star wars · 2016. 11. 29. · sobre todo teniendo en cuenta su herencia no del todo humana y los...

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STAR WARS El Resurgir de la Fuerza Oscura Timothy Zahn

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  • STAR WARS El Resurgir de la Fuerza Oscura

    Timothy Zahn

  • 1

    Justo delante, la estrella era una diminuta bola de color entre anaranjado y

    amarillo, cuya intensidad moderaban la distancia y las pantallas solares automáticas

    de las portillas. Las estrellas se desplegaban alrededor del punto luminoso y de la

    nave, como cabezas de alfiler incandescentes en la profunda negrura del espacio.

    Bajo la nave, en la parte occidental del Gran Bosque del Norte perteneciente al

    planeta Myrkr, la aurora se acercaba.

    La última aurora que verían algunos habitantes de ese bosque. De pie ante una

    de las portillas laterales del Destructor Imperial Quimera, el capitán Pellaeon

    contemplaba el objetivo. Diez minutos antes, las fuerzas de tierra que rodeaban el

    objetivo habían anunciado que estaban preparadas; el Quimera bloqueaba cualquier

    vía de escape desde hacía casi una hora. Sólo faltaba la orden de atacar.

    Poco a poco, casi con gesto furtivo, Pellaeon ladeó la cabeza un par de

    centímetros. Detrás de él, y a su derecha, el gran almirante Thrawn estaba sentado

    en su puesto de mando, su rostro de piel azul inexpresivo, los brillantes ojos rojos

    clavados en el banco de lecturas de datos que rodeaba su silla. No había hablado ni

    variado aquella postura desde que las fuerzas terrestres habían enviado su último

    informe, y Pellaeon se había dado cuenta de que la tripulación empezaba a

    inquietarse.

    Por su parte, Pellaeon había dejado mucho tiempo antes de intentar adivinar las

    intenciones de Thrawn. El hecho de que el fallecido emperador hubiera nombrado a

    Thrawn uno de sus doce grandes almirantes demostraba su confianza en el hombre,

    sobre todo teniendo en cuenta su herencia no del todo humana y los bien conocidos

    prejuicios del emperador a ese respecto. Además, en el año transcurrido desde que

    Thrawn había tornado el mando del Quimera v comenzado la tarea de reconstruir la

    flota imperial, Pellaeon había comprobado una y otra vez el genio militar del gran

    almirante. Fuera cual fuese el motivo de retrasar el ataque. Pellaeon sabía que era

    bueno.

  • Se volvió hacia la portilla con tanto sigilo como había ladeado la cabeza, pero sus

    movimientos no habían pasado desapercibidos.

    —¿Alguna pregunta, capitán?

    La voz modulada de Thrawn se elevó por encima del murmullo de las

    conversaciones.

    —No, señor —le aseguró Pellaeon, mirando a su superior.

    Aquellos ojos centelleantes 1e examinaron un momento, y Pellaeon se preparó

    para una reprimenda, o algo peor, pero Thrawn, como Pellaeon solía olvidar,

    carecía del legendario y mortífero temperamento que caracterizó a lord Darth Vader.

    —¿Acaso se está preguntando por qué no hemos atacado todavía? —insinuó el

    gran almirante, en tono educado.

    —Sí, señor, en efecto —admitió Pellaeon—. Da la impresión de que todas

    nuestras fuerzas ya están en posición de combate.

    —Nuestras fuerzas militares sí, pero no los observadores que envié a Hyllyard

    City.

    Pellaeon parpadeó.

    —¿Hyllyard City?

    —Sí. Me pareció improbable que un hombre tan astuto como Talon Karrde

    situara una base en medio del bosque sin disponer contactos de seguridad con

    otras emplazadas en la zona circundante. Hyllyard City está demasiado alejada de

    la base de Karrde para que alguien presencie nuestro ataque. Por lo tanto, señales

    repentinas de actividad en la ciudad demostrarán la existencia de un sistema de

    comunicaciones más sutil. A partir de ello, podremos identificar a los contactos de

    Karrde y ponerlos bajo vigilancia constante. A la larga, nos conducirán a él.

    —Sí, señor —dijo Pellaeon, con el ceño fruncido—. Eso quiere decir que no

    espera capturar vivos a los hombres de Karrde.

    La sonrisa del gran almirante flaqueó levemente.

    —Al contrario. Espero que nuestras fuerzas encuentren una base desierta y

    abandonada.

    Pellaeon echó un vistazo al planeta, en parte iluminado.

    —En ese caso, señor.... ¿por qué atacamos?

    —Existen motivos, capitán. Primero, incluso hombres como Karrde cometen

    errores de vez en cuando. Cabe la posibilidad de que, con las prisas de evacuar la

    base, haya dejado información vital. Segundo, como ya he mencionado, es posible

  • que un ataque contra la base nos conduzca a sus contactos de Hyllyard City. Y

    tercero, proporcionará a nuestras fuerzas terrestres un poco de experiencia, muy

    necesaria.

    —Los ojos brillantes escrutaron el rostro de Pellaeon—. No olvide, capitán, que

    nuestro objetivo ya no es acosar a la retaguardia, como ha sucedido durante estos

    últimos cinco años. Ahora que tenemos en nuestro poder el monte Tantiss y la

    colección de cilindros Spaarti de nuestro finado emperador, la iniciativa vuelve a ser

    nuestra. Muy pronto, iniciaremos el proceso de arrebatar planetas a la Rebelión, y

    para eso necesitamos un ejército tan bien entrenado como los oficiales y tripulantes

    de la flota.

    —Comprendido, almirante.

    —Bien.

    —Thrawn bajó la vista hacia las pantallas—. Ha llegado el momento. Avise al

    general Covell de que puede empezar.

    —Sí, señor.

    Pellaeon volvió a su puesto. Lanzó un rápido vistazo a las lecturas y conectó su

    comunicador, viendo de reojo que Thrawn también había activado el suyo. ¿Algún

    mensaje secreto a sus espías de Hyllyard City?

    —Aquí el Quimera —dijo Pellaeon—. Desencadenen el ataque.

    —Recibido. Quimera —anunció el general Covell por su comunicador,

    procurando eliminar de su voz el desdén que experimentaba. Era típico; típico y

    desagradablemente predecible. Había desplegado a su gente, bajado a tierra tropas

    y vehículos, tomado posiciones..., para tener que esperar a que los altaneros tipos

    de la flota, con sus inmaculados uniformes y relucientes naves, terminaran de tomar

    el té para dar la orden.

    «Bien, pónganse cómodos», pensó con sarcasmo, levantando la vista hacia el

    Destructor Estelar. Porque si el gran almirante Thrawn estaba interesado en

    resultados positivos, tanto como en montar un buen espectáculo, no iba a salir

    decepcionado. Tecleó la frecuencia del mando local.

    —General Covell a todas las unidades; luz verde. Adelante.

    El enorme AT—AT ambulante se puso en marcha, y el puente metálico se

    estremeció bajo los pies del general. El aparato avanzó por el bosque hacia el

    campamento, situado a un kilómetro de distancia. Delante del AT—AT, visibles de

  • vez en cuando por la portilla blindada de transpariacero, un par de exploradores

    AT—ST corrían en formación abriendo paso al AT—AT mientras vigilaban la

    aparición de enemigos o posibles bombas camufladas.

    Tales maniobras no servirían de nada a Karrde. Covell había dirigido cientos de

    campañas de asalto a lo largo de sus años al servicio del

    Imperio, y conocía a fondo las espantosas posibilidades de las máquinas bélicas

    que tenía bajo su mando.

    Debajo de la portilla, la pantalla táctica holográfica estaba iluminada como un

    disco decorativo. Las luces parpadeantes rojas, blancas y verdes mostraban la

    posición de los AT—AT, AT—ST y vehículos de ataque aéreos, que encerraban en

    un círculo el campamento de Karrde.

    Bien, pero no perfecto. El flanco norte de AT—AT y sus vehículos de apoyo se

    veían claramente detrás del resto de fuerzas.

    —Unidad Dos, adelántese —ordenó por el comunicador.

    —Lo intentamos, señor —contestó una voz metálica y distante, que se oyó pese

    a los extraños efectos distorsionadores provocados por la flora de Myrkr, rica en

    metal—. Los macizos de enredaderas son tan gruesos que dificultan el avance de

    nuestros exploradores.

    —¿Causan problemas a su AT—AT?

    —No, señor, pero no quería que el flanco se disgregara...

    —Eso está bien cuando se realizan maniobras académicas —le interrumpió

    Covell—, pero no a expensas de un ataque global. Si los AT—ST no pueden seguir

    el paso, déjelos atrás.

    —Sí, señor.

    Covell cortó la comunicación con un bufido. Al menos, el gran almirante tenía

    razón en una cosa: sus tropas iban a necesitar curtirse en muchas más batallas

    antes de encajar en los auténticos patrones imperiales. De todos modos, la materia

    prima era excelente. Mientras miraba la pantalla, el flanco norte volvió a formarse.

    Los aeroexploradores se adelantaron para ocupar la anterior posición de los AT—

    ST, mientras éstos pasaban a ocupar la retaguardia.

    El sensor de energía emitió un pitido de aviso: se estaban aproximando al

    campamento.

    —¿Situación? —preguntó a su tripulación.

  • —Todas las armas cargadas y preparadas —anunció el cañonero, sin apartar los

    ojos de los blancos que aparecían en sus pantallas.

    —Ninguna indicación de resistencia, activa o pasiva —añadió el conductor.

    —Sigan alerta —ordenó Covell, y tecleó de nuevo la frecuencia de mando—.

    Todas las unidades, adelante.

    El AT—AT irrumpió en el claro con un crujido de vegetación aplastada.

    El espectáculo era impresionante. Los otros tres AT—AT, casi al unísono,

    aparecieron en la zona, a la luz incierta del inminente amanecer. Los AT—ST y

    aeroexploradores se agruparon alrededor de sus pies para rodear los edificios.

    Covell realizó una rápida pero completa verificación de los sensores. Dos fuentes

    de energía seguían funcionando, una en el edificio central y la otra en una de las

    estructuras que parecían barracones. No se detectaba la presencia de sensores

    funcionales, armas o campos de energía. El analizador de formas de vida realizó

    sus complicados algoritmos y llegó a la conclusión de que los edificios exteriores

    carecían de vida.

    Sin embargo, el edificio principal...

    —General, tengo lecturas de unas veinte formas de vida, aproximadamente, en el

    edificio principal —informó el comandante del ATAT número cuatro—. Todas en la

    sección central.

    —No parecen humanas —murmuró el conductor de Covell.

    —Quizá cuenten con escudos protectores —gruñó Covell, y miró por la portilla.

    No se veía el menor movimiento en el campamento—. Vamos a averiguarlo.

    Escuadrones de asalto, adelante.

