silva bascuñan, alejandro - tratado de derecho constitucional tomo i

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Título: TRATADO DE DERECHO CONSTITUCIONAL, Tomo I - Alejandro Silva Bascuñán TOMO I PRINCIPIOS ESTADO Y GOBIERNO (*) ALEJANDRO SILVA BASCUÑAN, profesor titular de derecho político y constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Escrito en colaboración con MARIA PIA SILVA GALLINATO, abogada, profesora auxiliar de derecho político y constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile PRELIMINAR Don Pedro Lira Urquieta, Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales de la Universidad Católica de Chile, junto con enviar una obra extranjera sobre la asignatura, en carta de 12 de julio de 1954, "yo quisiera animarlo a Ud. - nos decía- a que componga un libro sobre Derecho constitucional... Siento que hace falta". Desde entonces consideró el autor como deber suyo realizar esta tarea, consciente de sus limitaciones, pero confiado en la ayuda de Dios y favorecido también con el ejercicio continuo de la cátedra, el vivo recuerdo de sus padres, la colaboración abnegada y constante de su mujer. La buena acogida que recibiera la primera edición del Tratado de Derecho Constitucional, publicado en 1963 por esta misma editorial, y los profundos cambios producidos desde entonces, particularmente por la Constitución de 1980, nos han impulsado a preparar esta segunda edición. El Tratado se forma de dos obras en cierto modo independientes: los dos primeros tomos consideran los principios generales de la ciencia política; los tomos siguientes comprenden una síntesis de la evolución institucional chilena y el estudio de los antecedentes, textos y aplicación de la Carta de 1980. 1

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Derecho Constitucional Chileno

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Título: TRATADO DE DERECHO CONSTITUCIONAL, Tomo I - Alejandro Silva Bascuñán

TOMO I

PRINCIPIOS ESTADO Y GOBIERNO

(*) ALEJANDRO SILVA BASCUÑAN, profesor titular de derecho político y constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Escrito en colaboración con MARIA PIA SILVA GALLINATO, abogada, profesora auxiliar de derecho político y constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile

PRELIMINAR

Don Pedro Lira Urquieta, Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales de la Universidad Católica de Chile, junto con enviar una obra extranjera sobre la asignatura, en carta de 12 de julio de 1954, "yo quisiera animarlo a Ud. -nos decía- a que componga un libro sobre Derecho constitucional... Siento que hace falta".

Desde entonces consideró el autor como deber suyo realizar esta tarea, consciente de sus limitaciones, pero confiado en la ayuda de Dios y favorecido también con el ejercicio continuo de la cátedra, el vivo recuerdo de sus padres, la colaboración abnegada y constante de su mujer.

La buena acogida que recibiera la primera edición del Tratado de Derecho Constitucional, publicado en 1963 por esta misma editorial, y los profundos cambios producidos desde entonces, particularmente por la Constitución de 1980, nos han impulsado a preparar esta segunda edición.

El Tratado se forma de dos obras en cierto modo independientes: los dos primeros tomos consideran los principios generales de la ciencia política; los tomos siguientes comprenden una síntesis de la evolución institucional chilena y el estudio de los antecedentes, textos y aplicación de la Carta de 1980.

Con posterioridad a la primera edición de esta obra, en 1980 y 1982, dimos a conocer, a través de esta misma editorial, otro trabajo con el título Derecho Político. Ensayo de una síntesis, en el que volvimos a considerar muchos de los temas desarrollados en este primer tomo. Preferimos ahora aprovechar la redacción de dicho trabajo cuando la estimamos más apropiada.

CAPITULO I:

NOCION DEL DERECHO CONSTITUCIONAL

DERECHO

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1. Derecho objetivo y subjetivo. Con abrir un diccionario se comprueba que el vocablo "derecho" tiene diversos significados.

Derecho es lo recto, igual, seguido, que no se tuerce a un lado ni a otro. Es, por lo tanto, si se trata del movimiento, lo que directa e inmediatamente se encamina a la meta; si de la conducta, la que es razonable, fundada y justa.

"Derecho" significa también, empleando los términos de la Real Academia, "conjunto de principios, preceptos y reglas a que están sometidas las relaciones humanas en toda sociedad civil, y a cuya observancia se puede ser compelido por medio de la fuerza".

Tal es derecho en su sentido objetivo.

Desde el punto de vista subjetivo, mirado como bien de la persona que es su titular, derecho es la facultad moral inviolable de dar, hacer o no hacer algo, o, como dice el mismo Diccionario, "la facultad natural del hombre para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida" o, más precisamente, "la facultad de hacer o exigir todo aquello que la ley o la autoridad establece en nuestro favor".

Esta distinción ha sido causa de vivo debate en la ciencia política desde que León Duguit, pretendiendo identificar el concepto del derecho subjetivo con el de derecho natural, pensaba que "los individuos no tienen derecho, que la sociedad tampoco los tiene; pero que todos los individuos están obligados, porque son seres sociales, a obedecer a la regla social... que tiene por fundamento el hecho de la solidaridad social". De esta manera pretendía excluir, por metafísica, la noción de derecho subjetivo, para dar lugar, con otro sentido, a la de derecho objetivo, "que implica para cada cual la obligación social de cumplir una cierta misión y el poder de realizar los actos que exige el cumplimiento de esta misión" (La transformación del Estado, págs. 63-67).

Jean Dabin, profesor de la Universidad de Lovaina, tomó con brillo la defensa del derecho subjetivo, considerado como "la prerrogativa concedida a una persona por el derecho objetivo y garantizada por medios jurídicos, de disponer como señor, en los límites de extensión o de finalidad por él fijados, de un bien que se reconoce pertenecerle, ya como suyo, ya como debido" (ver Ch. Eisenmann, Rev. Droit Public, 1954, págs. 752-774).

El conocimiento de esos principios, preceptos o reglas (derecho objetivo) o de esas facultades (derecho subjetivo), constituye la ciencia del Derecho o Jurisprudencia, susceptible de considerarse en diversas formas según la índole de las reglas o el contenido de las facultades que se estudien.

DERECHO Y MORAL

2. Derecho y moral. Justicia. También "moral" es palabra que goza de varias acepciones.

Moral es "la ciencia que trata del bien en general, y de las acciones humanas en cuanto a su bondad o malicia".

La moral o ética se preocupa de las obligaciones que el hombre tiene para con Dios, para consigo mismo y para con los demás hombres. La virtud es el hábito de obrar el bien, de actuar conforme al deber en cualquiera de sus exigencias.

En general, el incumplimiento por el hombre de sus distintos deberes no tiene más sanción, en esta vida, que el juicio condenatorio de su propia conciencia, y en la otra, la pérdida de su vocación divina.

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Entre las virtudes, la justicia prescribe que, en sus relaciones con los demás, el hombre dé a cada uno lo suyo.

La sociedad tiene especial necesidad e interés de que en su seno se practique esta virtud y por eso se hace indispensable para la convivencia colectiva que exija su obligatorio cumplimiento incluso por medio de la coacción, es decir, por la fuerza o violencia que se descarga sobre quien se comporta de modo injusto. Los deberes de conducta humana así garantizados constituyen el campo del derecho.

Así, pues, el derecho es una parte de la moral, en cuanto rige la conducta, respecto de aquellos deberes del hombre en que ha de respetar la justicia. La justicia se dice conmutativa, entre una persona y otra, legal, entre la persona y la sociedad, y distributiva o social, entre los diversos sectores de la sociedad.

Acompaña normalmente al derecho como cualidad típica la coacción, pero esta facultad adjunta, propia y característica del derecho, no constituye la esencia de éste, que no es simplemente la coacción mutua universal, a que se refería Kant. Para que el derecho se pueda hacer eficaz mediante la coacción, ha de existir con independencia de ésta, y es así como el derecho no deja de ser tal por el hecho de que, en ciertas situaciones, la coacción sea imposible de ejercer contra el infractor, se muestre intangible o se haga paulatinamente innecesaria con el progreso.

La razón de que determinada conducta pertenezca al campo jurídico emana del orden que en la sociedad ha de mantenerse y perfeccionarse, y que está dispuesta a imponer.

DERECHO NATURAL Y POSITIVO

3. Derecho natural y positivo. El derecho que brota inmediata, clara y directamente de las exigencias de la naturaleza humana y comprensivo de los primeros e ineludibles principios de lo justo e injusto, se lo llama derecho natural. Cathrein lo define, en sentido objetivo, como las normas obligatorias que por la naturaleza misma, y no en virtud de una declaración positiva, ya sea de parte de Dios y de los hombres, valen para toda la humanidad; y en sentido subjetivo, la totalidad de las facultades jurídicas que a uno pertenecen inmediatamente por razón del derecho natural objetivo y de relaciones dadas por la Naturaleza misma (Filosofía del Derecho, págs. 196 y 204).

El derecho establecido por la voluntad del legislador es positivo. Si el legislador es el mismo Dios, se trata de derecho divino, como el Decálogo; si deriva de la autoridad de la Iglesia, es eclesiástico o canónico; y humano si es manifestación de la voluntad del hombre.

El derecho positivo ha de resultar del natural o, por lo menos, conformarse a éste.

El poder del padre de castigar al hijo pertenece al derecho natural, y también al positivo, cuando éste, fundado en aquél, lo reconoce expresamente, como lo hace nuestro Código Civil, en el art. 233. El ejercicio de tal facultad por el padre debe ser amparado por la fuerza incluso en una sociedad en que no estuviera explícitamente consagrado en un precepto de su ley positiva. Y a la inversa, el Estado en que se dictara una ley que impidiera al padre corregir al hijo, violaría en ese aspecto el derecho natural.

El derecho positivo no siempre deriva tan claramente del natural; pero con tal que no se opongan a éste puede el legislador humano establecer mandatos que estime encaminados al bien colectivo. Hasta ahora, por ejemplo, se ha castigado exclusivamente a los conductores de

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los vehículos que infringen las reglas del tránsito público; en nada se opondría al derecho natural que también se castigara enérgicamente a los peatones que las violen.

Los romanos distinguían entre el derecho de gentes, formado por las conclusiones necesarias del derecho natural, y el derecho civil, por aquellas que no revestían ese carácter.

VERDADERO CONCEPTO ACERCA DEL DERECHO NATURAL

4. Pólemica sobre la significación del Derecho Natural. El Derecho Natural se ha tomado en acepciones diversas y, a causa de la trascendencia que tiene, para la recta comprensión de muchas explicaciones posteriores, resulta indispensable fijar con exactitud el sentido que se le atribuye.

"El Derecho Natural -según don Rafael Fernández Concha (Filosofía del Derecho, t. 1, p. 156)- es el que, fundado en la naturaleza racional de la criatura y en la voluntad necesaria del Creador, dicta lo que es intrínsecamente justo y prohíbe lo que es intrínsecamente injusto".

No otra cosa pareció afirmar, casi transcribiendo a Suárez (De Legibus, I. II, C. VI, cit. por E. Luño, ob. cit., pág. 24), Hugo Crocio en su obra Del Derecho de Guerra y de Paz, cuando dijo que "Derecho Natural es el dictado de la recta razón que indica que alguna acción, por su conformidad o disconformidad con la misma naturaleza racional, entraña torpeza o necesidad moral y, por consiguiente, está prohibida o mandada por Dios, autor de la naturaleza. Y esto tendría lugar en algún modo, aun suponiendo, lo que en realidad sería un gran crimen, que Dios no existiese, o no se preocupase de los negocios humanos".

Pues bien, con Hugo Crocio nace la Escuela del Derecho Natural, representada luego por Tomasio, Hobbes, Puffendorf, Leibniz, Rousseau y otros, y cuyos personeros, en los siglos XVII y XVIII, concibieron un Derecho Natural no sólo al margen de la revelación sobrenatural sino, incluso, abstraído de la propia existencia de Dios y conocido exclusivamente por la razón.

Este jus naturalismo decididamente racionalista y ateo ejercerá enorme influencia en el pensamiento revolucionario y será llevado a su extremo por Kant, puesto que, según el filósofo de Koenisberg, por medio de la razón el hombre no sólo es capaz de conocer una ley natural que se le impone a él mismo, sino de construir, por sí y para sí, su propia regla individual.

Las deformaciones y exageraciones de un Derecho Natural así concebido, con sus consecuencias de voluntarismo autónomo, de positivismo jurídico, y de todas las formas posteriores del racionalismo y luego del materialismo, acarrearon, como podía comprenderse, el descrédito de las escuelas jurídicas y filosóficas construidas sobre tan erróneo fundamento, e hicieron explicable que, desde diversos sectores y de distintos ángulos, renaciera más tarde el prestigio del recto sentido del Derecho Natural, de aquel que, sirviéndose de las explicaciones de la antigüedad grecorromana, desarrollaran la patrística, Santo Tomás, los pensadores de la Contrarreforma y de modo perenne y oficial la filosofía cristiana.

El Derecho Natural no es, en verdad, inventado por la razón, sino simplemente conocido por ella; no proviene de la voluntad directa de Dios, sino que rige de modo ineludible la creación hecha por El; no es una colección de preceptos inmutables, que forme un código articulado, completo y minucioso: es el conjunto de exigencias que brotan, por un lado, de la consideración de la naturaleza del hombre y de la sociedad y, por otro, de las circunstancias y situaciones diversas en que se pueden encontrar.

Georges Renard, en el tercer tomo de su Introducción filosófica al estudio del derecho, sintetiza la doctrina del derecho natural, sostenida por él y a que da el apelativo de clásica, en las siguientes proposiciones:

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"Los principios, o por lo menos las direcciones, anteriores a todas las leyes, a todas las costumbres y a todas las jurisprudencias:

-la aptitud de la razón humana para descubrirlo por sus propias fuerzas

-su integración en una concepción metafísica del Orden del mundo

-su generación progresiva, a partir de las dos nociones fundamentales de la personalidad humana y de la institución

-una adaptación conveniente a las contingencias indefinidamente diversas de los medios históricos.

Tal es, en resumen, el cuadro que he delineado" (pág. 33).

"El Derecho Natural -dice con gran claridad don Enrique Luño Peña, profesor en Barcelona- es un conjunto de principios universales, perennes, absolutos e inmutables que, al recaer sobre una realidad social variable, se individualizan y concretan en otros preceptos contingentes y variables, con el fin de adaptarse a la realidad de la vida social y de las relaciones humanas. El Derecho Natural no varía, ni muda en sí; mas, como los diversos estados de cosas exigen relaciones diversas con formas distintas y situaciones diferentes, el Derecho Natural, permaneciendo idéntico en su esencia, manda una cosa en tal ocasión, y otra en aquella diferente, y obliga ahora y no antes o después. Es decir, que según las varias mudanzas que en el estado de las cosas y de las relaciones humanas acontecen, aquellos preceptos universales y absolutos del Derecho Natural que se individualizan y rigen tan sólo para estas determinadas circunstancias, variarán al tenor de las mismas. Variadas las circunstancias, serán otros los preceptos naturales que entrarán en vigor, pues éstos harán derivar de los principios fundamentalísimos otras consecuencias adecuadas" (ob. cit., págs. 44-45).

El Derecho Natural podría calificarse como un derecho ideal, en cuanto contiene principios inspirativos de la ordenación que conviene implantar para la mayor felicidad humana, pero sería erróneo considerarlo exclusivamente así, porque no tiene fuerza sólo para una constitución futura, puesto que la vigencia de sus postulados básicos es en todo momento, ahora y después, ineludible.

El Derecho Positivo tiene validez, como se dijo, precisamente porque se funda en el natural o en nada pugna con él y, entre tanto, si falta por cualquier motivo la regla jurídica emanada de la voluntad del humano legislador, existe siempre la posibilidad de acudir a la inspiración del Derecho Natural para salvar la omisión. Si los jueces no pueden excusarse de ejercer su autoridad ni aún por falta de ley (art. 10 del Código Orgánico de Tribunales y ahora también art. 73 inc. 2º de la Constitución) es porque siempre está latente la fuerza del Derecho Natural, y así cuando fallan los otros medios de interpretación del texto positivo, puede recurrirse a la equidad natural (art. 24 del Código Civil).

DERECHO PÚBLICO Y PRIVADO

5. Derecho Público y Privado. Esta distinción se formula por los romanos.

Ulpiano, en el Digesto y en las Institutas, definió el Derecho Público como aquel que interesaba a la República y Privado el relacionado con la utilidad de los particulares.

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Este criterio de utilidad fue considerado muy imperfecto. Se abrió amplio debate acerca de las bases distintivas de uno y otro y se buscaron así otras diferencias, como las de sumisión y autonomía, igualdad o desigualdad del sujeto activo y del pasivo, etc.

El Derecho que considera el Estado, en su estructura y en sus diversos poderes y órganos, y las relaciones de la autoridad con los súbditos, es Público; y Privado, el que regula las relaciones de los gobernados entre sí.

La historia ha contemplado la evolución de una y otra esfera; en la época feudal, todo parece, en efecto, convertirse en derecho privado; en el absolutismo, prima avasallador el derecho público; el individualismo moderno trae el resurgimiento del derecho privado; el aumento de la intervención del Estado en la vida colectiva contemporánea contribuye a ensanchar, en fin, el campo que se reconoce como propio del Derecho Público.

La verdad es que el derecho es uno solo, y con razón así lo sostiene Kelsen (ob. cit., págs. 105 y sgts.) entre muchos otros.

Esta distinción reviste más bien una significación histórica y continúa sirviendo en la pedagogía jurídica para agrupar las diversas asignaturas. La separación definida entre ambos resulta hoy más que nunca imposible: tantos son sus vínculos recíprocos, las materias comunes, sus mutuos apoyos. En el derecho contemporáneo el crecimiento de las funciones estatales ha extendido, como se dijo, la órbita del Derecho Público, pero, al mismo tiempo, han aumentado, por otra parte, las ocasiones en que el Estado actúa en el plano y de acuerdo con las normas del derecho privado (ver Droit Public, Droit Privé, por Ch. Eisenmann, Revue du Droit Public, 1952, págs. 903-979).

"Todo se transforma en Derecho Público" es el epígrafe de la obra del decano Ripert, La decadencia del derecho, en que recoge las expresiones que revelan tal fenómeno con escasa propiedad lingüística: la publicización o socialización del derecho.

A esta última, ha dado sentido diverso y exacto S. S. Juan XXIII cuando en su Encíclica Mater et Magistra (1961) define lo que es el fenómeno de la "socialización", concepto que reitera el Concilio Vaticano II en Gaudium et Spes (Nos 6 y 25).

DERECHO INTERNO E INTERNACIONAL

6. Derecho Interno e Internacional. Derecho Interno es el que estudia las normas que rigen dentro del Estado, y entre éstas, algunas pertenecen al ámbito del derecho público y otras corresponden al del derecho privado.

Derecho Internacional es "el que siguen los pueblos civilizados en sus relaciones recíprocas de nación a nación o de hombre a hombre". Es decir, puede también, como el Interno, ser Público o Privado. El Derecho Internacional Público trata de las relaciones de un Estado con los demás Estados o Asociaciones de Estados y con la Comunidad Internacional y sus órganos. "El derecho de gentes o derecho internacional -dice Charles Rousseau (ed. 1953, pág. 7)- se preocupa esencialmente de regir las relaciones entre Estados, o más bien -porque los dos términos no son sinónimos- las relaciones entre sujetos de Derecho Internacional". El Derecho Internacional Privado se refiere, entre tanto, a los vínculos que nacen entre las personas de un Estado y las de otro, o directamente de aquéllas con determinado Estado o sujeto de Derecho Internacional.

El Derecho que rige dentro de un Estado es nacional, respecto del que tiene vigencia en otro Estado, que es extranjero.

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Si se parangona, generalmente con ánimo de estudio o de interpretación legal, el derecho vigente en varios Estados, se habla de Derecho Comparado.

No obstante el valor permanente de que gozan estas distinciones y la utilidad que están llamadas a proporcionar, el veloz y avanzado proceso de globalización de las relaciones humanas y económicas, la densificación e intensidad de los vínculos entre los distintos Estados, la celebración entre ellos de numerosos acuerdos que en otras épocas se hubieran estimado inadmisibles por la pretensión de omnipotencia de las soberanías nacionales, la tendencia a fortificar la convivencia entre los pueblos mediante la conformación de una efectiva sociedad universal traducida en una institucionalidad cada vez más amplia, la afirmación de una vigorosa solidaridad internacional expresada en el ius cogens, concurren a que muchos sostengan la realidad de un monismo jurídico y la dificultad de sostener y definir con alcance apropiado un cierto grado de dualismo, que no podrá menos de subsistir. El avance del derecho comunitario europeo es elocuente expresión de este impulso hacia la unificación de la juridicidad.

DERECHO CONSTITUCIONAL

7. Definiciones del Derecho Constitucional. Del Derecho Público Interno la rama más importante, porque proporciona el fundamento de las demás, es el Derecho Constitucional, a tal punto que a menudo se ha designado a éste con la expresión genérica de Derecho Público, pero, como en su estudio se comprende sólo lo esencial de la organización y funcionamiento de la autoridad y de sus relaciones con los gobernados, no resulta exacto mencionar ambos como sinónimos, salvo si se amplía desmesuradamente el campo del Derecho Constitucional.

"La forma del Estado, la forma del Gobierno, el reconocimiento de la garantía de los derechos individuales, tales son los objetos naturales y necesarios del Derecho Constitucional", dice Esmein (ob. cit., pág. 33).

Para Marcel Prélot es "la ciencia de las reglas jurídicas, según las que se establece, trasmite y ejerce la autoridad pública" (Instituciones, pág. 31), definición que suscribe Vedel (Manual, pág. 5).

Es, pues, "el que se aplica a los órganos e instituciones políticas de un Estado", concluye Maurice Duverger (Manual, pág. 26; ídem. Institutions Politiques..., pág. 5).

De acuerdo con André Hauriou, el Derecho Constitucional busca "el encuadramiento jurídico de los fenómenos políticos" (Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, pág. 17).

Según don Carlos Estévez, es el "conjunto de leyes que establecen la organización y determinan las atribuciones de los poderes públicos del Estado en sus relaciones con las garantías, libertades y derechos de los miembros de la comunidad política" (Elementos, pág. 7).

Don Gabriel Amunátegui lo describía como "la rama del Derecho Nacional Público cuyas normas tienen por objeto preferente organizar el Estado; determinar las atribuciones del Gobierno y garantizar el ejercicio de los derechos individuales" (Manual, pág. 18).

DERECHO INSTITUCIONAL, RELACIONAL Y DOGMÁTICO

8. Derecho Constitucional institucional, relacional y dogmático. Si el Derecho Constitucional se limita a analizar la estructura fundamental del Estado y las atribuciones de los distintos poderes y órganos, es puramente institucional u orgánico.

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Si se extiende a la consideración de las garantías y libertades que consagra el régimen jurídico, es relacional.

Es frecuente diferenciar de uno y otro aspecto lo que se estima como dogmático -término, a nuestro juicio, muy poco adecuado dada la significación propia del vocablo- con el que se quiere dar a entender la descripción, íntimamente derivada de la ciencia política, del ideal de derecho inspirador tanto de su organización como del estatuto de las libertades de las personas y de los grupos.

La tendencia actual de los autores franceses es reducir la exposición del Derecho Constitucional al primer aspecto, y a ello obedecen las definiciones ya citadas de los profesores Prélot, Vedel y Duverger. Eso se ha producido, en parte, por una razón histórica: las leyes constitucionales francesas de 1875 tuvieron carácter estrictamente orgánico. Dentro de tal comprensión se deja al Derecho Administrativo el estudio particularizado de las libertades y garantías constitucionales, lo que conduce a aligerar esta asignatura.

Sin embargo, como prevaleció en el constitucionalismo la idea de incorporar al texto de las leyes fundamentales las normas básicas de las libertades y derechos de los ciudadanos, y así lo han hecho tradicionalmente los textos nacionales, esta obra considerará ambos aspectos. Por lo demás, en el concepto anglosajón de "constitutional law" el análisis de la posición del ciudadano frente al Estado es un elemento primordial e ineludible.

DERECHO CONSTITUCIONAL Y DERECHO DE LA CONSTITUCIÓN.

INSTITUCIONES POLÍTICAS

9. Derecho Constitucional y Derecho de la Constitución. Instituciones Políticas. No puede subestimarse la importancia del texto de la Constitución Política del Estado para el estudio del Derecho Constitucional, pero éste no se agota en la exégesis de la Ley Fundamental y del derecho que de ella deriva.

No es, por lo tanto, el que se expondrá, tan sólo el derecho de la Constitución. Se extiende, en efecto, el Derecho Constitucional a materias que no están contempladas en el articulado de la ley fundamental, de la misma manera que, como veremos, algunos de sus preceptos pueden no significar, en el hecho, verdadera realidad jurídica y, sobre todo, la ciencia del derecho no se confunde e identifica con la norma vigente. El precepto encuentra en la doctrina su base, su crítica o la inspiración de un perfeccionamiento, siempre posible y aconsejable.

Tradicionalmente se estudian en esta rama de la jurisprudencia, como haremos notar, las cuestiones más importantes que se plantean en el Derecho Público y que en aspectos sustanciales requieren la ilustración que proviene de la ciencia política.

Sin embargo, sigue respetándose la tradición de llamarla Derecho Constitucional, nacida del empuje del constitucionalismo moderno, que se extendió a fines del siglo XVIII. Tal fue el título que a la asignatura dio Guizot en Francia en 1834, quien con tal denominación la profesó después de que con ella también allí la había establecido el profesor italiano Pelegrino Rossi.

La densidad de la materia comprendida en este ramo exigió la creación, desde hace algunos años, de la "Historia Constitucional de Chile", destinada a considerar con más detenimiento la evolución histórica de lo público institucional.

El concepto de Estado, sus clases y funciones, el estatuto del poder político, la composición y atribuciones de los órganos estatales, los sistemas de gobierno, el régimen de partidos políticos, la coordinación de la vida económica en la estructura política son, entre muchos

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otros, problemas fundamentales del Derecho Público, que, dada la tradicional conformación de la asignatura, se consideraban en el Derecho Constitucional.

En virtud del decreto de 27 de marzo de 1954, la asignatura pasó a denominarse en Francia "Derecho Constitucional e Instituciones Políticas".

Aunque se ha criticado la designación en cuanto pareciera querer separar ambos elementos, y sin perjuicio de reconocer la complejidad y variedad del significado del concepto que se incorpora, los nuevos expositores concuerdan en sostener que son objetivos básicos de la reforma hacer notar que el contenido del ramo no se limita a considerar lo que ya está reglamentado por la norma jurídica, sino también lo que no lo está (partidos políticos, grupos de presión, opinión pública, propaganda, etc.), como subrayar que su análisis no debe restringirse al análisis de los preceptos vigentes (ver Prélot, 1957, Nº 28, págs. 39-48, Duverger, 1960, págs. 5 a 12).

"La institución nace -dice Prélot- cada vez que en el seno de determinada colectividad, las voluntades individuales, comulgando en una idea directriz o coligándose según una necesidad, participan en una misma empresa y se someten, para su realización, a una autoridad y reglas comunes". Estas instituciones son ya de carácter orgánico o personificado, ya mecanismos o rodajes que juegan en la marcha colectiva (lugar citado).

Los antecedentes recordados llevaron en nuestro país a que prevaleciera la decisión de preceder la enseñanza del Derecho Constitucional por la de una asignatura especial con la denominación de "Derecho Político" o de "Instituciones Políticas". Esta obra pretende ajustarse a esa distinción.

POLÍTICA Y CIENCIA POLÍTICA

10. Política y ciencia política. La ciencia nutricia de los principios doctrinarios que informan los problemas trascendentales del Derecho Constitucional es indudablemente la ciencia política y, por tal motivo, con razón se la ha venido llamando, sobre todo en España, Derecho Político, denominación que también prevalece entre nosotros.

La expresión política viene del vocablo griego politicus y éste de polis, o sea, ciudad, que comprendía tanto sus límites urbanos como su zona de influencia. Equivale al vocablo latino civitas.

La ciudad se considera, en la política, como ciencia y como práctica, desde un punto de vista de su gobierno. El Estado es el fenómeno social moderno que equivale a lo que antes se conocía como ciudad y que luego se expresó en variados términos, como repúblicas, imperios, principados, reinos, países, etc.

Desde mucho antes del advenimiento del cristianismo, sobre todo en Grecia y Roma, se conocieron escritores que planteaban el problema del gobierno de la ciudad y especulaban sobre la mejor manera de efectuarlo.

Generalmente, incluso antes de los expositores de la ciencia política, nacen las instituciones, o sea, la práctica del gobierno, cuyas bases, organización y actividades los escritores antiguos procuran describir y explicar.

En un principio, la ciencia política es, pues, meramente descriptiva, pero se convierte más adelante en filosofía política, desde que los pensadores exponían su ideario acerca del gobierno; mucho después se va orientando hacia el conocimiento doctrinario y sistemático del Estado, lo que viene a ocurrir alrededor de la época del Renacimiento.

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Al nacer, pues, el concepto moderno de Estado se extiende al estudio de los grandes conglomerados organizados de población que se asientan en vastos espacios terrestres y se convierte entonces la ciencia política en teoría del Estado.

La orientación básica del pensamiento político se ve más adelante muy influenciada por el positivismo sociológico, acentuándose luego, en el siglo XX, principalmente a través de la literatura alemana, la reflexión sobre la técnica jurídica; en tanto que en la producción intelectual sajona, especialmente en la norteamericana, predomina un cientismo que acerca el análisis del fenómeno político a los aportes provenientes de las ciencias naturales y matemáticas.

Ciencia política es, entonces, el conjunto de principios, preceptos y reglas que se relacionan con el gobierno de la sociedad política. "La ciencia política -dice Jean Dabin- es y no puede ser sino la ciencia del Estado, del Estado en general, no de tales Estados en particular... Tiene un objeto específico... a saber el Estado, la "cosa política" -res política, más bien que res pública- con todas las realidades, nociones y valores que implica la cosa política: relación política, grupo político, poder político, instituciones políticas, partidos políticos, acontecimientos políticos, ideas políticas, fuerzas políticas, vida política, revolución política... El Estado, y todo lo que se relaciona con el Estado: tal era el objeto de la política en la Antigüedad, cuando el Estado llevaba el nombre de Ciudad..." (Sobre la Ciencia Política. Revue du Droit Public, 1954, págs. 5-35). Es la Teoría General del Estado, según la expresión preferida por los alemanes.

La ciencia política es -según Georges Burdeau- "la que se propone estudiar las relaciones de autoridad y de obediencia y sus efectos sobre el comportamiento de los hombres para obtener una explicación coherente e inteligible de la estructura y del dinamismo de las sociedades políticas" (Méthode de la Science Politique, Nº 48, pág. 50).

Se llama política -anota Lallement- "una ciencia que determina el objeto de la Sociedad Civil -el bien común que busca el Estado- y que indica los medios más corrientes de procurarlo" (Lallement, ob. cit., pág. 20).

¿Qué estudia la ciencia política?

Los teóricos de las Ciencias Sociales consideran que en la ciencia política se analizan:

a) Las instituciones, cuerpos y órganos por los cuales el Estado vive y se expresa.

b) Las ideas inspiradoras de su estructura y funcionamiento.

c) La dinámica de las fuerzas que participan e intervienen en la formulación y dirección del interés general.

d) La regla fundamental superior a las demás normas jurídicas, que es el marco dentro del cual se organiza el Estado y se mueve el Gobierno: su Constitución Política.

Ciencia del espíritu que considera un aspecto de la criatura racional; eminentemente moral, porque se refiere a la conducta del hombre y busca su bien y perfeccionamiento.

Ciencia social, puesto que estudia uno de los fenómenos que se producen, dentro de la sociedad, en relación con esa forma particular que toma el nombre de Estado, siendo lo político -como dice el mismo Burdeau- "lo que caracteriza todo hecho, acto o situación en cuanto traducen la existencia, en un grupo humano, de relaciones de autoridad y de obediencia establecidas con propósitos de un fin común" (Méthode..., ob. cit., Nº 64, pág. 65).

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CIENCIA Y ARTE POLÍTICO

11. Ciencia y arte político. La política no es ciencia meramente especulativa sino también práctica, porque procura desentrañar principios y concebir un orden con el fin de establecerlo.

Desde el momento en que la política se traduce en la acción encaminada a conservar el orden, facilitar el progreso y procurar la felicidad colectiva, se convierte en arte político, y éste consiste en escoger los medios más conducentes, eficaces y adecuados al mejor desarrollo, y con el mayor provecho, de tal actividad.

Arte político es el de gobernar y dar leyes y reglamentos para mantener la tranquilidad y seguridad pública, y conservar el orden y buenas costumbres (Real Academia). Tal arte supone la profundización en el análisis del comportamiento de los individuos y de los mecanismos que ponen en movimiento las influencias colectivas; se sirve de experiencias recogidas en el combate por el bien colectivo; exige profunda e íntima vocación al bien general, adivinación intuitiva de la jerarquía de las necesidades de los gobernados y de los medios de satisfacerlas.

El arte en política está, sin embargo, íntimamente unido a la ciencia cuyas enseñanzas trata de aplicar y no puede convertirse en una mera práctica autónoma y arbitraria, sino que es técnica instrumental al servicio de los fines del Estado y con las características de éste.

Fue Maquiavelo quien sostuvo vigorosamente la pretensión de convertir la política en simple arte, divorciado completamente de los principios morales y ejercido con mero afán de resultado exitoso.

En errores análogos pueden incurrir los politicólogos que, absorbidos en el análisis del comportamiento cívico de grupos e individuos, llegan a considerar la actividad política como un puro mecanismo practicista, olvidando que, más allá de las encuestas, estadísticas, gráficos, etc., y dando a todo base, explicación y sentido, se encuentran las grandes opciones que se presentan en la existencia de hombres y pueblos.

"La política importa sin duda el conocimiento de gran cantidad de artes y técnicas, desde el arte de redactar claramente un texto de ley hasta el de la técnica de las operaciones financieras; pero todo esto está subordinado al discernimiento del bien común y a su paciente búsqueda. La política supone así saber hacer con los hombres; sin embargo, no hay que equivocarse; desde su punto de vista aún, la habilidad no basta, se requiere principalmente sabiduría práctica y virtud; el verdadero éxito proviene aquí del desinterés, de la consagración, del respeto, también del conocimiento de las debilidades humanas, pero más todavía de la percepción de los recursos morales que se encuentran en los hombres" (Lallement, ob. cit., pág. 22).

CIENCIAS POLÍTICAS. SOCIOLOGÍA, ECONOMÍA, RELIGIÓN

12. Ciencias políticas. Sociología, economía, religión. La ciencia política es indiscutiblemente una ciencia social, porque estudia, desde su punto de vista, un aspecto de la realidad de la agrupación de multitud de hombres; en su enfoque propio considera en efecto la sociedad en cuanto en ella se concibe y concreta el bien general.

Se ha discutido sobre si corresponde hablar en singular de "ciencia política" o, en plural, de "ciencias políticas". Puede admitirse que, si tiene el objetivo propio ya explicado, es preferible mencionar la ciencia política en singular, siempre que jamás se olvide que son muchos los saberes que contribuyen a configurar su materia sustancial y que ella ha de apoyarse, para

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llevar sus logros al campo de su utilización, en otras numerosas ciencias que le sirven de auxiliares.

Siendo la política una ciencia social, se entiende que sus vínculos son estrechos con la Sociología, que trata de las condiciones de existencias y desenvolvimiento de las sociedades (Real Academia); "ordena los actos de nuestra convivencia social" (Tristan de Athayde; Introducción, ob. cit., pág. 23); "estudia la vida social en su complejidad y en sus factores sintetizantes" (Sturzo, ob. cit., pág. 19).

El Estado es un grupo humano, y el conocimiento de las leyes que contribuyen a su formación, desarrollo y aniquilamiento; de las que consideran las reacciones colectivas y las individuales frente al grupo; la estructura y energía de la familia, cuerpos intermedios y demás fuerzas sociales, los estímulos que incitan el comportamiento, etc., resulta de profundo interés para el hombre de la ciencia política, para el political scientist, como lo llama la literatura anglosajona.

La Historia explica al estudioso de la ciencia política el origen de las instituciones, hace comprender su sentido, permite apreciar el efecto de las distintas medidas adoptadas por la autoridad, determinar el alcance de las diversas fuerzas en juego. La historia no sólo influye en el pasado del grupo, sino que actúa vigorosamente en su presente y es un factor con el cual siempre debe contarse en el trazado del porvenir; las lecciones, los comportamientos, las experiencias que registra el pretérito tienen incalculable valor en la selección de los medios más conducentes a la dirección política y en el logro de la indispensable adhesión del grupo al contenido de las decisiones de la autoridad. De la enseñanza histórica no resulta sólo el recuento de infinidad de vivencias disímiles, sino que constantes orientadoras para prever el comportamiento de personalidades y cuerpos colectivos.

"Como antecedente político, la historia -dice Burdeau- puede ser considerada según dos órdenes de preocupación: el de las ciencias de la política y el de la ciencia política: a) Trátese de instituciones gubernamentales o de objetivos designados a su actividad, no pueden ser estudiados sino en su contexto histórico...; b) Considerada según la óptica sintética de la ciencia política, la historia no es solamente un conjunto de antecedentes cuya acción se perpetúa, es un elemento constitutivo del mismo grupo. No actúa del exterior; sino que, incorporada a su mentalidad, a su manera de vivir, el grupo la lleva en sí mismo; forma parte de su ser" (Méthode..., Nº 122).

En cuanto a la Economía, la ciencia política debe prestarle particular consideración, porque en el seno de la sociedad que quepa dirigir se presentan ineludiblemente variedad de necesidades cuya satisfacción responde a los objetivos básicos del bien común que se trata de asegurar, y, si es una exageración del marxismo sostener que todo vínculo social de tipo superior, integrante de la superestructura colectiva, está determinado exclusivamente por la relación productiva, no cabe tampoco negar a la inversa la importancia que este factor juega, junto a otros, en la conformación social, en el poder y en el fenómeno políticos.

Los vínculos entre la Religión y la ciencia política son, en fin, numerosos y en extremo trascendentales, porque la creencia dogmática y el culto a la Divinidad importan realidad y exigencia que cuentan primordialmente en la vida de la persona humana y de los grupos que ella integra; porque, entre los aspectos del bien común que el Estado busca realizar, ha de encontrarse, en lugar preferente, todo lo que favorezca la libertad religiosa; porque el respeto de ésta señala límites sagrados e infranqueables que el poder político no puede sobrepasar; porque los gobernantes deben mantener relaciones de diverso tipo con las autoridades eclesiásticas que conviven en su seno y ejercen, en su orden, superioridad sobre quienes están gobernados por ambas sociedades; porque, siendo, en fin, el poder estatal y la relación política de raíz eminentemente moral encuentra la perfección de la obediencia en la adhesión que se fundamenta en motivos religiosos.

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Los estudiosos de la ciencia política son conocidos como politólogos o politicólogos o, en la literatura norteamericana, como cientistas políticos. Quienes asumen responsabilidades, sobre todo superiores, en la dirección de la vida pública, son propiamente los políticos, hayan abrazado o no una carrera profesional, actúen por vocación personal o como líderes de partidos políticos. Según el Diccionario, estadista es "persona versada en los negocios concernientes a la dirección de los Estados, o instruida en materias políticas", aunque creemos que entre nosotros se ha aplicado este término más bien a quienes han ejercido el mando con señalado éxito.

MÉTODO EN LA CIENCIA POLÍTICA

13. Método en la ciencia política. Con decir que es una ciencia social se comprende que en la ciencia política no resulten practicables los métodos de análisis y de experimentación que se usan en las ciencias naturales ni la forma de deducción aplicable a las ciencias matemáticas.

Pero, con las limitaciones inherentes a las características de su objeto propio, la ciencia política combinará los diversos sistemas. Si no quiere deformarse con el empleo exclusivo de tan sólo uno de los métodos de investigación y de profundización, se usarán en ella, por lo tanto, no sólo la deducción, que parte de la realidad del ser y vocación del individuo y del grupo, sino también la inducción que resulta de la experiencia, de la observación, de la analogía, etc.; analizará cuidadosamente los factores concomitantes en las situaciones, y se elevará después, de la consideración de los hechos concretos, y cuando lo permita la amplitud e intensidad de los conocimientos acumulados, a la síntesis que los condensará en ideas generales y fecundas.

La observación de los fenómenos individuales y sociales no puede llegar, en la ciencia política, dada su naturaleza de ciencia humana y social, a la experimentación, propia de las ciencias físicas y biológicas, y ha de recurrir a procedimientos compatibles con la índole de los fenómenos propios al reconocimiento y respeto del ejercicio de la libertad del ser racional.

La necesidad de flexibilidad, variedad y adecuación de los métodos en la ciencia política se ha puesto de relieve con elocuencia siempre que se han aplicado fórmulas antojadizas, parciales, inadecuadas, como cuando se quiso construir la sociedad política a base del hombre abstracto, autor de su propia ley deducida por él mismo de su razón; o cuando se la ha pretendido dirigir sin más norte que el oportunismo maquiavélico; o cuando se la quiere reducir a una simple etapa en el proceso histórico de la relación económica, en cuya evolución se habrá de llegar, según se dice, a la desaparición del Estado y de otros valores todavía más trascendentales.

Con el auxilio de las ciencias que le prestan su colaboración "dispongo así -dice Burdeau, explicando el proceso constructivo que emplea el hombre de ciencia política- de un conjunto de antecedentes positivos que presiento ejercen influencia en el estilo de la vida política y en el funcionamiento de las instituciones. Sin embargo, se trata de antecedentes perfectamente heterogéneos. Es, en consecuencia, imposible reducirlos a la unidad en provecho de una sola de ellas. Para coordinarlas no puedo sino recurrir a una idea a la que cada una pueda ser, en algún aspecto, vinculada. Pero a esta idea ninguna realidad concreta corresponde... Es decir, que la idea no puede sino ser construida por una operación intelectual que obtendrá sus elementos de una variedad de fenómenos: será un concepto... Aquí interviene la hipótesis... Aplicando la hipótesis a las enseñanzas que me han procurado las diversas ciencias sociales, busco entonces si está apoyada o destruida por ellas. Naturalmente cada una no proporciona argumento sino en su sector. Pero si los argumentos concuerdan tendré la hipótesis por fundada en el estado actual de mis conocimientos" (Méthode..., pág. 182).

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CIENCIA POLÍTICA Y DERECHO CONSTITUCIONAL

14. Ciencia política y Derecho Constitucional. Las explicaciones que preceden permiten apreciar mejor la naturaleza de la transformación que se observa en el Derecho Constitucional y que se sitúa cabalmente en el orden de sus vínculos con la Ciencia Política.

Como resultado de la evolución del pensamiento político, y siguiendo la huella de las instituciones trazadas por naciones que procuraron realizarlo, se originó el constitucionalismo moderno, sistema de ideas y de organización ampliamente difundido en numerosos pueblos de diversos continentes a lo largo del siglo XIX.

Pues bien, en torno de tal momento ideológico y de sus modelos organizativos, dentro de un sistema expresado, con afán de fidelidad e integridad, en la letra de las leyes fundamentales de innumerables naciones, se conformó la asignatura del Derecho Constitucional, de sabor eminentemente jurídico, puesto que trataba fundamentalmente de practicar el análisis particularizado de los textos vigentes, poco sustancioso desde el punto de vista de la ciencia política, desde que partía de una serie de postulados cuya verdad y fuerza se daban por sentados; y muy uniforme en su contenido, debido a que registraba categorías jurídicas y apotegmas universalmente admitidos e inconcusos. Buscaba simplemente determinar la fórmula aplicable en el Estado correspondiente, comparar unos y otros regímenes, averiguar la voluntad manifestada por el constituyente o el legislador y deducir de tales presupuestos todas las ineludibles consecuencias lógicas mediante las reglas de hermenéutica.

Sin embargo, los sistemas gubernativos así trazados no estuvieron, según el sentir de los pueblos, a la altura de las circunstancias, cuando dejaron crecer los problemas social-económicos, provenientes del industrialismo, hasta el punto del estallido de la crisis social; o no supieron mantener la paz de las naciones, gravemente alterada por dos guerras mundiales; o no tuvieron energía para desbaratar la acción nefasta de los totalitarismos contemporáneos, o se vieron impotentes para actuar en beneficio de los gobernados con la urgencia de sus necesidades, en una época en que el desarrollo social necesita adaptarse al ritmo de las grandes conquistas del avance técnico; o se mostraron ineficaces, en fin, para transformar instituciones fundadas en la holgura de pocos para hacerlas servir al progreso de todos.

Estas conmociones colectivas produjeron su impacto en el Derecho Constitucional, que ha sentido también la urgencia de dejar de presentarse como simple comentario de lo positivo vigente y de colocarse, al contrario, en el centro elaborador de la misma ciencia política. Porque es de ésta de la que debe provenir, en su esencia, la concepción del orden que se quiere implantar en el Estado, la inspiración de las soluciones a los problemas públicos, el contenido de las reglas jurídicas que encaucen la acción del poder político y susciten la colaboración de los gobernados, los estímulos que faciliten y hagan constructiva y razonable la obediencia. El Derecho Constitucional no puede prescindir de la realidad de la sociedad política, de las fuerzas que en ella actúan, del estudio de los fundamentos, límites y alcance del poder político de los factores que contribuyen a fortalecer o a debilitar el civismo. No parece ya suficiente la mera descripción del cuadro organizativo de las instituciones hecha con prescindencia del análisis de los factores que dan basamento o fragilidad al poder; sin mencionar la acción de los sindicatos, de los partidos políticos o de los grupos de presión; sin preocuparse de establecer de qué modo y hasta qué grado el aparato oficial enmarca o no efectivamente la vida colectiva y resuelve los grandes problemas que en ésta se plantean; sin detenerse en subrayar la necesidad de resguardar la justicia en las relaciones de las diversas clases sociales desde el punto de vista de la actividad y de la distribución económica.

La comparación de un texto de esta asignatura que responda a su concepción clásica, con otro que refleje el nuevo sentido que se le da en esta época, traduce, gráfica y concretamente, la realidad de ésta. La magnífica obra de Esmein simboliza en Francia, por ejemplo, el clasicismo

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del Derecho Constitucional, tal como el contenido de las obras de los modernos profesores en la asignatura registran diversas orientaciones dentro del común propósito reformista: Duverger, subrayando el papel de los partidos políticos; Prélot, la historia de las instituciones; Vedel, profundizando en las bases de la democracia marxista para hurgar el camino de la asimilación de sus enseñanzas en afán de superación; Georges Burdeau, adentrándose a fondo en la Ciencia Política a lo largo de los siete densos volúmenes de su magnífico tratado en que analiza el poder político, la idea de derecho que lo mueve, el estatuto del poder que lo rige.

El Derecho Constitucional no puede concebirse, pues, como mera exégesis de lo positivo vigente, aislada de su razón filosófica, de su explicación histórica, del proceso de las fuerzas sociales en lucha, del fenómeno económico, de los múltiples aspectos de la realidad colectiva, considerada en las leyes sociológicas, en la psicología de los comportamientos, en el recuento estadístico.

Pero si merecidamente ha caído en desprestigio un concepto de la asignatura que se agote en el análisis de un cuadro circunstancial elevado al dogma inmutable, se hace más que nunca necesario seguirlo llamando derecho, para evitar el daño que resultaría de exagerar la reacción y convertirlo en mera especulación filosófica, o simple narración histórica, o proceso sociológico, etc.

Burdeau, que tanto hizo por combatir la cortedad de visión del Derecho Constitucional, entendido al estilo de los tratadistas del clasicismo liberal, y a cuya influencia en mucha parte se debe el cambio de orientación de su enseñanza en Francia, en el prólogo de la 9a edición de su Derecho Constitucional e Instituciones Políticas (1962) dice:

"Añadía, no obstante, que si convenía ampliar los antiguos marcos, sería imprudente interpretar nuestros nuevos programas como implicando descrédito de los estudios propiamente jurídicos. Se nos convida a extender nuestro campo de investigación, pero no a renegar de nuestras preocupaciones de juristas. Para que la observación de la vida política no se disperse en un vano mariposeo intelectual, es bueno anclarlo en una base cuya solidez se ha probado. ¿Qué disciplina mejor que el Derecho podría responder a este requisito?

"Por lo demás, queriendo permanecer juristas, damos prueba de realismo, porque, ¿a qué tiende en definitiva toda la dinámica de la política, sino a la conquista del poder, a establecer la regla y a fijar el contenido? Es por eso por lo que nuestras viejas civilizaciones plantean los problemas de la vida colectiva en términos jurídicos. Sin duda el derecho no los resuelve todos, pero a lo menos los limita; permite ver donde están las lagunas, las soluciones válidas, los púdicos silencios. Ofrece a la investigación un marco, artificial tal vez, pero indispensable para evitar que se pierda en la inextricable confusión de los hechos, de las ciencias y de las constituciones que forman la trama de la vida política".

Si nuestro texto condensa las enseñanzas clásicas del Derecho Constitucional, pretende abrir también algunas perspectivas en diversos aspectos a las nuevas cuestiones que se tiende a incorporar en la asignatura.

RELACIONES CON OTRAS RAMAS DEL DERECHO

15. Relaciones con otras ramas del Derecho. Considerando el Derecho Constitucional las normas básicas de todo el Derecho Público Interno, se comprende lógicamente las relaciones que lo ligan con las diversas ramas que pueden distinguirse en éste.

Así el Derecho Administrativo, que se preocupa de la actividad de la autoridad pública y de la organización de los servicios que presta el Estado, como también de la reglamentación de las

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garantías reconocidas a los ciudadanos, encuentra en el Derecho Constitucional tan sólido e insustituible apoyo que puede, con razón, calificarse como una parte de éste.

También proporciona nuestra asignatura al Derecho Penal normas y principios de tan primordial valor en la función punitiva que han sido incorporados, precisamente por su trascendencia, al texto mismo de la Carta Fundamental.

Lo mismo ocurre con el Derecho Procesal y Orgánico, que también deriva del Derecho Constitucional los presupuestos esenciales de la distribución jurisdiccional, de la ritualidad de los juicios y de varios de los recursos que se conceden contra las decisiones de los tribunales.

La simple lectura del articulado de la Constitución pone igualmente de relieve que se consignan en ella las líneas centrales del ordenamiento económico y el de la hacienda pública, que se estudian con más detenimiento en el Derecho Económico y en el Tributario.

Si del Derecho Interno pasamos al Internacional observamos que el Constitucional es de indispensable conocimiento para la determinación de los límites de la soberanía estatal y del alcance de la vigencia de la ley chilena respecto de nacionales y extranjeros, para la conducción de las relaciones exteriores del país, para la observancia de las formalidades de la celebración de los tratados y otros acuerdos, derecho de legación activa y pasiva, declaración de guerra, etc.

El crecimiento constante del papel del Estado en la vida contemporánea, ya subrayado, ha visto, simultáneamente, como se dijo, el paulatino aumento del campo del Derecho Público y la disminución consiguiente de la órbita sometida exclusivamente al Derecho Privado. Pero las interrelaciones recíprocas, constantes y numerosas de éste con el orden constitucional, comprenden no tan sólo la lógica exigencia de que toda legislación positiva se dicte en lo formal y sustantivo de acuerdo con el marco constitucional, sino la tendencia a incorporar a la letra de la Carta Fundamental los rasgos básicos de instituciones que, como la familia, se estimaban otrora sumidas exclusivamente en la esfera del derecho privado; la inclinación acentuada en muchos organismos públicos, a actuar conforme con las reglas a que se sujetan las personas comunes; la tradición de mantener dentro de la reglamentación del derecho privado normas y principios que tienen notable valor en el Derecho Público, como, por ejemplo, los relativos a la promulgación, publicación, interpretación y efectos de la ley, etc., contenidas en Chile en el Título Preliminar del Código Civil.

CAPITULO II :

ORIGENES DEL CONSTITUCIONALISMO

1. LA CONTRIBUCION DE LAS IDEAS POLITICAS

16. Antigüedad griega. Reflexiones acerca del gobierno de las sociedades se contienen en los documentos más antiguos de las épocas y pueblos más diversos que se han conservado, y revisten muchos de ellos profundidad y actualidad admirables.

Pero, en la formación de la ciencia política occidental, los juicios anteriores al cristianismo que han tenido indudablemente mayor resonancia son los contenidos en los autores griegos, cuyas obras fueron descubiertas en siglos posteriores.

El desarrollo de la vida democrática ateniense dejó las expresiones especulativas más amplias en torno a las formas y sentido de la dirección de la ciudad, principalmente durante el período que se ha llamado el siglo de Pericles (V a. de C.).

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Es el tiempo de la superioridad de la oratoria de Demóstenes, de la cual se conserva, transcrito por Tucídides, el discurso fúnebre pronunciado por el mismo Pericles en homenaje a los muertos en la guerra del Peloponeso: "Nuestro gobierno -decía Pericles- se llama democracia, porque la administración de la república no pertenece ni está en pocos, sino en muchos. Por razón de lo cual cada uno de nosotros, de cualquier estado o condición que sea, si tiene algún conocimiento de virtud, está tan obligado a procurar el bien y honra de la ciudad como los otros. Y no será nombrado al cargo por su linaje ni solar, sino tan solamente por su virtud y bondad" (Beneyto, ob. cit., pág. 11).

No faltaron enemigos de la democracia, como Jenofonte (430-354 a. de C.), quien había sido por su parte alumno de Sócrates (469-399), cuya enseñanza y método filosófico, tal como su sacrificio, tendrían dilatada repercusión.

PLATÓN (428-347 A. DE C.)

17. Platón. Es un noble ateniense, discípulo de Sócrates. Interviene en la política al lado de los tiranos de nombre Dionisio (padre e hijo), en Siracusa, Sicilia. Es Platón un filósofo que propaga sus doctrinas en los jardines de la Academia. Sus teorías sobre la realidad de las ideas tiñen su pensamiento, siempre expresado con belleza estilística, decididamente utópico. Los diálogos que contienen su ideario político son, principalmente, La República y El Político, y más tarde, con sentido más realista, Las Leyes. En ellos hace participar a su maestro Sócrates.

Para Platón, la política es el arte de gobernar con el consentimiento de los hombres, pero el poder, revestido de coacción, escapa a toda ley y no tiene otro límite que, en el fuero interno, lo religioso. Su preocupación no es el individuo sino la sociedad, a la que el hombre, en el pensamiento platónico, aparece subordinado.

El poder político ha de atribuirse a la sabiduría. Los sabios deben ejercer el mando, porque, según Platón, poseen las demás virtudes.

Considera, en efecto, que, como en el individuo hay tres almas, en la sociedad existen tres clases: en la primera, simbolizada en el oro, prima la razón, por lo cual goza de la sabiduría o prudencia, y está llamada naturalmente al gobierno; en la segunda, alegorizada en la plata, domina la ira, por ende, a causa de su fortaleza, está llamada a asumir la defensa colectiva y al desempeño de la milicia; y en la tercera, descrita con el hierro, prevalece la sensualidad, razón de que esté llamada, dentro de la templanza, a procurar la satisfacción de las necesidades colectivas y a desempeñar las distintas labores o industrias.

El grado de desarrollo de la educación recibida señala en selección sucesiva la pertenencia de determinado individuo a una u otra de dichas clases, de manera que, en su grado superior, se encuentran quienes, por gozar con más intensidad de la sabiduría, han de actuar en el mando y, como las virtudes de jerarquía superior comprenden las de grado inferior, reúnen, por principio, todas las convenientes al ejercicio del poder.

La selección de los magistrados sabios se hace en la clase de los guerreros, libres para ello de las preocupaciones de la propiedad de los bienes y de los cuidados de la familia: luego entre ellos se forma comunidad de bienes, de mujeres, que, por lo demás, pueden ejercer todas las funciones, y de niños, seleccionados según las necesidades sociales.

En cuanto al sistema de gobierno, es partidario de diversas formas mixtas, que importen una combinación de la aristocracia con la democracia. En Las Leyes, obra escrita al final de su vida, precisa una especie de organización política formada con diversas asambleas, magistrados elegidos o sorteados, y órganos de variadas funciones.

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ARISTÓTELES (384-322 A. DE C.)

18. Aristóteles. Nacido en Estagira, en la Tracia, hijo del médico Nicómaco, al trasladarse Aristóteles a Atenas es en esta ciudad un meteco o extranjero y allí enseña en el Liceum una filosofía que es diversa de la de su maestro Platón, cuyo comunismo combate, fuertemente realista, sentada en la perfección relativa de las cosas y no en la visión utópica de su antecesor. Uno de sus capítulos de gloria es haber sido profesor de Alejandro el Grande.

Entre las obras de Aristóteles, todas de estilo claro y preciso, como las más directamente relacionadas con el pensamiento político, se cuentan su Moral a Nicómaco; una colección de 158 constituciones de ciudades griegas, de la cual se conserva la de Atenas, consistente en la exposición de sus antecedentes históricos y en el análisis de las instituciones, y su Política, tratado descriptivo y normativo del Estado, de imperfecta sistemática, porque parece corresponder a apuntes de sus clases.

El hombre es, según Aristóteles, un animal cívico. Los derechos de la sociedad están antes de los de la familia. La política, relacionada con la sociedad, prima y comprende así la moral, que trata del comportamiento individual.

La actividad del poder ha de estar sujeta a la ley, dentro de la constitución, y tiene por misión el bien de la ciudad, que es de naturaleza espiritual y consiste en la práctica de la virtud por sus miembros.

El poder corresponde al ciudadano, que no puede ser niño, ni mujer, ni extranjero, ni esclavo, ni labrador, o sea, prácticamente, debe estar revestido de la calidad de filósofo, según la descripción platónica. La ciudad griega es la sociedad política que vive en reducido espacio geográfico, y con población escasísima, si se compara con el Estado moderno.

Observador genial, distingue Aristóteles en todo gobierno las formas nominales de las reales, y percibe la existencia en todas ellas de ciertos órganos análogos que en la práctica se encadenan y combinan.

Divide las formas gubernamentales según su naturaleza cuantitativa y cualitativa. Llama al gobierno de uno solo, monarquía; al de unos pocos, aristocracia, y al de todo el pueblo, república. Tales son las formas puras, pero pueden a su vez corromperse y dar origen a formas desviadas o impuras, como son la tiranía, imperfección de la monarquía; la oligarquía, degeneración de la aristocracia; y la democracia, en fin, según él, perversión de la república. La lectura de La Política convence de que Aristóteles concibe muchas formas mixtas o intermedias, combinaciones de las indicadas.

Su relativismo se expresa al reconocer reiteradamente que la mejor forma de gobierno es la que para cada pueblo se adapta mejor a sus circunstancias; y al explicar de qué manera y por qué causas se transformaron unas en otras en avance o regresión.

Aunque combate el comunismo platónico, suscribe todavía muchas afirmaciones erróneas, aceptadas en su época, como la esclavitud.

POLIBIO (201-120 A. DE C.)

19. Polibio. Representativo del pensamiento político romano en su apogeo, decididamente práctico y admirador de la grandeza de su nación, Polibio es un griego conquistado por la gloria romana. Escribe más bien como historiador y sostiene que la mejor forma de gobierno es la que combina todas ellas, como sucede en la espléndida realidad de la república romana:

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monarquía por sus cónsules, aristocracia por su Senado; democracia, por sus comicios y tribunos.

CICERÓN (106-43 A. DE C.)

20. Cicerón. Abogado, orador y político romano que llega a ser cónsul, perteneciente a la clase media, es Cicerón admirador de lo griego, que penetra muy profundamente en diversos aspectos de su pensamiento filosófico, por ejemplo, en su concepción de la Ley Natural. De sus obras interesan de modo especial, al estudio de la política, Las Leyes y, principalmente, La República, colección de diálogos, considerada por algunos simple adaptación del ideario griego y por otros como manifiestamente original.

Concibe Cicerón la política como un deber moral y estima el poder como necesario a la sociedad, sin límites, autoritario en su ejercicio, abarcando el derecho público y el privado, pero fundado en el derecho natural, deducido de la razón. "Existe -dice en el trozo famoso del Libro III de La República- una ley verdadera, es la recta razón conforme a la naturaleza, esparcida en todos los seres, siempre de acuerdo con sí misma, que nos llama imperiosamente a llenar nuestra función, nos prohíbe el fraude y nos aleja de éste. El hombre honrado no es nunca sordo a sus mandatos y a sus prohibiciones. Esta ley no puede ser contradicha, ni derogada en parte ni abrogada; no podemos ser exentos de su cumplimiento por el pueblo, ni por el Senado; no hay que buscar otro comentador ni intérprete, no es una ley en Roma y otra en Atenas, una antes y otra después, sino una, sempiterna e inmutable, entre todas las gentes y en todos los tiempos; uno será siempre su emperador y maestro que es Dios, su inventor, sancionador, y el hombre no puede desconocerla sin renegar de sí mismo, sin despojarse de su carácter humano y sin atraer sobre sí la más cruel expiación, aunque haya logrado evitar todos los demás suplicios" (pág. 103).

Cicerón atribuye al poder político un carácter impersonal que lo diferencia de quien lo ejerce.

La clasificación de las formas de gobierno acogida por Cicerón repite la de Aristóteles, y prefiere aquella que tenga en justa proporción los elementos de todas ellas.

LA REVOLUCIÓN CRISTIANA

21. La revolución cristiana. La difusión del cristianismo vino a alterar fundamentalmente muchos conceptos del Derecho Público. A pesar de que se sirvió, hasta donde pudo, del vehículo de las instituciones romanas y no pretendió destruir, sino que adaptar y servirse del pensamiento antiguo, no pudo menos de conmover y penetrar hondamente el ideario político. La predicación acerca de la trascendencia del hombre en una vida ultraterrena, a la que se encamina en su paso por este mundo, tan clarísimamente expuesta por el Evangelio, y que la antigüedad, salvo en el pueblo escogido, apenas había confusamente presentido, contradecía las convicciones generalizadas en el pensamiento grecorromano, inspiradas en el desenvolvimiento integral del destino humano a lo largo de la sola existencia terrenal. En adelante, creyéndose que cada persona tiene una vocación propia que se cumple plenamente después de esta vida, se reconoce a todo hombre el derecho de exigir de la colectividad que le respete su fin trascendental, y, en cuanto se refiere a la prosecución de éste, tal como cada cual en el fuero de su propia conciencia lo percibe, está por sobre la misma sociedad política.

El cristianismo afirma también el universal llamado hecho a todas las almas a participar de lo divino, reconciliado con lo humano de la enemistad creada por el pecado original mediante el sacrificio de Cristo, el Hijo de Dios, encarnado en las entrañas de la Virgen María, resucitado al tercer día de su crucifixión, para hacer posible a todo hombre resucitar con El y compartir su eterna gloria en el seno del Altísimo. Vino Jesús a predicar la buena nueva de su Evangelio de caridad entre todos los hombres, en razón del amor que Dios a todos tiene.

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Estaba, pues, en la esencia del cristianismo oponer, respecto del mundo antiguo, su doctrina de caridad al odio que antes se veía exaltado; el principio de la igualdad de todos los hijos de Dios, frente a la esclavitud de unos a otros, secularmente practicada; la necesaria libertad de todos en la búsqueda de su fin, contra las formas tiránicas que la antigüedad había sostenido y realizado.

El cristianismo no se propuso establecer determinadas formas políticas.

Cierto es que antes de su advenimiento, el solo Dios verdadero había sido conocido únicamente por Israel, el pueblo escogido, siempre monoteísta, no obstante pasajeras infidelidades. Largos siglos en relación directa con Yavé, Israel había alcanzado muy incipiente desarrollo institucional. El pueblo judío vivió, en efecto, fuera del largo cautiverio egipcio, la teocracia mosaica; luego el gobierno de los jueces; más tarde el de los reyes, tenientes de Dios, por El encargados del pueblo; en fin, la dominación de los romanos.

Pero si realmente en el aspecto institucional el cristianismo no advino para defender regímenes políticos, su ya subrayada concepción de la trascendencia del destino humano y su universal llamado a participar de la redención divina, alteraron sustancialmente, en todos los pueblos conquistados a su religión, la postura en que se hallaba colocado el individuo ante el Estado y sus deberes para con éste.

En el propio campo de las instituciones políticas, no obstante el indiferentismo técnico del cristianismo respecto a ellas, no se pudo dejar de registrar las consecuencias prácticas de la tesis de la unidad del género humano, ya que su doctrina, como dice San Pablo, no reconoce distinción alguna entre judío o gentil, griego o bárbaro, libre o esclavo (Galatas, c. 3 y v. 28 y 29; Colosenses, c. 3, v. 11).

Además, el cristianismo diferenció el campo de lo religioso del campo de lo temporal. Vino a establecer el reino de Dios, que no se confunde con el de los gobiernos humanos. "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mateo, c. 22, v. 2). El reconocimiento de dos poderes autónomos, el temporal y el sobrenatural, no lo concebía la humanidad antes del advenimiento del cristianismo. O había vivido la supeditación completa de lo religioso a lo político, como en la ciudad griega o romana, o la subordinación total de lo temporal a lo religioso, al estilo de la teocracia mosaica. La institución, por el mismo Cristo, de la Iglesia (Mateo, c. 16, v. 18) para el cuidado de lo religioso, predicación de la palabra y administración de la gracia, configuraría concretamente la distinción entre los dos planos en que el hombre desenvuelve su vida terrena.

La búsqueda de una justa armonía entre los dos poderes no dejará, es cierto, de mostrarse difícil a lo largo de los dos mil años de Historia corridos después de Cristo, y siempre se presentará como un equilibrio inestable, que habrá de conquistarse permanentemente a fin de evitar la destrucción o avasallamiento de uno u otro.

En los primeros siglos del cristianismo los fieles prestan su apoyo, decidida y lealmente, al imperio pagano, cuyo poder respetan hasta el martirio en sus injustas persecuciones. En aquella época se reducen exclusivamente a afirmar lo espiritual, sin organizar de ninguna manera la defensa de sus derechos en el terreno humano, aun cuando, como San Pablo, llegado el caso, ejerciten individualmente las garantías que les reconoce el régimen vigente.

A la inversa, cuando el imperio se convierte en tiempo de Constantino a la nueva fe, surge el peligro de la intervención del emperador en el ámbito eclesiástico.

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LA PATRÍSTICA. SAN AGUSTÍN

22. La patrística. San Agustín. Entre los Padres de la Iglesia cuyo pensamiento tiene importancia política pueden citarse a San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Agustín.

San Juan Crisóstomo (347-407), patriarca de Constantinopla, sostiene que el poder público viene de Dios y es necesario en razón del pecado del hombre.

San Ambrosio (340-397), arzobispo de Milán, se enfrenta con el emperador cristiano Teodosio y se convierte en defensor de la Iglesia ante su avasallamiento por el poder civil.

San Agustín (354-430). Nacido en Tagaste, Numidia, hijo del pagano Patricio y de la cristiana Mónica, es al comienzo un gramático, adicto luego a la secta de los maniqueos, y se convierte en el año 387 al catolicismo. Reside sucesivamente en Tagaste, Cartago, Roma, Milán, en tiempos de San Ambrosio, y es consagrado el año 395 obispo de Hipona, Africa del Norte, donde muere.

Su gran obra, desde el punto de vista que nos interesa, La Ciudad de Dios (413-426), es una visión cristiana de la historia en que combate la afirmación de sectores paganos acerca de que el cristianismo era la causa de la ruina del imperio.

En su pensamiento filosófico se nota de preferencia la huella de Platón, junto a resabios maniqueos, argumentos ciceronianos y profunda inspiración patrística.

La Ciudad es la concorde multitud de hombres unidos por el vínculo de sociedad para mantener la paz, que es la tranquilidad del orden.

San Agustín considera que el gobernante en lugar de recibir un beneficio para sí ejerce oficios en bien colectivo: el de mandar -officium imperandi-, para él una verdadera carga; el proveer a las necesidades de los gobernados, buscando la felicidad y tranquilidad de ellos -officium providendi-, que debe llevarle a practicar la virtud; y el de servir, consultando el parecer de los gobernados -officium consulandi- que ha de inclinarlo a hacerse aconsejar de sus súbditos.

Aun cuando el Doctor de Hipona afirma la independencia de los poderes eclesiástico y civil, reconoce el derecho de intervención del Estado en los conflictos de conciencia y proclama la necesidad de que el gobernante proteja la verdadera fe. No debe olvidarse que San Agustín escribe en los tiempos que contemplaban la amenaza del imperio, recién cristianizado, por las hordas bárbaras que comenzaban a invadirlo.

La designación de los gobernantes es de determinación humana. San Agustín se muestra indiferente a las formas que revista el poder, siempre que éste no sea demasiado grande en su extensión.

Los pueblos evolucionan de acuerdo con la providencia de Dios que va dirigiendo sus destinos.

SAN ISIDORO (553-635)

23. San Isidoro. Tiene importancia por sus obras, de las cuales revisten especial valor jurídico sus Etimologías, y por la influencia preponderante que ejerce en el Concilio IV de Toledo (633), ocasión en que sostuvo que el monarca debe ser elegido por los grandes de la nobleza y por los obispos.

El ilustre obispo de Sevilla es partidario de la monarquía templada y distingue entre regere: recte facere, y dominari: non recte facere. Proclama la sumisión del Rey a la Iglesia y al

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derecho, ya que de otro modo es tirano. Separa el pueblo, que es la multitud concorde, de la plebe, que es el vulgo, el populacho.

JUAN DE SALISBURY (O SALISBERY) (1120-1180)

24. Juan de Salisbury. Fraile inglés desterrado en Francia, defiende en su Policratus el tiranicidio y compara la república con el cuerpo del hombre: el pueblo son los pies; los guerreros, los brazos; el rey, la cabeza, etc.

SANTO TOMÁS DE AQUINO (1225-1274)

25. Santo Tomás de Aquino. Aun cuando este sacerdote dominicano italiano discípulo de San Alberto Magno y profesor en París se vio en su vida muy perseguido, fue declarado doctor común (1315), canonizado (1523) y titulado Doctor Angélico (1567). Su filosofía es la oficial de la Iglesia católica y se contiene en numerosas obras que desarrollan la más vasta, completa y profunda exposición del ideal cristiano.

En cuanto a su pensamiento político, deben considerarse, principalmente, la Summa Theologica, la Summa contra Gentiles, y Comentarios sobre Aristóteles.

Establece Santo Tomás la unión entre la patrística, sobre todo del ideario de San Agustín, con el realismo aristotélico.

Sus tesis principales, en el aspecto político, se relacionan con el reconocimiento de la necesidad social del principio ordenador; la distinción entre el campo de lo religioso y el de lo temporal; la concepción de la ley como ordenación racional de bien común, cuya naturaleza y contenido explica; la separación del origen de la autoridad, que proviene del mismo Dios, y su ejercicio por los representantes que la comunidad determina; la función social que acompaña a la propiedad individual; el reconocimiento, en ciertas circunstancias, del derecho de resistencia a la opresión, etc. Famosa, entre muchas, y muestra del realismo del pensamiento aquiniano, es su afirmación de que se necesita un mínimo de bienestar material para practicar la virtud.

NICOLÁS DE MAQUIAVELO (1469-1527)

26. Nicolás de Maquiavelo. Escribe en pleno Renacimiento italiano, en la Florencia de los Médicis, a quienes sirve como funcionario diplomático, y en defensa de cuyo predominio publica El Príncipe (1513).

"De los principados, esencia, clases, adquisición, mantenimiento y pérdida de los principados" es el título completo del tratado, concebido como conversaciones con los grandes que fueron, y redactado en un estilo directo alabado por su precisión.

En su opinión, el poder político no es dominio del derecho, sino simplemente del hecho; de la realidad, no de la moralidad Clasifica en diversas formas los principados. Por la fortuna, son difíciles de adquirir pero fáciles de conservar; por la fuerza, entre tanto, fáciles de conquistar y difíciles de mantener, y esto generalmente se logra sólo mediante la crueldad.

Estima que el príncipe no puede ser recto, dada la condición humana, y piensa que le conviene más ser temido que amado. Todo le es permitido al gobernante para conservar y aumentar el poder que detenta: el fin justifica los medios. Es necesario que el príncipe "en cuanto pueda no se separe del camino del bien, pero si le es necesario debe saber entrar en el camino del mal". Debe tratar de ser a lo vez zorro y león.

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En el fondo, lo que sustancialmente interesa al autor es la unidad de su Patria y al gobernante que se proponga tal objetivo reconoce la posibilidad de buscarlo en cualquier forma. "Cuando se trata de la Patria y del Estado, todo es lícito, sin consideración alguna a lo justo o a lo injusto, a lo piadoso ni a lo cruel, a lo laudable ni a lo ignominioso..."

LOS PENSADORES DE LA CONTRARREFORMA

27. Los pensadores de la Contrarreforma. La filosofía cristiana, y especialmente la de inspiración tomista, adquiere gran desarrollo a través de los pensadores españoles que escriben en el siglo XVI.

Teólogos profundos -casi todos ellos frailes o profesores de las escuelas del saber eclesiástico- proyectan su ciencia sobre los grandes problemas de la naturaleza, de la sociedad, formas de gobierno, titular del poder, alcance de su autoridad, etc.

Se trata de defender la doctrina católica frente a los ataques del protestantismo; de restablecer la fundamentación moral del poder político, negada por Maquiavelo; de señalar los límites de la soberanía que, como veremos, olvida Bodín; de poner vallas al absolutismo de los reyes que entonces se asentaba; de recordar la igualdad humana, desconocida teórica o al menos prácticamente, en la empresa de conquista de nuevas tierras; de defender la necesidad, bases y leyes de la comunidad internacional.

La nómina de los más sobresalientes merece iniciarse con un brillante seglar, Juan Luis Vives (1492-1540), de quien quedaron numerosas obras jurídico-políticas; y seguir con el dominico Francisco de Vitoria (1492-1546), cuyas conferencias se conservan con el nombre de Relecciones; luego con Domingo de Soto (1495-1560), también dominico, cuya importante obra jurídica es su tratado De la Justicia y del Derecho (1553-1554); Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), autor Del reino y del oficio del rey, dedicado a Felipe II (1571); el jesuita Luis de Molina (1535-1600), quien hace una amplia exposición de su teoría política en los seis libros de su tratado La Justicia y el Derecho (1574-1582); y el "Doctor Eximio", Francisco Suárez (1548-1617), también jesuita, especialmente digno de nota en la ciencia política por su Tratado de las Leyes y de Dios Legislador (1601-1603).

No debe olvidarse tampoco a otro jesuita: el padre Juan de Mariana (1536-1623), quien escribió, por encargo de Felipe II y dedicado a su real discípulo Felipe III, el estudio que lleva por título Del rey y de la institución real (1599), en el que hace una defensa tan vigorosa acerca del derecho de resistencia a la opresión que le conduce a explicar el tiranicidio, por lo que se le atribuye responsabilidad en el asesinato de Enrique IV de Francia (1610).

Fray Pedro de Ribadeneira (o Rivadeneira) dejó su Tratado de la Religión y virtudes que debe tener un príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan (1595).

JEHAN BODÍN (1530-1596)

28. Jehan Bodín. Los españoles lo llaman Juan Bodino porque su madre judía era de origen peninsular. Su famosa obra Seis libros de la República (1576) muestra a este escritor francés como un político que propugna la necesidad de hacer triunfar la soberanía unitaria del rey por sobre las divisiones católico-protestantes que despedazaban la patria de su tiempo.

La indicada obra tiene tal profundidad que ha sido calificada como suma jurídico-política de su siglo.

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Define la república como "un recto gobierno de varias familias y de lo que les es común con poder soberano"; mientras a su turno considera que soberanía es el "poder absoluto y perpetuo de una república". Soberano es el que tiene poder de decisión y de dar leyes, sin recibirlo de otro. La soberanía es una e indivisible, inalienable, imprescriptible.

Si ese poder soberano reside en la multitud, para Bodín la república es democracia; si reside en una minoría, aristocracia; y si en un solo hombre, monarquía, no aceptando el autor formas intermedias o mixtas.

Las preferencias de Bodín se orientan a la monarquía, porque la juzga más conforme con la naturaleza, en razón de encontrar en ella, a su juicio, la soberanía el órgano más digno, y de permitir mejor tal régimen la elección de los más capaces para el desempeño de las tareas de mando. No defiende la tiranía, sino que una monarquía real y legítima, fundada en la justicia natural y ejerciendo una función armónica.

THOMAS HOBBES (1588-1679)

28. Jehan Bodín. Es este tratadista un profesor inglés miedoso de las revoluciones, y después de aquella que costó la cabeza de Carlos I y de haber sido preceptor de Carlos II en el exilio, en 1651 escribe su Leviathan o Tratado sobre la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil.

La visión del hombre que abriga Hobbes es pesimista, porque cree que, en lugar de ser naturalmente sociable, cada cual sólo busca el placer y el poder, y que tras tal objetivo no trepida en medios en su conducta para con los demás. Suscribe el juicio de Plauto: Homo homini lupus. "El hombre es lobo para el hombre".

La sociedad política nace, en su opinión, de un pacto que, para hacer posible la convivencia pacífica, celebran los hombres con el objeto de transferir a un tercero el poder que cada cual tiene: la voluntad de este tercero representa la de todos. Ese tercero, beneficiario del pacto incondicionado de unión y sumisión, es el Estado, constituido por la renuncia completa e irrevocable del poder de los súbditos, hecha para evitar la guerra entre ellos, y que queda, por lo tanto, habilitado para ejercer un derecho absoluto e ilimitado.

El Estado es este monstruo o leviathan que todo lo puede realizar, cuyas decisiones tienen que cumplirse siempre, porque para Hobbes no hay ley injusta, e incluso debe actuar como autoridad religiosa en lo exterior. Cujus regio eius religio.

Unicamente en caso de que el Estado no asegure la protección y seguridad de los gobernados, éstos quedarían libres de la obligación de obedecer a los gobernantes. Fuera de tal hipótesis, como subraya Chevallier (ob. cit., pág. 64), los súbditos quedan desprovistos de toda defensa frente al poder, después de la renuncia definitiva que hicieron en el pacto.

Hobbes, en cuanto a las formas gubernativas, se decide entusiastamente por la monarquía.

JACQUES BOSSUET (1627-1704)

30. Jacques Bossuet. Este brillante obispo y elocuente orador sagrado, que fue preceptor del delfín de Francia, escribe, para la instrucción de éste, La política sacada de la escritura santa (1679-1709), panegírico de la monarquía concebida al estilo de Luis XIV, en el que se sirve de los libros, artículos y proposiciones de la literatura sagrada, del pensamiento aristotélico y también del de Hobbes.

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Considera Bossuet que el poder se ha hecho necesario a causa del pecado del hombre, y que la monarquía hereditaria, en descendencia de varón mayor, es la forma de gobierno que tiene en su favor el deseo del mismo Dios, según el testimonio de las autoridades que invoca. Dios quiere fundamentalmente la conservación del orden establecido y, para mantenerlo, el poder real ha de ser sagrado, absoluto, temeroso de Dios, paternal, sometido a la razón. Exclusivamente a Dios dará cuenta el monarca de sus actos.

JUAN LOCKE (1632-1704)

31. Juan Locke. Inglés, educado en su país, vive largamente en el extranjero, regresa para ocupar altos cargos gubernativos y después escribe diversas obras.

En el Ensayo sobre el gobierno civil (1690), el segundo de sus Two Treaties on Government, sostiene, a diferencia de Hobbes, que la naturaleza ha hecho a todos los hombres naturalmente sociables, pero iguales e independientes, de manera que nadie tiene el derecho de castigar a otros, y todos conservan la facultad de sancionar a quien viole su derecho. Para salir de este peligroso estado natural los hombres celebraron un contrato original, nacido de su libre consentimiento y no de la imposición del poder paterno, ni del hecho de la conquista, por el cual ellos delegan en distintas manos el poder de conservación de la sociedad (legislativo) y el de cumplir las medidas destinadas a ese objeto (poder ejecutivo). El gobierno no puede ser absoluto, porque es imposible suponer el libre consentimiento del hombre para un régimen de esta clase, y el ejercicio del mando no puede, entonces, ser arbitrario, que se oponga a las leyes de la naturaleza y a los derechos que los hombres tienen antes de todo pacto.

MONTESQUIEU (1689-1755)

32. Montesquieu. Veinte años de trabajo importó a este noble francés, magistrado y escritor, la preparación de El Espíritu de las Leyes (1748), tratado enciclopédico y desordenado, compuesto de 31 libros, impreso originalmente en Ginebra.

Para Montesquieu las leyes son "las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas", y en su tratado estudia "las relaciones que las leyes tienen con la naturaleza y el principio de cada gobierno".

La clásica división tripartita de las formas gubernativas explicada por Aristóteles, resulta modificada por Montesquieu, porque las tres que distingue son: 1) la república, dentro de la cual comprende la aristocracia y la democracia; 2) la monarquía, y 3) el despotismo. Respecto de cada una de tales formas analiza su naturaleza, es decir, lo que la hace ser tal, y su principio, o sea, lo que la hace obrar.

La naturaleza de la democracia está en que cada uno de sus integrantes es a un tiempo soberano y súbdito, y su principio es la virtud, el amor a la patria que debe inspirar a cada uno de los ciudadanos.

En la aristocracia, su naturaleza consiste en el pequeño número de los que gobiernan y su principio reside en la moderación con que ejerzan el mando.

La naturaleza de la monarquía está en que uno solo gobierna por leyes fijas y establecidas, apoyado en los poderes intermedios de la nobleza, el clero y las ciudades. El principio de la monarquía es el honor del monarca.

Finalmente, el despotismo es para Montesquieu el gobierno de uno solo, no sujeto a leyes, y basado en el principio del temor de los gobernados.

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La concepción política de Montesquieu, inspirada en diversos aspectos en Locke, está fuertemente influenciada por la observación de la vida de las instituciones inglesas de su tiempo, y fundada en la libertad, tal como era en ellas aplicada. La libertad es así la posibilidad de hacer lo que se debe querer, de hacer todo lo que las leyes permiten.

Para ello el poder debe detener al poder y tal resultado se obtiene entregando a órganos distintos la legislación, la ejecución y la decisión de las controversias. Se recuerda principalmente a Montesquieu por su teoría de la separación de los poderes públicos como base de garantía de la libertad de los ciudadanos, expuesta al describir el sistema gubernativo inglés.

JUAN JACOBO ROUSSEAU (1712-1778)

33. Juan Jacobo Rousseau. Nacido en Ginebra, vive algunos períodos en Francia, abjura del catolicismo en 1753 y lleva existencia nada ejemplar. Lo más importante de su pensamiento político está reflejado en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1753) y en el Contrato Social (1762). Pretendía ser éste un capítulo de un esfuerzo mayor que proyectaba consagrar en general a las instituciones políticas. Tal vez el más famoso libro de filosofía política, no debe su fama tanto a la penetración de su pensamiento, oscuro y contradictorio, cuanto a la claridad y belleza de su estilo y al dominio de la lengua francesa, que se le ha alabado con entusiasmo.

Parte Rousseau del supuesto racional -no histórico, como ha sido afirmado al dirigírsele ataques que se le han hecho en terreno falso- de que si el hombre nació libre y se lo ve encadenado, no es por la fuerza ni por el imperio de una autoridad paterna, por lo que se legitima la obediencia y se libera de sus cadenas, sino en virtud de haber celebrado una convención por la cual cada uno pone en común toda su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general y recibe en cambio una partícula indivisible del todo.

Celebrando tal pacto, se mantiene la libertad individual, porque, dándose cada uno a todos, no obedece sino a sí mismo, y queda así tan libre como antes; y se mantiene la obediencia, porque cada cual es conjuntamente soberano y súbdito.

La voluntad general, que se expresa por la voluntad de la mayoría, se distingue del deseo e interés particular de cada uno de los miembros de la sociedad política. Si la opinión de un individuo determinado no prevalece, es porque se ha equivocado respecto de la voluntad general y, en cuanto se opone a ésta, quien la sostiene no es realmente libre.

De este modo el hombre se libera de la dependencia de los demás hombres, y ya no depende sino de las cosas, y la igualdad, que antes era sólo natural, se hace, mediante el pacto, moral y legítima.

La soberanía es inalienable, indivisible, infalible y absoluta, como lo es el poder del cuerpo sobre sus miembros.

La ley debe tener un objeto general, no particular; no puede ser injusta; y el legislador ha de ser el hombre sabio que tiene una clara percepción de la voluntad general.

El gobierno recibe la misión de llevar lo general a lo particular, y sus miembros son oficiales o servidores del soberano.

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Si la soberanía reside en el pueblo, existe la democracia; si en un pequeño número, determinado a base de selección natural, electiva o hereditaria, hay aristocracia; y si en uno solo, monarquía.

Aunque sus ataques se dirigen de preferencia contra la monarquía, no se decide categóricamente por ninguna forma gubernativa en especial, y reconoce que aquella aplicable a una sociedad dada dependerá de su pueblo. No obstante, considerando su concepción de la irrepresentabilidad de la soberanía, parece inclinarse a los gobiernos directos.

El vicio esencial de todo gobierno es, según Rousseau, que sus personeros, siendo simples servidores del soberano, desarrollan continuo esfuerzo contra éste y se genera así un equilibrio difícil que conviene, en lo posible, prolongar.

Para Rousseau es deplorable la distinción entre lo religioso y lo político y, como tampoco defiende el reconocimiento de una religión oficial por el Estado, se inclina a la formación de una religión puramente civil, basada no en creencias sobrenaturales, sino en el conjunto de sentimientos de sociabilidad y altruismo de un buen ciudadano.

MANUEL KANT (1724-1804)

34. Manuel Kant. Este profesor de Koenisberg, protestante alemán, no es un pensador original en materia política, pero sus ideas filosóficas tienen gran influencia en el derecho público.

No cabe aquí recordar las grandes líneas de su construcción expresada principalmente en sus obras Crítica de la razón pura (1781), Crítica de la razón práctica (1788) y Fundamentos de la metafísica de las costumbres (1785).

La base de su ética es la conciencia del deber, como imperativo categórico, y la ley moral, según él, procede de la voluntad de cada cual; es autónoma, o sea, no se le impone desde fuera, por una voluntad que sea ajena (heterónoma) y distinta del mismo hombre que debe practicarla.

El Derecho Natural es el conjunto de principios universales, absolutos, perfectos e inmutables derivados de la propia razón; y el Positivo rige la conducta del hombre, regulando las acciones externas, para hacer posible la coexistencia dentro de la libertad. Derecho es, pues, el conjunto de las condiciones por las cuales el arbitrio o libertad de cada uno puede subsistir con el arbitrio de los demás, según una ley universal de libertad. Es la posibilidad de una coacción mutua, universal.

El Estado es "la multitud de hombres, que viven según las leyes del derecho",y su fin es la tutela de éste. En cuanto al origen del Estado de Derecho, suscribe Kant la teoría contractualista de Rousseau y, respecto de su organización, admite también la doctrina de la división de los poderes públicos.

DOS SIGLOS DE PENSAMIENTO POLÍTICO

35. Dos siglos de pensamiento político. Esta brevísima síntesis del ideario político podría terminar en Kant, desde que procura exclusivamente recordar, como lo hemos pretendido, los aspectos básicos del pensamiento que contribuyó a la configuración, a fines del siglo XVIII, del constitucionalismo clásico.

Desde aquella época hasta hoy han corrido más de dos siglos en que el hombre ha continuado especulando en torno del complejo tema de la dirección de la sociedad política.

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Así, pues, una historia que pretendiera, entre tanto, ser completa, aunque sucinta, de las doctrinas que han tenido repercusión e influencia en la gobernación de los pueblos y cuya huella se refleja en el presente, debería dar cuenta de los grandes nombres y obras que han resonado con más o menos intensidad en estas dos últimas centurias.

Aunque desarrollar tan amplio propósito excede los límites que corresponden a este capítulo introductorio, parece útil señalar aquí mismo algunos rasgos que sirvan para destacar la importancia de tan extenso período y poner de relieve que es imposible apreciar la filosofía política contemporánea prescindiendo del conocimiento de la abundante y a veces sustanciosa literatura en que estadistas, pensadores y maestros han expuesto su visión de la cosa pública en tiempos más cercanos.

Desde luego, cabe observar que cada una de las grandes revoluciones -inglesa, francesa, americana, rusa- tuvieron sus teorizantes, y a medida que se desarrollaban los acontecimientos que las manifestaron o señalaron el proceso evolutivo posterior, nuevas producciones traducían la reflexión sostenida, en torno al proceso de formación y actividades del poder político.

En tal sentido en Inglaterra, Blackstone fue, a mediados del siglo XVIII, el gran expositor de los derechos del Parlamento; Edmund Burke, el vigoroso defensor del conservantismo en sus Reflexiones sobre la Revolución de Francia (1790); Jeremías Bentham, padre del utilitarismo; John Stuart Mill, el analista del sufragio; los grandes estadistas que, desde los Pitt a Palmerston, Gladstone y Disraeli, hasta los Chamberlain, Balfour, Lloyd George, Baldwin, Churchill, Margaret Thatcher, en tiempos recientes marcaron sus triunfos en el Parlamento con agudas observaciones sobre la vida pública; los representantes de la sociedad fabiana y luego los escritores laboristas, de Mac Donald a Harold Laski, etc.

En Estados Unidos, el sustancioso debate que cristaliza en su organización institucional e inspira la actividad de sus primeros decenios recoge, confundidos en unas mismas personalidades, a hombres públicos que exponen y difunden su visión política como Franklin, Washington, Jefferson, Hamilton, Adams; más tarde así lo hacen en las graves crisis el mismo Lincoln; y en este siglo, Wilson, Franklin Délano Roosevelt y John Kennedy. La producción de los autores norteamericanos es riquísima y variada, con rasgos pronunciadamente diferentes a la europea, y ello explica que su aporte resulte importantísimo. En la imposibilidad de hacer aquí una mención exhaustiva, baste citar, por lo menos, algunos de los autores más relevantes: James Bryce, David Easton, Samuel Huntington, Robert Dahl, Carl Friedrich, Bernard Schwartz, John Rawls, Ronald Dworkin.

En Francia la literatura política se escribe por observadores que de ordinario no ejercen las más altas responsabilidades oficiales. No pueden olvidarse, en pleno proceso revolucionario, figuras como las de Sieyès y Mirabeau; en la defensa del tradicionalismo, José de Maistre y el marqués de Bonald; en la teorización de la monarquía tradicional, Benjamín Constant, Chateaubriand y Guizot; en el socialismo utópico, Proudhon y Louis Blanc; en el positivismo, a Augusto Comte; en el catolicismo social, Lammenais, Lacordaire, Montalembert, luego Le Play o La Tour du Pin, y en estos tiempos, Jacques Maritain. Tocqueville, al exponer La Democracia en América (1835-1840), usaba el ejemplo norteamericano para dar interés a una de las obras cumbres del pensamiento político; en 1875 Hipólito Taine escribe el prefacio a su ensayo sobre Los Orígenes de la Francia Contemporánea, el movimiento de Le Sillon con Marc Sangnier tiene profunda resonancia fuera de Francia, tal como el de la Acción Francesa, en que teorizan sobre todo León Daudet y su fundador, Charles Maurras, cuyo pensamiento se refleja en su Encuesta sobre la monarquía; el sindicalismo revolucionario lo expone, en fin, Georges Sorel en sus Reflexiones sobre la violencia (1908). La obra de los autores galos ha tenido siempre especial repercusión en nuestro país. Mencionemos siquiera a León Duguit, Maurice Hauriou, Adhemar

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Esmein, J. Laferrière, R. Carré de Malberg, Georges Vedel, Maurice Duverger, Jean Dabin, André Hauriou, Georges Burdeau, Marcel Prélot, Louis Favoreu, Georges Berlia.

Alemania no puede tampoco ser olvidada. La ideología revolucionaria será combinada por Fichte con la exaltación del destino nacional en su Discurso a la Nación Alemana (1808); Marx y Engels dirigen el Manifiesto del Partido Comunista (1848) y crean el socialismo-marxista que va a tener su sistema en El Capital (1867) y su traducción a la filosofía política en un estadista ruso: Lenin, principalmente en El Estado y la Revolución (1917). Un obispo, Ketteler, tiene importancia en el catolicismo social y el nacionalsocialismo es explicado por el mismo Hitler en Mi lucha (1925-1927). Citemos entre los autores germanes a Rodolf Ihering, Carl Schmitt, Georg Jellinek, Karl Loewenstein, Hermann Heller.

Bélgica tiene también influencia en las doctrinas del catolicismo social en razón de que el Cardenal Mercier es el animador de la Unión Internacional de Estudios Sociales de Malinas (1920), donde se agrupan profesores y escritores de diversos países que logran concretar su doctrina primero en el Código Social y más tarde en los Códigos de Moral Internacional y Política.

Aunque poco conocida en nuestro medio jurídico, la producción italiana es sumamente valiosa. Anotemos siquiera a Orlando y a Santi Romano y, posteriormente, a Ranelletti, a Esposito, a Biscaretti di Ruffia y a Bobbio.

No obstante la pobreza de la contribución española al constitucionalismo moderno, España tiene importancia no sólo por la profundidad de sus pensadores políticos de la Contrarreforma y de su Siglo de Oro, sino por el sello indeleble que dejó su acción de más de tres siglos sobre la gran familia de naciones que en este continente se desgajaron de su tronco, sin duda con afán de ruptura, pero también en imposibilidad de negar aportes, muchos de ellos positivos, firmemente asentados en la obra civilizadora de la Madre Patria.

En tal sentido, no pueden analizarse las instituciones que, ya emancipados, estos pueblos se dieron, sin recordar la fisonomía de su entronque en el pasado hispánico, ni pueden explicarse tampoco las vicisitudes de nuestras Patrias sin adentrarse en los rasgos del genio español.

Un agudo observador de la idiosincrasia colectiva, Salvador de Madariaga, formula respecto de la española estas observaciones: "Una compostura, una tranquila seguridad de sí, que cubre el respeto, pero que no rebaja la servilidad, un rápido sentido de la dignidad, nada susceptible, porque libre de todo complejo de inferioridad, da al punto la impresión de que el pueblo posee una noción natural y espontánea de la igualdad, que a su vez nace de un profundo sentido de la fraternidad, no como pasión sentimental, sino como hecho... Por eso los dos polos de su psicología son el individuo y el universo; el sujeto y el Todo; y por eso la vida consiste para él en la absorción del universo por el individuo, la asimilación del todo por el sujeto. El individuo, pues, es para el español el criterio de todas las cosas. Individuo voluntariamente desnudo de todo lo que no sean tendencias esenciales. Instintivamente seguro en el ambiente de lo esencial, el español tiende a evadirse de las cosas menos altas o menos hondas en la escala de las cosas, de todo aquello que es meramente necesario o útil o recomendable... Rehúye la abstracción tanto como el inglés y está tan libre de inhibiciones como el francés... El español, pues, siente el patriotismo como el amor, en forma de pasión que absorbe el objeto (la patria, la amada) y lo asimila, es decir, lo hace suyo... En lo colectivo, y sobre todo en lo político, el español tiende a juzgar los acontecimientos con criterio dramático, singularmente libre de toda consideración práctica y de toda preconcepción intelectual. De aquí resulta que en España la libertad, la justicia, el libre cambio, los conceptos políticos, económicos y sociales pesan mucho menos que el Pérez o el Martínez que ha de encarnarlos... Su sentido del universo se manifiesta en su tendencia a fundar instituciones políticas sobre la base más amplia y universal posible, es decir, sobre la base religiosa... Bien se echa de ver como estas

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premisas psicológicas explican los dos rasgos constantes de la vida política de España: dictadura y separatismo" (ver España, pág. 38-40).

Si en España el liberalismo revolucionario no logra generar una democracia sólida, en este siglo los expositores ibéricos se caracterizan por la apertura con que reciben y difunden el pensamiento germano. Entre los autores es justo mencionar a Adolfo Posada, Nicolás Pérez Serrano, Luis Sánchez Agesta, Manuel García Pelayo, Pablo Lucas Verdú.

2. LA CONTRIBUCION DE LAS INSTITUCIONES POLITICAS

INGLATERRA

36. Inglaterra. Cuando la isla es conquistada por Guillermo, Duque de Normandía (1066), predominan las instituciones del gobierno local -self-government-, y muy pronto se produce la unión espontánea de la nobleza y del pueblo contra el poder monárquico.

Los prelados y los barones constituyen el Magnum Concilium o Curia Regis, gran Consejo del Rey.

En 1215, Juan Sin Tierra se ve obligado a aceptar la Carta Magna, documento extenso que contiene la diversidad de materias correspondiente a las relaciones entre el rey y los señores feudales, en una época que cartas forales como ella expresaban la evolución a la monarquía estamentaria. En el orden institucional, tienen especial relieve las disposiciones por las cuales se prohíbe en adelante al Rey imponer impuestos sin el consentimiento del Gran Consejo y se establece el principio de que nadie puede ser perseguido o condenado sino por juicio legal de sus pares y según la ley del país.

Paulatinamente, al Magnum Concilium dos caballeros por cada condado (1254), representantes de los burgos y villas privilegiadas (1276) y delegados del clero (1295), se juntan a sus miembros primitivos, los lores temporales de la nobleza y los lores espirituales o altos dignatarios eclesiásticos.

No se sabe precisamente la fecha en que ocurrió por primera vez, pero ya alrededor de 1332 se reúnen en piezas separadas (chambers) por un lado los nobles temporales y espirituales y, por otro, los comunes representantes de los burgos y condados y, lentamente, reivindicando su derecho de consentir los impuestos y de usar el derecho de petición que podían ejercer todos los súbditos del rey, la Cámara de los Comunes conquista igualdad respecto de la Cámara de los Lores.

Los proyectos aprobados por ambas ramas del Parlamento se convertían en bill y cuando éstos contaban con la sanción real se hablaba de statute o act.

Sin embargo, conservaba el rey derecho de dictar ordenanzas, que eran verdaderas leyes emanadas exclusivamente del monarca, o podía éste dispensar de la legislación en vigor, incluso de aquella que había contado con la aprobación de las Cámaras, o, en fin, estaba facultado para vetar absolutamente las normas aprobadas por el Parlamento.

Después del gobierno de los reyes de las Casas de Normandía y de Plantagenet, la vigorosa personalidad de los monarcas de la dinastía Tudor, sobre todo de Enrique VII (1485-1509), Enrique VIII (1509-1547), e Isabel I (1558-1603), debilitó en extremo la influencia de las Cámaras.

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Pero ya en 1628, bajo el reinado de Carlos I, segundo de los reyes Estuardo, la "Petición de Derechos" importa un nuevo, solemne y más categórico reconocimiento de los principios de la Carta Magna y restringe claramente el poder real.

La resistencia del Parlamento, sostenida y después absorbida por el ejército de Cromwell, condujo a la decapitación de Carlos I en 1649 y luego sucesivamente a la efímera República y al Protectorado del mismo Oliverio Cromwell, señalados por el Agreement of the People (1649) y el Instrument of Government (1653), tentativas infructuosas de dar organización constitucional al gobierno de los ingleses. Poco después de la muerte de Cromwell sobreviene la restauración de los Estuardos (1660) con Carlos II (1660-1685). A Carlos II corresponde la promulgación, en 1679, del Bill o Act del Habeas Corpus, cuerpo legal modelo hasta hoy de la garantía de la libertad personal.

Para aceptar como gobernantes a los príncipes Guillermo y María de Orange les impone el Parlamento la Declaración de Derechos (Bill of Rights), que es el más importante de los documentos de carácter constitucional de la historia inglesa (1689).

En virtud de él, no podrá en adelante el rey ni dispensar de la legislación vigente, ni legislar por medio de ordenanzas; sólo el Parlamento queda facultado para autorizar los impuestos y el ejército; y se reconocen a los miembros de las Cámaras los privilegios necesarios para actuar con independencia del soberano en el ejercicio de sus funciones.

El último de los viejos textos constitucionales es el Acta de Establecimiento de 1701. Destinada sustancialmente a ordenar la sucesión en el trono, se refiere también, entre otras materias, a la inamovilidad de los jueces e impide al rey otorgar su perdón a quienes han sido juzgados por el Parlamento.

Con la muerte de la reina Ana en 1714, sube la dinastía Hannover, representada por Jorge I (1714-1727), Jorge II (1727-1760), Jorge III (1760-1820), Jorge IV (1820-1830) y Guillermo IV (1830-1837).

Estos príncipes protestantes alemanes, ignorantes de las tradiciones y hasta del idioma inglés, como llegan dispuestos a respetar la idiosincrasia del pueblo que les llamaba a regirlo, se apoyan en estadistas de talento, a quienes dan libertad de acción y se habitúan a escoger entre los políticos que cuentan con la buena voluntad de la mayoría del Parlamento. Dan así origen al sistema de gobierno parlamentario, que se practica y perfecciona durante el largo período de la reina Victoria (1837-1901) y la dirección de Eduardo VII (1901-1910) y de los monarcas de la Casa de Windsor: Jorge V (1910-1936), Eduardo VIII (1936), Jorge VI (1936-1952) e Isabel II.

En el curso del siglo XIX el régimen parlamentario inglés evoluciona hacia una democracia en incesante fortalecimiento en virtud de las modificaciones que le introducen las leyes destinadas a ampliar el número de los sufragantes, dictadas en 1832, 1867, 1872, 1885 y completadas en 1918 y, en fin, en 1928, cuando viene a ser consagrado en máxima extensión el sufragio universal; y además, con la afirmación de la superioridad política y legislativa de la Cámara de los Comunes, definitivamente reconocida en tres etapas señaladas por los sucesos de 1832 y por las leyes de 1911 y 1949. La lucha política que al principio se desarrolla casi exclusivamente en el seno del Parlamento, entre tories y whigs, se proyecta cada vez más en el país entre conservadores y liberales y desde hace años substancialmente entre conservadores y laboristas. Por otra parte, el imperio colonial evoluciona hacia una flexible asociación de Estados que se procura precisar en el Estatuto de Westminster en 1931.

Sintetizando los aportes más interesantes del pueblo inglés al derecho político, podríamos fijarlos en los siguientes puntos:

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a) el reconocimiento de las libertades públicas, como garantías concretas, históricamente reconocidas a los ingleses y que todo súbdito debe en todo instante estar en situación de hacer valer frente a la autoridad;

b) la práctica de la constitución consuetudinaria;

c) la monarquía democrática representativa y el bicameralismo;

d) la organización institucional, basada en la división de los poderes públicos;

e) el régimen de gobierno parlamentario o de gabinete;

f) la alternancia en el poder de dos grandes partidos políticos;

g) la práctica del sufragio universal.

h) la forma flexible de asociación de Estados agrupados en la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth).

Mucho se ha escrito sobre el carácter inglés, y es indudable que el temperamento nacional ha sido factor determinante de la consistencia de su construcción política.

La insularidad ha permitido a Inglaterra vivir una evolución colectiva sumamente original, y la inclinación espontánea de su pueblo a lo concreto le ha llevado a desconfiar de todo idealismo exagerado e impracticable. Vale más hacer algo absurdo que siempre ha sido hecho que lo sabio que no ha sido realizado nunca, habría dicho Lord Balfour, mientras Austin Chamberlain sostenía que la naturaleza humana no es lógica y no es discreto considerar las instituciones políticas en relación a la lógica (mencionados por Vedel, ob. cit., pág. 40).

Se explica así que haya gustado más al pueblo inglés defender con energía las pequeñas libertades y ventajas de que goza antes que soñar en mejoramientos provenientes de amplias, sustanciales y tal vez irrealizables modificaciones; y en lugar de implantar reformas bruscas e impremeditadas, fruto de meras elucubraciones abstractas, prefiere avanzar lenta pero seguramente tras de sólidas y definitivas conquistas, sin regresiones ni fracasos.

Estas cualidades del sistema político inglés contribuyeron a que pudiera pasar el socialismo marxista por la historia del mundo sin alterar su sustancia y normalidad, repitiendo así lo que le había ocurrido con motivo de la Revolución Francesa.

ESTADOS UNIDOS

37. Estados Unidos. Desde fines del siglo XVI comienza la colonización inglesa en la América del Norte. Durante los siglos XVII y XVIII emigran a la costa atlántica puritanos ingleses, hugonotes franceses, católicos irlandeses, etc., y se agrupan en trece colonias instaladas de Maine a Georgia del Sur y sometidas a Su Majestad Británica.

De la Madre Patria inglesa heredan las instituciones del self-government y obtienen garantías de sus privilegios frente a la prerrogativa real. La lejanía en que se hallan respecto de la metrópoli y la circunstancia de que mucha parte de los pobladores o sus ascendientes próximos llegaran a dichas regiones huyendo de la intolerancia religiosa y del absolutismo político de los regímenes europeos, influyeron en que desde el comienzo de su instalación el peso de la autoridad gubernamental en estas colonias se notara más débil que en la Isla; la tendencia a regirse por sí mismas, por lo tanto, más acentuada; práctica y magnánima la

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tolerancia y vivo el sentimiento de la libertad, requerida imperiosamente por sus fundadores para dejar actuar con amplitud las iniciativas creadoras indispensables en la lucha por el dominio de una tierra virgen y extensa.

Las resistencias al yugo inglés se hicieron más agudas en razón de los impuestos que, por la decisión de los poderes públicos metropolitanos, les gravaban y que los colonos sostenían no haber aceptado, argumentando que no eran representantes suyos quienes los establecían en la lejana isla europea. Además las colonias difícilmente podían soportar que se las considerara económicamente como tales, útiles sólo para extraerles las materias primas que se transformaban en Inglaterra y para imponerles el consumo de los productos industriales allí fabricados.

Los acontecimientos que manifestaron la rebelión contra la dominación inglesa se precipitaron con motivo de la resistencia surgida en contra de la ley de timbres (stamp act) -atacada colectivamente en el Congreso de Nueva York, primera reunión de las colonias (1765)- y adquirieron violencia desde la revuelta de Boston de 1773.

Se juntaron desde el año siguiente en Filadelfia representantes de las colonias con el fin de organizar la común defensa y el segundo Congreso celebrado en dicha ciudad proclamó la independencia, el 4 de julio de 1776, en solemne documento redactado por Thomas Jefferson.

Ese mismo año y los inmediatos, los nuevos Estados formulan extensas declaraciones relativas a los diversos derechos de los ciudadanos, siendo la más completa la de Virginia.

La toma de Yorktown en 1781 marcó el fin de la lucha; el 30 de noviembre de 1782 Inglaterra reconoció la independencia, y el 3 de septiembre de 1783 se celebró el tratado de paz de París.

De 1777 a 1781 la lucha emancipadora se desarrolló sobre la base de un vínculo muy frágil entre las diversas colonias expresado en una simple Confederación de Estados (Articles of Confederation 1777) que, en razón de su congénita debilidad, fue considerada por los contemporáneos como una de las causas indiscutibles de la prolongación de la guerra y de los fracasos sufridos en sus primeras etapas.

Por eso, en la Constitución de Filadelfia de 1787, vigente desde 1789, triunfa el partido nacionalista, formado por quienes se inclinaban a una unión más estrecha, sobre el de los federalistas, que buscaban la defensa de la autonomía de los Estados integrantes.

La organización fundamental, consagrada en ese texto, cristalizó una ecuación de equilibrio entre ambas tendencias, fórmula intermedia entre la pronunciada centralización del gobierno unitario y la debilidad inherente al confederal. El Estado federal organizado en 1787 servirá de modelo a muchas naciones.

Del mismo modo, por su carácter de constitución escrita y rígida, será la norteamericana expresión típica del constitucionalismo moderno.

El Estado federal se traza sobre la base del bicameralismo, establecido en Inglaterra, pero se le da, para tal objeto, diverso fundamento; en una rama se sientan los representantes de la población y en la otra igual número de mandatarios de cada Estado. Ningún tratado podrá tener vigor si no es ratificado por los dos tercios de los miembros del Senado.

El Presidente de la República es nombrado por electores especiales elegidos a su turno por los ciudadanos y cuando llega al poder administra con gran libertad, por medio de sus secretarios de Estado, que no necesitan contar con la confianza de las Cámaras. Es el presidencialismo.

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La Corte Suprema de la Federación, compuesta por jueces inamovibles, designados también por el Presidente como otros funcionarios con la aprobación del Senado, es notable en la ciencia política, por cuanto desde comienzos del siglo XIX sostuvo que la Constitución atribuía al Poder Judicial el cuidado de la supremacía de la ley fundamental sobre las demás leyes y la posibilidad de declarar, con motivo de los juicios que debe resolver, que determinado precepto de una ley ordinaria se opone a lo prescrito por la Constitución y, en consecuencia, no puede aplicarse.

Para modificar la Constitución se requiere que las proposiciones de reforma se acuerden por los dos tercios de las Cámaras federales o por una Convención convocada a pedido de los dos tercios de los Estados; y además que las enmiendas sean ratificadas por las tres cuartas partes de los Estados, ya por medio de sus propias legislaturas ordinarias o por convenciones convocadas especialmente al efecto.

Tal es, a grandes rasgos, la organización federal norteamericano que coexiste con la de cada uno de los Estados integrantes, en la actualidad 50. Cada Estado tiene en efecto su propia constitución política en que se determina su respectiva organización.

Muy pronto la constitución de 1787 fue reformada conforme al mecanismo en ella estatuido porque, como se había limitado a describir la organización institucional, se estimó indispensable incorporar también a su texto la formulación de las garantías ciudadanas, tan solemnemente proclamadas poco antes por cada uno de los Estados. Tal fue el propósito de las diez primeras enmiendas aprobadas en 1791.

La XI enmienda (1795) se relaciona con las atribuciones del Poder Judicial y la XII (1814) con la forma de elección del Presidente y del Vicepresidente de la República.

El período de turbulencia que acompañó la guerra de Secesión coincide con la dictación de las enmiendas XIII, XIV y XV de 1865, 1868 y 1870, destinadas, respectivamente, a abolir la esclavitud, a introducir diversos preceptos de carácter más bien organizativo, y a asegurar la igualdad de votos para negros y blancos.

En 1913 se aprueban las enmiendas XVI y XVII, que autorizan el impuesto a la renta y reglamentan la elección de los senadores; en 1918 la XVIII, sobre prohibición de las bebidas alcohólicas, derogada en 1933 por la enmienda XXI.

La enmienda XIX (1920) garantiza el voto de la mujer, la XX (1933) contiene normas sobre la legislatura y sobre expiración y subrogación en el cargo presidencial; la XXII (1951) prohíbe la segunda reelección del Presidente de la República; la XXIII (1961) trata de la representación del distrito sede del Gobierno (Washington D.C.); la XXIV (1964) recae sobre la prohibición de limitar el derecho de voto por falta de pago de un gravamen habilitante o de un impuesto; la XXV (1967) se relaciona con la subrogación del Presidente, el reemplazo del Vicepresidente y la declaración de incapacidad de ejercer el cargo presidencial y, en fin, la XXVI (1971) garantiza el voto a los mayores de 18 años tanto en el plano federal como en el de los Estados. No fue debidamente ratificada una enmienda que había sido aprobada por el Congreso en 1972, que aseguraba la igualdad de derechos entre los sexos.

El espíritu político del pueblo norteamericano se inspira en una entusiasta fe en la libertad humana; en una decidida desconfianza en la acción gubernamental, considerada como simple oficio de interés colectivo, que debe esencialmente dirigirse a impulsar la espontaneidad de las iniciativas libres y velar por restringirlas lo menos posible; en una práctica efectiva de tolerancia en materia religiosa, con algunos rasgos de esa religión civil proclamada por Rousseau; en un gran optimismo vital, en fin, reflejo de su incesante expansión económica

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proyectada sobre un continente vastísimo y realizada por un grupo humano hábil, esforzado y pujante.

Constitución rígida, Estado Federal, gobierno presidencial, alternancia bipartidista; control de la constitucionalidad de las leyes, son, en el aspecto institucional, los aportes más típicos de la experiencia norteamericana.

FRANCIA

38. Francia. Pueblo que se muestra incesante en el ensayo de nuevas fórmulas, su experiencia política es variada, rica, llena de alternativas, de avances y retrocesos en la conformación de las instituciones y en las prácticas de gobierno.

Cuando se formuló el 26 de agosto de 1789 la elocuente Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano nadie pensaba en la República.

La primera Constitución, fechada el 3 de septiembre de 1791, comienza por reproducir la Declaración de 1789 y está inspirada en la idea de la soberanía nacional, cuyos representantes son los miembros de la única asamblea electiva que forma el Cuerpo Legislativo y el Rey, quien nombra libremente sus ministros.

En la época más álgida del proceso revolucionario, el tiempo de la Convención, del Comité de Salud Pública, de Danton y Robespierre, recibe Francia la segunda carta política, fechada el 24 de junio de 1793, que contiene una más enérgica afirmación de los derechos ciudadanos, una organización institucional a base de la delegación sucesiva del poder desde las asambleas primarias populares consagra el voto público y un gobierno semidirecto, en virtud del llamado que recibe el pueblo a pronunciarse sobre las leyes.

El año III (22 de agosto de 1795) se dicta un texto más moderado si se lo mira a la luz de los principios de 1789. Consagra el sufragio secreto, indirecto y censitario; dos Cámaras electivas, la de los Quinientos y la de los Ancianos; y un Directorio, encargado del Poder Ejecutivo, compuesto de cinco miembros elegidos por los Ancianos.

El año VIII (13 de diciembre de 1799), cuando se había abierto ya franco paso a Napoleón, se dictó el cuarto texto, mucho más complejo que los precedentes. Establece el sufragio universal, y cuatro asambleas: el Consejo de Estado, para elaborar las leyes; el Tribunado para discutirlas; el Cuerpo Legislativo para aprobarlas y el Senado para controlar el ejercicio del poder y modificar la Constitución. El Poder Ejecutivo, en tanto, se entrega a un Cónsul que dura diez años. El texto, que no consigna la garantía de ninguna libertad, fue aprobado por plebiscito.

Precisamente un senado-consulto del año X (12 de agosto de 1802) estableció el consulado vitalicio y otro del año XII (18 de mayo de 1804) el Imperio hereditario de Napoleón Bonaparte.

La restauración borbónica registra la Carta de 4 de junio de 1814, otorgada por Luis XVIII, que concede algunas libertades, consagra un régimen de sufragio censitario sumamente estricto, establece dos Cámaras, de los Pares y de los Diputados, reconoce el Poder Ejecutivo en el Rey, con derecho de vetar la legislación aprobada por las Cámaras. Bajo su reinado se vive un incipiente régimen parlamentario.

La carta de 14 de agosto de 1830 tiene la fisonomía de un contrato entre el rey Luis Felipe y su pueblo. Reproduce en muchas partes la de 1814, pero se amplían ahora las libertades reconocidas a los franceses y el número de ciudadanos con derecho a sufragio y se prohíbe al rey la dictación de leyes por medio de ordenanzas.

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En 1848 estalla una nueva revolución bajo el lema del sufragio universal y de las conquistas sociales. El texto dictado ese año crea un Presidente de la República con amplios poderes, elegido por sufragio universal, y una asamblea legislativa única.

El período de agitación termina cuando se impone el príncipe Luis Napoleón. La Constitución de 1852 mantiene el cargo de Presidente, que dura diez años y dispone incluso de la facultad de disolver las dos asambleas que ella establece.

Ese mismo año, Napoleón III se proclama Emperador y en tal carácter se mantiene hasta la derrota de 1870, en un régimen en sus últimos años más benigno, período que, por eso, se llama del Imperio Liberal.

Luego de un período de transición, se dictan las tres leyes constitucionales de 1875, que no forman cuerpo orgánico ni contienen formulaciones de las libertades públicas, bajo cuyo vigor se estableció la Tercera República, sepultada con la derrota de 1940, el más largo período de continuidad constitucional, iniciado, sin embargo, sobre la creencia colectiva de regir una situación transitoria, que daría pronto paso a la restauración monárquica a la que se inclinaba con decisión su Primer Presidente, el Mariscal Mac-Mahon.

Establecieron dichas leyes un Presidente de la República, elegido por siete años en Versalles en sesión plena del Congreso, compuesto de dos ramas: la Cámara de Diputados, emanada directamente del electorado, y el Senado, elegido por organismos territoriales, renovable por parcialidades. Los Ministros necesitaban contar con la confianza de las Cámaras para mantenerse en sus cargos, pero el Presidente, con el consentimiento del Senado, tenía el derecho de disolver la Cámara de Diputados. Sin embargo, como cuando en 1877 el Presidente Mac-Mahon usó de tal atribución, las nuevas asambleas resultaron más adversas a su opinión y a la monarquía, ningún otro Presidente de la República se atrevió a ejercer esa facultad.

La Tercera República se caracterizó por su inestabilidad gubernamental, suavizada por la continuidad y seriedad administrativa en una vida cívica agitadísima a causa de la pluralidad e indisciplina de los partidos políticos y de la viveza de las pasiones colectivas. Sin embargo, tal régimen fue capaz de crear un vasto imperio colonial y alcanzar el triunfo de 1914-1918.

Después de la victoria lograda al término de la Segunda Guerra Mundial se aprueba el documento de 27 de octubre de 1946 luego de rechazarse, en un primer plebiscito, otro texto que consagraba una sola Cámara.

La Constitución de 1946 estructura la Cuarta República, de breve duración, a pesar de que se modifique en 1954 para aumentar las facultades legislativas del Consejo de la República, nombre que se da al antiguo Senado, y para suprimir la necesidad de que la investidura del Presidente del Consejo de Ministros por la Asamblea Nacional se realice antes de dar a conocer a ésta la lista de sus colaboradores. El Presidente de la República sigue siendo elegido en pleno de las dos ramas del Congreso.

La escasa duración de los gabinetes y la indisciplina partidista, unidas a las derrotas en Indochina y a las angustias del problema de Argelia, provocan los acontecimientos de mayo de 1958, en que el Ejército francés, situado en aquel país africano pide la dirección del general Charles de Gaulle, el caudillo de la resistencia de 1940-1944 y organizador de la IV República, quien es, en efecto, designado por la Asamblea Nacional Presidente del Consejo de Ministros y, a su turno, da cimiento a la V República, que se ciñe a la nueva Constitución vigente desde el 5 de octubre de 1958 y cuyo contenido y evolución explicamos más adelante.

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De Gaulle, renovando su mandato en 1965, se desempeñó como Presidente hasta su renuncia, el 27 de abril de 1969; para sucederle fue elegido Georges Pompidour y, como falleció el 2 de abril de 1974, lo reemplazó Valery Giscard d?Estaing, quien terminó su período. François Mitterrand, presentándose una vez más como candidato, vino a ser elegido en 1981, y un segundo mandato le permitió mantenerse durante catorce años (1981-1995). Jacques Chirac le sigue en la jefatura del Estado.

Conviene anotar que la Constitución de 1958 ha sido modificada en las siguientes oportunidades: la reforma de noviembre de 1962 hizo posible la elección de Presidente de la República por votación directa; la de 19 de octubre de 1974 permitió que al Consejo Constitucional pudieran recurrir no sólo el Primer Ministro y los presidentes de ambas Cámaras, sino también 60 diputados o igual número de senadores; la de 25 de junio de 1992 estableció que el idioma de la República sería el francés y la posibilidad de que el referido número de parlamentarios pudiera requerir al Consejo Constitucional que determinado acuerdo internacional, por ser contrario a la Carta, exigiera la previa reforma de ésta; la de 28 de julio de 1993 introdujo una modificación al Consejo Supremo de la Magistratura, la Constitución de Corte de Justicia de la República para pronunciarse sobre la responsabilidad de los miembros del Gobierno y la regulación de la participación en la Comunidad y en la Unión Europea; la de 25 de noviembre de 1993 incorporó una disposición relativa al derecho de asilo; la de 4 de agosto de 1995 extiende el campo de aplicación del referéndum, instituye una única legislatura parlamentaria ordinaria, modifica el régimen de inviolabilidad parlamentaria y deroga las normas relativas a la Comunidad y sus disposiciones transitorias.

La convicción profunda de que, en el plano de la actividad política como en el de cualquiera otra expresión humana, predomina la especulación lógica; fe invencible en la eficacia de la reforma que se impone por mandato de la norma positiva; disposición permanente a ensayar nuevas fórmulas de progreso colectivo, son algunas de las características del genio político francés.

La circunstancia de que el Presidente François Mitterrand, líder del Partido Socialista, al ejercer la jefatura de Estado por dos períodos (1981-1995), hubiera de enfrentar en más de una ocasión mayorías políticas adversas, dio origen a una situación compleja que se conoció como de "cohabitación" (entre su partido y los de oposición), la cual ha contribuido a configurar las características del sistema de gobierno llamado semipresidencial o semiparlamentario.

ESPAÑA

39. España. A la dominación romana sucede la de los godos que invaden la península ibérica.

En los tiempos de la monarquía goda el rey era elegido por los nobles para ejercer poderes limitados.

Se diferenciaba con bastante claridad el rey del reino, constituido por la nobleza, el clero y el pueblo.

Con el fin de defenderse del predominio de la nobleza, el rey se inclinaba a apoyarse en el pueblo y a reconocer a las ciudades diversos fueros o privilegios que se comprometía a respetar.

Los procuradores o representantes de cada uno de los brazos del reino se reunían en las Cortes, de que son muestra las famosas de Burgos de 1169, con funciones legislativas y de consentimiento de los impuestos. Se recuerdan también por su importancia las de Bivriesca de 1387.

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Por el desarrollo que en la práctica del gobierno real alcanzan los distintos brazos del reino se considera la española como monarquía estamental.

Sin embargo, desde los tiempos de los Reyes Católicos las necesidades de la reconquista árabe producen la desaparición de las Cortes y de la vida estamental, que es ya un recuerdo en épocas del absolutismo de los reyes de la Casa de Austria y del despotismo ilustrado de los Borbones.

La influencia de España era escasa en el constitucionalismo moderno. Ella misma sirve más bien de campo al embate de ideas e instituciones que, ajenas al sentido de su propia evolución, ni logra asimilarlas ni parecen servirle para configurar original sistema gubernativo.

Con la invasión napoleónica, como si no hubiera bastado el afrancesamiento inevitable al reinado de los Borbones, sufre de la misma procedencia la penetración de la ideología revolucionaria.

Las constituciones de 1812, 1834, 1837 y 1869 son simples episodios de una guerra civil permanente, en que la península oscila de una rama dinástica a otra, de la monarquía al breve y también ineficaz ensayo republicano (1873-1875), del predominio liberal al reaccionario, del gobierno civil a la dictadura militar. La dirección política se afirma desde la restauración de Alfonso XII (1875-1885), quien promulga en 1876 la constitución que establece la monarquía parlamentaria, regida desde la muerte de dicho rey por su viuda durante la menor edad de su hijo Alfonso XIII, y luego (1902) por éste hasta su abdicación en 1931.

El mismo año del derrocamiento de la monarquía para encuadrar el nuevo régimen, se dicta la interesante constitución de la República Española, que contiene una moderna formulación de derechos de individuos y de grupos sociales; pretende dar al Estado una organización que respete la autonomía de las regiones; consagra la asamblea legislativa única, la elección del Presidente por un cuerpo especial integrado por los parlamentarios y otros compromisarios; y coordina los poderes de acuerdo con la fórmula parlamentaria.

La República termina con la sublevación militar que provoca larga y cruenta guerra civil con los caracteres de lucha internacional, dominada por el caudillo Francisco Franco Bahamonde, general de ejército, quien mantiene el mando desde el triunfo (1936) hasta su fallecimiento (el 20 de noviembre de 1975), sostenido por el partido único, y durante cuya dirección se promulgaron numerosos documentos de carácter constitucional en el afán de estructurar el marco de la dictadura. Franco había designado heredero a Juan Carlos Borbón, nieto de Alfonso XIII, no obstante los derechos de su padre, el 22 de julio de 1969. Al morir Franco, el rey confirma a Carlos Arias Navarro como presidente del Consejo de Ministros. Reemplaza a éste Adolfo Suárez. Suárez logra que las Cortes aprueben una ley de reforma política que, sometida a referéndum aprobatorio, es ratificada y permite la elección de nuevas Cámaras con facultades constituyentes. Una comisión especial de estudios redacta un proyecto de nueva Constitución, aprobado unánimemente por el Congreso (Cámara de Diputados) y por el Senado con el apoyo de 129 miembros contra 15 y 70 abstenciones. El referéndum popular de aprobación se practica el 6 de diciembre de 1978. La nueva ley fundamental, sancionada por el rey, se publica dos días después.

En este nuevo texto constitucional España procura incorporar y acentuar los avances del constitucionalismo contemporáneo, constituir una monarquía democrática y parlamentaria y contribuir con nuevos aportes en muchas materias, particularmente en las relaciones entre los órganos, en el régimen de las garantías ciudadanas y en el de la regionalización, aspecto este último sumamente delicado para un país construido a base de nacionalidades muy pronunciadas que pretenden autonomía.

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LOS PAÍSES LATINOAMERICANOS

40. Los países iberoamericanos. Aun cuando siglo y medio de desenvolvimiento independiente pudiera no considerarse bastante para formular, con la necesaria perspectiva, un juicio definitivo, resulta difícil sostener que las naciones latinoamericanas han revelado en ese lapso intuición y habilidad políticas, mientras es innegable que muy pronto las exhibió la América sajona. Ni han mostrado, en efecto, nuestros pueblos, originalidad en las ideas políticas, ni inventiva en las soluciones prácticas, ni el predominante afán imitativo les ha permitido, en general, por otro lado, trasplantar con éxito ajenas fórmulas.

Salvo evoluciones menos violentas en algunos pueblos, la audacia organizativa en el Uruguay y algunos ensayos de gobierno parlamentario en Chile y Brasil, es poco lo que puede admirarse. Bien es verdad que la excesiva vehemencia e inestabilidad de ordinario predominantes no han dado tiempo para recoger el fruto de estadistas de talento y tal vez sabias estructuraciones.

Oscilando de la anarquía a la dictadura, escasos son por desgracia los períodos de equilibrio: el caudillismo y el militarismo las han destrozado; la desunión, debilitado; mientras la exagerada confianza en los efectos de la reforma de la letra positiva ha servido para eludir los cambios profundos de los hábitos colectivos.

El vigor con que se proyecta en el continente la larga lucha de los imperialismos ideológicos y económicos norteamericano y soviético (1945-1989); la heterogeneidad de sus poblaciones y un mestizaje todavía muy cargado a la huella de los pueblos autóctonos, unido a su marginación en medio de la pobreza y de la incultura; la débil y poco hábil gestión de sus economías; la incomprensión de sus clases dirigentes, que, usufructuando de las ventajas del liberalismo, no se abren tampoco a las inspiraciones del ideal cristiano reconocido por sus poblaciones; el narcotráfico, que llega a corromper hasta los equipos dirigentes; un izquierdismo incapaz de trazar metas realizables y razonables, y movido por métodos violentos y carente de proposiciones constructivas; una civilidad que, por todo ello, muestra un vacío directivo que tiende constantemente a llenarse por los jefes militares, son también factores que han contribuido a crear condiciones desfavorables para imponer un orden estable y justo.

Bien es verdad que, en estos últimos años, se observan claramente síntomas positivos: la experiencia misma recogida en luchas estériles; el aumento de la cultura; la comprensión de la necesaria unidad para enfrentar juntos problemas que, en mucha proporción, son semejantes y comunes y, en particular, el predominio de Estados Unidos; el apoyo de los organismos internacionales; el desprestigio de las soluciones estatistas, que perturban el desarrollo de las energías sociales; el descrédito de los gobiernos dictatoriales y de las ideologías totalitarias, son factores entre otros que explican, a nuestro juicio, la afirmación de la tendencia a las soluciones democráticas percibida indudablemente en los últimos decenios.

El panorama, aún observado fuera de Chile, podría comenzar con una mirada sobre nuestra patria.

