tu y la medicina

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TÚ Y LA MEDICINA Carlos Alberto Seguín Hijo mío: Tú quieres ser médico. Tu idea me halaga y me preocupa. Me halaga porque, a través de veinte y cinco años, la vida me ha enseñado a respetar, honrar y amar mi profesión; me halaga porque significa que, en el juicio, inmaduro pero no convencional, de tus pocos años, has aprendido a mirar el quehacer de tu padre como una aspiración para ti. Me halaga porque me dice que has sido capaz de comprender algo de lo que la medicina es como ideal y como posibilidad. Me preocupa tu decisión porque me pregunto sí, en realidad, sabes lodo lo que ser médico significa; me preocupa por que quisiera adivinar si detrás de ella hay solamente un deseo de imitar o si se apoya, consciente o inconscientemente, en un sentimiento básico que debe informar toda la vida del que a la medicina se dedica. No lo se y es por eso que, al cumplir los veinte y cinco años de labor, quiero, en estas paginas, decirte lo que creo que un medico es y lo que creo que es la medicina. Espero que, al leerlas, te acerques más a la realidad de esta profunda ciencia y maravilloso arte, que la veas a través de unos ojos que han visto mucho y la ames junto a un corazón que la ha amado siempre. ¿Por qué somos médicos? ¿Qué es lo que nos lleva a los médicos a entregar la vida a nuestra profesión? Si pudiera responderse a esta pregunta se habrían solucionado los más serios problemas, al asegurar, no solamente su ejercicio recto y cabal, sino la felicidad de quienes a ella se dedicaran. Superficial es despreciar o ignorar motivos como la creencia de que la medicina es una forma de ganar dinero fácilmente o de alcanzar un puesto destacado en nuestra sociedad. Si estos motivos existen no hacen sino traducir problemas más profundos. Si lo que a un hombre guía es la ambición de dinero o el espejismo de una posición, ello nos está indicando que ese hombre, por alguna razón que es indispensable conocer, inviste el dinero o el prestigio con valores especiales. Más adelante trataremos de comprender ese punto de vista, pero

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TÚ Y LA MEDICINA

Carlos Alberto Seguín

Hijo mío: Tú quieres ser médico. Tu idea me halaga y me preocupa.

Me halaga porque, a través de veinte y cinco años, la vida me ha

enseñado a respetar, honrar y amar mi profesión; me halaga

porque significa que, en el juicio, inmaduro pero no convencional,

de tus pocos años, has aprendido a mirar el quehacer de tu padre

como una aspiración para ti. Me halaga porque me dice que has

sido capaz de comprender algo de lo que la medicina es como ideal

y como posibilidad.

Me preocupa tu decisión porque me pregunto sí, en realidad, sabes

lodo lo que ser médico significa; me preocupa por que quisiera

adivinar si detrás de ella hay solamente un deseo de imitar o si se

apoya, consciente o inconscientemente, en un sentimiento básico

que debe informar toda la vida del que a la medicina se dedica.

No lo se y es por eso que, al cumplir los veinte y cinco años de

labor, quiero, en estas paginas, decirte lo que creo que un medico

es y lo que creo que es la medicina. Espero que, al leerlas, te

acerques más a la realidad de esta profunda ciencia y maravilloso

arte, que la veas a través de unos ojos que han visto mucho y la

ames junto a un corazón que la ha amado siempre.

¿Por qué somos médicos?

¿Qué es lo que nos lleva a los médicos a entregar la vida a nuestra

profesión? Si pudiera responderse a esta pregunta se habrían

solucionado los más serios problemas, al asegurar, no solamente

su ejercicio recto y cabal, sino la felicidad de quienes a ella se

dedicaran.

Superficial es despreciar o ignorar motivos como la creencia de que

la medicina es una forma de ganar dinero fácilmente o de alcanzar

un puesto destacado en nuestra sociedad. Si estos motivos existen

no hacen sino traducir problemas más profundos. Si lo que a un

hombre guía es la ambición de dinero o el espejismo de una

posición, ello nos está indicando que ese hombre, por alguna razón

que es indispensable conocer, inviste el dinero o el prestigio con

valores especiales.

Más adelante trataremos de comprender ese punto de vista, pero

quiero que, desde ahora, sepas que se basa en un error. A quien

toma nuestra profesión como un medio y no como un fin, nada le

será fácil. Encontrarás terriblemente dificultoso el pasar a través de

los años de estudio y de práctica: la culminación de cada etapa

será un esfuerzo sin satisfacción ni premio y, una vez obtenido el

titulo cada día significara una angustia, cada enfermo, un temor, y

cada oportunidad, un sufrimiento. Quien quisiera ganar dinero

fácilmente con la medicina se convencerá bien pronto de que no

llegará a ser uno de esos “grandes médicos” que “ganan dinero a

manos llenas” porque, precisamente, su afán de hacerlo mutilará

sus posibilidades y porque su manera de enfrentar los problemas

de la profesión lo derrotará día a día y hora a hora.

Será como el que se casó por interés y se encuentra con que su

consorte, a la que no sabe amar, le pide mucho, lo esclaviza sin

piedad y no le da nada de lo que aspiraba.

Pero aún, si lograra esos propósitos, llorará su fracaso, más

definitivo porque comprobará dolorosamente que el "éxito" no es

sino un espejismo; que, con cada paso adelante, una nueva

inquietud, una nueva insatisfacción, una nueva angustia lo

atenazan. Lo que da la felicidad no es sino la paz interior, la

sensación de que hemos cumplido con nosotros mismo y que nos

hemos realizado en ese mundo de los valores, distinto y superior al

de las satisfacciones inmediatas. Puede la psicología dar cualquier

nombre a esa necesidad que el hombre tiene de estar de acuerdo

con lo mejor de su Yo, pero es una verdad -que comprobarás paso

a paso, que no se puede ser feliz sin estar en paz consigo mismo y

que no se puede estar en paz consigo mismo si no se vive de

acuerdo con verdades que trascienden la realidad de todos los

días, la necesidad de todos los días, la satisfacción de todos los

días y se extienden hacia un mundo inmenso de proyecciones

extraindividuales, más allá del Yo mismo , aun "nosotros" inmenso

y eterno.

Otros hay que se acercan a la medicina por razones distintas. Una

de ellas es la curiosidad. Deseo de saber, ansias de descubrir,

pasión por lo desconocido de la vida y la muerte, atracción del

misterio de crear y descubrir, afán de encontrar una respuesta a los

mil interrogantes que desde niño espolean la inquietud

investigadora y nos rodean con enigmas insondables e

inquietantes. La niñez está llena de ese impulso a encontrar

respuesta a las preguntas que cada día suscita la realidad que nos

rodea. ¿Que soy? ¿De donde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué es

nacer, qué es morir? Si la natural curiosidad del niño no es

satisfecha, si se reprimen sus intentos de averiguar, de encontrar

una respuesta; si, en lugar de dar la información, se frena la

inquietud, cerrando sus posibilidades, o sublimarse hacia el camino

luminoso de la curiosidad científica y, principalmente, la que trata

de hallar respuesta a los enigmas básicos. Y el niño, joven

después, cree que el médico, dueño de la vida y de la muerde, es

el que posee ese conocimiento. Para él es un ser omnipotente.

Cura o mata; quita el sufrimiento o hace sufrir; domina la escena

cada vez que aparece y su palabra es orden. Se une, pues. al

deseo de saber, el ansia de poder, y esas dos fuerzas puede

enmarcar una vocación.

Y hay quien quiere ser medico para ayudar a los hombres. Ayudar

a los hombres Efectivamente; quizás es el medico quien más puede

ayudar. Pero, qué clase de ayuda es la que ofrece? ¿Cual es su

real papel en la sociedad y en vida?

Amar, crear y reír

¿Cuál es el papel del médico? La respuesta parece fácil devolver la

salud. Pero he aquí que nos encontramos con un interrogante más

¿Qué es la salud? A lo largo de toda la historia de la medicina, los

teóricos han querido contestar a esta pregunta inquietante. ¿Qué

es la salud? ¿Es la ausencia de síntomas? No, por que muchas

enfermedades transcurren durante largo tiempo sin manifestarse en

sintomatología. ¿es la “normalidad”? Pero, ¿qué es la normalidad?

¿Debemos tomar la palabra norma en el sentido de paradigmas?.

En ese caso, nadie es normal, porque todos nos alejamos más o

menos, en una u otra forma, pequeña o grande, de la perfección de

estructura o de función. ¿Es normal el que no se aparta mucho del

promedio de sus semejantes? Deberíamos entonces considerar

como normales ciertas "enfermedades": si el promedio de los seres

humanos presenta, por ejemplo, caries dentarias, debemos

considerar como anormal al que no la tenga?

Si no sabemos qué cosa es la salud, no podemos definir el papel

del médico partiendo de una incógnita. Quizás podríamos decir que

su manera de ayudar a los hombres es hacer desaparecer los

sufrimientos. Sería esa su ocupación, pero no su papel en la vida,

ya que, en general, en una forma u otra, todos estamos destinados

a tratar de disminuir el sufrimiento de nuestros semejantes. El

sacerdote y el filósofo en su esfera, así como el gobernante, el

economista o el ingeniero, en la suya, trabajan efectivamente para

anular o disminuir el sufrimiento. Y no es, por supuesto, sólo el

dolor físico, el que el médico debe combatir; más sufre el hombre

por dolores espirituales y por desgarraduras psíquicas que por

cualquier alteración momentánea de su fisiología.

Alguien ha dicho que el papel del medico es “curar pocas veces,

mejorar muchas y consolar siempre”, pero esto sugiere una acción

ortopédica, de apoyo y no de construcción. Y el medico no debe

sólo remediar o parchar, sino crear, superar y ennoblecer.

¿Ayuda, en realidad, a un hombre que ha intentado suicidarse,

curando la herida o neutralizando el tóxico y dejando sin tocar los

problemas más que lo llevaron a una solución tan extrema? ¿Ha

cumplido su papel el medico que salva la vida a una mujer que trató

de eliminar su hijo en germen, si la dejó con todas las angustias

que ese hijo provocara y que la condujeran a tan peligroso acto?

¿Puede estar satisfecho el que devuelve la salud a un anormal y le

permite retornar a la sociedad para continuar haciendo daño? He

aquí preguntas que pueden multiplicarse al infinito y cuya respuesta

busca todo médico de verdad inútilmente los libros y,

dolorosamente, en su conciencia.

Se ha dicho también que lo que el médico debe procurar es la

adaptación del hombre a su medio, ello significa, naturalmente, la

adaptación psico-fisiológica: la obtención de un equilibrio más o

menos estable con el ambiente físico y con el ambiente espiritual. A

primera vista esa parece ser la respuesta. Un ser humano que se

encuentra en equilibrio fisiológico, sin enfermedades. y en equilibrio

psicológico, sin angustia, podría considerarse como “sano”.

Pero, ¿debe el médico tener en consideración solamente al

individuo? Ese hombre "sano", perfectamente adaptado, sería, en

realidad, un mediocre. Son las naturalezas no adaptadas ni

adaptables las que significan algo en el progreso de la humanidad.