    Se abrieron las escotillas de popa de los aeroexploradores, y de cada una surgió

    un grupo de ocho soldados, con los rifles láser aferrados con firmeza mientras

    saltaban al suelo. La mitad de cada escuadrón tomó posiciones detrás del vehículo,

    con los rifles apuntados hacia el campamento, mientras la otra mitad corría hacia la

    hilera exterior de edificios y cobertizos. Cubrieron a sus compañeros mientras éstos

    realizaban un avance similar. Era una táctica militar empleada desde hacía siglos, y

    ejecutada con la clase de cautelosa determinación que Covell esperaba de soldados

    bisoños. Sin embargo, había una buena materia prima.

    Los soldados continuaron avanzando hacia el edificio principal, mientras

    pequeños grupos se desgajaban del círculo para registrar los demás cobertizos. Los

    primeros hombres llegaron al edificio principal. Un destello brillante iluminó el

  • bosque cuando desintegraron la puerta, y se produjo cierta confusión cuando el

    resto de las tropas penetró en la estructura.

    Después, silencio.

    Silencio que persistió durante varios minutos más, puntuado por ocasionales

    órdenes dictadas por los comandantes. Covell escuchó, contempló los sensores y,

    por fin, recibió el informe.

    —General Covell, soy el teniente Barse. Nos hemos apoderado de la zona,

    señor. No hay nadie.

    Covell cabeceó.

    —Muy bien, teniente. ¿Qué impresión ha sacado?

    —Que se marcharon a toda prisa, señor. Dejaron muchas cosas, pero nada que

    parezca importante.

    —Eso lo decidirá el equipo de análisis. ¿Alguna indicación de trampas

    explosivas, u otras sorpresas desagradables?

    —Ninguna, señor. Por cierto, las formas de vida que captamos son esos

    animales peludos que viven en el árbol que sobresale por el centro del tejado.

    Covell volvió a cabecear. Se llamaban ysalamiri, según creía recordar. Thrawn se

    había proveído de gran cantidad de aquellos estúpidos animales durante los últimos

    dos meses, pero ignoraba de qué servían para la guerra. Tarde o temprano, suponía

    que los de la flota le revelarían el gran secreto.

    —Dispongan una red defensiva —ordenó al teniente—. Envíe una señal al equipo

    de análisis cuando esté preparado. Y póngase cómodo. El gran almirante quiere que

    pongamos este lugar patas arriba, y eso es exactamente lo que vamos a hacer.

    —Muy bien, general —dijo la voz, casi inaudible, pese a la potente amplificación y

    la ayuda del ordenador—. Procedan a la desmantelación. Sentada al timón del

    Salvaje Karrde, Mara Jade se volvió hacia el hombre sentado detrás.

    —Supongo que todo ha terminado —dijo.

    Por un momento, dio la impresión de que Talon Karrde no la había oído. Se

    quedó inmóvil, contemplando el lejano planeta por la portilla, una diminuta media

    luna blanco azulada, visible alrededor del borde mellado del asteroide cercano al

    Salvaje Karrde. Mara iba a repetir el comentario, cuando el hombre se removió.

    —Sí —respondió, sin que su voz serena mostrara el menor rastro de la emoción

    que, sin duda, sentía—. Eso parece.

  • Mara intercambió una mirada con Aves, que ocupaba el puesto de copiloto, y

    después levantó la vista hacia Karrde.

    —¿No deberíamos irnos? —le urgió.

    Karrde respiró hondo y, mientras le observaba, Mara captó en su expresión un

    indicio de lo que la base de Myrkr había significado para él. Más que una base,

    había sido su hogar.

    Reprimió el pensamiento con un esfuerzo. Karrde había perdido su hogar.

    Terrible. Ella había perdido mucho más que eso durante su vida, y había

    sobrevivido. Karrde lo superaría.

    —He preguntado si no deberíamos irnos.

    —Te he oído —dijo Karrde. Aquel brevísimo centelleo de emoción desapareció

    tras su habitual fachada de sarcasmo—. Creo que deberíamos esperar un poco

    más, por si nos hemos dejado algo que apunte en la dirección de nuestra base de

    Rishi.

    Mara miró a Aves de nuevo.

    —Fuimos muy puntillosos —dijo Aves—. Creo que no existía ninguna mención a

    Rishi, excepto en el ordenador principal, que el primer grupo en salir hizo

    desaparecer.

    —Estoy de acuerdo —repuso Karrde—, pero ¿quieres jugarte la vida por esa

    presunción?

    Aves torció los labios.

    —No, la verdad.

    —Ni yo. Por lo tanto, esperaremos.

    —¿Y si nos localizan? —insistió Mara—. Esconderse tras un asteroide es el truco

    más viejo de la lista.

    —No nos localizarán —afirmó Karrde—. De hecho, dudo que se les haya

    ocurrido. El hombre que huye de gente como el gran almirante Thrawn no para de

    correr hasta que ha puesto una buena distancia de por medio.

    «¿Quieres jugarte la vida por esa presunción?», pensó Mara con amargura, pero

    se tragó la pulla. Probablemente, Karrde tenía razón. En cualquier caso, si el

    Quimera o alguno de sus cazas TIE se dirigía hacia el Salvaje Karrde, no les

    costaría nada pasar a la velocidad de la luz antes del ataque.

    La lógica y la táctica eran impecables, pero la inquietud de Mara no disminuyó.

    Algo no terminaba de encajar.

  • Apretó los dientes, ajustó los sensores de la nave a su máxima sensibilidad y

    comprobó una vez más que la secuencia de pre-arranque estuviera tecleada y

    memorizada. Y después se dispuso a esperar.

    El equipo de análisis fue rápido, eficiente y minucioso. Tardó poco más de media

    hora en anunciar su fracaso.

    —Me lo imaginaba —murmuró Pellaeon, mientras los informes negativos

    desfilaban por su pantalla. Una buena sesión de prácticas para las fuerzas de tierra,

    tal vez, pero tenía la impresión de que el ejercicio no había servido de nada—. A

    menos que sus observadores hayan captado alguna reacción en Hyllyard City —

    añadió, mientras se volvía hacia Thrawn.

    Los ojos rojos del gran almirante estaban clavados en las pantallas.

    —De hecho, se produjo una pequeña sacudida, que se desvaneció casi al

    instante. Creo que las implicaciones son claras.

    Bueno, algo era algo.

    —Sí, señor. ¿Ordeno a Vigilancia que prepare un equipo de tierra?

    —Paciencia, capitán. Al fin y al cabo, tal vez no sea necesario. Solicite un análisis

    de distancia media y dígame qué obtiene.

    Pellaeon se volvió hacia el tablero y pidió la lectura adecuada. Estaba el propio

    Myrkr, por supuesto, y el dispositivo defensivo de cazas TIE que rodeaba al

    Quimera. El único otro objeto que se encontraba en un radio de media distancia...

    —¿Se refiere a ese pequeño asteroide?

    —Exacto —cabeceó Thrawn—. No tiene nada de especial, ¿verdad? No, no

    enfoque un sensor —añadió, antes de que la idea se le ocurriera a Pellaeon—. No

    queremos alertar a nuestra presa, ¿eh?

    —¿Nuestra presa? —repitió Pellaeon, y examinó los datos de los sensores con el

    ceño fruncido. Los análisis de rutina efectuados al asteroide tres horas antes habían

    resultado negativos, y nada podría haber atravesado la zona sin ser detectado—.

    Con el debido respeto, señor, no veo ninguna indicación de que haya algo.

    —Yo tampoco —admitió Thrawn—, pero es el único escondite apropiado en diez

    millones de kilómetros a la redonda. No existe otro lugar desde el que Karrde pueda

    espiar nuestras operaciones.

    Pellaeon se humedeció los labios.

  • —Con su permiso, almirante, dudo que Karrde sea tan loco como para esperar a

    que vayamos en su busca.

    Los ojos brillantes se entornaron un poco.

    —Olvida, capitán —dijo Thrawn con suavidad—, que yo conozco a ese hombre.

    Más aún, he visto su colección de obras de arte.

    —Se volvió hacia las pantallas—. No. Está allí; estoy seguro. Talon Karrde no es

    un vulgar contrabandista. Puede que, en el fondo, ni siquiera sea un contrabandista.

    Su auténtico interés se centra en la información, no en los bienes materiales o el

    dinero. Más que nada en la galaxia, ansía conocimientos..., y saber lo que hemos

    encontrado o dejado de encontrar aquí es una joya demasiado valiosa para que la

    pase por alto.

    Pellaeon estudió el perfil del gran almirante. En su opinión, se trataba de una

    lógica muy tenue, pero por otra parte, se había encontrado en demasiadas

    situaciones similares para no tomarla en serio.

    —¿Ordeno que un caza TIE salga a investigar, señor?

    —Como ya he dicho, capitán, paciencia. Incluso con los sensores y los motores

    desconectados, habrá tomado precauciones para escapar antes de que pueda ser

    atacado.

    —Sonrió a Pellaeon—. En especial, desde el Quimera.

    Pellaeon recordó que Thrawn había hablado por su comunicador mientras él

    daba a las fuerzas de tierra la orden de atacar.

    —Envió un mensaje al resto de la flota —dijo—, al mismo tiempo que yo

    transmitía la orden de atacar, con el fin de enmascarar la transmisión.

    Las cejas negro azuladas de Thrawn se enarcaron levemente.

    —Muy bien, capitán. Muy bien.

    Pellaeon notó cierto calor en sus mejillas. Los halagos del gran almirante eran

    escasos y muy espaciados en el tiempo.

    —Gracias, señor.

    Thrawn cabeceó.

    —En concreto, envié el mensaje a una sola nave, el Represor. Llegará dentro de

    unos diez minutos. En ese momento —sus ojos centellearon—, sabremos hasta qué

    punto conozco bien a Karrde.

  • Por los altavoces del puente del Salvaje Karrde, los informes del equipo

    analizador empezaron a desvanecerse.

    —Da la impresión de que no han descubierto nada —comentó Aves.

    —Como tú has dicho, fuimos muy puntillosos —le recordó Mara, sin apenas oír

    sus propias palabras. Su inquietud aumentaba por momentos—. ¿Podemos irnos

    ya? —preguntó, mirando a Karrde.

    El hombre frunció el ceño.

    —Intenta serenarte, Mara. No pueden saber que estamos aquí. Ninguna sonda

    sensora ha examinado el asteroide, y sin una es imposible que detecten esta nave.

    —A menos que los sensores de un Destructor Estelar sean mejores de lo que

    usted piensa.

    —Sabemos todo acerca de sus sensores —intervino Aves—. Tranquila, Mara.

    Karrde sabe lo que hace. El Salvaje Karrde tiene el mejor capta—sensores a este

    lado de...

    Se interrumpió cuando la puerta del puente se abrió detrás de ellos. Los dos

    vornskrs amaestrados de Karrde entraron. Arrastrando, literalmente, al hombre que

    los sujetaba.

    —¿Qué haces aquí, Chin? —preguntó Karrde.

    —Lo siento, capitán —farfulló Chin, plantando los pies en el suelo del puente y

    tirando con fuerza de las correas. Sólo tuvo éxito en parte; los depredadores

    siguieron avanzando poco a poco—. No pude contenerlos. Pensé que tal vez

    querían verle.

