tras las huellas de al qaeda, segunda parte

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132 JUL 11 133 Los predicadores del desierto Parte dos Soldados del ejército vigilan el desarrollo de una carrera de camellos en Tombuctú. Mientras continúa su bús- queda de los seguidores de Al Qaeda por un in- hóspito rincón de África, militantes islamistas en- cuentran a nuestro colabo- rador en la segunda de tres partes de esta aventura. Tras las huellas de Al Qaeda texto y fotos de Témoris Grecko En Esquirelat.com podrás leer la pri- mera parte de esta crónica, que con- cluirá en nuestra edición de agosto.

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Crónica, 2a parte

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Page 1: Tras las huellas de Al Qaeda, segunda parte

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Los predicadores del desierto

Parte dos

Soldados del ejército vigilan el desarrollo de una

carrera de camellos en Tombuctú.

Mientras continúa su bús-queda de los seguidores de Al Qaeda por un in-hóspito rincón de África, militantes islamistas en-cuentran a nuestro colabo-rador en la segunda de tres partes de esta aventura.

Tras lashuellas de

Al Qaeda

texto y fotos deTémoris Grecko

En Esquirelat.com podrás leer la pri-

mera parte de esta crónica, que con-cluirá en nuestra

edición de agosto.

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La malaria me tuvo atrapado durante cinco o seis días. Una y otra vez, cuando pasaba la fiebre caliente, el sudor se enfria-

ba en la cama y agravaba los temblores de las fiebres heladas. La doctora de la misión médica cubana me advirtió que, a pesar de que había resistido bien la enfermedad, no debía poner a prueba mi buena suerte. Cuando me empecé a sentir mejor, no obstante, me invadieron el deseo y la ansiedad, me llené de euforia y deci-dí marcharme de Mopti para proseguir la búsqueda de las bases populares de Al Qaeda en el Magreb Islámico (aqmi), la franqui-cia de Osama Bin Laden en África Occidental.

Mi amigo Sidiki meneaba la cabeza. Con sólo mirarme, había diagnosticado que también tenía tifoidea y los análisis le habían dado la razón. Ahora decía que mi capacidad de cargar mis dos mochilas no era señal de buena salud, sino de estupidez. Insistió en llevarme en su pequeña moto china a tomar el autobús en el ve-cino pueblo de Sevaré, rumbo a Gao, la última ciudad de Malí en el este. “Gao no es sitio para blancos ni americanos en estos días”, me advirtió. “Soy moreno y mexicano”, le recordé. “Lo que tú quieras. Pero no les digas que México es socio de Estados Unidos y menos que está en América”, sentenció.

Los ayudantes arrojaron mi mochila grande al techo del auto-bús y partimos. Horas después pasamos por una zona de mono-litos gigantescos que las guías de viaje comparan con Uluru, la inmensa roca de Ayers en el centro de Australia. Estaba sentado

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1• Asistentes a un festival en Tombuc-tú. 2• Una vendedora de pescado en el mercado del pueblo de Diré.

detrás del conductor cuando, sobre el tablero, a sus lados izquier-do y derecho, vi el rostro de Osama bin Laden: tenía pegatinas del jefe terrorista. ¿Me encontraba entre miembros de Al Qaeda?

Empecé a preocuparme y a sentirme como en mis días de fie-bres. Sospechaba que el chofer y sus tres compañeros me miraban de reojo, se decían cosas en secreto, conspiraban. Mi equipaje es-taba arriba, fuera de mi alcance. Tendría que escapar sin él. Hicie-ron una parada sólo para que los pasajeros descendieran a hacer sus rezos vespertinos, inclinándose en dirección a La Meca. Me pareció que los dos hombres que ocupaban los asientos detrás del mío, tuaregs en túnicas azules, se arrodillaban sobre su alfombrilla con devoción especialmente intensa. Me pareció evidente que me habían rodeado.

La pausa de la oración me sirvió para estudiar el tablero. No po-día haber sospechado lo que encontraría. Además del par de imá-genes de Bin Laden, había dos de vaqueritas rubias en bikini, otras de la cantante Madonna, una de Barack Obama sobre una bandera estadounidense y otra de Bob Marley. Al regresar el conductor, me di cuenta de que en su camiseta lucía el retrato hiper reproducido del Che Guevara.