Luego de un período, no muy prolongado, que incluye el de la gesta emancipadora, en el cual se dictan los documentos de 1811, 1812, 1814, 1818, 1822, 1823 y 1828, la Constitución de 1833 le da un cuadro organizativo que rige con leves retoques el país hasta 1924, como se ve, casi un siglo, y sólo presencia una grave crisis, en 1891, en torno a la determinación del verdadero sentido de la ordenación fundamental, que permanece, en su letra, inalterada. La Constitución de 1925 se respeta fielmente desde 1932 hasta el 11 de septiembre de 1973. La intervención militar comenzada en esta fecha lleva a la aprobación de la Constitución de 1980, la cual dio paso a un período transitorio que conduce a la restauración democrática el 11 de marzo de 1990.

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Uruguay vive dentro de la estructura clásica que le da el texto de 1830. La Constitución de 1917 contiene un primer ensayo de ejecutivo colegiado que dura hasta 1933, se suspende durante la vigencia del texto de 1934, y se reanuda con la reforma de 1951 para abandonarlo en 1967. Es un Presidente civil (Bordaberry) quien disuelve el Congreso y, con apoyo de las Fuerzas Armadas, abre un período en que el país se dirige mediante actas constitucionales. En 1980 se somete a plebiscito una Carta que restablece la normalidad democrática.

El Estado Federal se cimenta en la Argentina en 1853, de acuerdo con la Constitución de aquel año de nuevo en vigencia desde 1957, después de la actuación del caudillo militar Juan Domingo Perón, comenzada en 1943 y que impusiera la Carta de 1949. Nuevamente la jerarquía castrense, a través de varios personeros, ejerce el mando de 1966 a 1973 y, luego de un gobierno civil ejercido por Isabel Martínez, la viuda de Perón, continúan los jefes militares sucediéndose en él hasta 1983, en que se restablece la Carta de 1853, eligiéndose a Raúl Alfonsín; éste no termina su período y es reemplazado por Carlos Menem, durante cuyo mandato se aprueba, en 1994, la reforma de aquella vieja Carta, dándole un nuevo texto completo.

Brasil se desprende de Portugal en 1822, para fundar un reino independiente en favor de la propia casa allá gobernante y se convierte en Estado federal con gobierno republicano sólo en 1889. Sus leyes fundamentales se suceden en 1891, 1934 y 1946. En 1961 la crisis provocada por la renuncia súbita del Presidente Janio Quadros se resuelve mediante la veloz aprobación de una reforma constitucional que sustituye el presidencialismo por un gobierno parlamentario, que se instaura para vencer las resistencias a la ascensión del Vicepresidente João Goulart. Luego éste en 1962 propicia el retorno del presidencialismo. Brasil vuelve al gobierno presidencial previa consulta al pueblo de 6 de enero de 1963, como Goulart lo había solicitado. Derribado éste al año siguiente, se abre un período de intervención castrense que se prolonga hasta 1985, manteniéndose formalmente las elecciones con participación de un único partido de gobierno (Arena) y de un único de oposición (MDB), que se autorizan. Un acuerdo entre civiles y militares permite llevar a un civil a la jefatura del Estado, Tancredo Neves, y, por su fallecimiento, a José Sarney, quien luego de muy largo debate, logra promulgar la Constitución de 1988.

México sufre aventuras de conquistas europeas y el impulso expansivo de su gran vecino, fuera de causas semejantes de inestabilidad que las propias de sus demás hermanas, y una de las más prolongadas dictaduras, la de Porfirio Díaz (1876-1911). En 1917 se dicta la Constitución que con numerosas modificaciones todavía rige, sin duda, uno de los regímenes políticos sudamericanos más interesantes y en cuya vigencia se puede distinguir primero un período de grandes pasiones y violencias y luego el que ahora atraviesa en que han tendido a calmarse y disciplinarse, de lo cual es muestra la sucesión presidencial que se realiza con normalidad cada seis años desde 1934. La circunstancia de que una sola colectividad política -el Partido Revolucionario Institucional (PRI)- concentre la influencia que proporciona el poder, ha llevado a Karl Loewenstein a dar a la Constitución mexicana el calificativo de semántica. En la actualidad, sin embargo, se nota la tendencia a aceptar una competitividad más libre tras el mando y ya algún partido no se ve lejos de llegar a asumirlo.

Colombia, el antiguo virreinato de Nueva Granada, luego de integrar, con Venezuela y Ecuador, la Gran Colombia, se desprende de ellos en 1830 cuando se organiza la República de Nueva Granada, transformada, por la Constitución de 1858, en la Confederación Granadina, por la de 1863 en los Estados Unidos de Colombia y, en fin, por la de 1886, en la República de Colombia que se ha visto favorecido por la tendencia a mantener la alternativa de dos partidos políticos, conservadores y liberales. En 1957 y 1959 se promulgaron reformas encaminadas a imponer transitoriamente la equiparidad de representación entre los dos partidos y su alternancia incluso en el cargo supremo, que se mantuvo hasta 1974. Durante la Presidencia de César Gaviria, la violencia generada por los grupos guerrilleros vinculados al narcotráfico condujo a

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una situación colectiva tan compleja que llevó a convocar, en mayo de 1990, a la elección de una Asamblea Nacional Constituyente, la cual dictó una nueva Constitución en 1991.

Venezuela promulga textos constitucionales en 1811, 1908, 1936, 1947, 1953 y 1961. Este último, de gran interés, mantiene las fórmulas del Estado federal y de gobierno presidencial, pero introduce numerosos perfeccionamientos en el cuadro de las instituciones y en la Carta de los derechos. La regularidad en la renovación periódica en los mandatos presidenciales y parlamentarios ha sido facilitada por la primacía que logran dos partidos políticos: la Acción Democrática, de ideología liberal, y COPEI, de inspiración democratacristiana.

Perú recoge en su fase republicana las Cartas de 1821, 1822, 1823, 1826, 1828, 1834, 1839, 1855, 1856, 1860, 1933 y 1980. Su política gira en alta proporción en torno a las actividades que desarrolla un partido de inspiración izquierdista de carácter revolucionario, pero ajeno a todo compromiso con la Unión Soviética: Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), cuyo líder fuera Víctor Raúl Haya de la Torre. Se produce repetidamente la destitución de los Presidentes civiles -varios de ellos personalidades tan distinguidas como Manuel Prado, José Luis Bustamante y Riveros o Fernando Belaúnde Terry-, depuestos por golpes militares. En 1985, llega a la presidencia por primera vez un aprista, Alan García. La acción de una secta revolucionaria, de tendencia maoísta, responsable de innumerables y cruentos actos terroristas explica el grado de ingobernabilidad a que llega el país. En 1990 sube a la Primera Magistratura Alberto Fujimori, el cual, con el apoyo de las Fuerzas Armadas, disuelve el Congreso y prepara un nuevo texto constitucional; redactado éste por una asamblea constituyente, se aprueba por el pueblo en referéndum y se promulga el 29 de diciembre de 1993.

Ecuador se dicta documentos en 1821, 1830, 1835, 1843, 1845, 1851, 1852, 1861, 1869, 1878, 1883, 1897, 1906, 1929, 1945, 1946, 1967, estando vigente su 18a Carta, promulgada en 1978. Surgió en el Ecuador un caudillo civil, que subió una y otra vez a la Jefatura del Estado y centró varios decenios de su vida política: José María Velasco Ibarra.

Bolivia dictó su 16a Constitución en 1991.

En cuanto a las repúblicas centroamericanas y del Caribe, no han tenido una evolución regular. Citemos, por lo menos, que en Honduras rige la Constitución de 1982; en Nicaragua, la de 1974; en la República Dominicana, que había sido tan largamente sometida a Rafael Leonidas Trujillo Molina y a su familia, la de 1967; en El Salvador, la de 1950; en Guatemala, la de 1985. Haití ha carecido de desarrollo cívico y ha sido sometida en varias oportunidades a la intervención norteamericana. Las relaciones de Panamá con los Estados Unidos, vinculadas a los problemas que surgen de la importancia del Canal que atraviesa el istmo, han sido fuertemente influenciadas por acuerdos internacionales que han llevado a la permanencia de las fuerzas armadas de esa gran nación, que habrán de retirarse en cumplimiento de lo convenido. Costa Rica es, sin duda, el país de esta región que alcanza mayor solidez institucional, guardando, desde 1949, en que se hace una revisión de la Constitución de 1871, una notable normalidad. Cuba, en fin, que se libera en 1959 del régimen despótico del general Fulgencio Batista, para quedar desde entonces sometida a la dictadura, apoyada por un partido único de ideología totalitaria que ejerce Fidel Castro con el apoyo soviético hasta el colapso de ese imperio en 1989 y en pugna con los Estados Unidos, da origen a problemas e inquietudes que se proyectan sobre todo el continente.

Bernardino Bravo, en minuciosa investigación, ha demostrado hasta qué punto han sido numerosos los documentos constitucionales que se han ido aprobando en los países iberoamericanos, nos remitimos a su trabajo, cuyo conocimiento es de gran provecho: El Estado constitucional en Iberoamérica (Escuela Libre de Derecho, México, 1992, 229 págs.).

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CAPITULO III :

TEORIA DE LA CONSTITUCION

1. CONCEPTO Y CONTENIDO

41. Diversos conceptos de "constitución": la constitución política. Si se consulta, por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia Española (ed. 1994) se constata que el vocablo "constitución" tiene numerosos significados, que para posterior referencia ordenamos:

a) "Acción y efecto de constituir", y este verbo es "formar, componer, ser", "establecer, erigir, fundar", "asignar, otorgar, dotar a alguien o algo de una nueva posición o condición".

b) "Esencia y calidades de una cosa que la constituyen como es y la diferencian de las demás".

c) "Forma o sistema de gobierno que tiene cada Estado".

d) "Ley fundamental de la organización de un Estado".

e) "Estado actual y circunstancias de una determinada colectividad".

f) "Cada una de las ordenanzas o estatutos con que se gobierna una corporación".

Esas diversas acepciones revelan la amplitud de significado de lo constitucional, desde que comprende en su expresión general toda cosa, individuo o colectividad, todo cuerpo de cualquiera índole, y considera sus caracteres esenciales, es decir, aquellos que lo distinguen de cualquier otro cuerpo o cosa.

Cuando se expone la Teoría de la Constitución en una obra como ésta se trata de la Constitución Política y se usa el vocablo en las acepciones indicadas en las letras c) y d), o sea, "forma de gobierno que tiene cada Estado" y "ley fundamental de la organización del Estado".

Las dos acepciones recién señaladas se refieren precisamente a la constitución política, porque este adjetivo indica lo perteneciente o relativo a la política, "arte, doctrina u opinión referente al gobierno del Estado", y "actividad de los que rigen o aspiran a regir los asuntos públicos".

Ley fundamental de la organización del Estado, de la forma de su gobierno, de la actividad que rige los asuntos públicos, es, según el significado de sus términos, la constitución política:

Ley, norma fija e invariable;

Fundamental, vale decir, principal, o sea, principio, base o cimiento sobre el que las demás leyes descansan;

De la organización, o sea, relativa al establecimiento o reforma de las reglas que sujetan el número, orden, armonía o dependencia de las diversas partes;

Del Estado, de la sociedad en que se persigue la obtención del bien común de las personas y grupos que la integran.

Al considerar el Estado se analizan los distintos elementos que lo componen y uno de los más sustanciales es el ordenamiento jurídico que existe en él, el conjunto de normas que encauzan su existencia y la actividad que se desarrolla en su seno con el afán de alcanzar su fin específico. Entre esas reglas, algunas merecen el calificativo de fundamentales, porque las

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demás derivan de aquéllas, se basan en ellas, se ajustan a sus límites, las desarrollan y proyectan.

Dentro del Estado se pueden también observar funciones diversas, y no es de las menos importantes la que se refiere a su gobierno, a la actividad que se desarrolla en él para encauzar y dirigir los esfuerzos colectivos al objetivo propio de la sociedad política.

Las reglas fundamentales que rigen el Estado y su Gobierno se relacionan con aspectos diversos, pero algunas tienen por misión específica señalar la organización misma a que se sujetan uno y otro.

Ni todas las leyes que rigen en el Estado, ni siquiera todas las que pueden estimarse, por su importancia, como principales, sino que justamente las reglas fundamentales que señalan la estructura misma del Estado y de la autoridad que funciona en él, forman la constitución política.

Con sólo definirla así, ella se distingue de la que puede llamarse constitución social, que toma en cuenta los rasgos básicos de la colectividad estatal en su conformación étnica, sociológica, lingüística, religiosa, cultural, etc. "Lo que se llama constitución social se aplica a una cierta manera de ser de la sociedad; la constitución política se relaciona con el Estado" (Georges Burdeau, Tratado, t. 3, pág. 13).

42. Antecedentes y significado del fenómeno constitucionalista. La realidad en el Estado de una ley fundamental de su organización se observa en todas las épocas de la historia. Sin embargo, el estudio de una "teoría de la constitución" es contemporáneo, porque es manifestación del fenómeno constitucionalista, producido desde fines del siglo XVIII y cuyos antecedentes conviene recordar.

En la antigüedad grecorromana, Aristóteles analizó muy profundamente la estructura de las ciudades griegas, y reunió una colección de sus constituciones. Se conserva la de Atenas, que describe su historia y organización.

En la Edad Media, cuando a la destrucción del Imperio Romano sucede la época feudal, como la autoridad se vincula al señorío de la tierra y se confunde con éste, las instituciones públicas caen en el ámbito del derecho privado y los intérpretes procuran hallar analogías con las de éste incluso a categorías jurídicas pertenecientes por esencia al campo del derecho público.

Las monarquías estamentarias admiten los diversos fueros o privilegios que benefician a los distintos sectores sociales, ciudades o cuerpos institucionales que formaban los brazos del reino, y las cartas forales que precisaban sus bases importaban verdaderos contratos celebrados entre el señor o rey y el estamento favorecido con los privilegios, en los cuales se señalaban las franquicias, los deberes y derechos inherentes al estatuto especial que regía las relaciones de las partes. La Carta Magna de 1215 consagró, por ejemplo, junto a muchas otras, la garantía del consentimiento del impuesto por el Magnum Concilium o Curia Regis compuesto por los señores feudales que lo deberían pagar.

Cuando, en los siglos XVII y XVIII se entronizan en Europa continental los reinados absolutos, las cartas o franquicias en que se estampaban los fueros medioevales perdieron su eficacia.

Sin embargo, se siguen invocando siempre por los monarcas o frente a éstos las leyes fundamentales del reino, que recogen, por lo menos, los principios de la legitimidad dinástica y de la sucesión al trono.

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Los pensadores políticos de aquella época, con el fin de limitar el absolutismo real, sostienen la existencia de un contrato entre rey y gobernados, cuyas cláusulas los súbditos pueden oponer con energía al monarca hasta llegar a la insurrección y aun al tiranicidio, defendidos entonces como derechos.

Los pensadores españoles de la Contrarreforma, especialmente Suárez, en su obra De Legibus (1612), siguiendo las doctrinas de Santo Tomás de Aquino, sostuvieron con nuevo vigor que la autoridad se impone por el fin propio de la sociedad, y que al pueblo corresponde no tanto darle nacimiento, como escoger la persona del gobernante.

En esos siglos del absolutismo regio se extiende la doctrina de la Escuela del Derecho Natural, conforme a la cual deriva de la especulación racional la existencia de la libertad de cada individuo y la necesidad del consentimiento de cada uno para que se forme la sociedad. Hobbes, Locke y Rousseau atribuyen, cada vez con más seguridad, el origen de la sociedad a la celebración hipotética y especulativa de un contrato, que no tiene lugar ahora, como en el medioevo, entre el gobernante y los gobernados, sino entre los propios miembros de la sociedad política, para dar nacimiento a ésta, a fin de establecer en ella el poder y precisar las normas de designación de las autoridades. La escuela contractualista es, pues, en lo político, evidente proyección del jus naturalismo racionalista que habían ya sostenido, por ejemplo, los alemanes Samuel Puffendorf (1632-1694) y Cristian Wolf (1679-1754) y todavía, con anterioridad, el irlandés Hugo Grocio (1583-1645) en De Jure Belli et Pacis. Para Rousseau es indispensable contar con la unanimidad de los asociados para que se forme la sociedad política y se dé origen a la voluntad general que, en concreto, se traduce, luego, en la que manifiesta la simple mayoría de los asociados.

Como puede verse, se ha producido en el pensamiento político una evolución que conduce insensiblemente, a través de sus varias etapas, de la soberanía real absoluta a la que se mitiga en el pacto que dice celebrarse entre el rey y los súbditos -soberanía compartida entonces entre ambos- y, por fin, como reacción al despotismo regio, a la soberanía que se reconoce en la sociedad entera, de modo que corresponde a todos los miembros del cuerpo político acordar, en adelante, mediante voluntad declarada de ellos mismos, el pacto que los liga.

Cuando los Padres Peregrinos se dirigen, en 1620 a bordo del Mayflower, a la costa oriental de América del Norte, a formar Nueva Plymouth, celebran un pacto, que es, en otro aspecto, proyección del sentido religioso del pueblo escogido, inspirado en el calvinismo. Tal como Yavé e Israel habían establecido una alianza, ese pueblo inmigrante da nacimiento, mediante la celebración de un pacto, a la sociedad que viene a fundar.

A lo largo del desarrollo de las colonias inglesas en Norteamérica obtienen sus pobladores de parte del monarca numerosas cartas de franquicias, cuyos objetos no sólo tienden a defender y promover el movimiento comercial realizado en este nuevo continente, sino contemplan aspectos fundamentales relativos a la gobernación de las jóvenes comunidades. Tales cartas importan a menudo la simple ratificación de textos emanados de las mismas colonias, y la distancia a que se halla la metrópoli influye en que, paulatinamente, tales bases se estipulen y establezcan cada vez con mayor autonomía y prescindencia de una voluntad efectiva del rey.

Cuando estalla la guerra de la Independencia, en los "Artículos de la Confederación", de 1774, se recomienda a cada una de las colonias sublevadas que dicten sus respectivas Constituciones, y lo efectúan en el hecho de 1776 a 1780.

"Tenemos por evidentes en sí mismas las siguientes verdades -dice, sintetizando el pensamiento político dominante, la Declaración de la Independencia de 4 de julio de 1776-: todos los hombres son creados iguales; están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; entre estos derechos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la

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felicidad. Los Gobiernos se establecen por los hombres para garantizar estos derechos, y su justo poder emana del consentimiento de los gobernados".

Consecuentemente, en el breve preámbulo, la Constitución de 1787 expresa: "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, con el fin de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, desarrollar el bienestar general y asegurar las ventajas de la libertad a nosotros mismos y a nuestros descendientes, ordenamos y establecemos la presente Constitución para los Estados Unidos de Norteamérica".

El constitucionalismo no prende, entre tanto, en Inglaterra, a pesar de que es allí, alrededor de 1688, donde con más solemnidad y frecuencia se habla de los caracteres de la constitución de su pueblo, y no obstante que ya en 1653 Oliver Cromwell publicaba los 42 artículos de su Instrument of Government y aun, en enero de 1649, cuando se preparaba la sublevación contra Carlos I, se procuró hacer aprobar el Agreement of the People, documento que daba como origen del poder la expresa aceptación de los gobernados.

A la inversa, el constitucionalismo tiene en Francia su mayor fecundidad doctrinaria y práctica, aunque no su contenido más sólido, de acuerdo con el principio, incorporado profundamente al pensamiento político galo, que se consigna en el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789: "Toda sociedad en la que no se asegura la garantía de los derechos, ni se determina la separación de los poderes, no tiene Constitución".

Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos en 1787 y de Francia, donde se suceden unas tras otras las Constituciones desde 1791, las vicisitudes históricas de los Estados de Europa, América y otros continentes se jalonan en implantación o reforma de Leyes Fundamentales.

43. El sistema de las constituciones consuetudinarias. Inglaterra ha querido mantenerse dentro de su secular sistema de constitución consuetudinaria.

Ese país es testimonio permanente de que lo constitucional es de la esencia de todo Estado de Derecho, aun cuando en dicha nación no se señale en un texto escrito la estructura básica de su ordenamiento jurídico.

La Constitución inglesa no consiste, pues, en uno o varios textos escritos que tengan, por su forma, el carácter de la ley fundamental del Estado, sino en un conjunto de leyes comunes, de tradiciones, de prácticas o convenciones que están en relación racional con lo que se refiere esencialmente a la organización jurídica básica de la autoridad y de los derechos fundamentales del pueblo inglés.

En la Constitución inglesa se comprenden, como se dijo, no sólo las leyes ordinarias que razonablemente cabe calificar, por su propia naturaleza, como de tal orden (statute law)-(y the law of the constitution comprende, en efecto, textos tan importantes como la Carta Magna, el Bill of Rights, etc.), sino que el conjunto de precedentes que forman el common law, concepto este que expresa el derecho establecido en los fallos de los tribunales, conforme al sistema característico de la administración de la justicia inglesa. La mayoría de los preceptos organizativos de la autoridad se consignan en los statute laws, al paso que en el common law se fundamentan los principios substanciales de las libertades concretas cuyo reconocimiento ha venido logrando a través de los siglos el pueblo inglés. Sin embargo, tales afirmaciones no pueden ser genéricas, tanto porque hay bases organizativas que resultan del common law -por ejemplo, the King can do no wrong- como existen también statutes que reglamentan importantes garantías individuales, por ejemplo, el Acta del Hábeas Corpus (1679).

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"El término common law, que hemos estado usando -dice Maitland- necesita alguna explicación. Creo que su uso nace poco después del reinado de Eduardo I. La palabra común no se opone por cierto a no común, más bien significa general y lo contrario al common law es ley especial. Common law es la ley no dictada; la que se distingue de los estatutos y de las ordenanzas. En seguida, es la común para todo el país; esto es, se distingue de las costumbres locales. En tercer lugar, es la ley de los tribunales seculares; es decir, se distingue de la ley eclesiástica... Common law es en teoría la ley tradicional, la que siempre ha sido ley, y todavía es ley, mientras no sea alterada por estatuto u ordenanza" (ob. cit., págs. 22-23).

Integran, asimismo, la Constitución inglesa aquellas bases que, desde que las definiera Dicey, en sus Lecciones introductorias al estudio del Derecho Constitucional, se conocen con el nombre de "convenciones de la Constitución": usos, prácticas, hábitos políticos establecidos por las diversas autoridades en el ejercicio de sus funciones, que no constituyen, sin embargo, por su índole misma, normas susceptibles de ser aplicadas directamente por la jurisdicción inglesa en la decisión de los conflictos entregados a su conocimiento. Puede decirse que realidades tan sustanciales como la soberanía del Parlamento o el sistema de gobierno parlamentario no tienen otro fundamento que el de significar "convenciones de la Constitución". Y, aun cuando Dicey pareció desconocerles valor jurídico, los tratadistas contemporáneos consideran, con razón, que gozan de gran valor y eficacia en el Derecho. Por su contenido no son, es cierto, reglas directamente aplicables en las contiendas entre partes, pero el pueblo inglés les ha dado plena fuerza para encauzar la vida pública. Piénsese en que, verbigracia, la obligación de dimitir para el Primer Ministro, a quien la Cámara ha negado su confianza, o su derecho de disolver el Parlamento de acuerdo con el Rey, son, simplemente, "convenciones de la Constitución".

Sobre tales bases, no se confunden pues las convenciones de la Constitución con las costumbres, porque mientras aquéllas tienen vigor en el campo del comportamiento de los poderes políticos, éstas pueden ser aplicadas por los tribunales. "Una costumbre en el derecho privado -explica un autor contemporáneo- es una regla de conducta que no ha sido todavía aplicada por los tribunales, pero que podría ser reconocida y confirmada por los tribunales si la materia llega ante ellos. Está basada en el uso, pero para que pueda ser reconocida por los tribunales como ley una costumbre debe ser: 1) mirada por los súbditos como obligatoria; 2) cierta; 3) razonable; 4) de inmemorial antigüedad, y 5) haber estado en continua existencia" (Hood Phillips, The Constitutional Law of Great Britain and the Commonwealth, pág. 19).

La Constitución consuetudinaria no tiene, pues, valor jurídico tan sólo por ser un conjunto de tradiciones, muchas de ellas pluriseculares, y en razón de su misma antigüedad, sino porque importa normas constantemente aplicadas, a las cuales se atienen los gobernantes en su actividad, y que los gobernados respetan e invocan en resguardo de sus derechos.

La Constitución consuetudinaria, en su esencia, no se distingue así de la Constitución escrita, y ambas encierran las normas de derecho que encuadran la estructura fundamental de la vida política de los Estados, responden una y otra al libre consentimiento del pueblo, manifestado ya cuando aprueba el texto de la Constitución escrita, ya tratándose de la constitución consuetudinaria, a través de la adhesión permanente de la voluntad de los gobernados expresada en las decisiones del electorado y en infinidad de otras actuaciones de conformidad (ver Burdeau, Tratado, t. 3, Nº 11 a 14).

Por lo demás, para que tengan valor jurídico, los hábitos políticos deben ser repetidos, duraderos y constantes, ya se atribuya ese valor, como sintetiza Prélot (ob. cit., Nº 96), a la mera duración pasiva creadora del derecho, ya, según la doctrina de Savigny, como expresión directa de la conciencia del pueblo; o como traducción de la voluntad divina en el pensamiento de José de Maistre, o, en fin, como reflejo de la relación material de las fuerzas sociales, como sostenía el socialista Fernando Lassalle.

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44. El sistema de las constituciones escritas. Las ventajas de las constituciones consuetudinarias -de general aplicación antes del fenómeno constitucionalista moderno- se refieren a la fiel y permanente concordancia entre la norma fundamental y la realidad llamada a regir; a la flexibilidad y agilidad de su contenido, siempre dispuestas a adaptarse a las necesidades cambiantes de los hechos sociales; a las modificaciones incesantes que experimentan, en fin, de modo consecuente con las propias alteraciones de la estructura social.

Pero esas mismas ventajas generaron, por exceso, la reacción que provocó el término del sistema allí donde había sido pervertido por el absolutismo, cuando la norma fundamental no presentaba más fijeza que la voluntad versátil del soberano, ni más ductilidad que la de su capricho, es decir, no lograba imponerse al gobernante ni garantizaba el respeto de los derechos de los súbditos.

Para salvar todos esos inconvenientes, a fines del siglo XVIII se recomiendan las constituciones escritas, cuyas raíces ideológicas e históricas se han recordado.

"Esta concepción reposaba sobre tres ideas -explica Esmein-; primeramente, la superioridad de la ley escrita sobre la costumbre era entonces reconocida en forma general; era necesario en consecuencia llevar a ella las reglas constitucionales más importantes. En segundo lugar, los hombres del siglo XVIII consideraban gustosos una constitución nueva dictada por la soberanía nacional como verdadera renovación del contrato social; era necesario, pues, redactar sus cláusulas en la forma más solemne y más completa. Pensaban, en fin, que las constituciones así redactadas proporcionarían excelente medio de educación política, que extendería con seguridad entre los ciudadanos el conocimiento y, al mismo tiempo, el amor de sus derechos. Es difícil negar que en este punto la experiencia y la historia les han dado razón" (Elementos, t. 1, págs. 564-565).

Documento escrito para establecer con claridad, certeza y precisión su contenido, a fin de convertirlo en instrumento eficiente cuando corresponda invocar y hacer efectivas sus disposiciones. Se terminarían así las vaguedades y las confusiones del pasado cuando era difícil conocer con exactitud cuál era la regla en vigor y su exacto significado.

El documento señala la norma fundamental no sólo por su principalidad e importancia normativa, en razón de su rango doctrinario, sino por su carácter de ley superior, de súper-ley, a la cual han de someterse y dentro de cuyas pautas deben dictarse todas las demás reglas que pretendan vigencia en el Estado.

El contenido de la preceptiva fundamental, vertido generalmente en un solo texto escrito, se presenta fijo y durable porque consagra la voluntad nacional de organizarse sobre las bases sentadas en él, que sólo pueden modificarse mediando formalidad que armonice con la expresión solemne revestida por el pacto constitutivo.

Las principales ventajas que se atribuyen generalmente a las constituciones escritas son:

1. Precisan la organización de las autoridades y el alcance de sus atribuciones, lo cual facilita el ejercicio de las facultades de la autoridad y el cumplimiento de sus deberes por los gobernados.

2. Proporcionan garantía a los gobernados de sus derechos, cuyo reconocimiento se les asegura, y se definen sus limitaciones, al tiempo que establecen los recursos de protección frente a los atropellos que puedan sufrir.

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3. Determinan las responsabilidades de los órganos de autoridad y señalan sanciones para el caso de violar sus obligaciones.

4. Contribuyen a la educación cívica de los ciudadanos, al permitir saber cada cual sus deberes para actuar en forma consecuente.

45. La esencia de la teoría de la constitución. Lo característico del fenómeno constitucionalista moderno no estriba, por lo tanto, en la mera existencia en el Estado de ley fundamental que fije su organización, realidad ineludible de todos los lugares y tiempos, ni aún en que la sociedad política tome conciencia de dicha realidad, muy anterior también a tal fenómeno, ni, en fin, en que se tracen en documentos escritos los rasgos de la ordenación básica.

La novedad e importancia del fenómeno constitucionalista se halla en la tendencia que se extiende entre las naciones de expresar solemnemente la voluntad de organizarse sobre los marcos que se precisan en documento escrito en que se determinan la estructura del Estado, sus órganos, los mecanismos del gobierno y las garantías de las libertades ciudadanas.

En el documento se contemplan con precisión el estatuto de los gobernantes y el ámbito de los derechos de los gobernados, con tal fuerza obligatoria que la actividad del gobernante y la de los individuos y grupos integrantes del Estado tienen que ceñirse a la pauta fijada en él.

La teoría de la Constitución ha sido desarrollada con profundidad desde el siglo pasado, pero, todavía con mayor hondura, en el presente.

La reflexión sobre el movimiento constitucionalista ha permitido, en efecto, no solo hurgar los antecedentes que lo desencadenaron, sino formular la crítica de la filosofía política que lo explica y sostiene.

Indudablemente, en el pensamiento dominante al tiempo de extenderse el fenómeno constitucionalista existía la convicción de que era posible discurrir especulativamente una construcción política, estampada en breves páginas, e imponerla a la observancia ciudadana para que se consiguiera moldear la vida colectiva según el trazado escriturado.

Definiendo este sentido racional normativo, "se concibe la constitución -explica Manuel García Pelayo- como un complejo normativo establecido de una sola vez y en el que de una manera total, exhaustiva y sistemática se establecen las funciones fundamentales del Estado y se regulan los órganos, el ámbito de sus competencias y las relaciones entre ellos" (ob. cit., pág. 30).

No podrá extrañar que esta manera de entender no sea unánimemente compartida.

Burke, en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, "desde la Carta Magna hasta la Declaración de Derechos -dice- ha sido siempre la constante política de nuestra Constitución la de reclamar y defender nuestras libertades como una herencia vinculada que llega a nosotros desde nuestros mayores para ser transmitida a nuestra descendencia. Es una condición peculiar y propia de este reino, sin ninguna otra clase de remisión a cualquier otro derecho más general o más antiguo" (págs. 92-93).

Hace más de un siglo (abril de 1862) Fernando Lassalle en conferencia que daba en Berlín, preguntándose: ¿Qué es una Constitución?, contestaba: "Los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder: la verdadera Constitución sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen; y las Constituciones

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escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión a los factores de poder imperantes en la realidad social" (ob. cit., pág. 41).

Sin embargo, las concepciones tradicionalistas o las sociológicas del fenómeno constitucional no logran desplazar el sentido de norma creadora de un orden con que se origina.

Como para Kelsen "lo específico de este objeto espiritual que llamamos Estado consiste en ser un sistema de normas" (ob. cit., pág. 18), una jerarquía de los distintos grados del proceso formador del derecho, "esta estructura jerárquica desemboca -según él- en una norma fundamental en la que se basa la unidad del orden jurídico en su automovimiento. Esa norma constituye la constitución en sentido lógico-jurídico, cuando instituye un órgano creador del Derecho. Y la constitución en sentido jurídico-positivo surge como grado inmediatamente inferior en el momento que dicho legislador establece normas que regulan la legislación misma. Sin embargo, la constitución, esto es, el hecho de constituir un orden jurídico estatal, fundamentando su unidad, consiste en la norma fundamental hipotética no positiva, que es lo que hemos llamado constitución en sentido lógico-jurídico, pues sobre dicha norma se basa el primer acto legislativo no determinado por ninguna norma superior de Derecho positivo" (Kelsen, íd., págs. 325-326).

Hermann Heller se manifiesta contrario al normativismo kelseniano, según el cual se reduce la constitución a un puro deber ser, tal como combate también el concepto de Carl Schmitt, el pensador del nazismo, quien ve en ella la decisión suprema, "el supuesto básico de todas las normaciones ulteriores". Heller desarrolla así su pensamiento: "Entendemos por organización la acción concreta de dar forma a la cooperación de los individuos y grupos que participan en el todo, mediante la supra, sub y co-ordinación de ellos. La constitución de un Estado coincide con su organización en cuanto ésta significa la constitución producida mediante actividad humana consciente y sólo ella... Toda organización humana perdura en cuanto constantemente renace. Su realidad actual consiste en la efectividad presente de la conducta de los miembros ordenada para la acción unitaria. Su realidad potencial tiene su expresión en la probabilidad relativamente previsible de que la cooperación entre sus miembros vuelva a producirse de modo semejante en el futuro. La configuración actual de la cooperación, que se espera se mantenga de modo análogo en el futuro, por la que se produce de modo constantemente renovado la unidad y ordenación de la cooperación, es lo que llamaremos Constitución en el sentido de la ciencia de la realidad... La Constitución permanece a través del cambio de tiempos y personas gracias a la probabilidad de que se repita en lo futuro la conducta humana que concuerda con ella. Esta probabilidad se asienta, de una parte, en una mera normalidad de hecho, conforme a la Constitución, de la conducta de sus miembros, pero además en una normalidad normada de los mismos y en el mismo sentido. Cabe, por eso, distinguir en toda constitución estatal, y como contenidos parciales de la Constitución política total, la Constitución no normada y la normada, y dentro de ésta, la normada extrajurídicamente y la que lo es jurídicamente. La Constitución normada por el derecho conscientemente establecido y asegurado es la Constitución organizada. Así como no pueden estimarse completamente separados lo dinámico y lo estático, tampoco pueden serlo la normalidad y la normatividad, el ser y el deber ser en el concepto de la Constitución... La Constitución normada consiste en una normalidad de la conducta normada jurídicamente, o extrajurídicamente por la costumbre, la moral, la religión, la urbanidad, la moda, etc. Pero las normas constitucionales, tanto jurídicas como extrajurídicas, son a la vez que reglas empíricas de previsión, criterios positivos de valoración del obrar... La Constitución real del Estado conoce ciertamente una normalidad sin normatividad, pero no, al contrario, una validez normativa sin normalidad" (Heller, ob. cit., págs. 267-271).

46. Debate sobre el concepto de lo constitucional. Diversas escuelas de pensamiento buscan precisar el sentido y alcance de lo constitucional; pueden agruparse en:

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a) Escuela histórica tradicionalista. Según la cual la constitución política consiste simplemente en el testimonio del legado del pasado en cuanto a las instituciones, hábitos y creencias colectivas relacionados con la dirección de la sociedad, ya que, según ella, lo que fue, el pretérito del grupo, su historia, determina fundamentalmente lo que en el momento es. El pensador alemán Savigny representa auténticamente este punto de vista.

b) Escuela sociológica. Para quienes siguen esta doctrina, la constitución resulta del reconocimiento de lo que es la realidad colectiva, en un momento de la convivencia social, el juego efectivo de los factores sociales reales del poder, como decía el alemán Fernando Lassalle (Qué es una Constitución, 1862), para quien tal juego determina sustancialmente lo esencial de las instituciones y de la dinámica política.

c) Escuela racional-normativa. Sus intérpretes sostienen que la constitución es la expresión de la voluntad colectiva, que deduce racionalmente los preceptos que han de encauzar el comportamiento de gobernantes y gobernados hacia la realización de las metas que ella decida. Los expositores franceses del constitucionalismo clásico, como Esmein o Carré de Malberg, pertenecen a esta escuela. El fenómeno constitucionalista se impone, sin duda, más profundamente con el triunfo de esta escuela racional-normativa.

d) Cada una de esas diferentes doctrinas no proporciona, considerada aisladamente, una explicación satisfactoria, porque, por ejemplo, hay muchos problemas que antes no existieron, de modo que el pasado no los presentó ni resolvió; aunque ha de considerarse sin duda que la realidad -lo que es en un momento dado- puede tener defectos que conviene superar; la constitución, por otra parte, puede importar expresión colectiva eficaz y provechosa si los preceptos que la concretan no son manifestación exclusiva de un querer accidental, sino debidamente razonado, aprovechando las experiencias históricas y tomando en cuenta los antecedentes de la situación social actual, para proyectar adecuadamente el marco fundamental del futuro.

La constitución está llamada a expresar, si seguimos los conceptos de Burdeau, la idea de derecho, que prevalece al tiempo de su promulgación, ponderando simultáneamente los factores que resultan tanto del pretérito del grupo como de su potencialidad presente y su vocación de futuro, y respetando, en todo caso, las bases permanentes que derivan de la naturaleza humana y de la razón de la existencia y fines de la sociedad política.

El sentimiento de la comunidad nacional contiene siempre una idea fuerza, de gran vigor dinámico, bajo cuyo impulso se den la convivencia y el progreso de la sociedad política.

47. Realidad constitucional y constituciones escritas; valor en éstas de las costumbres. Aun en el sistema de las constituciones escritas, de tal manera se impone su práctica sobre la letra de la ley fundamental, que a veces la realidad y el texto se diferencian apreciablemente, ya porque hay normas contempladas en el documento que no tienen efectiva aplicación; ya porque otras indudablemente vinculadas a lo esencial de la estructura institucional no están insertas en el articulado sino que se implantan en el desarrollo mismo del régimen político; ya, en fin, porque la significación de otras reglas, sin sufrir alteración literal, resulta, en el hecho, profundamente cambiada.

"Teniendo en cuenta el cambio fundamental que ha sufrido el papel de la constitución escrita en la realidad sociopolítica, se hace completamente necesario -dice Karl Loewenstein- un nuevo intento de clasificación. Para evitar la palabra existencial, tan de moda, este nuevo análisis se llamará ontológico. De acuerdo con esto, las constituciones podrán ser diferenciadas según su carácter normativo, nominal y semántico... Para ser real y efectiva, la constitución tendrá que ser observada lealmente por todos los interesados y tendrá que estar

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integrada en la sociedad estatal, y ésta en ella... Solamente en este caso cabe hablar de una constitución normativa: sus normas dominan el proceso político o, a la inversa, el proceso del poder se adapta a las normas de la constitución y se somete a ellas... Una constitución podrá ser jurídicamente válida, pero si la dinámica del proceso político no se adapta a sus normas, la constitución carece de realidad existencial. En este caso, cabe calificar a dicha constitución de nominal... Finalmente hay casos -que desgraciadamente se están incrementando, tanto en número como por la importancia de los Estados afectados- en los cuales, si bien la constitución será plenamente aplicada, su realidad ontológica no es sino la formalización de la existente situación del poder político en beneficio exclusivo de los detentadores del poder fáctico, que disponen del aparato coactivo del Estado... Este tipo se puede designar como constitución semántica" (Teoría de la Constitución, págs. 216 a 219).

A veces, en efecto, siguiendo a Loewenstein, se separa con amplitud la esfera de lo que es puramente nominal de lo que es real o vívido en las constituciones escritas, ya a causa del incumplimiento de algunos preceptos de la Carta, ya por reconocerse máxima jerarquía obligatoria a reglas no incorporadas a su texto. La Constitución chilena de 1925 establecía, por ejemplo, tribunales administrativos y asambleas provinciales, que el legislador no organizó, en tanto que, sin texto formal alguno, se entendía que Santiago era la capital de la República.

Con frecuencia se ha planteado este problema en la historia institucional de Chile. A pesar de que, desde 1874, las constituciones de 1833 y 1925, respectivamente, no parecían admitir la posibilidad de la aprobación por el Congreso de leyes de delegación legislativa, se vinieron a imponer con frecuencia éstas, suscitándose una y otra vez el debate pertinente hasta que vinieron a autorizarse de modo categórico por reforma de 1970 y luego por la Carta de 1980.

Surgió nuevamente el debate sobre el tema cuando correspondió al Congreso Pleno pronunciarse, en 1970, en atención a que en la elección presidencial de ese año ningún candidato obtuvo más de la mitad de los sufragios válidamente emitidos. En 1946, 1952 y 1958 dicho Congreso había proclamado a quienes alcanzaran la primera mayoría relativa. ¿Se había formado con ello una costumbre constitucional que prevaleciera contra texto explícito e impidiera posteriormente, por lo tanto, designar a quien recibiera la segunda o la tercera mayoría? No obstante la claridad del precepto constitucional y su indiscutible lógica democrática, las circunstancias políticas llevaron a la proclamación del señor Allende, que había conseguido la primera mayoría relativa. No podrá renovarse el debate bajo la Constitución de 1980, porque ésta da paso a una segunda vuelta en la hipótesis propuesta.

48. Hábitos políticos. Interesa considerar el alcance de la intervención de hábitos políticos en la práctica de una constitución escrita.

El problema no ha sido suficientemente planteado y resuelto, y pueden crearse por ello graves emergencias en el desarrollo institucional.

Cabe observar, desde luego, que las explicaciones que se dan al considerar el valor jurídico de la costumbre en una constitución consuetudinaria no pueden extenderse sin reserva cuando se analiza un régimen de Carta escrita.

Ahora bien, nada puede objetarse, aun dentro de éste, a la fuerza jurídica de la aplicación constante que no se oponga a los preceptos constitucionales o que supla una omisión guardada en ellos.

Por otra parte, como expresa Burdeau, "para saber qué valor jurídico debe reconocerse a la costumbre, importa primero distinguirla de las simples prácticas, es decir, de usos o hábitos que consisten en utilizar una u otra de las soluciones diversas que la constitución admite relativamente a una materia determinada (Laferrière, pág. 331). Para que haya costumbre no

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basta una repetición de precedentes, es necesario además que del hábito nazca una regla considerada como obligatoria" (Derecho Constitucional, págs. 53-54).

"Si al contrario, la práctica se establece contra legem, ¿puede admitirse -continúa Burdeau- que tenga el poder de derogar la ley? Teóricamente se impone una respuesta afirmativa, porque la costumbre no nace tanto de la violación de las prescripciones del texto como de la convicción de los gobernados en la existencia de la regla que expresa la costumbre. Ahora bien, esta convicción se relaciona con una regla actual, mientras que el texto que contradice es antiguo, luego la expresión más reciente del sentimiento jurídico debe prevalecer. Sin embargo, hay que observar que esta solución es puramente teórica porque si la distinción entre la violación de un texto (práctica contraria a sus disposiciones sin opinio juris que crea una regla nueva) y su derogación por la costumbre (práctica contraria unida a la convicción de establecer una norma de derecho) es sencilla desde el punto de vista especulativo, es infinitamente más delicada en el hecho. Todo criterio preciso falta y es justamente la incertidumbre que se produce en cuanto a la existencia de la costumbre lo que viene a limitar considerablemente la solución jurídica admitida más arriba" (íd., pág. 54).

49. Lo constitucional material y lo constitucional formal. Desde un punto de vista teórico, lo constitucional corresponde a lo que es realmente fundamental, o sea a los aspectos más importantes y trascendentales, atinentes al sistema del Estado, al régimen de gobierno y a las garantías cívicas. En doctrina se define, pues, lo constitucional conforme a su objetivo y a su propia naturaleza como lo que mira a la básica estructura del poder supremo. Es ésta la materia o substancia de lo constitucional. Tal es lo constitucional en el sentido material. "Por constitución en sentido material se entiende -dice Kelsen (pág. 330)- aquellas normas que se refieren a los órganos superiores (constitución en sentido estricto) y a las relaciones de los súbditos con el poder estatal (constitución en sentido amplio)".

En sentido formal o adjetivo, es, entre tanto, constitucional todo lo que se contiene en el cuerpo positivo fundamental, es decir, lo que, teóricamente principal o no, se inserta en el documento o documentos solemnes que lo integran.

La perfección técnica se halla en la coincidencia completa y cabal de ambas esferas de lo constitucional, y existe cuando el texto de la Ley Fundamental contiene exclusivamente normas que, a la luz de su examen racional, forman de modo indiscutible lo que cabe considerar como básico institucional.

Sin embargo, no siempre ocurre así en determinado sistema jurídico, ya porque no todo lo que en doctrina es constitucional está incorporado en el hecho a la letra de lo que formalmente tiene tal carácter, ya a la inversa, en razón de que muchas reglas que han sido adjetiva y procesalmente elevadas a dicho orden no revisten tan elevada jerarquía si se las analiza desde un punto de vista puramente especulativo, al margen de determinantes circunstanciales e históricas.

Cuando, por ejemplo, la Constitución de 1980 obliga al Presidente de la República a presentar el presupuesto anual a las Cámaras tres meses antes de la fecha en que debe empezar a regir, y ordena que rija su proyecto si el Congreso no lo aprueba dentro de sesenta días contados desde su presentación (art. 64), la historia de Chile, y no exclusivamente consideraciones teóricas, explican la incorporación de esos preceptos a la Ley Fundamental.

Esta diversidad de órbitas entre lo que es constitucional sólo en la esfera formal y aquello que lo es en sentido sustancial, lógicamente sólo se produce en las Constituciones escritas, desde que en las consuetudinarias únicamente la interpretación racional determina qué reglas del sistema jurídico tienen rango constitucional.

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La explicación de la existencia, en determinado Estado, de esa diferencia de campo entre uno y otro sentido de lo constitucional, se encuentra en que, de acuerdo con las fases del suceder histórico de una Nación, puede en ella adquirir primordial relevancia e interés un problema o aspecto que, desde un punto de vista especulativo general y permanente, no reviste teóricamente carácter básico, y a la inversa, una conquista trascendental pero definitivamente lograda e incorporada al acervo jurídico puede parecer inoficioso proclamarla expresamente mediante su introducción en la Ley Fundamental.

50. Constituciones sumarias y desarrolladas. Leyes orgánicas. Las constituciones se clasifican en breves o sumarias y en extensas o desarrolladas, considerándose del primer tipo si se limitan a incluir las normas de primordial importancia que substancialmente debieran coincidir con aquello que es en esencia lo fundamental, o si, entre tanto, contemplan, además, minuciosamente en detalle preceptos que doctrinariamente podrían dejarse a la precisión del legislador.

A menudo determinada Constitución participa simultáneamente en ciertos respectos de ambos caracteres, por ser breve y sintética en algunas materias, y amplia y desarrollada en otras. La mayor o menor pormenorización de ciertos puntos dependerá de factores circunstanciales vinculados a la experiencia política nacional que explican el especial relieve que se otorga a determinado aspecto de la organización de que se trata.

Los textos breves y sucintos pueden contribuir a la permanencia de la estructura fundamental, al permitir su más amplia adaptación a las circunstancias cambiantes de la vida colectiva, especialmente por la acción del legislador.

Sin embargo, las Constituciones resultan extensas con el afán ya de coartar la discrecionalidad del poder, ya de señalarle siempre nuevas tareas de bien general. En este último sentido, la evolución de la manera de entender el papel del Estado ha contribuido al crecimiento del articulado de las Cartas Orgánicas.

En Suiza ha concurrido también la circunstancia de prohibir la consulta popular en cuanto a la legislación ordinaria, puesto que ha llevado a incorporar al texto de la Constitución las reglas que el pueblo no quiere ver modificadas sin intervención suya.

Con frecuencia, los preceptos constitucionales confían al legislador la tarea de detallar, dentro del cuadro fundamental que fijan, determinados puntos. Son leyes que tienen el carácter de complementarias e integrantes de la Carta. Se tiende a denominarlas orgánicas, por su naturaleza, a convertirlas en una jerarquía normativa intermedia y a rodearlas de específicos requisitos formales.

51. Lo constitucional orgánico y lo relacional. La Ley Fundamental de un Estado debe comprender evidentemente lo normativo atinente a lo orgánico o institucional, fijar la composición y atribuciones de los distintos órganos y la esfera de competencia de cada autoridad o cuerpo. Sin embargo, lo institucional u orgánico no agota lo sustantivamente fundamental, porque el ordenamiento jurídico es inseparable del ideal de derecho que inspira su formación y del fin que, de acuerdo con él, busca realizar la actividad del Estado que se ordena.

Algunas Constituciones se reducen a incorporar puramente lo normativo de tipo orgánico, como, por ejemplo, lo hizo el texto primitivo de la Constitución de 1787 en Estados Unidos, o las tres leyes constitucionales francesas de 1875. Pronto en 1791 Estados Unidos introdujo las diez primeras enmiendas destinadas a incorporar las garantías constitucionales, y durante la Tercera República francesa (1875-1940) se sostuvo el valor jurídico de la Declaración de los

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Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En Chile los primeros documentos -Constituciones de 1811, 1812 y 1814- fueron de índole puramente organizativa.

La tendencia predominante en el constitucionalismo moderno ha sido más bien insertar en la Ley Fundamental, además de las reglas de organización institucional, tanto el reconocimiento y garantía de los derechos esenciales del individuo, tal como los proclamaba el liberalismo político, conforme a su fundamentación clásica, como también más tarde, a medida que se restablecía la concepción pluralista de la sociedad política, los derechos de esos cuerpos intermedios de cuya existencia había querido prescindirse, familia, gremios, regiones, partidos políticos, confesiones religiosas, etc.

Lo dogmático -vinculado a la esencia de la idea de derecho expresada en la Ley Fundamental-, y lo relacional -atinente a la posición de los gobernados y de los cuerpos intermedios frente al poder supremo del Estado-, se convierten, conjuntamente, en sus aspectos primordiales y sustanciales, en partes integrantes de la materia constitucional, y así se explica la mayor extensión adquirida por ésta en el sistema jurídico contemporáneo.

Incluso los textos de la época clásica del constitucionalismo, que pretendían omitir la expresión de los fundamentos dogmáticos o relacionales, no lograban, sin embargo, evitar toda referencia a ellos, definiendo, por lo menos, la naturaleza del sistema del Estado y del régimen de Gobierno y el titular de la soberanía.

Reducir lo constitucional nada más que al trazado de las instituciones públicas y de los órganos del Estado, para fijar su composición, competencia y atribuciones, omitiendo así, en la determinación de la preceptiva fundamental, señalar, asimismo, el cuadro básico del ideal de derecho perseguido por el constituyente, en cuanto a los fines que el Estado se propone y a las garantías, que otorga a personas y grupos que conviven en él, es aceptable sólo para quienes suscriben doctrinas, como la de Kelsen, que reducen el Estado a una jerarquía de normas jurídicas con realidad en sí, al margen de toda consideración de valor o de fin. Esta indiferencia axiológica y teleológica en que vanamente se pretende mantener al Estado convierte su Ley Fundamental en un simple aparato instrumental, de perfección puramente técnica, divorciado tanto de los fundamentos profundos que explican la racionalidad normativa como del contenido finalista de la regla en vigor.

Georges Burdeau combate enérgicamente el silencio de los textos constitucionales en cuanto al ideal de derecho que inspira, el cual por lo demás no puede menos de reflejarse en el mismo cuadro organizativo. Considera que omitir la inclusión de la Declaración de Derechos en el mismo documento falsea el sentido de la constitución, desconoce la verdadera significación del poder político e incita al pueblo a sublevarse contra la autoridad en nombre de los principios y a los gobernantes a violar los principios invocando la libertad que les es necesaria para gobernar (Droit Constitutionnel..., ob. cit., págs. 62-64).

Son los razonamientos que preceden el fundamento de que en la Constitución de 1980 se haya colocado un primer capítulo sobre las "Bases de la Institucionalidad", que busca justamente reconocer, en toda la extensión que le corresponde, el alcance de lo que cabe entender como sustancialmente constitucional.

52. Definiciones de Constitución política. Manifestaciones del debate en torno al alcance de lo constitucional se exhiben en la diversidad de las definiciones que de la Constitución dan los tratadistas. Para Maurice Duverger, ella es "el texto elaborado según procedimientos jurídicos definidos que reglamenta las instituciones políticas de un país" (Manual, pág. 190; Instituciones Políticas, pág. 218).

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Georges Burdeau mientras tanto, colocándose de lleno en el terreno de la incorporación a ella de lo que pertenece a lo dogmático y relacional, expresa que constitución es la "regla por la cual el soberano legitima el poder, adhiriendo a la idea de derecho que representa, y determina, en consecuencia, las condiciones de su ejercicio" (Traité, t. III, pág. 47).

Según Carlos Estévez es, en el mismo sentido, el "documento en el cual se consignan las normas que rigen la estructura del Estado, el régimen de Gobierno, las atribuciones de los poderes públicos y la garantía de los derechos y de las libertades de los ciudadanos".

"Sin pretender definir, tarea difícil y peligrosa -dice Gabriel Amunátegui-, podemos ver en la ley constitucional el estatuto fundamental que -al establecer las bases de la organización política, social y económica de un pueblo- condicione y subordine dentro del principio del ordenamiento jurídico, las distintas normas que reglamentan la vida colectiva" (Manual, pág. 54).

Para Luis Sánchez Agesta es "el derecho fundamental de organización" (ob. cit., pág. 332).

53. Contenido de las constituciones políticas. El contenido de una constitución escrita se ajusta de ordinario a las siguientes características:

Comienza generalmente con la fecha y otras circunstancias históricas relativas a su génesis, establecimiento y promulgación.

Siguiendo una tradición que se remonta a la Constitución de Filadelfia de 1787, es frecuente que en un Preámbulo el constituyente sintetice los principios doctrinarios que lo inspiran y el ideal jurídico que persigue la organización que va a establecer. De introducción de tal índole estuvieron precedidos los textos chilenos de 1814, 1818, 1822 y 1833. Así ocurrió también en numerosas constituciones francesas anteriores a las escuetas leyes constitucionales de tipo puramente organizativo de 1875, bajo cuyo imperio se debatió la fuerza jurídica del contenido de la Declaración de 1789. La Constitución de 1946 quiso seguir omitiendo en su articulado la reglamentación de las libertades públicas, pero aprovechó el preámbulo para reafirmar "solemnemente los derechos y las libertades del hombre y del ciudadano consagrados por la Declaración de 1789 y los principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República" y proclamó, además, otros principios políticos, económicos y sociales "particularmente necesarios en nuestro tiempo". Por el breve preámbulo de 1958, "el pueblo francés proclama solemnemente su adhesión a los derechos del hombre y a los principios de la soberanía nacional tal como fueron definidos en la Declaración de 1789, confirmada y completada por el Preámbulo de la Constitución de 1946". Se ha discutido el valor jurídico del contenido del Preámbulo y parece evidente reconocerle tal fuerza como integrante de la Carta Fundamental, algo diversa por su naturaleza a los preceptos del articulado, pero con evidente vigor en derecho como inspiración y guía de la acción de todos los órganos y de aplicación inmediata salvo en cuanto sus principios requieran de la concreción de reglas específicas.

Luego de esa parte introductiva sigue la ordenación numerada de los preceptos que se encaminan a los siguientes objetivos:

a) Proclamar las características fundamentales que resumen el ordenamiento que va a desarrollarse en el articulado subsiguiente: señalar el titular del poder supremo, carácter del Estado, régimen del gobierno, posición en el aspecto de las relaciones con la Iglesia y en la vida internacional, etc.;

b) Reconocer, precisar los límites y organizar la garantía de las libertades y derechos de los miembros de la sociedad política;

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c) Establecer los diversos órganos que ejercen las varias funciones del Estado, determinar su composición y forma de investidura, indicar la competencia, mencionar las atribuciones de que quedan investidos, etc. Indiscutiblemente este tipo de mandatos integra de modo insustituible lo típico de la ley fundamental, a tal punto que, si no se consigna en el documento, no podrá ser éste catalogado como Constitución Política, cualquiera que sea la importancia doctrinaria o cívica que revista;

d) Consagrar el procedimiento de reforma de la misma ordenación constitucional, y

e) Al final del texto, con numeración separada, contemplar disposiciones transitorias, encaminadas a adecuar las reglas permanentes a la realidad existente al comienzo de su vigencia, o a resolver los conflictos que se generen en la pugna de normas precedentes y aquellas que se están implantando.

La Constitución de 1980 impuso en Chile, a través de 29 reglas transitorias, una organización provisional que habría de regir hasta el 10 de marzo de 1990.

54. Diversidad del contenido sustancial de los preceptos constitucionales. Los preceptos constitucionales pueden ser de contenido imperativo, prohibitivo o permisivo, a los que puede darse el calificativo de pragmáticos, o revestir y traducir simplemente una aspiración del constituyente y, en tal caso, calificarse como programáticos, si proponen o definen metas u objetivos para su futura realización por el legislador u otro de los órganos de autoridad establecidos en la Constitución.

Si en principio no debieran crear graves problemas la interpretación y cumplimiento de las cláusulas imperativas, prohibitivas o permisivas de la Ley Fundamental, no puede sorprender que se originen dudas respecto de las cláusulas programáticas.

En relación con los preceptos que mencionen aspiraciones, surgen, en efecto, discrepancias en torno a si ellos constituyen meros requerimientos propuestos para la actuación de los órganos que tengan competencia para satisfacerlas -normalmente los colegisladores-, o si conforman contenidos cuya concreción puede exigirse directamente a la respectiva autoridad, o recurriendo para ello, si es necesario, a la intermediación de la magistratura judicial que ordene la adecuada actuación. Interpretar el alcance de tales normas en términos de entender que ellas mismas crean derechos subjetivos susceptibles de impetrarse de inmediato, contradiría, a nuestro juicio, la posición del constituyente, en cuanto éste no se atrevió a garantizar beneficios exigibles bajo el solo amparo de la letra de la Carta. Los derechos subjetivos reclamables ante la autoridad o jurisdicción pertinente vendrían a precisarse, a nuestro juicio, sólo una vez y del modo que determine de ordinario el legislador; con anterioridad a ello la norma constitucional podrá dar base, sin duda, a la formulación de iniciativas que se proyecten en el plano político para mover y, si corresponde, urgir aquellas decisiones que tiendan a concretar las metas propuestas por la Ley Fundamental.

PODER CONSTITUYENTE

55. Poder Constituyente: concepto y contenido. Se denomina Poder Constituyente la facultad que tiene todo cuerpo político de establecer su propia ley fundamental, de fijar, por lo tanto, todo lo que se refiere a lo esencial de la estructura de las instituciones llamadas a regir los intereses generales de la colectividad y a resguardar los derechos de los gobernados.

Dentro de tal concepción pertenece al Poder Constituyente la determinación de bases principales del ordenamiento de la sociedad política en cuanto consagra la estructura del Estado, establece el sistema gubernativo, determina la composición de los órganos llamados a

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ejercer las diversas funciones, la esfera y jerarquía de las competencias fijadas a las respectivas autoridades.

Integra, indiscutiblemente, además, el campo propio del Poder Constituyente el reconocimiento de las libertades y derechos de las personas y grupos integrantes de la sociedad organizada, como el sistema de garantías y de limitaciones que fija el estatuto de unos y otros.

Si el Estado no puede concebirse sin la existencia en él de un poder supremo que encauce y dirija la vida colectiva hacia el bien común, uno de los aspectos que contiene la soberanía es la facultad de trazarse el marco básico, el estatuto fundamental del mismo soberano. Tal es la función del Poder Constituyente.

La denominación de Poder Constituyente se explica tanto por la significación propia del término como por el afán de distinguirlo del conjunto de poderes, órganos, autoridades, cuerpos, llamados por aquél a desempeñar las distintas tareas que requiere la vida del Estado en su acción incesante. Son todos ellos los llamados poderes u órganos constituidos, nacidos y trazados de acuerdo con la voluntad manifestada por el constituyente.

Esta concepción del Poder Constituyente se precisó primero que nadie por Sieyès, para distinguirlo del Legislativo.

"Si nosotros queremos formarnos una idea justa de la serie de leyes positivas que no pueden emanar más que de su voluntad (de la nación), vemos, en primer lugar, las leyes constitucionales, que se dividen en dos partes: las unas regulan la organización y las funciones del cuerpo legislativo, las otras determinan la organización y las funciones de los diferentes cuerpos activos. Estas leyes son llamadas fundamentales, no en el sentido de que puedan llegar a ser independientes de la voluntad nacional, si no que los cuerpos que existen y obran gracias a ellas no pueden tocarlas ni violarlas. En cada una de sus partes la Constitución no es obra del poder constituido sino del poder constituyente. Ninguna clase de poder delegado puede cambiar nada en las condiciones de la delegación" (¿Qué es el Estado Llano?, págs. 147-148).

El Poder Constituyente fija los rasgos principales y permanentes del derecho prevaleciente en la sociedad política, importa la cristalización institucional del concepto predominante en el ambiente colectivo, por lo menos el que se impone en las fuerzas y sectores que se muestran capaces de hacer imperar su criterio y de expresar, con eficacia, su voluntad en lo relativo a la determinación de los cimientos estructurales de la ordenación colectiva.

El Poder Constituyente actúa de manera implícita en los países de constituciones consuetudinarias, donde se muestra continuamente, aunque de manera desprovista de formas características, la adhesión colectiva a una estructura institucional básica que se adapta incesantemente al devenir del grupo y se modifica de modo paulatino y evolutivo. Mientras tanto, el sistema de las constituciones escritas supone momentos de reflexión colectiva, en que se manifiesta la voluntad de fijar o de modificar la base fundamental del ordenamiento del poder político.

La potencialidad eficiente para precisar la norma jurídica de superior vigencia en la vida del Estado, a la que formal y sustantivamente han de ajustarse todas las demás reglas que le quedan subordinadas, reside en el Poder Constituyente. Este se reconoce desde el momento en que, como expresión del fenómeno constitucionalista, se distingue la ley fundamental de la ley ordinaria; la norma que fija primordialmente el estatuto del poder supremo, de las reglas que secundariamente rigen las distintas actividades del Estado.

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Encierra éste así lo más importante, la médula de la soberanía, lo esencial del derecho de autonomía que marca substancialmente la vida misma del Estado, aquello que, puesto en duda en su efectividad o coartado en su ejercicio, entraña desconocer la propia vida independiente de la sociedad política, desde que no puede ésta ser concebida como realidad ontológica si no dispone de función tan esencial.

Si el Poder Constituyente es inseparable del simple reconocimiento de la realidad del Estado, es porque emana, naturalmente, como un postulado ineludible, de la aceptación del hecho de la sociedad civil, del cual deriva la necesidad consecuente de la existencia de la autoridad que propende en ella a la obtención de su objetivo propio, y, en consecuencia, la posibilidad de dotarla de órganos habilitados para actuar en ejercicio de la autoridad y fijar sus esferas de competencias.

Se comprende que, si no puede pensarse sociedad sin autoridad, ni ésta privada de la aptitud de establecer su estatuto organizativo, la dilucidación del problema de quien tiene el Poder Constituyente se confunde con la primordial cuestión referente al titular de la soberanía o supremo poder de autonomía que reside en el Estado. Dependerá justamente, entonces, de la precisión del titular de la soberanía la determinación de quién es el poseedor de la función constituyente, principal atributo de aquélla; y así lo será el rey en las monarquías absolutas, la clase privilegiada en las aristocracias, la nación o el pueblo en las democracias, o resultará compartido entre los diversos beneficiarios del poder político en los regímenes mixtos, como son las monarquías constitucionales o parlamentarias.

56. Poder Constituyente Originario y Poder Constituyente Instituido. En el análisis del Poder Constituyente, puede distinguirse entre el órgano llamado a imponer el marco inicial y aquel que, una vez trazada la estructura fundamental, queda habilitado para introducirle las modificaciones que aconseje el curso de la vida colectiva. Al primero se le califica de Poder Constituyente Originario, y se reserva al segundo el nombre de Poder Constituyente Derivado, Constituido o más bien, Instituido, para no confundirlo con los llamados "poderes constituidos", u órganos que ejercen la autoridad, y que suponen la actuación previa del Poder Constituyente que los ha establecido y les ha fijado su campo de acción.

La distinción de esas dos formas que presenta el Poder Constituyente -atribuida por Sieyès a la Revolución Francesa (ver Esmein, t. I, pág. 573)- reviste importancia en el régimen de las constituciones escritas, ya que, tratándose de las consuetudinarias, actúa dicho Poder en todo instante, en su forma originaria, y es uno mismo el que, amoldando incesantemente la ley fundamental, la modifica y adapta a las variaciones que experimenta el suceder colectivo.

57. Límites del Poder Constituyente Originario. Ha de reconocerse siempre libre al Poder Constituyente Originario para imponer, sin cortapisas de ningún género, el estatuto político básico, en forma que satisfaga del modo más fiel y eficaz la idea de derecho dominante en el grupo. Esta idea se revela a través de los acontecimientos vinculados a la vida política interna del país o a la lucha internacional, determinantes de la coyuntura colectiva que se quiere encauzar mediante la dictación del documento constitucional.

Sin embargo, el carácter incondicionado e ilimitado que se reconoce al Poder Constituyente Originario se refiere tan sólo al aspecto puramente formal, procesal o adjetivo, en cuanto a que puede moverse con espontaneidad, no forzado por la vigencia de una regla obligatoria que le imponga el procedimiento, los requisitos y trámites a que haya de ajustarse para llegar a promulgar el documento normativo.

El Poder Constituyente Originario, en lo material o sustancial, está, entre tanto, lejos de poder moverse con total discrecionalidad y de dictar con absoluta arbitrariedad el contenido preceptivo de la ley fundamental, no sólo porque, si quiere hacer obra política seria y sólida,

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ha de implantar, como se dijo, la constitución que responda mejor al sentido del momento colectivo, sino porque la voluntad que transitoriamente prevalezca debe respetar las exigencias permanentes del fin propio de la sociedad política, los derechos de la persona humana y de los cuerpos intermedios que expresan su vida dentro del Estado, y los imperativos de justa ordenación que resultan de confrontar tales exigencias con las modalidades configurantes del momento histórico y del futuro que se desea regir mediante la ley fundamental que se dicta.

Si en el hecho el Poder Constituyente Originario prescindiera caprichosamente de antecedentes que escapan a su voluntad, su labor resultaría inaceptable, por injusta o ineficaz, en razón de no interpretar con fidelidad las ansias colectivas ni respetar debidamente las exigencias de la misma realidad social que pretende estructurar.

Para Duguit la regla de derecho es "una disciplina de hecho que la interdependencia social impone a todos los miembros del grupo" (Las transformaciones del Derecho Público, pág. 138). Kelsen disuelve el Estado en el derecho y lo transforma en la unidad de ordenamiento jurídico positivo cuya norma jerárquica superior es la Constitución, en cuanto instituye un órgano creador del Derecho, y en sentido jurídico positivo, establece reglas que regulan la legislación misma.

Tales planteamientos son profundamente equivocados. Se dice que el derecho sólo existe en el Estado y como no hay Estado si no impera una ley fundamental, la facultad de dictar ésta constituye un simple hecho, ajeno del todo al derecho. La verdad es, al contrario, que el ideal de derecho se forma al margen de la completa arbitrariedad de la propia conciencia colectiva, y es difícil reconocer más alta juridicidad que la revestida por aquel órgano apto cabalmente para configurar los rasgos básicos del ideal espontáneamente acariciado en el grupo humano que lo concibe.

El propio Heller, combatiendo a Kelsen, dice: "Un precepto jurídico puede herir, ciertamente, principios éticos del Derecho, pero nunca principios lógicos de constitución del derecho. Los principios éticos del Derecho a veces no autorizados por el Estado e incluso expresamente condenados, en ocasiones, por él, tienen, para la existencia de la Constitución del Estado, la máxima importancia, en parte por sí mismos, y en parte como complemento. Esos principios se caracterizan porque, careciendo de una concreción suficiente, no pueden encontrar aplicación como normas inmediatas para la decisión judicial, a pesar de lo cual, sin embargo, son imprescindibles en la constitución jurídica del Estado como normas sociales de ordenación, así como también en cuanto reglas interpretativas para la decisión judicial. La validez de esos principios es de naturaleza general y apriorística en parte, pero, con más frecuencia, es históricamente variable y depende del círculo de cultura correspondiente" (ob. cit., pág. 275).

La Constitución escrita será fuente, base y marco de todas las demás normas jurídicas positivas, pero está lejos de representar ella misma la regla con más vigorosa vigencia jurídica en el Estado, puesto que, todavía con mayor fuerza, se imponen al propio Poder Constituyente las bases de organización colectiva que derivan de la naturaleza y fin de la sociedad y del hombre en relación a las circunstancias cambiantes del cuerpo político cuyo porvenir desea orientar.

58. Formas de actuación del Poder Originario. En cuanto a la forma que reviste la actuación del Poder Constituyente Originario cabe admitir que, dada su índole, no se halla éste sujeto a normas jurídicas positivas previas de procedimiento, las que resultan prácticamente de la conjuntura histórica, y concretan de ordinario la teoría política dominante acerca del titular del supremo poder político.

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En doctrina puede decirse que tal facultad compete, en principio, al propio pueblo, porque si la autoridad es necesaria a la sociedad, y la naturaleza no ha establecido ningún órgano insustituible que sea su depositario nato, ha de seguirse que a la comunidad toda compete dictar el estatuto fundamental del poder supremo. Tal era la conclusión que se desprendía de las exposiciones del tomismo formuladas en plena Edad Media y luego de sus versiones en los pensadores de la Contrarreforma; la consecuencia de los postulados de la Escuela del Derecho Natural, cuyos filósofos concordaban en exaltar los derechos del individuo y en admitir la obediencia a la autoridad consentida libremente; el resultado, en fin, de las doctrinas contractualistas acerca de la formación de la sociedad que se expresan en las instituciones que nacen en la Revolución de 1789.

Las mismas corrientes legitimistas, que pretenden después salvar la monarquía, tienen que admitir, en la práctica, la pérdida del monopolio del Poder Constituyente en los Reyes, cuando éstos tanto se inclinan a fijar en un documento solemne las bases del ejercicio del mando, mediante las que se llaman cartas otorgadas, al estilo de la que concede Luis XVIII en 1814, como, todavía más claramente, cuando se ven obligados a compartirlo con el mismo pueblo, en pactos celebrados con éste, como el que se contiene en la carta de 1830: "Hemos acordado voluntariamente -decía en 1814 Luis XVIII- y por el libre ejercicio de nuestra autoridad real, concedemos y otorgamos a nuestros súbditos, en nuestro nombre y el de nuestros sucesores, y para siempre". Y, en 1830, "Luis Felipe, Rey de los franceses, hemos ordenado y ordenamos que la carta constitucional de 1814, tal como ha sido reformada por las dos Cámaras el 7 de agosto y aceptada por nosotros el 9".

Mientras tanto, el principio democrático se propaga ampliamente desde fines del siglo XVIII, como explicación del titular del Poder Constituyente. "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos -dice el texto de 1787-, ordenamos y establecemos la presente Constitución para los Estados Unidos de Norte América." "Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina... ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución, para la Nación Argentina" -dice el documento de 1853, de nuevo en vigor desde 1957.

Por otra parte, la forma misma de concreción de la voluntad popular asume caracteres diversos. La democracia directa, que se expresa a través de la discusión, aprobación y establecimiento de la ley fundamental en la asamblea de los ciudadanos, resulta impracticable.

Se imponen otros métodos; representantes escogidos por el electorado, ya los mismos encargados de la tarea legislativa ordinaria, ya otros especialmente convocados para acordar la ley fundamental, en nombre del pueblo acuerdan y establecen su estatuto básico. Según la primera forma, en Francia los Estados Generales, transformados en Asamblea Constituyente, dan origen en 1791 a su primer documento y se continúa esa tradición gala en 1792, 1848, 1875, 1946. El sistema norteamericano de Convenciones o Asambleas designadas con el propósito específico de acordar la Carta Fundamental, es generalmente practicado, y en Chile así nacen algunos de sus textos en el comienzo de la era republicana.

Se ha dado también el caso de que las potencias victoriosas ejerzan el poder constituyente originario para dar base al restablecimiento democrático, como sucedió, por ejemplo, en relación a la Ley Fundamental de 1949, acordada en Bonn por Estados Unidos, Inglaterra y Francia, que es la actual Constitución alemana.

La tendencia a dar a la democracia un carácter pronunciadamente directo, ha venido afirmando la práctica de la aprobación de las constituciones a través de una consulta inmediata al cuerpo electoral mediante un referéndum, que puede tener por objeto aprobar o ratificar el texto que se somete a veredicto popular. Así la actual Carta española (1978) se origina en la aprobación de la obra hecha por las asambleas legislativas, a las cuales se había otorgado facultad para preparar la Ley Fundamental.

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2. LA REFORMA DE LA CONSTITUCION

59. Formas de actuación del Poder Constituyente Instituido. El Poder Constituyente Derivado o Instituido supone, como se ha explicado, la previa existencia de una Ley Fundamental en que se señalen qué órganos y sujetos a cuáles requisitos se podrá modificar la estructura constitucional impuesta en la voluntad organizativa originaria inicial.

El estudio del Poder Constituyente Instituido equivale al de los diversos procedimientos de reforma de las constituciones.

Al prever un sistema propio para la modificación de las reglas contenidas en el documento, el Poder Constituyente Originario reconoce, por un lado, la posible imperfección de la obra que él ha hecho o, por lo menos, admite que más adelante el cambio de las circunstancias ponga de manifiesto o dé origen a disconformidades entre el estatuto orgánico y el ideal jurídico que más tarde prevalezca y, por otra parte, implica renuncia por parte de ese Poder Originario a actuar en el futuro del modo formalmente incondicionado en que él mismo operó, asumiendo la obligación de respetar, entre tanto, los procedimientos que instituye y de dejar actuar, para el efecto, a los órganos que determina.

Dentro de la lógica del pacto social se encontraba que sólo pudiera modificarse por la unanimidad de los asociados.

Sieyès combatió, en su estudio ¿Qué es el Estado Llano?, la posibilidad de dictar reglas destinadas a regir la expresión posterior de la voluntad nacional: "Un cuerpo de representantes extraordinarios suple a la asamblea de toda la nación... Este cuerpo de representantes extraordinarios reemplaza a la nación en su independencia de todas las formas constitucionales" (pág. 155).

Cítase sin embargo a Rousseau en sus "Consideraciones sobre el gobierno de Polonia" como uno de los primeros sostenedores del poder de reformar las Constituciones al expresar que va "en contra la naturaleza del cuerpo social imponerse leyes que no pueda revocar, pero no es contra la naturaleza ni contra la razón que no pueda revocar estas leyes, sino con la misma solemnidad que puso al establecerlas. He ahí toda la cadena que puede darse para el porvenir" (Esmein, I, pág. 571).

No siempre las constituciones incorporaron en sus textos reglas encaminadas a regir su revisión, ya porque ambicionaban realizar creaciones tan sólidas que se impondría por sus méritos su prolongada e indefinida vigencia, ya porque, conscientes de la amplitud e intensidad de la soberanía que ejercían, no concebían siquiera crearse trabas para su propia acción posterior. Así las constituciones francesas del año VIII y de 1814 y 1830, no señalaban ningún procedimiento de reforma, ni lo hacían tampoco las chilenas anteriores a la de 1828.

60. Límites a su ejercicio. ¿Puede, al dictarse la Constitución, imponer ésta límites al ejercicio posterior del Poder Constituyente?

Ha sido, desde luego, frecuente, que se fijen plazos que coarten la posibilidad de modificar antes de su vencimiento la ley fundamental recién dictada. Casi siempre que así se ha dispuesto, ha resultado ineficaz, como cuando en 1833 se cambia en Chile la Constitución de 1828, a pesar de que ésta preveía su reforma sólo en 1838 o, como cuando la argentina de 1853 se reforma en 1860 cuando era inmodificable durante diez años.

Otras veces se ha circunscrito sólo en ciertos aspectos la libertad de los reformadores. Así, por ejemplo, la ley de reforma de 14 de agosto de 1884 estableció en Francia que "La forma

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republicana de Gobierno no puede ser objeto de una proposición de reforma" e idéntica prohibición se consignó en el art. 95 de la Constitución de 1946 y aparece, con el Nº 89, inc. 5 en la de 1958. Análogo precepto figura en la Constitución de Italia de 1947 (art. 139). En la de Puerto Rico de 1952, se prohibía también "abolir su Carta de Derechos". En la de Brasil de 1946 no se admitían como objeto de deliberación proyectos tendientes a abolir la federación en la República (art. 217, § 6). En Alemania, conforme al art. 79 de la Constitución de 1949, está prohibida toda reforma que comprometa la organización de la Federación en Países, el principio de la participación de los Países en la legislación y los principios de los artículos 1º (dignidad de la persona humana y Derechos del Hombre) y 20 (Estado Federal, poder del pueblo, obligación del Legislativo de respetar la Constitución y del Poder Ejecutivo y de las jurisdicciones de respetar la ley y el derecho).

61. Alcance de las facultades del Poder Constituyente Instituido. Se plantea la cuestión doctrinaria acerca de si -en la hipótesis, que es acontecer corriente, de que guarde silencio la ley fundamental- puede aceptarse que, siguiéndose las reglas fijadas para su propia reforma, se introduzcan alteraciones tan sustanciales que importen el cambio de la esencia preceptiva del texto que se modifica.

El problema ha surgido en torno a lo que se ha calificado como de "fraude a la Constitución" con motivo de los sucesos contemporáneos al estilo de los que fueron actores Mussolini, Hitler o Pétain, quienes, revistiéndose de supremacía política, dentro de las apariencias de respeto formal a la ordenación vigente, alteraron y transformaron los aspectos más fundamentales de la organización política de sus países.

Georges Burdeau se decide enérgicamente por el rechazo de la hipótesis de admitir que, por vía de reforma constitucional, se sustituya lo esencial del orden consagrado en la propia Constitución que estableció el mecanismo de su reforma. El Poder Constituyente Originario no puede concebir que él mismo, titular de este máximo poder del Estado, renuncie para siempre a su ejercicio como tal y, si dicta normas para la modificación de los preceptos que aprueba, no puede admitir que, simplemente por medio de un proceso de reforma, se sustituya la esencia del ideal de derecho generador e inspirador del texto. El poder constituyente derivado no elimina ni se sustituye, pues, para siempre al originario; no puede atentar a la forma general de las instituciones, al espíritu del régimen político, ni aún a través de métodos de reforma que contemplen la consulta al electorado, al pueblo, al soberano, tal como está reconocido por el régimen político existente (ver Tratado, t. 3, Nº 95).

Tal conclusión parece imponerse más claramente cuando el mecanismo de reforma consagrado en el documento ni siquiera consulta necesariamente la intervención del electorado en el proceso modificatorio, puesto que así, sin consentimiento directo del titular de la soberanía, se cambiaría la base esencial del sistema político.

No obstante, esta conclusión sólo podría aplicarse tratándose de las escasas disposiciones, tan primordiales de suyo que corresponda calificar como las más fundamentales, distinción difícil de establecer en la práctica, pero que, por sí sola, revela la ventaja de que, en todo caso, o por lo menos en los aspectos que se declaren como más esenciales, se consagre obligatoriamente la intervención de la consulta popular.

Tal temor no es del todo imaginario y responde también a las inquietudes doctrinarias que abrigan quienes rechazan el completo voluntarismo de la ley positiva, y consideran, al contrario, que, por sobre su querer, y precisamente aún con mayor fundamento cuando se trata de la estructura básica del ordenamiento jurídico, están los superiores imperativos de la naturaleza de la persona y de la sociedad civil, cuya suerte no puede quedar entregada a las determinaciones irrestrictas del Poder Constituyente Instituido. Si ellas rigen incluso para

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aquel que se califica de Originario, con mayor razón deben reconocerse análogos límites al contenido de todo ordenamiento reformatorio.

Se explica, entonces, que no sólo determinados puntos se declaren intangibles por ciertas constituciones, sino que el art. 112 de la noruega de 1907 disponga, por ejemplo, que "las enmiendas no deberán contradecir jamás los principios de esta constitución y se limitarán siempre a modificaciones que no alteren el espíritu de sus disposiciones". En términos análogos se expresan las nuevas Cartas de los países alemanes posteriores a la Segunda Guerra Mundial (Burdeau, t. 3, págs. 253-256).

En cuanto a la extensión de las reformas, algunas constituciones prevén que pueda ser total, otras sólo consideran la posibilidad de modificación parcial, al paso que la mayoría guarda al respecto completo silencio. Numerosas Cartas consagran formas diversas de modificación para sus disposiciones más importantes, y así ocurre en la Constitución chilena de 1980 (art. 116 inc. 2º).

LOS DIVERSOS SISTEMAS DE REFORMA

62. Los diversos sistemas de reforma. En cuanto a los procedimientos que se contemplan para el ejercicio del Poder Constituyente Instituido, dependen en mucho grado también de la doctrina que prevalezca acerca de quién es depositario efectivo del poder político, y así, refiriéndonos exclusivamente a las democracias, cuando todavía queda huella en una nación del principio monárquico, se hará a éste participante del mecanismo de reforma; si se trata de un régimen estrictamente representativo, bastarán las determinaciones del Parlamento, siempre en contacto con el sufragio popular; convocándose a elecciones de congresales, donde se permite la disolución de la Cámara, antes o después de introducir algún cambio importante en la estructura fundamental del Estado; o se consagra el sistema de Convenciones constituyentes especiales; o se hace actuar en el procedimiento reformador a las asambleas legislativas dentro de ciertas mayores exigencias formales; o se pide la intervención directa del pueblo, ya para comenzar el proceso reformatorio, ya para sancionar el ya acordado.

Al considerar los diversos métodos de reforma constitucional se clasifican las constituciones en rígidas, o flexibles, mientras las innumerables formas mixtas o intermedias se incluyen entre las semirrígidas o semiflexibles.

Constituciones flexibles son aquellas que se modifican según las normas que se siguen para dictar cualquiera otra ley, y, siendo así, parecen no separarse sustancialmente de las consuetudinarias, y presentar muchas de las ventajas e inconvenientes de éstas.

Sin embargo, no cabe confundir del todo constitución flexible y constitución consuetudinaria.

En la idea de la flexibilidad está la facilidad de reformarse según los procedimientos de la ley ordinaria, sin que por ello deje de ser escrita, es decir, encontrándose siempre atestiguada por uno o varios documentos en forma de ley.

Mientras tanto, según ya se ha reiterado, la constitución consuetudinaria es el conjunto de reglas de distinta jerarquía normativa, jurisprudencia, usos y precedentes que se relacionan con el derecho fundamental de organización, usando los términos de Sánchez Agesta.

Se pone más de relieve esta distinción cuando se piensa que a la flexibilidad constitucional está vinculada la idea de la sencillez y rapidez de los cambios, en tanto es difícil encontrar un sistema institucional más estable que el inglés.

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El carácter más o menos rígido o flexible depende, pues, de la dificultad o facilidad con que es posible modificar la ley fundamental escrita.

Se estima necesario, dada la trascendental importancia de una Constitución, señalar ciertas formalidades orientadas a hacer factibles sus cambios sólo cuando parezcan responder a una exigencia profunda de la colectividad nacional y se ha dado a ésta la oportunidad de analizar con la debida tranquilidad y tiempo suficiente las alteraciones estatutarias que aconsejen las transformaciones del estado social, de manera de impedir las sorpresas y de evitar la prescindencia, al disponer los cambios, de los diversos factores que operan en el conocimiento y expresión del sentir colectivo.

Por otra parte, los requisitos que se prescriben para operar las reformas no deben se excesivos, por el riesgo de cerrar el paso a transformaciones indispensables para el perfeccionamiento colectivo en la justicia y el orden, cuanto por el peligro de hacer muy difícil o prácticamente imposible el respeto a las propias normas de revisión.

63. El sistema de reforma en Estados Unidos. La Constitución de Filadelfia dio el ejemplo inicial de una Constitución bastante rígida. Las reformas pueden proponerse o por los dos tercios de los miembros de las dos ramas del Congreso Federal o por una Convención Nacional a que cite el mismo Congreso cuando lo pidan las Legislaturas de los dos tercios de los Estados que integran la Federación. Las reformas, propuestas de uno u otro modo, deben ser ratificadas, también a elección del Congreso Federal, o por las tres cuartas partes de las Legislaturas de los Estados o por las tres cuartas partes de las Convenciones reunidas para este efecto en cada uno de los Estados.

Las 26 reformas hasta ahora promulgadas al texto de 1787 han sido acordadas por el Congreso Federal y 25 sometidas por éste a la ratificación de las Legislaturas de los Estados, ya que sólo la XXI (1933), que suprimió la XVIII (1918) sobre venta de bebidas alcohólicas, fue ratificada por Convenciones. La que pudo ser la XXVII (1972), que establecía -como se dijo- el principio de la igualdad entre los sexos, aprobada por el Congreso, no alcanzó la ratificación suficiente de los Estados.

Interpretando el texto constitucional, se ha estimado que los dos tercios se refieren al quórum necesario para sesionar; y que una legislatura que dio su voto favorable no puede retractarse más tarde, mientras a la inversa puede ratificar después de haber rechazado.

Formulando Corwin una apreciación general del sistema, manifiesta: "El Presidente de la Corte, Marshall, calificaba el mecanismo de reforma constitucional como pesado y engorroso (unwiedly and cumbrous). Sin duda que lo es, y el hecho ha tenido una importante influencia en nuestras instituciones. Especialmente ha favorecido el crecimiento de la revisión judicial, desde que ha impulsado a confiar a la Corte el cuidado de adaptar la Constitución a la variación de las condiciones. Lo que es más, tal mecanismo es, prima facie, al menos, altamente no democrático. Una proposición de enmienda puede ser agregada a la Constitución por 36 Estados que reúnan considerablemente menos de la mitad de la población del país, o puede ser rechazada por 13 Estados que contengan menos de la veinteava parte de la población del país" (ob. cit., pág. 177).

64. Suiza. La Constitución Federal de 1874 permite en Suiza en todo tiempo su reforma parcial o total.

La revisión total tiene lugar en la misma forma dispuesta para establecer la legislación federal; pero si una de las ramas de la Asamblea la decreta y la otra no consiente en ella, o, si 50. 000 ciudadanos la piden, se somete a la votación del pueblo suizo la cuestión de si debe o no

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procederse a ella, y, si el resultado es afirmativo, se renuevan ambas Cámaras para que practiquen la reforma.

La reforma parcial puede producirse por vía de iniciativa popular o en la forma establecida para la legislación federal.

La iniciativa debe emanar de 50. 000 ciudadanos con derecho a voto que pidan la adopción de un nuevo precepto o la derogación o modificación de determinados artículos de la Constitución en vigor.

Puede esa iniciativa popular estar concebida en términos generales o consistir en un proyecto articulado. En el primer caso, si lo aprueban las Cámaras, procederán a la reforma en el sentido indicado y someterán el proyecto a la adopción o rechazo del pueblo y de los cantones; si las Cámaras no lo aprueban, se somete la cuestión a la votación del pueblo y, si es afirmativo el voto de la mayoría de los ciudadanos, la Asamblea Federal procederá a la reforma, conformándose a la decisión popular. En el segundo caso, es decir, cuando la iniciativa se exprese en un proyecto articulado, si la Asamblea Federal lo acepta, se somete a la aprobación o rechazo del pueblo y de los cantones; si la Asamblea Federal lo rechaza, puede elaborar un proyecto distinto o recomendar al pueblo el rechazo del proyecto propuesto y someter a votación su contraproyecto o su proposición de rechazo al mismo tiempo que el proyecto de iniciativa popular.

Trátese de reforma total o parcial, no entra en vigor sino cuando la aprueba la mayoría de los ciudadanos suizos que tomen parte en la votación y por la mayoría de los Estados. El resultado de la votación popular en cada cantón es considerado como voto del Estado.

65. Italia. En Italia antes de 1947 regía el Estatuto de Cerdeña de 1848, ya que no se dictó ninguno especial al producirse la unidad italiana.

Como dicho Estatuto no contenía preceptos relativos a su posible reforma, se sostuvo por los tratadistas peninsulares que podía el Parlamento modificarlo mediante simples leyes. En el hecho, se dictaron leyes de carácter constitucional con prescindencia de toda referencia modificatoria del texto del Estatuto de Cerdeña. Así, a través de legislación ordinaria se organizó el Poder Judicial, se proclamó la ley de garantías al Papado, o se introdujeron los distintos sistemas electorales. Se explica, entonces, con tales antecedentes que cuando Mussolini se hizo cargo del poder no tuviera mayores problemas constitucionales y que sólo al final de su dictadura se preocupara él mismo de crear una nueva estructura institucional de acuerdo con los planteamientos del fascismo.

Conforme al art. 138 de la Constitución de 1947, las leyes de reforma y las otras leyes constitucionales se adoptan en Italia por cada una de las Cámaras después de dos deliberaciones sucesivas, separadas por un intervalo de tres meses por lo menos, y se aprueban por la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las Cámaras en la segunda votación. Se someten a referéndum popular cuando, en el plazo de tres meses contados desde su publicación, lo pide una quinta parte de los miembros de una de las Cámaras o 500. 000 electores o 5 consejos regionales. No se promulga la ley sometida a referéndum si no se aprueba por la mayoría de los votos válidos. No procede referéndum si se ha aprobado la ley en segunda votación por la mayoría de los dos tercios de sus miembros en las dos Cámaras.

66. Francia. En Francia -conforme a la ley de 25 de febrero de 1875- se daba paso a la reunión en Asamblea Nacional de las dos Cámaras si antes separadamente cada una de ellas había declarado que correspondía reformar las leyes constitucionales. Las decisiones debían adoptarse por mayoría absoluta de los miembros componentes de la Asamblea Nacional.

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La Constitución de 1946 establecía un procedimiento de reforma bastante complejo en que podían distinguirse tres fases: las dos primeras tenían por objeto precisar, con intervención de ambas Cámaras, primero el objeto de la reforma y elaborar después el proyecto respectivo, el cual se sometía finalmente a referéndum popular, tercera fase de que podía prescindirse en ciertas circunstancias (art. 90).

El mecanismo fue simplificado en la Constitución de 1958. La iniciativa de reforma pertenece o al Presidente de la República, a propuesta del Primer Ministro, o a los miembros del Parlamento. El texto debe votarse en términos idénticos por las dos asambleas. La reforma tiene carácter definitivo si se aprueba por referéndum, pero no se presenta a éste cuando el Presidente de la República decide someterlo al Parlamento, convocado en Congreso, en cuyo caso el proyecto no se considera aprobado si no reúne la mayoría de los tres quintos de los sufragios expresados. Ningún procedimiento de reforma puede ser iniciado o proseguido cuando atenta a la integridad del territorio (art. 89).

El general De Gaulle sometió en forma inmediata al electorado, sin haber requerido previa aprobación del texto por las Cámaras, la reforma destinada a hacer elegible al Presidente de la República en votación directa, cambio que fue aprobado por gran mayoría en las urnas (28 de octubre de 1962). Reclamada la irregularidad del procedimiento ante el Consejo Constitucional, éste se declaró incompetente (5 de noviembre). Tal irregularidad, que ha sido objeto de vivas polémicas, se basaba en que, para acudir al electorado, se invocó el art. 11 de la Constitución, conforme al cual se confiere al Presidente de la República, a proposición del Gobierno o de las dos Cámaras, el derecho a someter a referéndum "todo proyecto de ley que se refiera a la organización de los poderes públicos, que importe aprobación de un acuerdo de comunidad o tienda a autorizar la ratificación de un tratado que, sin ser contrario a la Constitución, tenga incidencia en el funcionamiento de los poderes públicos". No obstante, el Presidente De Gaulle, haciendo valer una vez más el art. 11, consultó de nuevo directamente a la ciudadanía, proponiendo el cambio de los departamentos por las regiones y la supresión del Senado (27 de abril de 1969; siéndole adverso el resultado del referéndum, se alejó del mando dos días después.

67. Alemania. Según la Constitución de Weimar, se podía ella reformar por la ley aprobada por los dos tercios de los miembros de la Cámara Baja (Reichstag) y por los dos tercios de los votos de la Cámara Alta (Reichsrat). Si después de esas aprobaciones un décimo de la población electoral requería que la medida se sometiera al pueblo, debía consultarse a éste y decidía, entonces, en favor o en contra, la mayoría de los votantes inscritos. Por otra parte, si la mayoría requerida en la Cámara Alta no había sido obtenida, se podía pedir que se sometiera al pueblo en la forma indicada (art. 76).

La Constitución de Alemania de 23 de mayo de 1949, en su art. 79, expresa que la ley fundamental no puede ser revisada sino por una ley que modifique o complete expresamente su texto con el voto de los dos tercios de los miembros de la Dieta Federal (Cámara Baja) y de los dos tercios de los votos del Consejo Federal.

68. España. La Constitución de la República Española de 1931 podía reformarse a propuesta del Gobierno o de la cuarta parte de los miembros del Parlamento. En ambos casos se señalarían concretamente el artículo o artículos que habrían de suprimirse, reformarse o adicionarse; se seguirían los trámites de una ley; requiriéndose el voto acorde con la reforma de las dos terceras partes de los diputados en el ejercicio del cargo durante los cuatro primeros años de vida del texto constitucional y de la mayoría absoluta en lo sucesivo. Acordada la reforma, quedaba automáticamente disuelto el Congreso y se convocaba a nueva elección para dentro del término de sesenta días.

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La Constitución española de 1978 dispone para su modificación un sistema interesante, que contiene aspectos novedosos. La iniciativa, como respecto de cualquiera ley, puede originarse en el Gobierno o en las Cámaras o a proposición de las Asambleas de las Comunidades Autónomas. Los proyectos deberán ser aprobados por tres quintos en una y otra Cámara, permitiéndose la creación de una comisión paritaria para lograr un acuerdo. Si no se hubiere producido tal acuerdo, y siempre que el texto obtuviere la mayoría absoluta del Senado, los dos tercios del Congreso (Cámara de Diputados) podrán aprobar la reforma; ésta será sometida a referéndum para su ratificación sólo si lo solicita una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras dentro de los quince días siguientes a la expresada aprobación. Se dispone un sistema diferente respecto de la revisión total o de una parcial que afecte las materias más relevantes que señala; consiste en que se procede primero a la aprobación del principio de la reforma por mayoría de los dos tercios de cada Cámara y luego a la disolución inmediata de las Cortes, de modo que las Cámaras después elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto; éste deberá acordarse por la expresada mayoría y, luego de aprobada la reforma por las Cortes Generales (formadas por ambas Asambleas), será sometida a referéndum de ratificación.

69. En los países iberoamericanos. Los Estados de América Latina han seguido en este aspecto los rasgos del constitucionalismo contemporáneo. Los procedimientos son diferentes si los Estados son unitarios o federales. Nos parece interesante dar a conocer los sistemas implantados en los textos vigentes de Venezuela, Colombia, Perú y Argentina.

La Constitución de Venezuela de 1961 ha pretendido introducir la novedad de distinguir entre enmiendas y reforma general de la Constitución, conceptos que no define, aunque en la Exposición de Motivos los parlamentarios que la informaron explican: "Según el criterio de la Comisión, la enmienda sería una reforma de artículos que permite dejar incólume el texto original o fundamental, una modificación sentida por la colectividad como consecuencia de cambios que en ella se realizan, pero que no llegan a tocar la integridad y lo fundamental del texto. En este sentido la expresión tiene valor tradicional y permite conservar la arquitectura constitucional de tal manera que ella siga vigente a los ojos del pueblo, dando la sensación beneficiosa de estabilidad. La reforma sería por el contrario cambio en lo más profundo del contenido de la Carta, modificaciones del espíritu mismo del Constituyente y su sustitución por otra nueva".

Las diferencias más importantes entre uno y otro procedimiento reformativo se refieren a:

a) Iniciativa. La de enmiendas provendrá de una cuarta parte de los miembros de una Cámara o de igual proporción de las Asambleas Legislativas de los Estados, en acuerdos tomados en no menos de dos discusiones por mayoría absoluta de los miembros.

La iniciativa de una reforma general deberá partir de una tercera parte de los miembros del Congreso o de la mayoría absoluta de las Asambleas Legislativas con el mismo número de discusiones y quórum. Se dirigirá al Presidente del Congreso, y éste convocará a las Cámaras a sesión conjunta para que sea admitida por el voto de las dos terceras partes de los presentes;

b) Discusión y aprobación.

La de enmienda se hará en sesiones ordinarias pero su tramitación continuará en las extraordinarias siguientes, en la Cámara donde se haya propuesto o en el Senado si lo fue por las Asambleas Legislativas, y se discutirá según el procedimiento establecido para la formación de las leyes.

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Mientras tanto, admitida la iniciativa de reforma general se comenzará a discutir en la Cámara señalada por el Congreso, y se tramitará luego según el procedimiento de formación de las leyes.

c) Ratificación o rechazo.

Las enmiendas se remiten por la Presidencia del Congreso a las Asambleas Legislativas para su ratificación o rechazo en sesiones ordinarias, a través de no menos de dos discusiones y pronunciándose la mayoría absoluta de sus miembros. Las Cámaras, celebrando reunión conjunta en sus sesiones ordinarias del año siguiente, escrutarán los votos de las Asambleas y declararán sancionada la enmienda en los puntos que hayan sido ratificados por las dos terceras partes de éstas. Las enmiendas serán numeradas consecutivamente y se publicarán sin alterar el texto anotando sólo al pie la referencia.

El proyecto de reforma general aprobado se someterá a referéndum en la oportunidad que fijan las Cámaras en sesión conjunta para que el pueblo se pronuncie en favor o en contra. El escrutinio se llevará a conocimiento de las Cámaras en sesión conjunta, las cuales declararán sancionada la nueva Constitución si fuere aprobada por la mayoría de los sufragantes de toda la República.

Tal es la síntesis de los arts. 245 y 246. Se completa el sistema con las prohibiciones de presentar de nuevo las enmiendas o reformas rechazadas en el mismo período constitucional; de aplicar a ellas el procedimiento de urgencia, y de objetarlas por el Presidente, quien está obligado a promulgarlas dentro de los diez días siguientes a su sanción (arts. 247, 248 y 249).

La Constitución de Colombia de 1991 señala que su reforma puede hacerse por el Congreso, por una asamblea constituyente o por referéndum (art. 374). La iniciativa de ley puede provenir del Gobierno, de 10 miembros del Congreso, del 20% de los concejales o de los diputados y del 5% del censo electoral. Aprobada en un primer período, se publica por el Gobierno y en el segundo período la aprobación debe ser por la mayoría de los miembros de cada Cámara sobre las iniciativas presentadas en el primero (art. 375). Mediante ley aprobada por mayoría de los miembros de una y otra Cámara, el Congreso puede disponer que en votación popular se decida si se convoca a una asamblea constituyente con la competencia, período y composición que la ley determine. Se entenderá que el pueblo llama a la asamblea si lo aprueba la tercera parte del censo; la asamblea deberá ser elegida por voto directo y quedará suspendida la facultad del Congreso de reformar la Constitución (art. 376). Deberán someterse a referéndum los actos legislativos de reforma constitucional que recaigan en los aspectos que la Carta determina, si lo pide el 5% del censo dentro de los seis meses siguientes a la aprobación del acto legislativo; se entenderá derogada la ley por el voto negativo de la mayoría de los sufragantes, si hubiere participado al menos la cuarta parte del censo (art. 377). Luego también, en las condiciones que señala, puede el Congreso someter a referéndum un proyecto de reforma en que los electores escojan libremente, en el temario o articulado, qué votan positiva y qué votan negativamente; se entenderán aprobadas las reformas que cuenten con más de la mitad de los sufragantes y éstos excedan de la cuarta parte del censo (art. 378).

En el Perú, la Constitución de 1993 establece que la Carta puede reformarse por acuerdo del Congreso (únicamente), si reúne mayoría absoluta del número legal de sus miembros y se ratifica en referéndum; éste puede omitirse si obtiene voto favorable de dos tercios en dos legislaturas extraordinarias sucesivas. La ley de reforma no puede ser observada por el Presidente y su iniciativa corresponde a éste, a los congresales y al 0,3% de la población electoral.

Las circunstancias extraordinarias en virtud de las cuales se declarara en 1957 vigente la Constitución de Argentina de 1853, con sus reformas posteriores, excluyendo la de 1949, han

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sido explicadas o criticadas, según el punto de vista de sus comentaristas (por ejemplo, en favor, Juan A. González C., ob. cit., págs. 34-38; César Romero, Estudio, ob. cit., págs. 158-162; en contra, Pablo A. Ramella, ob. cit., págs. 658-662).

Pues bien, el art. 31 de la Constitución de 1853 dispone que "puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes. La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de las dos terceras partes, al menos, de sus miembros, pero no se efectuará sino por una Convención convocada al efecto".

La letra del precepto ha dado lugar a algunas dudas. ¿La declaración del Congreso se hace o no mediante ley? La importancia de la respuesta estriba en la posibilidad de admitir a su respecto el veto presidencial. Algunos sostienen que la declaración no es ley (v. gr., González Calderón, ob. cit., pág. 32), otros que lo es (Ramella, ob. cit., págs. 24-25). ¿Qué significa el quórum constitucional? Una simple referencia a los presentes sostienen unos comentaristas (Ramella, ob. cit., págs. 26-27); mientras, por otro lado, se interpreta como alusión al "total de miembros existentes en cada Cámara en el momento en que la reforma se decide" (González Calderón, ob. cit., pág. 32). Sobre el punto en que no hay discrepancias es tocante a que la Convención sólo está facultada para establecer modificaciones en aquellas materias que han sido declaradas reformables por el Congreso (ver González Calderón, ob. cit., págs. 32-34; Ramella, íd., pág. 27).

La reforma de 1994, dando un nuevo texto a la Carta, mantuvo exactamente, ahora como art. 30, el procedimiento de reforma ya descrito.

70. Sistematización de los diversos mecanismos de reforma. Conocidas la variedad y complejidad de los sistemas de reforma constitucional, se manifiestan algunos rasgos generales:

a) Desde el punto de vista de la reformabilidad, hay documentos que guardan silencio al respecto, otros la rechazan en absoluto, algunos la restringen sólo en determinados aspectos, por excepción se admite la reforma total, y generalmente se contempla la posibilidad de modificación parcial;

b) Considerando la organización del Estado que consagra la ley fundamental, cuando incide en un ordenamiento federal, las fórmulas son más prolijas para resguardar la intervención de las secciones integrantes del Estado compuesto, ya en la formulación de la iniciativa, ya en la aprobación o en la ratificación;

c) También influye la forma de gobierno, según sea estrictamente representativa o semidirecta su democracia. En las Constituciones de los gobiernos puramente representativos, o no se llama en ningún momento al electorado, o la intervención popular, cuando se admite, es indirecta, manifestada en la elección de las asambleas legislativas ordinarias, estando por su publicación oficial ya en conocimiento de una mera declaración de reformabilidad, ya de un proyecto definido. Hay ordenaciones en que la única expresión de democracia semidirecta se establece precisamente en materia de modificaciones constitucionales. Las aplicaciones semidirectas se refieren a la administración de la iniciativa popular sobre la declaración de reformabilidad o sobre bases de modificación, concretadas o no en artículos; o en referéndum, ya de consulta, ya de ratificación;

d) Diversidad de trámites se consagran, según sea total o parcial la reforma que se propone o la índole de las materias o preceptos en que puedan recaer;

e) Son diversos los órganos que intervienen en el proceso. En algunos sistemas son los mismos poderes constituidos, en actuación normal o con algunos requisitos especiales en cuanto a

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mayorías, plazos, pluralidad de debates y aprobaciones reiteradas en más de una legislatura o período legislativo. O se constituyen órganos especiales como la reunión de las dos ramas legislativas en un solo cuerpo o una Convención especial o Asamblea Nacional Constituyente;

f) Numerosos documentos diferencian dos fases: la declaración de reformabilidad y la determinación misma de las modificaciones que se efectúan. Donde se consagra tal distinción, los cambios tienen que referirse exclusivamente a las materias y dentro de los límites señalados en la declaración de reformabilidad;

g) En resumen, los elementos de reglamentación recordados se combinan para distinguir en el proceso modificatorio las siguientes etapas generales:

1) Iniciativa. Se da derecho a ella generalmente a los miembros del Parlamento, fijándose una proporción de ellos; no siempre se otorga al Ejecutivo, a veces al electorado. La iniciativa puede o no ser articulada;

2) Discusión y acuerdo. Se confía comúnmente a las Asambleas legislativas o a las convenciones especiales, y se exigen elevados quórums para tenerlas por aceptadas. El acuerdo puede acarrear la disolución de las Asambleas como en Noruega y Suecia o en la española de 1931;

3) Aprobación. Se prescribe consulta previa o ratificación del electorado;

4) Sanción. No siempre se contempla la necesidad de la sanción del Jefe del Estado y la facultad de éste de vetar en alguna fase de la tramitación, y

5) Promulgación. De ordinario se confía al Jefe del Estado, pero algunos textos la encargan al Parlamento.

3. LA SUPREMACIA CONSTITUCIONAL

71. Significado del concepto. Para que la supremacía de la Constitución no sea un principio puramente doctrinario, y alcance efectiva vigencia, el sistema jurídico que pretende sostenerla debe proporcionar conjuntamente los medios de imponer su respeto, es decir, de lograr que el movimiento de toda actividad que se desarrolle en el Estado, ya se realice por los órganos de éste o por los miembros de la sociedad política, se produzca dentro de las bases sentadas en la ley fundamental.

La vulneración de la supremacía constitucional puede, en efecto, provenir de un cuerpo o persona revestidos de autoridad pública o de cualquiera de los integrantes de la sociedad política, y, desde otro aspecto, ya atropellar el cuadro organizativo trazado en la ley fundamental, que determina la composición de los órganos, su respectiva esfera de competencia y los trámites que ha de cumplir en su gestión, ya infringir la sustancia del ideal de derecho que la Constitución pretende traducir y afirmar, y las garantías de libertad e igualdad y demás derechos que asegura a los asociados. "Los preceptos de esta Constitución -dice la chilena de 1980- obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos (los del Estado) como a toda persona, institución o grupo" (art. 6º inc. 2º).

Al realizar las diversas funciones que concurren al cumplimiento de los objetivos propuestos al poder público, los órganos de variada índole a que están confiadas esas tareas pueden actuar dentro o fuera de la ley fundamental. Tradicionalmente se ha puesto de relieve que las más típicas de dichas funciones son dictar la norma jurídica, ejecutarla y resolver las contiendas que se produzcan, y es indispensable que el régimen jurídico provea la forma de lograr que en el desempeño de dichas tareas, tal como de las otras que se realizan en el seno del Estado, se

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cumpla la ley fundamental. Sin embargo, entre tales funciones, el constitucionalismo ha dado especial importancia a la de legislar, en virtud de las razones doctrinarias e históricas que reiteradamente se han hecho notar, y, por tal motivo, el enjundioso problema de la supremacía constitucional se lo refiere habitualmente de modo especial a la hipótesis de la conformidad o disconformidad de la ley a la regla fundamental, dejándose, en general, a la determinación del legislador o de la magistratura el control preventivo o represivo de la constitucionalidad de las normas de rango inferior.

Por otra parte, la oposición de todo acto o norma que genere efectos jurídicos puede provenir ya del atropello al marco institucional, si interviene autoridad mal constituida o incompetente o fuera de su ámbito o sin sujeción a las formas y requisitos que deben rodear su gestión, ya de la pugna sustancial de la actividad o regla con el ideal constitucional o con el estatuto fundamental de derechos y obligaciones de los gobernados. En el primer orden de situaciones, se dice que la inconstitucionalidad es de forma, en el segundo, que es de fondo.

Consecuencia evidente de la supremacía constitucional es que todas las normas jurídicas cuya vigencia se disponga han de conformarse sustancial y formalmente a ella y que, por lo tanto, carecen de todo valor si pugnan con la carta. Tales postulados pueden afirmarse expresamente en el texto de las leyes fundamentales y así la reciente Carta de la Federación Rusa, de 12 de diciembre de 1993, en su art. 15, dispone que ella tiene valor jurídico superior, acción directa y aplicación en todo el territorio.

72. Medios políticos. Los medios imaginados para asegurar la supremacía constitucional son de tipo político o de tipo jurídico.

Tanto las autoridades y órganos del Estado como los gobernados están obligados evidentemente a considerar en todo momento la necesidad de servir el ideal constitucional y de hacerlo dentro de su armazón organizativa, e incluso deben velar por que éstos tampoco lleguen a olvidarlo. El imperioso deber de guardar y de hacer guardar la Constitución es, por tal motivo, materia del juramento que incluso su propio texto se preocupa de exigir al tiempo de iniciarse el desempeño de las más altas funciones del Estado.

Se cuenta para ello también, por lo menos en toda democracia auténtica, con el concurso de la opinión pública, siempre manifestándose en adhesión o crítica, uno de cuyos principales motivos de inspiración tendrá que ser el afán de cristalizar el contenido normativo e inspirativo de la ley fundamental. En la fuerza de la opinión pública más que en la acción de cualquiera otra autoridad u órgano, confiaba en su etapa inicial la Revolución de 1789, cuando decía, por ejemplo, la Constitución de 1791 (art. 8, tít. VII) que la Asamblea Nacional Constituyente "entrega su depósito a la fidelidad del Cuerpo Legislativo, del Rey y de los Jueces, a la vigilancia de los padres de familia, a las esposas y a las madres, al afecto de los jóvenes ciudadanos, al valor de todos los franceses". En el documento promulgado el año III (1795) es el mismo pueblo francés quien manifiesta directamente análoga esperanza (art. 377).

Pueden concebirse otras formas de asegurar la supremacía constitucional más enérgicas y eficaces que las indicadas, como son el derecho de resistencia a la opresión desencadenada por el poder o el de insurrección que se organice con el propósito de liberarse de los gobernantes que atropellan el estatuto que fija la forma y contenido de su acción. No es necesario desarrollar en este lugar problemas tan trascendentales de filosofía política, pero basta observar aquí siquiera que remedios tan extremos sólo pueden considerarse juzgando sus riesgos en casos gravísimos ante actitudes insoportables de violación ineludible de la justicia natural y después de haber usado vanamente los resortes normales, y no resultan verosímiles en una democracia efectiva en que la opinión pública ha de mostrarse en condiciones de prevenir por diversos medios la ocurrencia de situaciones tan tensas.

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73. Medios jurídicos: órgano facultado. Los medios de forzar la supremacía constitucional calificables de políticos tienen las ventajas y los inconvenientes de los de su rango, y resultan así apasionados, inoportunos, excesivos, imprecisos, quizás prontos y expeditos.

Cuando sea evidente e intencionada la infracción constitucional, podrá hacerse efectiva la responsabilidad funcionaria de carácter civil o penal o podrán perseguirse los delitos cometidos por particulares.

No siempre aparecerá, sin embargo, abierta e indiscutida la contradicción entre el comportamiento de la autoridad o el contenido de la norma jurídica, por un lado, y el formalismo o sustancia constitucional, por otro, sino que a menudo su apreciación, en presencia de posturas discrepantes y argumentaciones divergentes, requerirá especial consideración de las circunstancias y apreciación racional, y muchas veces técnica, de la fundamentación de los actos o reglas incriminados.

Ya Sieyès en su libro ¿Qué es el Estado Llano? (Qu?est-ce que le Tiers Etat?) planteaba en el histórico 1789 la carencia de facultad en los representantes ordinarios de una nación de sobrepasar los límites señalados en la ley fundamental, y, cuando se preparaba la Constitución del año III (1795), pedía un Jury Constitution o, para afrancesar un poco el vocablo, y distinguirlo en su sonido del de jurado, un Jurie Constitutionnaire. Lo que pido es un verdadero cuerpo de representantes, con misión especial de juzgar las reclamaciones contra todo atentado que se hiciera a la Constitución..." (Burdeau, t. 3, pág. 369).

Sin embargo, tales ideas no cundieron en Francia, dominada entonces por la exaltación del dogma de la soberanía de la ley y de la ilimitación de facultades de los representantes populares encargados de formularla.

Fue, pues, cuestión muy debatida en la misma época que contempló la instauración del constitucionalismo, la de si conviene o no la creación de un órgano llamado específicamente a velar por el respeto de la Carta Fundamental.

Quienes rehusaron su implantación lo hicieron imbuidos en el concepto de la soberanía del Parlamento como exclusivo personero de la nación. Aceptar que un órgano ajeno al Congreso apreciara el cumplimiento o infracción de la regla suprema era admitir no sólo la posibilidad doctrinaria de que las asambleas electivas disintieran de la voluntad nacional, sino resignarse a que el órgano que recibiera tal función se colocara en superioridad respecto del Parlamento. En el fondo, como puede verse, bajo la influencia inglesa, triunfaba en 1791 y en 1793, más que el constitucionalismo, el principio de la soberanía parlamentaria y el de la constitución consuetudinaria, y no es de extrañar por eso que las Cartas de 1814 y 1830 no contemplaran medio alguno para su reforma y pudieran modificarse como las leyes ordinarias. Dejar en el propio Congreso la misión de determinar la conformidad o desacuerdo de una norma aprobada por él mismo con la ley fundamental equivale a no consagrar efectivamente la supremacía constitucional.

74. Si el órgano debe ser de tipo político o de tipo judicial. Admitida la ventaja de confiar a un órgano del Estado diverso del Parlamento la función específica de velar por el mantenimiento de la supremacía constitucional, puede luego dudarse acerca de si para tal misión se ha de preferir autoridad o cuerpo de tipo político o de tipo judicial.

Poderosas razones se aducen en favor del primer término de esa alternativa. Difícilmente se concibe tarea más hondamente vinculada con el manejo del bien general de la colectividad que precisar si cierto acto o determinada norma se ajustan al ideal jurídico descrito en el texto fundamental, ni materia ordenativa de mayor trascendencia que juzgar si una regla de derecho cabe dentro de la pauta constitucional.

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El riesgo de confiar la definición de materia tan trascendental a un órgano de carácter político es evidente, porque sus decisiones no alcanzan verdadera eficacia o se transforma el órgano que las dicta en jerarquía de la más alta autoridad en el Estado, justamente por la máxima relevancia de esa función.

La experiencia parece abonar tal conclusión. El documento expedido en el año VII de la Revolución (1799) confió al Senado Conservador la atribución de mantener o de anular todos los actos que le denunciaban como inconstitucionales el Tribunado o el Gobierno (art. 21). Fue paradójicamente por medio de senado-consultos como se entronizó el consulado vitalicio y luego el imperio del primer Napoleón. La Constitución de 1852, manejada por Napoleón III, también elevó al Senado a guardián del pacto fundamental y de las libertades públicas. Debía oponerse a las leyes contrarias o atentatorias a la Constitución y reglar por senado-consulto lo que no estaba previsto en ella y que fuera necesario a su marcha.

Para preferir un órgano de tipo jurisdiccional se dan poderosas razones, sobre todo, el examen de la eventual oposición de determinada regla de derecho con la ley fundamental reviste el carácter de un conflicto de leyes y la determinación de la jerarquía normativa cabe dentro de la apreciación que comúnmente deben formular los tribunales en la solución de los casos sometidos a su conocimiento y fallo. En tal sentido, un órgano de tipo judicial aporta una preparación técnica que le facilita definir, con mayor competencia y experiencia, la cuestión de constitucionalidad. Por otra parte, cabe esperar de los magistrados la imparcialidad, serenidad y objetividad habituales en su ministerio y un fallo al margen de las pasiones e intereses del momento.

En Francia no se han podido vencer las resistencias a implantar un sistema de control de la constitucionalidad de las leyes a cargo de la magistratura ordinaria, a pesar de que el tema ha apasionado sobre todo desde que se publicara en 1921 el libro de Eduardo Lambert: El Gobierno de los jueces.

Esmein sostenía que, dentro de las leyes de 1875, no existía límite a la acción del legislador y daba cuenta de que Duguit, que compartía esta opinión, en la edición de 1918 suscribía la tesis norteamericana de que los jueces están encargados de establecer la jerarquía normativa (v. Esmein, t. 1, p. 598).

Aún ahora algunos tratadistas galos mantienen la misma resistencia: ver. Burdeau: Tratado, t. 3, págs. 431 y sgts.; Derecho Constitucional, pág. 87.

Sin embargo "es el sistema más lógico" para Duverger (Institutions Politiques, pág. 224). "En buena lógica no se ve ninguna razón que prohíba al juez pronunciarse sobre una ley en contradicción con la ley constitucional", sostiene Prélot (Instituciones, pág. 201; lo mismo, Vedel, pág. 122).

Los riesgos que se afrontan al inclinarse por esta fórmula no escapan ni siquiera a sus propulsores más entusiastas. El principal se halla precisamente en el peligro de que, no obstante toda las garantías teóricas, en el hecho, el órgano jurisdiccional inspire su determinación en un sentido político, fácil de adoptar cuando se ejercita una facultad de tan alta trascendencia colectiva, porque, si eso ocurre, el tribunal de lo constitucional asume tan alto y eficaz poder que puede convertirse en el superior gobernante, y transformar el régimen político en un gobierno efectivo de los jueces que participan del ejercicio de facultad tan primordial, cuando no han sido realmente llamados ni se han organizado para tomar a su cargo la máxima dirección colectiva.

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Es útil señalar desde ahora que, para prevenir tal desnaturalización de la magistratura judicial, cuando se confía a órganos jurisdiccionales el control de la constitucionalidad se introducen, como veremos, diversas garantías, de mayor o menor eficacia.

El control jurisdiccional de la constitucionalidad puede estar, como en la mayoría de los países, consagrado de modo explícito en la Constitución o bien presentarse simplemente como resultado de las prácticas políticas y de la mera interpretación de las bases del sistema jurídico. Esto último sucedió en Estados Unidos, y los textos hoy vigentes que lo implantan en otros Estados son posteriores al que defendió la Corte Suprema Federal y se han inspirado en éste.

Dicho control puede aplicarse exclusivamente a las leyes o a otras formas de la actividad jurídica del Estado. Cabe reconocer que los estatutos básicos se preocupan especialmente de la constitucionalidad de las leyes, y no de la conformidad de los demás actos de la autoridad pública, en razón de la mayor jerarquía de aquéllas en el ordenamiento jurídico, porque también a través de la legislación pueden cometerse los más graves atropellos al marco fundamental, y en fin, debido a que los demás actos o disposiciones de autoridad pueden ajustarse con mayor facilidad a la regla suprema dentro del juego normal de los resortes del poder político, de la influencia que ejerce una opinión pública activa e ilustrada y, asimismo, de la eficacia de las sanciones penales.

La actuación del órgano jurisdiccional podrá producirse antes del perfeccionamiento de la norma jurídica o bien después de promulgada y vigente ésta, es decir, asumir ya el rango de un resorte puramente preventivo, ya el de un método represivo que funciona a posteriori, una vez en vigor la ley tachable.

75. Variedad de alcances del control jurisdiccional y sus efectos. El control jurisdiccional represivo puede ejercerse a su turno con diverso sentido si declara la ineficacia erga omnes de la norma tachada o si tan sólo prescinde de sus efectos para la solución del conflicto sometido a su conocimiento; y, desde otro punto de vista, el órgano puede tener facultad para pronunciar la inconstitucionalidad de forma, la de fondo, o ambas.

76. La prevención de la inconstitucionalidad de las leyes: los sistemas franceses. La prevención de la inconstitucionalidad presenta los rasgos más característicos en los documentos franceses posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Dentro del título consagrado a la reforma de la Constitución se incluyó en 1946 la creación de un Comité Constitucional, encabezado por el Presidente de la República e integrado por los Presidentes de ambas Cámaras, por siete miembros elegidos por la Asamblea Nacional a base de representación proporcional y fuera de sus integrantes, y por tres miembros elegidos del mismo modo por el Consejo de la República, nombre que tomó el Senado.

El objeto del Comité era examinar si las leyes votadas por la Asamblea Nacional, y aún no promulgadas, suponían una reforma de la organización institucional consignada en la Constitución, o sea, de sus diez primeros capítulos.

El Comité sólo podía actuar cuando, dentro del plazo de promulgación de la ley, se lo pedía conjuntamente el Presidente de la República y el Presidente del Consejo de la República, siempre que éste lo hubiera acordado por la mayoría absoluta de sus miembros.

Examinada la ley, el Comité se esforzaba por obtener un acuerdo entre las dos Cámaras, y, si no lo lograba, debía expedir su dictamen en brevísimo plazo.

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La ley que, según el dictamen del Comité, importaba reforma constitucional era devuelta a la Asamblea Nacional para una nueva deliberación y si el Parlamento mantenía su primer voto no podía promulgarse antes de que se modificara la Constitución.

Se trataba, como se ve, de un órgano de calidad especial, de carácter más bien político por su composición, encargado de esa limitadísima función preventiva, y se procuraba a través del mecanismo descrito evitar que se convirtiera en un poder superior al del Parlamento.

Sólo una vez (18 de junio de 1948), tuvo oportunidad de actuar, con buen resultado, el Comité Constitucional de la Cuarta República, con motivo de una desinteligencia surgida en la tramitación de una ley acerca del modo como una disposición del reglamento de la Asamblea Nacional había interpretado un precepto constitucional.

El estatuto de la Quinta República (1958) establece, en título especial, un organismo, bajo la denominación de Consejo Constitucional, compuesto de nueve miembros -tres designados por el Presidente de la República, tres por el Presidente de la Asamblea Nacional y tres por el Presidente del Senado, que duran nueve años y se renuevan por parcialidades cada tres años- y, además, por los ex-Presidentes de la República (art. 56).

Sus atribuciones se relacionan no sólo con la supremacía constitucional, sino con la regularidad de las elecciones de Presidente de la República y de diputados y senadores (arts. 58, 59 y 60).

Se someten a su examen, obligatoriamente, antes de su promulgación, las llamadas leyes orgánicas, y, antes de su aplicación, los reglamentos de las asambleas parlamentarias, y pueden entre tanto serle también sometidas, en la misma situación, las demás leyes a pedido del Presidente de la República, del Primer Ministro o del Presidente de una u otra Cámara, con el fin de que se pronuncie sobre su conformidad a la Constitución.

El número e importancia de los asuntos que han venido siendo sometidos al control del Consejo Constitucional creció con motivo de la reforma que a la Carta de 1958 se introdujo por la ley de 29 de octubre de 1974, que permitió también a 60 diputados o a 60 senadores recurrir a dicho organismo; desde entonces, la intervención de éste ha alcanzado vasta y trascendental repercusión y en sus numerosas resoluciones se plantean asuntos de gran interés para un ordenamiento jurídico en tantos aspectos semejantes al chileno.

El pronunciamiento debe expedirse en el plazo de un mes, o en el de ocho días si pide la urgencia el Gobierno. Mientras tanto se suspende el plazo de promulgación (art. 61).

Una disposición declarada inconstitucional no puede ser promulgada o aplicada.

Las decisiones del Consejo Constitucional no son susceptibles de recurso alguno. Se imponen a todas las autoridades administrativas y jurisdiccionales (art. 62).

Se trata siempre, pues, de un control sólo preventivo, pero ya no de simple conciliación, sino con atribuciones suficientes para evitar la dictación de leyes o aplicación de reglamentos de las Cámaras opuestos a la carta fundamental, tanto en aspectos relativos a la organización institucional como vinculados al ideal del constituyente o a los derechos de los ciudadanos, desde que no se restringe su competencia al primer orden de cuestiones como lo hacía el texto de 1946.

En presencia de estas limitaciones, conviene recordar que si en Francia, no obstante el control preventivo descrito, se llegan a promulgar leyes con infracción a la Constitución, no hay órgano que pueda proclamar tal contradicción cuando la violación recae en el orden sustantivo, mientras que, según la doctrina jurídica dominante, cualquier tribunal está, entre tanto,

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facultado para examinar el cumplimiento de las formalidades observadas respecto de determinada ley y prescindir de su texto, si no tiene valor de ley, al decidir el litigio sometido a su fallo.

77. El origen del sistema norteamericano. La exposición de los mecanismos de control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes no puede formularse en el derecho público moderno con prescindencia del origen norteamericano de la institución.

La letra de la ley fundamental de 1787, tan trabajosamente acordada, representó el propósito de los constituyentes de asentar definitivamente su ordenación, ya que sólo podría modificarse previos los rigurosos trámites que cuidó establecer, pero no determinó en forma explícita de qué modo se resguardaría la primacía constitucional ni encargó categóricamente a órgano alguno la misión de imponerla.

En 1801 llegó a la Presidencia de la Corte Suprema de Estados Unidos John Marshall, quien habría de mantenerse en su puesto hasta 1835. Pertenecía al partido federalista que aquel mismo año había de perder la dirección del gobierno.

Antes de abandonar el mando, el Presidente Adams había hecho numerosos nombramientos judiciales, a algunos de los cuales no quiso dar curso la nueva administración. Entre los perjudicados se encontraba el juez Marbury, quien se presentó a la Corte Suprema pidiendo que ésta dictara una orden (writ of mandamus) en contra del Ministro de Justicia -más tarde también Presidente de la República, James Madison- a fin de obligar a éste a hacer efectiva la designación.

La Corte Suprema comprendió que si decretaba la orden que se le pedía no iba a ser obedecida y encontró la solución declarando que la ley de 1789, en cuanto le llamaba a considerar el caso directamente, infringía la Constitución desde que, según ésta, sólo podía ser tribunal de apelación.

La esencia del fallo "Marbury con Madison", que no invocó ni adujo precedentes, sino razonamientos, se halla, por una parte, en afirmar con gran vigor la necesidad de hacer efectiva la supremacía constitucional, y en sostener, por otra, que la ley fundamental otorgaba al Poder Judicial la función específica de asegurarla.

En el primer aspecto, argumentó Marshall:

"Los poderes legislativos son definidos y limitados; y para que esos límites no puedan confundirse u olvidarse, la Constitución es una constitución escrita. ¿Con qué finalidad se limitarían los poderes y con qué propósito se habrían puesto esas limitaciones por escrito si esos límites pudieran, en cualquiera ocasión, ser sobrepasados por las personas mismas a quienes la Constitución intenta constreñir?... Es demasiado claro para que se pueda discutir que: o la Constitución está por encima de cualquiera norma legislativa que no está de acuerdo con ella, o el legislativo puede modificar la Constitución por una ley ordinaria. Entre esas dos alternativas no hay término medio. O la Constitución es una norma superior y suprema y no puede ser alterada por los medios ordinarios, o está al mismo nivel que las disposiciones legislativas ordinarias, y, como ellas, puede ser modificada cuando el legislativo le plazca alterarla. Si lo primero es verdadero, un acto legislativo contrario a la Constitución no es ley. Si lo segundo, entonces las constituciones escritas son absurdas tentativas de parte del pueblo para limitar ese poder que es ilimitado por naturaleza" (Hughes, ob. cit., págs. 93, 94; Estévez, pág. 344; American Historical Documents, págs. 153-157).

Para fundamentar la facultad del Poder Judicial, el juez Marshall siguió razonando:

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"Si una ley aprobada por el legislativo, contraria a la Constitución, es nula, ¿podrá, no obstante su invalidez, obligar a los tribunales, forzándolos a ponerla en práctica?... La obligación y el deber del departamento judicial es, sin ningún género de dudas, declarar el derecho... Así, pues, si una ley está en pugna con la Constitución, si tanto esa ley como la Constitución son aplicables a un caso particular, de tal modo que la Corte deba decidir el caso con arreglo a la ley, la Corte debe determinar cuál de estas dos normas contradictorias en conflicto es aplicable al caso. Esto es de la propia esencia del deber de los jueces" (íd.).

La jurisprudencia de la Corte pretendió fundarse en dos disposiciones de la Constitución de 1787: en el art. III, sección 2a, según el cual "el Poder Judicial se extenderá a todos los casos ya de justicia, ya de equidad contemplados o que puedan producirse bajo el imperio de esta Constitución, de las leyes de los Estados Unidos y de los tratados celebrados o que se celebren bajo su autoridad"; y, en el art. VI, inc. 2: "La presente Constitución, las leyes de los Estados Unidos que en su consecuencia se dicten y los tratados hechos o que se hagan bajo la autoridad de los Estados Unidos, constituirán la ley suprema del país y serán obligatorios para todos los jueces en cada Estado, y ello no obstante las disposiciones contrarias insertas en la Constitución o en las leyes de cualquiera de los Estados". Recordó también el juramento de respeto a la Constitución impuesto a los jueces por ella misma (art. VI, inc. 3); pero éste se establece también para muchos otros funcionarios.