    —¿Qué os pasa a los dos? —riñó Karrde a los animales, arrodillándose frente a

    los vornskrs—. ¿No sabéis que estoy ocupado?

    Los animales no le miraron. Ni siquiera parecieron reparar en su presencia.

    Continuaron adelante, como si no estuviera. Mirando directamente a Mara.

    —Escucha —dijo Karrde, y dio una palmadita sobre el hocico a uno de los

    vornskrs—, estoy hablando contigo, Sturm. ¿Qué te pasa? Se fijó en su mirada

    impertérrita...

    Y se volvió para dirigir una mirada más larga.

    —¿Estás haciendo algo, Mara?

    La joven meneó la cabeza, y un escalofrío recorrió su espalda. Había visto antes

    esa mirada, en muchos de los vornskrs salvajes con que se había topado durante

  • los tres largos días de marcha por el bosque de Myrkr, en compañía de Luke

    Skywalker.

    Sólo que aquellos vornskrs no la habían mirado a ella, sino que se habían

    reservado para Skywalker. Por lo general, antes de atacarle.

    —Es Mara, Sturm —explicó Karrde, como si hablara con un niño—. Mara.

    Vamos, ya la has visto muchas veces.

    Sturm, lentamente, casi a regañadientes, dejó de tirar hacia adelante y devolvió la

    atención a su amo.

    —Mara —repitió Karrde, sin dejar de mirar al vornskr—. Es una amiga. ¿Lo has

    oído, Drang? —añadió, cogiendo el hocico del otro animal—. Es una amiga.

    ¿Entendido? —Dio la impresión de que Drang reflexionaba sobre sus palabras.

    Luego, tan a desgana como Sturm, bajó la cabeza y dejó de tirar—. Así está mejor

    —dijo Karrde. Rascó a los dos vornskrs detrás de las orejas y se enderezó—.

    Llévalos abajo de nuevo, Chin. Paséalos por la bodega principal; que hagan un poco

    de ejercicio.

    —Será si puedo abrirme paso entre todo lo que hay almacenado allí, ¿no? —

    gruñó Chin, y tiró de las correas—. Vamos, pequeños. Nos marchamos.

    Los dos vornskrs, con una ligera vacilación, permitieron que les sacara del

    puente. Karrde los contempló hasta que la puerta se cerró detrás de ellos.

    —Me pregunto qué les habrá pasado —dijo, y miró a Mara con aire pensativo.

    —No lo sé —contestó la muchacha, consciente de la tensión que agarrotaba su

    voz.

    Una vez finalizado el incidente, notó que de nuevo la asaltaba aquel extraño

    temor. Se volvió hacia su tablero, casi esperando ver que un escuadrón de cazas

    TIE se precipitaba en su dirección.

    Pero no había nada. Sólo el Quimera, en órbita alrededor de Myrkr. Ninguna

    amenaza que los instrumentos del Salvaje Karrde pudieran detectar. Pero el

    hormigueo aumentaba de intensidad a cada momento.

    Y de repente, no pudo seguir sentada. Se abalanzó hacia el tablero de control y

    tecleó la orden de pre—arranque.

    —¡Mara! —gritó Aves, saltando en su asiento como si le hubiera picado un

    escorpión—. ¿Qué demonios...?

    —Se acercan —replicó Mara, consciente de su voz estrangulada por media

    docena de emociones mezcladas.

  • La suerte estaba echada. Al activar los motores del Salvaje Karrde, todos los

    sensores del Quimera se habrían puesto en acción. La única posibilidad era seguir

    adelante.

    Miró a Karrde, temerosa de lo que presagiaría su expresión, pero tenía los ojos

    clavados en ella, con cara de curiosidad.

    —No parece que se acerquen —indicó con suavidad.

    Mara sacudió la cabeza y le dirigió una mirada suplicante.

    —Debe creerme —dijo, a sabiendas de que ni ella se lo creía—. Se disponen a

    atacarnos.

    —Te creo —la tranquilizó Karrde, aunque tal vez había comprendido que no les

    quedaba otra alternativa—. Aves, cálculos para pasar a la velocidad de la luz. Fija el

    curso más alejado de Rishi; ya lo enderezaremos después.

    —Karrde...

    —Mara es la segunda en la cadena de mando —le interrumpió Karrde—. Por lo

    tanto, tiene el derecho y el deber de tomar decisiones importantes.

    —Sí, pero...

    Aves calló, sin terminar la frase.

    —Sí —dijo con los dientes apretados.

    Lanzó una mirada a Mara, se volvió hacia el ordenador de navegación y empezó

    a trabajar.

    —Será mejor que nos pongamos en movimiento, Mara —continuó Karrde. Tomó

    asiento en la silla de comunicaciones vacía—. Mantén el asteroide entre nosotros y

    el Quimera tanto tiempo como sea posible.

    —Sí, señor.

    Aquella extraña mezcla de emociones empezó a disolverse, dando paso a una

    sensación de cólera y profunda turbación. Lo había hecho otra vez. Había prestado

    oídos a sus sentidos internos, intentando hacer cosas que no podía, como sabía

    muy bien, y cogido el toro por los cuernos.

    Ya podía despedirse de su nombramiento como lugarteniente de Karrde. Imponer

    su opinión sobre la de Aves era una cosa, pero en cuanto salieran de ésta se

    armaría una buena. Tendría suerte si no la expulsaban de la organización. Imprimió

    un giro de ciento ochenta grados al Salvaje Karrde, lejos del asteroide y en dirección

    a las profundidades del espacio.

  • Y de repente, algo enorme salió de la velocidad de la luz, a menos de veinte

    kilómetros de distancia.

    Un Crucero Interceptor imperial.

    Aves profirió una espantosa blasfemia.

    —Tenemos compañía —ladró.

    —Ya lo veo —dijo Karrde, tan frío como siempre, pero Mara captó un timbre de

    sorpresa en su voz—. ¿Cuánto falta para pasar a la velocidad de la luz?

    —Un minuto —respondió Aves—. El ordenador ha de calcular un rumbo que nos

    permita esquivar el montón de chatarra acumulado en el sistema exterior.

    —Haremos una carrera —dijo Karrde—. ¿Mara?

    —Hasta punto siete tres —dijo.

    Proporcionó toda la energía posible a los motores, que aún funcionaban con

    pereza. Karrde tenía razón; iba a producirse una auténtica carrera. Los Cruceros

    Interceptores, provistos de cuatro inmensos generadores de onda gravitatoria,

    capaces de simular masas del tamaño de planetas, constituían el arma favorita del

    Imperio para capturar naves enemigas en el espacio normal, mientras los cazas TIE

    las reducían a cenizas. Sin embargo, recién salido de la velocidad de la luz, el

    Interceptor necesitaría otro minuto para activar sus generadores. Si podía sacar al

    Salvaje Karrde de su radio de acción antes de que transcurriera ese tiempo...

    —Más visitantes —anunció Aves—. Un par de escuadrones de cazas TIE han

    salido del Quimera.

    —Hemos llegado a nivel de energía punto ocho seis —informó Mara—.

    Podremos saltar a la velocidad de la luz en cuanto el ordenador de navegación me

    dé un curso.

    —¿Situación del Interceptor?

    —Los generadores gravitatorios están acumulando energía —anunció Aves.

    Un cono fantasmal apareció en la pantalla táctica de Mara, delimitando la zona

    donde pronto existiría un campo apropiado para pasar a la velocidad de la luz.

    Cambió levemente de curso, se acercó al borde más cercano y desvió la vista hacia

    la pantalla del ordenador de navegación. Casi dispuesto. El cono de gravedad

    adquiría cada vez mayor sustancia.

    La pantalla del ordenador emitió un zumbido. Mara aferró las tres palancas de

    control hiperespacial situadas delante del tablero de control y tiró hacia ella con

    suavidad. El Salvaje Karrde se estremeció un poco, y por un momento dio la

  • impresión de que el Interceptor había ganado la decisiva carrera. Después, de

    repente, las estrellas se transformaron en estelas.

    Lo habían conseguido.

    Aves lanzó un suspiro de alivio cuando las estelas se fundieron con el cielo

    moteado del hiperespacio.

    —Nos ha ido de un pelo. ¿Cómo piensas que averiguaron dónde estábamos?

    —Ni idea —dijo Karrde con frialdad—. ¿Mara?

    —Tampoco lo sé.

    —Mara mantuvo la vista fija en las pantallas, sin atreverse a mirar a ninguno de

    los dos hombres—. Es posible que Thrawn haya tenido una corazonada. No sería la

    primera vez.

    —Es una suerte para nosotros que no sea el único en tener corazonadas —

    comentó Aves, en un tono algo extraño—. Buen trabajo, Mara. Lamento haberme

    enfadado contigo.

    —Sí —le secundó Karrde—. Un trabajo excelente.

    —Gracias —murmuró Mara, con los ojos clavados en el tablero de control y

    parpadeando para reprimir las lágrimas que amenazaban con desbordarse.

    Había confiado con todas sus fuerzas en que localizar el caza X de Skywalker en

    las profundidades del espacio hubiera sido un fenómeno aislado. Pura chiripa, más

    atribuible a él que a ella.

    Pero no. Había vuelto a suceder, como tantas veces durante los últimos cinco

    años. Las corazonadas y las intuiciones, los impulsos y las compulsiones.

    Lo cual significaba que, muy pronto, volverían a empezar los sueños. Se secó los

    ojos, irritada, y distendió la mandíbula con un esfuerzo. Era una pauta bastante

    familiar, pero esta vez las cosas serían diferentes. Antes, no había podido hacer

    nada respecto a las voces y los impulsos, salvo padecer el ciclo. Padecer y estar

    dispuesta a salir huyendo del refugio que se había creado, cuando por fin traicionara

    a los que la rodeaban.

    Pero en esta ocasión no era una camarera en una cantina de Phorliss, ni la

    confidente de una banda de Caprioril, ni siquiera una experta en hiperpropulsores,

    agazapada en el aislamiento del Pasillo de Ison. Era la lugarteniente del más

    poderoso contrabandista de la galaxia, y disfrutaba de unos recursos y una

    movilidad que no conocía desde la muerte del emperador. Los recursos que la

  • ayudarían a encontrar a Luke Skywalker. Para matarle por fin. Tal vez entonces, las

    voces se acallarían.

    Thrawn permaneció inmóvil un largo momento ante la portilla del puente,

    contemplando el lejano asteroide y el inútil Crucero Interceptor. Era, pensó Pellaeon

    con inquietud, casi una postura idéntica a la que el gran almirante había adoptado

    cuando Luke Skywalker había escapado de una trampa similar. Pellaeon contuvo el

    aliento, sin apartar la vista de la espalda de Thrawn, preguntándose si otro tripulante

    del Quimera sería ejecutado por ese fracaso.

    Thrawn se giró en redondo.