“¿Por qué Bin Laden?”, le pregunté. “Porque es un gran revolu-cionario” “¿Y Obama?”, insistí. “Él también es un gran revolucio-nario”, dijo. Era razonable suponer que cuestionarlo sobre el Che y Marley no produciría respuestas muy diferentes.

“Ser antiestadounidense o antifrancés no es simpatizar con Al Qaeda”, dijo Shaka Olumese, dueño de un hostal en Malí. “Aquí todos odiamos a Al Qaeda. Estamos en un rincón aleja-do del mundo, la economía decae sin turismo occidental.”

EN AYOROU CON EL YIJADISTA

Gao me pareció hostil. Shaka Olumese, un nigeriano carismá-tico que es una apreciada figura pública, me explicó que años

atrás recibía a muchos huéspedes occidentales en su hostal, pero el impacto de los ataques de aqmi mató el negocio. Le expliqué que en las calles de la ciudad había recibido algunos insultos y que dos tipos en una moto habían simulado que intentaban secuestrarme. Otro hombre se había acercado a gritarme.

“Ser antiestadounidense o antifrancés no es simpatizar con Al Qaeda”, dijo Olumese. “(Esa actitud) es por las intromisiones ex-tranjeras en el Sahara e Irak. Pero aquí todos odiamos a Al Qaeda. Estamos en un rincón alejado del mundo, la economía decae sin turismo occidental. Cuando la pobreza se agudiza, crece el rencor. Este lugar es peligroso para ti, pero no por aqmi, porque no vas a encontrar a ninguno de ellos.”

Seguí camino hacia el siguiente país. En los dos puestos de frontera, el de Malí y el de Níger, los guardias se enredaron con mi nombre y optaron por dirigirse a mí como “mexicano”, en voz alta. Me parecía una ventaja que los demás pasajeros del autobús tuvie-ran claro que yo, el único occidental a la mano, no era de alguna de las nacionalidades que menos apreciaban.

A lo largo del viaje, que en total duró unas 12 horas, varias per-sonas amables se habían acercado a mí para curiosear sobre mi país. Me equivoqué al pensar que Ibrahim tenía el mismo interés. Nos habíamos detenido para someternos a la revisión de aduanas en Ayorou, el primer pueblo de cierta relevancia en Níger, com-puesto de casas y de muros bajos de ladrillos de adobe, y de chozas tradicionales de hojas y ramas, en medio del desierto.

De unos 50 años de edad, Ibrahim llevaba un turbante blanco, una chilaba (camisón que llega hasta los tobillos) de color gris verdoso y sandalias negras de plástico. Su rostro, de un tono os-curo profundo, era delgado y se alargaba con un mentón puntia-gudo, sobre el que brotaba una modesta barbilla caprina, de pelos entrecanos. Había empezado con la misma frase que los demás: “Entonces, tú eres mexicano.” No me preguntó, sin embargo, por mi salud, por mi familia ni por mis cabras, como es la costumbre. Fue directamente a lo suyo, apuntando con el dedo a las cosas que mencionaba: “Dios creó el cielo. Y Dios creó la tierra. Dios creó el fierro.” Señaló el autobús. “Nosotros so-mos la creación de Dios. Y estamos en el mundo para someternos a su voluntad.”

A mí no me tocaba hacer nada más que escucharlo con atención. Ibrahim tomó eso como una muestra de receptividad. “Yo te reconozco”, continuó. “Tú eres cristiano. Pero has venido a África a buscar a Dios. Él te ha traído aquí. ¿Y es que no ha sido él quien nos ha puesto en tu camino?”

Cuatro compañeros suyos nos rodeaban, todos negros maduros con aspecto religio-so: barbas tupidas, vestimentas tradiciona-les, turbantes o pequeños gorros blancos ajustados al cráneo.