La doctrina de Marshall se desprendía ya por ejemplo, según cita Corwin, de la opinión de Alexander Hamilton en The Federalist, Nº 78, quien sostenía al tiempo que se aprobaba la Constitución: "La interpretación de las leyes es la propia y peculiar competencia de los tribunales. Una constitución es en el hecho, y así debe mirarse por los jueces, como una ley fundamental. A ellos pertenece por lo tanto interpretar su significado, como el sentido de cualquiera norma particular que proceda del cuerpo legislativo, y, en caso de diferencia irreconciliable entre las dos, preferir el deseo del pueblo declarado en la Constitución al de la legislatura expresado en el estatuto legal" (Corwin, ob. cit., pág. 142).

78. Evolución de su aplicación. Sin embargo, la jurisprudencia del caso Marbury con Madison fue objeto de fuertes críticas, y de su contenido se hizo uso con tal prudencia que antes de la Guerra Civil sólo se dictó otro fallo contrario a la validez de la ley: Dred Scott vs. Sandford (1857; texto en American Historical Documents, págs. 249-254). "Desde la Guerra Civil -decía Hughes en 1928, después de anotar este dato-, ha habido cincuenta y tres decisiones de la Suprema Corte en que ésta se ha pronunciado por la invalidez de leyes aprobadas por el Congreso. De ellas 23 fueron pronunciadas entre 1860 y 1900; desde ese año ha habido treinta decisiones similares" (ob. cit., pág. 95).

La Guerra Civil había de tener gran influencia en la evolución de esta facultad de la Corte, en virtud de la manera como interpretó la enmienda XIV (1868): "Todo individuo nacido o naturalizado en los Estados Unidos y sometido a su jurisdicción es ciudadano de los Estados Unidos y del Estado donde reside. Ningún Estado podrá hacer aplicar leyes que restrinjan los privilegios o las inmunidades de los Estados Unidos; ningún Estado podrá tampoco privar a una persona de su vida, de su libertad o de sus bienes sin el debido procedimiento legal (due process of law), ni rehusar a nadie sometido a su jurisdicción una igual protección de las leyes".

Esta exigencia del due process of law figuraba ya en la enmienda V (1791), según la cual "nadie podrá ser privado de su vida, de su libertad o de sus bienes, sin el debido procedimiento legal". La cláusula viene de la Carta Magna (1215) y tanto en Inglaterra como en Estados Unidos se había entendido como una protección en contra de la arbitrariedad del Poder Ejecutivo. Sin embargo, se aprueba la enmienda XIV cuando ya la Corte Suprema, en 1855, había declarado en el caso Murray con Hoboken Land que era dicha exigencia una restricción impuesta al Poder Legislativo tanto como al Ejecutivo y al Judicial que no podía considerarse como que dejara al

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Congreso la libertad de hacer, por su sola voluntad, de todo procedimiento un procedimiento legal (Burdeau, t. 3, pág. 406; Hughes, pág. 175).

La Carta Magna usó las palabras la "ley de la tierra" (law of the land) al ordenar que "ningún hombre libre sea detenido, reducido a prisión o desposeído de sus bienes, o desterrado o en cualquier modo perjudicado, ni pondremos ni haremos poner manos sobre él, a no ser por juicio legal de sus pares y la ley de la tierra". Ahora bien, ambas expresiones due process of law y law of the land se las estima equivalentes por la Corte Suprema y su contenido, que se mantiene deliberadamente sin una precisa definición, se lo extiende no sólo a las garantías del procedimiento sino a la esencia de los principios sustantivos del common law, en incesante adaptación. Ya en 1610 el juez Coke, en el caso Bonham, sostuvo que cuando una ley del Parlamento está en contra del common law y de la razón, aquél debe controlarlo y declararlo inválido (ver Hood Phillips, ob. cit., pág. 42; Corwin, ob. cit., pág. 141).

En el fondo, al apreciar la necesidad del respeto del procedimiento regular, los tribunales norteamericanos han considerado incorporados a él todas las exigencias del que podría precisamente decirse derecho natural, que ampara contra todas las arbitrariedades del poder público cualquiera que sea la rama que intente violarlo -ejecutiva, legislativa o judicial- o el medio que se pretenda usar. Entre las innumerables exposiciones que en apoyo de tan amplia interpretación ha formulado la Corte Suprema pocas más claras que la contenida en el caso "Hurtado vs. California" (1884). "El debido procedimiento jurídico, a despecho del absolutismo de los gobiernos continentales, no es ajeno a ese Código que sobrevivió al Imperio Romano como fundamento de la moderna civilización europea, y el cual nos ha dado la máxima fundamental de la justicia distributiva, suum quique tribuere. En la Carta Magna, rectamente interpretada como una amplia carta de derecho público, no hay nada que signifique la forzosa exclusión de las mejores ideas de todos los sistemas y de todas las edades; y como el principio característico del common law ha sido el de inspirarse en cada una de las fuentes de justicia, no podemos suponer que esas fuentes de justicia quedaron ya exhaustas. Por el contrario, es de esperar que nuestras nuevas y diversas experiencias, originadas por nuestra propia situación y nuestro sistema peculiar, lo moldea dándole formas nuevas y no menos útiles". Las declaraciones de derecho contenidas en las constituciones, "deben -según ese fallo- ser consideradas no como garantías de especiales formas de proceder, sino como la esencia misma de los derechos individuales a la vida, la libertad y la propiedad" (Hughes, ob. cit., págs. 178-179).

De esa inspiración brota el criterio que aplica la Corte en los más diversos fallos. Así en el juicio Chicago, Milwaukee & Saint Paul Railway Co. vs. Minnesota (1890) declaró que no era válida la ley de este Estado que, según la interpretación de la Corte del mismo Estado, permitía a una comisión ferroviaria fijar tarifas definitivas y prohibía a los tribunales intervenir aunque las tarifas fueran inicuas e injustas (Hughes, ob. cit., pág. 199).

La justicia aplica la regla de racionalidad al considerar el balance de la conveniencia, en la oposición entre el interés privado y el público. "A este equilibrio -dice con precisión Burdeau- los americanos han dado el nombre de balance of convenience. Entienden por ésta la relación equitativa que debe establecerse entre los sacrificios que los particulares se ven obligados a consentir en favor de la colectividad y las ventajas que de ellos reportan. Aplicada a la ley, la balance of convenience exige la equivalencia de las cargas y de los provechos de que es origen. Evidentemente no podría pretenderse precisar en abstracto las condiciones de tan precario equilibrio. Y es precisamente por lo que las Cortes americanas, para apreciar a propósito de cada negocio las exigencias de la balance of convenience, han imaginado algunas directivas, ciertos standards. Directivas y standards que se expresan por la rule of reasonableness" (regla de racionalidad) (ob. cit., t. 3, págs. 412-413; además Derecho Constitucional..., pág. 91).

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Si a esos principios se añade el de que, conforme al art. 1º sec. X de la Constitución, la ley no puede debilitar la fuerza de los contratos (impairing the obligation of contracts), y de que, según la Enmienda XIV, cabe asegurar en favor de todos la igual protección de las leyes, se tiene una idea aproximada de los principales fundamentos de la justicia norteamericana.

Los jueces se mueven con bastante libertad en la construcción o interpretación de las reglas positivas. "Cuando una constitución del siglo XVIII forma la carta de libertad de un Estado del siglo XX -se preguntó la Corte Suprema en el fallo Borghis vs. Falk Co. (1911)-, ¿han de ser sus preceptos generales construidos o interpretados con un espíritu del siglo XVIII? Evidentemente no... Cuando no entran en consideración mandato o prohibición expresos, sino solamente ideas generales o principios de política, las condiciones dominantes en el tiempo de su adopción tienen que tener su debido peso, pero las condiciones cambiantes sociales, económicas y gubernamentales y los ideales del tiempo, así como los problemas que los cambios han producido tienen que entrar también en consideración y convertirse en factores influyentes en la resolución de problemas de construcción e interpretación" (ver García Pelayo, ob. cit., pág. 336). Criticando esta libertad interpretativa dijo en 1936 el juez Stone en voto disidente en el juicio United States vs. Butler: "Mientras que el ejercicio inconstitucional del poder por las ramas legislativas y ejecutivas del gobierno está sujeto a la revisión judicial, el único precio a nuestro ejercicio del poder es nuestro propio sentido de autolimitación" (García Pelayo, ob. cit., pág. 337).

Al producirse el formidable desarrollo económico de la nación norteamericana y su rápida expansión nacional dentro de las modalidades del capitalismo industrial, la interpretación por la Corte Suprema de su función de control constitucional se convirtió en uno de los más sólidos soportes del mantenimiento de los principios del liberalismo económico.

Cuando, después de dictarse la ley Sherman (1890), en contra de los trusts, afirmaron su poder las grandes organizaciones sindicales obreras, la Corte Suprema impidió el desarrollo de éstas, por estimar que importaban ellas mismas formas de trusts e infringían así dicha ley. Más tarde, cuando en virtud de la enmienda Clay (1914), se declaró expresamente que las disposiciones de la ley Sherman no se extendían a las organizaciones sindicales, la Corte Suprema buscó otro camino para declarar la inconstitucionalidad de la nueva ley. Como, en efecto, la ley le impedía intervenir a menos que fuera necesario para prevenir un daño irreparable a la propiedad, dio a este concepto el sentido más amplio que para muchos pareció identificarse con todo tipo de interés del empleador.

Es decir, que la Corte Suprema de los Estados Unidos se transformó en el único y autorizado expositor de la Constitución, encargado de definir las concepciones inspiradoras de ésta y de hacer imperar el criterio interpretativo deducido por ella.

Cuando estalla en 1929 la gran crisis del sistema económico norteamericano, y el Presidente Roosevelt se ve obligado a conducir al país, desde su ascensión en 1933, por caminos económica y socialmente opuestos a los de la tradición liberal y que se expresan en la legislación del New Deal, aunque la mayoría de la nación juzgó las soluciones acogidas como el único medio de salir de la honda depresión en que se había sumido, la Corte Suprema, manteniendo siempre su criterio inspirado en el liberalismo capitalista, se atrevió a declarar las nuevas medidas legales como contrarias a la Constitución.

Tales decisiones crearon a la Corte Suprema una posición difícil ante la nación y ante el Presidente Roosevelt, quien se vio tentado a producir la modificación del más alto tribunal.

Sin embargo, la renuncia de algunos magistrados y la designación en su reemplazo de otros simpatizantes con las nuevas ideas, hicieron que se formara en la Corte una mayoría distinta que consideró en diverso sentido la obra legislativa del Presidente (1937).

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79. Características de la facultad de los tribunales norteamericanos. El sistema de control jurisdiccional de la Constitución ha resultado, pues, en Estados Unidos de la interpretación de los tribunales.

Es indispensable observar que no constituye atribución exclusiva de la Corte Suprema, aunque ella la ejercita en su grado superior y con la mayor resonancia.

Los tribunales no formulan un pronunciamiento general sobre la inconstitucionalidad de la ley, sino que se limitan a declarar inaplicable al caso el precepto legislativo que juzgan en pugna con la ley fundamental.

Sin embargo, en el sistema anglosajón la sustancia doctrinaria contenida en un fallo no tiene tan solo el valor de autoridad científica proveniente de la influencia del tribunal que la dictó o del prestigio de los magistrados que la suscribieron, sino que constituye un precedente que hace en principio obligatoria la decisión posterior en el mismo sentido (stare decisis) por el tribunal inferior llamado a resolver un caso semejante. Por tal motivo, aunque la declaración incide únicamente en el caso en que se produce, sus efectos tienen repercusión en todo el ordenamiento jurídico. Sin embargo, se ha observado en el hecho que la misma cuestión llegue a ser resuelta en diverso sentido en épocas diferentes y con diversa integración del tribunal, admitiéndose ello, en principio, por la Corte Suprema desde 1851 para el caso de ser errónea la interpretación precedente (Corwin, ob. cit., pág. 144).

En cuanto al tipo de contradicción entre la ley fundamental y la ley común objeto de análisis, la justicia norteamericana se considera autorizada para conocer tanto de lo que se ha definido de inconstitucionalidad de forma como de fondo. En el primer sentido, fue fundamentalmente llamada a mantener el equilibrio de competencias entre el orden federal y el de los Estados y se estableció con el fin primordial de velar por el fortalecimiento de aquél. Cumplió plenamente tal tarea. Pero sin duda su labor más interesante ha sido la apreciación de la inconstitucionalidad de fondo referida tanto al texto explícito de la ley fundamental como a los principios generales de derecho, tal como la magistratura los entiende y que deben ser respetados por el legislador.

Los tribunales actúan normalmente cuando en un juicio se alega la inconstitucionalidad por quien sufrirá la aplicación de la ley que cree opuesta a la Carta Fundamental.

No siempre los pronunciamientos se dictan, sin embargo, fallando una excepción opuesta. Desde fines del siglo XIX se vencieron las resistencias a admitir que el interesado pudiera adelantarse a pedir al tribunal la declaración de inconstitucionalidad y a expedir orden o mandato (injunction) dirigido al funcionario especialmente llamado a dar cumplimiento a la ley, para que se abstenga de hacerlo o realice un acto consecuente con el pronunciamiento.

Desde 1934 la propia ley acepta el pronunciamiento por juicio declaratorio, cuya posibilidad venía discutiéndose en la jurisprudencia, y que consiste, según definición de Maynard (cit. por Burdeau, ob. cit., t. 3, pág. 427) en que "suponiéndose las dos partes respetuosas de la legalidad, pero en desacuerdo con sus exigencias, el demandante solicita del juez una decisión que fije el contenido de sus derechos y de sus obligaciones recíprocas con autoridad de cosa juzgada, pero no importando ninguna sanción coercitiva".

80. Resortes preventivos o represivos de la constitucionalidad de las normas jurídicas. El sistema norteamericano ha sido indiscutiblemente el origen de las fórmulas que se han introducido en numerosas naciones de diversos continentes, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial.

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Las fórmulas encaminadas a imponer la supremacía constitucional pueden revestir carácter ya preventivo, si actúan con anterioridad a la formación de la norma que pudiera contradecirla, destinadas a evitar su infracción; ya represivo, si funcionan una vez que ella se ha dictado.

Entre los resortes preventivos pueden citarse:

-El juramento que deben prestar las personas que integran los órganos fundamentales de poder público, ya sean unipersonales o colegiados, solemne advertencia de su obligación de respetar la Carta Fundamental y, por tanto, de las responsabilidades y sanciones consiguientes a su violación.

-La nulidad de toda regla o acto que no se sujete a las bases de la jerarquía normativa. La dificultad de usar este resorte se muestra más compleja, como se ha anotado, respecto de las leyes.

-Las responsabilidades que se hacen efectivas sobre los infractores de la Constitución, entre ellas, por ejemplo, el juicio político y las sanciones civiles, penales y administrativas consiguientes.

-En la tramitación de la ley: a) los estudios de los proyectos que hacen las comisiones de las ramas del Parlamento, especialmente las que se especializan en los aspectos jurídicos. b) Los vetos que puede formular el Jefe del Estado cuando juzga que un proyecto de ley aprobado por las Cámaras se opone a la Constitución, para obligarlas a reflexionar y dar paso a su sanción sólo en caso de la insistencia de ellas con más amplio apoyo. c) El juego de insistencias entre las Cámaras, cuando no concuerdan en el contenido de los proyectos, precisamente en razón de vacilar sobre la apreciación acerca de su constitucionalidad.

-La aplicación que los órganos de poder público, especialmente los tribunales, con mayor razón el Tribunal Supremo, han dado del texto constitucional, que no puede menos de llegar a suscitar las reacciones del legislador.

-El control de la opinión pública, especialmente a través del ejercicio de las libertades de asociación, reunión y de opinión, en cuanto apoya o critica los actos del poder, según la apreciación de su constitucionalidad.

-El análisis de la constitucionalidad de los actos gubernativos y administrativos que se confíe a un órgano especializado, como ocurre de algún modo en Francia con el Consejo de Estado y en Chile con la Contraloría General de la República.

-La creación de un Tribunal Constitucional facultado para pronunciarse sobre normas jurídicas de diversa jerarquía antes de cumplirse el procedimiento de su gestación.

Como sistemas represivos de la inconstitucionalidad de las normas jurídicas debemos considerar aquellos que confían a un órgano la facultad de examinar el valor jurídico de las normas ya promulgadas y, por carecer de él, de no aplicarlas. Los aspectos fundamentales que procede resolver son:

-Si se aplica sólo a la constitucionalidad de las leyes y preceptos que tengan tal rango o se extiende a las demás normas jurídicas; lo más característico es implantar en el texto mismo de la Carta tal solución sólo respecto de las leyes.

-Si se establece un tribunal especial, y entonces determinar su organización, o encargar esta tarea a los órganos ordinarios del Poder Judicial.

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-Si cuando se entrega, en esta última hipótesis, la atribución, pueden ejercerla todos los jueces, en su graduación jerárquica, o se la reserva a la Corte Suprema.

-Si la facultad puede ejercerse tanto en relación a la inconstitucionalidad de forma como a la de fondo, o sólo a una u otra.

-Si la decisión del tribunal alcanza carácter general, que niegue todo valor a la ley, o sus efectos se producen específicamente respecto del caso en que se dicta la sentencia.

-Si la resolución afecta exclusivamente al precepto opuesto a la Ley Fundamental o a todo el cuerpo de normas que lo comprende.

-Si el tribunal puede ser requerido sólo por órganos del Estado, y entonces cuáles y de qué modo, o también por los particulares afectados.

-Si el tribunal competente puede proceder a conocer de oficio o sólo a petición de las partes y, en este último caso, si se puede interponer recurso como acción destinada a impedir la ejecución de la ley, o sólo como excepción, para evitar la aplicación de la norma a la persona que interpone el recurso.

-Si la interposición de estos recursos suspende la ejecución de la ley o del acto de autoridad o no la suspende.

81. La aplicación del sistema fuera de Norteamérica. Reviste interés tomar en cuenta la forma como otras naciones han establecido en concreto el régimen de constitucionalidad de las normas jurídicas.

En Suiza al Tribunal Supremo federal corresponde conocer de la constitucionalidad de las leyes de los cantones, tanto ante la ley fundamental del respectivo cantón como de la Constitución federal, pero no puede conocer de la constitucionalidad de las leyes federales. Sólo puede pronunciarse de las resoluciones de la Asamblea Federal que no tengan alcance general y de las ordenanzas del Consejo Federal que importan reglas de derecho (Burdeau, t. 3, pág. 357).

En 1920 se dictaron las constituciones de Austria y de Checoslovaquia que servirán de ejemplo a muchas posteriores.

La Corte Constitucional que creara la Constitución de Austria se designaba, en igual número, por cada una de las Cámaras; la declaración sólo podía pedirse por las autoridades que indicaba; y el pronunciamiento importaba la derogación de la ley (arts. 139 y 140).

La constitución checoslovaca entregaba a la ley la composición del tribunal; de los siete miembros con que ésta lo estableció, tres eran designados por el Presidente de la República y los otros cuatro por los tribunales superiores. La petición sólo podían formularla ciertas autoridades, y no los particulares, y el efecto del fallo era, asimismo, la anulación de la ley.

La constitución republicana de 1931 estableció en España el Tribunal de Garantías Constitucionales que tenía, entre otras atribuciones, la de conocer el recurso de inconstitucionalidad de las leyes. Componían el tribunal un presidente designado por el Parlamento, fuera o no diputado, el Presidente del Alto Cuerpo Consultivo, el Presidente del Tribunal de Cuentas, dos diputados elegidos por las Cortes, un representante de cada una de las regiones, dos miembros elegidos por los Colegios de Abogados y cuatro profesores de la Facultad de Derecho. Podía, incluso, acudir al Tribunal toda persona individual o colectiva aunque no hubiera sido directamente agraviada. Una ley orgánica establecería, entre otras cosas, la extensión y efectos de los recursos. Esta se dictó el 24 de junio de 1933 y ella se

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inspiró en los principios de que el Tribunal sólo se pronunciaría al fallar una excepción y de que su sentencia únicamente tendría efecto entre las partes si se basaba en una inconstitucionalidad de fondo y erga omnes si se fundaba en una de forma.

En esta segunda postguerra es interesante citar las soluciones italiana, alemana y española.

En el título VI de la Segunda Parte, bajo el rubro "Garantías Constitucionales", su sección 1a, establece la Carta italiana de 1947 la Corte Constitucional. Se compone de quince jueces que duran doce años, designados por terceras partes por el Presidente de la República, el Parlamento y las magistraturas supremas ordinarias y administrativas. La Corte se pronuncia, entre otras materias, sobre las controversias relativas a la legitimidad constitucional de las leyes y de los actos que tengan fuerza de ley del Estado y de las regiones. Cuando la Corte declara la ilegitimidad constitucional de una disposición de ley o que tiene fuerza de ley, la disposición deja de tener eficacia desde el día siguiente de la publicación de la sentencia, que debe ser, además de publicada, comunicada a las Cámaras y a los Consejos regionales interesados, a fin de que, si lo juzgan necesario, adopten decisiones en las formas constitucionales. Una ley constitucional fija las condiciones, las formas, los plazos en los cuales pueden proponerse juicios de legitimidad constitucional. Ningún recurso se admite contra las decisiones de la Corte (arts. 134 a 137). Para el comentario de la preceptiva puede consultarse a Biscaretti di Ruffia, págs. 557 a 583.

La ley fundamental de Alemania de 1949 establece un Tribunal Constitucional Federal, cuyos miembros los designan, por mitad, cada una de las Cámaras, que tiene, entre otras competencias, la de pronunciarse sobre la interpretación de la misma ley fundamental, con motivo de las controversias sobre la extensión de los derechos y obligaciones de un órgano supremo federal o de otros interesados, que son investidos de derechos propios, ya por la misma ley fundamental, ya en el reglamento interno de un órgano federal supremo; en caso de divergencias de opiniones o de dudas acerca de la compatibilidad formal y material, ya del derecho federal, ya del de los países con la ley fundamental, ya del derecho de éstos con otro elemento del derecho federal, a petición del gobierno federal, del gobierno de un país, o de un tercio de los miembros de la Dieta federal, etc. La ley federal regla la constitución y procedimiento del Tribunal y determina en qué casos sus decisiones tienen fuerza de ley.

El Tribunal Constitucional de España, según la Carta de 1978, se compone de 12 miembros que duran nueve años y son nombrados por el Rey: cuatro lo son a propuesta del Congreso, cuatro a propuesta del Senado, dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial. El Tribunal conoce del recurso de constitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley; puede éste interponerse por el Presidente del Gobierno, el Defensor del Pueblo, 50 diputados, 50 senadores, los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y, en su caso, las Asambleas de las mismas; la declaración de su inconstitucionalidad, interpretada por la jurisprudencia, afectará a ésta, si bien las sentencias recaídas no perderán el valor de cosa juzgada. También es competente para conocer del recurso de amparo por violación de ciertos derechos y libertades, que interponga toda persona que invoque interés legítimo, el Defensor del Pueblo o el Ministerio Fiscal; de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas o de los de éstas entre sí, y de las demás materias que le atribuyan la Constitución o las leyes orgánicas. Cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión al Tribunal Constitucional. Las sentencias se publicarán en el Boletín Oficial del Estado; tienen el valor de cosa juzgada; no cabe recurso alguno contra ellas; las que declaren la inconstitucionalidad de una norma con fuerza de ley y que no se limiten a la estimación subjetiva de un derecho, tienen efecto frente a todos.

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Dentro de la Comunidad Británica de Naciones, Canadá, Australia, Africa del Sur, etc., aceptan el principio de la excepción de inconstitucionalidad.

En cuanto a los países de las Américas, se ha expuesto ya el sistema de Estados Unidos. Argentina lo sigue de cerca dentro del modelo fiel de la de Filadelfia, que es la Constitución de 1853, restablecida en 1957. La de 1994 reproduce el sistema en norma que en ella aparece ahora como art. 116.

Se expondrá ampliamente en su lugar la solución chilena. Hagamos ahora algunas referencias prefiriendo limitarlas a aquellos países que han aplicado más largamente sus sistemas y a las soluciones acogidas en los textos más recientes.

La Constitución de 1961 entrega en Venezuela a la Corte Suprema declarar la nulidad de las leyes nacionales y demás actos de los cuerpos legislativos, de las leyes estatales, ordenanzas municipales y demás actos de los cuerpos deliberantes de los Estados o Municipios que colidan con la Constitución como asimismo la nulidad de los reglamentos y demás actos del Ejecutivo Nacional cuando sean violatorios de ella (arts. 215 y 216).

En Méjico a los tribunales de la Federación pertenece resolver entre otras las controversias que se susciten por leyes o actos de la autoridad que violen las garantías individuales. La Constitución entrega a la ley señalar el procedimiento del "juicio de amparo", pero entre los principios que señala ella misma se encuentran el que debe seguirse tan sólo a instancia de parte interesada; la sentencia será siempre tal que sólo se ocupe de individuos particulares, limitándose a ampararlos y protegerlos en el caso especial sobre que verse la queja, sin hacer una declaración general respecto de la ley o acto que la motivare. Sin embargo, puede suplirse la deficiencia de la queja cuando el acto reclamado se funde en leyes declaradas inconstitucionales por la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia y en ciertos casos de orden penal o del trabajo (arts. 103, 105 y 107, Const. de 1917).

Distingue la Constitución de Colombia de 1991 para el control de constitucionalidad entre lo que corresponde a la esfera de lo contencioso administrativo y a la de la jurisdicción constitucional (arts. 239 a 245). En el primer aspecto confía al Consejo de Estado, entre otras atribuciones, conocer de las acciones de nulidad por inconstitucionalidad de los decretos dictados por el gobierno nacional, cuya competencia no corresponda a la Corte Constitucional (art. 237 inc. 2º). Esta se compone del número de integrantes que establezca la ley, elegidos por el Senado, por período de ocho años, de ternas que le presenten el Presidente de la República, la Corte Suprema y el Consejo de Estado (art. 239). Al fijar su competencia, se precisa que a ella se le confía la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución, entregándosele entre otras funciones las siguientes, precisadas en el art. 241: decidir las demandas de inconstitucionalidad promovidas por los ciudadanos contra los actos reformatorios (Nº 1); decidir sobre cuestiones de procedimiento referidas a convocatorias a referéndum o a asamblea constituyente para reforma de la Carta y sobre leyes y consultas populares o de orden nacional (Nos 2 y 3); resolver, tanto por su contenido material como por el procedimiento de su formación, cuestiones de inconstitucionalidad de las leyes y de los decretos con fuerza de ley presentadas por los ciudadanos (Nos 4 y 5); decidir sobre la constitucionalidad de los decretos legislativos que dicta el gobierno, por los que se consagran estados de excepción (Nº 7); pronunciarse sobre la constitucionalidad de los proyectos de ley objetados por el gobierno como inconstitucionales, y de los proyectos de leyes estatutarias (Nº 8); revisar las decisiones judiciales en relación con la acción de tutela de los derechos constitucionales (Nº 9); decidir sobre la exequibilidad de los tratados internacionales y de las leyes que los aprueben (Nº 10). "Los fallos que la Corte dicte en ejercicio del control jurisdiccional hacen tránsito a cosa juzgada constitucional. Ninguna autoridad podrá reproducir el contenido material del acto jurídico declarado inexequible por razones de fondo, mientras

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subsistan en la Carta las disposiciones que sirvieron para hacer la confrontación entre la norma ordinaria y la Constitución" (art. 243).

La Constitución del Perú de 1993 comienza por definir que son garantías constitucionales las acciones que indica: de hábeas corpus (libertad individual o derechos conexos), de amparo (hecho u omisión de toda autoridad o persona que vulnere o amenace los demás derechos), de hábeas data (no definida con claridad), de inconstitucionalidad (de normas de rango legal y regional o municipales de carácter general), popular (contra actos administrativos de carácter general de cualquiera autoridad), de cumplimiento (contra autoridad renuente) (art. 200). Para conocer de las acciones de inconstitucionalidad, de las resoluciones denegatorias de los recursos y de los conflictos de competencia, se establece el Tribunal Constitucional (art. 202), como órgano de control de la Carta, compuesto de siete miembros elegidos por cinco años por el Congreso, con el voto de los dos tercios de sus miembros (art. 201). Están facultados para interponer acción el Presidente de la República, el Fiscal de la Nación, el Defensor del Pueblo, el 25% de los congresistas, 5. 000 ciudadanos, los presidentes de región o los alcaldes provinciales y los colegios profesionales en su especialidad (art. 203). Al día siguiente de la publicación de la sentencia del Tribunal en el Diario Oficial, la norma declarada inconstitucional queda sin efecto (art. 204). "Agotada la jurisdicción interna, quien se considere lesionado en los derechos que la Constitución reconoce puede recurrir a los tribunales u organismos internacionales constituidos según tratados o convenios de los que el Perú es parte" (art. 206).

82. El derecho internacional y la supremacía constitucional. Las condiciones en que se desarrollan hoy las relaciones y las actividades entre los Estados y entre sus pueblos han venido adquiriendo una magnitud y una globalidad que imponen la más profunda e ineludible interdependencia recíproca. A ello ha contribuido, por cierto, la densificación de los vínculos internacionales -coincidente con el abandono de las doctrinas de soberanías absolutas y de la defensa fundada en el aislamiento- impulsada por la acción de las Naciones Unidas, que busca no sólo prevenir o procurar resolver los conflictos, sino estimular y propiciar acuerdos no sólo bilaterales, sino que multilaterales, de proyección continental o en el escenario mundial, para mutuo beneficio de los contratantes y en orden a la prestación, a través de innumerables agencias, de infinidad de servicios que propenden tanto al análisis como al alivio o solución de problemas de la más variada índole.

Innumerables otros factores se conciertan también para acentuar ese fenómeno de globalización: los progresos del avance científico y los adelantos técnicos que faciliten de modo maravilloso e impresionante la comunicación de las informaciones y de las ideas; el intercambio comercial, siempre en creciente magnitud, conformante de poderosos mercados de alcance continental y aun mundial; la facilidad de los transportes, que incrementan los viajes, fomentan las migraciones, los lazos familiares, la proyección de los servicios profesionales más allá de la frontera del país de residencia y, en fin, últimamente sobre todo, la convicción, fortalecida de modo elocuente, de que hasta la propia supervivencia del planeta se encuentra amenazada por el descuido de la naturaleza o su aprovechamiento en términos que conducen al debilitamiento o aun a la pérdida de las energías naturales y de las potencialidades encerradas en el globo terráqueo creadas no sólo en beneficio de sus actuales habitantes, sino de las generaciones del porvenir.

Las causas recordadas y diversos otros factores explican que, consecuentemente, se constate en esta hora de la historia del hombre una tendencia vigorosa hacia una unificación del ordenamiento jurídico, que guarda armonía y es precursora de la marcha del mundo entero hacia el perfeccionamiento de una sociedad universal, sueño que abrigaron los pensadores de la Contrarreforma y cuya efectividad llegará cuando logre cimentarse un mecanismo de coacción disponible para imponer fórmulas de justicia entre las naciones, no simplemente forzadas por la prepotencia de las de mayor poderío, peligro este más que nunca gravísimo cuando en la práctica un solo Estado monopoliza sustancialmente el instrumental bélico.

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Partiendo de la realidad del anotado fenómeno de la globalización y del vigor con que se marcha hacia la unificación mundial del orden jurídico, puede apreciarse la enorme influencia que cabe reconocer al Derecho Internacional sobre el constitucionalismo contemporáneo y el interés que presenta, por lo tanto, el estudio de aquél para la exposición de éste, que no podrá ser en adelante analizado sin aquilatar, respecto de numerosos preceptos de orden interno, las repercusiones que proyecta en variados aspectos y campos la juridicidad internacional.

Por ello las constituciones políticas redactadas en este último medio siglo contienen diversos preceptos que buscan concretar y asegurar esta apertura de las leyes fundamentales al orden internacional. Es así pertinente tomar nota de las reglas de algunos de los documentos constitucionales recientes que reflejan en puntos relevantes el efecto inevitable y trascendental de la normativa internacional sobre la interna.

a) Incorporación del derecho internacional en el nacional: "Las reglas generales del derecho internacional forman parte integrante del derecho federal. Prevalecen sobre las leyes y dan directo origen a derechos y obligaciones para los habitantes del territorio federal" (art. 25 de la Constitución alemana). "Los tratados o acuerdos regularmente ratificados o aprobados tienen, desde su publicación, una autoridad superior a la de las leyes, bajo reserva respecto de cada acuerdo o tratado de su aplicación por la otra parte" (art. 55 de la Constitución francesa de 1958).

"El orden jurídico italiano se conforma a las reglas de derecho internacional generalmente reconocidas" (art. 10 Nº 1 de la Constitución italiana).

"Los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho Internacional" (art. 95 de la Constitución de España de 1978). "Los principios y las normas del derecho internacional y los acuerdos internacionales de la Federación Rusa son parte integrante de su sistema judicial. Si el acuerdo internacional de la Federación Rusa implica otras reglas que las previstas por la ley, se aplicarán las reglas del tratado internacional" (art. 15 Nº 4 de la Constitución rusa de 1993). "Los tratados celebrados por el Estado y en vigor forman parte del derecho nacional" (art. 55 de la Constitución peruana de 1993).

b) Los compromisos internacionales y la Constitución Política del Estado: "1. La celebración de un tratado internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá la previa revisión constitucional. 2. El Gobierno o cualquiera de las Cámaras puede requerir al Tribunal Constitucional para que declare si existe o no esa contradicción" (art. 95 de la Constitución española).

c) Transferencia de los derechos de soberanía: "1. La Federación puede transferir derechos de soberanía a instituciones internacionales por vía legislativa. 2. Puede, en interés del mantenimiento de la paz, integrarse a un sistema de seguridad colectiva, mutua. Consentirá en tal caso en las limitaciones de su soberanía propias para establecer y garantizar un orden pacífico durable en Europa y entre todas las naciones del mundo. 3. Con el propósito de reglamentar las controversias internacionales, la Federación adherirá a convenciones que organicen el arbitraje internacional, obligatorio, universal y general" (art. 24 de la Constitución alemana).

"Italia repudia la guerra como instrumento de atentado a la libertad de los otros pueblos y como medio de solución de los conflictos internacionales; consiente, en condiciones de reciprocidad con los otros Estados, en las limitaciones de soberanía necesarias para un orden

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que asegure la paz y la justicia entre las naciones; ayuda y favorece las organizaciones internacionales que tengan tal fin" (art. 11 de la Constitución italiana).

Corresponde al Congreso "aprobar tratados de integración que deleguen competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales en condiciones de reciprocidad e igualdad, y que respeten el orden democrático y los derechos humanos. Las normas dictadas en su consecuencia tienen jerarquía superior a las leyes" (art. 75 Nº 24 de la Constitución argentina de 1994).

d) Situación preeminente según objetivos: "La República puede concluir, con los estados europeos con los que está ligada por compromisos idénticos a los suyos en materia de asilo y protección de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, acuerdos que determinen sus respectivas competencias para el examen de las peticiones de asilo que le sean presentadas" (art. 53 inc. 1º de la Constitución francesa de 1958). "1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. 2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España" (art. 10 de la Constitución española). "Los derechos y garantías expresados en esta Constitución no excluyen otros derivados del régimen y de los principios adoptados por ella, o de los tratados internacionales en que la República Federativa del Brasil sea parte" (art. 5º párrafo 2º, Constitución del Brasil de 1988). "Los tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden interno. Los derechos y deberes consagrados en esta Carta se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia" (art. 93 de la Constitución colombiana de 1991). "La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; la Declaración Universal de Derechos Humanos; la Convención Americana de Derechos Humanos; el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo; la Convención Internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial; la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer; la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes; la Convención sobre los Derechos del Niño; en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos. Sólo podrán ser denunciados, en su caso, por el Poder Ejecutivo Nacional, previa aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara" (art. 75 Nº 22 inc. 2º de la Constitución argentina de 1994).

e) Primacía de la esfera continental: Mediante reforma de 25 de junio de 1992 se agregaron a la Constitución francesa de 1958 los siguientes preceptos 88-1 a 88-4: "La República participa en las Comunidades europeas y en la Unión Europea, constituida por Estados que han escogido libremente, en virtud de los tratados que las han instituido, ejercer en común algunas de sus competencias" (art. 88-1). "Bajo reserva de reciprocidad y según las modalidades previstas en el Tratado sobre Unión Europea suscrito el 7 de febrero de 1992, Francia consiente en la transferencia de competencias necesarias para el establecimiento de la Unión Económica y Monetaria Europea así como para la determinación de reglas relativas a la liberación de las fronteras exteriores de los Estados miembros de la Comunidad Europea" (art. 88-2). "El Gobierno somete a la Asamblea Nacional y al Senado, desde su transmisión al Consejo de las Comunidades, las proposiciones de actos comunitarios que importen disposiciones de naturaleza legislativa" (art. 88-4). "La República Federativa del Brasil buscará la integración económica, política, social y cultural de los pueblos de América Latina, apoyando la formación

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de una comunidad latinoamericana de naciones" (art. 4º, párrafo único de la Constitución del Brasil). "El Estado promoverá la integración económica, social y política con las demás naciones y, especialmente, con los países de América Latina y del Caribe mediante la celebración de tratados que sobre bases de equidad, igualdad y reciprocidad, creen organismos supranacionales, inclusive para conformar una comunidad latinoamericana de naciones. La ley podrá establecer elecciones directas para la constitución del parlamento andino y del parlamento latinoamericano" (art. 227 de la Constitución colombiana).

La simple lectura de los preceptos transcritos lleva a vaticinar que todo se encamina a que en el futuro variados, numerosos y complejos problemas jurídicos se van a presentar a los cultores del Derecho Constitucional, al plantearse y procurar resolver las difíciles cuestiones que ya se están presentando y preocupando con intensidad en otros continentes y que en el nuestro tienden también a plantearse y que se incrementarán en razón de mayores compromisos con nuestro mercado regional, con la Unión Europea y con la vitalidad del Océano Pacífico al que están abiertos nuestros Estados.

4. FUENTES E INTERPRETACION CONSTITUCIONALES

83. Significado de "fuentes constitucionales". Si al estudiar aquí la Teoría de la Constitución se pretende considerar las fuentes de ésta, o sea, su "principio, fundamento u origen", se impone admitir que la materia tiene diverso contenido y presenta distintas características si se trata de hacerlo respecto de un régimen de constitución escrita o de un sistema de constitución consuetudinaria.

Si versa la exposición particularmente en relación a esta última, la materia consiste en analizar, en síntesis, nos parece, el proceso que ha llevado y las conclusiones que han conducido a la determinación de los principios, reglas, comportamientos, hábitos y costumbres que se observan como de respeto obligatorio por las autoridades y por los integrantes de la sociedad política sometida a tal sistema. Es lo que forma el Derecho Constitucional, en Inglaterra the Constitutional Law.

En tanto que, por otra parte, cuando en un país se impone el constitucionalismo, no se identifica ni confunde el origen de las reglas que integran el Derecho Constitucional con el de los preceptos de su Ley Fundamental, cualquiera que sea la posición que ésta ocupe en aquél, en cuanto, como expresión de tal fenómeno, todas las demás normas han de ajustarse a los procesos de formación señalados en aquélla y han de respetar su sustancia normativa.

La imposibilidad de fundir, en un sistema de Carta Orgánica escrita, el Derecho Constitucional con la preceptiva de la Constitución Política, se explica porque aquél puede también derivar de otros orígenes que de la misma letra de la Carta. Ello lleva a la conveniencia de separar las cuestiones que se vinculan con las fuentes del régimen institucional de las que inciden en el origen de las reglas escritas de jerarquía constitucional que condicionan su vivencia jurídica. El primero de los puntos de vista que acaban de distinguirse ha de tomar en cuenta, en efecto, causas de la más diversa índole -históricas, geográficas, económicas, sociológicas, culturales, etc.- y una reflexión sobre tales aspectos queda fuera del marco propio de este capítulo, que se refiere a las fuentes de una constitución escrita. En este punto hemos de referirnos aquí, por lo dicho, de modo puramente teórico y abstracto, tan sólo a las fuentes que deben tomarse en cuenta en relación al origen del texto escrito de superior jerarquía jurídica que regula el régimen institucional de un Estado.

Se impondrá registrar, con el objetivo recién apuntado, el proceso de gestación de la Carta Fundamental e incluir la anotación de sus numerosos antecedentes y, entre ellos, la circunstancia histórica en que surge la iniciativa de buscar imponerla, los autores y la sustancia de las formulaciones iniciales o de las posteriores, las alternativas propuestas, las etapas de su

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formalización, el sentido de las deliberaciones efectuadas, las condiciones de su aprobación, las formalidades de promulgación y publicación, las modificaciones que hayan podido experimentar, etc.

84. Necesidad de la interpretación constitucional. Partiendo ya del supuesto de la vigencia de una Ley Fundamental, las autoridades y los ciudadanos obligados a respetar su normativa y a cumplirla, habrán de sujetar su conducta a sus disposiciones, cuya letra cabe suponer formulada en términos claros y sencillos que no den motivo a dudas y vacilaciones que compliquen su observancia. Infortunadamente, por mucho cuidado que se ponga al redactar una Carta Orgánica, pueden presentarse dificultades en la comprensión del alcance de la voluntad imperativa que ella traduce, dificultades que surgirán muchas veces sin culpa alguna de su preceptiva, tanto sólo por el cambio de las circunstancias o por el advenimiento de situaciones que no pudieron preverse al tiempo de su implantación. Pudimos presentar una exposición de este tema en relación a la Carta hoy vigente ("El lenguaje de la Constitución", Revista de Derecho de la Universidad de Concepción, 1988, págs. 9-18).

Diversos motivos provocan, en efecto, la necesidad de interpretar los preceptos de la Carta Orgánica. Es posible que ella misma contemple las vías adecuadas para establecer, frente a una duda, su sentido normativo, con tal fuerza que haya de imponerse, junto al texto mismo, a autoridades y gobernados. Tal ocurre cuando se contempla la posibilidad de dictar leyes interpretativas de la propia Carta, a las que luego nos referiremos. Pero, prescindiendo por ahora de esa solución directa y pertinente, la interpretación de la Ley Fundamental plantea una serie de problemas jurídicos que inciden ya en la señalización de quienes quedan autorizados para efectuar tal tarea, ya en relación a los principios que han de regir su realización, ya en orden a los criterios que han de servir para ello de orientación inspiradora.

Ahora bien, en cuanto al primero de los aspectos recién indicados, puede sostenerse que, en cierto modo, toda persona que se comporta fielmente siguiendo lo ordenativo de un precepto constitucional, lo interpreta, en forma que lo confirma y robustece, con mayor razón si así actúa una autoridad pública en el desempeño de la función que se le ha entregado.

Pero el núcleo del problema que hemos de analizar aquí se halla en precisar, cuando un texto presente varios sentidos, qué camino puede abrirse para que se imponga sólo una determinada interpretación, con tal fuerza que haya de atenerse a ella la persona u órganos que deba cumplir el precepto.

La fuerza interpretativa puede derivar de la labor que cumplen órganos a los que se habilita cabalmente para pronunciarse sobre las discrepancias que surjan en torno a la recta comprensión del texto cuando llega el momento de tomarla en cuenta y obedecerla. Tal sucede, por ejemplo, en el curso de la formación de las leyes, a través de las decisiones en el pleno de las Cámaras, de sus comisiones o de sus presidentes; en los métodos de prevención de la juridicidad del ejercicio de la potestad reglamentaria; en las conclusiones a que lleguen en sus sentencias los tribunales de la jurisdicción ordinaria; en la decisión que se adopte con motivo de los recursos en que se planteen cabalmente cuestiones de constitucionalidad. La fuerza interpretativa es todavía mayor si los esclarecimientos precisados, en orden al sentido de un precepto, provienen de órganos creados específicamente para desempeñar un control preventivo de ese valor, como ocurre respecto de los Tribunales Constitucionales, que han adquirido tanta trascendencia en el derecho contemporáneo.

Ahora bien, en orden a los principios, reglas o pautas que han de prevalecer en la hermenéutica, al practicarse la exégesis de los preceptos pertinentes, no resultará siempre acertado acudir para ello a la aplicación de los que tienen vigor respecto de las normas jurídicas de rango inferior al constitucional, como, por ejemplo, las que el Código Civil chileno señala para la interpretación de la ley común u ordinaria (párrafo 4º del Título Preliminar, arts.

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19 a 24). Estas tienen por vocación específica ayudar a la resolución de cuestiones o controversias que giren en torno al derecho privado. En éste, en efecto, dada su índole, se juegan situaciones o intereses individuales o interindividuales o aun de asociaciones o grupos particulares; en tanto que cuando se discute en torno a una norma de jerarquía constitucional, se comprometen en la decisión conjuntamente valores trascendentales vinculados al bien común público y, por lo tanto, repercuten en todos los miembros de la sociedad política. Lo que acaba de sostenerse no puede entenderse como que niegue la potencialidad que tienen los preceptos aplicables a la interpretación del derecho privado de servir de instrumentos auxiliares perfectamente utilizables, siempre que tratándose de cuestiones de derecho público no se pierda la mira básica que obliga a inspirar la conclusión tomando en cuenta las consecuencias que afecten a toda la comunidad.

85. El lenguaje empleado. Partiendo de lo ya expuesto, el primer criterio exegético pertinente a una norma constitucional es, sin duda, el que deriva de las reglas gramaticales a la luz de las palabras empleadas, de los giros verbales, de la sintaxis que coordina el sentido. En principio, los vocablos han de tomarse en su acepción natural y obvia, según el lenguaje común. No es raro que aun los términos más corrientes evoquen resonancias diferentes en el devenir de la sociedad civil o como resultado de los avances científicos, sobre todo si se refieren a bienes primordiales pero intangibles, como son los de libertad, igualdad, justicia, salud, etc. Si determinada palabra puede presentar simultáneamente un alcance vulgar y otro técnico, ha de preferirse aquél, salvo que no merezca duda que la regla lo emplea en éste, lo que se revela con más claridad si su acepción directa se refiere a una categoría explícitamente jurídica. Pero si el lenguaje es el instrumento de la inteligencia, no puede imponerse un sentido que no armonice con una exigencia lógica, en consonancia con el contexto, que es "unión de cosas que se enlazan y entretejen", tejido "e hilo de la narración". Pues bien, la hermenéutica que descansa en el contexto ha de considerar, en fin y sobre todo, la sistemática de todo el cuerpo normativo, en cuanto éste ha de entenderse que busca imponer la unidad que persigue, considerando su inspiración dogmática, en la conducta de todos los miembros de la sociedad civil, para llevar a ésta a la obtención de los objetivos propuestos en la Ley Fundamental.

86. Historia del establecimiento. Cuando la expresión literal, afirmada en el contexto de una visión al mismo tiempo dogmática y sistemática, se muestre aun insuficiente para concluir con evidencia la sustancia imperativa, podrá recurrirse a los antecedentes proporcionados por la historia del establecimiento de la regla en examen. En este punto conviene advertir que a la opinión dada particularmente por uno de los interlocutores que han intervenido en el debate, en el curso de la deliberación sobre ella, no puede atribuirse valor determinante si no resulta afirmada en el consenso consiguiente expresado de modo explícito, por ejemplo, a través de una constancia en el acta o de la síntesis hecha por el presidente de la reunión o de modo implícito, reflejado en el tenor del debate. Y, aun apareciendo indiscutible el querer manifestado por los autores del texto, habrá de preferirse, con primacía a su letra, la finalidad buscada, su razón teleológica. Puede aun todo ello no ser todavía bastante para el intérprete que siga aun vacilando acerca de cuál es la voluntad real.

Ahora bien, si ha ocurrido una profunda variación fáctica entre la conocida al tiempo de expresarse la voluntad del constituyente y la que se presenta al aplicar el precepto, y por ello no pueda cumplirse la clara finalidad buscada por el texto, no puede hacerse prevalecer el tenor literal, sino que habrá de buscarse otro criterio interpretativo hasta que se llegue a dar primacía a lo que el constituyente quiere.

87. El derecho natural. La interpretación constitucional no puede menos de estar condicionada por la permanente vigencia, en todo instante, de la norma objetiva, que equivale a la fuerza que en todo momento tiene el derecho natural, concebido como la regla que se impone como conclusión evidente de la naturaleza del hombre y de la sociedad política en la situación concreta que existe, en nuestra hipótesis, al tiempo de aplicarse la norma por interpretarse.

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El Código Civil chileno expresa que "en los casos a que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación precedentes, se interpretarán los pasajes oscuros o contradictorios del modo que más conforme parezca al espíritu general de la legislación y a la equidad natural" (art. 24). En la misma raíz, según habremos de puntualizar, la Constitución chilena de 1980 establece como limitación de la soberanía "los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana" (art. 5º inc. 2º).

88. Leyes interpretativas. Si el texto es por cierto la primera, y ojalá fuera la única, fuente interpretativa, ello no será así si el propio constituyente ha contemplado que los poderes constituidos -los órganos establecidos según sus normas- queden facultados para imponer, con plena fuerza coactiva, determinada significación, porque entonces la conducta no podrá dejar de ajustarse a ella. En la hipótesis de la procedencia de leyes interpretativas surgirán cuestiones como, por ejemplo, relativas al alcance del control preventivo de constitucionalidad de ese tipo especial de legislación o a si puede concebirse la promulgación posterior de otra ley de jerarquía análoga, facultada para dar una diversa -sería la tercera- significación de la norma interpretada.

89. Normas subordinadas. En afán de no dar demasiada extensión a la Ley Fundamental o de permitir más flexibilidad en su aplicación o para no adelantarse en la definición por el constituyente del alcance de categorías que convenga entregar a las alternativas de la propia evolución institucional, respecto de materias más o menos numerosas o relevantes, las constituciones contemplan la posibilidad de dictación de leyes orgánicas, adelantándose de ordinario ella misma a indicar sus presupuestos básicos. Otras veces la Ley Fundamental prevé la promulgación posterior de leyes ordinarias o comunes para reglamentar más detalladamente determinadas materias, cuerpos éstos que pueden llamarse simplemente complementarios de la Carta. Supuesto el regular funcionamiento de controles preventivos o represivos encaminados a lograr que tales cuerpos orgánicos o complementarios resguarden la letra y el espíritu de la Carta, se convertirán en fuentes interpretativas de señalada importancia.

Los reglamentos de las cámaras, destinados a trazar las normas de su funcionamiento interno, se dictan dentro de las bases organizativas y atributivas contempladas en la Constitución, e importan, por lo tanto, preceptos y reglas que se cumplen en la preparación y establecimiento de la ley y en el ejercicio de las atribuciones que les compete separada o conjuntamente o reuniéndose en Congreso Pleno. Es lógico que la Constitución prevalezca, en caso de cualquiera contradicción, respecto de tales reglamentos, pero es difícil que, en el hecho, se presente tal pugna atendido el cuidado que se pone en esos cuerpos jurídicos de traducir el espíritu y contenido de la máxima regla positiva. Ello explica, por ejemplo, que en Francia los reglamentos de las asambleas legislativas estén sometidos al control previo obligatorio del Consejo Constitucional.

La potestad reglamentaria que compete al Ejecutivo no tiene siempre por objeto dictar normas generales destinadas a la mera ejecución de los preceptos legislativos, sino que desarrollar con amplitud la tarea gubernamental y administrativa y realizar actos de alto interés político en la marcha de las instituciones y en el campo de las garantías ciudadanas.

Entre las fuentes mediatas o indirectas se destacan las costumbres y las prácticas políticas. La repetición constantemente practicada de determinados comportamientos por los órganos e instituciones que comparten el poder público, y encaminada a producir en la esfera política consecuencias plenamente deseadas al tiempo de realizarse los actos o hechos en que consisten, puede adquirir valor jurídico y colocar en el futuro, a los cuerpos o autoridades que se enfrentan a situaciones semejantes, en la necesidad de adoptar decisiones análogas a los precedentes admitidos.

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Las costumbres y prácticas institucionales tienen amplia función constructiva y realizadora en ausencia o deficiencia de las reglas positivas, pero su mérito es discutible si las contradicen de modo explícito o encubierto o propenden a dejar éstas sin aplicación o a alterar el verdadero significado que tuvieron al dictarse.

90. Jurisprudencia. Al considerar la jurisprudencia como fuente interpretativa, ha de recordarse que el vocablo, además del significado de "ciencia del derecho", tiene como acepciones, según el Diccionario, las de "conjunto de las sentencias de los tribunales, y doctrina que contienen", "criterio sobre un problema jurídico establecido por una pluralidad de sentencias concordes".

Sabemos que según el sistema jurídico anglosajón los efectos de las sentencias de los tribunales alcanzan más allá que a las partes que han litigado en la controversia, porque su sustancia reguladora se transforma en precedente que, según el principio del stare decisis, se proyecta sobre todo el ordenamiento jurídico, porque fuerza a resolver del mismo modo a los tribunales de semejante o inferior jerarquía respecto de los de aquellos que han dictado los fallos que han conformado tal precedente. Estos fallos tienen, entre tanto, valor puramente doctrinal en regímenes jurídicos que, como el nuestro y el de la generalidad de los países latinos, desconocen a la magistratura judicial una función permanente de creación del derecho que se extiende más allá del caso objeto de la decisión. La importancia de la jurisprudencia como fuente interpretativa se subordina en alto grado a la reiteración de la misma doctrina, a la jerarquía de las magistraturas que la establecen y al prestigio y sabiduría de los sentenciadores.

91. Otras fuentes. Los tratadistas de obras relacionadas con el derecho político influyen, a veces decididamente, en la creación, modificación o interpretación de las normas constitucionales o en las decisiones de las autoridades políticas u órganos administrativos o de las jurisdicciones llamadas a aplicarlas o interpretarlas. Su influencia dependerá naturalmente del prestigio de que gocen como estudiosos, políticos o maestros.

Las explicaciones ya desarrolladas sobre el actual concepto del Derecho Constitucional manifiestan que la enunciación de sus fuentes está lejos de ser exhaustiva. Muchos otros orígenes tiene la realidad de las instituciones públicas de un país, resultante no sólo de la voluntad de los órganos oficiales del poder político, sino que del conjunto de fuerzas colectivas que se mueven en su seno, de sus reglas, de sus hábitos, de sus actitudes. La historia, la convivencia de razas y clases, el Ejército, la Iglesia, los partidos, los sindicatos, los grupos de presión, los medios de comunicación masiva, los hábitos electorales, son, entre muchos otros elementos, factores que contribuyen a configurar la verdad de las instituciones políticas de un Estado.

CAPITULO IV :

TEORIA DEL ESTADO

1. CONCEPTO, ELEMENTOS, CUALIDADES

92. Significado del término "Estado". Si se encuentra en el Derecho Público un concepto que se muestre como más confuso y discrepante es el del Estado.

Desde luego, si como fenómeno histórico y realidad observable se halla en todas las épocas, el vocablo mismo, en cuanto escogido para expresar lo que por su intermedio quiere significarse, es moderno y su uso se hace remontar a la época del renacimiento italiano, precisándose su empleo en tal sentido en El Príncipe por Maquiavelo.

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Por tal motivo, la comprensión de su contenido se presenta fuertemente marcada por la manera de pensar el mismo Estado moderno, y las distintas doctrinas que han prevalecido en el pensamiento político han ido dejando en su significación algún sedimento para oscurecerla a veces, otras para enriquecerla, siempre para configurarla como compleja y discutible.

El propio vocablo no ha contribuido a disminuir los problemas que plantea, y encierra ya en sí el germen de muchas de sus contradicciones.

No tiene, en efecto, nada de circunscrito y sus varias acepciones no ayudan a determinar la sustancia de la realidad que se analiza.

Hablaremos, así, de la permanencia del Estado y, sin embargo, el término expresa la esencia de lo cambiante: "la situación en que está una persona o cosa, y en especial cada uno de los sucesivos modos de ser de una persona o cosa sujeta a cambios que influyen en su condición".

Pretende dominar el Estado, a la sociedad toda y, no obstante, "estado" es "cada uno de los estamentos en que se dividía el cuerpo social; como el eclesiástico, el de nobles, el de plebeyos, etc."

Encierra el Estado muchas de las posiciones en que pueden hallarse sus miembros y es también "clase o condición a la cual está sujeta la vida de cada uno".

Si continuamos recorriendo el Diccionario encontramos muchas otras acepciones de "estado" que en nada convienen y nada aportan al esclarecimiento que buscamos: medida de longitud, medida de superficie, manutención de la comitiva real y sitio en que se la servía, resumen por partidas generales de las relaciones hechas por menor, etc.

En el momento en que se prefirió el vocablo "Estado" para manifestar el concepto que nos preocupa se abandonan palabras que, queriendo decir próximas o idénticas ideas, habían servido durante siglos, por no decir milenios: ciudad, república, reino, etc.

Es que nació el Estado moderno en una época de ruptura, en que se debatían tópicos todavía más trascendentales, como los referentes a la naturaleza misma de la sociedad y del hombre.

Se explica entonces que las diversas teorías que perseguían en estos últimos cinco siglos dar razón del existir y del destino colectivo y humano, sostuvieran su propia versión del Estado, y ello refleje la desorientación y discrepancia de que esta categoría central del fenómeno político se resiente.

Un recuento expositivo de la infinidad de teorías atinentes a lo que es el Estado, fuera de extenso y fatigoso, resultaría vano afán erudito, porque muy poco redundaría en entender lo que realmente es.

Estimamos preferible dar cuenta sin pretensiones de lo que hemos logrado comprender tocante a esta materia con la ayuda de las fuentes revisadas y de la filosofía perenne.

93. Las cualidades humanas. Dentro de cualquier concepto que se acoja acerca del Estado se le reconoce misión de regir hombres, de modo que parece razonable, antes de precisar el significado de aquél, considerar brevemente la realidad del hombre.

Ya se estime, en efecto, como en los estatismos y totalitarismos de diversa índole, que el hombre es para el Estado, ya, a la inversa, se suscriban las doctrinas que sostienen que el

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Estado es para el hombre, estimamos lógico iniciar el análisis de aquel concepto puntualizando la idea que tenemos sobre el hombre.

Todos los demás seres creados siguen ciegamente la ley de su naturaleza, sin comprenderla ni estar en situación de apartarse de su respeto: se encaminan al objetivo que explica su existencia sin percibirlo ni buscarlo; lo cumplen espontánea e ineludiblemente.

Al hombre, sin dejar de ser un animal, clasificable fisiológicamente entre los de su especie, se lo llama racional, porque mediante su inteligencia percibe la verdad de su realidad y de la del mundo circundante, y en uso de su voluntad se muestra capaz de orientar sus actos a la perfección de su fin propio.

Pero el hombre es un ser libre, porque si su intelecto aprehende la realidad, se abre, entre tanto, a su voluntad la alternativa de determinar su comportamiento, ya en forma consecuente al progreso de su vocación natural, ya de algún modo que lo aleje de ésta.

La conducta humana está, pues, íntimamente vinculada a la exigencia que brota de la realidad de su naturaleza. Lo que el hombre es le traza lo que debe ser. La metafísica es la base de la moral. Si el hecho del hombre concuerda con su esencia, el acto realizado es moral; en tanto que se tacha de inmoral si contradice la realidad de su ser, separándolo de su fin específico.

Si el hombre actúa razonablemente de acuerdo con su propia idea de perfección, su acto es para él moral; si actúa contra esa idea, es inmoral. El hábito de la actuación humana revestida de perfección moral constituye la virtud, en tanto, a la inversa, vicio se llama la constante conducta inmoral. La conciencia señala al hombre si su acto es moral o no. Es obligación del hombre tener una conciencia ilustrada y recta que le sirva de guía segura en su acción.

94. Las diversas expresiones del instinto social del hombre. Se distinguen tres aspectos en la realidad humana:

-Mundanidad: en el sentido que el hombre se halla en medio de las cosas animadas e inanimadas, y de sus semejantes.

-Sociabilidad: como tendencia del hombre a vincularse con los demás, sobre los cuales proyecta su actividad, al tiempo que en él repercute a su turno el comportamiento de sus semejantes.

-Politicidad: en el sentido que, como consecuencia de encontrarse el hombre en el mundo y en relación con sus semejantes, comprende que le es necesario organizar la convivencia de la pluralidad de los que conviven y tiende a estructurarla.

Considerando particularmente la sociabilidad, pueden a su vez precisarse en ella tres elementos:

a) El "Yo" individual, que se afirma como distinto frente a los demás, al mundo.

b) El "Tú", ser semejante con el que el "Yo" se vincula.

c) El "Nosotros", o sea el grupo formado por el "Yo" y la serie de los "Tú" con los que de algún modo el "Yo" se relaciona.

Lo primero que percibe el hombre es, en verdad, el "Tú", la alteridad, o sea, su relación con otros seres semejantes a él, señaladamente, en concreto, casi siempre, antes que a ningún otro, con su propia madre.

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Estos tres elementos básicos integran la sociabilidad.

El hombre llega a la vida como consecuencia de que antes de que él nazca se ha formado ya un grupo, la familia, dentro de la que el padre y la madre le transmiten la vida.

La necesidad que tiene el hombre del auxilio de los demás es evidente. Basta observar que un recién nacido, abandonado, pronto muere. Las cualidades de la naturaleza manifiestan la sociabilidad, como son las que hacen posible el lenguaje, por medio del cual expresa el ser racional sus necesidades y comunica sus ideas y sentimientos.

La interpenetración entre el individuo y la sociedad es muy profunda, porque el hombre no se desarrolla, no puede llegar a ser tal en la plenitud de su potencialidad, si no recibe de los demás los elementos requeridos para su perfeccionamiento, tanto en el orden psicofisiológico, como en el intelectual y moral. El hombre es, en cierto sentido, condicionado por la sociedad, pero simultáneamente su acción repercute sobre la colectividad e influye en ella.

"Así el hombre es un animal cívico -dice Aristóteles-, más social que las abejas y otros animales que viven juntos" (Política).

"El hombre es por naturaleza animal político o social -reitera Santo Tomás-. Evidéncialo el hecho de que un hombre no se basta si vive solo, puesto que la naturaleza en pocas cosas lo proveyó suficientemente, dándole razón por la que pueda procurarse todo lo necesario para vivir, como son la comida, el vestido o cosas parecidas, para cuya producción no basta un solo hombre. Por eso el hombre vive en sociedad, por imposición de la naturaleza... Como el hombre es naturalmente un animal social precisa ser ayudado por los demás para conseguir su propio fin" (Summa Contra Gentiles, Lib. III, caps. 85 y 117).

95. Manifestaciones de la sociabilidad. Los distintos tipos de vínculos que se forman entre los hombres se han definido de diferentes maneras, pero el principal, genérico y básico es el grupo, o sea, la pluralidad de seres que dentro de la sociedad general, forman un conjunto trabado con alguna forma de relación.

Los grupos, que no sean simple aglomeración, pueden ser impuestos directamente por la misma naturaleza, como la familia; o nacidos del libre acuerdo de varios, como un club deportivo o una sociedad comercial; o formados de hecho por la solidaridad, como el que nace de los efectos de un temblor o de un accidente cualquiera, que agrupa espontáneamente a quienes lo sufren.

En este análisis nos encontramos con la comunidad. En Derecho Civil se entiende por ésta un cuasicontrato resultante de un hecho, como el que se forma, al comprar varios una misma cosa, entre los adquirentes de ella. En Sociología la comunidad se funda más que en el hecho, en la percepción que tienen varios de sentirse vinculados, mediante alguna forma de relación, con otras personas.

Al hecho del grupo, o al sentimiento de la comunidad, la sociedad agrega organización, o sea, sociedad es el grupo organizado, vale decir, debidamente estructurado y acondicionado para algún fin, en que se consolida el grupo y se crea y fortalece la comunidad.

Los grupos organizados son de distintas especies: si derivan exclusivamente de la espontánea voluntad de sus componentes tras de objetivos parciales o accidentales, toman más bien el nombre de asociaciones; se reserva el de sociedad para el grupo organizado con fines permanentes, y se llaman organizaciones las estructuras como instrumentos integrados por medios humanos y materiales con prescindencia de sus finalidades. Estamentos son los

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distintos sectores del grupo mayor en el que se integran quienes en su seno desempeñan las diversas funciones.

Se ha discutido mucho acerca de la verdadera naturaleza de las sociedades: algunos han reconocido en ellas una realidad sustancial, es decir, un ser que tiene existencia propia y separada de sus miembros; en cambio otros creen -como nosotros- que representan simplemente una realidad accidental, una forma de relación entre sus miembros, o sea, sin éstos, separada de ellos, no hay sociedad.

La Sociología considera los actos y hechos sociales, las relaciones, interacciones, comportamientos, procesos, decisiones, etc.

Cuando los procesos sociales están estructurados, se establecen órganos que ejercen funciones de acuerdo a los procesos previstos para encuadrar los comportamientos (behaviour).

Los hechos y actos humanos exteriorizados pueden ser: a) Actos y hechos simplemente individuales; por ejemplo, rezar en voz alta en la soledad, disparar a un pájaro, etc.; b) Actos y hechos interindividuales; verbigracia, conversar con otro, la amistad, el noviazgo; c) Actos y hechos sociales, que son expresión del instinto de sociabilidad del hombre y de la necesidad de la sociedad, como una fiesta de cumpleaños.

Se encuentra indiscutiblemente organizada una sociedad cuando está determinado por lo menos:

a) Cómo se entra y cómo se sale de ella, la forma de incorporación y de egreso o expulsión.

b) Cuáles son los órganos de autoridad establecidos para dirigirla a su finalidad y sus respectivas funciones.

c) Cuáles son los fines u objetivos que persigue la sociedad y los medios para obtenerlos.

d) Cómo se designan los titulares de los diferentes órganos y el período de desempeño de sus autoridades.

e) Cuáles son las obligaciones de los socios y cómo se mantiene la disciplina en el cumplimiento de ellas.

En relación a las sociedades, se encuentra el concepto de institución que corresponde a la concepción de la sociedad basada más en la naturaleza que en la simple voluntad del hombre. Se ha definido, en efecto, la institución, especialmente por Maurice Hauriou, como una idea de obra o empresa que se realiza duraderamente en un medio social. Conforme al pensamiento de Marcel Prélot, institución es una colectividad humana unida por una idea o una necesidad común y sometida a una autoridad o regla fija. Mantiene su esencia a lo largo del tiempo aunque cambien sus integrantes o su forma organizativa.

Esta tendencia connatural al género humano de formar infinidad de grupos, comunidades, sociedades, asociaciones, organizaciones, instituciones, tal vez jamás había tenido expresión más fecunda que en esta etapa de la historia. "La socialización -observa S. S. Juan XXIII en Mater et Magistra (1961)- es uno de los aspectos característicos de nuestra época. Es una multiplicación progresiva de contactos en la vida común; engendra formas diversas de vida y de actividades asociadas y la instauración de instituciones jurídicas. Este hecho deriva de numerosos factores históricos, entre los cuáles hay que mencionar los progresos científicos y técnicos, una mayor eficacia productiva, un más alto nivel de vida de los habitantes... Es

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también fruto y expresión de una tendencia natural, casi incoercible de los hombres: tendencia a la asociación con el fin de alcanzar objetivos que sobrepasan las capacidades y los medios de que pueden disponer los individuos. Semejante disposición ha dado vida, sobre todo en estos últimos decenios, a toda una gama de grupos, de movimientos, de asociaciones, de instituciones, con fines económicos, culturales, sociales, deportivos, recreativos, profesionales, políticos, tanto en el interior de las comunidades políticas como en el plano mundial".

En general, todas esas formas asociativas, ya de ineludible origen, ya de libre creación, proporcionan -más o menos numerosos, más o menos importantes- sólo algunos de los muchos bienes que el hombre necesita para su integral desarrollo, tan diversos en sus especies. Ni siquiera la familia, el grupo natural básico, es capaz de dar a los suyos todo lo que ellos piden, conforme a sus vocaciones individuales, y han de buscarlos fuera de su reducido ámbito. Se comprende con mayor razón, que, si cada una de las sociedades organizadas por el hombre se halla en condiciones de suministrarle las determinadas ventajas que explican su razón de ser, ninguna se presenta tan amplia en su objetivo, y tan rica en sus medios como para proporcionar, en su inmensa variedad y universalidad, todo lo que sus integrantes necesitan a lo largo de sus vidas.

Mediante el perfeccionamiento de su ser, el hombre busca la felicidad, la satisfacción de necesidades, apetitos, aspiraciones, el conocimiento de la realidad, el cumplimiento de sus propósitos. Es, no obstante, experiencia general, dolorosa pero fecunda, que el hombre no encuentra en esta vida la plenitud de sus ansias, y ello se explica porque, creado por Dios y a imagen suya, ha de encontrar más allá del tiempo, en la plena posesión del mismo Dios, la verdad total, la belleza perfecta, el bien absoluto. No hay contradicción entre los dos planos en que se proyecta la existencia humana: cada persona conjuntamente con perseguir la felicidad terrena ansía la dicha ultratemporal, y ésta no se conquista sino recorrido ya el camino que conduce a la natural perfección.

El hombre, para el cumplido logro de su trascendental misión, ha de recibir el doble auxilio de lo que favorezca su desarrollo en el tiempo y de lo que afirme su vocación sobrenatural.

96. La sociedad civil: debate sobre su origen. Si en ninguno de los grupos naturales de que hemos hablado, ni menos en las muchas sociedades con fines parciales, transitorios o especializados que organiza, encuentra el hombre la universalidad de los medios de que requiere en la búsqueda de su propia perfección, se presenta como necesaria la existencia de sociedades que dispongan, ya en el plano temporal, ya en el religioso, variedad y riqueza de medios e instrumentos destinados a satisfacer las urgencias de cada hombre.

Así sucede en las sociedades perfectas: la Iglesia en el orden sobrenatural y la sociedad civil en el profano.

"El hombre está naturalmente ordenado a vivir en comunidad política -decía León XIII en Immortale Dei (1885)- porque, no pudiendo en la soledad procurarse todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida corporal exige, como tampoco lo que conduce a la perfección de su ingenio y de su alma, ha sido providencia de Dios que haya nacido dispuesto al trato y sociedad con sus semejantes, ya doméstica, ya civil; la cual es la única que puede proporcionar lo que basta a la perfección de la vida" (Nº 6).

Desde un punto de vista especulativo, llámase sociedad civil aquel cuerpo mayor que, comprendiendo multitud de hombres y variedad de grupos natural o libremente formados, tiene por misión crear, mantener y afirmar las condiciones favorables a la consecución por cada uno de sus miembros de su fin específico, con el objeto de hacer posible el perfeccionamiento de todos, sin daño y, al contrario, propendiendo al feliz destino ultraterreno de todas las personas que la integran.

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Si se abandona el discurrir filosófico y se observa la realidad histórica, se concluye, coincidentemente, que, en el hecho, siempre han existido estos grupos mayores del cual el Estado moderno resulta etapa de su incesante manifestación.

La afirmación del carácter ineludible de la sociedad política se sostiene con tal fuerza que Aristóteles llega a afirmar que "quien no tiene necesidad de otros hombres o no se resuelve a vivir con ellos, es un bruto o un dios" (Política, pág. 7).

El pensamiento griego es, en este punto, el mismo de la filosofía cristiana, desarrollado por Santo Tomás y sus expositores de la Contrarreforma.

La doctrina expuesta se aparta de la concepción equivocadamente atribuida por algunos a San Agustín y que, en todo caso, es la de algún protestantismo, según la cual el Estado se ha hecho necesario sólo en razón de la decadencia producida por el pecado. La sociedad civil no tiene, en efecto, como razón de su existencia evitar el mal que el hombre puede hacer, sino procurar el bien que en todos los órdenes debe buscar para su propio e integral desarrollo, y esta posibilidad de bien no se destruyó con la mancha de la primera caída, la cual, es cierto, hizo sólo más compleja y difícil la búsqueda del fin colectivo, a causa de las inclinaciones egoístas y malsanas fortalecidas por esa decadencia.

La convicción de la necesidad de la sociedad civil se opone a la que apoyan las corrientes contractualistas de que son expresión los pensamientos ya expuestos de Hobbes, Locke y Rousseau. Para éste, por ejemplo, el hombre nace libre y bueno y, para liberarse de la servidumbre en que la sociedad lo coloca, celebra el pacto que da nacimiento al cuerpo político y cuya cláusula fundamental enuncia. Se recurre, como se ve, a una hipótesis para explicar una realidad de todos los lugares y tiempos de la historia.

Repárese en que no se considera aquí, ni el problema de la autoridad que ha de existir en el Estado, ni el de determinar quiénes ejercen el gobierno en éste, cuestiones estas que se estudian más adelante, entre otros objetos, para precisar el grado en que puede imponerse la obediencia.

Niega también, como veremos, el carácter ineludible del Estado la concepción marxista, según la cual es fenómeno pasajero, simple superestructura del tipo de relación económica que traduce la explotación por la burguesía del proletariado y que vendrá a desaparecer, superada la etapa transitoria de la dictadura de este último, cuando llegue a realizarse la sociedad sin clases sociales, meta de la historia.

Explicamos con detenimiento este aspecto de la doctrina marxista más adelante.

Consideran al Estado como un mal que debe suprimirse para que el individuo se pueda desarrollar, al tiempo que propician y anuncian la pronta desaparición de aquél, los anarquistas que propagaron sus doctrinas en el siglo XIX: Max Stirner, Bakunin, el príncipe Kropotkin (v. Beneyto, pág. 456; Burdeau, Tratado, t. V., pág. 264).

La afirmación que se formula acerca de la necesidad y realidad del Estado no nos puede llevar a la exageración de suscribir el positivismo de Augusto Comte (1798-1857), para quien la sociedad era un verdadero organismo regido por la ley de la evolución, tal como lo sostuvieron también otros después de él como, por ejemplo, Herbert Spencer (1820-1903).

La exaltación del Estado encuentra su máxima expresión en el pensamiento de Hegel (1770-1831). Para éste, según sintetiza Luño Peña, "el Estado es una creación de la razón; es la

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realidad de la voluntad sustancial, lo racional en sí y por sí. El Estado es la forma suprema en que se desarrolla la idea de moralidad; es el fin absoluto en sí, en el cual la libertad alcanza su derecho supremo. El Estado tiene derecho absoluto sobre los particulares, cuyo supremo deber es ser miembros del Estado" (Historia, pág. 265). "Para Hegel -dice Beneyto- el Estado es un Dios, pero no un Dios-padre, sino un verdadero Leviatán; un demonio que busca fríamente el bien de los ciudadanos sin reconocer valor al pueblo ni a la persona" (ob. cit., pág. 399).

En resumen, "en el pensamiento de Hegel -como dice Pietro Pavan- el Estado representa el momento en el cual la idea en su eterna evolución circular se objetiva en un orden político que forman y vivifican los seres humanos, los cuales sólo viven en el Estado y por el Estado" (La democracia y sus razones, pág. 77).

LA COMUNIDAD NACIONAL

97. La Nación: su significado. A través del examen del funcionamiento de las sociedades, se puede llegar a la conclusión de que la convivencia de muchos hombres, prolongada en suelo de contornos más o menos precisos, crea y fortalece paulatina y espontáneamente entre ellos el sentimiento de participar de una comunidad de valores que a su vez cimenta con creciente solidez sus mutuos vínculos.

No obstante la diversidad de edades, sexos, actividades, profesiones, a pesar de la particularidad con que cada cual concibe y realiza su propio plan de vida, perciben los convivientes la consistencia de los lazos que los estrechan e intuyen la realidad de un destino común.

La identificación resultante que brota del uso de una misma lengua, de la creencia en igual depósito de fe, el respeto al vigor de costumbres ancestrales, la admiración por el pasado histórico, el propósito de afirmar tradiciones hondamente enraizadas, infinidad de otras similitudes en los más variados aspectos tienen eco y se proyectan en la intimidad de cada persona y genera el sentimiento coincidente de pertenecer a determinado grupo humano que el suceder ha configurado imperceptible pero siempre más precisamente.

Desde el instante en que resuenan en forma simultánea y concordante en el interior de muchos hombres el valor y fuerza de esa unidad colectiva y toman conciencia cada vez más clara y precisa de su existencia, se puede hablar de nación.

Nada más bello que la descripción de Renán. La Nación "es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que, a decir verdad, constituyen una sola, forman esta alma... una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar, acrecentándola, la herencia que se ha recibido indivisa, tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente, haber hecho juntos grandes cosas, estar en disposición de volver a hacerlas; he aquí la condición esencial para ser un pueblo" (transcrito en Galaz, ob. cit., pág. 168).

Jacques Maritain observa que "nación" viene de "nasci" que es nacimiento, hecho no biológico, sino ético-social: "Una comunidad étnica puede definirse, hablando en general, como una comunidad de normas de sentimiento arraigada en el suelo físico original del grupo así como en el suelo moral de la historia; se convierte en una nación cuando esta situación de hecho entra en la esfera del autoconocimiento, o, en otras palabras, cuando el grupo étnico se torna consciente del hecho de que constituye una comunidad de normas de sentimiento -o mejor aún, tiene una psiquis común inconsciente-, poseyendo su propia unidad e individualidad y su propia voluntad de perdurar en el tiempo. Una nación es una comunidad de gentes que advierten cómo la historia las ha hecho, que valoran su pasado y que se aman a sí

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mismas tal cual saben o se imaginan ser, con una especie de inevitable introversión" (El hombre y el Estado, págs. 18-19).

Ninguno de los elementos que contribuyen a dar vigor a esa sensación de unidad, si se lo considera en forma separada y aislada, se presenta con suficiente fuerza aglutinante como para explicarla plenamente. Otros grupos podrán, en efecto, hablar el mismo idioma, profesar idéntica religión, ceñirse a hábitos en cierto modo análogos, etc., pero no por ello sus integrantes todos constituyen una sola nación. Esta se fundamenta en la universalidad de vínculos, en toda la variedad y particularidad de relaciones que resultan de una larga convivencia. No hay duda de que es posible detenerse especulativamente a analizar en la comunidad tan sólo su hablar o su raza o cualquier otro de sus rasgos sociales característicos, pero al hacerlo no se abarca en su integridad lo peculiar del grupo nacional.

Es la combinación del gran número de factores configurantes, en fondo indivisible, la causa de que se provoque el estrecho, intenso y generalizado sentimiento de la recíproca vinculación que se impone, con un valor imperativo natural e ineludible, sobre todos los integrantes del grupo, al cual reconocen pertenecer sin necesidad de consciente y voluntaria adhesión.

Al margen de este sentimiento de nacionalidad, el grupo mismo puede ser, por cierto, objeto de análisis desde diferentes puntos de vista, pero, para profundizar en las bases y rasgos del sentimiento comunitario, no podrá prescindirse de tomar en cuenta el conjunto de valores que, de modo complejo, universal e inconfundible forman su realidad única.

De ordinario quienes se reconocen miembros de una misma comunidad nacional desarrollan sus vidas próximos los unos de los otros, en el espacio más o menos determinado por deslindes geográficos -la región no es ya sólo país es Patria, la tierra de los padres-; pero el vínculo no se pierde si alguno de quienes lo sienten residen fuera de límite territorial, y puede darse, incluso, el caso de que todos sus integrantes se hallen dispersos en medio de otros grupos foráneos, como ha ocurrido durante largas épocas a la nación judía que recuperó su hogar en Israel (1948).

"Mas, pese a todo eso, la nación no es una sociedad, ni cruza el umbral del reino político -sostiene Maritain-. Es una comunidad de comunidades, un núcleo consciente de sentimientos comunes y de representaciones que la naturaleza y el instinto humano han hecho hormiguear en torno a un determinado número de cosas físicas, históricas y sociales. A semejanza de cualquiera otra comunidad, la nación es acéfala, tiene sus élites y centros de influencia, más no jefe ni autoridad gobernante; estructuras, pero no formas racionales ni organizaciones jurídicas; pasiones y sueños, pero no un bien común; solidaridad entre sus miembros, fidelidad y honor, aunque no amistad cívica; maneras y costumbres, no orden y normas formales" (El hombre y el Estado, pág. 19).

En resumen, el concepto de nación no puede identificarse con el que filosóficamente hemos descrito como sociedad civil, que supone un grupo en situación de proporcionar lo que de él esperan sus miembros, pero la comunidad nacional es un hecho que explica o sostiene la sociedad por organizarse o ya en marcha.

Es por eso por lo que reviste tan primordial interés desentrañar el sentido de nación antes de determinar el del Estado.

Porque, en efecto, con la misma espontaneidad con que aquilatan la fuerza de la comunidad nacional, los hombres a quienes ésta estrecha, comprenden la ventaja de continuar y afirmar los valores que encierra, convencidos de que en ellos se cifra la prosperidad y el progreso de todos, intuyen la conveniencia de buscar juntos un mejor futuro colectivo y se inclinan a

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reflexionar sobre el sentido que debería tener el esfuerzo mancomunado que se orienta a tal objeto.

En otras palabras, el sentimiento nacional jamás se presenta como estático, traducido en un simple gozo de las resonancias de la afinidad colectiva, sino de manera fuertemente dinámica, por su tendencia a mantener, robustecer y depurar los valores que contiene y completarlos con nuevos enriquecimientos.

FORMACIÓN DEL ESTADO

98. Su tendencia a la organización. Formación del Estado. Así, pues, a medida que la nación afirma los lazos que vinculan a sus integrantes, les impele no sólo a percibirlos, sino que a trabajar porque la prolongación de la convivencia se realice en tal forma que, sobre los valores comunes y perfeccionándolos, se asegure la paz y felicidad de todos.

Muchas veces este impulso que provoca el sentimiento nacional comienza a expresarse en formas rudimentarias, cuando se escoge o acepta un jefe que, de ordinario con ocasión de una emergencia colectiva, logra poner de manifiesto la vocación unitaria del grupo que él llega a simbolizar, y su voluntad común en proceso de afirmarse tras el bien general.

Mientras la personalidad surgida en la comunidad se identifica de tal modo con ésta que no sólo representa su unidad sino que es su única forma de expresarla y de concretarla, se hace imposible distinguir entre la voluntad colectiva y la concepción individual que del bien de la comunidad se anida en el líder surgido en su seno, con el consiguiente riesgo de subordinar los deseos, las aspiraciones, los intereses, el porvenir nacionales, con los propósitos particulares, las conveniencias, quizás los caprichos y, en todo caso, con la duración del ascendiente ejercido sobre el grupo por quien lo encabeza.

Sin embargo, con frecuencia durante el tiempo en que se experimenta la influencia del hombre que las circunstancias han llevado a la dirección colectiva, no sólo se despierta el común sentimiento de la nacionalidad, que dormía latente en espera de su concreción, sino que pronto se extiende y fortalece en sus mentalidades superiores la convicción de que un porvenir mejor requiere una organización que sea capaz de procurarlo con eficacia, y que sea independiente de la influencia lograda por el jefe.

Lentamente, a través de numerosas formas intermedias, se van afirmando límites al ejercicio de la autoridad, restringiéndose paso a paso el ámbito de la actuación arbitraria y discrecional de quien la desempeña, despersonalizándose sucesiva y progresivamente la potestad directiva. A medida que se distingue y separa la persona o personas que rigen la sociedad de las potencialidades que ponen en movimiento para hacer marchar a ésta y se extiende la convicción de que no es lo mismo el poder que accidentalmente revisten quienes están dirigiendo el grupo de sus propias personas e individuales destinos, encontramos un Estado en forma, una sociedad civil perfecta. La naturaleza ha hecho su camino hasta producir la realidad de una forma asociativa que ya hemos considerado ineludible racionalmente.

No cabe traer aquí el recuerdo de cómo, históricamente, se han formado los Estados, ni el debate de los sociólogos acerca de la manera como las colectividades humanas han llegado a aceptarlos. Las circunstancias tienen tal virtud que provocan variedad riquísima cuando se considera particularmente el suceder que ha conducido a la organización de cada uno de ellos. Las doctrinas encaminadas a explicar el proceso formativo de esta realidad innegable son numerosísimas: simple proyección del poder paterno sobre pluralidad de familias; resultado de la superioridad que prevalece; de la fuerza física que se teme; llamado o consagración religiosa; dominio sobre la tierra; legitimidad monárquica; elección de los ciudadanos, etc.

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Lo cierto es que aquello mismo que se ha pensado como filosóficamente necesario es fenómeno inseparable de todos los tiempos: la naturaleza social del hombre genera una forma asociativa que es un grupo mayor llamado a procurar el bien de todas las personas y grupos menores que lo integran con poder eficaz para conseguirlo.

99. Desde cuándo existe Estado. Cuando en determinado pueblo no se observa tan sólo el hecho de la comunidad nacional, sino que funciona la organización destinada a procurar la felicidad de sus miembros, se encuentra lo que filosóficamente se describe como la sociedad civil, impuesta por la naturaleza con objeto de bien común.

Pero, desde el momento en que abandonamos el discurrir meramente especulativo y nos colocamos en el lenguaje de la ciencia política, se abren numerosas cuestiones al pretender trasponer en éste la realidad ontológica de la sociedad civil y precisar el concepto de Estado.

Para que reconozcamos la existencia de éste, ¿hemos de exigir la etapa superior de organización ya descrita en la cual se distinga la persona del gobernante del poder que pone en movimiento?

Es lo que sostiene Georges Burdeau, para quien sólo hay Estado desde el momento -y no antes- en que el poder se haya despersonalizado institucionalizándose: "La institucionalización del Poder -explica este tratadista- es la operación jurídica por la cual el poder político es transferido de la persona de los gobernantes a una entidad abstracta: el Estado. El efecto jurídico de esta operación es la creación del Estado como soporte del Poder, independientemente de la persona de los gobernantes" (Tratado, tomo II, pág. 188).

De esta manera de ver se aparta fundamentalmente el pensamiento de León Duguit: "Si en un grupo social hay individuos más fuertes que otros, ya porque se les atribuye una fuerza moral o religiosa superior, ya porque disponen de un poder material de coacción, ya porque en el hecho pueden apoyarse en el consentimiento de una mayoría... se dice que en estas sociedades hay una autoridad política; se dice que estas sociedades son Estados cuando esta fuerza mayor de algunos presenta un cierto carácter de permanencia y organización" (L?Etat, t. 1, pág. 97; cit. por Esmein, t. 1, pág. 40).

Ni una ni otra postura suscribimos: la de Duguit es gravemente errónea, en cuanto reduce un valor de primer orden, como es el Estado, a una mera circunstancia de hecho que no explica su razón ni contenido; la de Burdeau describe la perfección del Estado de Derecho moderno, pero no es comprensiva de un fenómeno de todos los lugares y tiempos.

Donde hay dirección de bien general que se ejerce sobre un pueblo localizado se encuentra el Estado.

Como dice Vedel, aludiendo a la aplicación al Estado por Maurice Hauriou de su teoría de la institución, "el poder se instituye cuando los gobernantes conciben una cierta empresa por realizar, que sobrepasa las personas y el estricto interés personal de ellos y provocan el asentimiento y la adhesión de los gobernados a esta empresa... La institucionalización del poder es la superación por los gobernantes de la simple autoridad de hecho y la aceptación de su idea de empresa por la masa de los gobernados. No hay que concebir la empresa de los gobernantes como proveniente de un puro pensamiento de filantropía y de idealismo. Es sobre todo efecto de uno de los instintos más tenaces del hombre: el de hacer obra durable, el que mantiene el jefe de industria en la tarea cuando ya ha hecho fortuna, el que hace que tal funcionario mal pagado y mal considerado se apasione por su trabajo. Ahora bien, ninguna obra dura si no sobrepasa la persona y los intereses del obrero. El resultado de la institucionalización del poder es dar nacimiento... a una creencia social según la cual los

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gobernantes no son sino los instrumentos del Estado, estando éste concebido como distinto de ellos mismos y superior a ellos" (ob. cit., pág. 101).

El matiz de diferencia entre el pensamiento de Vedel y el de Burdeau en este punto, y que nos lleva a participar más plenamente del de aquél, se halla en que, según parece, para Vedel como para nosotros existe Estado aun antes de que se haya operado plenamente la transferencia de poder del gobernante a la entidad colectiva llamada Estado, desde el momento mismo en que quien tiene el mando percibe que está realizando una obra de bien común por encima de él y aun cuando piense todavía que sólo él la interpreta exclusiva y fielmente y mantenga su poder de decisión incólume. Naturalmente que cuando rige una regla positiva que se impone al mismo gobernante encontramos el Estado de Derecho moderno plenamente institucionalizado y perfecto.

100. Sociedad y Estado. Más adelante se expondrán doctrinas que pretenden identificar el Estado con alguna de sus condiciones de existencia o elementos integrantes.

Ahora es del caso plantear si se confunde el Estado con la misma Sociedad.

En general, se ha tendido a considerar como sinónimos la sociedad civil y el Estado.

Sin embargo, las formas totalitarias contemporáneas, propendiendo a desconocer los derechos de individuos y grupos que conviven en el seno del Estado, han dado origen, como antídoto, a la tendencia inversa de diferenciar el concepto de éste con el de la sociedad política.

"El Estado no es sociedad -sostiene en este sentido Rommen- sino justamente orden público en cuanto acción viva en la sociedad... El Estado es, por consiguiente, algo nuevo, la forma que es la unidad del orden."

"El cuerpo político o la sociedad política es el todo -dice Maritain-. El Estado es una parte -la más sobresaliente- de ese todo... aquella parte del cuerpo político especialmente interesada en el mantenimiento de la ley, el fomento del bienestar común y el orden público, así como la administración de los asuntos públicos. El Estado es una parte que se especializa en los intereses del todo... Cuando decimos que el Estado es la parte superior del cuerpo político, significamos que es superior a los restantes órganos o partes colectivas de ese cuerpo, pero no que sea superior al cuerpo político en sí" (El hombre y el Estado, págs. 22, 25, 27).

De ese modo se expone según Maritain una concepción "instrumentalista" del Estado al servicio de la sociedad, como opuesta a una comprensión "substancialista o absolutista" del Estado conforme a la que éste absorbe a aquella por completo.

"La misión de gerencia excluye la posibilidad de transformar, por voluntad unilateral, el organismo administrado" (Burdeau, t. IV, pág. 168).

ELEMENTOS DEL ESTADO

101. Elementos del Estado. Al entrar a estudiar el fenómeno del Estado, parece natural detenerse a examinar cuáles son las causas que lo generan.

En este sentido puede concordarse en que su causa material se determina por la realidad de la existencia de multitud de hombres en determinado espacio; su causa eficiente se halla en el instinto social, en la característica de su sociabilidad; como causa formal ha de estimarse la organización misma que se da, la unidad jurídica institucional y constitucional; y, en fin, su causa final, la explicación de para qué se constituye, indudablemente, para el bien común.

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El mejor conocimiento del Estado exige diferenciar elementos de existencia, como el grupo humano y el territorio, y otros que son elementos constitutivos que lo tipifican, como el bien común, el poder y el derecho.

En síntesis, el fenómeno colectivo que se denomina Estado es el que se expresa en la existencia de un grupo de hombres que, residiendo en un territorio determinado, vive sometido a un poder que provee al bienestar de los asociados, ajustándose éstos y la autoridad a reglas de derecho.

A. EL ELEMENTO HUMANO

102. A) El elemento humano. La persona. Se encuentra en determinadas superficies territoriales una pluralidad de hombres y familias en tal número que se califica de multitud y forma población que llega a contarse por centenas de millones en las grandes potencias contemporáneas.

Hemos señalado ya la existencia en el sentimiento nacional, de la fuerza unitiva que conduce a la formación o mantiene el vigor del grupo estatal y que se refuerza a lo largo de la convivencia en el mismo suelo.

Precisamente la mejor garantía de solidez del Estado moderno estriba en que se apoye en una sola nación, es decir, que coincida el conjunto de hombres que sienten la atracción de la misma nacionalidad con el de los integrantes del Estado. En tales situaciones, es fácil hallar un vivo patriotismo, ya que -usando la autoridad del idioma- patria es "nación propia nuestra, con la suma de cosas materiales e inmateriales pasadas, presentes y futuras que cautivan la amorosa adhesión de los patriotas".

La relación entre los conceptos de Nación y Estado ha aparecido tan estrecha que las agrupaciones de Estados con proyecciones universales se han denominado Sociedad o Liga de Naciones (1919) o Naciones Unidas (1945), y en el siglo XIX tuvo gran importancia internacional el principio de las nacionalidades, cuyas proyecciones aún hoy se hacen sentir, según el cual, conforme a la definición de Charles Rousseau, "toda nación que presente ciertos caracteres propios (de orden étnico, lingüístico, cultural, religioso, psicológico, histórico, etc.), tendría un derecho natural a constituirse en Estado independiente" (ob. cit., pág. 78).

La realidad de hoy y de otras épocas comprueba que no siempre calzan Nación y Estado. Durante cerca de medio siglo el mundo sufrió, entre sus mayores problemas, la tragedia de una nación -la germana- que por causa exterior a sí misma se vio artificialmente destrozada, sin poder integrar un solo Estado. Gravísimas dificultades ha tenido Bélgica para ordenar en su seno la convivencia de diversas naciones, tal como le ha ocurrido a España, con problemas a veces muy difíciles de manejar. Luego de la Segunda Guerra Mundial procuraron constituirse diversos Estados sobre la base de conformarlos mediante la reunión de varias naciones, como lo traducían sus propias denominaciones: Yugoeslavia, Checoeslovaquia, etc., conjuntos que, después de la caída del muro de Berlín, manifestaron su debilísima unidad. La Unión Soviética, que había logrado, convirtiéndose en un poderoso imperio, abrigar en su seno multitud de nacionalidades, quedó disuelta desde el citado evento, desmembrándose de modo que con el nombre de Rusia todavía aglutina hoy sólo algunas de ellas. En Suiza, el uso de las lenguas germana, francesa e italiana representa una de las muchas expresiones de la heterogénea procedencia nacional de su población.

Sin embargo, la indefinida separación de componentes de una misma nacionalidad en diferentes Estados, conduce, en ocasiones, a debilitar el sentimiento inicial de comunidad y a dar origen más tarde a nacionalidades diferentes, como ocurrió a los países iberoamericanos,

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en los cuales, al proliferarse una veintena de Estados, se debilitó el acervo común inicial y se ahogó el empuje unitivo de la gesta emancipadora.

A la inversa, grupos de diversa procedencia nacional, prolongando su convivencia en un mismo Estado, tienden a configurar una sola nación que paulatinamente aguza rasgos originales, como ha sucedido a los Estados Unidos, en que convergieron varios pueblos que hoy se identifican en el american way of life.

PUEBLO

103. Pueblo. Cuerpos intermedios. Ahora bien, debe advertirse que el vocablo pueblo, al considerarse la expresión del elemento humano del Estado, admite variedad de acepciones, exponente a su turno de la diversidad y riqueza de significados susceptible de manifestarse con tal término. Es útil por eso tratar de precisarlos en el afán de remover esos malentendidos y confusiones que tan sostenidamente presenta la ciencia política.

A veces el vocablo pueblo es, en efecto, sinónimo de población: "hay que vacunar al pueblo"; otras, equivalente de nación: "el triunfo que el pueblo chileno obtuvo en Yungay"; se lo emplea también con referencia al electorado: "hay que consultar al pueblo"; como opuesto a la autoridad: "gobierno y pueblo"; como la parte de la sociedad en algún respecto más desvalida: "hay que dar techo al pueblo"; como raza: "la misión del pueblo alemán"; como una sola clase, la proletaria, que vive de su salario y no es dueña del capital productivo: "la dictadura del pueblo".

En ninguno de esos sentidos se describe en toda su riqueza el elemento humano del Estado.

Hay dentro de la sociedad política pluralidad de hombres, pero no en mera yuxtaposición cuantitativa. La relación de cada persona con el Estado es compleja, porque sólo en cierto respecto se halla el hombre dentro de la sociedad y en otros más trascendentales se proyecta fuera de ella.

El pueblo como elemento constitutivo del Estado no es la masa en el sentido que con tanto brillo describiera Ortega y Gasset como fenómeno de la decadencia contemporánea: la muchedumbre contada y pesada, la multitud inorgánica e indiferenciada, formada simplemente por el conglomerado de los que pueden contarse, porque se limitan a reflejar, sin aportar nada peculiar y propio, las reacciones colectivas que suscitan la propaganda, los prejuicios, las satisfacciones de rango inferior, desprovistos de calidad por la incultura, la falta de espíritu de superación, la carencia de valores intelectuales y morales.

"Masa -dice Ortega- es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás... Y es indudable que la división más radical que cabe hacer de la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva" (ob. cit., págs. 14-15).

"En las muchedumbres lo que se acumula no es el talento, sino la estupidez", decía Gustavo Le Bon en la Psicología de las multitudes, cuyas cualidades de impulsividad, versatilidad, irritabilidad, sugestibilidad, credulidad, exageración, simplismo, intolerancia, etc., estudiaba, convencido de que "por el solo hecho de formar parte de una muchedumbre organizada, el hombre desciende muchos grados en la escala de la civilización".

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"Pueblo y multitud amorfa o, como suele decirse, masa, son dos conceptos distintos -decía S. S. Pío XII en el radio-mensaje de Navidad de 1944-. El pueblo vive y se mueve por vida propia, mientras la masa es de por sí inerte y no puede ser movida sino desde afuera. El pueblo vive en la plenitud de la vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales, en su lugar y de acuerdo con su modalidad, es una persona consciente de sus responsabilidades y de sus convicciones. La masa, en cambio, espera el impulso de afuera y es fácil instrumento en manos de quienquiera explote sus instintos e impresiones, dispuesta a seguir vuelta a vuelta, hoy ésta, mañana aquella bandera... De la fuerza elemental de la masa, hábilmente manejada y utilizada, puede también servirse el Estado. En las manos ambiciosas de uno solo o de varios, que las tendencias egoístas hayan artificialmente agrupado con el apoyo de la masa, reducida a no ser más que una simple máquina, el Estado puede imponer su arbitrio a la parte mejor del mismo pueblo; el interés común queda gravemente y por largo tiempo afectado, y la herida es difícilmente curable. De esto surge claramente otra conclusión: la masa, tal como nosotros la acabamos de describir, es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad".

Recuérdese que el constitucionalismo moderno se propaga cuando prevalece el pensamiento político y filosófico dominante a fines del siglo XVIII. Cada individuo, según éste, por mero discurso racional, entiende los derechos que derivan de su naturaleza y puede hacer valer contra el despotismo.

La comprensión atomista y antropocéntrica de la sociedad política se proyecta especialmente sobre el concepto del elemento humano del Estado, convertido en convivencia de seres autónomos que ha de asegurarse dentro de la libertad política.

La realidad es, al contrario, que el hombre no existe como individuo aislado sino que, eminentemente social, se halla en concreto situado en variados grupos, comunidades, sociedades que se interponen entre la sociedad mayor y él. Por otra parte, no es simplemente individuo sino persona, cuyo fin trascendente el ideario liberal quiso ignorar cuando no combatir.

El pueblo es, en consecuencia, cuando se trata de establecer el elemento humano del Estado, algo distinto de su población toda, o de la porción más necesitada de ella, o el electorado, o la categoría especulativa o todavía inorgánica de la nación, o de la raza, o de determinada clase social; es la realidad de la multitud de hombres y grupos intermedios que hoy existen influidos por su pasado y proyectando su porvenir. En otros términos, el pueblo es un conjunto de personas humanas, racionales y trascendentes, que conviven en el grupo o sociedad mayor, formada por los individuos y sus familias y, al mismo tiempo, por todos los grupos menores y sociedades, naturales y voluntarias, que desarrollan sus actividades en el seno de la colectividad.

LAS CLASES SOCIALES

104. Las clases sociales. Muestra de que la realidad social no se agota en simple convivencia en pluralidad de individuos uniformes y autónomos, es la existencia de clases.

Clase, según el léxico, es "orden o número de personas del mismo grado, calidad u oficio", "orden en que, con arreglo a determinadas condiciones o calidades, se consideran comprendidas diferentes personas o cosas". "Conjunto de personas que pertenecen al mismo nivel social y que presentan cierta afinidad de costumbres, medios económicos, intereses, etc."

Si nadie consigue aisladamente su pleno desarrollo, la marcha de la sociedad requiere por su lado la realización de formas de actividad configurantes de funciones distintas, todas ellas indispensables para la buena marcha colectiva.

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Para cumplir labores que no pueden ser idénticas respecto de cada miembro de la sociedad, se requiere el concurso de todos ellos, y éste resultará prestado en mejores condiciones si se afirma la eficiencia de algunos mediante la continuidad en una misma índole de esfuerzo o previa una preparación específica adecuada.

El hecho de que ciertas personas satisfagan una u otra función dependerá de innúmeras circunstancias, como pueden ser gustos y aptitudes, medio familiar, urgencias colectivas, etc.

La similitud de la actividad ejercida puede naturalmente crear, entre quienes a ella se dedican, vínculos que propenden a agrupamientos más o menos conscientes u orgánicos expresados con mayor o menor espontaneidad, como consecuencia de participar de análogos sentimientos, sentir semejantes reacciones psicológicas, admirar unos mismos modelos, seguir relevantes ejemplos de superación, sufrir la necesidad de enfrentar problemas comunes, concordar en idénticas aspiraciones de mejoramiento.

En principio, las clases sociales constituyen un hecho ineludible de la realidad colectiva y si son lógico corolario de la inevitable desigualdad de hecho observada entre los hombres, en nada se oponen a la igualdad fundamental de su naturaleza y de su vocación trascendental.

El suceder histórico pone de manifiesto que, en numerosas épocas y pueblos, se conoció no sólo variedad de clases sino desigualdad jurídica entre ellas, es decir, que la pertenencia de determinado individuo a una u otra engendraba el que estuviera sometido a un estatuto de derechos y obligaciones propios de su categoría y de los cuales no podía escapar. Integrar una clase privilegiada o participar en otra desfavorecida, generalmente por la mera circunstancia del nacimiento y a lo largo de la vida entera, fue efectivo en las sociedades que se constituyeron a base de la distinción de amos y esclavos, nobles y plebeyos, señores y siervos, etc.

El clasicismo constitucional se configura, mientras tanto, al día siguiente de la abolición de las monarquías absolutas de los tiempos modernos, cuando el ideario filosófico y político postula el término de todo privilegio clasista, mirado como incompatible con la universal igualdad jurídica, y se construye sobre valores conceptuales teóricamente ajenos a toda discriminación de esa índole, como los principios de la soberanía nacional, de la representación electiva, de la separación de los poderes públicos, etc., aunque se atribuya el manejo del poder político a la burguesía capitalista.

Precisamente como protesta por el predominio económico de los detentadores de los instrumentos de producción, adquiere importancia en la ciencia política el estudio de las clases sociales.

Sabemos que importa uno de los temas centrales de la filosofía marxista. Para ésta la única realidad es la materia y toda forma de relación humana es de naturaleza productiva. Las clases sociales agrupan a quienes se encuentran en semejante situación en el proceso económico, sólo pueden vivir en pugna entre ellas y será de la lucha de clases de la que se servirá el proletariado para establecer la sociedad perfecta del futuro, la sociedad sin clases.

"Es que la producción económica y la organización social que resulta de ella necesariamente para cada época de la historia -decía Engels en el prefacio a la edición de 1883 del Manifiesto del Partido Comunista- constituyen la base de la historia política e intelectual de esta época; que, en consecuencia (desde la disolución de la antigua propiedad común del suelo), toda la historia ha sido una historia de luchas de clases, de luchas entre clases explotadas y clases explotadoras, entre clases dirigidas y clases dirigentes, en las distintas etapas de la evolución social; pero que esta lucha ha llegado en la actualidad a una fase en que la clase explotada y

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oprimida (el proletariado) no puede ya librarse de la clase que lo explota y lo oprime (la burguesía), sin liberar al mismo tiempo y para siempre la sociedad entera de la explotación, de la opresión y de las luchas de clases" (cit. por Chevallier, pág. 263).

"En cuanto me concierne, no me corresponde el mérito de haber descubierto ni la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas -decía Marx en carta de 5 de marzo de 1852 a José Weydemeyer-. Mucho antes de mí los historiadores burgueses habían descrito el desarrollo histórico de esta lucha de clases, y los economistas burgueses habían explicado la anatomía económica de ellas. Lo que hice de nuevo fue: 1º demostrar que la existencia de las clases no está ligada sino a fases de desarrollo histórico determinado de la producción; 2º que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3º que esta misma dictadura no constituye sino la transición a la abolición de todas las clases y a una sociedad sin clases" (cit. por Desroches, pág. 104).

"La división de la sociedad en una clase explotadora y en una clase explotada, en una clase reinante y en una clase oprimida, ha sido la consecuencia necesaria del débil desarrollo de la producción en el pasado. Mientras el trabajo total de la sociedad no proporciona sino un rendimiento poquísimo superior al estricto necesario para asegurar la existencia de todos, mientras el trabajo reclame en consecuencia todo o casi todo el tiempo de la gran mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide necesariamente en clases... Es, pues, la división del trabajo la base de la división en clases... Pero si, según esto, la división en clases tiene una cierta legitimidad histórica, no la tiene por lo tanto sino para un tiempo dado, para determinadas condiciones sociales. Estaba fundada sobre la insuficiencia de la producción; será barrida mediante el pleno desarrollo de las fuerzas productivas modernas" (Engels, Anti-Dühring, cit. por Desroches, págs. 104-105).

Sin perjuicio de desarrollar más adelante la doctrina marxista, al exponer su concepto del Estado y de la revolución, conviene detenerse a considerar si es aceptable esta visión de la sociedad dentro de la cual la existencia de las clases se muestra como inseparable del combate entre ellas, hasta que cristalice la sociedad del porvenir en la que no sólo habrá desaparecido felizmente ese combate, sino que la misma distinción de clases entre los hombres.

León XIII, en Graves de communi (1901) y San Pío X al condenar el movimiento de Le Sillon (1910), protestaron contra los que procuran "la supresión y nivelación de las clases" y sostuvieron que se debe "mantener la diversidad de clases, propias ciertamente de una sociedad bien constituida, y querer para la sociedad humana aquella forma y condición que Dios, su Autor, le señaló".

El mismo León XIII condenó enérgicamente la lucha de clases en Rerum Novarum (1891): "Hay en la cuestión que tratamos un mal capital, y es el figurarse y pensar que son unas clases de la sociedad por su naturaleza enemigas de las otras, como si a los ricos y a los proletarios los hubiera hecho la naturaleza para estar peleando los unos con los otros en perpetua guerra. Lo cual es tan opuesto a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es certísimo que, así como en el cuerpo se unen miembros entre sí diversos, y de su unión resulta esa disposición de todo el ser que bien podríamos llamar simetría, así en la sociedad civil ha ordenado la naturaleza que aquellas dos clases se junten concordes entre sí, y se adapten la una a la otra de modo que se equilibren. Necesita la una de la otra enteramente; porque sin trabajo no puede haber capital, ni sin capital trabajo. La concordia engendra en las cosas hermosuras y orden; y al contrario de una perpetua lucha no puede menos de resultar la confusión junto con una salvaje ferocidad".

Pío XI, en Divini Redemptoris (1937), declaró que la solución del problema social "no consiste en la lucha de clases", y que "no es verdad que todos tengan derechos iguales en la sociedad civil, o que no existe jerarquía legítima". La solución estaba, según el mismo Pontífice en

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Quadragesimo anno (1931), en la justicia y en la caridad. "Por lo mismo, las riquezas incesantemente aumentadas por el incremento económico social deben distribuirse entre las personas y clases, de manera que quede a salvo lo que León XIII llama la utilidad común de todos, o con otras palabras, de suerte que no padezca el bien común de toda la sociedad. Esta ley de justicia social prohíbe que una clase excluya a la otra de la participación de los beneficios... La justicia sola, aun observada puntualmente, puede, es verdad, hacer desaparecer la causa de las luchas sociales, pero nunca unir los corazones y enlazar los ánimos".

En la Encíclica Mater et Magistra (1961), S. S. Juan XXIII, sintetizando los cambios producidos en los últimos veinte años, en el campo social anota "la creciente movilidad social y la consiguiente reducción de las distancias entre las clases" y cree "oportuno llamar la atención sobre un principio fundamental, a saber: que el desarrollo económico debe ir acompañado y proporcionado con el progreso social, de suerte que de los aumentos productivos tengan que participar todas las categorías de ciudadanos. Es necesario vigilar atentamente y emplear medios eficaces para que las desigualdades económico-sociales no aumenten, sino que se atenúen lo más posible".

Estimamos, en síntesis, que la necesaria división del trabajo en la sociedad hará inevitable siempre la existencia de diversas clases, pero ese simple hecho no puede ser base de pugna entre ellas, puesto que todas deben concurrir a la armonía y al progreso colectivo, ni explicar los privilegios injustos o que los integrantes de algunas de dichas clases estén desprovistos de las circunstancias que requiere un desarrollo racional y moral, ni impedir que cada persona procure realizar la tarea que crea corresponderle conforme a su vocación o aptitud.

LA RAZA

105. La raza. Si en el marxismo el Estado se identifica con la clase social que domina el proceso productivo, ha tenido fuerza en este siglo el mito de que se basa y confunde con la raza.

Se trata de un concepto étnico con el que se comprenden "los grupos de seres humanos que por el color de su piel y otros caracteres se distinguen en raza blanca, amarilla, cobriza y negra", según la definición del Diccionario.

Sin embargo, no cabe atribuirle aquí un alcance tan preciso y limitado, que reduzca el fundamento de la raza al color de la piel: su número varía apreciablemente según los criterios clasificadores y se ponen de relieve muchos otros rasgos comunes que se transmiten por la generación y pueden conservarse y robustecerse por ella.

Para entender su significación política, es indispensable recordar sus antecedentes ideológicos.

Fichte (1762-1814) publica en 1808 sus Discursos a la Nación alemana y en ellos para exaltar su patriotismo y la grandeza de su destino, llega a fundarlo en su raza (Volkstum) que, preservada con su lengua, convierte al pueblo germano en la clave del destino de toda la humanidad: "Si hay una parcela de verdad en lo que hemos expuesto en estos discursos, es que vosotros entre todos los pueblos modernos poseéis con más claridad el germen de la perfectibilidad humana y os corresponde la precedencia en el desarrollo de la humanidad. Si desaparecéis en vuestra esencia, todo el género humano perderá la esperanza de poder salvarse de la profundidad de sus males" (cit. por Chevallier, pág. 218).

En pleno siglo XIX las corrientes positivistas y evolucionistas, que sostienen la asimilación de la sociedad a un organismo vivo y estudian al hombre especialmente en cuanto se relaciona con sus caracteres biológicos y fisiológicos, aplicando a éste las leyes genéticas de la herencia, contribuyen a destacar la importancia de las razas humanas, cuyos caracteres se analizan para

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establecer clasificaciones de superioridad e inferioridad, y se extiende la creencia en el destino de aquellas que se proclaman con mayores valores.

Tales convicciones adquieren relevancia en el plano político durante el presente siglo, proporcionando el tema de los totalitarismos fascistas o nazis.

Hitler divide a su pueblo en quienes forman la raza aria, que merece los mayores cuidados para exaltar los caracteres que explican su superioridad y asegurar la grandeza de su destino, y los judíos tarados con toda especie de defectos colectivos.

La preocupación por la pureza racial debe llevar a la eliminación de los seres que estén en la posibilidad de debilitarla según las leyes de la eugenesia e incluso a todo el pueblo judío, y de allí que la humanidad conociera los horrores de la esterilización y del genocidio.

Antes de practicarlas, estas doctrinas habían sido explicadas por el mismo Hitler en los volúmenes de Mein Kampf (Mi lucha): "Los pueblos que renuncian a mantener la pureza de su sangre renuncian al mismo tiempo a la unidad de su alma". Esta idea del Pueblo y de la Raza es "la base de granito sobre la cual podrá levantarse un día un Estado que sea no un mecanismo extraño a nuestro pueblo, al servicio de necesidades e intereses económicos, sino que un organismo emanado del pueblo, un Estado germánico de la Nación alemana" (cit. por Chevallier, pág. 372).

La Segunda Guerra Mundial fue el alto precio que hubo de pagar la humanidad para librarse del virulento veneno que para ella representó tan nefasta explicación del Estado.

Se comprende la energía con que esta doctrina fue combatida por el catolicismo principalmente en la Encíclica de Pío XI Mit brennender Sorge (1936).

Hermann Heller, luego de exponer, apoyándose en la abundante literatura pertinente, la inseguridad del concepto de raza, de su clasificación y caracteres, "resumiendo, diremos -dice- que no hay camino alguno científicamente transitable que conduzca desde la raza primaria o natural al Estado. La raza, como unidad del modo de ser corporal y psíquico invariable a través de siglos y aun de milenios, no es un hecho de la naturaleza y, mucho menos, una realidad cultural o una unidad política de acontecimientos, si no exclusivamente una ideología encubridora nacida en los últimos decenios a fin de servir a determinadas exigencias políticas. La teoría racista es completamente insuficiente, incluso como ideología de legitimación, ya que viene a dividir el Estado y, a causa de la diversa valoración que hace de los habitantes, no lo podría legitimar como unidad política del pueblo" (Teoría del Estado, pág. 174).

Los sufrimientos humanos generados a pretexto de diferencias raciales no han desaparecido, por desgracia, en la historia. Durante varios decenios la nación sudafricana hubo de sufrir la política de apartheid, sostenida por sus gobernantes para mantener la supremacía de la minoría blanca. La reacción de la comunidad mundial, testimoniada en las más diversas y enérgicas formas de condenación, condujo a que, no obstante las divisiones internas de su misma población y gracias al partido Congreso Nacional Africano, liderado por Nelson Mandela, lograra ponérsele término llegándose a un acuerdo en que intervino Frederick de Klerk, líder blanco que se impuso sobre las discrepancias de los distintos sectores de origen europeo. La larga lucha llevada a cabo en la nación norteamericana no llega tampoco a conclusiones definitivas, a pesar del incalculable aporte de Martin Luther King y de la copiosa legislación y jurisprudencia encaminadas a facilitar la no discriminación entre blancos y negros. Tampoco el fin de la lucha de los imperialismos ha traído la desaparición de este fenómeno, y así, a causa de las migraciones generadas por motivos políticos o económicos, han surgido graves resistencias basadas pretendidamente en la diversidad racial.

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B. EL TERRITORIO

106. B) El territorio. Sin el asiento estable en alguna superficie terrestre, sea tan reducida como la de Ciudad del Vaticano, Mónaco o Luxemburgo o tan amplia como la de Rusia o Estados Unidos, no existe Estado.

La relación firme y excluyente entre cierto grupo humano y determinada porción superficial se forma desde que, dejando de consistir en tribus nómades, adquiere hábitos sedentarios; pero la precisión de los límites territoriales, la demarcación de las fronteras, se difunde, según recuerda Burdeau, en el siglo XVI, con los progresos cartográficos producidos por el avance de los conocimientos matemáticos y geográficos, hecho que no conocieron ni Grecia ni Roma (ver Tratado, t. II, pág. 75; Manual, pág. 14). En ello debió influir decididamente la evolución económica. Desde que se pretende aprovechar las riquezas del suelo, reservándolas de toda posibilidad de disputarlas a grupos extraños concurrentes, resulta, en efecto, ineludible amparar, mediante la fijación de deslindes, el alcance del imperio de la voluntad directiva del Estado.

Los vínculos entre el país superficial y el hombre que lo habita pesan fuertemente en la creación de la unidad que se expresa en la nación y en el sentimiento patrio. No puede sorprender así que tales relaciones sean reconocidas al señalar las calidades de nacionalidad y de ciudadanía, o sea, la vinculación de la persona al Estado o la dirección de éste.

El territorio sirve para sostener la independencia con que se prepara y manifiesta el querer del Estado. Proporciona el marco dentro del cual se aplican las reglas que adopta y se cumplen las decisiones de sus gobernantes. Para Kelsen más que la esfera de su eficacia, el territorio señala el ámbito espacial de la validez del ordenamiento jurídico de un Estado (Teoría General del Estado, págs. 181 y sgts.).

La condición ineludible para el existir del Estado es su relación con un territorio cualquiera, aunque no se halle determinado precisamente dentro de ciertos límites, de manera que el Estado no desaparece ni se transforma por la circunstancia de que, en el hecho, sufra variación su superficie que la haga mayor o menor como sostiene Dabin (cit. por Tobar, pág. 88).

En el Estado moderno, las rivalidades internacionales, originadas por factores en mucho grado económicos, propenden a dar gran importancia a la demarcación territorial. En Iberoamérica los países desmembrados de la monarquía española sufrieron de la vaguedad y fluidez de los deslindes de las divisiones, puramente administrativas, trazadas entre las porciones del dominio de Su Majestad Católica. Cambiaban éstas incesantemente los linderos al capricho del monarca, como consecuencia de arreglos circunstanciales destinados a favorecer o disminuir la extensión del mando de sus agentes locales, o en virtud de nuevos descubrimientos geográficos. Se comprende así que, incluso dentro del propósito de mantener la situación existente al estallar la gesta emancipadora, numerosos conflictos surgieran para precisar cuál era en verdad el uti possidetis iuris de 1810.

En lo fundamental, el territorio de los Estados depende mucho más de imperativos naturales o del simple suceder histórico que de decisiones colectivas conscientes.

Es palpable la interpenetración viva y constante entre la tierra y el pueblo que la habita; es la larga convivencia de éste sobre aquél, con su extensión, clima y accidentes, determinante en muchos aspectos de su idiosincrasia como lo señalara ya Montesquieu. En ciertas regiones geográficas, los marcos superficiales señalados por mares, ríos y cordilleras, parecen anunciar por indicación de la misma naturaleza los deslindes estatales. Muestra elocuente de ello es Chile, apretado en larga faja entre el Pacífico y los Andes. El pueblo, por otra parte, al proyectar largamente su esfuerzo sobre el suelo, lo modifica a veces notablemente. En el

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acontecer que deja su huella en los deslindes juegan infinidad de factores, y se transforman en los vaivenes de la historia política y con el cambio de la naturaleza de las explotaciones económicas, el progreso de los medios de comunicación, los avances de la técnica, la sobrepoblación, etc.

Precisamente por significar el territorio condición vital del Estado, o por lo menos, según la anotada visión de Kelsen, ámbito de validez del ordenamiento jurídico, no coincide cabalmente con su superficie geográfica, ya que el sistema de normas y decisiones rige también sobre sus proyecciones en el mar territorial, en el subsuelo y en el espacio aéreo, según límites y significaciones que se analizan en el Derecho Internacional. En materia marítima, un impulso internacional, que, en mucha parte originado por la decisión de Chile, Ecuador y Perú, de proyectar sus derechos hasta las 200 millas marinas, evolucionó al punto de celebrarse una reunión mundial, que dio origen a la Convención de 1982, en la cual se distinguió en el mar adyacente, el territorial, la zona contigua y la zona económica exclusiva o mar patrimonial. Volveremos sobre la materia con más detalle al analizar la Constitución chilena. También trata la mencionada asignatura de las ficciones de extraterritorialidad jurídica sobre recintos diplomáticos o sobre naves o aeronaves, que no cabe confundir con los privilegios personales de exención de jurisdicción, acuerdos sobre bases militares, condominio de una misma superficie por varios Estados, etc.

Problema complejo y debatido es precisar la naturaleza del vínculo que se forma entre el Estado y el territorio, cuando no se trata de los bienes que integran su patrimonio privado o el de dominio público. Burdeau, siguiendo la opinión de Dabin en su Doctrina General del Estado, lo califica de derecho real institucional, es decir, de derecho eminente o puramente jurisdiccional, de derecho general que se aplica sobre todo el territorio, incluso sobre el que es de dominio particular, pero limitado al servicio de la función del Estado (Tratado, t. 2, págs. 81-83; Manual, pág. 16).

Numerosas ciencias contemplan el territorio, como la ecología, que, según el Diccionario, "estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno", y la geopolítica, que, ateniéndose a la misma fuente, es "ciencia que pretende fundar la política nacional o internacional en el estudio sistemático de los factores geográficos, económicos y raciales".

Digamos, en fin, que el territorio está llamado a determinar vastos alcances en su proyección jurídica y así, por ejemplo, en la división política y administrativa del país, en la configuración de diversas regiones, en la determinación de los colegios o circunscripciones electorales, etc.

C. EL FIN

107. C) El bien común: definición y caracteres. So pretexto de huir de la metafísica, ha habido autores que han pretendido omitir todo análisis teleológico de la institución estatal que se convierte de tal modo en estudio artificial e inútil.

Es paradojal, incongruente, inoficioso desmenuzar los mecanismos del poder estatal ignorando para qué sirve; determinar los diversos grados de un ordenamiento prescindiendo del criterio que informa y explica la buena disposición, inseparable de los propósitos que con ella se persiguen.

Se trata de juristas que, al explicar la organización de una sociedad de origen puramente humano, digamos colectiva o anónima, no incurrirían seguramente en silencio acerca de su objetivo ni concebirían que dejara de ser éste, cláusula esencial del pacto constitutivo y sostuvieran que el trazado y el movimiento y la dirección de tal sociedad son completamente ajenos a las finalidades que ella se propone.

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La esencia del Estado no puede describirse, pues, con abstracción de su objetivo: el bien común temporal.

Si es bien lo que mueve el deseo de la voluntad en busca de su perfección, bien común será aquel que contribuye a la perfección de todos y que, por tal motivo, ha de buscarse mediante el esfuerzo de todos.

Cada grupo o sociedad persigue la realización de su respectivo bien común, pero, como fin del Estado, significa el bien del grupo mayor que forma el cuerpo político.

"Se trata -afirmaba Suárez- de un status en el cual los hombres viven en un orden de paz y de justicia con bienes suficientes para la conservación y desarrollo de la vida material, con la probidad moral necesaria para la preservación de la paz externa, la felicidad del cuerpo político y la conservación continua de la vida humana" (De Leg. III, c. II, Nº 7, cit. por Rommen, pág. 357).

"El bien común del Estado es, pues, -concluye Lallement (ob. cit., pág. 80)- el conjunto de todo lo que constituye -y de todo lo que comprende y exige- la mejor vida temporal posible a esta sociedad".

S. S. Juan XXIII, en la Encíclica Mater et Magistra de 15 de mayo de 1961, declara que una sana concepción del bien común comprende "el conjunto de condiciones sociales que permiten y favorecen en los hombres el desarrollo integral de sus personalidades".

Las autorizadas opiniones transcritas ponen de relieve que el bien común es, esencialmente, bien humano.

"No es feliz la Ciudad por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre -decía San Agustín-, porque la Ciudad no es otra cosa que una multitud concorde de hombres" (Ep. ad Macedonium, cit. por Pío XI, Quas Primas, 1925).

Porque "aquel que quiere buscar en qué consiste la mejor vida de la Ciudad -argumentaba Santo Tomás- debe considerar cuál es la vida digna del hombre. En efecto, viviendo una vida social buena, se debe alcanzar una vida plenamente humana" (Comentario sobre la Política, cit. por Lallement, op. y loc. cit.).

Pero el bien común no se identifica ni confunde con el bien particular de cada persona, sino que, como dice Tobar, se logra "por integración e incorporación de los bienes particulares en un orden, el orden social" (Elementos, ob. cit., pág. 141). Es "la sublimación del bien individual realizada por mediación de la sociedad", resume Georges Burdeau (Tratado, t. 1, pág. 70).

"El bien común -explica también Burdeau- es el bien de la sociedad entera, la expresión de lo que desea la comunidad. Comprendiendo, ya para incluirlos, ya para suprimirlos, los bienes particulares ondulantes como la muchedumbre, el bien único del grupo se unifica en él. Eso no significa que este bien no pertenezca sino a la sociedad y que individualmente sus miembros no tengan en él parte alguna. No se concibe bien de una sociedad el que sus miembros no tuvieran interés, tal como la sociedad misma no tiene existencia si se hace abstracción de los miembros que la componen. Los individuos participan en el Bien común, pero como partes integrantes de la sociedad; su título a participar del bien común es su pertenencia al grupo. Bien de todos, es además, bien de cada uno, porque las partes benefician de lo que aprovecha al conjunto" (Tratado, t. 1, págs. 66-67).

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Si se prefiere no confundir Sociedad y Estado, para mantener éste en el papel de instrumento al servicio del cuerpo político y evitar los peligros de la tendencia unificadora de la Sociedad en el Estado, que con tanto vigor combate Dom Sturzo (Las leyes internas de la sociedad), entonces, puede distinguirse el bien común, objeto de toda la sociedad, del bien propio del Estado, bien público, que es de orden y dirección hacia aquél; éste, empleando el lenguaje de Ismael Bustos, sería el fin inmediato del Estado, mientras su fin último es indudablemente el bien común, porque como dice el autor que mencionamos (Introducción a la política, pág. 99), "no sólo el Estado tiene como fin al bien común, sino que éste es el fin de la sociedad política entera, con todos los grupos de orden natural y temporal que encierra dentro de sí. Por lo mismo, el bien común no es tarea sólo del Estado, sino de éste y de todos aquellos grupos a que nos referimos".

El bien común está orientado, pues, al bien de cada miembro de la sociedad, con el fin de propender al íntegro desarrollo de sus personalidades, consideradas sus características de seres sociales que esperan muchos auxilios de las sociedades y cuerpos intermedios, personas que, entre tanto, son seres trascendentes a esta vida temporal.

108. Bien común, bien individual y bien personal. Pero sí, por lo dicho, el bien común no puede ser independiente del individual, no se confunde ni identifica con éste, ni se forma por la simple suma de los bienes particulares de las personas, grupos y sociedades menores comprendidos en el cuerpo político.

Distintas manifestaciones pueden considerarse reflejo de tan equivocada manera de entender lo que es el bien común. Se ha querido así basar el poder político, como en las teorías contractualistas, en un simple do ut des entre gobernantes y gobernados; las relaciones económicas, como en la tesis liberal, nada más que en la justicia conmutativa; el orden matrimonial, tan sólo en las satisfacciones egoístas de los cónyuges. Lo cierto es que ni el poder político emana de la convención, ni basta la justicia conmutativa para sostener la paz social, ni puede cimentarse la sociedad en el placer y el capricho de los consortes.

Tampoco podría esperarse que el objeto social se cumpliera espontáneamente a través de la mera satisfacción obtenida por cada uno de los integrantes del grupo mayor, tanto porque las necesidades y deseos de los hombres son ilimitados, y por lo tanto imposibles de lograr para todos plenamente, cuanto porque apetitos insaciables, intereses egoístas y ambiciones desmedidas representan pretensiones opuestas y contradictorias sobre cuyas bases el bien común no puede cimentarse.

El concepto que se analiza tiene una realidad propia y objetiva diferente del bien individual y pretende crear, mantener e incrementar aquellas condiciones favorables al logro, por cada uno de los componentes individuales y sociales del Estado, de la perfección que a cada cual le es propia.

Esto se consigue a través del sacrificio de las inclinaciones e intereses egoístas de los componentes de la sociedad política, pero sin que pueda admitirse oposición entre el bien general y el bien privado, a menos que el Estado faltase a la razón de su existir, que es propender al perfeccionamiento integral que persiguen todos sus miembros o se confunda el verdadero bien de alguno de sus componentes con sus tendencias y caprichos antisociales.

La relación entre la persona y la sociedad halla su campo y límites en el fin trascendente del hombre, llamado a cumplir su destino más allá del tiempo, conforme lo haya preparado en su vida temporal. Este destino marca la índole y grado de los sacrificios que puede hacer en aras del bien general y, simultáneamente, a su turno el límite de las exigencias que los encargados de la gestión de éste pueden formular a quienes viven en el seno de la sociedad.