    —Interesante —dijo, como si no hubiera pasado nada—. ¿Se ha fijado en la

    cadena de acontecimientos, capitán?

    —Sí, señor —respondió Pellaeon con cautela—. El objetivo ya estaba

    proporcionando energía a los motores antes de que el Interceptor apareciera.

    —Sí —cabeceó Thrawn—. Y eso implica una de tres posibilidades: o Karrde

    estaba a punto de marcharse, o le entró el pánico por algún motivo, o —sus ojos

    centellearon— algo le previno.

    Pellaeon notó que su espalda se ponía rígida.

    —Espero que no estará insinuando, señor, que uno de nuestros hombres le

    avisó.

    —No, en absoluto.

    —Thrawn torció los labios—. Dejando aparte la lealtad de nuestros tripulantes,

    nadie a bordo del Quimera sabía que el Represor se acercaba, y nadie del Represor

    pudo enviar mensajes sin que nosotros los detectáramos.

    —Se acercó a su puesto de mando y se sentó, con expresión pensativa—. Un

    rompecabezas interesante, capitán, sobre el que deberé reflexionar. Entretanto, nos

    aguardan tareas más urgentes. La de adquirir nuevas naves, por ejemplo. ¿Hemos

    recibido alguna respuesta a nuestra invitación?

    —Nada interesante, almirante —contestó Pellaeon, consultando el ordenador

    para refrescar su memoria—. Ocho de los quince grupos contactados por mí han

    manifestado interés, aunque ninguno quiso comprometerse a nada concreto.

    Seguimos esperando a los demás. Thrawn asintió.

    —Les concederemos unas cuantas semanas. Si no hemos obtenido resultados

    después de esa fecha, nuestras invitaciones se harán algo más convincentes.

  • —Sí, señor.

    —Pellaeon vaciló—. Se ha recibido otra comunicación de Jomark.

    Thrawn volvió hacia Pellaeon sus ojos brillantes.

    —Le agradecería mucho, capitán —dijo, subrayando cada palabra—, que

    intentara aclarar a nuestro excitado maestro Jedi C'baoth que, si insiste en estas

    comunicaciones, conseguirá echar por tierra el objetivo de establecerle en Jomark.

    Si los Rebeldes sospechan en lo más mínimo su relación con nosotros, ya puede

    despedirse de que Skywalker haga acto de aparición.

    —Se lo he explicado, señor.

    —Pellaeon hizo una mueca—. En numerosas ocasiones. Su respuesta inalterable

    es que Skywalker aparecerá. Y después, exige saber cuándo va a entregarle la

    hermana de Skywalker.

    Thrawn estuvo callado durante un largo rato.

    —Supongo que no habrá forma de callarle hasta que consiga lo que quiere —dijo

    por fin—. Ni de que trabaje sin quejarse.

    —Sí, protestó por la coordinación del ataque que usted le obligó a realizar —

    asintió Pellaeon—. Me ha advertido varias veces de que no puede predecir con

    exactitud cuándo llegará Skywalker a Jomark.

    —Y dio a entender que una horrible venganza caerá sobre nosotros si él no está

    allí cuando eso suceda —gruñó Thrawn—. Sí, conozco muy bien la rutina. Y ya me

    estoy hartando.

    —Respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente—. Muy bien, capitán. La

    próxima vez que C'baoth llame, infórmele de que la de Taanab será su última

    operación por el momento. No es probable que Skywalker se dirija a Jomark antes

    de dos semanas. La confusión política que hemos sembrado en el alto mando de la

    República le tendrá ocupado todo ese tiempo, como mínimo. En cuanto a Organa

    Solo y sus futuros Jedi... Dígale que, a partir de ahora, yo me ocuparé

    personalmente de ese asunto.

    Pellaeon lanzó una rápida mirada hacia el guardaespaldas del gran almirante,

    Rukh, que se erguía en silencio cerca de la puerta de popa del puente.

    —¿Significa eso que apartará a los noghri de la misión, señor? —preguntó en voz

    baja.

    —¿Algún problema al respecto, capitán?

  • —No, señor, pero desearía recordar respetuosamente al gran almirante que a los

    noghri no les gusta dejar una misión sin terminar.

    —Los noghri sirven al Imperio —replicó con frialdad Thrawn—. Más aún, son

    leales a mí. Harán lo que se les diga.

    —Calló un momento—. Sin embargo, tendré en cuenta sus advertencias. En

    cualquier caso, nuestro trabajo en Myrkr ha terminado. Ordene al general Covell que

    llame a sus tropas.

    —Sí, señor.

    Pellaeon indicó al oficial de comunicaciones que transmitiera el mensaje.

    —Quiero los informes dentro de tres horas —continuó Thrawn—. Doce horas

    después, quiero que me comunique los nombres de los tres mejores soldados de

    infantería y los dos mejores operadores de aparatos que han participado en el

    ataque. Esos cinco hombres serán trasladados a la operación del monte Tantiss, y

    se les facilitará transporte a Wayland de inmediato.

    —Entendido.

    Pellaeon comunicó las órdenes. Tales recomendaciones se habían convertido en

    algo usual desde hacía varias semanas, nada más comenzar la operación del monte

    Tantiss. Con todo, Thrawn las mencionaba periódicamente a sus oficiales, tal vez

    para recordarles, sin mucha sutileza, la importancia de tales recomendaciones para

    aplastar a la Rebelión.

    Thrawn miró por la portilla al planeta.

    —Y mientras aguardamos el regreso del general, llame a Vigilancia en relación al

    equipo destacado en Hyllyard City.

    —Sonrió—. La galaxia es muy grande, capitán, pero hasta un hombre como

    Talon Karrde ha de descansar en algún momento.

    El Gran Castillo de Jomark no se merecía tal calificativo, al menos en opinión de

    C'baoth. Se asentaba precariamente entre dos de los peñascos más grandes que

    quedaban de un antiguo cono volcánico; pequeño y sucio, construido con piedras

    que encajaban mal en algunos sitios, era tan extraño como la raza alienígena,

    desaparecida mucho tiempo atrás, que lo había levantado. De todos modos, gracias

    a la cadena de montañas que lo rodeaba, y a las transparentes aguas azules del

    lago Anillo, C'baoth admitía que los nativos habían encontrado un buen marco

    donde establecer su castillo. Castillo, templo, o lo que fuera. Era un lugar apropiado

  • para un maestro Jedi, aunque sólo fuera porque los colonos parecían reverenciarlo.

    Además, la isla oscura que ocupaba el centro del cráter y daba al lago su forma de

    anillo constituía una pista de aterrizaje escondida muy apta para el incesante y

    fastidioso torrente de lanzaderas enviadas por Thrawn.

    Pero los pensamientos de C'baoth no estaban centrados en el paisaje, el poder o

    el Imperio, mientras contemplaba el lago Anillo desde la terraza del castillo, sino en

    la peculiar oscilación que había notado en la Fuerza.

    Ya la había notado en otras ocasiones, o al menos eso pensaba. Las pistas que

    conducían al pasado eran difíciles de seguir, se perdían con suma facilidad en las

    brumas y las prisas del presente. De su propio pasado sólo poseía jirones de

    memoria, escenas aisladas, como extraídas de una grabación de historia. Pensaba

    recordar que alguien había intentado explicarle el motivo en una ocasión, pero la

    explicación había desaparecido mucho tiempo atrás en las tinieblas del pasado.

    Daba igual. La memoria no era importante; la concentración no era importante; su

    pasado no era importante. Podía convocar a la Fuerza cuando quería, y eso era lo

    único importante. Mientras pudiera hacerlo, nadie le haría daño o le robaría lo que

    poseía.

    Sólo que el gran almirante Thrawn ya le había robado. ¿O no?

    C'baoth paseó la vista en derredor suyo. Sí, no eran el hogar, la ciudad y el

    planeta que había elegido para moldearlos y gobernarlos a su antojo. Esto no era

    Wayland, que había arrebatado al Jedi Oscuro destinado por el emperador a

    custodiar su almacén del monte Tantiss. Esto era Jomark, y estaba esperando a...

    alguien.

    Acarició su larga barba blanca con los dedos y probó a concentrarse. Estaba

    esperando a Luke Skywalker, claro. Luke Skywalker vendría a su encuentro, así

    como la hermana de Luke Skywalker y los gemelos que llevaba en su seno, y

    entregaría a todos a sus seguidores. El gran almirante Thrawn se lo había

    prometido, a cambio de su ayuda al Imperio.

    Se encogió ante la idea. Era difícil dar esa ayuda que el gran almirante Thrawn

    deseaba. Tenía que concentrarse mucho en hacer lo que querían, en controlar sus

    sentimientos y pensamientos, y durante largos períodos de tiempo. En Wayland no

    había tenido que hacer nada semejante, desde que había luchado contra el

    Guardián del emperador.

  • Sonrió. Qué gran combate. Sin embargo, no pudo recordar los detalles, frágiles

    como briznas de paja arrebatadas por el viento. Había transcurrido demasiado

    tiempo desde entonces.

    Mucho tiempo.... como aquellas oscilaciones en la Fuerza.

    Los dedos de C'baoth soltaron su barba y resbalaron hacia el medallón que

    descansaba sobre la piel de su pecho. Estrujó el cálido metal contra su palma, se

    debatió contra las brumas del pasado, intentó ver lo que ocultaban. Sí. Sí, no se

    había equivocado. Aquellas oscilaciones se habían producido ya tres veces en los

    últimos años. Habían perdurado un tiempo, para luego volver a adormecerse. Como

    si alguien hubiera aprendido a utilizar la Fuerza durante un tiempo, para luego

    olvidar el arte.

    No lo entendía, pero no representaba ninguna amenaza contra él, carecía de

    importancia.

    Notó que el Destructor Estelar imperial entraba en órbita, muy por encima de las

    nubes, invisible a los ojos de los habitantes de Jomark. Cuando la noche cayera, la

    lanzadera descendería, y le llevarían a algún sitio, tal vez Taanab, para que ayudara

    a coordinar otro de aquellos múltiples ataques imperiales.

    No le agradaban el dolor y el esfuerzo, pero todo valdría la pena cuando tuviera a

    sus Jedi. Les recrearía a su imagen y semejanza, y serían sus criados y sus

    seguidores hasta el fin de sus días.

    Y entonces, hasta el gran almirante Thrawn debería admitir que él, Joruus

    C'baoth, había descubierto el auténtico significado del poder.

  • 2

    —Lo siento, Luke —dijo por el comunicador la voz de Wedge Antilles, puntuada

    por ocasionales chisporroteos de estática—. He tocado todos los resortes, posibles

    e imposibles, y no hay manera. Algún pez gordo ha dado órdenes de que las naves

    de defensa sluissi tienen absoluta prioridad en lo tocante a reparaciones. Hasta que

    localice a este tipo y le solicite un permiso especial, nadie va a tocar tu caza.

    Luke Skywalker hizo una mueca y sintió que cuatro horas de frustración se

    agolpaban en su garganta. Cuatro preciosas horas dilapidadas, sin el menor

    resultado, mientras en Coruscant se estaba jugando el futuro de la Nueva

    República.