“Debes convertirte al islam. Es bueno para ti.” Tras unas pocas palabras, este hombre

ya se sentía en posición de pedirme que le diera un giro de 180 grados a mi vida, y yo quería saber por qué. “Porque es la fe que te llevará al paraíso”, dijo. “En el paraíso, Dios te dará todo. Allá no hay enfermedad. No hay cansancio. No hay tristeza. Vivirás cerca de él y serás feliz adorándolo.”

Las religiones son así. Una ideología política tiene que honrar sus compromi-sos en esta tierra. Si no lo hace, pierde su valor y corre el riesgo de que la gente la abandone. Las religiones, en cambio, pue-den hacer cualquier promesa, incluso la más grande imaginable —vida eterna en total felicidad—, sin que haga falta cum-plir nada en este mundo. Con toda natura-lidad, lo dejan para la otra vida. Y nadie ha vuelto de allá para desmentirlas.

Le pregunté entonces qué me daría la religión ahora, antes del paraíso. “Fe. Cer-tidumbre. Tranquilidad”, respondió. “Sa-brás que Dios existe y que es el origen de todo. El dinero no te da tranquilidad. Ni mil camellos te darán tranquilidad. Dice El Corán: ‘En verdad, sólo en la remem-branza de Dios pueden encontrar descan-so los corazones.’”

Ibrahim empezó a recitar en árabe: “La ilaha illa Allah, Muhammadur rasul Allah.” Era la shahada, uno de los cinco pilares del islam, y significa: “No hay otro Dios más que Alá y Mahoma es su profe-ta.” No era la primera vez que me trataban de convertir, por lo que conocía la frase y lo sorprendí repitiéndola. Ibrahim lo atribuyó a mi deseo de adoptar su fe, y

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mostrándose profundamente complacido, se esmeró en perfeccionar mi pronuncia-ción. Sus compañeros aprobaban con sonidos amistosos.

Entonces hizo ademán de darme un ejemplar de El Corán. Mi reacción automática fue acercar una mano, pero él retiró el libro como si fuera un caramelo y yo, un niño ansioso. Sus amigos murmuraban: “¡No, no!” “Sin tocar”, advirtió sonriendo mi interlocutor, “aquí está la palabra de Dios, sólo lo puede tocar el creyente”. ¿Cómo puedo convertirme si no me dejan leer para aprender? “Primero te conviertes. Después lees.”

La contradicción no era aparente para Ibrahim, quien celebró que los europeos esta-ban adoptando la fe, gracias a la acción divina. “Hace 30 años, en París había tan solo una mezquita. ¡Ahora hay mil! Muchos occidentales han abierto los ojos y hoy son nuestros hermanos. ¿O no es sólo Dios quien puede abrirnos el paraíso?”

Le conté que también en Barcelona y otras ciudades cercanas, como Reus, se estaban multiplicando los templos musulmanes. “¿En verdad? ¿Y enseñan el islam de la manera correcta?”, preguntó. No mentí al decir que varias de ellas eran salafistas, es decir, la misma doctrina de aqmi. “Eso es muy importante, muy importante”, enfatizó. “Nada puede inter-ponerse ante los designios del creador.”

Ibrahim preguntó a qué países había viajado. Mencioné varios, sólo estados donde pre-domina la secta musulmana suní, en la que se inscribe el salafismo. “¿Y Pakistán?”, quiso saber, “¿no has ido a Pakistán?” El hecho de que insistiera en esa nación, donde Al Qaeda entrenaba a sus yijadistas (combatientes de la Yijad o guerra santa), me pareció una confe-sión de militancia. Pero debía confirmarlo. Respondí que no había estado en Pakistán, pero el nombre me gustaba. “Dime el nombre de una mezquita salafista en Barcelona”, deman-dó. En 2010, yo había hecho un reportaje en una del barrio del Raval, que lleva el nombre del general musulmán que conquistó España en el siglo viii: “Tariq bin Ziyad.” “¡Un héroe! Ve a hablar con el imán. Sométete a Dios, aprende. Y lograrás que te inviten a Pakistán. Po-drás luchar por Dios, ¡inshallah! (Dios lo quiera).”