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Nada debe realizar el Estado que tienda a separar y alejar al hombre de su fin trascendental, y del plan que para lograrlo se ha trazado, y, al contrario, su misión primordial es permitir que se afirme en la dirección de su propio objetivo.

Nos parece esclarecedora la distinción que Maritain hiciera en el hombre entre individuo y persona. Como individuo, cada hombre es depositario de bienes, ventajas, posibilidades que son equivalentes a los que caracterizan al existir y actuar de cualquier otro de sus semejantes, con facultades y atributos, intereses y aspiraciones análogos, como son, por ejemplo, la vida, las riquezas, la cultura, el poder, la gloria, todo lo cual, si es necesario y la colectividad lo requiere para el bien común -de los que ahora viven y de las futuras generaciones-, puede ser sacrificado por el hombre en pro del general beneficio. Pero el hombre, al mismo tiempo que individuo, es persona, o sea, un ser que persigue su propio perfeccionamiento temporal, pero cuyo destino trasciende lo terrenal y se proyecta en lo ultratemporal, tras su felicidad en Dios, quien lo hizo a imagen y semejanza suya para que encontrara su pleno cumplimiento en El. Pues bien, la persona es un centro universal y sagrado de valores, que el hombre maneja para caminar hacia su propio proyecto de superación, determinando, conforme a la percepción de sus actitudes, su particular vocación. El comportamiento que, en conciencia, se impone cada hombre como necesario para su perfección, no puede ser sacrificado en aras del bien común; éste puede limitar y privar de los bienes particulares de los individuos, pero no del bien personal, porque el Estado existe cabalmente para crear las condiciones que favorezcan el bien personal de todos y cada uno de los seres racionales. Jamás el Estado puede imponer nada en contra de la conciencia de la persona, a la cual debe respetar, y, por ello, ha de mandar siempre de modo que precisamente la conciencia adhiera y apoye lo que en nombre del bien común se le pide.

"Sigue indiscutible -dice Pío XI en Quadragesimo anno (1931) y lo repite Juan XXIII en Mater et Magistra (1961)- que no se podría alterar ni suprimir este principio tan grave de filosofía social: lo mismo que no se puede quitar a los particulares para transferirlas a la comunidad las atribuciones que son capaces de ejercer por su sola iniciativa y con sus exclusivos medios, sería también cometer una injusticia, al mismo tiempo que causar grave perjuicio y perturbación al recto orden social, quitar a los grupos de orden inferior, para confiarlas a una sociedad mayor y más elevada, las funciones que están en condición de satisfacer por sí mismos. El objeto natural de toda intervención en materia social, es ayudar a los miembros del cuerpo social, no destruirlos ni absorberlos."

Cabalmente se describe así el fin subsidiario del Estado.

109. Bien común temporal. El bien común que describe el fin del Estado se lo califica de temporal para señalar que la misión de éste es velar por el incremento y buena distribución de los medios que permiten el perfeccionamiento del hombre y su mayor felicidad en este mundo.

El Estado no puede, sin embargo, olvidar la trascendencia del destino humano y, en el manejo de la cosa pública, indirectamente ha de resultar favoreciendo los esfuerzos que cada persona realiza en la preparación de su felicidad ultraterrena, pero no le compete el cuidado directo de tal tarea. A la sociedad sobrenatural, que es la Iglesia, corresponde, entre tanto, la predicación de la verdad y la distribución de las gracias espirituales llamadas a encauzar eficazmente la vida terrena hacia la eterna satisfacción en el Bien Absoluto.

Como no puede existir contradicción, según dijimos, entre el bien común y el individual, tampoco ha de existir entre los requerimientos del Estado y las indicaciones de la conciencia individual, por cuanto, encargado el Estado del bien común, lo que exige ha de ser justo y conveniente y ha de suponerse que así lo es. Cada persona ha de actuar, en consecuencia,

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partiendo de la base de tal conformidad y reflexionando muy seriamente antes de llegar a la conclusión de que, según su conciencia, el mandato es contrario al bien general.

110. Bien de orden y de justicia. Diversas tareas. El bien común es fin cuyo logro requiere orden precisamente porque, por lo dicho, es indispensable promover y coordinar esfuerzos, herir intereses, refrenar apetitos, escoger los objetivos que reclama la necesidad y progreso de los componentes y encauzar hacia ellos la acción colectiva.

El bien común ha de obtenerse en la justicia, tanto conmutativa en el régimen de las relaciones intersubjetivas, como social para imponer sacrificios en aras de la utilidad general, y distributiva, en fin, con el afán de dar a cada sector lo que corresponda en los medios de que dispone la colectividad.

Del orden en la justicia resultará la paz social. "El bien de la multitud que vive en sociedad -dice Santo Tomás- consiste en la conservación de la unidad que se llama la paz; sin la paz, la vida social pierde su utilidad, la multitud se convierte en una carga para sí misma. Así el fin esencial del gobierno debe ser crear la unidad de la paz" (citado por A. Pose, pág. 21).

En otras palabras, dentro de su objetivo general, puede distinguirse, en el bien común público, tareas de variada índole:

a) Tutelar. Aunque llamado a favorecer el desarrollo integral de todos los hombres el Estado debe preocuparse preferentemente de los más necesitados, en cuanto éstos requieren su acción más perentoria, intensa y enérgica.

b) Coordinación. Para que todas las energías sociales se muevan en correspondencia, conformidad y armonía hacia el establecimiento e incremento de las condiciones y medios que a todos convengan, el Estado ha de coordinarlas, disponiéndolas con eficacia.

c) Suplencia. El Estado debe ser subsidiario de la actividad de los particulares, familias y grupos; es decir, no debe sustituir con su acción la manifestación de las energías individuales y colectivas que existan en la sociedad política; al contrario, ha de estimularlas, suplirlas, complementarlas.

d) Distribución. Dentro del bien común, el Estado debe distribuir los beneficios y hacer compartir las cargas. Los bienes de que disponga ha de comunicarlos para hacer a todos partícipes de sus ventajas y permitirles su aprovechamiento, conformándose a la regla de justicia.

e) Seguridad. El mantenimiento del orden interior de un país y la preparación para su defensa exterior se ha convertido en una actividad compleja, con el progreso técnico de los armamentos y los nuevos métodos de subversión, de modo que el resguardo de la seguridad nacional se ha transformado consecuentemente en una de las misiones trascendentales que se comprenden en el fin del Estado.

111. Pluralidad conceptual. Fin objetivo y fin subjetivo. Si tales son, en síntesis, las líneas racionales del bien común descrito en forma abstracta, la determinación de cuál es prácticamente el que debe inspirar a un Estado en particular, en un momento preciso de su existencia histórica dependerá, por cierto, de las circunstancias en que se halle, y de la apreciación que de éstas se formen los integrantes del cuerpo político. Es posible, y a cada instante la realidad lo confirma, que dentro de la sociedad surjan diversas ideas de bien común, diferentes inspiraciones que configuren otras tantas bases organizativas adecuadas a las metas concebidas, cada una a su turno inspirando sus propias reglas directivas.

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Las varias concepciones posibles de un bien común realizable para el grupo tienen el carácter de ideas de derecho porque pretenden imponer el fin perseguido a través de un conjunto de normas y órdenes de obligatorio cumplimiento.

En esa diversidad de ideales de derecho, cualquiera de ellos podrá transformarse en regla social si conquista suficiente adhesión, siempre que conjuguen las exigencias que provienen de la consideración de la vocación de la persona humana y del fin de la sociedad política, con las enseñanzas del pasado, las presentes potencialidades colectivas y el llamado que unas y otras indican al futuro del cuerpo político.

Georges Burdeau desarrolla con extensión, brillo y profundidad estas básicas afirmaciones: "La idea de derecho es la representación de un cierto modo de organización social del que se desprende el reconocimiento de un principio susceptible de valer como regla de derecho. La regla de derecho es este mismo principio en cuanto se lo reconoce como obligatorio. En resumen... en el orden con que el derecho se identifica, hay que distinguir el contenido del orden y su fuerza obligatoria" (Tratado, t. 1, pág. 90).

La diversidad real que en un momento dado puede apreciarse entre lo que se espera de un bien común ideal y de lo que proporciona en el hecho la sociedad política, es lo que lleva a diferenciar entre lo que cabe entender como fin objetivo, absoluto, abstracto, doctrinario, necesario y permanente del Estado, explicación de su realidad, cualquiera que sea la estructura o el sentido de su conducción, y como fin subjetivo, relativo, concreto, específico, de un Estado determinado, en un instante de su existir histórico.

D. EL PODER

112. D) El poder. Concepto. Si hay en el Estado una sociedad perfecta, hemos de reconocer en él no sólo un conjunto de hombres asociados en un territorio para realizar el fin que les une, sino que la potencia y realidad de una dirección que encamine efectivamente la actividad del grupo hacia el objetivo común.

Pues bien, en el análisis de este factor se encuentra la médula de la ciencia política que gira toda en torno de las dificultades y particularidades que presenta la función directiva. Para Georges Burdeau, por ejemplo, el Estado es precisamente el titular abstracto que se ha dado al Poder.

En algunas sociedades, como en la familiar, la propia naturaleza determina y resuelve todo lo esencial de su necesaria dirección señalando ella misma, al efecto, la persona del jefe, y en sus grandes líneas también el marco de sus facultades; en las sociedades de creación puramente voluntaria, los pactantes determinan con libertad no sólo el objetivo que persiguen, sino las reglas de su constitución, la forma de escoger al personal directivo y las atribuciones que éste ejerce tras el propósito común.

La dirección de la sociedad civil, por la naturaleza peculiar de ella misma, presenta, mientras tanto, modalidades tan características que explican la dificultad y complejidad de su realización.

La índole de su asiento en el territorio; el hecho de comprender personas y grupos que buscan sus especiales propósitos y que mantienen tras ellos cierto grado de su autonomía; la configuración siempre cambiante del bien común, son algunas de las realidades que ha de considerar el manejo del cuerpo político.

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Hasta qué punto ha de ceñirse esa dirección directamente a las exigencias naturales y hasta qué extremo puede, entre tanto, libremente inspirarse en el buen propósito que guía a quienes la ejercen, es otro aspecto de suma trascendencia.

Quiénes van a asumir la regencia de la vida colectiva, con qué facultades van a operar y cuál va a ser su respectiva tarea, significa, en fin, otra índole de sustanciales problemas.

Y, una vez conocida la dirección, cómo lograr que sus decisiones sean respetadas y obedecidas, puesto que deberá imponerse sobre cualquiera otra voluntad y con tal eficacia que logre vencer cualquiera oposición y resistencia.

113. Autoridad y poder. Constatando una vez más la pobreza que presenta el vocabulario político para describir un fenómeno tan especial y peculiar del Estado como es la dirección de él, hemos de admitir que se siguen usando tradicionalmente palabras que se emplean también en infinidad de otras esferas del conocimiento y de la realidad y, todavía, lo que es más deplorable, cada una de ellas con numerosas significaciones que contribuyen a complicar el análisis de lo que es ya en sí complejo.

Así se habla de autoridad y de poder.

Pues bien, si recurrimos al léxico, limitándonos sólo a las acepciones que de algún modo se relacionan con el concepto que queremos estudiar, autoridad es tanto el "poder que tiene una persona sobre otra que le está subordinada", como la "persona revestida de algún poder, mando o magistratura", y lo es, asimismo, ya "carácter o representación de una persona por su empleo, mérito o nacimiento", ya "crédito y fe que, por su mérito y fama, se da a una persona o cosa en determinada materia", ya exclusivamente la misma "potestad, facultad".

Semejante riqueza, variedad, y amplia sinonimia encontramos en la voz "poder". Omitiendo significaciones más extrañas al problema, hay aquí sentido de "dominio, imperio, facultad y jurisdicción que uno tiene para mandar o ejecutar una cosa"; "fuerza, vigor, capacidad, posibilidad, poderío".

En medio de tantas definiciones genéricas o no pertinentes, la edición oficial del Diccionario de la Real Academia (1994), hace figurar dos que llegan al nudo de las cuestiones que nos preocupan, cuando dice que autoridad es "potestad que en cada pueblo ha establecido su constitución para que le rija y gobierne, ya dictando leyes, ya haciéndolas observar, ya administrando justicia" y poder es "suprema potestad rectora y coactiva del Estado".

Esta última definición añade dos cualidades que configuran más típicamente lo especial del fenómeno por analizar, porque, en efecto, su peculiaridad consiste en que se trata de poder o autoridad "suprema" y "coactiva", es decir, respectivamente, "que no tiene superior en su línea" y "que ejerce coacción o resulta de ella".

Aunque, por lo dicho, autoridad y poder se usen como sinónimos no ha dejado de observarse, ya desde el Padre Vitoria, que en el poder hay autoridad y fuerza (Luño, Derecho Natural, pág. 466); "Una persona tiene poder y competencia legal para ordenar y exigir obediencia externamente, en consideración al hecho de que tiene un cargo o ejerce poder social por medio de sus riquezas. Pero una persona tiene autoridad por su lucidez, experiencia, conocimiento y cualidades morales. El poder, pues, significa, principalmente, el simple hecho de ser obedecido. Autoridad significa hallar obediencia con relación a la superioridad cualitativa de una persona, implicando una obediencia en alto grado voluntaria, pero nunca ciega. Confiamos y creemos en esta superioridad; por consiguiente, obedecemos" (Rommen, pág. 440).

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En el "poder", pues, se expresa principalmente la energía del mando y la facultad o capacidad que se tiene para ejercerlo; en la "autoridad", en cambio, se pondera más la expectativa de ser obedecido por el subordinado. La plenitud del "poder" es, pues, gozar de "autoridad", lograr la "obediencia".

Para tratar de coordinar la acción de varios se requiere la existencia de poder con autoridad para gobernarlos. Se necesita el poder así integrado para incitar el comportamiento de los integrantes de la sociedad, uniendo, coordinando, conformando sus actividades, de manera que concurran disciplinada y armoniosamente hacia los objetivos de bien común propuestos al grupo.

114. Origen del poder. En presencia de la realidad del poder supremo del Estado, parece lógico comenzar por plantear la cuestión de su origen, o sea, en virtud de qué existe en él, la cual es diversa de determinar quiénes lo detentan, puesto que, mientras éstos pueden cambiar, se observa permanentemente la potencialidad directiva en la sociedad política.

La distinción se formula con gran claridad entre la autoridad en abstracto y en concreto por don Rafael Fernández Concha en su Filosofía del Derecho: "Una cosa es averiguar de dónde viene la autoridad que existe en la sociedad, cualquiera que sea el sujeto en que reside y la forma en que está constituida; y otra cosa, averiguar de dónde viene que la autoridad sea poseída por tales o cuales personas físicas o morales, y en tales o cuales términos" (t. II, pág. 172).

En el primer aspecto, argumenta la filosofía cristiana a través de León XIII: "En toda reunión y comunidad de hombres, la misma naturaleza obliga a que haya algunos que manden, con el fin de que la Sociedad destituida de principio o cabeza que la rija, no se disuelva y se vea privada de conseguir el fin para que nació y fue constituida... Ahora bien, ni puede existir ni concebirse la sociedad en que alguno no temple y una las voluntades de cada uno para que de muchos se haga como uno solo y las obligue con rectitud y orden a un bien común" (Diuturnum illud, 1881).

"Mas como quiera que ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer si no hay quien presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al bien común, síguese de ahí ser necesaria a toda sociedad de hombres una autoridad que la dirija: autoridad que, como la misma sociedad, surge y emana de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios que es su autor" (Immortale Dei, 1885).

En este sentido atribuyen el poder supremo a la divinidad los Libros Sagrados, ya del Antiguo Testamento, ya del Nuevo.

"Por Mí reinan los reyes... por Mí los príncipes imperan, y los poderosos decretan lo justo" (Proverbios, 8, 15-16). "Escuchad vosotros que gobernáis las naciones... porque de Dios os ha venido la potestad y del Altísimo la fuerza" (Sabiduría, 6, 3-4). "A cada nación puso Dios gobernador" (Eclesiastés, 17-14).

Aplicando tal doctrina el mismo Cristo, en una incidencia de su tragedia final dijo a Pilato: "No tendrías poder alguno contra Mí, si no se te hubiese dado de arriba" (Juan 19, 11). Y del mismo modo enseña San Pablo: "El príncipe es ministro de Dios... Quien resiste la autoridad, resiste la disposición de Dios" (Rom. 12, 1, 4 y 13, 2).

"Siendo así -dice Fernández Concha- la autoridad es concreada con la sociedad y procede de la misma fuente que ésta, puesto que quien da el ser, necesariamente le da la naturaleza que le corresponde, o sea, el conjunto de medios intrínsecos y necesarios para que realice el fin que le es propio. Ahora bien, siendo la sociedad una institución de la naturaleza, también es

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institución de ésta la autoridad que en aquélla ha de existir para que le sea dado realizar su destino" (id., t. II, pág. 177).

115. El titular de la autoridad. Al margen del suceder de cada pueblo, que manifiesta cómo en él se ha llegado al ejercicio de la autoridad por sus actuales gobernantes, y sin contar tampoco las explicaciones sociológicas y de psicología colectiva que en torno al fenómeno concreto puedan darse, ha preocupado constantemente en la filosofía política precisar cuál es el origen de la autoridad.

No queda resuelto el problema con sólo sostener que la necesidad de su existencia es tan natural como la sociedad misma y afirmar que la autoridad se impone con fuerza tan ineludible que, según la afirmación casi unánime de la filosofía cristiana, incluso si el hombre no hubiera caído en el pecado original siempre se hubiera requerido la dirección de la comunidad hacia el mayor bien colectivo.

La cuestión estriba, fundamentalmente, en explicar de qué modo los gobernantes están revestidos de la autoridad que ejercen.

Se ha pretendido afirmar la designación directa e inmediata de los gobernantes por el mismo Dios. Ello ocurrió efectivamente en Israel, el pueblo escogido, como lo narra la Biblia. Tal interpretación se sostuvo a través de la doctrina de la autoridad divina de los reyes y Bossuet pretendió fundarla en la misma Escritura Santa. Muy cerca de ella estuvieron los escritores románticos que como De Maistre y De Bonald apoyaron el legitimismo monárquico y combatieron los principios de la Revolución de 1789; pero nunca ha sido el pensamiento oficial del catolicismo.

En realidad, son otras dos tesis las que han dividido las opiniones en el seno de éste.

Según algunos, como resume Fernández Concha, "la autoridad no reside jamás en el pueblo, y se obtiene siempre con independencia de la voluntad de los asociados. Susténtase que hay ciertos hechos en cuya virtud, por obra de la naturaleza, la autoridad se adhiere o corresponde a determinada persona; a saber: la potestad doméstica que preexiste a la formación de la sociedad, el dominio territorial que se halla en el mismo caso, la mayor idoneidad para el gobierno y la guerra justa. Cuando por alguno de estos medios no se halla determinado el sujeto de la autoridad, lo es por elección o consentimiento popular; mas éste no importa transmisión de la autoridad, sino mera determinación del sujeto de ella" (Filosofía del Derecho, t. II, pág. 180). "Pero estos actos humanos no son causa de la transferencia de la autoridad; son sólo la condición, la condición naturalmente necesaria de una transferencia que va inmediatamente de Dios al detentador de una autoridad. Por consiguiente, cuando los padres de familia instituyen el Estado, la autoridad no debe en ningún sentido ni por un momento siquiera fundarse en el pueblo como una entidad unitaria organizada en cuerpo político" (Rommen, pág. 509).

Según otros, de los cuales es el máximo exponente Suárez, siguiendo el resumen de Luño Peña, "la potestad no resulta en la Naturaleza humana hasta que los hombres se congregan en una comunidad perfecta y se unen políticamente. Porque esta potestad no reside en cada uno de los hombres tomados por separado, ni en la colección o multitud de ellos, sin orden ni unión de los miembros para formar un cuerpo... Mas una vez constituido el cuerpo político, al punto se da en él esta potestad por fuerza de la razón natural. Luego, el poder es como una propiedad natural de la comunidad perfecta de los hombres, resultando de tal cuerpo místico ya constituido en su ser, y no de otro modo (Defensio Fidei, lib. III, cap. 3, Nos 5 y 6). La potestad civil, por esencia y naturaleza está en la misma Comunidad (Defensio Fidei, lib. III, cap. 5, Nº 11). Aunque la potestad política resulta necesaria y naturalmente en toda Comunidad desde el momento en que se congrega para formar un cuerpo social, sin embargo

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no le corresponde a una persona determinada (ni al primer hombre, ni a los Patriarcas, ni a los señores territoriales), sino que le toca de suyo a la Comunidad el establecer el régimen de gobierno y el confiar la potestad a una persona determinada (De opere sex dierum, 5, 7, 13). Por naturaleza, todos los hombres nacen libres y, por tanto, ninguno tiene jurisdicción política ni dominio sobre otro; ni hay razón que ello se atribuya por naturaleza a éstos respecto de aquéllos. Luego, la potestad de regir o dominar políticamente a los hombres a ningún hombre en particular ha sido dada inmediatamente por Dios (De leg., lib. III, cap. 2, Nos 2 y 3). Dondequiera que el régimen no es democrático, el pueblo ha transferido al príncipe la suprema potestad. Cuantas veces se encuentra el poder en un hombre o príncipe, por derecho legítimo y ordinario, ha procedido próxima o remotamente del pueblo y de la Comunidad. Dios no ordena al pueblo que conserve siempre la autoridad o que la ejerza inmediatamente; por consiguiente, no le prohíbe que la transmita a otra persona individual o colectiva, máxime cuando casi siempre es conveniente esta traslación de la potestad de mandar para el buen uso de la misma. Luego, el pueblo puede trasladar la autoridad a uno o varios sujetos para el mejor gobierno de la Comunidad (Defensio Fidei, lib. III, cap. 1, Nº 3 y De Legibus, lib. III, cap. 1, Nº 4).

León XIII explicó reiteradamente que "los que presiden el gobierno de la cosa pública pueden, en algunos casos, ser elegidos por la voluntad y el juicio de la multitud, sin repugnancia ni oposición con la doctrina católica. Pero si esta elección designa al gobernante, no le confiere la autoridad de gobernar, no se da el mando, sino que se establece quién lo ha de ejercer" (Diuturnum).

La enseñanza de León XIII no se opone a la de Suárez. Rommen sostiene que "el Papa no condena la soberanía popular como un principio político de derecho constitucional. Por el contrario, asegura que este poder constituyente, que es lo que en último término significa jurídicamente el principio de la soberanía popular, descansa en la nación y en el pueblo", ya que lo que rechazó fue "aquellas doctrinas que negasen la autoridad política de Dios y enseñasen que la autoridad no procede en ningún sentido de Dios sino exclusivamente de la voluntad arbitraria de los hombres" o sea, "la tesis de que la decisión mayoritaria sea la fuente exclusiva de todos los derechos y deberes" (ob. cit., págs. 539-540).

El Concilio Vaticano II define, en la Constitución Apostólica Gaudium et Spes, que "son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la pluralidad de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común no mecánica o despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral, que se basa en la libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno. Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos" (Nº 74).

La relación entre el pueblo y la autoridad es materia que se considera también al tratarse más adelante del sistema de gobierno democrático, pero aquí mismo conviene tener presente que, como afirma Maritain, "sea cual fuere el régimen de la vida política, la autoridad, es decir, el derecho a dirigir y mandar, deriva del pueblo, pero tiene su origen en el Autor de la naturaleza. La autoridad deriva de la voluntad o consensus del pueblo, y de su derecho básico de gobernarse, como un canal a través del cual la naturaleza hace que un cuerpo político sea y actúe" (El hombre y el Estado, pág. 149).

Es la discriminación que se ha formulado entre la autoridad en abstracto -o sea, la necesidad, esencia, contenido y límites del poder, elementos básicamente establecidos en la naturaleza misma- y la determinación de cómo se establece y organiza la autoridad en un pueblo dado,

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quiénes mandan, sus facultades, etc., todo lo que queda entregado a la determinación de la comunidad.

116. El poder. Elemento central del Estado. Admitida en abstracto la necesidad de la autoridad y reconocido como señalado también por la naturaleza el fin de ésta, el análisis en concreto de la dirección efectiva que se ejerce sobre una sociedad dada, contiene los problemas básicos de la ciencia política.

Es evidente que si existe un grupo con asiento en un territorio pero sobre el cual no se hace sentir autoridad alguna, no constituye Estado: el mero reconocimiento de la realidad nacional tampoco envuelve el del Estado. El estudio del poder político significa, pues, el nudo de la teoría del Estado.

La vinculación entre estos conceptos ha sido magníficamente expuesta por Georges Burdeau.

Partiendo de la base de que hay nación cuando los componentes del grupo toman conciencia de los valores colectivos que encierran, se observa luego que el sentimiento de tal comunidad se traduce en la natural inclinación a continuar la convivencia y en la espontánea concepción de que es posible organizarse para afirmar y desarrollar dichos valores y por ese medio propender a la felicidad común.

"Toda sociedad se ordena en torno de cierto ideal de vida común, se desarrolla en un estado de conciencia nacido de la solidaridad por la cual sus miembros se sienten unidos. Pero no puede vivir y llegar a ser una realidad histórica si no es estimulada por una fuerza impulsiva que descarga y controla los movimientos por los cuales es manejado el organismo social. Esta fuerza es el Poder político. Poder y sociedad nacen juntos" (Véase Manual, pág. 9). "El Poder es, pues, una fuerza nacida de la voluntad, destinada a conducir el grupo en la búsqueda del bien común y capaz, cuando el caso lo requiera, de imponer a sus miembros la conducta que él ordena" (Tratado, pág. 215).

Ahora bien, este factor primordial del poder político en la riqueza y complejidad de su contenido, puede ser considerado desde distintos puntos de vista.

No cabe practicar aquí una exposición histórica de cómo han nacido y han evolucionado los Estados que ahora conocemos, ni referir en detalle la formación y curso del Estado de Chile para considerar particularmente su devenir directivo, aunque tales estudios proporcionan enseñanzas de incalculable valor en el conocimiento de la doctrina del Estado.

Ni cabría tampoco en los límites de esta obra, recordar las diferentes doctrinas que explican, según los sociólogos, el fenómeno colectivo de la superior dirección del grupo. ¿Es esta simple proyección del poder paterno, del ascendiente ejercido por un jefe de familia que extiende su influencia a un conglomerado de sociedades domésticas? ¿Es la fuerza física que se impone; el vigor de una poderosa inteligencia que se admite; las vicisitudes de la guerra que exaltan al fundador; el prestigio e influencia del sentimiento religioso que operan, etc.?

Hay también en el análisis del fenómeno del poder político la posibilidad de realizar consideraciones que se relacionan con la psicología colectiva, en cuanto explican la conquista, robustecimiento y pérdida del mando; hasta qué punto requiere éste del consentimiento de los asociados; cómo logra esta adhesión y los mecanismos por los cuales se forma, orienta y dirige la opinión pública, sobre todo lo cual algo deberá recordarse más adelante.

Dada la índole de esta obra, será particularmente importante estudiar el poder supremo primordialmente como fenómeno filosófico y jurídico.

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117. Especialidad del poder estatal. El "poder" y la "autoridad" son fenómenos sociales genéricos, y no exclusivos de la dirección política de la sociedad organizada. Toda sociedad supone, en efecto, un objetivo común a sus miembros y requiere poder apto para conseguir con autoridad que la actividad de sus componentes se proyecte en sentido que favorezca la obtención, dentro del orden, del bien que explica su existencia. Por eso, a fin de precisar que se trata del poder que reside en la sociedad mayor, o sea, la sociedad civil o política, conviene llamarlo, cuando se lo estudia como elemento del Estado, PODER PÚBLICO, ESTATAL o SUPREMO.

El poder del Estado es, pues, la potencialidad eficaz de conducción de la sociedad política hacia su fin, que es el bien común temporal público; se impone para caminar a ese fin mediante la obediencia de sus miembros, a objeto de que el actuar de éstos se mueva ordenadamente a tal resultado.

El poder del Estado es único, singular, no obstante la universalidad de su misión y características, sin perjuicio de que más adelante consideremos, con esta misma palabra, pero usada en plural, "poderes", dentro del poder estatal, variedad de órganos con funciones distintas (teoría de la separación de los poderes), o la existencia en su seno de entes con energías que se proyectan sobre él hasta pretender dominarlo (poder social, poderes de hecho, grupos de presión).

En la idea del poder supremo se comprenden tres conceptos que es útil diferenciar, porque de su confusión proviene en mucha parte la oscuridad que ha caracterizado este punto central de la ciencia política.

Se contiene, en efecto, dentro del estudio de la autoridad suprema:

el poder del Estado, que permite encauzar eficazmente el cuerpo político hacia el objetivo propio de aquél;

los gobernantes, que son las personas de que, como órganos suyos, se sirve el Estado para satisfacer las tareas propuestas al poder, y

la soberanía que describe, ya cualidades tan típicas y configurantes del poder estatal que, por extensión, lo llevan a identificarse con la esencia de éste, ya, según lo explica Burdeau, quién determina el ideal de derecho que tiene vigencia en la sociedad política.

Según este autor, "en realidad el Estado es una forma de Poder... Cuando una comunidad... considera un tipo de organización social como susceptible de satisfacer sus exigencias... se expresa en una idea esencialmente contingente, ya que varía según los pueblos que la adoptan; es la idea de derecho, es decir, cierto arreglo de las relaciones sociales de donde proceden las reglas de vida común... el Poder es la energía de la idea de derecho, es la fuerza que tiende a introducir en el ordenamiento jurídico positivo..." (Manual, págs. 30-31).

Así, pues, sintetiza el mismo Burdeau "el soberano determina la idea de derecho valedera en la sociedad de que se trata, la potestad estatal es la fuerza de esta idea tendida hacia su realización y los gobernantes ponen en acción esta potestad manteniéndose en contacto con las voluntades del soberano" (Manual, pág. 26).

Si la naturaleza aporta la tendencia a la formación de la sociedad, proporcionando sus condiciones de existencia territorial y humana, señalando su fin y mostrando como indispensable el establecimiento de una directiva que hacia él propenda, no precisa, entre tanto, los objetivos específicos que deban perseguirse, dejando una amplia gama de

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posibilidades, ni determina de qué modo y por qué caminos lograrlos, ni quiénes tomarán a su cargo la tarea de realizarlos.

Dentro del llamado, permanentemente semejante en lo sustancial, que brota de la vocación trascendente del hombre y del fin de la sociedad civil, la diversidad de las circunstancias, potencialidades e idiosincrasia de determinado grupo político le abre variedad de posibles concepciones del bien colectivo, sobre cuyos contornos se suscitan en su seno discrepancias inevitables y, al mismo tiempo, constructivas y fecundas.

Aunque prevalezca o se imponga con facilidad determinado ideal de bien común, la experiencia demuestra que no siempre hay unanimidad para apreciar las formas y medios más indicados para marchar hacia él. Como nada se obtendría tan sólo con acoger un anhelo de mejoramiento colectivo, si no se dispone además el camino que traduzca la voluntad colectiva de su realización, determinada idea de bien común está llamada a engendrar una idea de dirección adecuada conducente al objetivo y se convierte así en idea de derecho, porque éste es la regla impuesta para propender al fin que por su medio se persigue.

Suponiendo todavía la conformidad en una misma idea de derecho entre todos los miembros del cuerpo político, la diversidad de criterios entre ellos podrá proyectarse luego en la selección del personal directivo que tendrá a su cargo la labor práctica de su ejecución.

En todos esos sentidos, la naturaleza ha dejado amplia libertad a los hombres, colocando ella misma la posibilidad de anidar distintas ansias de progreso público, de contemplar variedad de vías para su realización, de disentir también en la apreciación de las cualidades de quienes parezcan con mejores dotes para hacer marchar por ellas a los asociados.

EL CONCEPTO DE SOBERANÍA

118. El concepto de soberanía. Nacimiento y evolución. En el siglo XVI el moderno concepto de Estado nace oscurecido con el de la soberanía.

No se desconocía, por cierto, antes de El Príncipe, lo que quiso manifestarse desde 1513 con el nombre de Estado -cuerpo o sociedad política o civil, ciudad, república-, ni se admitió sólo desde 1576 -cuando Bodin lo llamara soberanía en su magistral tratado- la existencia de un poder supremo y eficaz de mando.

Sin embargo, no es simple coincidencia que ambas expresiones -Estado y soberanía- se difundan en la misma centuria porque traducen la manifestación de la crisis que en el indicado siglo manifiesta el problema de la dirección colectiva.

Durante el esplendor de la Edad Media, la concordancia profunda en la fe, basamento de la conducta moral, une a gobernantes y gobernados en la convicción del necesario sometimiento a un orden objetivo que a todos se impone y que a todos encamina hacia semejante destino trascendente. La raíz moral de la obediencia facilita la tarea de quienes ejercitan el mando al tiempo que la adhesión a idéntico ideal ético y religioso proporciona el vigor que en definitiva hace triunfar los principios superiores de justicia y de derecho. Es el prestigio en Inglaterra del common law, el de los "principios fundamentales del Reino" en Francia; el de los fueros castellanos. Difícilmente puede señalarse pueblo alguno que superara al español en la fuerza del sentimiento de la igualdad sustancial entre todos los hombres, incluyendo entre ellos los mismos reyes u otros accidentales servidores de los intereses colectivos.

En la misma centuria que aporta los nuevos términos de Estado y soberanía al vocabulario político, tienen precisamente lugar los dos fenómenos históricos conocidos como Renacimiento y Reforma, expresiones ambos de la crisis colectiva que sobreviene por la

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desvitalización de los valores culturales del cristianismo y por la quiebra de la unidad de creencia.

Esas transformaciones no pudieron menos de reflejarse en el orden de la dirección de los cuerpos políticos. Los hombres se hacen desde entonces más díscolos y prevenidos frente al gobernante y el desempeño del mando se vuelve con ello más complejo y difícil porque, divididas las creencias, cada cual pretende pensarse y dirigirse con la frágil guía de la razón emancipada de la verdad revelada.

Sostener sin que se escape el poder político se vuelve así para el gobernante, tarea tan angustiosa que, según Maquiavelo -pontífice del Estado moderno-, se convierte en una simple técnica de dominación coactiva, prescindente de su raíz y de su orientación ética, y se resuelve, a su juicio, la alternativa de si vale más al príncipe ser amado o temido, en favor del término primero, triste confesión de máximo escepticismo.

En balde los reyes invocan facultades y unciones que les relacionan directa e inmediatamente con la Divinidad o pretenden aureolarse con el prestigio de apoyos eclesiásticos, prestigio que disminuyó a medida que los pastores de la grey espiritual se vieron envueltos, por desgracia, en las luchas puramente humanas y compartieron sus debilidades.

Jehan Bodin, escribiendo para un monarca que penosamente se mantiene en medio de las pasiones de sus súbditos, enceguecidos por el combate religioso, quiere dar la paz al reino entregando a su rey la soberanía, poder absoluto y perpetuo en la República.

Es soberano el que tiene poder de decisión y de dar leyes, porque "la primera señal del príncipe soberano es la potestad de dictar la ley a todos en general y a cada uno en particular... sin consentimiento de más grande ni de semejante ni de menor que él; porque si el príncipe está obligado a no hacer la ley sin el consentimiento de uno más grande que él, es en verdad súbdito; si de uno semejante, tendrá compañeros; si de súbditos ya del Senado, ya del pueblo, no es soberano" (La República, cit. por Chevallier, ob. cit., pág. 44).

Es decir, a la antigua fórmula: "la ley hace al rey" se le ha sustituido por la nueva: "el rey hace la ley" (Rommen, pág. 449).

En el concepto de soberanía descrito por Bodin el rey no es ya el servidor del reino, el primero entre los señores, sino el superior colocado en esfera más alta, capaz de señalar la órbita y el movimiento de cualquier noble o plebeyo que esté en el reino.

Se buscó para describir esta máxima potencialidad, una palabra sumamente comprensiva y vigorosa que en propiedad cabe aplicar sólo a Dios. El poder de Dios sobre lo que crea es, en verdad, soberano, porque le da origen y lo mantiene y dispone sobre lo que es obra suya de toda facultad incluso de la de volverlo a la nada de donde le da forma y vida.

El vocablo escogido anuncia por sí mismo las cualidades que se atribuyen a esa potencialidad, que es ya en Bodin, perpetua en el tiempo y absoluta en su extensión e intensidad. El soberano no se traba ni siquiera con sus decisiones precedentes. "Así vemos al fin de los Edictos y Ordenanzas estas palabras: porque tal es nuestra soberana voluntad (car tel est notre bon plaisir) como para dar a entender que las leyes del príncipe soberano, aunque se fundamenten en buenas y vivas razones sin embargo no dependen sino de su pura y espontánea voluntad" (República, cit. por Chevallier, pág. 44).

Maquiavelo y Bodin proporcionan las raíces profanas del absolutismo monárquico que va a ensombrecer el continente europeo durante tres siglos. Bossuet tratará de dar a una de las

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más brillantes cumbres de poderío, Luis XIV, el aporte de la autoridad de los Libros Sagrados, como queriendo también que ellos le den una potestad de directa ordenación divina.

La reacción en el pensamiento político no se hace esperar.

Debe señalarse en este sentido a la serie de autores de diversas procedencias nacionales que escriben en el siglo XVI y que se han llamado los monarcómacos. Sus representantes en Inglaterra: Poynet, Knox y Buchanam; en Francia: Languet, De Beze, Boucher y Rose; en España: el Padre Juan de Mariana; y en Alemania: Juan Altusio (ver Luño, págs. 158 y sgts.; Burdeau, t. III, Nos 241 y sgts.; Beneyto, pág. 245). "La cuestión del derecho de resistencia -dice en apretada síntesis el profesor Luño Peña- sirve a los Monarcómacos de punto de partida para exponer sus teorías acerca de la sociabilidad natural del hombre con su doble fase de un primitivo estado de naturaleza -status naturae- en que los hombres vivían a su albedrío, sin leyes, ni autoridad (en completa y perfecta felicidad, según unos autores, y en constante discordia y lucha, según otros); y un estado de sociedad -status societatis- al que se llega mediante un doble pacto de unión y de subordinación: pactum unionis y pactum subjectionis. Exaltan las libertades individuales y limitan su soberanía como delegada del poder originario de la comunidad, hasta llegar a declararle enemigo público y autorizar la muerte del tirano" (ob. cit., pág. 159).

Se ha preparado así la tesis de Hobbes que, partiendo de un primitivo natural estado antisocial da como origen de la sociedad un pacto -pactum unionis- y explica mediante otro pacto el origen de la soberanía, absoluta e ilimitada a tal extremo en su concepto que ni siquiera rinde homenaje a los límites del Derecho Natural todavía vivos en Bodin.

Locke, se aparta de Hobbes porque cree en la sociabilidad natural del hombre y en sus derechos y aunque continúa explicando por lo menos la organización de la sociedad política en un pacto, reconoce como límites al poder estatal los que nacen de los derechos naturales del individuo.

Rousseau defiende nuevamente la tesis de que el hombre primitivo no vivía en estado social y coloca como origen de éste una convención cuya cláusula fundamental constituye la renuncia total de los derechos de cada hombre para ser manejados por la voluntad general que es la de la mayoría y cuya expresión es la ley.

Ahora bien, "la voluntad del soberano es el mismo soberano" y la soberanía tiene los caracteres que Rousseau explaya y que han marcado este concepto en el constitucionalismo clásico.

La soberanía según Rousseau es:

una e indivisible. O es de todo el cuerpo entero o no es soberanía. No puede ser compartida ni fraccionada;

infalible. No puede equivocarse; "es siempre recta y tiende a la utilidad pública";

inalienable. No puede cederse ni transmitirse ni perderse o adquirirse por el uso de otro. Siempre se mantiene en el titular. Ni siquiera éste puede ser representado. Recordaremos en su lugar que Rousseau sólo aceptaba los gobiernos directos; y, primordialmente:

absoluta. "Es necesaria (al Estado) una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer cada parte de la manera más conveniente al todo. Como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, ? el pacto da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos” (Contrato social, cit. por Chevallier, pág. 152).

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Rousseau combatiendo el absolutismo monárquico, pretendía desposeerlo de una potencialidad que, entre tanto, no tiene obstáculo en confiar con sus mismas características al depósito del pueblo.

Cuando, al palpar la anarquía y el desorden que generan el uso por la multitud de tan tremenda potencialidad, la burguesía procure más adelante sustituir el titular del poder, desposeyendo al pueblo y entregándolo a la nación, será un concepto, con idénticos rasgos de ilimitación y absolutismo, el que habrán de manejar a través de la soberanía de la ley, los representantes electivos.

Desencadenada la revolución en Francia, en la época de boga de las creencias en los postulados de Rousseau, ante el fracaso que envuelven las exageraciones, turbulencias, masacres y crímenes de la anarquía multitudinaria, generadora del despotismo irresponsable de las asambleas, surgen en el debate, y logran afirmarse, las doctrinas de aquellos que, como Sieyès, apartándose del dogma de la soberanía popular, defienden que la soberanía -con idénticos rasgos de ilimitación y absolutismo- corresponde a la Nación, concepto éste que representa la unidad de la comunidad política, y no es así atribución de las multitudes tumultuosas, inorgánicas y disolventes.

La revolución francesa, hecha para el pueblo, va a redundar, en definitiva, en beneficio de los nuevos tenedores del poder social, los personeros de la burguesía capitalista, que brota de la nueva economía que se implanta con los inventos, el maquinismo, el desarrollo industrial y el capitalismo. El poder del rey, a través de la dictadura napoleónica, que pone término al proceso revolucionario, pasa, en efecto, a la burguesía, que a través de sus representantes en los resortes de la maquinaria estatal expresa, define, concreta, maneja la soberanía nacional.

119. Crítica del mismo. La exposición que precede de la génesis y de la evolución del concepto de soberanía basta, nos parece, para poner de relieve el factor de confusión que ha aportado al derecho político.

Fue ventajoso, sin duda, en cuanto sirvió para destacar la particularidad de los rasgos que definen el poder público comparado con la autoridad que existe en el seno de cualquiera otra sociedad, y, en tal sentido, las especulaciones que en su torno se han formulado han contribuido grandemente a centrar la esencia del problema político en el establecimiento, estructura, transmisión, contenido, significado y límites de tal fenómeno, sin el cual el Estado no existe.

Sin embargo, el concepto de soberanía política llevó una deformación congénita: discurrido para apoyar el absolutismo real, se convirtió en instrumento apto para hacer eficaz cualquiera forma de opresión que le sucediera. Y así se llamarían monarquías los gobiernos de soberanía residente en el rey; aristocracia, si es atribuida a pocos selectos; y democracia si se deposita en el común del pueblo. Pero siempre el yugo insoportable se descargaría sobre la persona determinada que ha de sufrirlo, entregada inerme a la voluntad irrefrenable del déspota unipersonal o colectivo.

El haber podido consagrar como legítimas actitudes abusivas de mayorías irresponsables; el haber dado amplitud irrestricta a las exageraciones del positivismo jurídico; el no haber reconocido el verdadero fundamento de los derechos de la persona frente a la autoridad pública, son, entre otras, algunas de las nefastas consecuencias de este paso de la doctrina de soberanía política por el derecho público.

Por otra parte, ha sido también un elemento de complicación y de embrollo en la ciencia política, por cuanto se ha querido describir y configurar con un mismo vocablo dos nociones

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especulativa y prácticamente diversas: por una parte, la autoridad que hay en la sociedad, con los caracteres propios que ella reviste cualquiera que sea su régimen político, estatal o gubernativo, y sin la cual no hay Estado; y, por otra, cuál es y cómo se forma y expresa en determinada colectividad política la voluntad de ésta, que a su turno se va a manifestar a través de los órganos del poder público.

Referida a la autoridad, la soberanía, en el sentido que le dieron Bodin, Hobbes y Rousseau, es inadmisible, por cuanto nadie en la sociedad civil puede tener sobre ella una potencialidad que esté separada y por encima del mismo cuerpo colectivo, análoga a esa magnífica superioridad e independencia con que Dios mira a sus criaturas. Esta idea ha explicado Jacques Maritain en páginas de gran claridad:

"Aquí nos hallamos frente al error fundamental del concepto de soberanía y el error original de los teóricos de la soberanía. Ellos sabían que el derecho al autogobierno lo posee el pueblo naturalmente... Pero pasaron por alto y olvidaron el concepto de vicariato (o delegación) expuesto por los autores del medioevo. Y lo sustituyeron por el concepto de transferencia física y donación. En otras palabras, encararon la cuestión en términos de bienes (o de poder material) retenidos en propiedad o fideicomiso, en lugar de enfocarlo en términos de derechos poseídos por esencia o participación... Dios posee por esencia el derecho a mandar; el pueblo posee ese mismo derecho tanto por participación en el derecho divino cuanto por esencia, en la medida en que es un derecho humano... Por tanto, el príncipe tendría que haber sido considerado como en la cúspide (mas no por encima de la cúspide) de la estructura política, como una parte representativa del todo (y no un todo separado) o como una persona comisionada para el ejercicio de la más alta autoridad en el cuerpo político, que tiene la posesión de la misma en vicariato como un máximo de participación en este derecho naturalmente poseído por el pueblo" (El hombre y el Estado, pág. 51).

"Lo que se entiende por soberano -dice Georges Burdeau- es primero una cierta cualidad, una cierta manera de ser, un cierto carácter de la potestad. Tomado como adjetivo, soberano designa un poder que no admite ninguno sobre él, una potestad que, en la esfera en que es llamada a ejercerse, no deriva de otra alguna. Luego, por extensión, se califica de soberana una potestad que encierra un conjunto de poderes determinados; no se trata ya de la cualidad de la potestad, sino que de su contenido. En el primer caso, el adjetivo soberano significa una relación; en el segundo, un absoluto. En fin, hay un tercer sentido de la palabra, tomada esta vez sustantivamente: el soberano es el detentador de la fuerza política suprema en el Estado. En cuanto al término de soberanía, su significación varía según abrace una de las tres acepciones de la palabra soberano que acabamos de enumerar" (Tratado, t. II, pág. 265).

Importa, pues, subrayar que, por importante que sea la huella dejada por la doctrina de la soberanía nacional en el derecho político, el concepto mismo de soberanía no se identifica siempre con tal doctrina, basada como se halla ésta, a su vez, en la identidad entre Estado y Nación, sino que la noción de soberanía representa una categoría jurídica que expresa un fenómeno de patente realidad cualquiera que sea el Estado de que se trate o el sector de la sociedad política cuya voluntad se traduce en el desempeño de la autoridad.

"La moderna Teoría política -anota Kelsen- explica la soberanía como una propiedad del poder del Estado y, por tanto, indirectamente, como propiedad del Estado mismo, desde el momento que lo identifica con su poder. Dicha Teoría considera, con razón, como uno de sus grandes progresos, el haber determinado la soberanía como una de las propiedades del Estado y no de uno cualquiera de sus órganos -el príncipe, el pueblo-, como en las doctrinas anteriores" (ob. cit., pág. 133).

Herman Heller formula una distinción que es útil para precisar los diversos aspectos que deben considerarse en esta sustancial materia.

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"En toda organización hay que distinguir la cuestión del poder objetivo de la organización, de la del poder subjetivo sobre la organización y la del poder subjetivo en la organización. El poder de la organización es la capacidad de acción del todo, según su volumen y contenido, en cuanto acción que se desarrolla hacia adentro y hacia afuera por la organización combinada de todos los miembros de la organización... sólo puede atribuirse, el poder objetivo de una organización a ella misma como un todo. La cuestión del poder sobre la organización se refiere al soporte del poder de la organización, al poder que decide sobre el ser y la forma de la organización... El poder subjetivo en la organización entraña la cuestión de los que efectivamente ejercen el poder. El sujeto del poder en la organización puede coincidir con el soporte de ella... A esta distinción corresponde la separación neta entre sujeto y soporte de la soberanía" (ob. cit., págs. 263-265).

120. Aspectos diferenciables dentro del poder. Reiteramos la distinción de tres aspectos contenidos, como dijimos, en la idea de autoridad y que han aparecido confundidos en la noción de soberanía:

a) el poder supremo residente en el Estado, cuyas cualidades peculiares lo diferencian de la autoridad que existe en toda otra sociedad humana y cuya amplitud e independencia, por razones de vigor expresivo y tradición política, pudiera seguir calificándose, con las reservas del caso, como soberano. Es la soberanía del Estado, que no cabe confundir con la soberanía en el Estado según la distinción de Laferrière que acoge Vedel (ob. cit., pág. 103). "Se prefiere emplear aquí -dice Maurice Duverger- la palabra supremacía, que designa un simple hecho, en lugar de la palabra soberanía, demasiado ligada a teorías jurídicas y a razonamientos abstractos; una y otra designan la misma cosa, a saber la superioridad del Estado sobre los otros grupos sociales" (Instituciones, pág. 18);

b) los gobernantes por cuyo medio se ejerce la potestad estatal, y

c) el soberano propiamente dicho, es decir, aquel que, según la inspiración del sentir político en una sociedad dada, concreta y expresa la concepción de bien común que prevalece y pretende imponerse en ella.

Pero, entonces, si el soberano no es ni el Estado ni los gobernantes, ¿cuál es?, se pregunta Burdeau, y contesta: "A esta pregunta no existe, me parece, sino una respuesta: el soberano es quien decide cuál es la idea de derecho valedera en la colectividad. Puede ser un individuo -y tal era el caso bajo el Antiguo Régimen cuando el rey, no dependiendo, en cuanto al contenido de sus decisiones, sino de Dios, era el supremo dueño de los impulsos por transmitirse en la vida colectiva; y puede ser una clase de la nación como acontece en los regímenes oligárquicos; puede ser la nación entera como lo decidió la filosofía política del siglo XVIII. En todos estos casos, cualquiera que sea el titular de la soberanía, su carácter soberano consiste en que es dueño absoluto de la idea de derecho actuante en el grupo político" (Tratado, t. II, págs. 267-268).

Georges Vedel explica con notable claridad la diferencia que existe entre el poder estatal y el soberano que se reconoce en él, de acuerdo a su régimen gubernativo y político: "El problema de la soberanía del Estado se relaciona con los efectos que produce este poder originario y supremo en cuanto al derecho mismo, a los individuos y a los otros Estados. En cierta medida, se presenta independientemente de saber a quién pertenece la soberanía en el Estado, segundo problema. En efecto, una vez definida en su esencia la potestad soberana, queda por saber quién la detiene en la realidad, ya que el Estado no es sino instrumento. ¿Qué es la soberanía? Es el problema que presenta la soberanía del Estado. ¿Cuál es en última instancia el titular? Es la cuestión que plantea la soberanía en el Estado. Dicho todavía en otra forma, desde el primer punto de vista, el Estado es mirado como un organismo jurídico sin fijarse en

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quien (monarca, dictador o pueblo) es el dueño en él; desde el segundo punto de vista, se mira como la organización de una sociedad" (ob. cit., pág. 104).

Así, pues, hay un poder que reside en el Estado, sin el cual éste no podría cumplir su misión de bien común y carecería de existencia como tal.

En el Estado tiene que determinarse y resolverse cuál es el ideal de bien común que tiene vigencia y ha de ser interpretado por sus órganos (gobernantes), encargados de hacer efectivo el poder del Estado. Tal es la función del soberano.

Contribuye, a nuestro juicio, a esclarecer y sintetizar los diversos aspectos que corresponde contemplar cuando se expone el problema sustancial de la esencia política, vinculados al poder supremo, que, como hemos dicho, resultara enriquecido y, al mismo tiempo, oscurecido con la introducción del concepto de la soberanía, diferenciar con tal efecto entre:

a) El poder del Estado, que se refiere a su origen, necesidad, contenido, finalidad y límites, y que concibe al Estado como titular abstracto de tal poder.

b) El poder en el Estado, que alude a la determinación de quién, en concreto, está en condiciones de ejercer la potencialidad teórica que le ha sido reconocida, y que plantea, por lo tanto, las cuestiones relacionadas con quién lo puede ejercer, los distintos tipos de autoridad, su estructura y composición, las diversas funciones de los órganos y las facultades de que estén revestidos; en otros términos, todo lo relativo al gobierno, en la acepción más amplia de este vocablo.

c) El poder sobre el Estado, o más bien sobre el gobierno así entendido, aspecto dentro del cual se comprende la determinación de cuál es el soberano, atribuyendo a este término el alcance de quién está en condiciones de adoptar, dentro de la sociedad política, las decisiones supremas que se vinculan a la configuración y realización del bien general.

d) El poder dentro del Estado, en cuanto, en la unidad conceptual del poder supremo, puede diferenciarse lo que compete a aquello que ha dado en llamarse soberanía interna, o sea, la plena autonomía para establecer la organización estatal y adoptar decisiones según ella, y aquello que comprende la necesidad de que, por su lado, ésta sea reconocida y respetada por los demás Estados en las relaciones recíprocas y en las que surgen en la convivencia internacional.

Al exponer en estas páginas, la teoría del Estado, parecía indispensable tratar de esclarecer la perplejidad especulativa generada con el uso de un mismo vocablo para enunciar nociones diferentes.

CARACTERES DEL PODER SUPREMO

121. Cualidades del poder estatal. Al margen de toda doctrina política sobre cuál es el soberano, cuya voluntad se manifiesta mediante la acción de los gobernantes, y cualquiera que sea la estructura que se fije el cuerpo político y la forma de gobierno que se adopte, se presenta, en efecto, la realidad tangible e inconcusa de una potencialidad que corresponde al Estado, que reside en él, apta para satisfacer su misión propia.

Es la potencialidad a que nos referimos el poder, potestad o autoridad estatal cuya naturaleza se precisa considerando sus peculiares caracteres.

122. Poder originario. "Poder de derecho originario y supremo" es el del Estado, según la definición de J. Laferrière (Manual, 1947).

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"Un poder originario -dice Vedel-, el Estado soberano no deriva su soberanía de ninguna otra autoridad positiva. No ejerce sus poderes en virtud de una delegación que alguien le hubiera consentido" (ob. cit., pág. 103). Es un poder que no deriva de otro, nace en él mismo, junto con él; su realidad y cualidades son inherentes e inseparables de su propia existencia, porque es consecuencia inevitable de la misma realidad de la sociedad, de modo que, ante su carencia, ella se disuelve en la anarquía o en el sometimiento a otra organización, que la absorbe y aniquila.

123. Público. Se trata de una potestad pública, llamada a regir los intereses generales de la comunidad, es decir, diferente de la potestad directiva de que también disfrutan, en su respectiva órbita y para su interna conducción, las personas y los grupos naturales o sociedades voluntarias que integran el cuerpo político. Público "aplícase a la potestad, jurisdicción y autoridad para hacer una cosa, como contrapuesto a privado", "perteneciente a todo el pueblo" (Real Academia). "La autoridad política es pública. Público es lo contrario a la esfera privada de cada ciudadano, individual. La esfera privada es la esfera de la conciencia individual, la esfera íntima de la vida personal, la esfera de la familia, y la esfera de adquisición, uso y consumo de la propiedad en la esfera económica" (Rommen, pág. 442). Este rasgo de público del poder estatal en nada se opone a que la potestad que se define se ejerza justamente en relación a persona, familia, economía, asociaciones privadas pero no es su objetivo sustituir y supeditar el movimiento que realizan individuos y grupos tras sus respectivas misiones, en cuanto no se vincule al ámbito de la regencia de la sociedad entera.

"Un poder originario -dice Vedel- el Estado soberano no deriva su soberanía de ninguna otra autoridad positiva. No ejerce sus poderes en virtud de una delegación que alguien le hubiera consentido" (ob. cit., pág. 103). Aun en los regímenes democráticos, investidos los gobernantes el poder que ejercen es el del Estado con ese carácter originario que se subraya.

124. Supremo. El carácter de suprema de la potestad estatal es tan patente e indiscutido que fue llevado, según se recuerda, a la exageración al describirla como soberanía. "Supremo" es, en efecto, "lo que no tiene superior en su línea", y así ocurre con el poder del Estado. Pero aceptar para él esa calidad envuelve afirmar que no hay otra autoridad que sea igual o superior a la del Estado en el orden que a ella le compete. No podría admitirse la existencia en su seno, atribuyéndola a otro, de análoga potencialidad capaz de concurrir o de emular con la del Estado en lo que es propio del poder que reside sólo en él. En tal sentido, en razón de ser supremo, es uno: "no está dividido en sí mismo", y único: "sólo y sin otro de su especie".

Como expresión de tales características el poder del Estado es "soberano", pero no hasta el punto de ser superior a sí mismo, a la sociedad que rige, o sea, de gozar de facultades omnímodas, de abarcar toda forma de movimiento y vida en el cuerpo político, de ser ilimitada en su extensión e intensidad, de no aceptar dentro de la sociedad la existencia de otros entes individuales o colectivos con sus respectivas finalidades, órbitas de competencia y formas directivas, que el Estado tiene que reconocer, respetar y favorecer.

125. Independiente e incondicionado. Si supremo es el poder estatal, porque decide sólo en lo que le toca, en última instancia, sin que persona u órgano alguno se halle habilitado para cambiar o dejar sin efecto sus resoluciones, resultaría disminuida o negada la calidad suprema en caso de no admitirse el carácter de independiente, de autónomo, en el sentido de que no depende de nadie, en el campo de su libertad de determinación, la cual puede usarla el Estado sin presiones que lo obliguen en cuanto a la oportunidad y sentido de la decisión. Al reconocerse independiente no quiere decirse que, desde fuera el mismo Estado, no nazcan limitaciones provenientes de la coexistencia de otras sociedades políticas llamadas mutuamente a respetarse y naturalmente llevadas al intercambio de bienes y servicios y a organizarse dando nacimiento a cierto grado de potestad superestatal. Y, por otra parte, en el

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mismo interior de cada Estado, esta cualidad de independencia en que ha de configurarse su decisión final, no pugna con el proceso previo de formación de la voluntad colectiva a través de la concurrencia de la pluralidad de grupos con ideales de bien común a veces divergentes que pretenden inspirar la acción del poder.

Independiente es en cuanto libre para decidir e incondicionado en cuanto al contenido de su resolución.

126. Incontrastable. En todo caso, el poder del Estado es incontrastable, es decir, una vez manifestada su determinación no puede ser resistida ni enfrentada por otros medios que aquellos que estén previstos y se ha de cumplir sin discusiones y sin que se admita, por lo tanto, el uso de la fuerza física para disminuir o destruir su vigor.

127. Imperativo. Al contrario, para hacer efectivo este imperio, está amparado por la coacción mediante la cual el derecho de mandar dispone de la coerción física que, al ser usada o en virtud de la mera amenaza o potencialidad de su empleo, permite vencer toda resistencia o castigar a quienes hayan pretendido discutirlo.

Mencionamos así la cualidad que, unida a la supremacía, constituye la expresión más típica de la potestad estatal y, si se prescinde de la esfera reducida en que puede ser usada, al margen del Estado, para el mantenimiento del orden familiar, representa una facultad exclusiva y excluyente suya que contribuye en grado extremo a configurarla.

Cuando el derecho de uno no tiene más resguardo que la fuerza física que sea capaz de emplear para repelar el ataque, y el castigo del infractor depende exclusivamente del sentimiento de venganza que manifieste el agraviado, no hay Estado. Esta institución se reconoce sólo desde que está organizada una potencialidad coactiva al servicio de la colectividad para el respeto del derecho valedero en él y para el ejercicio de la vindicta pública sustitutiva de la sanción suministrada directa e inmediatamente por los mismos particulares ofendidos o agraviados.

Entre todos los grupos sociales -explica Vedel- "el Estado se caracteriza por el hecho de que los gobernantes detienen el monopolio de la fuerza armada. Sólo ellos pueden organizarla y mandarla... Esta definición del Estado por la fuerza pública no agota su naturaleza, pero es la que permite en forma más simple distinguir el Estado de todos los demás grupos sociales organizados" (ob. cit., pág. 100).

Para hacer efectiva la coerción pública, dispone el Estado de cuerpos organizados provistos de instrumental adecuado, ya para movilizarla en el campo interno en contra de quienes hayan violado su ordenación o pretendan resistirla (policía), ya para descargarla fuera del ámbito estatal en contra de quienes no estén dispuestos a respetar la independencia del ejercicio de su poder (defensa nacional).

En cuanto la coacción estatal deje de estar al servicio de la potestad suprema y se alce contra ésta, queriendo convertirse ella misma en el poder, como sucede en el militarismo, se destruye el Estado de Derecho.

128. Poder moral y racional. Es el momento de subrayar otra de las bases fundamentales del poder público: se trata de un poder moral, desde que su objeto es regir la conducta humana de los individuos y de los grupos sometidos a su imperio, pidiéndoles un comportamiento razonable, es decir, conforme a lo que la inteligencia indica como favorable a su respectivo desarrollo y perfeccionamiento en pro de la consecución de sus fines respectivos.

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La circunstancia de que la asunción del poder político y la posibilidad consiguiente de gobernar hayan resultado a menudo en la historia consecuencia del empleo de la fuerza, o el hecho evidente de que ésta es ineludible para la eficacia del imperio estatal, ha llevado a algunos a considerar equivocadamente el poder público con una categoría puramente fáctica. En tal deformación han incurrido desde Maquiavelo, emancipando al príncipe de toda preocupación ética, hasta Duguit, creyendo ver en el Estado tan sólo la realidad de la diferenciación entre gobernantes y gobernados.

Lo cierto es que, proyectado sobre hombres, aunque se adquiera a veces por la fuerza y no pueda prescindir de la posibilidad de la coerción, el poder público no tiene otro título de obediencia que el inspirarse en el bien común y su verdadera base de sustentamiento se halla en persuadir a los miembros de la sociedad política del contenido razonable del mandato.

Es precisamente por esta cualidad racional por la que el poder estatal llega a ligar la conciencia y a regir el comportamiento de los gobernantes.

129. Poder consentido. Es un poder consentido, en otra palabras, el poder público no puede ejercerse sin el consentimiento de la comunidad, cualquiera que sea el sistema estatal, gubernativo o político, y cuando falta se sufre una forma tiránica inadmisible y de precaria duración.

"Psicológicamente, la autoridad viene de que los ciudadanos reconocen su dependencia respecto de ella. La potestad se halla menos en la voluntad de quien domina que en la confianza del que se somete" (Prélot, Instituciones, pág. 13).

No es indispensable que la aquiescencia sea explícita de parte de cada uno de los miembros de la sociedad política y referido a cada expresión particular del mando. Basta la aceptación por lo menos implícita por parte de la generalidad de los asociados.

La manifestación de consentimiento colectivo que se revela por el mero hecho de la obediencia es suficientemente elocuente como para justificar el título del mando.

Naturalmente, una obediencia activa que se traduce en disposición de ánimo y colaboración entusiasta al contenido de las indicaciones del poder, representa un apoyo incalculable para el logro de los propósitos de bien colectivo que ellas encierran.

Cuando en una sociedad política prevalecen esas reacciones favorables en presencia de los actos de la autoridad suprema, hay en ella una virtud colectiva de primordial valor para el curso de la vida pública.

Civismo es, como define el Diccionario, "celo por las instituciones e intereses de la patria", y se manifiesta en actitud despierta y viva con que, sintiendo las necesidades colectivas, se está dispuesto a apoyar las medidas encaminadas a satisfacerlas, prestando los auxilios para ello requeridos por quienes están a cargo de la comunidad. "El civismo es así, al mismo tiempo -dice Burdeau- una cualidad moral y una cualidad intelectual. Cualidad moral, porque supone que el individuo no usará de la libertad que le corresponde como ciudadano para esquivar las obligaciones que le incumben como súbdito y que hallará al contrario, en su libertad de ciudadano, la oportunidad de valorizar su obediencia de súbdito, adhiriendo a la substancia de la orden dada... En fin, el civismo es igualmente una cualidad intelectual, en la medida en que procede de la comprensión que el hombre tiene de su participación en la colectividad. Es la inteligencia de la relación que une a cada uno con el todo donde se arraiga el sentido de la obligación: el deber se configura allí, no como un tropiezo arbitrariamente impuesto, sino que la reflexión justifica cómo la condición de un orden social fuera del cual no existe sino la mortífera soledad" (Tratado, t. IV, pág. 45).

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El civismo se presenta allí donde es fuerte y ágil el espíritu público que, como explica el mismo Burdeau, "es esencialmente el sentido de una solidaridad entre las instituciones y los hombres y cuyo efecto es asociar la gran masa de los ciudadanos a la vida política por los medios constitucionales" (Tratado, tomo III, pág. 331).

No debe confundirse, sin embargo, el espíritu público así comprendido, con lo que se llama espíritu del pueblo. Luis Sánchez Agesta estima que los conceptos espíritu público, creencia o sentimiento público "aluden a maneras concordes de entender o sentir los fines políticos generales. En ellos reposa esa primera comunidad espiritual o emotiva que diferencia un pueblo de un mero agregado de hombres. Si la expresión espíritu del pueblo se desprende del valor místico creador que le atribuyó la escuela histórica o de la objetividad sustancial que le atribuyó Hegel, puede valer para entender estos significados que deben referirse al patrimonio cultural de creencias, ideas o sentimientos que configuran el carácter de un pueblo y que se transmite por tradición dándole una fisonomía propia en la historia" (ob. cit., pág. 460).

130. Poder temporal, pero espiritual. Racional y moral, pertenece el poder político al orden temporal, secular, profano, porque tal es la índole del beneficio que por su medio busca la colectividad, de modo que, aun gravando sus directivas la conciencia de los individuos, no está habilitado para usar directamente los medios que pertenecen al campo de lo sagrado, religioso, sobrenatural, ni para sostener su contundente potencialidad con la obediencia que se debe a la autoridad religiosa.

Lo temporal no es exclusivamente -conviene recordarlo- lo material o lo que se relaciona tan sólo con los medios económicos y las comodidades de civilización provenientes del avance técnico; mira igualmente a la perfección física, intelectual, artística, moral, cultural, etc., y, por lo tanto, es así también de alta calidad espiritual. Se halla dentro de su esfera crear las condiciones que permiten el desenvolvimiento integral de los individuos y de los diversos grupos humanos y, entre ellas, las que favorezcan la vocación trascendental de las personas integrantes del Estado. Pero la preparación directa de la persona en cuanto a su cumplimiento ultraterreno no compete al Estado, sino a la Iglesia y escapa, por lo tanto, al poder de aquél.

Señalamos ya que uno de los aportes fundamentales del cristianismo al derecho público fue la distinción entre los poderes temporal y sobrenatural.

Las consecuencias de tal distinción se realizan con fidelidad sobre la base de precisar con exactitud el campo que corresponde a la autoridad que ejerce uno u otro.

León XIII, en Immortale Dei (1885), fijó magistralmente el ámbito de las facultades que competen a dichos poderes:

"Por lo dicho se ve cómo Dios ha hecho copartícipes del gobierno de todo el linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida directamente de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de los celestiales y divinos. Ambas potestades son supremas, cada una en su género; contiénense distintamente dentro de términos definidos, conforme a la naturaleza de cada cual y a su causa próxima; de lo que resulta una como doble esfera de acción donde se circunscriben sus peculiares derechos y sendas atribuciones. Mas, como el sujeto sobre que recaen ambas potestades soberanas es uno mismo, y como, por otra parte, suele acontecer que una misma cosa pertenezca, si bien bajo diferente aspecto, a una y otra jurisdicción, claro está que Dios, providentísimo, no estableció aquellos soberanos poderes sin constituir juntamente el orden y el proceso que han de guardar en su acción respectiva. Es, pues, necesario que haya entre las dos potestades cierta trabazón ordenada, trabazón íntima, que no sin razón se compara a la del alma con el cuerpo en el hombre. Para juzgar cuánta y cuál sea aquella unión, forzoso se hace atender a la naturaleza de cada una de las dos soberanías,

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relacionadas así como es dicho, y tener cuenta de la excelencia y nobleza de los objetos para que existen, pues que la una tiene por fin próximo y principal el cuidar de los intereses caducos y deleznables de los hombres, y la otra el de procurarles los bienes celestiales y eternos".

"La comunidad política y la Iglesia -afirma Gaudium et Spes- son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y de tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano... Ciertamente las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige" (Nº 76).

No obstante la claridad de la definición doctrinaria que indica la necesidad de constantes relaciones recíprocas dentro del respeto de sus autonomías, ha sido difícil en muchos pueblos y épocas de la historia mantener el debido equilibrio entre ambas potestades, ya porque la civil ha dejado de respetar la independencia con que debe moverse la autoridad eclesiástica, ha intervenido en asuntos de esta índole o ha pretendido hacer servir la influencia religiosa en propósitos temporales, ya, a la inversa, porque algunos prelados, ofuscados por pasiones terrenales, han tendido, con olvido de su misión específica, a participar del combate cívico, practicando un condenable clericalismo.

131. Poder de autonomía. Poder supremo, lo hemos dicho ya, pero no absoluto e ilimitado, como lo creyeron los expositores del concepto de soberanía, limitado por la razón de bien común que lo explica y que se basa en la recta comprensión de la naturaleza y destino de los integrantes de la sociedad: formada de personas humanas con un fin que se proyecta más allá del tiempo y que tienen derechos cuyo origen no es el Estado y de familias a las cuales la naturaleza confía la transmisión de la vida y la educación primera; el poder halla en la tendencia gregaria incoercible que genera infinidad de vínculos societarios mediante los cuales se buscan medios, ventajas y ayudas; en la existencia de iglesias que llaman al cumplimiento de las obligaciones con la Divinidad y preparan una felicidad sin término; y asimismo en la realidad de otros Estados que se hacen presentes en igualdad jurídica y estrechan la convivencia internacional, que tiende a transformarse en un solo cuerpo mundial organizado; todos esos factores y fuentes de limitación de la ambiguamente llamada soberanía estatal reducen ésta tan sólo a simbolizar la importancia de la autonomía con que ésta se define dentro de su orden, al completar y auxiliar las otras esferas de poder que anidan en el cuerpo político.

La admisión de los límites del poder que acaban de recordarse importa el rechazo consiguiente de las diversas formas de estatismo, definido como la "tendencia que exalta el poder y la preeminencia del Estado sobre las demás órdenes y entidades" (Real Academia).

132. Poder de dirección. Poder directivo -lo acabamos de decir- y dirigir es enderezar, llevar rectamente hacia el término, encaminar hacia el fin de las operaciones, y para ello se necesita ordenar, coordinar, subordinar.

Se comprende así que el contenido del poder estatal, se proyecte primordialmente al establecer un orden, fijando una regla fundamental dentro de la cual se habrá de mover él mismo; tal es el aspecto explicado más detenidamente en la Teoría de la Constitución.

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El poder del Estado, actuando como constituyente, traza, en efecto, un marco que describe su estructura y escoge determinada conformación ordenativa. Más adelante se consideran, por eso, las diversas formas de Estado y las de Gobierno.

Ese mecanismo permitirá a los gobernantes que se muevan dentro de sus facultades y ajustándose a las formalidades prescritas para hacer efectivo el poder público. Se consagra, por eso, un estudio especial a los órganos de éste.

Por otra parte, dentro de su unidad, la autoridad estatal puede mirarse desde dos puntos de vista: hay en ella facultad de constituirse y de vivir de acuerdo con la organización que se ha dado, dentro de los límites que enmarcan jurídicamente su proyección superficial; y derecho a ser respetado el ejercicio de su poder por los demás Estados y en la convivencia internacional. El primer aspecto se ha denominado soberanía interna; el segundo, soberanía externa.

E. EL DERECHO

133. E) El derecho. Sus características. Derecho es, como ya sabemos, regla obligatoria de conducta social, que tiene una sanción organizada.

Se distingue el derecho de la moral, en que la regla de ésta es también obligatoria, pero carece de sanción social organizada, como tampoco la tienen los meros usos sociales, que, por su parte, dada su índole, no comprometen la conciencia moral.

Lo típico de la norma jurídica es que actúe como mandato de conducta obligatoria, o sea, que comprometa la acción de la persona a que se dirige y la obligue a respetarla y ejecutar su mandato; y que se halle establecido un sistema de sanción por la misma sociedad para asegurar tal respeto y cumplimiento. Si no se organiza el castigo, la norma quedaría librada exclusivamente a la conciencia del actor, como ocurre con un precepto puramente moral. La sanción propende a que todos o muchos o por lo menos algunos cumplan la norma por el temor al castigo e impone, a quienes en el hecho la desobedezcan su aplicación, llamada conjuntamente a lograr que no vuelvan a infringirla.

En la sociedad familiar la disciplina se mantiene normalmente por los medios eficaces con que cuenta en su seno, pero, fuera de ella, nadie debe hacerse justicia por sí mismo, forzando, con el empleo de su propia energía, el comportamiento de los demás. Generaría ello la anarquía, la disolución colectiva. Gobernantes son quienes tienen, excluyentemente y con monopolio, el poder de coacción.

La base de la obligatoriedad del derecho no se encuentra en la coacción que le acompaña para su perfección: reside en que ha de suponerse que la norma jurídica está inspirada en el bien común y exigida por la justicia, de modo que faltar a su respeto es, en principio, faltar simultáneamente a la regla moral.

Si quisiéramos configurar las características que describen al derecho, podemos mencionar:

a) Su exterioridad. Es decir, la regla de conducta impuesta es exterior a la persona que debe satisfacerla.

b) Su alteridad. Representa una forma de relación con otra u otras personas naturales o entes colectivos.

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c) Su incoercibilidad. La regla jurídica, para que se imponga en tal calidad, ha de revestir la calidad de incoercible, o sea, no ha de encontrar un obstáculo que la refrene, que le impida llegar a su eficacia, es decir, obtener el propósito que persigue.

d) Su coactividad. Para que sea efectivamente incoercible ha de tener tras de sí la posibilidad de imponer el comportamiento mediante el uso de la fuerza, que es el instrumento monopolizado para tal objeto por la sociedad organizada.

e) Su obligatoriedad. Esta no se funda tan sólo en la coactividad, sino que en el intrínseco contenido de justicia de la regla que se impone y, por ello, compromete la conciencia moral en su cumplimiento.

134. Naturaleza de los vínculos entre Estado y Derecho. Las relaciones del Estado con el Derecho son tan íntimas y sustanciales que el derecho puede analizarse ya como una cualidad del poder estatal, como un medio de realización de los fines de la institución, o como un elemento constitutivo del Estado, etc. Incluso, como veremos, se pretende por algunos identificar uno y otro concepto: Estado y derecho.

Lo anterior explica que en la descripción del Estado destaquemos separadamente el problema de sus relaciones con el derecho.

Poder eminentemente jurídico es, en efecto, el del Estado, porque para dirigir y gobernar hay que dar reglas a que debe ajustarse el comportamiento ya de la misma autoridad, ya de los gobernados y que son de forzoso y obligatorio cumplimiento por quienes han de seguirlas. Todo mandato de autoridad se traduce en norma de conducta para el súbdito, ya sea formulada en términos generales o ya persiga encauzar un momento de acción de determinada persona. Las reglas que dicta el Estado no sólo gravan la conciencia individual sino que revisten el carácter de socialmente obligatorias y su eficacia está amparada por la compulsión estatal.

Concebido y existente un bien común temporal, la misión del Estado es precisamente encauzar con eficiencia el movimiento todo de la colectividad hacia la obtención de ese ideal de progreso colectivo y ello lo cumple mediante la dictación de preceptos u órdenes que consisten en reglas de necesario cumplimiento por los gobernados.

Nadie podría negar que el poder del Estado es esencialmente de carácter jurídico, ya que, si su fin último es el bien colectivo público, su fin mediato, el instrumento insustituible de que se sirve para lograrlo es la formulación y realización del derecho.

Aunque hay general admisión de los vínculos que existen entre el Estado y el Derecho, la naturaleza de ellos representa problema sumamente debatido que ha contribuido a hacer más compleja, pero también más rica la concepción doctrinaria del Estado.

Se ha sostenido, en efecto, ya que no hay otro derecho que aquel declarado por el Estado, ya que el Estado es puro derecho; tanto que existen normas de derecho superiores al Estado, como, a la inversa, que no cabe aceptar reglas que se le impongan y, a lo sumo, se admite que él mismo se fije sus propios límites.

Tales controversias se avivan desde el estallido de la crisis que sufre el pensamiento occidental en el siglo XVI, a la que hemos aludido con frecuencia.

Sí, para Maquiavelo, el poder de dirigir la sociedad política es esencialmente de hecho con ello sólo queda afirmado que, para él, no hay un derecho que lo limite.

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Si, según Bodin, "la soberanía no está limitada ni en poder, cargo, ni tiempo determinado" y el príncipe "no está obligado a rendir cuenta, sino a Dios" (cit. por Maritain, El hombre..., pág. 49), ello equivale a desconocer la fuerza de un derecho superior al Estado.

Del mismo modo, cuando Hobbes sostiene que el origen del cuerpo político es el contrato en que se establece el "Poder Común" confiriéndole los hombres "todo su poder y fuerzas" para que encarne a sus personas, nada queda tampoco al margen de la voluntad única y soberana así creada. Con razón, no se disputa a Hobbes ser el padre del positivismo jurídico, doctrina según la cual no hay expresión de la soberanía que carezca de valor en derecho.

En la misma huella sigue Rousseau, para quien limitar la autoridad suprema es destruirla y "el soberano, por la mera razón de serlo, siempre es lo que debe ser" (Contrato Social, cit. por Maritain; El hombre..., pág. 61).

Aunque distingue Kant entre el derecho natural, y el positivo, llamado éste a regir las acciones externas y a hacer posible la coexistencia en la libertad, deja también libre la voluntad del legislador exenta de toda regla que sea superior a su querer.

LAS DOCTRINAS DE AUTOLIMITACIÓN

135. Las doctrinas de autolimitación. En Alemania surge después de Kant una corriente de juristas que se mantienen fieles al principio de que el poder estatal no admite restricciones ajenas a sí mismo, pero buscan señalarle límites que sólo tienen raíz en su propio seno.

Así puede decirse de Ihering (1818-1892). Sí, para él, "el Estado es la única fuente del derecho" (La lucha por el derecho, cit. por Cathrein, pág. 113), "el derecho es, en el pleno sentido de la palabra, la fuerza de la ley sinalagmáticamente obligatoria, la propia subordinación del poder estatal a la ley hecha por él" (cit. por Tobar, Elementos..., pág. 268).

Jellinek desarrolla en su Teoría General del Estado esta tesis afirmando que "el Estado procede según reglas jurídicas establecidas, reglas que a su vez sólo de una manera jurídica pueden ser modificadas. Estas reglas contienen en sí la obligación de los órganos del Estado; con lo cual queda sometida a obligación la actividad de aquél en sí mismo, ya que la de los órganos del Estado lo es de este mismo, que no puede realizar una actividad que no esté realizada mediante un órgano. Ofrece esta regla, además, a los súbditos la seguridad de que los órganos del Estado quedan obligados a proceder según la regla..." (cit. por Tobar, pág. 268).

Carré de Malberg es, en Francia, el entusiasta difusor de este pensamiento en su Teoría General del Estado, en la que defendió vigorosamente a Marcel Waline, quien combatiera a su turno a León Duguit.

Criticó, en efecto, Duguit a los juristas alemanes que, "siguiendo a Ihering y Jellinek, enseñan la teoría sutil de la autolimitación del Estado. El Estado dicen, está sometido a la ley que hace, porque se limita voluntariamente por esta ley; puede hacerlo, añaden, sin que se atente a su soberanía, puesto que la soberanía es la facultad de autodeterminarse, y al autolimitarse el Estado se autodetermina, y por tal modo persiste como soberano, aunque subordinado a su propia ley".

"Todo esto es muy ingenioso -continúa diciendo Duguit- pero no prueba nada" para seguir luego desarrollando argumentos llamados a exhibirlo (ver La transformación del Estado, págs. 107-108).

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"Pero ¿puede uno sustraerse cuándo y cómo uno quiere a una obligación por el sólo hecho de que uno se la ha creado a sí mismo? -se pregunta Waline-. Y, en consecuencia, ¿puede decirse, con Duguit, que una obligación que uno se crea a sí mismo no es una obligación? El vicio del racionamiento de Duguit consiste en haber ligado las dos proposiciones y de la existencia de una concluida la existencia de la otra... Vamos más lejos: la autolimitación es en el hecho la única manera de subordinar el Estado al Derecho. Aunque no tenga éxito, aunque sea un procedimiento imperfecto, no podemos, en el deseo de asegurar una subordinación más eficaz del Estado al Derecho, imaginar otra..." (L’ individualisme et le droit, págs. 404-440).

Cierto es que Duguit no parece el autor más autorizado para combatir la doctrina de la autolimitación, puesto que reiteraba en una conferencia, "ante todo, afirmo que el poder público no es un derecho, sino un simple hecho, un hecho de la mayor fuerza" (La transformación del Estado, pág. 98) y "la verdad es que la ley es la expresión, no de una voluntad general, que no existe, ni de la voluntad del Estado, que tampoco existe, sino de la voluntad de los hombres que la votan" (ídem, pág. 106; y en Las Transformaciones del Derecho Público, pág. 132).

No es más segura y clara la limitación extraestatal de la fuerza obligatoria de las normas en el pensamiento de Duguit ya que consiste, según él, en ser expresión de las exigencias de la solidaridad social.

EL NORMATIVISMO DE KELSEN

136. El Estado, sistema de normas: Kelsen. Los antecedentes expuestos anuncian el clima en que se explica por Kelsen su concepción del Derecho y el Estado que llega a la completa identificación de ambos, puesto que "lo específico de este objeto espiritual que llamamos Estado consiste en ser un sistema de normas", ya que "ese Estado del cual se afirma ser algo esencialmente distinto del Derecho, no es otra cosa que Derecho, un sistema de normas especiales reguladoras de la coacción" (Teoría General del Estado, págs. 18 y 69).

El Estado es el "orden jurídico superior", "la comunidad jurídica suprema, soberana", "porque y en tanto la situación de hecho de una conducta humana es estatuida en forma específica en una norma jurídica, puede esa situación de hecho ser referida a la unidad del orden jurídico que califica ese hecho" (Teoría pura del derecho, págs. 158-160).

A tal punto el Estado es esencialmente, según Kelsen, el más alto centro de imputación de las normas jurídicas que, conforme a su tesis "los llamados elementos del Estado: la potestad, el territorio y el pueblo del Estado, no son otra cosa que la validez del orden estatal en sí, y el ámbito espacial y personal de validez de ese orden... Los órganos del Estado sólo pueden comprenderse como situaciones fácticas de producción y ejecución jurídicas, y las formas del Estado no son otra cosa que los métodos de producción del orden, el que se considera simbólicamente como voluntad del Estado" (ídem, pág. 166).

En esta jerarquía de normas, cuya fuente de validez se sitúa en su grado superior, el Estado, como centro máximo de imputación, dentro de sí mismo se dice soberano.

Publica Kelsen la Teoría General del Estado en 1925 y la Teoría pura del derecho en 1934 y como dice Máximo Pacheco refiriéndose a su doctrina, "su difusión y su influencia han sido enormes. Desde su aparición ha provocado ardorosas polémicas, en las que enemigos y partidarios combaten con el mismo apasionamiento" (Las tendencias actuales..., pág. 64).

En Chile, el profesor Mario Bernaschina en su primera edición del Manual de Derecho Constitucional (Editorial Jurídica de Chile, 1951) se inclinaba por el parecer de Kelsen: "El Estado, desde un punto de vista jurídico, no puede ser sino la totalidad del ordenamiento

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jurídico fundamental; pertenece al mundo de los valores, no al mundo de las realidades causales, de la naturaleza" (t. 1, pág. 130). Sin embargo, ya en la segunda edición (1955) de su Manual admite que: "la doctrina de Kelsen tuvo una gran influencia en el pensamiento jurídico actual; hay muchos autores que fueron influidos por la escuela vienesa del Derecho; pero, no es posible aceptar enteramente sus doctrinas, por la misma razón que dábamos hace un momento de que no puede estudiarse el Estado desde un punto de vista puramente jurídico, mucho menos cuando se entrelaza con el Derecho Constitucional, como conjunto de normas jurídicas de un pueblo determinado, en cuya gestación han tenido que tomarse en cuenta factores sociológicos y políticos, que han creado un determinado ordenamiento jurídico, que será real y aplicable en cuanto tenga en cuenta esos factores, pues, de lo contrario, nos encontraríamos en presencia de un ordenamiento abstracto, inoperante a lo mejor, sin contenido de realidad para que pueda ser aplicado" (t. 1, pág. 109).

EL PENSAMIENTO DE HELLER

137. El Estado, organización para asegurar el derecho: Heller. A Herman Heller no satisface ni el normativismo de Kelsen ni la doctrina de la autolimitación. Para él, en efecto, la "norma fundamental Kelseniana, nos remite al arbitrio del legislador real, libre de todo vínculo jurídico-normal, y llega, de esta suerte también, en último término, a la identificación de derecho y fuerza y a la afirmación de que todo Estado es Estado de Derecho" (Teoría del Estado, pág. 239). Por otra parte, "la división de poderes, de carácter organizatorio, tiene sólo como fin el garantizar la seguridad jurídica y es, por ello, un medio técnico, simplemente, que nada dice a la justicia del derecho. Nadie cree hoy por hoy que todas las disposiciones del legislativo popular, en virtud de una especie de predestinación metafísica, sean derecho justo. Por este motivo, la legalidad del Estado de Derecho no puede sustituir a la legitimidad" (ibídem).

Después de rechazar estas débiles construcciones, afirma Heller que "el Estado está justificado en cuanto representa la organización necesaria para asegurar el derecho en una determinada etapa de su evolución. Al hablar aquí de derecho nos referiremos, en primer término a los principios morales del derecho que constituyen la base de las normas jurídicas positivas. Es inmanente a todos estos principios, cuya validez ideal ha de ser supuesta, la exigencia de una validez social. Tan sólo como algo que es a la vez ser y deber ser tiene, en general, un sentido el deber ser de tales principios de derecho... Para ello es preciso que los principios generales del derecho, tal como se contienen por ejemplo en el Decálogo, sean establecidos, aplicados y ejecutados por un poder autoritario como preceptos jurídicos positivos. El precepto jurídico recibe toda su fuerza jurídica moral obligatoria exclusivamente del principio ético del derecho, supraordinario. Este principio del derecho, sin embargo, se distingue del precepto jurídico por su carencia de seguridad jurídica y certeza jurídica, que consiste, de una parte, en la determinación del contenido de la norma y, de otra parte, en la certeza de su ejecución" (ídem, pág. 240).

LA TESIS DE BURDEAU

138. Poder, energía de la idea de derecho: Burdeau. Georges Burdeau, quien confiesa haber sufrido la seducción del pensamiento de Kelsen (Tratado, t. 1, pág. 152) estima que "en realidad el Estado es una forma de Poder y el Poder no es una fuerza extraña al derecho. Cuando una comunidad social ha tomado conciencia del fin que cimenta la solidaridad de sus miembros, cuando se hace suficientemente coherente para que se desprenda de las aspiraciones particulares, la representación de un modo de vida deseable para todos, considera un cierto tipo de organización social como susceptible de satisfacer sus exigencias. Este tipo de organización social se expresa en una idea esencialmente contingente puesto que varía según los pueblos que la adoptan; es la idea de derecho, es decir, un cierto arreglo de las relaciones sociales de donde proceden reglas de vida común. Ahora bien, la idea de derecho

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no se mantiene en el estado de preferencia platónica. Precisamente porque es una idea de porvenir, tiene en sí un dinamismo que la impulsa a realizarse. Es así como da nacimiento al Poder. En su forma más general, el Poder es la energía de la idea de derecho, es la fuerza que tiende a introducirse en el ordenamiento jurídico positivo" (Manual, págs. 30-31).

"Los antecedentes que proporciona la razón, la naturaleza, la historia... y que se pretende definir como derecho natural -afirma Burdeau en otro lugar- se imponen a la idea de derecho. En la representación que se hace del orden social, el espíritu debe tenerlos en cuenta precisamente porque apoyan las condiciones de realización de todo orden social, pero estos antecedentes no adquieren valor jurídico sino desde que el fenómeno de la representación los integra a los principios que servirán de base a la organización jurídica. La idea de derecho participa de su objetividad en el momento mismo en que los interpreta. Pero es sólo de esta representación de donde procederá el carácter jurídico de su contenido. Es la representación la creadora de la juridicidad" (Tratado, t. 1, pág. 119).

ESTADO Y DERECHO. ESTADO DE DERECHO

139. Relación entre Estado y Derecho. Lo expuesto precedentemente demuestra que no puede ser identificado el Estado con el Derecho, tanto porque hay derecho anterior y superior al Estado cuando porque, consiguientemente, no toda decisión del Estado sólo por ser suya tiene valor jurídico.

Si son derecho "las normas obligatorias de la conducta humana" (Cathrein, pág. 59), ellas existen con prescindencia del Estado y dependen esencialmente del fin a que se dirigen los actos de la persona que debe respetarlas.

Cierto es que, organizado el Estado, las reglas de derecho adquieren el apoyo de la coacción colectiva; pero esta coacción mutua universal que definiera Kant es una propiedad concomitante inseparable que contribuye a la perfección del derecho, pero que no funda ni explica su sustancia.

Haber considerado que la coacción pública es el fundamento y esencia del derecho ha sido la causa determinante de la complejidad y confusión que han reinado en esta materia de las relaciones entre el Estado y el Derecho, porque si indiscutiblemente en aquél está organizada la fuerza amparadora de la regla jurídica, la coacción no explica ni justifica por sí sola la existencia y obligatoriedad de la norma de derecho.

El Estado resulta de la tendencia social natural de multitud de hombres que buscan mejores formas de vida y se organizan para lograrlo y, al marchar hacia su objetivo, dicta reglas que precisan y afirman las que da la misma naturaleza y también muchas otras que sin infringir éstas resultan adecuadas para acercarse a las metas concretas que se propone en su marcha al bien colectivo.

La orientación más conveniente y el mejor encauzamiento de las energías del cuerpo político son tareas que no nacen directamente de la naturaleza y han de ser perseguidas con afán por los hombres dentro de una posible infinidad de concepciones que significan la pluralidad de ideas de derecho en el lenguaje de Burdeau.

La idea, el cuadro, el sentido, la meta que lleguen a prevalecer en la sociedad mayor han de traducirse en una organización que disponga todo concurrentemente al objetivo propuesto, y ello se consigue mediante la acción del poder estatal que se ejerce dentro de la ordenación establecida mediante la formulación de órdenes de alcance general o particular que han de cumplirse, en el ámbito espacial del Estado, por las personas y grupos sometidos a su obediencia a que tales mandatos se dirigen.

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En la prosecución de su tarea, los agentes del poder estatal deben combinar, con imaginación creadora, las indicaciones que resultan tanto de los imperativos permanentes e ineludibles que emanan de la vocación trascendente del hombre como de los bienes propios de los grupos menores de la sociedad estatal y de la naturaleza del bien colectivo público, y asimismo, de las demás realidades históricas, sociológicas, lingüísticas, raciales, psicológicas, etc., que forman la materia sobre la cual han de trabajar y con la cual han de construir.

Rechazar la posibilidad del ejercicio arbitrario de la dirección del cuerpo político, no significa, como anota Burdeau, subestimar la iniciativa e independencia de su desempeño. "Por una parte, la idea de derecho no tiene un contenido suficientemente preciso para ligar así (totalmente) al Poder; por otra parte, las responsabilidades que incumben a los que están encargados de ejercer la función gubernamental se oponen a que se les confine al papel pasivo de registradores de antecedentes preexistentes. Los gobernantes pueden actuar sobre la idea de derecho; el conocimiento que tienen de los problemas de la vida política, el cuidado que deben tener del bien común del grupo les crean el deber de esclarecer la opinión, de hacerle comprender la necesidad de ciertas medidas que, a primera vista, parecieran indeseables y, por tal medio, revisar la idea de derecho admitida. Así, si es cierto que el Estado está limitado por el derecho, hay que ver en esta limitación no una barrera que, levantada de una vez por todas, se opusiera a determinadas iniciativas estatales. Resulta solamente del hecho de que los gobernantes no pueden actuar en contra de la idea de derecho valedera en el grupo, pero no les prohíbe usar de todo su prestigio o de su sabiduría para elevar a los gobernados a una comprensión más exacta y más fecunda de las necesidades de la vida política. Haciéndolo así, los gobernantes cumplen simplemente su papel de dirección de la vida colectiva transformando la idea de derecho en la medida de los problemas más y más complejos que presenta la existencia y el progreso de las sociedades políticas" (Manual, págs. 31-32).

140. Estado de Derecho. En otro sentido, la convicción de que existe un derecho anterior e incluso superior al Estado, de manera que el poder que se cumple en éste no puede proceder arbitrariamente en el establecimiento de las reglas de derecho, y la afirmación consiguiente de que no podrían bastar, por lo dicho, para garantizar esa legitimidad sustancial, los mecanismos de autolimitación, no deben llevar a desestimar el valor y eficacia de los diversos resortes que tiendan a mantener la acción de los gobernantes en el plano de la legalidad, es decir, dentro del ordenamiento positivo vigente.

Tal necesidad, que admitimos decididamente, es una nueva seguridad de gran importancia para evitar la arbitrariedad del movimiento del poder público y representa una mayor expectativa de su eficacia si se añade al reconocimiento del valor inspirativo y preceptivo de un derecho de origen no estatal, siempre subsistente.

En este sentido, se ha llegado a considerar que sólo hay Estado desde el momento en que se observa la realidad de un estatuto positivo que se impone a los gobernantes mismos, y así, según el pensamiento de Georges Burdeau, el Estado vendría a establecerse cuando deja de identificarse el poder público con la persona de los gobernantes, a través del acto de institucionalización.

No hay duda de que, a partir de tal supuesto, el Estado adquiere su perfección, y se muestra como Estado de Derecho, sometido no sólo a las exigencias naturales que pudieran eventualmente respetar gobernantes identificados con el poder estatal, sino que sujeto además al ordenamiento positivo válido en el cuerpo político.

Resulta, pues, que debe reconocerse como uno de los aspectos primordiales del estudio de los principios del Derecho Público, la consideración particularizada de la serie de resortes y

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mecanismos que propenden a mantener el Estado dentro del Derecho, al Estado como Estado de Derecho.

Reiteramos sí nuestro juicio, simple consecuencia de la filosofía que nos inspira, de que esos recursos tienen rango puramente técnico, de inmenso valor instrumental, siempre que no prescindan de la teleología del Estado, valor ordenativo íntimamente vinculado, en su base y en su destino, al fin que lo inspira, lo configura y lo explica.

Por querer huir de la metafísica, el hombre de ciencia política se sume en la confusión de infinidad de explicaciones contradictorias que a la larga vienen a servir, es cierto, para volver a poner de relieve algún reflejo de luz que emana del centro de irradiación de la realidad objetiva, pero al precio de innumerables errores, exageraciones y sufrimientos. Con esta reserva, pongamos énfasis en el reconocimiento de los aportes que para mantener el Estado de Derecho provienen de la teoría de la Constitución, de la estructura de las distintas formas estatales, del análisis de los diversos regímenes gubernativos, de la comprensión de la autoridad de los gobernantes como órganos del poder estatal, de la división de los poderes, de los recursos de protección de las garantías en favor de personas y grupos, de la elección periódica para ciertas funciones, del control de la constitucionalidad de las leyes, etc.

En consecuencia, el Estado de Derecho supone:

1. Que se establezcan distintos órganos de poder con funciones diferentes.

2. Que cada uno de esos órganos actúe con independencia en el desempeño de sus respectivas funciones.

3. Que rijan normas a través de las cuales se invista a los titulares de los órganos y se ponga término a sus funciones.

4. Que se distinga el titular accidental de la función del estatuto de reglas a que debe someterse y de las atribuciones que puede ejercer.

5. Que el contenido y aplicación de las reglas de conducta formalizadas se inspire en el respeto de los derechos fundamentales de la persona humana y de los grupos que ella forma natural y espontáneamente.

F. CARACTERES Y DEFINICIÓN DEL ESTADO

141. F) Caracteres y definición del Estado. Se señalan también entre los caracteres del Estado su continuidad y perpetuidad, es decir, que se mantiene en su realidad e identidad indefinidamente a través del tiempo no obstante los cambios que se produzcan en sus límites territoriales, en el personal gobernante, en sus formas ordenativas y en los componentes individuales y colectivos del cuerpo político.

Las generaciones se van sucediendo y en el correr del tiempo llega el Estado a integrarse, en efecto, por una multitud completamente diversa de la que existiera en la época de su fundación. Fue agente de bien común respecto de quienes traspasaron el umbral de la vida y sigue siéndolo tanto de las personas que hoy existen como de las que habrán de venir.

Sin desmedro de la autonomía, en su esfera respecto de los integrantes individuales y colectivos, representa, pues, el Estado esa unidad de orden duradero que a todos vincula.

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Si se altera el cuadro organizativo o se acogen modificaciones secundarias al ideal de bien común, con mayor razón si se sustituyen simplemente los titulares de los órganos de poder, no hay duda de que los caracteres de continuidad y de perpetuidad se conservan incólumes.

Entretanto, si se cambia sustancialmente el ideal de derecho que informa el poder, el problema se hace más complejo y se debate más adelante en la exposición de la doctrina sobre las revoluciones.

142. Personalidad del Estado. En cierta medida, precisamente con el fin de explicar el hecho indiscutible de la continuidad y perpetuidad del poder político y otros aspectos de este fenómeno colectivo, el análisis conceptual del Estado se ha visto también complicado, y en cierta manera oscurecido, en afán de enriquecimiento doctrinario, al tratarlo como una personalidad jurídica.

Sabemos ya que el derecho puede considerarse desde dos puntos de vista: como regla objetiva que rige obligatoriamente el comportamiento o como facultad de hacer o exigir lo que está contemplado en la norma imperante; en el primer aspecto, derecho objetivo; derecho subjetivo, en el segundo.

Cuando tales facultades pueden ser ejercitadas por una persona natural o física, la imputación de ellas al agente no presenta dificultad alguna; se dice que es titular del derecho.

Pero cuando las facultades de hacer o exigir corresponden a realidades diversas de las personas naturales, se dice que pertenecen a personas jurídicas o morales.

Determinar la naturaleza de esta categoría de titulares de derechos importa resolver uno de los problemas complejos que se debaten en el Derecho Privado.

Nuestro ordenamiento jurídico incluye las reglas generales pertinentes a las personas jurídicas en el Código Civil: se contienen en el Título XXXIII del Libro I, arts. 545 a 564, inspirado muy de cerca en este aspecto, como en otros, en el Código Napoleón.

Quien tenga interés en conocer las numerosas doctrinas que con sabiduría y profundidad se han expuesto para explicar esta categoría jurídica, debe acudir a los tratados especializados. Proporciona, por ejemplo, una síntesis bastante completa Antonio Vodanovic en el Curso de Derecho Civil (tomo I, volumen II, Editorial Nascimento, 1962, págs. 245-271).

Debe recordarse que, siguiendo a Savigny, su principal expositor, según el art. 545 del código chileno, "se llama persona jurídica una persona ficticia, capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles, y de ser representada judicial y extrajudicialmente".

Las personas jurídicas se dividen en dos especies: de derecho privado, a las que se aplican las reglas del Código, que se autorizan y disuelven por el Presidente de la República (arts. 546 y 559 del Código Civil y art. 72, Nº 11 de la Constitución Política): y "las corporaciones o fundaciones de derecho público como la nación, el fisco, las municipalidades, las iglesias, las comunidades religiosas, y los establecimientos que se costean con fondos del erario; estas corporaciones y fundaciones se rigen por leyes y reglamentos especiales".

Según estos preceptos, el Estado es una persona jurídica de Derecho Público con los beneficios consiguientes.

En esta forma, el Estado, que no es evidentemente persona natural, distinguiéndose de sus personeros y de sus miembros, puede, no obstante, ser titular de derechos y disponer de un patrimonio y administrarlo. Como toda sociedad, el Estado forma una persona jurídica, distinta

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de los socios individualmente considerados (art. 2053); como respecto de toda corporación, lo que le pertenece, no pertenece ni en todo ni en parte a ninguno de los individuos que la componen y recíprocamente, sus deudas no pueden demandarse sino sobre sus bienes, no sobre los bienes propios de los individuos (art. 549). Se concibe la existencia de bienes nacionales, cuyo dominio pertenece a la nación toda, y de ellos se llaman bienes del Estado o bienes fiscales aquellos cuyo uso no pertenece generalmente a los habitantes (art. 589).

Pues bien, la doctrina de la personalidad jurídica del Estado tuvo trascendencia al trasponérsela al campo del derecho político, ya que se la consagró en un siglo en el cual se atribuyó a la nación la soberanía, convertida la nación en categoría conceptual distinta del pueblo concreto. A nombre de ese ente abstracto de la nación actuaban los representantes electivos y los demás órganos de la autoridad.

Es explicable así que los tratadistas franceses de derecho político, expositores de la doctrina de la soberanía nacional, se inclinaran a ver en el Estado sustancialmente una persona jurídica, en el sentido de una creación ficticia y artificial de la voluntad soberana, diversa e independiente de los propios miembros del cuerpo político.

Voceros de tal apreciación fueron, por ejemplo, Esmein y Carré de Malberg:

"El Estado -dice Esmein- es la personificación jurídica de una nación... El fundamento mismo del derecho público consiste en que da a la soberanía, fuera y por encima de las personas que la ejercen en tal o cual momento, un sujeto o titular ideal y permanente, que personifica la nación entera; esta persona moral, es el Estado que se confunde así con la soberanía, siendo ésta su calidad esencial" (Elementos, pág. 1).

"Por tanto -argumenta Carré de Malberg en su Teoría General del Estado- cuando se afirma que el Estado es una persona, ello no puede significar evidentemente que equivale a un ser humano, pero se quiere decir con esto que es una persona jurídica. Particularmente, es el Estado un ser del mundo jurídico, en cuanto la existencia en él de una voluntad dirigente encargada de la gestión de los asuntos e intereses de la colectividad, implica que esta colectividad se halla erigida en una unidad distinta, que forma en sí misma, y por encima de sus miembros, un sujeto de poderes y de derechos. La colectividad que personifica el Estado se convierte en un sujeto de derechos por lo mismo que posee una organización de la que resulta para ella una voluntad que se ejerce en su nombre, y por su cuenta por medio de sus órganos" (cit. por Galaz, pág. 216).

León Duguit, consecuente con su tesis de que no hay derechos subjetivos, sino que una regla objetiva de solidaridad social, dirigió vigorosamente sus ataques a la doctrina de la personificación jurídica del Estado, emanada de la tendencia a buscar otros titulares de derechos que las personas naturales. "Queremos mostrar que el Estado no es una persona colectiva investida de un poder soberano, imaginada por el espíritu inventivo de los publicistas... Todas estas doctrinas, cualesquiera que sean la autoridad y el ingenio de sus defensores, no son más que hipótesis y ficciones, cuando no entrañan un círculo vicioso... He aquí los hechos: hombres que tienen necesidades comunes, que tienen aptitudes diversas, que cambian sus servicios, que siempre han vivido en común y han cambiado siempre servicios; que a consecuencia de su naturaleza física no pueden vivir más que en común y cambiando servicios; hombres de los cuales los unos más fuertes que los otros y de los cuales los más fuertes han impuesto siempre una coacción a los más débiles; hombres que obran, que tienen conciencia de sus actos. He aquí los hechos. Fuera de ahí todo es ficción. Esos hombres, se dice, forman un ser vivo y organizado que piensa y quiere, distinto de los individuos que lo componen. Jamás se le ha visto, y se han escrito volúmenes sin poder demostrar su existencia. Detrás de esas voluntades y de esas conciencias individuales hay, se dice, una voluntad y una conciencia colectivas, distinta de las voluntades y de las conciencias individuales. Sin duda un

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cierto número de hombres, en una misma época, quieren y piensan la misma cosa. ¿Resulta de ahí una voluntad, una conciencia que no sea la suma de las conciencias y de las voluntades individuales? Admítase la hipótesis irrealizable de que todos los hombres de un mismo grupo social piensen y quieran la misma cosa, ¿resultará de ahí una voluntad y una conciencia que no sea la de los individuos? Una voluntad individual, aunque sea determinada por un fin colectivo, es una voluntad individual. ¿Quién afirma esta pretendida conciencia colectiva? El individuo. Su afirmación es un acto de conciencia individual... Que el primer acto de la conciencia humana haya sido una representación de la solidaridad social, es posible; más aún, probable. Pero el acto no ha dejado de ser individual. Podéis afirmar que el individuo piensa y obra; no podéis afirmar otra cosa. Pero se dice: Detrás de ese pensamiento y de esos actos que se nos presentan como pensamientos y actos individuales, hay la esencia colectiva. Nadie lo sabe" (El Estado, cit. por Adolfo Posada, págs. 255-259).

Según el pensamiento de Kelsen, ni la persona natural ni la jurídica son sujetos de derecho "Sólo ahora puede darse plena satisfacción a la vieja exigencia de la teoría positivista del Derecho: concebir la persona física y la jurídica como cosas de la misma esencia. La persona física no es el hombre, como afirma la doctrina tradicional. No es un concepto jurídico, sino biológico-psicológico. No expresa unidad alguna dada al derecho o al conocimiento jurídico, pues el derecho no aprehende al hombre en su totalidad, con todas sus funciones anímicas y corporales; sólo estatuye actos humanos bien determinados, como deberes o facultades. Con otras palabras: el hombre no pertenece a la comunidad constituida por un orden jurídico como un todo, sino sólo con acciones u omisiones aisladas, en cuanto son precisamente reguladas por las normas del orden de la comunidad... Que el hombre sea o tenga personalidad jurídica no significa en último término otra cosa sino que ciertas acciones u omisiones suyas constituyen, en una u otra forma, el contenido de normas jurídicas... Del mismo modo que la persona física, también la llamada persona jurídica es sólo la expresión unitaria para un complejo de normas, es decir, para un orden jurídico, y justamente para aquel que regula la conducta de una pluralidad de hombres. Ora es la personificación de un orden parcial, cual sería el estatuto de una asociación, el cual constituye una comunidad parcial, la persona jurídica de la asociación, ora es la personificación de un orden jurídico total que constituye una comunidad jurídica comprensiva de todas las comunidades parciales, y que de ordinario está representado en la persona del Estado" (Teoría pura del derecho, págs. 83-86).

Todo estos ataques al concepto del Estado como personalidad jurídica derivan, a nuestro juicio, por una parte, de la doctrina que explica ese fenómeno como simple ficción artificial, y, por otra, de estimarla equivocadamente como realidad ontológica de la misma índole que la persona natural.

En el primer sentido, se separaba, en efecto, en exceso a sus personeros de la misma persona colectiva del Estado, actuando aquéllos a nombre de un mero concepto, el de la soberanía nacional, titular y depositaria del poder supremo; y en el segundo, se olvidaba la diversidad fundamental que existe entre la persona natural y el ente colectivo a que se reconoce personalidad jurídica.

La persona natural es una realidad sustancial, mientras que el cuerpo político, sin dejar de ser realidad, sólo en forma analógica puede ser considerado como persona, es decir, sólo en cuanto como ésta es también una unidad, no obstante la pluralidad de sus componentes individuales y colectivos, y tiene como principio de unificación el propio fin que les vincula y para el cual se establece un orden destinado a hacer concurrir convenientemente todos los elementos de la consecución del objeto que explica su ser y convierte a sus asociados en un todo constituido por los individuos y grupos integrantes y sin desmedro del fin especial y autónomo de cada uno de ellos.

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"El concepto de persona significa que la comunidad política subsiste por sí -dice Tobar- y está ordenada a ella misma, no a sus gobernantes, y que éstos, por el contrario, son sólo ministros del bien común" (ob. cit., pág. 237).

Resultaría absurdo negar al Estado personalidad jurídica cuando en interés y a nombre de la comunidad no puede menos de disponer de un patrimonio y de estar facultado para administrarlo, tal como debe quedar autorizado también para usar de todos los demás medios jurídicos encaminados a satisfacer su misión.

Georges Burdeau sostiene que el titular de un derecho "no es necesariamente una persona, es decir, un ser dotado de inteligencia y voluntad. Sin duda, hay siempre un sujeto de derecho y una voluntad para su ejecución; pero sujeto y voluntad no deben forzosamente coincidir. La voluntad, instrumento de realización del derecho, puede ser exterior al sujeto. Y es esa una observación de importancia capital para todos los sujetos de derecho que no son seres humanos y a los cuales la doctrina de la personalidad presta artificialmente una voluntad. En realidad, no tienen necesidad de una voluntad propia; sus órganos proporcionan las voluntades exteriores indispensables a la realización de sus derechos. El Estado puede, pues, tener derechos y usarlos sin estar dotado de una personalidad con la que no tiene realmente qué hacer. Considéreselo ya en su ser conceptual, ya en su apariencia material, a través de la institución que pone en movimiento su potestad al servicio de la idea de derecho que encarna, es un sujeto de derechos, porque es titular de los poderes jurídicos que la idea de derecho en vigor conduce a reconocer a la potestad encargada de su realización. Estos poderes no hallan su origen en una pretendida voluntad del Estado, sino en la situación en que se encuentra el poder estatal en relación a la regla de derecho" (Tratado, t. II, págs. 294-295).

Sin embargo, el mismo Burdeau se plantea el problema de si no vale la pena, sin embargo, reconocer al Estado personalidad jurídica, "en ninguna forma como base real de las prerrogativas propias del Estado, sino procedimiento simplificador usado por el racionamiento para dar cuenta, sintéticamente, de la situación jurídica del Estado" y, en este sentido, le atribuye una triple ventaja: separa en los gobernantes su calidad de personas privadas y sus títulos de órganos del Estado; subraya que el valor particular de la actividad de los gobiernos no deriva de su fuerza personal sino de que actúan por cuenta del Estado y usan su potestad; y facilita el comercio jurídico porque lo constituye en base de un patrimonio individualizado (ídem, págs. 297-298).

TRAS UNA DEFINICIÓN DEL ESTADO

143. Tras una definición del Estado. Si pudiéramos sintetizar lo que hemos dicho sobre el concepto del Estado, estaríamos muy cerca de suscribir la definición dada por el profesor ecuatoriano Dr. Julio Tobar Donoso en sus Elementos de Ciencia Política: "una sociedad política autónoma fundada de modo permanente en territorio propio, unificada por vínculos históricos, dirigida por una estructura jurídica de gobierno que decide en última instancia, y cuyo fin es la realización plena del bien común temporal de las personas individuales, grupos sociales y entidades políticas subordinadas que constituyen su trama orgánica" (pág. 82).

En esos términos se excluyen, como lo hemos hecho en las páginas que preceden, las doctrinas que ven en el Estado simplemente el poder coactivo, o la mera diferenciación entre gobernantes y gobernados; las que lo consideran en esencia una persona jurídica o lo identifican con la nación; aquellas que lo estiman tan solo como jerarquía normativa, o lo reducen a instrumento técnico completamente divorciado del fin que señala su razón y sus límites.

Se aparta también esa definición del pensamiento de Burdeau en cuanto éste exige para reconocer la existencia del Estado que el poder político se haya institucionalizado, es decir,

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que los gobernantes hayan transferido el poder personal que revestían al ente que se convierte así en el titular del poder, a menos que, empleando las palabras de Marcel Prélot "se reserve el calificativo de Estado a una forma calificada, perfeccionada, eminente de la vida política, creación de la voluntad y de la razón humana, que aplica sus esfuerzos y sus reflexiones a los problemas de la organización cívica" (ob. cit., pág. 3).

Se determina, en tal definición, el alcance del poder estatal reducido a la función no de soberano absoluto, sino de plenamente autónomo para decidirse y actuar en la esfera de su acción temporal, dentro de su ámbito espacial, sin sustituirse al campo que pertenece a las personas, grupos menores y también a las entidades políticas que le están subordinadas, como la región o la comuna.

No suscribe, sin embargo, la definición en análisis la postura de Maritain en cuanto dicho filósofo ve en el Estado, no el cuerpo político total, sino la parte de éste encargada de la promoción del bien común.

Conviene recordar que la indicada enseñanza de Maritain pretende justamente evitar, mediante la negación de la equivalencia de los conceptos de cuerpo político y Estado, el peligro de considerar que en la sociedad civil hay sólo Estado, cuando éste es sólo la organización dispuesta para el fomento del bien colectivo, de manera que no abarca otros aspectos sociológicos de la sociedad organizada y no quedan dentro de él aunque en esencia lo integran y contribuyen al bien común, los bienes propios de las personas, grupos y sociedades que conviven en el interior de la sociedad mayor organizada.

Existe, pues, Estado siempre que, en una multitud de hombres asentada en territorio determinado, haya quien esté encargado de trabajar por el bien colectivo público.

Territorio, grupo humano y poder ejercido para el bien común son elementos esenciales del Estado.

El territorio configura el ente colectivo, le da fijeza y permanencia, garantiza la autonomía de las decisiones estatales y señala los límites espaciales de su acción.

El grupo humano, formado por multitud de familias, encuentra la razón de su organización o consolida ésta, al sentirse solidario en una comunidad nacional y origina o afirma un propósito de mejor convivencia, que tiende a transformarse en idea de derecho, es decir, de disciplina y organización.

El poder, que tiene toda la eficacia para encaminar la sociedad política a su fin, poder que se traduce en libertad interior de estructuración y vida y es acreedor al respecto de los otros Estados en la convivencia internacional.

Marcel Prélot procura armonizar en el Estado sociedad y poder. "Sociológicamente, el Estado, dice, no es una superestructura, un instrumento, un aparato, es una colectividad humana informada por un poder. Considerado objetivamente, en sus antecedentes irreductibles, el Estado-sociedad llama constantemente hacia sí el Estado-poder, tal como, a la inversa, implica sin cesar el Estado-sociedad sobre el que se ejerce. El poder del Estado no existe sino inserto en el corazón de una sociedad; la sociedad no existe y no subsiste sino por el poder político" (ob. cit., pág. 7).

La facultad de declarar y hacer respetar el derecho proporciona al Estado el medio eficaz para hacer efectivo el poder, para encauzar el comportamiento de los integrantes del grupo hacia el bien común propuesto dentro del ideal de éste que se impone en la sociedad.

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Los caracteres del Estado moderno corresponden, sin duda, a un momento de la evolución de las sociedades humanas y algunas de sus cualidades pueden variar, como, por ejemplo, ha cambiado, según lo ya dicho, la apreciación del alcance de su soberanía.

"El Estado-nación -dice Maurice Duverger- es un grupo humano, una comunidad que se distingue por varios criterios: los lazos de solidaridad son en él particularmente intensos, la organización particularmente poderosa. La diferencia entre el Estado y los demás grupos humanos es más bien de grado que de naturaleza: el Estado es la más completa, la más acabada, la más perfeccionada de las comunidades humanas que existen en la hora actual. De allí proviene lo que los juristas llaman la soberanía del Estado en la que ven la definición esencial del Estado" (Instituciones, pág. 59).

El movimiento federalista como fórmula de estructuración de los Estados contemporáneos; la tendencia a convertir la humanidad en una sociedad universal de pueblos con los rasgos de una soberanía superestatal; la misma evolución de las doctrinas acerca de los fines del poder; son, entre muchas otras, expresiones de que el concepto del Estado se enriquece y muda a medida que el hombre recoge experiencia y se piensa a sí mismo y especula en torno de la sociedad que le envuelve.

En síntesis, tratando de definir del modo más apropiado la naturaleza del Estado, podríamos sostener que es, recogiendo su característica más sustancial, en el sentido que le dio Maurice Hauriou, una "institución". Entre las diversas significaciones de este vocablo, Hauriou prefería dar a entender con él la idea de una obra o empresa que se realiza duramente en un medio social, no obstante la diversidad de quienes la integren, de la organización que se dé y de las reglas que se dicte, siempre que se mantenga en lo esencial la idea que la inspira y que mueve a la acción.

CONCEPTO MARXISTA DEL ESTADO

144. Concepto marxista del Estado. Durante este último siglo y medio de evolución histórica muchos pueblos han creído en la filosofía política del marxismo. Su influencia no sólo se ha proyectado en los pueblos sometidos forzosamente a los regímenes totalitarios basados en ella, sino en ciertos ambientes intelectuales, en el personal directivo de las centrales sindicales y en las multitudes que sufren pésimas condiciones de vida cuando no tienen fuerza otras esperanzas de mejoramiento.

Se explica así que un tratado de Derecho Constitucional no pueda prescindir de las necesarias referencias al pensamiento marxista. En este punto recordemos su idea sobre el Estado.

Georges Vedel en su Manual publicado en 1949 distingue en su Primera Parte un Derecho Constitucional de la Democracia Clásica y un Derecho Constitucional de la Democracia Marxista, y descubre en aquélla los antecedentes que ésta desarrolla, demostrando hasta qué punto principalmente Rousseau prepara en muchos aspectos a Marx.

Si para el marxismo lo único que tiene real existencia es la materia y toda relación humana es una relación productiva, las instituciones representan nada más que expresiones de la superestructura social correspondientes a una etapa de la evolución del proceso productivo. Así ocurre con el Estado, instrumento de la explotación de la clase burguesa, destinado a desaparecer junto con ésta una vez que se llegue a una sociedad sin clases a través del proceso intermedio de la dictadura del proletariado.

En consecuencia, el pensamiento del socialismo científico sobre el Estado explica su existencia histórica como forma accidental, sostiene su aniquilamiento definitivo y lo soporta provisionalmente al servicio de la dictadura del proletariado.

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Recurramos, en cuanto a cada uno de estos puntos, a las afirmaciones de los personeros autorizados de tal doctrina.

"Cada una de estas etapas del desarrollo de la burguesía se acompañaba de un progreso político correspondiente -explicaban Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista (1848)-. Clase oprimida bajo la dominación de los señores feudales, asociación armada y autónoma en la comuna; aquí república urbana independiente, allá estado llano gravado en monarquía; luego en la época de la manufactura, contrapeso de la nobleza en la monarquía con Estados provinciales o en la monarquía absoluta, y fundamento esencial de las grandes monarquías en general, la burguesía, desde la creación de la gran industria y del mercado mundial, ha conquistado la soberanía política exclusiva en el Estado representativo moderno. El gobierno moderno no es sino una delegación que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa" (cit. por Chevallier, pág. 269).

"Colocad cierto estado de desarrollo de las facultades productivas de los hombres y tendréis tal forma de comercio y de consumo -decía Marx a Paul Annenkow el 28 de diciembre de 1848-. Colocad cierto grado de desarrollo de la producción, del comercio y del consumo y tendréis tal forma de constitución social, tal organización de familia, de órdenes o clases, en una palabra tal sociedad civil. Colocad tal sociedad civil y tendréis tal estado político que no es sino la expresión oficial de la sociedad civil" (cit. por Desroches, pág. 49).

"El poder político es, en sentido propio, el poder organizado de una clase con miras a la opresión de otra" (Manifiesto del Partido Comunista, cit. por Chevallier, pág. 279).

Según Engels, en los Orígenes de la familia, de la propiedad privada y del Estado, el "Estado no es en modo alguno un Poder impuesto desde afuera a la sociedad; ni es tampoco la realidad de la idea moral, la imagen y la realidad de la razón, como afirma Hegel. El Estado es un producto de la sociedad al llegar a una determinada fase de desarrollo: es la confesión de que esta sociedad se ha enredado consigo misma en una contradicción insoluble, se ha dividido en antagonismos irreconciliables, que ella es impotente para conjurar. Y para que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna, no se devoren a sí mismas y a la sociedad en una lucha estéril, para eso hízose necesario un poder situado, aparentemente, por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el conflicto, a mantenerlo dentro de los límites del orden" (cit. por Máximo Pacheco: La doctrina marxista del Estado y del Derecho).

Lenin en su obra El Estado y la Revolución desarrolla en 1917 esta misma explicación y, como dice un autor, tiene lujo de expresiones perentorias para manifestar la misma idea: "El Estado es una máquina hecha para mantener el dominio de una clase sobre otra" o también, "una fuerza pública organizada para el avasallamiento total" y aun "el instrumento del despotismo de una clase" y, en fin, "un aparato especial para ejercer sistemáticamente la coerción y someter los hombres a la violencia" (Ducatillon El comunismo y los cristianos, pág. 77, ver además Chevallier, ob. cit., págs. 333 y sgts.).

Si tal es el origen del Estado, el marxismo profetiza su desaparición. "El proletariado se apodera del poder del Estado y transforma los medios de producción al principio en propiedad del Estado; de ese modo, suprime todas las diferencias y todos los antagonismos de clases, y de ese modo también el Estado en cuanto Estado. La antigua sociedad que se movía en los antagonismos de clases, tenía necesidad absoluta del Estado, es decir, de una organización de la clase explotadora de la época, hecha para asegurar la persistencia de estas condiciones exteriores de producción, principalmente, en consecuencia, para mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión exigidas por el modo de producción existente (esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado). El Estado era el representante oficial de la sociedad toda entera, su síntesis en un cuerpo visible, pero no lo era sino en la medida en que

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era el Estado de la clase que ella misma representaba para su época la sociedad toda entera... Pero desde el momento en que se convierte, en fin, en representante efectivo de la sociedad toda entera, él mismo se hace superfluo. Desde que no hay clase social que mantener en la opresión; desde que con la dominación de clase y la lucha por la existencia individual anteriormente fundada en la anarquía de la producción, desaparecen también las colisiones y los excesos que resultaban, no hay ya nada que reprimir de aquello que hacía necesario un poder especial de represión, un Estado. El primer acto por el cual se manifiesta realmente como representante de la sociedad entera, la toma de posesión de los bienes de producción en nombre de la sociedad, es al mismo tiempo su último acto característico como Estado. La intervención de un poder de Estado en las relaciones sociales se hace superflua en un aspecto, luego en otro, y entra en seguida por sí misma en letargo. El gobierno de las personas cede lugar a la administración de las cosas y a la dirección de las operaciones de producción. El Estado no es abolido; muere" (Engels, Anti Dühring, cit. por Desroches, pág. 125).

En 1917 lo describía Lenin en El Estado y la Revolución: "No es sino en la sociedad comunista, cuando la resistencia de los capitalistas ha sido definitivamente quebrantada, cuando han desaparecido los capitalistas y no hay más clases (es decir más distinción entre los miembros de la sociedad según su relación con los medios sociales de producción), entonces solamente el Estado cesa de existir y se puede hablar de libertad. Entonces solamente se hace posible y será aplicada una democracia realmente completa, realmente sin ninguna excepción. Entonces la democracia comenzará a perecer por la simple razón de que, librados de la esclavitud capitalista, de los horrores, de los salvajismos, de los absurdos, de las ignominias sin número de la explotación capitalista, los hombres se habituarán gradualmente a observar las reglas elementales de la vida en sociedad, conocidas desde hace siglos, repetidas durante milenios en todas las prescripciones, sin violencia, sin este aparato especial de coerción que tiene como nombre el Estado" (cit. por Desroches, pág. 125).

El futuro idílico que se profetiza y que desde el impulso de Lenin es la meta confesada de los que siguen su doctrina y su huella, no se ha realizado, por lo menos, hasta hoy, en que sólo se ha conocido el sistema transitorio denominado como dictadura del proletariado, etapa de transición entre el Estado burgués y la sociedad sin clases y sin Estado.

"Toda organización temporal del Estado, después de una revolución, exige una dictadura y una dictadura enérgica" (Nueva Gaceta Renana, 14 de septiembre de 1848, cit. por Desroches, pág. 126). "El proletariado utilizará su supremacía política para arrancar poco a poco a la burguesía todo el capital, para centralizar en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado en clase dirigente, todos los instrumentos de producción, y para incrementar lo más rápidamente posible la masa de las fuerzas de producción" (Manifiesto Comunista).

Ni siquiera a la dictadura del proletariado sucederá de inmediato la etapa final, que habrá de señalarse por la fórmula "a cada uno según sus necesidades", sino que ella se verá precedida por un período que hará todavía necesario el Estado para repartir entretanto el producto según el trabajo realizado y capacidad demostrada.

La meta última de completo perecimiento del Estado, ¿pondría término a la evolución? No sería entonces la evolución la esencia del universo. Pero, sobrevenido el fin idílico en que desaparezca todo conflicto, ese cambio incesante no se explica.

"Se ve, pues, que, en su término final, concluye Vedel, el desarrollo comunista conduce a un anarquismo en el sentido preciso de la palabra, es decir, a la desaparición total del Estado y de todo sistema de coacción. Pero el marxismo se separa del anarquismo libertario en que no cree ni posible ni deseable la supresión inmediata del Estado" (Manual, pág. 209).

Hasta ahora sólo ha inspirado las dictaduras más oprimentes.

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2. CONFORMIDAD Y DISCONFORMIDAD CON EL PODER

145. Legalidad y legitimidad. A tal punto el Estado no es pura y simplemente el ordenamiento jurídico positivo, y éste se basa ineludiblemente en el bien común de la sociedad y ha de servirlo, que dicho ordenamiento queda desprovisto de fuerza obligatoria desde el instante mismo en que desconoce o atropella lo que pide el bien público.

Su vigor imperativo no reside en la fuerza coactiva que lo ampara, sino en la adhesión que le prestan los gobernados, precisamente en razón de ser el medio mejor conducente al desarrollo del cuerpo político todo y, por lo tanto, de las personas y grupos incluidos en él.

Entre varias concepciones posibles del bien común realizable en pro de una sociedad dada, aquel ideal que prevalece en su seno en determinado momento de su historia, fija su estructura fundamental y dentro de ella deben expedirse las órdenes genéricas o específicas dirigidas al pueblo por gobernantes, designados regularmente y que resuelven según las formalidades prescritas, dentro de la órbita de su competencia.

En el Estado de Derecho han de contemplarse todos los recursos encaminados a mantener la dirección dentro de esa eficiencia técnica en sus diversos aspectos de sometimiento a la jerarquía normativa, investidura normal de los titulares de los órganos y actuación correcta de éstos dentro de su función; tal como se asegurará también a los gobernados no sólo la proclamación solemne de la carta de sus derechos sino el práctico respeto de su ejercicio y los medios indicados para velar por que los poderes públicos y sus personeros se atengan a los marcos que rodean el desempeño de su actividad.

Mantener, en todo instante, la legalidad, o sea, la conformidad del movimiento del poder político con el estatuto que lo rige, es, desde un punto de vista técnico e instrumental, el resultado de eficiencia básica y elemental a que debe aspirar todo Estado de Derecho que pretende conservar tal calificación. "Legalidad" es, en efecto, "calidad de legal", esto es, "prescrito por ley y conforme a ella". La legalidad pide la doble concordancia de la orden impartida con la sustancia de lo establecido en la norma que la fundamenta y con el procedimiento a que debe sujetarse la actuación, y revestirá mayor fuerza y trascendencia según el rango de la regla jurídica por respetarse, planteándose, por eso, fundamentalmente el problema de la legalidad en lo relativo al "régimen político estatuido en la ley fundamental del Estado".

Para quienes la esencia de éste se agota en la gradación de las normas, en cuya cima no hay más que la regla hipotética que da validez a todas las normas inferiores, el problema de la legalidad queda así también resuelto.

No obstante, para quienes en la misma esencia de la institución estatal se halla inseparable el fin para el cual el ordenamiento jurídico se establece, éste se encuentra sometido a un proceso crítico permanente vinculado al objetivo perseguido por la voluntad que se hace presente en la dirección colectiva.

Sobre tal discriminación, se ha reconocido, en un plano más trascendental que el de la legalidad, el de la legitimidad del poder.

Aparentemente "legalidad" y "legitimidad" son sinónimos. Así la última es también "calidad de legítimo", o sea, "conforme a las leyes".

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Pero también "legítimo" significa, además, "cierto, genuino y verdadero en cualquier línea" y se decía, en tal sentido, legitimista al "partidario de un príncipe o de una dinastía, por creer que tiene llamamiento legítimo a gobernar".

En otras palabras, la legitimidad reviste una armonía más profunda que la que proviene meramente de la regularidad técnica de la ordenación positiva y se sitúa en un plano más esencial que toma en cuenta la inspiración y el propósito del mandato público.

