tras las huellas de al qaeda

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Crónica, primera parte

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Page 1: Tras las huellas de Al Qaeda

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Page 2: Tras las huellas de Al Qaeda

Tras lashuellas de

Al QaedaLa muerte de Osama bin Laden no es la de la red terrorista que fundó. Sus combatientes toda-vía tienen el respaldo de predicadores y civiles en regiones como África Occidental. Nuestro co-laborador recorrió cinco países del Sahara para averiguar por qué. Pre-sentamos esta peligrosa aventura en dos partes.

Un mauritano de la etnia wolof, en el punto donde tres españolesfueron secuestrados en noviembre de 2009.

texto y fotos deTémoris Grecko

Parte Uno

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Page 3: Tras las huellas de Al Qaeda

El paisaje que tenía frente a mí era desértico-apoca-líptico. Sabía que, entre el puesto fronterizo del Sahara Occidental (territorio ocupado por Marruecos), y el de Mauritania, había una seca franja de arena de varios ki-lómetros de ancho, repleta de campos minados. Lo que no esperaba era encontrar las dunas medio enterradas bajo capas de bolsas y botellas de plástico, y salpicadas con pequeños cerros de vehículos abandonados: hie-rros, espejos, asientos, neumáticos y parabrisas defor-mados y decolorados por el efecto del óxido y el viento.

De pronto, como cadáveres levantándose en el ce-menterio, uno o dos de los coches se movieron hacia mí, tratando de alcanzarme con sus metálicos dedos retorcidos. Los hombres que los conducían me pidie-ron cien dirhams (unos trece dólares) para llevarme hasta el puerto de Nouâdhibou, la ciudad más próxima en Mauritania. Aunque no parecía mucho, era más de lo que le propondrían a un lugareño. Querían aprove-charse de que era mediodía, la temperatura rondaba los 40 grados centígrados y de mis hombros colgaban dos pesadas mochilas. ¿Quién estaría dispuesto a cami-nar esos miles de metros de territorio ardiente hasta la frontera mauritana?

No tenía ganas de darles gusto. Sobre todo, me sen-tía fuerte, motivado, capaz. Estaba empezando un viaje peligroso. Tal vez inconscientemente, deseaba demos-trarme que estaba listo para lo que me había propuesto realizar: recorrer el Magreb (“el oeste”, los países mu-sulmanes que hay entre Libia y el océano Atlántico) en busca de la base popular y las estrategias de proselitis-mo de Al Qaeda en el Magreb Islámico (aqmi), la orga-nización terrorista del desierto del Sahara que se había convertido en la rama local de Al Qaeda.

Había reportes alarmantes sobre su crecimiento en esta extensa región, de los importantes golpes que había asestado a los ejércitos de los países de la zona, de que traía locos a los espías y militares de Francia y Estados Unidos (eu), y de que había secuestrado y ase-sinado a decenas de occidentales. Lo que me parecía extraño era que —como se afirmaba— la población lo-cal estuviera apoyando a una organización tan agresiva y extremista, cuando su jefe espiritual Osama bin La-den jamás había mostrado preocupación por los graves problemas de esta parte del mundo. Además, el Islam en África Occidental, con una fuerte influencia de la secta sufí, se caracteriza por ser moderado y tolerante.

Había reportes alarmantes sobre el crecimiento de Al Qaeda en esta extensa región, de los importantes golpes que había asestado a los ejércitos de los países de la zona, y de que ha-bía secuestrado y asesinado a decenas de occidentales.

1• Un competidor en una carrera de camellos en Tombuctú. 2• Elpresidente de Malí, Amadou Toumani Touré, observael evento, junto con otros dignatarios. 3• François Gouygou, “El Charro Francés”, puso a lostuaregs a cantar y bailar “Guantaname-ra” en el Festival Au Désert. 4• Unjinete tuareg.

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¿Quién era la gente que apoyaba a Al Qaeda y cómo se habían ganado su simpatía?

Una y otra vez rechacé las ofertas de los con-ductores. “Con mis piernas es suficiente”, les decía. Y seguí el camino marcado por las rue-das en la arena: si no me desviaba, no tendría por qué pararme sobre una mina.