    —¿Has averiguado el nombre de ese individuo? —preguntó.

    —Ni siquiera eso, Lo sigo intentando, pero este lugar ha enloquecido.

    —Un ataque imperial a gran escala te produciría el mismo efecto —suspiró Luke.

    Comprendía las prioridades de los sluissi, pero no iba a rendirse. Seis días de

    vuelo le separaban de Coruscant, y cada hora de retraso significaba una hora más

    de ventaja para que las fuerzas políticas opuestas al almirante Ackbar consolidaran

    sus posiciones.

    —Sigue intentándolo, ¿de acuerdo? He de largarme de aquí.

    —Claro. Escucha, sé que estás preocupado por lo que sucede en Coruscant,

    pero ni un Jedi puede hacer milagros.

    —Lo sé —concedió Luke a regañadientes. Han iba de camino. Leia ya había

    llegado...—. Es que detesto estar sentado aquí sin hacer nada.

    —Yo también.

    —Wedge bajó la voz un poco—. Aún te queda una opción, no lo olvides.

    —No lo haré —prometió Luke.

    Se trataba de una opción que había estado tentado de proponer a su amigo, pero

    Luke ya no era oficialmente un militar de la Nueva

  • República; y como las fuerzas de la Nueva República destacadas en los

    arsenales aún estaban en estado de máxima alerta, Wedge podía enfrentarse a un

    consejo de guerra por entregar su caza X a un civil. El consejero Borsk Fey'lya y su

    facción anti-Ackbar tal vez no querrían infligir un castigo ejemplar a alguien de poca

    monta, como un comandante de escuadrón. Pero tal vez sí.

    Wedge lo sabía mejor que Luke, por supuesto, lo cual aumentaba la generosidad

    de la oferta.

    —Te lo agradezco —dijo Luke—, pero a menos que la situación sea

    desesperada, será mejor esperar a que reparen mi nave.

    —Muy bien. ¿Cómo está el general Carlissian?

    —Más o menos como mi caza —dijo con sequedad Luke—. Todos los médicos

    humanos y androides están ocupados en curar heridas ocasionadas por la batalla.

    Extraer fragmentos de metal y vidrio de alguien que no sangra está al final de la lista

    de prioridades.

    —Supongo que estará muy contento.

    —Le he visto más feliz. Daré otro toque a los médicos. ¿Por qué no vuelves a

    sondear a los burócratas sluissi? Es posible que entre los dos ejerzamos suficiente

    presión.

    Wedge lanzó una risita.

    —Muy bien. Te llamaré después.

    La comunicación se cortó, con otro crujido de estática.

    —Y buena suerte —añadió Luke en voz baja.

    Se levantó de la cabina pública y cruzó la zona de recepción en dirección al

    pabellón clínico. Si el resto de los equipamientos sluissi habían sufrido tantos daños

    como su sistema interno de comunicaciones, pasaría mucho tiempo antes de que

    alguien tuviera un rato libre para colocar un par de inductores de hiperpropulsión

    nuevos en el caza X de un civil.

    De todos modos, la situación no era tan mala, decidió, mientras se abría paso

    con cautela entre las multitudes que parecían correr en todas direcciones a la vez.

    Había varias naves de la Nueva República, cuyos técnicos de mantenimiento serían

    más propensos que los sluissi a saltarse las normas por un antiguo oficial como

    Luke. Y si las cosas empeoraban, intentaría llamar a Coruscant, por si Mon Mothma

    podía intervenir.

  • La parte negativa de aquella posibilidad estribaba en que una llamada de socorro

    podía ser interpretada como un síntoma de flaqueza, y demostrar flaqueza ante el

    consejero Fey'lya no era lo más adecuado en estos momentos.

    Al menos, eso creía él. Por otra parte, demostrar que podía acudir a la cúpula de

    la Nueva República y recibir ayuda inmediata, también podía interpretarse como una

    señal de fuerza e influencia.

    Luke meneó la cabeza, frustrado. Suponía que debía ser útil para un Jedi ver las

    dos caras de un problema, pero las maquinaciones políticas se le antojaban aún

    más turbias de lo que eran. Era uno de los muchos motivos por los que siempre

    había procurado dejar la política a Leia.

    Sólo esperaba que su hermana estuviera a la altura de este desafío concreto.

    El ala médica estaba tan abarrotada como el resto de la inmensa estación

    espacial de Sluis Van, pero al menos un elevado porcentaje de habitantes estaban

    sentados o acostados, en lugar de hormiguear por todas partes. Avanzó entre sillas

    y camillas, hasta llegar a la sala reconvertida en zona de espera para pacientes de

    baja prioridad. Laudo Carlissian, cuya expresión y estado de ánimo oscilaban entre

    la impaciencia y el aburrimiento, estaba sentado en un rincón. Apretaba contra su

    pecho un desensibilizador compacto, mientras con la otra mano sostenía una

    agenda electrónica prestada, que contemplaba con el ceño fruncido.

    —¿Malas noticias? —preguntó Luke.

    —Como todo lo que me ha ocurrido últimamente —dijo Lando, y tiró la agenda en

    la silla vacía que había junto a la cama—. El precio del hfredio se ha derrumbado de

    nuevo en la bolsa. Si no sube un poco antes de dos meses, voy a perder unos

    cuantos cientos de miles.

    —Caramba. Es el principal producto del complejo de Ciudad Nómada, ¿verdad?

    —Uno de varios productos principales, sí.

    —Laudo hizo una mueca—. Nos hemos diversificado tanto que, en circunstancias

    normales, no nos perjudicaría mucho. El problema es que me había dedicado a

    almacenar el producto, confiando en que subiera el precio, y ha pasado todo lo

    contrario.

    Luke reprimió una sonrisa. Muy típico de Lando. Por respetable y cumplidor de la

    ley que se hubiera vuelto, no desdeñaba entregarse a pequeñas manipulaciones.

    —Bien, si te sirve de consuelo, traigo buenas noticias para ti. Como todas las

    naves que los imperiales intentaron robar pertenecían a la Nueva República, no será

  • necesario pasar por los trámites burocráticos sluissi para recuperar tus topos. Será

    cuestión de remitir la petición pertinente al comandante militar de la República y

    sacarlos de aquí.

    Lando desarrugó el ceño.

    —Eso es estupendo, Luke. Te lo agradezco de veras. No tienes ni idea de lo que

    tuve que hacer para apoderarme de esos topos. Encontrar sustitutos me causaría

    tremendos problemas.

    Luke desechó su agradecimiento con un ademán.

    —Dadas las circunstancias, era lo mínimo que podía hacer. Iré a las oficinas a

    ver si acelero los trámites. ¿Has terminado con esa agenda?

    —Sí, llévatela. ¿Alguna novedad respecto a tu caza?

    —No.

    —Luke cogió la agenda—. Siguen diciendo que tardarán unas cuantas horas en...

    Captó el brusco cambio en el estado de ánimo de Lando un segundo antes de

    que la mano de su amigo le aferrara el brazo.

    —¿Qué pasa? —preguntó Luke.

    Lando miraba al infinito, con la frente arrugada de concentración, y olfateaba el

    aire.

    —¿Dónde estabas hace un momento? —preguntó.

    —Atravesé la zona de recepción en dirección a los comunicadores públicos.

    Luke se dio cuenta de que no sólo olfateaba el aire, sino también su manga.

    —¿Por qué?

    Lando soltó el brazo de Luke.

    —Tabaco carababba —dijo lentamente—, mezclado con alguna especia armudu.

    No lo olía desde... —Miró a Luke, cada vez más tenso—. Es Niles Ferrier. Por

    fuerza.

    —¿Quién es Niles Ferrier? —preguntó Luke, notando que su corazón se

    aceleraba. La inquietud de Lando era contagiosa.

    —Un humano, grande y corpulento. Cabello oscuro, tal vez barba, aunque va a

    temporadas. Tal vez fume puros largos y estrechos. No, claro que fuma. El humo se

    pegó a su ropa. ¿Recuerdas si le has visto?

    —Espera.

    Luke cerró los ojos y empleó la Fuerza. Invocar recuerdos cercanos era una de

    las habilidades Jedi que Yoda le había enseñado. Las imágenes desfilaron hacia

  • atrás en el tiempo. Su caminata hacia el ala médica, su conversación con Wedge,

    su búsqueda de un comunicador público...

    Y lo localizó. Tal como Lando le había descrito. Cruzándose a unos tres metros

    de distancia.

    —Ya le tengo —dijo Luke, y congeló la imagen en su memoria.

    —¿Adónde se dirige?

    —Hmmm...

    Luke reprodujo los recuerdos. El hombre entró en su campo de visión y salió al

    cabo de un minuto, hasta desaparecer por completo cuando Luke encontró el

    comunicador libre que buscaba.

    —Da la impresión de que él y un par de tipos más se encaminan hacia el Pasillo

    Seis.

    Lando había tecleado un esquema de la estación en la agenda.

    —Pasillo Seis... ¡Maldita sea!

    Se levantó, dejando caer la agenda y el desensibilizador en la silla.

    —Vamos, hay que ir a echar un vistazo.

    —¿Adónde? —preguntó Luke. Tuvo que dar una zancada para alcanzar a Lando,

    que se abría paso a toda prisa entre los pacientes que aguardaban en la puerta—.

    ¿Quién es Niles Ferrier?

    —Uno de los mejores ladrones de naves de la galaxia —contestó Lando—. Y el

    Pasillo Seis conduce a una de las zonas ocupadas por los equipos de reparación.

    Será mejor que lleguemos antes de que mangue un bombardero corelliano y se

    largue.

    Atravesaron la zona de recepción y pasaron bajo la arcada que llevaba el rótulo

    «Pasillo Seis», escrito en los delicados carioglifos sluissi y en los caracteres

    básicos, más toscos. Ante la sorpresa de Luke, éste comprobó que casi no había

    gente. Después de recorrer cien metros del pasillo, se encontraron solos.

    —Dijiste que era una zona de reparaciones, ¿verdad? —preguntó, mientras

    proyectaba sus sentidos Jedi.

    Las luces y maquinarias de las oficinas y talleres que les rodeaban parecían

    funcionar bien, y captó varios androides absortos en sus tareas. Por lo demás, el

    lugar parecía desierto.

  • —Sí —contestó Lando—. El esquema informaba que se utilizan los Pasillos

    Cinco y Tres, pero el abundante tráfico exige que éste también se use. ¿No llevarás

    un desintegrador de más?

    Luke negó con la cabeza.

    —Ya no llevo desintegrador. ¿Crees que deberíamos llamar a Seguridad?

    —Si queremos averiguar qué se lleva entre manos Ferrier, no. A estas alturas, ya

    habrá intervenido el ordenador de la estación y el sistema de comunicaciones.

