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62 Revista Casa de las Américas No. 282 enero-marzo/2016 pp. 62-68 FLECHAS E l capitalismo globalizado se está enfrentando en estos mo- mentos con la que podría ser la más grande de las crisis de su historia, que además viene abastecida esta vez con todos los instrumentos que hacen falta para convertir al planeta en una nube de cenizas cósmicas. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon le puso fin al patrón oro para el dólar, a lo que se unió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, la crisis a que aquí me refiero no ha hecho otra cosa que ahondarse. El caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero de un grupo de bancos estadunidenses que cayeron en quiebra; el de 2008, cuando se produjo el estalli- do de la burbuja inmobiliaria española; el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24,7 millones de personas sin trabajo; así como el actual de 2015, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos lo estamos viendo en el caso del cobre y los venezolanos en el del petróleo, son nada más que los hitos mayores de una enfermedad que ha durado ya cuatro decenios. En este estado de crisis, el capitalismo globalizado hace lo que siempre ha hecho en circunstancias análogas: embarcarse en GRÍNOR ROJO Sobre la crisis actual del capitalismo globalizado

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FLECHAS

El capitalismo globalizado se está enfrentando en estos mo-mentos con la que podría ser la más grande de las crisis de su historia, que además viene abastecida esta vez con

todos los instrumentos que hacen falta para convertir al planeta en una nube de cenizas cósmicas. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon le puso fin al patrón oro para el dólar, a lo que se unió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, la crisis a que aquí me refiero no ha hecho otra cosa que ahondarse. El caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero de un grupo de bancos estadunidenses que cayeron en quiebra; el de 2008, cuando se produjo el estalli-do de la burbuja inmobiliaria española; el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24,7 millones de personas sin trabajo; así como el actual de 2015, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos lo estamos viendo en el caso del cobre y los venezolanos en el del petróleo, son nada más que los hitos mayores de una enfermedad que ha durado ya cuatro decenios.

En este estado de crisis, el capitalismo globalizado hace lo que siempre ha hecho en circunstancias análogas: embarcarse en

GRÍNOR ROJO

Sobre la crisis actual del capitalismo globalizado

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una campaña de reacumulación, expandiéndose territorialmente hacia comarcas de la tierra que no habían sido incorporadas todavía dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que pro-fundiza la capacidad de extracción de plusvalía que ya posee al interior de las comarcas que se encuentran bajo su dominio. Respecto de la ex-pansión territorial contemporánea, como sabemos ella tiene lugar sobre todo en el Oriente Medio, principal aunque no exclusivamente en Irak, Libia y Siria. El argumento de George W. Bush, quien en 2003 desató la segunda guerra del Golfo con la intención de «liberar» a la humanidad de la «amenaza nuclear» de Saddam Hussein y a los iraquíes de su «tiranía», y de propiciar de esa manera la formación de un «Medio Oriente democrático», no fue más que un pretexto para enmascarar un despliegue expansionista cuya finalidad no era solo apoderarse del petróleo, lo que es obvio, sino «abrir» íntegramente esa región a los apetitos del sistema capitalista.

Diez años antes de esa primera guerra del Golfo, el «consenso de Wáshington» había puntualizado uno por uno los objetivos del pro-yecto: privatizar las empresas públicas, liberar el comercio y los mercados de capitales a nivel internacional, eliminar las condiciones de entra-da a la inversión extranjera directa, desregular el mercado laboral y asegurar jurídicamente los derechos de propiedad eran algunos de ellos. Por otro lado, si ahora volvemos la mirada hacia adentro y nos fijamos en el espacio que ya controla, la sobrexplotación de los recursos naturales y la del trabajo humano, en este segun-do frente echando mano de estratagemas como la tan recomendada «flexibilidad laboral», y la mercantilización de una serie de prácticas que

hasta no hace tanto tiempo se mantenían libres o semilibres de contagio –como las que dicen relación con la cultura y el deporte–, descubri-remos ejemplos elocuentes de la otra estrategia que el capitalismo global está utilizando para salir del atolladero en que se encuentra metido. En Chile, que a la Asociación Nacional de Fút-bol Profesional no solo le interese sino que le convenga que los aficionados no acudan a los estadios porque esa Asociación es la dueña del Canal del Fútbol y mientras menos gente vaya a ver el espectáculo habrá un número mayor de televidentes, es, por decir lo menos, una contra-dicción en términos. Y todo eso sin contar con el renovado e incesante bombardeo mediático por medio del cual se incita a los buenos veci-nos a precipitarse en la borrachera consumista del mall.

La ideología neoliberal es la que suministra el libro de instrucciones para estos despropósi-tos. Con una perspectiva cientificista, que nos asegura que el todo del objeto de la «ciencia económica» no es otro que el todo del objeto ca-pitalista, cuyas propiedades habría que «desarro-llar» e inclusive «innovar», pero sin pretender eliminarlo, y que de hecho y por consiguiente lo «naturaliza», la tesis estrella de estos preten-didos científicos es que el capitalismo es como un caballo o como una manzana, un cuerpo vivo que no necesita de controles externos puesto que se regula por sí solo habida cuenta de su pertenencia no al reino de la cultura sino al de la naturaleza. Este es el cuesco «filosófico» de la pedagogía que Milton Friedman, Arnold Harberger y Larry Sjaastad les propinaron a los Chicago boys chilenos durante la década del se-tenta y que ellos nos infligieron posteriormente a nosotros con fervor discipular.

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Y algo más en el mismo sentido: el libertinaje económico contemporáneo no supone, como suele creerse y como parecería ser el caso, una minimización del Estado (el «Estado subsidia-rio» no es eso). Lo que se ha producido es solo un cambio de funciones: en la era neoliberal el Estado sigue en pie y sólidamente en pie, pero no para controlar (y ocasionalmente competir con) la actividad económica privada, que fue su tarea durante el período anterior, aquel al que Enzo Faletto le dio el apelativo de «nacional popular» y que en mi opinión es el de nuestra segunda modernidad, sino para suprimir los obstáculos que pudieran entrabarla. Por ejemplo, el llamado «conflicto mapuche» en el Sur de Chile es en última instancia un choque entre los derechos ancestrales de esa etnia y los intereses de las empresas madereras. En estas condiciones, el papel del Estado neoliberal consiste en aplacar y/o reprimir. Comprar tierras para entregárselas a ciertos mapuche, no a todos, dividiéndolos y disuadiéndolos de la insistencia en la parte sus-tantiva de sus demandas (que son territoriales, eso es cierto, pero que también son de reconoci-miento político) y/o enviar un contingente mayor de policías a la zona.

Dos consecuencias de la puesta en ejercicio de tales enseñanzas son un debilitamiento abismal de la política y la reducción de la cultura a la fa-rándula. El control político de la economía, esto es, la injerencia del pueblo en el funcionamiento económico, haciendo uso este de su condición de «soberano» mediante el mecanismo de la democracia representativa, que es el que hace que el pueblo les traspase a sus «representantes» el poder que axiomáticamente le pertenece en el mundo moderno y en virtud del cual puede su-puestamente exigirles a esos representantes que

ellos rindan cuenta de sus actos, y el juicio crítico de los intelectuales son para los patrocinadores del neoliberalismo un par de toxinas que sienten que no tienen por qué consentir ni tolerar. Esto significa, ni más ni menos, que el antiguo marida-je entre el liberalismo económico y el liberalismo político ha dejado hoy por hoy de tener validez; que, como muy bien lo entendió el asesor de Pinochet, Jaime Guzmán, en el escenario del siglo xxi el neoliberalismo económico no se casa como antaño con la libertad política sino con el autoritarismo; que uno y otro no son sino las dos caras de una misma moneda o, lo que no es muy distinto, que el neoliberalismo no es ya compatible con los principios emancipadores e igualitarios de la democracia clásica, sino que resulta intrínsecamente contradictorio con ellos tanto como lo es con un empleo libre y creativo de la inteligencia.

Libre de este modo de trabas políticas y cul-turales, el sistema capitalista destruye el mundo. El cambio climático, que es el nombre de buena crianza con que los burócratas nombran al ca-lentamiento global, es, a este respecto, un dato conocido de sobra. Es el calentamiento de la tierra y de los mares, causado por los gases de efecto invernadero que tienen como su origen principal las intervenciones humanas (entre ellos el más importante es el dióxido de carbono, CO2. Estados Unidos es responsable por la mitad de las emisiones de CO2 en el mundo y China aumenta día a día su participación en la estadística...); ca-lentamiento que deshace los glaciares y amenaza subir el nivel de los océanos, además de provocar huracanes, inundaciones, sequías, desertificación y toda clase de enfermedades, y que es una prue-ba por indecencia de los desafueros del progreso capitalista «sin límites». A vuelo de pájaro, anoto

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aquí lo demás que tan bien conocemos acerca de la catástrofe medioambiental: la contaminación de las ciudades, la extinción de cientos de espe-cies animales, la depredación de los bosques y la apertura a la explotación comercial de regiones del planeta que son pulmones de la humanidad, como Alaska, la Amazonía o la Patagonia. Y en la misma lista de torpezas obscenas podríamos incluir la conversión de los ríos y los océanos en megabasurales.

En otro orden de obscenidades, en lo que va corrido de la historia moderna no se había ge-nerado hasta ahora una concentración mayor de la riqueza (según la Oxfam, los haberes de los ochenta individuos más ricos del mundo se du-plicaron entre 2009 y 2014, en tanto que al ritmo en que nos estamos moviendo en el año 2016, el 1 % de la población mundial va a ser dueña de más del 50 % de la riqueza existente sobre la tierra), mientras que al mismo tiempo (también según la Oxfam), «mil millones de los siete mil millones de mujeres y hombres que habitan en el planeta viven en condiciones de extrema pobreza». Y agregan a eso que en tan solo una generación los habitantes del mundo llegarán a los nueve mil millones, dos mil más que hoy y de los cuales «el 90 % lo hará en condiciones de pobreza».1

En Chile, el ingreso anual per capita, que es el más alto de la América Latina, ascendió en 2015 a veintitrés mil quinientos sesenta y cuatro dóla-res anuales. Entretanto y también en este 2015, el 50 % de los trabajadores chilenos ganó menos de trescientos mil pesos al mes, doscientos diez

dólares, lo que da un total de dos mil quinientos veinte dólares anuales. El abismo entre el ingreso per capita y la realidad del ingreso de más de la mitad de los trabajadores chilenos no es otro que el abismo de la desigualdad. ¿Qué de raro tiene entonces que tengamos las cárceles más sobrepobladas de la América Latina?

