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SOL Y MAR Vicente Miguel Nogueres - Benito

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SOL Y MAR

Vicente Miguel Nogueres - Benito

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Título: Sol y mar.

Autor: © Vicente Miguel Nogueres - Benito

I.S.B.N.: 84-8454-366-8Depósito legal: a-xxx-2004

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 63C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier al-macenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Dedico esta novela a la fi gura indiscutible del señor Don Vicente Mirales Troncho, director de la televisión de Castellón ya fallecido, porque nadie cambió tu forma de pensar y tu forma de ser, porque fuiste siempre con la verdad por delante, porque siempre defendiste al débil de las injusticias de los más fuertes, porque ayudaste a través de tu programa hilo directo en la televisión, a todas las personas que lo necesitaban.

Porque fuiste una persona sencilla, hu-mana, inteligente, honesta, humilde, clara, directa, sincera, valiente, generosa y amigo de tus amigos, además de todo esto, me consta que fuiste el mejor esposo y sobre todo un buen padre. Tuve la gran suerte de poder conocerte y hoy aunque no estás a mi lado, quiero darte las gracias, porque me tendis-te tu mano de amigo, a través de la televisión que tú presidías, sin pedirme nada a cambio, porque creís-te en mi como escritor desde el primer momento, por ello estimado amigo hoy deseo rendirte este sincero homenaje de gratitud y cariño a tu persona dedicándote esta novela que en días posteriores a ésta presentación desde Nules, recorrerá España entera para rendirte este homenaje. Fuiste un genio de la comunicación que conseguiste brillar con luz propia para embrujar a propios y extraños, por eso allá donde te encuentres mi gratitud y mi cariño es-tarán siempre contigo.

Vicente Miguel Nogueres-Benito

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ÍNDICE

CAPÍTULO I................................................................................................................ 9CAPÍTULO II........................................................................................................... 23CAPÍTULO III..........................................................................................................35CAPÍTULO IV ..........................................................................................................47CAPÍTULO V ............................................................................................................61CAPÍTULO VI ..........................................................................................................75CAPÍTULO VII ....................................................................................................... 89CAPÍTULO VIII ...................................................................................................103CAPÍTULO IX........................................................................................................ 117CAPÍTULO X..........................................................................................................131CAPÍTULO XI....................................................................................................... 143CAPÍTULO XII......................................................................................................157CAPÍTULO XIII ................................................................................................... 169CAPÍTULO XIV.....................................................................................................181CAPÍTULO XV...................................................................................................... 193CAPÍTULO XVI....................................................................................................207CAPÍTULO XVII.................................................................................................. 221CAPÍTULO XVIII................................................................................................233CAPÍTULO XIX ...................................................................................................247CAPÍTULO XX ..................................................................................................... 261CAPÍTULO XXI ...................................................................................................275CAPÍTULO XXII .................................................................................................287

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Todos los lugares que se describen en esta novela son reales, ubicados en las localidades de Burriana, Nules y Moncófar, pueblos de la provincia de Castellón de la Plana.

Asimismo todos los personajes de esta novela son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona viva o muerta, es pura coincidencia.

Vicente Miguel Nogueres-Benito

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CAPÍTULO I

El colegio privado de los salesianos de Burriana, situado en la avenida de San Juan Bosco, era un colegio muy selecto para muchachos de Burriana y de los pueblos del alrededor. El edifi -cio, rodeado de un patio de recreo asfaltado y una verja de hierro forjado, presentaba un aspecto severo. Pero esa tarde de marzo estaba brillantemente iluminado y por sus puertas abiertas de par en par salía una multitud de animados colegiales.

Aparecían en pequeños grupos, empujándose, riéndose y bromeando antes de dispersarse camino de sus casas. Las causas de esa animación era el fi nal del trimestre de invierno y la fi esta de Fallas que acababa de celebrarse. Habían entonado canciones y participado en carreras de relevos en el salón de actos, pasán-dose bolsas de palomitas. También habían bailado a los sones un tanto cansados del viejo piano y merendado tabletas de chocolate y limonada.

Finalmente se pusieron en fi la y, uno a uno, dieron la mano al señor Eduardo, el director, para desearle felices fi estas de Fallas. Antes de marcharse recibieron una bolsa de caramelos de regalo. Era un ritual que se repetía todos los años, se esperaba con ilusión y se disfrutaba plenamente. Poco a poco, el torrente de niños se redujo a un goteo, los rezagados que habían ido en busca de unos guantes o unas zapatillas.

Los últimos en salir, cuando el reloj de la escuela daba las cinco de la tarde fueron dos niños, Pedro Martínez y Javier Rodríguez. Los dos tenían doce años y llevaban abrigo verde oscuro y botas de goma. Pero ahí terminaba el parecido porque Pedro era rubio, tenía pecas y ojos azules, en tanto que Javier había heredado el cabello negro, la tez morena y los ojos oscuros y brillantes de su padre, herencia de algún antepasado.

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Eran los últimos en salir de la fi esta, porque Pedro, que se marchaba de la escuela de los salesianos de Burriana para siem-pre, no sólo había tenido que despedirse del señor Eduardo, sino de todos los profesores del colegio.

Por fi n se acabaron las despedidas y los dos muchachos cruzaron el patio de recreo y la verja. El cielo había estado en-capotado durante todo el día, había oscurecido temprano y la llovizna relucía a contraluz de las farolas de la calle.

La calle que bajaba estaba negra, mojada y cruzada por franjas de luz. Los niños caminaban en silencio. Finalmente, Pedro suspiró.

—Bueno, se acabó.—Debe de ser extraño pensar que ya no volverás.—Sí, pero lo más extraño es que estoy triste. Nunca pensé

que me daría pena dejar la escuela.—Esto no será lo mismo sin ti. Te echaré de menos.—A ti te queda el consuelo de que tendrás a Jorge y

Roberto de amigos. Yo, en Pío XII de Nules, tendré que empe-zar de cero, buscar a alguien que me caiga bien y buscar nuevas amistades.El silencio de Javier era compasivo.

Los Rodríguez de Burriana eran una familia muy unida y Javier no podía imaginar mayor desgracia que la de tener que separarse de sus padres y sus dos hermanas mayores, morenas como su padre. Ellas habían enseñado a Javier a nadar, a montar en bicicleta y a pescar con red desde su pequeña barca de madera, aparcada en las instalaciones del puerto pesquero de Burriana.

Por lo visto el pobre Pedro no tenía más remedio que hacerlo. Su padre trabajaba en Asturias y hacía seis años que él, su madre y su hermano pequeño no lo veían. Ahora la señora Martínez regresaba a Asturias y Pedro se quedaba en Nules, sin saber cuando volvería a ver a su madre. Pero, como decía la seño-ra Rodríguez, de nada sirve llorar por la leche derramada. Javier busco algo alegre que decir.

—También tendrás vacaciones.—Sí, en casa de la tía Magdalena.

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—Vamos, no es para tanto. Al menos estarás cerca.—¿Estás seguro?Javier lo miró con extrañeza.—¿Seguro de qué?—Seguro de que querrás seguir siendo amigo mío. Como

voy a ir a Pío XII de Nules..., ¿no pensarás que soy un niño pijo presumido?

—Anda, tonto. Javier golpeó afectuosamente a su amigo en las posaderas con la bolsa de los zapatos. ¿Por quién me to-mas?

—Sería un respiro.—Ni que fueras a la cárcel. Ya sabes qué quiero decir.

¿Cómo es la casa de tu tía?—Muy grande.—Tendrás una habitación para ti solo.—Sí, el mejor cuarto de invitados, con lavabo y espacio

para mi mesa estudio.—Pues no parece que esté tan mal. No sé de qué te quejas.—Si no me quejo, es que no será mi casa. Además, allá

arriba hace mucho frío, viento y mal tiempo. Con decirte que la casa se llama Miramar de la Plana. Cuando en todas partes hay calma, en las ventanas de la tía Magdalena siempre parece que sopla el viento.

—Un poco tétrico.—Además, está muy apartada. La parada del autobús más

próxima está a un kilómetro, y la tía Magdalena no tendrá tiempo para acompañarme con su coche, porque siempre está jugando al tenis.

—Me parece que lo que necesitas es una bicicleta.—¿Por qué?—Así podrías ir a cualquier lado cuando quisieras. Sólo

hay dos kilómetros hasta Nules por la carretera de Vall d´Uxo.—Eres genial. Nunca se me habría ocurrido pensar en una

bicicleta.—No comprendo por que todavía no tienes una. Mi padre

me la compró cuando cumplí los nueve años. No es que aquí me sirva de mucho la bicicleta, pero allí sería ideal.

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—¿Son muy caras?—Sí. Pero quizá encuentres una de segunda mano.—Mi madre no entiende de esas cosas.—Ni ninguna madre. Pero ir a una tienda de bicicletas no

es tan complicado. Pídesela para tu santo.—Para mi santo ya le he pedido un pantalón vaquero.—Pídele también una bicicleta.—No puedo.—Claro que puedes, no va a decirte que no. Como se

marcha y no sabe cuándo volverá a verte, te dará todo lo que le pidas.

—Ya veremos.Caminaron un rato en silencio, sus pasos repicaban en la

acera mojada. Pasaron por delante de la tienda de pescado y pa-tatas fritas, alegremente iluminada, aspirando el suculento olor que les hacia la boca agua.

—Tu tía, la señora Franch...—¿Qué pasa con ella?—¿Es hermana de tu madre?—No, es hermana de mi padre y mucho mayor que él.

Debe de tener unos cuarenta y tres años.—¿Y tu tío?—Murió, es viuda.—¿Tiene hijos?—No, creo que no tuvieron hijos.—¿Por qué?—No los tuvieron porque no los querían.Pero no era ése el momento de tratar de resolver el enig-

ma, porque ya habían llegado al centro del pueblo, el punto don-de tenían que despedirse.Javier seguiría por calles adoquinadas, cada vez mas estre-chas, hasta la casa cuadrada de piedra en que vivía la familia Rodríguez, encima de la tienda de licores del señor Rodríguez, en tanto que Pedro subiría por otra calle y se marcharía camino de la estación de Renfe.

Se detuvieron junto a una farola y se miraron bajo la llo-vizna.

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—Bueno, ha llegado el momento de la despedida —dijo Javier.

—Sí, creo que sí.—Escríbeme, ya tienes mis señas. Y llama por teléfono a

la tienda, si quieres darme un recado. Me refi ero a venir de vaca-ciones.

—Te llamaré.—No creo que sea tan mala la escuela en Nules.—Bueno, adiós.—Adiós.Pero ninguno se movía. Hacía seis años que eran amigos.

Se trataba de un momento muy triste. Luego, sin decir nada, dio media vuelta y se alejó corriendo calle abajo. El sonido de sus pasos fue apagándose hasta que Pedro dejó de oírlo. Entonces, sintiéndose un poco abandonado siguió su camino.

Caminaba por una acera ancha del camino de Onda, pa-sando por tiendecitas cuyos escaparates estaban completamente iluminados. Al cabo de un trecho, Pedro se detuvo y apoyó los codos en un muro de granito para descansar del esfuerzo de la caminata hasta la estación.

Se estremeció. Hacía mucho frío para estar parado con aquel viento tan húmedo. El tren saldría en cinco minutos.

Echó a correr. La bolsa de los zapatos le golpeaba el costado. Llegó al largo tramo de escaleras de la estación de las Alquerías-Burriana y bajó corriendo por ellas con la confi anza que dan años de familiaridad.Junto al andén esperaba el tren. Pedro no necesitaba sacar bille-te, porque tenía abono escolar y, de todos modos, el señor Pablo, el jefe de la estación, lo conocía como si fuera hijo suyo. Llevaba seis años viviendo cerca de las Alquerías, casi la tercera parte de su vida.

