soledad de la sangre, marta brunet

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1 “Soledad de la sangre”, de Marta Brunet (1897-1967) El pie era de bronce, con un dibujo de flores caladas. Las mismas flores se pintaban en el vidrio del depósito y una pantalla blanca, esférica, rompía sus polos, para dejar pasar el tubo. Aquella lámpara era el lujo de la casa. Colocada en el centro de la mesa, sobre una prolija carpeta tejida a crochet, se la encendía tan sólo cuando había visita a comer, acontecimiento inesperado y remoto. Pero se encendía también la noche del sábado, de cada sábado, porque esa víspera de una mañana sin apuro podía celebrarse en alguna forma y nada mejor entonces que la lámpara derramando su claridad por la maraña colorina del papel que cubría los muros, por el aparador tan simétricamente decorado con fruteros, soperas y formales rimeros de platos; por las puertas de la alacena, con cuarterones y el cerrojo de hierro y su candado hablando de los mismos tiempos que la reja que protegía la ventana por el lado del jardín. Sí, en cada noche del sábado, la luz de la lámpara marcaba para el hombre y la mujer un cuenco de intimidad, generalmente apacible. De vivir en contacto con la tierra, el hombre parecía hecho de elementos telúricos. Por el sur, montaña adentro, mirándose en el ojo traslúcido de los lagos, pulidos de vientos y de aguas, los árboles tienen extrañas formas y sorprendentes calidades. En esa madera trabajada por la intemperie sin piedad estaba tallado el hombre. Los años le habían arado la cara y en ese barbecho le crecían la barba, los bigotes, las cejas, las pestañas. Y las greñas, negrísimas, lo coronaban con una mecha rebelde, que siempre se le iba por la frente y que era gesto maquinal suyo el colocar en su sitio. Ahora, en la claridad de la lámpara, las manazas barajaban cuidadosamente un naipe. Extendió las cartas sobre la mesa. Absorto en el juego, despacioso y meticuloso, porque el solitario iba en camino de salir una especie de dulcedumbre le distendía las facciones. Apenas si le quedaban cartas en la mano. Sacó una. La volvió y súbitamente la dulcedumbre se le hizo dureza. Miró con sostenida atención las cartas, la otra carta en la mano. Dejó el mazo restante y se echó el mechón hacia atrás, hundiendo y fijando los dedos en el pelo. Volvió la dulcedumbre a esparcírsele por la cara. Levantó los párpados y aparecieron los ojos como las uvas, azulencos. Una mirada precauciosa que se fijó en la

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    Soledad de la sangre, de Marta Brunet (1897-1967)

    El pie era de bronce, con un dibujo de flores caladas. Las mismas flores se pintaban

    en el vidrio del depsito y una pantalla blanca, esfrica, rompa sus polos, para dejar pasar

    el tubo. Aquella lmpara era el lujo de la casa. Colocada en el centro de la mesa, sobre una

    prolija carpeta tejida a crochet, se la encenda tan slo cuando haba visita a comer,

    acontecimiento inesperado y remoto. Pero se encenda tambin la noche del sbado, de

    cada sbado, porque esa vspera de una maana sin apuro poda celebrarse en alguna forma

    y nada mejor entonces que la lmpara derramando su claridad por la maraa colorina del

    papel que cubra los muros, por el aparador tan simtricamente decorado con fruteros,

    soperas y formales rimeros de platos; por las puertas de la alacena, con cuarterones y el

    cerrojo de hierro y su candado hablando de los mismos tiempos que la reja que protega la

    ventana por el lado del jardn. S, en cada noche del sbado, la luz de la lmpara marcaba

    para el hombre y la mujer un cuenco de intimidad, generalmente apacible.

    De vivir en contacto con la tierra, el hombre pareca hecho de elementos telricos.

    Por el sur, montaa adentro, mirndose en el ojo traslcido de los lagos, pulidos de vientos

    y de aguas, los rboles tienen extraas formas y sorprendentes calidades. En esa madera

    trabajada por la intemperie sin piedad estaba tallado el hombre. Los aos le haban arado la

    cara y en ese barbecho le crecan la barba, los bigotes, las cejas, las pestaas. Y las greas,

    negrsimas, lo coronaban con una mecha rebelde, que siempre se le iba por la frente y que

    era gesto maquinal suyo el colocar en su sitio.

    Ahora, en la claridad de la lmpara, las manazas barajaban cuidadosamente un naipe.

    Extendi las cartas sobre la mesa. Absorto en el juego, despacioso y meticuloso, porque el

    solitario iba en camino de salir una especie de dulcedumbre le distenda las facciones.

    Apenas si le quedaban cartas en la mano. Sac una. La volvi y sbitamente la

    dulcedumbre se le hizo dureza. Mir con sostenida atencin las cartas, la otra carta en la

    mano. Dej el mazo restante y se ech el mechn hacia atrs, hundiendo y fijando los dedos

    en el pelo. Volvi la dulcedumbre a esparcrsele por la cara. Levant los prpados y

    aparecieron los ojos como las uvas, azulencos. Una mirada precauciosa que se fij en la

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    mujer, que hall los ojos de la mujer, grises, tan claros que a cierta luz o de lejos daban la

    inquietante sensacin de ser ciegos.

    -Haga cuenta que no lo estoy mirando y haga su trampa no ms -dijo la mujer con

    voz cantante.

    -Ser muy feo?-pregunt el hombre.

    -Como feo, es feo.

    -Qu siempre me ha de fallar! Vaya por Dios! Lo har de nuevo! -y junt las cartas

    para barajarlas.