Acabamos de estudiar, en doctrina, cuáles son la esencia, las cualidades y los objetivos del poder supremo que reside en todo Estado para hacer posible la dirección conveniente del cuerpo político. Tal potencialidad, según las circunstancias históricas ya explicadas, se llamó soberanía, término inadecuado por ser, en verdad, tan sólo autónoma pero llena de límites.

Si se desciende, en concreto, a estudiar la realidad de determinado Estado, se ha de reconocer algún factor al que corresponda introducir, hacer prevalecer y desarrollar los contornos específicos del bien común que el poder estatal tratará de encarnar en los hechos. En la terminología de Burdeau al soberano pertenecerá, pues, fijar e impulsar el ideal de derecho del cual los gobernantes son agentes, y tal tarea quedará a cargo del monarca, de la clase privilegiada o del pueblo, según su régimen gubernativo; dependerá de si se trata de una democracia gobernada, o de una "popular", socialista.

"Como en una época dada, en determinado país, hay siempre una doctrina de la soberanía que se acepta por la gran mayoría de la población: se llamará legítimo, en el sentido sociológico del término, el gobierno que corresponda a esta doctrina dominante" dice Maurice Duverger (Instituciones, págs. 38-39).

Pues bien, incluso dentro de una aparente e impecable legalidad, es posible admitir la cuestión de legitimidad, al referirla a los presupuestos básicos del ideal de derecho que configura y explica el sentido del régimen político.

Pongamos un burdo ejemplo que aunque de difícil realización, pone en evidencia la diversa índole de legalidad y legitimidad. Nuestra Constitución permite su reforma total dentro de la observancia de las formalidades que consagra. Supongamos que, ateniéndose a éstas, los órganos según ella competentes deciden instaurar el gobierno monárquico.

El estricto respeto de la legalidad dentro del ordenamiento jurídico positivo ha hecho posible a los gobernantes tomar una decisión generadora de un grave problema de legitimidad, que representa de este modo una exigencia de superlegalidad, de concordancia o pugna de la nueva regla con el ideal de derecho en vigencia.

¿Puede el poder del Estado ejercitarse por los gobernantes contra los rasgos básicos de la misma idea de derecho que en él prevalece?

La respuesta negativa parece indudable: la legitimidad está por sobre la simple legalidad, de modo que los titulares de la potestad estatal, exaltados para servir aquélla, que, aun ateniéndose a la regularidad formal, se alzan en su contra, pierden el título profundo de su investidura.

En la práctica, no resultan fáciles de resolver los problemas de legitimidad, desde luego porque pocas veces se producen en el grado patente y tosco del ejemplo propuesto, debido a que de ordinario los mecanismos de autolimitación de la potestad estatal funcionan eficientemente para evitar tan graves disconformidades y además las reacciones de la opinión pública, vocero de la idea del bien colectivo que prevalece en el instante, se alcanza a hacer presente en tales emergencias.

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Por otra parte, en el ideal de bien común que rige en el Estado, la representación colectiva de un mejor porvenir para el grupo, deriva de una doble fuente: por un lado, de exigencias ineludibles que se imponen necesariamente en razón de la vocación del hombre y de la naturaleza y objetivo de la sociedad civil; y, por otro, de la confrontación de las realidades, necesidades y potencialidades que rodean la situación en que se encuentra el Estado en la etapa precisa de su conjuntura histórica.

Es innegable que sobre la base de la confrontación de unas y otras exigencias, se pueden configurar varias ideas de derecho, diversos cuadros de bien común, y regirá en el Estado aquella concepción que prevalezca en el seno del cuerpo político al tiempo de su estructuración fundamental y a lo largo de la vigencia de éste, desde que, como se ha dicho, no se estampa inmutable de una vez y para siempre, sino que está constantemente adaptándose y moldeándose en el proceso de la acción directiva y de las manifestaciones del sentir público.

Ahora bien, la problemática de la legitimidad del ejercicio del poder se sitúa en plano diverso según la índole del divorcio que ponga de manifiesto la actuación de los gobernantes.

El caso en hipótesis propuesto más arriba no incide en los postulados irrenunciables que brotan inmediata e indiscutiblemente de la naturaleza social y humana. Si la sustitución de la república por la monarquía, también compatible con la democracia, ha hecho su camino en la conciencia colectiva y los órganos representativos que intervienen en la reforma traducen en verdad el concepto mayoritario dominante acerca del bien colectivo, debería llegarse a la conclusión de que la legalidad se halla sostenida en legitimidad sustancial y con ello esta última cuestión no tendría existencia. No sería lo mismo si el procedimiento reformador de la ley fundamental se hubiera precipitado en tal sentido sin corresponder de ningún modo al pensamiento prevaleciente en el cuerpo político.

En otras oportunidades, la legitimidad puede, mientras tanto, incidir no en aquellos presupuestos del ideal jurídico que dependen de una libre apreciación de las conveniencias circunstanciales, sino que violentar un postulado categórico del orden objetivo, como sería, por ejemplo, un cambio de precepto constitucional llamado a privar desde la cuna los niños a sus padres para ser entregados a un establecimiento público.

Los distintos términos de la pugna entre la legalidad y la legitimidad que se han recordado pueden eventualmente presentarse, por cierto, no sólo en cuanto a las reglas constitucionales sino en los grados inferiores de la jerarquía normativa, cualquiera que sea el órgano que expida el precepto, el carácter general o especial de su mandato, etc.

La respuesta a un problema de legitimidad tiene que distinguir tanto la naturaleza de la oposición, ya destacada, como, por otra parte, la índole de la reacción de las personas afectadas o de la colectividad toda.

Antes que nada, ha de recordarse que todo acto de ejercicio del poder público debe beneficiarse de una presunción de legitimidad en un Estado de Derecho en que funcionan todos los resortes destinados a resguardar la legalidad y los fundamentos en que se inspira el ideal de derecho imperante.

Pero se trata de mera presunción de legitimidad y ha de confesarse especulativamente concebible que, en el hecho, el acto estatal, aunque impecable desde el punto de vista de la legalidad, merezca aquel reparo más trascendental.

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Negar tal posibilidad llevaría a acoger alguna de las teorías que hemos rechazado, según las cuales toda expresión de voluntad estatal estaría por eso solo provista de fuerza jurídica.

LAS SANCIONES ORGANIZADAS

146. Las sanciones organizadas. La resistencia a la opresión. Examinemos ahora la posible ilegitimidad ante la conciencia individual y después la situaremos ante la conciencia colectiva.

No es raro que una determinación de autoridad choque contra el interés particular de determinada persona o grupo.

En principio, el bien común de la sociedad mayor se enfrenta con los intereses propios, las ventajas exclusivas o las pretensiones egoístas de ciertos individuos o sectores, aunque jamás con sus verdaderos legítimos derechos, puesto que por su naturaleza, como se ha explicado, aquél comprende las justas aspiraciones de todos los miembros de la colectividad.

Si en algún sentido ha de admitirse la presunción de legitimidad en el uso del poder del Estado es precisamente en cuanto se enfrenta a la persona, sector o grupo llamado a sufrir la ordenación de que se trata.

El afectado podrá siempre hacer valer todos los medios que le franquee el ordenamiento jurídico: derecho de petición, libertad de opinar, recurso de inconstitucionalidad, de amparo, etc., pero, una vez usados, deberá, en general, conformarse aún si el resultado es adverso, lo que no puede sorprender puesto que las decisiones dependen sustancialmente del mismo equipo gobernante. Es el fracaso de las llamadas sanciones organizadas.

La situación es más delicada si, en conciencia, estima el precepto u orden que discute como contrario a una exigencia primaria del orden objetivo. Suponemos una conciencia debidamente ilustrada y no simplemente ofuscada por la pasión o el interés.

La mera diversidad de criterio del individuo o del grupo con el que revela el gobernante en el acto discutido, no es índice de ilegitimidad. Es cierto que el poder público no es simplemente de hecho sino que moral y requiere el consentimiento, pero tal consentimiento se refiere a la comunidad total y no a cada individuo en particular y respecto de cada expresión del poder.

En principio, toda norma positiva obliga la conciencia de cada uno de los miembros de la sociedad política, pero si, según la voz de la conciencia, el mandato es intrínsecamente injusto cesa de pesar sobre ella y, al contrario, no debe ser obedecida. "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hechos de los Apóstoles, cap. 5, v. 29). "Cuando la ley escrita contradice al derecho natural, es injusta y no obliga" dijo Santo Tomás (Summa Teologica, I-II, pág. 57, art. 2; cit. por J. Ross, pág. 206). "Mandar y exigir obediencia a las órdenes, es un derecho de la potestad humana, en cuanto ésta no está en pugna con la potestad divina y en cuanto se mantiene en los límites que Dios le ha señalado. Pero cuando esta potestad humana dicta órdenes abiertamente contrarias a la voluntad divina, ella excede aquellos límites y se pone en pugna con la autoridad divina, entonces es justo no obedecer... Cuando falta el derecho de mandar o se manda contra la razón, contra la ley eterna o los mandamientos divinos, es justo no obedecer a los hombres, se entiende para obedecer a Dios" (León XIII, Encíclica Libertas, 1888).

"Hay que admitir -sostiene en sentido concordante Georges Burdeau- para evitar el riesgo de hacer el orden social un elemento destructor de la persona humana, que por sobre las reglas del derecho positivo, por sobre la idea que realizan y que legitima su autoridad, existe una base que los gobernantes no podrían desconocer sin que, simultáneamente, desaparezca la obligación. Esta base reside en las exigencias fundamentales de la naturaleza del hombre, en el

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hecho de que, ser razonable, no podría estar obligado a cumplir lo que la razón reprueba y que, ser dotado de conciencia, que no puede obrar y vivir plenamente sino de acuerdo con las lecciones que ella le da, no podría obligárselo a no escucharlas. Este fundamento está inscrito en la ley moral que domina las concepciones posibles de un orden jurídico deseable y que, por sobre la contingencia de las interpretaciones de que el bien común es susceptible, se impone de modo semejante a todos los hombres. Para creerse autorizado a violarla, de nada serviría a los gobernantes establecer que la regla que han dictado se halla en armonía con la idea de derecho, porque es la misma idea de derecho la que está subordinada al respecto de la norma moral" (Tratado, t. III, págs. 589-590).

Problema surgido en la conciencia, debe resolverse por ella y la solución que dicte puede conducir al desobedecimiento de la ley, a riesgo de arrostrar las sanciones que dentro del ordenamiento jurídico vigente estén contempladas para tal actitud, como lo hicieron los mártires cristianos cruel e injustamente perseguidos en la Roma pagana.

Pero si tal planteamiento de orden filosófico repercute en el orden civil, entra de lleno en la ciencia política cuando más allá de la reacción puramente individual de la conciencia, se traduce en actos que no sólo importan, en cierto modo, como el indicado, respeto al ordenamiento vigente, cuyas alternativas se hacen valer, sino oposición y lucha en contra de la norma positiva, llevada por otras vías que las contempladas en el mismo sistema en vigor.

En este sentido, se habla de resistencia puramente pasiva, que sería de la índole recordada; resistencia defensiva activa si se rechaza la violencia también con la violencia; y la resistencia ofensiva o agresiva cuando el que resiste se anticipa pasando al ataque contra la coacción pública. (V. Burdeau, Tratado, t. III, págs. 462-463).

LAS SANCIONES NO ORGANIZADAS

147. Las sanciones no organizadas. Para describir las manifestaciones exteriores colectivas de la repugnancia de los gobernados a los actos de autoridad se usan diversos términos por los doctrinarios del derecho político que se vierten en los textos de las reglas positivas.

Se habla así de insurrección, levantamiento, sublevación, motín, sedición, rebelión, golpe de Estado, revolución.

Veamos si cada una de estas expresiones pone de relieve alguna modalidad diversa.

Insurrección es "levantamiento, sublevación o rebelión de un pueblo, nación, etc." Insurreccionar es "concitar a las gentes para que se amotinen contra las autoridades".

Sublevar es "alzar en sedición o motín".

Rebelarse es "sublevarse, levantarse, faltando a la obediencia debida".

Levantamiento se muestra como sinónimo y se describe como "sedición, alboroto popular".

Sedición sería, siempre según el Diccionario de la Real Academia Española, "alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar sin llegar a la gravedad de la rebelión".

Motín es "movimiento desordenado de una muchedumbre, por lo común contra la autoridad constituida".

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He aquí, por enésima vez, una muestra de la imprecisión del lenguaje político, origen a su turno de tanta perplejidad en la vida pública, en los actos de la autoridad, en la reacción de los pueblos, en el contenido de las normas.

Cada sistema jurídico podrá tal vez dar sentido diverso a tantos vocablos sustancialmente sinónimos o que, por lo menos, muestran matices de diferenciación tenues e imperceptibles.

148. Golpe de Estado. Repárese, no obstante, en que en ninguna de las explicaciones transcritas se han vinculado las palabras mencionadas con las de golpe de Estado y de revolución.

Golpe de Estado importaba, según la autoridad del idioma en su edición de 1956, "medida grave y violenta que toma uno de los poderes del Estado, usurpando las atribuciones de otro". En la de 1994 es "violación deliberada de las normas constitucionales de un país y sustitución de su gobierno, generalmente por fuerzas militares".

Hay aquí una diferenciación especulativa tangible: mientras las expresiones anteriormente citadas claramente oponen algún sector de los gobernados contra la autoridad, en el golpe de Estado es la autoridad, en sí misma, la que se divide, imponiéndose algún órgano público sobre otro, al margen de la regularidad del funcionamiento de la ordenación llamada a ser respetada. De ese modo se instalaron, entre las dos grandes guerras, los extremismos nacionalistas en Italia, Alemania, Portugal y, según se opina, incluso, con Petain, la Francia de Vichy. Fue en dicho período en el que Curzio Malaparte, estudiando las figuras de Trotsky, Lenin, Pilsudsky, Napoleón, Primo de Rivera (don Miguel), Mussolini e Hitler, pretende enseñar la "Técnica del Golpe de Estado", o sea, "mostrar -según dice en el Prólogo- cómo se apodera uno de un Estado moderno y cómo se le defiende".

149. Revolución. Revolución es, conforme al léxico, "acción y efecto de revolver o revolverse"; "cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación"; por extensión, "inquietud, alboroto, sedición", "cambio rápido y profundo en cualquier cosa".

Las diversas acepciones del vocablo, todas las cuales se alejan de la idea del golpe de Estado, pueden conducir a distinguir, por una parte, la revolución y, por otra, las distintas formas de resistencia a la opresión o de simple rebelión frente a la autoridad.

Pareciera que algún punto sólido de distinción se obtiene así oponiendo a todas las otras figuras enunciadas el de ésta como algún cambio efectuado ya, mediando violencia, aunque "revuelta" es, asimismo, el fenómeno antes de su desenlace, puesto que equivale a "alboroto, alteración, sedición".

Este agrupamiento en dos brazos (descontado de ambos el golpe de Estado), en uno de los cuales se sitúa la revolución y en el otro los demás conceptos semejantes ya mencionados, es el que acoge Burdeau distinguiendo, por un lado, la resistencia a la opresión que incluye a todos los hechos descritos, y la revolución, por el otro.

El rasgo calificante de uno y otro grupo se explica en la descripción que hace de ambas series de fenómenos políticos.

"La resistencia a la opresión consiste, bajo su aspecto más esquemático, en una revuelta contra la violación por los gobernantes de la idea de derecho de donde procede el Poder cuyas prerrogativas ejercen. Es el tipo más perfecto de sanción no organizada del estatuto del Poder en el Estado... En este sentido y por paradojal que parezca, la resistencia a la opresión es esencialmente conservadora... Nace en el momento en que, no encontrando ya eco la idea de derecho oficial en la conciencia jurídica de los miembros de la colectividad, surge una nueva

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idea de derecho, servida por un Poder actuante cuyo fin es reemplazar a las autoridades establecidas para introducir en la organización social los principios directivos de la idea cuya energía encarna" (Tratado, t. III, págs. 443-444).

Mientras tanto, "lo que es el elemento constitutivo de la revolución es la oposición entre la idea de derecho que sirven los gobernantes en funciones y la que, habiendo conquistado la adhesión de la masa del pueblo o de una minoría particularmente activa, pretende erigirse en idea aplicable en la institución estatal" (Tratado, t. III, pág. 537).

150. La idea de la revolución en la formación del constitucionalismo. Para comprender el estado actual de la doctrina sobre estas materias, conviene recordar la evolución sufrida en este punto de las ideas políticas desde el advenimiento de la época moderna.

Si se considera como precursor a Marsilio de Padua (1270-1342), que en su Defensor Pacis (1324) sostuvo la necesidad para el príncipe de gobernar de acuerdo con la voluntad y el consentimiento de los súbditos, son los monarcómacos, a quienes ya aludimos, los autores que, en pleno siglo XVI, como se recordó, sostuvieron entusiastamente que el título del monarca a gobernar, nacido del pacto celebrado por él con los súbditos, sólo se mantenía mientras respetara sus términos, de modo que, faltando el rey, era aceptable la rebelión, incluso el tiranicidio (v. E. Luño, Historia, t. I, pág. 308; Burdeau, Tratado, t. III, pág. 464).

Tales hipótesis eran inaceptables para los reformadores protestantes y para los defensores del absolutismo monárquico desde Hobbes a Bossuet.

Según Hobbes, el Estado se disuelve si "los hombres debieran juzgar acerca de lo que les es permitido y lo que no lo es, no por la ley, sino por su propia conciencia, es decir, por su juicio personal" (cit. por Chevallier, pág. 65). "Cuando el príncipe ha juzgado, no hay lugar a otro juicio" afirmaba Bossuet (ídem, pág. 79).

Rousseau, siguiendo a Hobbes en la corriente contractualista y también en la aceptación de una soberanía absoluta e ilimitada, no da cabida tampoco a una doctrina de la resistencia al poder ejercido por la voluntad general, frente a la cual la apreciación individual que no coincide con la voluntad general, está lisa y llanamente equivocada: "Quien rehúse obedecer la voluntad general, a ello será obligado por todo el cuerpo. Lo que no significa otra cosa que se lo forzará a ser libre".

Locke, entre tanto, se suma a la corriente contractualista pero sin resignarse a esa dimisión definitiva e irrevocable del juicio individual que antes de él postula Hobbes y más tarde suscribe Rousseau.

"El pueblo, en virtud de una ley que precede todas las leyes positivas de los hombres y que es predominante... se ha reservado un derecho que pertenece a todos los hombres cuando no hay apelación sobre la tierra, a saber: el derecho de examinar si hay justa causa para apelar al Cielo", y así, "un pueblo generalmente maltratado contra todo derecho no puede dejar pasar una ocasión en que pueda librarse de sus miserias y sacudir el pesado yugo que se le ha impuesto con tanta injusticia". La paz no se puede mantener a cualquier precio: "Consideremos la caverna de Polifemo como un modelo perfecto de semejante paz. Este gobierno, al cual Ulises y sus compañeros se hallaban sujetos, era el más agradable del mundo: no había otra cosa que hacer que sufrir con quietud que se les devorara. Y ¿quién duda que Ulises, que era un personaje tan prudente, no predicara entonces sino la obediencia pasiva y no exhortara a una completa sumisión, representando a sus compañeros cuán importante y necesario es para los hombres la paz, y haciéndoles ver los inconvenientes que podrían ocurrir si trataban de resistir a Polifemo que los mantenía en su poder” (Ensayo sobre el gobierno civil, cit., por Chevallier, págs. 97-98).

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Tales juicios de Locke se van a traducir manifiestamente al configurarse el constitucionalismo contemporáneo.

Su huella es patente en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776):

"Para asegurar estos derechos, se instituyen entre los hombres sus gobiernos y los justos poderes de éstos derivan del consentimiento de los gobernados. Siempre que una forma de gobierno se hace destructora de estos fines, es derecho del pueblo cambiarla o abolirla y establecer un nuevo gobierno que tenga sus bases en tales principios y organizando sus poderes de la manera que les parezca más propia para darle su seguridad y felicidad. La prudencia enseña, por cierto, que los gobiernos largamente establecidos no deben ser cambiados por motivos fútiles e intrascendentes y consecuentemente la experiencia de todos los tiempos ha mostrado que los hombres están dispuestos a sufrir, mientras los males son soportables, antes que hacerse justicia a sí mismos aboliendo las formas a que están acostumbrados. Pero cuando una larga serie de abusos y de usurpaciones que persiguen invariablemente el mismo propósito muestra el designio de someterlos al despotismo absoluto, es derecho de ellos, es su deber, expulsar tal gobierno y proveer nuevas salvaguardias para su futura seguridad" (American Historical Documents, pág. 82).

Es semejante ideario el que informa los documentos de la Revolución en Francia. La Declaración de 1789 enumera entre los derechos naturales del hombre "la resistencia a la opresión" (art. 2). Según la Constitución de 1793, "la resistencia a la opresión es la consecuencia de los demás derechos del hombre" (art. 33); "hay opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de sus miembros es oprimido. Hay opresión contra cada miembro cuando lo está el cuerpo social" (art. 34); de modo que "cuando el gobierno viola los derechos del pueblo es, para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes" (art. 35).

No obstante tan ilustres antecedentes, la admisión en el texto de las constituciones de este derecho a la insurrección no se hizo corriente y ha de confesarse que no estaba en la lógica de una sociedad política fundada en el contrato, en el que se consagra el gobierno omnipotente de la voluntad general, infalible por naturaleza. Por otra parte, el predominio político pasa del pueblo multitudinario a la burguesía capitalista, intérprete de la soberanía nacional, a través de los representantes escogidos para las asambleas legislativas, y era lógico que no proclamara un derecho que debilitaba la base de su poder.

El silencio se mantiene en los textos promulgados durante este siglo, aunque, en forma indirecta, lo ratifican los documentos franceses de 1946 y 1958, al formular una y otra vez su adhesión a los principios de la Declaración de 1789.

Las cartas orgánicas y las demás normas promulgadas dentro de las bases del constitucionalismo condenan las expresiones de la voluntad popular que no se formulen dentro del funcionamiento regular de las instituciones y castigan las diversas formas de resistencia, individual o colectiva, a la autoridad.

Como ejemplo, la Constitución de Chile de 1925 del modo que la precedente de 1833, llamaba sedición el hecho de que una persona tomara el título o representación del pueblo, se arrogara sus derechos o hiciera peticiones en su nombre (art. 3) y declaraba nula y sin efecto alguno toda resolución que acordare el Presidente de la República, la Cámara de Diputados, el Senado o los Tribunales de Justicia a presencia o requisición del pueblo que, ya sea con armas o sin ellas, desobedeciere a las autoridades (art. 23).

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Sin embargo, entre los fundamentos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre proclamados por las Naciones Unidas en 1948 se considera que "es indispensable que... estén protegidos por normas jurídicas, si se quiere evitar que el hombre se vea obligado a recurrir como última instancia a la rebelión contra la tiranía y la opresión".

151. El pensamiento católico. Al exponer el pensamiento del catolicismo sobre esta materia, recordemos lo ya dicho en torno de la revolución cristiana.

Cristo instituyó, para regir en este mundo el Reino de Dios, su Iglesia, pero no quiso sustituirse al poder temporal: "Dad al César..." (Mateo, c. 22, vs. 2). San Pablo, escribiendo a los Romanos durante el imperio de Nerón, les decía que "quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación. Porque los magistrados no son de temer para los que obran bien, sino para los que obran mal. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su aprobación porque es ministro de Dios para el bien. Pero si haces el mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra mal" (c. 13, vs. 1-7).

Los primeros cristianos llegaron al martirio respetando la ley de Roma y con su sangre conquistaron para su idea al imperio pagano, comenzando así los largos siglos en que los gobernantes confesaban su fe, de manera que la comunidad de los fieles cesó de vivir aislada y se incorporó de lleno a la dirección de la vida colectiva.

Santo Tomás, fundándose en este punto, como en otros, no sólo en la patrística, sino en los filósofos antiguos y en los mismos pensadores cristianos que habían distinguido, como San Isidoro de Sevilla, entre el gobernante y el tirano, desarrolla en sus obras, principalmente en la Summa Theologica (11, 11, cuestión 42) y en De Regimene Principum, una doctrina que será seguida fielmente, destinada a establecer sobre estrictas bases el derecho de resistencia.

Las condiciones para que sea legítima la rebelión en el pensamiento tomista, se resumen en las siguientes proposiciones: a) que la tiranía sea excesiva y habitual; b) que no haya autoridad superior a quien acudir; c) que se hayan agotado los medios no violentos; d) que la rebelión tenga probabilidades de éxito; e) que no acarree males mayores; f) que sea dirigida por una autoridad pública o que participe en ella todo el pueblo; g) que la rebelión sea un medio y no un fin, y h) que los medios que se empleen sean lícitos y proporcionados (ver Jaime Ross, ob. cit., págs. 209-212; Máximo Pacheco Introducción..., pág. 548).

El fundamento esencial de este derecho de rebelión lo sienta Santo Tomás cuando dice: "El gobierno tiránico no es justo puesto que no está ordenado para el bien común, sino para el bien de quien gobierna; y, por consiguiente, la acción de derribar esta clase de gobierno no lleva en sí la esencia de la sedición... El sedicioso es más bien el tirano" (cit. por Burdeau, t. III, pág. 57; Ross, pág. 208; Pacheco, pág. 548).

En los tiempos modernos los Soberanos Pontífices han confirmado esta doctrina.

Gregorio XVI, en Mirari vos (1832), manifiesta que "las leyes divinas y humanas claman contra los que por medio de perversas maquinaciones de revuelta y de sedición, procuran quebrantar la fidelidad de los Príncipes y arrojar a los mismos de sus tronos" (Colección de alocuciones citadas en la Encíclica y en el Syllabus, págs. 223-225).

En virtud de la proposición 63a del Syllabus (1864), Pío IX condena como error sostener que "es permitido negar la obediencia a los príncipes legítimos y sublevarse contra ellos".

León XIII en Quod apostolici (1878) afirma que "si alguna vez sucede que los príncipes ejercen su potestad temerariamente y fuera de sus límites, la doctrina de la Iglesia Católica no

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consiente insurrecciones contra ellos, no sea que la tranquilidad del orden sea más y más perturbada, o que la sociedad reciba de ahí mayor detrimento; y si la cosa llegase al punto de no vislumbrarse otra esperanza de salud, enseña que el remedio se ha de acelerar con los méritos de la cristiana paciencia y las fervientes súplicas a Dios".

"Una sola causa tienen los hombres para no obedecer -reiteraba León XIII en Diuturnum illud (1881)- y es cuando se les pide algo que pugne abiertamente al derecho natural o divino, pues todas aquellas en que se viola la voluntad de Dios, es malo el mandarlas y el hacerlas... no hay por qué argüir a los que se portan de este modo que quebrantan la obediencia, pues si la voluntad de los príncipes pugna con la voluntad y las leyes de Dios, ellos exceden la medida de la potestad y pervierten la justicia; ni entonces puede valer su autoridad, la cual es nula cuando no hay justicia".

"Por tanto -concluía el mismo León XIII en Inmortale Dei (1885)- quebrantar la obediencia y acudir a la sedición, sublevando la fuerza armada de las muchedumbres, es crimen de lesa majestad no solamente humana, sino divina".

Pío XI en la Encíclica "Nos es muy" (Firmissimam constantiam), dirigida en 1937 a los católicos mexicanos, les recuerda que "la Iglesia condena toda insurrección violenta que sea injusta contra los poderes constituidos... cuando llegado el caso de que estos poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarla a la ruina".

Más adelante mencionamos otros documentos que establecen el pensamiento reciente sobre la materia.

EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DE REVOLUCIÓN

152. Evolución y actualidad del concepto de revolución. El panorama que presenta, pues, el constitucionalismo clásico muestra, como rasgos definidos, silencio de los textos en cuanto al derecho de insurrección y, al contrario, explícita condenación en ellos de la posibilidad de su ejercicio, en tanto la legislación común castiga con severidad las diversas formas de desobediencia e insurrección.

Naturalmente que, cuando los procesos de rebeldía conducen al triunfo, no sólo dejan de aplicarse las sanciones contempladas en las leyes, sino que, a su turno, los nuevos detentadores del mando benefician de inmediato de la presunción de legitimidad que acompaña su desempeño y de los preceptos del ordenamiento jurídico que lo defiende.

Mientras predomina el ideario que prevalece en el cuadro de las instituciones liberales, con sus conceptos de soberanía nacional y democracia representativa, las alteraciones se presentan como simples cambios de los equipos gubernamentales que se instalan en el mando para continuar aplicando el mismo ordenamiento positivo o para modificarlo con miras a su perfeccionamiento técnico dentro del propósito todavía arraigado en el cuerpo político de mantener la vigencia de semejante inspiración de filosofía cívica.

Pero, a medida que los juicios críticos formulados desde diversos campos a los postulados básicos de la democracia liberal, contribuyen a mellar el prestigio de ésta, poniendo de relieve la ineficacia de su instrumental para satisfacer las exigencias del bien común, se va formando un concepto más amplio sobre el sentido del derecho de insurrección.

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A tal transformación propende, además, la misma tendencia de los cambios institucionales, en cuanto va produciéndose paulatinamente un llamado más efectivo de todos los gobernados a la dirección de la cosa pública, fenómeno que, si favorece el sistema en vigor cuando hay concordancias fundamentales entre él y la gran mayoría de los componentes del cuerpo político, lo debilita en extremo cuando se forma una opinión adversa a la propia estructura del cuadro institucional y a la inspiración que lo anima.

Por otra parte, la convicción de la marcha incesante de la sociedad en forma evolutiva pero siempre hacia crecientes formas de progreso y de prosperidad, que caracteriza la ideología del siglo XIX, se pone a prueba desde el momento que gran parte de los hombres llamados cada vez más ciertamente a intervenir en la cosa pública viven en condiciones económico-sociales extremadamente desfavorables y reclaman con urgencia soluciones de justicia que tardan en llegar todavía más para quienes las esperan sumidos en sufrimientos insoportables.

Tales circunstancias provocan las presiones que se descargan contra el poder y que se manifiestan en la inestabilidad política allí donde las instituciones no son sólidas y se traducen en las diversas formas de insurrección que exaltan nuevas promociones directivas, audaces caudillos y, principalmente en los países iberoamericanos, el militarismo.

El movimiento reformista del ordenamiento constitucional y legal, acentuado con motivo de las dos guerras mundiales, no logra aquietar las aspiraciones de ciertos sectores por cambios más hondos que no se obtienen a pesar de la serie inacabable de golpes de Estado, insurrecciones dominadas o triunfantes, complots descubiertos o abortados, gobiernos de hecho que tratan de legitimar cuanto antes el título de su poderío, etc.

Es un hecho que la realidad política contemporánea muestra el problema de la insurrección en términos más vastos y trascendentales aun en estos finales del siglo XX de los que configuraba esta misma cuestión en la centuria precedente.

Siempre se ha hablado de revoluciones, pero es cierto que este vocablo ha tomado una significación cargada de elementos cuyo aporte la configuran con nuevos perfiles.

En la acepción tradicional se usa el vocablo revolución para dar a entender modificaciones violentas y hondas, pero también se lo emplea ya cuando no ha intervenido la violencia y se han producido profundas transformaciones colectivas, ya cuando, a la inversa, la violencia no ha sido capaz de establecer una ordenación diversa.

En Chile llamamos revolución la gesta emancipadora que tuvo tanto los caracteres de una lucha fratricida como de una guerra internacional; así denominamos también la contienda cívica cruenta que, en forma de guerra civil, opuso en 1891 unos chilenos contra otros en torno a determinada interpretación del régimen gubernativo, y cuyo desenlace no trajo cambio alguno en la letra de nuestra Carta de 1833; tal como así decimos la que fue el estallido militar de septiembre de 1924 o los pronunciamientos del mismo carácter de 23 de enero de 1925 y de 4 de junio de 1932. El Presidente Frei sintetizó la sustancia de su programa político, al llegar a la presidencia en 1964, como una "revolución en libertad", que comprendía el escrupuloso respeto del orden institucional y el propósito de modificarlo según sus propias normas, aunque introduciendo profundos cambios en las estructuras económicas y sociales del país. La intervención militar de 11 de septiembre de 1973 proclama inicialmente el propósito de restablecer la institucionalidad que habría sido quebrantada durante la gestión del Presidente Allende, pero más adelante se traduce en impulso a generar una nueva Constitución Política en ejercicio del poder constituyente que luego se atribuye la Junta de Gobierno.

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Pero mencionamos también como revolución el cambio más trascendental de todos provocado por el advenimiento del cristianismo cuando llega a asumir la dirección colectiva sin haber usado jamás la coacción, sino que sufriéndola; tal como igualmente con ese vocablo definimos las alteraciones profundas que, en las formas de vida de la humanidad, se desarrollan con los progresos científicos que adquieren ritmo cada vez más acelerado desde fines del siglo XVIII para tomar velocidad inigualada en los tiempos que corren.

Entretanto, con los rasgos de violencia e intensidad que parecen identificar la esencia de su significación política, la humanidad conoció por primera vez la Revolución en Francia en 1789, centro de la propagación de una distinta configuración institucional e ideológica que moldean en varios continentes desde entonces el sentido y los marcos de la vida pública.

En la Rusia de los Zares, en medio de las incidencias de la Primera Guerra Mundial, estalla en 1917 una revolución que no sólo por la violencia que desencadena sino por la preparación intelectual de sus dirigentes, dispuestos a encarnar su pensamiento en los hechos y organizados para ello, y por las repercusiones que ha logrado hacer resonar también en numerosos pueblos de todas las regiones del globo, restituyó a este vocablo la actualidad, colocándolo en el primer plano en las preocupaciones de la ciencia política y le ha dado una nueva carga conceptual, emotiva y actuante.

Procurando explicar la inquietud colectiva reflejada en la evolución social, la revista chilena Mensaje le consagró, en diciembre de 1962, un número especial, en cuya presentación se leía: "Soplan, en efecto, aires revolucionarios. Una inmensa y cada vez más creciente mayoría está tomando conciencia de su fuerza, de su miseria y de la injusticia de ese orden político, jurídico, social y económico que se le obliga a aceptar; y esa mayoría no está dispuesta a esperar más. Exige un cambio: un cambio rápido, profundo y total de estructuras. Si es necesaria la violencia, está dispuesta a usar la violencia. Es clara evidencia de la inadecuación, de la inoperancia y de la injusticia de las estructuras vigentes; es, por lo mismo, inquebrantable decisión de romper radicalmente con el orden actual, de acabar con el pasado y partiendo de cero, de construir un orden totalmente nuevo, y que responda a todos los anhelos del hombre".

El número de "Mensaje" se adelantó a reconocer que "lógicamente esta masa deseosa de revolución se inspira en la única ideología revolucionaria que encuentra a su alcance: la ideología marxista".

EL CONCEPTO MARXISTA DE REVOLUCIÓN

153. El concepto marxista de revolución. La teoría de las revoluciones se encuentra en la médula doctrinaria del socialismo científico y su comprensión requiere tener presente la raíz de su filosofía.

Se basa en Hegel, pero se separa fundamentalmente de él.

Para Hegel pensar y ser son lo mismo, "todo lo racional es real y todo lo real es racional" y la realidad no es estática, sino dinámica y consiste en el proceso evolutivo incesante de la idea contradiciéndose a sí misma y dando paso a una nueva etapa. La afirmación del ser (tesis) provoca su negación (antítesis) y ésta es superada en nueva afirmación (síntesis), convertida a su turno en tesis de la siguiente fase evolutiva.

Marx y Engels adoptan este método dialéctico, pero lo emplean para levantar una construcción diametralmente opuesta.

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Para ellos, la única realidad es la materia de la cual todo procede, incluso el espíritu. "En mí..., las ideas no son sino las cosas transportadas y traducidas en la cabeza de los hombres" decía Marx en El Capital (cit. Ducatillón, pág. 50); y repetía en La ideología alemana: "no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia" (íd. pág. 44).

De tal modo, mientras la filosofía de Hegel es idealista, la de Marx y Engels es materialista, pero se trata en ellos de un materialismo dialéctico, no vulgar. "El mundo no debe considerarse como un complejo de cosas acabadas, sino como un complejo de procesos en el que las cosas en apariencia estables, como los reflejos intelectuales en nuestro cerebro, las ideas, pasan por un cambio ininterrumpido de devenir y de desintegración... Esta filosofía disuelve todas la nociones de verdad absoluta, definitiva y de condiciones humanas absolutas que le corresponden. No hay nada absoluto, definitivo, sagrado ante ella; muestra la caducidad de todas las cosas y en todas las cosas, y nada existe para ella más que el proceso ininterrumpido del devenir y de lo transitorio, de la ascensión sin fin de lo inferior a lo superior, de la que ella misma es sólo reflejo en el cerebro pensante" (Marx, El capital, cit. por Ducatillón, págs. 51-52).

Pues bien, dentro de tales filosofías, el marxismo sostiene que fundamentalmente el hombre es un ser productor de bienes y que toda relación humana está vinculada al proceso productivo, al paso que todas las instituciones se hallan ligadas a las formas en que éste se desarrolla. El mejor resumen de este pensamiento lo hizo el mismo Marx en su famoso trozo del prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política: "El resultado general a que llegué, y el cual, una vez adquirido, me sirvió de hilo conductor en mis estudios, puede brevemente formularse así. En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a cierto estado de sus reservas productoras materiales. El conjunto de las relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta una superestructura jurídica y política y a la cual corresponden formas de conciencia social determinadas. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres quien determina su ser; es inversamente su ser social quien determina su conciencia. En una cierta etapa de su desarrollo las fuerzas productoras materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes -o lo que sólo es expresión jurídica- con las relaciones de propiedad en el seno de las cuales se habían movido hasta entonces. De formas de desenvolvimiento de las fuerzas productoras que eran, estas relaciones se transforman en obstáculos. Entonces se abre una época de revolución social. El cambio en la base económica trastorna más o menos lentamente toda la enorme superestructura. Cuando se consideran tales trastornos, es preciso distinguir siempre entre el trastorno material de las condiciones de producción económica -que se puede constatar fielmente por medio de las ciencias de la naturaleza-, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas; en resumen, las formas ideológicas bajo las cuales los hombres adquieren conciencia de este conflicto y lo conducen hasta el fin. Lo mismo que no se juzga un individuo por la idea que él se hace de sí, tampoco podría juzgarse una época tal de trastornos, por la conciencia que ella tiene de sí; es preciso, por el contrario, explicar esta conciencia por las contracciones de la vida material, por el conflicto que existe entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción" (cit. por Ducatillón, págs. 65-66).

Así, pues, para el marxismo las revoluciones cumplen una etapa en el desarrollo dialéctico de la sociedad y consisten en el cambio violento de las formas sociales que han quedado caducas por las alteraciones producidas en el campo esencial de las relaciones productivas: "Los comunistas -dice el Manifiesto de 1848- desdeñan disimular sus ideas y sus proyectos. Declaran abiertamente que no pueden alcanzar sus objetivos sino destruyendo por la violencia el antiguo orden social. ¡Qué tiemblen las clases dirigentes a la idea de una revolución

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comunista! Los proletarios nada tienen que perder, sino sus cadenas. Tienen un mundo por ganar en ella. Proletarios de todos los países, uníos" (cit. por Chevallier, pág. 284).

La necesidad de esta revolución la percibe el proletariado, porque "es una clase que aguanta todas las cargas de la sociedad sin gozar de sus beneficios, que se ve expulsada de la sociedad y se encuentra por fuerza en la oposición más abierta hacia todas las demás clases; una clase que forma la mayoría de los miembros de la sociedad y de la cual surge la conciencia de la necesidad de una revolución radical, conciencia que es la conciencia comunista y que también puede formarse, claro está, en las demás clases en vista de la situación de esta clase" (Manifiesto..., cit. por Máximo Pacheco, conf. cit.).

El Manifiesto explica cómo "con el desarrollo de la gran industria, la burguesía ve, pues, deslizarse bajo sus pies el fundamento mismo sobre el cual produce y se apropia de sus productos. Genera ante todo sus propios sepultureros. La caída de la burguesía y la victoria del proletariado son igualmente inevitables" (cit. por Chevallier, pág. 275).

"Lo mismo que la burguesía -tesis- había engendrado dialécticamente su contradicción, su negación o antítesis (el proletariado), lo mismo el proletariado convertido en clase opresora y dominante, engendrará dialécticamente la negación de la negación, la síntesis que corona el proceso dialéctico: la sociedad sin clases. Sin clases, luego sin antagonismos sociales, sin poder político en el sentido propio, sin Estado -ya que el Estado no es sino la traducción de los antagonismos de clases" (Chevallier, ob. cit., pág. 278).

Todo esto demuestra que con la difusión del marxismo se ha extendido un concepto de revolución muy diferente, por su carácter social inevitable, amplio y profundo, de las que con tal nombre se habían conocido, salvo la de 1789.

"En otros términos -como resume Máximo Pacheco- todas las revoluciones anteriores han sido revoluciones parciales o revoluciones políticas. Para Marx la palabra político indica siempre la presencia de parcialidad que no ha sido rebasada. En efecto, en la revolución una sola clase y, por lo tanto, un grupo de hombres limitados, se libera haciéndose pasar por representantes de toda la sociedad. Como dice Marx (Manifiesto) "todos los movimientos han sido llevados a cabo, hasta ahora, por minorías o en interés de minorías. Esas revoluciones parciales, realizadas por una clase y en provecho de una clase, estas revoluciones de minoría forman la trama de la historia hasta hoy" ("La teoría marxista del Estado y del derecho", conferencia de Máximo Pacheco).

APRECIACIÓN JURÍDICA DE LAS REVOLUCIONES

154. Apreciación jurídica de las revoluciones. No puede, pues, prescindirse en la ciencia política no sólo del hecho de las revoluciones sino también de precisar su significación política y jurídica. Es lo que ha efectuado con mucha agudeza y profundidad Georges Burdeau en su magistral Tratado.

Sin aceptar el planteamiento marxista, estima este autor que en la revolución hay sustitución de una idea de derecho por otra y que puede considerarse "como la última sanción de las relaciones entre el Estado y el Derecho. En cuanto Poder institucionalizado, el Estado es el agente de la idea de derecho incorporada en la institución. Su estabilidad está subordinada a las fluctuaciones que sufre la idea de derecho. Si los gobernantes que ejercen el poder estatal conforman su conducta a las exigencias de la idea de derecho, si, por otra parte, la idea de derecho animadora de la institución estatal beneficia de una adhesión suficientemente amplia de la opinión pública, la hipótesis de una revolución debe ser descartada. Ciertamente habrá sin duda una oposición dirigida por personalidades que ambicionarán el lugar de los gobernantes, pero la solidez de la idea de derecho estatal y la fidelidad de los gobernantes a

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los principios que contiene, contendrán a la oposición sin esperanza de próximo éxito. La revolución no entra en el campo de las posibilidades históricas sino en dos casos: ya cuando la idea de derecho encarnada en la institución estatal ha agotado sus virtudes y el centro de atracción de la opinión se ha desplazado de la doctrina gubernamental hacia las concepciones de la oposición; ya cuando los gobernantes, haciendo prevalecer arbitrariamente sus visiones personales, se separan de las directivas incluidas en la idea de derecho que tienen, en virtud de su estatuto, la misión de servir" (Tratado, t. III, pág. 540).

"Cuando un pueblo cesa de encontrar su derecho y su justicia en una visión del mundo que estima caduca, cuando está cansado de seguir una filosofía oficial, agotada ella misma por haber servido demasiado, cuando, en fin, las aspiraciones confusas que siente en él logran cristalizar en una doctrina que lo seduce encarnada en un jefe o una minoría hábil y emprendedora, entonces no es solamente la fuerza la que se introduce, durante un tiempo en la vida política, sino un derecho nuevo que se afirma como fundamento de la validez del orden jurídico futuro. Sé bien que no hay que exagerar este idealismo, que en el origen de las revoluciones hay también apetitos, ambiciones, intereses, pero no es a ellos a quienes pertenece la parte decisiva".

Contenido lo anterior en el tomo III de su Tratado (1950), lo transcribe fielmente en su Manual (1962) y agrega: "Es, pues, erróneo que no haya lugar en la ciencia del derecho público a una teoría jurídica de las revoluciones. Sin duda, en el plano histórico, la revolución es realmente un fenómeno de fuerza, pero desde el punto de vista jurídico es un esfuerzo del derecho por penetrar en la vida social" (Derecho Constitucional, pág. 38).

En los mismos planteamientos de Burdeau ya transcritos se contienen a nuestro juicio, matices suficientes para disipar "la inquietud que puede despertar esta expresión derecho revolucionario por haberla yo mismo experimentado" (Tratado, t. III, pág. 542).

Debe tratar de sustituirse la vigente por una nueva idea de derecho y ésta para que sea tal, no puede menos de contener las exigencias del orden objetivo; lo que ocurre es que, dentro de éste, aquella idea es contingente y son posibles de concebir varias representaciones de un bien común realizable para el grupo.

En seguida, la idea de derecho que se trata de incorporar tiene que estar acogida por tan amplios sectores de la colectividad que pueda aspirar legítimamente a encauzar el porvenir de un grupo que realmente ha dejado de prestar adhesión a la idea inspiradora del ordenamiento vigente, porque es inadmisible que pretenda informar una nueva construcción si una gran mayoría la repudia y sigue acompañando aquella representación del bien colectivo que informa tal ordenamiento.

En todo caso, se trata de construir una teoría de las revoluciones, no de justificar las rebeliones que, con mero afán de renovar los equipos gubernamentales, se tramen para continuar idéntica o con sólo alteraciones secundarias la estructura en vigor. Ya en 1930 Ortega y Gasset puntualizaba que "la revolución no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden que tergiversa el tradicional" (La Rebelión de las Masas, pág. 84).

Cuanto tales revoluciones estallan espontáneamente, sin recurso alguno a la violencia, el cambio que así se produce reflejará la madurez que había alcanzado el nuevo movimiento de opinión colectiva, apoyado seguramente en forma abrumadora dentro del cuerpo político.

Pero, aún concordando con el concepto de que sólo hay revolución cuando se sustituyen líneas sustanciales de la idea organizativa de la sociedad, como en el hecho puede efectuarse

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mediando el uso de la violencia o sin recurrir a ésta, queda en pie el problema de los medios que, por desgracia, Burdeau no analiza profundamente. Reconoce que "son sangrientas en la medida en que están mal preparadas, es decir, en la medida en que no han sido precedidas de una preparación psicológica que tenga por objeto desacreditar la idea de derecho que combaten. En las revoluciones el derecho no está siempre del mismo lado, pero finalmente se encontrará del lado del triunfo. Afirmación audaz, sin duda, y sin embargo cada día verificada por la experiencia. Los autores, para explicar cómo un gobierno de hecho, de origen revolucionario, se hace legítimo, invocan su duración en paz, los servicios que presta al orden social, el asentimiento que encuentra en el espíritu de los gobernados. Pero qué son todos estos hechos sino la prueba de que este gobierno estaba, desde la partida, marcado por el signo del derecho. La repugnancia que se pone en admitirlo se relaciona con lo que se considera origen del nuevo régimen como simple fenómeno de fuerza; pero si se discierne en ella la acción de la idea de derecho, entonces, nada justifica esta expectación de la doctrina frente a un gobierno salido de la revolución" (Tratado, t. III, pág. 545).

Nos parece que esta argumentación no resuelve el problema del uso de la violencia para operar las revoluciones, confunde el éxito logrado con el derecho a realizarlas y funda, aparentemente, tal derecho exclusivamente en el eventual desenlace de la conmoción experimentada.

La ciencia política no puede ser un simple recuento y registro de resultados y limitarse a proporcionar técnicas para el arreglo de sus consecuencias.

Los requisitos que enunciaba Santo Tomás, hondamente sentados en el conocimiento de las leyes de la sociedad civil, siguen teniendo pleno valor y han sido confirmados, según vimos en este siglo e incluso, agregamos, en estos últimos años.

No se trata de mantener a toda costa un orden colectivo intrínsecamente injusto y que no tenga expectativa alguna de dar paso a reformas necesarias y apremiantes, sino de recurrir a la violencia en el último extremo, agotados todos los recursos pacíficos, de recordar, como decía Ortega y Gasset, que la civilización no es otra cosa que reducir la fuerza a ultima ratio (La rebelión de las masas, pág. 114).

"No es en la revolución -decía Pío XII el 13 de junio de 1943- sino en la evolución armónica donde está la salvación y la justicia. La violencia nunca ha hecho más que derribar en vez de levantar... Sólo una evolución progresiva y prudente, valiente y acomodada a la naturaleza, guiada por la justicia y la equidad, puede llevar al cumplimiento de las aspiraciones de los obreros". "Por lo que respecta al proceso de transformación de las clases -se escribía a nombre del mismo Pío XII el 21 de septiembre de 1958- éste debe realizarse según el principio de la gradualidad y de la evolución, no de la revolución... las transformaciones por ella (la Iglesia) promovidas se han operado siempre cuando los tiempos estaban maduros y lentamente. A la irresponsable prisa de la violencia revolucionaria, acompañada siempre de ruinas, odio y desórdenes, ha preferido la utilidad de los procesos graduales y de las esperas oportunas; de este modo ha salvaguardado la solidez de sus pacíficas conquistas" (Carta de Mons. del Acqua a la XXXI Semana Social Italiana).

"Cada día están ellos (los hombres) más convencidos -manifestaba S. S. Juan XXIII- al inaugurar el Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962) del máximo valor de la dignidad de la persona humana y de su perfeccionamiento y del compromiso que ello significa. Lo que más cuenta es que la experiencia les ha enseñado que la violencia causada a otros, el poder de las armas, el predominio político, nada sirven para una feliz solución de los problemas que los afligen".

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Esta doctrina es una vez más reafirmada y desarrollada en Pacem in terris (1963), criticando a quienes "se dejan llevar de un impulso tan arrebatado que parecen recurrir a algo semejante a una revolución".

La Constitución Apostólica Gaudium et Spes, de 7 de diciembre de 1965, expresa que "... cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica" (Nº 74).

"A la luz de estos principios -dice Ismael Bustos- se podrá apreciar de cuán problemática, difícil y trágica aplicación resulta actualmente la violencia. En primer lugar, porque abundando tanto las instituciones especializadas en dirimir conflictos, estos últimos permanecen sin embargo, y no se solucionan. Nos referimos al hecho de que el hombre ha llegado a perfeccionar a tal extremo los medios violentos que ya ni siquiera acertamos a imaginar cómo cabría emplearlos últimamente; es decir, cómo usarlos a fin de que sus efectos no acabaran al mismo tiempo con el usuario. Si estuviese vivo, ¿qué pensaría a propósito Marx, para quien la fuerza es la partera de la sociedad? La guerra nuclear -suma y símbolo actuales del uso de la fuerza en la política- no sobreviene porque sus eventuales usuarios no están preparados para ello ¡y esperemos que jamás lleguen a estarlo! Esto significa, en otras palabras, que el uso de la violencia se halla momentáneamente suspendido, marcando así un momento único de la sociedad que -quizás por la primera vez en la historia- no se atreve a llamar a la famosa partera" (Introducción a la política, pág. 168).

Hay, entre tanto, en la evolución "desarrollo de las cosas o de los organismos, por medio del cual pasan gradualmente de un estado a otro" (Real Academia).

Es evidente que, a través de ella, se logran los cambios y los progresos más hondos y ciertos, en formas paulatinas que permiten intervenir las diversas fuerzas e intereses colectivos.

Sin embargo, la gravedad y agudeza de los problemas que aquejan a una sociedad determinada pueden exigir acelerar las transformaciones indispensables, a fin de corregir injusticias y aliviar sufrimientos efectivos insoportables, cuya prolongación se muestre inicua y ponga en peligro las bases mismas de la paz social.

En tales situaciones, puede no ser bastante confiar en las alteraciones que se produzcan espontáneamente, por el simple peso de los factores que provocan a la larga reacciones saludables, sino requerirse la expresión de una voluntad nacional dispuesta a imponer con prontitud las modificaciones estructurales conducentes al mejoramiento de las condiciones ambientales que logren restablecer el fundamento de la justicia en la ordenación colectiva.

Ello requerirá seguramente herir intereses y forzar ineludibles sacrificios, y se hará por ello indispensable mover a la opinión pública a fin de que, ilustrada de lo inevitable, urgente y razonable de los cambios, ayude a traducirlos en los hechos y comprenda el fundamento de las sanciones que se apliquen a quienes a ellos se opongan.

Para que tengan eficacia las reformas supondrán no sólo los indispensables estudios previos sino la energía nacional resulta a cristalizarlos cuanto antes, ajustándose a los planeamientos que hagan converger los esfuerzos hacia metas claras, sólidas, eficientes y proporcionadas a la magnitud de los problemas que aquejan al organismo colectivo.

Cuando una sociedad, consciente y planificadamente, implanta con energía transformaciones hondas, urgentes y justas que se dirigen a apresurar la evolución de sus formas colectivas en razón de que la evolución librada a sí misma puede mostrarse como inoperante y tal vez como

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suicida, parece favorable hablar de revolución, porque el vigor y contenido de este vocablo auxiliará en el robustecimiento de la voluntad colectiva realizadora.

Pero quienes dirigen a las colectividades jamás deben olvidar que la violencia no sólo empieza de ordinario por aniquilar a los mismos que crean las circunstancias que la desencadenan, lo que parece lógico y consecuente a su torpeza directiva, sino que casi siempre generan nuevas y a veces mayores iniquidades, arrasan valores cuyo mérito viene tardíamente a apreciarse cuando han desaparecido, causan incesante ola de enconos, permiten desatarse las torvas inclinaciones de los desalmados y retardan la creación de un clima que haga posible proyectar nuevas construcciones colectivas.

En definitiva, las sociedades se salvan, no por el temor ni por el terror, sino cuando toman conciencia oportuna de la necesidad de los cambios y conquistan en su seno adhesiones poderosas aquellos conductores clarividentes que perciben las ansias colectivas y encauzan la decisión de la comunidad nacional por los caminos del progreso y de la paz.

"La prerrogativa de la humanidad en la actual época técnica -dijo Pío XII en su notable mensaje de Navidad de 1956- consiste, según se afirma, en poder construir una sociedad siempre nueva, según los progresos del saber tecnológico y sin necesidad de tomar lecciones del pasado... El hombre moderno, consciente y orgulloso de vivir en este momento como en una casa que él, y sólo él, construye, se adjudica la función de creador... No hay así que extrañarse que el hombre moderno, cuando trata de la vida social lo haga con el gesto del técnico que, después de haber desmontado una máquina hasta sus piezas más esenciales, se ponga a reconstruirla según su propio modelo. Pero cuando se trata de realidades sociales su deseo de crear cosas enteramente nuevas choca con un obstáculo insuperable, a saber la sociedad humana con sus organismos consagrados por la historia. La vida social es, en efecto, una realidad que ha llegado a la existencia de manera lenta y a través de numerosos esfuerzos y en cierta manera por la acumulación de las contribuciones positivas proporcionadas por las generaciones precedentes. Es solamente apoyando las nuevas fundaciones sobre estas capas sólidas como es posible construir todavía algo nuevo".

155. Consecuencias jurídicas de las revoluciones. La ocurrencia de una revolución plantea evidentemente diversas categorías de consecuencias jurídicas que una vez más el profesor Burdeau analiza detenidamente en su tratado (t. III, Nos 303-332, págs. 561-596).

Algunos de esos problemas inciden en orden al gobierno y sus formas. Toda revolución triunfante da paso a un gobierno de hecho que podrá buscar su legitimación y que, mientras tanto, estará en la dirección del bien común. Muchas de esas conmociones pretenderán de preferencia el sólo reemplazo del sector que encabeza la colectividad o la introducción de cambios de técnica gubernamental dentro del sustancial mantenimiento de un mismo concepto imperante sobre el sentido de la dirección de la colectividad. Cuando las revoluciones estallan y se realizan dentro de esos límites crean naturalmente problemas importantes para el derecho público interno y para el internacional, pero no llegan a comprometer la esencia del Estado, materia propia de este capítulo.

Pero hemos reiterado ya que la relevancia que adquiere en el campo del derecho contemporáneo el estudio de las revoluciones deriva de que tienden a objetivos más trascendentales, puesto que propenden a un cambio del ideal de derecho vigente en la comunidad.

Ciertas revoluciones de la índole de las que ocurrieron en 1789 o en 1917 -para no hacer una cita polémica, aunque en verdad ha de confesarse que la cubana de 1959 o también la chilena de 1973 han dado actualidad al tema en nuestros países- proclaman que sus objetivos van más allá del cambio de los gobernantes o del trazado de las instituciones públicas y buscan la total

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abolición de la idea de derecho precedente al tiempo que la instauración de otra que se dice completamente nueva.

¿Cómo considerar un fenómeno de esa trascendencia ante los principios ya sentados de la continuidad y perpetuidad del Estado?

Dijimos que estos postulados resultan evidentes cuando se quiere manifestar con tales características que, a pesar de las alteraciones experimentadas en el ámbito espacial, en la composición humana, en el equipo gubernamental, en la estructuración del Estado o del sistema gubernativo, es una misma realidad jurídica la que subsiste, permanece y se reconoce idéntica antes y después de tales transformaciones.

Las dudas surgen cuando, teniendo esa raíz profunda e integral con que trata de configurarse en los sucesos que conmueven nuestra época, las revoluciones persiguen implantar una nueva idea de derecho.

Dentro del pensamiento de Burdeau, si el Estado es simplemente la idea de derecho en vigor, sustituida la antigua por otra diversa, ha desaparecido el Estado, de modo que se extingue y no resiste a su pretensión de continuidad y perpetuidad, plenamente valederas sólo mientras le inspira aquella idea de derecho que le ha dado realidad jurídica.

Como la materia es compleja es preferible transcribir las propias explicaciones del autor: "Siendo el Estado la institución en que se encarna un Poder, energía él mismo de una idea de derecho, es claro que debe desaparecer cuando esta idea de derecho pierde su valor. El reemplazo violento de una idea de derecho por otra envuelve una ruptura de la continuidad estatal. Si nosotros consideramos, por ejemplo, la abolición por un movimiento revolucionario, de las concepciones sociales, filosóficas, jurídicas que forman la sustancia de la idea liberal, y su reemplazo por la visión socialista del mundo, debemos decir que entre el Estado socialista nuevo y el liberal al que se sustituye no existe ninguna continuidad. Será siempre, sin duda, el mismo grupo humano el que será gobernado, sobre el mismo territorio, pero el cambio de la idea de acción inscrita en la institución supone una renovación de ésta. Su economía general ha sufrido tal conmoción que es inconcebible que sobreviva al advenimiento de una ideología contra la que no ha cesado de luchar. No es tanto porque cambia el Poder por lo que se renueva el Estado, sino porque, detrás de las transformaciones del Poder, hay, provocándolas, un antagonismo de las ideas de derecho que se suceden" (t. III, pág. 577).

Reconoce Burdeau que su tesis se presenta como inaceptable para todas aquellas doctrinas que identifican la sociedad con el Estado. Es en efecto, manifiesto que no por el cambio de la representación del bien común va a alterarse la realidad de la sociedad civil que lo sustenta. Se opone, asimismo, a la doctrina de la personalidad del Estado, superior a gobernantes y gobernados y formando una unidad invariable e ininterrumpida. Choca, en fin, con l?opinio communis, el sentimiento general de los individuos y de los pueblos acerca de la inmortalidad del Estado.

Una vez más, todo es asunto de ponerse de acuerdo en la esencia del Estado. Si éste no se identifica con la sociedad civil, si es únicamente el cuerpo que dirige a la colectividad hacia el bien común, decir que ha muerto el Estado y ha nacido otro nuevo equivale simplemente a significar que ha resuelto la sociedad cambiar las bases de la dirección hacia el bien común, pero ella como realidad sociológica permanece sustancialmente igual a sí misma.

Si se confunden Estado y Derecho, sosteniendo que todo derecho nace en el Estado, no hay derecho contra el Estado, y es derecho únicamente lo que el Estado declara como tal, reconocer que ha perecido el Estado pareciera proclamar todo derecho extinguido con él y la

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posibilidad de establecer uno nuevo con la facilidad con que se escribe sobre un pizarrón completamente limpio.

Explicamos que en la idea del bien común público que por naturaleza compete cuidar al Estado, hay ingredientes que contribuyen forzosamente a su formación, porque provienen de imperativos ineludibles señalados por la índole de sus componentes individuales y sociales, y otros que derivan de la apreciación de la realidad colectiva, de sus exigencias, de sus potencialidades, de su destino, de sus recursos, de infinidad de circunstancias, de factores, de fuerzas, que pueden medirse, sentirse, calcularse de diverso modo, y susceptibles de inspirar cuadros distintos, metas diferentes para el futuro del grupo, sueños y esperanzas dispares de mejoramiento y de progreso, variadas pautas para aquilatar e imponer la justicia colectiva.

El cambio sustancial del ideal imperante de bien común puede equivaler a la muerte de un Estado y formación de otro nuevo, pero jamás afectar a aquello que en ningún momento ha quedado librado a la voluntad del Estado, tan sólo el derecho positivo que deriva de aquél dentro de su competencia para el bien público.

Será posible liquidar todo aquello que, originado de determinado sentido directivo, se oponga a la proyección de otro nuevo en la colectividad y derive de aquellos aspectos contingentes y variables del bien común que permiten diversas representaciones en su seno y caducan cuando se cambia sustancialmente la concepción imperante.

3. FORMAS DE ESTADO

156. Diversos criterios de clasificación de los Estados, su crítica. Los Estados pueden ser catalogados desde distintos puntos de vista, y ser así analizados, ya en el grado de su perfección jurídica; ya en su organización o estructura; ya en cuanto al modo como en ellos se correlacionan las distintas funciones; ya en torno a la idea que les inspira tocante a la naturaleza y objeto de la sociedad política.

En este último sentido, podrá, por ejemplo, hablarse de Estado liberal individualista, socialista, marxista o simplemente intervencionista, etc. Es estudio que se vincula más bien al análisis teleológico del Estado y a la descripción de los distintos regímenes políticos.

Cuando se adoptan como base de clasificación la distinta manera en que funcionan los varios atributos contenidos dentro del poder supremo se trata exactamente de la exposición de los regímenes gubernativos.

Entre tanto, nos proponemos considerar aquí la clasificación de los Estados según su conformación o estructura.

En tal aspecto, los criterios clasificadores que han prevalecido en la doctrina clásica del Derecho Público se centran en el concepto de soberanía.

La soberanía ha sido observada, para tal efecto, desde dos ángulos: ya como la facultad que en el Estado reside de fijarse su propia organización y de vivir de acuerdo con ella, aspecto que se indica como soberanía interna; ya desde el derecho que goza, frente a los otros Estados y a las asociaciones de éstos, de convivir con ellos y en la comunidad internacional dentro del respeto de su propia autonomía, definido como soberanía externa.

La clasificación de los Estados se hace, en consecuencia, partiendo de una u otra faz observada en la soberanía pero, por lo mismo que ésta expresa un concepto indivisible, las diversas formas estatales que sobre tales fundamentos se reconocen tienen puntos de recíproco

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contacto y constituyen categorías jurídicas estrechamente trabadas, que se prestan para sutiles y a veces intrascendentes distingos.

Los autores contemporáneos critican por eso el sistema de clasificación que se cimenta en esa verdadera vivisección de la soberanía, tan poco en armonía con su realidad sustancial.

Para Georges Burdeau, por ejemplo, "la noción de soberanía es demasiado imprecisa y demasiado discutida para intervenir útilmente" y "no podría ser retenida como signo distintivo del Estado si no se renuncia a ver establecerse un orden internacional durable, ya que no podrá edificarse éste sino sobre las ruinas del Estado soberano". "Considerado bajo este ángulo -agrega- (Tratado, t. II, Nº 11, pág. 314), el problema de la clasificación de los Estados se reduce a distinguir los Estados que incorporan un Poder y una idea de derecho únicas, y los que engloban una asociación de Poderes y una pluralidad de ideas de derecho... una idea de derecho da origen a un Poder, del cual, a su turno, procede el Estado. Ahora bien, he aquí que, de repente, evoco la existencia de un Estado en que encuentran lugar varios Poderes y varias ideas de derecho. ¿Cómo explicar el brusco paso de lo uno a lo múltiple? Para justificarlo basta considerar que la sociedad política es de naturaleza esencialmente federativa. Del mismo modo que está hecha de una interpenetración de grupos diversos, da origen a una multiplicidad de ideas de derecho cada una de las cuales suscita Poderes de intensidad y de eficacia variables..."

Kelsen ha subrayado, por su parte, la falta de diferencia esencial entre las diversas categorías de Estado fundadas en sus formas estructurales: "Demostrado de este modo que todas las comunidades jurídicas tratadas hasta aquí -municipios, cuerpos autónomos, países, Estados miembros de la federación, Estados propiamente dichos, confederaciones y comunidad jurídica internacional- sólo se distinguen, en principio, por el grado de descentralización (la cual constituye una serie en la que cada forma se enlaza con la de distinto grado sin soluciones de continuidad), demostrado esto, pues, es un puro convencionalismo terminológico el ponerse de acuerdo de a cuál o a cuáles de los miembros de esta serie quiere reservarse el nombre de Estado. Lo que interesa, en primer término, desde el punto de vista científico, es afirmar que los complejos jurídicos en cuestión no se hallan separados entre sí por diferencias cualitativas; que no hay ningún punto por referencia al cual pueda decirse que unos se hallan dentro y otros se hallan fuera, pues no existen sino diferencias puramente cuantitativas, y todos ellos se hallan dentro, es decir, en el interior de la comunidad jurídica internacional universal, que constituye el sistema unitario más amplio, la totalidad jurídica dentro de la cual se halla comprendido todo el Derecho" (ob. cit., pág. 256).

157. Estado simple y Estado compuesto. Con las reservas recién formuladas en cuanto a la relatividad del valor de estas categorías jurídicas, han de tomarse, pues, las clasificaciones que tradicionalmente se han hecho de los Estados, considerando su conformación o estructura.

La más sólida es, por cierto, la de Estado simple o unitario y la de Estado compuesto, desde que todas las demás son formas diversas de este último.

Mirando la soberanía en su faz interna, se dividen en unitarios, federales y confederados, aunque conviene adelantar, desde luego, que en las Confederaciones hay rasgos que se vinculan más de lleno a la visión de la soberanía exterior y que en los estados unitarios no pueden dejar de mencionarse sus formas regionales.

Según el grado de su soberanía en este último aspecto, se habla de Estados independientes, protegidos, vasallos, mandatos y fideicomisos.

Se conocen también distintas asociaciones de Estados, que van desde las más reducidas hasta las más amplias y complejas -Unión personal, Unión real, Unión incorporada, Estado Asociado-

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abarcando los vínculos más diversificados y sutiles, como los de la Comunidad Británica de Naciones, hasta llegar a las que tienen alcance regional o universal.

A. ESTADO UNITARIO

158. A. El Estado Unitario. El Estado se piensa naturalmente como simple o unitario. Es la fórmula que rige en la gran mayoría de los países: Francia, España, Portugal, Italia, Bélgica, los países escandinavos, etc., en Europa; Chile, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Panamá, etc., en América; Israel, Japón, etc.

Es Estado unitario aquel en que desde un solo centro se manifiesta el poder político, tanto al trazar la estructura fundamental, como en el curso de la dirección de la vida misma de la sociedad organizada. Desde dicho centro, un solo aparato gubernamental realiza el mando a través de órganos que ejercen las distintas funciones en relación a todas las materias comprendidas en la competencia estatal y cuyas ordenaciones generales o especiales rigen sobre la integridad de la extensión territorial y a todas las personas y grupos existentes en su seno.

"Los Estados que hasta aquí hemos supuesto son Estados unitarios -dice Esmein (ob. cit., pág. 6), vocero representativo del constitucionalismo clásico-, en cada uno de los cuales no existe sino una sola soberanía, aunque pueda tener muchos titulares. La soberanía es una en ellos, y ella manda, en todo respecto a todos los súbditos o ciudadanos".

"Como principio general y orientador puede aceptarse -dice Linares Quintana- que en el Estado unitario -caso de centralización política- las atribuciones políticas fundamentales están concentradas o reunidas, en un solo núcleo de autoridad o poder; vale decir que la tendencia centrípeta predomina sobre la centrífuga" (Tratado, t. VI, pág. 180).

Una idea de derecho, un Poder, un Estado, según piensa Burdeau. "La representación normal del Estado parte del simple supuesto de que todas las normas que constituyen un orden estatal valen de la misma manera para todo el territorio, y emanan de una instancia única, de un poder único que domina sobre la totalidad del territorio estatal" (ob. cit., t. II, pág. 314).

Así, pues, autoridades centrales ejerciendo, sin perjuicio de las atribuciones concedidas a órganos subordinados, el poder supremo estatal, la soberanía "una e indivisible", establecen la ley, la hacen cumplir, resuelven las controversias, y desempeñan cada uno en su órbita otras muchas tareas inherentes a la dirección política, en forma que tanto las normas generales como las decisiones particulares que concretan el mando se aplican de un extremo a otro de la extensión del territorio, en la universalidad de los aspectos alcanzados por la misión del Estado y a la diversidad de súbditos, grupos intermedios y sociedades que conviven en su esfera jurídica.

La calidad unitaria en nada pugna con la realidad de que algunas reglas y determinaciones de los órganos estatales pretendan regir exclusivamente la situación de ciertas personas o grupos, o en los límites de particular porción territorial, o dentro de los objetivos específicos de limitada competencia sustantiva. No toda ley, en efecto, persigue siempre un alcance general en cuanto a materia, personas o territorio, porque el legislador tiene facultad para circunscribirla en su amplitud de tiempo, sujeto o espacio, sin que, por ello, deje el Estado de ser unitario; y afirmaciones análogas pueden formularse tocante a otras expresiones de la soberanía, ya que la unidad del Estado se refiere, por lo demás, a la organización y ejercicio en universalidad de todas las funciones que se contienen en el ámbito del poder político.

159. Su evolución. La fórmula unitaria es la expresión auténtica del Estado moderno y responde con fidelidad a sus antecedentes históricos e ideológicos.

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Históricamente, en efecto, el Estado moderno nace como forma destinada a reemplazar el despedazamiento feudal subsiguiente a la destrucción del Imperio Romano, cuando para ello se hace indispensable establecer una fuerte jefatura central que sirva de cimiento a la organización de una sociedad política en secciones territoriales más vastas, allí donde multitud de principados y señoríos separaban porciones geográficas que parecían llamadas, incluso por la misma naturaleza, a formar un solo cuerpo colectivo.

Un gobierno vigoroso y centralizador permitía reunir reinos, condados, ducados, marquesados y señoríos de otras muchas denominaciones que procuraban, infructuosamente a veces, vida propia en medio de las rivalidades incesantes por la conquista de primacía que caracterizó la época feudal.

En un principio la unidad se afirma sobre las bases morales y religiosas que justifican el gobierno y la obediencia, cuando la Edad Media conoce el esplendor de una misma filosofía y de una misma fe; pero, desde que se debilitan tan sólidos cimientos colectivos y se pierden, para la mejor conducción de los pueblos, esas profundas razones de adhesión de los gobernados, se hace el poder absoluto y, a medida que se afirma este carácter avasallador del mando, se impone una jefatura más fuertemente centralizadora.

Se explica así que los siglos del absolutismo monárquico europeo, posteriores a la Reforma Protestante, coinciden con la época en que el centralismo gubernativo se vuelve más imperioso y absorbente. El pensamiento político crea a su servicio idearios que sustentan esa poderosa acción centrípeta, ya a través de la concepción de la soberanía de Bodín, ya en el Leviathan de Hobbes, ya en la tesis de la monarquía divina de Bossuet. "El Estado soy yo" de Luis XIV, o el Imperio bajo cuya extensión no se ponía el sol de Carlos V, señalan fórmulas extremas del Estado unitario que se encuentran en las modernas monarquías e imperios.

Si los acontecimientos políticos que culminan en la Revolución Francesa estallan por el afán de dar término al absolutismo real, encierran, no obstante, nuevos elementos que contribuyen a afirmar y extender el Estado unitario.

La soberanía al servicio del monarca, sostenida por Bodín, es, en su profundidad y en su proyección, menos omnipotente, si cabe, menos enérgica y centralizadora, que la soberanía explicada por Rousseau, con sus caracteres de unidad, indivisibilidad, ilimitación, etc.

No ha cambiado sustancialmente de significación el poder político: será, en adelante, tanto o más irrestricto y avasallador que en la época de oro de la monarquía. Se ha sustituido únicamente un titular por otro y se le ha dado un origen diverso; pero el Estado, concebido como centro dominante, se mantiene y aún se fortalece a fin de manejar en adelante colectividades que se piensan y construyen con sentido mucho más homogéneo.

Las mismas doctrinas que predominan acerca del origen y estructura de la sociedad política contribuyen a robustecer el carácter unitario del Estado, puesto que desconocen y tratan de extirpar los cuerpos intermedios secularmente interpuestos entre el individuo y la sociedad civil, como resultado de la proclamación de derechos sólo en favor del individuo, abstractamente pensado, en cuyo favor se hace la Revolución. Los reinos en la época de la monarquía estamental, con sus distintos brazos, resultan sustituidos por una sociedad política formada simplemente por yuxtaposición de individuos coexistentes en el interior del Estado.

Verdad es que se pretendía liquidar el absolutismo proclamando precisamente la intangibilidad de los derechos individuales, pero éstos se convierten en mera letra de los textos positivos en tanto su ejercicio se haga imposible para los más, indefensos al ser privados

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de los medios eficaces que les amparaban como miembros de los gremios y de las corporaciones, de las entidades locales, de las órdenes profesionales, etc.

160. Centralismo político. Centralismo o descentralización administrativa. Por fuerte que sea el unitarismo estatal, la dirección política no puede ejercerse exclusivamente por las autoridades que actúan en la sede cabecera y se hace indispensable que éstas dispongan de agencias locales destinadas, por lo menos, a recibir sus órdenes y a ayudar a su ejecución.

El Estado unitario y el centralismo político, que le es inherente, no logran eliminar del todo a las autoridades locales inferiores, insustituibles en ciertas etapas y realizaciones de la vida pública. Si la legislación puede, en efecto, acordarse y establecerse sólo mediante los competentes órganos que funcionan en la sede de la autoridad superior, la ejecución de las normas dictadas, cierto grado de la decisión de los conflictos que suscite su aplicación, y otras tareas públicas no pueden cumplirse sin el auxilio de agencias locales subordinadas.

"El poder político se dice centralizado -anota Burdeau- cuando los agentes del Estado están jurídicamente habilitados para hacer prevalecer su concepción del bien público y monopolizan al efecto la utilización de los procedimientos de creación del derecho positivo" (Tratado II, pág. 320).

Sin embargo, la centralización política es susceptible de coexistir dentro de diversas formas de estructura administrativa, porque se refiere ésta no ya a las funciones esenciales del mando sino que a su funcionamiento interno, a la forma y medios de su acción y al modo en que se realiza la prestación de los servicios que, además de la dirección fundamental del interés general, suministra el Estado a las personas y grupos que lo integran.

Con frecuencia el centralismo político se acompaña, en el Estado unitario, con la centralización administrativa.

No obstante, tal forma de Estado resulta compatible, como decimos, con diferentes tipos de organización administrativa, y cuando se analizan más adelante los diversos conceptos de concentración, desconcentración, o descentralización administrativas, se afirmará que sólo las expresiones extremas de esta última llegan a suscitar dudas tocante a su compatibilidad con el unitarismo estatal.

B. ESTADOS COMPUESTOS

161. B. Estados Compuestos. Definición. Son aquellos en los que, además del núcleo central de poder, con su variedad de órganos y funciones, hay otros centros de poder de algún modo subordinados a aquél, también dotados de su propia Constitución Política, órganos y funciones. Pueden ser Confederaciones y Federaciones.

LAS CONFEDERACIONES

162. Las confederaciones. Las confederaciones han sido casi siempre al antecedente de la unidad fortificada más tarde mediante la implantación del Estado federal.

Así ocurrió a la Confederación de los Estados Unidos de América del Norte de 1781 a 1787; a la Confederación Helvética de 1815 a 1848, fecha en que se dicta en Suiza la primera Constitución propiamente federal reformada en 1874; a Alemania cuya unificación es precedida por la Confederación Germánica (1815-1866) y por la Confederación de la Alemania del Norte (1867 a 1871).

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Las Confederaciones nacen generalmente de un pacto o tratado internacional entre Estados vecinos y se forman de ordinario para fines defensivos.

Los vínculos que estrechan a los integrantes de la Confederación son tan débiles e incompletos que en doctrina se discute si forman propiamente un Estado diverso o si se trata más bien de una asociación transitoria con determinados fines específicos.

Cada Estado mantiene el derecho de separarse de la Confederación y conserva su personalidad internacional, mientras sus nacionales no adquieren otra calidad, en razón del pacto confederativo, fuera de la propia.

Las instituciones que realizan los fines de la Confederación son poco numerosas y de potencialidad débil sus atribuciones.

El órgano más importante es, normalmente, una asamblea llamada de ordinario Dieta, en que se juntan directamente los Jefes de Estado o de Gobierno de los Estados confederados o los representantes delegados por cada uno de ellos, tal como se reúnen los diplomáticos en una conferencia internacional.

Los acuerdos que se adoptan por los miembros de la confederación dentro de sus limitados objetivos comunes, no son cumplidos a través de órganos de ella misma, sino mediante la acción y las atribuciones de los propios Estados que la constituyen y de sus respectivas autoridades. Tales acuerdos se adoptan ad referéndum, o sea, tienen vigencia tan sólo después de ser formalmente ratificados por los Estados Asociados.

Por lo demás, las decisiones de la Confederación deben contar con la voluntad de la unanimidad de los Estados que comprende o, por lo menos, con una proporción sustancial de ellos, por ejemplo de los dos tercios o los tres cuartos. Dichos acuerdos no obligan a los pueblos directamente, sino a sus Gobiernos, y en cada uno de los Estados deberán a su turno promulgarse, según sus reglas específicas, las normas jurídicas que les den vigencia.

La experiencia demuestra que o las confederaciones se disuelven, como sucedió con la Confederación Perú-Boliviana de Andrés de Santa Cruz o con los sueños de Bolívar; o dan paso a un Estado federal; o, con menos frecuencia, incluso a un Estado unitario.

Ejemplo de estos cambios es la Gran Colombia, que reúne de 1819 a 1830 territorios hoy de Colombia, Venezuela, Panamá y Ecuador; en 1830, separados Venezuela y Ecuador se formó la República de Nueva Granada; ésta se transforma en 1858 en la Confederación Granadina, en 1863 en los Estados Unidos de Colombia y en 1886 en la República de Colombia, Estado unitario hasta hoy.

ESTADOS FEDERALES

163. Estado federal. Esencia. La fórmula federal de Estado se configura mientras tanto como la más auténtica expresión del constitucionalismo moderno y resulta del afán de los pueblos de dar cimiento a sociedades políticas mayores dentro del ánimo de aprovechar las ventajas que de ello redundan, pero sin sacrificar sino en el mínimo indispensable para el vigor del conglomerado más amplio así formado, la riqueza de la existencia, personalidad, idiosincrasia y acción propias de los cuerpos colectivos que se unen.

Tal fórmula se encuentra, sustancialmente, en el mantenimiento de la autonomía lograda, que coexiste con la participación de cada uno de los cuerpos integrantes, en su carácter de tales, en la estructuración del ente mayor y en la conducción y manifestación de la voluntad de éste.

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Se hallan, pues, dos tipos de poderes y aparatos gubernamentales: el que rige la sociedad unificada y el que dirige especialmente cada una de las sociedades autónomas que la constituyen.

La llamada soberanía interna muestra en el Estado federal una organización compleja, desde que se presenta en él un poder político que se proyecta sobre todas las colectividades reunidas y otra organización que se ejerce sólo en su ámbito espacial sobre cada una de ellas.

Existe, pues, en el Estado federal, tanto en el momento constituyente como en la acción del cuerpo constituido, un ordenamiento jurídico positivo que se aplica, por lo menos en ciertos aspectos, a todas las personas que habitan las distintas secciones que, con el nombre de provincias, estados, países, cantones, etc., integran el Estado Federal; y al mismo tiempo tantos ordenamientos jurídicos positivos propios como cada uno de estos integrantes, sistemas de derecho que restringen su vigencia a las personas que habitan dentro del ámbito espacial de la respectiva sección territorial, en cuanto a las materias no reservadas a la competencia del Estado federal, sino confiadas a la determinación de los cuerpos federados.

Así, pues, en el Estado federal tienen realidad, por una parte, tanto el Poder Constituyente de la Federación y los órganos constituidos que corresponden a las funciones esenciales establecidas por aquél para la Federación entera, con el fin de satisfacer para toda ella las tareas electorales, ejecutivas, legislativas, judiciales, de control, etc.; como también, por su parte, en cada una de las secciones territoriales autónomas que lo integran, su específico Poder Constituyente y las autoridades constituidas llamados en su ámbito geográfico a legislar, ejecutar, juzgar, etc. Hay, para el súbdito, una doble obediencia: la que presta al Estado mayor y la que debe al Estado menor a que también pertenece. Ambas obediencias no son, en principio, incompatibles porque se refieren a órbitas diversas en armonía.

"Federativo se aplica -según el Diccionario de la Real Academia- al sistema de varios Estados que rigiéndose cada uno de ellos por leyes propias, están sujetos en ciertos casos y circunstancias a las decisiones de un gobierno central". "Es -define Esmein- un compuesto de varios Estados particulares cada uno de los cuales conserva en principio su soberanía interior, sus propias leyes y su gobierno. Pero la nación entera, que comprende la población unida de los Estados particulares, haciendo abstracción de éstos, forma un Estado de conjunto o Estado federal, que posee también un gobierno completo y es siempre el fundamento mismo del Estado..." (ob. cit., t. 1, pág. 6).

En el Estado federal -explica Linares Quintana- "caso de descentralización política, las atribuciones políticas esenciales están distribuidas o repartidas en dos órdenes gubernativos diferentes: el gobierno central y los gobiernos locales, que coexisten armónica y coordinadamente dentro del mismo territorio: o sea, que las tendencias centrípeta y centrífuga se mantienen en un equilibrio más o menos perfecto" (Tratado..., t. VI, pág. 180).

Comparar la historia de la formación de los Estados federales modernos con el origen de los Estados unitarios ilustra elocuentemente la distinta naturaleza de unos y otros.

Algunas formas concretas de Estado unitario preceden en el tiempo al constitucionalismo clásico (Francia, España, etc.) y otras se presentan durante el período de extensión de tal fenómeno (Italia, la mayoría de los Estados Iberoamericanos, etc.).

164. Formación histórica de los Estados federales. Las formas concretas del Estado Federal hoy existentes no son, entretanto, anteriores al fenómeno constitucionalista, aunque sus raíces más o menos remotas se pueden rastrear con mucha anticipación, como en los casos de Alemania o Suiza.

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El modelo predominante será el norteamericano y la aureola de prestigio del federalismo se explica por la prosperidad y el vigor de la nación anglosajona.

Los Estados federales provienen, formalmente, ya de tratados celebrados, ya de constituciones establecidas por varias sociedades nacionales conducidas, en razón de circunstancias históricas, a estrechar sus recíprocos vínculos.

En el hecho, los Estados federales se presentan precedidos en el tiempo ora de confederaciones, como en los casos de Norteamérica, Suiza o Alemania, ora de Estados de tradición unitaria que juzgaron conveniente implantar tal forma de estructura, como ocurrió en América Latina, con Méjico, Venezuela, Brasil, Argentina y en ciertas épocas del pasado de Colombia.

Si prácticamente el Estado unitario se concibe fiel a su naturaleza jurídica tanto en la democracia como en el totalitarismo, los caracteres del Estado federal no pueden pensarse realmente vividos sino dentro de una efectiva democracia.

Si la Unión Soviética, Yugoslavia y otras potencias que se autocalificaban como democracias populares estructuradas a la sombra de la ideología marxista se proclamaban Estados federales, su tipificación abrió apasionantes problemas de doctrina referentes a la calidad de sus regímenes políticos, que incidieron tanto en determinar si, en verdad, eran democracias, como en establecer, en lo que aquí interesa, si se trataba realmente de Estados federales, mientras, a la inversa, nadie ha negado, por ejemplo, rango unitario a Estados dictatoriales gobernados al estilo de Napoleón o de Mussolini.

Por ser, en su principio mismo, un factor de democracia, cuenta el Estado federal con el siempre creciente favor de los pueblos.

El federalismo es, en esta hora del mundo, instrumento en que se cifran las esperanzas fervorosas no sólo de quienes buscan la formación de grandes colectividades políticas, a la medida del desarrollo científico y técnico de esta edad atómica, sino de quienes sueñan la comunidad internacional, si no totalmente unificada, por lo menos conformada sobre la base de pocas pero amplias constelaciones de potencias. La fórmula federal se busca hoy para resolver adecuadamente los problemas que plantea el pluralismo social en el seno de los Estados, a medida que se abandona la concepción individualista de la sociedad política y también, en la esfera internacional, para preparar el estrechamiento de vínculos de numerosas potencias que lleguen a organizar estos Estados-continentes a que se marcha en esta hora del mundo. El desarrollo de la Comunidad Europea -como veremos- ha ido concretándose en una serie de fórmulas que incluyen tipos de organización que se inspiran tanto en formas de asociaciones de Estados como en la tendencia a aprovechar los principios básicos del federalismo.

A pesar de ser Inglaterra, en su base insular, Estado unitario de constitución consuetudinaria, la Comunidad Británica de Naciones está formada por gran número de países de organización federal, como procuró serlo la comunidad gala dirigida por la Francia contemporánea. En la actualidad a Inglaterra se le presenta el complejo problema de mantener, al mismo tiempo, el unitarismo del gobierno peninsular, sus relaciones con los Estados sobre los que ejerce algún tipo de primacía, distribuidos en varios continentes, y la naturaleza y alcance de sus vínculos con la Unión Europea.

165. Federalismo y constitucionalismo. Al comenzar el análisis de los rasgos típicos del Estado federal conviene poner de relieve que el fenómeno federalista se acompaña siempre del constitucionalista, es decir, que no se presenta sin la existencia de normas positivas contenidas en un pacto celebrado o en un texto promulgado con valor de Ley Fundamental.

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Sobre tal premisa, los sistemas de relación entre el Estado federal y los Estados federados se pueden considerar, ya desde el punto de vista de la función constituyente, ya desde el de la composición y funcionamiento de los órganos establecidos por la voluntad organizante.

El Estado federal se rige, en efecto, por sus propias reglas fundamentales, al par que las tienen a su vez de tal índole cada uno de los cantones, países, Estados, etc., que se han reunido. La autonomía de las constituciones de éstos, es, en principio, amplia, o sea, llega hasta donde no se oponga esencialmente a la existencia del Estado Federal. Así, por ejemplo, en EE.UU. incluso el unicameralismo o bicameralismo del Parlamento es materia dejada a la libertad de las Constituciones estatales, aunque, en el hecho, sólo Nebraska tiene una sola Cámara. Hasta la dictación de la 17a enmienda (1913) cada Estado podía, asimismo, en Norteamérica escoger sus normas específicas incluso en lo relativo a la elección de los dos senadores que lo representaban en la Alta Cámara Federal. La garantía por parte de la Constitución federal del principio de libertad de decisión de los órganos constituyentes de cada Estado se acompaña, a veces, de excepciones expresas por las cuales se imponen celosas restricciones a la amplitud de las eventuales determinaciones de éstos.

La Ley Fundamental consagrante del estatuto básico de la Federación está llamada, pues, a fijar el cuadro institucional y las atribuciones de los órganos federales, así como a señalar la extensión de las facultades que conservan los miembros de la Federación en la dictación de su respectiva estructura y en la actuación de sus autoridades.

El pacto constitutivo o carta orgánica de la Federación refleja así la ecuación lograda en el propósito de formar un Estado con suficiente fuerza unitiva, pero que simultáneamente mantenga con amplitud la autonomía de los cuerpos que se han unido, e interesa a la Federación y a sus integrantes que tales bases fundamentales se impongan efectivamente en la actuación pública de aquélla y de éstos.

En otras palabras, la voluntad del constituyente federativo debe respetarse tanto por los órganos de la Federación como por las autoridades de los Estados federados, y los ordenamientos jurídicos deben proporcionar los medios que conduzcan a la consagración efectiva de la supremacía constitucional federal y al reconocimiento de la ineficacia de las normas y de los actos que se opongan a esa preeminencia.

Sobre tales presupuestos surgen o se introducen preceptos, órganos, tribunales y jurisdicciones encaminados a resolver los conflictos que suscite la necesidad del mantenimiento del sentido y alcance del sistema federativo implantado.

Y, por otra parte, la continuidad y permanencia de la regla constituyente del sistema federativo implica que ella no pueda ser alterada sino con intervención de todos los Estados que se han unido, de modo que se manifieste la voluntad concorde de introducir el cambio por decisión unánime o por lo menos de una mayoría sustancial de todos ellos. Esa intervención de los integrantes de la Federación, en su calidad de tales, se une, de ordinario, en los mecanismos de reforma constitucional, también a la consulta simultánea o sucesiva que se hace generalmente al electorado de la Federación entera tomado como órgano de expresión de la voluntad de la colectividad reunida.

166. Bases del equilibrio institucional. Pasando del continente al contenido del mecanismo que funciona en la estructura federativa, ha de subrayarse, en primer término, que en la organización de las instituciones de la Federación se busca la manera de equilibrar la necesidad de crear y mantener, por un lado, la energía y eficacia del Estado formado por la unión y, por otro, la libertad de los Estados que lo constituyen, haciendo que éstos participen, como tales, en la composición y en las determinaciones de los órganos federales. Esa forma se

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ha encontrado generalmente en la diversa estructuración de ambas Cámaras, llamada una a representar la unidad del Estado y destinada la otra a resguardar la diversidad de los cuerpos políticos asociados.

Casi siempre es igualitaria la representación de cada miembro de la Federación en la Cámara formada por sus delegados, como sucede en el tipo norteamericano, pero en otros regímenes es proporcional a ciertos factores. La Asamblea representativa de los Estados queda especialmente encargada de vigilar, en el orden internacional, el mantenimiento del equilibrio logrado, si a esta Cámara se le confía la misión esencial de aprobar los tratados que se celebren con otras potencias. La manera de designar al jefe del Estado por la ciudadanía de toda la Federación busca igualmente vigorizar la unidad de ésta ante la diversidad de sus integrantes.

167. Distribución de competencias. Como en el Estado federal hay pluralidad de ordenamientos jurídicos positivos, su ley fundamental debe señalar la forma de distribución de las competencias que caben respectivamente al Estado Federal y a los Estados federados.

Dos principios reguladores rigen la repartición de las atribuciones confiadas a la esfera de acción de uno y otros: o bien al Estado federal corresponden tan sólo aquellas materias que categórica y explícitamente se le atribuyen, quedando reservadas a la determinación de los Estados integrantes todas las que en términos expresos no se hayan confiado a aquél; o a la inversa, a éstos toca de modo exclusivo el conocimiento de los asuntos que en forma precisa se les entregan, en tanto que a los órganos de la Federación competen las funciones no específicamente enunciadas en el texto del pacto o de la ley fundamental organizativa.

Por otro lado, hay con frecuencia numerosas materias en que pueden disponer alternativamente la Federación o los Estados, primando en ellos el ordenamiento de la Unión desde el momento que en la esfera de competencia se produce determinación emanada de un órgano federal.

168. Ante el Derecho Internacional. Desde el punto de vista del Derecho Internacional, el Estado federal forma una sola personalidad jurídica y cualquiera que sea el cantón, país, estado, etc., a que pertenezca determinada persona natural o jurídica, tiene una sola nacionalidad, la del Estado federal.

Al señalar la esfera de competencia de la alta cámara, formada con representantes de los estados federales, se atribuye generalmente a ella, como expresión de la voluntad de los Estados integrantes, la facultad precisa de aprobar los tratados internacionales. Además, en algunas constituciones se otorga a cada uno de éstos, dentro de ciertos límites, la posibilidad de celebrar directamente tratados con potencias extranjeras.

En cuanto al sistema de nacionalidad, según el derecho interno del respectivo sistema federal, puede haber una sola para toda la federación, o la adquisición de nacionalidad en determinado Estado importar conjuntamente la de la nacionalidad federal.

Finalmente, se reconoce, en principio, a cada Estado la facultad de separarse de la Federación, pero este derecho de secesión, a pesar de ser explícitamente proclamado en la ordenación fundamental de muchos de los sistemas federativos, en la práctica, dada la desequivalencia de potencialidades, se transforma en una atribución ilusoria, a menos de provocar una guerra civil o internacional.

169. Organización de las autoridades federales: autonomía y participación. La Federación tiene, pues, su propio Poder Constituyente y además, para la marcha estatal, los órganos nacionales que, establecidos por aquél, ejercen las diversas funciones gubernamentales con

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alcance para todo el ámbito que encierra el conjunto de los diversos Estados. Hay, pues, legislación ejecución, administración y jurisdicción federales.

La acción de ordenamiento jurídico de la Federación puede hacerse sentir directa o inmediatamente, sin necesidad de nuevas aprobaciones o promulgaciones, ya por medio de los órganos específicos que están en la cabeza del Estado Federal, formando a veces un distrito especial exento de la jurisdicción de los integrantes de la asociación estatal, en que se encuentra la ciudad metropolitana, sometido al imperio exclusivo suyo; ya por medio de órganos de los Estados federados; ya, en fin, a través de agencias especiales que actúan subordinadas a las respectivas centrales federales en el seno mismo de los Estados que forman la Federación.

Si determinado miembro integrante (país, estado, cantón, etc.) no respeta el ordenamiento jurídico de la Federación, la voluntad del poder que en ella se ejerce provoca la necesidad de una intervención destinada a doblegar la rebelión surgida en dicho Estado, a fin de obtener que su acción se ajuste al marco del sistema implantado.

Dos principios esenciales rigen el federalismo y en la combinación de ambos estriba la peculiaridad de esa forma organizativa, ya se aplique a las asociaciones de Estados, ya a cualquiera índole de colectividades. Estos principios básicos son, por un lado, la autonomía que, en cierta esfera, se deja o concede a cada uno de los entes que unidos constituyen la federación y, por otro lado, la participación que se les otorga en la determinación de la voluntad y acción del Estado federal.

Si sólo se observa autonomía, se tratará, según corresponda, de desconcentración o de descentralización administrativa. Para que se presente federalismo estatal es indispensable que las colectividades autónomas componentes de la organización mayor estén en condiciones de formar e influir en la formación de la voluntad que se expresa a nombre de ésta.

170. La capital federal. La organización de los Estados Federales presenta el problema de la elección y estatuto jurídico de la capital.

La Constitución de Filadelfia da al Congreso el poder exclusivo de legislar, en cualquiera materia, sobre tal distrito (que no pase de diez millas cuadradas) que pueda convertirse, en virtud de cesión de algunos Estados y aceptación del Congreso, en la sede del Gobierno de los Estados Unidos (Nº 17, sec. VIII).

El Estado de Maryland cedió en 1791 el Distrito de Columbia, la superficie que encierra la ciudad de Washington, cuyos ciudadanos sólo tienen derecho a participar en las elecciones de Presidente y Vicepresidente, como se estableció en la enmienda 23a, de 1961.

El problema fue mucho más difícil de resolver en la Argentina y duró desde 1853 hasta 1880, año en que por fin aceptó la provincia de Buenos Aires, para que ésta fuera la capital de la República, ceder la superficie de la ciudad, estableciéndose en La Plata la capital de la Provincia. Tal como en Estados Unidos los poderes nacionales se ejercen directamente sobre la ciudad capital, pero sus ciudadanos eligen representantes a las asambleas legislativas federales, y el gobierno mismo de la ciudad, desde 1956, se desarrolla no sólo por un Intendente Municipal, designado por el Presidente de la República, sino por un Consejo Deliberante de elección popular.

Ciudad de Méjico es la capital del Estado federal de su nombre y de trasladarse a otro lugar se erigirá el Estado del Valle de Méjico. Mientras tanto, el distrito es gobernado por el Presidente en la forma que determina la ley (Const. de 1917).

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En Brasil, como en Méjico, el distrito federal elige representantes a los poderes nacionales, es gobernado por un prefecto nombrado por el Presidente de la República con el acuerdo del Senado y tiene una Cámara elegida por el pueblo, con funciones legislativas, Río de Janeiro pertenece al Estado de Guanabara. La Constitución de 1946 previó la transferencia de la capital al plano central del país y así se creó, por ley de 1956, el nuevo distrito federal de Brasilia, a unos mil kilómetros al noroeste de Río de Janeiro, donde se halla actualmente la capital. La Constitución de 1988 establece que Brasilia es la capital federal (art. 18, párrafo 1) y que el distrito federal se rige por una ley orgánica, votada en las condiciones que determina, y atendidos los principios establecidos en la Constitución (art. 32).

FEDERALISMO NORTEAMERICANO

171. Federalismo norteamericano. Con motivo de los fracasos del sistema confederativo que le precedió (1781-1787), y después de un largo debate jurídico-político, los fundadores de la República Norteamericana creyeron descubrir la fórmula de equilibrio entre las pretensiones, aparentemente opuestas, de la Unión que deseaban formar y de los Estados dispuestos a agruparse en la Constitución de Filadelfia de 1787.

La creación lograda alcanzó manifiesto éxito y éste cimentó su prestigio e inspiró generalizado afán de imitación, abrigado con frecuencia sin el debido análisis de los factores determinantes del resultado favorable de la solución que adoptaron las antiguas colonias inglesas.

La Constitución de Filadelfia se ha conservado en forma substancialmente inalterable, puesto que, si ha sido objeto de veintiséis enmiendas, la mayoría de éstas persiguen afirmar libertades e igualdades, y las que se relacionan con el marco institucional no alcanzan los aspectos básicos de su concepción federal, cristalizada en el solemne texto inicial.

En cuanto a la organización de los poderes, robusteciendo una pronunciada separación de las tres funciones clásicas, forma el Departamento Legislativo la Cámara de Representantes, elegida, en proporción a los habitantes de cada Estado, por su electorado, y el Senado, compuesto de dos miembros por cada Estado, cualquiera que sea su respectiva población; actualmente 435 representantes y 100 senadores.

De este modo, en el proceso legislativo colaboran el punto de vista de la unión reflejada por la ciudadanía de la Federación entera, y el de los Estados componentes de aquélla, equilibrados en su influencia en razón de que el más rico y poblado tiene en el Senado la misma representación que el más deshabitado y pobre.

Se refuerza la participación de los Estados mediante la facultad que tiene el Presidente de los Estados Unidos de concluir tratados con el consejo y consentimiento del Senado, siempre que reúnan en su favor la adhesión de los dos tercios de los Senadores presentes (Art. II, sec. 2ª).

El Departamento Ejecutivo se confía al Presidente, elegido junto con el Vicepresidente, por cuatro años, mediante elección indirecta (Art. II, sec. 1a).

Se entrega el Poder Judicial a una Corte Suprema y a Cortes inferiores cuyo establecimiento el Congreso puede ordenar a medida de las necesidades. La ley ha integrado la Corte Suprema por nueve miembros y requiere el quórum de seis para que tome sus decisiones (Art. III, sec. 1a).

Para la repartición de competencias entre la organización federal y la de los Estados, la Constitución determina el ámbito de poder del Congreso, enunciando las atribuciones de éste, y establece para los Estados integrantes diversas prohibiciones, como, por ejemplo, la de no

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poder celebrar tratados, concluir alianzas o confederaciones (ver secc. 8 y 10 del Artículo Primero).

La enmienda X (1791) sentó la regla de que "los poderes que no se delegan a Estados Unidos por la Constitución o que ella no rehúsa a los Estados, se reservan respectivamente a los Estados o al pueblo".

La Constitución extiende el Poder judicial federal fundamentalmente:

a) A todos los casos de derecho y de equidad que puedan producirse bajo el imperio de la misma Constitución, de las leyes de los EE.UU. o de los tratados concluidos o que se concluyen bajo su autoridad. Estas controversias quedan, entonces, al margen de la jurisdicción de la magistratura de los Estados componentes.

b) A los litigios en los cuales el gobierno de EE.UU. es parte demandante o demandada; y

c) A los litigios entre dos o más de los Estados que forman la Federación; entre un Estado y los ciudadanos de otro Estado; entre los ciudadanos de un mismo Estado que reclaman tierras en virtud de concesiones hechas por diferentes Estados; y entre un Estado o sus ciudadanos y Estados, ciudadanos o súbditos extranjeros (ver Art. III, sec.1a).

Tales son los rasgos sobresalientes del sistema federal en la Constitución de 1787, la cual deja a los Estados libertad para establecer, dentro de sus bases, sus respectivas leyes fundamentales, sin perjuicio de las determinadas limitaciones que a éstas ella misma impone. Así, por ejemplo, EE.UU. garantiza a cada Estado una forma republicana de gobierno (sección 4 del art. IV). El derecho de sufragio federal no puede rehusarse o restringirse ni por EE.UU. ni por ningún Estado, por motivos derivados de la raza, color o situación de anterior servidumbre (enmienda XV - 1870); el derecho de sufragio federal no puede tampoco ser rehusado o limitado en razón de sexo ni por los EE.UU. o por cualquiera de los Estados (enmienda XIX-1920), etc.

No se olvide que, en cierta forma y sin modificación de texto, se consagró la imposibilidad para un Estado de separarse de la Federación.

Con posterioridad a la Guerra de Secesión, en 1869, la sentencia Texas versus White confirmó que ningún Estado puede separarse de la federación, porque "La Constitución en todas sus disposiciones busca una unión indestructible, compuesta de Estados indestructibles".

La Constitución de 1787 preveía que nuevos Estados se admitieran a la Unión por el Congreso, pero prohibía formar o erigir un nuevo Estado sometido a la jurisdicción de ningún otro de ellos o que se formara un nuevo Estado de la reunión de dos o varios Estados o partes de Estado, sin el consentimiento tanto de las legislaturas de los Estados interesados como del propio Congreso Federal (sección 3 del art. IV).

A fin de resguardar la fijeza de la Constitución Federal y de la ecuación vertida en ella, son difíciles los procedimientos de su reforma y ellos aseguran la intervención de los Estados, según los detalles que al tratar de la materia se consignan.

La práctica de la Constitución precisó, completó y también varió su significado literal.

Exigiría el recuerdo de la ya larga historia de EE.UU. explicar cómo las trece antiguas colonias inglesas del Atlántico se fueron convirtiendo con la admisión de Hawai en 1959 en los 50 Estados que hoy forman la Federación, asociada, a su turno, con el Estado de Puerto Rico.

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Los vínculos, poco estrechos al comienzo, paulatinamente se consolidaron, y se logró en creciente grado el propósito, expresado en el preámbulo, "de formar una unión más perfecta".

La facultad que antes de veinte años de vigencia de la ley fundamental reconoció la Corte Suprema al Poder Judicial de declarar que determinada ley se opone a la Constitución, permitió dar eficacia al equilibrio trazado en ella entre la Unión y los Estados federados.

El ejercicio de sus atribuciones por la Corte Suprema se dirigió, alternativamente, según las diversas épocas, o a fortalecer los vínculos unitivos o a sostener los derechos de los Estados, hasta que los acontecimientos de la Guerra de Secesión extirparon todo temor de que en adelante alcanzara sentido separatista la continua invocación a las prerrogativas estatales.

Numerosas circunstancias contribuyeron a inclinar la evolución del federalismo estadounidense hacia el robustecimiento de las facultades de los órganos de la Unión. La conveniencia de hacer expedito el comercio entre los diversos Estados, de responder a los avances de la técnica y a los nuevos conceptos intervencionistas, principalmente en el orden de las relaciones económico-sociales, fueron creando un ambiente cada vez más favorable a la extensión de las facultades de los departamentos federales.

La tremenda crisis económica desencadenada en 1929, que provocó en el pueblo norteamericano los hondos sufrimientos inherentes a la desocupación en gran escala, generó súbitamente una modificación sustancial de su mentalidad colectiva, cambio manifestado en el abandono, por vastos sectores, de sus convicciones favorables al ideal de liberalismo económico, que había contribuido, indudablemente, a su formidable expansión, pero que se mostraba ahora insuficiente para mantener la plena ocupación y la seguridad social.

Franklin Délano Roosevelt llegó al solio presidencial en marzo de 1933 dispuesto a levantar a la nación del abismo en que se había sumido, a base de una postura dinámica, expresada en la adopción de medidas enérgicas y eficaces, aplicadas en la esfera de los negocios y de la actividad laboral, que contradecían la convicción tradicional de la misión limitada y quieta del poder político, predominante hasta entonces.

Diversas leyes concretaron en reglas positivas el New Deal pero, examinadas por la Corte Suprema, fueron por ella consideradas contrarias a la Constitución.

Desde esa época, y aún sucediéndose administraciones de tienda política opuesta, la federación estadounidense camina hacia una forma de Estado más inclinada al fortalecimiento del poder federal.

Tal modificación de criterio queda definitivamente expresada a partir de 1937 cuando la Corte Suprema cambiando su criterio contrario al New Deal, valida la National Labour Relation Act, las leyes de Seguridad Social, del mercado de carbón y sobre la organización de la Agricultura.

Esta nueva jurisprudencia pone fin a lo que se llamaba Dual Federalisme que se interpretaba como el reconocimiento de una doble soberanía, ya de la Federación, ya de los Estados miembros, en el dominio que respectivamente se les había reconocido.

Dentro de esta tendencia se han podido establecer, por el Congreso o la Administración federal, determinados regímenes uniformes para todos los Estados en aspectos económico-sociales u otros de la vida colectiva; se ha pedido a los Estados el uso de su autónomo poder de reglamentación en una forma coincidente; o bien se proporcionan con cargo a los fondos federales subvenciones para ciertas actividades que sólo pueden aprovechar los Estados que se sujetan a los requisitos contemplados por la legislación federal, etc.

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Muestra de la flexibilidad que presenta el federalismo norteamericano es el establecimiento, por ley de 1933, de una autoridad especial para el valle del Tennessee, compuesta por tres directores nombrados por el Presidente con el acuerdo del Senado, que se ejerce sobre una superficie de 41. 000 millas cuadradas, comprensiva de territorio perteneciente a siete Estados, para el control del curso del río, mantenimiento de la navegación, transmisión y venta del potencial eléctrico y desarrollo y producción de fertilizantes y municiones. El resultado del experimento ha significado el desarrollo portentoso de una región que se hallaba en la más profunda depresión.

FEDERALISMO SUIZO

172. Federalismo suizo. Al seguir manifiestamente la huella del modelo norteamericano, la Confederación Suiza, "queriendo afirmar la alianza de los Confederados y mantener y acrecentar la unidad", dicta la Constitución federal de 29 de mayo de 1874, haciendo una reforma total de la de 1848.

Se constituye mediante la unión de 22 "cantones", o sea, de 19 "cantones" y de 6 "medio cantones", y posee cuatro lenguas nacionales.

En la organización de los poderes hay que considerar que la autoridad suprema se ejerce por la Asamblea Federal compuesta de dos secciones: El Consejo Nacional, formado por diputados del pueblo suizo, elegidos a razón de uno por cada 22. 000 almas y fracción que no baje de 11. 000 (actualmente su número es de 212) y el Consejo de los Estados formado por 44 diputados, es decir, a razón de dos por cada cantón.

La autoridad directiva y ejecutiva superior reside en el Consejo Federal, integrado por siete miembros que duran cuatro años, elegidos por la Asamblea Federal, la cual designa también cada año, entre ellos, a un Presidente y a un Vicepresidente.

El Tribunal Federal se compone de miembros elegidos, asimismo, por la Asamblea Federal, tomando en consideración que sean representadas en él las lenguas oficiales de la Federación.

La pauta de distribución de competencias se consigna en el artículo 3º: "Los cantones son soberanos en cuanto su soberanía no está limitada por la Constitución Federal", y, "como tales, ejercen todos los derechos que no son delegados al poder federal".

El Tribunal federal conoce de las diferencias entre la Confederación y los Cantones, entre la Confederación y los particulares, de los Cantones entre sí, y de los Cantones con los particulares (art. 110-113, etc.). Sin embargo, no está facultado para declarar la inconstitucionalidad de las leyes federales, sino tan sólo las de los Cantones.

La Confederación garantiza a los cantones sus propias constituciones, con tal de que no contengan nada contrario a la Constitución Federal; aseguren el ejercicio de los derechos políticos según las formas republicanas, representativas o democráticas; y hayan sido aceptadas por el pueblo y puedan ser revisadas cuando la mayoría absoluta de los ciudadanos lo pida (arts. 3, 5, 6).

Se prohíbe toda alianza particular y todo tratado de naturaleza política entre los cantones, pero, excepcionalmente, los cantones conservan el derecho de celebrar tratados sobre determinadas materias, entre ellos y con los Estados extranjeros, sobre objetos concernientes a la economía pública, las relaciones de vecindad y de policía; sin embargo, estos tratados no deben contener nada contrario a la Confederación o a los derechos de los otros cantones (arts. 7, 8 y 9).

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El predominio de la Asamblea Federal, la forma colegiada de su Ejecutivo y la amplitud con que se consagran las expresiones de la democracia directa, incluso en el orden constituyente, dan fisonomía propia al federalismo suizo.

Las reformas constitucionales sólo entran en vigor cuando han sido aceptadas por la doble mayoría de los ciudadanos y de los Estados.

La Constitución suiza ha sido objeto frecuentemente de reformas, tendientes casi todas a vigorizar las atribuciones de la federación y en tal sentido ha evolucionado su sistema jurídico en medio de las vicisitudes de las crisis económicas y de las guerras mundiales.

FEDERALISMO ALEMÁN

173. Federalismo alemán. Prescindiendo de las confederaciones que la precedieron, desde que se hace la unidad en el siglo XIX, tres sistemas jurídicos han regido al Estado de Alemania: el primero desde su consolidación en la Carta del 16 de abril de 1871 hasta el término de la guerra mundial 1914-1918; el segundo, contenido en la Constitución de Weimar de 1919; y el tercero, en la actual ley fundamental de Bonn del 23 de mayo de 1949.

En el primer período se consagró el predominio de Prusia, que había sido la potencia aglutinante, cuyo Rey era el Emperador de Alemania y su Ministro el Canciller Imperial y, por ello, la Asamblea elegida por la población, Reichstag, no gozaba de la influencia reconocida a la Cámara de los Estados, Bundesrat, en la que Prusia expresaba, entre tanto, claro predominio.

En la Constitución de Weimar se mencionaban minuciosamente las competencias de la Federación y de los Estados. Desapareció la importancia determinante del Bundesrat, reemplazado por el Reichrat y, con ella, terminó el predominio político prusiano.

Después del paréntesis de Hitler (1933-1945) y de la ocupación del territorio por las cuatro mayores potencias victoriosas, se dictó la ley fundamental de Bonn (1949), que rigiera la República Federal de Alemania y ahora lo hace respecto de la Alemania unificada, que es un cuerpo jurídico político denso y copioso.

Es pertinente recordar que, abiertas las fronteras entre la Alemania Occidental y la República Democrática de Alemania, el 9 de noviembre de 1989, y luego de celebradas elecciones a la Asamblea Popular de la última, ésta aprobó su adhesión a la República Federal de Alemania el 23 de agosto de 1990, suscribiéndose el tratado de unificación el 31 del mismo mes y consumándose la incorporación el 3 de octubre siguiente. Los estados de Brandeburgo, Mecklemburgo-Pomerania Occidental, Sajonia, Sajonia-Anhalt y Turingia pasaron a ser estados federados de la República unida, designándose capital a Berlín y extendiéndose, con algunas modificaciones, a todo el territorio la ley fundamental de 1949, cuyas bases se mantienen.

En cuanto a organización constitucional, establece una Dieta Federal (Bundestag), formada de diputados elegidos por sufragio universal, y un Consejo Federal (Bundesrat), compuesto de miembros nombrados y revocados por los gobiernos de los países, cuya representación es de tres, cuatro o cinco miembros, según su respectiva población.

El Presidente Federal (Bundespräsident) se elige por Asamblea Federal constituida por los miembros de la Dieta (Bund) e igual número de integrantes elegidos cada cinco años, según el sistema proporcional, por los Parlamentos de los países. El Gobierno Federal se compone del Canciller, elegido por la Dieta a propuesta del Presidente Federal, y por los Ministros, nombrados y revocados por el Presidente a proposición del Canciller Federal.

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La facultad de administrar justicia compete al Tribunal Constitucional Federal, al Tribunal Federal Supremo, a los tribunales federales previstos y establecidos en la ley fundamental y a los tribunales de los países. El Tribunal Constitucional Federal se compone de jueces federales y otros miembros y se elige mitad por la Dieta y mitad por el Consejo Federal, entregándose a la ley reglar su constitución y procedimiento y determinar los casos en que sus decisiones tienen fuerza de ley.

Numerosas normas reglamentan la distribución de las competencias entre el Estado federal y sus miembros. Fundamentalmente "el ejercicio de las prerrogativas y el cumplimiento de las tareas estatales pertenece a los países en toda la medida en que la presente ley fundamental no decide o no permite que se decida en forma diferente" (art. 30), pero "derecho federal prevalece sobre derecho del país" (art. 31).

Estos principios se proyectan detalladamente en los aspectos legislativo, ejecutivo y judicial.

El derecho de legislación pertenece a los países en la medida en que la ley fundamental no confiere poderes legislativos a la Federación. La Constitución determina al efecto las materias de legislación exclusiva de la Federación (arts. 71 y 73) y de legislación concurrente entre ésta y los países (arts. 72 y 74). Así, por ejemplo, en asuntos de legislación concurrente, los países tienen la facultad de legislar en cuanto y mientras la Federación misma no haya usado a su turno de su derecho, y a ésta por su parte corresponde ejercerla en la medida en que los países separadamente no podrían hacerlo de una manera eficaz, o podrían lesionar los intereses de otros países o de la colectividad entera, o lo exija el mantenimiento de la unidad jurídica o de la unidad económica, en particular el de la uniformidad de las condiciones de vida por sobre los límites territoriales de un solo país (art. 72).

En orden al cumplimiento de las leyes, se consagra la regla de que siempre que la ley fundamental no resuelva o no permita decidir otra cosa, la ejecución de las leyes federales pertenece a los Países a título de atribución propia y determinándose también por ella las bases de esta forma de ejecución (arts. 83 y 84). La Constitución fija, además, las condiciones en que los países ejecutan las leyes federales por delegación de la federación misma (art. 85). Se enuncian también los casos y la forma en que la federación ejecuta las leyes por medio de administraciones federales o de corporaciones o instituciones de derecho público que derivan inmediatamente de la federación (arts. 86 a 91).

En la esfera jurisdiccional, el Tribunal Constitucional Federal estatuye sobre la interpretación de la ley fundamental; en caso de divergencias de opiniones o dudas sobre la compatibilidad formal y material ya del derecho federal o del derecho de los Países con la ley fundamental, ya del derecho de los Países con otro elemento del derecho federal; en caso de divergencias de opiniones relativas a las obligaciones de la Federación y de los países; sobre los otros litigios de derecho público entre la Federación y los países; y entre varios Países o en el interior de un País, en la medida en que no exista para ellos otra vía jurídica (art. 93).

Respecto del Poder Constituyente de los miembros de la Federación, el art. 28 establece que "el orden constitucional de los Países debe ser conforme con los principios del Estado de Derecho republicano, democrático y social en el sentido de la presente ley fundamental. En los Países, los distritos y las comunas, el pueblo debe tener una representación emanada de elecciones, a base de sufragio universal, directo, libre, igual y secreto. En las comunas, la Asamblea de sus ciudadanos puede reemplazar al cuerpo electivo". La Constitución garantiza también la conformidad del orden constitucional de los países con los derechos fundamentales (art. 28).

La Constitución de 1949 no contiene normas sobre su modificación. Se limita a expresar que deberá adoptarse por los Parlamentos de los dos tercios de los países en que deba primero

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aplicarse (art. 144) y que cesará de regir el día en que entre en vigor una Constitución que el pueblo alemán haya adoptado por libre decisión.

FEDERALISMO RUSO

174. Federalismo ruso. Con el fin de suceder al Estado vigorosamente centralista y autocrático de los zares, el régimen de la Unión Soviética se inclinó a establecer una federación ya desde la Constitución de julio de 1918, presidida por la Declaración de los Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado, que redactara Lenin. El federalismo se confirma en la ley fundamental de 13 de enero de 1924 y se ratifica en la Constitución de 5 de diciembre de 1936.

Con posterioridad a la primera edición de esta obra, el sistema soviético ha pasado por diversas etapas que es del caso mencionar. Khruschev (1953-1964), haciendo una fuerte crítica a Stalin, caracteriza su gestión por una clara apertura a Occidente. Le sucede Brezhnev, quien dirige de 1964 a 1982 con un sentido de reacción autoritaria, dictándose en su período la Constitución de 4 de octubre de 1977. La sucesión en la Jefatura va correspondiendo sucesivamente a Andropov (1982-1984) y luego a Tchernenko (1984-1985). En este último año asume Mijail Gorbachov, cuyo pensamiento político lo precisa más adelante en una obra que titula La Perestroika, cuyo concepto resume como "conjunto de profundas medidas económicas, sociales, políticas y culturales que conciernen a todos los sectores de la población y presuponen su participación activa", e impulsa una renovación que sintetiza con el término Glasnot, que enuncia la transparencia y publicidad que él estima debe caracterizar el ejercicio del mando. Bajo la influencia de Gorbachov, la Carta de 1977 vino a ser profundamente modificada el 1º de diciembre de 1988.

Después de la caída del Muro de Berlín (1989) se produce una discrepancia interna en el seno del Partido Comunista, causa de una crisis en la que Gorbachov es reemplazado por Boris Yeltsin, quien es elegido Presidente el 12 de junio de 1991, con el 57,3% de los sufragios.

Los acontecimientos recordados llevan a la disolución de la Unión Soviética, de la cual se retiran Ucrania, Georgia y Armenia, y a la completa separación también de los Países Bálticos.

La nueva Carta Política, promulgada el 12 de diciembre de 1993, fue precedida por un tratado federal de 31 de marzo de 1992 y seguida a su vez por un nuevo acuerdo, de 8 de diciembre de 1995, que estatuye la Mancomunidad de Estados Independientes (MEI).

Sinteticemos las reglas fundamentales de la Carta de 1993 en cuanto definen el sistema federal de Estado. La Federación Rusa, Rusia, es un Estado democrático federal de derecho, regido por su sistema de gobierno republicano (art. 1). La soberanía de la Federación Rusa es válida en todo su territorio; la Constitución de la Federación y leyes federales tienen superioridad en todo el territorio (art. 4); y está formada por repúblicas, territorios, regiones, ciudades de significado federal, regiones autónomas y comarcas autónomas, sujetos iguales en derecho de la Federación; la república-Estado tiene su Constitución y legislación, en tanto las demás secciones, su status y legislación (art. 5 Nos 1 y 2). La organización está basada en su integridad territorial, unidad del sistema de poder estatal, división de las competencias y atribuciones entre los órganos y en la igualdad de derechos y autodeterminación de los pueblos (art. 5 Nº 3). El poder estatal lo ejerce el Presidente de la Federación, la Asamblea Federal, el Consejo de la Federación y Duma del Estado, el Gobierno y el Tribunal (art. 11). Se fijan, respectivamente, las competencias que incumben a la Federación (art. 71), las que corresponden conjuntamente a la Federación y a los entes territoriales (art. 72) y se establece que los componentes de la Federación gozarán de plenitud de poder, salvo en cuestiones de la incumbencia de la Federación o atribuciones de ésta relacionadas con la competencia conjunta de la Federación y de sus componentes (art. 73). El Jefe de Estado es el Presidente de la Federación, elegido directamente cada cinco años. El Parlamento está constituido por dos

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Cámaras: el Consejo de la Federación y la Duma del Estado. El Consejo está integrado por dos representantes de cada una de las 89 secciones que conforman la Federación. La Duma se forma por 450 integrantes elegidos directamente por la ciudadanía, 225 a escala nacional e igual número a escala local, con representación proporcional para la distribución de los primeros, y a base mayoritaria, sin segunda vuelta, para los segundos.

El Presidente Yeltsin terminó su período en junio de 1996 y fue reelegido. La Duma se eligió por primera vez el 17 de diciembre de 1995.

Por gran mayoría, el 15 de marzo de 1996, la Duma ha puesto en duda la validez del tratado ya mencionado que dio origen al MEI y ratificó los resultados del referéndum de 17 de marzo de 1991, en el que quince repúblicas habían manifestado su propósito de mantener la U.R.S.S.

FEDERALISMO LATINOAMERICANO

175. Federalismo latinoamericano. En América Ibérica, cercana geográficamente y sometida en mayor o menor grado, según la vicisitud histórica del continente o de cada uno de sus países, a la influencia estadounidense, numerosas naciones han procurado imitar la forma federativa que caracteriza la organización estatal de la República del Norte. Se conocen, por ejemplo, los Estados Unidos de Colombia de 1863 a 1886.

El federalismo, por lo menos como cuadro formal del Estado, logró consolidarse en Argentina, Brasil, Méjico y Venezuela.

El sistema federal en estos países latinoamericanos ha sido en gran parte artificial, por cuanto se estableció sobre la base de unidades ya existentes en los siglos de la dominación española, con escasísima experiencia cívica, débil desarrollo económico y poca diversidad de fisonomía colectiva en razón de numerosos factores de homogeneidad, es decir, en condiciones profundamente diversas a las que condujeron a la formación de los Estados Unidos de Norteamérica.

Así se explica que, a pesar de la letra de los textos constitucionales, en el hecho se haya vivido en la mayoría de esos países Estados unitarios con aparentes formas federales. Sólo en el Brasil pueden tal vez hallarse características regionales suficientemente pronunciadas como para explicar una organización federal. El federalismo argentino ha sido tan poco efectivo que, a la primera muestra de autonomía de alguna de sus provincias, ha correspondido de inmediato la designación de interventores del Gobierno federal encargados de reprimir con energía las muestras de autonomía del sistema político local.

FEDERALISMO ARGENTINO

176. Federalismo argentino. El federalismo argentino fue trazado en 1853 y completado en 1860, 1866 y 1898, con mucha fidelidad al norteamericano. En 1957 se restablecen el texto de 1853 y sus reformas; desaparece así el de 1949 y al de 1853 se da nuevo texto en 1994.

Las autoridades que ejercen el Gobierno federal residen en la ciudad que se declare Capital de la República por una ley especial del Congreso, previa cesión hecha por una o más legislaturas provinciales, del territorio que haya de federalizarse (art. 3º). Las provincias conservan todo el poder no delegado al Gobierno federal y el que expresamente se haya conservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación (art. 121). Cada provincia dicta su propia constitución bajo el sistema representativo republicano de acuerdo con los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional y que asegure su administración de justicia, su régimen municipal, y la educación primaria, debiendo garantizar la autonomía municipal y reglando su alcance y contenido en el orden institucional, político, administrativo, económico y financiero

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(arts. 5 y 123). El Gobierno federal interviene en el territorio de las provincias para garantir la forma republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores; y a requisición de sus autoridades constituidas, para sostenerlas o restablecerlas, si hubieren sido depuestas por la sedición o por la invasión de otra provincia (art. 6). Las provincias podrán crear regiones para el desarrollo económico y social y establecer órganos con facultades para el cumplimiento de sus fines y podrán también celebrar convenios internacionales en tanto no sean incompatibles con la política exterior de la Nación y no afecten las facultades delegadas al Gobierno federal o el crédito público de la Nación; con conocimiento del Congreso Nacional. La ciudad de Buenos Aires tendrá el régimen que se establezca a tal efecto (art. 124). Las provincias pueden celebrar tratados parciales dentro de ciertos límites (arts. 125 y 126).

El Presidente de la Nación Argentina y el Vicepresidente serán elegidos en doble vuelta y distrito único por el pueblo (art. 94). El Congreso se compone de una Cámara de Diputados integrada por representantes elegidos por el pueblo de las provincias, de la ciudad de Buenos Aires y de la capital en caso de traslado (art. 45) y de un Senado compuesto por tres miembros por cada provincia y tres por la ciudad de Buenos Aires, elegidos en forma directa y conjunta, correspondiendo dos bancas al partido más votado y la otra al que le sigue (art. 54).

FEDERALISMO MEXICANO

177. Federalismo Mexicano. "Es voluntad del pueblo mejicano -dice el art. 40 de la Constitución del 5 de febrero de 1917- constituirse en una República representativa, democrática, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental". "El pueblo ejerce su soberanía -agrega el art. 41- por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los Estados en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal y las particulares de los Estados, las que en ningún caso podrán contravenir las estipulaciones del Pacto Federal".

La Constitución precisa numerosas bases para la organización política y administrativa de los Estados (art. 115); a ellos les prohíbe diversos actos (arts. 116, 117, 118, etc.), y el sistema de garantías individuales está consagrada con vigencia para la Federación y los Estados (Títulos I y VII).

Las facultades que no están expresamente concedidas por la Constitución a los funcionarios federales, se entienden reservadas a los Estados (art. 124).

Los poderes de la Unión tienen el deber de proteger a los Estados en caso de sublevación o de trastorno interior siempre que sean excitados por la Legislatura del Estado, y por su Ejecutivo, si aquélla no estuviera reunida (art. 122).

Los poderes de la Unión se organizan según el modelo clásico federal, siendo directa la elección del Presidente de la República. Los tribunales de la Federación resuelven toda controversia que se suscite por leyes o actos de autoridad que violen las garantías individuales, por leyes o actos de la autoridad federal que vulneren o restrinjan la soberanía de los Estados y por leyes o actos de éstos que invadan la esfera de la autoridad federal (art. 103); pero corresponde sólo a la Corte Suprema, cuyos miembros son nombrados por el Presidente con aprobación de la Cámara de Senadores (art. 96), conocer de las que surjan entre dos o más entidades, entre los Poderes de un mismo Estado sobre la constitucionalidad de sus actos y de los conflictos entre la Federación y uno o más Estados, así como de aquellas en que la federación fuese parte (art. 105).

FEDERALISMO VENEZOLANO

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178. Federalismo Venezolano. En Venezuela, al dictarse la Constitución del 23 de enero de 1961, se debatió si resultaba conveniente mantener la forma federal. "Federación, en unas partes -concluyó la Exposición de Motivos de las Comisiones Especiales Informantes- significó la integración de unidades dispersas para formar un todo armónico; federación en los países de América Latina significó a veces la disgregación de una unidad en comunidades locales. Pero federación en Venezuela, propiamente hablando representa un sistema peculiar de vida, un conjunto de valores y sentimientos que el Constituyente está en el deber de respetar, en la medida en que los intereses de los pueblos lo permitan".

Por eso, "la República de Venezuela es un estado federal en los términos consagrados por esta Constitución" (art. 2).

El territorio se divide en Estados, autónomos e iguales como entidades políticas; el Distrito Federal y los Territorios Federales, estructurados por leyes orgánicas, y Dependencias federales, porciones no comprendidas en las demás, cuyo régimen y administración serán establecidos por la ley. Los Estados podrán fusionarse, modificar sus límites y acordarse compensaciones o cesiones de territorios mediante convenios aprobados por sus Asambleas Legislativas y ratificados por el Senado (arts. 9, 10 a 16).

En cuanto a distribución de competencias, se precisa tanto la del Poder Nacional (art. 136), como la de cada Estado (art. 17). Pertenece a cada Estado todo lo que no corresponda, de conformidad con la Constitución, a la competencia nacional o municipal (art. 17 Nº 7), sin perjuicio de que el Congreso, por el voto de las dos terceras partes de los miembros de cada Cámara, podrá atribuir a los Estados o a los municipios determinadas materias de la competencia nacional a fin de promover la descentralización administrativa (art. 137).