En general, habían sido años buenos. La casa era cómoda y espaciosa y tenía un jardín que descendía en una serie de te-rrazas, prados, escaleras y un huerto de naranjos. Pero lo mejor de todo era la libertad que Pedro había disfrutado. Y es que, por un lado, Clara tenía que atender al recién nacido y no disponía

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de tiempo para vigilar a Pedro, al que dejaba que se entretuviera solo.

Por otro lado, aunque era una madre celosa de la seguri-dad de sus hijos, pronto descubrió que el tranquilo pueblecito de las Alquerías del Niño Perdido y sus plácidos alrededores no en-cerraban peligro alguno para los niños. Pedro no sólo descubría lugares sino que trababa conocimiento con las personas.

La gente de Burriana es amante de los niños y Pedro era bien recibido en todas partes, por lo que pronto perdió su natural timidez. El pueblo estaba lleno de personajes interesantes.

La señora Antonia, que fabricaba sus propios helados, o la señora Martí del estanco, que había puesto un guardafuego en el mostrador para defenderse de los atracadores y no podía ven-der ni un solo paquete de tabaco sin equivocarse con el cambio.

A medida que ampliaba sus exploraciones, Pedro descu-bría personajes más extraordinarios.

—¿Pedro?—Qué, Mamá.—He recibido carta de tu padre y Pablo y yo tenemos que

volver a Asturias.Lo cual había sido una verdadera bomba, y era decir poco.

Pero todavía había algo peor.—Hemos decidido que vayas al colegio Pío XII de Nules.

La directora del colegio es la señorita Aguirre, he hablado con ella y todo está arreglado.

Como si él fuera un paquete o un perro que se lleva a la perrera.

—¿Y las vacaciones?—Estarás en casa de tía Magdalena, que se ha ofrecido

amablemente a cuidar de ti mientras estemos fuera. Te cede su mejor cuarto de invitados, y podrás llevarte allí todas tus cosas.

Quizá eso era lo más alarmante. No porque el no quisiera a su tía Magdalena. Durante su estancia en Nules se habían visto mucho y siempre se había mostrado muy amable con él. Lo que ocurría era que resultaba imposible conectar con ella. Era vieja y algo intimidatoria, en absoluto una persona simpática. Además,

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Miramar de la Plana era una casa de persona vieja, muy orde-nada y tranquila, y los dos hermanos, Marta y José, cocinera y mayordomo, también eran mayores y muy serios.

Probablemente, pasarían el día de San José con la tía Magdalena en Nules. Irían a la iglesia y luego harían conejo asa-do para comer y antes de que anocheciera darían un paseo rápi-do por el campo que rodeaba Miramar de la Plana. No era para entusiasmarse, pero a los doce años, Pedro ya había empezado a perder la ilusión por las vacaciones. En realidad, a Mamá no le gustaban las cosas divertidas. Detestaba las fi estas en la playa y habría hecho cualquier cosa con tal de no celebrar una fi esta de cumpleaños. Hasta le daba apuro conducir. Tenía coche, por supuesto, un Citroen pequeño y bastante viejo, pero siempre en-contraba alguna excusa para no sacarlo del garaje, porque estaba segura de que chocaría con otro coche o le fallarían los frenos o no sabría reducir en subida.

Pedro cruzó la sala de espera, que siempre olía un poco a retrete, y salió al camino. Se paró un momento para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y descubrió que había dejado de llover. Oyó suspirar el viento en el pequeño pinar que rodeaba la estación, protegiéndola de las inclemencias del tiempo. Era un sonido misterioso pero alarmante.

Cruzó la carretera, buscó a tientas el pestillo de la puerta, lo descorrió, entró y empezó a subir por el sendero y las escale-ras del jardín, construido en terrazas. Al llegar arriba, adivinó la mole oscura de la casa con las ventanas cubiertas por las cortinas que dejaban escapar una luz cálida. Estaba encendido el farol de encima de la puerta y a su luz vio el coche estacionado en el sen-dero de grava.

El coche de la tía Magdalena. Un gran Mercedes azul. Allí parado, parecía bastante inocente, inofensivo, sólido y seguro. Pero todo el que se aventurase por las estrechas carreteras y ca-minos de Nules y Burriana tenía razones para asustarse al verlo, porque tenía un motor potente y la tía Magdalena, persona cívica a carta cabal, cristiana practicante, sufría una transformación de personalidad en cuanto se sentaba al volante y tomaba curvas sin

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visibilidad a noventa por hora, segura de que si mantenía la pal-ma de la mano en el claxon, la letra de la ley estaba de su parte.

Por ello, si su parachoques rozaba un guardabarros o si atropellaba a un perro, ni por un instante se le ocurría pensar que la culpa podía ser suya, y sus acusaciones y admoniciones eran tan vehementes que el perjudicado no se atrevía a discutir y se marchaba con el rabo entre las piernas, sin atreverse a reclamar una indemnización, ni que le pagase al perro.

A Pedro no le apetecía enfrentarse a la tía Magdalena nada mas llegar a casa y no entró por la puerta delantera de la casa, sino que dio la vuelta por el patio, los lavaderos y la cocina. Allí encontró a Pablo sentado ante la mesa de madera de la coci-na, con los lápices y los cuadernos, y a Margarita con el uniforme de tarde.

Después del frío y la humedad de fuera, daba gloria entrar en la cocina. Era la habitación mas caliente de la casa, porque en los grandes fogones de la cocina, el fuego nunca se apagaba. Frente a los fogones había un aparador con una serie de fuentes y soperas, al lado estaba el sillón de mimbre en que Margarita se sentaba para descansar los pies cuando tenía un momento, lo que no ocurría con frecuencia.Margarita levanto la cabeza.

—¿Qué es eso de colarse por la puerta trasera?—Es que ahí fuera he visto el coche de la tía Magdalena.—No es razón.—¿Ha estado bien la fi esta?—Sí.Pedro buscó en el bolsillo del abrigo.—Toma Pablo —dijo al tiempo que le daba a su hermano

una bolsa de caramelos.Pablo miro los caramelos.—¿Qué son?Era un niño muy bonito, de cara redonda y pelo rubio,

pero tan mimado que a veces exasperaba a Pedro.—¿Qué quieres que sean, tonto? Caramelos.—Me gustan los caramelitos de goma.

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—Mira a ver si encuentras alguno.Pedro se quitó el abrigo y el gorro de lana y los dejó en

una silla. No sabía que la tía Magdalena fuera a venir a tomar café.

—Llamó por teléfono a eso de las doce.—¿De qué hablan?—No seas curioso.—De mí, supongo.De ti, del colegio, de abogados, de matrículas, de vacacio-

nes y teléfonos. Creo que debes entrar. He puesto una taza para ti y, por si tienes hambre, hay bollos y una tarta de manzana.

—Me muero de hambre.—Como siempre. ¿No os dieron de comer en la fi esta?—Sí. Pero aún tengo hambre.—Entra ya de una vez o tu madre se extrañará.—Vale, ya voy.—Pero antes cámbiate los zapatos y lávate las manos.Pedro obedeció y se lavó las manos en el fregadero, con

jabón. Luego, con desgana, dejó la cálida y acogedora cocina y cruzó el vestíbulo. Desde el otro lado de la puerta de la sala de estar llegaba un débil murmullo de voces femeninas.

Abrió la puerta sin hacer ruido y, por un instante, las dos mujeres no advirtieron su presencia. Clara Martínez y Magdalena Franch, su cuñada, estaban sentadas a cada lado de la chimenea, con la mesa plegable del café entre las dos. La mesa estaba puesta con un mantel de hilo bordado y el mejor servicio de porcelana, una fuente de pasteles, tarta de manzana y bollos calientes. El ambiente era confortable, las cortinas de terciopelo estaban ce-rradas y en el hogar ardía un buen fuego de carbón.

No era una sala de estar grande ni con pretensiones. El mobiliario, alquilado con la casa, no pasaba de discreto. No obstante, a la suave luz de la lámpara, la estancia tenía un aire femenino y elegante, porque Clara se había traído de Asturias algunos de sus objetos favoritos, que, bien distribuidos, daban cierta personalidad al lugar.

—Debes de tener tantas cosas que hacer... —decía la tía Magdalena. —Si en alguna cosa te puedo ayudar dímelo.

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Se inclinó para dejar la taza vacía y el plato en la mesa, levantó la mirada y vio a Pedro en la puerta.

—Vaya, mira quién está aquí.Clara se volvió.—Pedro, empezaba a pensar si habrías perdido el tren.—No. Estaba con Margarita en la cocina.Cerró la puerta y cruzó la sala de estar.—Hola, tía Magdalena.Se inclinó y dio un beso en la mejilla a su tía, que aceptó

el saludo sin insinuar siquiera un gesto de retribución. La tía Magdalena no era una mujer efusiva. Tenía poco más de cua-renta y tres años, buena fi gura, piernas fi nas y elegantes y pies estrechos calzados con zapatos cerrados y relucientes. Tenía la voz grave y ronca a causa del tabaco, conservaba un aire varonil que desconcertaba, como si fuese un hombre que se hubiese dis-frazado con la ropa de su esposa para divertir a las amistades.

Era una mujer con personalidad, pero no hermosa. Y si había que fi arse de las viejas fotografías sepia, ni en su juventud había sido muy agraciada. Sorprendentemente, fue un matrimo-nio feliz, pese a que cuando se casó no recibió la bendición de unos hijos. Cuando su marido, Jaime Franch, se retiró del banco donde trabajaba, se instalaron en Nules, sólo para estar cerca del club de tenis, que se convirtió en su segundo hogar. Cuando hacía mal tiempo, jugaban al parchís, pero en los días buenos siempre sé les encontraba en el campo de tenis.

Una hermosa mañana de sábado Jaime cayó muerto en la cancha de tenis. Cuando ocurrió la desgracia, Clara se encontraba en Asturias y escribió a su cuñada una carta en la que le manifestaba su profundo pesar, no podía imaginar cómo haría Magdalena para vivir sin Jaime. Pero cuando volvió a ver a Magdalena, no observó en ella el menor cambio. Tenía el mismo aspecto, vivía en la misma casa y hacía la misma vida de siempre. Sacó la pitillera, la abrió, insertó un cigarrillo en la boquilla de marfi l y lo encendió con un encendedor de oro que había sido de su esposo.

—¿Qué tal la fi esta? —preguntó a su sobrino a través de

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una nube de humo.—Muy bien —Pedro miró la mesa del café, pero todavía

tengo hambre.—Pues te hemos dejado muchas cosas —dijo Clara.Pedro se acercó un taburete bajo y se instaló entre las dos

mujeres, con la nariz a la altura de la repostería de Margarita.—¿Café o té?—Tomaré café, gracias.—Cogió un plato y un bollo y empezó a comer con cuidado.—¿Te has despedido de todos tus amigos?—Sí, y también del señor Eduardo y los demás.

Repartieron bolsas de caramelos, pero se los he dado a Pablo. Salí del colegio con Javier.

—¿Quién es Javier? —pregunto la tía Magdalena.—Javier Rodríguez, mi mejor amigo. El señor Rodríguez

es el dueño de la tienda de licores de la plaza del mercado de Burriana.

—¿Ese moreno tan interesante?Era evidente que la tía estaba de buen humor. Pedro

decidió que era el momento apropiado para sacar el tema de la bicicleta. Hay que agarrar el toro por los cuernos.

—Por cierto, Javier me ha dado una idea fabulosa.—¿Cuál? —pregunto la tía Magdalena.—Dice que debería tener una bicicleta.—¿Una bicicleta?—Mamá, cualquiera que te oyera creería que pido un co-

che de carreras o un caballo. Me parece que es una buena idea. Miramar de la Plana no esta como esta casa, pegada a la estación del tren, y la parada del autobús queda a un kilómetro. Con una bicicleta podré moverme y la tía Magdalena no tendrá que acom-pañarme a todas partes en el coche. De esta manera podrá seguir jugando al tenis con sus amistades.