Asimismo, la guerra en el Oriente Medio, en países que se desprendieron no hace tanto de la garra colonial, donde los regímenes de Hussein, Gadaffi o Mubarak, que por cierto que no eran ningunos demócratas, mantenían sin embargo un equilibrio precario, entre facciones que en los cincuenta años que van transcurridos del tiempo poscolonial no han resuelto aún sus diferencias, hoy, como resultado de la voracidad del Occiden-te capitalista, salta por encima de esas fronteras regionales y se extiende en variadas direcciones. Como la economía informal de la droga, otro flagelo planetario y que tiene a varios países de rodillas (¿quién manda en México?), la formal e informal de las armas arrasa con poblaciones ente-ras pero le inyecta energía al sistema. Recuérdese que todavía no se disipaba el humo en la guerra de Irak de 2003 cuando Dick Cheney, el inefable vi-cepresidente de George W. Bush, andaba firmando contratos en favor de su empresa constructora. En-tretanto, la gente de esos países huye despavorida, incluso arriesgando para ello la vida, escapando de ciudades y pueblos a los que las bombas hacen pedazos y las filas de refugiados que buscan un nuevo techo debajo del cual dormir es una película cotidiana y macabra en nuestros televisores. Los que se quedan adentro se juramentan por su parte en torno a la promesa compensatoria del fanatis-mo religioso. Contraatacan y se inmolan con tal de llevarse con ellos a un número mientras más grande mejor de víctimas «infieles». Es la exas-

1 Oxfam: «La fuerza de las personas contra la pobreza. Plan estratégico 2013-2019», en internet: <https://www.oxfam.org/sites/www.oxfam.org/files/file_attachments/story/ospspargb_0.pdf>.

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peración terrorista, el refugio de unos individuos a quienes la religión les ofrece una tabla de donde agarrarse en medio del desmadre contemporáneo, y que se pone de manifiesto en Nueva York, en Madrid y en París, eso es verdad, pero también en Moscú, en Buenos Aires, en Mali, en California y en la península egipcia de Sinaí. ¿Qué hacen al respecto las grandes potencias? Aumentan el número de bombardeos contra las posiciones de los yihadistas en Siria. ¿Qué hacen por su parte los yihadistas, los que no pueden pelear una guerra de este tipo? Se sumergen y activan las células terroristas que tienen esparcidas y dispuestas en los cinco continentes. ¿Cuál es el resultado? En las elecciones regionales francesas, la ultrade-recha es hoy primera mayoría y Donald Trump, quien dice que hay que cerrarles la puerta de los Estados Unidos a todos los musulmanes, podría ser el próximo presidente de ese país.

Esto me permite despejar de paso otro malen-tendido, el del fin supuesto del imperialismo (lo decía el consejero Brzezinski en 1970 y lo repiten con retórica «post» Michael Hardt y Antonio Ne-gri en los 2000). Así como el Estado nacional no se ha esfumado, sino que su función se concentra en el destrabamiento de las barreras que afectan o podrían afectar el funcionamiento de la eco-nomía capitalista local, los Estados nacionales más poderosos del planeta continúan también activos, y mucho, ejerciendo su poder para el destrabamiento de las barreras que podrían sa-lirle al paso a la economía global. Si eso no es imperialismo, yo no sé qué podría ser. En Siria, los aviones que dejan caer las bombas salen de los aeropuertos de los Estados Unidos, Rusia, Inglaterra y la Unión Europea.

Un postrer pero no menos importante eslabón de esta cadena de degradaciones es el envileci-

miento insondable de la actividad cultural. Me refiero en este caso al planificado disciplina-miento de la conciencia de las muchedumbres, a las que cada vez más se clasifica mediante una lógica que separa al adentro del afuera, a los individuos que el sistema juzga redimibles de los que no lo son. En las cárceles de los Estados Unidos, según un informe de Human Rights Watch de 2014, hay 2,2 millones de personas, setecientos diez por cada cien mil habitantes, el número de presos más grande del mundo. Chi-le, el país más neoliberal de la América Latina, es correlativamente el que cuenta con la mayor cuota de reos, doscientos sesenta y seis por cada cien mil habitantes. Agrego que en los Estados Unidos, el 40 % de los que están en la cárcel son afronorteamericanos, disfuncionales todos ellos obviamente.

En cuanto a los individuos que el sistema con-sidera redimibles, es amasijándolos, docilizándo-los, desactivando sus conciencias, como la nueva «cultura» cumple con su cometido. La televisión y las tecnologías de la información y la comuni-cación son las que se encargan de redondear el disciplinamiento, al estar tales vehículos dotados con un poder persuasivo sin referencias previas, cuyos manipuladores reniegan expresamente de la letra y el libro (es el fin de la «era gutenber-guiana», es la «muerte del libro», nos dicen los «post») y apuestan a su remplazo por la imagen mediática, lo que despoja al ciudadano común de un instrumento imprescindible para el desarrollo y despliegue de su capacidad crítica y sirve por eso espléndidamente a los fines del programa de desmovilización. En otro de mis escritos traté de explicar de qué manera y por qué razón libro y lectura constituyen en la historia moderna una tríada indisociable, que ha probado ser ventajosa

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para nuestra salud personal y societaria y a la que es preciso defender a como dé lugar. No fue por puro deporte que los nazis y sus émulos, los pinochetistas chilenos, quemaron libros.

Por supuesto, la televisión y las tecnologías comunicacionales no son por ellas mismas las culpables de este giro nefasto de la cultura actual y en otras circunstancias podrían ser útiles para metas más nobles. Ellas son solo herramientas, más sofisticadas y eficaces que las que en el pasado desempeñaban iguales o parecidas fun-ciones, pero herramientas como quiera que sea. El o los culpables de su perversión son aquellos que las han puesto al servicio de sus planes de reconfiguración del orden del mundo mediante una reasignación de papeles, la que pasa por un renvío del ciudadano a su casa, al seno protegido de su familia, por aliviarlo del involucramiento en los problemas de la res pública, por convencerlo de que la satisfacción de sus intereses personales es lo único que tendría que importarle. Esas son las «cosas que le interesan a la gente» de que habla la derecha chilena con su hipocresía sa-cristanesca, y es a esas «cosas» que «la gente» tiene que circunscribir sus acciones. De la puerta de su casa para afuera, en un mundo que se ha vuelto demasiado complejo para ellos, el espacio público no deben ocuparlo nunca más los ciuda-danos sino los que «saben» –los «expertos». Una vez más, estoy pensando en la gula expansiva de un capitalismo globalizado que para recuperarse de la crisis por la que atraviesa quiere tener las manos libres de cualquier interferencia democrá-tica. Una tercera tesis «post», que nos informa sobre el remplazo del «ciudadano político» por el «ciudadano consumidor» (en la América Latina, Néstor García Canclini), responde a este empeño formidable de estupidización.

Dado el cuadro cuyas facetas apocalípticas acabo de resumir, la pregunta que surge espon-táneamente es la vieja de Lenin, la de 1902, la misma que se reformulan Alain Badiou y Marcel Gauchet en un diálogo reciente: «¿Qué hacer?».2 Yo estoy de acuerdo con ellos en que para esta pregunta existen solo dos respuestas posibles: la primera es la socialdemócrata, a la que se adhiere Gauchet, y que llama a los ciudadanos a dar una batalla cuyo horizonte de expectativas se concentra en devolverle a la política su forta-leza para contener así los desmanes de la bestia suelta. Que renazca la política y que le ponga el cabestro que está requiriendo al progreso capi-talista «sin límites». Badiou cree en cambio que un programa como ese peca de un optimismo infundado; que lo cierto es que sus posibilidades de éxito son nulas. Duda Badiou en efecto de que la política, por lo menos la política que se canaliza de conformidad con los protocolos de la democracia representativa y cuando la «esfera pública» ha sido desactivada y sustituida por el servilismo tecnocrático, pueda recuperar el poder que (se dice que) tuvo alguna vez, y simplemente porque la cooptación de sus «representantes» por el sistema económico es cada vez más férrea y evidente.

Porque ese es el verdadero poder, un poder que los ciudadanos no eligieron pero que lo cierto es que manda más que ellos. Y los polí-ticos contemporáneos no están en condiciones de oponérsele y mucho menos de imponérsele. El sistema ha comprado la capacidad de acción de esos políticos como ha comprado todo lo

2 Alain Badiou y Marcel Gauchet: ¿Qué hacer? Diálogo sobre el comunismo, el capitalismo y el futuro de la demo-cracia, trad. Horacio Pons, Buenos Aires, Edhasa, 2015.

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demás. Esto significa que sus decisiones (y sus empleos y sus salarios, tanto los legales como los ilegales) dependen de él. Por eso en Chile, y no solo en Chile, los latrocinios aumentan por minutos y no existe garantía alguna de que los gobiernos de turno, ni aquí ni en ninguna otra parte, vayan a lograr los fines que persiguen en su afán de «transparentarlos» y «sancionarlos».

