrar a los dos policíasque habían detenido a Santa María. Elque realizó antaño la encuesta, que yatenía dos años, había fallecido.Hicieron, pues, una relación sucinta delos hechos: historia pasmosa en la queun falso asesinato llevaba a descubriruno verdadero. Este descubrimiento es

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imposible, estoy soñando. «¡Por unabobada!» Pero, a fin de cuentas, admitoalgo mejor este graciosodescubrimiento, que conduce a lamuerte, desde que el vigilante me hacogido el manuscrito que llevabaconmigo a la hora del paseo. Tengo unsentimiento de catástrofe, después no meatrevo a creer que semejante catástrofepueda ser la consecuencia lógica de unaimprudencia tan pequeña. Después,pienso que los criminales pierden lacabeza a causa de una imprudencia tanpequeña, tan pequeña, que habría quetener derecho a repararla volviendoatrás; que, si se le pidiera al juez,accedería, tan benigno es, y que no se

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puede. A pesar de su formación, quedicen ser cartesiana, los jurados, pormucho que hagan, cuando, algunas horasdespués condenen a muerte a SantaMaría, no estarán seguros de si esporque estranguló a un muñeco o porquecortó en trocitos a un ancianito. Lospolicías, fautores de anarquismo, seretiraron haciéndole al Presidente unalinda reverencia. Fuera, caía la nieve.Se adivinaba en el movimiento de lasmanos en la sala, levantando el cuellode los abrigos. El cielo estabaencapotado. La muerte avanzaba depuntillas por la nieve. Un ujier llamó alos testigos. Esperaban en unahabitacioncita entre bastidores, a un

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lado de la sala, y cuya puerta se abríafrente por frente del box del acusado. Lapuerta, cada vez, se entreabría justo losuficiente para dejarlos deslizarse delado y, uno a uno, gota a gota, los ibansoltando en medio del proceso.Llegaban hasta la barandilla, dondelevantaban la mano derecha yrespondían: «Lo juro» a una preguntaque nadie formulaba. Santa María vioentrar a Mimosa II. El ujier habíagritado, sin embargo: «Hirsch, René»,luego, a la llamada: «Berthollet,Antoine», apareció Primera Comunión, ala llamada de «Marceau, Eugéne»,apareció Melapia. De esta manera, antelos ojos de Santa María, pasmado, las

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mariquitas de Blanche a Pigalle perdíansu más bello adorno; sus nombresperdían la corola como la flor de papelque lleva el bailarín en la punta de losdedos y que ya no es, al acabar el ballet,sino un alambre. ¿No valía más quebailara todo el baile con un simplealambre? Vale la pena examinar lacuestión. Las mariconas mostraban esaosamenta que Pocholo divisó bajo laseda y el terciopelo de cada sillón.Quedaban reducidas a la nada, y esto eslo mejor que se ha hecho hasta elmomento. Llegaban, provocativas otímidas, perfumadas, maquilladas, seexpresaban de forma rebuscada. No eranya la floresta de papel crespón que

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florecía en las terrazas de los cafés.Eran miseria abigarrada. (¿De dóndevienen los nombres de guerra de lasmariconas? Pero, antes que nada,hagamos notar que ninguno de ellos fueescogido por los que los llevan.Conmigo no pasa lo mismo. No me esposible precisar las razones que me hanhecho escoger tales o cuales nombres:Divina, Primera Comunión, Mimosa,Santa María de las Flores, PríncipeMonseñor, no han venido por azar.Existe entre ellos un parentesco, un olora incienso y a cirio derritiéndose, ytengo a veces la impresión de que los herecogido entre las flores artificiales onaturales en la capilla de la Virgen

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María, en el mes de mayo, debajo yalrededor de aquella imagen de escayolaglotona de la que Alberto estuvoenamorado y tras la cual, de niño,escondía yo el frasquito que contenía milefa.) Algunas pronunciaban frasesaterradoras por su exactitud, como:«Vivía en el número 8 de la calleBerthe» o «El 17 de octubre me loencontré por última vez. Fue en Graff.»Un meñique en el aire, como si el pulgary el índice sostuviesen la taza de té,alteraba la seriedad de la sesión, y através de esta grieta loca, se adivinabalo trágico de su masa. El ujier gritó:«Don Louis Culafroy.» Sostenida porErnestine, muy tiesa y vestida de negro,

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única mujer verdadera que se viera en elproceso, entró Divina. Lo que quedabade su belleza, huía en desbandada. Lassombras y las líneas desertaban de suspuestos: era el desmoronamiento. Suhermoso rostro lanzaba llamadasdesgarradoras, clamores trágicos comoel grito de una muerta. Divina llevaba ungrueso abrigo de pelo de camello,pardo, sedoso. También ella dijo:

—Lo juro.—¿Qué sabe usted del acusado?,

dijo el Presidente.—Lo he tratado mucho tiempo, señor

Presidente, pero puedo decir no obstanteque creo que es muy ingenuo, muy niño.Nunca pude apreciar en él más que su

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simpatía. Podría ser hijo mío.Contó también con mucho tacto

cómo habían vivido juntos tanto tiempo.No se mentó para nada a Pocholo.Divina era por fin la persona mayor queno le dejaban ser en todos los demáslugares. Hete aquí de nuevo, pardiez, enefecto, al testigo salido por fin del niñoCulafroy que nunca había dejado de ser.Si nunca hizo nada simple, es porquesólo a algunos ancianos les estáreservado el ser simples, lo cual quieredecir puros, depurados, simplificadoscomo un diseño, lo cual es quizá eseestado del que Jesús decía: «…comoniños», pero ningún niño es semejante aeste estado que un trabajo desecador,

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durante toda una vida, no siempreconsigue. No hizo nada simple, nisiquiera una sonrisa, que le divertíadejar escapar por la comisura derechade los labios o extender, amplia, defrente, con los dientes apretados.

La grandeza de un hombre no estásólo en función de sus facultades, de suinteligencia, de sus dones, cualesquieraque sean: está formada también por lascircunstancias que lo han elegido paraservirles de soporte. Un hombre esgrande si tiene un gran destino; pero estagrandeza es del orden de las grandezasvisibles, mensurables. Es lamagnificencia vista desde fuera.Miserable quizás vista desde dentro, es

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entonces poética, si estáis de acuerdo enaceptar que la poesía es la ruptura (omás bien el encuentro en el punto deruptura) de lo visible y de lo invisible.Culafroy tuvo un destino miserable y poreso su vida estuvo hecha de esos actossecretos, cada uno de los cuales son unpoema en esencia, como el movimientoínfimo del dedo de la bailarina de Balies un signo que puede poner enmovimiento un mundo, porque procedede un mundo cuyo sentido numeroso esinconfesable. Culafroy se convirtió enDivina; fue, pues, un poema escrito sólopara sí, hermético para cualquiera queno esté en posesión de la clave. Enresumidas cuentas, he aquí su gloria