    A veces el solitario sala. Otras se pona porfiado. Pero siempre, a las diez horas que

    resonaban en la galera cadas del viejo reloj, el hombre se alzaba, miraba a la mujer, se

    acercaba hasta poner una mano sobre la cabeza y acariciaba el pelo, una y otra vez, para

    terminar diciendo, como dijo esa noche:

    -Hasta maana, hijita. No se quede mucho rato, apague bien la lmpara y no meta

    mucha bolina con su fongrafo. Djeme que agarre el sueo primero

    Sali cerrando la puerta. Oy sus trancos por la galera. Luego lo sinti salir al patio,

    hablar algo al perro, volver, ir y venir por el dormitorio, crujir la cama, revolverse el

    hombre, aquietarse. La mujer haba abandonado el tejido sobre el regazo. Respiraba apenas,

    entreabierta la boca, toda ella recogiendo los rumores, separndolos, clasificndolos,

    afinada la sensibilidad auditiva a tal punto que los sentidos todos parecan haberse

    convertido en un solo odo. Alta, fuerte, tostada de sol la piel naturalmente morena, hubiera

    sido una criolla cualquiera si los ojos no la singularizaran, haciendo un rostro que la

    memoria, de inmediato, colocaba en sitio aparte. La tensin le hizo brotar una gotita de

    transpiracin en la frente. Nada ms. Pero senta la piel enfriada y, con un gesto

    inconsciente, pas una lenta mano por ella. Luego, con la misma ausencia, mir esa mano.

    Cada vez pareca ms tensa, ms como una antena captadora de seales. Y la seal lleg.

    Del dormitorio y en forma de ronquido, al que arrtmicamente siguieron otros.

    Se le aflojaron los msculos. Los sentidos se abrieron en su exacta estrella de cinco

    puntas, cada cual en su trabajo. Pero an sigui inmvil la mujer, con las pupilas

    desbordadas fijas en la lmpara.

    Cundo haba comprado aquella lmpara? Una vez que fue al pueblo, que vendi la

    habitual docena de trajecitos para nios, tejidos entre quehacer y quehacer, entre

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    quehaceres siempre iguales, metdicamente distribuidos a lo largo de das indiferenciados.

    Compr aquella lmpara, como haba comprado el aparador, y los muebles de mimbre, y el

    ropero con espejo, y el edredn acolchado y... S, como haba comprado tanta cosa, tanta...

    Claro, en tantos aos! Cuntos aos haca? Dieciocho. Haba cumplido ahora treinta y

    seis y tena dieciocho cuando se cas. Dieciocho y dieciocho. S... La lmpara. El aparador.

    Los muebles de mimbre... Nunca crey ella, de esto estaba segura, que tejiendo poda ganar

    dinero no slo para vestirse, sino para darse comodidades en el hogar.

    l dijo, apenas casados:

    -Tiene que agenciarse para hacer su negocito y ganar para sus faltas. Cre pollos o

    venda huevos.

    Ella contest:

    -Usted sabe que no soy entendida en esas cosas.

    -Busque algo que sepa, entonces. Algo que le hayan enseando en la profesional.

    -Podra vender dulces.

    -Pierda las esperanzas en estos andurriales. Debe ser algo que se pueda llevar por

    junto al pueblo una vez al mes.

    -Podra tejer.

    -No es mala idea. Pero hay que comprar la lana -agreg, sbitamente intranquilo-:

    Cunto necesitara para empezar?

    -No s. Djeme ver precios. Y hablar en la tienda, a ver si se interesan por tejidos.

    -Si no sale muy caro...

    Y no result caro y s un buen negocio. La mujer del propio dueo de la tienda

    compr para su hijo la primera entrega, que era tan slo una muestra. Un lindo trajecito,

    como nunca nio alguno lo tuvo por aquellos andurriales, en que la gente manejaba dinero

    y adquira cosas sin gracia en negocios en que el barril de sebo se aparejaba con los frascos

    de Agua Florida y las casinetas estaban junto al blsamo tranquilo. Fue un buen xito el

    suyo. Le hicieron encargos. Teji para toda la regin. Pudo subir los precios. Nunca daba

    abasto para los pedidos pendientes. Cuando vio que prosperaba, l dijo un da:

    -Bueno es que me devuelva los diez pesos que le prest para empezar sus tejidos. Y

    que no se gaste toda la plata que gana en cosas para usted no ms. Claro es que no voy a

    decirle que me d esa plata a m, es suya, s, bien ganada por usted y no le voy a decir que

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    me la entregue -repeta siempre lo que acababa de expresar, con una insistencia en que

    quera a s mismo puntualizar su idea-, pero ya ve, ahora hay que comprar una olla grande y

    arreglar la puerta de la bodega. Bien poda hacerse cargo de las cosas de la casa, ahora que

    maneja tanta plata, s..., tanta plata...

    Compr la olla grande, hizo arreglar la puerta de la bodega. Y despus, compr,

    compr... Porque significaba una alegra ir convirtiendo aquella destartalada casa de

    campo, comida por el abandono, en lo que ahora era, casa como la suya all en el norte, en

    el pueblecito sombreado de sauces y acacias, con el ro cantando o rezongando valle abajo

    y la cordillera ah mismo, presente siempre, fondo para las casitas como de juguete: azules,

    rosadas, amarillas, con zaguanes anchos y un jazmn aromando las siestas, y frente al

    portaln un banco pintado de verde propicio a las charlas de prima noche, cuando los

    pjaros y el ngelus se iban por los cielos en el mismo aire y los picachos tenan sbitos

    rosas y lentos violetas, antes de dormirse bajo el cobijo de atentas estrellas fulgurantes.

    Cerr los prpados, como si tambin ella debiera dormirse al amparo de esa cautela.

    Pero los abri en seguida, escuch de nuevo, segura de or el ritmo del que dorma.

    Entonces se alz y con silenciosos movimientos abri la alacena, y del ms alto estante fue

    sacando y colocando sobre la mesa un viejo fongrafo, inverosmil de forma, como un

    armarito cuyas portezuelas mayores abiertas dejaban ver un encordado de ctara, al sesgo

    sobre la boca del receptor, que no era otra cosa que un pequeo crculo abierto en la caja

    sonora. Abajo otras portezuelas, ms pequeas, dejaban ver el asiento verde de los discos.