Quiero decir con esto que lo que se ha impues-to a estas alturas globalmente es una forma de conciencia para la cual el valor, el único valor, consiste en la posesión del dinero. El que lo posee es, y por el solo hecho de poseerlo, digno de admiración y obediencia. Poco importa la ma-nera en que lo obtuvo. Simultáneamente, otros signos de prestigio, que en pasado no tan lejano gozaban de cierta autoridad, como el saber, el coraje o la simple honradez, hicieron mutis por el foro. De ahí que no tenga nada de azaroso que las decisiones económicas se estén poniendo por sobre las decisiones políticas. En realidad, se trata de un fenómeno de carácter sistémico, inerra-dicable mientras el sistema continúe operando de la manera en que lo hace actualmente, en un esfuerzo de reinvención de sí mismo por la vía de la reacumulación a cualquiera sea el costo y

casi sin resistencia. Es lo que nos demuestran situaciones que van más allá de la consabida corruptela de los representantes del pueblo. En mayor escala, puede percibírselo, por ejemplo, en el déficit de Grecia a partir de 2009 y en la intervención (para su remedio, se dice) de los expertos económicos de la Unión Europea, im-poniéndoles a los griegos un paquete de medidas de «austeridad» que ellos se negaban a asumir pero tuvieron que hacerlo de todas maneras.

En estas condiciones la respuesta no reformista a la pregunta por el qué hacer nos lleva a recon-siderar el socialismo. En otras palabras, ella nos lleva a concluir que la «idea» socialista no ha perdido vigencia, que sigue siendo un concepto necesario para la sobrevivencia de la humanidad, pues constituye una parte fundamental de sus reservas morales, aunque también debamos tener claro que es preciso repensarlo para los requeri-mientos de esta época. Sin olvidar las lecciones del pasado, las de la Revolución de 1848, las de la Comuna de París, las de la Revolución Mexi-cana, las de la Revolución de Octubre y las de la Revolución Cubana, pero sobre todo sin perder de vista las carencias que son propias de nuestro desquiciado presente. c

Francisco Blanco, Cuba. S/t, 1972. Tinta y collage/cartulina, 75 x 50 cm

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AURELIO ALONSO

Parar el efecto dominó: siempre el desafío

Hoy es una verdad histórica que el obstáculo más significa-tivo puesto a la ofensiva norteamericana para perpetuar el coloniaje continental se levantó en Mar del Plata en 2005

con el rechazo al Alca. Momento ejemplar. Allí se paró el efecto dominó de la estrategia Bush Jr. para la América Latina. Fue un paso importantísimo pero no definitivo; sería iluso excederse en el crédito a las victorias. Desde entonces Wáshington ha re-finado sensiblemente los engranajes de hegemonización, tanto en sus definiciones políticas propias como en el manejo de las oligarquías locales. Ahora tocaría descifrar el efecto dominó en la estrategia Obama. ¿Lo hemos logrado? ¿Cuál será el saldo para hacer frente a esta nueva saga?

El sistema señoreado por el consorcio imperial, que nunca ha podido propiciar paz verdadera al mundo después de Hiroshi-ma y Nagasaki, conduce hoy a guerras paralelas, de diferente intensidad, de diversa connotación, siempre con un denomina-dor colonial, como le es propio al aura del imperio.1 La más

1 En La guerra de la paz, La Habana, Ciencias Sociales/Ruth, 2010, sos-tengo la tesis de que el estado de guerra, definido en términos clásicos, que tuvo su máxima expresión en las dos guerras mundiales del siglo xx, no es repetible, al hacerse descartable la victoria. Pensar en una tercera guerra mundial implicaría, logísticamente, la liquidación de la humani- Re

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explícita, dentro de la clásica norma caliente, tiene lugar en el Oriente Medio, con el respaldo activo de la Alianza Atlántica, en primer lugar por el dominio del petróleo. Esta guerra, que es necesario entender en su integralidad –sin separarla en etapas–, tuvo su momento de debut en Afganistán e Irak, se escalonó disfrazada de «primavera árabe» en el Mahgreb y en Egipto, exhibiendo su obscenidad más descarnada en Libia, y al cabo de un quinquenio de violencia en Siria ha desembocado en un complicado atascamiento. Omito otras alusiones a conten-ciosos del escenario para no extraviar el eje ni extenderme más allá del plano que quiero lograr en este artículo.

Considero que el añadido del conflicto nacio-nalista ucraniano contribuyó, a pesar de salirse del área de referencia, a radicalizar la posición defensiva de Rusia en las zonas vecinas que podían requerirlo, y a decidirse por intensifi-car el apoyo consecuente al Estado sirio en la confrontación con el terrorismo dentro de su territorio. Y pienso que, eventualmente, podría extender esa postura más allá, en dependencia de que otros Estados afectados lo requieran. El pecado de abstención del Kremlin en 2011, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde el veto ruso hubiera puesto un obstáculo a la invasión de Libia, debe haber dejado sólidas enseñanzas en la política de Moscú.

I

La tenaz persistencia del sostén occidental al terrorismo, difícil de disimular tras la falacia de respaldo a la oposición frente a regímenes marcados al hierro por ellos como autoritarios o indeseables, favoreció la constitución de la entidad armada llamada Daesh (e impropiamente «Estado islámico» para darle visos de legitimi-dad nacional, nombre que por tal motivo debiera evitarse). Este engendro extremista del salafis-mo sunita nació en 2007 en Irak, con el apoyo reconocido del vicepresidente norteamericano Dick Cheney, y se ha fortalecido con Obama, dispuesto a costear todo lo que contribuya al propósito colonial oleocrático en el Medio Oriente. Siempre a la sombra de la mal llamada «primavera», aun desprestigiada como quedó después de la devastación de la Yamajiria Libia, la cual había logrado traducir los beneficios de su riqueza petrolera en bienestar social como ningún otro país exportador de la región.

Armado por las potencias occidentales, Daesh ha llegado a ocupar por la fuerza y el terror –según datos difundidos por AFP y otras agencias infor-mativas– unos cuarenta mil kilómetros cuadrados (25 % del territorio norte de Siria, desde Alepo a Al Boukarnal, y 40 % de Irak, desde Mosul hasta Faluya, mayormente en la franja de tierra que se extiende entre los ríos Tigris y Éufrates), para organizarse allí como califato, provocar un deses-perado éxodo migratorio hacia Europa, y estancar el estado de guerra contra Siria. Una guerra que suma ya más de un cuarto de millón de muertos y cuatro millones de refugiados, y que ni siquie-ra puede citarse como conflicto civil, pues en la actualidad más de la mitad de los combatientes de Daesh no son sirios ni iraquíes.

dad, porque en términos militares clásicos creo que no se concibe la guerra sin considerar el uso del arma de su tiempo. En la era atómica las guerras se definen, se diseñan y se desencadenan de otra manera. En rigor, el mundo no ha salido desde entonces de un estado de guerra y, sin acudir a una mundialidad concertada, las pugnas de poder han universalizado un uso codificado del armamento.

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A pesar de la situación de estancamiento que han generado «insurrectos» y promotores, diri-gida a apoderarse de todo el país, sus ofensivas no han conseguido doblegar el nivel de apoyo de la población al régimen que pretenden derrocar en Siria. Téngase en cuenta que ya no se trata por separado de organizaciones como Al Qaeda –criatura primogénita–, Al Nusra, Boko Haram (hoy ligadas a Daesh en África y Medio Oriente), u otras expresiones del yihadismo, sino de una red estructurada, confabulada, cuya agenda tiene como primer punto deshacerse de la dinastía al-Assad, molesta a la hegemonía atlantista, y con-tinuar el despojo petrolero de los países del área. De cierta manera, se trata de repetir la operación realizada años antes contra Sadam Hussein en Irak, con análogas justificaciones, y que tendría, de resultar exitosa, las mismas consecuencias de desmembramiento para el país.

Según The Economist, Daesh podría estar produciendo, en ese territorio usurpado mediante el terror, entre uno y medio y dos millones de barriles diarios de petróleo, comercializados en el mercado negro con Turquía, que en alguna medida –según el diario alemán Bild– benefi-cian también a Israel, Jordania y Kurdistán, y constituyen la principal fuente de financiamiento del grupo. Los expertos consideran que esta producción equivale en volumen a la oferta su-plementaria de crudo en el mercado actual. Si la comunidad mundial no toma las medidas para extirpar de raíz el problema podemos hallarnos ante la matriz de una forma de integración dia-bólica e inédita en la región.

Como otras fuentes de ingreso de Daesh, nu-merosas publicaciones citan el desmantelamien-to y la venta del patrimonio arqueológico sirio e iraquí (el asalto a Mosul se calcula que reportó

más de mil millones de dólares en efectivo), im-puestos y tributos en las áreas ocupadas, donacio-nes, rescates de secuestros y venta de armamento excedente. Es decir, que el pretendido califato se ha preparado para traducir en términos propios el patrocinio de sus progenitores, creando una economía de terror.

Ese engendro se sembró con voluntad de per-petuación como Estado (no en balde el nombre) a partir de territorios apropiados por la fuerza. Qui-siera dudar que el Irak, el Afganistán, la Libia de hoy, y este empoderamiento terrorista, se ajusten a las que fueron las previsiones norteamericanas y euroccidentales a la hora inicial de sus ofensivas. Pienso que es algo que se les fue de las manos, aunque tome décadas reconocerlo. Han colocado al mundo a merced de fuerzas que, al sentirse vulnerables o abandonadas, no vacilan en imponer su estilo, sacrificando a doscientos treinta y un viajeros en un avión ruso, y otras ciento treinta personas más unos trescientos cuarenta heridos el viernes 13 de noviembre en una cadena de aten-tados en París. Y muchas otras acciones, como el atentado suicida que cobró cuarenta y tres vidas en el Líbano, del que se ha hablado tan poco, un día antes del crimen de París.

Recuerdo a los autores que en la América Latina, desde los años setenta, contraponían a una cultura de muerte, los argumentos filosófi-cos de la cultura de vida, en un llamado que se ha vuelto esencial.2 Se trata de hacer frente a la vieja práctica de juzgar y matar a quien piensa distinto, en tanto la acción de guerra, al igual que el castigo, pueden alcanzar el morbo, como

2 Destaco en este plano la obra de Franz Hinkelammert, desde Las armas ideológicas de la muerte, 1977, hasta Hacia una economía para la vida, 2014.