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secreta, semejante a la que he hecho quese me conceda para lograr por fin la paz.Y la he logrado, pues la quiromántica deuna barraca de feria me ha afirmado queun día seré célebre. ¿Con qué clase decelebridad? Tiemblo de pensarlo. Peroesta profecía basta para calmar mi viejanecesidad de creer que tengo talento.Llevo en mí, como algo precioso, lafrase del augurio: «Un día seráscélebre.» Vivo con ella en el secreto,como las familias, de noche, bajo lalámpara y siempre a condición de quetengan uno, con el recuerdoresplandeciente de su condenado amuerte. Me ilumina y me horroriza. Estacelebridad completamente virtual me

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ennoblece como un pergamino que nadiesupiera descifrar, un nacimiento ilustreconservado en secreto, una barra debastardía regia, un antifaz o quizá unafiliación divina, algo quizá de lo quesintió Joséphine, que no olvidó nuncaque había parido a la que se convertiríaen la mujer más bella del pueblo, Marie,la madre de Solange, —la diosa nacidaen la cabaña y más cargada en su cuerpode blasones que Mimosa en sus nalgas yen sus gestos, más cargada de noblezaque un Chambure—. Esta especie deconsagración había apartado deJoséphine a las demás mujeres (lasdemás, madres de hombres) de su edad.En el pueblo, su situación era próxima a

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la de la madre de Jesús entre lasmujeres del pueblo de Galilea. Labelleza de María volvía ilustre la aldea.Ser la madre de una divinidad es unestado más turbador que el de divinidad.La madre de Jesús debió de sentiremociones incomparables al llevar en elseno a su hijo y, luego, viviendo,durmiendo al lado de un hijo que eraDios —es decir todo y ella mismatambién—, que podía hacer que elmundo dejara de existir, que su madre,que él mismo no existiesen, un Dios aquien había que preparar de hecho,como Joséphine a Marie, el amarillocaldo de maíz.

No es, por otra parte, que Culafroy,

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niño y Divina, tuviese una agudezaexcepcional; pero circunstanciasexcepcionalmente extrañas lo habíanescogido como lugar de elección, sincomunicárselo, lo habían adornado conun texto misterioso. Estaba al serviciode un poema siguiendo los caprichos deuna rima sin ton ni son. Fue másadelante, a la hora de su muerte, cuando,de una sola ojeada maravillosa, pudoreleer la vida que había escrito sobre sucarne, con los ojos cerrados. Y ahora,Divina sale de su drama interior, de esenúcleo de tragedia que lleva en sí, y porprimera vez en su vida la toman en serioen la parada de los humanos. El fiscalhizo que cesara la parada. Los testigos

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habían vuelto a salir por la puertaentreabierta. No habiendo comparecidocada uno más que un segundo, pasabande largo: lo desconocido losescamoteaba. Los verdaderos centros devida eran esta sala de los testigos —Corte de los milagros— y la cámara delas deliberaciones. Pues se reconstruíacon todos sus accesorios la habitacióndel crimen crapuloso. Hechoextraordinario, la corbata seguía allí,agazapada sobre la mesa verde, máspálida que de costumbre, fláccida peropresta a saltar como saltaría un golfoderrengado hacia el banco de lacomisaría. La muchedumbre estabainquieta como un perro. Anunciábase

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que un descarrilamiento hacía que laMuerte llevara retraso. La oscuridad seechó encima de repente. Por fin, elPresidente mandó llamar al peritoalienista. Fue él, en verdad, quien surgiópor una trampilla invisible, de una cajainvisible. Estaba sentado entre elpúblico que ni se lo imaginaba. Selevantó y fue hasta la barandilla. Leyó alos jurados su informe. De este informealado caían al suelo palabras como lassiguientes: «Desequilibrio…psicopatía… fabulación… sistemaesplácnico… esquizofrenia…desequilibrio, desequilibrio,desequilibrio, desequilibrio…equilibrista», y de repente, punzante,

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sangriento: «El gran simpático». Noparó: «Desequilibrio… semi-responsabilidad… secreción…

Freud… Jung… Adler…secreción…» Pero la voz pérfidaacariciaba determinadas sílabas, y losgestos del hombre luchaban contraenemigos: «Padre, guárdese a laizquierda, a la derecha»; determinadaspalabras, contra la voz pérfida,rebotaban finalmente (como en esaspalabras de javanés en las que, en mediode las sílabas, hay que desenmarañarotras palabras ingenuas o viles: lichapé,pavuertava). Se entendía lo siguiente:«¿Qué es un malhechor? Una corbataque danza al claro de luna, una alfombra

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epiléptica, una escalera que subearrastrándose, un puñal en marcha desdelos comienzos del mundo, un pomo deveneno enloquecido, manos enguantadasen medio de la noche, el cuello azul deun marinero, una sucesión abierta, unasecuencia de gestos sencillos ybenignos, una falleba silenciosa.» Elgran psiquiatra leyó por fin susconclusiones: «Que (Santa María de lasFlores) es un desequilibrado psíquico,inafectivo, amoral. No obstante, en todoacto criminal, como en todo acto, existeuna parte voluntaria que no es debida ala complicidad irritante de las cosas.Baillon, en resumen, es, en parte,responsable de su crimen.»

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Estaba nevando. Todo, alrededor dela sala, era silencio. La Sala de loCriminal estaba abandonada en mediodel espacio, completamente sola. Noobedecía ya a las leyes de la tierra. Através de las estrellas y de los planetas,huía volando a toda volar. Era, en elaire, la casa de piedra de la SantísimaVirgen. Los pasajeros no esperaban yaningún socorro del exterior. Las amarrasestaban cortadas. Era entonces cuando laparte asustada de la sala (lamuchedumbre, los jurados, losabogados, los guardias) debía hincarsede hinojos y entonar cánticos, cuando laotra parte (Santa María), liberada delpeso de las obras carnales (la ejecución

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es una obra carnal), se hubieraorganizado en pareja para cantar: «Lavida es un sueño… un sueñoencantador…» Pero la muchedumbre notiene noción de lo grandioso. Noobedece a esta conminación dramática yno hubo nada menos serio que lo quevino a continuación. El propio SantaMaría sintió cómo su orgullo sereblandecía. Miró por vez primera conojos de hombre al Presidente Vase deSainte-Marie. Es tan dulce amar, que nopudo por menos de disolverse en unadulce, confiada ternura hacia elPresidente. «¡Igual no es tan hijo deputa!», pensó. En el acto, su dulceinsensibilidad se derrumbó y el alivio

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que le causó fue semejante al de la orinaque la verga libera tras una noche decontinencia. Acordaos de que Pocholo,al despertar, descubría que estaba en latierra después de haber meado. SantaMaría amó a su verdugo, a su primerverdugo. Era ya una especie de perdónflotante, prematuro, que concedía almonóculo helado, a los cabellosmetálicos, a la boca terrestre, al juiciofuturo enunciado según terriblesEscrituras. ¿Qué es exactamente unverdugo? Un niño que se viste de Parca,un inocente aislado por la magnificenciade sus harapos púrpura, un pobre, unmanso. Encendieron las arañas y losapliques. El ministerio público tomó la

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palabra. Contra el adolescente asesino,tallado en un bloque de agua clara, nodijo más que cosas muy exactas, a lamedida del Presidente y de los jurados.Es decir, que había que proteger a losrentistas que viven a veces muy arriba,en los sobrados, y hacer morir a losniños que los degüellan… Era algosensato, dicho con un tono muy fino y aratos muy noble. Y se acompañaba conla cabeza:

—…Es lamentable (en tono menor,luego repite en tono mayor)… eslamentable…

Su brazo tendido hacia el asesinoera obsceno.