    Aqul era lujo suyo, no como la lmpara, lujo de la casa, sino suyo, suyo. Comprado

    cuando la seora de Los Tapiales, de paso por el pueblo, la hallara en la tienda y viera sus

    tejidos y le preguntara si poda hacerle unos abrigos para sus niitas. Qu linda seora, con

    una boca grande y tierna y la voz que arrastraba las erres, como si fuera madama, y no lo

    era, y eso a ella le daba tanta risa! Cmo tuvo de trabajo ese verano! Fue entonces cuando

    vio cumplido su anhelo de tener un fongrafo con discos y todo. l se lo dej comprar.

    Para eso ganaba harta plata!

    -Cmprelo no ms, hijita. Lo suyo es suyo, claro, pero bueno sera que tambin se

    ocupara de ver si me puede comprar una manta a m, que la de castilla est raleando.

    Porque yo la manta la necesito y como tengo que juntar para otra yunta, no es cosa de

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    distraer pesos, y como usted est ganando tanto Pero es claro, s, que se compra el

    fongrafo tambin y antes que nada...

    Primero compr la manta e inmediatamente el fongrafo. Nunca mayor su gozo que

    de regreso a su casa y el fongrafo colocado en la mesa y ella transida, oyendo la cadencia

    del vals o la marcha que se interrumpa de pronto para dejar or un repique de campanas. Se

    lo haban vendido con derecho a dos discos que ella eligiera despaciosamente, impaciente

    l al verla indecisa luego de elegir el primero -que era aquel en que estaban el vals y la

    marcha-, hacindose ensayar uno tras otro todo un lbum. Hasta que cada vez ms

    impaciente, dijo:

    -Se est haciendo tarde. Mire cmo baja el sol. Hay que irse, s; nos va a agarrar la

    noche si no. Lleve ese que tiene separado y ste. Uno porque le gusta y otro a la suerte... -y

    sac al azar un disco del cajn.

    Que result con canciones espaolas llenas de quejumbres, que ni a l ni a ella les

    gustaron y que una vez intent vanamente cambiar. Y cuando, tiempo adelante, insinu

    tmida el propsito de comprar ms discos, l, con la cara terrosa que sola poner en su hora

    negativa, contest severamente.

    -No ms bullanga en la casa Basta con la que tiene y con que se la aguante.

    Nunca insisti. Cuando estaba sola, en el campo trabajando l y sus peones, sacaba el

    fongrafo y de pie, con el vago azoro de estar perdiendo el tiempo -como l deca-, juntas

    las manos y rebullndole en el pecho una espiral de gozo, se dejaba sumergir en la msica

    dulcemente.

    A l no le gustaba nada este perder el tiempo. Ella lo saba bien y no se dejaba

    arrastrar por el imperioso deseo de or el vals o de or la marcha. Pero con ese hbito de

    contarle cunto hiciera en el da, con minucia a que la haba acostumbrado desde el

    comienzo de su vida matrimonial, deca, abiertos los prpados y las pupilas dilatadas:

    -Mol la harina para los peones, cos su chaqueta de abrigo, amas para la casa... -

    haca una pausa imperceptible y agregaba muy ligero- : o un ratito el fongrafo y nada

    ms

    -Ganas de perder el tiempo, el tiempo que sirve para tanta cosa que deja plata, s,

    de perderlo -lo deca en distintos tonos, a veces comprobando una debilidad en la mujer,

    ligeramente protector y condescendiente; a veces distrado, maquinal, echando atrs la

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    mecha rebelde, trabajado por otra idea; a veces entorvecido, leoso y asustndola, que

    nunca haba podido sobreponerse a una obscura sumisin instintiva de hembra a macho,

    que antao se humillaba al padre y ogao al marido.

    Cuando ella, sin insinuacin alguna, compr para l aquella chaqueta de cuero,

    lustrosa como si estuviera encerada, negra y larga, que el tendero deca que era de

    mecnico y en la cual la lluvia no poda filtrar, as cayera en los tozudos aguaceros de la

    regin; cuando la compr y misteriosamente la trajo a casa y dej el paquete frente a su

    sitio en la mesa, para que la hallara sorpresivamente, dulcificado al verla, el hombre pas la

    manaza sobre el pelo suave, peinado en trenzas y alzado como una tiara sobre la cabeza:

    -Buena la vieja! Trabajadora, como deben ser las mujeres, s. Y oiga, hijita, esta

    noche que es sbado encienda la lmpara y as yo podr hacer mejor mi solitario. Y cuando

    me vaya a acostar, usted se queda otro ratito y toca su fongrafo. S, lo toca, pero cuando

    yo me quede dormido. Squese el gusto usted tambin

    As naci la costumbre.

    Baj un poco la luz de la lmpara. De puntillas se fue hasta la ventana y la abri,

    dejando entrar la noche y su silencio. Volvi a la mesa, dio la cuerda con precaucin, junt

    las manos y esper.

    Tar..., rar..., tarar...

    La marcha. Y sbitamente todo en su contorno se aboli, desapareci sumergido en la

    estridencia de las trompetas y el redoble de los tambores, arrastrndola hacia atrs por el

    tiempo, hasta dejarla en la plaza del pueblo norteo, despus de la misa de once en

    domingo sin lluvia, revolando el tambor mayor la guaripola y a su siga, a paso de parada, la

    banda dando la vuelta final por el contorno del paseo, con la chiquillera delante y un perro

    mezclado a sus carreras, mientras las seoras en su banco tradicional comentaban mnimos

    problemas, los seores hablaban de la vendimia y ellas, ella y sus hermanas, ella y sus

    amigas, del brazo, con las trenzas desasosegadamente resbalando por los pechos que ya

    combaban suspiros, pasaban y repasaban ante los mayores, cruzando grupos de muchachos,

    que parecan no verlas y que al fijar lo circundante slo a una de ellas miraban,

    sorbindolas como sedientos a agua de campo, en propio manantial con vida boca que el

    deseo agranda.