Respecto de la organización de los poderes nacionales, el Ejecutivo se confía a un Presidente de la República elegido en votación directa; y el Legislador a dos Cámaras, la de Diputados, elegidos por la población, y el Senado, compuesto no sólo de dos Senadores por cada Estado y por el Distrito Federal, sino además por los senadores adicionales "que resulten de la aplicación del principio de la representación de las minorías según establezca la ley" y por ex Presidentes de la República que hayan ejercido más de la mitad de su período (arts. 148, 151, 181, 183).

A la cabeza del Poder Judicial se encuentra una Corte Suprema compuesta de nueve miembros nombrados en sesión conjunta por las Cámaras y tiene entre sus funciones la de dirimir las controversias en que una de las partes sea la República o algún Estado o municipio, cuando la otra parte sea alguna de esas mismas entidades (arts. 204, 211, 215).

Por enmienda Nº 1, de 9 de mayo de 1973, se estableció prohibición para ser elegido a los altos cargos del poder público a quienes hubieren sido condenados a presidio o prisión superior a tres años por delitos cometidos en el desempeño de funciones públicas, o con ocasión de éstas.

FEDERALISMO BRASILEÑO

179. Federalismo Brasileño. Brasil se ajusta al sistema federal desde 1891, salvo el ensayo unitario de Getulio Vargas y rige en la actualidad la Constitución del 5 de octubre de 1988.

La República Federativa del Brasil está formada por la unión indisoluble de los estados (art. 1º); su organización política y administrativa comprende los términos de la Constitución, los estados que puedan incorporarse entre sí, subdividirse o desmembrarse para su anexión a otro o formar nuevos estados o territorios, mediante aprobación de la población directamente

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interesada a través de plebiscito y aprobación del Congreso Nacional por ley complementaria (art. 18 Nº 2). Se fija minuciosamente la competencia de la Unión; luego aquella legislación que pertenece privativamente a ella; después la competencia común de la Unión, de los estados, del Distrito Federal y de los municipios; y, en fin, lo que compete concurrente a la Unión, a los estados y al Distrito Federal (arts. 21 a 24). Los estados se organizan y rigen por las constituciones y leyes que adoptaren, observados los principios de la Constitución (art. 25 Nº 1). La Unión no intervendrá en los estados ni en el Distrito Federal, con excepción de los objetos indicados en la Carta (art. 34). El Poder Legislativo es ejercido por el Congreso Nacional, compuesto de dos Cámaras (art. 44); la Cámara de Diputados se compone de representantes elegidos en cada estado por número proporcional a su población (art. 45); el Senado se compone de tres representantes por cada estado (art. 46). El Poder Ejecutivo es ejercido por el Presidente de la República, eligiéndose al Presidente y al Vicepresidente simultáneamente (arts. 76 y 77).

C. ESTADOS REGIONALES

180. C. Estados Regionales. Merecen configurar una categoría especial los llamados Estados Regionales, por cuanto no se identifican plenamente ni con los Estados unitarios ni con los federales.

Al tratar de precisar sus características, recurramos a la significación del vocablo "región" que, según el Diccionario de la Real Academia (1994), es "porción de territorio determinada por caracteres étnicos o circunstancias especiales de clima, producción, topografía, administración, gobierno, etc."; "cada una de las grandes divisiones territoriales de una nación, definida por características geográficas e histórico-sociales y que puede dividirse a su vez en provincias, departamentos, etc.".

La naturaleza de la vinculación que ha venido configurándose entre la región y el respectivo Estado se ha venido derivando, entre muchos motivos, de la conveniencia de propender al avance cultural y económico de la sociedad política, de facilitar una más decidida participación de sus integrantes en su manejo y de considerar las exigencias que derivan del progreso técnico. Este impone tomar decisiones que comprometen vastas secciones territoriales aprovechando las energías derivadas de las características comunes de las diversas porciones del territorio estatal.

Se trata de propender, para tal efecto, a que la administración de las regiones se realice con la mayor amplitud decisoria, no sólo en términos de autonomía, sino de real autarquía que haga posible plantear y resolver las cuestiones que se presenten, de modo de aprovechar al máximo, preferentemente en su propio ámbito, las posibilidades y energías que se encierran en el marco de la misma región, ello sin debilitar el vigor de la unidad del poder estatal y de la eficacia del mando de la sociedad política, que vela por el bien general del Estado entero.

Pues bien, los diversos tipos o fórmulas de estructuración regional encaminados a la concreción de los indicados objetivos han venido fijándose ya directamente, en sus bases esenciales, por el texto de la Ley Fundamental (Italia), ya autorizando ésta la dictación de leyes orgánicas complementarias que respeten los determinados supuestos descritos en la misma Constitución (España) o a través de leyes comunes que se aprovechan, a veces forzando el contenido de las normas constitucionales, para encauzar el movimiento regionalista (Francia).

Ahora bien, es natural que entre las modalidades que definan a un Estado Regional se cuente, en primer término, el establecimiento de órganos propios a los cuales se confía la competencia necesaria para actuar en esa esfera. Se afirmará el proceso si los integrantes de los organismos regionales son escogidos entre personas que están incorporadas a la región misma, con mayor

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razón si el origen proviene del plano local y todavía de modo más definido si su título deriva del cuerpo electoral.

Se fortalece decididamente el sistema si se autoriza la delegación o transferencia de atribuciones comprendidas en el poder del Estado a los organismos regionales y según la mayor o menor amplitud de las materias a que pueda extenderse tal delegación. Por otra parte, alcanzará gran trascendencia precisar si los entes regionales tienen función puramente ejecutiva o disponen asimismo, conjuntamente, de más o menos amplias atribuciones de índole normativa. Será también relevante la consagración del sistema de control y de tutela confiado a los poderes fundamentales del Estado.

Según la sustancia de las determinaciones que se adopten en los aspectos señalados y en muchos otros, podrá calificarse el regionalismo que se imponga simplemente de una pronunciada descentralización administrativa territorial o -al separarse apreciablemente de los rasgos propios del unitarismo estatal- de un efectivo federalismo. Es, en efecto, difícil que un sistema sumamente pronunciado de regionalismo no envuelva, simultáneamente, una importante descentralización de la unidad del poder político.

Puede ser útil, para demostrar el cúmulo de soluciones que adoptan los ordenamientos nacionales, enunciar el contenido de las disposiciones más definitorias contempladas en las Cartas constitucionales de algunos de los Estados que han querido incorporarse al movimiento regionalista.

REGIONALISMO ITALIANO

181. Regionalismo Italiano. La Constitución italiana de 1947, en su Título V arts. 114 a 133, consagra las bases del Estado regional.

Se comprende la división de la República en regiones (art. 114) constituidas en organismos autónomos con poderes y funciones señalados (art. 115). Indica el texto las materias legislativas respecto de las cuales la región puede disponer, siempre que no estén en oposición al interés nacional y al de otras regiones (art. 117), y en relación a las que ésta ejerce la función administrativa consecuente (art. 118). La Constitución señala la esfera de la autonomía financiera reconocida a las regiones (art. 119). Se crean como organismos de la región el Consejo, la Junta y su presidente (art. 121). Una ley de la República fija el sistema de elección de los consejeros regionales (art. 122). Cada región tiene su propio estatuto establecido por el Consejo Regional en armonía con la Constitución y las leyes (art. 123). La Constitución señala las relaciones de la región con el Gobierno, las formas de control jurídico o de fondo y señala los casos en que puede ser disuelto el Consejo Regional por el Presidente de la República, previas determinadas formalidades (arts. 126 a 133).

Fue base de un extenso, profundo y prolongado debate en la política italiana llegar a la concreción del regionalismo configurado en la Ley Fundamental. Respecto de las seis regiones mencionadas en el art. 116, dispuso la Carta que se dictaran estatutos especiales mediante leyes constitucionales; éstos se promulgaron en 1948 y sólo en 1963 respecto de la región Friul-Venecia Julia. En cuanto a las 14 regiones restantes, los estatutos ordinarios previstos en el art. 117 se vinieron a promulgar en 1968 y 1971.

REGIONALISMO ESPAÑOL

182. Regionalismo Español. La tendencia regionalista en España se expresa con fuerza al instalarse la República que, en 1931, deriva de la muerte del rey Alfonso XIII.

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Cataluña se adelanta a proclamarse república y logra que el Parlamento dicte el Estatuto de Autonomía el 9 de septiembre de 1932. Por su parte, el país vasco, en ceremonia que se realiza en la histórica Encina de Guérnica, proclamó su independencia, pero agitaciones y discrepancias entre las diversas provincias vascongadas impidieron que llegara a aprobarse por las Cortes Constituyentes el proyecto de Estatuto propuesto. Galicia también redactó su proyecto de Estatuto, que no alcanzó tampoco a cursarse por dichas Cortes.

Este empuje regionalista no pudo avanzar durante la larga dominación del general Franco, pero a su caída nuevamente resurgió, como era de esperar, y ahora con mucho más extensión y fuerza.

La Constitución de 1978 incorpora una ordenación que, dentro de su complejidad y defectuosa sistematización, pretende hacer posible, más adelante, los progresos que vayan resultando de la vitalidad misma de las regiones, dada la muy diferente situación y posibilidades de unas y otras.

La Carta de 1978 comienza por disponer, en su art. 2, que "se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, Patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas". Sobre tal base, el Título VIII, que trata de "La organización territorial del Estado", concreta minuciosamente el propósito del constituyente en los arts. 137 a 158, cuya sustancia normativa podría sintetizarse en los siguientes puntos:

a) El Estado se organiza territorialmente en municipios, provincias y Comunidades Autónomas, todos los cuales gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses (art. 137).

b) La Constitución garantiza la autonomía de los municipios, que gozan de personalidad jurídica (art. 140).

c) La provincia es entidad local, con personalidad jurídica, determinada por agrupación de municipios (art. 141).

d) Las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica podrán acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas, correspondiendo la iniciativa a los órganos que se indican, pertenecientes a la Comunidad por organizarse (art. 143), debiendo elaborarse sus Estatutos, a su vez, por los órganos que también señala el texto (art. 146) y sobre las bases que la Carta indica (art. 147).

e) La Constitución fija las competencias que pueden asumir las Comunidades Autónomas (art. 148), competencias que podrán ser ampliadas sucesivamente cada cinco años en las condiciones que se precisan (art. 151); las materias que se mantienen en la competencia exclusiva del Estado (art. 149), pudiendo las Cortes confiar a las Comunidades la facultad de dictar normas legislativas dentro de las materias de la competencia estatal y, en tal caso, sometiendo a modalidades de control dichas normas (art. 150).

f) La organización institucional autonómica se basará en una Asamblea Legislativa elegida por sufragio universal de representación proporcional; en un Consejo de Gobierno con funciones ejecutivas y administrativas y en un Presidente elegido por la Asamblea de entre sus miembros y nombrados por el Rey, siendo responsables el Presidente y el Consejo de Gobierno ante la Asamblea; y en un Tribunal Superior de Justicia. Los Estatutos pueden ser modificados de acuerdo con sus normas y por referéndum entre los electores inscritos (art. 152).

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g) El control de la actividad de los órganos se ejercerá por el Tribunal Constitucional en relación a la constitucionalidad de sus disposiciones normativas con fuerza de ley; por el Gobierno, previo dictamen del Consejo de Estado en cuanto a las funciones delegadas; por la jurisdicción contencioso-administrativa en la administración autónoma, y por el Tribunal de Cuenta en lo económico y presupuestario (art. 153).

h) Un delegado, nombrado por el Gobierno, dirigirá la administración del Estado en el territorio de la Comunidad y la coordinará cuando proceda con la administración propia de ésta (art. 154).

i) Si una Comunidad no cumpliere con sus obligaciones o actuare en contra del interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento a su presidente y si no es atendido, con la aprobación del Senado, puede adoptar las medidas necesarias para obligar forzosamente a dicho cumplimiento o proteger dicho interés (art. 155).

j) En materia económica y financiera, la Constitución asegura la autonomía (art. 156) y establece los recursos de que pueden disponer las Comunidades Autónomas (art. 157).

El resumen que precede debe completarse con la referencia a muchas situaciones especiales: según la letra a) del art. 44, las Cortes, mediante ley orgánica, por motivos de interés nacional, pueden autorizar la constitución de una comunidad autónoma cuando su ámbito territorial no supere el de una provincia y no tenga las características propias de una región; según el inc. 2º del art. 148, transcurridos cinco años y mediante la reforma de sus Estatutos, las Comunidades pueden ampliar sucesivamente sus competencias, dentro del marco que define la Ley Fundamental; de acuerdo con la 2a norma transitoria, los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de estatutos de autonomía y cuenten, al tiempo de promulgarse la Constitución, con regímenes provisionales (Cataluña, País Vasco y Galicia), podrán proceder inmediatamente a acordar, con las formalidades que se determinan, sus órganos preautonómicos colegiados superiores y el proyecto de estatuto será elaborado en la forma que el texto señala.

REGIONALISMO FRANCÉS

183. Regionalismo Francés. En Francia, el art. 72 de la Constitución de 1958 se limita a decir que las colectividades territoriales de la República son las comunas, los departamentos y los territorios de ultramar, sin perjuicio de que la ley puede crear otras; que se administran libremente por consejos elegidos y en las condiciones previstas por la ley y que, en los departamentos y territorios, el delegado del Gobierno se encarga de los intereses nacionales, del control administrativo y del respeto de las leyes.

Si tradicionalmente se ha reconocido la importancia del prefecto como delegado del Poder Ejecutivo en cada departamento, el decreto 64-251, de marzo de 1964, creó la figura del prefecto regional, nombrado por el Presidente de la República, con acuerdo del Consejo de Ministros y a propuesta del Primer Ministro y del Ministro del Interior, como autoridad con la tarea central de velar por el desarrollo económico regional y dotado de atribuciones de coordinación administrativa de la región. Ese mismo año, con Nº 64-262, se crean las Comisiones de Desarrollo Económico General, provistas de una asamblea representativa, en sus tres cuartas partes elegida por el cuerpo electoral y en el saldo designada por el Gobierno, y por algunos órganos con derecho propio.

La ley 72-619, de 5 de julio de 1972, creó la región como establecimiento público, con el prefecto a cargo de la función ejecutiva y dos órganos de consulta: el Consejo Regional y el Comité Económico Social.

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La ley de 2 de marzo de 1982 transforma a las regiones en colectividades territoriales, administradas por un Consejo elegido por sufragio universal directo, con facultades para promover los distintos aspectos del desarrollo y dotado de personalidad jurídica, competencia y patrimonio propio. La citada ley fija, dentro de lo previsto en el art. 34 de la Carta, las reglas concernientes a la libre administración de las colectividades locales, sus competencias y recursos.

Las regiones tienen importancia en la organización del Senado, puesto que, según el art. 24 inc. 2º: "El Senado será elegido por sufragio indirecto. Asegurará la representación de las colectividades territoriales de la República...". Ellas no pueden resolver en las materias que correspondan a la función legislativa ni ejercer tampoco las facultades reservadas por la Constitución al Presidente de la República. Disponen tan sólo del poder reglamentario en relación a las atribuciones que la ley les otorga.

REGIONALISMO BELGA

184. Regionalismo Belga. La novedosa solución adoptada por Bélgica proviene de una evolución generada en el seno de la diversidad de naciones, lenguas y religiones que en ella coexisten, perfilándose a través de sucesivas modificaciones constitucionales y legales.

Una reforma constitucional de 1970 distinguió comunidades culturales y regiones; de aquéllas, reconoció tres: flamenca, francesa y alemana, y de las regiones también tres: la holandesa, la alemana y la bilingüe de Bruselas-Capital; dividió paritariamente el Consejo de Ministros, entre los de habla holandesa y francesa, y distinguió en ambas Cámaras también dos bloques lingüísticos. Demoró la concreción de estas instituciones regionales: en 1980 se organizaron las regiones alemana y holandesa y sólo en 1989 la de la ciudad capital.

Nuevas reformas constitucionales y legales de 1988 y 1989 representan avances sustanciales en la configuración de tan original regionalismo. En cuanto a la competencia de las comunidades, desde entonces se fija una muy reducida esfera que se reserva el Estado, ampliándose la de las comunidades hasta permitirles la facultad de concluir tratados internacionales en las materias de su competencia.

El Consejo de la Región de Bruselas-Capital es su asamblea legislativa, compuesta por 75 miembros elegidos directamente cada cinco años en lista unilingüe. Su ejecutivo se compone de cinco integrantes elegidos en el seno del Consejo, de modo que junto al presidente debe haber dos miembros que representan a una y otra lengua. Las Regiones Comunitarias francesa y flamenca tienen cada una una asamblea como órgano deliberante y un colegio como ejecutivo; la asamblea se compone de los miembros del grupo correspondiente del Consejo de la región Bruselas-Capital y el poder ejecutivo de dos miembros francófonos o de lengua holandesa de la región.

La reforma de 1980 y una ley complementaria de 1983 establecen una Corte de Arbitraje integrada por doce jueces, la mitad de ellos de una y otra lengua, y a ella pueden acudir el Consejo de Ministros, el ejecutivo de la Comunidad o Región, los presidentes de las asambleas legislativas y toda persona que justifique un interés por vía de anulación o por cuestiones prejudiciales que le promuevan los órganos jurisdiccionales correspondientes.

La síntesis precedente se extrajo del estudio de Rusen Ergec titulado "Un Etat fédéral en gestation: les réformes institutionnelles belges de 1988-1989", en Revue du Droit Public, 1991-6, págs. 1593-1616. Concuerda con el texto tenido a la vista.

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REGIONALISMO PERUANO

185. Regionalismo Peruano. La Constitución peruana de 1993 es escueta en la materia.

La descentralización es un proceso permanente que tiene como objetivo el desarrollo integral del país (art. 188), se constituye por iniciativa a través de referéndum de las poblaciones (art. 190), su estructura organizativa y funciones específicas se establecen por leyes orgánicas y sus máximas autoridades son el Presidente, que dura cinco años, reelegible, y el Consejo de Coordinación Regional, integrado por el número de miembros que señale la ley (art. 198).

REGIONALISMO COLOMBIANO

186. Regionalismo Colombiano. La Constitución de Colombia de 1991 entrega al Congreso Nacional la facultad de decretar la formación de nuevos departamentos, siempre que se cumplan los requisitos que exija la ley orgánica del ordenamiento territorial (art. 297), y contempla una corporación administrativa -denominada Asamblea Departamental- conformada por diputados elegidos (art. 299) y un gobernador agente del Presidente de la República con período de tres años e irreelegible (art. 303), señalándose tanto las funciones de la Asamblea (art. 300) como las del gobernador (art. 305).

4. FORMAS DE ASOCIACIONES DE ESTADOS

187. Estados de Unión Personal, de Unión Real e Incorporado. Estados asociados: Puerto Rico. Tomando en cuenta sus formas asociativas, los Estados son objeto de varias clasificaciones, cuyo estudio profundizado pertenece al Derecho Internacional Público, pero es tradicional dar cuenta de sus aspectos esenciales en el Derecho Constitucional.

Se llaman Estados de Unión Personal aquellos accidentalmente vinculados por la circunstancia de ser en ellos una misma persona el soberano, o por lo menos el Jefe de Estado, en razón de sucesos históricos que han exaltado simultánea o sucesivamente a un mismo gobernante como titular del poder supremo, o a la cabeza del mando.

Los Estados así unidos conservan sus diversos regímenes de gobierno y la autonomía de sus ordenamientos institucionales que no tienen más organización común que la persona a un mismo tiempo titular de funciones análogas supremas en uno y otro Estado, cuyos súbditos conservan su respectiva nacionalidad y cuya personalidad jurídica internacional permanece así diferente en sus derechos de legación, de contratación y aun de declarar y hacer la guerra (por cierto, se supone no recíproca entre ellos).

Los casos más conocidos son los de Inglaterra y Hannover que desde Jorge I tuvieron el mismo soberano (1714-1838), hasta que, en razón de la ley sálica, la reina Victoria no pudo serlo de Hannover, y la Unión entre Bélgica y el Congo bajo la monarquía de Leopoldo I (1885-1908).

En la Unión Real se juntan dos o más Estados de modo institucional y permanente, al tener como órgano común un mismo supremo gobernante que rige los diversos Estados y otros departamentos especiales para realizar en conjunto determinadas actividades (relaciones exteriores, defensa, etc.).

Combina, como se ve, una unión personal permanente con un pacto confederativo.

Se dan como ejemplo de este tipo de asociación la unión Sueco-Noruega (1815-1905), la de Austria y Hungría (1867-1918) y la de Dinamarca con Islandia (1918-1944).

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Se llaman de Unión Incorporada a Estados prácticamente unitarios, formados por la fusión de varios anteriores cuando se respetan ciertas particularidades de los Estados conglomerados, principalmente a través de la dictación de leyes especiales que rigen sólo en algunos de ellos, aunque sean establecidas por el mismo y único órgano legislativo común. El ejemplo de esta fórmula es Inglaterra, que se fue formando por la anexión de Gales (1536), Escocia (1707) e Irlanda (1800), lo que explica que en el Reino Unido haya normas que se aplican sólo a una u otra de sus porciones.

Puerto Rico se constituyó como Estado Libre Asociado a los Estados Unidos de Norteamérica, en virtud de un convenio celebrado entre ambos. La Constitución del 6 de febrero de 1952 fue aprobada por el Congreso de los Estados Unidos, y sus enmiendas deben ser compatibles con esa aprobación, con las disposiciones aplicables de la Constitución de los Estados Unidos, con la ley de Relaciones Federales con Puerto Rico y con la Ley Pública 600 del 81º Congreso norteamericano. El Poder Ejecutivo reside en un Gobernador, elegido por voto directo, que tiene que ser y haber sido durante los cinco años precedentes ciudadano de los Estados Unidos de Norteamérica y ciudadano y residente bona fide de Puerto Rico. Del mismo modo, para ser miembro de cualquiera de las dos Cámaras de la Asamblea Legislativa se requiere ser ciudadano de los Estados Unidos y de Puerto Rico.

CLASIFICACIÓN SEGÚN LA SOBERANÍA EXTERNA

188. Clasificación según la soberanía externa, protegidos, vasallos. Mandatos y fideicomisos. Según el grado de manifestación de la soberanía en lo externo se clasifican los Estados en independientes, protegidos, vasallos, sujetos a mandatos y fideicomisos.

Aunque, con el avance técnico y la disputa por la supremacía mundial, que desde 1989 se ha definido claramente en favor de los Estados Unidos, es difícil atribuir a algún Estado la plenitud de la soberanía, en los términos en que se la definía, se llaman independientes los Estados que constituyen una persona internacional colocada en igualdad de derechos, a pesar de cualquiera desigualdad de hecho, en relación a los demás Estados de la Comunidad Internacional y a las organizaciones e instituciones formadas por ellos.

En los protectorados un Estado superior ejerce, en virtud de un estatuto libremente celebrado o impuesto, tutela sobre otro u otros, en un grado mayor o menor según el caso de que se trate. "Parte de soberanía que un Estado ejerce, señaladamente sobre las relaciones exteriores, en territorio que no ha sido incorporado plenamente al de su nación y en el cual existen autoridades propias de los pueblos autóctonos", define la Real Academia.

Estados vasallos son los que reconocen la superioridad de otro y tienen ciertas obligaciones de manifestar esa subordinación respecto del superior; y se llaman tributarios, si el vasallaje consiste en prestaciones financieras.

Mandatos fueron las administraciones provisionales instituidas por el artículo 22 del Pacto de la Sociedad de las Naciones de 1919 respecto de comunidades, pueblos y territorios que antes de la Primera Guerra Mundial habían sido colonias alemanas o secciones del Imperio otomano. Así Siria y Líbano fueron de Francia hasta 1946 y Palestina de Inglaterra hasta 1948.

La Carta de las Naciones Unidas de 1945 sustituyó los mandatos por fideicomisos que son igualmente encargos de administración provisional reconocidos por la organización internacional en relación a los antiguos mandatos con territorios desprendidos de los Estados vencidos o colocados voluntariamente bajo ese régimen o en zonas estratégicas (cap. XII, arts. 75 a 85).

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THE COMMONWEALTH

189. The Commonwealth. El imperio colonial británico fue transformándose paulatinamente en una asociación sui géneris de Estados que condujo a lo que no hace mucho se llamaba la Comunidad Británica de Naciones, y ahora último, simplemente la Comunidad: the Commonwealth.

Se constituye esta comunidad por una diversidad de Estados, enlazados mediante vínculos más o menos amplios y sólidos con la Corona Británica, y comprende repúblicas independientes, dominios, colonias autónomas, colonias de Su Majestad, protectorados, territorios bajo tutela, etc.

Los dominios tienen una independencia prácticamente completa. La más antigua autonomía es reconocida al Canadá (1867) y después, en condiciones análogas, a Australia (1901), Nueva Zelandia (1917), Unión Sudafricana (1910). La República de Irlanda, establecida en la parte sur de la isla. Eire se separó definitivamente de la Comunidad en 1949.

La India, emancipada el 15 de agosto de 1947, fue proclamada República con régimen federal (constitución del 26 de noviembre de 1949), y, sin embargo, continúa integrando la Comunidad. Pakistán, transformado en dominio al independizante la India (1947), se convierte en República, en 1956, también federal.

Africa del Sur, con motivo de su política de discriminación en favor del blanco (apartheid), resistida por los demás miembros de la Comunidad, se separó de ésta en 1962.

La definición del dominio la dio el informe Balfour, aprobado en la Conferencia Imperial de 1926, llamando tales "en el cuadro del Imperio Británico, a grupos autónomos, iguales en derecho y que no se subordinan unos a otros bajo ningún aspecto de sus negocios interiores o exteriores, aunque estén unidos por una fidelidad común hacia la Corona y libremente asociados como miembros de la Comunidad Británica de Naciones".

Sin perjuicio de la variedad de la respectiva situación de cada uno, las normas comunes se fijaron en el Estatuto de Westminster del 11 de diciembre de 1931 que convirtió en ley la definición de 1926, estatuto aprobado también por cada uno de los dominios.

Todos estos Estados se hallan unidos por la fidelidad común hacia el único soberano, hoy la Reina de Inglaterra, aunque la India o Pakistán, por ejemplo, como Repúblicas, están exentas de juramento de fidelidad, y sólo aceptan a la Reina como símbolo de la libre asociación y, en tal carácter, cabeza de la Comunidad.

En el seno de la Comunidad viven Estados unitarios, como el Reino Unido, numerosos federales, y el régimen gubernativo se ajusta básicamente al cuadro parlamentario inglés.

En los dominios existe un Gobernador General que representa a la Reina pero el mando efectivo lo ejercen los Primeros Ministros de Gabinetes responsables ante el Parlamento del respectivo Estado.

La Comunidad Británica de Naciones, o simplemente el Commonwealth, es, pues, una asociación sumamente flexible, adaptable a todas las diversas situaciones que se produzcan, de Estados de distinta forma, con variados Gobiernos y diferentes regímenes gubernativos y políticos, enlazados con vínculos del más distinto grado y que, en algunos casos, se presentan sutiles e intangibles.

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Aprovechando como símbolo la persona del monarca de la dinastía inglesa, a quien ni siquiera todos los Estados prometen fidelidad, se manifiesta una comunidad de valores colectivos de grupos humanos que se sirven oficialmente de una misma lengua, intercambian en una misma moneda y adhieren a ciertas tradiciones culturales y políticas.

La personalidad internacional de cada miembro de la Comunidad Británica de Naciones, en relación con los Estados que forman parte de ella y con los organismos internacionales, es completa en aquellos que tienen la categoría de dominio, y, con mayor razón, en los que, como la India o Pakistán, forman República independiente.

Son, así, cada uno, miembros separados e independientes dentro de la Organización de las Naciones Unidas, como ya lo fueron en la Sociedad de las Naciones, y pueden ser llamados hoy incluso a convertirse en miembros no permanentes del Consejo de Seguridad.

Celebran tratados o integran organismos internacionales distintos de los que conviene o en que participa el Reino Unido e incluso desarrollan políticas diferentes y a veces opuestas. Cuando Irlanda, por ejemplo, se negó, durante la Primera Guerra Mundial, a abandonar la neutralidad dio muestra de una posición de amplia independencia, como, en época posterior, la India de Nehru desarrolló puntos de vista bastante divergentes y, a veces, opuestos a los sostenidos por las llamadas potencias occidentales, entre las cuales se cuenta Gran Bretaña (ej. asunto de Goa). La historia sudafricana reciente reflejó análoga diversidad.

LA COMUNIDAD FRANCESA

190. La Comunidad francesa. Como manifestación de gratitud por los eficaces auxilios recibidos de parte de sus colonias durante la Segunda Guerra Mundial, en momentos de optimismo, cuando no se creyó difícil imitar a la Comunidad Británica de Naciones, Francia, mediante la Constitución del 27 de octubre de 1946, procuró establecer también una asociación de Estados, con el nombre de Unión Francesa.

La Unión Francesa se formaba, por una parte, con la República Francesa, que comprendía la Francia metropolitana y los departamentos y territorios de ultramar, y, por otra parte, con los territorios y Estados asociados, cuya situación resultaba para cada uno de éstos del acto que definía sus relaciones con Francia (art. 60).

Los órganos centrales de la Unión Francesa fueron: el Presidente, que lo era el de la República Francesa, el Consejo Supremo, formado, bajo la misma presidencia, por una delegación del gobierno francés y de la representación de cada uno de los Estados Asociados, que tenía por función asistir al gobierno en la conducción general de la Unión; y por la Asamblea de ésta compuesta, por mitad, de los representantes de la Francia Metropolitana y de los departamentos y territorios de ultramar y Estados Asociados.

La organización resultó puramente de texto, el Consejo Supremo no tuvo vida alguna y la Asamblea de la Unión se redujo prácticamente a la representación de la misma Francia.

No obstante haber admitido diversidad de sutiles pactos que dejaban autonomía más o menos pronunciada dentro de la Unión, fue incapaz de mantener en ella a los Estados de Indochina (Vietnam, Cambodia, Laos) que conquistaron su total independencia en guerra contra Francia (1949) durante la cual se hicieron sentir las circunstancias de la pugna de los bloques internacionales tras el predominio mundial.

El sistema organizado en 1946 tampoco consiguió mantener los vínculos con Marruecos y Túnez, que obtuvieron, asimismo, la independencia completa en 1956, sin asociarse a Francia.

200

Durante los últimos años de la que después se llamó IV República (1946-1958) el problema argelino no pudo ser resuelto, no obstante la generosidad de las fórmulas jurídicas propuestas, en parte porque, sin duda, se observaron también en esta lucha los reflejos de la política mundial. Argelia logra su completa emancipación en 1962.

La Constitución de la V República procuró dar en 1958 una organización todavía más flexible.

Se instituyó la Comunidad entre la República de Francia y los pueblos de los territorios de Ultramar que por acto de libre determinación adoptaron esa ley fundamental (Preámbulo y artículo 1).

Un estado miembro de la Comunidad podía emanciparse y dejar de pertenecer a ella, a petición de la República o de una resolución de la asamblea legislativa del Estado interesado y confirmada por un referéndum local, cuya organización y control se aseguraban por las instituciones de la Comunidad (art. 86 inc. 2).

Por otra parte, la República o la Comunidad podían celebrar acuerdos con Estados que desearen asociarse a ella para desarrollar sus civilizaciones (art. 88).

El Presidente de la República de Francia representaba y presidía la Comunidad, cuyos órganos eran:

1º. El Consejo Ejecutivo, también presidido por él, encargado de la cooperación de los miembros en el plano gubernamental y administrativo, formado por el Primer Ministro de la República, por los jefes de Gobierno de cada uno de los Estados de la Comunidad y por los Ministros competentes según ésta en los asuntos comunes;

2º. El Senado, compuesto por delegados, designados tanto por el Parlamento de la República como por las asambleas legislativas de los otros miembros de la Comunidad, cuyo número se fijaba tomando en cuenta su población y las responsabilidades asumidas en la Comunidad. Deliberaba esta corporación sobre la política económica y financiera común antes del voto de las leyes, examinaba la declaración de guerra y los tratados que comprometieran a la Comunidad, y decidía en las materias en que recibiera delegación de las asambleas legislativas de los miembros de la Comunidad (art. 83), y

3º. La Corte Arbitral establecida para resolver litigios que se produjeran entre los miembros de la Comunidad y cuya composición y competencia se fijaban por una ley orgánica.

Como podrá observarse, si la Comunidad "se funda en la solidaridad e igualdad de los pueblos que la constituyen", la organización no se ajustaba al principio de igualdad entre los Estados, dadas la preponderancia de la Metrópoli y la diversa representación de ellos en el Senado.

La personalidad internacional correspondía exclusivamente a la Comunidad, puesto que el Presidente la representaba (art. 80). Eran de competencia de ella la política extranjera y la defensa (art. 78) y no había sino una nacionalidad, la de la Comunidad (art. 77).

El ámbito de la competencia de la Comunidad era bastante amplio, desde que comprendió además de los aspectos recién indicados, la moneda, la política económica y financiera común, la de las materias primas estratégicas; y, salvo acuerdo particular, el control de la justicia, la enseñanza superior, la organización general de los transportes exteriores y comunes y de las comunicaciones (art. 78).

Los Estados gozaban de autonomía: se administraban por sí mismos y dirigían democrática y libremente sus propios asuntos (art. 77).

201

La Constitución de 1958 en su letra inicial contemplaba la posibilidad, mediante acuerdos, ya de establecer otras competencias comunes, ya, a la inversa, de transferir competencias de la Comunidad a uno de sus miembros (art. 78 inc. 3º).

La transformación del estatuto de un Estado miembro podía pedirse ya por la República, ya por resolución de la Asamblea legislativa del Estado interesado confirmada por un referéndum local (art. 87).

Comunidad; derecho de asociarse a ella; derecho de separarse de ella; facultad de convenir en su seno estatutos especiales más o menos autónomos; una sola personalidad internacional; igualdad, en fin, de los pueblos y desigualdad entre los Estados, eran algunas de las fórmulas de notable elasticidad que recogía, en su texto primitivo, la carta de 1958. Su normativa se presenta hoy, sin embargo, como una simple etapa en la evolución incesante que él mismo previó.

El referéndum que luego después de dictado se realizó, tuvo como resultado que, salvo Guinea, todos los integrantes rechazaron la independencia que Francia les ofreciera con la alternativa de que la emancipación les hacía perder la ayuda económica metropolitana, y así se mantuvieron como miembros de la Comunidad.

Sin embargo, a fines de 1959 el Presidente de Gaulle celebró acuerdos con la Federación del Mali (Senegal y Sudán) y con la República Malgache (Madagascar), por los cuales se les otorgó la independencia sin cortar todo nexo con la Comunidad.

Para encauzar jurídicamente estos acuerdos, se promulgó la reforma constitucional del 4 de junio de 1960, por la que, agregando tres incisos al art. 86, se contemplaba fundamentalmente que "un Estado miembro de la Comunidad podía, igualmente, por vía de acuerdo, llegar a ser independiente sin cesar por ese hecho, de pertenecer a la Comunidad".

Dentro de esta tendencia a la libertad de la asociación, el Senado de la Comunidad dejó de existir en virtud de reconocimiento del Primer Ministro de 16 de marzo de 1961 y tampoco tuvo realidad su Consejo Ejecutivo.

La Comunidad alcanzó en el hecho tan débil realización que, por reforma constitucional Nº 95-880, de 4 de agosto de 1995, se derogó el Título XII de la Constitución, que trataba "De la Comunidad", y en el art. 88, que continúa formando el único precepto del Título XIII, se dispone ahora tan sólo que "La República -antes se agregaba la Comunidad- puede concertar acuerdos con quienes deseen asociarse a ella".

LAS NACIONES UNIDAS

191. Las Naciones Unidas. Las experiencias de las dos guerras mundiales, las conquistas logradas por el hombre en el dominio de la naturaleza y en el conocimiento de sus leyes, la diversidad y rapidez de los medios de comunicación del pensamiento y del transporte de hombres y cosas, han hecho sentir a la humanidad, cada vez con más fuerza, la necesidad de propender al establecimiento de una sociedad universal de los pueblos, porque éstos sienten cada vez más vivamente integrar en el hecho una sola comunidad de grupos humanos llamados a cumplir una misma vocación de prosperidad y de paz.

El propósito de fundar la organización mundial se realizó concretamente después de la primera gran guerra, cuando, en la Conferencia de Paz de Versalles, se aprobó el 28 de abril de 1919 el pacto de 26 artículos que dio origen a la Liga o Sociedad de las Naciones, con sede en Ginebra.

202

Obra política del Presidente de Estados Unidos de Norteamérica, Woodrow Wilson, nació, por desgracia, con la debilidad de que no la integrara, sin embargo, la gran potencia cuyo estadista la había propiciado, cuando por no reunir los dos tercios requeridos, el Senado norteamericano rechazó el Pacto de su fundación.

Los órganos esenciales fueron el Consejo, la Asamblea y el Secretariado.

El Consejo, compuesto de miembros permanentes, que lo eran de derecho los principales Estados, y de miembros no permanentes, periódicamente designado por la Asamblea.

Pertenecía al Consejo el conocimiento de las cuestiones relativas a la reducción de los armamentos, mantenimiento de la integridad territorial de los miembros, exclusión de los infractores del Pacto, etc.

La Asamblea se formaba con representantes de todos los Estados, que llegaron a más de 60, y se reunía ordinariamente cada año para aceptar nuevos miembros, elegir los que integraban transitoriamente el Consejo y para invitar a Estados asociados a proceder a un nuevo examen de tratados transformados en inaplicables.

El Secretario ejercía las funciones administrativas permanentes.

Sabemos hasta qué punto la debilidad inicial de la ausencia norteamericana provocó la ineficacia de toda la acción de la Liga de las Naciones y fue causa de la impotencia en que se halló cuando procuró dominar las ambiciones de Mussolini y de Hitler, generadoras de la Segunda Guerra Mundial.

Comenzada antes de concluida ésta, y cuando la lucha había terminado ya, la Conferencia de San Francisco llevó a la firma por 51 Estados, entre los cuales Chile, de los 111 artículos de la Carta de las Naciones Unidas, el 26 de junio de 1945.

Son miembros de la Organización de las Naciones Unidas los cincuenta Estados que firmaron la carta (incluyendo Polonia) y los que fueron posteriormente admitidos por la decisión de la Asamblea General en virtud de recomendación del Consejo de Seguridad, siempre que se trate de Estados pacíficos que acepten las obligaciones de la Carta, capaces y dispuestos a satisfacerlas (art. 4º).

Sus miembros eran 110 en la Asamblea de 1962, 127 en 1970, 154 en 1980 y 160 en 1990, llegando en 1995, al celebrar las Naciones Unidas sus primeros cincuenta años, a 184, explicándose el reciente aumento principalmente por los acontecimientos ocurridos en Europa en estos últimos años. Su sede se halla dentro de la ciudad de Nueva York.

Los órganos fundamentales de las Naciones Unidas (NU) son: el Consejo de Seguridad, la Asamblea y el Secretariado.

El Consejo se compone de cinco miembros permanentes: Francia, el Reino Unido, EE.UU., Rusia, y China Nacionalista, y diez miembros no permanentes elegidos por la Asamblea por el término de dos años, renovables cada año por mitad y no reelegibles inmediatamente.

Al Consejo corresponde "la responsabilidad principal del mantenimiento de la paz y seguridad internacionales" (art. 24). Soluciona los conflictos que surjan entre sus miembros, reglamenta los armamentos, actúa con motivo de actos de amenaza o de agresión.

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El problema sustancial que ha suscitado la actuación del Consejo de Seguridad es el derecho a veto que consagra la Carta en beneficio de las grandes potencias, o sea, de sus miembros permanentes. El veto funciona en las cuestiones que el propio Consejo considera que no son de procedimiento, porque en éstas se necesita que la aceptación, siempre exigida, de nueve de los quince miembros del Consejo, cuente entre esos nueve votos el de los cinco de las grandes potencias que tienen el carácter de miembros permanentes, pero no se entiende, según la práctica, que la ausencia o abstención de uno de éstos impida los acuerdos.

Del derecho a veto ha resultado la inoperancia de la organización internacional, puesto que precisamente sus acuerdos sustantivos han sido bloqueados de modo constante por alguno de los miembros permanentes por no decir en forma directa que los vetos continuos de la U.R.S.S. que llegaron a la centena, impidieron, en la época de la guerra fría, toda labor eficaz. En los decenios recientes, ha sido Estados Unidos el que ha usado el veto en problemas de gran trascendencia.

La Asamblea General se reúne regularmente una vez al año y asisten a ella los representantes de todos los miembros de la Organización de las Naciones Unidas, teniendo un solo voto cada Estado.

Sus facultades son de carácter puramente deliberante, desde que su atribución más efectiva consiste en llamar la atención al Consejo de Seguridad acerca de las situaciones susceptibles de poner en peligro la paz y seguridad internacionales. No obstante, como expresa el profesor Uldaricio Figueroa, las resoluciones pueden surtir efectos jurídicos: "Pueden constituir prueba de derecho consuetudinario o de la correcta aplicación de la Carta" (Organismos Internacionales, pág. 107). Conviene señalar que cuando los acuerdos de la Asamblea se expresan con particular solemnidad a través de "declaraciones", si son aprobados por unanimidad tienen especial fuerza jurídica, que incluso llega a otorgarles mérito aun respecto de países que no sean miembros. Según el recién citado profesor Figueroa: "El valor jurídico de una declaración está determinado por: 1º La intención de enunciar principios jurídicos. 2º Mayoría por la que haya sido adoptada. 3º El contenido de la misma. 4º La práctica posterior de los Estados" (ob. cit., pág. 108).

Las decisiones de la Asamblea General requieren normalmente la mayoría simple, salvo ciertas materias de mayor importancia para las que se exigen los dos tercios.

El Secretariado sirve de cuerpo administrativo y técnico permanente de las Naciones Unidas.

Sobre bases análogas a las del Tribunal Permanente de Justicia Internacional de La Haya, la Carta de las Naciones Unidas estableció, con la misma sede, la Corte Internacional de Justicia, compuesta de quince miembros elegidos por el Consejo y por la Asamblea, renovables cada tres años por terceras partes. Su competencia es facultativa. En caso de incumplimiento, la otra parte puede recurrir al Consejo de Seguridad y éste, si lo juzga necesario, está facultado para formular recomendaciones o resolver las medidas que deben adoptarse con el fin de hacer ejecutar la sentencia (art. 94).

No tenía equivalente en la estructura de la Sociedad de las Naciones el Consejo Económico Social, compuesto de 54 miembros elegidos por tres años y renovables cada año por terceras partes, destinado a facilitar la coordinación de las instituciones interestatales que tratan de materias de esa índole, para la protección de los derechos individuales y de las libertades fundamentales. La Comisión de Derechos Humanos fue establecida en la primera reunión del Consejo Económico Social en 1946.

Integran también la Organización de las Naciones Unidas el Consejo de Fideicomisos, y está además en relación con ella un conjunto de instituciones especializadas de carácter mundial

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como la O.I.T. (Organización Internacional del Trabajo), la FAO (Organización para la Alimentación y Agricultura), la Unesco (para la educación, la ciencia y la cultura), la OMS (Organización Mundial de la Salud), el Fondo Monetario Internacional, la Unión Postal Universal, el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BID), la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), la Cruz Roja Internacional, etc.

LAS ASOCIACIONES DE ESTADOS DE CARACTER CONTINENTAL

192. Asociaciones de Estados de carácter continental. Junto a las asociaciones de Estados de carácter mundial, se han constituido también asociaciones de carácter puramente regional, más bien de alcance continental.

Se impone considerar, por lo menos, aquella que tiene vida en nuestro continente y la de Europa, que ha generado avances de gran trascendencia, y para exponerlos aprovechamos los antecedentes proporcionados por la ya citada obra del profesor Figueroa.

193. Asociaciones de Estados en América. Muchas circunstancias pudieron concurrir a facilitar el estrechamiento de los vínculos entre los diversos pueblos emancipados del imperio hispánico. La vecindad, el largo respeto a una misma autoridad, hablar una misma lengua, confesar una misma fe, participar del mestizaje entre la sangre europea y la autóctona y muchas otras causas debieron llevar a la unidad de esa pluralidad de pueblos. Varios líderes intuyeron la conveniencia de estructurarla. En Bolívar no sólo se simboliza tal aspiración, sino que fue sin duda el líder que realizara esfuerzos serios con tal objetivo, que resultaron en definitiva infructuosos; ellos fueron seguidos de algunas débiles y fracasadas tentativas más adelante. Estados Unidos proclamó, a través del Presidente Monroe, en 1823, como inadmisible toda intervención de potencia extranjera en el continente. No obstante ello, algunas se produjeron. La nación norteamericana se mantuvo durante varios decenios al margen de los sucesos de los Estados vecinos del sur. Como expresión de su engrandecimiento, en el último cuarto del siglo XIX, a invitación del Secretario de Estado Blaine, tuvo lugar la Primera Conferencia Interamericana, en la que se fundó, con asiento en Washington, una organización que, desde 1910, toma el nombre de Unión Panamericana, fortalecida en diez reuniones de esa índole que se celebraron en diversas capitales americanas.

En la Novena Conferencia Interamericana, celebrada en Bogotá, el 3 de mayo de 1948, se elaboró la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA), siempre con sede en Washington. Reformada en 1970, tiene como órganos, además de la Asamblea General Anual, las reuniones de consulta de los Ministros de Relaciones Exteriores, el Consejo Económico-Social (CEPAL, con sede en Santiago de Chile), el de Jurisconsultos y el de Cultura, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Secretaría General y diversos organismos especiales.

En 1975, en Caracas, se organizó el SELA (Sistema Económico Latinoamericano).

194. Asociaciones de Estados en Europa. Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial e impulsado por políticos y economistas que percibieron su necesidad, como fueron Robert Schuman y Jean Monnet en Francia, Konrad Adenauer en Alemania y Alcides de Gasperi en Italia, y como expresión de la amplia reconciliación que se fue afirmando entre Francia y Alemania, se hizo sentir fuertemente la conveniencia de concretar de diversos modos la tendencia a la unidad en Europa.

Es así como se celebra en La Haya, el 10 de mayo de 1948, el Congreso de Europa, y se conviene, el 5 de mayo de 1949, el Tratado que da nacimiento al Consejo de Europa, el cual reúne diez naciones de ese continente. El Consejo tiene como órganos: el Comité de Ministros de Relaciones Exteriores; la Asamblea Parlamentaria, conformada por miembros designados

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por los Parlamentos de las naciones integrantes; la Secretaría; la Comisión de Derechos Humanos y la Corte Europea de Derechos Humanos. El 4 de noviembre de 1950 se aprobó en Roma la Convención de Salvaguardia de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales.

Robert Schuman, por declaración de 1950, convoca a la formación de la Comunidad Europea de Carbón y de Acero, que se formaliza en el tratado de París de 18 de abril de 1951.

El 21 de marzo de 1957, mediante el tratado de Roma de ese año, se da origen a la Comunidad Económica Europea, que persigue la formación de un mercado común y de una unión aduanera, integrada originalmente por diez países y actualmente por quince. También en 1957 se funda la Comunidad Europea de Energía Atómica (EUROTOM). El 1º de julio de 1967 se reúnen las tres Comunidades.

El 17 de febrero de 1986 se suscribe el Acta Unica Europea, que llama a formar un mercado interior del continente para el 31 de diciembre de 1992. Los órganos que se coordinan en esta Acta Unica son:

-El Consejo Europeo, conformado por los Jefes de Estado y los presidentes de las tres comunidades -Comunidad Europea de Carbón y de Acero, Comunidad Económica Europea y Comunidad Europea de Energía Atómica- que tienen la máxima autoridad.

-El Consejo de Ministros, con presidente que se turna cada seis meses, que tiene la amplitud de la potestad normativa y legislativa y la dirección básica en el orden político.

-La Comisión, formada por 17 miembros elegidos por los Estados integrantes, que es el órgano ejecutivo.

-El Tribunal de Justicia de Luxemburgo.

-El Parlamento Europeo, que funciona en Estrasburgo desde el 30 de febrero de 1962, cuyos miembros son elegidos directamente por sufragio universal de los ciudadanos de las naciones integrantes desde 1978.

El 7 de febrero de 1992 se celebra el Tratado de la Unión Europea, suscrito en Maastricht, cuya aprobación lleva a diversas alternativas, que incluyen plebiscitos de los cuerpos electorales de las naciones integrantes con resultados variables y reformas constitucionales e incluso vivas resistencias. El Tratado de Maastricht pretende conducir a la unión económica y monetaria, a una política exterior y de seguridad común, a la ciudadanía europea, a la cooperación en materia de justicia, entre otros aspectos relevantes. Se espera la plena vigencia de la unidad monetaria continental, con el nombre de "euro", para el 31 de diciembre de 1999.

CAPITULO V :

GOBIERNO Y SUS FORMAS

1. CONCEPTO Y CLASES

195. Diversos sentidos de "gobierno". Con el vocablo "gobierno" ocurre, como respecto de otros de la ciencia política, que se lo emplea no sólo en las más diversas actividades humanas sino que aun dentro de aquella ciencia admite varias acepciones.

Si recurrimos al Diccionario, su primero y más primordial significado es "acción o efecto de gobernar o gobernarse", y gobernar es "mandar con autoridad o regir una cosa".

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Para la ciencia política, gobierno es el mando o dirección de la sociedad organizada.

Si el gobierno, en la acepción que se analiza, supone la existencia de Estado, implica conjuntamente el reconocimiento en éste de su soberanía, o sea, de la eficaz potencialidad existente en la sociedad política que permite dirigir la actividad de ésta a la consecución de su fin específico, y de hacerlo con la indispensable autonomía, tanto para trazar el estatuto que fije, respectivamente, la órbita en que se muevan autoridades y súbditos, cuanto para encauzar hacia el bien común las operaciones y esfuerzos de los asociados.

En el poder supremo que reside en el Estado cabe considerar diversos aspectos. Se distingue, en efecto, la facultad de fijar la estructura esencial de su organización -Poder Constituyente- y el funcionamiento mismo de los órganos que actúan ya dentro de las bases fundamentales, poderes constituidos. Se observa, asimismo, dentro de la unidad de la soberanía, la posibilidad que tiene el Estado de determinarse libremente en su vida interna y el derecho que también le asiste de ser respetado fuera de su ámbito exclusivo.

Pues bien, en análisis precedentes hemos considerado la soberanía como potencialidad, en una forma estática, abstracta, doctrinaria, para exponer la necesidad, razón, contenido y objetivos de la autoridad.

Corresponde, penetrando más hondamente en la ciencia política, estudiar el poder supremo del Estado en movimiento, en acción, de manera dinámica, desarrollando efectivamente en la práctica, con toda la eficacia que en teoría se le tiene ya reconocida, la actividad dirigida al fin de la sociedad civil.

La autoridad existe no sólo como materia de consideración filosófica y especulativa, sino para los propósitos prácticos y concretos que la imponen en el Estado.

Ahora bien, la soberanía puesta en movimiento, el poder supremo funcionando, es el gobierno "ejercicio del poder supremo en el Estado" (Aristóteles, Política, cap. IX), "es el ejercicio por el soberano de la autoridad pública; es la soberanía en ejercicio" (Esmein, ob. cit., t. I, pág. 21).

Para Linares Quintana, gobierno es "la organización mediante la cual la voluntad del Estado es formulada, expresada y realizada... la organización específica del poder constituido en y por el Estado y al servicio del Estado" (Tratado..., t. VI, págs. 9 y 11).

No basta que el Estado disponga de capacidad para dictar su propia estructura y conozca cabalmente la razón que explica su existencia.

Es indispensable que dentro de la sociedad política la autoridad ponga realmente en movimiento la energía que anida en hombres y grupos dentro de la colectividad a fin de precisar su estructuración y encauzar el esfuerzo de sus componentes hacia el progreso y felicidad comunes.

Si el gobierno es soberanía en acción, puede definirse como el conjunto de órganos que realizan las diversas funciones comprendidas dentro de su unidad, la serie de personas revestidas de autoridad.

En tal sentido, pueden distinguirse la autoridad, por un lado, y por otro, las personas y sociedades que integran el cuerpo político y cuya actividad es aquella llamada a orientar; es decir, se encuentran en el Estado, Gobierno y pueblo, fenómenos tan característicos que la mera diferenciación en su seno de gobernantes y gobernados explica suficientemente, a juicio de Duguit, la esencia de la institución estatal.

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Pero gobierno tiene también en el lenguaje político una acepción más restringida que se aplica al "conjunto de los ministros superiores de un Estado".

Pues bien, se limita la expresión gobierno a los órganos de la autoridad que, en el Estado, tienen, en sus grados más altos, la función ejecutiva, por parecer a los gobernados como la más ineludible en la tarea de regir la sociedad política, aquella cuyo peso más directa e inmediatamente sienten por estar dotada del imperio que moviliza la coacción al servicio de sus mandatos. Así pues, en sentido estricto, gobierno equivale a Poder Ejecutivo.

Gobierno, en ciencia política, es, pues: 1) actividad superior del Estado, 2) conjunto de órganos que forma la autoridad, 3) personas que ejercen ésta y 4) en sentido estricto, función y órgano ejecutivo y titular de éste.

Esta última acepción de gobierno se impuso por las explicaciones de Rousseau en el Contrato Social, donde lo define como cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad tanto civil como política (Chevallier, ob. cit., pág. 160).

Sin embargo al estudiar las formas de gobierno, éste no se considera en sentido limitado que lo reduce a la actividad ejecutiva sino en las acepciones amplias ya anotadas.

Según las explicaciones de Linares Quintana, "la forma de gobierno es la manera según la cual el gobierno actúa y exterioriza su actividad propia, a la vez que es la estructura mediante la cual son ejercidas sus funciones" (Tratado..., t. VI, pág. 15).

196. Diversas clasificaciones de los gobiernos. Utilidad de ellas. La clasificación de los gobiernos constituía problema para la antigüedad y ya Aristóteles, en el capítulo IX de su Política, describe la que se impondría a través de los siglos.

"Llamamos monarquía el Estado en que el mando, dirigido al interés común, no pertenece sino a uno solo; aristocracia aquel que se confía a más de uno, y toma su denominación o de que las pocas personas a quienes se confía el mando se escogen entre las más honradas, o de que no tienen en vista sino el mayor bien del Estado y de sus miembros; república, aquel en que la multitud gobierna para la utilidad pública, nombre que es, sin embargo, común a todos los Estados." "Estas tres formas pueden degenerar: la realeza en tiranía; la aristocracia en oligarquía; la república en democracia. La tiranía no es, en efecto, sino la monarquía dirigida a la utilidad del monarca; la oligarquía a la utilidad de los ricos; la democracia a la utilidad de los pobres; ninguna de las tres se ocupa del interés público."

Pero Aristóteles, como, antes de él, Platón, comprenden que las formas simples no se encuentran siempre en la realidad sino que en el hecho predominan los regímenes mixtos, compuestos de caracteres que participan en ciertos aspectos de una u otras. El desarrollo del pensamiento aristotélico está lejos de mantener la consecuencia armoniosa y simplista de la clasificación consignada en el famoso párrafo que acaba de transcribirse.

Sin embargo, tradicionalmente se impone, a través de la serie de los pensadores políticos, la división tripartita que define a la monarquía como poder de uno solo; a la aristocracia, el de pocos selectos; a la democracia como el de la multitud, del pueblo todo.

Santo Tomás se inclina por un régimen mixto: una monarquía templada por la aristocracia y por formas democráticas en la elección de los gobernantes.

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Montesquieu formula otra división tripartita en el Espíritu de las Leyes "Hay tres clases de gobierno: republicano, monárquico y despótico; para descubrir la naturaleza de cada uno de ellos, basta saber la idea que a su respecto tienen los hombres menos instruidos; supongo tres definiciones o más bien tres hechos: uno, que el gobierno republicano es aquel en que el pueblo todo o una parte del pueblo tiene el poder soberano; el monárquico, aquel en que uno solo gobierna, pero por medio de leyes fijas y establecidas; mientras en el despótico, uno solo, sin ley y sin regla impulsa todo por su voluntad y por sus caprichos. Esto es lo que llamo naturaleza de cada gobierno" (cit. por Chevallier, ob. cit., pág. 109).

Criticado Montesquieu por agrupar en la república a aristocracia y democracia, y por colocar como uno de los tres términos de su división el despotismo, corrupción de toda especie de formas, dio pie, sin embargo, para nuevas disquisiciones del pensamiento político en torno a la clasificación de los gobiernos.

Rousseau, en el Contrato Social acoge la división aristotélica pero, después de diferenciar soberano y gobierno, entrega meramente a éste la función de cumplimiento de la voluntad soberana, de modo que, según él si el pueblo mismo realiza dicha voluntad, el régimen es democrático; monárquico si se confía a un magistrado único tal tarea; y aristocracia, si a un pequeño número.

En el constitucionalismo clásico se impuso la oposición de República y Monarquía. "En la moderna división bipartita -dice Kelsen- es exacto que la diversidad de formas de Estado ha de referirse a una antítesis fundamental de dos tipos. Pero es erróneo dividir en dos partes toda la serie de constituciones positivas. Hay que limitarse a señalar el grado en que cada Estado positivo se aproxima a uno u otro de los tipos ideales; toda constitución positiva -como han reconocido muchos autores- es una mixtura de principios contrapuestos de organización. Pero estos principios no se dan siempre mezclados en igual proporción en cada grado del orden estatal, no todos los grados de ese orden necesitan ser creados conforme a métodos idénticos" (ob. cit., pág. 418).

Para Linares Quintana resulta "conveniente y posible sistematizar las formas de gobierno, atendiendo al criterio sustancial de que sea o no garantizada, como valor absoluto y primario, la libertad y la dignidad del hombre, en dos tipos genéricos y comprensivos de un sinnúmero de variantes particulares el constitucionalismo y el autoritarismo; vale decir, el Estado de derecho o gobierno de las leyes y el Estado policial o gobierno de los hombres..." (Tratado..., t. VI, pág. 40).

Con el fin de evitar confusiones, debemos distinguir esta clasificación de la que puede hacerse entre gobiernos de iure y gobiernos de facto.

Se trata más bien de la situación en que se encuentran los gobernantes más que de una clasificación de formas gubernamentales.

Entre los gobernantes que tienen título legítimo según la juridicidad vigente y los que carecen de esa posición, por haber accedido al mando antes de toda organización estatal o como consecuencia de una revolución de cualquiera especie o de un golpe de Estado, hay una diferencia apreciable que se proyecta en el problema del alcance y de los límites de las facultades que pueden ejercer las autoridades de facto.

Ese problema reviste importancia tanto para el Derecho Internacional como para el Derecho Público Interno.

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Sentimos que la extensión de esta obra no nos permita considerar con detenimiento estos interesantes tópicos que se relacionan propiamente con la anormalidad constitucional, con la patología política.

Debemos adelantar, eso sí, nuestra opinión de que a gobernantes de esa índole debe también reconocerse el uso de las atribuciones que imponga ineludiblemente el manejo del bien común que en el hecho ejercen y las que se encaminen a poner término cuanto antes a la irregularidad de su condición.

Invitamos al lector a adentrarse sobre estos tópicos a los extensos tratados de Burdeau (t. III, Nos 292-333) y Linares Quintana (t. VI, Nos 3751-3894).

Representada la relativa utilidad e imprecisión de las clasificaciones, porque la realidad las desborda y muestra en el hecho las formas gubernamentales concretas participando simultáneamente en ciertos respectos de las modalidades características de varias de las categorías conceptuales, no puede negarse la utilidad que tiene el conocimiento de los diversos criterios de clasificación para penetrar más íntimamente en la comprensión de la estructura y funcionamiento del poder político.

Conviene recordar que el catolicismo no hace cuestión "acerca de las formas de gobierno, porque no hay por qué la Iglesia no apruebe el principado de uno solo o de muchos, con tal que sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvo la justicia, no se prohíbe a los pueblos el que adopten aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su natural o a los institutos y costumbres de sus antepasados" (Encíclica Diuturnum illud de León XIII, 1881, Nº 6). "El derecho de soberanía, por otra parte, en razón de si propio, no está necesariamente vinculado a tal o cual forma de gobierno, puédese escoger y tomar legítimamente una u otra forma política con tal de que no le falte capacidad de cooperar eficazmente al provecho común de todos... Juzgando rectamente cualquiera verá que entre las varias formas de gobierno ninguna hay que sea en sí misma reprensible, como que nada contiene que repugne a la doctrina católica, antes bien, puesta en práctica discreta y justamente, pueden todas ellas mantener al Estado en orden perfecto" (Encíclica Inmortale Dei, León XIII, 1885, Nos 9 y 36; ídem en Libertas, 1888 Nº 36).

Por lo mismo, no obstante, Pío X, al condenar el movimiento de Le Sillon, el 5 de agosto de 1910, recordó que León XIII "al enseñar que la justicia es compatible con las tres formas de gobierno conocidas, enseñaba también que, por este lado, no goza la democracia de especial privilegio". Veremos que el pensamiento de la Iglesia se inclina a afirmar, no obstante, que la forma democrática parece la más apta a la actual etapa de la vida humana.

A. MONARQUÍA

197. A. Monarquía. Evolución histórica. La clasificación más conocida de las formas de gobierno es la de monarquía y república.

Etimológicamente expresa monarquía la idea de un solo jefe, tal como hay poliarquía cuando los ejes son varios.

Son tan diversos los significados que la evolución histórica ha ido dando al régimen monárquico que es indispensable, para precisar su contenido, recordar a grandes rasgos sus etapas.

Dejando a un lado las concepciones de la antigüedad, comencemos por tener presente que la época feudal sigue al aniquilamiento del Imperio Romano, y contempla a las vastas regiones que otrora formaron éste divididas luego en infinidad de señoríos autónomos, en cada uno de

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los cuales se vinculaba estrechamente el derecho de dominio sobre la tierra con el mando sobre los feudatarios, tal como la sucesión en la propiedad territorial se relacionaba con la del mando sobre sus habitantes y los privilegios de dueño con los de Jefe. Tales señoríos, de acuerdo con su extensión e importancia, recibieron las más diversas denominaciones: principado, condado, ducado, marquesado, baronía, etc.

La vida de estos señoríos se desarrolló en medio de incesantes luchas intestinas y las rivalidades por la supremacía de unos sobre otros y los sufrimientos, debilidades y miserias provocados por esos combates, junto a la añoranza de la unidad perdida, fueron consolidando la superioridad de algunos señores que, con el nombre de reyes, lograban preeminencia y superioridad sobre otros diversos a los que procuraban sujetar a su influencia, ayudados con frecuencia por la adhesión entusiasta de sus respectivos pobladores, esperanzados en una mejor defensa, más segura tranquilidad y sólida prosperidad.

La monarquía en la Edad Media tuvo al principio un carácter eminentemente feudal, o sea, importaba para el rey señorío sobre los pobladores de su propia tierra y primacía en paridad sobre los demás señores de los feudos que integraban, mientras estos últimos ejercían a su vez de modo inmediato y directo, sus respectivos privilegios sobre personas y lugares comprendidos en su principado.

A medida que se consolidaba el reino, y crecían sus centros de población y la vida colectiva, la monarquía se transformaba paulatinamente en estamental, como ocurrió por ejemplo en España, Inglaterra y Francia.

Eran estamentos los diversos brazos del reino, o sea, los varios cuerpos que, en desigualdad jerárquica, ejercían las diferentes funciones colectivas, las distintas clases que formaban la colectividad.

Nobleza, clero y estado llano en los Estados Generales del reino de Francia; o clero, pueblo, universidades, fueros y privilegios de las ciudades castellanas; lores espirituales y temporales y comunes de los burgos y condados del Magno Concilio en Inglaterra, fueron manifestaciones de esta configuración de la monarquía en la segunda época de la Edad Media.

"Podemos considerar el estamento -dice Luis Sánchez Agesta- como un grupo social que se define por la cohesión orgánica que le constituye como una comunidad diferenciada por la función pública que sus miembros cumplen en el orden político, en que el estamento está integrado como un elemento orgánico por la misma función pública que lo define" (ob. cit., pág. 186).

"La vida política medioeval española -continúa el mismo autor- (partida entre el rey y el reino que concuerdan su sentir político a través de una castiza institución, las Cortes), está determinada por la idea estamental que agrupa el reino en brazos. Las Cortes donde los brazos se reúnen, son así el espejo de las fuerzas sociales, la síntesis de la constitución orgánica del Reino. Tres brazos aúnan en las Cortes sus intereses: la nobleza definida por el honor y el servicio; el clero que transmite la Gracia y templa las costumbres; y los procuradores de las ciudades, que lo son de la ciudad concreta a quien el Rey otorga este derecho, pero que en cierto sentido tienen la representación más compleja del estado llano que se ordena por oficios y corporaciones en el seno de la ciudad" (ob. cit., pág. 188).

Con la destrucción de la unidad antes no política sino de filosofía y de fe, que señala el advenimiento de la Edad Moderna, la monarquía cambia de carácter, porque la crisis religiosa multiplica las confesiones en el seno de los Estados y la creciente emancipación de las especulaciones racionales que se proyectan sin guía y luz sobrenatural, debilita los fundamentos morales de la obediencia y se dificulta de modo grave y consecuente la labor de

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gobernar, justamente cuando, por eso mismo, se hace sentir la necesidad de una acción más que nunca eficaz y vigorosa.

Así se introducen las monarquías absolutas que prevalecen en la Europa continental durante los siglos XVI, XVII y XVIII. La máxima concentración de atribuciones en los reyes fue confirmada por los pensadores de la época, que con Maquiavelo divorcian el poder político de toda cortapisa moral; con Bodín postulan el concepto de la soberanía irrestricta; y con Bossuet favorecen el despotismo, aureolándolo con misión que dicen recibida de Dios a quien exclusivamente darían cuenta los príncipes del ejercicio del mando.

La monarquía de esos siglos, es, por lo tanto, el poder supremo ilimitado, ejercido por el rey, titular de la soberanía, ya se llamara Enrique VIII en Inglaterra, Felipe II en España o Luis XIV en Francia.

La revolución de 1789 se hizo para dar remate a la monarquía absoluta, pero la institución monárquica sobrevivió al cataclismo y procuró adaptarse a los cambios del tiempo político.

Desde entonces la monarquía quiso ser constitucional, o sea, sujetarse, dentro de la boga contractualista, a una pauta que liberara a los súbditos del despotismo real. El antiguo poderío procuraba defenderse todavía cuando, por ejemplo, Luis XVIII dictaba una Carta que decía graciosamente otorgada desde el pináculo del legitimismo dinástico. Sin embargo, Luis Felipe de Orléans no vacila ya en aceptar el mando sujeto al marco de una ley fundamental emanada de un pacto celebrado con sus súbditos.

En Inglaterra, no se requiere de profunda, espectacular y sangrienta anarquía para dar fin al absolutismo, sino de un proceso de avances y regresiones que se desarrolla a lo largo del siglo XVII. Después del letargo colectivo y del debilitamiento de las instituciones representativas precedentes, que se producen cuando los reyes Tudor ejercen una de las formas más tiránicas conocidas, los viejos principios de la Magna Carta son de nuevo asegurados en la Petición de Derechos por Carlos I (1628) y, sin embargo, veinte años más tarde sigue la decapitación de este rey y la República de Cromwell. No pasa, sin embargo, una generación sin imponerse el más amplio reconocimiento de los límites del poder que se contiene en la Declaración de Derechos acordada en 1688, pauta impuesta el año siguiente a una nueva monarquía en la que toman vigor los derechos del Parlamento, órgano cada vez más representativo del propio pueblo inglés, afirmados más adelante por las peculiaridades de la dinastía Hannoveriana.

En estas circunstancias, cuando en Luis XVI se asesta cruento golpe a la monarquía francesa, la inglesa hace tiempo ha dejado ya de ser despótica y la forma parlamentaria asumida lentamente por ella se convierte en modelo que durante el siglo XIX procuran imitar las viejas naciones, deseosas de lograr, aun dentro de las nuevas ideas, la continuidad del legitimismo real.

198. La monarquía moderna. Como puede verse, se ha cambiado el contenido de la institución monárquica de modo notable si se compara la Inglaterra de Isabel I (1559-1605) y la de la reina Victoria (1837-1901), época la de esta última en que se precisa una nueva orientación que la conduce, paulatinamente, a medida que se extiende y hace efectivo el sufragio universal, a compartir el predominio del Parlamento con la conquista directa del poder por el pueblo.

El monarca no es ya, por lo tanto, el titular único de ilimitado poder, sino el jefe de un Estado, y se ve desprovisto de real soberanía, la que se ha desplazado de él, primero al Parlamento y luego al pueblo. Se ha reducido así a un mero símbolo de la continuidad dinástica y del aprecio de ciertos valores que tienen común vigencia en la sociedad política. El gobierno efectivo reside en el verdadero titular del poder que es, cada día en mayor grado, el pueblo mismo que

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designa a la Cámara, dentro de cuya mayoría el monarca se limita a escoger al Primer Ministro, depositario cierto de la función del mando.

La máxima desvitalización del antiguo contenido de la institución monárquica se expresa cuando se examina, en efecto, a la actual Reina de Inglaterra, punto de unión de la Comunidad Británica de Naciones, integrada incluso por Repúblicas que ni siquiera han jurado fidelidad a la soberana.

El recorrido histórico que precede demuestra el profundo cambio producido en el concepto de la monarquía.

Si en los tiempos del absolutismo moderno las monarquías cabían dentro de la calificación de monocracias o autocracias, porque significaba entonces el rey un centro del poder supremo de que era único titular y establecía él mismo los límites de su imperio, la monarquía de hoy está lejos de constituir formas de gobiernos clasificables como monocráticas o autocráticas. Mientras tanto, es la monarquía, como en la actualidad se la entiende, perfectamente compatible no sólo con el Estado de Derecho sino con la democracia, como lo demuestra la Inglaterra de Isabel II, con la ventaja para ésta de que puede aún servirse también de la aristocrática Cámara de los Lores. ¿Qué queda entonces como característica de la monarquía?

199. Caracteres de la monarquía contemporánea. Monarquía, dice todavía el Diccionario, es "forma de gobierno en que el poder supremo corresponde con carácter vitalicio a un príncipe, designado generalmente según orden hereditario y a veces por elección".

Monarquías electivas las ha habido y las hay. Se mencionan las del Sacro Imperio Romano-Germánico, más tarde la del Emperador de Alemania y, a través de los siglos, el Pontificado Romano.

Muchas de esas monarquías electivas, como también el Papado, han sido o son asimismo temporales.

Sin embargo, los rasgos de vitalicia y hereditaria acompañan generalmente a la monarquía, tal como la sucesión se mantiene de ordinario en la descendencia del varón mayor. La ley sálica impedía el paso de la mujer al trono.

Hemos dicho que no resulta tampoco esencial en la monarquía contemporánea que efectivamente el poder supremo resida en el Rey. La irresponsabilidad del monarca, se revela, entre tanto, como el rasgo más esencial de la monarquía.

Tal irresponsabilidad puede tener un distinto origen, según la naturaleza de la monarquía de que se trate. Cuando era absoluta, verdadera monocracia autocrática, esa irresponsabilidad derivaba de la ilimitación de la soberanía que residía exclusivamente en el rey y no tenía así lógicamente ante quien dar cuenta de sus actos. Desde que la monarquía se hizo limitada hasta el punto de quedar desprovista de todo contenido efectivo, la irresponsabilidad se presenta en ella, a la inversa, como natural consecuencia de habérsele escapado la dirección efectiva, traspasada a funcionarios sobre quienes se ejercen controles estrictos y eficaces, al paso que se reserva la majestad del príncipe como símbolo de la soberanía, de la unidad, continuidad y personalidad del Estado.

Así, pues, Luis XIV fue irresponsable porque su acción se inspiraba en la fórmula del "Estado soy yo", e Isabel II lo es porque encarna de la manera auténtica la fórmula opuesta "el rey reina, pero no gobierna".

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A las cabezas de uno y otro Estado llamamos reyes, no tanto por ser jefes hereditarios y vitalicios, sino principalmente por ser irresponsables y participar así de la esencia de la institución monárquica. "Hacer a un monarca responsable de un acto ilegal o funesto al país, es destronarlo; es la revolución" (Esmein, t. I, pág. 143).

La monarquía contemporánea, que presenta los rasgos ya descritos, tan incompatibles con el despotismo del mando, se aviene, entre tanto, plenamente hoy, incluso con los sistemas democráticos más evolucionados y ello explica su sólido mantenimiento, principalmente en las naciones europeas que tradicionalmente se han ajustado a ella, sin perjuicio de las alternativas que surgen del diverso prestigio de los monarcas y de la correspondencia de los miembros de la Casa Real a lo que cabe esperar de ellos. En relación a este último valor, principalmente la monarquía inglesa ha sufrido altos y bajos en este siglo, en tanto que no puede silenciarse ni la prestancia con que han desempeñado sus tareas los monarcas escandinavos y belgas ni los servicios prestados a la misma democracia por el rey Juan Carlos, que favoreció sin duda la restauración de la dinastía borbónica en España.

B. REPÚBLICA

200. B. República. La significación del término República no es más precisa que la de otros del vocabulario político.

A ello contribuyó desde el mismo Aristóteles cuando expresó que era el "régimen en que la multitud gobierna para la utilidad pública; nombre que es también común a todos los Estados" y podía degenerar en democracia. En otro lugar, manifiesta en forma extraña "que junta lo que hay de bueno en dos regímenes degenerados, la oligarquía y la democracia" (Aristóteles, Política, cap. 14).

No se olvide que Montesquieu, en el Espíritu de las Leyes establece que "gobierno republicano es aquel en que el pueblo todo o una parte de él tiene el poder soberano".

Tal sistema comprendía, como se ve, aristocracia y democracia, o sea, toda forma poliárquica.

Realizada en el siglo XVIII la Revolución, primero contra el despotismo y luego contra la monarquía -los otros dos brazos de la división tripartita de Montesquieu-, perdido el prestigio de la aristocracia, a la que se hacía responsable de los abusos del antiguo régimen, todas las repúblicas se organizan en el hecho como democracia y acostumbra usarse la palabra sólo para oponerla al gobierno monárquico, en una significación negativa y, por tanto, limitada, que los autores critican (ver por ejemplo Kelsen, ob. cit., pág. 418; Sánchez Agesta, pág. 506; Bernaschina, t. I, pág. 264).

Perdido, por otra parte, como rasgo determinante de la monarquía, el de ser gobierno de un solo titular del supremo poder, y hecha así compatible con la democracia, el vocablo republicano, como típicamente opuesto al monárquico, cambia su esencia conceptual, para centrarse en adelante en los caracteres de la Jefatura del Estado.

Cuando se confía ésta a mandatarios elegidos, por una duración temporal, y responsables de sus actos, se describe la República.

En el Estado podrá ser confiada a uno solo dicha jefatura, como casi siempre ocurre, o varios, como sucede excepcionalmente (Suiza, en algún tiempo Uruguay).

La periodicidad y electividad del Jefe del Estado acompaña siempre a la República, pero ya se hizo notar que eran también condiciones que pueden avenirse con la esencia de la Monarquía.

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La responsabilidad, entre tanto, constituye sin duda, la diferencia más característica entre la Monarquía y la República.

Las explicaciones precedentes revelan la impropiedad, por ejemplo, de la definición acogida en el Diccionario de la Real Academia: "Forma de gobierno representativo en que el poder reside en el pueblo, personificado éste por un jefe supremo llamado Presidente".

Se describe con fidelidad de tal modo un simple hecho: que la gran mayoría de las repúblicas funcionan en democracias representativas y tienen mandatarios que reciben el nombre de Presidente.

Pero no se expresa en esa definición la esencia de la república, compatible con otras formas de democracia que la puramente representativa, y aún con la aristocracia como la consideró Montesquieu, y con Jefes de Estado que pueden ser ora órganos colegiados, ora unipersonales, a veces éstos con denominación diversa que la de Presidente.

Así, pues, lo típico de la república comparada con la monarquía se halla no tanto en que, a diferencia de lo que ocurre ordinariamente en ésta, tiene aquélla como cabeza funcionarios electivos y temporales, sino fundamentalmente, en que los titulares de la Jefatura del Estado son responsables. Hay república si a la cabeza del Estado se halla uno o varios funcionarios escogidos para actuar por tiempo determinado y responsables ante quienes les han otorgado el título de su representación.

El Jefe de un Estado republicano podrá o no tener a su cargo la efectiva dirección del país; y así, mientras en el presidencialismo, actúa como verdadero Jefe del Gobierno, ello no sucede en gobierno parlamentario.

La responsabilidad del Jefe del Estado republicano se sujeta a reglas especiales destinadas a limitar la posibilidad de hacerla efectiva solo en casos de especial gravedad, a rodearla de exigencias formales que garanticen la seriedad de su ejercicio y a precaver, en fin, las consecuencias que pueda producir en la continuidad del mando supremo.

Por tales razones, se reducen los motivos de responsabilidad a la alta traición, abiertas y máximas infracciones al orden jurídico; se exigen altas mayorías acusatorias o decisorias, se impide o dificulta su procedencia durante el desempeño mismo de la función suprema.

En síntesis, monarquía y democracia no son hoy incompatibles y ello explica que, en la ciencia política contemporánea, las democracias puedan ser ya monarquías ya repúblicas.

C. ARISTOCRACIA

201. C. Aristocracia. Se ha recordado que, según la división tripartita de Aristóteles, aristocracia es el gobierno de pocos honrados que buscan el bien del Estado, y degenera en oligarquía cuando el mando se orienta a la utilidad de los ricos.

Más tarde, se prescinde del sentido peyorativo de la expresión y, por extensión, se llama oligarquía, de acuerdo con su raíz griega, a toda forma de gobierno de pocos, pero también se la continúa usando como sinónima de aristocracia.

Si los pocos que ejercen el gobierno son los más notables, especialmente la clase noble de la nación, se presenta típicamente la aristocracia.

Si en la selección del reducido número de los gobernantes se atiende a los poseedores de la fortuna toma el nombre de plutocracia; se dice especialmente timocracia cuando se tiene en

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especial consideración la renta que perciben; si se reconoce la importancia que alcanzan quienes se especializan en el manejo de los instrumentos creados al amparo del progreso científico, se describe la tecnocracia; y, en fin, si se toma en cuenta la "influencia excesiva de los empleados públicos en los negocios del Estado", se describe la burocracia.

Todas estas denominaciones constituyen matices expresivos de formas institucionales caracterizadas por el número reducido de gobernantes y se oponen tanto a las monocracias como a las democracias.

Hay aristocracia cuando el grupo de hombres que se ha impuesto por los talentos, virtudes o servicios prestados a la colectividad, en la guerra o en la paz, consolida su prestigio y asegura el uso y continuidad del poder político mediante el privilegio de ser sus componentes o sus descendientes llamados por derecho a ejercer las funciones públicas. Selección colectiva afirmada y continuada por la herencia, ha encontrado la aristocracia su mejor garantía en la propiedad de la tierra, transmitida junto con algún título al honor colectivo.

La aristocracia significa forma de gobierno sólo cuando pertenecer a ella importa preferencia jurídica y expectativa de llamado al ejercicio de funciones oficiales de mando, no cuando integrarla es únicamente motivo de respeto y consideraciones en la vida social.

En tanto la vocación al servicio público esté respaldada por superioridad indiscutida y por selección estricta, la aristocracia se hallará en condiciones de mantenerse en el hecho en la conducción de la colectividad que, por derecho, se le reconoce.

Las aristocracias son incompatibles con los gobiernos realmente monocráticos al estilo de las monarquías absolutas, porque en ellos, perdiendo el prestigio que funda su influencia, se transforman en clientelas de granjerías u oropeles. Así se explica que las clases nobles cayeran junto con los reyes, cuando, por su naturaleza, estaban llamadas no sólo a adornar la corte sino a apoyar y completar la dinastía real y servir con eficiencia a monarquías templadas.

Democracias contemporáneas como la inglesa manteniendo la monarquía, han sabido aprovechar, asimismo, la aristocracia, dándole cabida en la Cámara de los Lores, formada también, no se olvide, por miembros que no pertenecen a la nobleza hereditaria. De unos 870 miembros más o menos, 800 son Pares hereditarios (Ver Hood Phillips, ob. cit., pág. 75; Wade y Phillips, ob. cit., pág. 92, Stateman?s Year Book, 1960).

Son poco frecuentes en la historia los gobiernos aristocráticos. El mejor modelo durante siglos fue el de la Venecia de los Dux. Al Gran Consejo, en el cual se repartían las funciones esenciales, sólo podían llegar los miembros de las principales familias.

Gobiernos, en cierta manera plutocráticos, han sido las democracias censitarias que se conocieron en el siglo XIX -Francia, Inglaterra- en la época en que se reservó el sufragio a los tenedores de la propiedad o usufructuarios de renta u otros signos de fortuna.

Cuando el yugoslavo Milovan Djilas se refiere a La Nueva Clase (trad. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1957), describe con mucha precisión la, para el mismo autor, dolorosa experiencia del nacimiento de una nueva forma de aristocracia que se eleva en los totalitarismos contemporáneos. Entregadas todas las tareas oficiales al monopolio del partido único que se reconoce en el Estado, se transforman los dirigentes políticos en casta privilegiada que acumula los beneficios del mando junto con la influencia colectiva, que se cierra sobre sí misma y se perpetúa en el poder con más eficacia y firmeza de las que lograban las antiguas aristocracias.

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"Como esta clase nueva no había sido formada como parte de la vida económica y social antes de su llegada al poder, solo podía ser creada en una organización de tipo especial, que se distinguía por una disciplina especial basada en las opiniones filosóficas e ideológicas idénticas de sus miembros. Una unidad de doctrina y una disciplina de hierro eran necesarias para superar sus debilidades... Esto no quiere decir que el nuevo partido y la clase nueva sean idénticos. Sin embargo, el partido es el núcleo de la nueva clase y su base. Es muy difícil, quizás imposible, definir los límites de la nueva clase e identificar a sus miembros. Puede decirse que la nueva clase está formada por aquellos que poseen privilegios especiales y preferencias económicas a causa del monopolio administrativo que ejercen" (Djilas, ob. cit., págs. 53-54).

D. DEMOCRACIA

202. D. Democracia. Definiciones. Democracia es, según su etimología griega, la autoridad, gobierno o poder del pueblo.

Conforme al Diccionario de la Real Academia, es tanto "doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno", como "predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado".

En el famoso discurso en el Cementerio Nacional de Gettysburg del 19 de noviembre de 1863 dio el Presidente Abraham Lincoln su recordada definición de la democracia: "Declaramos... que en esta nación bajo la ayuda de Dios, renacerá la libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no perecerá en la tierra" (American Historical Documents, pág. 281). Las palabras del estadista norteamericano han tenido tal influencia que casi un siglo más tarde el art. 2 de la Constitución francesa de 1958, como lo hacía ya la de 1946, expresa que el principio de la República es "el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo".

Gobierno del pueblo, como titular y depositario del poder; por el pueblo, como órgano efectivo del mismo; y para el pueblo, en razón de ser también el beneficiario y destinatario de su acción.

Como gobierno del pueblo, se opone tanto a las diversas formas monocráticas como a las oligárquicas.

Gobierno por el pueblo, en cuanto éste no es sólo titular nominal del poder; lo ejerce real y efectivamente y no admite que nadie lo haga en su nombre sin su consentimiento, atribuyéndose encargo que el pueblo mismo no le haya confiado o sin que responda de su gestión ante él.

Para el pueblo, porque el objeto de la sociedad política es el bien común temporal, e implica ayudar a la consecución del fin de cada uno de sus miembros, procurando crear, mantener, favorecer al efecto las condiciones necesarias para que cumplan su individual vocación todas las personas y grupos que integran la sociedad mayor, sin exclusiones de ninguna especie, y con especial preocupación en favor de aquellos miembros que más necesitan de la actividad del poder.

La definición de Lincoln significa, según Maritain, "que el pueblo está gobernado por hombres elegidos por él y a los cuales ha confiado el derecho a mandar, para cumplir funciones de naturaleza y duración determinadas, y sobre cuya actuación conserva una fiscalización regular, la primera de todas por medio de sus representantes y de las asambleas así constituidas" (El hombre y el Estado, pág. 40).

"...que entendemos por sistema democrático -dijo el Pueblo de Puerto Rico al proclamar su Constitución de 1953- aquel donde la voluntad del pueblo es la fuente del poder público,

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donde el orden político está subordinado a los derechos del hombre y donde se asegura la libre participación del ciudadano en las decisiones colectivas".

El Presidente de Chile, don Jorge Alessandri, inaugurando la Quinta Reunión de Consulta de los Cancilleres Americanos celebrada en Santiago en 1959 expresó que democracia es "el gobierno del pueblo ejercido por sus representantes designados libremente en elecciones periódicas que garantizan la voluntad popular y que se fundamenta en el sagrado respeto de la personalidad humana y de sus derechos cuya verdadera cuna es el evangelio de la civilización cristiana".

203. Su fundamento doctrinario. Hemos recordado en otro lugar que la filosofía cristiana reconoce que la existencia de una autoridad dentro de la sociedad se impone como consecuencia natural e ineludible de la realidad ontológica de la misma sociedad, de manera que no queda librado al arbitrio de los hombres determinar el contenido esencial y los límites del poder del Estado, porque deriva de la razón y objetivo de la sociedad civil, que es la consecución del bienestar terrenal de todos sus integrantes.

Sin embargo, la circunstancia de que en determinada colectividad el poder pertenezca a algunos de sus miembros, u a otros, no resulta directa e inmediatamente de las exigencias de la naturaleza, sino que ésta lo confía a las libres determinaciones de los hombres, siendo siempre condición imperiosa del orden objetivo que el mando se desempeñe dentro de las limitaciones que le impone el respeto a la persona humana en los componentes del Estado y la consideración del fin propio de éste.

Así pues, según ya hemos explicado, el creador de la naturaleza ha dejado libertad para organizar en cualquiera forma dentro de tales marcos las instituciones políticas, y la historia de la humanidad demuestra que de esa facultad el hombre ha usado real y ampliamente.

Pues bien, en ese margen de libre determinación, cabe perfectamente establecer y preferir, dentro de las formas lícitas de gobierno la democracia, una de las modalidades en doctrina perfectamente admisibles, en efecto, a la luz de los principios del derecho natural.

Puede, incluso, sostenerse, aún más -y ello dependerá de los favores con que se acoja el sistema democrático- que es éste el más conforme a los requerimientos de la naturaleza, sin que deba llegarse con aquéllos en exceso entusiastas de tal régimen a sostener que es la única forma gubernativa en principio aceptable para todas las épocas y naciones. Estimamos que, doctrinariamente, es, sin embargo, el gobierno democrático el más razonable porque, si no resulta impuesto al hombre ningún sistema gubernativo específico, y se le ha dejado la posibilidad de escoger cualquiera, parece laudable implantar una organización política en la que todos los hombres tengan una participación activa en la selección de los gobernantes y en la gestión de la cosa pública.

Ello resulta aún más lógico si se tiene presente que el poder político, aun cuando pueda disponer de la fuerza material, excepcionalmente y como potencial de su eficacia, no es puramente coactivo, sino eminentemente moral, o sea, ha de ser consentido y aceptado por la razón de los gobernados que comprenden y admiten la necesidad y contenido del mandato a que obedecen.

Si el poder político es, en efecto, para todos los que lo deben admitir, de índole racional y moral, nada más lógico que propender a la implantación de sistemas de dirección política en que todos quienes hayan de soportarla influyan en la determinación de las personas que ejercen el mando, de los fines que hayan de proponerse y de los medios que para ello se emplean.

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Por otra parte, si la naturaleza hizo iguales a todos los hombres, resulta en armonía con ella que todos concurran, con semejante derecho, a la ordenación y marcha de los negocios públicos, factor importante en la búsqueda de la felicidad de cada cual.

Tal igualdad cuadra con la fraternidad con que los hombres deben mirarse, en su calidad de seres creados y redimidos por el mismo Dios, y llamados a encontrar su final satisfacción en El.

Esa fraternidad ha de manifestarse en el mutuo deseo de que todos gocen de análogas posibilidades de perfeccionamiento y de semejante influencia en el progreso y felicidad de cada cual.

Lo que sostenemos coincide cabalmente con lo que afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución Apostólica Gaudium et Spes: "Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes" (Nº 75).

204. Límites a la autonomía democrática. Se presenta como fundamental en el sistema democrático que en el hecho todas las personas y grupos estén en condiciones de aprovechar y gocen efectivamente de las garantías suficientes para expresar su opinión sobre los problemas que se debaten en la vida pública, y que, en definitiva, las decisiones que se adopten, con respeto de los derechos de las minorías, sean aquellas que cuenten con el apoyo de la mayoría que se ha constituido.

Lo anterior, sin embargo, no significa que quienes conviven en la democracia dispongan de una total autonomía para apreciar las cuestiones de interés público ateniéndose exclusivamente al punto de vista de su exclusivo y particular criterio.

"En todo caso, en la cultura democrática de nuestro tiempo -explica S.S. Juan Pablo II en Evangelium Vitae (1995)- se ha difundido ampliamente la opinión de que el orden jurídico de una sociedad debería limitarse a registrar y recibir las convicciones de la mayoría y que, en consecuencia, no debería descansar sino en lo que la propia mayoría reconoce y vive como que es moral. Si se estimara así, que aun una verdad común y objetiva es en el hecho inaccesible, el respeto a la libertad de los ciudadanos -considerados éstos como los verdaderos soberanos en un régimen democrático- exigiría que, en el nivel de la legislación, se reconociera la autonomía de la conciencia de los individuos y que por lo tanto, al establecer las normas, en toda forma necesarias para la convivencia en la sociedad, se conforme exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que ella sea. En tal forma, todo hombre político debería separar netamente en su acción el dominio de la conciencia privada de aquel de la acción política.

"Se observan, pues, dos tendencias, en apariencia diametralmente opuestas. Por una, los individuos reivindican para sí mismos la más entera autonomía moral de elección y exigen que el Estado no adopte ni imponga ninguna concepción de naturaleza ética, pero que se limite a garantizar a la libertad de cada uno el campo más extenso posible, con la única limitación externa de no perturbar el campo de autonomía a que cualquier otro ciudadano tiene igual derecho. Por otra parte, se considera que en el ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de otro impone a cada uno hacer abstracción de sus propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier requerimiento de los ciudadanos, reconocido y protegido por las leyes, admitiendo como único criterio moral en el ejercicio de sus funciones lo que se determina por estas mismas leyes. En tales condiciones,

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la responsabilidad de la persona se encuentra delegada a la ley civil, lo que supone la abdicación de la conciencia moral por lo menos en el dominio de la acción pública" (Nº 69).

205. Libertad-autonomía, libertad-participación. La democracia debe ser así aquella forma de gobierno en la que la obediencia resulta más fiel y perfecta, puesto que se genera en la aceptación más profunda e íntima por el gobernado de la autoridad a que se ve sometido, y en la que se defiende más firmemente la libertad del hombre.

En relación al poder público, la libertad humana puede, en efecto, considerarse desde dos puntos de vista:

-Libertad-autonomía es la independencia con que cada hombre decide y realiza sus actos y persigue su perfección en el cumplimiento de su vocación. Su calidad de persona lo hace acreedor a su respeto por la sociedad: la autoridad debe reconocer los derechos del hombre y resguardar su ejercicio.

-Libertad-participación es el camino que el hombre puede creer más apto para lograr que, en el hecho, se produzcan las condiciones que le permitan ejercer su libertad-autonomía; es su propia participación en la selección de los que tengan autoridad, en la determinación del contenido del interés general y de las actividades que se orientan a lograrlo.

Justamente es la democracia el sistema de gobierno que se propone asegurar tal participación a través del amplio ejercicio de las libertades y de los diversos mecanismos que consagra su estructura organizativa.

206. Origen de la democracia moderna. La democracia moderna se impuso, como reacción en contra del absolutismo monárquico que históricamente la precedió, bajo el triple lema de libertad, igualdad y fraternidad, que fue el de la Revolución de 1789 y que sigue siendo la divisa de la República Francesa, según el art. 2 de su actual Constitución.

Tal divisa tiene, como puede verse, permanente valor, por cuanto subraya que los derechos de la persona humana deben ser respetados como base esencial del poder político, que la sociedad debe organizarse dentro de la igualdad de los hombre, y que la acción de la autoridad y la relación de los gobernados con éste y entre ellos mismos no puede olvidar los límites de la fraternidad que a todos une.

Sobre esta materia insistimos más adelante al tratar de las Declaraciones de Derechos.

Sin embargo, la democracia revolucionaria se inspiró también en otros principios que no guardan conformidad con postulados racionales sólidamente iluminados por la verdad sobrenatural.

La razón, emancipada de la enseñanza revelada, construyó, por su cuenta exclusiva, un hombre cuyos caracteres pretendían deducirse de la mera especulación, cuya ley provenía del sólo arbitrio de su voluntad, y cuyo fin parecía restringirse a la inmanencia de su desarrollo terrenal, ya que procuraba prescindir de toda preocupación por el destino ultra temporal.

Así nació el hombre abstracto de la Revolución, sobre el que venían discurriendo diversas doctrinas con ánimo de explicarse los fenómenos que con él se relacionan y, entre otros, los referentes a la vida cívica.

En afán de emancipar al hombre subyugado por el despotismo político, se discurrió un ser humano desprendido de las variadísimas circunstancias que lo sitúan en el espacio y en el tiempo y de los vínculos con personas y sociedades que la realidad le impone. Y, para entregar

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al individuo así concebido el poder omnímodo que los reyes absolutos habían ejercido, las diversas corrientes contractualistas, que culminaron en Rousseau, dieron a la autoridad política origen en el consentimiento de los hombres de modo que a cada uno correspondía la soberanía y podían administrarla sin límites de ninguna especie, por la voluntad general que venía a ser la de la mayoría de los miembros del Estado.

En el Contrato Social creyó Rousseau, y esta creencia influyó notablemente en el constitucionalismo clásico, que se había encontrado la fórmula mágica para poner término a todo absolutismo, porque, desde el instante en que el poder político nacía del pacto, el hombre que lo soportaba dejaba de sentirlo oprimente en razón de que contribuía él mismo a formarlo.

207. Errores de ésta. Muy pronto la experiencia, conforme a los imperativos ineludibles de la realidad, puso de manifiesto el error y los riesgos que envolvía el pensamiento filosófico revolucionario.

Dándose como origen del poder el simple acuerdo de los hombres y entregando su ejercicio a la voluntad de las mayorías, sin restringir sino al revés ampliando el contenido del antiguo concepto de la soberanía, cuyo titular cambió simplemente pasando del monarca al pueblo, los derechos de la minoría quedaron tanto o más indefensos que en la época del absolutismo, desde que en adelante se les podría incluso destruir a nombre del pueblo, mientras antes eran, por desgracia, cierta y gravemente atropellados pero sin que el pensamiento proclamara doctrinariamente el derecho a su desconocimiento. Fue el paso a la demagogia, a la tiranía de las mayorías irresponsables.

El hombre abstracto de 1789 se convirtió en el hombre concreto de la burguesía capitalista e industrial que asumió la influencia colectiva después de la Revolución y aprovechó la nueva doctrina política, imponiendo en la colectividad formas económicas que crearon una nueva época de esclavitud humana configurada en la condición proletaria.

Cuando el hombre concebido según el pensamiento de la Revolución no se concretaba en el burgués cómodamente instalado en la sociedad de los siglos XIX y XX, sino en la multitud proletaria, se veía desprovisto de las defensas que, en la economía agraria y artesanal dominante en los siglos de la monarquía absoluta, la organización gremial le facilitaba para buscar mejores condiciones en su labor productiva.

A medida que creció el número de los ciudadanos con derecho a sufragio, y pasaron a ser titular de éste no sólo los representantes autorizados de la burguesía dominadora de la sociedad capitalista sino que los mismos hombres que experimentaban las injusticias de la estructura económica, se hizo sentir en la vida política el descontento de quienes no podían satisfacerse con el goce ilusorio de derecho de libertad e igualdad que proclamaban los documentos constitucionales cuando, en el hecho, la sociedad no les proporcionaba las condiciones necesarias para que dichas garantías dejaran de ser otra cosa que simples formulaciones doctrinarias, sin contenido práctico efectivo.

208. Clases de democracia. La democracia se caracteriza, pues, por la intervención real del común de los miembros de la sociedad política en la gestión de los negocios propios de ésta.

Dicha intervención puede efectuarse de dos modos diversos: ya participando en la creación y ejecución de las normas jurídicas, ya limitándose a designar a quienes las dicten y las hagan cumplir.

Cuando el pueblo resuelve por sí mismo el establecimiento de las reglas de derecho y los problemas que presenta la gestión de los negocios públicos, existe democracia directa.

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Cuando la función del electorado se circunscribe a designar a quienes, en su nombre, determinen esas reglas y decidan los asuntos colectivos, hay democracia indirecta o representativa.

Si en determinados aspectos el pueblo interviene en la formación de la regla de derecho y marcha de la vida pública, pero entrega en otros dicha tarea a quienes establezcan las normas jurídicas o se pronuncien en su nombre y provean a su cumplimiento, encontramos las democracias semirrepresentativas y semidirectas.

Es útil advertir que no sólo las democracias sino también las formas monocráticas y oligárquicas pueden presentar formas de gobiernos directos, representativos o semidirectos, pero tradicionalmente esta clasificación se aplica a la democracia.

209. Presupone libertad política. Conviene notar que, para que pueda hablarse en verdad de democracia de cualquier tipo, el depositario del poder debe cumplir efectivamente, con espontaneidad y sin coacciones, la intervención que se le reserva en el establecimiento u observancia del régimen jurídico o en la selección de los gobernantes.

Pero no la hay si son tan sólo los textos los que contemplan determinadas intervenciones del pueblo, pero éste actúa en forma nominal, simplemente para explicar el calificativo que las constituciones siguen atribuyendo al régimen, cuando en verdad no están los ciudadanos en condiciones de manifestar en las urnas un querer ilustrado y auténtico.

Si la información no circula, la opinión no se expresa, los problemas no se discuten, la elección no es tal y la consulta popular se limita a rubricar las determinaciones de la autoridad con el prestigio de una aprobación simbólica, no hay realmente sistema democrático.

Tal era el caso de las "democracias populares". Así se proclamaban los diversos gobiernos que, inspirados en el ideal marxista y controlados por el imperio soviético, prevalecieron en la Europa oriental después de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989. Importaba esa calificación un simple homenaje que hacían al sentido de la marcha histórica y a los propósitos de bienestar colectivo que pretendían realizar.

DEMOCRACIA DIRECTA

210. Democracia directa. El régimen más acorde con los postulados de la filosofía revolucionaria, especialmente con los del contractualismo como explicación del poder social, es la democracia directa, es decir, aquella en que el pueblo, titular del poder, lo ejerce por sí mismo en la plenitud de las funciones de legislar, ejecutar y juzgar.

Se explica por eso el favor con que Rousseau miraba tal sistema.

La historia de Grecia y de Roma proporciona ejemplos de democracias directas en el gobierno de sus ciudades.

Resultaban factibles en la antigüedad, cuando el número de los pobladores era incomparablemente inferior al de las grandes agrupaciones contemporáneas, dentro de ordenamientos jurídicos que otorgaban ciudadanía a una parte escasa de la población total, cuando las modalidades de la vida eran sencillas, simples los problemas públicos, incipiente la economía de la sociedad.

En la época que atravesamos, las circunstancias del vivir colectivo son en extremo diferentes a aquellas que otrora posibilitaron la democracia directa. El ámbito de los Estados se inclina a

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asumir dimensiones continentales; la población de cada uno, comprende no ya millones, sino hasta miles de millones de hombres; la extensión del sufragio tiende a incluir gran parte de los habitantes; las cuestiones que suscita una vida colectiva diferenciada y riquísima en variedad de aspectos, se hacen cada vez más complejas, e impone, por lo tanto, su resolución estudios muy profundos cuya realización supone la entrega completa de la actividad humana, cuando justamente cada persona se muestra por otra parte abrumada por el peso de sus propios deberes.

Se explica así que la democracia directa no sea factible y deban buscarse, como actuales ejemplos, el de cinco pequeños cantones de los 22 que forman la Federación Suiza, y la posibilidad que otorga a las comunas el art. 28 de la Constitución vigente de la Alemania Occidental para que en ellas la representación pueda ser reemplazada por la asamblea de los ciudadanos.

Sin embargo, la democracia directa, aun en sus expresiones más auténticas, se acompaña con el funcionamiento de órganos ejecutivos encargados de cumplir las resoluciones popularmente adoptadas y de actuar en el lapso que separe una reunión y otra de la asamblea del pueblo depositario de la soberanía. Rousseau, a pesar de su marcada preferencia por la democracia directa, no dejaba de admitir la necesidad de existencia de oficiales servidores del pueblo que integran el gobierno y que tienden desgraciadamente, según sus explicaciones, a ensanchar el campo de sus atribuciones, atrayendo hacia sí el poder político que debiera corresponder siempre al soberano.

El Presidente de la Cámara de Diputados de Francia, M. Jacques Chaban-Delmas, en conferencia dada en diciembre de 1961, ponía de relieve el máximo peligro que presenta en la actualidad esta forma gubernativa: "La Democracia Directa supone, en efecto, la creación y mantenimiento de un diálogo entre el Poder y el pueblo, sin intermediario. Teóricamente tal construcción es respetable; importaría un frecuente recurso al referéndum para adoptar, a lo menos, las soluciones de los principales problemas. No puede negarse que tal empleo del referéndum, conduciría rápidamente al plebiscito. Las experiencias históricas hechas tanto en Francia como en otros países, han mostrado claramente a qué consecuencias llega tal mecanismo; el conjunto de estas consecuencias suministra la sustancia misma del totalitarismo, cualesquiera que sean las apariencias, más o menos prolongadamente salvaguardadas. Es por lo que no hay exceso en afirmar que, más allá de los límites de un Estado si no minúsculo a lo menos poco importante, la democracia directa no tendría de democracia sino el nombre" (Les Annales, dic. 1961).

DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

211. Democracia representativa. El gobierno representativo es aquel en que el titular del poder político no lo ejerce por sí mismo sino por medio de representantes quienes a su turno, formulan las normas jurídicas, las hacen cumplir, deciden los problemas públicos y desempeñan las más importantes funciones de la soberanía. En consecuencia, cuando el pueblo siendo titular del poder político, designa representantes suyos para la integración de los órganos que ejercen los diversos atributos del mando, existe la democracia representativa.

La forma representativa del gobierno democrático pugna con una efectiva monocracia, pero es compatible con la república y con la monarquía, si se concibe ésta no en el sentido que se le dio durante los siglos del absolutismo, sino en sus versiones posteriores constitucionales, parlamentarias y hoy, en fin, simbólicas.

Tomada así la monarquía es, en efecto, armonizada hasta tal punto con la democracia representativa, que precisamente este régimen se configuró en la monarquía inglesa.

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Como expresa la definición de la Real Academia, gobierno representativo es "aquel en que, bajo diversas formas, concurre la Nación por medio de sus representantes, a la formación de las leyes".

Se relaciona, según se ha dicho, la esencial característica de este gobierno primordialmente con la naturaleza del órgano a que se confía la formulación de las reglas de derecho, no con el Poder Ejecutivo, porque siempre se ha requerido de funcionarios que ejecuten las leyes, aun en las formas más extremas de la democracia directa, en atención a que tal tarea es de imposible realización por el mismo pueblo.

212. Concepto de representación política. La representación política se ha vinculado por razones históricas a la institución jurídica del mandato del derecho privado y tal relación ha sido, como se verá, factor de perturbación y de oscuridad en el campo de la ciencia política.

En derecho la representación permite que la actuación de una persona se impute a otra y equivalga a la intervención directa de la persona representada.

"Lo que una persona ejecuta a nombre de otra, estando facultada por ella o por la ley para representarla, produce respecto del representado iguales efectos que si hubiera contratado el mismo."

En la definición transcrita, dada por el art. 1448 del Código Civil Chileno, se manifiesta que la equivalencia de resultados puede provenir ya de la voluntad de la ley -tanto de la ley natural como de la positiva, diríamos nosotros- ya del deseo de la persona representada, expresada en un mandato que autoriza a otra para actuar en su nombre.

La diferencia es apreciable según que la representación nazca de uno u otro origen, porque, si sólo proviene del mandato, se concibe la voluntad preexistente o vigente del mandante representado, mientras que, si nace de la naturaleza o de la ley, puede no existir en absoluto la voluntad del representado, o ser diversa de la que expresa el representante.

Para entender el exacto contenido de la representación política debe prescindirse del significado que, luego de una larga evolución, vino a alcanzar, y, en especial, de la vinculación, en apariencia ineludible, que ahora equivocadamente le atribuimos en relación con el sufragio.

Veamos como se llega al concepto moderno de la representación política.

Cuando se explicó la evolución experimentada por la institución monárquica, se recordó cómo a la unidad romana sucede el desmenuzamiento de la época feudal y da paso, en medio de las luchas de los señoríos, a la primacía de los reyes, señores de señores que conservan a su turno sus prerrogativas de dominio sobre las tierras y derechos sobre sus feudatarios, de modo que, para poder gobernar requieren los monarcas la reunión de consejos a que son convocados para que den su consentimiento los nobles y los dignatarios eclesiásticos, entonces también príncipes temporales.

Cuando más adelante a la monarquía feudal sucede la estamentaria, se reúnen los distintos brazos del reino, en cuerpos que se llaman Cortes, Parlamentos, Estados Generales, etc.

Los integrantes de tales cuerpos eran convocados directa, nominativa y personalmente, en razón de sus prelacías o por sus rangos señoriles, o bien en representación de los cuerpos, brazos o estamentos en cuyo nombre concurrían.

Cuando su título de convocación no era individual sino en calidad de personero de algunos de los cuerpos intermedios, se limitaba a transmitir la opinión del estamento que le había

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otorgado el mandato, "procurador en la Corte", y su designación no siempre provenía de elección, sino que de otras formas de nombramiento.

Así, pues, la que se convertirá en representación política nace íntimamente vinculada a la institución del mandato propio del derecho privado en una época, como la feudal, en que el derecho público está sumido en aquél, en razón de que la relación jurídica dominante era la nacida del patrimonio, principalmente la propiedad sobre la tierra y la sucesión en ella.

En consecuencia, cuando votaban en las Cortes, Estados Generales o Parlamentos, quienes no concurrían por título propio trataban de interpretar con estrictez la voluntad del cuerpo que les enviaba, y muchas veces, los deseos de éste se expresaban en documentos minuciosamente redactados en que se consignaban en términos categóricos las instrucciones a que debían ceñirse los procuradores.

Cierto es que, por otro lado, la decisión definitiva en las asambleas se adoptaba considerando el voto de los distintos estamentos o brazos del reino, de manera que una sola era la opinión de la nobleza o la del clero o la de las ciudades, etc.

213. Evolución del alcance de la representación política. El desarrollo que alcanzaron las instituciones representativas, se detiene con motivo del letargo en que ellas se sumen al advenimiento, en la segunda mitad del siglo XV, de las que fueron las monarquías absolutas dominantes en el Occidente Europeo, durante las centurias siguientes.

Merece análisis separado la evolución experimentada en Inglaterra, debido a que en la isla el avance democrático comienza y se mantiene mucho más largamente, en razón de que en dicho reino se une la burguesía de las ciudades con la nobleza de la sangre, para enfrentarse juntas al monarca.

La Magna Carta de 1215 registra las garantías que los cuerpos de la monarquía imponen al propio rey, y sus personeros se habitúan en la sala del Magno Concilio, que después comienza a funcionar en dos cámaras, a consentir en el impuesto y en el ejército y a pedir ambas conjuntamente al rey, la dictación de las normas legislativas.

El hábito que se introduce en orden al continuo funcionamiento de las Cámaras de los Lores y de los Comunes, determina una diferencia importantísima, si se compara su labor con la actuación esporádica y meramente consultiva de las Cortes en España o de los Estados Generales en Francia.

La originalidad del sistema inglés se acentúa al considerar que los miembros de las Cámaras no se desempeñan en él como simples mandatarios que cumplen literalmente las instrucciones de sus representados, sino como personas encargadas de ejercer funciones permanentes y de decidirse tocante a las diversas cuestiones que surgen en la vida política, en incesante cambio.

Aun cuando la designación de los representantes en la Cámara de los Comunes se fue identificando cada vez más al procedimiento electoral, la actuación práctica de los miembros así escogidos no reflejaba la idea de que éstos pretendieran cumplir la voluntad del electorado, en cuya soberanía no parecían siquiera haber pensado. Georges Burdeau (t. V, pág. 237); cita opiniones de Blackstone y de Burke, extraordinariamente claras a este respecto, provenientes, como se ve, de dos tratadistas de nota del siglo XVIII: "Cada miembro, decía Blackstone, aunque escogido por un distrito particular, sirve para todo el reino. Porque el fin para el cual es enviado no es particular sino general: no es en el interés sólo de sus constituyentes sino que de la Comunidad". "Instrucciones imperativas, mandatos confiados -decía Burke en 1764- y a los cuales el diputado esté ciegamente obligado a obedecer en sus votos y discursos, por contrarios que sean a la más clara convicción de su juicio y de su

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conciencia, son cosas absolutamente desconocidas en las leyes de este país, y que no pueden imaginarse sino por un error fundamental acerca de las reglas de nuestra Constitución. El Parlamento no es un Congreso de Embajadores, representantes de intereses diversos y hostiles, es la Asamblea Deliberante de una Nación que no tiene en vista sino un solo y mismo interés, el del país..."

La Revolución que estalla en Francia, en 1789, quiere sustituir con semejante ilimitación, la soberanía real por la del pueblo titular del poder supremo y su propio creador en el pacto social constitutivo cuyo manejo se confía a la voluntad general expresada por la decisión de la mayoría.

Como, en la lógica del pensamiento político dominante, la perfección democrática se hallaba en el ejercicio directo por el mismo pueblo de la soberanía que residía en él, cuando, después del largo receso iniciado en 1614, se reúnen en 1789, los Estados Generales, lo hacen integrados por delegados que se reconocen voceros del pensamiento de sus mandantes, consignado en los famosos y precisos Cahiers d?Orléans documentos en que se manifestaban detalladamente los agravios causados por el antiguo régimen y las peticiones concretas de reformas.

No se había practicado en Francia una representación entendida al estilo inglés, y el afán de consecuencia con el ideal revolucionario imponía que éste se reflejara en la actuación de los mandatarios, llamados a traducir concretamente las aspiraciones y deseos de los ciudadanos que les enviaban.

Las exageraciones y los crímenes de la Revolución patentizaron lo que podía esperarse de una sociedad cuando la autoridad se confiaba al pueblo multitudinario y anárquico, en cuyo nombre, irresponsablemente, se actuaba y cuya voluntad, paradojal y versátil, cada cual a su antojo decía servir.

Para salir del caos, entre políticos y pensadores, en medio de las convulsiones y episodios de indisciplina y terror, se va imponiendo una concepción diferente, destinada a arrebatar la efectividad del mando al pueblo tumultuoso de las jornadas revolucionarias, desprenderse de sus exageraciones y crueldades y hacer posible encauzar, al margen de su poderío pero sin negárselo directamente, el curso de la vida política.

Si en el estallido de la Revolución tiene máxima importancia la doctrina de Rousseau, en los años posteriores, aquellos que preceden inmediatamente a la dictadura de Bonaparte, se entroniza, en efecto, un pensamiento político bastante diverso al de aquél.

Para Rousseau cada ciudadano tiene una parte alícuota de la soberanía, es a un tiempo súbdito y soberano en relación con la voluntad general.

Entre tanto, ya para la Constitución de 1791, si la soberanía continúa siendo una, indivisible, inalienable, e imprescriptible, "pertenece a la Nación; ninguna sección del pueblo, ningún individuo, pueden atribuirse su ejercicio" (art. 1º). "La soberanía reside en el pueblo -dice más adelante el art. 25 de la Constitución de 1793- pero ninguna porción del pueblo puede ejercer el poder del pueblo entero" (art. 26) y "todo individuo que usurpe la soberanía debe ser muerto por los hombres libres" (art. 27).

"La soberanía reside esencialmente en la universalidad de los ciudadanos", expresa el art. 17 de la Constitución del año III.

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Se opera, así, en pocos años la transformación del titular de la soberanía, que no es ya el pueblo sino la Nación, y en ésta y no en aquél se apoyará en adelante la democracia representativa.

Mediante tal evolución ideológica se obtiene un resultado práctico que pretende ser semejante al sistema aplicado desde mucho antes en Inglaterra.

Una y otra fórmula quitan, en efecto, a la procuración política los rasgos del mandato imperativo predominantes en las monarquías estamentarias de la Edad Media.

214. La representación en el constitucionalismo clásico. El constitucionalismo clásico se cimenta en un concepto de la representación desvinculado esencialmente, como se ve, del mandato de derecho privado.

Lo que se representa no es exactamente al pueblo ni al electorado sino que a la Nación, o sea, a la comunidad de valores humanos que coligan al grupo en el acontecer de su pretérito, en la complejidad y diversidad de su presente, en la potencialidad de su porvenir.

Los representantes no expresan, entonces, el sentir y el querer de la circunscripción que los elige y de las personas que los han designado, sino la conveniencia y la unidad de la Nación toda entera.

El vínculo que existe entre los representantes de la Nación y las personas que, mediante sus sufragios, los han escogido no se describe acertadamente aplicándole, pues, el estatuto correspondiente a una procuración en beneficio del interés particular del comitente.

Luis Sánchez Agesta define la representación política como la "sustitución pública, en razón de un vínculo, que determina un desplazamiento de la imputación de las acciones del representante en la persona del representado" (pág. 474).

Sustitución, según explica, pública, actual, sensible, en razón de un vínculo legal, natural o voluntario, en que no es necesaria la intención del representante de cumplir la voluntad del representado.

Georges Burdeau explica magníficamente hasta qué punto la naturaleza jurídica de la representación política no puede, en propiedad, fundarse en la institución de Derecho Privado que permite crear, mediante el contrato de mandato, la representación del mandante por la persona del mandatario.

El mandato supone en el mandante la existencia de una voluntad clara y determinada tocante a los diversos aspectos del negocio, que el mandatario se limita a realizar en nombre de aquél, de manera que la voluntad del comitente preexiste, en lo esencial, a la del procurador, quien simplemente añade su querer personal al que manifestó antes el mandante.

Entretanto, en la representación política, el pretendido mandante recibe tan sólo la misión de escoger a la persona llamada a resolver negocios públicos, cuyos términos desconoce en absoluto o, por lo menos, en sus aspectos concretos y determinantes, y aun problemas que ni siquiera han surgido en la vida colectiva al conferirse el título y en los cuales tendrá que pronunciarse el representante una vez que llegue el momento de la deliberación y decisión.

La voluntad que viene a manifestar en su tiempo el agente no puede así considerarse, en verdad, como la del representado, quien no pudo expresarla cuando concurrió a las urnas ignorando todos los elementos que sólo el elegido llegará oportunamente a conocer.

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A lo sumo puede advertir el elector el criterio general y la doctrina del representante y son la adhesión de éste a su programa de candidato y, con más frecuencia, la garantía de sus antecedentes en el servicio público, los factores determinantes de la preferencia del ciudadano.

Cuando se trata de negocio propio, en que se discuten particulares ventajas en pugna con el interés personal de otros, la decisión depende de numerosos antecedentes y circunstancias conocidas a través de mutuo personal y directo contacto, resultando con frecuencia muy distinto el juicio inicial a la discusión de aquel que, expresándose al final, tendrá valor en definitiva.

No podrá sorprender que si el mismo negocio es tratado por mandatarios, debidamente facultados, la voluntad prevaleciente será a menudo la que éstos expresen en el momento de la decisión, considerando circunstancias y elementos diversos o más completos de los conocidos por los respectivos mandantes al conferir la procuración.

Así, pues, la voluntad que se impone es la que se expresa al tiempo de la determinación, y se entiende que es la del representado, no por estar contenida en el mandato, sino mediante la imputación que se hace, por el ordenamiento jurídico, de la acción del agente al representado.

Pues bien, como la voluntad del cuerpo se forma al tiempo que el órgano deliberante adopta la determinación, la imputación del querer expresado se hace a la voluntad de la Nación, si la doctrina política dominante sostiene que el poder supremo pertenece a ésta, o a la voluntad del pueblo, si reside en éste la soberanía.

"El diputado no representa ni colegios electorales, ni ciudadanos como tales -dice Carré de Malberg, citado por Burdeau (t. 4, pág. 246)- ni, en una palabra, ninguna suma de individuos ut singuli, sino, realmente, la Nación, como cuerpo unificado, considerada en su universalidad global, y diferente, en consecuencia, de las unidades individuales y grupos parciales que este cuerpo nacional comprende en sí".

Georges Burdeau después de calificarlo como "una de las más perfectas construcciones políticas de que puede enorgullecerse el espíritu humano", agrega que "el concepto clásico de representación está ligado al de soberanía nacional. Los órganos representativos ejercen derechos cuyo titular es la Nación que representan. El soporte de la soberanía es la Nación que, titular de todos los poderes, delega su ejercicio en sus representantes, y las voluntades expresadas por éstos valen no como su voluntad propia, sino como expresión de la voluntad nacional. Para percibir el sentido exacto de esta representación ha de comprenderse que el papel de los representantes no es formular una voluntad que se hallaría preexistente en el cuerpo nacional. Es querer por la Nación, lo que significa que la voluntad nacional no existe sino a partir del momento en que un acto de los representantes ha expresado su sustancia. La representación no tiene, pues, por objeto delegar en ciertos órganos el poder de interpretar los votos o las aspiraciones de la colectividad. Tiene por fin autorizar a estos órganos para decir lo que quiere la nación, es decir para hacer su voluntad y su voz. En resumen, la representación es creadora de la voluntad nacional" (ob. cit., t. IV, pág. 244).

215. Función del cuerpo electoral. El procedimiento electoral no tiene en la democracia representativa clásica otro objetivo esencial que escoger las personas que actuarán a nombre de la Nación, darles el título de legitimidad de su autoridad, para que puedan ejercerla, ya en la creación de la norma jurídica, ya en su cumplimiento, ya en la decisión de las controversias, o en cualquiera otra función que, según el respectivo sistema estructural, quede entregado a órganos formados con intervención del electorado.

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Una vez elegidos, los representantes no son mandatarios de los electores ni de la circunscripción electoral formada por el colegio de ciudadanos que los ha escogido, sino que interpretan, día a día, la voluntad nacional, en la riqueza de su contenido ideal, y que puede no calzar de modo fiel, o eventualmente al contrario pugnar con la voluntad del electorado.

Se explica así que no se confíe como derecho a todos los que forman el grupo nacional, sino que se establezca según el criterio propio de las conveniencias colectivas, porque constituye una función integrante del ordenamiento jurídico, cuya tarea específica es, sustancialmente, determinar los personeros que van a ser a su turno titulares de otros órganos del mismo ordenamiento. No puede sorprender por tal motivo que, de acuerdo con el desarrollo histórico, el número de los llamados a ejercer la función electoral, y los requisitos que la condicionan, varíen, según las naciones y las épocas.

De las modalidades recién explicadas brota, asimismo, el principio de que, en el cumplimiento de sus tareas peculiares, los funcionarios popularmente elegidos no están obligados a atenerse a los propósitos e instrucciones de los electores, sino que deben desempeñar sus cargos del modo como ellos mismos conciben el bien público.

Por semejante fundamento, si los representantes son responsables, porque tal responsabilidad es esencial en toda democracia, ésta no se hace efectiva ante su circunscripción electoral, sino ante la Nación. Sin embargo, como la Nación es un concepto abstracto e ideal, carecen en verdad de toda responsabilidad inmediata, directa y eficaz los miembros de los cuerpos deliberantes o Parlamentos, a quienes se supone auténticos voceros de la nación misma, y, en la práctica, la conformidad o desacuerdo del electorado con la gestión del representante viene a expresarse en la renovación o no renovación del mandato electivo.

216. Cambio en su alcance. Tal es, en síntesis, la idea de la representación política propia de la democracia clásica, y dentro de la cual se deja a los electores tan sólo la selección del personal que va actuar a nombre de la nación y no de ellos mismos.

Sin embargo, a medida que se extiende la democracia y aumenta el número de los sufragantes, los ciudadanos tienden a considerarse verdaderos mandantes y pretenden que el nombrado cumpla realmente la voluntad de sus comitentes. Simultáneamente, por otra parte, los representantes populares, en virtud de diversas razones, entre otras para obtener la reelección, se inclinan a procurar satisfacer los deseos de los electores. Este proceso se afirma cuando el electorado compuesto, siempre en proporción creciente, por personas pertenecientes a las capas más modestas de la clase media y del pueblo, comienza a sentir el deseo de emanciparse de la burguesía capitalista, que maneja la Nación y de cuyos básicos intereses se transforman en instrumentos los personeros de la mayoría que mantiene en las asambleas electivas.

Junto a las reacciones provocadas por errores y miserias resultantes del liberalismo político y económico, brotan ansias de reforma y de justicia social que sólo pueden satisfacerse mediante nuevas y cada vez más amplias intervenciones del Estado, encaminadas a sostener las exigencias de las clases débiles, proletarias o desposeídas, y a hacer imperar, a través de los miembros de las asambleas formadas por sufragio popular, una voluntad política con sentido diferente al que manifestaba la Nación, interpretada con sentido de predominio burgués.

DEMOCRACIA SEMIRREPRESENTATIVA

217. La democracia semirrepresentativa. Se llama democracia semirrepresentativa aquella que resulta de la evolución del sistema representativo estricto hacia una cada vez más pronunciada dependencia del Parlamento respecto del electorado, de los representantes respecto de la circunscripción que los designa (ver Vedel, ob. cit., pág. 140; Burdeau, t. IV, pág. 208; Prélot, t.

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1, pág. 78). Esmein estimaba que se trataba simplemente de formas disfrazadas de un gobierno directo (ob. cit., t. I, págs. 28 y 100).

Esta evolución se produce a medida que se afirma un contacto, más estrecho que el conocido en la época clásica, del parlamentario con el elector, realizado a través de frecuentes visitas al distrito que le ha enviado o por medio de los partidos políticos que agrupan la parte más activa de su electorado.

La publicidad de los debates desarrollados en las asambleas deliberantes y de los resúmenes de sus reuniones difundidos por medio de las eficaces y numerosas técnicas modernas, contribuye a hacer activo el diálogo entre el representante y el electorado, diálogo que genera en el parlamentario el hábito de exponer el pensamiento de sus comitentes y la inclinación a servir de vocero de las opiniones y de los intereses de sus electores.

Tales contactos tienen una sanción muy efectiva en la reelección, puesto que ésta difícilmente se produce en favor de quienes, en el ejercicio de sus funciones, no han demostrado el afán de interpretar el sentir y hacerse eco de las aspiraciones de sus constituyentes.

La fijación de períodos sumamente breves al ejercicio de las funciones parlamentarias contribuye también a robustecer la tendencia que analizamos, y así ha ocurrido en los EE.UU. con la duración de sólo dos años del mandato de los representantes.

En Inglaterra, país que simbolizó la más cabal expresión de la soberanía del Parlamento, esta tendencia al gobierno semirrepresentativo se afirmó constantemente con el incremento del número de electores cada día cercano a la población adulta total, y con el uso frecuente del derecho de disolución de la Cámara de los Comunes, que transforma el acto eleccionario no sólo en método de nombramiento de sus componentes, sino que en medio de consulta de la opinión ciudadana, tanto para la aprobación o rechazo de la política seguida como para la inspiración de la futura gestión colectiva.

Los vínculos entre electores y elegidos se mantienen más estrechos en aquellos Estados que, como Inglaterra y EE.UU., consagran el colegio uninominal, por cuanto en éste el elegido recibe su título de un número reducido, por lo menos relativamente, de ciudadanos, de manera que la vinculación humana del candidato con sus electores se hace más factible e intensa.

Las elecciones parciales, extraordinarias que han de realizarse cuando se producen vacantes, propenden, asimismo, a la formación del sistema semirrepresentativo, en el cual la función parlamentaria se transforma en una institución jurídica que se inclina a disminuir los rasgos que hemos subrayado como característica de la representación política y a asumir paulatinamente modalidades propias del mandato popular.

DEMOCRACIA SEMIDIRECTA

218. La democracia semidirecta. En la democracia semidirecta que, por lo dicho, no cabe confundir del todo con la semirrepresentativa, las instituciones están organizadas de modo que el electorado no sólo circunscribe su actividad al nombramiento de los integrantes de otros órganos sino también desarrolla él mismo una actividad legislativa y gubernamental que le indica el ordenamiento fundamental.

Si la democracia directa, pura y absoluta, no resulta practicable en el mundo de hoy, el derecho público contemporáneo recoge diversas fórmulas de combinación entre los sistemas íntegramente representativos y las democracias realmente directas.

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Se comprende la tendencia a introducir estas instituciones de democracia directa, si se recuerdan, por un lado, la inspiración del pensamiento político fundador del constitucionalismo, y, por otro, el proceso de fortalecimiento de la influencia del electorado en la vida política, inherente al robustecimiento del sufragio universal y al desarrollo y generalización de la cultura cívica.

Si en el curso de los acontecimientos vividos en el seno mismo de las democracias auténticamente representativas, se han incubado hábitos políticos que configuran las formas semirrepresentativas, no puede sorprender que diversos métodos de gobierno popular directo se hayan introducido también en otras de las naciones que habían vivido el sistema representativo.

La democracia semidirecta introduce, pues, la intervención del electorado en otras funciones que las de simple selección del personal gobernante.

La aplicación de la democracia semidirecta ha dependido en mucho grado de la evolución experimentada en el concepto dominante sobre el titular de la soberanía; al debilitarse la idea de la soberanía nacional, se reconoce mayor opción al electorado como el intérprete más auténtico de la soberanía popular.

A la difusión de gobiernos de esta índole ha contribuido el ejemplo dado por naciones de alto prestigio democrático: Suiza y diversos Estados de la Unión Norteamericana.

Si estas formas se propagaron ya entre las dos guerras mundiales, los textos constitucionales de esta segunda postguerra afirman tal inclinación.

219. Formas de expresión de la democracia semidirecta. Consideremos las principales instituciones por las que se expresa la democracia semidirecta:

A) Iniciativa. La democracia estrictamente representativa sólo permite a los ciudadanos, en ejercicio del derecho de petición, proponer la dictación de cualquiera regla jurídica, pero esa solicitud no tiene virtud para iniciar formalmente la gestación de ninguna ley, por cuanto el Poder Ejecutivo o las Asambleas deliberantes no están obligados a tramitarla según las formas prescritas para la formación de las leyes.

Por medio del derecho de iniciativa los electores pueden, entretanto, obligar al Parlamento a tomar en consideración, aprobando o rechazando, una proposición de legislación constitucional u ordinaria, que emane de ellos mismos.

En Suiza la organización federal permite ejercer este derecho sólo respecto de las reformas constitucionales siempre que lo hagan valer 50. 000 electores. A la inversa, la iniciativa se admite, tanto en materia constitucional como de legislación común, en la esfera de competencia de los cantones que forman la Federación.

La Constitución alemana de Weimar de 1919 exigía que emanara la iniciativa por lo menos de una décima parte del electorado; y en la Constitución de la República Española de 1931 se requería el 15%.

Venezuela en 1961 permite la iniciativa de las leyes a un número no menor de veinte mil electores, identificados de acuerdo con la ley (art. 165 Nº 5).

La iniciativa puede formularse ya concretada en un texto articulado o simplemente mediante la expresión de las bases o principios de la legislación que se propone.

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Según la Constitución Italiana de 1947, el Parlamento tiene la obligación de discutir un proyecto articulado que le formulen 50. 000 electores (art. 71, inc. 2).