El genio es, por definición, un inadaptado. ¿Sería el papel del

médico el destruir esa inadaptación y, si ello fuera posible, convertir

al genio en “uno más”? Quizás, desde el punto de vista del

individuo, el "ser promedio", el ser perfectamente adaptado, sería el

que no sufre. Pero el médico se debe también a la humanidad. Su

papel no sería concebible sin una resonancia social. Si le fuera

posible adaptar perfectamente a los hombres, y considerara esa su

misión, habría destruido toda posibilidad del progreso y toda

simiente de ascensión humana.

Pero no puede tampoco dirigir sus esfuerzos hacia la ruptura de

una adaptación conseguida o hacia el mantenimiento de una

inadaptación sufriente.

La respuesta quizás en lo que alguna vez expusiera en este

sentido: la salud puede definirse, en último término, como una

adaptación creadora, es decir, una adaptación, no estática, sino en

un desequilibrio continuo que va buscando su estabilidad en puntos

cada vez más altos de la escala evolutiva.

Acaso el hombre sano es el que fuera capaz de crear, amar y reír.

Crear en el sentido, por supuesto, de recrear. No podemos crear,

porque creación implica obtención de algo de la nada, pero todo

puede ser recreado y esa recreación se acompaña, como la

palabra misma lo sugiere, del gozo interior.

Amar, que es capacidad de dar y recibir, de crear y recrear; y reír,

que es posibilidad de goce pleno. Quizás ninguna de esta

virtualidades humanas puede darse sola y quizás la que se

encuentra en el centro de ellas es la de amar. Quien no puede

amar, no puede crear ni puede reír.

No puede un ciego conducir a ciegos

Y he aquí que, si el medico va a ayudar a los hombres a ser sanos

en ese sentido, debe él mismo ser un hombre sano. No puede un

ciego conducir a ciegos. Quiere decir que es el médico el primero

que debe ser capaz de crear, amar y reír.

Debes comenzar, pues hijo mío, con un sincero examen de ti

mismo; debes mirar hondo y largo en tu propio interior y

responderte:

¿Eres capaz de amar?. Muy niño aún para poder enfocar todos los

aspectos de esta pregunta, no eres tan niño como para no

encontrar en ti mismo las semillas de lo que mañana se abrirá en

floración adulta.

Amar es ser en plenitud, es salirse de uno mismo y sentirse capaz

de una fusión con los demás es renunciar al Yo, es trascender el

egoísmo, vivir en comunión y hacerlo activa y gozosamente, en la

euforia de una suprema realización y la vivencia de un florecimiento

total. Amar es, paradójicamente cumplir nuestro destino individual,

sacrificándolo; realizar nuestro Yo más auténtico, diluyéndolo; es

ser hombre entre los hombres y para la humanidad.

¿Sabes reír?. Reír fácilmente, limpiamente, abiertamente. Y reír, no

sólo de lo que puede ser gracioso en los demás, sino de lo que

puede serlo en ti mismo. Porque esa es la verdadera capacidad de

reír. Quién no puede reír de si mismo alguna vez, no ríe de verdad;

usa su risa como un arma de agresión o de defensa, pero no la

goza como expresión de límpida alegría o de noble jocundia. Quien

es capaz de reír de sí mismo, es capaz de reír.

Tampoco podrías contestar con certeza al interrogantes: ¿puedes

crear?, pero debe ya manifestarse en tu espíritu la inquietud básica

del creador, del que no está contento con la rutina, del que

interroga, indaga, experimenta, del que goza cuando los fenómenos

cotidianos toman una apariencia nueva y cuando su búsqueda

constante consigue hacerle ver más claramente y obrar con mayor

seguridad.

Si eres un hombre sano, sano de espíritu y sano de cuerpo, posees

las condiciones para ser médico. Pero ello no es sino una base.

Debes hacerte médico. Y no es fácil. Si reflexionar en lo que el

médico es para sus semejantes, comprenderás toda su

responsabilidad y que, para enfrentarla, debes estar preparado.

¿En qué consiste esa preparación? En aprender la ciencia y

desarrollar el arte de ser médico hasta que ha llegado el momento

y, cuando ese momento ha llegado, recién los hace suyos, los

reconoce y los incorpora.

En medicina debes tratar siempre de saber. Sentirás muchas veces

que no hallas cómo hacer que los conocimientos penetren en ti y

formen parte de tu Yo íntimo. Entonces, trata de averiguar por que

no estás aún preparado para recibirlos, y humildemente, espera el

momento en que los merezcas. El llegará si lo buscas con recto

designio, firme propósito y noble perseverancia. Y, entonces, un

alba nueva iluminará tu espíritu y habrás dado un paso adelante en

el camino de tu formación científica.

Los conocimientos necesarios para ser médico son vastos y varios.

Encontrarás algunos fascinantes y otros sin interés momentáneo. Si

te acercas a todos con amor, todos te darán satisfacción.

Y quiero que tengas presente una cosa: hay una cierta tendencia a

orientar al estudiante de -medicina hacia lo relacionado

directamente con la que va a ser su profesión y a descuidar todo lo

demás. Si piensas en lo que antes expusiera comprenderás que, si

el médico quiere realmente cumplir su misión, no puede bastarle el

conocimiento puramente "médico".

El que sólo sabe medicina, ni medicina saben ha dicho Letamendi.

Y es que, para tener una visión amplia del hombre y de su vida, no

bastan, por supuesto. las “ciencias naturales”. Son las viejas

“humanidades” las que dan sabor, al conocimiento. La historia, la

sociología y la filosofía son complementos indispensables de la

anatomía, la fisiología o la psicología. Pero al lado de aquellas,

importa para el médico un interés sincero para las manifestaciones

artísticas. El conocimiento del arte a través de la evolución de la

humanidad, sus tendencias, sus realizaciones, sus fracasos; la

comprensión de lo que ha significado y significa en cada momento

de la historia; el acercamiento, si es posible directo, a sus obras

mas notables, es indispensable para el que quiere ser medico de

verdad. Es en las obras de arte donde se aprende a conocer y a

amar al hombre. En nada como en ellas puede descubrirse más

acerca de su naturaleza y de su vida.

Sé sincero; se artista

Pero no basta que conozcas el arte o que lo admires; es necesario

que te acerques más a el. Bien sé que no todos podemos aspirar a

crear belleza, pero sé también que, al lado de la capacidad para

hacerlo, existe la necesidad de dar salida a inquietudes y

aspiraciones que palpitan en todo ser humano. Debemos

expresarnos, abrir cauces al caudal que circula en nuestro interior y

pugna por exteriorizarse. Y hay acaso forma mejor de hacerlo que

por intermedio de “las artes” No pretendas, si no tienes capacidad

para ello, producir obras maestras; no aspires a perfecciones

imposibles, pero no por ello, renuncies a manifestarte a través de

las mil posibilidades que la actividad artística te ofrece. Escribe,

pinta, haz música, creando belleza, si puedes, pero, si no estás

destinado a ello, por el puro placer de expresarte, por el goce

sencillo de ser tú verdaderamente. Verás cómo lo que hagas,

despojado de todo componente de aspiración egoísta y de todo

deseo de afirmación del propio Yo, no sólo te dará una inmensa

satisfacción, que no puede ser substituida, sino que te permitirá

conocerte mejor y acércale más a ti mismo, al verdadero ser que

llevamos todos dentro, que posee una serie de posibilidades

admirables y que es generalmente mucho mejor que el Yo que

usamos para vivir todos los días, limitado por la realidad los

prejuicios y el miedo.

Basta con ser sincero; basta con renunciar a pretensiones fuera de

lugar, con no censar en la opinión de los demás y con entregarse al

placer del arte por él mismo, por el goce que nos ofrece al

permitirnos dar salida a lo más auténtico de nuestro Yo,

generalmente estrangulado por la pequeñez de nuestro egoísmo.

Escribe aunque no "sepas" hacerlo, pinta, aunque, al comienzo te

parezca imposible, canta, si lo deseas: hazlo todo para ti mismo,

entregándole a esas actividades con sencillez, con amor y con

ingenuidad y verás cómo tu vida se enriquece, cómo tu horizonte se

amplía y tus horas se completan. Verás cómo cada día eres mejor y

comprenderás cómo es el sentimiento y no la razón el que nos

hace conocer las grandes verdades y nos hace capaces de ser

nosotros mismos y, por ese camino, unirnos a los demás.

Aprende el arte de ser médico

Y, si el destino del médico es unirse a sus semejantes, una

indispensable condición es el desarrollo de sus capacidades

artísticas para ese propósito.

No puede "Aprenderse" a ser artista. Se necesitan condiciones

básicas, sin las cuales, todo aprendizaje es inútil. Pero, así como el

pintor o el poeta deben desarrollar las capacidades que poseen, así

el médico debe también hacer florecer las propias en el arte de ser

médico. Es éste, quizás, el más hermosos aspecto de nuestra

profesión. No es suficiente saber medicina. Hay que sentirla

también. Se puede ser un sabio y no por eso ser buen médico. Se

necesita algo más: la sensibilidad artística, el toque mágico

personal que va más allá del conocimiento frío, la vibración afectiva

creadora que se encuentra en la base de "toda obra de arte. La

relación directa con los hombres la necesita para florecer. Al lado

de la objetividad fría de la ciencia, es indispensable la cálida

subjetividad del arte. Sin ella, el médico será un técnico en

problemas de laboratorio fisiológico o de anfiteatro anatómico, pero

no un ser humano ayudando a otro ser humano.

Esa es la razón por la que muchos hombres de subidos quilates

intelectuales, que trataron de estudiar medicina, tuvieron que en

cierta forma, apartarse de ella aplicándose a trabajos de

investigación en laboratorio o a actividades no clínicas.

Descubrieron bien pronto que no podían, no hubieran podido

nunca, no sólo manejar la interrelación del médico con el enfermo,

sino lo que es también necesario, gozar en ella y sentir el placer de

la reacción y la satisfacción indescriptible que el ayudar a otro ser

humano debe traer consigo.

Pero, ¿como puedes desarrollar tus capacidades artísticas para ser

médico? De una sola manera: desarrollando tu propia personalidad,

cultivando tu propia personalidad.

Hay algo individual, intransmisible, en la manera de ser médico: es

la forma de usar el propio yo en relación con el semejante; es el

modo de enfrentar y resolver problemas humanos que, en

medicina, se encuentran siempre antes y después de los problemas

científicos. Nunca será médico si ante un enfermo sólo sabes

recordar la ciencia y si no sientes que él no es un conjunto de

órganos que funcionan mejor o peor, sino, ante todo y sobre todo

un semejante que sufre.

Cómo elegir a los maestros

Si todo debes aprender, ¿de quién puedes hacerlo? He aquí otro

problema. El desarrollo de tus condiciones personales y tu

adquisición de conocimientos dependen, en gran parte, de tus

maestros. Ellos te abrirán las puertas y te señalarán los horizontes.

De ellos dependen tus primeros pasos, que muchas veces, serán

los decisivos.

Busca a tus maestros, elige a tus maestros, selecciona a tus

maestros. Oye y respeta a todos, pero prefiere a los que pueden

ofrecerte algo más que conocimiento; a los que" pueden despertar

en ti inquietudes y estimular anhelos; a los que sean capaces de

dar y de darse.