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    Era la hora en que se estrenaban los trajes. A veces eran rosas o celestes. O blancos

    con lazos rosas o celestes. A veces eran rojos o marinos, y esto quera decir que por el cielo

    de un desvanecido azul unas nubes desflecaban sus vellones y que el viento ya se haba

    llevado la ltima hoja de obscuro oro. Recordaba particularmente un abrigo rojo, con cuello

    redondo de piel blanca, rizosa y suave a la cara y un manchn como un barrilito, colgado

    del cuello por un cordn blanco tambin. Y la advertencia de la madre:

    -Las manos se ponen en el manchn y ya no se sacan ms. Claro que para saludar... -

    aadi tras una pausa reflexiva.

    Iban y venan, tomadas del brazo. Cuchicheaban cosas incomprensibles, inauditas

    confidencias que acercaban sus cabezas, murmullos apenas articulados y que de pronto las

    sacudan en largas risas que dejaban perplejos a los rboles, porque no era poca de nidos, o

    los alborozaban en aprobatorios cabeceos, en la otra poca en que los pjaros trataban de

    glosar esos trinos. A veces, no, una vez, levant ella la cara, para mejor atrapar la risa que

    siempre le pareca caerle de arriba, y as en escorzo, las pupilas hallaron la mirada de unos

    ojos verdes, de verde pasto nuevo y en cara de muchacho atezado de soles, fuerte y como

    renoval. Un instante tan slo. Pero un instante para llevrselo a casa y atesorarlo y meterlo

    en lo hondo del corazn y sentir que una angustia y un calor y un deseo vago de llorar y de

    pasarse por los labios la yema fina de los dedos la atormentaban sbitamente, en medio de

    una lectura, de una labor, de un sueo. Volverlo a ver. Sentir de nuevo la impresin de que

    la vida se le paraba en las venas. Que ese segundo en que la mirada verde del muchacho la

    fijaba, era el porqu de su existencia. Quin era? Del pueblo no, conocido no. Tal vez

    veraneante de los alrededores. Cautelaba su secreto tesoro. Charlaba menos, rea rara vez.

    Pero las pupilas parecan agrandrsele, anegarle la cara en esa busca de la silueta vigorosa,

    vestida como no se vestan los muchachos del pueblo. Llegaba en un auto chiquito. Lo

    dejaba al costado del club. Iba a misa. Lo divisaba atento y circunspecto, en el presbiterio,

    un poco al margen del grupo de hombres. Terminada la misa, iba a la confitera, llenaba de

    paquetes el auto, daba despus una vuelta por la plaza para ir al correo, deshaca camino,

    suba al coche y parta.

    Claro era que las otras muchachas lo haban notado. Y muertas de risa con sus

    indumentarias, con los pantalones de golf o de montar, le llamaban el Calzonudo. Para su

    recndita desesperacin.

  • 8

    Segua la marcha llenando la casa de acordes. Irrumpan las campanas. Como un

    repique. Igual que ciertos domingos, cuando haba misa mayor; pero stas eran campanas

    ms sonoras, ms armnicas, como si a la vez que tocaran el repique, se mezclaran a ellas

    acentos de inusitado goce.

    Termin la marcha. Cambi la aguja, le dio nueva cuerda, volvi el disco y ahora el

    vals comenz a girar alrededor de la mesa, msica como que bailara, comps que creaba

    lentas o rpidas pompas de jabn irisando sus colores.

    Nunca supo cmo se llamaba, quin era, de dnde vena. Un domingo no apareci. Ni

    otro. Ningn otro. Una chiquilla apunt:

    -Qu ser del calzonudo?

    -Se lo habr comido la Calchona -contest otra, y se echaron a rer.

    A ella le dola el pecho y por la garganta le hurgaba la ua fina del llanto. Se le

    atirantaban las comisuras de la boca y los ojos, como nunca, le llenaban la cara. Ya en la

    casa, busc el rincn ms recoleto, en la pieza de los trastos, entre la caja del piano y una

    ruma de colchones, y all larg su pena, abri el corazn, dejndola salir y envolverla en su

    pegajoso manto, adherido a ella como nueva piel, humedecida y dolorosa. Le llovan las

    lgrimas por la cara. No verlo ms. Nunca saber su nombre. Nunca volver a encontrarlo.

    Arreciaba el llanto. Qu mirada iba a tener para ella esa magia? Ese quemar que le arda

    dentro, no saba dnde, como anhelante espera de no saba qu dicha? Su nombre?...

    Enrique, Juan, Jos, Humberto Y si se llamaba Romualdo, como su abuelo? No

    importaba. Ella lo querra siempre con cualquier nombre... Lo querra Quererlo

    Quererlo como quiere una mujer, porque ya lo era y sus quince aos le maduraban en los

    pequeos pezones, mulliendo zonas ntimas y dando a su voz un sbito trmolo obscuro.

    Quererlo siempre... Pareca deshacerse en llanto. Y de repente se qued quieta, suspirante y

    quieta, sin lgrimas, con la pena diluida, sin forma y lejana. Suspir de nuevo. Se limpi los

    ojos. Y se hall pensando en que a lo mejor estaban buscndola por la casa, que deba ir a

    lavarse la cara sollamada, que S, era una vergenza confesrselo, pero tena hambre. Y

    se fue pasito por entre los trastos, atisbando para salir sin ser vista e ir a refrescarse la cara

    en el piln del patio.

    La madre la miraba a veces azorada y sola murmurar:

    -Qu mujerota de chiquilla...

  • 9

    El padre era ms definitivo en sus conclusiones y deca a gritos:

    -Mire, Maclovia, a sta tenemos que casarla cuanto antes.

    Por aos llor su pena entre la caja del piano y la ruma de colchones. Nunca nadie

    supo nada. Le levantaron las trenzas, que desde entonces, llev como tiara alrededor de la

    cabeza; bajaron los dobladillos de todos sus vestidos. Nadie deca que era bonita. Pero no

    haba hombre que no se sobresaltara al verla, perdido en la contemplacin de los ojos

    grises, con algo que era casi un vrtigo ante la pulpa ardida de la boca. Apareca corts e

    indiferente. Tena que guardar su recuerdo, cuidar su ensueo y tan slo en un pas de

    silencio poda hacerlo. Los hombres la miraban, se detenan un punto junto a ella, pero

    todos, unnimemente, se iban hacia otras muchachas ms asequibles a su cortejo.