—Mano dura, gritaba, mano dura.

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Al hablar de él, los detenidosdecían: «El Presumido.» En esta sesiónsolemne, ilustraba con gran exactituduna pancarta clavada a una puertamaciza. Perdida entre la densidad de lamuchedumbre, una vieja marquesapensó: «La República ya nos haguillotinado a cinco…», pero supensamiento no ahondó más. La corbataseguía sobre la mesa. Los jurados noacababan de sobreponerse a su temor.Fue en ese momento poco más o menoscuando el reloj de pared marcó lascinco. Durante el requisitorio, SantaMaría se había sentado. El Palacio deJusticia se le aparecía posado entre losedificios, al fondo de uno de esos patios

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interiores en forma de pozo, a los quedan todas las ventanas de las cocinas yde los retretes, en los que criadasdesgreñadas se inclinan y, alargando laoreja con la mano, escuchan e intentanno perderse nada del debate. Cincopisos en cuatro frentes. Las criadas estándesdentadas y se espían a sus propiasespaldas; atravesando lo sombrío de lacocina, se pueden distinguir algunaslentejuelas de oro o de felpa en elmisterio de los pisos acomodados,donde ancianos de cabeza marfileñamiran con ojos tranquilos cómo seacercan los asesinos en zapatillas. ParaSanta María, el Palacio de Justicia estáen el fondo de este pozo. Es pequeño y

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liviano como el templo griego que laMinerva lleva en la palma de la abiertamano. El guardián que estaba a suizquierda lo obligó a levantarse, pues elPresidente lo estaba interrogando.«¿Qué tiene usted que alegar en sudefensa?» El viejo vagabundo que eraen la Santé su compañero de celda lehabía preparado unas cuantas palabrasdecorosas que pudiera decir ante eltribunal. Las buscó y no las halló. Lafrase: «No lo hice a posta» se organizóen sus labios. Si la hubiera dicho, nohabría asombrado a nadie. La gente seesperaba lo peor. Todas las respuestasque se le ocurrían, se presentaban enjerga, y el sentimiento del decoro le

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insinuaba que hablase en francés, perotodo el mundo sabe que en los instantesgraves, por encima de las demás, es lalengua materna la que se impone. Estuvoa punto de comportarse con naturalidad.Ahora bien, ser natural, en ese instante,es ser teatral, pero su torpeza lo salvódel ridículo e hizo rodar su cabeza.Estuvo realmente grandioso. Dijo:

—El viejo estaba ya para el arrastre.Ya ni se empalmaba.

La última palabra no franqueó losmenudos y fanfarrones labios; sinembargo, los doce ancianos, en seguida,a un tiempo, se taparon los oídos conambas manos para impedir que entrarala palabra gruesa como un órgano que,

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al no encontrar otro orificio, entró, tiesoy cálido, por su boca abierta. Lavirilidad de los doce ancianos y la delPresidente quedaban escarnecidas por elglorioso impudor del adolescente. Todocambió. Aquellos que eran bailadoras,con las castañuelas entre los dedos,volvieron a ser jurados, el pintordelicado volvió a ser jurado, el ancianode tela volvió a ser jurado, el osotambién, el que era papa, y el que eraVestris. ¿Acaso no me creéis? La salalanzó un suspiro de rabia. El Presidentehizo con sus hermosas manos el gestoque las trágicas hacen con sus hermososbrazos. Tres escalofríos sutiles agitaronsu toga roja, como un telón teatral, como

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si en sus vuelos, a la altura de lapantorrilla, se hubiesen enganchado lasuñas desesperadas de un gatitoagonizante, los músculos de cuya pata sehubiesen crispado con tres tenuessacudidas de muerte. Amonestónerviosamente a Santa María para queguardara la decencia, y el abogadodefensor tomó la palabra. Echando (losechaba, en efecto, como se echan pedospequeños) bajo la toga pasos menudos,llegó hasta la barandilla y se dirigió altribunal. El tribunal sonrió. Es decir, conesa sonrisa que da al rostro la austeraelección, ya efectuada, de lo justo entrelo injusto, el rigor regio de la frente queconoce la demarcación —que ha visto

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claro y ha juzgado— y que condena. Eltribunal sonreía. Los rostrosdescansaban de la tensión, las carnesrecuperaban su flaccidez; se aventurabanpequeñas muecas pero, prontoamedrentadas, se metían de nuevo en suconcha. El tribunal estaba encantado,totalmente encantado. El abogado seafanaba. Hablaba prolijamente, susfrases no se terminaban nunca. Se notabaque, nacidas de un relámpago, tenían quediluirse en colas de cometas. Mezclabalo que decía ser sus recuerdos deinfancia (de su propia infancia, durantela cual él mismo habría sido tentado porel Demonio) con nociones de derechopuro. A pesar de este contacto, el

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derecho puro seguía siendo puro y, enmedio de la baba gris, conservaba sudestello de duro cristal. El abogadocontaba primero la educación en elarroyo, el ejemplo de la calle, elhambre, la sed (¿acaso iba a convertir,Santo Dios, al niño en un Padre deFoucaultl, en un Michel Vieuchange?),contaba también la tentación casi carnaldel cuello, que tiene esa forma para quelo aprieten. En resumen, desbarraba.Santa María apreciaba esta elocuencia.No creía aún lo que decía el abogado,pero estaba dispuesto a emprenderlotodo, a asumirlo todo. Sin embargo, unasensación de malestar, cuyo sentido sólohubiese podido comprender más

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adelante, le indicaba, con oscurosmedios, que el abogado lo estabaperdiendo. El tribunal maldecía a unabogado tan mediocre, que no leconcedía ni siquiera la satisfacción desobreponerse a la piedad quenormalmente debía sentir al escuchar elalegato. ¿A qué juego estaba jugando elimbécil del abogado aquél? Que dijerauna palabra, una palabrita o unapalabrota, que obligara a los jurados, almenos por espacio y tiempo de unaojeada asesina, a prendarse de uncadáver adolescente y, vengando así alanciano estrangulado, a sentir a su vezalma de asesinos, tranquilos, sentados,calentitos, sin riesgos, a no ser, apenas,

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la pequeña Condena Eterna. Susatisfacción iba esfumándose. ¿Iba ahaber que absolver porque el abogadoera un manta? Pero, ¿ha pensado alguienen lo que podía ser la suprema astuciade un abogado poeta? Napoleón perdióen Waterloo porque Wellington metió lapata a lo que dicen. El tribunal sintióque había que santificar a este joven. Elabogado babeaba. En aquel momentoestaba hablando de una reeducaciónposible, —entonces, en elcompartimiento reservado, los cuatrorepresentantes de los patronatos de laInfancia y de la Adolescenciadecidieron al póker de dados la suertedel alma de Santa María de las Flores.