Ya tienes un criterio: son los hombres que crean, aman y ríen. Son

los que no están contentos con la rutina diaria, los que buscan

incansablemente, los que, en esa búsqueda, saben hallar. Son los

que, ante el enfermo, te enseñan además de la actitud de la

ciencia, el arte de la actitud. Son los que se acercan al paciente a

darle a manos llenas, no solamente medicamentos, sino amor,

comprensión humana, respeto por su doble condición de hombre y

de hombre sufriente. Y son los que ríen. No te acerques a un

hombre solemne. La solemnidad es incapacidad de reír y quien no

tiene sentido del humor no tiene sentido de humanidad. Aléjate de

los maestros eruditos, de los que citan muchos autores y se apoyan

en infinitas cifras. Esos conocen, pero no saben. Acércate a los que

al enseñar, te den la sensación de que todo lo que dicen es fácil y

descubrirás bien pronto que, detrás de esa facilidad, se encuentra

un trabajo serio y profundo de asimilación de conocimientos que, al

haber sido perfectamente comprendidos, se han hecho fácilmente

manejables y transmisibles.

Tienes a tu disposición una sencilla manera de conocer al

verdadero maestro. Observa su actitud frente a un enfermo. Si éste

le sirve solamente de pretexto para exponer amplia erudición,

repetir opiniones, historiar conocimientos y presentar teorías

propias; si, al hacerlo, notas que hubiera dado lo mismo que el

paciente fuera otro o que no estuviera presente, sabe que ese

hombre, no solamente no es un maestro, ni siquiera un médico. Si,

por el contrario, ves a uno que en todo momento piensa en el

enfermo y con el enfermo, expone los conocimientos que ese caso

brinda, se refiere a las vicisitudes de la enfermedad en ese

paciente, ofrece los medios de ayudar a ese ser que se encuentra

frente a él; el maestro cuya lección no puede, de ninguna manera,

separarse del enfermo que la provocó por que perdona significado,

acércate a él síguelo, aprende de él.

De los libros y su valor

Al lado de tus maestros, serán los libros los que completarán tu

enseñanza. Los libros que, al condensar la sabiduría de los siglos,

son los mejores maestros.

Y, así como eliges a éstos, debes aprender a elegir tus libros. No

es fácil hacerlo. Cada uno te ofrece tanto que sería el ideal poder

leerlos lodos porque, en realidad, todos pueden enseñarte algo y

cada uno de ellos, en mayor o menor medida, abrirte un horizonte

nuevo. Pero leer todo es imposible y se impone, entonces, una

selección. ¿En qué debes basarla? Por supuesto que no pretendo

darte reglas infalibles ni soluciones fáciles, pero quiero ofrecerte lo

que muchos años de leer me han enseñado.

Dos clases de libros solicitarán tu atención y tu tiempo: los que te

brindan conocimientos y los que se dirigen a tu sensibilidad. Son

los primeros los libros científicos y los segundos los que pertenecen

a la “literatura”. Es esta clasificación bastante arbitraria, sin

embargo. Un libro de ciencia te dará, además de información,

satisfacción estética, si está bien pensado y bien escrito, y una

novela puede ofrecerte, no solamente placer artístico, sino nuevos

conocimientos del hombre y del mundo.

No descuides la literatura. Busca las obras maestras de todos los

tiempos. Los Clásicos te darán goce y provecho. Encontrarás

alguno que no sacuden tu sensibilidad cuando por primera vez te

acercas a ellos. Déjalos, entonces, y haz una pausa. Madura

espiritualmente, y luego vuelve a buscarlos. Los encontrarás, y

cuando algún autor te provoque esa inexpresable conmoción que

sólo puede compararse a un descubrimiento, cuando sientas, al

leerlo, como si él expresara lo que tú, tenías dentro de ti pero no

conocías siquiera, como si sus páginas fueran un haz de luz que va

iluminando tu propias vida interior y haciéndote ver claras mil cosa

que penaban en la vaguedad imprecisa de tu espíritu; como si las

palabras que lees fueran descongelando figuras latentes en ti y

dándoles vida, síguelo. Lee y relee todas sus obras hasta que tu

corazón palpite al unísono y tu pensamiento se encuentre en cada

línea con el suyo. Habrás ganado un nuevo mundo y habrás dado

un paso adelante al hacerte uno con un fragmento eternamente

vivo de la humanidad.

Aprende también a seleccionar en el campo de la producción

científica. En medio de la variada gama que le ofrece, encontrarás

tres tipos diferentes de autores. Hay quienes son capaces de darle

una presentación de los conocimientos, una síntesis de lo sabido y

hacerlo desde puntos de vista más o menos originales; hay

quienes, por otra parte, exponen sus propios hallazgos en un

campo determinado y te enseñan, así, cosas nuevas y, a veces,

valiosas, y hay, por último, aquellos que cumplen una función aún

superior: saben hacerte pensar, te llenan de inquietud creadora y

dejan en ti simiente, haciéndote razonar por tu cuenta y recorrer

con tus pasos los caminos abiertos al estimar tu propia capacidad

creadora.

Los primeros son útiles especialmente cuando comienzas a hollar

un campo nuevo. Te informarán de lo ya sabido y de lo ya hecho y,

si son buenos, lo harán de manera sistemática, completa, y

atrayente. Te ahorrarán mucho vagar inútil y mucho perderte por

vericuetos ciegos. Te darán, condensada y sistematizada, la

sabiduría de los siglos.

Los segundos te informarán de lo nuevo que han sido capaces de

añadir a lo sabido y, al hacerlo,-acrecerán tu conocimiento y tu

inquietud.

Pero son los otros los que debes preferir aquellos que te hacen

pensar, los que, no solamente te señalan horizontes o te muestran

un nuevo camino, sino que, al enseñarte a mirar y a caminar te

estimulan para descubrir y para avanzar por ti mismo más allá de lo

ya sabido y de lo recientemente descubierto.

Los primeros harán tuyo el conocimiento, los segundos la inquietud,

los terceros la creación. Lee a todos pero ama a los últimos porque

ellos cumplen la verdadera misión del maestro: hacer tuyo el

mundo a través de tu propia visión.

Medicina de hombres

La medicina ha evolucionado mucho. Nació ejercida por el

sacerdote en los templos, fue luego conjunto de medidas empíricas

y siempre sufrió la influencia del momento cultural. Sus teorías se

movieron con la época y, así fue "espiritualista" durante la Edad

Media y "materialista" en el "siglo de las luces". Oscilo de un

extremo a otro, negando hoy lo que había de exaltar mañana.

Yo me he hecho médico bajo la influencia irresistible del

positivismo. Nos enseñaron medicina como podrían habernos

enseñado ingeniería mecánica. Nos mostraron cómo los órganos

funcionaban bien y cómo se producían desarreglos en esas

funciones, desarreglos que constituían la enfermedad y a los que el

médico debía poner remedio. Nos educaron en la "ciencia" y, ante

los resultados de las experiencias de laboratorio y de las

disecciones de anfiteatro, nos orientaron, en realidad, hacia una

veterinaria de seres humanos. Los médicos de mi generación

creíamos ingenuamente que el examen exhaustivo del cuerpo, no

sólo con los medios clínicos, sino con la ayuda magnífica del

laboratorio y de todos los procedimientos auxiliares, bastaba para

darnos el conocimiento de la enfermedad y señalarnos el camino

de la curación. Los médicos de mi generación fuimos preparados

para atender órganos y no hombres. "Es un hermoso caso de tumor

del riñón"; "es una magnífica anemia macrocítica", nos decíamos

los unos a los oíros, gozándonos en las posibilidad diagnósticas

que los análisis, las pruebas funcionales o las radiografía podían

ofrecernos: No nos enseñaron que ese tumor del riñón o esa

anemia macrocítica se desarrollaban en seres humanos, en

hombres sufrientes, en semejantes nuestros que venían a buscar

ayuda.

Los médicos de mi generación creíamos cumplir nuestro deber

cuando habíamos agotado lodos los medios "científicos" para llegar

a un "diagnóstico preciso" y emprender una terapéutica "eficaz".

Pero el diagnóstico era un diagnóstico de patología orgánica y la

terapéutica tenía como ideal el llevar la medicación "específica1' a

la lesión local. El hombre portador de esa lesión era completamente

descuidado. No interesaban como tal.

El trágico error que ese punto de vista llevaba consigo no puede ser

ilustrado más claramente que con un ejemplo que el profesor Lelio

Zeno me refirió una vez y que recordaré siempre. En un

modernísimo sanatorio, se atendió a una muchacha con una

tuberculosis pulmonar. Los médicos usaron los mejores medios

diagnósticos y terapéuticos; los cirujanos realizaron sus más

brillantes operaciones para eliminar lo que no podía ser salvado. El

esfuerzo conjunto de un equipo de sabios consiguió la "curación"

de esos pulmones que parecían irremediablemente perdidos. El

caso era interesantísimo y, como tal, se decidió presentarlo a un

congreso médico.

Reunióse entusiastamente la documentación y se esperaba la

fecha del congreso con la seguridad de ofrecer ejemplo ilustrativo.

Pero ocurrió que, unos días antes, la enferma se suicidó.

¿Habían curado los sabios colegas a este paciente? Habían

indudablemente, obtenido que sus pulmones fueran nuevamente

capaces de cumplir su función, habían, pues curado el órgano. La

portadora de ese órgano, la muchacha que buscara ayuda fue, en

todo momento, ignorada. Los médicos no creyeron, ni científico, ni

necesario, averiguar lo que ocurría en. el espíritu de su paciente.

Posiblemente pensaron que no les correspondía hacerlo. Y ese

espíritu destruyó en unos pocos minutos todo lo que ellos habían

hecho con su cuerpo. Aún vemos todos los días casos parecidos

pero felizmente, las cosas van cambiando. La moderna medicina no

es mas una medicina de órganos, sino una medicina de hombres.

Considera como nuestro deber, no solamente el restaurar

funciones, sino ayudar a seres humanos a vivir. Todos los médicos

de nuestra generación habíamos sido llevados a olvidar al hombre

en medio de sus órganos, fenómeno ilustrado claramente en el

ejemplo que muchas veces pusiera a los estudiantes. Frente a un

enfermo, en un lecho de hospital, se habla de “un caso de hepatitis”

pero, si suponemos, por un momento, que es nuestro hermano el

que sufre, no será el "un caso de hepatitis", sino "Alfredo, quien

padece de hepatitis". En el primer ejemplo es el órgano el que

ocupa el centro de atención y al que se dirige primordialmente

nuestro interés; en el segundo, es el hombre el que importa

fundamentalmente y la enfermedad orgánica no es sino un episodio

en la vida de ese hombre. Pensemos en todos los enfermos como

en hermanos nuestros y habremos adquirido la orientación justa de

la medicina contemporánea.

Esta actitud no es solamente humanitaria, ni lleva como origen

preocupaciones sentimentales. Es indispensable desde el punto de

vista vibran al unísono y se influyen mutuamente. No hay

enfermedades "puramente orgánicas" ni "puramente psicológicas".

Todas ellas muestran un funcionamiento defectuoso de la totalidad

del hombre y así deben ser comprendidas.