    —Miró por la puerta abierta de una oficina mientras pasaban por delante—. Esto

    es obra de Ferrier, no cabe duda. Uno de sus trucos favoritos es enviar órdenes

    falsas para que todo el mundo despeje la zona que le interesa...

    —Calla —le interrumpió Luke. En el borde de su mente...—. Creo que les he

    localizado. Seis humanos y dos alienígenas, a unos doscientos metros delante de

    nosotros.

    —¿Qué clase de alienígenas?

    —No lo sé. No me he encontrado nunca con ninguno de esas especies.

    —Bien, ten cuidado. Ferrier suele contratar alienígenas por sus músculos.

    Vamos.

    —Quizá deberías quedarte aquí —sugirió Luke, mientras sacaba la espada de luz

    de su cinturón—. No sé hasta qué punto podré protegerte, si deciden oponer

    resistencia.

    —Me arriesgaré. Ferrier me conoce; tal vez pueda evitar que lleguemos a las

    manos. Además, se me ha ocurrido una idea.

    Se encontraban a menos de veinte metros del primer humano, cuando Luke

    captó un cambio en el estado de ánimo del grupo.

    —Nos han localizado —murmuró a Laudo—. ¿Quieres probar a hablar con ellos?

    —No sé —contestó Lando, que estiró el cuello para escudriñar el pasillo, en

    apariencia desierto—. Tal vez necesitemos acercarnos un poco más...

    Se produjo un levísimo movimiento en una de las puertas, y una brusca

    oscilación de la Fuerza.

    —¡Agáchate! —ladró Luke, mientras encendía la espada de luz. La brillante hoja

    blanco—verdosa apareció con un siseo... Y se movió casi por voluntad propia para

    detener el rayo desintegrador disparado contra ellos—. ¡Ponte detrás de mí! —

    ordenó Luke a Lando, cuando un segundo rayo surcó el aire.

  • Sus manos, guiadas por la Fuerza, dirigieron la espada hacia la nueva amenaza.

    Un tercer rayo rebotó en la espada, seguido de un cuarto. Un segundo

    desintegrador abrió fuego desde otra puerta, añadiendo su voz al primero.

    Luke no retrocedió. Notó que la Fuerza fluía en su interior y se proyectaba por los

    brazos hacia el exterior, provocando un extraño efecto visual, como un túnel, que

    concentraba la mente en el ataque y oscurecía todo lo demás. Lando, semi-

    acuclillado detrás de él, no era más que una sensación borrosa en el fondo de su

    mente; los demás hombres de Ferrier aún resultaban más difusos. Apretó los

    dientes, dejó que la Fuerza se hiciera cargo de su defensa y exploró con la vista el

    pasillo, atento a cualquier nueva amenaza.

    Miraba directamente a la extraña sombra, cuando ésta se desgajó de la pared y

    avanzó.

    Por un momento no creyó en lo que estaba viendo. La sombra carecía de textura

    o detalles; era una forma ligeramente fluida, de una negrura casi total. Pero era

    real..., y se movía hacia él.

    —¡Lando! —gritó, haciéndose oír por encima de los disparos—. A cinco metros

    de distancia, cuarenta grados a la izquierda. ¿Alguna idea? Oyó un siseo a su

    espalda.

    —Nunca había visto nada semejante. ¿Retrocedemos?

    Luke, con un esfuerzo, trasladó su concentración a la sombra que se acercaba.

    Captó algo, una de las inteligencias alienígenas que había sentido antes. Lo cual

    implicaba que pertenecía al grupo de Ferrier.

    —No te apartes de mí —dijo a Lando.

    Iba a ser peligroso, pero huir con el rabo entre piernas no serviría de nada. Se

    encaminó lentamente hacia la sombra.

    El alienígena se detuvo, claramente sorprendido de que una presa en potencia

    avanzara en lugar de escapar. Luke aprovechó la momentánea vacilación para

    desviarse un poco hacia la pared del pasillo que tenía a su izquierda. El primer

    desintegrador, cuyos rayos empezaban a pasar cerca de la sombra móvil, siguiendo

    los movimientos de Luke, calló de repente. La forma de la sombra osciló. Luke tuvo

    la impresión de que miraba hacia atrás. Siguió moviéndose hacia la izquierda,

    atrayendo el fuego del segundo desintegrador hacia la sombra. Enmudeció al cabo

    de escasos segundos.

    —Buen trabajo —murmuró Lando en su oído—. Permíteme.

  • Retrocedió un paso de Luke.

    —Ferrier —llamó—. Soy Lando Carlissian. Escucha, si quieres que tu compinche

    siga entero, será mejor que le ordenes retirarse. Éste es Luke Skywalker, caballero

    Jedi. El tipo que se cargó a Darth Vader.

    Lo cual no era estrictamente cierto, desde luego, pero bastante aproximado. Al fin

    y al cabo, Luke había derrotado a Vader en su último duelo a espada de luz, aunque

    no había llegado a matarle.

    En cualquier caso, las implicaciones no pasaron desapercibidas a los hombres

    invisibles apostados en el pasillo. Intuyó que la duda y la consternación les invadían,

    y aunque alzó un poco más la espada de luz, la sombra dejó de acercarse.

    —¿Cómo te llamas? —gritó alguien.

    —Laudo Carlissian —repitió Laudo—. Acuérdate de aquella operación chapucera

    en Phraetiss, hace unos diez años.

    —Ya me acuerdo —dijo una voz enfurruñada—. ¿Qué quieres?

    —Quiero ofrecerte un trato. Sal y hablaremos.

    Se produjo un momento de vacilación. Después, el hombre corpulento que Luke

    recordaba salió de detrás de unas cajas amontonadas contra la pared del pasillo,

    con el puro todavía sujeto entre los dientes.

    —Todos —insistió Lando—. Va, Ferrier, hazles salir. No pensarás que pueden

    esconderse de un Jedi.

    Los ojos de Ferrier se desviaron hacia Luke.

    —Siempre se han exagerado los místicos poderes Jedi —bufó.

    Sin embargo, sus labios se movieron de forma inaudible y, mientras se acercaba

    a ellos, cinco humanos y un alienígena insectoide, alto, delgado y cubierto de

    escamas verdes, fueron surgiendo uno por uno.

    —Eso está mejor —dijo Lando, saliendo de detrás de Luke—. Un verpine, ¿eh?

    —añadió, señalando al alienígena—. Debo reconocerlo, Ferrier: eres rápido. Apenas

    transcurridas treinta horas desde el ataque imperial, y ya estás en faena. Y con un

    verpine domesticado, por añadidura. ¿Has oído hablar de los verpines, Luke?

    Luke asintió. La apariencia del alienígena no le resultaba familiar, pero sí el

    nombre.

    —Dicen que son unos genios en reparar y volver a montar aparatos de alta

    tecnología.

  • —Una reputación ganada a pulso —confirmó Lando—. Dicen los rumores que

    fueron ellos quienes ayudaron al almirante Ackbar a diseñar los cazas B. ¿Has

    cambiado de especialidad, Ferrier, o el verpine subió a bordo por casualidad?

    —Has hablado de un trato —dijo con frialdad Ferrier—. Vamos al grano.

    —Primero, quiero saber si participaste en el ataque contra Sluis Van —dijo

    Lando, con el mismo tono de Ferrier—. Si trabajas para el Imperio, no hay trato.

    Un miembro de la banda, desintegrador en mano, respiró hondo, como

    preparándose. Luke le apuntó con la espada de luz a modo de advertencia, y se le

    pasaron las ganas de heroicidades. Ferrier lanzó un vistazo al hombre, y después

    miró a Lando.

    —El Imperio solicitó naves —gruñó—, naves de guerra, en concreto. Pagan una

    bonificación del veinte por ciento sobre el precio de mercado por cualquier cosa que

    pese más de cien mil toneladas y pueda combatir.

    Luke y Lando intercambiaron una rápida mirada.

    —Una solicitud muy extraña —dijo Lando—. ¿Han perdido algún arsenal?

    —No lo dijeron, y yo no pregunté —replicó Ferrier—. Soy un hombre de negocios;

    doy al cliente lo que pide. ¿Queréis hacer un trato, o sólo hablar?

    —Hacer un trato —le tranquilizó Lando—. Me parece, Ferrier, que estás en un

    buen lío. Te hemos pillado in fraganti intentando robar una nave militar de la Nueva

    República. También hemos demostrado sin la menor duda que Luke puede dar

    cuenta de todos vosotros. Me basta dar el soplo a Seguridad para que todos

    vosotros deis con vuestros huesos en una colonia penal durante los próximos años.

    La sombra, que seguía inmóvil, dio un paso adelante.

    —El Jedi podría sobrevivir —advirtió Ferrier—, pero tú no.

    —Puede que sí, y puede que no —admitió Lando—. En cualquier caso, no es el

    tipo de situación deseable para un hombre de negocios de tu talla. Bien, éste es el

    trato: si os marcháis ahora, os dejaremos salir del sistema de Sluis Van antes de dar

    el chivatazo a las autoridades.

    —Cuánta generosidad —se burló Ferrier—. ¿Qué quieres, en realidad? ¿Una

    parte de los beneficios, o dinero?

    Lando meneó la cabeza.

    —No quiero tu dinero. Sólo quiero que os larguéis de aquí.

    —Las amenazas me disgustan.

  • —En ese caso, tómalo como una advertencia, en recuerdo de los viejos tiempos

    —dijo Lando, con voz decidida—. Pero tómalo en serio. Durante un largo minuto,

    sólo se oyó en el pasillo el lejano zumbido de las maquinarias. Luke adoptó una

    posición de combate, mientras intentaba captar las cambiantes emociones de

    Ferrier.

    —Vuestro «trato» nos va a costar un montón de dinero —dijo Ferrier, pasando el

    puro a la otra comisura de su boca.

    —Me doy cuenta —admitió Lando—, y lo lamento, aunque te cueste creerlo, pero

    la Nueva República no puede permitirse el lujo de perder ninguna nave en este

    momento. Sin embargo, podrías intentarlo en el sistema Amorris. Mis últimas

    noticias son que la banda pirata de Cavrilhu lo utilizaba como base, y siempre

    necesitan personal de mantenimiento con experiencia.

    —Desvió la vista hacia la sombra. Y también músculos.

    Ferrier siguió su mirada.

    —¿Te gusta mi fantasma?

    —¿Fantasma?

    Luke frunció el ceño.

    —Se llaman defel —explicó Ferrier—, pero creo que «fantasma» les cuadra

    mucho mejor. Sus cuerpos absorben toda la luz visible, una especie de mecanismo

    de supervivencia evolucionado.

    —Miró a

    Luke—. ¿Qué opinas de este trato, Jedi, como defensor de la ley y la justicia?

    Luke esperaba la pregunta.

    —¿Habéis robado algo aquí, o sólo habéis intervenido el ordenador de la

    estación?

    Ferrier torció los labios.

    —También disparamos a un par de bizits que metieron las narices donde no les

    importaba —dijo con sarcasmo—. ¿Eso cuenta?

    —No, puesto que salieron ilesos. En lo que a mí concierne, podéis marcharos.