La tía Magdalena río entre dientes.—No hay duda de que piensas en todo.—¿A ti no te importaría que tuviera una bicicleta, tía

Magdalena?—Claro que no. ¿Por qué habría de inportarme?

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—No lo sé tía.—Estaría encantada de librarme de ti.

Esa era la forma de bromear de la tía Magdalena.—¿No es muy cara una bicicleta? —pregunto Clara.—Javier dice que cuesta unas quince mil pesetas.—Lo que me fi guraba, carísima. Y tenemos que comprar

otras muchas cosas. Todavía no hemos empezado con tu unifor-me. La lista de ropa para el colegio es larguísima.

—He pensado que podía ser mi regalo del santo.—Ya he comprado tu regalo del santo, lo que me pediste.—Pues entonces mi regalo de cumpleaños. No estarás

aquí en mi cumpleaños, sino en Asturias, y así te ahorrarás tener que mandar el paquete postal.

—Tendrás que ir por carretera.—Sí, lo sé perfectamente.—Podrías tener un accidente.—¿Sabes montar en bicicleta? —pregunto la tía

Magdalena.—Claro que sí.—Muy bien.—Si no la pedí antes era porque en realidad no la necesi-

taba. Reconoce que sería muy practica, tía Magdalena.—Pero Pedro...—No seas tan miedosa, Clara.—¿Podría pasarle algún accidente por la carretera?—No te preocupes tanto. Si se mete debajo de las ruedas

de un autobús, así aprenderá. Yo te compraré la bicicleta, Pedro, pero ya que es tan cara, tendrá que servir también como regalo de cumpleaños.

—Vale, tía Magdalena. Eres un encanto.—De ese modo seré yo quien se ahorre el paquete postal.

Pedro no podía creer que su argumento hubiera resultado con-vincente.

—Cualquier cosa con tal de librarme de ti.—¿Cuándo la compraremos, tía?—La víspera de tu cumpleaños.

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Clara parecía aturrullada. Magdalena frunció el entrecejo.—¿Se puede saber qué te ocurre ahora? —pregunto

Magdalena con una impaciencia que a Pedro le pareció injusti-fi cada. Pero la tía Magdalena solía irritarse con Clara, a quien trataba como a una niña boba más que como a una cuñada. —¿Se te ha ocurrido alguna otra objeción?

—No. —Menos mal.—Ha llamado la tía Rosa.—Sí, Margarita me lo ha dicho, dijo Magdalena.—Nos ha invitado a pasar la semana de Fallas con ellos.—¿Y qué le has dicho? —pregunto Pedro.—Que iríamos.Aquello sonaba tan increíble y emocionante que en la

mente de Pedro no quedó lugar para otro pensamiento, ni si-quiera para la bicicleta nueva.

—¿Cuándo nos vamos?—Esta misma tarde.Si la tía Magdalena no hubiera estado presente, Pedro

habría empezado a dar saltos y a bailar por la sala de estar, pero le pareció que sería una falta de respeto demostrar tanta alegría, ya que la tía Magdalena no había sido invitada.

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CAPÍTULO II

Magdalena miró el reloj.—¿Es esta hora?—Sí, tía.—Tengo que marcharme.Cogió el bolso y se puso de pie, Clara y Pedro la imitaron.—Dile a Margarita que el café estaba delicioso.—Se lo diré de tu parte.—Echarás de menos a esa chica.—Sí, es cierto.—¿Ya ha encontrado casa?—Me parece que no la ha buscado mucho.—Es una perla.—Estoy muy contenta de ella. Quien se la lleve será

muy afortunado. ¿Quieres que la llame? — pregunto Clara a Magdalena.

—No, no la llames. Pedro me acompañara a la puerta.—Llámame cuando vuelvas y dime cuándo quieres tras-

ladar a Miramar de la Plana las cosas de Pedro. La bicicleta la compraremos a principio de las vacaciones de verano, Pedro. De todos modos, antes no ibas a necesitarla. Adiós a todos.

—Que tengas un buen viaje Magdalena.—Adiós tía.Esa misma tarde, Clara, Pablo y Pedro salían de viaje

hacia Castellón, a casa de su hermana Rosa y su cuñado Ramón. Cuando llegaron a la estación de Castellón, sólo tuvieron tiempo de llegar a casa de sus tíos cenar y subir a sus habitaciones a des-cansar. Durante casi una semana disfrutaron de unas vacaciones de Fallas inolvidables para Pedro y su familia.

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La mañana era oscura y fría, y mientras despertaba, poco a poco, Pedro no sentía la nariz de tan helada, como si no forma-ra parte de su cara. Cuando se acostó por la noche no se atrevió a abrir la ventana a causa del frío, pero descorrió un poco las cor-tinas, y ahora veía en el cristal escarchado el resplandor amarillo de la farola de la calle. No se escuchaba sonido alguno. Quizá todavía era noche cerrada. Había que ser valiente.

Sacó la mano de la cama caliente y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Su nuevo reloj, regalo del tío Ramón, uno de los mejores marcaba las nueve de la mañana. Volvió a meter la mano rápidamente y la calentó entre las rodillas.

Un nuevo día. Él ultimo día de vacaciones. Se sentía un poco triste. Las vacaciones de Fallas habían terminado y regresa-ban a casa. Su dormitorio estaba en la buhardilla y era la segunda habitación de invitados. La primera habitación la habían dado a Mamá y a Pablo en la primera planta, pero Pedro prefería ésa, con su techo inclinado. Lo peor era el frío, porque la tibia calefac-ción de los pisos de abajo no iba más allá del último tramo de las escaleras.

El tío Ramón era lo mejor de todo. Poder estar con él era lo que hacía más agradable el viaje. Pedro no sabía que un padre pudiera ser una persona tan fabulosa, paciente, interesante y divertida. Como eran vacaciones y el tío Ramón no tenía que ir a la escuela todos los días, pasaban muchos ratos en el estudio mirando fotos, poniendo discos y hasta le enseñó a escribir en una vieja máquina portátil.

Cuando fueron a patinar, él le llevó por la pista de pa-tinaje hasta que se sintió seguro, y en las reuniones procuraba que no quedase al margen y lo presentaba a los invitados como si fuera una persona mayor. A Papá lo quería mucho y lo echaba de menos, desde luego, pero no era tan divertido. Así lo reconocía Pedro, con un poco de remordimiento, porque durante aquella semana casi ni se había acordado de él.

En compensación, decidió pensar mucho en él, pero an-tes tendría que pensar en Asturias, porque era allí donde estaba y sólo allí su imagen podía cobrar vida. Era difícil. Asturias queda-

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ba muy lejos. Al principio parecía que era posible recordar todos los detalles, pero luego se descubría que el tiempo había borrado el contorno de las cosas, como la luz se come el color de las viejas fotografías.

El reloj nuevo ya marcaba las nueve y media. Hora de levantarse. Apartó la ropa, saltó de la cama y corrió a encender la estufa. Luego, rápidamente se envolvió en su bata afelpada y se calzó las zapatillas de piel de cordero. Sacó su maleta china de mimbre, con asas y dos fi adores que sujetaban la tapa, y la puso en el suelo. Metió el reloj y los dos libros que le había regalado la tía Rosa. Luego, los guantes de lana de los abuelos y la bola de cristal en la que se levantaba una tormenta de nieve cuando la agitaba.

La tía Magdalena se había portado de maravilla, a pesar de la bicicleta prometida.

El regalo de Papá aún no había llegado. Él no siempre conseguía hacer que las cosas llegaran a tiempo y el correo tarda-ba siglos. De todos modos, así tendría algo que esperar.

Lo puso todo en la maletita de mimbre, que se cerró per-fectamente. Sujetó los fi adores, dejó la maleta encima de la cama y se vistió tan deprisa como pudo. El desayuno estaría esperando, y tenía hambre.

Los demás miembros de la familia no habían aparecido todavía y Rosa se alegraba, ya que, con un poco de suerte, cuando bajaran ya habría tomado su segunda taza de café y se encontra-ría más despejada. Se marchaban ese día y Rosa lamentaba que hubiese llegado el momento de la despedida.

Rosa no estaba muy segura de cómo resultaría todo por-que congeniaba poco con su hermana y apenas conocía a los ni-ños. Pero la visita había sido un éxito. Clara no había cambiado, desde luego, y a veces se sentía exhausta por el ritmo de la vida social de Rosa y subía a echarse en la cama, y Pablo, había que reconocerlo, era una criatura consentida y mimada. Pero Pedro había resultado un encanto, el hijo que a Rosa le habría gustado tener. Si era necesario, sabía distraerse solo, no interrumpía las conversaciones de los mayores y recibía con entusiasmo y gra-

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titud cualquier plan de diversión. Además, era muy guapo, o lo sería dentro de unos años.

El que no hubiera en la casa nadie de su edad no le supo-nía nada en absoluto. Cuando había invitados, ayudaba a pasar los frutos secos y las galletas y contestaba con naturalidad a todo el que se paraba a hablar con él.

La relación que había establecido con Ramón era otro motivo de satisfacción, y saltaba a la vista que la simpatía era reciproca. Él disfrutaba con su compañía porque era un poco anticuado y le gustaban los buenos modales de Pedro y su ma-nera de mirar a los ojos cuando hablaba, pero había algo más, la atracción estimulante hacia la persona, la simple relación entre un padre y su hijo, de la que ambos habían tenido que prescin-dir. Quizá hubiera sido preferible tener hijas. Pero sólo tenían a Ignacio.

Los años volaban y parecía ayer cuando era pequeño y precioso, con las mejillas redondas, el pelo rubio, las rodillas sucias y las manos ásperas, calientes y pequeñas. Ya tenía veinte años y era casi tan alto como su padre.

Él miró el reloj. Hora de irse. Echó hacia atrás la pesada silla y se levantó. Era alto y cuadrado, tenía las facciones toscas, las cejas pobladas y el cabello espeso, color gris, cortado y alisado implacablemente a base de fi jador.

—Que tengas un buen día —dijo Rosa.Él miró las sillas vacías.—¿Dónde están todos?—Aún no han bajado.—¿A qué hora sale el tren?—Por la tarde. Se van en el tren Miguel de Unamuno.—No sé si podré ir a la estación a despedirlos.—No te preocupes, no-pasa nada.—¿Los acompañarás?—Por supuesto.—Despídeme.—Vale, lo haré.—Di adiós a Pedro de mi parte. Lo echaré de menos.

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Ramón era un hombre frío, o por lo menos un hombre que no exteriorizaba sus sentimientos, y ahora no encontraba las palabras.

—No me gusta que le dejen abandonado. Que este solo.—No estará solo, estará con Magdalena.—Pedro necesita algo más que lo que Magdalena puede

ofrecerle.—Ya lo sé.—Los Martínez siempre me han parecido la gente más

aburrida del mundo. Pero así son las cosas.—Clara se ha dejado dominar por ellos.—Ni tú ni yo podemos remediarlo.Él miraba por la ventana la mañana gris y triste, con aire

pensativo, mientras hacia sonar las monedas en el bolsillo del pantalón.

—Siempre puedes invitarle a pasar unos días con noso-tros. Me refi ero a Pedro. Durante las vacaciones. ¿O sería muy pesado para ti?

—No, pesado no. Pero dudo mucho que mi hermana Clara le deje.

—¿Por qué?—Dirá que no quiere ofender a Magdalena. Se deja avasa-

llar por Magdalena, que la trata como a una imbécil, y ella no dice nada.

—Hay que reconocer que un poco tontita si que es. De todos modos, inténtalo.