Si eso es verdad, y ningún médico que se halle al tanto de las

modernas investigaciones lo duda, constituye un deber de hombre

de ciencia no descuidar ningún aspecto del problema y tener en

consideración, al lado de los fenómenos fisiológicos, las

alteraciones psicológicas y, al mismo tiempo que los órganos, la

personalidad del individuo.

Ello significa, hijo mío, un cambio radical del punto de vista médico.

Significa que no somos más ni "veterinarios de seres humanos", ni

"recetadores", ni "operadores", sino hombre frente a hombres;

hombres que, preparados científica y artísticamente para ayudar,

ayudamos otros hombres a restablecer el equilibrio que ha perdido

por un momento y los ayudamos, no solamente prescribiendo

remedios o indicando operaciones, sino atendiendo problemas

anímicos, equilibrando emociones y tratando de restaurar, la

tranquilidad espiritual al mismo tiempo que el funcionamiento

orgánico.

La tarea es difícil; infinitamente mas difícil que la de restablecer

funciones alterados. Pero es también mucho mas noble. Devuelve

al medico su prestancia y su papel. Le ofrece la inigualable

satisfacción de ayudar a sus semejantes en el sentido mas humano

de la palabra. Y, si tu quieres ayudar a los demás, debes hacerle

médico de hombres y no médico de órganos.

El problema de la especialización

Sin embargo, he aquí que la realidad de la practica profesional

parece contradecirme, ¿no existen especialistas que se ocupan de

un conjunto limitado de órganos? ¿No es la especialización

indispensable en la medicina de nuestros días? ¿No es una

consecuencia ineludible del progreso?

Así es, pero la contradicción es sólo aparente. La especialización

es un fenómeno necesario, pero no excluye, de ninguna manera, la

amplitud de criterio ni el concepto integral de la medicina. El buen

especialista es el que afina sus capacidades en la solución de

problemas médicos limitados a determinados órganos o sistemas,

sin perder de vista la totalidad del hombre enfermo, sin descuidar

su categoría de ser bio-psico-social. El fracaso lamentable de

algunos especialistas es, precisamente, el descuidar ese aspecto

de su actividad médica, el creer que pueden solucionar los

problemas de un órgano sin tomar en cuenta al individuo portador

de ese órgano. Son los que, según la definición humorística, "saben

cada días más y más de menos y menos" y que, en su miopía, no

son capaces de resolver ni siquiera los problemas de su campo de

acción. El especialista moderno es el que, después de conocer la

inmensa complicación del hombre, en todos sus aspectos, estudia

con más detención uno de ellos, pero que, al hacerlo tiene siempre

presente la unidad del ser y la necesidad de tornarla en cuenta en

todo momento. Si no lo hace, deja de ser medico para convertirse

en un técnico estrecho que puede realizar su tarea mejor o peor

pero que ha perdido la nobleza de propósitos, la altura de

procederes y la posibilidad integral de su apostolado y que ha dado

la espalda a la tradición humanística y científica de su profesión.

Ahora bien. La especialización es una necesidad indudable en la

práctica de la medicina moderna. Pasados son los tiempos en los

que un médico podía conocer todo lo conocido. Cada día el afán de

saber y el ansia de penetrar más y más en los misterios de la vida y

de la muerte traen conocimientos que es imposible asimilar en su

totalidad; y técnicas que un hombre solo no podría aplicar. El joven

que, lleno de entusiasmo y emoción, quiere hacerse médico, se

pregunta: ¿Qué camino seguir?

Ante todo quiero que no te engañes respecto a la falacia de la

especialización temprana, estudiantes hay que se inscriben en las

Universidades con una idea fija, que descuidan los conocimientos

que creen superfinos y que buscan desde los primeros anos el

"especializarse". Creo que es un error grave. Ante todo, la

especialización exige una vocación, cierta y ella sólo puede

hacerse clara luego de conocer el conjunto de las disciplinas

médicas, sus horizontes y sus orientaciones. Por otra parte, no

puede ser un buen especialista quien no conoce a fondo las

ciencias básicas, quién no ha practicado la medicina general y se

ha adentrado en todos los problemas y sopesado todas las

soluciones.

Estudia con cariño las ciencias básicas, conoce todas las

especialidades, familiarízate con todos los procedimientos en tus

días de Universidad y, lo que quizás es más importante, acércate a

los especialistas, a los que gocen con su ocupación y hablen de

ella con convencimiento y amor. Óyelos y recién entonces serás

capaz de decidir tu camino.

Los dos grandes caminos: la clínica y la cirugía

Dos grandes vías se abrirán ante tus ojos: las ciencias clínicas y las

ciencias quirúrgicas. Ambas tienen atractivos ciertos y ofrecen

ilimitados horizontes.

Hay en la clínica posibilidades inmensas para el hombre de

pensamiento y de sensibilidad. Ser clínico es acercarse al

semejante sin mas armas que el conocimiento y la inteligencia; es

enfrentar los problemas que el ser humano nos presenta validos

fundamentalmente de nuestra intuición más acendrada la básica,

característica del artista- y nuestro más agudo razonamiento la

fundamental condición del hombre de ciencia. Para el clínico un

enfermo es un problema que debe resolver a base de maduro

raciocinio y manejar con sutil habilidad. Debe observar

cariñosamente cada detalle, pesar cada posibilidad, razonar cada

hecho y relacionarlos con los demás en un tejido de operaciones

intelectuales en el que construirá una obra de fina lógica y de

amorosa comprensión. Basado en los datos que el examen clínico

y los procedimientos auxiliares le ofrecen debe sopesar las

características físicas y espirituales de ese hombre en ese

momento y cada una de esas posibilidad que el conocimiento de

las manifestaciones fisiológicas y psicológicas le ofrece; debe afinar

su capacidad de análisis, debe seguir en su mente un camino firme

de razonamiento científico y llegar a una conclusión sólo después

de un trabajo de síntesis elevada que sea capaz de extraer de cada

dato lo esencial y relacionarlo con todos los otros en una obra de

armonía plena. Se trata de una operación intelectual de la más alta

calidad; se trata de una afirmación de lo más grande que el espíritu

humano posee: una capacidad mental que sólo admite

comparación con la del filósofo y que es en sí misma una continua

afirmación de lo verdaderamente noble en el alma del hombre.

Pero no es eso todo. Una vez llegado a la conclusión científica

referente a diagnóstico, pronóstico y terapéutica, el clínico

comienza recién su verdadera misión de médico. Es en la

aplicación de sus resultados al enfermo, es en el manejo de los

problemas que a cada momento se presentan, es en "la práctica

donde se ve al verdadero clínico. Si en el proceso de arribar a una

conclusión previa es el hombre de ciencia el que predomina, en la

aplicación de ese resultado es donde el artista debe mostrar lo

mejor de sí mismo. Tratar a un enfermo no es prescribirle

medicamentos. Es algo más: es manejar un ser humano. es

conducir un semejante por los caminos del restablecimiento de sus

capacidades fisiológica y psicológicas, es ayudarlo a recuperar la

normalidad de su funcionamiento orgánico y el equilibrio de su vida

social. Y para ello, no hay que ser solamente un sabio que

conozca, sino un hombre que sienta y que vibre al unísono con sus

semejante, que se ponga incondicionalmente a su lado y les

ofrezca, no sólo su saber, sino su amor, no sólo su cerebro, sino su

corazón. El éxito de un clínico no está solamente en su habilidad

para manejar conocimientos, sino, .y más, en su capacidad para

manejar hombres y esa es, precisamente, su más noble obligación

y su más alto papel.

Si bien el cirujano debe ser también clínico y, por lo tanto, puede a

él aplicarse todo lo dicho, es otro el espíritu que informa su

quehacer. Así como el clínico es un hombre de pensamiento y de

sensibilidad, como características fundamentales, el cirujano es un

hombre de acción. Su actividad gira alrededor del hecho quirúrgico

y su obra es fundamentalmente distinta. El cirujano, más que el

clínico, se siente actuar entre la vida y la muerte. Es el arbitro en

cuyas manos está, en un momento, el destino de su enfermo. Tiene

la suprema satisfacción de la lucha aguda de la realización

inmediata y positiva, del triunfo visible y objetivable. también la

sensación de dominio sobre la naturaleza y sobre la realidad que

sólo pude dar el hecho de manipular entrañas palpitantes, sentir la

vida latiendo entre sus dedos y ser capaz de triunfar sobre la

enfermedad viéndola y arrancándola del seno mismo del ser

humano sufriente.

El cirujano es también un artista, pero en otro terreno. Su goce

estético está en la perfección de su cometido, en la belleza que se

une a la tarea material bien cumplida, en el triunfo limpio sobre las

enorme, dificultades del acto quirúrgico, en la solución justa del

problema difícil a través de una técnica pura.

El clínico pocas veces tiene la sensación inmediata e indiscutible de

su triunfo. Sus enfermos se recuperan lentamente y esa, misma

lentitud, quita a la curación mucho de su dramatismo. El cirujano,

en cambio, ve a sus pacientes perder sus síntomas, sabiendo bien

el cómo y el por qué.

Ves tú, pues, las diferencias entre una y otra actividad y puedes

darte cuenta de cómo cada una debe satisfacer a distintas

personalidades. Estúdiate a ti mismo, trata de comprender tus

reacciones y, si sigues amorosamente todos los cursos, si te

acercas a todos tus buenos maestros con igual interés, bien pronto

se aclarará en tu espíritu un camino y sabrás lo que quieres.

Hay algo más, sin embargo. Cada día el campo de la clínica y la

cirugía "generales" va restringiéndose al ser desmembrado por la

especialización. El cardiólogo, el gastroenterólogo o el

endocrinólogo, entre muchos otros, han hecho suyos aspectos

importantísimos de la medicina y vemos en nuestros días nacer

especialidades dentro de especialidades: el médico que se dedica

exclusivamente a tratar diabetes, reumatismos o enfermedades del

hígado, por ejemplo. O el cirujano especializado en pulmones,

riñones o cerebro y el que sólo opera tiroides o próstata.

Aquí el peligro de no ver el bosque porque los árboles lo impiden es

mayor aún. Mantente alerta ante él. No puede negarse que quien

restringe su actividad a un campo limitado puede ser muy capaz de

dominarlo mejor y de convertirse en un experto, pero ello a costa de

sacrificar su capacidad de comprensión amplia, de enfoque

panorámico y de consideración verdaderamente médica.

El obstetra, el pediatra, el neurólogo...

Hay especialidades que deben considerarse aparte porque, no sólo

abarcan campos de actividad distintos, sino porque suponen una

vocación especial que debe ser tomada en cuenta. Me refiero, por

ejemplo, a la obstetricia, la pediatría o la neurología.

Quien quiera dedicarse a la obstetricia debe tener condiciones

especiales y vocación cierta. Nadie está más cerca del misterio

maravilloso de la creación y nadie es más capaz de gozar del

inmenso placer de dar la vida. Por otra parte, el obstetra se

enfrenta a sus semejantes en uno de los momentos más

trascendentales de la existencia. Es quizás el único entre los

módicos al que se busca con una sonrisa y una ilusión. Es el que

mas sabe de la esperanza humana y el que más cerca se halla de

la humana felicidad. Conoce la expresión luminosa del rostro

maternal y la expresión preocupada y orgullosa de la faz del padre;

sabe de los sentimientos menos egoístas de que es capaz el

hombre.