La Constitución colombiana de 1991 dispone en su art. 155: "Podrán presentar proyectos de ley o de reforma constitucional un número de ciudadanos igual o superior al cinco por ciento del censo electoral existente en la fecha respectiva o el treinta por ciento de los concejales o diputados del país. La iniciativa popular será tramitada por el Congreso... Los ciudadanos proponentes tendrán derecho a designar un vocero que será oído por las Cámaras en todas las etapas del trámite". Por su parte, el art. 156 preceptúa: "La Corte Constitucional, el Consejo Superior de la Judicatura, el Consejo de Estado, el Consejo Nacional Electoral, el Procurador General de la Nación, el Contralor General de la República tienen la facultad de presentar proyectos de ley en materias relacionadas con sus funciones".

B) Veto Popular. Por medio del veto los electores tienen facultad de oponerse, dentro de cierto plazo y con anterioridad a su promulgación, a una ley ya aprobada, la cual comienza a regir si ninguna oposición se formula a su respecto dentro de dicho término. Manifestado el veto, se somete a votación popular y la ley no entra en vigor si resulta contraria a ella la mayoría absoluta de los electores.

C) Plebiscito-Referéndum. Aun cuando estas dos instituciones tienen en el lenguaje político de algunos pueblos significados distintos conviene analizarlas en conjunto para apreciarlas más cabalmente.

Según el diccionario de la Real Academia plebiscito es tanto "resolución tomada por todo un pueblo a pluralidad de votos" como "consulta que los poderes públicos someten al voto popular directo para que apruebe o rechace una determinada propuesta sobre soberanía, ciudadanía, poderes excepcionales, etc.".

Referéndum es, según el mismo Diccionario, el "procedimiento jurídico por el que se someten al voto popular leyes o actos administrativos cuya ratificación por el pueblo se propone".

Este vocablo se origina de la práctica seguida en las confederaciones de Estados, por la cual las Dietas, formadas por los agentes diplomáticos de las potencias integrantes de la Confederación, adoptaban acuerdos ad referéndum, o sea, sometidos a la ratificación posterior de los órganos respectivos de los Estados integrantes, sin cuyo asentimiento la decisión de la Dieta no tenía valor jurídico alguno.

En Suiza y en otras naciones que habían vivido el sistema confederativo, se extendió la fórmula a la organización interna y los poderes públicos se habituaron a consultar sus decisiones al electorado.

Si tanto en el plebiscito como en el referéndum se pide dictamen al pueblo, en la terminología francesa se introdujo el hábito de preferir aquella expresión cuando se trata de la ratificación de una política gubernativa especialmente vinculada al prestigio del hombre que está en el poder. En los plebiscitos de 1848 y 1851 Luis Napoleón logró conquistar el mando vigoroso que ejerció en el Segundo Imperio. Se discutirá, sin duda, el carácter de las consultas frecuentes y trascendentales con que desde 1958 se fue imponiendo de Gaulle al electorado de esta generación.

El referéndum se refiere, pues, a las diversas formas de participación del pueblo de la elaboración de la norma jurídica, y en otras decisiones de la vida institucional.

El referéndum es de diversas clases:

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a) Facultativo u obligatorio, según la necesidad jurídica de realizarlo.

Es obligatorio si, aprobada una ley, debe necesariamente someterse a la consulta del electorado, y facultativo, cuando puede o no someterse a ésta según lo resuelva el órgano autorizado para convocarla. Facultativo es, por ejemplo, el muy especial que consagra el art. 117 de la Constitución chilena o el que contempla el art. 138 de la Constitución italiana vigente. Este precepto, refiriéndose a las leyes de reforma de la Constitución u otras leyes constitucionales, dice que se somete a referéndum cuando en un plazo de tres meses después de su publicación lo piden la quinta parte de los miembros de una de las dos Cámaras o bien 500. 000 electores o cinco Consejos regionales. La ley sometida al referéndum no se promulga si no se aprueba por la mayoría de los votos válidos.

En la organización federal suiza el referéndum es obligatorio en materia constitucional, requiriéndose que su contenido sea aprobado por la mayoría de los cantones y del electorado; y facultativo -en materia legal, decretos federales de alcance general y tratados internacionales de duración indeterminada o de más de quince años-, si lo pide determinado número de cantones y de ciudadanos.

En Estados Unidos de Norteamérica la Constitución no contempla referéndum ni en materia constitucional ni de legislación común, pero se contempla en numerosos Estados y así quince de ellos lo contemplan en materia constitucional y veinte en asuntos legislativos.

b) Como puede verse, el referéndum puede recaer en materia constitucional o puramente legal, y aun en relación a la determinación de una autoridad u órgano.

c) También puede el referéndum calificarse de anterior, que a su vez puede tener sentido de consulta o de autorización, y en posterior, que puede ser de aprobación o de ratificación, correspondiendo en esta última hipótesis más bien, en propiedad, darle la denominación de plebiscito. En Chile los que se han practicado han tenido más bien carácter de aprobatorio, y así, por medio de suscripción popular, se aprobaron las Constituciones de 1812 y 1818 y, a través de plebiscito ratificatorio, la de 1980.

e) Referéndum de opción. Es el llamado a expresar la preferencia entre varias alternativas sometidas al voto popular.

Duverger explica (Manual, pág. 183) que la ley elaborada por los gobernantes prevé varios sistemas de reglamentación, entre los cuales los gobernados escogen por medio de un voto. Así lo hizo Francia en 1945 cuando, en el referéndum de 21 de octubre, se pidió al pueblo que se pronunciara entre tres posibilidades, y también Chile, en el plebiscito de agosto de 1925, en que se le dieron al electorado tres caminos, entre los cuales prefirió la aprobación del texto que antes rigiera.

f) Referéndum de arbitraje.

Así clasifica Burdeau (Tratado, t. IV, pág. 206) los sistemas adoptados después de la Primera Guerra Mundial cuando el referéndum servía para que el pueblo arbitrara frente a la postura adoptada por otros poderes públicos. Así ocurría en la Constitución de Weimar, según la que el pueblo podía intervenir en caso de conflicto entre la mayoría y la minoría de la Cámara electiva o entre una y otra Cámara o entre el Presidente del Reich y el Parlamento. Si el referéndum se convoca por el órgano ejecutivo, dados los medios de gran eficacia que están a su disposición, para influir en el resultado arriesga la seriedad de la consulta y puede convertirse en instrumento que contribuye a debilitar la misma democracia, como ocurrió respecto de aquellos a que convocara Hitler y aun a los que dispusiera el general De Gaulle.

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g) Referéndum de derogación.

El art. 75 de la Constitución italiana de 27 de diciembre de 1947 dice: "Hay referéndum popular para decidir la derogación total o parcial de una ley o de un acto que tenga valor de ley cuando lo piden 500. 000 electores o cinco Consejos regionales. No se admite el referéndum en cuanto a las leyes fiscales y presupuestos, amnistía, condonaciones de penas, ni respecto de las leyes de autorización para ratificar tratados internacionales. Tienen derecho a participar en el referéndum todos los ciudadanos llamados a elegir la Cámara de Diputados. La proposición sometida al referéndum se entiende aprobada si ha participado en la votación la mayoría de los que tienen derecho a hacerlo y si se obtiene la mayoría de los votos válidamente expresados. La ley determina las modalidades de realización del referéndum". La Constitución de Colombia de 1991 dispone: "Un número de ciudadanos equivalente a la décima parte del censo electoral podrá solicitar ante la organización electoral la convocación a un referendo para la derogatoria de una ley. La ley quedará derogada si así lo determina la mitad más uno de los votantes que concurran al acto de consulta, siempre y cuando participe en éste una cuarta parte de los ciudadanos que componen el censo electoral. No procede el referendo respecto de las leyes aprobatorias de tratados internacionales, ni de la ley de presupuesto, ni de las referentes a materias fiscales o tributarias" (art. 170).

D) Revocación. Por este medio se pone término a un mandato otorgado por el pueblo. Puede ser individual o colectiva.

La revocación individual recibe el nombre inglés de recall. Si el mandatario realiza ciertos actos, su título debe ser renovado por el pueblo porque de otra manera cesa su representación. El recall se inspira en la idea del mandato imperativo. Se practica respecto de los jueces en diversos Estados de Norteamérica. En la práctica del marxismo soviético, sus constituciones inspiradas en él, que partían de la base de que el poder se iba atribuyendo por mandato de los órganos inferiores a los superiores, contemplaban la facultad de los primeros de hacer efectiva la responsabilidad de éstos hasta el punto de revocarles el título que se les había otorgado.

Cuando la revocación es colectiva comprende a todos los componentes del órgano, como sucedía dentro de la Constitución de Weimar en diversas hipótesis, cuya ocurrencia importaba la disolución de la asamblea deliberante o la destitución del Presidente de la República.

La disolución anticipada introducida en los hábitos ingleses es considerada como una forma de revocación colectiva pero, según se explicó, configura una forma de gobierno semirrepresentativo.

220. Si pueden aplicarse formas de democracia directa en la representativa. Crítica de la democracia semidirecta. Se discute en los países de democracia estrictamente representativa si puede recurrirse a la consulta del electorado ya por el Parlamento, ya por el Jefe del Estado, en el completo silencio de sus Constituciones.

La Tercera República Francesa (1875-1940) vivió, por ejemplo, bajo leyes constitucionales que no contemplaban el voto popular en ninguna situación. Los documentos de 1946 y de 1958 contemplan en ciertas situaciones referéndum sólo en materia constitucional.

Pues bien, se ha discutido en dicho país si, cuando la ley fundamental no lo ordena o autoriza, puede acogerse una consulta popular, y ha prevalecido la opinión adversa debido a que la Constitución dispone que la ley la vota el Parlamento (art. 13 de 1946; art. 34 de 1958). La Constitución de 1946 disponía (art. 3º) que en cualquier otra materia que la constitucional la soberanía se ejerce por los diputados. La de 1958 establece que la soberanía la ejerce por los

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representantes del pueblo y por vía de referéndum, consagrado éste solo para lo constitucional.

La Constitución de 1946 establecía que los proyectos de reforma constitucional se sometían a referéndum, salvo que hubieran sido aprobados en segunda lectura por la Asamblea Nacional por la mayoría de los dos tercios o votados por la mayoría de los tres quintos por cada una de las dos Cámaras (art. 9).

Haciendo la crítica de los sistemas de la democracia semidirecta, Vedel (ob. cit., pág. 139) sostiene que no pueden ser combatidos dentro de la lógica de la democracia, y observa que su práctica demuestra en el electorado el predominio de una tendencia conservadora. Así, en Suiza, único país avanzadamente democrático, el último de Europa en admitir el voto femenino, las numerosas consultas populares hechas acerca de éste, en la esfera federal o en la de los cantones, habían sido siempre desfavorables.

Georges Burdeau considera que "el elector debe pronunciarse según su conciencia, su buen criterio o su interés, pero exclusivamente por una determinación que le sea propia. En tal sentido, se puede afirmar que la democracia directa es inseparable de una sociedad individualista. Si, al contrario, los individuos obedecen a consignas de partidos, ceden a las presiones ejercidas por los grupos, entonces, iniciativa y referéndum se convierten en instrumentos temibles destinados a multiplicar la potencia de los poderes de hecho: la democracia directa matará a la democracia". Y para demostrar la realidad de este peligro, recuerda dicho autor la ascensión del nacional socialismo en Alemania. "Mediante la repetición de llamados al pueblo, el partido nacional socialista había logrado mantener en estado de movilización permanente a masas de hombres decididas a abdicar toda responsabilidad personal. En una sociedad de masas, permeable a las ideologías, deja el referéndum de ser procedimiento democrático porque deja de estar al servicio del individuo. Acaparado y explotado por los partidos se convierte en mayor grado todavía que el régimen representativo, en un gobierno por interpósita persona" (ob. cit., t. IV, pág. 212).

2. LA DOCTRINA DE LA SEPARACION DE LOS PODERES Y LOS REGIMENES GUBERNATIVOS

221. Doctrina de la separación de los poderes. Desde la antigüedad los estudiosos de la organización política comprendieron la diversidad de formas de actuación del poder público y, principalmente, se fijaron en la diferencia que presentan las tareas de dictar la ley y de hacerla cumplir.

Ya en la Edad Moderna, durante los tiempos del absolutismo monárquico, todas las atribuciones residieron en el rey omnímodo y, si otros funcionarios o cuerpos colegiados colaboraban en su obra, lo hacían o dándole al soberano el consejo solicitado o en virtud de delegación explícita o implícita emanada del titular unipersonal del mando.

En aquellos siglos, Inglaterra se muestra como excepción, porque el absolutismo de los reyes Tudor se desarrolló en un lapso menos prolongado respecto del de duración de las monarquías continentales europeas y así, ya en pleno siglo XVII, resurgen en aquella isla las libertades de los súbditos cuando se renueva la unión de la nobleza y del pueblo frente al monarca y se ponen vallas al ejercicio del poder real, a medida que ante éste afirma sus derechos el Parlamento que se integra con las dos Asambleas, formadas respectivamente por los titulares de la nobleza y por los representantes del pueblo rural y urbano.

Cuando Locke escribe su Ensayo sobre el gobierno civil (1690) y cuando se impone a Guillermo de Orange la Declaración de Derechos (1689), se ha establecido ya con toda precisión, en la doctrina de sus pensadores políticos y en la estructura de la Constitución inglesa, no sólo la diversidad técnica de las funciones de legislar y de hacer cumplir la ley, sino la necesidad de

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que tales misiones públicas competan a órganos diferentes y el monarca carezca de atribuciones para prescindir de la legislación aprobada por el Parlamento.

Los poderes legislativo y ejecutivo, en las monarquías moderadas y en todos los gobiernos bien organizados, deben estar en distintas manos, porque según decía Locke, "no es siempre necesario hacer leyes pero es siempre necesario hacer ejecutar las que han sido hechas" y la tentación de abusar del mando se apoderaría de aquellos en cuyas manos se reunieran los dos poderes (v. Chevallier, ob. cit., pág. 95).

Entre los agravios imputados a los monarcas en el texto de la Declaración de Derechos en orden a las leyes y libertades del reino, junto a la violación de las prerrogativas propias de los miembros del Parlamento, se menciona, en efecto, en lugar preferente el haber asumido y ejercido los reyes el privilegio de dispensar y de suspender las leyes y la ejecución de la leyes sin consentimiento del Parlamento.

Montesquieu, observando con admiración las instituciones inglesas, y siguiendo de cerca el pensamiento de Locke, diferencia el poder legislativo -facultad de dictar, modificar o derogar las disposiciones generales o leyes-; el poder ejecutivo de las cosas que pertenecen al derecho de gentes (velar por la seguridad interior y exterior, utilizar de la fuerza armada, etc.); y el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil (castigar las infracciones a la ley y juzgar las controversias que se susciten entre los ciudadanos). El Poder Judicial resultaba en el pensamiento de su antecesor, Locke, comprendido simplemente en el Ejecutivo.

Montesquieu no fue original cuando realizó esta división tripartita de poderes, que se registra ya en Aristóteles, sino cuando observando la práctica del gobierno insular, sostuvo, en el título XI, cap. VI del Espíritu de las Leyes, que el fundamento de la libertad política de que gozaba el pueblo inglés consistía en haber entregado cada uno de dichos poderes a distintos gobernantes.

"Cuando en la misma persona o en la misma magistratura, el poder legislativo está unido al ejecutivo, no hay libertad, porque se puede temer que el mismo monarca o el mismo Senado haga leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente. No hay tampoco libertad si el poder de juzgar no está separado del poder legislativo y del ejecutivo. Si aquél está unido al legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, porque el juez sería legislador. Si estuviera unido al ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor... Todo estaría perdido si el mismo hombre o el mismo cuerpo de principales o de nobles, o del pueblo ejercieran estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes y las controversias entre los particulares". "Todo hombre que tiene el poder se inclina a abusar de él: va hasta donde encuentra límites. ¿Quién lo dijera?, la virtud necesita límites. Para que no se pueda abusar del poder es necesario que por la disposición de las cosas el poder detenga al poder" (ver García Pelayo, ob. cit., págs. 134-135; Chevallier, ob. cit., págs. 120-121).

Tal es el fundamento de la doctrina, que pronto va a ser clásica, de la separación de los poderes públicos, considerada hasta tal punto esencial en el movimiento constitucionalista que fundamenta la Constitución de Filadelfia de 1787 (Arts. I, II y III); y que según el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, "toda sociedad en la cual no se asegura la garantía de los derechos, ni se determina la separación de los poderes, no tiene Constitución". "El Poder legislativo es delegado a una Asamblea Nacional": "el Poder ejecutivo es delegado al Rey"; "el Poder Judicial es delegado a los jueces" se lee ya en los artículos 3, 4 y 5 de la Constitución de 1791.

La teoría así formulada puede sintetizarse en las siguientes proposiciones transformadas en bases organizativas ineludibles dentro del constitucionalismo moderno.

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a) Distinción de tres funciones esenciales dentro del Estado: la de dictar la ley; la de ejecutarla; y la de sancionar sus trasgresiones y resolver los conflictos entre particulares;

b) Establecimiento de gobernantes o magistraturas diferentes encargadas de realizar cada una de esas tres funciones esenciales, o sea, determinada persona o cuerpo dicta la norma jurídica, otro órgano la cumple, y uno diverso, en fin, aplica las sanciones o resuelve las contiendas;

c) Los órganos encargados de realizar esas tres tareas fundamentales deben ser recíprocamente independientes, de manera que al adoptar sus determinaciones se hallen libres para resolver sin presiones, dentro del ámbito de su propia competencia;

d) Cada función se ha de confiar en forma exclusiva y especial al respectivo órgano, de manera que ninguno realice aquella que al otro compete, ni interfiera en su expedición, sino que se reduzca a efectuar la que le está específicamente encomendada; y

e) Se consagra, pues, la irrevocabilidad de las decisiones de un órgano por las del otro, de manera que ninguno se vea expuesto a que otro llegue a dejar sin efecto, anular, suspender, modificar o desnaturalizar las decisiones que ha adoptado en el campo de su atribución característica.

222. Aporte y crítica a su aplicación .Indiscutiblemente la doctrina de la separación de los poderes explicada por Montesquieu, y que durante casi tres siglos se ha practicado, produjo grandes beneficios, entre los que pueden anotarse:

a) Contribuyó al avance de la ciencia política, al configurar estas tres funciones y órganos estatales fundamentales.

b) El respeto de este postulado favoreció, como pretendía, el uso efectivo y la promoción de los derechos de los ciudadanos.

c) Facilitó el perfeccionamiento de la estructura de los gobiernos, aprovechando la división del trabajo del poder público en tareas diferentes.

d) Ha servido de base para clasificar las diversas formas de gobiernos, según la manera como están vinculados entre sí estos órganos fundamentales.

e) Estimuló la generación y desarrollo del fenómeno constitucionalista.

Sin embargo, junto a tales ventajas y beneficios, no pueden negarse las exageraciones y errores contenidos en su formalización teórica, ni ocultarse el daño causado por el excesivo dogmatismo que se levantó en su torno, en desmedro de la flexibilidad de las instituciones políticas y de su fácil adaptación a las circunstancias cambiantes de la vida de los pueblos.

En el afán de configurar tres poderes diferentes y de subrayar su independencia recíproca, se perdió de vista en el trazado y en la marcha de la instituciones, la unidad de la soberanía y tendió a destruirse por ese medio, el único e indivisible poder supremo existente en la sociedad política, desmenuzado en tres parcelas que se separaban por altas murallas levantadas para poner obstáculos a la realización orgánica de la amplia y universal misión del Estado.

"Además, y teniendo en cuenta que los tres poderes así definidos se atribuyen separadamente a tres autoridades especiales y distintas, se ha deducido lógicamente de la doctrina de Montesquieu -dice Carré de Malberg- que cada una de estas autoridades encarna y figura un

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poder determinado, una parte divisoria de la soberanía y, por consiguiente, se ha llegado a considerar a estas autoridades como constituyendo ellas mismas, y cada una de ellas, un poder. O, lo que es igual, se estableció la costumbre de ver en ellas a los sujetos de tres voluntades distintas, de tres clases de voluntades, que son igualmente partes, independientes entre sí, de la voluntad estatal y que concurren, entre las tres, a formar esta última. De esto a admitir que a estas tres voluntades corresponde, en el Estado, la existencia de tres personas soberanas, no hay mucha distancia; y tal ha sido, en efecto, la doctrina de Kant, que caracteriza a los tres poderes como "otras tantas personas morales que se contemplan una a otra" y que funda así la teoría del Estado uno en tres personas" (Teoría General del Estado, trad. Fondo de Cultura Económica de Méjico, 1948, págs. 759-760, cit. por Galaz, pág. 304).

Cuando se analizan las formas de actuar del poder supremo, pueden distinguirse fácilmente muchas otras funciones además de las expresadas en la división tripartita. Lo cierto es que la tarea de gobernar es variada y compleja, tanto en objetivos que se propone dentro de la extensión y alcance del bien común temporal, como en las maneras que escoge para encaminarse a esa meta, nunca plenamente alcanzable.

Los combates a la doctrina que se estudia se han formulado desde diversos ángulos. Así, para Kelsen, "el error de la teoría en torno a los poderes del Estado consiste en que para fundamentar la independencia técnica de los órganos legislativos respecto de los ejecutivos, afirma la independencia lógica de la legislación respecto de la ejecución... Desde el momento que se une la idea (perfectamente admisible desde el punto de vista técnico) de la independencia del órgano ejecutivo respecto del Parlamento, como órgano legislativo, con la idea lógicamente imposible de la independencia de la función ejecutiva respecto de la legislativa, inténtase constituir con la ejecución... un orden jurídico que puede contradecir en ciertos casos al de la legislación, sin que por eso haya de ser considerado nulo" (ob. cit., págs. 335-338).

Por mucho que se trate de subrayar la completa autonomía de cada uno de los términos de la clasificación tripartita, han debido establecerse vínculos recíprocos entre ellos, para mejor provecho de la obra común, todas las veces que se ha querido salvar la organización institucional de la ineficacia y de la impotencia.

La especialidad y exclusividad de determinada función para cada órgano, tampoco resulta, en el hecho, exactamente respetada, y es así como, en la práctica organizativa, se ha llamado generalmente a participar de algún modo a uno de los tres poderes en las funciones de otro. Se han reconocido, por ejemplo, al Jefe del Ejecutivo amplias facultades en la formación de las leyes; a las asambleas populares varias atribuciones de tipo judicial; numerosas intervenciones a las cámaras en la administración pública; o al poder judicial papeles que podrían considerarse ajenos a su órbita específica.

La mutua irrevocabilidad tampoco en la práctica se ha consagrado sin excepciones. Así, el Jefe del Estado puede ser destituido como desenlace del juicio por las Cámaras, o la ley dejar de aplicarse por una decisión jurisdiccional en razón de oponerse a la ley fundamental, etc.

No queda ya de la doctrina de la separación de los poderes públicos la drasticidad de su formulación, porque su dogmatismo no se aviene con la complejidad real de la vida jurídica, con la ineludible unidad del fin esencial del Estado; con la eficacia de los cometidos que debe éste cumplir; con la necesaria ductilidad y flexibilidad de las instituciones para amoldarse a las circunstancias, nunca idénticas, de cada época y nación; con la ventaja, en fin, de acoger, sin apresuramientos, pero también sin prejuicios, lecciones de la experiencia que no deben rechazarse únicamente so pretexto de oponerse a categorías puramente conceptuales, cuando menos ellas sí exageradas o erróneas.

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Lo que queda -y siempre permanecerá- de la doctrina en examen, es la lección perdurable que magistralmente enseñó en orden a que no se puede mantener la libertad si sólo un órgano acumula en sí todas las funciones básicas en el Estado, pero, en lo demás, en cuanto a la cantidad de autoridades o cuerpos que se establezcan, al número de atribuciones que se tipifiquen, a los modos en que se practique la distribución de las competencias entre las diversas magistraturas, sin ninguna fórmula rígida de organización con pretensión de prevalecer siempre y en todas partes, sin perjuicio de que, en verdad, no es concebible que pueda alguna vez prescindirse de principios organizativos tan evidentes como son que la facultad de dictar las normas jurídicas principales no ha de corresponder con exclusividad al mismo órgano llamado a aplicarlas, y que deben ser realmente independientes los tribunales encargados de resolver las controversias y de aplicar las penas.

223. Clasificación de los regímenes gubernativos. Sistemas de confusión. La distinción, en el ejercicio de la soberanía, de las tres características funciones de legislar, ejecutar y juzgar, al margen de todo debate relativo al fundamento de la doctrina que sobre su separación explicó Montesquieu, sigue prestando servicios como uno de los criterios de clasificación de los sistemas gubernativos, principalmente en cuanto a la naturaleza de los vínculos que ligan los órganos ejecutivos y legislativos.

En tal sentido, se agrupan esos regímenes en sistemas de confusión de poderes, sistemas que procuran respetar una estricta separación entre ellos, y finalmente sistemas que se inspiran en el afán de asegurar la mayor colaboración recíproca.

Se consideran como de confusión de poderes aquellos regímenes en que se confía a un solo órgano, intencionalmente o por lo menos en forma real y efectiva, el contenido de las atribuciones comprendidas en las tres funciones clásicas.

Estos regímenes de confusión, considerando la naturaleza del órgano que asuma la universalidad de funciones, pueden dividirse a su vez en dos grupos, según que las acumulan en beneficio del órgano ejecutivo o las atribuyen a la asamblea electiva.

De la primera clase son también a su turno de variada especie, se han conocido en todos los siglos, y los encuentra la realidad contemporánea: confusión en favor de ejecutivo significan las monocracias de todos los matices. Las monarquías absolutas convirtieron al rey en titular de la soberanía en cuanto a toda la gama de sus atributos esenciales; y así, ya fueran Enrique VIII, Felipe II o Luis XIV, el monarca dictaba las normas jurídicas según su propia concepción del bien del Estado, las cumplía con la plenitud de su imperio e impartía la justicia a sus súbditos, labores todas que efectuaba ya directa y personalmente, con o sin consejo de ciertos cuerpos o personalidades, o se administraban a su nombre por quienes recibían delegación real. En épocas y lugares diversos, las dictaduras han puesto en manos de sus usufructuarios facultades omnímodas, usadas con mayor o menor intensidad y arbitrariedad, y dejando o no subsistir la exterioridad de órganos llamados en forma nominal o aparente a satisfacer tareas de elaboración legal o de jurisdicción. Los totalitarismos contemporáneos envuelven, en el fondo, todavía más exageradas e ilimitadas concentraciones de poder en el gobernante que el de las viejas monarquías, porque, fundados en concepciones de la sociedad política que postulan la necesidad de poner íntegramente el hombre al servicio del Estado, se dirigen por un jefe que interpreta y cristaliza la doctrina inspiradora del mando, con el respaldo del único partido aceptado para dar sostenimiento y eficacia al poder político y para animar y poner en movimiento la vida puramente refleja de los órganos estatales. Estos últimos se mantienen, sin embargo, como trazados de un marco tan sólo formal, encargados aparentes de diversas funciones públicas que, en realidad, rubrican con fórmulas literales cumplidas en completo automatismo. Todas las formas monocráticas de gobierno -desde que en ellas el poder supremo reside en una sola persona- y que son, asimismo, autocráticas -en el sentido de que el

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gobernante se ajusta a reglas que él establece, las cambia por sí mismo y no tienen otro límite que su propia voluntad- importan regímenes políticos de confusión de poderes.

224. b) En beneficio de la Asamblea. A la segunda clase de sistemas de confusión de poderes pertenecen, según se manifestó, aquellos en que éstos se concentran en beneficio del cuerpo de los representantes populares. Es lo que se ha llamado gobierno convencional o de asamblea, en recuerdo del que se muestra como su modelo, establecido en Francia por la Convención Nacional Constituyente en el texto de 1793. Inspirado en las ideas de Condorcet, para quien no había sino un solo poder, "el poder nacional que reside en el cuerpo legislativo" (Prélot, ob. cit., pág. 251), estableció el unicameralismo sobre bases tan exageradas que al Cuerpo Legislativo no sólo competían funciones de su típica naturaleza, sino que dictaba decretos y elegía al Consejo Ejecutivo, completamente subordinado a aquél. Conviene advertir que las asambleas primarias podían reclamar de las leyes propuestas por el Cuerpo Legislativo y nombraban los candidatos de entre los cuales éste a su turno escogía a los miembros del Consejo Ejecutivo.

Aunque modelo del sistema, la historia abre una amplia duda sobre si en algún momento la Convención en verdad lo vivió, o se transformó luego en un gobierno parlamentario; aun, si no fue juguete ella misma de los comités que nombró, en especial, del de Salvación Pública que, con Robespierre, no sólo ejerció las funciones ejecutivas sino verdaderas dictaduras (ver Prélot, t. 2, pág. 48; Burdeau, t. IV, Nº 189; Vedel, pág. 164; Duverger, págs. 420 y sgts.).

El atractivo doctrinario del gobierno convencional estaba en la lógica del pensamiento rousseauniano, desde que trataba de entregar el manejo efectivo de la cosa pública a quienes habían sido escogidos por el electorado. Sin embargo, su incapacidad para frenar la anarquía y el desorden y para encauzar la vida republicana, presenciando el período más cruel de la Revolución, influyeron en su desprestigio.

Se ha catalogado la fórmula suiza, consagrada en la Constitución de 1848 y en la que en 1874 la reemplazó, como gobierno de asamblea, en cuanto el órgano ejecutivo es elegido y depende del legislativo. Sin embargo, tal clasificación merece graves reparos, tanto porque en Suiza hay bicameralismo, como porque el ejecutivo es allí colegiado y no todas las atribuciones de éste tienen carácter ejecutivo, tal como tampoco todas las de las asambleas son de rango legislativo. Por último, la tradición suiza ha impuesto una gran estabilidad al Consejo Ejecutivo, cuyos miembros se designan por la misma duración de las Asambleas y se mantienen en sus cargos a veces por diversos períodos (ver Prélot, t. I, Nº 49; Burdeau, Droit..., pág. 140; Vedel, págs. 63 y 174; Duverger, Instituciones, págs. 176-330).

Cuando en el llamado gobierno parlamentario no existen o no funcionan los mecanismos destinados a evitar el sometimiento del ejecutivo al Congreso, se produce realmente un gobierno de asamblea.

EL PRESIDENCIALISMO

225. Sistema de separación pronunciada: el presidencialismo. El modelo norteamericano. El ejemplo típico del sistema de separación de poderes, el presidencialismo, no puede ser descrito sin referirse a su modelo, el de los Estados Unidos de Norteamérica.

Los fundadores de la democracia norteamericana parecían cautivados por la doctrina de la separación de los poderes que habían aprendido a admirar en los hábitos ingleses y mediante las explicaciones de Juan Locke, analizadas y propagadas más tarde a través del pensamiento político de Montesquieu.

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La fidelidad con que querían ajustarse a la división tripartita coincidía con el ardiente propósito que les animaba de robustecer la práctica de la libertad en la Unión por constituir, para cuya garantía ese postulado se estimaba indispensable. Si tal separación se realizó con cierto predominio del Ejecutivo se debió al deliberado afán de fortalecer así la agrupación naciente entre las trece antiguas colonias y de dar eficacia el ejercicio del mando superior de la Federación.

La unidad de persona en la jefatura del Estado que se prefiere al organizar la república moderna, se explica al considerar que al hacerlo se dejaba a un lado la monarquía, máximo símbolo y garantía de tal unidad. La preocupación consistió en que, admitido que se le confiara dicho cargo a un órgano unipersonal, se configurara el régimen en tales términos que no pudiera reincidirse en el absolutismo y se buscara para ello confiar, conjuntamente, a otros órganos, con poderosas facultades, la misión directiva de la sociedad política.

a) Elección del Presidente

Puede iniciarse la descripción del presidencialismo norteamericano subrayando el origen del nombramiento del Presidente de la República.

Para optar a la Presidencia de la República se requiere que la persona tenga treinta y cinco años de edad, sea nacional por nacimiento y catorce años de residencia (art. II, sección I, inc. 5º).

El título de Presidente de la República no depende ni de la sucesión hereditaria, como en las monarquías, ni de la designación de las Asambleas de los representantes populares, sino del sufragio indirecto del pueblo mismo. Se llama, en efecto, a todos los ciudadanos de la Unión a escoger, cada vez, un cuerpo intermedio, cuya única misión es buscar la persona del sucesor del Presidente en funciones.

Esta, que pudiera llamarse primera pieza del mecanismo, fue, ya en el propio siglo XVIII, con motivo de la elección del sucesor de Jorge Washington, apreciablemente alterada, al desnaturalizarse la intención del constituyente de separar la designación del cuerpo de los ciudadanos y de encomendarla a la reflexión y sabiduría de los compromisarios llamados a desempeñar específicamente tal tarea. Desde el principio se introdujo, en efecto, la práctica de plantear al electorado la decisión de una coyuntura política ya del todo configurada en la disyuntiva de dos candidaturas presentadas previamente al país por todos los medios de propaganda. Así, pues, el ciudadano designa electores a quienes sabe de antemano que sostendrán una u otra postulación. Poco más adelante se incorpora además el hábito de que los candidatos al sillón presidencial se seleccionen en amplias convenciones que convocan los partidos políticos. Las convenciones se ven precedidas de elecciones primarias, efectuadas en el seno de los comités locales de cada partido, las cuales pueden ser abiertas o cerradas, según si están o no facultados a participar en ellas los ciudadanos inscritos en el respectivo registro de uno u otro partido político, y que tienen por objeto designar a quienes se comprometen a su vez a sostener una u otra precandidatura en el seno de la Convención Nacional de la agrupación partidista.

La práctica abolición del sufragio indirecto convirtió, pues, el nombramiento del Presidente en decisión inmediata del electorado, y transformó, por lo tanto, en pura letra del documento constitucional las formalidades subsiguientes a la expresión de la voluntad del pueblo mismo. Este cambio resultó tan evidente que se mostró como rasgo propio del presidencialismo, a tal punto, que, si, por excepción, algunos países (Argentina, Brasil), fieles al modelo, implantaran la elección de segundo grado, la mayoría de los textos recientes (México en 1917, Argentina en 1994, Venezuela en 1961) omiten ese rodaje que se muestra superfluo.

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Quienes tienen derecho de sufragio en cada Estado, son convocados a elegir electores del Presidente en cantidad igual a la suma del número de representantes que ese mismo Estado envía a la Cámara, fijado de acuerdo con su respectiva población (uno por alrededor de 300. 000 habitantes) y de los dos miembros que le corresponden en el Senado Federal. Resulta así que mientras en seis Estados se elige, por ejemplo, el total mínimo de tres electores, California y Pensilvania designan 32 cada uno, y Nueva York 45, etc. Reunidos en cada Estado los electores especialmente elegidos con tal objeto votan para Presidente de los Estados Unidos y, más tarde, el Presidente del Senado, en presencia de ambas ramas del Congreso, realiza el escrutinio correspondiente al total de las elecciones practicadas en los diversos Estados. Obtiene íntegro el número de votos que corresponden a determinado Estado aquel candidato que ha conquistado la mayoría en él, de modo que en el resultado final la influencia de cada Estado equivale, por lo tanto, al número completo de sus electores. Así se explica que un Presidente puede salir elegido aun cuando no haya alcanzado la mayoría del total de sufragios emitidos por los ciudadanos en toda la nación y ha solido ocurrir, a veces con diferencias importantes, que quien ha ganado en las urnas ciudadanas, ha perdido muy lejos en cuanto al número de electores. En 1888, por ejemplo, triunfa el republicano Benjamín Harrison favorecido con el voto de 4. 539. 853 ciudadanos sobre el candidato demócrata apoyado por 5. 540. 000. Se explica, por otra parte que, como los Estados más importantes tienen gran número de electores presidenciales, los candidatos tratan de concentrar en ellos la propaganda política desde que basta, como se ha dicho, lograr la mayoría de un solo compromisario en el seno del cuerpo electoral para conquistar todos los sufragios del respectivo Estado en favor de uno de los candidatos. Sólo en caso de que, en el cuerpo de electores, ningún candidato alcance la mayoría del total, elige la Cámara de Representantes (enmienda 12a, 1804). En 1960 Kennedy recibiendo una mayor votación popular de apenas unos 30. 000 ciudadanos logró, sin embargo, 329 electores y Nixon únicamente 206.

b) El Vicepresidente

Junto con el Presidente se escoge a un Vicepresidente, que lo era, según el precepto primitivo, el ciudadano que seguía al triunfante en número de votos, pero, como de ese modo podía resultar perteneciendo a distinto partido que el del Presidente, la enmienda 12a (1804) consagra el derecho de cada elector de votar, simultáneamente pero en distinta cédula, por un Presidente, y por un Vicepresidente, con lo cual en la práctica siempre se logra que ambos mandatarios reconozcan fila en la colectividad partidista que ha obtenido la mayoría, evitando de tal modo el peligro que significaba llamar a sustituir al Presidente a un político apoyado por el partido que se le opuso. El Vicepresidente actúa como Presidente del Senado, pero no puede votar sino en caso de empate.

c) Las dificultades que surgieron con ocasión de las enfermedades que afectaron a los Presidentes Wilson, Roosevelt y Eisenhower y el asesinato de Kennedy, llevaron a aprobar la enmienda XXV de 1967, que reglamentó la situación que se produce en la vacancia de la Vicepresidencia, en el impedimento transitorio del Presidente y en su incapacidad definitiva.

La enmienda fue puesta a prueba y mereció críticas al aplicarse sucesivamente con motivo de la renuncia en 1973 del Vicepresidente Spiro Agnew, quien fue reemplazado por Gerald Ford como Vicepresidente con la aprobación de las Cámaras. Ford en 1974 asumió la Presidencia al renunciar Richard Nixon.

d) Duración. Reelegibilidad

La duración en las funciones depende exclusivamente del texto constitucional y es independiente de la voluntad de cualquier otro órgano. Sin embargo, el Presidente y el Vicepresidente, como todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos, pueden ser

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destituidos por acusación de la Cámara de los Representantes ante el Senado en razón de traición, concusión u otros crímenes o delitos (art. II, sec. 4, párrafo 1, art. 1º, sec. II y III).

Siendo el Presidente depositario de tan amplio poder político lógico es que se le haya señalado un período breve de cuatro años. Sin embargo, Washington admitió un segundo período y, desde entonces, se formó la tradición de admitir la reelección y es así como son numerosos los Presidentes que duran ocho años. Tal precedente lo siguieron, en efecto, Jefferson (1801-1809), Madison (1809-1817), Monroe (1817-1825), Grant (1869-1877), Teodoro Roosevelt (1901-1909), Wilson (1913-1921) y Reagan (1981-1989). Clinton es reelegido en 1996. El precedente, afirmado en el prestigio de Washington, quien pudo ser jefe vitalicio de la nación que formó, fue roto por Franklin Délano Roosevelt, quien, exaltado en 1932 y reelegido por primera vez en 1936, postula con éxito, en medio de la segunda guerra mundial, a un tercer período en 1940 y, todavía, a un cuarto en 1944, en cuyo ejercicio muere al año siguiente. Desde el comienzo de la Presidencia de Washington (1789) hasta el término de la de Bush (1993), se han sucedido 41 en el cargo supremo con una duración media, por lo tanto, superior a 5 años.

La experiencia del segundo Roosevelt explica la introducción de la enmienda 22a de la Constitución que prohíbe la elección para un tercer mandato, en vigencia desde el 26 de febrero de 1951. Truman, sucediendo a Roosevelt en 1945, se presenta para la reelección en 1948 y durante su segundo período se tramita esa modificación constitucional. Su texto es el siguiente: "Nadie será elegido para el cargo de Presidente más de dos veces, y nadie que haya desempeñado el cargo de Presidente o actuado como Presidente durante más de dos años de un período para el cual fue elegida Presidente otra persona, será elegido para el cargo de Presidente más de una vez. Pero este artículo no de aplicará a la persona que desempeña el cargo de Presidente cuando el Congreso propone este artículo, y él no impedirá que una persona que pueda estar desempeñando el cargo de Presidente, o actuando como Presidente durante el período en que este artículo cobró vigencia, retenga el cargo de Presidente o se desempeñe como Presidente durante el resto de dicho período".

e) La función ejecutiva

El Presidente está llamado a desarrollar la más amplia labor gubernativa y administrativa en cumplimiento del mandato del pueblo, en cuyo desempeño ha de procurar satisfacer el programa que le conquista la adhesión del electorado, proclamándose en todo instante el servidor de la Nación y cuidando orientar y dirigir la opinión pública para que le sostenga y apoye sus medidas de bien general.

La plenitud de la función ejecutiva del Presidente tiene escasas limitaciones. Para los empleos, establecidos por ley cuya designación no compete según la Constitución a otra autoridad, el Presidente no puede nombrar sin acuerdo del Senado (art. 11, sec. 11), y entre esos empleos se incluyen los más altos funcionarios, secretarios de su despacho, embajadores, cónsules, jueces, etc. El Senado, conforme a la tradición, ha de dar el pase sin sentido político. Por otra parte, la completa libertad con que maneja el Presidente las relaciones exteriores tiene la restricción de que para celebrar tratados requiere el consentimiento de las dos terceras partes de los senadores presentes (art. 11, sec. 11).

Toda persona que ejerza función pública no puede formar parte de una u otra Cámara (Art. I, sec. VII), y eso se aplica a los secretarios del Presidente.

Resorte característico del sistema es que los secretarios de su gabinete, escogidos libremente aunque nombrados con acuerdo del Senado, se mantienen en sus puestos mientras cuenten con la voluntad presidencial y no son removidos como necesaria consecuencia de las

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decisiones del Congreso, cualquiera que sea, y por abrumadora que aparezca, la oposición que susciten en el seno de las mayorías actuantes en el Senado o en la Cámara.

La falta de responsabilidad política de los secretarios del Presidente concuerda con la naturaleza de las labores que desarrollan desde que están llamados tan sólo a ayudarle al desempeño del cargo supremo, a la realización de la política de su titular, como técnicos y ejecutores a su servicio, inspirados en el ánimo de interpretar y concretar las decisiones presidenciales.

f) La función legislativa

Los poderes legislativos se confían a un Congreso formado por el Senado, constituido a base de la representación de dos senadores por cada uno de los 50 estados (art. 1º, sec. 3a y enmienda XVII), y por la Cámara de los Representantes, el número de cuyos miembros depende de la población de cada estado. Desde una ley de 1929, el número de representantes es de 435. Como cada dos años hay elecciones completas de la Cámara de Representantes y renovación parcial del Senado, puesto que los senadores duran seis años, coinciden esas consultas con la designación del Presidente.

Si el Presidente está en el deber de dar cumplimiento a la legislación en vigor, la iniciativa de dictar los preceptos y la determinación de la sustancia de su contenido importan atribuciones propias y exclusivas de las asambleas elegidas para el desempeño de esta función específica. No son de responsabilidad del Presidente ni la oportunidad en que se aprueben las leyes ni su contenido. Se acepta, no obstante, que el Primer Mandatario dirija mensajes escritos a ambas ramas del Congreso, y se ha introducido incluso el hábito de que los envíe anualmente, aun pronunciándolos en presencia de la reunión de miembros de ambas ramas del Parlamento. En tales mensajes se le permite no sólo explicar en sus diversos aspectos la situación en que se encuentra el país, sino llamar la atención del Congreso a los problemas que deben resolverse e insinuar las grandes directivas que, a su juicio, pueden orientar su solución. La iniciativa directa y articulada de proyectos de ley por el Presidente no se admite, pues, formalmente, en el sistema norteamericano, aunque como anexos a sus mensajes los acompaña con frecuencia.

Sin embargo, se ha reservado al Presidente un poderoso recurso por cuyo uso, si no puede siempre éste obtener la legislación que desea, resulta para el Congreso extraordinariamente difícil imponer normas que el Presidente juzga perjudiciales e inconvenientes. Tal es el veto que pone a ambas ramas del Congreso en la necesidad de obtener para insistir en lo aprobado el voto de los dos tercios de sus miembros. Al formularse el veto se fundan las observaciones que merezca y sobre ellas han de pronunciarse las Cámaras en una sola votación, por lo cual resulta que dicho veto tiene el carácter de total. Producido el veto, con frecuencia se generan contactos entre el Ejecutivo y las Cámaras, generalmente a través de las comisiones mixtas que constituyen, que conducen a acuerdos que importan transacciones en relación al contenido de la ley.

Precisamente por no pertenecer los Secretarios de Estado a ninguna de las dos ramas legislativas, no participan en sus debates ni votan en ellas. Cierto es que, en la práctica, se ha suavizado esta separación de los órganos por la importancia que han tomado las comisiones permanentes de las Cámaras, a las cuales tienen acceso los Secretarios de Estado, como los demás altos funcionarios o cualquiera persona que ellas llamen en el desarrollo de sus estudios e investigaciones.

g) La función judicial

La Constitución de 1787 es especialmente breve al referirse en el Art. III al Poder Judicial.

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Entrega éste a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores que el legislador establezca. Todos los jueces conservarán sus cargos durante su buen comportamiento y recibirán por sus servicios una compensación que no podrá disminuirse mientras permanezcan en funciones.

La Constitución señala también el alcance de la competencia del Poder Judicial.

De acuerdo con la ley, desde 1869 son nueve los ministros de la Corte Suprema. La justicia federal se ejerce a través de las Cortes de Distrito en primera instancia y de las Cortes de Circuito en segunda.

226. La práctica del sistema. La práctica del sistema depende en alto grado de la personalidad del Presidente. De ordinario sus secretarios, poco numerosos (alrededor de una decena) son de ordinario personalidades de segundo orden y, en el hecho, la amplitud del poder está realmente concentrada en el mismo Presidente. Sin embargo, casos célebres pueden también citarse de quienes labraron su ascendiente político colaborando en la función ejecutiva, principalmente entre aquellos que se desempeñaron como Secretarios de Estado, o sea, Ministros para las Relaciones Exteriores de la Federación.

En todo caso, cualquiera que sea el número y prestigio de los funcionarios que laboran en relación inmediata con el Presidente, no configuran un verdadero cuerpo con facultad para tomar acuerdos que se impongan a él y si éste goza lógicamente de la facultad de reunirlos cuantas veces quiera, y nada impide a ellos mismos juntarse libremente, todas esas reuniones no revisten de por sí importancia en la organización institucional.

Las facultades del Presidente de la Unión se han extendido mediante ciertos hábitos políticos que se introdujeron, como el de reemplazar a los funcionarios de la administración con motivo del cambio del mandatario supremo. Es el spoil system, hecho posible en razón de la inestabilidad de la carrera funcionaria, apreciablemente suavizada, sin embargo, en lo que va corrido de este siglo.

La influencia del Congreso es considerable; puede aun transformarse incluso en preponderante, en virtud de la amplitud de la esfera legislativa y del consentimiento que debe dar el Senado a los nombramientos y a los tratados, y crecerá naturalmente en la misma medida en que el Presidente renuncie en el hecho a ser el jefe efectivo de la nación. Woodrow Wilson, en 1900, mucho antes de ser exaltado a la dirección de la República (1913), para poner de relieve el papel decisivo reservado al Parlamento, publicó su estudio El Gobierno Congresional.

El vigor de la personalidad de los políticos que han ejercido la Primera Magistratura en estos últimos decenios ha contribuido a reconocer en el régimen un decidido predominio de la voluntad presidencial.

Normalmente el Presidente pertenece al mismo partido político que disfruta de mayoría en el Congreso, puesto que su elección emana, aunque indirectamente, del propio cuerpo electoral, llamado a designar, en la misma jornada que a los electores, a los miembros de la Cámara de Representantes y a la tercera parte de los integrantes del Senado. No obstante, es posible, con ocasión de la siguiente elección general parlamentaria que tiene lugar en el curso del período cuadrienal, que cambie la mayoría en las Cámaras y surja entonces para el Presidente la dificultad de colaborar con asambleas deliberantes que le sean adversas. Ello ha ocurrido, sin grave daño para el sistema, debido al talento de los Supremos Mandatarios. Así sucedió por ejemplo, al Presidente Truman en 1946 y a Eisenhower en 1954, 1956 y 1958. En 1962 Kennedy logró en ejercicio del mando un segundo Congreso con mayoría para su partido. En estos últimos decenios a varios Presidentes se les ha abierto una situación más difícil cuando, desde su primera elección, la mayoría en ambas ramas del Parlamento ha sido adversa al

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partido que les ha exaltado a la Primera Magistratura. Clinton la sufre desde su reelección en 1996.

Lógicamente cuando un mismo partido político cuenta en sus filas al Presidente y a la mayoría del Congreso, el régimen de gobierno se traduce en el robustecimiento de la rama ejecutiva. A ello concurren diversas circunstancias. Si es cierto que han solido llegar al cargo presidencial figuras cumbres de la política partidista, con frecuencia triunfan candidaturas impuestas por otros factores.

Su gloria en la Segunda Guerra Mundial explica los dos períodos de Eisenhower (1952/1960). Los partidos políticos presentan en Norteamérica la peculiaridad de significar poderosas máquinas electorales carentes de cuerpo doctrinario sólido que se mantenga en forma estable y continua y se concrete como base de ejercicio del poder, mientras las plataformas electorales de los candidatos a la Presidencia procuran, a la inversa, significar una adaptación precisa a las exigencias del momento, conforme al criterio inspirador del postulante. Y si alguna docilidad de parte del Presidente debiera esperar el partido patrocinante cuando acaba de darle el triunfo, a la larga disminuye o desaparece por las exigencias mismas de su tarea.

Los graves riesgos de la política internacional y sobre todo el recuerdo del histórico rechazo por el Senado del pacto de la Sociedad de las Naciones propulsado por el mismo Wilson (1919), condujeron al hábito de incorporar a la tarea gubernativa, en los momentos de crisis, por lo menos en el orden del manejo de las relaciones exteriores, a representantes del partido político en minoría, eventualmente llamado, a veces a muy corto plazo, a asumir la mayoría en el Parlamento.

Por lo mismo que el Presidente no aparece ante el país completamente identificado con los intereses y conveniencias de la colectividad política que prohijó su postulación, si llega a verse obligado a enfrentar una mayoría opuesta en el Parlamento, dependerá sobre todo de sus personales condiciones de estadista y de la adhesión que su programa alcance en la opinión pública el que pueda, a pesar de todo, continuar adelante en la realización de sus objetivos públicos.

La descripción del presidencialismo norteamericano no puede prescindir de dos presupuestos básicos de técnica institucional ajenos al estricto campo de las relaciones entre los poderes ejecutivo y legislativo.

Aludimos, en primer término, a la existencia de la fórmula federal del Estado, que al reservar a cada uno de los cuerpos del Estado Mayor extensa y sustanciosa esfera para sus propios ordenamientos jurídicos, sirve de contrapeso y de poderosa valla a la exageración de la omnipotencia presidencial. Naturalmente, en un Estado unitario, esta última se hace más temible, y cabalmente porque el peligro se ha hecho realidad deplorable en numerosos países, han surgido fuertes resistencias al gobierno presidencial.

El otro antecedente es la independencia que tiene el Departamento Judicial frente a las ramas ejecutivas y legislativas del Gobierno.

Los altos funcionarios judiciales -conviene recordarlo- son designados por el Presidente con acuerdo del Senado, pero gozan de efectiva inamovilidad.

La Corte Suprema, mediante el eficaz mecanismo que ha construido para mantener la supremacía de la Constitución, ha levantado sólido muro destinado a impedir que las facultades del Congreso se ejerzan fuera del marco de la ley fundamental y en desmedro de las atribuciones otorgadas al Ejecutivo.

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Fue en razón de la energía demostrada por el Poder Judicial para sostener y ampliar sus prerrogativas por lo que la Constitución norteamericana pudo llegar a ser considerada por algunos como un sistema de gobierno de jueces, y al repugnar la Corte Suprema la política del New Deal, suscitó en Roosevelt tal grado de resistencia que llegó a amenazar con la creación de nuevos magistrados que cambiaran la mayoría adversa a su pensamiento de gobernante.

Para sintetizar de modo más esquemático el presidencialismo podría decirse que se basa en la unión, en un solo órgano de carácter unipersonal, de la jefatura tanto del Estado como del Gobierno, es decir, de todo lo que tiene la organización jurídica de permanente y estable y, simultáneamente, de todo lo que ella puede revestir de cambiante, según la diversidad de la concepción del bien común que, en un momento dado, acoja quien ha sido elegido para ser en el mando no sólo simple ejecutor de las reglas de derecho sino inspirador de un programa de bien colectivo.

Una observación de la historia norteamericana demuestra que ha dependido tanto de la personalidad de los Presidentes como de la alternancia de los partidos en mayoría dentro de las asambleas deliberantes, la amplitud del poderío de esa jefatura única del Estado y del Gobierno, pero siempre el prestigio inherente al cargo presidencial y la importancia de las facultades que le confía la Constitución han dado el suficiente fundamento para una dirección unipersonal lo bastante vigorosa como para no sólo encauzar el progreso de la colectividad en incesante avance sobre la que se ha ejercido, sino aun para estimularlo y acrecentarlo.

227. Imitaciones del modelo. La admiración por la prosperidad y la disciplina cívica norteamericanas provocaron el afán de copiar su régimen gubernativo en las repúblicas formadas en este continente con posterioridad a la Constitución de Filadelfia.

El trasplante no tuvo en las Américas española y portuguesa el fácil éxito que muchos ligeramente auguraban debido a que carecían de varias de las condiciones que explicaban su éxito en la América anglosajona.

Diversos factores produjeron tal consecuencia. Dejando de lado las primordiales, imputables a circunstancias sociológicas que no corresponde analizar aquí, como son las relacionadas con la tradición, creencias, raza, cultura, formación social y otras vinculadas a la geografía y al espacio, ampliamente favorables a Norteamérica, procede recordar en este lugar algunas razones de orden jurídico e histórico.

Se ha dicho, en efecto, y lo hemos reconocido más arriba, que uno de los cimientos del buen resultado del presidencialismo norteamericano estriba en aplicarse a un sistema federal de Estado. Ello explica la coexistencia de un ejecutivo fuerte como para fortalecer la unidad, pero que encuentra a la vez el contrapeso de la resistencia proveniente de la actividad de los Estados integrantes de la Federación y en cuya autonomía jurídica se hacen posible las defensas contra cualquier excesivo poder del Jefe del Estado. Entretanto, se ha implantado en estos países latinoamericanos el presidencialismo, ya en Estados unitarios, ya en Estados federales de formación puramente artificial, es decir, ajena a una real fuerza de las diversas regiones integrantes.

Por otro lado, la idea del caudillismo, especialmente de tipo militar, y los rasgos fuertemente personalistas de las formas gubernativas inherentes a Estados de Derecho que presentan tal expresión todavía incipiente, explican la inexistencia de gobiernos verdaderamente impersonales e institucionalizados en la mayoría de las naciones iberoamericanas.

Sin embargo, tal vez el factor más importante, causa y efecto al mismo tiempo de los otros ya apuntados, sea la multiplicidad de los partidos políticos, su indisciplina, su extrema

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dependencia del juego de sus dirigentes, porque este deplorable fenómeno ha impedido sustentar en nuestros pueblos una dirección vigorosa que se desarrolle con firmeza en el poder, inspirada en una idea consecuente de bien público y ha facilitado la arbitrariedad y el capricho de gobernantes que no encuentran la oposición de conglomerados cívicos sólidos y durables, sino montoneras de facciones fáciles de manejar desde el mando supremo.

Se impone también reconocer que la influencia conquistada por una idea totalitaria como el marxismo durante la llamada guerra fría, caracterizada por la lucha entre los imperialismos norteamericano y soviético, al introducir en el juego político en nuestros países un combate en que participaban ideologías incompatibles con el sistema democrático -al que calificaban como un simple formalismo-, debilitó extraordinariamente la eficacia directiva del poder. De tal manera el efecto que anotamos se debió sustancialmente a dicho origen, que, fracasados los llamados socialismos reales, se observa una recuperación del vigor del principio del gobierno presidencial.

La práctica del presidencialismo, prestigiada al extremo en el modelo norteamericano y fracasada en alto grado en sus imitaciones de nuestra América, fortaleció, en las doctrinas y en el sentimiento de los pueblos de otros continentes, sobre todo del europeo, la convicción de que constituía tal fórmula organizativa un régimen viable sólo en las condiciones peculiares, extraordinariamente auspiciosas, de los Estados Unidos de Norteamérica y, por lo tanto, inimitable.

El poco halagador espectáculo exhibido en la gobernación de los países iberoamericanos, unido al recuerdo de que por su medio se introdujo el príncipe Luis Napoleón, provocaron en el pensamiento político de la Europa continental la profunda convicción de que el presidencialismo está llamado a servir exclusivamente en el Estado federal que lo configuró.

Cuando en 1958 De Gaulle diseña un cuadro institucional a su medida, traducido en el complejo y sutil mecanismo que más adelante se describe, se separa en parte, por esa razón, de los rasgos más típicos del presidencialismo.

En 1962, preocupado de la sucesión, emprende su campaña destinada a hacer elegible al Presidente directamente por el pueblo, y lo consigue en el referéndum de 28 de octubre. Todo esto aviva en Francia el debate acerca de la conveniencia del régimen presidencial.

François Goguel, al formular sus reflexiones sobre el presidencialismo, cuya implantación en Francia favorecerían los profesores Vedel y Duverger, manifiesta: "Tomándolo todo en consideración, me parece que se pueden resumir los inconvenientes del sistema presidencial reconociendo que hay algo de tosco, de no suficientemente elaborado, en un régimen que envuelve el enfrentamiento de una autoridad personal y de una autoridad colegiada, una y otra emanadas del sufragio universal, sin que ninguna regla constitucional se prevea para provocar o facilitar su armonía, para organizar sus relaciones o para permitir el arbitraje de los conflictos que pudieran suscitarse entre ellas, en otra forma que por la reelección simultánea de ambas" (Rev. Française de la Science Politique, junio de 1962, pág. 305).

EL PARLAMENTARISMO

228. Sistema de colaboración de poderes: el gobierno parlamentario inglés. Si es imposible describir el presidencialismo sin observar el modelo norteamericano, resulta también ineludible, para entender el gobierno parlamentario, considerar su origen inglés.

Sus antecedentes más próximos comienzan cuando a la muerte de Jacobo II, se impone a los príncipes Guillermo y María de Orange la Declaración de Derechos (1689), que importa la consolidación definitiva de los privilegios del Parlamento, porque no sólo robustece las

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diversas garantías establecidas en favor de los miembros de éste, sino que afirma las facultades legislativas de las Cámaras.

La calificada como gloriosa Revolución de 1688 "decidió finalmente -como dice Macaulay en su Historia de Inglaterra- la gran cuestión de si el elemento popular que, desde los tiempos de Fitzwalter y De Montfort, se encontraba en la política inglesa sería destruido por el elemento monárquico, o se permitiría que se desarrollara libremente y llegara a ser dominante. La lucha entre los dos principios había sido larga, dura y vacilante... El poder ejecutivo y el poder legislativo se habían impedido recíprocamente con tal eficacia que el Estado había sido sin importancia en Europa. El heraldo del Rey que proclamó a Guillermo y a María ante la puerta del Whitehall, anunció en realidad que esa gran lucha había terminado, que había completa unión entre el trono y el Parlamento, y que Inglaterra, largo tiempo dependiente y degradada era nuevamente un poder de primera clase, que las antiguas leyes que limitaban la prerrogativa real serían en adelante tan sagradas como esta misma prerrogativa y se aplicarían en todas sus consecuencias; que la administración ejecutiva sería conducida en conformidad con la opinión de los representantes de la nación; y que ninguna reforma que, luego de madura deliberación, propusieran las dos Cámaras, sería obstinadamente resistida por el soberano" (cit. por Taswell-Langmead, ob. cit., pág. 513).

Cuando a raíz de la muerte de la reina Ana en 1714, la corona corresponde a la dinastía de los Hannover, príncipes protestantes alemanes, ignorantes de las tradiciones, hábitos y lengua ingleses, se hace menos probable que la evolución política se oriente de nuevo al debilitamiento de las Cámaras y restauración del absolutismo real.

Tal acontecimiento llevó, al contrario, a entregar el mando efectivo, en mayor grado aún, al Parlamento, en cuyo seno se venían afirmando desde antes de 1688 dos grandes corrientes, la de quienes, por un lado, sostenían la prerrogativa real y la de quienes reivindicaban, por otro, los fueros de las Cámaras.

La lucha entre ambas interpretaciones de la Constitución se desarrolla a lo largo del siglo XVIII, con diversas vicisitudes que inclinan la balanza, ya del lado de la Corona, ya del Parlamento, según la cambiante personalidad de los monarcas e incluso las distintas etapas de sus vidas. Sin embargo, en una amplia perspectiva histórica, puede afirmarse que, en definitiva, se tendió constantemente a robustecer las facultades del Parlamento y a disminuir el prestigio real, resultado a que contribuyó, como dice un autor, "la perturbación mental que afligió a Jorge III, el carácter irascible de Jorge IV y las despreciables cualidades de Guillermo IV" (Keith, cit. por Hood Phillips, pág. 244).

El gobierno parlamentario se afirma en los brillantes ministerios de Walpole, que se extienden por mucho más de veinte años a lo largo de los reinados de los dos primeros Jorge, y en el gobierno del viejo Pitt que se retira al subir Jorge III (1760), monarca que, entretanto, recupera mucho de su poder durante el ministerio de lord North. La dimisión de este último y la promoción del joven Pitt en 1783 coinciden con la decadencia de Jorge III, y contribuyen a la afirmación del sistema que reviste ya sus rasgos definitivos desde 1832. Los nombres de Peel, Russell y Palmerston, y luego de Disraeli y Gladstone, llenan casi la larga época victoriana (1837-1901).

Las bases del gobierno parlamentario no están señaladas en leyes sino en simples "convenciones constitucionales".

He aquí las principales:

1º. El Rey invita al jefe político que considera de más influencia en el Parlamento a formar el Ministerio. Desde los tiempos de Walpole empezó a ser llamado Primer Ministro, porque en

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ausencia de Jorge I preside los debates de los Ministros aunque ejercía las funciones de Primer Lord de la Tesorería, que tradicionalmente conserva aun de modo simbólico, desde que el verdadero Ministro de Hacienda es el Chancellor of the Exchequer. La selección del Primer Ministro prácticamente se le impone al Rey en virtud de las circunstancias políticas del momento, pero puede escoger entre las contadas personalidades que estima aptas para obtener la adhesión de la mayoría del Parlamento. Así cuando se trató de reemplazar a Bonar Law en 1923, Jorge V llamó a Baldwin en momento en que muchos esperaban el nombramiento de Lord Curzon, y cuando en 1955 por enfermedad, pero después del incidente del Canal de Suez, renunció Eden fue designado Harold Macmillan y no Richard Butler. Sin embargo, esta amplitud de selección que se reconoce al Rey casi desaparece del todo cuando corresponde llamar a un laborista, porque la jefatura en este partido coincide forzosamente con su líder en el Parlamento. Es, por otra parte, difícil designar como Premier a un lord por la mayor importancia política de la Cámara de los Comunes, en cuyos debates no podría participar, de modo que se vería en la necesidad de señalar un miembro de ésta para sostener su política en ella. El último lord designado Primer Ministro fue Salisbury, que renunció en 1902.

2º. El Primer Ministro escoge a su vez un grupo de personas en condiciones de servir los diversos Ministerios o departamentos ejecutivos, cuya lista presenta al nombramiento del Rey. La nómina se formará con los nombres de los dirigentes de más capacidad e influencia en el partido a que pertenece el Primer Ministro, o excepcionalmente, si organiza gobiernos nacionales de coalición, de los diversos sectores en que se divide la opinión.

3º. Aunque todos los Ministros forman el gobierno, son miembros del Gabinete sólo aquellos a que tal calidad atribuye el Primer Ministro, según la importancia de los cargos, la calidad de los titulares o, principalmente, las circunstancias que atribuyen ocasional relieve o especial interés a los asuntos comprendidos en sus tareas. En abril de 1960 por ejemplo, 19 Ministros componían el Gabinete y otros veinte estaban fuera de él. Algunos de los miembros del Gabinete reciben funciones casi puramente nominales y ello les permite consagrarse a afanes directivos generales, como el Canciller del Ducado de Lancaster. Entre los miembros del Gabinete o con Ministros que están fuera de él, se constituyen Comités de diversos tipos o, como gustaba disponer Churchill, se pide a un Ministro la coordinación de varios Ministerios; o se reduce el Gabinete a un grupo ejecutivo menos numeroso, como el que se llamó "Comité de Defensa Imperial" o "Comité de Defensa" durante las guerras de este siglo. La organización del Ministerio es, pues, como se ve, muy flexible.

4º. Todos los Ministros del Gabinete para ser designados tienen que incorporarse al Consejo Privado del Rey (Privy Council), organismo de secular tradición, cuerpo de los más íntimos consejeros del Rey (Inner Council) compuesto nominalmente de unos trescientos miembros, que realiza funciones de asentimiento, puramente formales, cumplidas mediante la actuación efectiva de un número pequeñísimo de sus miembros (tres, cinco, etc.) que se convoca según la naturaleza de la solemnidad, cuando está prescrita por la tradición o por la ley.

5º. Los miembros del Ministerio pertenecen, generalmente, a una u otra rama del Parlamento, pero, aunque pueden no serlo de ninguna, ello es extraordinario.

En abril de 1960, por ejemplo, de los 39 miembros del Gobierno, integraban el Gabinete 15 comunes y 4 pares, estaban fuera del gabinete, 14 comunes y cinco lores. No era entonces parlamentario tan sólo el titular de una función judicial para Escocia.

6º. El Gabinete, mencionado por primera vez en la letra de una ley sólo en 1937, es, sin embargo, la pieza característica del sistema inglés. Se reúne, sin asistencia del Monarca y en secreto, razón que había llevado a no consignar sus acuerdos en acta de sus reuniones hasta 1916. El Rey sólo puede ejercer sus prerrogativas de acuerdo con el Gabinete, cuyas

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determinaciones conoce por medio del Primer Ministro. Tiene, sin embargo, derecho el soberano a ser permanentemente informado y de expresar en todo instante su opinión, aunque cualquiera que ésta pueda ser se halla en la necesidad de sujetarse en definitiva al consejo del Primer Ministro.

7º. El Rey no puede menos de consentir en toda ley aprobada por las Cámaras, no estando facultado para oponerse a su sanción, por simple convención constitucional, y así en realidad no ha vetado ley alguna desde 1707. La legislación aprobada cuenta con el apoyo del Gabinete que goza de amplia iniciativa para proponerla y tiene normalmente el respaldo de la mayoría en el Parlamento. Aunque los miembros de las Cámaras conservan la iniciativa de la legislación, en el hecho se promulgan sólo las leyes que han sido propuestas o auspiciadas por el Gobierno.

8º. El Gabinete permanece en funciones mientras cuenta con la confianza de la mayoría en la Cámara de los Comunes. Desde el momento en que resulta colocado en minoría dentro de ésta, mediante la aprobación de un voto de censura o el rechazo del apoyo solicitado, se abre al Primer Ministro la alternativa o de renunciar o de aconsejar al Rey que disuelva la Cámara y llame a nueva elección de miembros de ésta. El soberano puede decidir la disolución cuantas veces quiera e incluso, en teoría, aun contra el consejo del Primer Ministro, situación en que éste y los demás miembros del Gabinete deberían renunciar, pero jamás ha resuelto, en la práctica, dar ese paso porque corre el riesgo de envolver la dinastía en la lucha política. Si, en caso de disolución aconsejada por el Primer Ministro, en la nueva Cámara se robustece el partido del gabinete, puede éste continuar en funciones; si la jornada electoral le ha sido desfavorable, está obligado a dimitir. En 1924 y en 1950 se debatió si el Rey está obligado a aceptar la disolución si se lo pide el Primer Ministro y en ambas oportunidades se decidió por la afirmativa. En 1924 era Mac Donald Primer Ministro laborista con apoyo del pequeño sector liberal, que le fue retirado: el electorado le fue adverso y le sucedió el conservador Baldwin. En 1950, disuelta la Cámara por el Primer Ministro Clemente Attlee, como obtuviera muy escasa mayoría para el laborismo, pensó luego disolverla, lo que hizo al año siguiente para dar paso entonces a la primacía conservadora. Por lo demás, la consulta parlamentaria puede ser resuelta antes de todo revés o sin temor alguno a éste, sólo con el propósito de someter a su dictamen algún grave problema o, simplemente, para reforzar la mayoría en instantes en que se encuentra en una postura confortable para auscultar el sentir nacional; así se vio fortalecida la mayoría conservadora en las elecciones de 1955 y 1959.

9º. Como el Gabinete forma un órgano colegiado, los actos que realiza determinado Ministro se entienden apoyados por todos los integrantes del cuerpo colectivo y realizados a su nombre, por lo cual la responsabilidad de sus componentes es solidaria. Si individualmente uno de los Ministros está en desacuerdo con sus colegas, es libre de renunciar y, en tal caso, de dar a conocer públicamente pero en forma exclusiva el punto de discrepancia que le llevó a dimitir. Sin perjuicio de esa responsabilidad colectiva, cada Ministro responde de las materias comprendidas en su cargo y debe renunciar si se aprueba una censura en contra de su gestión. La responsabilidad solidaria se afirmó primero frente al Rey, cuando se configuraba el sistema, la disciplina de los partidos era aún débil y el monarca estaba todavía en condiciones de romperla con facilidad, introduciendo divisiones en el seno del Gabinete; más tarde se dio el sentido de solidaridad frente al Parlamento. Si la censura recae sobre uno solo de los Ministros, nada más que el afectado se halla en el deber de renunciar. Sin embargo, formando el Gabinete un cuerpo, generalmente la censura que sufre uno de sus miembros acarrea la dimisión de todos, tanto cuando los actos criticados se han adoptado previo acuerdo colectivo, como cuando, aunque decisión individual del Ministro, refleje en verdad el criterio dominante en el Gabinete. Por excepción, si se trata de un político de no mucha importancia en el equipo gobernante o de salvar el prestigio del Gabinete en el Parlamento y la continuidad de su labor, se permite el alejamiento del Ministro individualmente criticado.

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10º. El Parlamento influye, pues, sobre el Gobierno, a tal punto que ha podido llamarse al Gabinete la Comisión Ejecutiva de la Cámara; pero tal control está lejos de ser absoluto por la alternativa de la disolución y por coexistir con la dirección que a su turno ejerce el Gobierno sobre la Cámara.

En cuanto a la forma como se desarrolla este control parlamentario, nada más preciso que transcribir las explicaciones de un tratado actualmente en uso en las universidades inglesas:

"El Parlamento es, por lo tanto, una asamblea tanto legislativa como deliberante. Pueden producirse debates de verdadero valor durante las discusiones sobre los gastos, las que, si son ineficaces para alterar los programas inmediatos, llegan a tener influencia en la política subsiguiente. Es posible presentar mociones pidiendo documentos o el nombramiento de comisiones o de comités de investigación. La hora cotidiana reservada a las preguntas, durante la cual se dirigen cuestiones a los Ministros, proporciona la oportunidad de concentrar la atención pública en los tópicos de preocupación general. Las interpelaciones parlamentarias son también de valor para reparar agravios a particulares. El uso de la hora de las preguntas con tal propósito significa una real salvaguardia constitucional. Los funcionarios públicos saben que la acción del departamento de que son responsables ante su Ministro puede convertirse en una cuestión parlamentaria capaz de perturbar a éste ante la Cámara. Los debates más importantes se originan con motivo de la respuesta al discurso del Trono al abrirse la legislatura; de la exposición del Ministro de Hacienda (Chancellor of the Exchequer) sobre el presupuesto; de alguna moción formal de censura y en otras ocasiones ajenas a los asuntos legislativos ordinarios. Los debates no vinculados a la aprobación de la legislación son especialmente útiles en la Cámara de los Lores para discutir los asuntos externos o del Imperio. Cuarenta de sus miembros pueden, al terminar la hora de las cuestiones, solicitar la prórroga de la sesión de la Cámara de los Comunes con el fin de deliberar sobre determinada materia aceptada por el speaker con el carácter de urgente importancia. Si la prórroga se acepta, se considera el asunto más tarde ese mismo día. Los debates acerca de los gastos desarrollados en los días destinados a los suplementos, sirven para dar ocasión a debates generales acerca de la administración y de la política, aunque la esfera de deliberación queda limitada por la regla de que ninguna proposición legislativa puede discutirse. Hay habitualmente una media hora cada día entre el tiempo ordinario y el fijado para la prórroga de la sesión. Cuando se presenta una moción de prórroga la media hora siguiente puede usarse para considerar materias susceptibles de tratarse fácilmente por preguntas y respuestas, aunque no puede tomarse en ella ninguna decisión. Los Ministros prestan inevitablemente atención al sentimiento general del Parlamento como indicación válida del sentimiento general del país. El Parlamento no ejerce, sin embargo, supervisión minuciosa de los servicios administrativos del Gobierno... Es poco probable el control detallado de la administración por comités de sus miembros, ni es el órgano legislativo necesariamente apropiado para el ejercicio de tal función. La administración pública es materia técnica y el común de los miembros del Parlamento, aunque estén calificados para su tarea, no tienen a su disposición toda la información usada por los departamentos administrativos ni la posibilidad de reunir tal información. Por lo demás, las proposiciones de establecer un gran control parlamentario a través de comités se resisten desde el punto de vista de que estos interferirían en la responsabilidad ministerial y en el derecho y deber del Gobierno de gobernar. Tal como trabaja hoy el sistema parlamentario, la composición de la Cámara de los Comunes determina la elección de un gobierno. A ese gobierno se confía la determinación de los asuntos políticos y de la responsabilidad general de la administración a través de varios departamentos" (Wade & Phillips, ob. cit., págs. 98-99).

229. Evolución del parlamentarismo inglés. El sistema parlamentario adquiere sus contornos en Inglaterra a lo largo de la evolución del poder político que, depositado primero en el rey, pasa a ser compartido con el Parlamento, luego, en creciente proporción, asumido por éste, y

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ejercido de lleno hoy por el cuerpo de los representantes populares que pretenden interpretar la voluntad real del electorado.

Casi no queda nada ya del antiguo concepto de la prerrogativa regia, cuyo actual significado es "aquel grupo de poderes de la Corona no conferido por ley (statute) sino reconocido por el common law como pertenecientes a ella. Los poderes de prerrogativa de la Corona son, con raras excepciones, ejercidos hoy por el Gobierno en funciones" (Wade & Phillips, pág. 141). El soberano mantiene la majestad del trono como símbolo de la personalidad y perpetuidad del Estado, desprovisto como está actualmente casi de todo poder efectivo: el Rey reina pero no gobierna. Conserva el derecho de permanecer siempre informado para actuar como factor de moderación pero sin estar en condiciones de resolver por sí mismo en ningún aspecto, salvo el muy limitado de escoger al Primer Ministro.

Si el gobernante no es ya el Rey, lo es el Gabinete encabezado por el Primer Ministro. Si el monarca no puede equivocarse y es irresponsable, los Ministros que le sirven pueden entre tanto actuar en perjuicio del reino y deben por eso responder ante el país.

Tal responsabilidad se hacía efectiva mediante la acusación que la Cámara de los Comunes formulaba ante la de los Pares para el juicio y condenación de los funcionarios que actuaban en mal servicio del Rey, a fin de privarles del ejercicio de sus cargos y castigar por su conducta (impeachment).

La larga y engorrosa tramitación del impeachment va pasando en desuso a medida que se precisa el gobierno del Gabinete y su responsabilidad ante el Parlamento. Si para que los Ministros se mantengan en sus cargos es indispensable la confianza de la mayoría del Parlamento, basta que le sea negada, para que los miembros del Gabinete, es decir, los funcionarios de más alta jerarquía en el servicio público, tengan que alejarse de sus tareas, camino que resulta mucho más rápido, eficaz y expedito que el antiguo juicio político con el mismo resultado práctico que éste, la remoción del afectado. Se explica así que el último impeachment haya tenido lugar en 1805 (lord Melville), o sea precisamente desde la época en que la fórmula del gobierno parlamentario quedaba sólidamente asentada. Proporcionaremos más antecedentes sobre esta institución cuando analicemos esa materia en el texto de nuestra Constitución.

Los privilegios fueron conquistados para las dos cámaras del Parlamento, tanto para aquella que acoge en su seno a la nobleza y a los obispos, como para la que recibe a los representantes del pueblo inglés de los burgos y de los condados. El sentido del suceder político se inclina al fortalecimiento de la posición de la Cámara de los Comunes, como más genuina expresión del pueblo, y a la disminución de la influencia de la Cámara de los Lores, baluarte de una aristocracia en mengua de prestigio y valimiento. Hasta 1832 la asamblea electiva podía aún ser manejada con prescindencia de la auténtica distribución del electorado, en razón de la irreal, artificiosa e injusta determinación de las circunscripciones, pero con la reforma de aquel año, se da un paso decisivo hacia el reconocimiento de la real voluntad de los ciudadanos. El crecimiento de la importancia de la Cámara de los Comunes genera una convención constitucional que, modificando el sentido inicial de la fiscalización parlamentaria, limita la necesidad de la confianza requerida por el Gabinete exclusivamente al apoyo de la mayoría sólo en la asamblea electiva. Mientras en 1783 el joven Pitt sostenía "que un Ministerio apoyado por el Rey y los lores podía mantenerse contra una Cámara de los Comunes hostil todo el tiempo que pudiera para conquistar el apoyo de la nación, y ganar una elección" (Taswell-Langsmead, ob. cit., pág. 719), Gladstone en 1878, luego de afirmar que el Ministerio no tenía que identificarse sólo con el soberano, agregaba: "Tiene una relación que mantener con la Cámara de los Lores; lo que no necesita, sin embargo, es que sea de completa unidad, porque la Cámara de los Lores, aunque constituya un gran poder en el Estado, y sea capaz de causar gran tropiezo a una administración, no tiene poder para infligirle mediante un voto el

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castigo capital. Sólo a través de quince años en los últimos cincuenta ha gozado el Ministerio en funciones de la confianza de la Cámara de los Lores. De la confianza de la Cámara de los Comunes sí que depende inmediata y vitalmente. Tal confianza debe poseer siempre, ya absolutamente por identidad de color político, ya relativa y condicionalmente" (ídem, págs. 725-726).

Desde el punto de vista legislativo, la preponderancia de los comunes se consagra en la práctica justamente con motivo de la reforma de 1832, que se aprueba no obstante la amenaza del Gobierno en funciones de crear nuevos lores para impedirla, y se confirma estatutariamente en las leyes de reforma de 1911 y 1949.

No cabe parangonar el parlamentarismo inglés con el llamado gobierno convencional, desde que, si es cierto que el Gabinete se mantiene mientras cuenta con la confianza de la rama electiva del Parlamento, sobre ésta se cierne la amenaza de su disolución cuando el Primer Ministro la decide de acuerdo con el Rey por estimar que la dirección política del gabinete interpreta mejor, en el momento, que los propios representantes del pueblo, la voluntad de éste.

No puede calificarse el sistema inglés como absolutamente representativo desde que la soberanía reconocida al Parlamento coexiste con el recurso de la disolución de éste, con el cual se hace posible consultar directamente a la nación respecto de algún problema considerado como de la mayor importancia en el momento o a fin de decidir una grave coyuntura política.

El régimen político inglés combina la monarquía, en la jefatura del Estado, con la aristocracia, que se anida en la Cámara de los Lores, y con la democracia, elegidos como son los miembros de la Cámara de los Comunes que sostiene y fiscaliza el gobierno e interviene de modo preponderante en la legislación.

Todo el sistema se hace posible no sólo por la cultura política del pueblo que lo aplica, sino por el reconocimiento de la existencia y necesidad de la oposición en el Parlamento y en el país y por el fenómeno espontáneo y favorable de la subsistencia de sólo dos fuerzas de tanta magnitud como para que, en todo instante, una de ellas cargue con la responsabilidad de la acción del poder público y la otra esté siempre dispuesta a asumirla. Esta alternancia bipartidista es el fundamento de la eficacia y estabilidad del gobierno británico.

Durante los últimos decenios la vida política inglesa ha continuado en lo sustancial ajustándose a las modalidades descritas. Si el Partido Conservador es derrotado en las elecciones de 1964 y 1966, recupera el poder en 1970 para perderlo cinco años después cuando del laborismo surge James Callaghan en 1975. Ello permite restablecer la dirección de Heath de 1974 a 1979, sucediéndole en el cargo Margaret Thatcher. Ella, desconfiando de la lealtad de algunos de los integrantes de su gabinete, se adelanta a renunciar en 1990 a las expectativas que le daba su partido y continuaron los conservadores con John Mayor hasta el triunfo de Blair en 1997.

230. Implantación y evolución del parlamentarismo en Francia. Los numerosos documentos de vida efímera que se dictan durante la época revolucionaria resultan impotentes para cimentar con solidez en Francia sistema político alguno, y el curso de tantas agitaciones y ensayos desemboca en la dictadura de Napoleón I.

La restauración borbónica hace posible la primera tentativa seria de desarrollar los principios de un gobierno constitucional, porque si Luis XVIII subraya afanosamente el carácter de gracioso otorgamiento de la Carta de 1814 y sostiene en todo instante el legitimismo monárquico de origen divino, que él se cree llamado a continuar, al colocarse, con talento, al margen de la política menuda, normalmente deja hacer a sus ministros, permite los debates en

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el Parlamento y la discusión pública sobre el sistema gubernativo. Si una Cámara se compone de pares designados por el mismo rey, con carácter vitalicio o hereditario, y la otra se forma de diputados elegidos por un régimen de sufragio fuertemente censitario, durante largos períodos el ambiente de paz observado en la cosa pública se basa en el acuerdo fundamental que existe entre el rey, sus ministros y la asamblea electiva. Se vive, pues, la primera tendencia a introducir la tradición inglesa del gobierno parlamentario.

Carlos X, al suceder a su hermano en 1824, obsesionado por el dogma de la soberanía real y opuesto a las nuevas costumbres políticas que comenzaban a afirmarse, interrumpe esta evolución y, cuando dicta por sí solo las ordenanzas de julio de 1830, de contenido contrario al espíritu y a la letra de la Constitución, provoca a un mismo tiempo el fin de su reino y el de su dinastía.

Luis Felipe de Orléans acepta ser llamado al trono por las Cámaras, y pacta con éstas conforme a los términos asentados en la Carta de 1830, en lo demás análoga a la precedente. Si el nuevo monarca no discute la doctrina de los poderes del Parlamento tiende, no obstante, a hacer prevalecer su criterio personal en la dirección política y se afana en doblegar a los miembros de las Cámaras, convirtiéndolos en funcionarios públicos, y al cuerpo electoral, restringidísimo, premiando o sancionando adhesiones o rechazos. Este período posibilita, sin embargo, un mayor desarrollo de las costumbres parlamentarias por la densidad e importancia de los debates, su publicidad, los comentarios que se formulan en su entorno y la interpelación que desde la tribuna se hace a la acción gubernamental.

La crisis de 1848, primer brote de la efervescencia que bulle en el seno del proletariado industrial, conduce a la abdicación de Luis Felipe y a la proclamación de la Segunda República. La Constitución, que aprueba la asamblea elegida en sufragio popular, considerando que "la separación de los poderes es la primera condición de un gobierno libre", delega el Legislativo en una asamblea electiva única y el Ejecutivo en un Presidente, también elegido, por el plazo de cuatro años y no reelegible sino después de un intervalo de otros cuatro. Es el gobierno de asamblea, no el régimen parlamentario.

Las urnas favorecen a Luis Napoleón Bonaparte, primer y último Presidente de esta Segunda República, porque pronto se enfrenta con la asamblea y la disuelve en diciembre de 1851, después de permitir su desprestigio con la aprobación de una ley de 1850 que, exigiendo prolongado domicilio para inscribirse, se consideró deplorable regresión respecto de la flamante conquista del sufragio universal.

La Constitución de 1852, que el Presidente impone haciéndola aprobar por un plebiscito, se ajusta a las bases de un sistema presidencial y se modifica por el Senado-consulto ese mismo año para restablecer la dignidad imperial, es tan sólo el cuadro formal que cubre un gobierno personal de dieciocho años, temperado apreciablemente desde 1861. Esta segunda etapa comprende el llamado imperio liberal. En ella se restablecen instituciones de carácter parlamentario, como la respuesta al discurso del trono, la publicidad de los debates, el nombramiento de ministros sin cartera llamados principalmente a sostener el gobierno en las cámaras, el derecho de éstas a elegir sus directivas, la facultad de interpelar, etc.

La caída de Napoleón III, producida luego de la derrota de su ejército, conduce a la espontánea formación de un gobierno de defensa nacional que entrega luego sus poderes a una asamblea prontamente elegida, en cuyo seno se debate apasionadamente el futuro régimen político. Unos propician la monarquía del conde de Chambord, nieto de Carlos X, en cuyo favor abdicara éste en 1830; otros el reinado del conde de París, nieto a su turno de Luis Felipe y beneficiario por su parte de la renuncia de 1848; otros, en fin, la República. A Adolfo Thiers, partidario de la República, sucede el mariscal Mac Mahon, decidido monárquico. Una y otra

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vez la restauración real se hace imposible por la negativa del conde de Chambord de aceptar el trono sobre la base de un pacto que admita la soberanía nacional y el régimen parlamentario.

Las leyes constitucionales de 1875 pretenden regir una simple transición a la monarquía, cuyo rechazo por la mayoría de la asamblea muchos creyeron entonces puramente accidental y en el hecho encauzan la Tercera República hasta 1940.

El Poder Legislativo se ejercía por dos asambleas. El Senado se componía de 75 senadores vitalicios, que se suprimieron en 1884, y después sólo de los 225 ciudadanos elegidos por un cuerpo departamental especial; sus miembros duraban nueve años y se renovaban por parcialidades cada tres años, en tanto la Cámara elegida en votación directa se reemplazaba totalmente cada cuatro.

El Presidente de la República no tenía título originario del cuerpo ciudadano, sino de la mayoría absoluta de los miembros del Senado y de la Cámara de Diputados, reunidos conjuntamente en Asamblea Nacional, se designaba por el período de siete años y podía ser reelegido.

La iniciativa de las leyes incumbía al Presidente de la República y a los miembros de las dos Cámaras que concurrían en general paridad de atribuciones a su establecimiento.

Los ministros eran solidariamente responsables ante las Cámaras de la política general del gobierno, e individualmente de sus actos personales (art. 6º de la ley del 25 de febrero de 1875). El Presidente de la República, por su parte, respondía sólo en los casos de alta traición. El Senado podía ser constituido en corte de justicia para juzgarlo a él o a los ministros.

El Presidente podía, previa conformidad del Senado, disolver la Cámara de Diputados antes de la expiración legal del mandato de ésta, y, en tal caso, se convocaba a nuevas elecciones.

Tal era, en lo esencial, el marco trazado en las tres leyes de 1875, de índole exclusivamente estructural y que, por lo demás, establecían un fácil sistema de reforma, empleado tan sólo en 1884 y después, en 1940, cuando quedó sepultada la República que rigieron.

Fue evidente el propósito de implantar el gobierno parlamentario al estilo inglés en los constituyentes franceses de 1875.

El Presidente de la República, como el Rey, tenía la calidad de Jefe de Estado irresponsable, aunque provisto de mucho menos ascendiente que el monarca para ejercer un poder moderador, en razón de provenir su título sólo de la designación del Parlamento. Dos Presidentes renunciaron lamentando la impotencia en que se sintieron colocados para organizar el gobierno: Jules Grévy en 1887 y Alejandro Millerand en 1924. Casimir Perrier dimitió a los seis meses en 1895, como protesta por la ignorancia en que se le mantenía de los asuntos públicos. Pocos, como Poincaré, se manejaron en forma de conquistar desde su cargo una influencia importante.

La intención de las leyes de 1875 había sido dar rango político exclusivamente a la Cámara de Diputados, única que podía ser disuelta, así como en el modelo inglés revestía ya en esa época tal carácter sólo la Cámara de los Comunes. Pues bien, en 1890 un Ministerio se retira por primera vez debido a desconfianza del Senado, tal efecto se considera obligatorio desde 1896 y por ese motivo renuncia una media docena de gabinetes en los años que siguen (ver Prélot, Institutions, pág. 199).

Desde el punto de vista de la técnica constitucional, la práctica del parlamentarismo en Francia se aleja profundamente de su modelo, al desvirtuarse el resorte de la disolución. El 16 de

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mayo de 1877 el Presidente Mac Mahon, ilusionado todavía con la posibilidad del restablecimiento de la monarquía, deja que renuncie Jules Simon y dos días después organiza otro ministerio sabiendo que no logrará el apoyo de la mayoría de la Cámara. Efectivamente queda en minoría el 19 de junio. El 25 de ese mes, previo pronunciamiento favorable del Senado, decreta la disolución. En la nueva asamblea, aunque algo disminuida, se mantiene una mayoría adversa a la política presidencial, y como las elecciones senatoriales de 1879 le son más adversas, renuncia Mac Mahon a su cargo. El sucesor, Jules Grévy, preside la instauración definitiva de la República.

Como resultado de la experiencia de 1877, no se usa por segunda vez el derecho de disolución en la Tercera República y, junto con desaparecer en los hábitos la amenaza de su ejercicio, se suprime una pieza fundamental del gobierno parlamentario y se vuelve con ello tan incontrarrestable el predominio de las Cámaras que el régimen francés ha merecido ser calificado como sistema convencional o de asamblea (ver, por ejemplo, Duverger, Manual, págs. 278 y sgtes; Burdeau, Manual, pág. 308):

El gobierno de que se priva al Jefe del Estado y se entrega al Gabinete, formado generalmente con miembros de las Cámaras y necesitado de la adhesión de éstas, carece en Francia de la estabilidad admirable del inglés. Se cuentan cien ministerios en los sesenta y cinco años (Vedel, ob. cit., pág. 91; Duverger, ob. cit., pág. 279). En el septenado de Grévy se organizan 9 gabinetes, 10 en el de Carnot a pesar de que no alcanza a completar su período; 12 en el de Poincaré, 15 en los de Doumergue y de Lebrun; ninguno permanece tres años (Prélot, Institutions, t. 1, pág. 202).

Cierto es que la inestabilidad ministerial no impide la permanencia de algunas de las personalidades del Ministerio saliente en el desempeño de las mismas carteras, u otras veces la pronta recuperación de sus titulares y, por otra parte, una carrera administrativa eficiente e inamovible sirvió para mantener la regularidad en el despacho de los asuntos ordinarios, pero, así y todo, la rotativa ministerial causaba deplorables efectos en la disciplina colectiva, en la decisión de los principales problemas, sobre todo en el prestigio democrático. El principio de la solidaridad del gabinete resultaba en el hecho burlado porque, si formalmente todos renunciaban, muchos, como se recordó, continuaban en su mismo cargo en el Ministerio siguiente.

La rapidez de la sucesión de los gabinetes era consecuencia directa de la multiplicidad de los partidos políticos, la mayoría de ellos sin organización ni cohesión internas, casi todos ellos encarnados en grupos meramente parlamentarios que, por lo demás, al momento de las votaciones, se desintegraban adoptando las más diversas posturas. Sobre tan frágiles fundamentos resultaba imposible esperar sólido respaldo a los gabinetes, designados a base de frágiles combinaciones de diversos sectores, y sometidos al capricho o la ambición de los postulantes más audaces.

Se explica así que llegaran a la Presidencia del Consejo los jefes de pequeñas agrupaciones, enfrentados accidentalmente, por su prestigio personal o por el simple juego de las circunstancias, a la responsabilidad de orientar el sentido de una combinación o de constituir un bloque capaz de dar fugaz sustentamiento al poder político.

Para la fiscalización gubernamental se usaron todos los mecanismos imaginables: nombramiento de comisiones parlamentarias de investigación; formulación de cuestiones orales y escritas que se responden sin debate y no dan lugar a votación; interpelaciones que dan motivo a discusiones y que se resuelven antes del orden del día con un voto de apoyo o de desconfianza; votos de censura, etc. El gobierno y sus personeros tenían acceso permanente a las Cámaras y la posibilidad de sostener en ellas su política, provocando ellos mismos mociones de confianza o prorrogando o clausurando, dentro de ciertos límites, la legislatura.

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Aun mientras el Gabinete se hallaba en funciones, la intervención del Parlamento en lo menudo de la labor gubernativa y administrativa, se hacía constante y repetida, a través de comisiones investigadoras que llegaban a supeditarse en las mismas tareas ejecutivas.

Entre tanto, se extendía la idea de que el Parlamento se mostraba imposibilitado para proporcionar oportunamente normas jurídicas encaminadas a resolver los problemas e incluso incapaz de disponer reformas legislativas adecuadas. Al final de la primera guerra mundial los gobiernos comienzan a obtener de las Cámaras leyes llamadas de plenos poderes, de contenido cada vez más amplio, no obstante las fuertes críticas que merecen por importar delegación de facultades legislativas no contemplada en la Constitución.

Si la Tercera República fue capaz de construir un gran imperio colonial, desarrollar un admirable sistema contencioso administrativo, triunfar en una terrible guerra; si logra, en fin, conquistar la opinión mayoritaria para la forma de gobierno republicano y superar en definitiva la lucha religiosa que tanto la debilitó, no consigue, por desgracia, soportar el impacto de la segunda guerra mundial, debilitada por el desprestigio de las instituciones, por la infiltración comunista en su izquierda, por los compromisos de su derecha con el fascismo italiano o el nazismo alemán.

231. La extensión del parlamentarismo. No sólo en Francia se procuró implantar el modelo gubernativo inglés: fue una tendencia generalizada a lo largo del siglo XIX en los países europeos, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial: lo adoptan Bélgica en su Constitución de 1831 hasta hoy vigente; Noruega en la suya de 1814; lo mismo en la sueca de 1809; en la de Holanda en 1848; Dinamarca en las de 1849 y 1915 e Italia en el Estatuto de Carlos Alberto Cerdeña (1849), sobre el cual se organizó la unidad peninsular; España en la de 1869 y 1876, etc. El parlamentarismo se adoptó también, como es lógico, en los países que integraron o forman aún lo que queda del antiguo imperio británico, hoy el Commonwealth: Canadá, Australia, India, etc. Dinamarca en 1953 mantiene el sistema parlamentario, pero dentro del unicameralismo.

Naturalmente, la suerte de tales imitaciones dependió siempre de su adaptabilidad a las condiciones de cada pueblo.

Por lo demás, el modelo británico nunca se ha contenido en textos positivos precisos, sino que en hábitos políticos, en "Convenciones de la Constitución" inglesa, siempre en evolución.

Se explica así que los comentadores de las instituciones de la Gran Bretaña no se preocupen tanto de formular definiciones conceptuales de su régimen gubernativo, cuanto de describir los rasgos que resultan de su realización.

Se le ha llamado gobierno parlamentario, pero no debe creerse que su característica esencial se halle en la existencia de un Parlamento, ni siquiera de un Congreso bicameral, órgano que existe en todos los sistemas representativos del clasicismo Constitucional. Ni debe olvidarse que en la manera de entender su Constitución, los ingleses incluyen la Corona en el Parlamento, de modo que éste no está formado, pues, exclusivamente por las Cámaras.

En las explicaciones de su sistema que se difunden en la isla no se reconoce como la característica esencial de su fórmula gubernativa la supremacía del Parlamento.

"La llave del gobierno parlamentario responsable se encuentra en el sistema de Gabinete, el cual asegura que los Ministros son miembros del Poder Legislativo, que deben mantener la confianza de la Cámara de los Comunes, y que pueden solicitar al electorado que elija una asamblea que quiera apoyar su política" (Hood Phillips, pág. 24).

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"Se afirma comúnmente que el sistema de Gabinete autoriza al Parlamento para controlar el Gobierno -dice Sir Ivor Jennings-. Eso no es verdad en el Reino Unido. El Gabinete, o un Departamento bajo control del Gabinete, formula la política, y el Parlamento debe o aceptar esa política o arriesgar su disolución" (The Law and the Constitution, pág. 168).

"¿Controla el Poder Legislativo al Ejecutivo o éste a aquél”, se preguntan Wade & Phillips, y contestan: "Aquí tampoco hay separación de poderes. La Cámara de los Comunes en definitiva controla al Ejecutivo. Gobierno fuerte se ha combinado con gobierno responsable, asegurando que el Parlamento, aunque entregando la tarea de gobernar al Gobierno, puede insistir en la renuncia de un Gobierno que no obtiene apoyo parlamentario para su política general" (ob. cit., pág. 24).

"Esto nos lleva -dice en otra obra Sir Ivor Jennings- a la esencia de la responsabilidad colectiva. Lo que significa en teoría es que, si la Cámara de los Comunes desaprueba la acción del Gobierno, o de una parte de él, puede expresar su falta de confianza en éste y obligarlo o a renunciar o a disolver el Parlamento. Dado el sistema de partidos, eso es algo ficticio. En circunstancias normales la mayoría sostendrá al gobierno porque es un partido de mayoría y el Gobierno es un Gobierno de partido. La oposición no tiene verdadera expectativa de derrotarlo en el Parlamento; lo que espera es vencerlo en las elecciones en la próxima oportunidad. La crítica produce un cambio gradual de la opinión" (The Queen?s Government, pág. 124).

"El gobierno parlamentario como se entiende en el Reino Unido -manifestaba en 1934 la Comisión Mixta Parlamentaria para la Reforma de la Constitución de la India- trabaja a base de la acción recíproca de cuatro factores esenciales: el principio de la regla mayoritaria; el buen ánimo de la minoría de aceptar, mientras lo sea, la decisión de la mayoría; la existencia de grandes partidos políticos divididos por amplios programas políticos más que por intereses de grupos; y finalmente, la existencia de un sector fluctuante de opinión política que no tiene compromiso permanente con ningún partido y que es así capaz, por instintiva reacción en contra de cualquier movimiento extravagante de uno u otro lado, para mantener el barco en su propia quilla" (citado por Wade & Phillips, pág. 14).

En realidad, el Gobierno de Gabinete se configura en época que éste traduce el equilibrio entre la prerrogativa real en disminución y las pretensiones cada vez más ambiciosas de poder político de las Cámaras y, a medida que se desarrolla esa rivalidad y va teniendo su desenlace en favor del Parlamento, el propio sistema de gobierno experimenta notable evolución.

"La responsabilidad colectiva fue originalmente responsabilidad colectiva ante el Rey -dice Sir Ivor Jennings- pero su valor dependía de su apoyo en una mayoría parlamentaria. A medida que disminuía la importancia de la confianza del Rey, la responsabilidad colectiva significaba que el Gobierno era colectivamente responsable ante la Cámara de los Comunes. Todas estas tendencias se reforzaron después de la Reform Act, porque la extensión de la franquicia y la extinción de los ?burgos podridos? hizo a la Cámara de los Comunes menos dependiente de los grandes terratenientes y más dependiente de la clase media urbana... El Gobierno cesó así de ser dependiente del Rey y se hizo dependiente del electorado" (The Queen?s Government, págs. 100-101).

"En resumen, lo que hace imposible la reconstitución del parlamentarismo primitivo es el monopolio del Poder por el Parlamento -dice Burdeau-. Un equilibrio supone dos fuerzas; ahora bien, en las democracias contemporáneas no hay sino una. Con seguridad, la Asamblea puede consentir en una división de las competencias, pero el poder así creado no será sino una delegación del suyo. Detrás del ?poder ejecutivo? no hay nada que le sea propio. La autoridad que ejerce no la puede obtener sino de la fuente en adelante única de todo poder: la

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representación nacional. Es por lo que a medida que el sufragio universal favoreció el advenimiento al poder de nuevas capas sociales?, el parlamentarismo ha ido alejándose de su tipo primitivo" (Droit Constitutionnel, pág. 137).

232. Comparación entre el presidencialismo y el parlamentarismo. Descrito ya en su modalidad más característica tanto el modelo presidencial como el parlamentario, contribuye a perfilar lo determinante de uno y otro formular un parangón entre ambos sistemas:

1. Nótese, en primer término, que no es lo típico del régimen presidencial tener como Jefe del Estado a un Presidente de la República, ni tampoco del sistema parlamentario la existencia de un Congreso. Hay monarquías parlamentarias y repúblicas con gobierno presidencial o parlamentario; lo que pugna con el presidencialismo es la monarquía.

2. El régimen presidencial se ha presentado siempre sobre la base del de una constitución escrita, en tanto el parlamentario puede funcionar, como en Inglaterra, dentro de una constitución simplemente consuetudinaria.

3. El gobierno presidencial es de rasgos más definidos al concretar la separación de poderes, aunque, como anotamos al exponerlo, ésta no sea nunca absoluta; el parlamentarismo se funda en una colaboración de poderes más flexible y más variada en fórmulas, para adaptarse a la dinámica del poder.

4. En el gobierno presidencial, el Presidente es elegido, directa o indirectamente, por la ciudadanía y se confunde en su cargo la Jefatura del Estado con la del Gobierno; en el parlamentario, un Rey o un Presidente es el Jefe del Estado, en tanto Jefe de Gobierno es el Premier, Canciller, Presidente del Consejo u otro.

5. En el presidencialismo, el Jefe de Estado nombra y revoca a sus Ministros y éstos se mantienen en sus puestos mientras cuentan con la confianza del Presidente. En el gobierno parlamentario, el Jefe del Gobierno es el Primer Ministro, seleccionado por el Jefe del Estado entre quienes tengan posibilidades de recibir apoyo de las Cámaras. El Primer Ministro busca el equipo de los colaboradores que le ayuden en el gobierno y propone su designación al Jefe del Estado.

6. En el régimen presidencial, los parlamentarios designados Ministros no pueden continuar siendo miembros de las Cámaras; en el parlamentario, en cambio, son de ordinario ministros de preferencia los congresales de una u otra Cámara y continúan en el cargo representativo una vez nombrados.

7. En el régimen presidencial, el Presidente no goza formalmente de iniciativa en la legislación; en el parlamentario, el Primer Ministro o Jefe de Gobierno dispone de plena iniciativa legislativa y generalmente sólo llega a promulgarse la legislación propuesta por el gobierno.

8. En el gobierno presidencial los Secretarios de Estado no forman en conjunto un órgano especial, como en el parlamentario el Gabinete, que es un cuerpo solidario ante el Jefe del Estado y ante el Parlamento, cuya doble y permanente confianza requiere.

9. En el presidencial se desarrolla la política del Jefe del Estado; en el parlamentario, la del Primer Ministro apoyado por el Congreso.

10. Si el Primer Ministro queda en minoría en las Cámaras, puede: a) Disolverlas, o b) Renunciar y, entonces, el Jefe del Estado llama al jefe de la oposición para que organice un nuevo gobierno. En el presidencialismo, el Jefe del Estado ejerce su cargo hasta el fin de su

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mandato, aunque no cuente con la adhesión de la mayoría en las Cámaras, a menos de ser destituido en juicio político.

11. En el gobierno presidencial la tarea del Parlamento es principalmente legislativa y el Congreso no tiene bajo su dependencia al Ejecutivo; si éste no goza de la mayoría en las Cámaras, se ve, sin duda, impedido de promulgar la legislación que desee. En el gobierno parlamentario la función del Congreso es doble: aprobar la legislación y fiscalizar la acción del gobierno. La fiscalización la realiza naturalmente de preferencia la oposición.

12. La facultad de fiscalización que puede otorgarse a las Cámaras en el régimen presidencial ha de referirse sustancialmente tan sólo a la corrección y eficiencia administrativa, sin recaer en la inspiración directiva que corresponde al Jefe del Estado; mientras tanto, en el gobierno parlamentario la fiscalización, ejercida principalmente por la minoría, puede alcanzar los caracteres de un control, en que se examine el acierto de las medidas generales de orientación y finalidad política propugnadas por el gobierno de la mayoría.

233. La aplicación del parlamentarismo entre las dos guerras. Al día siguiente del término de la primera gran guerra (1914-1918), numerosos textos reflejan una nueva orientación que Mirkine Guetzévitch considera como expresión de la tendencia a la racionalización del poder, o sea, como resumió Guillermo Izquierdo Araya, la de "incorporar al imperio del derecho positivo todas las instituciones y normas que hasta ayer vacilaban en el campo de las costumbres y de las tradiciones" (La racionalización de la democracia, pág. 488; cita de Mirkine Guetzévitch, sobre todo el "Estudio Preliminar a las Nuevas Constituciones del Mundo" en la colección publicada en Madrid en 1931).

Así, en la Constitución de Estonia, que establece una sola cámara, como las de Lituania, Letonia y Finlandia, la Asamblea elige a los Ministros de Estado; en Austria nombra al Presidente de la República y también a los Ministros; en Turquía, la competencia legislativa y el Poder Ejecutivo se concentran y se expresan en la Asamblea que ejerce el Poder Ejecutivo por medio de un Presidente de la República y un Consejo de Ministros. Es, en verdad, el gobierno de asamblea, no el parlamentario, si se considera además que se silencia el derecho de disolución.

En la primera postguerra el régimen gubernativo de más interés es el consagrado en la Constitución de Weimar en 1919. El Poder Ejecutivo en el Estado Federal Alemán correspondía al Presidente del Reich, de elección popular, y al Gobierno, compuesto por el Canciller, de nombramiento del Presidente, y por los Ministros también designados por éste pero a propuesta del Canciller, debiendo uno y otros contar con la confianza del Reichtag, la Cámara elegida por el sufragio directo, y estando obligados a renunciar si les privaba de ella. El Canciller presidía el gobierno, trazaba las líneas generales de la política y respondía de ellas ante el Reichstag, cámara política que podía ser disuelta por el Presidente del Reich, aunque no más de una vez por el mismo motivo. Duraba éste siete años, pero podía ser depuesto por voto popular, a proposición de los dos tercios del Reichstag. Adoptado el acuerdo, cesaba el Presidente en el ejercicio del cargo. El rechazo de la propuesta de destitución por parte del electorado equivalía, entre tanto, a la reelección del Presidente e importaba la disolución del Reichstag.

La suerte de la Constitución de Weimar se jugó cuando el viejo mariscal Hindenburg, Presidente del Reich, llamó a Hitler a la Cancillería (1933).

La República alemana no fue capaz de organizar un gobierno verdaderamente parlamentario. Creó, no obstante, alguna tradición política que vendría a ser aprovechada después de la dominación nazi y de la derrota en la Segunda Guerra Mundial.

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La Constitución Republicana de 1931 entrega en España a las Cortes, su única cámara, la elección del Presidente de la República pero unida a igual número de compromisarios elegidos por sufragio universal y aunque él designaba al presidente del Gobierno y a los ministros, debía separarlos necesariamente si las Cortes les negaban de modo explícito su confianza porque los miembros del Consejo respondían ante el Congreso solidariamente de la política del Gobierno e individualmente de su propia gestión ministerial (arts. 75 y 92).

234. El parlamentarismo en la IV República en Francia. El ensayo de gobierno paternalista de Petain que, en momentos, parece inspirado en la Acción Francesa y, en otros, en los ejemplos de las dictaduras de inspiración católica de Salazar o Franco, no deja huella en la estructura política. No obstante las discutibles facultades que recibe el 10 de julio de 1940 para "promulgar por una o varias actas una nueva Constitución del Estado Francés", que "deberá garantizar los Derechos del Trabajo, de la Familia y de la Patria". Petain no llega, en efecto, a pesar de la dictación de numerosos textos parciales, a imponer una organización completa y coherente y al final procura reanudar la tradición interrumpida.

Al general Charles de Gaulle cabe presidir la organización de la Cuarta República. Con tal objeto, se elige en octubre de 1945 una asamblea que tiene carácter constituyente como resultado del referéndum de ese mismo día, y en su seno se adopta el 19 de abril de 1946 un texto que contempla una sola cámara facultada para elegir al Presidente de la República, al Presidente del Consejo y a los ministros.

El rechazo de tal documento, en referéndum de 5 de mayo, obligó a elegir una segunda asamblea constituyente que, a su turno, en un mes de debate aprobó un nuevo proyecto, acogido en referéndum de 13 de octubre de 1946 por 9. 287. 470 contra 8. 165. 459 y 8. 519. 635 abstenciones.

La Constitución de 27 de octubre de 1946 mantuvo dos Cámaras: la Asamblea Nacional, emanación directa del electorado, y el Consejo de la República, elegido por sufragio universal indirecto, con limitadas atribuciones en la elaboración de la ley que se resumían en el derecho de informar los proyectos ya aprobados por la Asamblea Nacional.

También instituía un Consejo Económico al cual la Asamblea Nacional podía pedir informe antes de deliberar sobre un proyecto o proposición de ley de su competencia (art. 25).

La mayor novedad en el sistema de relación de los poderes consistió en que el Presidente de la República, después de las consultas habituales, designaba al Presidente del Consejo, quien sometía a la Asamblea Nacional el programa y la política del gabinete que se proponía constituir. El Presidente del Consejo y los Ministros no podían ser nombrados sino después de que el Presidente del Consejo había sido investido de la confianza de la Asamblea Nacional en escrutinio público y por mayoría absoluta de los Diputados (art. 45).

Muy pronto probaron su falta de adaptación y eficacia algunas de estas instituciones y fue modificada la Constitución de 1946 por la ley del 7 de diciembre de 1954, cumpliéndose para ello los trámites señalados para su reforma, más complejos que en las leyes constitucionales de 1875.

En 1954 se restableció, en efecto, el principio de que toda ley, cuyo origen podía provenir generalmente de una u otra Cámara, debía examinarse sucesivamente en las dos, con el fin de llegar a la adopción de idéntico texto; la tradición del antiguo Senado se impuso así nuevamente para restablecer un bicameralismo mucho más efectivo que el débilmente trazado en 1946 (art. 20).

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El fracaso práctico del mecanismo engorroso de la investidura del Presidente del Consejo de Ministros, quedó también reconocido en 1954 al reformarse el art. 45. Investir primero al Presidente del Consejo, y, después de organizado por éste el Ministerio, presentarlo a la Cámara, se hizo, y muy a medias, recién dictada la Constitución, pero luego se fueron restableciendo los antiguos hábitos y el Presidente del Consejo se inclinó pronto a dar a conocer, al momento de ser investido, no sólo las grandes líneas de su política, sino que la nómina del equipo ministerial, de modo que en 1954 se incorporó en el texto lo ya consagrado en la práctica.

Conforme al art. 48 de la Constitución de 1946, los Ministros eran colectivamente responsables sólo ante la Asamblea Nacional de la política general del Gabinete e individualmente de sus actos personales, y no lo eran pues ante el Consejo de la República. Los artículos 49 y 50 reglamentaban respectivamente el uso de la cuestión de confianza y el voto de la moción de censura que podían acarrear la renuncia colectiva del Gabinete. La cuestión de confianza sólo podía presentarse después de deliberación del Consejo de Ministros y únicamente por el Presidente del Consejo, su votación debía realizarse en escrutinio público, después de un día libre o después de 24 horas de presentarse ante la Asamblea como aclaró la reforma de 1954. Para rechazar la confianza o acoger la censura requería la mayoría absoluta de los diputados de la Asamblea.

Los artículos 51 y 52 reglamentaban la disolución. Si, en el curso de un mismo período de dieciocho meses, dos crisis ministeriales sucedían en las condiciones determinadas precedentemente, la disolución de la Asamblea Nacional podía decidirse en Consejo de Ministros, previa consulta al Presidente de la Asamblea. Esta disposición no podía aplicarse sino a la expiración de los dieciocho primeros meses de la legislatura. Las consecuencias de la disolución consagradas en el art. 52, fueron alteradas también en 1954: "En caso de disolución, el Gabinete permanece en funciones. Sin embargo, si la disolución ha sido precedida de la adopción de una moción de censura, el Presidente de la República nombra al Presidente de la Asamblea Nacional, Presidente del Consejo y Ministro del Interior".

A pesar de que, con gran énfasis, dispuso el texto de 1946 que sólo la Asamblea Nacional votaba la ley, y que no podía delegar este derecho, las más diversas formas de habilitación continuaron dictándose.

Las crisis ministeriales fueron en la Cuarta República aún más frecuentes que durante la vigencia de las leyes de 1875 (13 Gabinetes en 9 años) y se prolongó extraordinariamente la duración de ellas.

Las disposiciones sobre la disolución de la Asamblea, modificadas en 1954, se aplicaron por primera y última vez, rompiendo la tradición nacida en 1877, el 1º de diciembre de 1955, y con semejante resultado al de entonces, puesto que el Presidente del Consejo, Edgar Faure, recibió el rechazo del electorado y hubo de renunciar.

235. Su reglamentación en la V República. La gravedad de la lucha mantenida en Argelia, unida a la impotencia anteriormente manifestada por la Cuarta República para dominar el conflicto indochino, contribuyó a producir los acontecimientos del 13 de mayo de 1958. La revuelta de los colonos europeos en Argelia genera el llamado al general De Gaulle, a quien la Asamblea Nacional hubo de aceptar el 1º de junio como Presidente del Consejo de Ministros. Por ley del 3 de junio, modificando el procedimiento de la reforma constitucional, se autorizó al Presidente de la República para establecer, en Consejo de Ministros, previo informe del Consejo de Estado, un proyecto de ley constitucional que se sometería al referéndum.

Preparado el texto, se realizó la consulta popular el 28 de septiembre de 1958, aprobándose en la Comunidad por 31. 066. 502 contra 5. 419. 749 y 9. 354. 391 abstenciones.

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La Constitución del 4 de octubre de 1958, inspirada directamente por el General De Gaulle, y por su ministro y destacado pensador político Michel Debré, procura encuadrar el propósito del caudillo de realizar personalmente los aspectos fundamentales de la dirección política interior y externa.

Su texto parece amoldado a la personalidad de De Gaulle y su práctica se facilitó por la formación en torno suyo de un gran movimiento político circunstancial, la Unión para la Nueva República, que conquistó en las elecciones de noviembre de 1958, 207 escaños de la Asamblea Nacional, y la adhesión de 118 diputados independientes y campesinos y de 64 del Movimiento Republicano Popular y redujo la oposición a 12 comunistas y 47 socialistas, sin contar 66 argelinos y 65 no afiliados. El mismo General De Gaulle fue llevado a la Presidencia por una votación popular abrumadora el 21 de diciembre de 1958.

En cuanto a la organización de los poderes, la Constitución de 1958 estableció un Presidente de la República, siempre con duración de siete años, pero elegido no ya en reunión de las Cámaras, como en 1875 y 1946, ni directamente por la ciudadanía, sino por un cuerpo electoral especial, constituido por los integrantes de ambas ramas del Parlamento y por miembros o por representantes de los organismos territoriales. En la única votación que se efectuó con ese sistema participaron unos 80. 000 electores; el General obtuvo 62. 394 votos, 10. 355 un candidato comunista y 6. 721 otro radical de izquierda.

El Parlamento es bicameral; los diputados a la Asamblea Nacional elegidos por sufragio directo; y los miembros del Senado por sufragio indirecto, en representación de las colectividades territoriales y de los franceses establecidos fuera de Francia. El Consejo Económico y Social, cuya organización se entrega a la ley, sirve como órgano consultivo del Gobierno (art. 79).

El Presidente de la República vela por el respeto de la Constitución y asegura, por su arbitraje, el funcionamiento regular de los poderes públicos, así como la continuidad del Estado; es el garante de la independencia nacional, de la integridad del territorio y del respeto a los acuerdos de Comunidad y a los tratados (art. 5º). Nombra al Primer Ministro y pone fin a sus funciones cuando éste le presenta la renuncia del Gobierno; a proposición del Primer Ministro, designa también a los otros miembros del Gobierno y pone término a sus tareas; y preside, en fin, el Consejo de Ministros (arts. 8º y 9º).

Las funciones de miembros del Gobierno son incompatibles con el ejercicio de todo mandato parlamentario, de toda función de representación profesional de carácter nacional y de todo empleo público o de toda actividad profesional (art. 23).

El Gobierno determina y conduce la política de la Nación (art. 20) y el Primer Ministro dirige la acción del Gobierno (art. 21). El Presidente de la República se comunica con las dos asambleas del Parlamento por medio de mensajes que hace leer y que no dan lugar a ningún debate. Fuera de sesión, el Parlamento se reúne especialmente para este efecto (art. 18).

Mientras tanto, el Primer Ministro, previa deliberación del Consejo de Ministros, compromete ante la Asamblea Nacional la responsabilidad del Gobierno en torno a su programa o eventualmente acerca de una declaración de política nacional. La Asamblea Nacional hace efectiva la responsabilidad del Gobierno por el voto de una moción de censura que se firme a lo menos por una décima parte de sus miembros, y se vote cuarenta y ocho horas después de su presentación, entendiéndose aprobada por la mayoría de los miembros que la componen, contándose sólo los votos favorables. La reforma constitucional 95-880, de 4 de agosto de 1995, dispuso que un diputado no puede firmar sino tres mociones de censura en el curso de

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una misma legislatura ordinaria, ni más de una en el curso de una misma legislatura extraordinaria (art. 49).

Por otra parte, el Primer Ministro puede, previa deliberación del Consejo de Ministros, comprometer la responsabilidad del Gobierno ante la Asamblea Nacional en torno del voto de un texto y, en tal caso, éste se considera adoptado, salvo que una moción de censura depositada en las veinticuatro horas que le siguen se vote en las condiciones ya indicadas.

El Primer Ministro tiene la facultad de pedir al Senado la aprobación de una declaración de política general, pero, mientras no se determinan las consecuencias de un rechazo en esa Corporación, debe presentar al Presidente de la República la renuncia del Gobierno si la Asamblea Nacional adopta una moción de censura, desaprueba el programa o la política general del gobierno (arts. 49 y 50).

El Presidente de la República está facultado, previa consulta con el Primer Ministro y con los Presidentes de las Cámaras, para pronunciar la disolución de la Asamblea Nacional, pero no puede procederse a nueva disolución dentro del año que siga a las elecciones que se realicen con motivo de la anterior (art. 12).

"Cuando las instituciones de la República, la independencia de la Nación, la integridad de su territorio o la ejecución de sus compromisos internacionales están amenazadas de una manera grave e inmediata y el funcionamiento regular de los poderes públicos constitucionales se interrumpe -dice el art. 16- el Presidente de la República adopta las medidas exigidas por las circunstancias, previa consulta oficial al Primer Ministro, a los Presidentes de las Cámaras, así como al del Consejo Constitucional. De ello informa a la Nación mediante un mensaje. Estas medidas deben inspirarse en el propósito de garantizar a los poderes públicos constitucionales en los plazos más breves los medios de cumplir su misión. El Parlamento se reúne de pleno derecho. La Asamblea Nacional no puede ser disuelta durante el ejercicio de los poderes excepcionales."

El cuadro de los vínculos que se establecen entre las funciones legislativas y ejecutivas se completa con el conjunto de disposiciones que fijan nuevas bases para la determinación del campo de unas y otras e introducen otras diversas reglas para la formación de la ley.

La práctica de la Constitución de 1958 se vio influida por el prestigio del Presidente de la República y por la angustia nacional ante las alternativas del problema argelino que De Gaulle resolvió en definitiva empeñando en él toda su influencia hasta imponer en 1962 la completa emancipación contra el deseo de los extremistas europeos de la derecha en la metrópoli y en aquella nación africana.

La estabilidad ministerial se mantuvo largamente en el Gabinete de Michel Debré designado el 8 de enero de 1959 y que renuncia precisamente después del referéndum que con tan amplia mayoría reconoció la independencia de Argelia. Le sucedió en 1962 Georges Pompidou, quien también recibió amplio respaldo de la Cámara.

La holgada mayoría parlamentaria mantenida con el fuerte partido del U.N.R., y el apoyo de otras colectividades de centro, como el M.R.P., y de derecha no extremista, hicieron fácil mantener la continuidad gubernativa.

El General De Gaulle, en su afán de superar la emergencia generada por la lucha en Argelia y su resonancia en el continente, pone en juego los resortes constitucionales, incluso el ejercicio de la facultad contemplada en el art. 16, desde el 23 de abril al 30 de septiembre de 1961.

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Preocupado por el problema de su sucesión, decide reformar la Constitución para hacer elegible el Presidente en votación directa por el electorado.

Esta idea tradicionalmente resistida en Francia por sus políticos y por sus tratadistas, provoca tan fuertes resistencias que el Primer Ministro Georges Pompidou es derrocado el 4 de octubre de 1962 por 280 votos cuando hubieran bastado 241.

En estas circunstancias, el Presidente disuelve la Cámara, llama a elecciones para los días 18 y 25 de noviembre, y además, convoca a referéndum para el 28 de octubre en torno de su proyectada modificación institucional. El resultado es favorable a la reforma por 13. 052. 234 contra 7. 964. 478 y 6. 460. 533 abstenciones.

Se debate intensamente sobre la regularidad de la convocatoria a esta consulta popular. Los comentaristas del art. 89 de la Constitución, reconociendo la ambigüedad de su texto, lo habían entendido unánimemente en el sentido de que de ningún modo podía el Presidente recurrir directamente al electorado en cuanto a un proyecto de reforma que antes no hubiera sido votado por las Cámaras (ver Duverger, Institutions, pág. 627; Burdeau, Droit Constitutionnel, pág. 82). La convocatoria a referéndum invocaba, por otra parte, el Art. 11º de la Constitución referente a las leyes sobre organización de los poderes públicos que no se estimaba aplicable al caso.

Sin embargo, luego, después del referéndum, a iniciativa del Presidente de la Asamblea Nacional, se consulta al Consejo Constitucional sobre la inconstitucionalidad de la reforma en consulta directa, pero ese organismo se declara incompetente para pronunciarse (6 de noviembre).

El régimen político francés se halla, pues, en plena y viva evolución: la debilidad de los partidos políticos es el reverso del prestigio presidencial. Teniendo oficialmente en su favor sólo el de la Unión para la Nueva República y en contra puede decirse a todos los partidos de centro, de izquierda y de derecha, obtiene 62,1% de los votantes, más del 48% del electorado y los emplaza para las elecciones de 18 y 25 de noviembre.

En éstas se robustece el poder del general De Gaulle y tan sólo la U.N.R. llega a cerca de la mayoría de los escaños de la Cámara baja.

Con tales estímulos, el gobernador francés toma la decisión de impedir a fines de enero de 1963 el ingreso de Inglaterra al Mercado Común Europeo, que parecían favorecer todas las demás naciones continentales.

Elegido según la nueva Constitución continúa De Gaulle y debe soportar la crisis de mayo de 1968. Renuncia en abril de 1969, al perder el plebiscito constitucional que él mismo convocara, sobre la regionalización del país y la supresión del Senado. Al proveer la vacancia, prevalece, en segunda vuelta, Georges Pompidou, que se había desempeñado como su Primer Ministro, afiliado también al degaullismo. Al fallecer Pompidou, también en segunda vuelta, llega a la Presidencia, en mayo de 1974, Valéry Giscard D?Estaing, quien pertenece a una combinación de partidos de derecha (UDF), formada por republicanos independientes, democratacristianos y radicales. Terminado el mandato de Giscard D?Estaing, una vez más en segundo escrutinio, ocupa la Jefatura del Estado, presentándose nuevamente como candidato el socialista François Mitterrand; éste es reelegido en 1988, derrotando a Raymond Barre. Mitterrand logra concluir su segundo período, no obstante la enfermedad que le aquejaba, en 1995, año en que triunfa el degaullismo, que se impone, también en segunda consulta, a través de Jacques Chirac.

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Será durante el largo desempeño de Mitterrand (1981-1995) que se pondrá a prueba el régimen implantado en 1958. Al recibir el mando con una mayoría parlamentaria adversa a su postura, disuelve la Asamblea Nacional y, al renovarse ésta, la conquista en su favor. La posición se hace sin embargo difícil cuando en 1986 la renovación del Parlamento le resulta contraria. Se presenta entonces la situación compleja que, como ya lo señaláramos, se describiera como de cohabitación. En su segundo período ello le ocurre nuevamente, y es así como al final de su mandato actuará como Primer Ministro el opositor Eduardo Balladur. En las dos etapas indicadas se observa una constante inclinación de Mitterrand a defender las atribuciones de la Primera Magistratura y aminorar las facultades del Primer Ministro.

236. La Constitución italiana de 1947. La Constitución de Italia de 27 de diciembre de 1947 tiene el interés de continuar la tradición parlamentaria en bicameralismo comenzada en la monarquía de Saboya pero ahora en una República, y con ciertas fórmulas de democracia semidirecta.

El Presidente de la República, Jefe del Estado y representante de la unidad nacional (art. 87), no es responsable de los actos que realiza en el ejercicio de sus funciones, salvo por alta traición o atentados a la Constitución (art. 90). Su designación por siete años emana de un cuerpo especial formado por los miembros del Parlamento y delegados de las regiones.

El Gobierno de la República se compone del Presidente del Consejo y de los Ministros, que constituyen en conjunto el Consejo de Ministros. El Presidente de la República nombra al Presidente del Consejo de Ministros y, luego, a propuesta de éste, a los Ministros (art. 92). El Presidente del Consejo de Ministros dirige la política general del Gobierno, es responsable de ella y mantiene la unidad de la dirección política o administrativa, poniendo en movimiento y coordinando la actividad de los diversos Ministros, quienes son responsables solidariamente de los actos del Consejo de Ministros e, individualmente, de los actos de sus departamentos (art. 95).

El Gobierno debe tener la confianza de las dos Cámaras, que la acuerdan o revocan por medio de una moción motivada y votada nominativamente. La moción de desconfianza debe firmarse por la décima parte a lo menos de los miembros de la Cámara, y no puede debatirse sino tres días después de su presentación. El voto contrario de una o de las dos cámaras a una proposición del gobierno no genera la obligación de renunciar (art. 94). Cada Cámara puede decidir investigaciones sobre temas de interés público y para ello nombrar entre sus miembros una comisión formada de modo que refleje la proporción de los diversos grupos. La comisión procede en las investigaciones y en los interrogatorios con los mismos poderes y limitaciones que la autoridad judicial (art. 82).

El Presidente de la República puede, después de haber escuchado a sus presidentes, disolver las dos cámaras o solamente una de ellas, pero carece de esta facultad durante los seis últimos meses de su mandato (art. 88).

Cumplido el primer septenado por Luigi Einaudi, en 1955 le sucedió Giovanni Gronchi, en la Presidencia de la República, y en 1962 pasó a ocuparla Antonio Segni, democratacristiano como su predecesor.

Presidente del Consejo de Ministros fue desde el comienzo, y por largos años Alcide de Gasperi, el jefe del Partido Demócrata Cristiano, que conquistó la mayoría absoluta en las elecciones parlamentarias de 1948 y de 1953, pero no la logró en 1958, oportunidad en que obtuvo exactamente la mitad del Senado y 270 de los 596 diputados. Desde entonces la dirección política se ha hecho más difícil porque el partido político eje del gobierno ha de solicitar adhesiones de uno y otro extremo para sostener la mayoría.

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Durante varios decenios se mantiene, con variadas alternativas, la primacía política del Partido Demócrata Cristiano, que, en las etapas en que se debilita, se ve forzado a buscar combinaciones con sectores de diversa orientación. La normalidad institucional se sostiene en peligroso equilibrio cuando el terrorismo y la anarquía alcanzan manifestaciones sumamente graves, simbolizadas de modo emocionante en el asesinato de su gran líder Aldo Moro. El Partido Comunista y diversos grupos que le siguen, aun cuando no se muestra servil a la Unión Soviética, conserva prolongadamente una equivalencia de fuerzas con las que tiene el Partido Demócrata Cristiano. El débil predominio democratacristiano se explica en alto grado por la inclinación mayoritaria nacional contraria al marxismo. Los vaivenes del suceder cívico se atenúan con el prestigio del país en sus relaciones exteriores e incluso con sus éxitos económicos.

Desde el momento en que la Democracia Cristiana pierde su fuerza de gran colectividad partidista, Italia entra a una época desconcertante en la que se observan fuertes reacciones de derecha. La sensación de que el país está sumido en un ambiente de corrupción, en el que se dicen comprometidos los líderes políticos, incluso las más altas figuras del mayor partido gobernante, abre una interrogante de desorientación que no facilita una apreciación ponderada del régimen gubernativo italiano en plena crisis de sus partidos en los días en que escribimos.