—Se lo propondré.Ramón se acercó y depositó un beso en los revueltos rizos

de su mujer.—Hasta la tarde.Nunca iba a casa a mediodía, porque prefería almorzar en

la escuela.—Adiós, cariño.Él salió a la calle y se marcho.Ya estaba sola en casa. Terminó el café y se levantó a ser-

virse otra taza. El reloj de la repisa del comedor dio las diez de la mañana. Las diez y Clara aún no había aparecido.

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Se sentía algo mejor de la resaca y decidió encender el primer cigarrillo. Se levantó a buscarlo de la caja de plata que había en el aparador, y al volver a su sitio, recogió el periódico de Ramón.

Se abrió la puerta y Clara entró en el comedor.Rosa no se vestía especialmente para desayunar. Tenía

una prenda muy práctica que ella llamaba su abrigo de casa y que, por la mañana se ponía encima del camisón. Por ello, el as-pecto de Clara, correctamente vestida, calzada, peinada y maqui-llada, hizo que sintiese una punzada de irritación fraternal.

—Lamento el retraso.—No te preocupes. ¿Se te han pegado las sábanas?—No, es que esta noche he tenido que levantarme varias

veces. El pobre Pablo tenia pesadillas.—¿Pedro tampoco ha bajado?—Debe de estar haciendo la maleta. No te preocupes, no

tardará. ¿Y Ramón?—Ya se ha marchado. La obligación, se han terminado las

vacaciones. Me pidió que os dijera adiós de su parte. Yo os acom-pañaré a la estación.Clara se acercó al aparador, se sirvió café y se reunió con su her-mana.

—¿No tienes hambre?—La verdad, no.El atractivo de Clara Martínez residía en su aspecto

extraordinariamente juvenil, su hueca melena rubia, su rostro redondo y sus ojos que refl ejaban una desconcertante inocencia. No era una persona inteligente, le costaba entender un chiste y aceptaba cualquier observación al pie de la letra, aunque estuvie-ra cargada de doble sentido. A los hombres les gustaba su carác-ter, porque a su lado se sentían protectores.

A Rosa le irritaba tanto candor, pero miró a su hermana con precaución. Observó que debajo de la fi na capa de polvos, Clara estaba pálida y ojerosa.

—¿Te encuentras bien?—Sí, es sólo que no tengo hambre. Y que he dormido mal.

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Bebió café.—Odio despertarme por la noche. Es como vivir en un

mundo diferente y todo parece mucho más terrible.—¿Se puede saber qué es eso tan terrible?—Pues, no lo sé. Todo lo que voy a tener que hacer cuan-

do llegue a casa, supongo. Comprar el equipo de la escuela para Pedro y organizarlo todo, cerrar la casa, Ayudar a Margarita a encontrar otro trabajo... Luego marcharme, volver a Asturias. He procurado no pensar en ello mientras estaba aquí con vosotros. Ahora hay que volver a la realidad. Y también voy a tener que pasar unos días con Papá y Mamá. Otra complicación.

—¿Crees que debes ir?—Creo que sí.—Cómo te gusta castigarte.—No puedo evitarlo. Lo peor de todo es que ahora daría

cualquier cosa para no tener que marcharme. No me gusta dejar a Pedro solo. No me gusta que tengamos que separarnos. Me siento como si no fuera de ningún sitio. Me ocurre cuando menos lo espero...

Se le quebró la voz. Rosa temió que fuera a echarse a llo-rar.

—Clara...—Y sé perfectamente que la causa es que debo vivir entre

dos mundos, y lo peor es cuando los dos mundos se acercan y están a punto de tocarse. Como ahora.Rosa creyó comprender.

—Si te sirve de consuelo, hay miles de mujeres en tu mis-ma situación, esposas de militares y funcionarios civiles que se enfrentan con el mismo dilema.

—Ya lo sé, y no es un consuelo para mí. Sigo sintiéndome completamente aislada.

—Estás cansada.—Puede ser Rosa.—El no dormir deprime.—Sí. Clara suspiró, pero por lo menos no lloraba. Tomó más

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café y dejó la taza encima de la mesa.—Sólo de pensar que hay que empezar de nuevo, volver a

unir las piezas, perder la independencia...—Su voz fue apagándose. Las palabras no pronunciadas

fl otaban en el aire. Clara bajó la mirada y se sonrojó ligeramente.Rosa no pudo por menos que compadecerla. Adivinaba

la verdadera causa de esas insólitas confi dencias de su hermana. No tenían nada que ver con las inminentes cuestiones prácticas de la partida, ni con la separación de Pedro, sino con Francisco. Sintió pena por él, a pesar de lo aburrido que era. Seis años de se-paración no hacían bien a ningún matrimonio, y Rosa imaginaba que Clara, tan femenina, remilgada e insegura, no debía de ser muy buena en la cama.

Le parecía inexplicable cómo diantre podían satisfacer sus necesidades sexuales todos aquellos maridos abandonados. Aunque bien mirado, sólo había una solución, la de un apaño discreto. Pero hasta la frívola Rosa tenía arraigados los prejui-cios de su generación, de modo que puso freno a la imaginación y desechó aquellos sórdidos pensamientos.

—Estoy segura de que todo se arreglará. En fi n, quiero decir que todo me parece muy emocionante. Volver a ver a todos tus viejos amigos. Casi te tengo envidia.

—Sí —. Clara consiguió esbozar una sonrisa contrita. —Soy una tonta. Perdóname.

—Nada de eso, mujer. Te comprendo perfectamente. Recuerdo lo mucho que me dolió dejar a Ramón cuando nos fui-mos a Portugal. Pero no podemos estar en dos sitios a la vez. Lo único que importa es tener la certeza de que Pedro va a estar bien en esa escuela. ¿Cómo se llama?

—Colegio Pío XII de Nules.—¿Te gusta la directora?—Tiene buena reputación.—¿A ti te gusta?—Sí, creo que me gustó, cuando dejé de sentirme intimi-

dada. Las mujeres inteligentes siempre me asustan.—¿Tiene sentido del humor?

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—No le conté ningún chiste.—¿Estás satisfecha con la escuela?—Sí. Aunque no hubiese tenido que regresar a Asturias

creo que habría enviado a Pedro al colegio Pío XII de Nules, por su buena reputación y por su prestigio formando estudiantes. El colegio de los salesianos de Burriana es bueno académicamente, pero entre los alumnos hay mucha mezcla de gente. Su mejor amigo era y es hijo de un tendero.

—No tiene nada de malo.—Pero no te lleva a ningún sitio. Socialmente, quiero decir.Rosa no pudo evitar echarse a reír. Clara, siempre has

sido una pija.—No soy pija, pero pienso que las personas importan

mucho.—Desde luego que importan.—¿A qué viene ese retintín? ¿Por quién lo dices?—Por Magdalena.—¿No te cae bien?—Tanto como yo a ella. Desde luego, no es la persona con

la que me gustaría pasar unas vacaciones.Esto provocó en Clara una agitación instantánea.—Rosa por favor, no empieces a entrometerte y poner ob-

jeciones. Todo está decidido y arreglado y no hay vuelta de hoja.—¿Quién te dice que vaya a poner objeciones? —pregun-

tó Rosa. —Pero voy a decirte hermana, que Magdalena es una cacatúa, una pesada a la que no hay quien saque de sus partidas de tenis. Es muy poco femenina, parece un hombre vestido de mujer, un marimacho y, además, una persona insípida.

—Te equivocas, es muy amable. Para mí ha sido una gran ayuda. Y ha sido ella quien se ofreció a cuidar de Pedro. No tuve que pedírselo. Eso es una prueba de generosidad. Y va a regalarle a Pedro una bicicleta, otra prueba de generosidad, porque las bi-cicletas son caras. Pero, y esto es lo más importante, es una per-sona digna de confi anza. Dará a Pedro seguridad, no voy a tener que preocuparme.

—Quizá Pedro necesite algo más que seguridad.

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—¿Por ejemplo?—Un entorno propicio para que se desarrolle su persona-

lidad. Pronto cumplirá trece años. Querrá abrir las alas, descu-brirse a sí mismo. Hacer sus propias amistades. Tener contacto con chicas de su edad.

—Rosa, muy propio de ti sacar a colación el sexo. Pedro es muy joven para eso.

—Vamos Clara, a ver si te decides a crecer de una vez. Esta semana has tenido ocasión de ver con qué ganas se ha divertido. No debes regatearle placeres de la vida perfectamente naturales. No querrás verlo como nosotras, reprimido por una educación arcaica y aburrido como una ostra.

—No importa lo que yo quiera. Irá a casa de Magdalena.—Sabía que ésta sería tu actitud.¿Para qué hablar de ello? Rosa le habría dado una bofeta-

da, pero pensó en Pedro y dominó su impaciencia.—¿No te parece que podría venir a vernos de vez en cuan-

do? No pongas esa cara de horror, es una sugerencia perfecta-mente viable. En realidad, ha sido idea de Ramón.

—¿Por qué?—Se ha encariñado con Pedro. Sería un respiro para él, y

también para Magdalena.—Tendré que hablar con Magdalena.—Vamos Clara, por Dios. Ten un poco de sentido común.—No quiero disgustar a Magdalena.—Porque Magdalena no tiene buena opinión de mí.—No, es que no quiero complicaciones, no quiero marear

a Pedro. Por favor, Rosa, compréndeme. Quizá más adelante.—Tal vez no haya un más adelante.—¿Qué quieres decir? —preguntó Clara con evidente alar-

ma. —Pues no lo sé, pero me parece que no están los tiempos

como para desperdiciar nuestra vida personal, porque pronto quizá ya no la tengamos. Y me parece que no quieres que Pedro venga a esta casa porque me consideras un mal ejemplo. Tantas reuniones y tantas visitas de gente.

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—No es eso.La conversación se había convertido en un altercado y ya

las dos levantaban la voz.—Tú sabes que no es eso. Y te estoy agradecida. Tú y

Ramón os habéis portado muy bien.—Por Dios, al oírte cualquiera diría que ha sido una pe-

nitencia. Os hemos invitado a pasar las Fallas juntos y lo hemos pasado estupendamente. Eso es todo. Pero pienso que estás de-mostrando ser muy débil y egoísta. En eso te pareces a Mamá, que no soporta que la gente se divierta.

—No es verdad.—Dejémoslo.El tenso silencio se prolongaba. Clara descubrió que no

podría soportarlo ni un segundo más.—¿Dónde esta Pedro?Era un alivio que se le hubiera ocurrido algo que decir, al-

guien en quien desahogar su frustración. Se levantó bruscamente empujando la silla hacia atrás, fue hacia la puerta y la abrió para llamar al rezagado. Pero no tuvo que hacerlo, porque Pedro ya es-taba allí, al otro lado del vestíbulo, sentado al pie de la escalera.

—¿Qué haces ahí?—Atarme el zapato.No miró a su madre a la cara y Clara, a pesar de que no se

distinguía por su perspicacia, notó cierta frialdad y comprendió que su hijo debía de llevar allí algún tiempo, que seguramente se había detenido al oír las agrias voces que sonaban detrás de la puerta del comedor y que había oído hasta la última palabra de la lamentable conversación.

Clara cruzó el vestíbulo y se paró un momento.—Entra a desayunar —dijo a Pedro, y empezó a subir por

la escalera.Una vez que su madre se hubo marchado, Pedro se puso

de pie y entró en el comedor.Allí estaba la tía Rosa, en el sitio de siempre. Se miraron

tristemente a través de la habitación.—Oh, vaya, —dijo la tía Rosa. Doblo el periódico y lo dejó

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caer al suelo. —Siento mucho lo ocurrido.Pedro no estaba acostumbrado a que los mayores le pi-

dieran disculpas.—No importa.—Toma una tostada, te sentará bien.Pedro obedeció, pero las tostadas, que humeaban apeti-

tosas en la fuente colocada sobre la placa, no eran un gran con-suelo. Llevó el plato a la mesa y se sentó en su lugar habitual, de espaldas a la ventana. Miró las tostadas y le pareció que por el momento, no podría comérselas.