Es también la del obstetra tarea llena de angustia y

responsabilidad. Se le confía, no una existencia amenazada que se

quiere que salve, como a los otros médicos, sino dos vidas

humanas, dos seres rodeados, no del temor a la muerte, sino de la

esperanza de la vida. El éxito es, pues, esperado y el fracaso

imperdonable. De allí sus responsabilidad y su angustia; de allí su

elevación y su goce. De allí que sea quizás, entre los médicos, el

que sabe del agradecimiento más sincero y de la admiración mas

incondicional. Nunca he oído en mi vida de médico nada mas

conmovedor que las palabras de la madre de todas las madres-

cuando, con el niño en sus brazos, se vuelva Inicia el médico para

agradecerle. Hay en esa actitud una sinceridad, un calor y una

dulzura que compensan largamente por lodo lo pasado y llenan el

corazón del orgullo de ser médico, y de ser obstetra.

El pediatra actúa en oirá esfera, cercana pero diferente. Tiene en

sus manos vidas tan indefensas, debe lidiar con problemas tan

complicados y ha de hacerlo ante la angustiosa mirada de la madre

que esta en todo momento, pendiente de sus palabras y de sus

gestos como de una condena o de una salvación. Debe, por otra

parte, enfrentar algo tan conmovedor como el sufrimiento de un

niño. Impotente, sin poder muchas veces expresarse, vencido por

la enfermedad y entregado completamente en las manos de los

adultos, algo terriblemente patético tiembla en la apariencia de un

niño enfermo, algo que el médico siente y, lo obliga a entregarse y

a dar todo lo que su saber y su amor puedan.

Pero la misión del pediatra, además de curar niños, es formar

hombres. Debe ser médico y educador. Se acerca al ser humano

en los años cruciales de su formación física y espiritual; enfrenta los

problemas familiares que están determinando todo el futuro y debe

saber verlos y manejarlos, enderezando su acción, no solamente a

salvar el escollo de la enfermedad actual, sino a la prevención de

las maladaptaciones futuras cuya semilla se encuentra ya presente.

Debe ser el médico de la familia al mismo tiempo que el del niño y

su responsabilidad no esta cumplida con la curación de una

enfermedad, sino con la medicación del ambiente y la preparación

de un futuro normal para el ser que se pone en sus manos. Todos

los buenos pediatras lo saben y nadie lo expresa mejor que

Florencio Escardó:

"El Pediatra no ha de querer superficialmente al niño sino amar en

él al hombre del que el niño es cifra y resultado, a veces

desencanto, y ha de respetar en su paciente un tremendo

coeficiente de misterio y de devenir. Quien no entiende de un modo

vivo y real que el niño no es una presencia sino una continuidad no

debe ser pediatra".

La actividad del neurólogo tiene otras facetas. Hay en ella ciertas

características que la hacen atractiva para espíritus especulativos y

que ofrecen un placer incomparable a quienes son capaces de

gozar plenamente de la actividad intelectual lógica y entregarse a la

solución de problema con todas las características de los que se

presentan en disciplinas especiales, como las altas matemáticas.

Los cuadros neurológicos enfrentan al especialista con problemas

que sólo pueden ser resueltos si se llenan dos condiciones

indispensables. Es la primera, por supuesto, un conocimiento

exhaustivo de los centros, las vías y las conexiones nerviosas y su

funcionamiento. Es la segunda una capacidad para el razonamiento

preciso, para la discriminación lógica inflexible, para el análisis y la

síntesis. Quizás por eso la neurología constituye la especialidad

médica que más se acerca a las ciencias exactas en su aspecto

diagnóstico y la que puede ofrecer mejor el goce de la actividad

lógica y del razonamiento puro. Nada puede igualar en este

sentido, a la satisfacción que el neurólogo experimenta, por

ejemplo, al ver que su diagnóstico de localización es confirmado, a

veces milimétricamente, por cirujano quien, guiado por sus

indicaciones precisas, ha llegado a la lesión y ha salvado al

enfermo.

Por supuesto que he tomado estas especialidades solamente como

ejemplo. En realidad, cualquiera, cuando es estudiada con

dedicación y practicada con amor, ofrece al médico posibilidades

inmensas y satisfacciones sin fin. Hay una, sin embargo, de la que

quiero decirte algo más.

Medicina de almas

Debo corregirme: no se trata de una especialidad, sino de una de

las ciencias básicas. Me refiero a la Psiquiatría.

Es interesante considerar la situación de la psiquiatría en la historia

de la medicina. Nació hace muy poco tiempo como la especialidad

dedicada al tratamiento de las enfermedades “mentales”. Esta

definición traiciona, ciertamente, la propia etimología de la palabra.

Psiquiatría se deriva de los términos griegos psyche alma y iatreia,

curación. No se refiere, pues, a mente sino a alma y, si bien los

hombres de ciencia y los filósofos no se han puesto aún de

acuerdo- y posiblemente no lo harán nunca sobre el verdadero

significado y alcance de la palabra alma, todos ellos aceptan que

abarca algo más la palabra mente. Sin embargo, la psiquiatría

nació como una especialidad que se ocupaba de las enfermedades

de la mente, refiriéndose, (le una manera directa, a la locura."Poco

a poco su horizonte fue haciéndose más amplio y extendiéndose su

campo cíe acción. Se comprendió que no es la locura el más

importante ni el más común cíe los sufrimientos del alma, que

existen una serie de trastornos que sin llegar a ella, producen más

dolor y más invalidez en el ser humano y que deberían

considerarse en el ser humano y que debería considerarse

detenidamente. Fueron naciendo las doctrinas de la neurosis y la

idea de que eran también sufrimientos del alma las alteraciones del

carácter que llevan a la perversión, al vicio y al crimen. Y llegó el

momento en que los psiquiatras se encontraron frente al ser

humano para estudiar, comprender y tratar los trastornos más

importantes que ese ser humano presentaba como tal. No es

ciertamente por azar que el campo de las actividades culturales,

alejándose de la consideración casi exclusiva de la mente, como

función intelectual, se fije ahora en la afectividad, descuidada y

pospuesta en el pasado.

La psiquiatría, doctrina médica del alma humana, de su sufrimiento

y de su curación, ha pasado en nuestros días, de ser actividad

despreciada y aborrecida, a tener proyecciones inmensas y

responsabilidades infinitas; de una especialidad descuidada, a

ciencia básica en el conocimiento del ser humano, su acción y su

destino.

Quizás tales afirmaciones te sorprendan porque n0 has vivido,

como yo, las etapas de esa evolución. La psiquiatría, en mis

tiempos de estudiante, era considerada por la opinión pública como

el quehacer de unos cuantos médicos excéntricos que se ocupaban

de cuidar a los locos en los manicomios y que poco se

diferenciaban de ellos. De ese estado han salido en pocos años

para convertirse, en los países más civilizados en conocedores del

hombre y sus actividades normales y anormales, expertos en la

conducta» analistas de la familia, la sociedad y el Estado cuyas

opiniones se toman en cuenta en todos los campos de la vida y

cuya intervención individual y social tiene quizás hoy día más

consecuencias que la de cualquier otro grupo de médicos.

Cómo, se ha producido, ese fenómeno. Esquematizando, puede

estudiársele en dos etapas. La primera fue causada por la aparición

de Freud y el psicoanálisis. Sus teorías sacaron a la Psiquiatría de

los manicomios y la enfrentaron con los problemas diarios del

hombre, la colocaron bajo el foco central de la atención pública y

llevaron su influencia más allá de la medicina misma, hacia las

ciencias del ser humano y la cultura. El psiquiatra, aislado hasta

entonces, tuvo que aprender a dialogar con el psicólogo, con el

antropólogo, el jurista, el filósofo y... el médico.

Puede sonar esto último a paradoja, pero no lo es. El resto de los

médicos se había acostumbrado a aislar al psiquiatra. Casi como a

la oveja negra de la familia. Envuelto en un mundo tan anormal y

tan peligroso, hablando un idioma tan distinto del idioma "científico"

de sus colegas, había él mismo olvidado sus conocimientos clínicos

y su lenguaje profesional. La aparición del psicoanálisis lo arrancó

de ese aislamiento y lo arrojó al centro de interés. Y lo obligo a ser

médico nuevamente, así como obligó a los otros médicos a ser

psicólogos.

Como una consecuencia y, por supuesto en estrecha relación con

la evolución cultural del momento, nació lo que ha dado en llamarse

la "medicina psicosomática".

La medicina psicosomática no es ni una nueva especialidad, ni una

ciencia diferente; es una orientación distinta. Representa nada más,

ni nada menos que la vuelta al hipocratismo, a la consideración del

enfermo como una totalidad de alma y cuerpo que no puede

enfermarse ni morir totalmente; es un llamado a la humanidad del

médico y una invitación a que vuelva a hacerse una medicina de

hombres practicada por los hombres y no una reparación de

máquinas, hecha por expertos; es una apelación a lo más noble de

nuestra actividad y a lo más alto de nuestro espíritu.

La medicina psicosomática ha sido el segundo paso decisivo en la

transformación de la psiquiatría en una ciencia básica y del

psiquiatra en un médico integral que, no solamente comprende y

maneja los problemas psicológicos de sus enfermos, sino que

puede contribuir grandemente a que sus colegas comprendan y

manejen los suyos al ayudarlos a colocarse frente a ellos como a

seres humanos que reaccionan como tales y en cuya historia los

factores psicológicos son tan importantes como los fisiológicos y

obran junto con ellos en una interrelación que no puede ignorarse y

que determina muchas veces la salud y la enfermedad, la vicia o la

muerte.

Y, he aquí, pues, que la Psiquiatría es hoy, no solamente una

ciencia básica de la medicina, sino una disciplina de vastos

alcances y nobles intenciones, una actividad para médicos que, a

su ciencia y a su arte, unen, por sobre todo, un amor incondicional

hacia el ser humano y un entendimiento amplio de su problemática

y de sus posibilidades.

La medicina integral

La Psiquiatría ha contribuido a la comprensión más clara del hecho

mismo de estar enfermo -que no es el funcionar anormal de un

órgano o un sistema de órganos, sino un desequilibrio del ser

humano frente a sí mismo y frente a su ambiente- y, al hacerlo, se

ha convertido en una disciplina cuyo conocimiento se hace

indispensable para todo médico. Si sabemos que las enfermedades

tienen todas un componente psicológico no podemos pretender

conocerlas ni manejarlas sin conocer y manejar ese aspecto tan

importante de su patogenia. Otra cosa sería cegarse ante la

realidad diaria y mantenerse al margen del progreso. Por eso, hijo

mío, si quieres ser médico, debes, de todas maneras, familiarizarte

con los conocimientos de la psiquiatría moderna que te enseñará

mucho respecto al hombre sano y enfermo y te permitirá

relacionarte con él y ayudarlo realmente.

La Psiquiatría es el puente que une la medicina a la cultura general.