    El padre present un da al futuro marido. Era de tierras del sur, propietario de una

    hijuela, de vieja familia regional. Ya mayor, claro que no veterano; esto lo deca la madre.

    Como aada tambin: Buen partido.

    Dej, indiferente, que entre unos y otros interpretaran su aquiescencia y la casaran.

    ste u otro era lo mismo. Que ninguno era el suyo, el que ella quera, mirada verde para

    dulzor de su sangre. ste? Otro? Qu importaba! Y haba que casarse -segn deca la

    madre, sonriente y persuasiva, y segn ordenaba el padre con su voz tonante y que no

    aceptaba disensiones.

    Recordaba lo incmodo del traje de novia, la corona que le oprima las sienes y su

    terror a desgarrar el velo. El novio murmuraba:

    -Cost tan caro..., cudelo...

    Terminaba el vals. Un momento el silencio llen la casa, un tan completo silencio que

    haca dao. Porque era tan completo que la mujer empez a sentir su corazn, y el terror le

    abri la boca y entonces oy jadear su respiracin. Pero tambin sinti el ronquido en la

    otra pieza, cortado al interrumpirse la msica y que de nuevo el subconsciente tranquilizado

    impona al dormido. Oy luego un grillo en el patio. Se alz lentamente y mir, afuera, el

    campo negro y extenso, que saba llano, sin nada en la lejana sino el anillo del horizonte.

    Llano. Llanura. Y en medio ella y su vigilia, parando recuerdos, acariciando el pasado.

    Perdida en el llano. Sin nadie para su ternura, para mirarla y encenderle dentro ese ardor

    que antes le caminaba por la sangre y estremeca su boca bajo el tembloroso palpar de sus

    dedos. Sola.

  • 10

    Se volvi al fongrafo. Hubiera querido repetir el sortilegio. De nuevo tender el

    lienzo meldico para all proyectar una vez ms las imgenes. Pero no. El reloj dio una

    campanada. Las diez y media. No fuera a despertar...

    Con la misma cautela del que maneja seres vivos y frgiles, guard el fongrafo, los

    discos, cerr la alacena, puso la llave en su bolsillo. Del aparado sac una palmatoria,

    encendi la vela.

    Entonces apag la lmpara.

    Y sali a la galera, detrs del fuego fatuo de la luz y seguida por entrechocadas

    sombras de pesadilla.

    Cuando llev el arroz con leche al comedor, crey haber realizado el ltimo viaje de

    la noche y que entonces podra sentarse a esperar que el husped se fuera. Pero los dos

    hombres, lmpara por medio, cuchareaban alegremente como nios, y, una vez rebanado el

    plato, levantaron ambos la cabeza y se la quedaron mirando, pedigeos y golosos.

    -Srvanse otro poquito -dijo ella, arrimando la fuente.

    -Cmo no, patrona; si est que es un gusto comerlo! -admiti el husped.

    -Es que la vieja tiene buena mano para estas cosas! -y agreg el hombre

    confidencialmente, porque el vino se le estaba desparramando por el cuerpo-: Cosas que le

    ensearon en la profesional; vale la pena tener una mujer leda, amigo; s, se lo digo yo, y

    crame...

    Ella esperaba, incmoda en la silla, las manos modosamente sobre el mantel. Haban

    comido con abundancia de res muerta en el da y el vino terminndose en la damajuana.

    Sera cuestin de aguardar un rato la obligada sobremesa y entonces el husped se ira. Que

    su casa estaba lejos y la noche se mezclaba al viento y grandes nubarrones hacan y

    deshacan formas sobre plidas estrellas.

    La distrajo la voz del hombre:

    -Y ese caf? Aprese, que el tren no espera... -y ri su frase, dando un puado sobre

    la mesa que hizo vacilar la lmpara.

    No haban terminado sus viajes a la cocina... Sali a la galera, pensando, afligida,

    que a lo mejor el fuego estaba ya apagado y encandilarlo era tarea para rato. Pero bajo las

  • 11

    cenizas el punteado rojo del rescoldo la hizo sonrer y el agua estuvo pronto hervida y la

    cafetera, importante en sus dos pisos, sobre la bandeja, y ella de nuevo atravesando la casa

    obscurecida, que la luz del reverbero slo pareca espesar lo negro en los rincones.

    En el comedor los dos hombres discutan con parsimonia, en pie an su cazurrera

    criolla, porque aquella comida estaba destinada a cerrar un negocio de compra de chanchos

    que el husped viniera a ver desde el pueblo, y la tarde, que si yo pido y yo ofrezco, se

    haba pasado en tanteos y todava no se llegaba a nada concreto.

    -El lunes le mando un propio con la contestacin -deca el husped.

    -Es que maana, domingo, tengo que contestarle a uno de estos lados, que tambin se

    interesa y no puedo dilatarme ms, usted comprende, s; no es cosa de dejarlo esperando y

    que se eche para atrs y usted tambin y pierdo un buen comprador

    -Es que usted se pone en unos precios...

    -Lo que valen los chanchos, amigo; mejores no los va a encontrar. Como esta cra no

    hay otra por estos lados, usted lo sabe bien, s...

    La mujer haba sacado las tazas, el azcar; ahora les serva el caf. Que arreglaran

    luego su negocio y el husped se fuera! Y se sent, de nuevo, en la misma postura de antes,

    tan idntica, tan como recortada en un cartn y colocada all tan erguida, inexpresiva y

    misteriosa que, sbitamente, los dos hombres se volvieron a mirarla, como atrados por la

    fuerza exttica que de ella emanaba.

    El husped dijo:

    -Tan callada la patrona!

    Y el hombre, vagamente molesto sin saber por qu:

    -Sirva aguardiente, pues...