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en las decapitaciones o los atentados, selectivos o masivos, aun con autoinmolación. Se llega a matar mediante acciones insólitas.

Por su parte, la sensación de frustración y el espíritu de venganza que subyace al terrorismo de corte fundamentalista (tenga base religiosa o carezca de ella) no se aviene a la costumbre bien calculada de alentar, armar y sostener dic-taduras y abandonarlas cuando dejan de serles funcionales, experimentada hasta la saciedad por Wáshington en los países de la América Latina. Podría decirse que, con estos aliados con quienes cometieron el error de aventurarse, muerto el perro, no se acaba la rabia.

El islamismo radical alentado desde Occidente en Egipto para eliminar a Nasser en 1967 le pasó la cuenta a Anwar el Sadat a comienzos de los ochenta por firmar los acuerdos de Camp David y congraciarse con Israel, demostrándoles desde entonces a sus patrocinadores que no siempre podrían controlar a sus auspiciados.

¿Cómo detener ahora el efecto dominó, cuando el califato se vuelve incontrolable para sus trus-tees, convirtiéndose en un tumor cuya extirpación puede costar mucha sangre, y las metástasis no son fáciles de diagnosticar a tiempo? Es evidente que solo la sistemática intervención aérea rusa desde el 15 de septiembre de 2015, concertada con las fuerzas armadas sirias, decisivas en este empeño, ha logrado un avance real; ahora Daesh percibe, en revancha, un peligro efectivo. Las potencias occidentales –las que se percaten de la locura– no tendrán otra opción que concertar su respuesta con Damasco, Irán y Moscú si quieren neutralizar el monstruo que han contribuido a crear, y esa será una concertación muy difícil.

La cooperación occidental levanta un obstáculo muy serio: la condición de la salida de Bashar

al-Assad. No se trata de una discrepancia táctica, soluble por concesiones, sino que está en el cen-tro mismo del problema. El peso del carisma del líder en la cultura política del islam puede hacerse difícil de manejar para las potencias occidentales, no solo cuando se trata de regímenes reformistas, sino incluso en la conducción de sistemas conser-vadores afines al poder imperial, intocables para la prensa, estos últimos en ocasiones monárquicos, estamentarios siempre. Pero el carisma se hace mucho más problemático cuando se trata de re-formistas, los cuales tampoco escapan de perfiles autoritarios pero defienden la nacionalidad con re-clamos soberanos definidos, rechazan la injerencia extranjera, y en muchos casos establecen normas más efectivas que las de las democracias liberales de justicia social y de amparo a la población.

Entre los primeros se contabilizan –con par-ticularidades que los diferencian– la monarquía salawita de Arabia Saudí, la hashemita de Jordania, y la de Hassan y sus descendientes en Marruecos, el Egipto del tiempo de Anwar el Sadat o el Irán del sha Reza Pavlevi, por ejemplo. Frente a estas, sobresalen en la historia regímenes islámicos laicos en Egipto (República Árabe Unida) bajo Nasser, Argelia independizada en los sesenta, la Libia de El Gadafi, el Irak de Saddam Hussein, o religiosos progresistas como el Irán de los Aya-tolas, también con diferencias más o menos mar-cadas entre ellos, pero sostenidos, por lo regular, en un consenso mayoritario.

Desde cualquier balcón de la Otan pueden agradar o no, pero eso no da derecho a decidir los destinos de tales gobiernos por la fuerza cuando fracasan en hacerlo por la seducción.

Pueden estar signados por las posiciones que los agrupan, en una dirección o en la otra, con modelos de explotación basados en esquemas

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prácticamente feudales de propiedad, o con refor-mismos que han beneficiado a sectores amplios de su sociedad, intransigentes aquí y allá con sus enemigos políticos. Pero en ningún caso están ajenos a una cultura propia, con tradiciones bien arraigadas. La pretensión de desarmarlos o de cambiarlos desde afuera, además de ser ilegítima, significa provocar situaciones caóticas, cualquiera sea la intención de los interventores.

Si los centros de capital cuidaran mejor su memoria de la codicia imperial, recordarían el siglo de reveses sufridos, desde Thomas Edward Lawrence (Lawrence de Arabia) –y por igual de sus adversarios en el Foreign Office– al buscar influir en el ordenamiento posterior al derrumbe del imperio otomano, hasta los desastres invasivos en Afganistán (el soviético en 1979 y el nortea-mericano posterior), Irak y Libia. Me atrevo a afirmar que quienes ven a al-Assad como parte del problema debieran considerar la posibilidad de empezar a mirarlo como parte de la solución.

Lamentablemente, temo que a estas alturas ni siquiera una perspectiva optimista de solución feliz en la región nos pueda dar garantías de paz frente a la onda expansiva a la que llegó ya el espectro del terror. Cerrar el efecto dominó supon-dría hallar un camino de solución política, pero tampoco va a darse poniendo la otra mejilla (y solo tenemos dos) a suicidas cargados de dinami-ta. La reciente agresión de Daesh a los habitantes de París demuestra que los hombres y las mujeres bombas dejaron de ser casos de excepción para convertirse en un utensilio macabro.

II

Paralelamente a lo que sucede en el Oriente Me-dio, no podemos pasar por alto otras vertientes

del contexto en que nos coloca el sistema-mundo, las cuales intervienen, de manera significativa, en la determinación del conjunto. Pienso, ante todo, en aquellas que podemos vincular, en tér-minos de estructura, al entorno que condiciona lo que se nos presenta como episódico.

El reposicionamiento de China como po-tencia, con afinidad de intereses con Rusia y en cuerda geoeconómica competitiva frente a los Estados Unidos, pugna por dar forma a un nuevo escenario de confrontación mundial, tal vez más perspectivo que inmediato, pero total-mente visible. Podría decirse que, otra vez, a un escenario frío, si lo tratamos de calificar según el termómetro inventado después de rota la alian-za antifascista de la Segunda Guerra Mundial (alianza irrepetible, vale aclarar entre paréntesis, dada la concentración en Wáshington del poder geoeconómico y geopolítico del Norte capitalista a escala mundial). Se presenta menos probable así el escenario de una asociación en firme del gigante asiático con los Estados Unidos, que algunos analistas norteamericanos pronostica-ban viable, llegando a acuñar el neologismo de «Chinamérica».

Las medidas adoptadas desde los Estados Unidos para remontar la crisis financiera que se desencadenó en 2008 solo podían aportar sali-das coyunturales. Además, sería difícil repetir los enormes desembolsos requeridos ya para reanimar un sistema que genera el despilfarro orgánico total. Entre los miembros europeos de la Alianza la situación ha desembocado en escenarios más dramáticos que el norteamerica-no, dada la desigual situación de las economías dentro de la Unión. Europa ha comenzado a derrumbarse, víctima indefensa de un oxidado patrón de desigualdad.

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Hago esta escala en mi recorrido porque no podría explicarse nada de lo que quiero decir sin tomar en cuenta el pulso del centro económico y político del aparato imperial. Sus signos de crisis también están detrás de la costosa opción reciente por la producción petrolera mediante el fracking, a partir de los esquistos bituminosos, la cual se compensa en más de un sentido con la caída de los precios impuesta por la disminución de la demanda norteamericana de crudo en el mercado. Y a este problema tendremos que retornar cuando giremos la vista a la situación latinoamericana.

Se va haciendo evidente que China, a pesar de su crecimiento explosivo –o precisamente debi-do a él–, quedaría excluida de la nueva alianza transpacífica (TTP) desde la cual Norteamérica aspira a señorear el 40 % del comercio mundial, al empoderar los lazos entre las dos riberas oceá-nicas. El efecto de confrontación (la nueva guerra fría) frente a este proyecto de fortalecimiento plu-tocrático solo podría darse con el reforzamiento efectivo del papel de China en el centro de un potencial eje competidor, un eje inédito. Aclaro, sin embargo, que no tengo intención alguna de hacer vaticinios, y que esta es una eventualidad difícil de prever desde ahora, en el corto plazo, aunque sea la hipótesis más equilibrada.

La repetición, con la Rusia de hoy, del conten-cioso, incluso con rasgos diferentes del que se desarrolló entre Occidente y la Unión Soviética hasta al derrumbe del Este, demuestra, de todos modos, que el bipolarismo de la Guerra Fría se asentaba en un debate de naturaleza geoeconómi-ca y política –la puja por el poder: definir quién manda– más que en una perspectiva doctrinal. Que fuera socialismo, comunismo, o lo que fuera, lo que había del otro lado del muro era secundario. Una alianza ruso-china que asiente

resortes orgánicos es perfectamente previsible hoy dadas las coincidencias y complementarie-dad de intereses. Es más, sería un desatino no procurarla, visto que las claves del diferendo con Occidente tienen tan poco de doctrinales.

Ya ha sido anunciado por el FMI, desde finales de año, que a partir de octubre de 2016, el yuan chino será reconocido como divisa de curso libre por el sistema financiero mundial, junto al dólar estadunidense, el euro, la libra esterlina y el yen japonés. Esta potenciación de la capacidad finan-ciera de la economía china no puede ser gratuita (las instituciones financieras no han cambiado tanto), y es presumible que venga cargada de condiciones para articular la fuerza financiera del dragón a las reglas internacionales del imperio. El hecho de anunciarlo con casi un año de an-telación también supone una advertencia. Claro que China tiene hoy la fuerza para resistirlo, y la experiencia para beneficiarse sin ceder desde adentro del sistema, y sería la otra cara del nuevo paso del yuan. Otras monedas importantes (el dólar canadiense y el rublo) no son divisas de curso libre. Creo que para el FMI ya era algo que no podía demorar, y para China resulta una opción irrenunciable, a pesar de revelar, por otra parte, el carácter pendular al que la empuja su situación objetiva.