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El abogado estaba pidiendo laabsolución, estaba implorando. Ya no sele oía. Al fin, como con una prontitudpara reconocer entre mil el instante dedecir la palabra capital, Santa María,bajito, como siempre, hizo un mohíncompungido y dijo sin pensarlo:

—¡Ah! la Corrida, no, no merece lapena, prefiero reventar ya mismo.

El abogado se quedó estupefacto,luego, con vivacidad, chasqueando lalengua, recuperó el control de sí mismoy balbuceó:

—¡Hijito, vamos, hijito! Déjemedefenderlo. Señores, dijo al tribunal(hubiera podido sin detrimento, como aun rey, decirle Señor), es un niño.

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Al mismo tiempo que el Presidentepreguntaba a Santa María:

—Vamos, vamos, ¿qué está usteddiciendo? No anticipemos.

La crueldad de la palabra desnudó alos jueces y los dejó sin más toga que suesplendor. La muchedumbre carraspeó.El Presidente no sabía que, en jerga, lacorrida es el correccional. Sentado,reposado, macizo, inmóvil en un bancode madera, entre sus guardias cinchadosde cuero amarillo, calzados con botas ytocados con casco, Santa María de lasFlores sentía que bailaba una ligeragiga. La desesperación lo habíaatravesado como una flecha, como unpayaso el papel de seda de un aro, la

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desesperación lo había desbordado y loúnico suyo que le quedaba era estedesgarrón que lo convertía así enandrajos blancos. No estaba intacto,pero aguantaba. El mundo no estaba yaen esta sala. Es de justicia. Todo debeterminar. El tribunal volvía. El ruido delas culatas del piquete de honor dio laalarma. De pie, con la cabezadescubierta, el monóculo dio elveredicto. Pronunció por vez primera,detrás del apellido Baillon: «AliasSanta María de las Flores.» Condenabana Santa María a la pena capital. Eljurado estaba de pie. Era la apoteosis.Se acabó. Santa María de las Flores,cuando lo entregaron de nuevo en manos

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de los guardianes, les pareció revestidode un carácter sagrado, próximo a aquelque poseían antaño las víctimasexpiatorias, ya fueran chivo, buey, niño,y que aún hoy poseen los reyes y losjudíos. Los guardianes le hablaron y losirvieron como si, al saberlo cargadocon el peso de los pecados del mundo,hubiesen querido atraer sobre sí labendición del Redentor. Cuarenta díasdespués, una noche de primavera,levantaron el artefacto en el patio de lacárcel. Al alba, estaba listo para cortar.A Santa María de las Flores le cortó lacabeza un cuchillo auténtico. Y nadasucedió. ¿Para qué? No es necesario queel velo del templo se desgarre de abajo

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arriba porque un dios entregue el alma.Eso sólo puede probar la mala calidaddel tejido y lo viejo que está. Aunque laindiferencia fuera algo exigido, todavíaaceptaría yo que un gamberroirreverente lo agujereara de una patada yescapara anunciando un milagro. Es algoque tiene relumbrón y muy bueno paraservir de armazón a la leyenda.

He releído los capítulos anteriores.Están ahora clausurados, de formarigurosa, y me doy cuenta de que no heprestado ninguna sonrisa alegre aCulafroy, a Divina, a Ernestine, ni a losdemás. Un niño entrevisto en el

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locutorio me hace pensar en ello y mehace pensar en mi infancia, en losvolantes de las enaguas blancas de mimadre. En cada niño que veo —peroveo a tan pocos— intento volver aencontrar al que era yo, amarlo por loque era yo. Pero, al venir a ver a losmenores en la comunicación, he miradoesas dos jetillas, y me he marchado todotrastornado, pues yo no era así, niñodemasiado blanco como un pan malcocido: por el hombre que serán es porlo que los amo. Cuando han pasadodelante de mí, contoneándose y con loshombros bien erguidos, estaba ya viendoen sus omóplatos el bulto de losmúsculos que les cubren las raíces de

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las alas.Sin embargo, me gustaría creer que

yo era semejante a éste. Me volví a veren su rostro, sobre todo en la frente y enlos ojos, e iba a reconocerme del todocuando pataplás, sonrió. Y dejó de seryo, pues ni en mi infancia ni tampoco enningún otro período de mi vida hepodido reír, ni siquiera sonreír. Por asídecirlo, al reír el niño, me desmoronéante mis propios ojos.

Como todos los niños, adolescentes,u hombres maduros, he sonreído de buengrado, he reído incluso a carcajadas,pero, según iba entrando mi vida en elpasado, la he ido dramatizando.Eliminado lo que fue travesura, ligereza,

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chiquillada, sólo he conservado loselementos que pertenecen propiamenteal drama: el Miedo, la Desesperación,el Amor triste… y sólo me libro de ellosdeclamando esos poemasconvulsionados como el rostro de lassibilas. Me dejan el alma clarificada.Pero si el niño en quien creo volver averme ríe o sonríe, rompe el drama quese había elaborado y que es mi vidapasada, cuando en ella pienso; destruye,lo falsea cuando menos, porque aportauna actitud que el personaje no podíatener; desgarra el recuerdo de una vidaarmoniosa (aunque dolorosa), me obligaa ver cómo me convierto en otro y, en elprimero, injerta un segundo drama.

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DIVINARIANAS (continuación y fin)He aquí, pues, las últimas

Divinarianas. Tengo prisa por librarmede Divina. Arrojo en desorden,revueltas, estas notas en las queintentaréis encontrar, al desenredarlas,la forma esencial de la Santa.

Divina, con el pensamiento, lleva elmimetismo hasta adoptar la posturaexacta que tenía Pocholo en aquel lugarexacto. Su cabeza, pues, está en vez dela cabeza de Pocholo, su boca en vez dela boca de él, su miembro en vez del de

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él, etc., luego, repite, tan exactamentecomo sea posible —vacilando, puestiene que ser una búsqueda (sólo unabúsqueda proporciona, por su dificultad,la conciencia del juego)—, los gestosque fueron de Pocholo. Ocupa,sucesivamente, todo el espacio que élocupaba. Lo sigue, llena continuamentelo que lo contenía.

Divina:—¿Mi vida? Estoy desolada, soy un

valle de la Desolación.Y es un valle semejante —con sus

pinos negros bajo la tormenta— a lospaisajes que he descubierto, durante mis

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viajes imaginarios bajo las mantaspardas y piojosas de las cárceles dedoquier, a los que yo llamaba Valle de laDesolación, de la Consolación, Val delos Angeles.