YIJADISTAS DE LA PALABRA

Me pareció que, en mi afán de obtener respuestas de Ibrahim, estaba cometiendo al-gunos pequeños tropiezos, palabras mal medidas que podrían haberle hecho pen-

sar que mi interés no era religioso, sino periodístico o, peor, de espionaje. Sin embargo, su convencimiento de que era Dios quien nos había reunido para traer la luz a mis ojos, y su buena voluntad de maestro, hacían pasar los errores como deficiencias de mi mal francés que él corregía con gusto.

Entonces decidí lanzar la pregunta: “¿Ustedes están luchando por Dios?” Logré man-tener un tono de ingenuidad a pesar de que sentía escalofríos. Pero no detecté sorpre-sa ni contrariedad en su actitud. “Somos yijadistas de la palabra”, dijo Ibrahim. “Somos predicadores y venimos a Níger por un mes, porque en estos países se canta y se baila, y

aqmi. De Leocour vivía en Niamey y estaba a punto de casarse con una nigerina musulmana. El otro asesinado, Vincent Delory, era su mejor amigo, que venía para fungir como padrino en la boda.

Comenté que yo, como occidental, corría el riesgo de ser rapta-do. Ibrahim me miró con simpatía: “A ti, hermano, te protege dios. Él te trajo a África y quiso que yo viera en ti el deseo de conocer la verdad, sólo gracias a él te pude reconocer. Puedes andar segu-ro por Niamey, ¡inshallah! Pero no seas atrevido. No vayas cerca de donde ellos están (aqmi), pues los cruzados (Francia y Estados Unidos) y sus lacayos de Níger y Malí los tienen sometidos a una enorme presión. No provoques que se equivoquen contigo.”

Subimos al autobús y partimos tras una larga espera. Los predi-cadores, que tomaron asiento detrás de mí, compartían conmigo todo lo que les caía en las manos: pan, plátano, carne de chivo. In-cluso el agua que venden en bolsas de plástico, con aspecto poco higiénico. Se bajaron en las afueras de Niamey.

En cierto momento pensé que Ibrahim no se separaría de mí sin obtener una promesa de ir a la mezquita de Barcelona. No le hacía falta: estaba convencido de que era el camino que dios abría para mí, pues, dijo, la verdad se revela a sí misma y quienes la ven no pueden hacer más que reconocerla y aceptarla. Estoy seguro de que se sorprendería si supiera que no he adoptado el islam. Se fue con la inmensa alegría de haber facilitado una conversión y encaminado a un futuro yijadista.

“Tariq bin Ziyad”, recordó al despedirse. “Ve con el imán de la mezquita. Los caminos del profeta te conducirán al paraíso, ¡ins-hallah! Desde hoy, eres nuestro hermano y tu nombre es Moha-med Tariq.”

¿Casualidad? En septiembre de 2009, jóvenes seguidores de Fethullah Gülen —un influyente clérigo moderado— me habían “convertido” al islam en la ciudad de Urfa, en el Kurdistán turco. Y por nombre me pusieron Mohamed Tariq.

EN LA CENA CON EL INVESTIGADOR

Niamey es una de las capitales más pobres y remotas de Áfri-ca. Polvorienta y caliente hasta niveles de espanto, tiene un

único alivio y consuelo: el río Níger que le regala agua, una banda de verdor y nombre para el país, antes de fluir con sus hipopóta-mos al sur, hacia Nigeria.

Llegué un mal viernes 28 de enero. El secuestro y asesinato del par de franceses (De Leocour y su amigo) apenas tres semanas an-tes, se conjuntaba con las elecciones que celebraría ese domingo la junta militar, que hacía un año había tomado el poder en un gol-pe de Estado con saldo de 10 muertos. Las medidas de seguridad eran extremas por temor a atentados terroristas. Los soldados de los puntos de control en las salidas de la ciudad impedían que los extranjeros saliéramos de Niamey.

Los residentes occidentales (empresarios, cooperantes, diplo-máticos, misioneros cristianos) estaban en máxima alerta: los que no se habían marchado (el Peace Corps suspendió operaciones en Níger por primera vez desde que llegó, en 1962), se recluían en sus barrios, embajadas, colegios y centros de ocio con piscinas y can-chas de softball, detrás de muros, barricadas, cámaras y guardias.