—¿Lo has oído todo? Pregunto Rosa.—Casi todo.—La culpa ha sido mía. No he podido ser más inoportuna.

Tu madre no está en condiciones de hacer planes en este momen-to. Debí comprenderlo.

—Estaré muy bien con la tía Magdalena.—Ya lo sé. No me preocupa que no vayas a estar bien sino

que quizá no sea muy divertido.—Hasta estas Fallas nunca me había divertido con los

mayores.—¿Quieres decir que no se echa de menos lo que no se

conoce?—Más o menos. Pero me gustaría mucho volver.—Lo intentaré otra vez.—¿Cuándo, tía?—Un poco más adelante.—No es fácil organizarse la vida estando en un colegio,

—dijo Pedro. Le parecía que la tía Rosa simplifi caba mucho las cosas.

—Opino que debes aprender a dominar las situaciones, a precipitar las cosas en lugar de esperar pasivamente a que lle-guen por sus propios pasos. Debes aprender a ser selectivo, tanto con los amigos que hagas como con los libros que leas. Y a tener independencia.

—Supongo que todo se reduce a eso.

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CAPÍTULO III

—Lo que no soporto es que se me trate como si tuviera la misma edad que Pablo. Nunca se me pregunta nada, ni se me cuenta nada. Si no llego a oiros gritar, no me entero de que me habías invitado a quedarme con vosotros. Ella no me lo habría dicho.

—Lo sé, debe de ser indignante. Creo que tienes motivo de queja. Pero no seas muy duro con tu madre en este momento.

—¿Por qué?—Está muy nerviosa y no es de extrañar que se alborote

como una gallina mojada.Rió y fue recompensada con una leve sonrisa.—Entre nosotros, me parece que tiene miedo de

Magdalena.—Ya lo sé.—¿Y tú le tienes miedo?—No.—Así me gusta.—Tía Rosa, lo he pasado muy bien en tu casa.—Me alegro.—Nunca olvidaré estas vacaciones.—Nos ha gustado mucho tenerte con nosotros, —dijo

Rosa evidentemente conmovida por la situación. —Sobre todo a tu tío Ramón. Me ha pedido que te dijera adiós de su parte. Ha sentido no poder verte.

El altercado fue olvidado y el día continuó plácidamente. Pedro estaba tan contento de que entre su madre y su tía ya no tuvieran caras largas que no tuvo ocasión de lamentar la ausencia del tío Ramón hasta que estuvieron en el andén de la estación.

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Era una vergüenza marcharse sin decir adiós al tío Ramón. La culpa era de Pedro, por haber bajado tan tarde a desayunar. Habría sido estupendo que él hubiera podido esperar cinco mi-nutos para despedirse. Pedro quería darle las gracias por muchas cosas, y no era lo mismo hacerlo por carta.

A pesar de que en su juventud su madre había deseado convertirse en una bailarina, ni ella ni Papá eran afi cionados a la música, y las tardes pasadas con el tío Ramón en su estudio habían despertado en Pedro sensaciones insospechadas.

Tenía los pies helados. Golpeó con ellos el andén de la estación, para entrar en calor. La tía Rosa y Mamá charlaban dis-traídamente, como se charla mientras se espera un tren. Parecían haber agotado los temas de conversación interesantes. Y enton-ces ocurrió algo bueno de verdad. La tía Rosa dejo de charlar, miró por encima de la cabeza de Mamá y vio a su marido en la estación.

—Mira, ahí está Ramón.A Pedro le dio un vuelco el corazón. Se volvió. Allí venía,

enorme e inconfundible. Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr hacia él.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Rosa.—Tenía un momento libre y decidí venir a despedir a mi

familia. —miró a Pedro. —No podía permitir que te marcharas sin despedirme como es debido.

—Me alegro de que hayas venido, —dijo Pedro con una sonrisa. —Quiero darte las gracias por todo. Especialmente por el reloj.

—No te olvides de darle cuerda.—Oh, descuida, —Pedro no podía dejar de sonreír.El tío Ramón ladeó la cabeza, escuchando.—Me parece que ya viene el tren.Algo se oía, las vías vibraban. Pedro se volvió y, por la

curva que se adivinaba mucho más allá del extremo del andén, vio aparecer la enorme locomotora. Su entrada en la estación de Castellón fue majestuosa e imponente. Se deslizó lentamente junto al andén principal. El maquinista estaba de pie en el estri-

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bo. Llegaba con puntualidad, como siempre. Entonces se desató mucho movimiento, se abrieron puertas por las que se apearon pasajeros cargados de maletas y en el andén comenzaron las pri-sas de la partida.

El mozo subió sus maletas al tren y fue en busca de asien-tos. Clara aturrullada, tomó en brazos a Pablo y subió al tren, de modo que tuvo que volverse y agacharse para dar un beso a su hermana.

—Habéis sido muy amables.—Adiós, cariño, —dijo la tía Rosa a Pedro. —Has sido un

encanto.Se agachó y le dio un beso.—No olvides que siempre estaré aquí. Tu madre tiene mi

teléfono en la agenda. Adiós. Date prisa, o el tren se irá sin ti. Asegúrate de que el tío Ramón se baja, o tendréis que llevarlo con vosotros. Por un instante se había puesto seria, pero ya volvía a bromear.

Pedro le sonrío, agitó la mano por última vez y se alejó por el pasillo detrás de los otros pasajeros del tren. Habían encontra-do un compartimento en el que no había más que una joven que estaba sentada con un libro abierto en el regazo mientras el mozo amontonaba maletas en la red. Cuando el equipaje estuvo colo-cado, el tío Ramón dio la propina al mozo y lo despidió.

—Bájate ya, —dijo Pedro. —El tren va a salir y quedarás atrapado.

—Eso nunca me ha ocurrido, todavía. Adiós, Pedro.Él se alejó. Al cabo de un momento estaba al lado de la tía

Rosa en el andén, al pie de la ventanilla. El andén y la estación de Castellón quedaron atrás. El tío Ramón y la tía Rosa habían desaparecido. Ya habían emprendido el regreso a casa.

Durante los minutos siguientes, se instalaron. La otra ocupante del compartimento iba sentada al lado de la puerta, por lo que ellos tenían los asientos de ventanilla. La calefacción esta-ba muy alta y hacía calor, de modo que se quitaron los abrigos.

Clara cerró los ojos, pero al poco rato los abrió y se abani-có con la mano.

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—Qué calor hace, —dijo sin dirigirse a nadie en particular.—A mí me parece que se está bien, —dijo Pedro, que aún

tenía los pies helados.Pero su madre insistió.—Perdone...Se dirigía a la joven cuyo sosiego habían turbado de modo

tan desconsiderado. Ella levantó la mirada del libro y sonrió amablemente.

—¿Le importaría si bajáramos un poco la calefacción? ¿O abriéramos la ventanilla, una rendija?

—En absoluto.Era muy educada. Dejó el libro y se levantó.—¿Qué prefi ere?—¿Quizá las dos cosas? No, creo que un poco de aire fres-

co será sufi ciente.Ella se acerco a la ventanilla.Pedro metió los pies debajo del asiento y observó cómo

la joven soltaba la gruesa tira de cuero, bajaba la ventanilla dos dedos y volvía a sujetar la correa.

—¿Está bien así?—Perfecto.Ella volvió a su sitio y reanudó la lectura.Escuchar las conversaciones de los demás, observar a los

desconocidos y tratar de adivinar su vida eran los pasatiempos favoritos de Pedro. Pedro estudió a la compañera de viaje con disimulo. El libro era muy grueso y parecía muy aburrido Se pre-guntó por qué absorbía de tal modo su atención, ya que aquella joven no parecía la clásica empollona sino que tenía los hombros anchos y una buena fi gura. Se preguntó cuántos años tendría y se dijo que unos veintiocho años. Pero quizá se equivocaba. No entendía mucho de mujeres.

Pedro se volvió hacia la ventanilla. Pero Pablo tenía otras ideas. Cansado de mirar por la ventanilla, empezó a saltar en el asiento, se bajó al suelo y, al encaramarse otra vez en la butaca, dio a Pedro un doloroso puntapié en la espinilla.

—Estate quieto, Pablo.

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Pablo empezó a berrear. Mamá tomó a Pablo en el regazo. Cuando cesaron los berridos, se disculpó ante la joven.

—Perdóneme. Me temo que la estamos molestando mucho.Ella levanto la mirada del libro y sonrió. Tenía una sonri-

sa muy simpática, con unos dientes blancos y regulares, de anun-cio de dentífrico, que le iluminaba la cara y hacía que incluso pareciese guapa.

—En absoluto, aseguró ella.—¿Viene de Tarragona?Era evidente que Clara tenía ganas de conversación. La

joven pareció advertirlo, porque cerró el libro y lo dejó a un lado.—Sí.—¿En qué trabaja?Pedro pensó que su madre era muy indiscreta, pero la jo-

ven no pareció creerlo así. Por lo visto, parecía alegrarse de tener ocasión de conversar, como si ya estuviera cansada del libro.

—Soy médico del Hospital de la Plana de Villarreal.—Ah, es médico.—Sí, señora.Daba la impresión de que presumía.Al poco rato, pasó el hombre del coche restaurante anun-

ciando el café. Clara preguntó a la joven médico si le apetecía tomarlo con ellos, pero ella rehusó cortésmente, por lo que la dejaron sola y se fueron al coche restaurante, tambaleándose un poco por los pasillos que traqueteaban y se bamboleaban. Les dieron una mesa con mantel de hilo y vajilla de porcelana azul. Las lámparas, con pantallita verde, estaban encendidas, lo que creaba un ambiente muy íntimo y cálido, porque fuera ya empe-zaba a oscurecer. Vino el camarero con una jarra de café caliente, una jarra de leche, las cucharillas y el azucarero. Luego apareció otro camarero, que les sirvió pasteles y galletas de chocolate en-vueltas en papel de aluminio. Clara sirvió el café y Pedro saboreó con deleite su fuerte aroma.

Mirando por la ventanilla del tren el paisaje crepuscular, decidió que, después de todo no había sido un día tan malo. Y, por último, estaba el encuentro con la médico del tren. Habría

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sido estupendo que hubiera tomado el café con ellos, pero tal vez no hubieran sabido de qué hablar. De todos modos, era simpática y muy natural.

Poco después de regresar al compartimento, el tren paró en Villarreal de los Infantes. Su compañera de viaje metió el libro en su bolsa de cremallera y se despidió de ellos. Desde la ventani-lla del compartimento, Pedro la vio alejarse por el concurrido an-dén de la estación a la luz de las farolas. Después, el viaje resultó aburrido, pero ya no faltaba mucho y Pablo se había dormido.

En la estación de las Alquerías-Burriana, Pedro encontró a un mozo que les llevó las maletas grandes, él cargó con las pe-queñas y Clara cargó con Pablo en brazos.

—¿Quiere que la ayude con las maletas, señora Martínez?

—No, dejaremos aquí los bultos grandes y sólo nos lleva-remos el equipaje de mano. Es todo lo que necesitamos por esta noche. Quizá el mozo pueda subirlos mañana por la mañana en la carretilla y llevarlo a casa. Aquí estarán seguros.

Cruzaron la sala de espera, el oscuro camino de tierra, el portillo y empezaron a subir por el sombreado jardín. Finalmente, llegaron a la terraza superior. La luz del porche estaba encendi-da. Cuando acababan de subir por el sendero, se abrió la puerta vidriera y Margarita salió a recibirles. Bajó rápidamente por los peldaños.