    Volvi a ponerse de pie, pero esta vez no para ir a la cocina. Abri la alacena y se

    empin para alcanzar arriba la botella, arrinconada tras el fongrafo. El husped, que la

    miraba hacer, pregunt solcito:

    -Quiere que le ayude, patrona? Le queda alta la botella.

    -Mrenla qu arisca la botella..., por algo haba de ser mujer. Pero para eso estoy yo,

    s... -exclam el hombre, y se alz a tomarla.

    Le tropezaron las manos en el fongrafo y aadi, gozoso de hallar otro homenaje

    que ofrecer al husped:

  • 12

    -Vamos a decirle a la patrona que nos toque un poco el fongrafo. Yo le llamo su

    bolina, porque hay que ver cmo es de gritn; pero a ella le gusta y yo la dejo que se saque

    el gusto. As soy yo, s. Toque algo para que oiga el amigo. Ponga lo ms bonito. Pero antes

    nos sirve algo, s...

    Coloc al borde de la mesa la botella y el fongrafo. La mujer se haba quedado

    quieta, oyendo lo que el hombre deca. Pero cuando las manazas se apoderaron del

    armarito, una especie de resentimiento le remusg en el pecho, lento, inicindose apenas. El

    fongrafo era su bien suyo y nadie tena derecho sobre l. Nunca nadie lo haba manejado,

    sino sus manos de ella, que eran amorosas y como para un hijo. Trag saliva y los dientes

    se le apretaron despus, marcndole la arista dura de la mandbula, igual a la del padre e

    igual a la del lejano abuelo que viniera de Vasconia. Pens que el aguardiente los hara

    olvidar la msica y en vez de los pequeos vasos de vidrio verde y engaador, en que

    apenas si caba una dedalada de lquido, puso los otros grandes de vino y los llen a

    medias. Los hombres olieron el aguardiente, levantaron despus los ojos, a la vez que

    entrechocaban las copas, y a una voz dijeron:

    -Salud!

    Y vaciaron de un sorbo el contenido.

    -Esto es aguardiente! -dijo el hombre.

    El husped contest con un silbido que pareci quedrsele en la boca fruncida, gesto

    de estupor, porque algo empezaba a bailarle en los msculos sin intervencin de su

    voluntad y esto lo dejaba as de perplejo y tan contento por dentro.

    -Volvamos a hablar del negocio -propuso el hombre-. Ya est bueno que se decida, s;

    mi precio es razonable, usted bien lo sabe y sabe que se lleva chanchos que en cualquier

    mercado se gana el doble, s; criados a chiquero y media sangre el varraco, especiales para

    jamones...

    El otro sonri vigorosamente y asinti a cabezadas.

    -Trato hecho, entonces? -pregunt el hombre- Trato hecho?

    -Bueno el aguardiente, no se toma mejor por estos lados, ni en el hotel de los Pieiro.

    Era curioso lo que senta: siempre esa especie de movimiento muscular que ahora se

    polarizaba en las rodillas y le lanzaba las piernas hacia todos lados, irreductiblemente, igual

    que a un payaso. Y estaba tan contento!

  • 13

    -Bueno el aguardiente, claro, s, es regalo de mi suegro, que es del lado de las vias

    y comercia en vinos. De lo mejor. Trato hecho?

    -Trato de qu? -pregunt estpidamente, atento a su deseo de rer, a su imposibilidad

    de rer y al desconsuelo que empezaba a inundarlo. Y las piernas por debajo de la mesa

    bailndole, bailndole...

    -Del negocio de los chanchos, s...

    -Ah! De veras... Pero la patrona no iba a tocar la..., cmo le dijo..., la.... bueno..., el

    fongrafo?

    La mujer lo odi con una violencia que lo hubiera destruido al hacerse tangible.

    Todas las malas palabras que oyera en su existencia, y que jams dijo, se le vinieron de

    pronto a la memoria y las senta tan vivas que su asombro era que los dos hombres no se

    volvieran a mirarla, despavoridos y enmudecidos ante esa avalancha grosera.

    -Trato hecho?

    -Msica..., msica..., la vida es corta y hay que gozarla...

    Pero en vez de alargar la mano al fongrafo, la mujer la haba extendido hacia la

    botella y de nuevo les serva, desbordando las copas. Y como cada cual absorto en su idea

    no viera que se la haba puesto delante, fue ella quien dijo, repentinamente cordial:

    -Srvanse! -e hizo un inconcluso gesto de invitacin, una especie de saludo que se

    qued, en el aire, paralizado, mientras los miraba beber- Salud! -y le sorprendi el sonido

    ronco de su voz diciendo el buen augurio.

    -Trato hecho? -insisti el hombre, enredada la lengua a las consonantes.

    El otro no oa nada, sino que senta crecer la marea de congoja, a la par que en sus

    odos una chicharra se puso a mover su constante serrucho de siesta. Y por qu le bailaban

    las piernas?

    -Hermano, soy bueno..., yo no merezco esto... -y la congoja se le desbord en un

    hipar- No quiero que me bailen las piernas, mis piernas son mas, mas... Msica... -grit

    sbitamente y medio se alz, pero le fall el impulso y se fue de bruces sobre la mesa.

    La mujer los miraba, quieta, con los ojos tan abiertos e inexpresivos, tan claros, tan

    enormes en su grisura. Que no se acercaran de nuevo a su fongrafo, que no fueran a

    tomarlo; era suyo, all resida su vida interior, su evasin a los das incoloros. Ella era

    exteriormente semejante a la llanura, plana, con la voluntad del marido como el viento

  • 14

    rasndola; pero al igual que bajo napas de tierra est la corriente multiforme del agua, as

    ella tena dentro su agua cantante diciendo las cosas del pasado. La msica era de ella. De

    ella y ay de quien se le acercara!

    Pero el husped alarg una mano torpe y la pos en las portezuelas del fongrafo,

    tratando de abrirlas. Que no las abri, porque ella, violentamente en pie y dura sobre la

    mano de l, dijo tambin duramente:

    -No. Es mo.