Al maestro de escuela estadounidense Douglas Cronym, sin em-bargo, le gustaba hacer aquello que está prohibido para los expa-triados: caminar solo, entrar en las humildes tiendas, convivir

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muchas mujeres carecen de respeto por sí mismas, y los hombres que no conocen el recto camino no pueden imponer su guía. Dios sabe que tampoco en el sitio de donde venimos se practica el verdadero islam, la gente es ignorante y vive en pe-cado. Somos muy pocos los que conoce-mos la palabra de Dios y hace falta mucho esfuerzo para corregir las desviaciones. En Niamey (la capital) nos dirán a qué lu-gares del país tenemos que dirigirnos.”

“Yijadistas… ¿cómo los de Al Qaeda en el Magreb Islámico?”, insistí, sospechan-do que ahora sí me había metido en pro-blemas. “Nuestros hermanos (de aqmi) son de otra parte, son árabes del Medite-rráneo. Nosotros somos malinkés, del sur de Malí, cerca de la frontera con Costa de Marfil. Ellos son yijadistas de las armas. Nosotros luchamos con la palabra. Pero Al Qaeda somos todos. Y nuestro guía es el emir.” Se refería a Bin Laden.

Recordó entonces que Al Qaeda se le-vanta para enfrentar los muchos agravios cometidos por los cristianos en su “cru-zada para arrasar al islam”: “Ellos (los oc-cidentales) vienen a destruir nuestra fe”, dijo. “Sus ejércitos nos matan. Sus misio-neros tratan de engañar a buenos musul-manes. Sus hombres seducen a nuestras jóvenes para hacerlas pecar y separarlas de Dios. La sharía (ley islámica) castiga eso con la muerte.”

La referencia a los seductores pudo haber sido una alusión a Antoine de Leocour, uno de los dos franceses que murieron en la noche del 7 al 8 de enero de 2011, tras haber sido secuestrados por

1• Mujer de la tribu bozo en el puerto de Mopti, en día de mercado.2• Obama es un personaje extrema-damente popular en África y su imagen es omnipresente. Eso no obsta para que lo coloquen jun-to a Osama, sobre-puesto en billetes de 100 dólares. 3• Jinetes tuaregs llegan al festival en Tombuctú.

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con los lugareños. El sábado previo a los comicios, Douglas me guió por la ac-tiva vida nocturna de la islámica Niamey, donde jugamos billar y chocamos tarros de cerveza con desconocidos que apre-ciaban que estuviéramos con ellos, des-deñando el temor.

Su hermano, Nelson, conoció a su es-posa Judith en Níger en los años 90, como voluntarios del Peace Corps. Con sus hi-jos, en 2010 regresaron al país para que Nelson realizara una investigación sobre la migración del campo a la ciudad por efecto del cambio climático. Así se reen-contró con viejos amigos tuaregs que, al igual que antaño, lo reciben en sus comu-nidades como a un pariente.

“Viniste en vano”, me dijo Nelson, provocando risas entre su familia. “Me sorprendería que en Níger hubiera sim-patizantes de Al Qaeda. Detestan a los yijadistas, son un peso para el país y un peligro para la población.”

Como ejemplo, mencionó que aqmi ni siquiera había sido capaz de establecer bases permanentes. “Llegan, golpean y huyen al desierto

de Malí. Y no se esconden allá porque tengan apoyo de la gente, sino porque hay zonas que el gobierno no controla. Ade-más, son árabes.”

La distinción es importante. En la diri-gencia de Al Qaeda central, la de Osama Bin Laden, sólo hay árabes. Los talibán afganos, por citar un caso, no pueden aspirar a ser líderes de Al Qaeda porque son pastunes. Algo similar ocurre en las franquicias de Al Qaeda en países árabes, como aqmi, originada en Argelia y ahora asentada en territorio tuareg. Un racismo tan marcado hace difícil imaginar a los yijadistas árabes ganándose a los lugare-ños como hermanos de lucha, aunque se hayan dado casos en que bandas de delin-cuentes tuaregs prestan sus servicios a aqmi a cambio de dinero.