—Traiga al niño, señora, debe de estar molida. Qué ocu-rrencia, subirlo en brazos por esa cuesta, con lo que pesa. Vamos, adentro todo el mundo, que hace frío. Tengo el agua del baño preparada, un buen fuego en la sala de estar y un conejo al ajillo para la cena de esta noche.

Después de escuchar un breve resumen de su viaje y de contarles unos cuantos chismes del pueblo, la muchacha se llevó arriba a Pablo para bañarlo, darle galletas y leche caliente, y des-pues acostarle en su cama. Pedro subió tras ellos, con su maleta de mimbre en la mano, sin dejar de charlar con Margarita.

Clara los siguió con la mirada. Libre por fi n de la respon-sabilidad de Pablo y terminado el viaje, de pronto se sintió total-

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mente exhausta. Se quitó el abrigo de piel, lo colgó del extremo de la barandilla, recogió el montón de correo que la esperaba en la mesa del vestíbulo y entró en la sala de estar. El fuego de carbón ardía alegremente y Clara se quedó un momento de pie delante de el, calentándose las manos y tratando de relajar su nuca y sus hombros rígidos. Luego se sentó en su sillón y repasó las cartas. Una era de Francisco, pero no la abriría enseguida.

En ese momento todo lo que deseaba era estar allí sen-tada, sin hacer nada, calentándose al fuego y poniendo en orden sus ideas. Porque el día había sido agotador, y aquella terrible discusión con Rosa, después de una noche sin poder pegar ojo, la había dejado deshecha.

—No te preocupes por nada le había dicho Rosa. Luego le había dado un beso, como si con eso quedara todo zanjado. No obs-tante, antes del almuerzo, cuando estaban solas tomando una copa de jerez, había vuelto a la carga. En esta ocasión le había hablado dulcemente, con tono casi festivo, pero el mensaje estaba claro.

—No olvides lo que te he dicho. Es por tu propio bien tan-to como por el de Pedro. Clara sabía que su hermana se burlaba, pero no se dejó provocar.

—Eso es asunto mío.Rosa podía ser irritante, pero a veces tenía gracia, y Clara

no pudo evitar echarse a reír. No obstante, tomó muy en serio lo que su hermana le decía, y le inquietaba comprender que sus refl exiones, que le parecían acertadas, llegaban tarde para que Clara pudiera intentar modifi car las cosas, porque, como de cos-tumbre, lo había dejado todo para el último momento y ahora había tanto que hacer...

Clara bostezó largamente. El reloj de la repisa dio las ocho y media de la noche. La hora del rito cotidiano de bañarse y cambiarse para la cena. Se cambiaba todas las noches, como había hecho durante toda su vida de casada, a pesar de que desde hacía seis años, sólo cenaba con Pedro. Mientras Margarita bañaba a Pablo, Pedro volvió a tomar pose-sión de su dormitorio, deshizo la bolsa de mano y abrió la maleta de mimbre que contenía todas sus cosas. Lo puso todo encima

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del escritorio para enseñárselo a Margarita cuando terminara con Pablo.

Cuando Margarita asomó por la puerta, Pedro estaba sen-tado al escritorio, poniendo su nombre en la primera página de su nuevo diario. Margarita entró en la habitación y se sentó en la cama de Pedro, que él mismo había abierto cuando subió a correr las cortinas.

—Ven aquí y enséñame todo lo que has traído.—El mejor regalo ha sido el tuyo, Margarita.—Gracias, Pedro.—Me hizo mucha ilusión. ¿Verdad que la tía Magdalena

ha sido muy amable? Ya me había prometido una bicicleta. No esperaba dos regalos. Qué preciosidad de reloj.

—Ya no tendrás excusa si llegas tarde a desayunar. ¿Qué te ha regalado tu padre?

—Le pedí una arqueta de cedro con cerradura china, pero aún no ha llegado.

—Bueno, ya llegará.Se interrumpió un instante. Pedro la miró expectante.—¿Qué pasa?—Qué raro. No ha subido a bañarse. Son las nueve menos

cuarto. Aquí sentada se me ha ido el tiempo sin darme cuenta. ¿Crees que pensará que todavía no he terminado con Pablo?

—No lo sé.—Bueno, bajaré a avisarla de que el baño está libre.

Aunque se retrase la cena, no importa. El conejo al ajillo puede esperar. Pobrecita, seguramente estará descansando del viaje, pero no es propio de ella saltarse el baño. Bajaré a ver cómo está el conejo.

Cuando Margarita se hubo marchado, Pedro se entretuvo guardando cosas, alisó el edredón y puso el diario en el centro del escritorio. Se peinó y bajó corriendo a decir a su madre que, si se daba prisa, aún tenia tiempo de bañarse. Entró como una tromba en la sala de estar.

—Mamá, dice Margarita que si quieres...Se interrumpió. Era evidente que había ocurrido algo

malo. Su madre estaba sentada en su sillón preferido al lado de

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la chimenea, pero la cara que volvió hacia Pedro estaba marca-da por la desesperación, abotargada por el llanto. En la mesilla junto a ella había un vaso con vino y a sus pies, en el suelo, varias hojas de papel fi no cubiertas de una escritura prieta.

—¿Qué ha pasado?Cruzó la estancia y se arrodilló al lado de su madre.—¿Qué tienes?El horror de ver llorar a su madre era peor que todo lo que

pudiera decirle.—Carta de Papá.—¿Qué le ha pasado?—Nada. Es sólo que no nos quedamos en Asturias. Le han

dado otro cargo y tenemos que ir a Estoril, en Portugal.—¿Por qué te hace llorar eso?—Porque supone otro traslado. En cuanto llegue a

Asturias, vuelve a hacer las maletas y a viajar otra vez. A un sitio desconocido. Donde no conozco a nadie. Bastante malo era ya tener que volver a Asturias, pero allí por lo menos tenía mi propia casa, y eso está más lejos todavía. No he estado nunca en ese lu-gar y voy a tener que... las lágrimas acudieron otra vez a sus ojos. Es lo que me faltaba, estoy tan cansada... pero el llanto no la dejó seguir hablando.

Pedro le dio un beso. Olía a vino. Su madre nunca bebía vino.

Clara abrazó torpemente a su hijo.—Necesito otro pañuelo.—Ahora te lo traigo.Pedro salió de la sala de estar, subió corriendo a su ha-

bitación y del cajón superior de la cómoda sacó uno de sus pa-ñuelos grandes y prácticos de colegial. Al cerrar el cajón levantó la mirada y se vio en el espejo. Estaba casi tan descompuesto como su llorosa madre. Eso no podía ser. Aspiró profundamente dos o tres veces y se sobrepuso. ¿Qué le había dicho la tía Rosa? «Tienes que aprender a dominar las situaciones, no dejar que te dominen a ti» Aquélla era una situación que había que dominar. Irguió los hombros y bajó por la escalera. Descubrió que también

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Clara había hecho un esfuerzo por tranquilizarse y después de re-coger la carta del suelo hasta consiguió sonreír a Pedro con labios temblorosos.

—Gracias, cariño.Cogió el pañuelo limpio con gratitud y se sonó.—Lo siento. No sé qué me pasó. Ha sido un día agotador.Pedro se sentó en el taburete.—Rosa piensa que soy idiota. Y Magdalena también.—No hagas caso de Rosa ni de Magdalena.Clara volvió a sonarse y bebió otro trago de vino.—No sabía que bebieras vino.—No acostumbro, pero lo necesitaba. Probablemente por

eso he llorado. Debo de estar borracha.—Me parece que no.Su madre sonrió tímidamente, tratando de reírse de sí

misma.—Siento lo de esta mañana. Esa tonta discusión que tu-

vimos Rosa y yo. No sabía que estuvieses escuchando, pero no debimos comportarnos de un modo tan infantil.

—No estaba espiando.—Ya lo sé. Confío en que no pienses que soy mezquina y

egoísta contigo. Me refi ero a lo de que no me seduzca la idea de que pases temporadas en casa de la tía Rosa. Y es que Magdalena, en fi n, es verdad que no tiene muy buena opinión de Rosa y eso me pareció otra complicación con la que tenía que enfrentarme.

—No me importa —dijo Pedro. —Pero ahora ya es tarde.—La tía Rosa no debió criticarte. Y no es tarde.—Pero hay tantas cosas que hacer...—Ya lo sé, Mamá.—Lo he dejado todo para el último momento; no he

comprado los uniformes, y luego está Margarita y las maletas, y todo...

Al verla tan tensa y afl igida, Pedro se sintió enormemente protector, fuerte y capaz.

—Yo te ayudaré. Entre los dos lo haremos todo.

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Empezaremos por ese horrible uniforme. ¿Por qué no vamos mañana? ¿Dónde hay que comprarlo?

—En confecciones Edós de Nules.—Pues iremos a Edós de Nules y lo compraremos todo

de una vez. No volveremos hasta que lo tengamos todo. Iremos en coche. Vas a tener que ser valiente y conducir. No podemos traerlo todo en el tren. Clara parecía menos angustiada. El que alguien hubiera tomado una decisión por ella la había animado instantáneamente.

—De acuerdo —dijo Clara. —Dejaremos a Pablo con Margarita, no resistiría un día de compras. Sólo iremos tu y yo.

—Y también iremos al colegio Pío XII para ver como es —dijo Pedro con fi rmeza. Quiero echar un vistazo. No puedo ir a una escuela que nunca he visto.

—Bueno, decidido.—¿Te encuentras mejor? ¿Quieres darte un baño?

¿Quieres irte a la cama y que Margarita te suba la cena en una bandeja?Clara negó con la cabeza.

—No, ninguna de esas estupendas ideas. Ya estoy bien. Me bañaré más tarde.

—Entonces voy a decir a Margarita que ya puede traer la cena.

—Espera un poco.—¿Por qué?—No quiero que Margarita sepa que he llorado.Su madre adelantó el cuerpo y le dio un beso.—Gracias. Me has ayudado mucho. Eres un tesoro.—No tiene importancia.Clara abrió los ojos al nuevo día. Apenas clareaba, aún no

era hora de levantarse, y se quedó quieta en la cama, guardando el calor entre las sábanas de hilo, agradecida de haber dormido toda la noche de un tirón desde el momento en que apoyó la ca-beza en la almohada, sin sueños ni interrupciones de Pablo. Se levantó, se puso la bata, cerró la ventana y descorrió las cortinas. Vio una mañana pálida, brumosa y muy silenciosa. El jardín re-

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zumaba humedad.Sería un día que conservaría aparte, una entidad en sí

mismo, un día que pasaría en compañía de su hijo mayor, un día especial. Lo recordaría nítidamente, como una buena fotografía enmarcada, sin puntos borrosos. Se apartó de la ventana, se sentó ante el tocador y de un cajón sacó el sobre marrón que contenía la lista del equipo de colegial del colegio Pío XII de Nules, junto con una retahíla de instrucciones para los padres. Los alumnos debían llegar antes de las dieciséis horas del día que se indicaba. Al parecer, las reglas y disposiciones eran tan severas para los padres como para los pobres niños.

—Creo que debemos irnos en cuanto terminemos de de-sayunar. La lista del equipo nunca se acaba y luego habrá que marcarlo todo. No quiero pensar en todo lo que tendremos que coser. Quizá Margarita me ayude.

—¿Por qué no usamos la maquina de coser?—Buena idea. Más rápido y más limpio. No se me habría

ocurrido. Media hora después estaban preparados. Clara iba pro-vista de listas, instrucciones, bolso y talonario de cheques, y, por si llovía, se había puesto el impermeable. Pedro llevaba su viejo impermeable de color amarillo. Le estaba corto y dejaba al des-cubierto unas piernas delgadas y interminables.

—¿Lo tienes todo? —preguntó su madre.—Me parece que sí.

Se pararon a escuchar, pero de la cocina sólo llegaban sonidos de la plácida conversación que Pablo estaba manteniendo con Margarita que tanto podía estar preparando un fl an como ba-rriendo el suelo de la cocina.