    —Eres muy amable —gruñó Ferrier—. ¿Eso es todo?

    —Eso es todo —confirmó Lando—. Ah, también quiero tu código de acceso.

    Ferrier le fulminó con la mirada, pero hizo un ademán en dirección al verpine que

    estaba detrás de él. En silencio, el alto alienígena verde se adelantó y tendió a

    Lando un par de tarjetas de datos.

  • —Gracias —dijo Lando—. Muy bien. Os doy una hora para volver a vuestra nave

    y salir del sistema, antes de que demos la alarma. Buen viaje.

    —Sí, lo haremos —dijo Ferrier—. Ha sido un placer volver a verte, Carlissian.

    Quizá la próxima vez pueda hacerte algún favor.

    —Prueba en Amorris —le recordó Lando—. Apuesto a que tienen, por lo menos,

    un par de antiguos patrulleros Sienar de los que podrían desprenderse.

    Ferrier no contestó. El grupo pasó junto a Lando y Luke sin decir palabra y se

    alejó por el pasillo desierto, en dirección a la zona de recepción.

    —¿Crees que ha sido una buena idea contarle lo de Amorris? —murmuró Luke

    mientras les seguía con la mirada—. Puede que el Imperio consiga uno o dos

    patrulleros gracias a este trato.

    —¿Habrías preferido que se apoderaran de un Crucero Estelar calamariano? —

    contraatacó Lando—. Ferrier es muy bueno; no le habría costado mucho mangar

    uno, sobre todo con la confusión que reina aquí.

    —Meneó la cabeza con expresión pensativa—. Me pregunto qué estará

    ocurriendo en el Imperio. Es absurdo pagar precios exagerados por naves usadas,

    cuando cuentan con instalaciones para fabricarlas.

    —Quizá tengan problemas —sugirió Luke. Cerró la espada de luz y la devolvió a

    su cinturón—. Tal vez han perdido un Destructor Estelar, conseguido salvar a la

    tripulación, y necesitan naves para redistribuirlos.

    —Supongo que es posible —admitió Lando, poco convencido—. Me cuesta

    imaginar un accidente en el que una nave se averíe sin posibilidad de reparación,

    pero saliendo ilesa la tripulación. Bien, trasladaremos la información a Coruscant, y

    dejaremos que los chicos listos de Inteligencia desentrañen su significado.

    —Si no están demasiado ocupados jugando a la política.

    Porque si el grupo del consejero Fey'lya también intentaba adueñarse de la

    Inteligencia Militar... Desechó la idea. Preocuparse por la situación no servía de

    nada.

    —¿Qué hacemos ahora? ¿Le concedemos una hora a Ferrier, y después

    entregamos esos códigos a los sluissi?

    —Oh, le concederemos esa hora a Ferrier, desde luego —dijo Lando,

    contemplando con el ceño fruncido al grupo que se alejaba—, pero los códigos son

    otra historia. Se me ha ocurrido que si Ferrier los utilizaba para apartar a los

    trabajadores de esta parte de la estación, no existe ningún motivo lógico que nos

  • impida emplearlos para colocar a tu caza en el primer lugar de la lista de

    prioridades.

    —Ah.

    Sabía que no era la clase de actividad paralegal en que un Jedi debería

    mezclarse, pero dadas las circunstancias, y teniendo en cuenta la urgencia de la

    situación en que se encontraba Coruscant, violar algunas normas en este caso

    estaba, probablemente, justificado.

    —¿Cuándo empezamos? —preguntó.

    —Ahora mismo.

    Luke no pudo evitar un respingo al captar el claro alivio que emanaba de su

    amigo. Había temido que Luke adujera retorcidas razones éticas contra la

    sugerencia.

    —Con suerte, estarás volando antes de que entregue estas tarjetas a los sluissi.

    Vamos a ver si encontramos una terminal.

    —Solicitud de aterrizaje recibida y confirmada, Halcón Milenario.

    —La voz del director del control aéreo del palacio imperial se oyó por el

    comunicador—. Pista ocho despejada. La consejera Organa Solo le recibirá.

    —Gracias, Control —dijo Han, dirigiendo la nave hacia la ciudad imperial,

    mientras contemplaba con desagrado la capa de nubes oscuras que se cernía sobre

    toda la región, como una ceñuda amenaza.

    Nunca hacía mucho caso de los augurios, pero aquellas nubes no contribuían a

    tranquilizar su ánimo. Y hablando de ánimos caídos... Conectó el intercomunicador

    de la nave.

    —Preparados para el aterrizaje —dijo—. Vamos a proceder.

    —Gracias, capitán Solo —respondió la voz precisa de C—3PO, algo más

    afectada de lo habitual, en realidad.

    El androide debía sentir su ego herido, o lo que equivaliera al ego de los

    androides. Han desconectó el intercomunicador y torció los labios, algo irritado.

    Nunca le habían gustado los androides. Los utilizaba de vez en cuando, pero no

    más de lo necesario. Cetrespeó no era tan horrible como algunos que había

    conocido, pero tampoco había pasado seis días solo en el hiperespacio con los

    otros.

  • Lo había intentado, aunque sólo fuera porque Leia apreciaba a Cetrespeó y

    quería que se llevaran bien. El primer día, después de abandonar Sluis Van,

    permitió que Cetrespeó se sentara en la cabina

    con él, soportó la voz remilgada del androide y trató con auténtica valentía de

    mantener con él algo parecido a una conversación. El segundo día, Cetrespeó habló

    hasta por los codos, mientras dedicaba casi todo el tiempo a trabajar en los

    estrechísimos pasadizos de mantenimiento, puesto que no había sitio para los dos.

    Cetrespeó aguantó las incomodidades con el típico buen humor de los androides, y

    le hablaba desde las escotillas de acceso a los pasadizos. Cuando llegó la tarde del

    tercer día, había apartado por completo al androide de su presencia.

  • 3

    A Leia no le haría gracia cuando lo supiera, pero le habría hecho menos gracia

    aún que hubiera cedido a su primer impulso y transformado al androide en una

    colección de amortiguadores.

    El Halcón atravesó la capa de nubes y apareció ante su vista la monstruosidad

    que era el antiguo palacio del emperador. Han confirmó que la pista ocho estaba

    despejada y descendió. Leia debía de estar esperando dentro del dosel que cubría

    la vida de acceso a la pista, porque Han la encontró junto a la nave cuando bajó por

    la rampa.

    —Han —dijo la princesa, con voz tensa—. Gracias a la Fuerza que has vuelto.

    —Hola, corazón —saludó él, mientras procuraba no apretar con demasiada

    fuerza el bulto prominente de su estómago al abrazarla. Notó bajo sus brazos la

    tensión que embargaba los músculos de sus hombros y espalda—. Yo también me

    alegro de verte.

    Leia le abrazó con fuerza un momento, y luego le soltó.

    —Hemos de irnos.

    Chewbacca les esperaba en la vía de acceso, con la ballesta colgada de su

    hombro.

    —Hola, Chewie —dijo Han, y recibió por contestación un gruñido wookie—.

    Gracias por cuidara Leia.

    El otro rugió una respuesta poco explícita. Han le miró con atención y decidió que

    no era el momento apropiado para pedirle detalles de su estancia en Kashyyyk.

    —¿Me he perdido algo? —preguntó a Leia.

    —No mucho —contestó la princesa, mientras bajaban por el pasillo en rampa y

    entraban en el palacio—. Después de aquella andanada de acusaciones, Fey'lya

    decidió suavizar la situación. Ha convencido al Consejo de que le permita asumir

    algunas responsabilidades de seguridad interna que estaban en manos de Ackbar,

    pero se comporta más como un casero que como un nuevo administrador. También

  • ha insinuado sin ambages que estaría dispuesto a asumir el Mando Supremo, pero

    no ha insistido en ese sentido.

    —No querrá que cunda el pánico —sugirió Han—. Acusar a una persona como

    Ackbar de traición es demasiado gordo para que la gente se lo trague. Un poco

    más, y se atragantarán.

    —Eso pienso yo también —admitió Leia—. Nos dará un respiro para investigar el

    asunto del banco.

    —Sí, ¿qué hay de verdad en ello? —preguntó Han—. Sólo me dijiste que una

    investigación bancaria de rutina había descubierto una gran cantidad de dinero en

    una de las cuentas de Ackbar.

    —Sólo que no fue una investigación de rutina. Se produjo un sofisticado asalto

    electrónico a la cámara de compensación central de Coruscant la mañana del

    ataque a Sluis Van, que incidió en varias cuentas importantes. Los investigadores

    examinaron todas las cuentas del banco y descubrieron que aquella misma mañana

    había tenido lugar una fuerte transferencia a la cuenta de Ackbar desde el banco

    central de Palanhi. ¿Conoces Palanhi?

    —Todo el mundo conoce Palanhi —dijo Han con sarcasmo—. Un pequeño

    planeta de tránsito que tiene una idea exagerada de su propia importancia.

    —Y la firme creencia de que si se mantienen neutrales, pueden extraer ventajas

    de ambos bandos en lucha —añadió Leia—. En cualquier caso, el banco central

    afirma que el dinero no procedía de Palanhi, y que debió ser transferido por su

    mediación. Hasta el momento, nuestra gente no ha podido seguirle la pista más allá.

    Han cabeceó.

    —Apuesto a que Fey'lya tiene algunas ideas acerca de su procedencia.

    —No es el único que tiene ideas —suspiró Leia—. Sólo fue el primero en

    expresarlas en voz alta.

    —Y en ganar más puntos a costa de Ackbar —gruñó Han— ¿Dónde está

    Ackbar? ¿En la antigua prisión?

    Leia negó con la cabeza.

    —Está en una especie de arresto domiciliario relajado, mientras la investigación

    prosigue, lo cual demuestra que Fey'lya no quiere armar más follón del necesario.

    —O sabe muy bien que carece de pruebas para colgarle —replicó Han—. ¿Hay

    algo más contra Ackbar, aparte del asunto del banco? Leia sonrió.

  • —El casi fracaso de Sluis Van, y el hecho de que fue Ackbar quien envió todas

    esas naves allí.

    —Punto —admitió Han, mientras intentaba recordar las normas sobre prisioneros

    militares de la antigua Alianza Rebelde.

    Si la memoria no le fallaba, un oficial bajo arresto domiciliario podía recibir

    visitantes, y éstos tan sólo necesitaban pasar por trámites burocráticos de poca

    importancia. Aunque podía equivocarse. Le obligaron a aprender todo aquello

    cuando le nombraron oficial después de la batalla de Yavin. Nunca se había tomado

    en serio las normas.

    —¿Cuántos consejeros apoyan a Fey'lya? —dijo a Leia.

    —Si quieres decir contra viento y marea, sólo un par. Si quieres

    decir con cierta tibieza... Dentro de un momento podrás juzgarlo por ti mismo.