    El husped la mir, fruncida la boca y tratando de pensar algo que acababa de

    olvidrsele. Record de pronto. Y volvi a estirar la mano que ella le quitara de la pequea

    aldaba.

    -Le digo que no!

    -Mire cmo me agravia, hermano...

    El hombre insisti codiciosamente.

    -Trato hecho?

    -Msica... -contest el husped, empecinado.

    -Por qu no toca algo? Meta bolina no ms, hijita, s; a su gusto. No ve que vamos a

    cerrar el trato?

    No pondran las manos en el fongrafo. Eso nunca. El husped se haba alzado y esta

    vez s que le obedecieron los msculos. Pero la mujer previno el ataque y se interpuso

    defensiva. El otro trastabill por el comedor, hasta dar con la pared, y se volvi encendido

    en delincuencia, ciego para todo lo que no fuera su idea.

    -Msica..., msica.

    -Que se ha vuelto loca? Qu le pasa? -pregunt el hombre.

    El husped estaba sobre ella y ella sobre el fongrafo, con todo el cuerpo

    defendindolo. Luchaban. El hombre los mir un instante estupefacto, repitiendo:

    -Que se ha vuelto loca? Que se ha vuelto loca?

    Pero cuando el husped dio un grito agudo porque los dientes de la mujer le

    desgarraban una mano, se abalanz a separarlos, a defender al amigo, a defender su

    negocio, su trato ya casi hecho.

    Ella les daba patadas y dentelladas, animalizada, furiosa, como si en el monte una

    puma defendiera sus lechales. Los hombres no saban por qu reciban puadas, por qu

  • 15

    rodaban por el suelo, por qu la mesa se tambaleaba y la lmpara oscilaba su luz en un

    mareo peor que el de sus estmagos. El fongrafo cay con estrpito, y las cuerdas

    resonaron, lamento de arboleda a la que arranca un fuerte viento sus hojas. El husped

    estaba sentado en el suelo, aturdido, y de pronto se le solt el llanto en sollozos que

    interrumpan los hipos. El hombre se apoyaba en la ventana, atnito con todo aquello y

    mirando a la mujer, que mostraba desgarrada la ropa, deshecha la nobleza del peinado, con

    un tajo largo en la cara, limpindose con el delantal rojo de sangre, manchada la blusa,

    empecinada en recoger del suelo los pedazos de los discos rotos, mirndolos y sollozando,

    limpindose la sangre, sollozando y mirando dnde otros pedazos y limpindose la sangre y

    sollozando.

    Pero el husped lo distrajo con sus enormes hipos.

    -Hermano..., yo crea que estaba en casa de un hermano Me han agraviado... a m...

    -se lamentaba entrecortadamente.

    -No llore ms, hermano -y de sbito vuelto a su idea y lleno de solicitud y ternura-:

    Trato hecho?

    -Mugres, eso son, nada ms: mugres... -grit la mujer, y con su haldada de pedazos

    sali del comedor, cerrando la puerta con retumb que asust a las ratas en el entretecho e

    hizo que el perro la mirara sostenidamente con sus lentejuelas brillosas en la penumbra.

    Afuera restallaban las crines del viento desatado en frenticos galopes. Las nubes se

    haban apretujado, densas y negras, tiendo los mbitos y sin dejar ver perfil de cosa

    alguna. Como si an los elementos no hubieran sido separados. Un grillo atestiguaba

    inmutable su existencia.

    Iba huidiza, apretados contra el pecho los destrozados discos, sintiendo el fluir de la

    sangre por la herida caliente y pegajosa en el cuello, adentrndose hasta la piel fina del

    pecho. Caminaba con la cabeza gacha, rompiendo la negrura y el viento. Caminaba. La casa

    estaba lejos, que no slo borrada por la sombra. El grillo qued en lo imperceptible

    tenazmente intil. Poda estar en el llano y ser el centro vivo de lo circundante desolado;

    poda estar en un valle limitado por ros y precipicios; poda andar, andar, sin fin, hasta caer

    deshecha en la tierra dura, empastada hasta el mismo nivel con idntica hierba; poda de

  • 16

    pronto resbalar por la barranca e irse a estrellar en las lajas de un ro sorbido por rojizas

    arenas; poda... Poda cualquier cosa suceder en ese negror de caos, confuso y pavoroso.

    Que a ella todo le era indiferente...

    Terminar con todo. Morir contra la tierra, destrozarse en la hondonada. No sentir ms

    ese ardor corrosivo, hiel en la boca y adentro hurgndole. Terminar con todo. No esforzarse

    ms por saber qu caracterstica tuvo tal da, empecinada en sacar de la suma de nebulosas

    una fecha para diferenciarlo. No vivir mecanizada en el trajn y en el tejer esperando que

    llegara el sbado para comer el mendrugo de recuerdos incapaz de saciar la angurria de

    ternura de su corazn. Terminar con la sordidez rondndola, con el disfraz de haga

    comoquiera, pero..., de la meticulosidad, de la solapada vigilancia. No ser ms. Nunca ms

    volver a la casa y hallarse diciendo lo hecho y lo rendido, oyendo la insinuacin de lo

    necesario por comprar y lo preciso por realizar. No encallecerse las manos majando trigo,

    ni con los ojos llorosos al humo del horno, ni sintiendo la cintura dolida frente a la batea del

    lavado. Jams esmerarse en pintar una tablita y hacer una repisa, ni empapelar las

    habitaciones enflorndolas como un remedo de jardn. Nunca. Ni nunca ms sentirlo

    volcado sobre ella, jadeante y sudoroso, torpe y sin despertarle otra sensacin que una

    pasiva repugnancia. Nunca.

    Le doli como una larga punzada la herida que el aire enfriaba. La toc y hall entre

    la sangre un punto duro. Pedazo de vidrio. Cacho de vaso roto que no supo cundo en la

    lucha se le enterr all. Con una especie de insensibilidad al dolor lo removi para sacarlo.