En algún momento en que me detuve a des-cansar y limpiarme el sudor, un avión cruzó el cielo sin nubes. Pensé que volaría de Casa-blanca (Marruecos) a Dakar (Senegal) en dos o tres horas, lo que a mí me estaba tomando muchos días. No sentí envidia. Sus pasajeros no verían, como yo, el encuentro del desierto con el Atlántico.

Desde lo alto de una duna pude divisar al mismo tiempo los dos puestos de frontera, el de los marroquíes, al norte, y el de los mau-ritanos, al sur. Había leído que varias de esas naciones se estaban desintegrando para convertirse en Estados fallidos en poder de mi-licias islamistas y sujetos a la peor interpretación de la sharía, la ley musulmana. “España, preocupada por la aparición de un Estado sin control en el Magreb”, tituló por esos días (6 de diciembre de 2010) el diario El País una nota que daba cuenta de las inquietudes de su gobierno, según los cables diplomáticos estadounidenses revelados por Wikileaks. Se decía en el primer párrafo: “Mauritania está en riesgo de ser una segunda Somalia.”

A los guardias mauritanos les pareció muy divertido verme llegar a pie. Eran los representantes de un Estado que, bien o mal, funcio-na. No me miraban con rencor, sino con aire irónico. “Nouakchott (la capital) queda a 450 kilómetros”, bromeaban, “caminando te vas a tardar un poco”. “Hoy sólo llego hasta el puerto de Nouâdhibou (a 70 kilómetros)”, les seguí el juego, “denme agua y esta tarde nos vemos allá para que les invite un té”. Sí, me sentía fuerte. Y había empezado bien.

EN EL SITIO DEL SECUESTRO CON UN SOLDADO

Más allá de chinos haciendo negocios, no vi nada foráneo en Nouâdhibou. Seguí dos noches después hacia Nouakchott.

Lo único que hay de especial en la desolación del kilómetro 40 de la carretera que une esas dos ciudades es un pequeño puesto mili-tar, uno de los ocho en los que tuvimos que detenernos. El gobierno mauritano quiere hacer sentir su presencia, aunque sospecho que el objetivo es impresionarnos a nosotros, los extranjeros. Junto a la pesca y algo de minería, el modesto turismo y los voluntarios euro-peos que ayudan al desarrollo son sus únicas fuentes de ingreso, por lo que desea que contemos a todo el mundo que el país es seguro, para que regresen los viajeros que espantó Al Qaeda.

Una breve conversación con un soldado reforzó mi sensación de que lo ven más como una necesidad político-turística que de segu-ridad. “Lo del ataque contra los españoles fue algo extraordinario”, aseguró, “esos tipos (los secuestradores) no eran mauritanos. Vinie-ron de Malí”.

Exactamente allí, poco más de un año antes, el 29 de noviembre de 2009, habían secuestrado a tres catalanes. Los militantes de Al Qaeda conocían los movimientos de su objetivo, el grupo español

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de ayuda al desarrollo Acció Solidària, que llevaba toneladas de productos en donación y había publica-do su itinerario en su página web. Barcelona, su punto de origen, es un centro de actividad del salafismo (una secta musulmana extremista de la que han salido mu-chos dirigentes de Al Qaeda) y es posible que, desde allá, algunos de sus integrantes estuvieran enviando información a aqmi. Los rehenes fueron liberados nue-ve meses después, tras el pago de un rescate.

“Nunca habían estado aquí y nunca van a volver (la gente de aqmi)”, me convencía el soldado, un negro de la etnia wolof, de unos 25 años. En cada puesto militar, yo sólo tenía que mostrar mi pasaporte y explicar que era un turista. Para los demás pasajeros del minibús, sin embargo, los controles eran una molestia. Tenían que depositar su equipaje en el piso, abrir los bultos y vaciarlos, desordenando todo sobre la arena para de-mostrar que no traían armas. Los policías aprovecha-ban cualquier pretexto para forzarlos a darles dinero.

“Es por tu seguridad”, me dijo una amable anciana, que hasta entonces se había salvado de la extorsión.