Ella (Divina) no actuaba según laley de Cristo. Se lo reprochaban. Peroella: «Desde la ópera hasta su casa,¿acaso va bailando Lifar?»

Su despego del mundo llega hastahacerle decir: «Qué me importa lo quepiense X… de la Divina que yo era. Quéme importa a mí el recuerdo queconserva de mí. Soy otra. Seré cada vezotra.» De este modo, combatía la

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vanidad. De este modo, se encontrabasiempre dispuesta para alguna nuevainfamia, sin sentir el temor del oprobio.

Se cortó las pestañas para estar aúnmás repugnante. Creyendo que asíquemaba sus naves.

Perdió sus tics. Llegaba a hacersenotar a fuerza de discreción. Congelar elpropio rostro. Bajo el insulto, antaño,tenía, costara lo que costara, que moverlos músculos. La angustia la obligaba aello para dejarse engañar un poco; lacrispación del rostro daba como

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resultado una mueca en forma desonrisa. Congelado, el rostro.

Divina, de sí misma:—Dama de Alta Manflorería.

Divina no ha podido soportar laaudición por radio de la Marcha de laZauberflüte. Se besa los dedos, y luego,no pudiendo más, cierra el aparato.

Su voz sin inflexiones (voz cuyaposesión soñaría yo para los actores decine, voz de imagen, voz uniforme) yceleste, para decirme, señalándome laoreja con el dedo:

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—Pero Jean, si tienes otro agujeroahí.

Va por la calle, como un fantasma.Un joven ciclista pasa, a pie, llevando lamáquina por el manillar.

Muy próxima, Divina, esboza elgesto (con el brazo formando círculo) deenlazarlo por la cintura. El ciclista sevuelve de repente hacia Divina, que loenlaza efectivamente. La mira uninstante, pasmado, no dice ni palabra, sesube a la bicicleta de un salto y salehuyendo.

Divina se mete de nuevo en sucaparazón y vuelve a su cielo interior.

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Frente a otro hermoso joven, unbreve deseo:

—Es el Aún que se me ha agarrado ala garganta.

Sólo vivirá para apresurarse haciala Muerte.

El cisne, sostenido por su masa deblanco plumón, no puede ir al fondo delagua para buscar el cielo, ni Jesúspuede pescar.

Para Divina, cometer un crimen paraliberarse del yugo de los poderesmorales es situarse una vez más en el

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campo de la moral. No quiere sabernada de un hermoso crimen. Canta quese deja dar por el culo por gusto.

Roba y traiciona a sus amigos.Todo concurre para instaurar a su

alrededor —a su pesar— la soledad.Vive simplemente en la intimidad de sugloria, de la gloria que ha convertido enmuy pequeña y preciada.

—Soy, dice, Bernadette Soubirousen el convento de la Caridad, muchotiempo después de su visión. Vivía,como yo, una vida cotidiana con elrecuerdo de haber tuteado a la SantísimaVirgen.

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Acontece que una tropa se desplacepor el desierto y que de ella —en arasde la táctica— se destaque una pequeñacolumna de hombres que va a seguir unadirección diferente. El fragmento puedecaminar así algún tiempo, muy cerca dela tropa, durante una hora o más. Loshombres de ambos ramales podríanhablarse, verse, y no se hablan, no seven: en cuanto el destacamento ha dadoun paso en la nueva dirección, ha notadoque le nacía una personalidad. Hasabido que estaba solo y que susacciones eran su acción.

Este pequeño gesto para despegarsedel mundo. Divina lo ha hecho yrepetido cientos de veces. Pero, por muy

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lejos que se aparte, el mundo la vuelve allamar a sí.

Se ha pasado la vida tirándose desdelo alto de una roca.

Ahora que ya no tiene cuerpo (o lequeda tan poco, algo blancuzco, pálido,huesudo y al mismo tiempo muy blando),se escabulle hacia el cielo.

Divina de sí misma:—De soltera, Secreto.

La santidad de Divina.Contrariamente a la mayor parte de

los santos, Divina fue consciente de

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ello. No hay en esto nada asombrosopuesto que la santidad fue su visión deDios y, aún más alto, su unión con Él.Esta unión no se realizó sin fatiga(dolor) por ambas partes. Por parte deDivina, la fatiga venía de verse obligadaa abandonar una situación estable,conocida y confortable por una gloria enexceso maravillosa. Para conservar suposición, hizo lo que le parecióoportuno hacer: gestos. Entonces, detodo su cuerpo se apoderó un frenesí porpermanecer. Tuvo entonces gestos deatroz desesperación, otros de tímidosintentos, de vacilación para buscar elpunto de unión, para aferrarse a la tierray no subir al cielo. Esta última frase

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parece querer dar a entender que Divinahabría efectuado una ascensión. Nada deeso. Subir al cielo, aquí, quiere decir:sin moverse, abandonar a Divina por laDivinidad. El milagro, por transcurrir enla intimidad, habría sido de un ferozhorror. Había que resistir a toda costa.Resistirse a Dios que la llamaba ensilencio. No contestar. Sino intentar losgestos que la sujetarán a la tierra, que laadherirían de nuevo a la materia. Enmedio del espacio, renovaba, para símisma, formas nuevas y bárbaras; puesadivinaba, intuitivamente, que lainmovilidad ofrece demasiadasfacilidades a Dios para que, con unallave de lucha libre lograda, os pueda

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llevar a su seno. Por lo tanto, danzaba.Al pasear. Doquier. Su cuerpo semanifestaba siempre. Manifestaba milcuerpos. Nadie sabía lo que estabapasando ni los trágicos instantes deDivina luchando contra Dios. Adoptóposturas asombrosas, tanto como las queadoptan algunos acróbatas japoneses.Hubiérase pensado, así, en una trágicaenloquecida, que no puede retornar ya asu propia personalidad y que andabuscando, que anda buscando… Por fin,un día, cuando no se lo esperaba,inmóvil en la cama. Dios la tomó poruna santa. Recordemos, sin embargo, unacontecimiento característico. Quisomatarse. Matarse. Matar mi bondad.

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Tuvo, pues, esta idea resplandeciente yla llevó a cabo: su balcón, antaño, en eloctavo piso de un edificio, daba a unpatio pavimentado. La balaustrada dehierro era calada, pero estaba cubiertacon una tela metálica. Una de susvecinas tenía un bebé de dos años, unaniña a la que Divina daba caramelos yrecibía en su habitación. La niña corríahasta el balcón y miraba a la calle através del enrejado. Un día, Divina sedecidió: desclavó la tela metálica,dejándola pegada a la balaustrada dehierro. Cuando la niña vino a su casa, laencerró y bajó corriendo la escalera. Alllegar al patio, esperó a que la niñafuera a jugar al balcón y se apoyara en

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el enrejado. El peso de su cuerpo la hizocaer al vacío. Desde abajo, Divina miró.No se perdió ninguna de las piruetas dela cría. Estuvo sobrehumana, hasta elpunto de, sin llantos ni gritos niescalofríos, recoger con los dedosenguantados lo que quedaba de la niña.Le cayeron tres meses de detenciónpreventiva por homicidio involuntario,pero su bondad murió. Pues: «¿De quéme serviría ser mil veces buena ahora?¿Cómo se podría rescatar este crimeninexpiable? Seamos, por lo tanto,perversa.»