La asociación entre Beijing y Moscú, que pudo haber sido un pilar del socialismo en el siglo pasado pero se estropeó entre intransigen-cias en el teatro de la anterior Guerra Fría –la primera, insisto–, parece llamada a convertirse en un elemento sustantivo de resistencia frente a la presión imperialista en el marco de este segundo enfriamiento.

Juntos, Beijing y Moscú podrían representar también un liderazgo positivo dentro del conjunto

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de los Brics, un núcleo duro, que contribuiría a potenciar al quinteto como subsistema dentro del sistema-mundo para no quedar sometidos a la dominación piramidal, esa que ha convertido a los organismos financieros internacionales en instrumentos de explotación, y tiene al complejo militar-industrial monitoreando su dominación político-militar. En el seno del frente de segunda línea que forman los Brics, la India, Brasil y Áfri-ca del Sur están más expuestos a las presiones de los centros de poder que China y Rusia. Las tres cuentan, sin embargo, con historia e intereses que favorecen la consolidación del bloque, siempre que se produzcan las conexiones adecuadas, y no se pierda de vista la diferencia entre sus vul-nerabilidades respectivas.

Considero que hoy se muestra inminente la necesidad de avanzar en esta perspectiva, pero todavía están por concretarse los vasos comu-nicantes que posibiliten una corporeidad más allá de la mera constatación de semejanzas y limitaciones compartidas y de algunos acuerdos puntuales de interés bilateral o multilateral que apuntan en esa dirección. Estimo indispensable la consolidación de este proceso para bloquear el efecto dominó, que se vislumbra a través de la formación de pactos diferenciados de los grandes centros occidentales con las subpotencias. Una asociación fuerte entre los Brics contribuiría a dar forma a una contraparte tricontinental del mundo dependiente frente a un Norte occiden-tal (del capital transnacionalizado quiero decir) dominante, en continua reconstitución.

Como contraparte el Brics podría obrar en beneficio de las capacidades de resistencia y de la ampliación de todas las redes de relaciones de una economía soberana y más integrada en la América Latina (representada principalmen-

te por Brasil), en África (donde China es ya la principal contraparte comercial, se podría contar con África del Sur y la gruesa franja indepen-dizada con la derrota del apartheid), y en Asia, por China y la India.

Recuerdo una cena con un embajador chino hace no pocos años, en la cual un colega le preguntaba cuál era, a su juicio, el secreto que había permitido a su país obtener tanto éxito en la política exterior. «Low profile, para responderle en dos palabras», dijo el embajador. Quizá nos encontremos en el umbral de una época en la cual ese «perfil bajo» que permitió a la gran nación asiática el descomunal salto que la convierte en la segunda potencia económica del mundo vaya quedando atrás. Tal vez por movimientos poco perceptibles, y mediante alianzas imposibles en otros tiempos, nos sorprenderemos en algún momento de que los secretos han cambiado.

Según un estudio reciente del McKinsey Global Institute, «la acumulación de deudas, privadas y públicas» a escala mundial asciende ya a más de doscientos billones de dólares, que significa el 286 % de la suma del PIB de los países del mundo. En tales condiciones el FMI ha comenzado a recomendar que nos preparemos para una caída de las condiciones de financia-ción, y el incremento de las quiebras empresa-riales en los próximos años. El llamado a apretar el cinturón es universal, sin diferenciar dónde se tolera abrirle más agujeros y dónde no. Pero la historia vivida nos dice a quiénes, en un orden mundial que no ha cambiado, toca abrir agujeros.

Los actores que deciden en el poder mone-tario, cuando hablamos de personas o cuando hablamos de países –los ricos, los muy ricos y los inmensamente ricos–, identifican el éxito con la ganancia. Prefieren el beneficio inmediato de

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la liquidez de la burbuja financiera que activar la inversión productiva. Por tal motivo, a falta de mercados seguros no hay inversión.

Creo que todas estas consideraciones abonan la comprensión de la racionalidad filosófica del sumak kawsay llevada al plano de las relaciones que arman el entramado mundial, y no solo en el sentido interno de una economía nacional equilibrada.

Me interesa hacer un paréntesis para recordar aquí la idea –valorada a finales de los años se-tenta del siglo pasado– de promover la consoli-dación de un West Pacific Basin, con Japón a la cabeza, ante el boom de los «dragones jóvenes» (Hong Kong, Singapur, Macao, Taiwán y Corea del Sur). Me detengo en ella porque fue algo que se levantó como alternativa en el escenario global, y partía de una premisa realista. Esa idea avanzó dentro de una dinámica identificada en un contexto trilateral que quedó atrás, en la Europa de Brandt y Palme, arrasada con la ofensiva neo-liberal. Definitivamente atrás, con el derrumbe del sistema soviético y el reordenamiento pi-ramidal del poder mundial. El «trilateralismo» (le bautizaron así) se desvaneció antes de nacer. La idea de una «dependencia policéntrica», que se manejaba asociada a él, quedó sujeta al azar, y nada escapó del neoliberalismo reinante. La concertación de países que representan hoy el TTP y otras variantes de alianza del Pacífico no constituyen un sucedáneo de aquel proyecto sino exactamente lo contrario.

Sería demasiado presumido de nuestra parte pretender que la estrategia de concentrar el poder imperial en el Pacífico se centra en los balances de poder en la América Latina. Pienso que en las valoraciones y juegos aplicados en los análisis gubernamentales norteamericanos, la percep-

ción del claro declive europeo tiene mucho más peso del que se reconoce públicamente. Y también lo tiene el temor de un cierre del domi-nó en el Oriente Medio, que la resistencia siria (desde hace más de cuatro años) y las bombas rusas (hace más de cuatro meses) comienzan a mostrar posible. Se me antoja que Wáshington se prepara a levantarse de una mesa de póker con lo que tiene ganado, para sentarse en la otra y empezar a apostar fuerte.

La densidad de las operaciones de la Organiza-ción Mundial del Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en la región del Pacífico hace evidente el aumento del peso específico de la región en el mercado mundial. Aunque en esto cuenta mucho la presencia china, que el FMI toma en consideración al elevar la preferencia de su moneda, y anunciarlo antes de que tenga asiento en la mesa.

A nadie se le ocurriría prever siquiera un des-cuido de la Alianza Atlántica, insustituible para el mantenimiento de los intereses imperiales en África y Medio Oriente, para los lazos con sus aliados europeos y el diseño de ese continente, lla-mado viejo en los manuales de geografía general, y para la «contención» de los gigantes del Este.

Pero Europa ha comenzado a desmoronar-se por su propio Sur y, con perdón de todos los que saben más que yo, Grecia marca el comienzo de una crisis que no tiene remedio sin cambio de reglas. La codicia de los ricos europeos tendría que moderarse mucho para que los griegos puedan aplicar un modelo que les permita redimensionar su economía evitan-do –al mismo tiempo– que su sistema social se «tercermundice» de la peor manera.

Aquellas condiciones para la salida del sub-desarrollo que el Che enunció con acierto en

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Argel en 1965, al sostener que era un deber de los países socialistas desarrollados costear el desarrollo de los que trataran de abrirse paso contra la dependencia neocolonial –porque de otro modo no había salida para los débiles–, implican una solidaridad que para los capitalistas desarrollados es impensable.

Y detrás de Grecia los otros, que no voy a citar porque creo que no lo necesito aquí. Algunos autores, a quienes respeto mucho, han comen-zado a descifrar el liderazgo que ha asumido Alemania, a través de perfiles que se originaron en tiempo de Bismark (1871), volvieron a aparecer en el desencadenamiento de la Gran Guerra (1914), y se exorbitaron en el estallido de la Segunda (1939). «El problema alemán es siempre el de ser un país demasiado grande para Europa y demasiado pequeño para el mundo», ha dicho con buenos motivos Boaventura de Sousa Santos. No es que yo recele un renacimiento de las ambiciones nacional-socialistas, imposible ahora, pero la lo-comotora puede convertirse de nuevo en tanque de guerra, esta vez con una función subalterna, como centro de connotación más bien regional del concierto imperial, para mantener un balance de la Alianza Atlántica en los nuevos tiempos.

Gran Bretaña, que otrora no lo hubiera per-mitido sin erigirse en freno, hoy se limita a la amenaza de abandonar la Unión, a la cual nunca se plegó del todo, por una posición indepen-diente. Parecería que la noticia es que Europa se resquebraja a la vez por debajo y por encima.

III

En la América Latina el modelo neoliberal llevó la desigualdad y la pobreza a niveles sin pre-cedentes, insoportables en el último cuarto del

siglo xx, a un punto en que no resulta exagerado ahora hablar de agotamiento de aquel modelo en el ámbito de la relación neocolonial. En especial con la conversión del endeudamiento externo en pivote principal de sometimiento financiero: ya los acreedores, cuando negocian de conjunto, no lo hacen en función de la necesidad del pago tanto como de la sumisión de los deudores arruinados. Cuando condonan vencimientos no son com-prensivos; se reafirman dándonos una muestra de poder. Hasta sus concesiones hay que evaluarlas con la prevención de lo que se espera a cambio.

En tales circunstancias se explica que los efec-tos de la crisis del sistema-mundo en esta etapa se visibilizaran más a través de los vínculos con la periferia que hacia el interior de los centros de poder.

El auge de los movimientos sociales hizo sentir la presión de las masas en la coyuntura histórica regional durante el último cuarto del siglo xx, con-tribuyendo significativamente a que los resultados electorales comenzaran a responder a los intereses populares, y se creara, con los cambios que sobrevi-nieron, la configuración en la cual nos encontramos desde la primera década del presente siglo. Lo que sobrevino al desplome de quince dictaduras lati-noamericanas en menos de veinte años no podría ser reducido a un simple retorno de la democracia, como pretendieron, en la academia de los Estados Unidos, los teóricos de la transición,3 sino que se

3 Ver los estudios de Guillermo O’Donnell, Phillip Schmitter, Terry Lynn Carr y otros, que en las últimas décadas del siglo pasado dieron sistematización teórica a la supuesta victoria de la democracia en las transiciones políticas del período; tanto en la globalización neoliberal aplicada a los esquemas de dominación en la América Latina como a los que siguieron al derrumbe del so-cialismo europeo. El concepto de transición, que hasta

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convirtió en una adquisición cultural práctica-mente inédita en nuestra América.