Ninguna disciplina médica te acercará más al alma del hombre, a

su sufrimiento, por una parte, pero, por otra, a sus manifestaciones

más sublimes y a sus capacidades más altas. Ninguna te permitirá

comprender mejor y admirar más las producciones artísticas, las

conquistas científicas, las especulaciones filosóficas o los

planeamientos religiosos, ninguna como ella estimulará tu

curiosidad, te colocará en la actitud justa: ansia de comprender y

posibilidad de admirar y abrirá horizontes más amplio a tu hambre

de espíritu y tu sed de cultura; ninguna te enseñará mejor a

entender a tus enfermos ya respetarlos en su condición

irrenunciable de seres humanos; ninguna te levará más ante ti

mismo como parte de la humanidad y servidor de ella.

Sabe oír

El secreto de la medicina moderna

Hay algo más aún. Hasta esta revolución psicológica, el médico se

había dedicado a conocer al hombre "desde afuera" y, por eso, se

colocaba frente al enfermo como frente a un objeto de estudio que

debería analizar en sus partes para estudiar, en lo posible, cada

una de ellas aislada y exhaustivamente. No quiero decir que los

médicos fueran ciegos ante los factores de integración, pero los

enfrentaban también con la actitud "científica" del que trata de

comprender una complicada maquinaria. Esa "actitud científica" los

obligaba a ser "objetivos" y a eliminar todo factor que no pudiera

ser "visto" y analizado. La medicina era una actividad visual. Es la

orientación moderna, que partiera del psicoanálisis, la que la

convierte en una actividad auditiva. Con el punto de vista

psicosomático los médicos descubren que, al lado de la

observación que los colocaba frente al enfermo "desde afuera",

debe darse importancia a las informaciones que llegan "desde

adentro" y que obtienen, no mirando, sino oyendo; empieza a

comprender que es tan importante lo que el enfermo nos dice como

lo que nos muestra y aparece en el horizonte medico una nueva

dimensión: la intimidad del hombre, su humanidad.

Este paso devuelve a la medicina la prestancia perdida y la coloca

nuevamente en su verdadera perspectiva. No se trata ya, como

dijera, de arreglar una máquina descompuesta - las máquinas no

tienen intimidad - ni de aliviar el sufrimiento de un animal- los

animales no hablan-sino de acercarse a un semejante y saber, a

través de la palabra, de su vida íntima, que pasa a ser tan

importante como su fisiologismo. El oír al enfermo, más que al

hablarle, informa la tarea médica de hoy. Porque el hombre es,

fundamentalmente, historia. El hombre no puede ser comprendido

si no se le considera- ya lo han dicho los filósofos - en función del

tiempo, de la evolución, del devenir. El enfermo no es el ser que

enfrentamos en la consulta, sino el que ha venido haciéndose a lo

largo de los días y ha venido siendo a través de la vida. Su

enfermedad no tiene sentido si no se le entiende como una parte de

su biografía y su tratamiento no tiene justificación si no se dirige a

ese hombre que lleva detrás todo su tiempo y que tiene ante sí,

irrenunciablemente, todo el tiempo.

Pero eso nos obliga a dar un paso cuyas consecuencias son

inmensas: a introducir en la teoría y la práctica, toda la

problemática humana; a, si queremos ser médicos de verdad,

preocuparnos no solamente por las funciones cardíacas, hepáticas

o renales de nuestros enfermos, sino también por sus

pensamientos, sus deseos y sus temores. No crea, pues, una

nueva tarea y una seria responsabilidad.

Quiero que te des cuenta de lo que eso significa. Debido a esta

orientación de su actividad, el medico se coloca nuevamente en

una situación incomparable y sus actitudes y opiniones pueden

influir decididamente muchas vidas. Debes, pues, detenerte a

pensar y a dar a aquellas toda la importancia que les dan lo seres

que entrarán en relación contigo a lo largo de tu vida profesional.

Soy médico y, por lo tanto, nada humano puede serme ajeno

Cada uno de nuestros enfermos es un ser humano que ha

atesorado en su existencia, de una manera u otra, un acervo

incomparable de experiencias propias que lo hacen un individuo y

lo dotan de características personales inconfundibles. Cada hombre

que se acerca a nosotros buscando ayuda es un ser único que nos

presenta, al lado de la maravilla de su cuerpo, un espíritu lleno de

ese misterio personal que lo hace él y no otro y que sólo se puede

apreciar si nos aproximamos a su vida con cariño y respeto.

Practicar la medicina tratando de aplicar indiscriminadamente los

conocimientos biológicos a todos los pacientes es, no sólo falta de

espíritu medico - humanidad y solidaridad- sino mengua de

capacidad científica y sobra de irresponsabilidad.

Cada vez que enfrentes un enfermo, trata de estudiarlo, sí, pero

también de comprenderlo. Piensa que la enfermedad no es un

hecho aislado que puede apreciarse como tal, sino un episodio en

su vida - que se refleja, toda ella, en el padecimiento- y que, a su

vez, este cambia completamente la realidad de su existencia.

Piensa que tú vas, no solamente a modificar en alguna forma el

funcionamiento de su cuerpo, sino a cambiar, quizás

definitivamente, la orientación de su personalidad; piensa que te

trae, no sólo su dolor, sino su angustia, no sólo su mala función

vital, sino su desesperación. Recuerda que ese ser humano que

ante ti se encuentra ha edificado un existir lleno de parecidas

vivencias a las que encontraste en el tuyo propio, que ha gozado y

sufrido, que ha amado y odiado y que en su envoltura materia

esconde un mundo que no puede ser desconocido y que involucra,

no solamente su existencia, no solamente la de su familia y

allegados, sino la de la sociedad y la tuya misma. En último

análisis, es absurdo pretender que somos capaces de vivir aislados

ya que, en una forma u otra, estamos ligados a la existencia de

cada ser que nos rodea y a la de la humanidad que nos anida.

Repítete parafraseando la oración famosa "Soy médico y, por lo

tanto, nada humano puede serme ajeno".

Esto significa que no puedes descuidar el análisis de tu posición

ante la vida. No me refiero por supuesto, a una posición de

"escuela" o a un profesionalismo filosófico. Me refiero a los

conceptos fundamentales que, consciente o inconscientemente,

guían la existencia de cada uno de nosotros y que, voluntaria o

involuntariamente, colorean nuestras actitudes y moldean nuestras

palabras. Nos movemos hacia un norte, reaccionamos de acuerdo

con una profunda concepción de la existencia que, puede no

sernos consciente, pero no por ello, es menos decisiva y, como

médicos, querámoslo o no, transmitiremos a nuestros pacientes las

convicciones que informan nuestro actuar. Debemos, pues, tratar

de hacerlas claras y de analizarlas para saber si son merecedoras

del papel que la actividad diaria les asignará. En los párrafos que

siguen vas a leer lo que veinticinco años de médico me han

enseñado, lo que creo, lo que siento y lo que aspiro. Con muchas

cosas no estarás de acuerdo. Enfréntate a la vida y, si ella te

apoya, corrígeme, mejorándome. Ningún maestro puede

considerarse tal si no es sobrepasado por sus discípulos y ningún

padre ha cumplido su misión si no es superado por su hijo.

Trata de comprender

Mira, ante todo, a tu alrededor, y trata de comprender. Comprender

es mantener el espíritu abierto, es no permitirse prejuicios ni

rigideces, es hundirse en el ser del prójimo y vivir sus problemas

como si fueran nuestros; es ser hombres con todos los hombres y

en todos los hombres sin limitaciones ni laxativas. Si algo debe

caracterizar al médico es su capacidad para mantenerse por

encima de la acusación, del desprecio y del orgullo. Así como

aprende a no sentir disgusto o asco o temor ante la lacra corporal,

así debe ser inmune ante los sentimientos negativos frente a la

desgracia del alma. Debe saber que no hay hombres malos, sino

almas enfermas, y que su papel no es juzgar y condenar, sino

comprender y ayudar. Los hombres vendrán ante ti con sus

angustias y con sus dolores y no serás médico si no tienes

sabiduría y comprensión, conocimiento y amor frente a ellos.

El médico y el dinero

El ser humano se mueve impulsado por una serie de sentimientos

que, destinados primigeniamente a conducirlo hacia la felicidad, se

han distorsionado de tal manera que muchas veces lo hacen infeliz.

Camina hacia metas que le ofrecen el espejismo de agua clara para

su sed y lo único que hacen es someterlo a un continuo fracaso y a

una desilusión mil veces repetida. Uno de ellos, de los más

comunes de nuestra sociedad, es el espejismo del dinero, cíe la

fortuna material.

Es muy fácil condenar a quien se halle dominado por la obsesión

de la riqueza; es fácil pero no justo. Acerquémonos, más bien, a

ese individuo averigüemos lo que el dinero es para el. Nos

encontraremos inmediatamente con que significa una o ambas de

estas dos cosas: seguridad y placer.

Quien ha sentido que, en alguna forma, la falta de dinero producía

a su alrededor angustia, desazón o infelicidad, creerá que su

posesión puede cambiar todo ello y darle algo cuya ausencia sintió

tan dolorosamente en algún momento crucial de su vida. No es

siempre así, sin embargo. Hay veces en que no ha existido esa

privación pero sí la inseguridad y la creencia de que ella pudiera ser

subsanada con el dinero. El hombre que ha tenido la suerte de

adquirir durante sus años formativos una sensación de seguridad

no hace de la consecución del dinero el norte de su vida. Quien se

ha formado inseguro, por el contrario, trata de buscar en el exterior

esa seguridad que le falta y, muy fácilmente, la fija en la posesión

de algo que puede darle, indudablemente la sensación de poder. El

dinero significa para esos seres un símbolo de poder, algo que les

permite superar; transitoria, artificial y parcialmente, la básica

inseguridad que los hace infelices. Piensan, pues en el dinero como

en la vara mágica que disipará dudas, calmará ansiedades y

ofrecerá esa paz interior que sólo el equilibrio espiritual puede, en

realidad dar.

Fácil es comprender la falacia de este punto de vista. Ante todo,

ocurre que el individuo no estará jamás seguro, aunque consiga

ganar ese dinero al que aspira Mientras más posea buscará más

porque siempre pensará que la suma mayor será la que soluciones

sus problemas. Su vida será la del hombre que, con un millón,

pensará que es el próximo millón el que terminará con sus

preocupaciones y que, si llegara a poseerlo, necesitará aún más en

una sucesión interminable de metas que solamente prolongarán su

angustia.

Pero hay individuos en quienes la inseguridad se traduce, no en el

temor al porvenir, sino en la incapacidad de disfrutar el presente.

Son los que ponen en la consecución del placer la razón de vivir

porque esa consecución es la única que puede calmar,

momentáneamente, su ansiedad. Son los que creen que el dinero

va a hacer posible esa obtención inmediata y constante de

satisfacción hedónica. Y, he aquí que son también víctimas de una

ilusión. Si obtienen dinero y con el placer, ese placer se convertirá

muy pronto en nada. Necesitarán nuevos y más fuertes estímulos

cada vez y verán cómo se deshace entre sus dedos la esperanza y

encontrarán un día que, por más dinero que posean, éste no podrá

proporcionarles ya esa huida de la realidad urgente de su propia

angustia y sufrirán más que nunca su fracaso.