Indiferente, a lo que nos parecía, alresto del mundo, Divina moría.

Ernestine ignoró durante mucho

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tiempo lo que era de su hijo, a quienperdió de vista con ocasión de unasegunda fuga. Cuando por fin tuvonoticias de él, era soldado. Recibió unacarta un poco avergonzada que le pedíaalgo de dinero. Pero no vio a su hijo,transformado en Divina, sino mucho mástarde, en París, donde había venido aque la operaran como hacen todas lasprovincianas. Divina entonces vivía deforma bastante acomodada. Ernestine,que no sabía nada de su vicio, loadivinó casi al instante y de Divinapensó: «Lou tiene un Crédit Lyonnais enel culo.» No le hizo ningunaobservación. Apenas si le echaba aperder la opinión que tenía de sí misma

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el saber que había parido a un sermonstruoso, ni macho ni hembra,sucesor o sucesora de los Picquigny,desenlace ambiguo de una encumbradafamilia de la cual era madre la sirenaMelusina. Madre e hijo estaban tanalejados como si hubiesen estado adistancia, aplicándose en el vacío: unroce de pieles insensibles. Ernestine nose decía nunca: «Es carne de mi carne.»Divina no se decía nunca: «Y sinembargo, ésta es la que me cagó.»Divina no era para su madre más que unpretexto para hacer gestos teatrales,como lo hemos mostrado al principio.Divina, por odio por la puta de Mimosaque detestaba a su madre, fingía para

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consigo misma que amabarespetuosamente a la suya. Este respetoagradaba a Pocholo que, como buenchulo, como una auténtica mala persona,conservaba en lo hondo del corazón,como suele decirse, «un rinconcito depureza dedicado a una anciana madre»que no conocía. Obedecía a lasconminaciones terrestres que dominan alos chulos. Amaba a su madre igual queera patriota y católico. Ernestine vino aver morir a Divina. Trajo algunasgolosinas pero, por señales que lascampesinas reconocen —señales queavisan con mayor seguridad que uncrespón— había sabido que Divina seiba.

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—«Se va», se dijo.El señor cura —el mismo que vimos

oficiar tan curiosamente— trajo elSantísimo. Un cirio ardía en la mesita deté, junto a un crucifijo negro y a un tazónde agua bendita donde estaba en remojouna rama de boj, seca y polvorienta.

Habitualmente, Ernestine sóloaceptaba de la religión lo máspuramente maravilloso que ésta ofrece(no ese misterio sobreañadido almisterio y que lo oculta), y lomaravilloso que en ella encontraba eramás claro que el agua. Juzguen: los díasde tormenta, sabiendo que al rayo se leantoja entrar por la chimenea y salir porla ventana, ella, desde su sillón, se

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miraba pasar a sí misma a través de loscristales, conservando —busto, cuello,piernas y faldas— la rigidez, la tiesurade una tela almidonada que cayese sobreel césped o que subiera al cielo con lostalones juntos, como si fuera una estatua:de esta forma, caía hacia abajo o en elaire, como se ve volar a los ángeles y alos santos en los cuadros antiguos, comova al cielo, sencillamente, Jesús, sinnubes que lo sostengan.

Era ésta su religión. Igual que otrasveces, los días de tiros largos, días dedesenfreno místico: «¿Y si me diera porcreer en Dios?», se decía. Lo hacíahasta quedar trémula.

En la hora de la muerte de Divina, le

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dio por creer tanto en Dios que noescapó a una escena de éxtasis.

Vio a Dios sorbiendo un huevo.«Ver» es aquí una forma ligera dehablar. De la revelación, no puedo decirgran cosa, ya que, a fin de cuentas, sólosé de ella lo que me fue otorgadoconocer, gracias a Dios, en una cárcelyugoslava. Me llevaban de ciudad enciudad, al albur de las etapas del vagóncelular. En cada una de las cárceles deesas ciudades permanecía uno, dos omás días. Llegué, pues, y me encerraronen una habitación bastante grande quellenaban unos veinte detenidos. Trescíngaros habían organizado una escuelade rateros. Así es como se operaba:

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mientras uno de los prisioneros dormíaechado en la litera fija, se trataba, porturno, de que le sacáramos de losbolsillos —y los volviéramos a meter—, sin despertarlo, los objetos que ya seencontraban dentro de ellos. Aventuradelicada, ya que con frecuencia habíaque hacerle cosquillas al durmiente, dedeterminada forma, para que se diera lavuelta en sueños y dejara expedito elbolsillo sobre el que estaba echado contodo el peso de los muslos.

Cuando me llegó el turno de actuar,el cíngaro que era el jefe me llamó y meordenó que trabajara. Bajo la tela de lachaqueta sentí latir el corazón y medesmayé. Me llevaron a la litera fija y

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me dejaron hasta que volviese en mí. Heconservado un recuerdo muy exacto dela disposición del teatro. La celda erauna especie de túnel que dejaba el sitiojusto para que cupiesen, a todo lo largo,literas fijas e inclinadas de madera. Enuno de los extremos, el opuesto a lapuerta de entrada, de una claraboya unpoco cimbrada y con barrotes, laclaridad amarilla llegaba desde un cieloinvisible para nosotros, caíaoblicuamente, exactamente igual queaparece en los grabados y en lasnovelas.

Cuando recuperé el conocimiento,estaba en el rincón más próximo a laventana. Me puse en cuclillas al modo

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de los beréberes o de los niñospequeños, con los pies envueltos en unamanta. En la otra esquina, de pie, ungrupo compacto, los demás hombres.

Se echaron a reír mientras memiraban. Como no conocía su lengua,uno de ellos, señalándome, hizo elsiguiente gesto: se rasca el pelo y, comosi se hubiese sacado un piojo, hizo elsimulacro de comérselo, con esa mímicapropia de los monos.

No recuerdo si tenía piojos. Detodas formas, nunca me los he comido.Tenía la cabeza cubierta de caspablanca, formando una costra que con lauña arrancaba y luego expulsaba de lauña con los dientes y, a veces, me

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tragaba.Fue en ese instante cuando

comprendí la habitación. Conocí —durante un tiempo inapreciable— suesencia. Siguió siendo habitación, perocárcel del mundo. Quedé, por mi horrormonstruoso, exiliado en los confines delo inmundo (que es no mundo), frente alos gráciles alumnos de la escuela decarteristas; vi claramente («ver» comoen lo que decía de Ernestine) lo que eranaquella habitación y aquellos hombres,qué papel interpretaban: ahora bien, eraun primerísimo papel en la marcha delmundo. Este papel era origen del mundoy estaba en los orígenes del mundo. Seme reveló de repente, gracias a una

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especie de lucidez extraordinaria, queentendía el sistema. El mundo se redujoy también su misterio, en cuanto quedécercenado de él. Fue un instanteverdaderamente sobrenatural, semejante,en lo que a ese despego de lo humano serefiere, al que me causó la actitud delsuboficial Cesari, en la cárcel deCherche-Midi, cuando tuvo que hacer uninforme acerca de mis costumbres. Medijo «Esa palabra (no se atrevió apronunciar “homosexual”) ¿se escribejunta o separada?» Y con la punta deldedo me la señalaba en la hoja, con elíndice extendido, pero… sin tocar lapalabra.