    Han parpadeó. Abismado en sus reflexiones, no había prestado atención adónde

    le conducía Leia. Ahora, sobresaltado, se dio cuenta de que caminaban por el Gran

    Pasillo que comunicaba la cámara del Consejo con el auditorio de la Asamblea,

    mucho más grande.

    —Espera un momento —protestó—. ¿Ahora?

    —Lo siento, Han —suspiró Leia—. Mon Mothma insistió. Eres la primera persona

    que ha vuelto de Sluis Van desde el ataque, y te quieren hacer un millón de

    preguntas al respecto.

    Han paseó la mirada por el pasillo. Observó el alto techo abovedado, las

    recargadas tallas y las vidrieras que se alternaban en las paredes, las hileras de

    árboles jóvenes, de un color mezcla de púrpura y verde, que lo flanqueaban. Se

    suponía que el emperador había diseñado personalmente el Gran Pasillo, lo cual

    explicaba por qué nunca le había gustado a Han.

    —Sabía que debía haber enviado antes a Cetrespeó —gruñó.

    Leia le cogió del brazo.

    —Ánimo, soldado. Respira hondo y acabemos cuanto antes. Chewie, será mejor

    que esperes aquí.

    La disposición habitual de la cámara del Consejo era una versión a escala

    superior de la más pequeña sala del Consejo Interno: una mesa oval en el centro

    para los consejeros, y filas de asientos a lo largo de las

    paredes para sus ayudantes y secretarios. Hoy, ante la sorpresa de Han, lo

    habían configurado más en la línea del auditorio de la Asamblea. Los asientos

  • estaban alineados pulcramente, y cada consejero estaba rodeado de sus

    ayudantes. En la parte delantera de la sala, en el nivel más bajo, Mon Mothma se

    había sentado frente a un sencillo atril, como un profesor en un aula.

    —¿De quién ha sido la idea? —murmuró Han, cuando Leia y él bajaron por el

    pasillo hacia lo que debía ser una silla de testigo, junto al escritorio de Mon Mothma.

    —De Mon Mothma. Sin embargo, yo apostaría a que ha sido idea de Fey'lya.

    Han frunció el ceño. Había supuesto que subrayar el papel preeminente de Mon

    Mothma en el Consejo sería lo último que desearía Fey'lya.

    —No lo entiendo.

    Leia cabeceó en dirección al atril.

    —Poner a Mon Mothma en primer plano ayudará a calmar los te—

    mores de que ambiciona su cargo. Al mismo tiempo, poner juntos a los

    consejeros y a sus ayudantes, formando pequeños grupos, consigue aislar a los

    consejeros entre sí.

    —Ahora lo entiendo —asintió Han—. Muy retorcido, ¿verdad?

    —Sí, Fey'lya es así. Y se va a aprovechar del ataque a Sluis Van todo lo que

    pueda. Ten cuidado.

    Llegaron a la parte delantera y se separaron. Leia se sentó en la primera fila al

    lado de Winter, y Han continuó hasta la silla de testigo.

    —¿Quiere que preste juramento o algo por el estilo? —preguntó sin más

    preámbulos.

    Mon Mothma meneó la cabeza.

    —No será necesario, capitán Solo —dijo, en tono oficial—. Tome asiento, por

    favor. El Consejo desea formularle algunas preguntas sobre los recientes

    acontecimientos que han tenido lugar en los arsenales de Sluis Van.

    Han se sentó. Vio que Fey'lya y sus bothan se habían situado en los primeros

    asientos, al lado del grupo de Leia. No había asientos vacíos que anunciaran la

    ausencia del almirante Ackbar, al menos en las primeras filas. Los consejeros,

    sentados según su rango, habían procurado acercarse lo máximo posible al frente.

    Otra razón para. que Fey'lya hubiera propuesto esta configuración, decidió Han. En

    la mesa oval de costumbre, tal vez el asiento de Ackbar habría quedado vacante.

    —Antes que nada, capitán Solo —empezó Mon Mothma—, nos gustaría que

    describiera su papel en el ataque a Sluis Van. Cuándo llegó, qué ocurrió a

    continuación, todo eso.

  • —Llegamos cuando la batalla estaba empezando —dijo Han—. Aparecimos justo

    delante de los Destructores Estelares. Recibimos una llamada de Wedge, me refiero

    al comandante de escuadrilla Wedge Antilles, del Escuadrón Rogue, comunicando

    que había cazas TIE en los arsenales...

    —Perdone —le interrumpió con suavidad Fey'lya—. ¿Por qué habla en plural?

    Han concentró su atención en el bothan. En aquellos ojos violeta, en aquel suave

    pelaje de color crema, en su expresión indescifrable.

    —Mi tripulación consistía en Luke Skywalker y Lando Carlissian.

    —Como Fey'lya sabía muy bien, sin duda. Un pequeño truco para sacar a Han de

    sus casillas—. Ah, y dos androides. ¿Quiere sus números de serie?

    Leves murmullos recorrieron la sala, y Han tuvo la satisfacción de ver que el

    pelaje color crema se alisaba un poco.

    —No, gracias —contestó Fey'lya.

    —El Escuadrón Rogue se enfrentó con un grupo de unos cuarenta cazas TIE,

    más o menos, y cincuenta topos robados, que habían conseguido infiltrarse en los

    astilleros —continuó Han—. Les prestamos ayuda con los cazas, dedujimos que los

    imperiales utilizaban los topos para apoderarse de algunos acorazados

    reconvertidos en cargueros, y pudimos detenerles. Eso es todo.

    —Es usted demasiado modesto, capitán —volvió a hablar Fey'lya—. Según los

    informes recibidos, fueron usted y Carlissian los que lograron, sin ayuda, desbaratar

    los planes del Imperio.

    Han se armó de paciencia. El punto crucial. Lando y él habían de.. tenido a los

    imperiales, desde luego..., destruyendo los centros nerviosos de más de cuarenta

    acorazados para conseguirlo.

    —Lamento haber averiado las naves —dijo, mirando a Fey'lya sin pestañear—.

    ¿Habría preferido que los imperiales se las hubieran llevado intactas?

    El pelaje de Fey'lya onduló.

    —La verdad, capitán Solo —dijo con voz meliflua—, no tengo quejas del método

    empleado para frustrar los deseos del Imperio, por costoso que haya sido. Hicieron

    lo que pudieron. A pesar de las circunstancias, usted y los demás lograron un éxito

    brillantísimo.

    Han frunció el ceño, algo desconcertado. Había esperado que Fey'lya le hubiera

    señalado como culpable del desastre. Por una vez, daba la impresión de que el

    consejero había perdido los papeles.

  • —Gracias, consejero —murmuró, sin saber qué decir.

    —Lo cual no resta importancia a la casi victoria del Imperio —prosiguió Fey'lya,

    mientras su pelaje ondulaba en dirección opuesta—. Al contrario. En el mejor de los

    casos, revela graves equivocaciones por parte de nuestros mandos militares. En el

    peor..., tal vez implica traición.

    Han torció los labios. De modo que era eso. Fey'lya no había cambiado de idea,

    sino que había decidido no desaprovechar la estupenda oportunidad que le

    proporcionaba alguien como Han.

    —Con el debido respeto, consejero —se apresuró a contradecir Han—, lo que

    sucedió en Sluis Van no fue culpa del almirante Ackbar. Toda la operación...

    —Perdone, capitán Solo —le interrumpió Fey'lya—, y con el debido respeto a

    usted, permítame subrayar que el motivo de que aquellos acorazados estuvieran

    aparcados en Sluis Van, indefensos y vulnerables, fueron las órdenes del almirante

    Ackbar en ese sentido.

    —Eso no implica traición —insistió Han—. Todos sabemos que el Imperio ha

    intervenido nuestras comunicaciones...

    —¿Y quién es el responsable de ese fallo en la seguridad? —replicó Fey'lya—.

    Una vez más, la culpa recae sobre los hombros del almirante Ackbar.

    —Bien, pues encuentre usted la filtración.

    Vio de reojo que Leia sacudía la cabeza en su dirección, pero estaba demasiado

    irritado para pararse a pensar si era o no respetuoso.

    —Y mientras tanto, me gustaría saber cómo se las arreglaría usted contra un

    gran almirante del Imperio.

    El murmullo de conversaciones enmudeció de repente.

    —¿Cuáles han sido sus últimas palabras? ——preguntó Mon Mothma. Han se

    maldijo en silencio. No había querido contarlo a nadie hasta verificarlo en los

    archivos de palacio, pero ya era demasiado tarde.

    —Un gran almirante es el máximo dirigente del Imperio —murmuró—. Le he visto

    en persona.

    Un espeso silencio cayó sobre la sala. Mon Mothma fue la primera en reaccionar.

    —Eso es imposible —dijo, como si en realidad quisiera creerlo—. Dimos cuenta

    de todos los grandes almirantes.

    —Le he visto en persona —repitió Han.

    —Descríbale —dijo Fey'lya—. ¿Cómo es?

  • —No era humano —contestó Han—. Por completo no, al menos. Su apariencia

    era más o menos humana, pero tenía piel azul claro, pelo negro—azulado y ojos

    rojos. Ignoro a qué especie pertenecía.

    —Sin embargo, sabemos que el emperador detestaba a los no humanos —le

    recordó Mon Mothma.

    Han miró a Leia. Tenía la piel de la cara tensa, y le miraba con ojos aterrorizados.

    Entendía muy bien el significado de todo esto.

    —Llevaba un uniforme blanco —dijo a Mon Mothma—. Ningún otro oficial

    imperial viste así. Y el contacto con el que yo estaba le llamó gran almirante.

    —Un auto ascenso, sin duda —comentó Fey'lya con desenvoltura—. Un

    almirante vulgar, o tal vez un moff superviviente que intenta aglutinar los restos del

    Imperio. En cualquier caso, eso no viene a cuento.

    —¿Que no viene a cuento? —preguntó Han—. Escuche, consejero, si un gran

    almirante anda suelto por ahí...

    —Si es así —interrumpió con firmeza Mon Mothma—, pronto lo sabremos. Hasta

    entonces, es absurdo enzarzarnos en un debate carente de base. El Consejo

    investigará la posibilidad de que un gran almirante siga con vida. Hasta que la

    investigación termine, continuaremos la encuesta sobre las circunstancias que

    rodearon el ataque a Sluis Van.

    —Miró a Han, y después cabeceó en dirección a Leia—. Puede empezar el

    interrogatorio, consejera Organa Solo.

    La cabeza rosada en forma de cúpula del almirante Ackbar se inclinó a un lado, y

    sus enormes ojos giraron en sus cuencas en un gesto calamariano que Leia nunca

    había observado. ¿Sorpresa, o miedo?

    —Un gran almirante —dijo por fin Ackbar, con voz más grave de lo normal—. Un

    gran almirante imperial. Sí. Eso explicaría muchas cosas.

    —Aún no sabemos que es un gran almirante auténtico —le previno Leia, mientras

    observaba el rostro impenetrable de su marido. Estaba claro que Han no albergaba

    la menor duda. Ni tampoco ella—. Mon Mothma