CAFÉ TUBA, CON ALI

El nombre oficial de este país es República Islámica de Mauritania y, entre otras cosas, está prohibi-

do el alcohol, sin excepciones. Así que no hubo cer-veza para sacarme el polvo de la garganta y aliviar la resequedad del ambiente. Es una de las naciones más

pobres del mundo, con escasos recursos naturales que sostengan su economía y muchísimo desierto para que vaguen bandidos, contrabandistas y, de vez en cuando, los militantes de aqmi.

Si hay extremistas, no los encontré en los lugares donde estuve. Los terroristas, insistía la gente con la que hablaba, vienen de Malí. Ese país se había conver-tido a sus ojos en fuente de peligros y mala fama para Mauritania. “Aquí, todo el mundo odia a Al Qaeda”, me dijo un comerciante de la capital. “Si quieres arriesgar la cabeza y buscar a sus simpatizantes, ve allá.” Y seña-ló al oriente, en dirección a Malí.

Antes de ir a ese país estuve en Senegal, donde en-contré que sería díficil para aqmi penetrar porque el islam está controlado por hermandades herméticas, con gran dominio de la vida pública. Semanas después, en su capital, Dakar, me subí a un autobús que debería ponerme en 24 horas —según prometieron— en la de Malí, Bamako. África es un continente donde el tiempo es relativo y hay que asumir que algo va a dificultar las cosas. Las 24 horas se convirtieron en 44, que se hicie-ron más pesadas porque me tocó viajar en la parte tra-sera, no había ventilación, las ventanas estaban selladas, el vehículo venía atestado y había bebés… ¡Vaya arma de destrucción masiva que puede ser un bebé sin pañal!

Llegamos a la población de Diboli, ya del lado de Malí, donde se encuentra el puesto fronterizo de ese país, a las 3 am y tuvimos que esperar hasta las 8:30 para

1• Un tuareg condu-ce sus camellos en Tombuctú. 2• Jóve-nes de la etnia fula en Niafunké, pueblo natal del músicomaliense Ali Farka Touré. 3• Vendedor de turbantes fren-te a la mezquita Dijangarey Ber, en Tombuctú.

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La participación de bandas armadas de tuaregs en algunas operaciones de secuestro llevadas a cabo por Al Qaeda, ha contribuido a asentar la idea de que esta etnia se está con-virtiendo en la base popular del grupo terrorista.

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que abriera. Compartí el amanecer con el primer tuareg que conocí, un hombre llamado Ali, con sendos vasos de café tuba, una popular mezcla con gengibre y otras especias.

Era importante para mí. Los tuaregs, algo menos de 6 millones de personas, son un pue-blo nómada que vagó libre por el desierto del Sahara por 2,400 años hasta que, en 1905, cayó bajo dominación francesa. Y un buen día, en 1960, encontró que su territorio había sido dividido en seis nuevas repúblicas: Mauritania, Malí, Argelia, Níger, Libia y Burkina Faso. Bajo la denuncia de que los pueblos sedentarios que gobiernan estas naciones los explotan, los tuaregs han protagonizado varias rebeliones, tres en Malí (1961-64, 1990-95 y 2007-08) y otra en Níger, que terminó apenas en mayo de 2009.

Aunque los orígenes de aqmi, en los años 90, se encuentran entre grupos árabes y bere-beres de Argelia, han movido sus bases hacia el sur y ahora se esconden en áreas de Malí tradicionalmente habitadas por tuaregs. La participación de bandas armadas de esta etnia en algunas operaciones de secuestro de Al Qaeda, como la de cinco franceses, un togolés y un malgache en Níger el 16 de septiembre de 2010, ha contribuido a asentar la idea de que los tuaregs se están convirtiendo en la base popular del grupo terrorista.

Naturalmente, uno no le pregunta al primero que encuentra si pertenece o simpatiza con Al Qaeda. Pero no me costó trabajo obtener la opinión de Ali. Inquirí, tras una hora de conversación, si eran ciertos los rumores de que aqmi estaba actuando desde zona tuareg. Lamenté lo dicho cuando vi la turbación que provoqué en él. Hasta que soltó: “Si mi her-mano menor, o uno de mis hijos, o cualquiera de los míos menor que yo, presta algún tipo de ayuda a Al Qaeda, yo, con mis manos y mi propio cuchillo le cortaré la garganta.”