Tuve un éxtasis.

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Como yo, Ernestine fue arrebatadapor los Ángeles de Dios, que sondetalles, encuentros, coincidencias delorden de ésta: el juego de la punta de unpie o quizá la encrucijada de los muslosde la bailarina que me hace nacer en lohondo del pecho la sonrisa de unsoldado bienamado. Tuvo el mundo uninstante entre los dedos y lo miró con laseveridad de una maestra.

Durante los preparativos del últimosacramento, Divina salió del coma. Alver el cirio, fanal de su propio fin, seacobardó. Reconoció que la muertesiempre había estado presente en lavida, pero con el rostro simbólicooculto por una especie de bigotes que

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disponían al gusto de cada día suhorrible realidad —esos bigotesfráncicos que (del soldado) al caer bajolas tijeras lo volvieron tristón como uncapado, pues su rostro se volvió en elacto dulce y fino, pálido, de barbillaexigua, de frente abombada, semejanteal rostro de una santa de vidrierarománica o de una emperatriz bizantina,un rostro que se suele encontrarcoronado por un capirote con velo—. Lamuerte estaba tan próxima que podíatocar a Divina, llamar a ella con el secoíndice, como a una puerta. Crispó losdedos rígidos, estiró las sábanas que sepusieron tiesas también, se congelaron.

—Pero, le dijo al cura, no estoy

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muerta aún, he oído a los ángeles tirarsepedos en el techo.

«…Muerta aún», volvió a decirse, y,entre nubes voluptuosamentecolumpiadas, nauseabundas y, en últimotérmino, paradisíacas. Divina vuelve aver a la muerta —y la muerte de lamuerta—, aquella vieja Adeline delpueblo que le contaba —y también aSolange— historias de negros.

Al morir la vieja (su prima), nopudo llorar, y para que creyeran sinembargo en su pena, se le ocurriómojarse con saliva los ojos secos. ADivina una bola de humo se le pasa pordentro del vientre. Luego, se sienteinvadida como por un mareo, por el

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alma de la vieja Adeline, cuyas botinasde botones y tacón alto, cuando murió, leobligó Ernestine a ponerse para ir a laescuela.

La noche de la velada fúnebre,curioso, se levantó. De puntillas, salióde su habitación, de cuyos rinconestodos surgía un pueblo de almas, queformaban ante él una barrera que habíade franquear. Entraba por entre ellas,valido de su delegación hierática,asustado, encantado, más muerto quevivo. Las almas, las sombras leformaban un cortejo inmenso, numeroso,surgían de los comienzos del mundo,arrastraba tras de sí, hasta el lechomortuorio, generaciones de sombras.

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Era eso el miedo. Caminaba descalzo,con la menor solemnidad posible.

Cual se cree que camina un ladrónnocturno, avanzaba ahora, como quizámuchas noches se había deslizado hastaun armario para robar peladillas:peladillas de bautizo o de boda, que lehabían regalado a Ernestine y que élmasticaba con respeto, no como unatrivial golosina sino como un alimentosagrado, símbolo de pureza, dándoles lamisma consideración que a las flores deazahar de cera blanca, colocadas bajoun fanal: relentes de incienso, visión develos blancos. Y esta música: el VeniCreator…

—«Y si la que vela los muertos

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estuviera en su sitio, ¿qué va a decir él?…» Pero estaba en la cocina, tomandocafé.

La habitación estaba vacía. Vaciada.La muerte hace el vacío de diferente ymás perfecta forma que una máquinaneumática. Las sábanas de la camaesbozaban un relieve de rostro, comouna arcilla apenas tocada por elestatuario.

Culafroy, con la mano extendida ylos brazos tiesos, las levanta. La muertaseguía allí. Se acercó para tener menosmiedo. Osó tocar el rostro e inclusobesar los párpados redondos y helados,como canicas de ágata. El cuerpoparecía fecundado por la realidad.

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Pronunciaba la verdad.En este instante, el niño quedó como

invadido por un desordenado tropel derecuerdos de lecturas y de narracionescontadas, a saber: que la habitación deBernadette Soubirous, en la hora de sumuerte, estaba llena del perfume deinvisibles violetas. Instintivamente,pues, aspiró y no reconoció el olor quedicen es el olor de santidad. Diosolvidaba a su sierva. Afortunadamente.Para empezar, no hay que desperdiciarperfumes de flores sobre el lecho de unasolterona muerta; luego, hay que temerhacer cundir el pánico en las almasinfantiles.

Pero de ese instante es de donde

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parece partir el hilo que iba a conducir aCulafroy-Divina, siguiendo una fatalidaddispuesta por instancias superiores, a lamuerte. El avance a tientas habíacomenzado mucho antes. La instrucción—la investigación— realizada alprincipio bajo la admiración nacida antelas primeras respuestas, databa de lasépocas lejanas, brumosas, opacas, en lasque pertenecía al pueblo de los dioses,igual que los primitivos, que aún no sehan desliado de las vendas perfumadasde orina y que poseen esa dignidad quecomparten con los niños y con algunosanimales: la gravedad, la nobleza, querecibe con razón el nombre de antigua.Ahora —y cada vez más, hasta la visión

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exactamente poética del mundo—, conla Ciencia adquirida, los pañales seapartaban. Cada interrogatorio, sondeo,al sonar a hueco cada vez más, leindicaban la muerte, que es la únicarealidad que nos colma.

Frente a las cosas, ya no más rebotesalegres. A cada tacto, su escrutadordedo meñique de ciego se hundía en elvacío. Las puertas se abrían solas y nomostraban nada ya. Besó a la vieja enlos ojos y el frío de las serpientes loheló. Iba a tambalearse, quizá a caer,cuando el Recuerdo se adelantó exprofeso para socorrerlo: el recuerdo delpantalón de pana de Alberto; igual queun hombre que, dicen, ha echado, por un

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privilegio inesperado, una ojeada a lomás recóndito de los misterios, seapresura a apartarse de ellos para, en latierra, volver a pisar firme, Culafroy searrojó, espantado, con la cabeza bienarrebujada, en el recuerdo envolvente ycálido del pantalón de Alberto, dondecreyó encontrar sosegantes,consoladoras nidadas de herrerillos.