Existir y florecer

Si. El dinero es necesario para vivir, pero vivir no es llenar las

necesidades materiales ni acumular posesiones o disfrutar

placeres. Es dar más que recibir. Paree que, en ello, la naturaleza

nos ofreciera una lección. Muchos seres de especies inferiores

dividen su existencia en dos etapas bien definidas: en la primera

almacenan alimentos y se proveen abundantemente; en la

segunda, los gastan. La etapa previa es solamente una preparación

para la vida que, en la segunda, es floración dar, goce

incontaminado de existir frente al sol y de prodigar lo que

acumulara en la sombra embrional. Anatole Franco se lamentaba

de que los hombres no fuéramos como ciertos insectos que, luego

de pasarse muchos días preparándose en la oscuridad y el silenció

larval, irrumpen en la existencia, para disfrutar de unas horas

dedicadas exclusivamente al amor.

La vida ofrece al hombre un abanico de horizontes llenos de

inmensas posibilidades e innumerables caminos. Para aprovechar

esa dádiva debemos viajar con la mirada dirigida hacia la lejanía y

el ánimo predispuesto al vuelo y ello no puede ser si nos hallamos

dominados por el ansia de posesión o el miedo al mañana.

No es posible existir sin obtener lo necesario para mantener esa

existencia que debe renovarse cada día, pero es absurdo que se

gaste en alimentarse ella misma y que no seamos capaces de

aprovechar todo lo que nos ofrece cuando, libres de las ataduras

materiales, podemos mirar alrededor y sumergirnos gozosamente

en el mar de las posibilidades que nos brinda.

En realidad, el ansia de posesión y la incansable búsqueda de lo

material no son sino hijas del miedo. Miedo que, agarrado a

nuestras entrañas espirituales, nació en las primeras etapas de

nuestra formación, cuando nos hallarnos en el mundo sin armas y a

merced de los adultos que nos rodeaban y que no fueron capaces

de inculcarnos la certeza de que nuestras necesidades no dejarían

de ser satisfechas y permitieron que la angustia se apoderara de

nuestra pequeña alma y tomara en nuestro inconsciente las

proporciones de un fantasma que nos perseguiría toda la

existencia.

Si nos detenemos a pensarlo, pronto comprenderemos que no son

las posesiones materiales las que pueden ofrecernos la felicidad. Si

tenemos a nuestro alcance lo necesario para satisfacer los

llamados perentorios de nuestro cuerpo, es nuestra capacidad de

volcarnos hacia afuera, nuestra posibilidad de darnos la que nos

ofrece el camino hacia el goce del mundo y hacia la real posesión

de él.

Si somos capaces de dar; y de dar de nosotros mismos, seremos

merecedores de recibir y se nos dará a manos llenas, no de los

bienes que se agotan y nos frustran, sino de aquellos que, una vez,

adquiridos, acrecen su caudal dentro de nuestro Yo y nos ofrecen

el incomparable tesoro que se disfruta sin temor a que se gaste y

que hace ricos, con nosotros, a todos los que nos rodean.

El médico ante la muerte

Si eres capaz de Colocarte ante la vida en una actitud de ávida

realización, ella te ofrecerá la oportunidad, día tras día, de admirar

lo mejor del hombre. Y te enfrentará también a lo más débil, triste y

miserable de su ser, porque el hombre se amilana, empequeñece y

tiembla ante la muerte. La muerte para él es aniquilación, vacío,

nada y, por eso, lo llena de terror. Muchas veces, más que la

enfermedad misma, es el miedo a la muerte el que ennegrece el

alma de los que a buscarte vienen. Muchas veces ese miedo se

convierte en la enfermedad más grave. Respétalo como respetas

todas las características humanas, pero no lo estimules ni

consientas que domine a tus enfermos. Para evitarlo no valen

exhortaciones, plegarias, ni filosofías. Sólo hay un camino: haber

dominado ese miedo en nosotros mismos "y ello se consigue si

somos capaces de mirar la vida desde la amplia perspectiva de la

humanidad y comprender así que morir no es desaparecer ni

aniquilarse, no es abandonar todo lo que se ha acumulado, sino

abrirse en una completa y total dación; es eclosionar como esos

frutos maduros que se rompen y reparten alrededor la anunciación

vital de las semillas que harán el árbol del mañana. Porque cada

hombre no es sino un momento, una pulsación de la humanidad y

su paso por la existencia no puede, de ninguna manera,

considerarse aislado e independiente, sino unido al devenir total. La

Vida, que es realización plena de posibilidades, nos precedió y nos

sobrepasará y debemos considerarnos como un vehículo que la

Historia utiliza para avanzar, como un puente en el camino eterno

del Hombre, como un minuto en la inmensidad del tiempo. Si

hemos hecho ese vehículo útil, ese puente seguro, ese momento

pleno, habremos cumplido nuestro papel, habremos, en el vaivén

del tiempo, terminado un movimiento inspiratorio. Nuestra muerte

será una expiración nueva que continuará el ciclo vital eterno.

Si, en tu vida, has sido capaz de crear, amar y reír, tu muerte no

significará sino la oportunidad suprema para hacerlo plenamente. Si

has creado, tu muerte será creadora; si has amado, tu amor se

hará patente y el amor que inspiraste será más puro; si has reído,

las lágrimas que tu desaparición provoque serán pronto enjugadas

por el recuerdo de tu vivir jocundo y pleno.

Lucha por conservar la vida de tus semejantes para que sigan

sirviendo a la humanidad, ayúdalos a vivir sin dolor, pero, cuando

se acerque lo inevitable, asístelos para que mueran sin angustia,

como el que, después de una jornada fatigosa, cierra los ojos para

descansar apaciblemente.

El médico ante la vida

Pero si tendrás muchas veces que enseñar a los hombres a morir,

muchas más tendrás que ayudarlos a hacer de su vida plena

realización de posibilidades y, para ello conocer los problemas que

llenan el existir humano. Debes saber enfrentarte con los enigmas

del amor, de la religión, de la sociedad y, al hacerlo, tener la

sabiduría de "comprender y la capacidad de ayudar. Los hombres

le traerán sus angustias al mismo tiempo que sus dolores y no

serás medico si no tienes frente a ellas un espíritu amplio y un amor

sincero a tus semejantes que te permitan ofrecerles lo mejor de ti

mismo. La vida te enseñará a ser tú y le ofrecerá sus insustituibles

lecciones que sólo tú puedes aprovechar debidamente. Lo que voy

decirle no es sino una lección de la vida, que se transmite a través

de mi experiencia.

El médico, ante el amor

Muchas, muchas veces has leído la palabra amor en estas páginas

y ella te habrá colocado en la posición del que se enfrenta con un

misterio.

Y es que el amor ha sido siempre un misterio. Domina la vida

humana con su maravillosa mezcla de fuerzas instintivas y

sublimaciones espirituales; crea un claroscuro en el que el hombre

se mueve bendiciendo y maldiciendo y el investigador se pierde,

desorientado y confuso, y en el que es quizás el artista el único

capaz de iluminar aspectos y descubrir secretos.

No pretendo en estas líneas ofrecerte un análisis del amor ni,

mucho menos, una solución a sus eternos enigmas. Hallarás

solamente las observaciones de un módico que. unido a, sus

semejantes, trató de comprenderlos y ayudarlos.

En realidad, la palabra amor engloba una serie de significados. La

Academia de la Lengua te enseñará que es, desde un "afecto o

sentimiento que inclina el ánimo a apetecer el bien real o

imaginado", hasta "pasión que atrae a los sexos", con lo que, al

decirte mucho, no te dice nada.

Y es que en el amor intervienen un conjunto de impulsos variados

que informan la inmensa gama de "amores" que encontrarás en tu

vida.

Parece que, como en todo lo importante de la existencia humana,

en el amor se realizara la síntesis de tendencias opuestas; parece

que fuera una mezcla en la que varios colores afectivos pusieran su

parte, siempre en proporciones diferentes, para ofrecer en cada

caso un resultado cromático distinto; parece como si se combinaran

en cada uno lo claro y lo oscuro, lo cálido y lo frío, la vida y la

muerte.

Y es que eso que llamamos amor es un desequilibrio inestable de

tendencias, una variedad múltiple e inaccesible de sentimientos,

una dualidad constante de sí y de no.

Sabes bien que alguien dijo que el amor no es sino un disfraz del

instinto sexual. Que el instinto está presente siempre, en una forma

u otra, no puede dudarse, pero, sin embargo, tratar de comprender

el fenómeno tomando en cuenta solamente el instinto como tal es

mutilar la realidad. Hay una serie de sentimientos que confluyen

para crear la variada verdad del amor. Puede argüirse que todos

ellos están relacionados con el instinto sexual pero, de todas

maneras, si queremos comprender algo del problema, estamos

obligados a discriminar y analizar.

Y nos encontramos, entonces, con la primera dualidad: el "amor

sexual" y el "amor espiritual". Ambos tienen que estar presentes y

mantenerse en equilibrio como recurriendo al símil manoseado- en

el filo de la una navaja. Si ese equilibrio se pierde, el amor se ha

destruido. Si cae hacia el lado material, si predomina

decididamente el sexo, el amor deja de serlo para convertirse en

deseo; si lo que queda es el "espíritu", el amor pierde sus

características para transformarse en alguna forma de amistad.

Pero no es este el único contraste. Si analizamos más a fondo el

problema nos encontraremos con una gama variada de

sentimientos, en pares opuestos y en equilibrio inestable.

Veamos algunos: hay en el amor, ante todo, un impulso a poseer,

apareado con el deseo de ser poseído. Quizás predomina el

primero en el amor masculino y el segundo en la mujer, pero ambos

se hallan siempre presentes. Y al hablar de posesión no me refiero,

por supuesto, solamente a la posesión física, sino nuestra en sus

sentimientos, sus ideas, sus aspiraciones; que nos pertenezca

íntegra y totalmente y que se funda en nosotros. Al mismo tiempo,

sin embargo, hay la necesidad de ser poseído, de pertenecer, de

sentirse diluir en el ser amado y de participar en su vida total, como

si en él moráramos. Estas dos tendencias deben también mantener

un equilibrio perfecto si el amor ha de conservarse como tal. Si el

impulso a poseer domina, la relación se convierte en un infierno de

egoísmo, de celos incontrolados y se destruye ante la imposibilidad

real de la posesión absoluta. Si es el afán de ser poseído el que

triunfa, el amor desaparece para transformarse en una sumisión

inferior que no puede satisfacer a la persona amada; y que

destruye prontamente toda posibilidad de realización completa.

Y el amor es necesidad de depender, como es necesidad de que

dependan de nosotros, este aspecto es muy claro en los seres para

los que la vida es tensión, esfuerzo y lucha; para los que cada día

es un desafío y cada acontecimiento es una prueba. Buscan en el

amor una compensación y desean depender del ser amado y

abandonarse en sus brazos al sentimiento para ellos doblemente

placentero de no tener que tomar decisiones ni resolver problemas.

Al mismo tiempo sin embargo, hay la necesidad de que, en cierta

forma, el ser amado dependa también. Y he ahí el nuevo equilibrio

inestable que, destruido, destruye el amor. Si la relación se hace

dependencia incondicional, el amante se convierte en un "ser que

ha perdido todo atractivo, que "vive colgado" de su pareja y que, de

esa manera, termina con todo el valor humano y con toda la

prestancia del verdadero amor. La aspiración a que dependan cíe

uno absolutamente, por otra parte, ahoga la personalidad, la

dignidad y la humanidad del ser amado y termina por matar todo

sentimiento auténtico para convertir la relación personal en una

lucha sin fin o en una abyecta sumisión sin sentido.