BAJO LAS ESTRELLAS CON SHINDOUK

Me adentré en Malí con rumbo a la antiquísima ciudad tuareg de Tombuctú, a golpe de extenuantes jornadas en autobús y, ya en el río Níger, en lancha. Diez días más

tarde, llegué al puerto de Diré. El sitio bullía con personajes de todas las tribus de la cuenca fluvial, porque había mercado. Es uno de los más bellos que he visto en mis años de visitas a África: activo, colorido, pacífico y casi ajeno al mundo moderno. Sólo las motonetas me recordaban en qué siglo estamos.

Era 4 de enero de 2011. Ya veía que Malí era el país islámico poco desarrollado más tolerante de los que había visitado. La pre-cisión es necesaria, porque ciudades mu-sulmanas bien incorporadas a la economía global, como Estambul y Beirut, son suma-mente abiertas en el sentido religioso. Malí está a la cola del mundo, en el lugar 160 de un total de 169 naciones evaluadas en el ín-dice de desarrollo humano de la onu (en un rango de 0 a 1, Malí tiene apenas 0.309, por debajo de la media del África Subsaharia-na, con 0.389). Sus habitantes, sin embar-go, son muy corteses con el extranjero, sin importar su credo.

“Ustedes, los cristianos, tienen el mismo dios único que nosotros, musulmanes”, me dijo Oumar, el mayor entre un grupo de ancianos que me invitó a sentarme para conversar. “Y lo mismo pasa con los judíos. Somos el mismo pueblo, pero la torpeza de los hombres divide lo que dios quiere unir.” En la visión de Oumar, todos somos islá-micos, porque Islam significa “sumisión a dios”, y eso es lo que hace quien practica una religión.

Me abrazaron, quisieron que me tomara fotos con ellos… ¿no era Malí una nación de fanáticos y terroristas?

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Nada me hacía percibir que así fuera. Menos aún en el hogar de Shindouk y Mi-randa, un matrimonio tuareg-canadiense que ha construido su casa en el límite norte de Tombuctú.

La fama legendaria de esta rica ciudad, que controlaba el comercio por caravana en lo profundo del desierto del Sahara, lle-gó a Europa y entusiasmó a muchos. Entre 1588 y 1853, al menos 43 viajeros occiden-tales intentaron llegar a ella. Sólo cuatro lo lograron, y el primero, en 1826, fue asesina-do por los tuaregs, que temían, con razón, que atrajera la colonización europea.

Uno no se imaginaba tal violencia sen-tado al fuego con Shindouk y Miranda. En la cultura tuareg, contar historias es la for-ma de transmitir la tradición. Frente a las llamas y bajo la brillantez de la vía láctea, escuchar la sabiduría de ese hombre de algo más de cincuenta años me brindó un emocionante momento de intimidad, de asomo a las carava-nas de la sal y a los tiempos de la colo-nización francesa, al desconcierto de

los nómadas a quienes se les impone la ley de los sedentarios, al malestar que da pie a la insurrección.

Pese a todo, no había rencor en el sobrio recuento de Shindouk, historias en las que, a la arrogancia del colonizador europeo y del africano sedentario, el nómada respon-de con ingenio y buen juicio. No hay lugar para el fanatismo religioso, para el recluta-miento por la yijad, la guerra santa islámica. No le pregunté a Shindouk por Al Qaeda. Era impropia la mención de lo absurdo frente a la naturalidad del sentido común.

FRENTE A LA PANTALLA CON ISSA

Para los tuaregs, el Sahara, con su ex-tensión de 9 millones 400 mil kilóme-

tros cuadrados (casi cinco veces México) no es un desierto, sino muchos: el Ténéré, las montañas Aïr y las Tibesti, el Adrar des Ifoghas, entre otros. De cada uno pueden describir características específicas, como

el grado de sequedad, la presencia de du-nas o de rocas, la existencia de tal tipo de flora o fauna.