Esto mismo levanta una barrera étnica que los separa de los predicadores ma-linkés con los que hablé en mi camino ha-cia Níger: la devoción de Ibrahim nunca le ganaría un lugar de igual entre los se-guidores árabes de Bin Laden.

Nelson no había oído de esos clérigos y le parecía que su presencia era fuera de lo común. Pero la distancia entre los yi-jadistas de la palabra y los de las armas, así como la intención de Ibrahim y sus compañeros de “corregir” el islam que se practica en el Magreb, podían ser más evidencias de que el extremismo violento no arraiga en Níger.

JUNTO AL RÍO CON LOS EMIGRANTES

Como en tantos países pobres, en Níger la gente del campo llega a la

ciudad con lo puesto, a encontrar poco. Arisal ag Moussa y sus hermanos eran la avanzadilla de una familia procedente de la región de Arlit, un pueblo cerca de la frontera con Argelia. Sin camellos ni or-gullo, los tres tuaregs esperaban al resto de sus parientes sin haberles podido ha-llar un sitio para vivir: apenas habían lo-grado levantar unos techos con despojos de construcción y plantas, cerca de la ori-lla del río Níger.

“Somos muy ricos y seguimos siendo muy pobres”, se quejaba Arisal, de 24 años. Des-de que en 1969 se descubrió uranio en Ar-lit, el pueblo experimentó un crecimiento económico que atrajo a decenas de miles de moradores del desierto a vivir en villas mi-seria que establecieron en los alrededores. Las dos minas de la multinacional francesa Areva representan el 10 por ciento del con-sumo de ese mineral de la Unión Europea y el 32 por ciento de las exportaciones de Níger. Pero sus mil 600 empleados directos son todos extranjeros.

El compromiso de Areva se puede medir con las donaciones que concedió para ali-mentar a la gente en la espantosa hambruna de 2005, que afectó a tres millones de per-sonas, incluidos 800 mil niños menores de cinco años. La onu pidió 81 millones de dó-lares para atender la emergencia. La contribución de Areva fue de 130 mil euros en junio de ese año y 120 mil adicionales en julio. Sus ganancias del ejercicio anual ascendieron a 428 millones de euros. Además, esta industria provoca una elevada radiación, que Areva se comprometió a eliminar en 2007, pero que era “500 veces mayor de lo normal” en noviembre de 2009, según expertos de Greenpeace.

En 2007, los líderes de la más reciente rebelión tuareg señalaron las actividades de Areva como uno de sus principales motivos de descontento y demandaron que la compañía abriera empleos para los lugareños y compartiera con ellos sus beneficios. Todo esto le dio a aqmi la oportunidad de ganar popularidad y atacar al ene-migo occidental. Los cinco franceses y los dos africanos que aqmi secuestró en septiembre de 2010 trabajaban para Areva y fueron capturados en Arlit.

La insurrección terminó en 2009, cuando el gobierno prometió generar bienestar, algo que no ha cumplido. Hundidos en la po-breza total, miles de tuaregs emigran a Niamey. Como Arisal, que compartió conmigo lo único que tenía: té.

“Los beneficiarios del uranio no fuimos nosotros, sino los fran-ceses y los extranjeros que trajeron para extraerlo: chinos, indios, sudafricanos, panameños”, dijo Arisal. “Su presencia ha cambiado nuestra cultura. Le compran al gobierno tierra que siempre fue nuestra y ya no podemos llevar nuestras cabras a pastar ahí.”

No hay empleo para los jóvenes. El modo de vida tradicional de los tuaregs desaparece sin que lo sustituya el del mundo moderno. “He aquí que Al Qaeda nos habla, nos dice que peleemos contra los colonialistas kafirs (infieles) y nos ofrece dinero”, dijo Arisal. “Algunos jefes de la última rebelión se sintieron engañados (por el gobierno) y formaron bandas de asaltantes”, que ocasionalmente prestan servicios a aqmi, como traerle armas y municiones de con-trabando. “Por eso preferimos venir a Niamey a buscar una forma de vivir”, concluyó.