Se puede afirmar de esa manera porque pa-sadas las primeras experiencias, y los desgastes de los mandatarios electos, el cambio no quedó en meras alternancias de gobierno dóciles al sis-tema oligárquico, como esperaban los ingenios neoliberales, sino que se fue allanando, para los intereses genuinos de las masas, el camino de los instrumentos electorales. Se introducía desde entonces la posibilidad real de llegar por las ur-nas a una nueva correlación: la de una verdadera red de gobiernos populares que cuestionara, en la práctica, el sometimiento a los patrones econó-micos, políticos, sociales, ideológicos y cultura-les de dominación desde los centros capitalistas actuales de poder; los que nos subordinaron en el Continente después de la independencia de España y Portugal, patrones forjados en Europa y modernizados por los Estados Unidos en el si-glo xx. Tocó a nuestra América un siglo después ser el escenario privilegiado de esta sacudida histórica inesperada para las potencias de la modernidad capitalista.

Quede sentado que hablamos de cambios de diferente intensidad y radicalidad –como saben los lectores–, de nuevas alternativas de aso-ciación, y de la correlación que estos cambios propician, a través de su diversidad, frente a cadenas de sometimiento manejadas localmente por las oligarquías.

Correlación que tenemos que constatar, inevi-tablemente, en el análisis de avances y retroce-sos, difíciles de predecir, tras los cuales, como se

pretendió en Mar del Plata con el Alca, en 2005, la implantación del efecto dominó se revelaría como principio activo. No me extiendo más en una mirada integral porque creo que bastan estas líneas para pasar, a continuación, a lo que me interesa destacar, ahora que la amenaza de derecha se hace más visible en la región.4

En los quince años transcurridos del presente siglo, los cambios en el mapa geopolítico lati-noamericano han contribuido también a alentar la inclinación hacia la costa del Pacífico –que expuse arriba– en el diseño de la dominación estadunidense, en el contexto de su proyecto glo-bal. De entrada, con un escenario americano más manejable, por razones geográficas, que el del Atlántico y el Caribe, hacia donde se concentran casi todos los países en los cuales han avanzado proyectos reformistas, radicales o moderados.

No sé hasta qué punto funciona el azar, dado que los países del norte del Continente tienen cara a los dos océanos, a diferencia de los del sur. Entre los primeros, Canadá y los Estados Uni-dos, potencia dominante, que linda con México, del que dos siglos atrás usurparon la mitad del territorio y, desde 1994, funge como socio pre-ferencial en el tablero geoeconómico. Gracias al TLC inaugural deformaron, en el acoplamiento, su economía y su estructura social. Todo ese norte mira hacia ambos océanos; une y separa.

Le sigue, en su frontera sur, el mosaico centro-americano, con variaciones determinadas por la

entonces se había referido casi exclusivamente a las transiciones socialistas, fue prácticamente secuestrado para el acta de defunción del socialismo.

4 Entre la copiosa bibliografía producida en los últimos años sobre el tema me permito recomendar expresamen-te, al lector de estas líneas, el ensayo de Atilio A. Boron América Latina en la geopolítica del imperialismo, ganador del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012, Caracas, Ediciones del Ministerio del Poder Po-pular para la Cultura, 2013.

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pobreza generalizada, el reducido tamaño de los países y una incidencia estadunidense más directa y voraz. Un espacio estratégico, sin embargo, defi-nido por el cruce que conecta a los dos océanos y también a las dos latitudes de América, de conjunto con las islas vecinas y el mar en que el Atlántico se revuelve entre las tierras del Norte y el Sur; el Caribe, multicultural y polifónico, espacio cuya excepcional importancia estratégica para el poder imperial el contralmirante Alfred T. Mahan dejó bien fundamentada desde finales del siglo xix.

Atilio Boron nos recuerda que no se había desencadenado todavía la crisis que llevó al derrumbe del socialismo europeo cuando Zbigniew Brzezinski declaraba que «la Unión Soviética era un problema transitorio para los Estados Unidos, pero que la América Latina constituía un desafío permanente, arraigado en las inconmovibles razones de la geografía».5

Colombia, Perú y Chile se mantienen afines, en distinto grado, a estos pactos subalternos con los Estados Unidos a los que aludí antes y que siguieron a Mar del Plata 2005; y solo Ecuador ha escapado hasta hoy de la esfera de influencia norteamericana en el Pacífico sur continental. La articulación de una nueva edición del Pacific Ba-sin que no se limite a su silueta occidental (lide-rada por Japón) sino que complete el enclave con el Este del océano (la costa americana), distinta en esencia de la anterior por el papel tutelar de los Estados Unidos, «se cae de la mata», en especial cuando se pretende multiplicar el volumen de la transportación interoceánica de mercancías con la ampliación de las inversiones canaleras.

De hecho, el dominó se presenta cantado aquí, aunque el esquema de dominación continental no descanse en el control de los países del Pacífico

americano del sur, muy desigual (e insuficiente) en peso dentro de la región. No obstante, he es-cogido entrar por esta ruta solamente para retener la perspectiva del plano global en otra contienda (aunque reconozco que no es la ruta más direc-ta). Una contienda que por el momento se nos presenta fría, cifrada en la supuesta exclusión de coyunturas bélicas, pero que no debiéramos considerar inmune a eventuales subidas de tem-peratura. Se nos revela constantemente que sería una ingenuidad hacerlo.

No queda duda de la necesidad de concentrar la atención en esta vertiente de la estrategia imperial: la ofensiva para romper la correlación progresista que ha avanzado en el continente latinoamericano, que domina principalmente su costa atlántica y que lo convierte en el escenario de resistencia pacífica al imperialismo más efec-tivo dentro del Tercer Mundo.6 Esta estrategia imperial de ruptura se orienta al conjunto (no solo al Pacífico), y muy especialmente a Vene-zuela y Brasil.

Venezuela, con un proyecto propio de cambio revolucionario, radical y coherente, fundado por Hugo Chávez sobre el legado de Bolívar, para su pueblo y para América, ha mostrado eficacia, capacidad de resistencia y una impecable sus-tentabilidad democrática electoral, proyecto que se abrió rápidamente en pilar de transformación

5 Ob. cit., p. 78.

6 Se sigue hablando de Tercer Mundo por inercia o, en nuestro caso, por respeto a la referencia histórica al tiem-po de creación de asociaciones dentro de un mundo que no quedaba bien presentado a través de la división Este/Oeste. Personalmente tengo otra lectura del bipolarismo más ligada a la relación Norte/Sur, que expuse en «Notas sobre la hegemonía, los mitos y las alternativas al orden neoliberal», en mi libro El laberinto tras la caída del muro, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2006.

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continental, y que su líder bautizó como «socia-lismo del siglo xxi». Además, con la importancia de levantarse sobre los hombros de una potencia petrolera mundial, y el lastre, a la vez, de de-pender de un modelo rentista monoproductor, vulnerable al mercado, que no ha conseguido remontar. El segundo, Brasil, portador de una propuesta reformista liderada por Luiz Ignacio Lula da Silva, con un programa de eliminación de la pobreza, incremento del empleo, reduc-ción de la desigualdad, y orientado a reforzar el bien común en un país que es casi un continente en población, extensión y riqueza natural. Está llamado a representar, eventualmente, los intere-ses regionales en una alianza de las subpotencias (Brics), como indiqué líneas atrás, pero con una economía sostenida en una fuerte concentración de capital, que contribuye a impulsar, en su propio beneficio, una tendencia al desorden y la corrupción.

No me parece exagerado afirmar que ambos países se encuentran en el centro de las estrate-gias de desestabilización que se ingenian para recuperar la ascendencia norteamericana sobre su tradicional patio trasero. Los otros proyec-tos que podemos considerar de una radicalidad semejante a Venezuela los tenemos en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Cuba, asociados a partir de diciembre de 2004 en la Alternativa, devenida Alianza Bolivariana de los Pueblos de América (Alba), concertada por Hugo Chávez y Fidel Castro, a la cual se adhirieron varios Estados insulares, como germen de la integración con-tinental independiente. El Alba contiene, en términos primarios, el perfil institucional de una unificación internacional (la integración latinoamericana) de futuro, cuyo avance se condiciona al desafío de remontar progresiva-

mente obstáculos y contradicciones del presente continental. Todos ellos comparten de un modo u otro esa estrategia de asedio multifacético de afuera y adentro.

El arribo del Partido del Trabajo a la presidencia de Brasil, y el de Néstor Kirchner a la Argentina –mediante alianzas sociales que funcionaron con relativa eficacia, pero con poca estabilidad– traje-ron consigo una panoplia de reformas sociales y una postura de defensa de la soberanía efectiva y de resistencia a los dictados imperiales que com-pletaron, en lo esencial, el cuadro de la primera década y media del presente siglo; lo que hemos vivido desde el 2000 hasta hoy.

Tendría que añadir que, ganada para la iz-quierda ya en tres ocasiones la presidencia en Uruguay, y dos en Chile, aportan su peso al pano-rama de cambio. En Honduras y en Paraguay fue escandaloso que sendas oligarquías, con apoyo norteamericano, llevaran a cabo maniobras gol-pistas exitosas (también ensayadas sin éxito en Venezuela, Bolivia y Ecuador).7 El termómetro no ha sido siempre tranquilizante, por lo tanto. Y el año 2016 anuncia complicaciones a partir de la derrota presidencial del kirchnerismo en Argen-tina y la victoria de la oposición antibolivariana en las elecciones legislativas en Venezuela.