El amante necesita ser admirado y necesita admirar. Sin

admiración no hay amor verdadero. Es indispensable apreciar las

excelencias de la pareja y gozar con ellas; sentirse, en algunos

aspectos, superado, reconocerlo y apreciarlo, pero es

indispensable también saber que se nos admira para juzgarnos

merecedores de ese amor. Si este nuevo equilibrio se rompe,

tendremos el amor por imposible. Será, o narcisismo egoísta, que

se goza en la reverencia sumisa y barata, o idolatría ciega .que

destruye toda posibilidad de aparejamiento y comunión.

Y el amor es deseo de conquistar, al mismo tiempo que goce de ser

conquistado. También aquí predomina, en nuestra cultura, el primer

aspecto en el amor masculino y el segundo en el amor femenino,

pero ambos se hallan presentes siempre. Sin "conquista", es decir,

lucha y triunfo, no hay amor. Y ello no solamente al comienzo, sino

cada día, cada hora, cada momento. Se ha dicho que es fácil

obtener el amor y difícil conservarlo y es que la conquista debe ser

renovada cada vez y conseguida cada vez, inacabablemente. Y

debe ser conquista mutua, ya que la realización está en sentirse, al

mismo tiempo, conquistador y conquistado, actor y objeto, cazador

y presa. Si esta dualidad se deforma, si el equilibrio se rompe,

tendremos, o la caricatura del Don Juan cuyo placer es la

conquista, pero que desconoce el amor, o el ser pasivo, que goza

en ser conquistado, pero no sabe elevarse sobre eso goce para

poder amar.

Y es que hay otros dos componentes antitéticos y complementarios

en el amar verdadero. Son la necesidad de dar y la urgencia de

recibir. Amor es dación, es cierto, pero no es solo dación. Si bien el

amante debe ser capaz de renunciar, quizás por vez única, al

egoísmo, de transferir el centro de gravedad, como decía Ortega y

Gasset, de uno mismo a la persona amada, necesita también

recibir; si goza al entregarse, ese goce no es completo, no es amor,

si no es capaz de sentir la entrega. Y he aquí otra de las

dualidades, casi paradójicas.

Quizás más que en ninguna otra parte el misterio del balance

inestable que es la vida se manifiesta aquí con la claridad

indiscutible y, quizás es por eso más misterio y más vida. Variedad

de sentimientos, choque de fuerzas que, milagrosamente, se

equilibran y que, en ese equilibrio, se funden en una increíble

reconciliación de contrarios, síntesis de polaridades infinitas,

comunión de claro y oscuro, ambivalencia de alto y bajo dualidad

de sí y de no.

Comprenderás ahora los "amores" que te confíen tus enfermos,

comprenderás por qué no hay un amor; por que uno no es nunca

igual al otro, por qué en cada uno se siente renacer y por qué

parece que el amor que se inicia es siempre un descubrimiento.

Comprenderás por que el hombre es eternamente un alucinado

buscador de "el amor" y porque halla siempre "un amor" que, en

ese momento, le parece el único o el ideal; sabrás por qué, cada

vez, no es capaz de mostrar sino un aspecto diferente de su Yo, y

cómo, cada vez, ofrece una oportunidad distinta de desear, poseer,

admirar, dominar, conquistar y dar, así como una nueva posibilidad

de ser deseado, poseído, admirado y conquistado, de recibir y de

depender; cómo la proporción de estos sentimientos varía en cada

amor y cómo ello hace el misterio insondable, el enigma irresoluble

y el influjo eternamente atrayente y mágico.

Nadie puede conocer, pues, el amor, nadie puede agotar el amor,

nadie puede cansarse del amor. Ilumina la existencia en todo

momento y entibia la sangre constantemente hasta que la vida se

funda en el infinito y el amor se haga recuerdo-una vez más

dualidad de dolor y dulzura-en el alma de los que quedan.

El médico ante la religión

Hay, al lado del amor, otro problema que el médico encuentra

constantemente: el de la religión. Un problema que tu inteligencia o

tu conocimiento no puede resolver. El hombre necesita confiar,

necesita esperar, necesita creer y es la religión la confianza

suprema, la esperanza suprema, la suprema creencia. Frente a ella

poco valen los razonamientos, porque esta más allá de la lógica, en

un nivel distinto, donde la ciencia ha perdido su valor y en el que se

mueven fuerzas, no por oscuras menos poderosas, no por

irracionales menos decisivas. Es un nivel en que el hombre

renuncia a su individualidad y se une a sus semejantes y al

universo todo en una comunión suprema. Se ha dicho ya que la

palabra religión tiene su raíz en re-ligare, enlazar, reunir, volver a

atar, y ese significado encierra, quizás, su más hondo valor al

colocarnos ante la idea de que cualquier hombre no es sino una

pequeña parte de la humanidad, que no es capaz de vivir sin ella o

fuera de ella y que todo, todo lo que tiene, a ella pertenece.

En realidad, no podemos vanagloriarnos de poseer nada propio.

Debemos, a nuestros padres y a los padres de nuestros padres las

características de nuestro cuerpo y las dotes de nuestro espíritu, a

nuestros maestros lodo lo que sabemos, a los hombres que, a lo

largo de la historia, estudiaron y descubrieron, lo poco de que

somos capaces. Sin ellos no seríamos nada, no sabríamos nada,

no podríamos nada. Las conquistas de nuestra inteligencia, de

nuestro saber o de nuestra energía no hubieran sido posibles sin

ellos.

Si así reflexionas te sentirás sinceramente humilde y eternamente

agradecido, desaparecerá tu vanidad y se hará ridículo tu orgullo,

disminuirá tu prole fisión y. se achicará tu ansia de poseer. Te verás

como lo que eres, como lo que somos todos: pequeñas criaturas

endeudadas en cada una de cuyas palabras se repiten las palabras

de cien generaciones y en cada uno de cuyos actos se refleja el

impulso de toda la humanidad.

Si ello es así, si debemos todo a todos, ¿Qué menos podemos

hacer que devolver algo, que pagar una pequeña parte, siquiera de

nuestra deuda? ¿Que menos podemos, si somos justos, que

buscar la manera de retribuir con el bien que seamos capaces de

hacer los inmensos bienes que la humanidad nos hizo? No se

necesita para ello que nos ofrezcan premios ni que nos amenacen

con castigos; basta con que podamos comprender y, en toda

justicia, devolver una pequeñísima parte de lo que se nos dio. Ésa

comprensión y esa solidaridad serán el comienzo de toda re-

ligazón.

Pero los hombres buscan algo más y cada uno encuentra en su

religión una cosa distinta, la usa de manera diferente y sufre por

diversos motivos a ella unidos.

Si eres un médico de verdad, si piensas en tus pacientes como en

seres humanos que merecen una consideración integral, si sabes

que sus problemas espirituales tienen tanta importancia como sus

problemas materiales para la determinación de la salud o la

enfermedad, la vida o la muerte, tendrás, pues que enfrentarte, una

y otra vez con los problemas religiosos de los enfermos. ¿Que

debemos hacer? Una vez más, no pretendo ofrecerle una solución,

transmitirte la verdad; quiero apenas, decirte, mi verdad.

No debes, jamás, discutir ni juzgar la religión de tus enfermos; no

puedes, en ninguna ocasión, tratar de imponer tus creencias a los

hombres que, en momentos difícil vienen a buscar tu ayuda y tu

consejo. Sería aprovechar de su debilidad para hacer prevalecer

ideas propias que, en este caso más que ningún otro, pueden ser

las equivocadas.

Pero, si no es tu papel el considerar la religión en sí, si no tienes ni

capacidad ni derecho para juzgarla como tal, hay algo que estás

obligado a ver y sobre lo que debes pronunciarte: el uso que cada

hombre hace de su religión.

Voy a emplear para hacer claro mi pensamiento, un ejemplo que he

presentado a mis discípulos muchas veces: ante un hombre que

lleva un bastón, cada uno se coloca en el punto de vista más

acorde con sus intereses y sus posibilidades. El experto en modas

juzgará si el usarlo responde a sus normas; el bastonero se

pronunciará acerca de las calidades del bastón en sí; el estela dirá

su palabra en conexión con su particular punto de vista. A mí me

interesaría, más que si el bastón es fino, o si está hecho de ésta u

otra clase de madera, si "se lleva" o no, me interesaría qué es lo

que ese hombre hace con él, para qué le sirve, con qué propósito lo

usa. Así descubriré que hay quien lo emplea para llamar la

atención, quien lo necesita para apoyarse en él y quien lo utiliza

como arma para golpear a los demás. Si estoy llamado a ayudar a

esos hombres, me basaré en aquel conocimiento para

aconsejarlos. Parecida debe ser la posición del médico frente a la

religión de sus enfermos: no tiene derecho a pronunciarse sobre la

religión misma, no juzgará si es mala o es buena, preciosa o inútil,

verdadera o falsa pero sí deberá decir su palabra sobre la forma

cómo cada hombre usa su religión, qué hace con ella, con qué

propósito la emplea. Es en ese campo, y sólo en ese, en el que el

médico puede opinar y es únicamente en él que su palabra será

útil, justa y calificada.

Mientras el hombre sea capaz de volar hacia las estrellas...

Y he llegado al final. Quise volcar en estas líneas mi propia

experiencia y he reflejado en ellas los ideales que quizás, muchas

veces, no he podido cumplir. Al releerlas se me hace consciente un

peligro que está unido a toda admonición, por bien intencionada

que ella sea: el perfeccionismo. No quiero que en el caigas.

La juventud pone muy fácilmente sus aspiraciones en la realización

perfecta de un ideal, creyendo esa perfección posible. Sufre, luego,

inmensamente, cuando no puede alcanzarla y se llena de dudas,

de angustias, de descorazonamiento y de amargura.

Quiero que sepas que no somos capaces de perfección y que,

durante nuestro diario caminar hacia una meta luminosa, erraremos

muchas veces, nos equivocaremos a menudo, fracasaremos

repetidamente. Quizás no lleguemos jamás al ideal. Ello no significa

sin embargo, que la lucha haya sido inútil o el esfuerzo estéril. Si

algo ennoblece la vida del hombre es su capacidad de

perfeccionamiento y si algo caracteriza al espíritu superior es su

permanente batalla contra las limitaciones de su naturaleza y el

constante triunfo sobre su debilidad y su pequeño. Si alcanzar la

perfección fuera posible, habríamos perdido quizás lo que más

debe caracterizar a nuestra especie: la consciencia clara de su

imperfección, la comprensión nítida de sus limitaciones y ataduras

y, al mismo tiempo, el incansable esfuerzo hacia el ideal, la

aspiración incontenible a ascender siempre. Mientras el hombre

sea capaz de volar hacia las estrellas e incapaz de llegar a ellas

será hombre: ser racional que obra irracionalmente al vivir y morir

esforzándose hacia una meta que sabe que nunca alcanzará.