    Dio un gemido. Pero furiosa consigo misma, de un tirn brusco que desgarr ms

    profundamente la carne, lo extrajo y arroj lejos.

    La sangre le corra por los dedos, por el cuello, por los senos. Toda manchada y

    pegajosa. Sigui andando. Desaparecer. Pero antes sollozar, gritar, aullar. El viento, con sus

    rachas, pareca metrsele por la carne abierta y hacer intolerable el dolor. Ms grande an,

    ms agudo que el otro que le destrozaba el sentimiento. De pronto la mano que empuaba

    el delantal, sosteniendo siempre los rotos discos, se abri y todo aquello rod por el suelo.

    Dio unos pasos y cav de bruces para sollozar sonidos que el viento agarraba con su fuerte

    mano y esparca por los confines.

    Como si el agua de los claros ojos al fin pudiera ser agua. Senta que la boca se le

    abra y los extraos ruidos que lanzaba su garganta y los prpados sollamados y la frente

  • 17

    rugosa y la sal del llanto. Y una mano pegada a la herida, violentamente dolorosa, y la

    sangre corriendo entre sus dedos y una trenza que deba estar empapada humedecindole la

    espalda. Se alz sobre un codo, volte la cabeza. Y dio un grito agudo, porque por la cara le

    calent un aliento y algo inhumano la empavoreci hasta perder el sentido.

    El perro a ratos la olfateaba ruidoso, otros le lama las manos, otros se sentaba y

    alzando la cabeza muy alto, con el hocico tendido hacia misteriosos presagios, daba su

    largo aullido lunero. Le lama la cara cuando la mujer volvi en s e instantneamente supo

    que era el perro, aunque no saba dnde estaba. Se sent de golpe y de golpe tambin tuvo

    el recuerdo de lo inmediato.

    Era como si no lo hubiera vivido. Tan extrao, tan ajeno a ella. Casi como la

    sensacin de la pesadilla, que acaba de hundirse en lo subconsciente. Hua de un sueo,

    volva de una realidad? Un gesto, al querer acariciar al perro que la rondaba inquieto, le dio

    el exacto contorno de los hechos. Gimi y el perro busc de nuevo su rostro. Pero lo apart,

    obligndolo a tenderse a su lado. Resta la herida que manaba de nuevo sangre, ardindole

    como una quemadura.

    Se poda morir desangrndose. Estarse as, quieta en la noche, en la proximidad

    cordial del perro hasta que la sangre se fuera escurriendo y con ella la vida, esa vida

    aborrecible que no quera conservar para provecho de otro. Eliminndola, vengaba su

    constante estado de humillacin, rencores acumulados sordamente, resentimiento de

    existencia frustrada. Quitarse de en medio para que la soledad fuera el castigo del que no

    tendra quin trabajara, rindiera y diera cuenta de hechos y pensamientos, mquina para su

    regalo desaparecida y que le costara hallar otra tan perfecta. No verlo ms. Nunca ponerle

    delante la carne medio asada y verlo masticar con sus dientes de sbita blancura. Ni ver su

    mirada irse velando de niebla, cuando el deseo lo haca estirar la mano hasta su cuerpo

    vanamente esquivo. No saberlo enredado en subterrneos clculos: Esto lo compra usted,

    porque esta platita ma es para guardarla, y comprar cuando se pueda el campo de los

    Urriola, que estn muy entrampados y tendrn al fin que vender, s; o el campo de la viuda

    de Valladares, que con tanto chiquillo no va a prosperar y se lo van a sacar a remate, por las

    hipotecas... Esperando como buitre, paciente, el momento de alzarse con la presa. Tierras.

    Tierras. Todo en l se reduca a eso. Vender. Negociar. Juntar dinero. Y comprar tierras,

    tierras.

  • 18

    No ser ms. No pensar ms. Sentir cmo la sangre se iba entre sus dedos, corriendo

    pegajosa por el pecho, apozndose en el regazo, humedeciendo sus muslos.

    El perro gema ahora bajito, cada vez ms inquieto. La mujer, sbitamente, abri los

    ojos, que ya no tenan sino la propia agua clara del iris, y enfrent una verdad: morir era

    tambin nunca ms sacar los recuerdos del pasado, arcn con sus imgenes de ternura.

    Nunca ms recordar Recordar qu? Y en una rpida e inconexa superposicin de

    imgenes, trozos de escenas, retazos de frases, vio a la madre sentada frente al portaln, a

    ella con sus hermanas tomadas del brazo, a las palomas volando por el aire aromoso del

    jardn. Sinti tan exacto el olor de los jazmines que aspir anhelante. Pero aparecieron otras

    imgenes: ella llorando entre la caja del piano y la ruma de colchones; ella silenciosa en la

    noche bajo la medalla de la luna, buscando la rplica de esa medalla en el fondo del piln

    con mano distrada; ella frente al espejo, prendindose en las trenzas una ramita de

    albahaca y unos claveles, porque la Pascua era una porfiada esperanza; ella con la cara

    volteada por la risa y sus ojos atrapando la mirada verde que le agitaba en el pecho un

    tmido pichn, tan clido, tan tierno y tan exactamente vivo, que la sorpresa de su mano era

    no encontrarlo all anidado dulcemente... Nunca ms todo eso. Morir era tambin renunciar

    a todo eso...

    De repente se puso de pie. Le vacilaban las piernas y ante los ojos le bailaron

    chiribitas. Los cerr fuertemente. Se oblig a erguirse. Y fuertemente tambin apret el

    delantal a la cara, que no quera que la sangre corriera por la herida, que no quera que la

    sangre corriera por la herida, que no quera que la sangre se le fuera, que la muerte la dejara

    como un tendido harapo en medio del campo, sobre los yuyales, abandonada en lo negro

    con la sola custodia del perro. Quera la vida, quera su sangre, la ramazn de su sangre

    cargada de recuerdos.

    Apret an ms contra la mejilla el delantal. Ote la noche. Llam entonces al perro.

    Se tom de su collar. Y dijo:

    -A casa -y lo sigui en lo obscuro.