El concierto de todas estas variantes de re-sistencia latinoamericana que se han podido establecer en gobierno, y que sería impensable

7 He intentado seguir los signos de progreso de esta corre-lación a través de las Cumbres de las Américas en el artículo «El siglo xxi y el ocaso del panamericanismo», Casa de las Américas, no. 280, julio-septiembre de 2015, publicado paralelamente en el dosier coordinado por Juan Manuel Karg y Agustín Lewit titulado Del no al Alca a Unasur, Buenos Aires, Ediciones del Centro Cultural para la Cooperativa, 2015.

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querer articular a la integración que se manifiesta en el Alba, logró cobrar forma asociativamente en la creación, en 2012, de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) que, al excluir a Canadá y los Estados Unidos, se libraba de influencias directas del poder explota-dor hegemónico. Por primera vez en la historia se cuenta con un escenario de concertación sin la presencia de los centros capitalistas de poder. En consecuencia, se trata de instituciones (Celac y Alba) con un potencial de complementación indispensable, el cual intuyo que estamos toda-vía bastante lejos de haber aprendido a asimilar.

Este es solo un retrato que procuro armar paso a paso, no un análisis completo, y habrá refe-rencias que preserve para más adelante, o que han aparecido antes, y otras que omita por no estimarlas relevantes para el conjunto o porque no se me revela su trascendencia a plenitud. De modo que tampoco excluyo errores en mi mira-da. Me anima, por encima de todo, una vocación por contribuir a este debate.

La bibliografía sobre los procesos y las expe-riencias del cambio crece por día, pero es todavía insuficiente en comparación con la multiplicidad de los problemas y las aristas que se perciben. Faltan estudios comparativos e inclusivos so-bre ellos. Me interesa tocar en este análisis dos aspectos que considero vitales. El primero es que al sustentarse en la acción de las masas y los movimientos sociales, y definirse mediante los dispositivos electorales, sin necesidad de recurrir a la lucha armada en la iniciativa de cambio, po-demos ostentar el clima de paz como propósito orgánico del proyecto. Como lo hizo Celac, con acierto, desde su segunda asamblea en 2014 en La Habana, cuando alumbró su nacimiento acor-dando la declaración de la América Latina como

zona de paz. Algo así no podría proclamarse hoy en otra región del mundo.

Más peso habría que reconocer a las urnas por lo que aportan como camino pacífico –dado el des-carte de las armas para llegar al poder– que lo que dejan en garantías de democracia, si tenemos en cuenta la frecuencia con que el electorado se mues-tra capaz de actuar contra sus propios intereses.

El segundo aspecto es que ni las variantes más radicales de cambio socioeconómico excluyen la presencia dentro del sistema de las oligarquías nacionales y el capital, nacional y extranjero, sino que recaban su contribución como contra-parte comercial, inversionista y socio financiero. Eso que identificamos como la oposición legal interna no se explica aquí solo como diferencia de opciones, de tácticas o de políticas, de hojas de ruta; sus gestores promueven, en sentido esen-cial, diferencia de objetivos, de fines, de utopías. En una palabra: un programa de retroceso. Me he detenido aquí en estos dos elementos, que estimo indispensable distinguir en el proceso de cambio continental, porque hay que valorarlos también en lo que puede costar su asunción.

Lo primero –esa ostensible proyección de paz, ajena a las farsas liberales, que suponen violencia y posiciones de fuerza disimuladas en la retórica– conlleva una regla tácita de re-nuncia a la crítica de las armas, que no se sabe hasta qué punto los enemigos de una revolución americana (imperio y oligarquías) van a respetar en términos de un pacto (al que ni siquiera han dado señas de querer comprometerse). Hasta podemos intuir, con solo pasar la vista a lo que sucede en otras latitudes (Oriente Medio, por ejemplo), que seguirían dispuestos a perturbarla.

El segundo rasgo que destaco es para subrayar que los cambios que se introducen, incluso los más

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profundos, se insertan en economías de mercado, dentro de esquemas orgánicos de acumulación de capital, frente a los cuales se lucha por los espacios que permiten empoderar el peso de lo público sobre lo privado, con avances y reveses. Lo uno y lo otro están en el conteo del enemigo para la inducción de las acciones de desestabilización con vistas a hacer retroceder lo que ha cambiado.

Se ha generalizado el concepto del «golpe suave» para canonizar desplazamientos de po-der gubernamental logrados por la astucia en lugar de la fuerza, justificados por la Ley o de legitimidad controversial. Tal vez debemos ver en la defenestración de Lugo en Paraguay el experimento pionero de la nueva ingeniería gol-pista, y en la ruta de Macri a las presidenciales, la variante argentina. No hemos sido capaces de analizar a fondo las debilidades de los sistemas establecidos, o no han cuajado aún mecanismos efectivos para traducir la conciencia de los avan-ces sociales en votación electoral, o las dos cosas juntas. Lo cierto es que lograr irreversibilidad en las conquistas políticas se ha vuelto un desafío de todos los días, y si no se para el efecto dominó desde la preparación misma de cada elección, los electores –las verdaderas mayorías que deciden en ese acto único que no se deja corregir– volve-rán a elegir contra ellos mismos, aunque carezcan de razones plausibles.

El caso cubano es el único diferente en esta orquestación continental, como historia y como estructura. Los protagonistas del cambio llega-ron en Cuba al poder por la vía armada en 1959 y el régimen revolucionario se vio obligado a confirmar su legitimidad también por las armas, puestas ya en manos del pueblo, al tiempo que distribuía la tierra a los productores, revolucio-naba la cultura con la campaña de alfabetiza-

ción, realizaba reformas sociales en el empleo y la vivienda, proscribía la discriminación y expropiaba al mundo empresarial desde la oli-garquía hasta la clase media, haciendo estatal la economía en proporciones extremas. Fue un torbellino desencadenado durante los cuatro o cinco primeros años. Hasta qué punto esto fun-cionó y dónde no, y cómo hubiera funcionado sin bloqueo norteamericano, son temas que sería un despropósito querer abordar en este texto.

Lo que estimo significativo aquí es que en estos casi sesenta años Cuba demostró una capacidad de resistencia al imperio y una posibilidad de so-beranía efectiva que se han hecho capitalizables como experiencia para el cambio latinoamericano de este siglo. Esta es casi una verdad de Pero-grullo, cuando hasta la Casa Blanca reconoce su política errada. Su historia asigna a la Isla una presencia esencial en el cambio que necesitan hoy nuestros pueblos, que ayuda a parar el efec-to dominó y oponerse a la hegemonía imperial. Ni las restricciones padecidas en estos años por los cubanos ni los desaciertos y deficiencias que puedan contabilizarse en la conducción del país, han impedido mantener un claro patrón de justicia social y de eliminación del desamparo, y mostrar una ética de solidaridad que entroncan ahora con las propuestas que surgen en los países hermanos.

Sería imposible pasar por alto la sintonía del fenómeno cubano con las plataformas de cambio que se abrieron con el siglo en la América Lati-na, aunque las rutas no pueden ser idénticas, a todas luces. Donde las economías del Continente necesitan reducir el peso de las oligarquías y empoderar el interés social, la cubana necesita descentralizar, incentivar la producción y hacer espacio a la estimulación en estructuras más par-ticipativas, desde múltiples formas de propiedad,

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sobre las cuales el Estado no debe ni tiene que perder el control, pero sin relevar la figura del empresario por la del funcionario, donde el éxito de la iniciativa privada retenga un papel que tam-bién contribuya al funcionamiento del sistema. China y Vietnam muestran que los dispositivos económicos capitalistas pueden hacerse operar bajo control político para innovar en el proyecto socialista. Asumir costos y riesgos será siempre el desafío inevitable.

Del mismo modo en que otras sociedades de nuestro continente necesitan consolidar en sus instituciones gubernamentales la continuidad del cambio emprendido en bien de la población, la cubana, cuya solidez institucional no deja espacio a disyuntivas frente al socialismo, tiene que ganar en cultura deliberativa, reconocimien-to a la diversidad, y participación efectiva en las instancias de decisión. Son rutas que, siendo inversas en apariencia, no están opuestas, dada la diferencia de los puntos de partida, y considero que, en el largo plazo, se orientan a desembocar en un acoplamiento.

He evitado hablar de modelos porque, de ma-nera general, considero que ni Cuba puede servir de modelo para el cambio latinoamericano ni los procesos transicionales del Continente se hacen modélicos para los cambios que Cuba debe hoy afrontar, para decirlo claro y rápido. Lo que no obstaculiza el aprovechamiento de experiencias puntuales exitosas, ni resta convergencia a sus objetivos estratégicos.

IV

En la América Latina de hoy la adopción de una estrategia efectiva supone diferenciar con suficiente claridad los frentes de confrontación

y operar según sus condiciones específicas. Las oligarquías latinoamericanas intensifican su pa-pel como aliados de los intereses foráneos en una latitud en la cual los Estados Unidos no tienen la posibilidad de acudir a la Otan. El desen-volvimiento de sus acciones se orienta ahora al objetivo de poner a su recaudo la correlación entre los gobiernos sometidos a las reglas de la economía neoliberal, y los Estados con proyectos soberanos (más o menos radicales), sirviéndose de los patrones dominantes de deformación y desinformación, y la política global del imperio. La desinformación es un arma más nociva en sus efectos –señalaba años atrás en una entrevista el papa Francisco– que la difamación y la calumnia, aunque estas sean más graves en el plano moral.8

En ese proceso pesan enormemente a favor de las fuerzas reaccionarias –no hay que cansarse de repetirlo– la alianza económica entre el capital local y el transnacional (el dinero es la patria de los ricos), y el monopolio de esta alianza sobre los medios de comunicación, masivos y personalizados, con altos niveles tecnológicos.