Luego, volvió, llevado por Albertobajado del cielo, a su habitación y a sucama, donde lloró. Pero —y que esto noos sorprenda— lloró por no poderllorar.

He aquí cómo murió nuestra GranDivina.

Tras buscar su relojito de oro, se lo

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encontró entre los muslos y, en la manocerrada, se lo tendió a Ernestine,sentada a su cabecera. Las dos manos sejuntaron en forma de concha, con el relojen medio. Una inmensa paz física relajóa Divina; los excrementos, una mierdacasi líquida, se extendió bajo ella en unpequeño lago tibio, en el que despacio,muy despacio —como un bajel aúncaliente de emperador desesperado sehunde en el agua del lago de Nemi— sesumergió, y este alivio le hizo lanzar unsuspiro que le hizo subir más sangre a laboca, luego, otro suspiro: el último.

Falleció así puede decirse tambiénahogada.

Ernestine esperaba. No sé por qué

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milagro, comprendió de repente que loslatidos que venían de sus manos unidaseran el tic tac del reloj.

Porque vivía entre los presagios ylas señales, no era supersticiosa. Seocupó pues, sola, del arreglo delcadáver y le puso a Divina un terno muydecente de cheviot azul de corte inglés.

Hela difunta. La Difuntísima. Tieneel cuerpo encallado entre las sábanas.Sigue siendo, de los pies a la cabeza, unbarco entre la licuación de los bancosde hielo, inmóvil y tieso, bogando haciael infinito: tú, Jean, corazón mío,inmóvil y tieso, como ya he dicho,bogando sobre mi cama hacia unaEternidad feliz.

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Muerta Divina, ¿qué me queda porhacer? ¿Por decir?

Un viento de cólera, este atardecer,hace chocar perversamente entre sí losálamos de los que sólo veo la copa. ¡Micelda, acunada por esta buena muerte, eshoy tan dulce!

¿Y si mañana estuviese libre?(Mañana audiencia.)Libre, es decir, desterrado entre los

vivos. Me he fabricado un alma a lamedida de mi mansión. Mi celda es tandulce. Libre: beber vino, fumar, verburgueses. Mañana, pues, ¿qué será eljurado? He considerado la posibilidadde la condena mayor que pudieratocarme. Me he preparado

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cuidadosamente para ella, pues heescogido mi horóscopo (según lo que deél puedo leer en los acontecimientospasados) como figura de la fatalidad.Ahora que sé que le obedezco, mi penaes menor. Queda anonadada ante loirremediable. Es mi desesperación y loque sea, será. He resignado mis deseos.Yo también estoy «ya de vuelta de todoesto» (Weidmann). Permanezca yo, pues,durante toda una vida de hombre entreestas paredes. ¿A quién juzgaránmañana? A algún extraño que lleve unnombre que fue mi nombre. Puedo seguirmuriendo hasta mi muerte entre todosestos viudos. Lámpara, palangana,reglamento, escoba. Y la colchoneta, mi

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esposa.No tengo ganas de acostarme. Esta

audiencia, mañana, es una solemnidadque requiere una vigilia. Es esta nochecuando querría llorar —como uno quese queda— por mis adioses. Pero milucidez es como una desnudez. El viento,fuera, se vuelve cada vez más feroz y lalluvia viene a añadírsele. De este modoes cómo los elementos preludian lasceremonias de mañana. Estamos a doce,¿no? ¿De qué me preocupo? Los avisos,dicen, son de Dios. No me interesan.Tengo ya el sentimiento de no pertenecera la cárcel. Rota está la fraternidadagotadora que me unía a los hombres dela tumba. Voy a vivir quizá…

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A ratos, una carcajada brutal, nacidade no sé qué, me sacude. Resuena en mícomo un grito alegre en la niebla, queparece querer disiparla, pero que nodeja en ella más traza que una añoranzade sol y de fiesta.

¿Y si me condenan? Me revestiré deestameña y este ropaje color herrumbreme obligará de inmediato al gestomonacal: las manos ocultas en lasmangas, y vendrá luego la consecuenteactitud de la mente: notaré cómo mevuelvo humilde y glorioso, luego,acurrucado bajo las mantas —es en DonJuan donde los personajes del dramareviven en el escenario y se abrazan—les crearé otra vez, para encantamiento

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de mi celda, a Pocholo, a Divina, aSanta María y a Gabriel, adorablesvidas nuevas.

He leído conmovedoras cartas,colmadas de maravillosos hallazgos, dedesesperación, de esperanzas, de cantos;y otras más austeras. Elijo una de ellas,que será esta carta que Pocholo escribióa Divina desde la cárcel:

Cariño:Te mando esta cartita, para que

tengas noticias mías que no sonbuenas. Me han detenido por robo. Aver si intentas ver a un abogado paraque me defienda. Arréglatelas parapagarle. Y arréglatelas también para

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mandarme un giro, porque aquí yasabes qué gazuza se pasa. A ver sipuedes conseguir también un permisopara venir a verme y traerme ropa.Mándame el pijama de seda azul yblanco. Y camisetas. Cariño, sientomucho lo que me pasa. Reconocerásque tengo la negra. Así que cuentocontigo para ayudarme. Me gustaríapoder tenerte entre los brazos paraacariciarte y estrecharte bien fuerte.Acuérdate de lo bien que lo pasábamos.Prueba a reconocer la línea de puntos.Y bésala. Cariño, recibe muchísimosbesos de tu Pocholo.

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Esa línea de puntos de la que hablaPocholo, es la silueta de su cola. Hevisto a un chulo empalmado al escribir asu gachí, encima del papel, sobre lamesa, poner su picha pesada y trazar loscontornos. Quiero que este rasgo sirvapara dibujar a Pocholo.

Prisión de Fresnes, 1942.

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Notas

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[1] En jerga: Bulevar Sébastopol, deParís. (N. de las T.) <<

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[2] Lenguaje humorístico y convencionalque deforma las palabras mediante lainserción de determinadas sílabas y laalteración del orden normal de las quecomponen la palabra, con el fin deexpresarse de forma incomprensiblepara los no iniciados. (N. de las T.) <<

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[3] En jerga: Plaza o Barrio de laBastilla de París. (N. de las T.) <<

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[4] Cuando blanco sea el carbón / paraque el hollín no sea negro, / el recuerdode la prisión / escapará de mi memoria.(N. de las T.) <<

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[5] Siglas correspondientes a unsindicato comunista de la época. (N. delas T.) <<

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[6] En jerga: Bulevar Sébastopol, deParís. (N. de las T.) <<

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[7] Cayena. (N. de las T.) <<

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[8] En español en el original. (N. de lasT.) <<

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[9] En español en el original. (N. de lasT.) <<

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[10] El refrán dice: «Araignée du matin,chagrín. Araignée du soir, espoir.»«Araña de la mañana, disgusto. Arañade la tarde, esperanza.» (N. de las T.)<<

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[11] En español en el original. (N. de lasT.) <<

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[12] Soldado de los Batallones de Africa.(N. de las T.) <<