Algunos políticos regionales y extranjeros hicieron graves se-ñalamientos. Como el presidente A.T. Touré, de Malí, y ministros franceses, como el que hasta principios de 2011 ocupó Exteriores, Bernard Kouchner, quien explicó así el secuestro de los franceses en Areva: “Los que se llevaron a estos hombres y mujeres podrían

ser tuaregs actuando por órdenes (de aqmi). Los venderán a los terroristas, que no son muy numerosos.”

Esto causó enojo entre la población local. “Es demasiado burdo y ridículo acusar al pueblo tuareg”, respondió Boutali Tchewiren, un ex líder rebelde nigerino que formó la asociación Alhak-Nakal (derecho a la tierra). “La comunidad tuareg no es responsable por las acciones de unos pocos individuos”, añadió. Por su parte, Nico-las Roux, un articulista del sitio web especializado en periodismo People with Voices, reflexionó: “Si un ciudadano francés estuviera involucrado con una organización terrorista, nadie diría ‘los fran-ceses son terroristas’.”

“Hacer negocios no es simpatizar”, precisó Arisal, al lado del río Níger. “Esas bandas (de tuaregs) también ayudan a transportar droga por el desierto a los narcotraficantes latinoamericanos, que son cristianos y totalmente ajenos al Magreb. Los bandidos no tra-tan con aqmi por defender al islam. Lo hacen por hambre.”

“Si es cierto que los extremistas se nutren de pueblos repri-midos y marginados, ¿por qué los tuaregs condenan a aqmi en lugar de apoyarlos?”, pregunta el académico J. Keenan.

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1• Eclecticismo he-roico: en el tablero que se describe en el texto puede verse a Bin Laden al lado de Bob Marley y Obama. 2• Un imán sonríe cuando sale de su mezquita al ver al reportero.

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EL OSCURO SAHARA DE KEENAN

“Si es cierto que los extremistas se nutren no sólo de ideólogos, sino de pueblos re-primidos, marginados y despojados, deberíamos preguntarnos por qué los tuaregs

siguen condenando a aqmi en lugar de sumarse masivamente al grupo”, replantea el antro-pólogo británico Jeremy Keenan.

Desde mis días de convalecencia en Mopti, y tras haber obtenido su dirección de correo electrónico, había estado leyendo las investigaciones de Keenan sobre el Magreb. Varios tuaregs y occidentales me habían recomendado contactar a este investigador de la Es-cuela de Estudios Africanos de la London University y autor del libro The Dark Sahara: America’s War on Terror in Africa.

No faltan las teorías de la conspiración, pero Keenan se cuida de que lo mezclen con fantasías paranoicas: el académico fundamenta con numerosos datos cada uno de sus ar-gumentos. En el desierto del Sahara, explica por correo electrónico, se da una conjunción de hechos: la región es rica en uranio y se sospecha que también en petróleo; tanto Francia como Estados Unidos aspiran a controlar esos recursos; los gobiernos del área quisieran someter a los tuaregs y otros pueblos inconformes; y Argelia desea ganar poder militar y consolidarse como el mandamás de la zona.

En su libro, Keenan revela que la presencia de Al Qaeda en el Magreb Islámico tiene va-rios beneficios para los protagonistas mencionados en el párrafo anterior: legitima la inter-vención de fuerzas militares estadounidenses y francesas; Argelia se beneficia por haberse convertido en el aliado local de Washington y espera obtener de él armamento sofisticado;

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la lucha contra Al Qaeda justifica, además, que los argelinos ejerzan una presión po-lítica y militar sobre sus vecinos y se en-trometan en sus asuntos; y finalmente, asociar a aqmi con los tuaregs facilita que gobiernos como el del presidente Touré de Malí o las dictaduras militares que go-biernan Níger y Mauritania mantengan su hostigamiento —a veces velado, otras abierto— contra estos nómadas.