De 2008 a 2012, cuando el resto del mundo dependiente, incluido el sur europeo, recibía los efectos más intensos de la crisis, las economías emergentes dentro del cambio latinoamericano comenzaban a sanearse, y hoy están más prepa-radas para resistir que en los inicios. A pesar de que se hable de «agotamiento del ciclo progre-sista» latinoamericano, con una lectura perversa de desafíos inevitables, dilemas complejos y retrocesos que la coyuntura explica, los fracasos

8 Ver Sergio Rubini y Francesca Ambrogetti: Papa Fran-cisco, conversaciones con Jorge Bergoglio, entrevista publicada originalmente en 2010 con el título «El jesui-ta» (Quality Ebooks, p. 129).

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indican reveses, derrotas, errores, pero de ningún modo justifican que se hable de agotamiento.

Las economías latinoamericanas no han deja-do de ser sistemas dependientes de la exportación de productos agrarios y minerales, entre los cua-les el petróleo desempeña un papel fundamental. Regreso –sin casualidad de por medio– al ele-mento que me puso en el centro de la crisis del Oriente Medio, en un momento adverso para las economías periféricas, al margen de aciertos o errores de estrategia, para completar un escena-rio, más que para introducir otro distinto.

En alrededor de un año y medio, entre 2012 y 2013, los Estados Unidos pasaron de la con-dición de importadores de crudo a autoabaste-cerse mediante la introducción generalizada de la tecnología del fracking para la extracción del petróleo de su subsuelo rocoso. Lo justificaba, teóricamente, que al fin se hacía rentable hacerlo a un costo de cuarenta dólares el barril frente a la subida de precios de la Opep y los demás expor-tadores de crudos, que llegó a los cien dólares el barril.

Me es difícil aceptar que un cambio tecno-lógico de tal magnitud en esa mercancía tan crítica que les ha servido para convertir el Medio Oriente en un infierno, se realice por meras moti-vaciones de oferta y demanda, aun si los Estados Unidos exhiben, con mucha distancia, el rango de primer consumidor de petróleo del mundo y ese paso les representa un ahorro enorme en tér-minos de compras. Arabia Saudita ha logrado, en el seno de la Opep –que ya no está en condiciones de controlar sola los precios–, que no se reduzca la producción, jugando a la baja, aprovechando que el costo de extracción para los exportado-res del Golfo Pérsico es muy reducido y puede resistir un piso de veinte dólares o menos. Más

grave se hace la situación de Venezuela, donde el costo del barril está mucho más cercano a los veinte dólares norteamericanos.

Las ventas no llegarían de nuevo –cuando se reanime la demanda– a los picos de hace dos años, pero dicen los expertos que se podrían estabilizar entre cuarenta y cincuenta dólares el barril. Estimo que se hace previsible, en todo caso, un significativo redimensionamiento de la disponibilidad de recursos a escala mundial, y particularmente en nuestra América.

Tengo demasiadas preguntas sin responder para aventurarme a hacer predicciones, y me asaltan inquietudes en torno al reordenamiento que tocará al mapa geopolítico y geoeconómico. Quizá Ignacio Ramonet tiene razón en vincu-lar la retirada norteamericana de Afganistán e Irak a esta situación; también se pregunta si la ocupación de Libia habría tenido hoy, para Wáshington y sus acólitos, el mismo sentido que tuvo en 2011.

En cuanto a Libia no comparto esa duda, por-que en este caso deben haber tomado en cuenta en el Pentágono (y sus alrededores) los miles de kilómetros de frontera con Egipto. No creo que los Estados Unidos hubieran querido dejar expuesta esa invisible línea fronteriza desértica a un régimen difícil de controlar para ellos, como el de Gadafi, en medio de la mal llamada «primavera árabe», a cuyo impacto se demostró que no podía escapar el deteriorado régimen de Hosni Moubarak, a pesar de respaldarlo la «internacional de occidente».

Pero mucho más importante que los efectos en el Oriente Medio, de control del mercado por la demanda, monopsónica –diría yo para usar un término económico–, posiblemente la más gran-de de ese tipo que la historia registre, son los

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de su impacto en la economía latinoamericana. En particular en la economía venezolana, cuyos pro-gramas sociales descansan sobre los dividendos del producto que responde por más del 90 % de los ingresos del país. Y, en consecuencia, sobre el aporte que significa para el despegue de una nueva concepción de la integración latinoamericana.

Se me ocurre que si hubiéramos podido avan-zar más en la integración (aunque fuera en pensar más como Estados integrados) posiblemente encontraríamos modos de aprovechar mejor la baja de los precios, ya que en nuestra América son más los países que se benefician del precio barato que del caro.

Después de la muerte de Hugo Chávez los Estados Unidos no reconocieron la elección de Nicolás Maduro a la presidencia y han centrado su agresividad política, con el apoyo interno de una oligarquía venezolana (casi monopólica en el comercio, en los servicios y en la industria no petrolera) confiada en ese sostén exterior. Lo que supieron que no tendrían en Cuba después de 1961, debido a que la oligarquía no sobrevivió a la radicalidad revolucionaria.

El revés electoral de diciembre de 2015 sufri-do por Venezuela –en curiosa coincidencia con el cambio de la estrategia petrolera norteamericana hacia el fracking– ha sido manipulado, atribuido al agotamiento o fracaso definitivo de un modelo, dejando al margen los logros sociales cuya rever-sión, de llegar a darse, achacarán a insuficiencias del chavismo o de sus sucesores.

Tengo que reiterar que en términos econó-micos objetivos el modelo fracasado no sería el chavista sino el rentista petrolero sobre el cual se articuló la economía del país desde los años cuarenta (vale decir la economía de los capitales nacionales y extranjeros), que el chavismo he-

redó como modelo productivo y que utilizó, por vez primera, en beneficio del pueblo. La depri-mida economía venezolana era sometida ahora a un shock, a través del sabotaje distributivo, el contrabando y la conspiración y, como afirma Naomi Klein, «las sociedades en estado de shock a menudo renuncian a valores que de otro modo defenderían con entereza».9 La prolongación de las causas del fracaso electoral de 2015 amenaza con mantener esos efectos e incluso aumentarlos.

La situación provocada por el descenso de los precios del petróleo se observa también en las economías de México, Ecuador, Brasil y Argen-tina, y de conjunto, en el declive productivo en el Continente. Aunque la baja sea un paliativo para los consumidores netos, el efecto global se complica con la amenaza de bancarrota para los grandes consorcios petroleros latinoamericanos, de propiedad pública mayoritaria, decisivos en el sostén de los proyectos económicos más au-tónomos. Es la situación de Pdvesa, Petrobras, Petróleo de Ecuador, Yacimientos Argentinos y Pemex, que ya realiza licitaciones para privatizar lo que le queda en manos del Estado.

En el plano ecológico incide negativamente al incentivar el consumo petrolero y la desesti-mación de la búsqueda de fuentes alternativas de energías, con el consiguiente incremento de la contaminación ambiental.

Claro que el panorama desfavorable de 2016 para las economías latinoamericanas no se pue-de explicar exclusivamente por el cambio en la estrategia petrolera. La reducción de la tasa de crecimiento en China casi a la mitad afectará sus importaciones del mundo que seguimos

9 Ver Naomi Klein: La doctrina del shock, La Habana, Ciencias Sociales, 2009, p. 21.

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llamando tercero, en tanto la valorización del dólar norteamericano después de nueve años incide en las devaluaciones de las monedas de los países emergentes, especialmente en la América Latina.10

Se evidenciarán las consecuencias de la crisis económica en la caída en las posibilidades de sostener el ritmo de algunos programas sociales, pero habría que redimensionar las condiciones de la coyuntura con un mínimo de daño. Tam-bién se explica que se disparen índices de infla-ción, con la acción concertada de las oligarquías domésticas y las fuerzas externas contrarias. Y siempre la capitalización de descontentos, manejados con habilidad por la propaganda (la calumnia, la difamación y la desinformación) para revertir resultados electorales, como ha sucedido en las presidenciales argentinas y las legislativas venezolanas en diciembre de 2015.

Reveses indiscutibles para los proyectos que atentarán también contra una asociación lati-noamericana independiente como la de Celac y tratarán de revitalizar la Oea y el panameri-canismo. João Pedro Stedile ha vaticinado el fin posible de Mercosur bajo el extremismo anunciado de Macri; esta organización vivió muchos años de inactividad hasta el arribo de Néstor Kirchner a la presidencia. No descartaría su debilitamiento, que se puede hacer inevitable, pero cuya gravedad tampoco habría que exagerar.

La América Latina encara una hora de analizar reveses. Ha vivido más de una década de reali-

zaciones inéditas y tiene que aprender también de los reveses inéditos.

Analizar hasta la saciedad las causas de los fracasos y discutir sin reservas los errores que el análisis haga visibles se convierte en una prioridad insoslayable. Se ha podido percibir que la pérdida de sufragios del chavismo en las elecciones de diciembre se debió más a la abstención entre sus seguidores que a ganancias de la oposición. Esto indica un castigo más que un desplazamiento.

Reitero que nada de lo sucedido permite hablar de agotamiento del modelo, aunque no se puede desestimar el retroceso evidente. El enemigo neoliberal no tiene alternativa que proponer para dar respuesta al desempleo, el desamparo, la desigualdad y la pobreza, y solo puede hacer que crezcan de nuevo. El escenario histórico obra en su contra y habrá que saberlo utilizar por parte de los pueblos.

Esta batalla política y de ideas que se hace intensa impone el enfrentamiento efectivo de los errores de conducción de la izquierda, y las promesas articuladas con presuntas salidas a la si-tuación. El reto para las fuerzas de izquierda –ante todo de los gobiernos– sería, a juicio mío, el de sostenerse mejor sobre las realizaciones y la inte-riorización realista de ellas por las masas, y evitar hacerlo sobre concesiones a las circunstancias, que pueden convertirse incluso en concesiones al enemigo. Pienso que la proyección autocrítica que se haga capaz de aportar una rectificación efectiva será, a la larga, la única oportuna.

En todo caso se trata de descifrar, en cada circunstancia adversa, cómo parar el efecto dominó.

10 Ignacio Ramonet: «Venezuela candente», Le Monde Diplomatique en Español, enero de 2016. c