—No hagamos ruido o querrá venir con nosotros.

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CAPÍTULO IV

Salieron sigilosamente por la puerta delantera y, andan-do de puntillas, cruzaron la grava en dirección al cobertizo de madera que servía de garaje. Pedro abrió las puertas y Clara, con cautela, se sentó al volante del pequeño Citroen Tras un par de intentos consiguió que el motor arrancase. Metió la marcha atrás y el coche salió a trompicones.

Pedro se sentó al lado de su madre y el coche se alejó de la casa. Clara tardó algún tiempo en adquirir seguridad y hasta que dejaron atrás el pueblo no puso tercera y alcanzo los cincuenta kilómetros por hora.

—No sé por qué te da tanto miedo conducir. Lo haces muy bien.

—Es la falta de práctica. Como en Asturias teníamos chófer... Encontraron un poco de niebla y hubo que conectar los limpiaparabrisas, pero había muy pocos coches en la carretera esa mañana, y Clara empezó a relajarse un poco. Más allá, la carretera nacional trescientos cuarenta discurría entre la vía del tren y una extensión de tierras de labor, con bastantes campos de naranjos. Al fondo, ya podía distinguirse el pueblo de Nules.

Aparcaron el coche en la avenida de la Constitución, justo delante de una verdulería. En la puerta de la verdulería había unas cajas con lechugas y tomates y del interior salía un olor a puerros y chirivías. Mujeres del barrio cargadas con pesados ces-tos transitaban por las aceras y cada tanto se paraban a charlar.

—Hace buen día.—Bastante, sí.Habría sido divertido quedarse a escuchar, pero Clara te-

nía prisa y ya cruzaba la avenida en dirección a la calle Mayor para

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ir a confecciones Edós. Pedro tuvo que correr para alcanzarla.Confecciones Edós de Nules era una tienda con escapa-

rates llenos de prendas, jerseys, sombreros, trajes para señoras y caballeros. Dentro predominaba la madera oscura y las paredes blancas, las dependientas eran la mayoría jóvenes. Una de ellas, que parecía tener la cabeza unida al cuerpo por un cuello alto y asfi xiante, sé adelantó respetuosamente.

—¿Puedo servirla, señora?—Muchas gracias. Venimos a comprar el equipo del cole-

gio Pío XII de Nules.—Primera planta, señora. Tomen la escalera, si tienen la

bondad.—¿Para qué quiere que tomemos la escalera? —preguntó

Pedro.—Cállate, que te va a oír.La escalera era ancha y majestuosa, y tenía una barandilla

impresionante, con un pasamanos de reluciente caoba que debía de ser un tobogán perfecto. El departamento de niños ocupaba todo el primer piso y era espacioso, con largos y pulimentados mostradores a cada lado y ventanas que daban a la calle. Una dependienta se acerco a ellos.

—Buenos días, señora.—Buenos días.—¿Desean alguna cosa?—Sí, Clara sacó la lista del bolso. —El equipo del colegio

Pío XII de Nules, es para mi hijo.—¿Qué necesitan?—Todo.—Eso nos llevará algún tiempo.La mujer acercó dos sillas con respaldo de madera curvo

y Clara se quitó los guantes, saco la pluma estilográfi ca y se puso a hacer la gran compra.

—¿Por dónde quiere empezar, señora?—Por el principio de la lista. El abrigo de color azul.—Los abrigos son de un género excelente. También le traeré

la chaqueta y el pantalón. Son para el domingo, para ir a la iglesia.

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Pedro, sentado de espaldas al mostrador, oía sus voces, pero ha-bía dejado de escuchar porque algo infi nitamente más interesante le había llamado la atención. Al otro lado de la sección, en el otro mostrador, había otra madre que también estaba comprando con su hijo, pero no parecían tomárselo como una operación muy se-ria, sino que bromeaban y reían como si fuera cosa de juego.

Además, la dependienta era joven y atractiva, y se veía que los tres se divertían mucho, lo cual era sorprendente, porque también compraban los uniformes del colegio Pío XII de Nules. O más exactamente, ya los habían comprado, ya habían llegado al fi nal de su maratón, porque ahora las pilas de impecables pren-das, muchas de aquel horrible color azul oscuro, eran envueltas en crujiente papel de seda e introducidas en bolsas de plástico.

—Si lo desea, puedo enviárselo, señora Segura-Alcolea.—No, nos lo llevaremos ahora. Teresa quiere empezar

a marcar las prendas cuanto antes. Y he traído el coche. Sólo necesito a un alma caritativa que me ayude a llevar las bolsas y cargarlas en el maletero.

—Llamaré a Javier uno de los empleados del almacén. Él la ayudará. Estaban sentados de espaldas a Pedro, pero no importaba, porque en la pared había un gran espejo y a veces era mejor mirar por un espejo porque, con un poco de suerte, la gente no se daba cuenta de que estaba siendo observada. El chico estaba sentado con los codos apoyados en el mostrador, los hombros encorvados y las piernas enganchadas en las patas de la silla. Era desgarbado pero no carecía de gracia, porque trasmitía tal naturalidad y confi anza en sí mismo que uno enseguida com-prendía que en toda su vida nadie le había dicho que era torpe o estúpido.

—¿Cómo lo pagará, señora Segura-Alcolea?—Cárguelo en cuenta, es lo más cómodo.La voz de la señora Segura-Alcolea era un poco ronca

y risueña. Resultaba difícil ver en aquella mujer a una madre. Parecía una actriz, una estrella de cine, una atractiva hermana mayor o una tía joven. Todo menos una madre.

—Bien, eso es todo, supongo.

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—Vámonos, cariño. Hemos tardado menos de lo que temía. Ahora iremos a tomar café y te compraré un helado o un pastel de chocolate.

A las doce y media de la mañana ya lo tenían todo y habían terminado sus compras en confecciones Edós de Nules. Clara extendió el enorme cheque mientras doblaban y metían los montones de prendas en bolsas de plástico. De modo que, carga-dos como mulas, cruzaron las calles de Nules y dejaron las bolsas en el asiento trasero del Citroen con un suspiro de alivio.

—¿Qué quieres hacer ahora?—Vamos a ver el colegio Pío XII, a echar un vistazo.—¿De verdad quieres ir?—Sí.Volvieron al coche, cruzaron las calles del pueblo, entra-

ron por una avenida bordeada de anchos márgenes de hierba y unas acacias grandisimas. La avenida no era muy larga y al extre-mo estaba la casa, con una explanada de grava delante de la im-ponente puerta principal. Había dos coches pequeños aparcados al pie de la escalera que conducía a la puerta, pero no se veía a nadie.

—¿No crees que deberíamos llamar para que sepan que estamos aquí? —preguntó Clara.

Tenía miedo de ver aparecer a un portero colérico que las echara con cajas destempladas, por intrusos.

—No, si alguien nos pregunta se lo explicaremos sencilla-mente.

Pedro miraba la casa y advirtió que la parte principal era muy antigua pero, detrás de ese cuerpo primitivo del edifi cio, había un ala mucho más moderna, con hileras de ventanas y, al extremo, un arco de piedra que daba a un pequeño patio.

Empezaron a andar alrededor de la casa, haciendo crujir la grava delatoramente. De vez en cuando se paraban a atisbar por las ventanas. Una clase, pupitres con tapa y tintero, una piza-rra con restos de tiza, mas allá, un laboratorio con largas mesas. Llegaron a un rincón soleado y abrigado, con un banco curvado. Parecía un buen lugar para sentarse un momento a tomar el débil

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sol de invierno.—¿Qué piensas?—¿Qué pienso de qué?—De este sitio. Del colegio Pío XII de Nules.—Que tiene un bonito jardín.Clara abrió los ojos y sonrió.—¿Eso es un consuelo?—Claro que sí. Si tienes que estar encerrado, mejor si el

sitio es bonito.—No digas eso.—¿Por qué no?—Haces que me sienta como si te abandonara en una

especie de cárcel. Y yo no quiero dejarte, me gustaría llevarte conmigo.

—Estaré bien.—Si quieres ir a casa de mi hermana Rosa, puedes hacer-

lo. Hablaré con Magdalena. En realidad, hice una montaña de un grano de arena. Lo único que quiero es que estés contento.

—Eso quiero yo también, pero no siempre lo estoy.—Procura estarlo.—Y tú también.—¿Qué quieres decir?—Que no te preocupes tanto por eso de tener que ir a

Portugal. Estoy seguro de que te encantará, incluso más que Asturias. Es como ir a una fi esta. Las que más miedo te dan, luego resultan ser las más divertidas.

—Sí —dijo Clara. —No sé por qué me entró tanto pánico. Sé que tengo que planteármelo como una aventura. Y signifi ca un ascenso para tu padre.

—Ya lo sé.—Pero es superior a mis fuerzas, me da horror pensar que

tengo que hacer el traslado, ver caras nuevas, hacer nuevas amis-tades.

—Es mejor no adelantarse a los acontecimientos. Piensa sólo en mañana y toma las cosas una a una. Empiezo a tener frío.

—Vámonos.

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Dejaron el rincón del banco y siguieron un camino cru-zado de raíces que ascendía con un poco de pendiente. Al fi nal de la pendiente encontraron una tapia que rodeaba lo que en tiempos debió de ser un huerto, pero en lugar de hortalizas había ahora una pista asfaltada dividida por una red. Un jardinero ba-rría el sendero, y había hecho una serie de pequeños fuegos para quemar las hojas a medida que las amontonaba. Cuando ellos se acercaron, el hombre se llevó la mano a la gorra.

—Buenas tardes.Clara respondió con una sonrisa.—Hace un buen día.—Sí. Estábamos echando un vistazo.—Eso no hace ningún daño.Dejaron al hombre y cruzaron una puerta abierta en la

alta pared de piedra. Por ella se accedía a un campo de deportes, con porterías, y unos vestuarios de madera. Fuera del jardín se sentía un viento frío. Apretaron el paso inclinando el cuerpo y cruzaron el campo. Llegaron a los edifi cios que conducían a la en-trada principal, la avenida y el patio del colegio Pío XII de Nules donde les esperaba el pequeño Citroen. Subieron al coche y ce-rraron la puerta. Clara alargó la mano hacia la llave de contacto pero no la hizo girar.

Pedro esperaba no sabia el qué, pero su madre sólo repitió lo ya dicho, como si insistiendo en ello pudiera hacerlo realidad.

—De verdad quiero que seas feliz.¿Quieres decir feliz en el colegio o feliz para siempre?—Las dos cosas, imagino.—Es bonito.Emprendieron el regreso a casa. Clara se dijo que había

sido un buen día. Un día constructivo, que había hecho que se sintiese un poco mejor dispuesta. Desde su discusión con Rosa sentía un ligero remordimiento, no sólo porque regresaba a Asturias sin Pedro, sino porque le parecía que había sido poco comprensiva y perceptiva. Sentir remordimiento era malo, pero saber que apenas sí le quedaba tiempo para remediar la situa-ción le afl igía más de lo que estaba dispuesta a reconocer incluso

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ante sí misma. Pero las cosas habían mejorado. Pedro y ella no sólo se había entendido sino que habían establecido una relación de compañerismo. Clara comprendía que los dos se habían em-peñado en ello con todas sus fuerzas y eso ya bastaba para que se sintiese enormemente agradecida. Era probable que hubiese esperado demasiado, pero al fi n lo había conseguido. Ahora se sentía más tranquila y más fuerte. Había que tomar las cosas una a una, había dicho Pedro, y Clara animada y reconfortada por la buena disposición de su hijo, siguió su consejo, decidida a no dejarse agobiar por todo lo que aún quedaba por hacer.