En 2002 y 2003, revela la investiga-ción de Keenan, el gobierno de George W. Bush y el de Argel planearon la creación en el Sahara de otro frente de la guerra contra el terrorismo. El detonador fue el secuestro en 2003 de 32 turistas europeos por el Grupo Salafista de la Predicación y el Combate (gspc, que en enero de 2007 cambió de nombre a aqmi), tras lo cual Bush lanzó su Iniciativa Contraterrorista Trans-Sahariana.

1• Hombre tuareg. 2• Trabajadores de la empresa Areva secuestrados por Al-Qaeda. 3• Fran-ceses recordando a Antoine de Leocour y Vincent Delory, asesinados en Níger.

La parte más delicada de The Dark Sa-hara... es la del papel que les atribuye a los servicios de inteligencia argelinos, el Département du Renseignement et de la Sécurité (drs), un estado dentro del Es-tado que, durante la sangrienta guerra que empezó en 1992 contra el gspc y su antecedente, el Grupo Islámico Armado, logró infiltrarlos y controlar a algunos de sus líderes. Keenan afirma que su jefe principal en 2003, Amari Saifi “El Para”, ordenó el secuestro de los 32 europeos por órdenes del drs, en complicidad con el Departamento de la Defensa de eu.

Esto no significa que una mayoría de los dirigentes y militantes de aqmi estén con-trolados por Argel (y por Washington, in-directamente). Pero sí explicaría algunas decisiones estratégicas. Por ejemplo, el hecho de que el gspc haya abandonado su objetivo inicial de convertir Argelia en un emirato islámico, y se haya comprometi-do con una idea más vaga y amplia, como es la guerra santa global de Al Qaeda (con el consecuente cambio de nombre de gspc a aqmi). O también que haya reducido sus actividades en Argelia para ubicarse en el norte de Malí, un área que es ajena al grupo, tanto étnicamente como porque ahí predomina una secta musulmana dis-tinta del salafismo, la sufí, más moderada. Si esto es correcto, la creencia occidental de que aqmi es apoyada por los tuaregs y otros pueblos vecinos es falsa, pues su presencia ahí sería una imposición de in-tereses extra regionales.

Y también de intereses locales: “Los gobiernos de Argelia, Malí, Níger y Mau-ritania han utilizado la guerra contra el terrorismo para aplastar a la oposición legítima y a los tuaregs”, explica el acadé-mico británico, “y además han montado actos de provocación para que los luga-reños realicen motines y demostrarle a Washington el potencial de la amenaza terrorista. A cambio, reciben la generosi-dad financiera y militar que viene con la bendición de Estados Unidos”.

Para los tuaregs, el saldo es dramático: los cerca de 100 mil turistas que atendían al año en el norte de Malí y de Niger y en el sur de Argelia hasta 2003, y que eran su principal fuente de ingresos, han desapa-recido casi por completo y no suman los 10 mil. Las matanzas de ganado que ha realizado el ejército nigerino, como una

manera de castigarlos económicamente por su rebeldía, los han empobrecido aún más. Además, la presencia de aqmi y de narcos latinoamericanos representa dos cosas: peligros y limitaciones de movimiento, por un lado, y una de las escasas oportunidades de ganar dinero, por el otro.

“Marginados, ignorados y despojados, los tuaregs todavía son buenos combatientes”, advierte el académico Keenan, “y la cuestión es si van terminar por tratar de resolver las cosas a su manera.”

Así llegué a la conclusión de que la base popular de Al Qaeda en el desierto del Sahara no se encontraba en su mitad sur, como había escuchado en Occidente. ¿Estaría entonces al norte, en la costa mediterránea desde donde descendió el yijadismo armado de aqmi? La pregunta cobraba doble relevancia ahora que la región estaba en llamas, con los tunecinos y los egipcios lanzados a la rebeldía contra los dictadores aliados de Occidente.

Era lo que Osama bin Laden había pedido durante años, y dejó grabado su beneplácito por esos alzamientos. En coincidencia, grandes medios de comunicación occidentales ase-guraban que los yijadistas engrosaban las filas de los insurrectos. Tal vez allá estaba: tendría que cruzar el desierto hasta El Cairo, corazón político del mundo árabe y musulmán.

f o t o s : e f e