La pobreza ha forzado a una parte im-portante de los tuaregs a volverse seden-taria, pero sus costumbres siguen siendo las de un pueblo disperso en esta inmensi-dad. Sus festivales de música y carreras de camellos son importantes porque les dan motivo para reunirse y fortalecer los nexos de familia, clan y tribu: aprovechan para celebrar matrimonios, arreglar disputas, hacer negocios y planear expediciones.

El Festival au Désert es uno de los más importantes porque, desde 2001, ha evo-lucionado para incorporar a espectadores y artistas de otras partes de África y de Oc-cidente. Por un lado, esto permite un en-riquecido diálogo de la cultura tuareg con las de otras partes del mundo y por el otro, atrae dinero del turismo, la principal fuen-te de ingresos en la región.

Francia le ha puesto la peor calificación de riesgo a Malí, lo que ha causado una crisis en el turismo de este país. “La gen-te está desesperada”, me dijo Miranda, una canadiense ca-sada con un tuareg que vive allí desde hace ocho años.

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1• Un grupo de jinetes tuaregs llega al Festival au Désert en Tomboctú. 2• Témoris con Oumar y otros tuaregs del puerto fluvial de Diré. 3•“Pinasse” (lancha) de servicio público en el río Níger.

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Antes de llegar, muchos asistentes extranjeros temían que se materializaran las constantes advertencias de las potencias occi-dentales, en el sentido de que en Tombuctú y sus alrededores había un gran riesgo de atentado terrorista o secuestro por Al Qaeda. No se cumplió.

Los jinetes tuaregs llegaban por centenas, montando camellos, mientras que las mujeres envueltas en trajes de gran colorido ocu-paban las cimas de las dunas para tener las mejores vistas. Jóvenes de múltiples tonos de piel, desde el negro ébano hasta el moreno mediterráneo, cantaban y bailaban toda la música que tocaban en el escenario.

A los visitantes, eso nos dio un tema de conversación recurrente: el de la sensación de seguridad que teníamos. Es cierto que había algo de presencia policiaca y que dos avionetas Cessna del ejército nacional hacían maniobras para hacerse notar; pero era la interac-ción con los tuaregs, sobre todo su simpatía, amabilidad y cortés curiosidad, lo que nos hacía sentir bienvenidos.

Con un matiz, no obstante: en Malí, como en Marruecos, Senegal y otros países francófonos, lo normal es que una clara mayoría de los viajeros esté conformada por los franceses. En Tombuctú casi no los había. Su gobierno les había advertido que no vinieran, lo que los malienses se están tomando como algo personal. En Mopti, un puerto fluvial que conecta el sur y oeste de Malí con el norte y el este, y que es la base para viajar a Tombuctú, hay una industria de agencias de viaje y guías turísticos que depende principalmente del flujo procedente de Francia. Su problema es que París le ha puesto la peor calificación de riesgo a Malí.

Issa Ballo, un exitoso hombre de negocios de 37 años, me mostró en su oficina de Mopti la causa de su indignación: en la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, el mapa de Malí aparecía en tres colores. Una pequeña parte del sur, que incluye la capital, estaba en verde, lo que indica un nivel de seguridad acep-table. Todo el norte y el este, incluidos Tombuctú y Gao, brillaban en rojo, es una zona de alto riesgo, según París. En medio, Mopti se encontraba en anaranjado, por lo que sólo debe visitarse por asun-tos indispensables.

“Lo justifican porque (en septiembre de 2010) Al Qaeda secues-tró a cinco franceses (en el vecino país de) Níger”, explicó Ballo, “pero eso ocurrió en Níger, ¡esto es Malí!” Debido a la advertencia gubernamental, los grandes operadores turísticos franceses, para los que trabaja la agencia Satimbe Travel, propiedad de Ballo, can-celaron sus viajes a Malí. “Ahora nos queda sólo un 10 por ciento de todos los clientes que teníamos.”