Confeccionó listas, numerando las tareas por orden de prioridad y iba tachándolas a medida que iba cumpliéndolas. Durante los días que siguieron se trazaron y pusieron en práctica con todo rigor los planes para el cierre de la casa donde vivían y la dispersión de sus ocupantes. Los efectos personales que Clara había traído de Asturias o acumulado durante su estancia en las Alquerías del Niño Perdido, fueron retirados de las distintas ha-bitaciones y armarios, inventariados y embalados para ser lleva-dos al almacén. El nuevo baúl de Pedro, con refuerzos de latón y marcado con sus iniciales, estaba abierto en el rellano del primer piso y recibía en su espacioso interior toda clase de prendas, de-bidamente marcadas y dobladas.

—¿Puedes venir a ayudarme?—Ya estoy ayudándote —respondió Pedro desde detrás de

la puerta de su cuarto.—¿Qué haces?—Embalar mis libros para llevarlos a casa de la tía

Magdalena.—¿Todos? ¿Hasta los cuentos infantiles?—No, ésos los pongo en otra caja. Irán al almacén con

todas tus cosas.—Pero si ya no los leerás.—Quiero guardarlos para mis hijos.Clara, sin saber si reír o llorar, fue incapaz de discutir.—Está bien. He encontrado casa para Margarita. Por lo

menos, así lo creo. Pasado mañana tiene que ir a hablar con la

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señora.—¿Y quién es la señora?—La señora Bonilla.—No sé quien es.—Sí que la conoces, Pedro. A veces la hemos encontrado

comprando.—No caigo en quién puede ser.—Siempre nos da conversación.—¿Es muy vieja?—De mediana edad, diría yo. Y muy animada. Su criada,

que ha estado con ella cuarenta años, quiere retirarse porque tie-ne varices y se marchara a vivir con su hermano.

—¿La señora Bonilla tiene cocinera?—No, Margarita lo hará todo.—Menos mal.—¿Por qué lo dices?—Me dijo que prefería estar sola, que no quiere fregotear

para una puerca cocinera gruñona.—No hables así, Pedro.—Sólo repito lo que dijo Margarita.—Pues ella tampoco debería decir esas cosas.—Puerca no me parece una mala palabra.—Yo creo que sí, Pedro.—No es para tanto.Los últimos días transcurrieron a velocidad de vértigo. Las

habitaciones, despojadas de fotografías, cuadros y adornos, tenían un aire impersonal, como si ya estuvieran deshabitadas. Mientras Pedro y Margarita trabajaban con ahínco, Clara hablaba por telé-fono con la ofi cina de pasaportes, el guardamuebles, la estación del ferrocarril, el director del banco, el abogado, con su cuñada Magdalena, con su hermana Rosa y, fi nalmente, con su madre.

El último día, como no tenían cubiertos ni vajilla, los cua-tro almorzaron estofado en la cocina, en los platos desportillados incluidos en el ajuar de la casa cuando la alquilaron. Despues de almorzar llamaron a un taxi para que Clara pudiera llevar a Pedro a casa de la tía Magdalena. Fueron todos hasta el taxi. Clara dio

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un beso a Pablo.—Enseguida vuelvo. No hagas enfadar a Margarita.—No tengo prisa, señora —dijo Margarita. —No hace falta

correr.Luego subieron al taxi. El hombre cerró las puertas y se

sentó al volante. Puso el motor en marcha. Por el tubo de escape salió un humo maloliente.

—Di adiós, Pablo —dijo Margarita.Pablo agitó la mano como si fuera una bandera, los neu-

máticos hicieron chirriar la grava y se vio la cara de Pedro pegada en el cristal de atrás. También Pedro agitó la mano, y siguió agi-tándola hasta que el taxi tomó la curva y se alejó bamboleándose por el camino, y dejaron de verlo y de oírlo.

Cuando llegaron a casa de la tía Magdalena en Nules, se había levantado un viento que hacía temblar los cristales y silbaba por las rendijas de la ventana, al otro lado de la cortina. Sonaba como un huracán. Pedro dormía en una de las camas ge-melas, Clara se levantó, le subió la manta y le dio un beso. Luego se acercó al espejo del tocador, se arregló el cabello y se ajustó el pañuelo de seda que llevaba anudado sobre los hombros. Su pá-lido refl ejo fl otaba en el oscuro espejo como una aparición. Salió y cerró la puerta con suavidad.

Cruzó el rellano y empezó a bajar por la escalera. Hacía tiempo que Clara pensaba que Miramar de la Plana era una casa insípida. Había sido construida poco antes de la Guerra Civil y carecía tanto de las comodidades de lo moderno como del encan-to de lo antiguo, y por su situación estaba expuesta a todos los vientos. Pero su mayor inconveniente era la sala de estar, que el arquitecto en un momento de enajenación mental, había diseña-do como salón de estar y vestíbulo en el cual se encontraban las escaleras y la puerta principal de la casa. Esta disposición permi-tía el tránsito de corrientes de aire y producía una sensación de profesionalidad, como si se estuviere en la sala de espera de una estación de tren.

A pesar de todo, allí estaba Magdalena, hundida en su sillón, al lado de los troncos de leña que siseaban en la chimenea,

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con los cigarrillos y el vino al alcance de la mano y haciendo me-dia. Tejía guantes de lana. Cuando terminaba un par, lo guardaba en un cajón para la tómbola de la parroquia de Nules o para el bazar y empezaba el siguiente. Lo llamaba su «tic productivo» y le servía para cumplir el cupo de obras de caridad. Al escuchar a Clara en la escalera, levantó la mirada.

—Creí que te habías perdido.—Lo siento.—¿Pedro duerme?—Sí, profundamente.—Bebe algo, sírvete.Arrimada a una de las paredes de la sala había una ban-

deja con botellas y vasos. Un toque masculino, otro de los deta-lles que hacía presente el recuerdo de Jaime Franch. Porque en aquella habitación nada había cambiado desde su muerte. Sus trofeos de tenis seguían adornando la repisa de la chimenea, las fotografías colgadas de las paredes y, por todas partes, reliquias coleccionadas por Jaime, el difunto marido de Magdalena.

Clara se sirvió un jerez y se sentó en el sillón, al otro lado de la chimenea. Magdalena soltó la labor y alargó la mano hacia el vino.

—A tu salud —dijo, y tomó un sorbo. —No pareces muy alegre.

—Estoy bien.—Comprendo que para ti debe de ser muy duro dejar a

Pedro. En fi n, el tiempo todo lo cura.—¿Tú crees?—Lo superaras.—Eso espero —dijo Clara con voz apagada.—Por lo menos, ahora ya lo has dejado atrás.—Sí —dijo Clara.De repente, le pareció que el fuego de la habitación la

asfi xiaba. Sintió un calor insoportable que le recorría el cuerpo y le encendía las mejillas. Comenzó a sudar ligeramente. No podía seguir allí. Había terminado el jerez.

Ostentosamente, levantó el puño del vestido y miró el reloj. —Tengo que pedirte que me disculpes un momento —si

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no salía al aire libre a respirar, se desmayaría. —Pedro tiene un sueño muy agitado y quiero subir a verlo. Se puso de pie y se alejó andando hacia atrás.

—Vuelvo enseguida.Afortunadamente para ella, Magdalena no se había dado

cuenta de su malestar.—Cuando vuelvas, te tomas el otro medio.Subió por la escalera, Pedro seguía durmiendo. No se

había movido de su sitio. Clara sacó del armario una chaqueta y se la echó sobre los hombros. Salió de la habitación, bajó por la escalera de servicio y cruzó el comedor, donde ya estaba puesta la mesa para dos, ella y Magdalena. A un extremo había una puerta vidriera por la que se salía a un pequeño patio, rodeado de un alto seto de bugambillas de colores que lo resguardaba un poco del viento, donde Magdalena cultivaba plantas. En verano usaba la pequeña terraza para ofrecer aperitivos y cenas informales.

Clara aparto las pesadas cortinas de terciopelo, abrió la vidriera y salió. Al instante, el viento se abalanzó sobre ella y em-pujó la vidriera, obligándola a batallar para impedir que ésta se cerrara de golpe y llamara la atención.

Clara se volvió hacia la oscuridad y dejó que el frío le pe-netrara en el cuerpo. Fue como meterse bajo una ducha helada. Se llenó los pulmones de un aire limpio y ligero que olía a mar y permitió que el viento le revolviera el cabello apartándolo de sus sienes húmedas. Ya se sentía mejor. La sensación de ahogo había pasado. Ya estaba más tranquila, fresca y relajada.

Se sintió insignifi cante, un puntito de humanidad, y la invadió un miedo terrible. El viento y la oscuridad eran factores conocidos y sus temores nacían de sí misma. No sabía cuanto tiempo había estado allí y empezaba a tener frío. Se volvió, entró en la casa, cerró las vidrieras y corrió las cortinas. Subió por la es-calera de servicio de la casa con sigilo. Colgó la chaqueta, miró su cama y sintió deseos de acostarse, estar sola, dormir. Pero se lavó la cara con una toalla caliente, se empolvó y se peinó. Reparados los desperfectos externos, fue en busca de Magdalena.

Cuando la oyó bajar, Magdalena levantó la mirada.

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—¿Qué has estado haciendo todo este rato?—Estaba con Pedro.—¿Ocurre algo?—Nada.—¿Seguro?—Todo esta perfectamente.A la mañana siguiente, Pedro, su madre y la tía Magdalena

fueron a llevar a Pedro al colegio Pío XII de Nules, para que se quedara interno durante todo el curso escolar. La jefa de fi las del colegio Pío XII de Nules era una criatura hermosa, alta y bien desarrollada que ostentaba el nombre de Adriana Costa. Las obligaciones de Adriana eran de índole diversa y se las to-maba muy en serio. Ella era la que hacia sonar la campana, la que acompañaba a la señorita Aguirre a la oración de la mañana y la que organizaba la larga fi la que el domingo trotaba hacia la iglesia arciprestal de Nules. También era ella la que encargada de la diaria distribución de las cartas y paquetes que la furgoneta de correos entregaba para los internos.Esta operación tenía lugar durante la media hora libre que pre-cedía al almuerzo. Adriana se situaba detrás de la larga mesa de roble del salón principal, como una competente dependienta, e iba entregando sobres y paquetes. Un paquete grande y pesado, envuelto en arpillera y atado con grueso cordel, con profusión de etiquetas y sellos de Portugal.

—¿Pedro Martínez?—No está.—¿Dónde está?—No lo sé.—¿Por qué no esta aquí? Que alguien vaya a buscarle.—No, no hace falta.—¿Quién está en su dormitorio?—Yo.Adriana buscó con la mirada, y detrás de la multitud

de niños que se apretujaban ante la mesa, vio a José Antonio Segura-Alcolea. No le parecía bien aquel recién llegado, le pa-recía rebelde y descarado. Le había pillado dos veces corriendo

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por los pasillos, lo cual era una falta grave, y un día le sorprendió comiendo un caramelo de menta en el aseo.

—Pedro debería estar aquí.—No es culpa mía —dijo José Antonio.—No seas contestón.No le vendría mal a aquel insolente hacer un poco de pe-

nitencia.—Llévate este paquete.—Vale.—Y dile que es obligatorio estar aquí a la hora del correo.—Se lo diré.—Ten cuidado no se te caiga, que pesa mucho. ¿Y dónde

puede estar?—Ni idea.—Tendrás que buscarle.José Antonio se adelantó y abrazó el pesado paquete con-

tra su pecho. Pesaba mucho. Sujetándolo con fuerza, se apartó de la mesa. Cruzó el suelo reluciente del largo comedor y salió al pasillo de las clases. Primero fue a la clase de Pedro, pero estaba vacía, de modo que volvió sobre sus pasos y empezó a subir por la ancha escalera sin alfombra, camino de los dormitorio. Bajaba una celadora.

—¿Se puede saber que llevas ahí?—Es para Pedro Martínez.