EN LA JAIMA CON KAOCEN

Si la caída del turismo en Mopti es grave, en Tombuctú es peor. “La gente está desesperada”, me dijo Miranda, la canadiense es-

posa del tuareg Shindouk, que vive allí desde hace ocho años. “La

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Sahara Occidental

Guinea

Ghana

BurkinaFaso

Costa de Marfil

Mauritania

Travesía por el desierto

Malí

Senegal

Marruecos

Novakchott

DakarDiboli

Mopti

Tombuctú

ÁFRICA

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temporada (de visitantes, de noviembre a febrero) es breve y para muchos es la única oportunidad de tener un ingreso.”

Durante siglos, la economía del Sahara se sostuvo con el comercio de las caravanas que conectaban el sur con el Mediterráneo, lo que enriqueció a Tombuctú. Pero esto es historia antigua: después de las primeras expediciones portuguesas del siglo xv, los barcos europeos fueron aumentando la frecuencia de sus visitas hasta que, en al-gún momento, reemplazaron a los came-llos. Desde entonces, los nómadas viven en una situación precaria, que vino a agudi-zarse por la colonización, la presión de los pueblos sedentarios que ocupan tierras y, recientemente, por devastadoras sequías.

Ahora —coincidían varios tuaregs con Issa Ballo—, su infortunio venía por mano de aqmi y sellado por Nicolas Sarkozy, quien castigaba a Malí al declararlo sitio no visita-ble. El presidente francés, por su parte, no pasaba por una racha de buena fortuna. Mientras estábamos en Tombuctú, empe-zaron a llegar malas noticias, rumores con-fusos por la falta de formas de comunicarse con el exterior.

El 7 de enero, en Niamey, la capital del vecino Níger, un comando de aqmi entró en

un restaurante muy popular, “Le Toulous-ain”, y se llevó a dos franceses de 25 años que cenaban ahí. De acuerdo con París, los encargados del establecimiento avisaron de inmediato y un grupo del ejército nige-rino persiguió y atacó a los secuestrado-res, sin éxito, por lo que fuerzas especiales francesas tomaron el mando de la opera-ción y efectuaron un segundo intento de rescate, que dejó varios muertos de ambos lados. Los islamistas, dijo Sarkozy, asesi-naron a sangre fría a sus víctimas, que “no tuvieron ninguna oportunidad”.

Esta versión contradice a la de Al Qaeda, según la cual sus militantes sólo mataron a uno de los rehenes, mientras que el otro falleció en el intercambio de disparos du-rante el combate.

El desenlace del suceso ocurrió el día 8 de enero, último del Festival au Désert en Tombuctú, donde nos visitaba Amadou Toumani Touré, el presidente del país, quien presidió la carrera de camellos para señalar su compromiso con la protección del encuentro cultural. También dio un discurso que tuvo en cuenta los recientes atentados: “El Sahara no es sólo una zona de inseguridad, también lo es de alegría y fraternidad”, dijo.

A los tuaregs no les gustó el subtexto. “¿Zona de inseguridad?”, rugió Kaocen ag Alhabib, un viejo fuerte y carismático que conocí en una jaima, donde nos escondía-mos del calor del mediodía, y que me ense-ñó a colocarme el taguelmoust (turbante). “¿Cómo es que da por perdido al Sahara tan fácilmente?” El mandatario habló también de la importancia de evitar que Al Qaeda “atraiga a nuestros jóvenes”. “¿De qué jóve-nes habla?”, se ofendía el hombre, “¿de los sureños de (la capital) Bamako? ¿Por qué sugiere que los jóvenes tuaregs simpatizan con los islamistas? Lo único que los expone a tomar un mal camino, sea el de Al Qaeda, el del bandolerismo o cualquier otro, es la pobreza, la falta de oportunidades en la que nos mantienen el gobierno y las potencias que explotan nuestros recursos naturales sin dejarnos nada a cambio”.

La gente de la región de Tombuctú ni siquiera había participado en la última rebelión tuareg, que se centró en la zona del pueblo de Kidal, hacia el este. “En mis años de subir y bajar por el Sahara, nunca he encontrado a alguien que simpatice con aqmi”, me dijo Guy Lankester, el dueño bri-tánico de la compañía turística especializa-da en el Magreb “From here 2 Timbuktu”.

1• Vista de las afue-ras de Tombuctú. 2• Mujeres de toda la cuenca del Níger van al mercado del puerto de Diré.

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Según Kaocen, si Al Qaeda tenía algún respaldo social, más allá de su núcleo de militantes, lo encontraría en Níger: “Ve allá si quie-res arriesgar la cabeza.” Lo mismo que me habían dicho en Mau-ritania sobre Malí.

EN LA CAMA CON EL TUERTO

Antes de ir a Níger, no obstante, la ruta me obligó a volver a pasar por Mopti, donde mi estancia se iba a prolongar. Yo recorría

África atento al peligro de una agresión humana, de terroristas o criminales. Otros que vienen aquí se cuidan de los leones, los rino-cerontes, los hipopótamos. Pero el enemigo real, que viene por no-sotros sin que lo podamos detener, es infinitamente más pequeño.

Tardé en reconocer que me había atrapado. Había leído sobre los síntomas, pero no esperaba que llegara tan velozmente y me derri-bara en la cama sin darme tiempo a pensar: primero me golpeó con un fuerte dolor de cabeza, después invadió cada tejido de mi cuerpo con intensas oleadas de frío que me hacían temblar completamen-te fuera de control. Estaba solo, no podía salir de la habitación de mi hostal para buscar ayuda, ni era capaz de levantar la voz para llamar la atención de alguien. Ese primer combate duró cinco horas.

Era el 12 de enero. Cuando el mal me dio una pausa, busqué una pista de lo que me estaba pasando. Me recordó algo que había leído de Ryszard Kapuscinski, y era justo lo que me pasaba: “La primera señal de un inminente ataque de malaria es una inquietud interior que empezamos a experimentar de repente y sin ningún motivo cla-ro. Algo nos pasa, algo malo. Si creemos en los espíritus, sabemos qué es: ha entrado en nosotros un espíritu maligno y nos ha embrujado. Nos ha paralizado y clavado (…) al cabo de poco rato, a veces de re-pente y sin haber dado ninguna señal de aviso, se produce el ataque.

Es un súbito y violento ataque de frío. Un frío polar, ártico. Como si alguien nos cogiese desnudos, abrasados por el infierno del Sahel y del Sahara, y nos lanzase directamente al altiplano helado de Groen-landia y las Spitzberg, entre nieves, vientos y tormentas polares.”

Tenía malaria, paludismo. Era mi cuarto viaje por África y, de al-guna torpe manera, ya no creía que me pudiera alcanzar el infernal mosquito anófeles. Durante días, las fiebres heladas se alternaban con fiebres ardientes. Me sentía tan mal que en la noche prefería no poner el cerrojo a la puerta de mi habitación, para que mi amigo maliense Sidiki Berthé, que me visitaba dos veces diarias y me traía medicamentos, pudiera entrar si yo no respondía más.

En mi confusión, los datos que había recogido se me enreda-ban más. ¿Cómo era posible que aqmi actuara en Mauritania y en Malí sin que nadie hubiera visto a los predicadores y civiles que la apoyaban? ¿Por qué parecía que Sarkozy se comportaba tan errá-ticamente? ¿Actuaba con hipocresía el presidente Touré cuando defendía a los jóvenes tuaregs?

La cabeza me estallaba. Había empezado el viaje retando al Saha-ra con fuerza y motivación, y ahora estaba hecho pedazos, temblan-do de frío en un cuarto caliente. ¿Me alcanzaría la fuerza para seguir recorriendo el Magreb? Si lograba acercarme a los simpatizantes de aqmi, ¿qué tanto sería demasiado? En mis alucinaciones, a veces creía que estaba secuestrado en esa habitación.

Una tarde, vi a Belaouer “El Tuerto”, el famoso emir argelino de aqmi de quien había leído espantosas historias de crueldad, sentado en mi cama. Miraba mi rostro desde muy cerca. Aproximó la mano a mi cara, secó el sudor de mi frente, me dio agua y sonrió. “Aquí no están, Témoris.” Era Sidiki, mi gran apoyo. “Descansa, toma tiempo para re-ponerte. Después tienes que seguir. Marcharás rumbo al este.”

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