237. La Constitución japonesa de 1946. La Constitución de 3 de noviembre de 1946, inspirada por los norteamericanos, quitó el predominio al emperador del Japón, "símbolo del Estado y de la unidad del pueblo, cuya posición deriva de la soberana voluntad popular", para entregar el Poder Ejecutivo al Primer Ministro y su Gabinete, escogido el primero entre sus miembros por la Dieta, compuesta de dos cámaras electivas. Si el Gabinete queda en minoría en una u otra rama, puede ya renunciar, ya disolver la asamblea. Ha resguardado desde entonces la regularidad de su funcionamiento institucional, pudiendo sostener la alternativa cívica en grandes partidos políticos, uno de los cuales, el Liberal, ha preservado largo tiempo la mayor influencia. Esa tranquilidad de la lucha política y la circunstancia de mantenerse en el respeto de los tratados que le prohibieron el armamentismo y la organización de poderosas fuerzas armadas, propendieron a convertir a Japón en una de las mayores potencias económicas del mundo.

238. La Ley Fundamental de Bonn de 1949. Después de la rendición de Alemania (1945), las cuatro potencias triunfantes dividieron en sendas porciones la ocupación de su territorio.

Inglaterra, Estados Unidos y Francia dieron paso a la unidad de sus tres zonas y retiraron sus fuerzas. Sólo Rusia rehusó abandonar el sector que le correspondía e impidió la unidad de la nación germana. Formó dicha sección la Alemania Oriental, convertida en una de las "democracias populares" sujetas a la férula rusa.

La República Federal de Alemania se rigió por la Ley Fundamental redactada por una Asamblea Constitucional reunida en Bonn, aprobada por los Parlamentos de sus países y en vigor desde el 28 de mayo de 1949.

El Estado Federal (art. 20) tiene como órganos la Dieta, el Consejo, el Presidente y el Gobierno.

Los dos primeros cuerpos son cámaras legislativas: la Dieta Federal se elige cada cuatro años por sufragio popular y el Consejo Federal se compone de miembros de los Gobiernos de los países, nombrados y revocados por éstos, cuyo número varía según la población.

El Presidente es elegido por la Asamblea Federal, integrada por los miembros de la Dieta y por un número igual de electores elegidos en voto proporcional por los Parlamentos de los países. Dura cinco años y en reelegible de inmediato sólo una vez.

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El Gobierno Federal se compone del Canciller y de los Ministros; designado el Canciller, a propuesta del Presidente Federal, por la mayoría de los miembros de la Dieta; nombrados y revocados los Ministros por el Presidente, a proposición del Canciller. El Canciller Federal determina las líneas directivas de la política y asume su responsabilidad. En el cuadro de tales líneas directivas, cada Ministro dirige los negocios de su departamento de manera independiente y bajo su responsabilidad personal (arts. 62 a 65).

La Dieta Federal no puede expresar su desconfianza al Canciller sino eligiéndole un sucesor por la mayoría absoluta de sus miembros e invitando al Presidente Federal a remover al Canciller de sus funciones. El Presidente debe aceptar esta proposición y nombrar al elegido (art. 67).

Si el Canciller pierde la confianza de la Dieta y ésta no es otorgada a otro político por la mayoría de sus miembros, el Presidente tiene derecho, a propuesta del Canciller Federal y en el plazo de veinte días, a disolver la Dieta. Tal atribución se extingue desde el momento en que la Dieta elige un nuevo Canciller por la mayoría de sus miembros. El voto sobre la cuestión de confianza no puede tener lugar sino cuarenta y ocho horas después de presentada (art. 68).

La mayor originalidad del sistema gubernativo introducido por la Ley Fundamental de Bonn se halla, como se ve, en esta imposibilidad para la Dieta de despedir al Canciller en funciones si no se pone de acuerdo en su reemplazante. Además, el Presidente está facultado para proclamar, en ciertas condiciones, el estado de necesidad legislativa respecto de un determinado proyecto de ley, con el fin de obtener su aprobación con el solo consentimiento del Consejo Federal (art. 81).

239. El parlamentarismo en Iberoamérica. En Iberoamérica han sido escasas las tentativas de funcionamiento del sistema parlamentario. Chile realiza un ensayo muy incompleto desde 1891 a 1925.

La Constitución uruguaya de 1951, junto al ejecutivo colegiado, Consejo Nacional de Gobierno, estableció nueve Ministerios, que ejercían las atribuciones y competencia en las materias que señalaba la ley. Ahora bien, los Ministros eran designados y cesaban en sus cargos por resolución del Consejo Nacional de Gobierno (art. 174) pero, además, cualquiera de las dos Cámaras podía juzgar su conducta, proponiendo que la Asamblea General, en sesión de ambas Cámaras, declarara que se censuraban sus actos de administración o de gobierno. La censura, pronunciada por mayoría de votos del total de componentes de la Asamblea General, determinaría la renuncia inmediata del Ministro o de los Ministros afectados por ella (arts. 147, 148).

La Constitución de Venezuela de 1961 se aleja apreciablemente del presidencialismo cuando autoriza a la Cámara de Diputados para "dar voto de censura a los Ministros. La moción de censura sólo podrá ser discutida dos días después de presentada a la Cámara, la cual podrá decidir por las dos terceras partes de los diputados presentes, que el voto de censura acarrea la remoción del Ministro. Podrá además ordenar su enjuiciamiento" (art. 153).

Si el Brasil del Imperio conoce algún desarrollo del gobierno parlamentario, la República no lo admite en las Constituciones de 1891, y de 1934, modificada en 1937 y 1946.

En 1961, cuando hacía pocos meses había asumido regularmente la presidencia el señor Janio Quadros, renunció de modo espectacular, en momentos en que se hallaba en viaje, muy lejos de su país, el Vicepresidente Joao Goulart, tenido por extremista de izquierda. Como condición para permitir el acceso de Goulart al cargo supremo, se aprueba regularmente por las Cámaras una enmienda que introduce el 2 de septiembre de ese año un acta adicional para instituir el sistema parlamentario de gobierno.

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Hizo elegible al Presidente de la República por el Congreso Nacional, correspondiendo a aquél nombrar al Presidente del Consejo de Ministros y por indicación de éste a los demás Ministros de Estado y removerlos cuando la Cámara de Diputados les retirara su confianza. Cuando vacare el cargo debía el Presidente de la República en el plazo de tres días presentar a la Cámara el nombre del nuevo Presidente del Consejo de Ministros para que lo aprobara por la mayoría absoluta de sus miembros. Negada la aprobación debía en igual plazo presentar otro nombre. De negarse aún la aceptación, debía decidir el Senado Federal por mayoría absoluta. Nombrado el Consejo de Ministros, comparecería ante la Cámara a presentar su programa de Gobierno: la confianza o desconfianza se expresaría por la mayoría de los presentes; si el voto era negativo importaba la formación de un nuevo Consejo; si era positivo, el Senado Federal podía oponerse por las dos terceras partes de sus miembros, pero su acto podía ser rechazado por la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados.

Por otra parte, como los Ministros dependían de la confianza de la Cámara, eran destituidos si se les negaba. La moción de desconfianza contra el Consejo de Ministros o de censura contra cualquiera de sus miembros, sólo podía presentarse por cincuenta diputados como mínimo y debía discutirse y votarse cinco días después de propuesta, dependiendo su aprobación del voto de la mayoría absoluta. La moción de confianza pedida a la Cámara por el Consejo de Ministros sería votada inmediatamente y se consideraría aprobada por el voto de la mayoría de los presentes.

El Acta Adicional contemplaba, en fin, la posibilidad para el Presidente de la República de disolver la Cámara de Diputados y de convocar a nuevas elecciones "verificada la imposibilidad de mantenerse el Consejo de Ministros por falta de apoyo parlamentario comprobado en mociones de desconfianza opuestas consecutivamente a tres Consejos de Ministros". La Cámara de Diputados volvía a reunirse en caso de que las elecciones no se realizaran en el plazo máximo de noventa días.

El Acta contempló la posibilidad de que la ley ordenara la realización de un plebiscito que decidiera el mantenimiento del sistema parlamentario o la reinstauración del sistema presidencial (ver Humberto J. La Roche, "El Régimen Parlamentario, su aplicación en la América Latina y el caso de Brasil", en Revista de Derecho de la Facultad de la Universidad de Zulia, 1962, págs. 7 y sgts.).

Este ensayo de parlamentarismo brasileño resultó ineficaz para consolidar la estabilidad política y brevísimo en su duración, puesto que en la consulta al electorado de 6 de enero de 1963, éste rechazó por amplia mayoría la enmienda constitucional que había introducido aquel régimen.

240. Los sistemas semiparlamentarios o semipresidenciales. Los antecedentes proporcionados llevarían a concluir que la gran mayoría de los regímenes gubernativos estructurados en las constituciones contemporáneas se aleja de sus modelos y acoge soluciones mixtas que se estiman adecuadas a las circunstancias y aspiraciones de cada nación.

Comenzó ya a observarse en las leyes fundamentales promulgadas luego de la primera conflagración mundial (1914-1918) la tendencia que entonces se definiera como de racionalización del poder, encaminada a garantizar seriedad, particularmente recurriendo a resortes de índole formal, al juego de vínculos entre el Ejecutivo y el Parlamento, a fin de dar estabilidad a los equipos gobernantes. Tal propósito se fortalece en los textos que se dictan después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), firmemente expresado, por ejemplo, en la exigencia de la censura constructiva exigida en la Ley Fundamental de Bonn (1949) y luego reiterada últimamente en la reciente Carta española (1978).

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Se observa paralelamente en la evolución institucional el afán de alterar la función tan sólo representativa y simbólica que presentaban los jefes de Estado en la forma de gobierno parlamentario, confiriéndole atribuciones de mayor relevancia, como en la Constitución de Francia de 1958, e incluso propiciando el mismo De Gaulle la modificación de ésta en 1962 para imponer la elección popular de los presidentes de la República, antes confiada en esa nación y en otras a la decisión de cuerpos especiales intermedios.

En el trazado institucional de las nuevas cartas políticas se nota el profundo cambio que deriva de incorporar en la letra de sus textos, cada vez con más densidad y extensión, los derechos de las personas y de los grupos, tal como también la referencia a presupuestos sociológicos, económicos y culturales, a cuyo respecto los Estados se comprometen por lo demás en el plano internacional. De tal cambio provienen también, a su vez, muchos importantes preceptos, que resultan como lógico corolario, como son, a nuestro juicio, los altos quórum, muy lejanos a las simples mayorías relativas antes aceptadas, para adoptar las decisiones de las asambleas legislativas o de otros órganos del poder estatal que puedan comprometer o alterar los derechos constitucionalmente protegidos. En el mismo sentido se explica en alto grado la misión que se otorga a los tribunales para prevenir las discordancias entre las normas legales o los actos administrativos y la preceptiva de la Constitución Política, y para anular y desconocer valor jurídico cuando pugnen con ella.

Ajustándose a la orientación que destacamos, se registra también en el derecho público la inclinación no sólo al fortalecimiento del Poder Ejecutivo, sino a la diferenciación en éste, incluso en los países de tradición parlamentaria, de las tareas inherentes a la dirección del Gobierno, librada a la mayoría política, y de aquellas que competen al Jefe del Estado, como comprometido éste de modo más directo y particular al resguardo de los cimientos en que descansa la unidad nacional. Tal es, sin duda, la incorporación en la preceptiva de las nuevas cartas de reglas de distribución de competencias, entregadas unas de modo excluyente al Jefe del Estado, otras con exclusividad asimismo al Jefe del Gobierno, y muchas, en fin, compartidas entre ambas autoridades.

En este último aspecto recae, a nuestro juicio, el rasgo que tipifican de modo más auténtico a los llamados regímenes de gobierno semiparlamentario o semipresidencial, cuya eventual introducción en nuestros países está provocando interesantes polémicas.

Atribuyendo ciertas preferencias al propósito de acoger soluciones organizativas de esa índole a los actuales regímenes de Austria, Finlandia, Francia, Irlanda y Portugal y, desde 1978, de España, los ha analizado entre nosotros, con detenimiento y erudición, el profesor Humberto Nogueira Alcalá, en dos obras tituladas Regímenes Políticos Contemporáneos (1985) y El Régimen Semipresidencial (1986) y en numerosos artículos.

Creemos que la motivación determinante del punto esencial de la propuesta referida a estas nuevas formas institucionales se halla en que en la configuración de lo que requiere la precisión del contenido y la marcha del interés general en determinado instante del devenir de una sociedad política, en la idea de derecho prevaleciente en la sociedad, o sea, en lo que hemos llamado el bien común subjetivo, se comprenden tanto, por una parte, condiciones obligantes de metas de permanente e ineludible vigencia, que provienen de la propia naturaleza de la sociedad civil y de las características básicas de su ser colectivo, en cuya consideración se cifra la subsistencia misma y la unidad de la comunidad nacional, como por otra parte, la consideración de innumerables factores que abren diversas alternativas, entre las cuales pueden formularse legítimas preferencias según la ponderación que se haga de los elementos concurrentes, de las energías materiales o humanas disponibles y de la interpretación del alcance de los factores que influyen en el proceso directivo.

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Pues bien, estimamos que lo que define un sistema semiparlamentario o semipresidencial es cabalmente el cuidado de procurar definir los contornos del respectivo ámbito de competencia confiado al Jefe del Estado o al Gobierno que responde a la mayoría democrática reflejada en el Parlamento, en términos de atribuirle a aquél el cuidado de esos valores ineludibles y al Gobierno la libre conducción en aquello en que caben la diversidad de las opciones democráticas en el planteamiento y resolución de las cuestiones que presenta la conducción de la sociedad política.

CAPITULO VI :

ORGANOS Y FUNCIONES DEL ESTADO

241. Concepto y definición de órgano del Estado. Tiene el Estado amplias facultades para encauzar la sociedad política, sin enfrentar rivales y con la máxima eficacia, hacia el logro de su misión propia, el bien común temporal, fin universal, vasto y complejo, siempre en proceso de conquista jamás plenamente alcanzada, en el que se presentan infinidad de aspectos especiales, de etapas de progreso, de objetivos parciales, y que exige poner en movimiento todas las energías del grupo, valerse de variedad de medios, fijar procedimientos, ensayar métodos, coordinar esfuerzos, planear y llevar adelante múltiples tareas y obras de beneficio colectivo.

Para que el poder supremo no se reduzca a una mera potencialidad, sino que ésta, poniéndose en marcha, dirija efectivamente la magna empresa que le corresponde, es indispensable que se organice, o sea, que se dispongan, distribuyan y ordenen sus elementos integrantes con miras a la obtención del amplio propósito que por su naturaleza persigue.

Al trazarse la organización del Estado, el poder supremo realiza la expresión más esencial de su contenido -constituirse- con miras a la razón determinante de su existencia: el bienestar y progreso colectivos.

Es importante considerar en sí misma la organización estatal, con prescindencia tanto del organizador -el soberano-, como del acto que realiza al determinarla: constituyente; como, asimismo, del fin que mediante ella se busca servir, sin duda en multiplicidad de etapas y objetivos intermedios episódicos o parciales.

Según Heller el "organizar es un obrar encaminado a promover y realizar aquellas acciones (u omisiones) necesarias para la existencia actual y constantemente renovada de una estructura efectiva ordenada (organización). La indagación fenomenológica descubre en toda organización tres elementos que se reclaman recíprocamente: 1) el obrar social de un conjunto de hombres basado en una conducta recíproca, la cooperación de los cuales 2) se ordena regularmente en el sentido de una ordenación normativa cuyo establecimiento y aseguramiento 3) corre a cargo de órganos especiales. Todo grupo capaz de obrar y decidir, toda unidad colectiva de acción es una estructura organizada de efectividad, ordenada conscientemente, por medio de órganos, a la unidad de la decisión y de la acción" (ob. cit., pág. 249).

Como puede verse, aun mirado únicamente desde el punto de vista de la organización, el Estado no es sólo, como sostiene Kelsen, una jerarquía de normas, que evidentemente, por otra parte se halla en él, como uno de sus elementos esenciales.

Para Kelsen, "el concepto primario y fundamental de órgano del Estado es el concepto jurídico-esencial del punto de vista dinámico: el orden jurídico estatal es creado en todos sus grados por hombres cuya función creadora está determinada por el orden mismo, desde el momento que las normas de grado superior establecen las condiciones bajo las cuales habrán de ser

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creadas las normas de grado inferior. De este modo, es órgano del Estado, en el sentido de instrumento creador del orden estatal, el que -determinado por la norma de grado superior- establece la norma de grado inferior" (ob. cit., pág. 341).

242. Precisión del vocablo. Aunque "órgano" en su sentido propio es "cualquiera de las partes del cuerpo animal o vegetal que ejercen una función", en el sentido figurado en que aquí se toma, importa "persona o cosa que sirve para le ejecución de un acto o de un designio".

Los órganos estatales son designados también con otros términos, como: poderes, autoridades, gobernantes, pero tales denominaciones resultan conceptualmente menos precisas, exactas o adecuadas.

La expresión "poderes", por ejemplo, se usó corrientemente en la época clásica del constitucionalismo.

Se decía -y se usa aún en el lenguaje común- "poderes públicos" con referencia a los cuerpos participantes de la soberanía, principalmente referidos a aquellos que desempeñan las tareas de legislar, ejecutar y juzgar.

Pero, como el poder público es esencialmente uno, induce a confusiones el empleo en plural de un mismo vocablo para designar los diversos oficios que en alguna forma realizan la universal e indivisible misión del Estado.

Hay apreciable diferencia de sentido entre la soberanía estatal -poder- y los diversos ministerios de su organización -poderes-, como para que se exprese con igual vocablo aquélla y éstos.

En otro sentido, si autoridad es la facultad o potestad de regir, llamar autoridad a las diversas magistraturas por las cuales se ejerce el mando, se presta, asimismo, a ambigüedad y confusión. Tampoco referirse a los "gobernantes" facilita la distinción que se necesita formular entre ellos y la tarea que les compete cuando se usa ese término para indicar el estatuto dentro del cual se mueven los titulares de la función.

Entre tanto, es preferible emplear el vocablo órgano justamente porque da a entender que no se trata de algo con vida propia e independiente, sino que integrante y participante de la vida del todo, encargado tan sólo de efectuar una determinada función comprendida en la actividad de la sociedad política.

243. Imputación al Estado de la voluntad del órgano. Como el Estado sólo puede actuar a través de personas humanas, se imputa al Estado el comportamiento del titular del órgano.

Burdeau explica con claridad en diversas partes de su Tratado tanto la relación del órgano con la persona del titular de la función o con la soberanía, como la naturaleza de la voluntad que se expresa por su intermedio.

"En el cuadro de la institución estatal, los gobernantes son órganos. Definido el órgano como el individuo o colegio cuya voluntad vale por la de la institución, es evidente que el papel desempeñado personalmente por el órgano en la formación de las ideas que incorporan a la institución es considerable... en el hecho, la idea, la voluntad, la decisión son humanas" (t. I, Nº 285, págs. 341-342).

Para poner de relieve el modo como la voluntad dominante en el Estado se expresa por medio del órgano, sostiene Burdeau que éste "aparece así como punto de intersección entre dos planos, demasiado frecuentemente extraños: el plano jurídico y el plano político... cuando el

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órgano actúa lo hace en consideración a sus propias concepciones políticas... la actividad del órgano se distingue, en cuanto a su validez y a su autor real, para ser imputada al Estado. En el órgano decide lo político y vale lo jurídico..." (t. I, Nº 286, págs. 342-343). "Los gobernantes están investidos de una doble calidad correspondiente al doble carácter de su actividad. Son a la vez órganos del Estado y representantes del soberano. Su calidad de órganos manifiesta que, en el plano jurídico, actúan el poder del Estado; de su calidad de representantes se deduce, en el plano político, que son agentes del soberano. Esta doble calidad de los gobernantes les permite salvaguardar la unidad del poder porque asegura la concordancia entre la voluntad del soberano y el poder del Estado... Mientras el representante expresa la voluntad del representado, el órgano toma las decisiones que libremente ha reflexionado y aceptado" (t. II, Nº 194, págs. 255-256).

Así, pues, "la teoría del órgano hace inútil el recurso a la ficción de una voluntad propia del Estado que ningún razonamiento puede legitimar; no hay ideas, reflexiones y voluntades sino humanas" (Tratado, t. I, Nº 386, pág. 343). Se discute si, como lo sostiene la doctrina alemana deducida del análisis de las personas jurídicas, el órgano expresa una voluntad preexistente en la colectividad, o se forma sólo en la actuación misma del órgano. "La solución -para Burdeau- está en considerar al titular, órgano no de la persona colectiva sino del poder estatal... no es cierto que el Estado sea la personificación de la voluntad nacional, no es cierto que la soberanía y el poder del Estado se confundan. El Estado es una forma del Poder y el poder estatal es el aspecto particular que reviste la fuerza del Poder cuando está institucionalizado. Si hablo, pues, de órganos del Estado entiendo por ellos los órganos del poder estatal, los medios por los cuales esta fuerza -siempre energía de la idea de derecho- va a expresarse, imponerse, exteriorizarse jurídicamente por decisiones, órdenes, mandatos" (Tratado, t. III, Nº 67, págs. 155-157).

El órgano no se confunde, pues, con la persona que es su único titular o lo integra junto a otras y, precisamente, en la medida en que la autoridad se distingue de los hombres que accidentalmente la ejercen y reviste un carácter impersonal, se caracteriza, con solidez, el que se define como Estado de Derecho.

En éste, al impersonalizarse la autoridad, se institucionaliza, de modo que no son lo mismo la persona que la reviste y el contenido de poder de que ella dispone. El órgano es uno con el Estado, no se identifica con la persona que ejerce la función; el Parlamento no son los diputados, ni siquiera la asamblea de hoy; lo mismo el Presidente; de allí la multiplicidad de los órganos, la responsabilidad del Estado si el titular actúa dentro de la función (Burdeau, Tratado, t. III, Nº 70, págs. 159-161).

244. Competencia del órgano y formalidades de su actuación. El órgano sólo debe moverse en el ámbito de la competencia que se le ha fijado dentro del plan organizativo cuando, al crearlo, se le atribuye la facultad de ejercer determinadas funciones.

La competencia equivale, por lo tanto, al campo de atribuciones confiado a cada órgano. Competencia es "atribución legítima de un juez u otra autoridad para el conocimiento o resolución de un asunto" o, como dice el artículo 108 del Código Orgánico de Tribunales, "es la facultad que tiene cada Juez o Tribunal para conocer de los negocios que la ley ha colocado dentro de la esfera de sus atribuciones". La misma definición puede aplicarse a cualquiera autoridad, no sólo a la judicial.

El ordenamiento jurídico señala a cada órgano la naturaleza y extensión de sus facultades, de manera que, si su titular ejerce las que no tiene o excede las que le corresponden, los actos realizados no pueden imputarse al Estado y carecen así de eficacia jurídica. Tal es el sentido del art. 7º de la Constitución chilena cuando dice que "ninguna persona, ni grupo de personas puede atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o

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derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades y sanciones que la ley señale".

También para dar seriedad a la decisión, para que refleje lo más fielmente posible la voluntad del órgano y no la exclusiva de su titular, para que la actuación del gobernante importe la del órgano y se impute al Estado, tiene que someterse a las reglas formales prescritas según su variada naturaleza (convocatorias, quórum, consultas, etc.).

Acerca del problema jurídico de las nulidades en Derecho Público nos referiremos más adelante en relación con el comentario del texto del art. 7º transcrito.

245. Clasificación de los órganos. Los órganos estatales son unipersonales o colegiados, según sea atribuida la facultad a un solo funcionario o a un cuerpo pluripersonal. Así, de ordinario, el Jefe del Estado, llámese Rey o Presidente de la República, es una sola persona; y los gabinetes y las asambleas legislativas son cuerpos colegiados.

Los órganos son primarios o secundarios según que su voluntad pueda imputarse directamente al Estado o deba hacerse tal imputación una vez que se exprese la voluntad de su órgano intermedio. El electorado se considera en este sentido el órgano primario, mientras las asambleas representativas se presentan como órgano secundario. Entre tanto, cuando, por ejemplo, el cuerpo electoral no elige él mismo la persona del Jefe del Estado, sino que escoge electores para que lo hagan, aquél es el órgano primario y éstos forman el cuerpo secundario.

También pueden distinguirse órganos simples o complejos. El órgano simple, ya sea uni o pluripersonal, realiza por sí solo la actividad que cae en la esfera de su competencia. El órgano es complejo si deben concurrir varios cuerpos simples al cumplimiento de determinada función. Es, por ejemplo, órgano simple el Jefe del Estado al recibir los agentes diplomáticos de las potencias extranjeras, y las dos Cámaras constituyen órgano complejo cuando se pronuncian en las materias de atribución exclusiva del Congreso. El órgano complejo puede hallarse integrado a su turno por varios cuerpos análogos, como sucede con la dualidad cameral, o por dos o más órganos de distinta naturaleza, como ocurre en la celebración de los tratados o en la formación de las leyes en que intervienen las Cámaras y el Presidente de la República. Con frecuencia órganos aparentemente simples no lo son en realidad, y así, por ejemplo, se confían numerosas facultades especiales al Jefe del Estado, pero todas las órdenes del Presidente de la República deben firmarse por un ministro y no serán obedecidas sin ese requisito.

246. Funciones del Estado: concepto; clasificaciones. Pueden, especulativamente, diferenciarse, dentro de la unidad a que todas concurren, diversas y peculiares tareas en la gobernación de un Estado, considerándolas ya según sus objetivos concretos y dependientes de los propósitos perseguidos; ya prescindiendo de las metas propuestas, de acuerdo con las características o modalidades de su actuación.

Cuando se habla, por ejemplo, de las funciones del Estado, pueden éstas entenderse, en efecto, en dos sentidos diferentes: ora queriendo significar lo que en definitiva busca la autoridad mediante su acción por la cual persigue algunos de los diversos objetivos de su misión de bien común; ora atendiendo a los distintos tipos o formas de actividad del mismo Estado, o sea, a las varias técnicas instrumentales puestas al servicio de su fin general y de cada una de las etapas y mejoramiento que conducen a él.

Determinar las funciones del Estado, como integrantes del bien común, su fin propio, o sea, cada uno de los "cometidos" del Estado, en el lenguaje de Enrique Sayagués Laso (t. 1, pág. 48) es materia que depende del concepto que se tenga de la sociedad política ya que, según ese

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autor, son las "múltiples actividades o tareas que el Derecho pone a cargo de las entidades públicas"; determinar, entre tanto, las funciones del Estado como formas de actividad de éste es materia que cae ineludiblemente de lleno en la ciencia de las instituciones públicas. Si no puede confundirse la guerra, en la variedad de sus frentes de lucha y objetivos, con la estrategia y tácticas que en ella se usan, debe igualmente distinguirse el diferente significado de las funciones del Estado.

Tratamos ahora de la función como "capacidad de acción o acción propia de los cargos y oficios".

En este sentido, a cada órgano puede entregarse la competencia de una sola función o diversas, es decir, una o varias partes de la actividad total que en el Estado se efectúa.

De este modo, desde los tiempos más antiguos se han perfilado en la acción del Estado funciones diferentes, aun en épocas de la máxima concentración del poder político, atribuido a un solo titular, como en las monarquías absolutas de la Edad Moderna, cuando el rey pedía ayuda de personas o cuerpos llamados a actuar en diversos respectos según su competencia.

Tomándose, pues, en el sentido de cómo se persigue y desarrolla la actividad del Estado, y prescindiendo, por lo tanto, de la teleología de éste, las funciones estatales son numerosas.

Sin duda la más importante es la constituyente. Cuando ésta actúa originariamente, manifiesta la acción directa y primordial del soberano con miras nada menos que a establecer precisamente la regla positiva de superior vigencia, estructurando el grupo y determinando sus órganos, competencia y atribuciones. Si mirada su finalidad, no parece lógico estimar la función constituyente como propia de determinado órgano del Estado, ya que es justamente ella la que da origen a todos los que integran la estructuración de éste, no puede olvidarse que en las constituciones consuetudinarias la función de establecer y modificar la regla fundamental no se entrega a ningún órgano específico, sino que se cumple a través de las determinaciones de todas las autoridades del Estado, en cuanto racionalmente se vinculan al marco fundamental de la organización política. La función constituyente derivada, en el sistema de las constituciones escritas, resulta mientras tanto obra de órganos del Estado, ejercida por aquellos a quienes la confía la Ley Fundamental, con frecuencia los mismos encargados permanentemente de otras tareas, sujetándose casi siempre a peculiaridades de procedimiento e incluyendo en algunos sistemas la intervención del electorado.

La función electoral es también de primordial importancia en el moderno Estado de Derecho, puesto que no sólo de ella emana casi siempre la acción de la propia función constituyente, sino que ejerce constantemente una intervención muy principal en la vida institucional democrática, cuya trascendencia depende de la fórmula gubernativa que se acoja: directa, representativa, semidirecta o semirrepresentativa. En razón de la trascendencia de la función electoral, la determinación del órgano que la ejerce y de los procedimientos a que se somete su desempeño, son objeto de especial preocupación en la estructura institucional.

247. Contenido de la función de control. En el derecho contemporáneo ha venido adquiriendo desarrollo la función de control, como una actividad específica, entregada por tal motivo a órganos especiales, llamada a velar porque todas las autoridades que integran la estructura estatal actúen dentro del ámbito de su competencia, se ajusten a las modalidades formales determinadas para su intervención, se mantengan dentro del marco de sus atribuciones y respondan de las consecuencias de los actos realizados fuera o contra el derecho. La función de control era ejercida, en lo fundamental, por las asambleas legislativas en el parlamentarismo clásico, pero, en los regímenes presidenciales, se la fue configurando como una tarea típica, dentro de los muchos aspectos comprendidos en la administración y gobierno del Estado, confiados a la rama ejecutiva. La profusión y complejidad de los servicios, cada vez

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más amplios e intensos, prestados por el Estado a la colectividad, ha contribuido a que se precisen los contornos de la función de control como muy característicos, de modo que, para que se desarrolle en condiciones de eficiencia técnica y de eficacia práctica, se encomienda a órganos especializados, dotados de libertad de movimientos y de autonomía respecto de las demás autoridades públicas.

Aristóteles describía esta labor de control cuando decía que "aunque no todos los oficios de que se acaba de hablar participen en el manejo de los fondos públicos, es necesario sobre ellos otro magistrado que, sin administrar él mismo, haga dar cuenta a los otros de su administración y la corrija. Unos lo llaman árbitro, otros inspector de cuentas, otros gran procurador" (Política, pág. 109).

Al definir el contenido propio de la tarea contralora se encuentra una vez más la dificultad del vocabulario manejado por la ciencia política. Si se consulta al diccionario, la palabra "controlar" tiene varios sentidos: a) Comprobar, verificar, confirmar la veracidad o exactitud de una cosa; b) Inspeccionar, examinar, reconocer atentamente una cosa; c) Fiscalizar, criticar y traer a juicio las acciones u obras de otro; d) Intervenir, tomar parte en un asunto; tratándose de cuentas, examinarlas y censurarlas con autoridad suficiente para ello.

La función de control no alcanza trascendencia en una autocracia, como puede comprenderse, desde que en tal régimen la autoridad escapa a toda limitación, pero sí la reviste en auténticos Estados de Derecho, porque en éstos existen variados órganos que deben moverse en sus respectivas funciones, cada una de las cuales está dotada de su particular competencia y que cooperan según su órbita a la realización del fin del poder estatal.

Las formas de control pueden ser intraorgánicas, interorgánicas o autónomas. Las intraorgánicas se ejercen en el propio seno del cuerpo que desarrolle la función de que se trate; lo que ocurre, por ejemplo, con motivo del examen por el superior de las decisiones de los funcionarios subordinados o por las minorías que en los cuerpos colegiados velan porque las decisiones mayoritarias se adopten regularmente, sin sobrepasar las atribuciones concedidas ni violar los derechos de los sectores discrepantes. Son interorgánicas las que se proyectan entre distintos órganos competentes, por ejemplo, el Parlamento en relación al Ejecutivo, o el Poder Judicial en relación al Ejecutivo o al Parlamento, o el electorado en relación al Jefe del Estado o al Congreso, etc. Las formas autónomas son las que que no pertenecen a ninguno de los poderes fundamentales clásicos, sino a un órgano especial independiente, por ejemplo, en Chile la Contraloría General de la República o el Tribunal Constitucional.

El control, en general, puede efectuarse antes del acto (preventivo) o posterior a la realización del acto (represivo).

El objeto del control es propender a la expedición, eficiencia, juridicidad, responsabilidad, etc., del funcionamiento de los distintos órganos, y velar también para que no se produzcan tampoco bloqueos en la marcha del Estado, que impidan toda solución de las controversias que se susciten entre los distintos órganos, y si surgen, se pongan los remedios adecuados.

Puede distinguirse el control de juridicidad, que busca imponer la competencia, regularidad y seriedad del acto, del control sustantivo o de mérito, que se relaciona con la apreciación de la conformidad del acto con el fin propuesto; de su adecuación, conveniencia y eficiencia, o es eminentemente político, como por ejemplo la fiscalización parlamentaria.

248. Las tres funciones tradicionalmente consideradas. No son las anotadas y algunas otras precisables, las funciones tradicionalmente observadas en el Estado por los pensadores políticos.

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En el capítulo X de la Política de Aristóteles se lee: "En todo gobierno hay tres poderes esenciales a cada uno de los cuales el sabio legislador debe dar lugar de la manera más conveniente. Cuando estas tres partes están bien ordenadas el gobierno va necesariamente bien y es de sus diferencias de donde saca las suyas. El primero de estos tres poderes es el que delibera sobre los negocios del Estado. El segundo comprende todas las magistraturas o poderes constituidos, es decir aquellos de que el Estado tiene necesidad para obrar, sus atribuciones, la manera de proveer a ellas. El tercero abraza los oficios de jurisdicción" (ob. cit., pág. 103).

Locke distingue el legislativo, que determina cómo las fuerzas de un Estado deben emplearse par la conservación de la sociedad y de sus miembros, y el ejecutivo, que asegura la ejecución de las leyes positivas (ver Chevallier, ob. cit., pág. 94).

Montesquieu, consagrando su doctrina de la separación de los poderes públicos, convertirá en uno de los fundamentos de la lucha contra el absolutismo, el otorgamiento a órganos independientes cada una de las tres funciones esenciales en el Estado: la legislativa, la ejecutiva y la judicial. Es la doctrina de la separación de los poderes.

Para que pueda existir actuación de órgano susceptible de imputarse al Estado tiene que producirse un acto humano, la expresión de la voluntad de una persona que se encuentre habilitada, de tal modo que su querer, dentro de ciertas formas, materia y límites, tenga el alcance previsto en el ordenamiento jurídico.

Las personas de que el Estado se vale para el cumplimiento de las diversas actividades que comprende la satisfacción de su fin específico son los funcionarios; de éstos quienes ejercen las tareas esenciales señaladas en la división tripartita, son los gobernantes.

Todas las formas estatales y regímenes gubernativos, en las épocas y lugares más diversos, por mucho que se haga institucional e impersonal el poder político, han requerido y necesitarán siempre oficiales servidores de la dirección colectiva. Los tenía el absolutismo monárquico y el mismo Rousseau, propugnando el gobierno democrático más directo, se resignaba a considerar como ineludible su intervención, aunque la reducía al mero cumplimiento de los acuerdos adoptados por el pueblo soberano.

La democracia representativa crea una serie de funcionarios que reciben delegación del pueblo, no sólo para servirlo, sino para expresar en su nombre su voluntad soberana, en el ejercicio de las funciones más altas del poder político, concretamente, según se pensaba, en las de legislar, ejecutar y juzgar, dentro de la clásica división tripartita que constituye una de las bases de su organización.

Las constituciones se preocupan de precisar cuidadosamente no sólo el número y composición de los órganos y su competencia sino el estatuto fundamental de las personas llamadas a ser titulares de esas funciones primordiales: requisitos y forma de su designación; condiciones de habilidad e incompatibilidad, deberes y facultades, etc.

Los constituyentes comprenden que el servicio del Estado exige muchos otros funcionarios además de aquellos que menciona el texto fundamental, llamados a desempeñarse en rango inferior o en otras tareas que las primordiales consideradas en su letra. De ordinario se deja libertad a la legislación común para señalar las exigencias de tales empleos, o se precisan a lo sumo algunas pautas generales para la determinación posterior de la ley.

La delegación en la soberanía democrática que reciben determinadas autoridades puede o no realizarse mediando la elección popular. Generalmente los miembros de las asambleas

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legislativas y la jefatura del Ejecutivo emanan del electorado. Cuando se exige la actuación de éste, lo precisan las mismas constituciones, no quedando de ordinario la ley común habilitada para imponer la forma electiva. No se concibe sin embargo en la democracia la existencia de funcionarios llamados por el electorado que duren vitalicia o indefinidamente en sus tareas: la periodicidad de los cargos electivos es connatural a todo gobierno de designación popular.

Sin embargo, no siempre los empleos son conferidos por lapsos breves y fijos: para algunos se prescribe en resguardo de la independencia de su desempeño la duración indefinida, como ocurre con los jueces.

En ciertas épocas y países se ha sostenido la ventaja de que todos los funcionarios, incluso aquellos que no actúan como delegados de la soberanía, desarrollen un cargo transitorio vinculado en su duración a las alternativas del poder político que tiene las riendas del mando. Nos referimos, por ejemplo, al hábito del spoil system, que en tan poco grado se conserva ya en los Estados Unidos, por el cual el cambio de la administración presidencial generaba el de todos los dependientes de la rama ejecutiva del gobierno.

La evolución ha tendido a una meta inversa. A medida que el Estado ha ido asumiendo mayores responsabilidades en la gestión colectiva, a fin de realizar tareas en creciente complejidad y número, cuando el avance técnico y la división del trabajo tienden a la especialización y suponen amplios conocimientos y dilatada experiencia, se fue haciendo imposible llenar con personas carentes de preparación previa adecuada la multiplicidad de cargos integrantes de una máquina burocrática cada vez más pesada y difícil.

Esas circunstancias condujeron a que se extendiera el principio de la remuneración, como medio ineludible de obtener servidores eficientes de la colectividad y luego se afirmara la necesidad de consagrar el de la inamovilidad como regla general para lograr la formación de la carrera administrativa y encontrar en todo momento las personas adecuadas para desarrollar con la indispensable competencia labores cada día más exigentes de preparación científica y técnica.

Cuando las modalidades de la existencia eran sencillas, y simple y reducida la misión estatal, no era difícil encontrar en el pequeño número de ciudadanos que gozaban de las mayores ventajas de la vida colectiva quienes devolvieran parte de estos beneficios mediante su entrega a funciones no remuneradas. Los cargos honoríficos son propios de las sociedades de estructura aristocrática. Como tales se consideraron tradicionalmente, en los primeros tiempos de la democracia política moderna, los de integrantes de las asambleas legislativas, cargos que, cuando los problemas no eran numerosos ni muy graves, no requerían la consagración total del esfuerzo y dejaban, por lo tanto, la posibilidad de encontrar en otras tareas los medios económicos de subsistencia. Las dificultades de la existencia contemporánea y la consecuencia con el ideal democrático de hacer posibles a todos el acceso al servicio público, han convergido a remunerar todas las funciones que requieren plena consagración al manejo del interés general.

A. LA FUNCIÓN LEGISLATIVA

249. A. Función legislativa: naturaleza. La palabra "ley" contiene muchos significados.

En las ciencias naturales o biológicas se da ese nombre a las reglas que expresan las relaciones necesarias derivadas de la naturaleza misma de las cosas.

En las ciencias sociales -entre las cuales se cuenta la política- interesa considerar no las reglas a que está sujeto el hombre en su carácter de animal, sino aquellas que se le aplican en su racionalidad, es decir, aquellas que, comprendidas por su inteligencia, le imponen conductas,

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pero quedando a su arbitrio la posibilidad de infringirlas o de obedecerlas. Estas leyes, que se aplican al hombre en su calidad de tal, pueden derivar, ya del mandato directo de la divinidad, como los Diez Mandamientos, ya de disposición indirecta del mismo Dios en cuanto Creador; ya de decisión de la Iglesia, en cuanto continúa la predicación de Cristo, su fundador, y conduce a las almas para aprovechar la salvación conquistada por El (ley canónica), ya, en fin, de mandato de la autoridad humana (ley positiva).

En este último sentido, ley se entiende como "precepto dictado por la suprema autoridad en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados" (Real Academia). La famosa definición de Santo Tomás dice que es una ordenación racional dirigida al bien común promulgada por el que cuida de éste: quaedam rationis ordinatio ad bonum commune ab eo qui curam communitatis habet, promulgata (Fernández Concha, Filosofía del Derecho, t. I, pág. 120).

Prescindiendo del fin de la ley positiva y de la autoridad que la dicta, corresponde aquí hacer notar los caracteres con que el concepto de ley pasa al constitucionalismo.

Se trata de una regla: a) abstracta, sin referencia específica a ninguna ocurrencia de hechos, llamada a regir los actos que puedan suceder durante su imperio; b) predeterminada, es decir, anterior a la eventual concreción posterior de su contenido imperativo que vendrá a resultar sólo al producirse la actividad humana prevista y normada en su sustancia; c) general, llamada a aplicarse a todos los casos particulares comprendidos en el marco de sus mandatos, a la universalidad de las situaciones particulares que se presentan dentro de su amplitud; d) permanente, es decir, dictada para durar mientras no sea derogada, a fin de imponerse en el intervalo sobre toda conducta humana encuadrada en la órbita alcanzada por su precepto, mientras no sea derogada o no haya desaparecido su razón o cumplido su objetivo; y e) principal, que no sea una regla secundaria, minuciosa, de detalle, que corresponde ya a la forma de su cumplimiento.

Todos estos caracteres de la ley los subrayaba con claridad Rousseau: "Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos en cuerpo y las acciones como abstractas, jamás a un hombre como individuo ni una acción particular. Así la ley podría establecer que haya privilegio, pero no puede dárselos nominativamente a nadie, puede consagrar varias clases de ciudadanos, determinar aun las calidades que darán derecho a estas clases, pero no puede mencionar a tales o cuales para ser admitidos en ellas; puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria; pero no puede elegir a un rey ni nombrar a una familia real; en una palabra toda función que se relacione con un objeto individual no pertenece al poder legislativo" (Contrato social, cit. por Chevallier, pág. 158).

Sobre la base de los rasgos señalados precedentemente, se consideran leyes ordinarias o comunes aquellas que, revistiendo esas características, se han sometido en su generación al procedimiento dispuesto para su formación y respetado por el órgano al que se haya confiado la función de dictarlas. El principio básico es, pues, que las leyes emanen del órgano legislativo, se sujeten al procedimiento propio para establecerlas y contengan reglas que presenten las mencionadas cualidades típicas de su especie.

Obsérvese que, como veremos, hay normas jurídicas -o sea, conductas impuestas o amparadas por la coacción social organizada- que no son leyes en el sentido aplicable a la que conjuga los requisitos de órgano, procedimiento y contenido indicados; por ejemplo, una sentencia, una costumbre, etc. No son, pues, sinónimos norma jurídica y ley. Toda ley es norma jurídica, pero no toda norma jurídica es ley.

Para apreciar con claridad lo que acaba de afirmarse, conviene reiterar que puede examinarse la ley desde tres puntos de vista, llamados a concurrir: a) orgánico, la ley debe emanar del

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órgano u órganos a que se ha confiado la función legislativa; b) formal o adjetivo, la ley debe ajustarse al procedimiento señalado precisamente para su aprobación; c) material o sustantivo, la ley debe contemplar reglas de conducta generales, abstractas, predeterminadas, principales y permanentes.

Se acostumbra, no obstante, llamar siempre leyes, en razón de su rango y fuerza obligatoria, a preceptos que, en principio, no debieran considerarse tales, por no reunirse respecto de ellos ese triple supuesto: orgánico, formal y material. Tienen así valor de ley -aunque no sean consideradas, por lo dicho, comunes u ordinarias- las normas sobre materias de ley que dicta el Presidente de la República, previa autorización del legislador, denominadas decretos con fuerza de ley; o las que el Jefe del Estado sanciona sobre materias de ley cuando no existen cámaras legislativas -decretos leyes-, y los tratados que se promulgan con intervención del órgano legislativo, previos trámites diferentes a los indicados para la formación de las leyes comunes u ordinarias.

Cabe reconocer, por otra parte, que con frecuencia las constituciones mencionan entre las materias de ley asuntos que sustantivamente no reúnen los rasgos típicos que describen esta especie de normas, desde el punto de vista de las exigencias doctrinarias ya explicadas, por ser en realidad meras autorizaciones, o incidir en problemas concretos, o en situaciones particulares o singulares, etc.

ORGANO LEGISLATIVO. UNI O BICAMERALISMO

250. Organo legislativo: uni o bicameralismo. La función de establecer la ley, en el pensamiento de Rousseau, correspondería directamente al pueblo, titular del poder supremo, y la cumpliría en las asambleas en las que habrá que discutir de preferencia precisamente en torno a las reglas por dictarse.

La tarea de acordar la ley exige la previa deliberación, de tal modo que, como se ha recordado, Aristóteles consideraba que el primero de los tres poderes era el que debate sobre los asuntos del Estado. "Cuando se admite a todos a la deliberación y en toda materia hay democracia: el pueblo muestra en todo la igualdad."

Aristóteles reconocía diversas formas en que la deliberación podría llamarse democrática, porque aseguraba alguna intervención a la asamblea general, en tanto que llamaba oligarquía cuando, en toda materia, la deliberación era entregada a algunos, y se preocupaba de la composición y organización de las asambleas.

Si en la vida moderna la democracia directa no resulta viable, es de observación general que en ella se estatuya un órgano que, a nombre del soberano, desempeñe la función de legislador.

Tal órgano para que esté en condiciones de cumplir satisfactoriamente su papel deliberante, se le establece colegiado. La pluralidad de personas posibilita que se enfrenten diversos criterios; se hagan valer miras divergentes; se den a conocer variadas experiencias; se tomen en consideración factores numerosos, conocimientos especializados, intereses contradictorios, a fin de que en definitiva a través de un debate amplio, sincero, ilustrado, se logre exponer a todos los miembros del órgano colectivo la verdadera situación y de este modo estén sus componentes en aptitud de buscar las decisiones más conformes y conducentes al bien general.

En cuanto a la estructuración del órgano legislador, en el hecho se encuentra ya con el carácter de simple, integrado por un solo cuerpo colegiado, ya en forma de un órgano compuesto de

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dos asambleas deliberantes, y tal hecho suscita o es reflejo de un problema doctrinario, vivamente debatido, cual es el del uni o bicameralismo.

Prácticamente la dualidad cameral se impone en el constitucionalismo clásico, y sigue hasta ahora prevaleciendo. El prestigio del sistema inglés conduce a la imitación de éste, uno de sus resortes más característicos, establecido espontáneamente en él, como simple resultado de su evolución política. Tal resorte se adapta en Estados Unidos, para estructurar la fórmula federal, y se muestran adversos los ensayos franceses de apartarse de tales modelos, el establecimiento de dos cámaras se convierte en la regla general, aplicada casi sin excepciones en el siglo XIX.

En Francia las mayores violencias y crueldades de la Revolución se cometen, en efecto, durante la vigencia de los textos unicamerales de 1791 y de 1793; la asamblea única de 1848 no logra tampoco encauzar la Segunda República; después de la Segunda Guerra Mundial, el proyecto que pretende reimplantar el unicameralismo es rechazado en el referéndum de 5 de mayo de 1946 por una votación estrecha (10. 584. 359 votos contra 9. 454. 034) y la tradición bicameral no interrumpida desde 1852 y ampliamente afirmada en 1875 se impone en definitiva en la Constitución de 27 de octubre de 1946, se robustece con la reforma de 7 de diciembre de 1954 y se reafirma en el texto de 1958.

España realiza su ensayo republicano bajo el signo de la Constitución de 1931 y se atribuye su fracaso en 1936 al monocameralismo en ella instituido.

Las dos Cámaras siguen siendo base organizativa en las leyes fundamentales de países de todos los continentes, incluso en esta segunda postguerra. Así lo determinan, por ejemplo, los textos de Italia y de Japón (1947), de Alemania y de India (1949), de España (1978). Unicameral es la organización del Parlamento en la China Comunista (1954), Dinamarca (1953, Portugal (1976) y Perú (1992).

Problema doctrinario acerca de la conveniencia de consagrar una o dos cámaras no surge ni en los Estados federales ni en las monarquías parlamentarias, porque en aquéllos el bicameralismo sirve para encontrar el equilibrio entre las fuerzas centrífugas y centrípetas de los diversos componentes de la Federación y de ésta misma, y en las monarquías se presta para dar cabida a la aristocracia, cuando coexisten en su seno el poder del rey y el del pueblo.

Mientras tanto, en los Estados unitarios la cuestión teórica ha sido abierta constantemente y tiende a resurgir a medida que se abandona la democracia gobernada desde el Parlamento y se da paso al predominio de la voluntad efectiva del pueblo encarnada en el sentir del electorado. Del mismo modo, en Inglaterra, más bien el fuerte empuje de su tradición que la fuerza de los principios que sin duda abonan racionalmente el bicameralismo, explica que la cuestión no logre apasionar al país aun hoy, en que, desvanecido el poder del Rey hasta transformarse en mero símbolo, ha crecido paulatinamente el del pueblo al extremo de convertirse en una de las democracias más auténticas.

Si se resuelve el aspecto teórico en favor del bicameralismo no faltan las bases sobre las cuales cimentarlo. Se entrega, generalmente, la composición de una rama a la elección directa del pueblo, vinculando el número de representantes con la cantidad de población de la respectiva sección territorial que los elige, y buscando como fundamento de la otra asamblea distinto principio organizativo. Así, por ejemplo, en ciertos casos se integra la Cámara Alta, comúnmente denominada Senado, con altos funcionarios; o bien se da cabida en ella a la representación de las corporaciones y gremios profesionales; o a regiones con características económicas aguzadas, etc. Se emplean, además, en fin, otros muchos medios de diferenciación, como elección indirecta, colegio único, edad mayor en el electorado o en los

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elegidos, más prolongada duración del mandato, menor número de cargos, renovación parcial, etc.

El argumento esencial formulado en pro del unicameralismo y que explica que haya encontrado los más ardientes defensores en Francia -la nación de conformación racionalista que ha tratado de implantarlo una y otra vez-, consiste en que, residiendo el poder en el pueblo, y siendo indivisible la soberanía, parece lógico que sea un solo órgano simple el que, en representación del pueblo, ejerza la función básica de legislar.

El argumento fundado en la indivisibilidad de la soberanía, no resiste sin embargo un análisis serio, puesto que tal principio no se opone a la diversidad de los órganos del poder del Estado y menos pugna con que el órgano llamado a desempeñar determinada función tenga un carácter complejo, por estar basado en dos o más cuerpos integrantes.

"El argumento esencial en favor de la Cámara única -dice Vedel- sostiene un razonamiento casi matemático. Si hay dos Cámaras, o serán elegidas de la misma manera, por la misma duración, por los mismos electores, y, entonces, no siendo una sino la réplica de la otra, el bicameralismo es inútil. O bien se diferencian en uno u otro de aquellos puntos y, entonces, necesariamente una menos democrática que la otra: por ejemplo, la Cámara elegida en sufragio indirecto menos democrática que la elegida en sufragio directo, o todavía la Cámara elegida por corta duración más democrática que la elegida por un período más largo, etc. En tal caso, la segunda Cámara es, por construcción, una traba al libre juego democrático."

Los razonamientos con que se afirma la ventaja de las dos Cámaras han parecido más convincentes o, por lo menos, se han visto favorecidos hasta hoy por los hombres de Estado y dirigentes de los pueblos.

La existencia de dos Cámaras posibilita una doble reflexión que hace más consistente la deliberación y permite esperar así el acuerdo sobre preceptos legales mejor basados en la exacta observación del momento colectivo y más aptos para encauzar con eficacia el futuro del grupo. Cierto es que el doble debate tiene el riesgo de retardar la dictación de la ley, y a evitar tales demoras puede, en verdad, propender la existencia de un solo órgano, pero lo que piden de ordinario los pueblos no son reglas apresuradamente dictadas sino sólidamente estudiadas y, para los casos muy excepcionales en que se produce una verdadera urgencia, no es difícil buscar maneras de aprobarlas con premura.

En el intervalo que transcurre entre la aprobación de un proyecto por una u otra Cámara, es posible, allí donde existe libre opinión pública, hacerse ésta presente en el curso de la elaboración de la norma de derecho, de modo que los legisladores están en condiciones de admitir el valor de las reflexiones que fuera del recinto del Parlamento hayan suscitado las medidas propuestas.

Es fenómeno de psicología colectiva que, en un momento de pasión, un cuerpo colegiado llegue a dejarse arrastrar bajo la conducción de sus elementos menos reflexivos y ponderados, y las exageraciones e injusticias que se cometan se hacen irreparables cuando, en un solo instante, se juega en tales circunstancias la decisión definitiva.

Al analizar los regímenes gubernativos, se aprecian también los servicios que la duplicidad de asambleas presta a las relaciones que tienen que existir entre ellas y el Poder Ejecutivo. Si se pone al frente del Gobierno una sola asamblea, se agudizan los conflictos, hasta llevarlos a la crisis del sistema o a la dimisión de uno u otro de los cuerpos en pugna, mientras que, siendo dos las cámaras, son fáciles las soluciones de contemporización o se hace difícil concebir que la concordancia de ambas ramas no exprese también el sentir nacional, que los otros órganos del Estado tendrán que respetar.

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Prescindiendo del papel que se reserva la dualidad cameral en la estructuración del Estado federal, de las monarquías parlamentarias, de los ensayos corporativos, etc., en una república unitaria de conformación clásica, sirve el bicameralismo para imponer fórmulas de equilibrio colectivo entre las tendencias naturales en toda sociedad de fuerzas que propugnan cambios, en su disconformismo, despreocupadas de salvar los valores tradicionales, y de fuerzas que resisten tercamente toda modificación, satisfechas en las ventajas del presente, ahogando impulsos de justicia y ciegas aun en presencia de crisis graves y próximas.

"En realidad el problema del bicameralismo -concluye Burdeau- no puede ser útilmente abordado desde un punto de vista estrecho. No se puede lealmente tomar partido sino en función del concepto que se adopte en cuanto a la significación del régimen democrático. Si se admite que es de la esencia de una organización constitucional democrática proporcionar a la voluntad popular los medios más directos de orientar la política del país; si se considera que esta voluntad es suficientemente precisa, clarividente y madura como para no tener necesidad sino de instrumentos que la traduzcan en actos, y no de órganos que la elaboren y la decanten a fin de desprender de ella una fórmula racional; entonces, la existencia de la segunda cámara no puede aparecer sino como un desafío a la democracia. Pero, si, al contrario, se tiene por democrático un régimen que, junto con sacar su inspiración de la opinión, otorga a los órganos constitucionales el privilegio de encuadrarla e interpretarla; si se acepta que la democracia no es la sumisión de los gobernantes a las burdas reivindicaciones de los gobernados, sino que implica una colaboración del pueblo con sus representantes que están encargados de hablar en su nombre; si, en fin, se sitúa la voluntad popular soberana en esta hipótesis de los quereres individuales al nivel de la cual el deseo del pueblo se sublima en exigencia de la razón común, entonces la segunda cámara es una institución no solamente deseable sino indispensable en el proceso de formación de la voluntad del pueblo" (t. V, págs. 622-623).

El análisis del órgano de la función legislativa no debe olvidar que ésta no se ejerce exclusivamente en la Cámara o Cámaras en que se desarrollan los debates en torno de la letra de las reglas que se van a establecer, sino que se completa con la intervención, más o menos amplia, reservada al Jefe del Ejecutivo en diversos aspectos de su generación.

Concentrada en el Rey otrora la función de legislar, junto a tantas otras que acumulaba, no se ha desprendido del todo de las manos del Ejecutivo al cual se otorga no sólo la tarea de promulgarlas, para darles autenticidad al comienzo de su vigencia, sino la de sancionarlas, añadiendo su voluntad a la de las Cámaras, e incluso la facultad de vetarlas, de iniciarlas, de urgirlas, de intervenir en su discusión a través de sus personeros, etc. Lo que acabamos de expresar explica que corresponde reconocer al Poder Ejecutivo como colegislador.

FORMALIDAD DE LA LEY

251. Aspecto formal y material de la ley. Formalidad de ella. La determinación del contenido de la norma legal y de la forma como se prepara y dicta, se vinculan a la misión que de ella se espera y al órgano encargado de establecerla.

Ambos aspectos aparecen íntimamente unidos en los sistemas políticos modernos, organizados sobre la triple base de la supremacía del valor jurídico de la ley, de la amplitud e intensidad de la esfera de su influencia, y de la omnipotencia de la autoridad encargada de imponerla.

Siendo la más alta expresión de la soberanía la facultad de fijar la regla de derecho, en los gobiernos directos se la reserva inmediatamente el titular del poder supremo y en las democracias representativas adquiere natural superioridad el órgano a que es confiada.

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La primacía del Parlamento se vuelve ilimitada e incontrarrestable en los regímenes de constituciones consuetudinarias, porque en éstos, en efecto, el campo legislativo entregado a las asambleas deliberantes abarca incluso la estructuración de las instituciones fundamentales y de las garantías cívicas y no encuentra otras vallas que las provenientes del propósito de ajustarse a la voluntad del mismo pueblo. Es el mecanismo inglés, en que se reconoce al Parlamento la facultad de hacer todo lo que cabe en las posibilidades físicas, ya que sólo le está impedido, como se dice, convertir la mujer en hombre o la inversa. No sólo no se concibe otro poder legislativo rival, sino ni siquiera la posibilidad de resistir lo que determina el Parlamento ni la discusión por los tribunales del valor de sus preceptos, ni coartar la libertad futura de sus disposiciones.

La superioridad de los cuerpos legislativos es también muy pronunciada en las democracias regidas por constituciones formales, aunque en éstas se debe respetar la supremacía de las reglas fundamentales que enmarcan la sustancia y ritualidad de la legislación común.

En la forma clásica de la democracia representativa el electorado no participa en la formulación y establecimiento de la norma legal. "Los actos que sancionen las Cámaras como cuerpos colegisladores se denominarán leyes", dice el art. 162 de la Constitución venezolana de 1961. En los sistemas contemporáneos de gobiernos semidirectos se llama de modos diversos al cuerpo ciudadano a intervenir en tales funciones.

Según la estructura fielmente representativa, la legislación es, pues, obra de los órganos constituidos por el electorado. En gran parte compete esta facultad a las asambleas deliberantes, pero ninguna organización rechaza de modo absoluto toda participación de la autoridad primordialmente ejecutiva y administrativa, convertida, en muchos aspectos, en decidido poder colegislador.

Por otra parte, la concepción doctrinaria de la norma legal, como regla abstracta, general, principal y permanente, se ve, en la práctica, contradicha con el llamado que con frecuencia se hace oír en los sistemas jurídicos a someter a la misma tramitación de la ley el establecimiento de disposiciones de alcance sumamente concreto, particular, transitorio e intrascendente.

Se confunde así el ámbito que en doctrina cabe a la ley en su sentido material o sustancial, con el que se le atribuye conforme a determinado ordenamiento jurídico, nada más que por su aspecto puramente formal. Simples autorizaciones o actos específicos de administración se muestran de tal modo revestidos del solemne ropaje exterior de la ley.

La actual tendencia constitucional se encamina a precisar con mayor perfección técnica la esfera propia de la ley, a fin de que su normatividad tenga que considerar no sólo el plano superior de lo constitucional, sino que desprenderse de la facultad de realizar por su intermedio tareas inferiores en rango preceptivo a lo específico de su misión. A ello se conduce, por ejemplo, cuando textos fundamentales recientes señalan como materias de ley tan sólo aquellas que, por su relevancia, armonizan con su elevada jerarquía doctrinaria e impiden que por esta vía se preceptúe en asuntos que cuadran con la potestad reglamentaria inherente al Ejecutivo. En tal sentido, la Constitución de 1958 señala para Francia, en su art. 34, las tareas que conciernen a la ley y en su art. 37 agrega que las materias que no son del dominio de la ley tienen un carácter reglamentario. De este modo se priva al Poder Legislativo de la facultad que siempre se le había reconocido en aquella nación de disponer mediante preceptos legales sobre tópicos y en aspectos que lógicamente deben admitirse como de índole claramente de ejecución. Se restringe así, evidentemente, el concepto clásico de la soberanía de la ley. Es lo que, como veremos, trata de imponer el art. 60 de la Constitución chilena de 1980.

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Se ha creado también un nuevo escalón en la jerarquía de las normas al colocar entre la Constitución y las leyes ordinarias un tipo intermedio rodeado de mayores garantías que éstas para objetivos de primordial importancia. Así ocurre con la llamadas "leyes orgánicas" por la Constitución francesa de 1958 (art. 46) o la venezolana de 1961 (art. 163).

Según este último texto, tienen esa calidad las que así denomina la Constitución y las que sean investidas con tal carácter por la mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara al iniciarse en ellas el respectivo proyecto de ley. Las leyes que se dicten en materias reguladas por leyes orgánicas se someterán a las normas de éstas. Conforme a la Carta de 1958 en Francia son leyes orgánicas sólo aquellas a que la Constitución da ese carácter y respecto de ellas se exigen formalidades especiales en cuanto a plazo entre la iniciativa y la deliberación, mayorías especiales, declaración por el Consejo Constitucional de su conformidad con la Ley Fundamental. Según el art. 81 de la Constitución española de 1978: "1. Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución. 2. La aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas exigirá la mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto". En su lugar estudiaremos el art. 63 de la Constitución chilena de 1980.

INICIATIVA

252. Iniciativa. La primera fase del proceso legislativo se presenta indiscutiblemente en su iniciativa, o sea, en la emisión de un documento, susceptible, por su forma y contenido, de convertirse en precepto legal, hecha con tal eficacia que tenga la virtud de poner en marcha la ritualidad prevista para la formación de la ley y que emane de un órgano jurídicamente habilitado para promoverla.

No se trata sólo, para que exista iniciativa, de una mera producción intelectual, sino que debe existir en ella el querer de un autor que, según el correspondiente ordenamiento jurídico, sea capaz de asumir la responsabilidad de incorporar a un articulado su voluntad de órgano estatal habilitado para comenzar el procedimiento conducente a convertirlo en ley una vez satisfechos todos los trámites que le otorgan tal valor.

Para darle fijeza y permitir a su respecto el desarrollo del proceso consiguiente, la iniciativa deberá expresarse en un documento escrito; tendrá, para su eficacia, que llevar la firma del órgano capacitado para formularla; y contendrá la sustancia normativa que se trata de implantar. Generalmente al articulado antecede una exposición razonada de los motivos que fundamentan la introducción de la regla de derecho y del sentido y trascendencia de ésta.

Es natural reconocer a los miembros de las asambleas deliberantes el derecho de iniciar leyes, que se expresa a través de mociones o proposiciones de ley. Es lógico, entre tanto, impedir que un número excesivo de miembros de la asamblea se adhieran al texto desde su presentación porque así se dificulta o imposibilita el típico carácter y razón de ser del cuerpo colectivo, ya que la deliberación es el servicio fundamental que de las cámaras se espera.

En los regímenes políticos de aguzada separación de las fundamentales funciones de legislar y ejecutar, se otorga el monopolio de la iniciativa legal a los parlamentarios, como ocurre en el presidencialismo, mientras que, a la inversa, en el gobierno parlamentario, si se mantiene la facultad de proponer leyes en los miembros de las Cámaras, en la práctica éstos no la ejercitan porque, en definitiva, las normas que se aprueban son las comenzadas por el gobierno.

Poderosas razones llevan, en efecto, a autorizar la iniciativa legal al Poder Ejecutivo. Se encuentra éste en inmejorables condiciones para conocer la realidad colectiva que se trata de modelar, dispone con más facilidad que los parlamentarios de los medios indispensables para

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imaginar soluciones adecuadas a la índole y proyecciones de los problemas, y se halla así en situación de propiciar sólo aquellas medidas que parezcan aptas para obtener con eficacia el perseguido mejoramiento. El Gobierno se dirige a las Cámaras en mensajes que contienen proyectos de ley. En los sistemas parlamentarios, como la dirección efectiva de la función gubernamental proviene de la acción de un gabinete responsable ante las Cámaras y sostenido por la confianza de éstas, resulta el fenómeno ya anotado de que gran parte de la legislación que llega a formarse deriva de la iniciativa del Gobierno. "La iniciativa de las leyes pertenece al Gobierno, a cada uno de los miembros de las Cámaras y a los organismos a que puede ser conferida por ley constitucional", dice el art. 71 de la Constitución de Italia (1947).

También en un gobierno parlamentario típico, como el inglés, nació alrededor de 1713 el principio de que todo proyecto de ley que afecte las finanzas públicas debe emanar de un ministro de la Corona, y tal principio se ha incorporado en varias constituciones. Así, el art. 40 de la de Francia de 1958: "Las proposiciones y enmiendas formuladas por los miembros del Parlamento no son admisibles cuando su adopción tenga por consecuencia ya una disminución de los recursos públicos, ya la creación de una carga pública".

A veces se otorga a ciertos órganos derecho de iniciativa en leyes relativas a su competencia; así "a la Corte Suprema, cuando se trate de leyes relativas a la organización y procedimientos judiciales" (art. 165, Nº 4 de la Constitución venezolana de 1961).

Los ciudadanos, en régimen estrictamente representativo, no gozan del derecho de iniciar la ley. No se les niega, por cierto, la posibilidad de pedir su dictación a los órganos capacitados para iniciarla. Entretanto, alguna porción del electorado disfruta de iniciativa legal como expresión de gobierno semidirecto en países como Suiza, Italia o Alemania.

En las democracias contemporáneas se pide cada vez más al legislador que no sólo cristalice en fuerza obligatoria una norma que está pronta a imponerse espontáneamente al grupo, a fin de hacer mediante ella más expedita la convivencia colectiva, sino que discurra, cree, establezca mejores bases de ordenación común, ideadas con sentido de imaginación constructiva en pro de la elevación, progreso y justicia sociales.

La iniciativa de la ley revela, en su forma primigenia, ya la concreción de los propósitos gubernativos, ya el afán de cumplimiento de los programas de los partidos políticos, ora, en fin, la presión de los intereses de los distintos sectores que luchan tras su mejoramiento.

El Ejecutivo o el Parlamento pueden recurrir a la consulta de organismos públicos, como los Consejos de Estado, Económico y Social, etc., para la mejor preparación de las iniciativas de ley, o solicitan también su dictamen a los grupos eventualmente afectados, como es el hábito inglés que se practica sin desmedro de la soberanía parlamentaria.

ENMIENDAS

253. Enmiendas. Al derecho de iniciativa corresponde el de enmienda o facultad de proponer modificaciones, que pertenece en una u otra rama a sus miembros o además al gobierno, si también goza éste de la iniciativa.

Sin embargo, en la práctica, el abuso del derecho de enmienda puede conducir a la completa desnaturalización de la idea primitiva.

Para prevenirlo, el art. 44 de la actual Constitución de Francia (1958) dispone que "comenzado el debate, el gobierno puede oponerse al examen de toda enmienda que no haya sido sometida a la comisión. Si lo pide el gobierno, la Asamblea correspondiente se pronuncia en

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una sola votación sobre todo o parte del texto en debate no tomando en cuenta sino las enmiendas consideradas o propuestas por el gobierno".

Con el objeto de prevenir la distorsión sustancial de la iniciativa que puede generarse a través de la proposición o aceptación de indicaciones o enmiendas, pueden prohibirse explícitamente éstas en cuanto se aparten de las ideas matrices o fundamentales que se contengan en el proyecto o proposición de ley, las que, de ordinario, se contemplan en la exposición de motivos que precede al articulado de los mensajes o mociones que dan comienzo a la tramitación. Esta última solución se introdujo en Chile mediante una reforma que a la Constitución de 1925 hizo en 1970 la Ley Nº 17. 284 y fue ratificada en la Constitución de 1980 (art. 66).

Los textos constitucionales, al posibilitar el ejercicio del derecho de enmienda, precisan generalmente las oportunidades o fases de tramitación en las que puede interponerse.

ORIGEN

254. Origen. Las proposiciones de ley de los parlamentarios o los proyectos de ley del gobierno -recogiendo una distinción técnica que se usa en Francia- en los sistemas unicamerales se presentan y discuten en su única asamblea deliberante.

En régimen bicameral, el principio general es que la ley se origine indistintamente en una u otra Cámara. En la Constitución de Italia, de 1947, no hay regla que haga excepción a tal principio, y ello parece lógico si se piensa que ambas tienen origen, directo o indirecto, en el electorado.

Como el bicameralismo nació justamente en Gran Bretaña cuando se separan una rama formada por la nobleza del reino de otra integrada por los representantes de la población urbana o rural, y los privilegios del Parlamento comenzaron a afirmarse allí en razón de la necesidad para el monarca de obtener de los gobernados los medios económicos que le eran indispensables, se formó la costumbre de que este tipo de leyes se discutieran y aprobaran en primer trámite en la Cámara de los Comunes, emanación directa del pueblo inglés.

Los constituyentes de Filadelfia de 1787, no obstante organizar a base electiva las dos Cámaras, introducen esta excepción en Estados Unidos y de allí pasa a ser una de las reglas clásicas del constitucionalismo. "Todo proyecto de ley relativo al establecimiento de un impuesto -dice el inciso 1º de la sec. VII del Artículo Primero- debe emanar de la Cámara de Representantes, pero el Senado puede concurrir a él y hacer llegar sus propuestas por vía de enmienda, como para las otras leyes".

En Francia las Constituciones de 1814 y 1830, respecto de las leyes de impuesto, la ley de 24 de febrero de 1875 y las constituciones de 1946 y 1958, en general en materias financieras ("recursos y cargas del Estado" dice la de 1958) establecen el origen forzoso en la Cámara baja.

En Inglaterra es el speaker de la Cámara de los Comunes quien resuelve, para este y otros efectos, qué proyecto tiene carácter de money bill, admitiendo tal calificación todo proyecto de ley de índole general (public bill) que, en su opinión, contiene sólo disposiciones que traten ya de establecimiento, supresión, remisión, alteración o regulación de los impuestos; imposición de cargas al Fondo Consolidado, o de gastos autorizados por el Parlamento para el pago de deudas o de otros propósitos financieros o la variación o supresión de tales cargas; suplementos; aprobación, recibo, cuidado, juzgamiento o examen de las cuentas públicas, o la emisión, garantía o pago de préstamos.

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Los proyectos que no contienen sólo disposiciones con dichos objetivos, sino que persiguen un propósito fundamental diverso, se originan tal como las leyes ordinarias, pero, cuando los aprueba primero la Cámara de los Lores, no se pronuncia ésta sobre aquellas reglas de naturaleza financiera. No tienen carácter de money bills si tratan de impuestos, gastos o préstamos de las autoridades locales o para propósitos locales (Wade, ob. cit., págs. 113-114). Son proyectos de leyes particulares (private bills) los que modifican la legislación relativa a alguna localidad determinada u otorgan derechos o eximen de responsabilidades a algún individuo o cuerpo de individuos (íd., pág. 116).

ESTUDIO

255. Estudio. El debate de los proyectos puede realizarse directamente en pleno de la asamblea o previo al estudio por comisiones formadas por miembros de ella.

Salvo cuando se trata de proyectos sencillos que versan sobre materias de naturaleza muy general que no envuelvan complicaciones técnicas, la deliberación inmediata en la asamblea se muestra en principio deficiente o impracticable. De allí el origen de las comisiones.

Al comienzo de la formación de los hábitos parlamentarios, las comisiones tuvieron carácter especial y temporal, porque estudiaban determinado proyecto o asunto ya presentado a la consideración de la asamblea; pero luego, con el fin de aprovechar la ventaja de la especialización, se impusieron paulatinamente comisiones permanentes para agrupar a los miembros de la Cámara de acuerdo con su respectiva preparación y competencia.

La modalidad de las comisiones permanentes se impuso desde muy temprano en Estados Unidos: "Cuando el primer Congreso se reunió en 1789 -dice Bryce- las dos Cámaras se encontraron, sin miembros investidos de un carácter oficial, funcionarios y jefes. El Senado se ocupaba principalmente de los asuntos ejecutivos y hasta en 1816 nombraba comités permanentes. Pero la Cámara tenía proyectos de ley por discutir, proposiciones de impuestos que estudiar, y que examinar graves problemas financieros, sobre todo los relativos a la deuda nacional. A falta de personas investidas, como los ministros ingleses, con la misión oficial de hacer funcionar la máquina gubernamental redactando proyectos y de dar forma a la materia prima de su trabajo, se hizo necesario designar comités o comisiones. Primero fueron pocas en número; hasta 1802 sólo encontramos cinco. El aumento del número de los miembros de la Cámara y el de los negocios, hicieron necesario el nombramiento de Comités suplementarios; como la Cámara se vio cada vez más ocupada con las grandes cuestiones políticas, los asuntos secundarios se dejaron más en segundo término, abandonándose su solución a los Comités... Les era imposible hablar a todos en la Cámara, pero todos podían discutir en sus Comités. Un cuerpo permanente no puede menos de organizarse. Se podía elegir entre la creación de un Comité regulador, con la misión de cuidar de la marcha de todos los asuntos, como un ministro inglés, y la distribución entre un cierto número de Comités, cada uno de los cuales se encargaría de una categoría especial de asuntos. Esta última solución era la preferible, no sólo porque auguraba una útil división del trabajo, sino también porque era más conforme con el espíritu de igualdad republicano. Y fue el que prevaleció, y el sistema actual, una vez elegido, alcanzó poco a poco su madurez" (ob. cit., t. 1, págs. 244-246).

En el seno de los Comités de las Cámaras norteamericanas las relaciones de ellas con la Administración se hicieron posibles. "Tienen el derecho -agrega Bryce- de citar ante ellos a los distintos funcionarios de gobierno, y el de interpelarlos acerca de su administración y sobre su actitud. No tienen autoridad alguna, toda vez que los funcionarios sólo son responsables ante su jefe, el Presidente; pero el derecho de interpelar basta para influir en una Administración, cuando no para dirigirla... En rigor, los Comités indicados constituyen un punto de contacto entre los poderes ejecutivo y legislativo" (Bryce, ob. cit., t. 1, págs. 249-250).

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La extraordinaria importancia y gran ascendiente que a lo largo de la Tercera República (1875-1940) adquirieron en Francia las comisiones permanentes de la Cámara, y cuya tradición continuó durante la Cuarta (1946-1958) se consideró, por quienes trazaron las estructuras de la Quinta, como uno de los factores del fracaso del régimen precedente, y, por eso dispone el art. 43 del texto de 1958: "Los proyectos y proposiciones de ley son, a petición del Gobierno o de la asamblea que de ellos conoce, enviados al examen de comisiones especiales nombradas para tal efecto. Los proyectos o proposiciones respecto de los cuales no se formula una petición de tal naturaleza, se envían a una de las comisiones permanentes, cuyo número se limita a seis en cada asamblea".

Mientras la Constitución de 1946, consagrando la experiencia precedente, determinaba tan sólo que el estudio de las leyes se realizaba en comisiones, cuyo número, composición y competencia fijaba la misma Asamblea Nacional, la de 1958 muestra, como se ve, preferencia por el método de comisiones especiales y limita el número de las permanentes, con lo cual estas últimas no pueden ser muy especializadas y técnicas.

En Inglaterra, para el estudio de los proyectos de ley que se refieren a normas de carácter general (public bills), hay que distinguir si se trata, por un lado, de legislación financiera (money bills, Consolidated Fund bills y appropiation bills), o de las más importantes leyes constitucionales, y, por otro lado, del resto de la legislación común.

El primer grupo de proyectos (money bills) se debate en Comité del Pleno de la Cámara (Committee of the Whole House). Se retira del sillón directivo el Speaker y la sesión pasa a ser dirigida por el Presidente de los Comités (Chairman of Committee) o del Comité de Gastos (Supply) o de Ingresos o de Propios y Arbitrios (Ways and Means) quedando en la misma sala los parlamentarios que se sientan llamados, por su experiencia o competencia en el asunto, a participar en el debate.

Para la legislación común de tipo general (public bills) existen Comités Permanentes (Standing Committee). Al comienzo de cada legislatura un Comité de Selección nombra a los miembros de los Comités Permanentes, en que están representados los partidos según la misma proporción en que se hallan distribuidos en la Cámara. En cada Standing Committee hay un núcleo fijo de a lo menos veinte miembros y otros diez a treinta se pueden agregar por el Comité de Selección para la consideración de determinado proyecto (ver Wade & Phillips, pág. 107; Hood Phillips, págs. 173-178).

Se explica que para hacer más flexible el análisis de las iniciativas en las reuniones de las comisiones, pueda estar abierto el conocimiento de sus debates a parlamentarios ajenos a ellas y que, para la mejor ilustración y compenetración de los problemas, sobre todo si requieren especiales conocimientos científicos o informaciones técnicas, puedan ser invitados funcionarios que tengan particular competencia según la naturaleza del tema en debate, e incluso personalidades que por sus circunstancias tengan una vinculación interesante con el problema en análisis. Generalmente los detalles referidos al trabajo de las comisiones se contienen en los respectivos reglamentos internos de las Cámaras.

DELIBERACIÓN

256. Deliberación. En la discusión que se realiza en asamblea deliberante pueden distinguirse diversas fases:

a) En primer término corresponde dar a conocer a toda la Cámara el hecho de la presentación de un proyecto y la materia de que trata. Es lo que se llama dar cuenta o realizar la primera lectura, durante la que en verdad no se lee la proposición in extenso, sino que se reduce a dar

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a conocer el nombre de su autor y el asunto sobre que versa y ordenar la impresión del texto para que de éste se impongan todos o cursar la tramitación que corresponda.

b) En una segunda etapa se practica la discusión general del proyecto de ley llamada segunda lectura, durante la cual el debate gira en torno de su idea central. Cuando, como en Inglaterra, la segunda lectura tiene lugar antes de todo informe de Comisión, se toma como base el mismo proyecto inicial de origen gubernativo. Cuando se lo somete a informe de Comisión con anterioridad al debate general, suele realizarse éste en el pleno en torno del nuevo texto propuesto por la Comisión, que puede ser muy diverso.

Para evitar tal resultado, el art. 42 de la Constitución de 1958 establece en Francia que "la discusión de los proyectos verse, en la primera asamblea que los considera, sobre el texto presentado por el Gobierno. Una asamblea llamada a conocer sobre el texto votado por la otra delibera sobre el texto que le ha sido transmitido".

En su oportunidad explicaremos que en Chile los debates, una vez emanado el informe de la comisión pertinente, se centran en el texto recomendado por ella.

En todo caso, durante la discusión pueden formularse indicaciones o enmiendas, y, entonces, procede someter éstas a informe de Comisión acerca de ellas.

c) La fase final tiene por objeto pronunciarse acerca del texto definitivo después de haberse votado las diversas enmiendas. Es lo que se llama en Inglaterra la tercera lectura y en Chile la discusión particular.

"Todo proyecto presentado a una Cámara -dice el art. 72 de la Constitución italiana- es, según su reglamento, examinado por una Comisión, luego por la Cámara misma, que lo aprueba artículo por artículo, y, en fin, en un voto final."

QUÓRUM

257. Quórum. Al reglamentarse la tramitación de un proyecto en cada cámara, se distingue el quórum de asistencia o concurrencia a las sesiones, del quórum de votación.

La regla general, recogida en nuestro Código Civil, es que una corporación se reúne con la mayoría de sus miembros y que, a su vez, todo acuerdo que se adopta en ella por la mayoría de los asistentes forma la voluntad colectiva de la corporación (art. 550).

El quórum de asistencia es, entre tanto, en las Cámaras, generalmente bajo, y así en Chile según la Constitución de 1980 basta un tercio de sus miembros.

El quórum de votación es, según los casos, la simple mayoría o una proporción más alta de los presentes, de sus miembros o de los que se encuentran en ejercicio al tiempo de efectuarse.

ACUERDO ENTRE LAS CÁMARAS

258. Acuerdo entre las Cámaras. El corolario del bicameralismo requiere obtener que las dos ramas legislativas se pongan de acuerdo en torno de un mismo texto del proyecto. "Todo proyecto o proposición de ley se examina sucesivamente en las dos asambleas del Parlamento con el fin de adoptar un texto idéntico" (art. 45 inc. 1º de la Const. de Francia de 1958).

No hay problema en caso de existir conformidad de criterio en ambas asambleas que se exprese mediante el voto de las mayorías que correspondan.

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Pero, como cada rama tiene la facultad de modificar el texto aprobado por la otra, se hace posible que una y otra insistan en textos divergentes, juego que en el lenguaje político francés se designa con el nombre de navette.

Para vencer tales desinteligencias entre las dos ramas en Inglaterra primero, luego en Estados Unidos, en Francia durante la Tercera República y en muchos otros países a imitación de los nombrados, se extendió el hábito de formar comisiones mixtas de igual número de parlamentarios de una y otra asamblea, llamadas a buscar las fórmulas de arreglo. Las proposiciones nacidas de tales organismos paritarios no tienen carácter obligatorio para las respectivas corporaciones y adquieren valor sólo de aceptarse por éstas.

Cuando, como consecuencia del desacuerdo entre las dos asambleas -dice por ejemplo, el art. 45 de la Constitución francesa de 1958- un proyecto o una proposición de ley no ha podido ser adoptado después de dos lecturas por cada asamblea, o si el gobierno ha declarado la urgencia, después de una sola lectura por cada una de ellas, el Primer Ministro tiene la facultad de provocar la reunión de una comisión mixta paritaria encargada de proponer un texto relativo a las disposiciones que quedan en discusión. El texto elaborado por la comisión mixta puede ser sometido a la aprobación de las dos asambleas. Ninguna enmienda es admisible salvo acuerdo del Gobierno. Si la Comisión mixta no logra la adopción de un texto común o si este texto no es adoptado en las condiciones previstas en el inciso precedente, el Gobierno puede, después de una nueva lectura por la Asamblea Nacional y por el Senado, pedir a la Asamblea Nacional decidir definitivamente. En este caso, la Asamblea Nacional puede volver a considerar ya el texto elaborado por la Comisión Mixta, ya el último texto votado por ella, modificado si corresponde por una o varias de las enmiendas adoptadas por el Senado (véase, además, art. 77 de la ley fundamental de Bonn de 1949).

Conforme a la Constitución de Venezuela de 1961 si la Cámara de origen no acepta las modificaciones aprobadas por la otra rama, se reúnen las dos en sesión conjunta para decidir por mayoría de votos lo que fuere procedente pudiendo adoptarse una redacción diferente de las aceptadas en una y otra (art. 167).

Estos principios se aplican plenamente cuando las dos Cámaras están colocadas en un pie de igualdad legislativa, que es natural si tienen ambas título electivo.

En Inglaterra, dado el origen de la Cámara de los Lores, se ha logrado mantener este cuerpo tradicional a expensas del reconocimiento de la primacía de la Cámara de los Comunes, consagrada definitivamente por las Leyes de Reforma de 1911 y 1949.

Resumiendo los preceptos vigentes, dicen Wade y Phillips (pág. 103) que "un proyecto puede ser presentado a la sanción real sin la concurrencia de los Lores: 1) Si, enviado a la Cámara de los Lores antes del comienzo del último mes de la legislatura, esta Corporación no logra aprobar un proyecto proveniente de los Comunes que le ha sido enviado por el Speaker con carácter de financiero (money bill); o 2) Cuando los Lores rehúsan en dos legislaturas sucesivas aprobar un proyecto de carácter general (public bill) que no esté certificado como de carácter financiero, si ha transcurrido un año entre la fecha en que fue leído por segunda vez en la Cámara de los Comunes en la primera legislatura, y la fecha en que fue leído por tercera vez en aquella Cámara en la segunda de dichas legislaturas".

CONTINUIDAD DE LA LABOR LEGISLATIVA

259. Continuidad de la labor legislativa. Se discutió si tenían valor las tramitaciones hechas en relación con un proyecto no transformado en ley dentro de una legislatura, durante la legislatura siguiente.

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La tradición anglosajona postulaba la completa caducidad de la labor que no alcanzaba a resultar útil dentro de una legislatura. Se sostenía en Inglaterra esta conclusión sobre la base de que la Corona convocaba al Parlamento para escucharle sólo durante esa misma legislatura.

Sin embargo, como aún en Inglaterra el poder del Parlamento se afirmó cada vez más en el electorado, se introdujo el principio de la continuidad de la obra legislativa a través de las diversas legislaturas e incluso a lo largo de la sucesión de sus Parlamentos. Las dos ramas de éste, como el cuerpo de los sufragantes, participan del carácter de órganos del Estado, cuyas funciones adquieren semejante continuidad a la de éste, de modo que no cabe admitir la caducidad de los trámites desarrollados en una legislatura frente a aquella que la continúa del mismo Parlamento en funciones o del siguiente que se elija. Tal es la consecuencia que ha prevalecido, incluso en Inglaterra, a medida que se afirmó la soberanía del Parlamento y luego se robusteció la del electorado.

LEGISLATURA

260. Legislatura. El principio de la continuidad de la función legislativa -tan en pugna, como se dijo, con el comienzo del derecho parlamentario inglés- y la conveniencia de permitir la permanente intervención de las cámaras en la gestación y aprobación de su principal misión, condujo, en la democracia moderna, a no dejar del todo su funcionamiento librado a la voluntad del órgano ejecutivo, sino que asegurar por lo menos un período normal de actividad.

Tal fue el origen de la diversidad de las legislaturas, entendiéndose por legislatura aquella serie continuada de sesiones del Parlamento durante las que puede debatir y acordar leyes. Se distinguió así entre la legislatura ordinaria, referida al período en que se garantiza el funcionamiento de las asambleas representativas, y la legislatura extraordinaria, que se dispone o por acuerdo de las mismas Cámaras o a solicitud del Jefe del Estado. Es posible, asimismo, contemplar la posibilidad de prórroga de las legislaturas en actividad.

Respecto de las legislaturas extraordinarias, normalmente los mismos preceptos constitucionales precisan si el alcance de la convocatoria se extiende exclusivamente a los objetivos que las hayan provocado o dejan en libertad a las Cámaras para pronunciarse sobre cualquier tipo de asuntos legislativos.

En la reglamentación del sistema de las legislaturas debe buscarse el equilibrio, por una parte, entre la inconveniencia de que los parlamentarios se vean privados del necesario tiempo de reflexión sobre los asuntos o del contacto con la comunidad ciudadana de las circunscripciones electorales que les han conferido la función y, por otra, la necesidad de asegurar el despacho oportuno de la tarea legislativa.

Mediante ley constitucional 95-880, de 4 de agosto de 1995, se dio en Francia un nuevo texto al art. 28 de su Ley Fundamental, que ahora dispone: "Se reúne el Parlamento de pleno derecho en una sesión ordinaria, que comienza el primer día laborable de octubre y termina el último día laborable de junio. El número de días de sesión que puede tener cada Asamblea en el curso de la sesión ordinaria no puede exceder de ciento veinte. Las semanas de sesión se fijan por cada Asamblea. El Primer Ministro, luego de consulta con el presidente de la Cámara de que se trate o la mayoría de los miembros de cada Asamblea, puede decidir la celebración de días suplementarios de reunión. Los días y horas de reunión se determinan por el reglamento de cada Asamblea".

URGENCIA

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261. Urgencia. El Parlamento está llamado a deliberar, y precisamente para que el debate sea más sólido generalmente se organiza en dos cámaras a fin de que sea posible repetirlo en una y otra.

Esta doble discusión, y el cumplimiento de los requisitos destinados a producirla, han sido juzgados como causa de la lentitud legislativa y de la consiguiente deficiencia y desprestigio de las Cámaras consideradas como ineptas para conseguir su misión específica de proporcionar la legislación adecuada y oportuna.

Para salvar estos reparos, los reglamentos de las asambleas procuran dar agilidad al despacho de los proyectos, sobre todo cuando recaen en normas requeridas con apremio, en especial si éste ha sido representado por el Gobierno.

Esta preocupación se manifiesta en los textos constitucionales:

"El reglamento fija el procedimiento rápido para los proyectos de ley declarados urgentes", dice la Carta italiana (art. 72 inc. 2º).

Cuando se posibilita la tramitación de urgencia de los asuntos legislativos, corresponderá determinar el órgano y forma en que el apremio puede requerirse y luego aquel que haya de resolver sobre el solicitado. Si la petición de urgencia queda reservada al Poder Ejecutivo, resulta que éste viene a imponer la tabla de los asuntos que han de despachar las Cámaras. La primacía del Parlamento se mantiene sólo si son las Cámaras quienes pueden reconocer las urgencias y establecer el orden en que hayan de ser procesadas. De ordinario, normas pormenorizadas para la aplicación de este instituto se incluyen en los reglamentos, conformándose, por cierto, con las bases constitucionales.

APROBACIÓN EN COMISIONES

262. Aprobación en Comisiones. La Constitución italiana ha introducido una forma original en pro de la expedición de la labor legislativa.

"Puede también decidir (el reglamento) -agrega- en qué casos y bajo qué formas el examen y aprobación de los proyectos de ley se someten a comisiones, aun permanentes, compuestas de manera de reflejar la proporción de los grupos parlamentarios. Incluso en este caso, hasta el momento de su aprobación definitiva, el proyecto de ley es sometido a la Cámara si el Gobierno o un décimo de los miembros de la Cámara, o todavía un quinto de los de la Comisión, exigen que sea discutido y votado por la Cámara misma, o bien que se someta a su aprobación final con simples declaraciones (fundamentaciones) de votos. El reglamento determinará las formas de publicidad de los trabajos de las comisiones".

Debido a que trata de configurarse como una especie de reproducción reducida de la misma Cámara, en la Comisión deben estar proporcionalmente representados los diversos grupos que conviven en la Asamblea. La originalidad de la tarea de la comisión estriba en que no sólo estudia el proyecto sino que lo puede aprobar en sustitución de la misma Cámara. En ello se parece al Comité del Pleno inglés, con la diferencia de que en éste participan en el debate y acuerdo todos los miembros que lo desean.

Por lo demás, aun acordada la remisión del asunto a la Comisión, y en plena labor ésta, hay diversos medios de devolver el debate, o por lo menos, el voto a la sala.

Por otra parte, la norma italiana añade que "el procedimiento normal de examen y aprobación directa por la Cámara debe adoptarse siempre respecto de los proyectos de ley en materia

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constitucional y electoral, así como de los proyectos de delegación legislativa, de autorización para ratificar tratados internacionales, de aprobación de presupuesto y de cuentas".

Inspirado en el precepto italiano, la reforma que la ley 17. 284, de 1970, introdujo a la Constitución de Chile de 1925 acogió tal idea, pero no hubo tiempo suficiente para experimentarla, y ella no se incluyó en la Constitución de 1980. El precepto expresaba: "...podrán establecerse en dichos Reglamentos (de las Cámaras) normas en virtud de las cuales la discusión y votación en particular de proyectos ya aprobados en general por la respectiva Cámara, queden entregadas a sus Comisiones, entendiéndose aprobados los acuerdos de las mismas por la respectiva Corporación luego de transcurridos cinco días de la fecha en que se dé cuenta del informe respectivo. Sin embargo, dichos proyectos volverán a la Sala para su discusión y votación en particular si, dentro del plazo que establece este inciso, lo solicitaren el Presidente de la República, o la quinta parte de los miembros en ejercicio de la Cámara de Diputados, o la cuarta parte de los del Senado, en su caso". Termina la preceptiva mencionando varias materias en que no podían omitirse la discusión y votación particular en la Sala. Estas reglas no se reproducen en el texto de 1980.

SANCIÓN. VETO

263. Sanción. Veto. Realizado o supuesto el acuerdo de las asambleas deliberantes, debe concurrir la voluntad del Jefe del Estado que lo aprueba para que el proyecto se convierta en ley, el Bill en Act o Statute, según la terminología inglesa.

El sentido de esta aprobación ha cambiado profundamente en armonía con la evolución política.

La antigua y suprema soberanía real fue siendo paulatinamente compartida. El rey en Inglaterra se inclinó a aceptar la petición del Parlamento de convertir en ley el texto aceptado por éste. Es así como no se ejercita el veto en aquel país desde 1707, empleándose aun hoy las fórmulas del antiguo idioma francés para manifestar el real asentimiento, que se sujeta todavía a normas señaladas en ley de 1541.

En Estados Unidos se introdujo por la Constitución de Filadelfia, un veto meramente suspensivo que, pudiendo ejercitarse dentro del breve plazo de 10 días, obliga a las Cámaras a realizar una segunda votación. Queda perfecta la ley, sin la firma del Presidente, si ambas ramas insisten en su propio texto por los dos tercios de sus miembros. (Art. Primero, sección VII). Si se envía un proyecto a la aprobación del Presidente dentro de los diez últimos días de la legislatura y no lo sanciona expresamente, caduca (veto de bolsillo). "El uso arbitrario que hicieron Jorge III y sus gobernadores en las colonias, del derecho de rechazar los bills aprobados en las asambleas legislativas coloniales -dice Bryce, t. 1, pág. 97- había sido una de las causas principales de la Revolución de 1776. Merecen alabanza los americanos por haber inscrito en la Constitución de 1787 una disposición de apariencia antidemocrática."

La base doctrinaria del mantenimiento, a pesar de esa experiencia, del veto en Estados Unidos, proviene de un afán de consecuencia con la teoría de la separación de los poderes, que postula la necesidad de que "el poder ejecutivo debe participar de la legislación por su facultad de impedir... si el poder ejecutivo no tiene el derecho de impedir los impulsos del cuerpo legislativo, éste será despótico, porque, como podrá darse todo el poder que pueda imaginar, aniquilará todos los otros" (Montesquieu, Espíritu de las Leyes, lib. XI, cap. 6, cit. por Burdeau, t. 5, pág. 659).

El art. 7º de la Ley de 16 de julio de 1875 facultaba en Francia al Presidente de la República para pedir a las Cámaras, por mensaje fundado y en el plazo fijado para la promulgación de las

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leyes, una nueva deliberación que no podían rehusar. Norma análoga reprodujeron las constituciones francesas de 1946 y 1958 y figura también en la italiana de 1947.

La Constitución de 1961 introduce en Venezuela un mecanismo especial (art. 173) que en su "Exposición de Motivos" la Comisión informante explica en los siguientes términos: "Se permite al Presidente de la República solicitar la reconsideración de una Ley ya sancionada mediante exposición razonada, en la cual podrá solicitar que se modifiquen algunas de sus disposiciones o se levante la sanción a toda la ley o parte de ella. Si el veto presidencial fuere rechazado por simple mayoría de las Cámaras en sesión conjunta, se concede al Presidente el derecho de promulgar la ley o de devolverla nuevamente al Congreso para una nueva y última reconsideración. En cambio cuando la decisión de las Cámaras en sesión conjunta se hubiere acogido por las dos terceras partes de sus miembros, el Presidente tendrá que promulgar la ley. Sin embargo, cuando el Presidente haya alegado la inconstitucionalidad de la ley y las Cámaras hubieren rechazado el veto presidencial, el Presidente de la República podrá solicitar de la Corte Suprema de Justicia se pronuncie acerca de la inconstitucionalidad alegada... A falta de decisión en el término previsto, la ley tendrá que promulgarse".

Según lo explicado, en una democracia el veto del Jefe del Estado sólo puede ser suspensivo, y las observaciones que en él se hagan provocan la necesidad de que el Parlamento lo pueda vencer por la mayoría calificada que se exija en sus dos ramas.

Como la materia del veto es en EE.UU. el proyecto, la reacción de una y otra Cámara habrá de referirse a la aceptación o rechazo de la totalidad del cuerpo normativo, con lo cual, en otros términos, en la votación subsiguiente a su formulación, se juega íntegramente la suerte favorable o adversa de la ley en formación. Ello explica que la interposición del veto provoque negociaciones entre el Ejecutivo y las Cámaras, encaminadas a lograr un consenso que permita sortear, en Comisión Mixta de representantes de ambas ramas, la dificultad con una nueva redacción que satisfaga a los dos poderes colegisladores.

En nuestra tradición jurídica, entre tanto, ha prevalecido la interpretación de que el veto puede referirse ya a la integridad de la ley que se propone, ya parcialmente a algún aspecto de ella, que puede significar determinada agregación, supresión o sustitución en su texto. Ello produce la consecuencia de que si el veto es total, la suerte del proyecto se juega en una sola votación en ambas Cámaras. Mientras tanto, la reacción es diversa según la naturaleza de lo que se propone en un veto parcial. Si se trata de una agregación, basta la decisión favorable o adversa a la adición propuesta, resuelta por la mayoría exigida según su sustancia preceptiva. Si, entre tanto, se trata de una supresión, la conformidad con disponerla requerirá la simple mayoría pertinente y, si no se obtiene, se impondrá una nueva votación para considerar si una u otra rama reitera con apoyo de dos tercios el precepto cuya supresión se había solicitado. Lo mismo ocurrirá en cuanto a la necesidad de dos votaciones, en la hipótesis de que la materia propuesta importe una modificación o sustitución en el contenido de un precepto.

Las reflexiones que preceden derivan de que, en tanto la facultad del Presidente de vetar en Estados Unidos se estableció en relación a los proyectos de ley, en nuestro derecho ella nació como facultad de desaprobarlos con el fin de formular observaciones y éstas pueden recaer en la integridad de la iniciativa o sólo en un aspecto de ella. No puede olvidarse que en Estados Unidos el Jefe del Estado carece de iniciativa legislativa, en tanto en el presidencialismo introducido en Chile en 1925, y que ha mantenido la actual Carta, el Presidente goza de la más amplia facultad de iniciativa legislativa e incluso la tiene con carácter exclusivo en muchas materias.

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LA DELEGACIÓN DE LAS FACULTADES LEGISLATIVAS

264. La delegación de las facultades legislativas. Ya a comienzos de este siglo y desde diversos sectores se dirigieron a los Parlamentos fuertes críticas en sentido de que el procedimiento usado en ellos no parecía adecuado para obtener la formulación de las reglas jurídicas que indicaba la pronta y efectiva solución de los problemas, y para dotar a los pueblos de medidas acertadas que resolvieran con agilidad las cuestiones en el momento preciso en que con frecuencia se impone ineludiblemente la decisión.

La intervención siempre creciente del Estado en nuevos y más vastos aspectos de la existencia de los individuos y de los grupos, y la exigencia apremiante por unos y otros de los auxilios del poder público para el logro de su bienestar, contribuyeron a multiplicar el número de los asuntos de que debían conocer las Cámaras; y éstas se fueron mostrando carentes del tiempo necesario para considerarlos. Por otra parte, el enriquecimiento de las formas de vida colectiva, el aumento de las poblaciones urbanas y el éxodo a las grandes ciudades, los avances de la ciencia y el mejor conocimiento de las leyes de la naturaleza, con sus nuevos inventos y medios de comunicación y de producción, y muchas otras causas, hicieron que los problemas revistieran cada vez modalidades más especializadas y técnicas y en variados aspectos fuera por lo mismo del alcance de la competencia normal de los parlamentarios, en su mayoría políticos de carrera, acostumbrados al manejo de las ideas generales, y necesitados consecuentemente de recurrir para conocerlos debidamente a las informaciones de organismos o grupos ajenos al recinto parlamentario. Se ha sostenido también que la presión del interés de determinados grupos sociales de creciente poderío se hace sentir de modo perjudicial e irresponsable sobre los parlamentarios, de modo que la legislación puede ser detenida u orientada según la habilidad con que esos sectores se manejan para conquistar influencia y voto en las asambleas deliberantes. Se ha hecho notar, además, con mucho vigor, que en la vida de los Estados se producen situaciones de emergencia graves e imprevistas que requieren una actuación inmediata, enérgica y eficiente del poder público, difícil de lograr a través de los Parlamentos con sus prolongadas, engorrosas e innumerables tramitaciones.

Al tiempo que se observaban los anotados defectos del aparato legislativo construido por el constitucionalismo clásico, se encomiaban mejores posibilidades en el Poder Ejecutivo para enfrentar los problemas públicos y encaminarlos a soluciones con sólido fundamento en el conocimiento de los hechos, por estar actuando en ellos; gozar de la inmediata ayuda técnica de los departamentos especializados a cargo de los diferentes servicios colectivos; hallarse en mejor postura para resistir con energía y responsabilidad la presión de los grupos; y manifestarse pronto en todo instante a una actuación inmediata, a veces ineludible, frente a las coyunturas colectivas imprevisibles y trascendentales.

265. Reconocimiento constitucional de esta atribución. Las vicisitudes de la guerra de 1914-1918 y de la época que inmediatamente la siguió, pusieron de relieve la crisis de la institución del Parlamento e inspiraron en la democracia fórmulas jurídicas orientadas a superarla, al tiempo que varias naciones sucumbían en las dictaduras y totalitarismos.

Gran Bretaña, con la reconocida habilidad de su genio político, dentro de la flexibilidad máxima de su constitución consuetudinaria, sin afanes ni inquietudes teorizantes, estimó posible concordar su principio fundamental de la soberanía del Parlamento con la facultad de éste de delegar sus funciones (ver Wade & Phillips, págs. 350 y sgts.; Hood Phillips, 362 y sgts.; García Pelayo, págs. 226-228). Se citan precedentes de todos los siglos y sus tratadistas explican las razones que conducen a esta clase de legislación en la época contemporánea y la manera de preservar la superioridad del Parlamento. Se delega en el Rey, en los ministros, en las autoridades, en las corporaciones públicas; se permite subdelegar; el ejercicio de la potestad delegada puede revestir los más diversos nombres y formas y el más amplio alcance; con

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facultad de aprobación de su uso por el Parlamento o sin ella; pero sin que en el hecho éste renuncie en ningún momento a sus prerrogativas ni deje de ejercer, cuando lo estima conveniente, las diversas vías de fiscalización o la manifestación precisa de supremacía.

Entre tanto, dentro del sistema de las constituciones escritas, generalizado en las democracias modernas, esa crisis se acompañó de un importante debate jurídico-político.

Porque, en efecto, el mérito del constitucionalismo consiste esencialmente en señalar en textos de superior fuerza imperativa no sólo la estructura de las diversas autoridades y el estatuto de las garantías ciudadanas, sino la esfera de competencia de cada órgano y los procedimientos a que ha de ajustarse cuando cumple la función que se le otorga. Si la ley fundamental determina acuciosamente cuáles órganos integran el Poder Legislativo y de qué manera deben actuar en la formación de la ley, los poderes constituidos están inhabilitados para decidir que la legislación emane de otros organismos o se someta a procedimientos diversos de los señalados por el constituyente. La ley no podrá, pues, autorizar que las materias en que precisamente debe disponerse por su medio se resuelvan mediante simples órdenes ejecutivas, es decir, que normas jurídicas llamadas a ser respetadas con categoría de ley se establezcan conforme a otras ritualidades que las indicadas por la Constitución para la elaboración de reglas de ese rango. El Poder Legislativo por principio no está facultado, pues, para delegar sus funciones propias, tal como al Ejecutivo por su parte le estaría vedado traspasar las suyas al Parlamento, o al Poder Judicial se le prohibiría recibir las que le cedieran los cuerpos deliberantes o administradores.

Aceptar la delegación de las facultades legislativas por el Parlamento no sólo pugna con el doctrinarismo de la separación de los poderes, en que se inspira el clasicismo constitucional, sino que barrena el presupuesto esencial de todo constitucionalismo, si se permite tal delegación sin previa reforma de la ley fundamental en aquellos países en que su Carta Orgánica rehúsa, en forma expresa o implícita, esa transferencia de la función legislativa.

Cita Esmein esta apreciación concluyente de Locke: "El legislador no puede trasladar a otras manos el poder de hacer las leyes, porque, no siendo sino un poder delegado por el pueblo, los que lo tienen no pueden pasarlo a otros... Y cuando el pueblo ha dicho: ?Nos sometemos a las leyes que tales hombres hagan y en tales formas y seremos gobernados por ellas?, nadie más puede decir que otros hombres hagan leyes para él; y el pueblo no puede ser obligado por otras leyes que aquellas que sean dictadas por quienes ha escogido y ha autorizado a dictar leyes para él" (Ensayo sobre el gobierno civil, pág. 141).

"En ningún caso -estableció la Constitución francesa del año III (1795)- el cuerpo legislativo puede delegar en uno o varios de sus miembros, ni en quienquiera que sea, ninguna de las funciones que le son atribuidas por la presente constitución."

De modo enfático y breve la ley de 25 de febrero de 1875 disponía: "El Poder Legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de Diputados y el Senado".

Durante la Tercera República se respetó con fidelidad la prohibición de delegar, no obstante la gravedad de los acontecimientos que se desarrollaron sobre el territorio de la Francia metropolitana en el curso de la guerra de 1914-1918. En 1924 y 1926 se inició en favor de Poincaré un sistema que se hace casi permanente desde 1934 a 1940: el otorgamiento de plenos poderes al ejecutivo para dictar normas legales mediante decretos, a pesar de las críticas acerbas que se formularon en el plano teórico.

El dogmatismo jurídico pareció triunfar otra vez en 1946 cuando el documento de ese año dispuso de modo terminante: "Sólo la Asamblea Nacional vota la ley. Ella no puede delegar este derecho".

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En la realidad este principio se convirtió de nuevo en letra muerta ya que, desde la ley de 17 de agosto de 1948 hasta el término de la Cuarta República, una media docena de veces se dictaron amplias y sustanciales leyes delegatorias.

El Consejo de Estado, en informe de 6 de febrero de 1953, procuró dar base jurídica a la violación constitucional, "considerando que el legislador puede, en principio, determinar soberanamente la competencia del poder reglamentario; que puede, con este fin, decidir que algunas materias comprendidas en la competencia del poder legislativo entren en la competencia del poder reglamentario; que los decretos dictados en estas materias pueden modificar, derogar o reemplazar las disposiciones legislativas; que podrán ser ellos mismos modificados por otros decretos hasta que el legislador se aboque de nuevo a las materias en cuestión en condiciones que excluyan en adelante la competencia del poder reglamentario" (Revue du Droit Public, 1953, págs. 170-171).

El esfuerzo dialéctico del Consejo de Estado no es convincente y se muestra como un ingenioso artificio para explicar lo inexplicable: atribuir a la esfera reglamentaria la competencia constitucionalmente entregada a la ley, equivale pura y simplemente a aceptar que el Parlamento tiene facultad para delegar en el Ejecutivo la función típica de su propio estatuto. La novedad del informe de 1953 se halla en que mientras antes había prevalecido el concepto de que los decretos así dictados en uso de una ley delegatoria eran verdaderas leyes, y sólo podían por eso alterarse, una vez dictados, exclusivamente por el legislador, se califiquen ahora como simples normas ejecutivas modificables mediante otras de esta especie. Se trata de la delegación de dichas reglas, que resultan, de tal modo, retiradas del campo de la ley.

La Constitución de 1958, abandonando el dogmatismo vanamente proclamado en 1946, permite, como veremos, los decretos leyes.

En las Constituciones que se dictaron durante la primera postguerra apareció la facultad de delegación de las funciones legislativas.

Así, conforme al art. 61 de la Constitución de la República Española de 1931, "el Congreso podrá autorizar al gobierno para que éste legisle por decreto, acordado en Consejo de Ministros, sobre las materias reservadas a la competencia del Poder Legislativo".

La misma tendencia se fortalece en los textos de la segunda postguerra: "El ejercicio de la función legislativa no puede ser delegado al Gobierno sino con determinación de principios y criterios de dirección, y solamente por un tiempo limitado y para objetos definidos", dice el art. 76 de la Constitución italiana de 1947.

"El gobierno no puede, sin delegación de las Cámaras -añade el art. 77- dictar decretos que tengan valor de ley ordinaria. Cuando, en casos extraordinarios de necesidad y urgencia, el Gobierno adopte, bajo su responsabilidad, medidas provisionales que tengan fuerza de ley debe, el mismo día, presentarlas para su conversión a las Cámaras que, aun si se hallan disueltas, son convocadas expresamente y se reúnen dentro de los cinco días. Los decretos pierden toda su eficacia, desde su fecha de origen, si no son convertidos en ley dentro de los sesenta días siguientes a su publicación. Las Cámaras pueden, sin embargo, reglar por leyes las relaciones jurídicas creadas sobre la base de decretos no convertidos".

La Ley Fundamental de Bonn de 1949 permite también que el Gobierno Federal, un Ministro federal o los gobiernos de los países pueden ser habilitados por ley para dictar reglamentos de derecho, determinando la ley el contenido, fin y extensión de las autorizaciones así dadas. Los reglamentos deberán indicar su fundamento jurídico. Si la ley contempla la posibilidad de una delegación de esta habilitación, tal delegación deberá producirse por un reglamento de

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derecho. Bajo reserva de las disposiciones contrarias de las leyes federales, la aprobación del Consejo Federal (cámara alta, compuesta de representantes de los Estados), es necesaria para los reglamentos de derecho sobre las materias que minuciosamente determina la Ley Fundamental (art. 80).

Por otra parte, si al Canciller no se otorga, por la mayoría necesaria, la confianza que ha pedido a la Dieta Federal y no ha resuelto tampoco disolverla, el Presidente federal puede, a pedido del Gobierno Federal y con el asentimiento del Consejo Federal, proclamar el estado de necesidad legislativa respecto de determinado proyecto de ley que la Dieta haya rechazado no obstante que el Gobierno Federal lo haya declarado urgente, o al cual el Canciller había unido la petición de confianza. Si, después de declarado el estado de necesidad, la Dieta rechaza de nuevo el proyecto de ley, o lo adopta según una redacción que el Gobierno Federal ha declarado inaceptable, la ley se considera adoptada por el solo hecho de que el Consejo Federal le otorgue su asentimiento. En el curso de la duración de las funciones de un mismo Canciller, cualquier otro proyecto de ley rechazado por la Dieta Federal, puede igualmente, dentro del plazo de seis meses contados desde la primera declaración de necesidad legislativa, votarse en las condiciones ya definidas. A la expiración de este plazo, el estado de necesidad legislativa no podrá ser declarado de nuevo durante la duración de las funciones del mismo Canciller (arts. 68 y 81).

El constituyente francés de 1958, dando un giro completo respecto de la enérgica declaración prohibitoria de su predecesor, consagra diversas instituciones que señalan esta evolución.

1º Desde luego, por vez primera se precisan las materias de ley y se dispone que aquellas no señaladas como de su dominio tienen carácter reglamentario (art. 37). Se establece que el gobierno puede oponerse a que se legisle sobre materia que no sea de ley y para el caso de desacuerdo con el Presidente de la respectiva cámara, se consagra el recurso al Consejo Constitucional (art. 41).

2º Por otra parte, al señalar en el art. 34 las materias de ley, introduce una distinción que significa el propósito de restringir la intervención del Parlamento a los aspectos más trascendentales que armonizan con el carácter principal que en doctrina corresponde al concepto de ley.

Tal distinción consiste en indicar materias en que la ley fija ella misma las reglas y otras en que se limita a determinar los principios fundamentales. Las disposiciones de este precepto pueden ser precisadas y completadas por una ley orgánica.

3º En seguida, el Gobierno puede, para la ejecución de su programa, pedir al Parlamento la autorización de disponer mediante ordenanzas, durante un plazo limitado, medidas que normalmente son dominio de ley. Las ordenanzas se adoptarán en Consejo de Ministros luego de informes del Consejo de Estado. Entran en vigencia desde su publicación, pero caducan si el proyecto de ley de ratificación no se presenta al Parlamento antes de la fecha fijada por la ley de autorización. A la expiración del plazo señalado para la autorización, las materias no pueden ya ser modificadas sino por la ley en cuanto son de dominio legislativo (art. 38).

4º Ha de subrayarse, también que, en defensa de la órbita normativa entregada al Ejecutivo, establece el constituyente francés de 1958 que, si en el curso del procedimiento legislativo, aparece que una proposición o una enmienda no es de dominio de ley o se opone a una delegación otorgada en la forma expuesta, el gobierno puede alegar su improcedencia. Si hay desacuerdo de criterio al respecto entre el gobierno y el presidente de la cámara respectiva, el Consejo Constitucional, a pedido de uno o de otro, resuelve en el plazo de ocho días (art. 41).

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5º Debe considerarse, además, que el Primer Ministro puede, previa deliberación del Consejo de Ministros, comprometer la responsabilidad del Gobierno ante la Asamblea Nacional en torno del voto de un texto. En tal caso, dicho texto se considera aprobado, salvo si una moción de censura, depositada en las cuarenta y ocho horas que siguen, se vota en las condiciones determinadas para tal efecto (art. 49).

6º La fijación de la esfera respectiva de la competencia del Parlamento y del Ejecutivo en orden al campo de la ley, no puede olvidar el régimen extraordinario contemplado en el art. 16 de la Constitución, cuyo texto quedó transcrito en la exposición de las bases de su sistema gubernativo, por cuanto cuando se decreta, y aunque con eso sólo se reúne de pleno derecho el Parlamento y la Asamblea Nacional no puede ser disuelta, el Presidente de la República puede tomar "todas las medidas que exijan las circunstancias" inspiradas en la voluntad de "asegurar a los poderes públicos constitucionales, en los plazos más breves, los medios de cumplir su misión".

La Constitución española de 1978 estatuye como instituciones diversas aquellos que llama decretos legislativos y los que menciona como decretos leyes.

Los primeros son los que se dictan en virtud de la facultad de las Cortes de delegar en el Gobierno la potestad de dictar normas con rango de ley en materias no fijadas para las leyes orgánicas. La delegación deberá otorgarse por medio de una ley de bases cuando su objeto sea la formulación de textos articulados, o por una ley ordinaria cuando se trate de refundir varios textos legales en uno solo. La delegación legislativa se concede en forma expresa, para materia concreta, con fijación de plazo para su ejercicio y se agota por el uso que de ella haga el Gobierno. No podrá entenderse concedida de modo implícito o por tiempo indeterminado ni permitida la subdelegación a autoridades distintas del propio Gobierno (art. 82 Nos 1, 2, 3 y 4). Cuando una proposición de ley o una enmienda fuere contraria a una delegación legislativa en vigor, el Gobierno está facultado para oponerse a su tramitación. En tal supuesto, podrá presentarse una proposición de ley para la derogación total o parcial de la ley de delegación (art. 84).

Los decretos leyes se pueden dictar por el Gobierno en caso de extraordinaria y urgente necesidad y no pueden afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades ciudadanas y al régimen de las Comunidades Autónomas ni al derecho electoral general. Los decretos leyes se someten inmediatamente a debate y votación de totalidad al Congreso de Diputados, convocado al efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación y, dentro de ese término, el Congreso debe pronunciarse sobre su convalidación o derogación y las Cortes podrán tramitarlos como proyectos de ley por el procedimiento de urgencia (art. 86).

En Estados Unidos se ha interpretado el encargo dado al Congreso de hacer todas las leyes que puedan ser necesarias para la ejecución de los poderes que le otorga como permisiva de la delegación. Así Charles Evans Hughes, gran Presidente de la Corte Suprema de su país, en su estudio sobre este tribunal, sostiene que: "Los principios que rigen la delegación del poder legislativo son claros, y aunque son de la mayor importancia, no llegan hasta hacer impracticable el ejercicio adecuado del Poder Legislativo. No se puede permitir al Congreso que abandone a otros sus funciones esenciales, pero en tiempos de guerra, en que hay que adaptar la legislación a muchas situaciones de la mayor complejidad, hay una especial necesidad de flexibilidad y es preciso hacer practicables todos los recursos" (ob. cit., pág. 108). Y André Gervais, resumiendo en 1946, para la Revue du Droit Public el funcionamiento de los poderes públicos norteamericanos, añade que "La fórmula adoptada por estos poderes delegados va a conciliar estos argumentos opuestos y estas preocupaciones contrarias, estos statutory powers no serán verdaderos poderes legislativos y el Presidente no dictará leyes sino decretos, executive orders y no acts, pero podrá dictarlas en materias reservadas hasta

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entonces a las leyes del Congreso y prohibidas a la reglamentación directa del Presidente. Estos poderes especiales deberán ser limitados en cuanto a su objeto, su fin y su duración para no realizar un verdadero abandono del Poder Legislativo. Serán sometidos a un control del Congreso, quien únicamente podrá revestir a las disposiciones dictadas de sanciones penales. Se alcanza así a una síntesis de los principios que prohibirían la delegación y de las necesidades prácticas que obligan a ampliar la acción del ejecutivo cuando el legislativo es demasiado lento para enfrentar las dificultades del momento".

La jurisprudencia se ha manifestado sumamente abierta en Estados Unidos para justificar delegaciones más o menos amplias de las facultades legislativas del Congreso, ya en el Presidente, ya en organismos creados por el respectivo cuerpo legal. En la prestigiosa obra de Edward S. Corwin, al tratar del art. I, sección I de la Constitución, se mencionan numerosos casos que lo acreditan (La Constitución de los Estados Unidos y su significado actual, Ed. Fraterna, Argentina, 1978, págs. 23 a 28).

En nuestro continente, Argentina prohibía la delegación en la Constitución de 1853; en el nuevo texto de 1994 el art. 76 la prohíbe "salvo en materia determinada de administración o de emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca" (art. 76).

La Constitución brasilera de 1988 en su art. 62 dice que "en caso de relevancia o urgencia el Presidente de la República podrá adoptar medidas provisorias, con fuerza de ley, debiendo someterlas de inmediato al Congreso Nacional, que estando en receso, será convocado extraordinariamente para reunirse en el plazo de cinco días. Las medidas provisorias perderán eficacia desde su dictación si no fueren convertidas en ley en el plazo de treinta días a partir de su publicación..."

La Constitución de Colombia de 1991, en el Nº 10 del art. 150, permite al Congreso "revestir hasta por seis meses al Presidente de la República de precisas facultades extraordinarias, para expedir normas con fuerza de ley cuando la necesidad lo exija o la conveniencia pública lo aconseje. Tales facultades deberán ser solicitadas expresamente por el Gobierno y su aprobación requerirá la mayoría absoluta de una y otra Cámara. El Congreso podrá, en todo tiempo y por iniciativa propia, modificar los decretos leyes dictados por el Gobierno en uso de facultades extraordinarias". En términos semejantes se autoriza la delegación legislativa en el art. 104 en la Constitución del Perú de 1993.

Chile permite la delegación en el texto primitivo de la Carta de 1833; pero la impide categóricamente en 1874. No obstante el fundamento con que se sostuviera que dicho impedimento subsistió en la Carta de 1925, en el hecho se dictaron leyes de delegación bajo el imperio de ésta, hasta que una reforma de 1970 las autorizó explícitamente y las incluyó asimismo en la Carta de 1980 (art. 61).

266. El Estatuto de la función parlamentaria. Una de las bases indispensables para el debido ejercicio de las atribuciones de las Asambleas legislativas es la independencia asegurada a ellas y a sus integrantes, sobre todo respecto del Ejecutivo y de los poderes fácticos. A garantizar tal independencia tienden las condiciones de elegibilidad y los regímenes de inhabilidades, incompatibilidades e incapacidades parlamentarias que son, respectivamente, ciertas prohibiciones de elección (inhabilidades), de desempeño simultáneo de otras funciones (incompatibilidades) o de nombramiento en otros cargos (incapacidades).

Existen además los privilegios parlamentarios, mediante los cuales se configuran ciertas situaciones especiales que propenden a afirmar la independencia de los parlamentarios, cuyo origen histórico se encuentra en la Declaración de Derechos de 1688, siendo los más importantes: a) la inviolabilidad, que consiste en que, a diferencia de los demás ciudadanos,

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los parlamentarios no pueden ser castigados ni responder por perjuicios, con motivo de los votos que manifiesten u opiniones que viertan en el ejercicio de sus funciones; b) la inmunidad o fuero, que impide detener a los parlamentarios o seguírseles causa criminal sin que antes se haya realizado una tramitación previa de desafuero, de manera que sólo después de otorgado éste pueden ser detenidos y juzgados como cualquier otro ciudadano; y c) la dieta, llamada a compensar, mediante retribución conveniente, el tiempo empleado en el desempeño del cargo parlamentario, tiempo en el que debe sacrificar el ejercicio de la actividad encaminada a obtener medios para su subsistencia y la de los suyos.

Dada la importancia de algunas de estas instituciones, ellas se contemplan, por lo menos en sus aspectos básicos, en la letra de la Carta, pero con más frecuencia ésta confía a la ley el encargo de precisar sus características para permitir la flexibilidad que recoja los cambios colectivos.

Cuestión importante, llamada también a ser resuelta ya por el mismo texto constitucional ya por la legislación que se dicte conforme a él, es la de precisar cuál es el órgano llamado a pronunciarse sobre los problemas que surjan en la aplicación de dichas instituciones. Podrá ser el mismo Parlamento, como expresión de su soberanía, o más bien un órgano jurisdiccional, que aleje la decisión de los aspectos políticos que pueden afectarla si ésta deriva de las mismas Cámaras.

267. Autonomía organizativa. Es también principio generalmente admitido el de la autonomía que se reconoce a las cámaras, en cuanto se relaciona con la vida interna de las asambleas; formalidades de constitución, elección de su mesa directiva, fijación de épocas, días y horas de su funcionamiento; contratación del personal para su servicio; ordenación de la tabla de labores; nombramiento de sus comisiones de estudio; y en especial dictación de los reglamentos internos en que se detallan esas y otras materias.

La dilucidación de los problemas que se relacionan en detalle con la marcha interior de los Parlamentos excede los límites de este tratado; forman el tema de lo que puede definirse como Derecho Parlamentario y sus bases principales, en cuanto al ordenamiento jurídico chileno, se explican en su oportunidad.

Conviene subrayar aquí, no obstante, dos disposiciones de la Constitución francesa de 1958 que restringen la libertad interna del funcionamiento de las cámaras: los reglamentos de las asambleas parlamentarias, antes de su aplicación, deben ser sometidos al Consejo Constitucional que se pronuncia sobre su conformidad a la Constitución (art. 61); el orden del día de las asambleas contiene, de preferencia y en el orden que el gobierno fije, la discusión de los proyectos de ley depositados por el gobierno y las proposiciones de ley aceptadas por él. Se reserva una sesión por mes para tratar con preferencia el orden del día fijado por cada Asamblea. Una sesión por semana se reserva de preferencia a las cuestiones propuestas por los miembros del Parlamento y a las respuestas del gobierno (art. 48).

268. Otras funciones de las Cámaras. Los antecedentes proporcionados ponen de relieve que en el proceso de formación de la ley no intervienen siempre exclusivamente tan sólo las Cámaras, puesto que diversos otros órganos están llamados a participar de él.

A la inversa, a las asambleas de elección popular se les confían tareas no comprendidas en la esfera propia de la función legislativa, y que son de índole diversa según el ordenamiento constitucional respectivo, puesto que pueden relacionarse de algún modo con el ejercicio de la función administrativa o con algunas formas jurisdiccionales o con el sistema de vínculos políticos con la jefatura del Estado o del Gobierno.

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Por lo que se acaba de decir, la Constitución chilena de 1980, luego de establecer que el Congreso Nacional se compone de dos ramas, agrega que "ambas concurren a la formación de las leyes en conformidad a esta Constitución y tienen las demás atribuciones que ella establece" (art. 42).

B. LA FUNCIÓN EJECUTIVA

269. B. La función ejecutiva. Concepto. Ejecutar significa poner por obra algo, con prontitud y eficacia, porque no da ni espera que se deje a otro tiempo su cumplimiento.

La determinación del contenido de la función ejecutiva es compleja, por cuanto se halla íntimamente vinculada a tareas que expresan realidades diferentes, como son las de gobernar, administrar, mandar, ordenar, etc.

La función ejecutiva se cumple cuando por su intervención se genera una alteración de la realidad, causada directamente por quien tiene a su cargo la potestad o indirectamente por quien le está subordinado. El mando consiste cabalmente en la facultad de que goza el órgano de requerir determinada conducta de quien ha de poner su actividad encaminada a provocar la alteración dispuesta. La particularidad que tiene la ejecución cuando es confiada al órgano de poder, es que puede ser apremiada mediante la advertencia o incluso el uso de la coacción de que dispone para lograr la actuación requerida. Como el órgano ejecutivo tiene, por su parte, el monopolio de la coacción, queda también comprendida en la función ejecutiva la obligación de proveer los medios de coacción estatal a los demás órganos de autoridad.

En la clásica división tripartita de las básicas funciones estatales a la función ejecutiva compete, más allá de lo que se ha expresado, concretar el contenido predeterminado de la norma jurídica, concebida de modo general, permanente y abstracto, a cada una de las situaciones de hecho que presenta la realidad de la vida misma.

Tal labor no es fácil. La aplicación de la norma casi nunca es automática. Requiere la percepción y establecimiento exactos de las circunstancias configurantes de la situación que impone el movimiento de la autoridad, la reflexión acerca de su categoría jurídica, la selección del precepto normativo que rija el suceso, la expresión de la voluntad de encauzar el caso en él y, finalmente, la realización material, incluso coactiva, de la solución dada.

Como constantemente la realidad se muestra compleja, en razón de la diversidad de factores concomitantes, su encuadramiento en lo jurídico no siempre es tarea simple, y desentrañar la regla pertinente y hacerla imperar en la situación o en el caso corresponde a la función ejecutiva.

Con frecuencia la determinación no se desprende del mero cumplimiento de una regla que haya previsto cabalmente la ocurrencia y, no obstante, el ejecutor tendrá que orientar e incorporar de algún modo el suceso en el campo jurídico.

La función ejecutiva, como las demás que se desempeñan en un Estado de Derecho, tiene que moverse dentro de la Ley Fundamental, pero además, habrá de sujetarse a las demás leyes que, subordinadas a aquélla, tienen vigencia en el ordenamiento jurídico. Lo que se cumple es en gran parte el contenido normativo de la legislación común, en la cual de ordinario se piensa como de grado superior cuando se precisa la índole de la labor ejecutiva.

Dentro de esta función se comprenden no sólo los movimientos particulares y especiales, necesarios simplemente para llevar, a lo concreto producido, lo general previsto -médula, evidentemente, de tal tarea-, sino, además, exige la disposición de todo lo que, incluso antes de la ocurrencia del hecho, sirva para que el suceder quede en su oportunidad modelado por

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la regla de derecho. Tal es el aspecto de la función ejecutiva que configura la potestad reglamentaria, por la cual el titular de aquélla determina reglas subordinadas y secundarias (by-laws), dirigidas a facilitar el cumplimiento de los preceptos por aplicar, desenvolviendo su contenido o anunciando el sentido en que decidirá cuando llegue a actuar, en las situaciones especiales y concretas. Los cuerpos jurídicos que consignan las normas generales subordinadas se conocen con el nombre de reglamentos, tal como cada una de las decisiones particulares se denominan decretos. Las instrucciones integran, asimismo, la función ejecutiva, porque son las órdenes o explicaciones que se dirigen a los funcionarios subordinados, ya con carácter general (circulares), ya particular a determinado servidor público (comunicaciones u oficios).

Los encargados de la función ejecutiva se dicen de ordinario gobernantes, y como gobierno se conoce en realidad tanto dicha tarea como el órgano que la realiza.

Este lenguaje no deja de crear oscuridad, frecuente en la ciencia política, según hemos observado, en razón de la imprecisión de los términos que emplea.

Si se considera como gobierno, en sentido amplio, el ejercicio todo del poder supremo, es decir, la integridad del movimiento de la soberanía dirigido al bien común, incluye, entonces, toda la gama de funciones que realiza la autoridad, la diversidad de órganos de que se sirve y la infinidad de propósitos que se traza. En tal sentido, gobiernan no sólo los cuerpos ejecutivos sino los legislativos, judiciales, etc.

Según esto, la función ejecutiva muestra un aspecto, constituye sólo una parte del gobierno del Estado y resulta así equivoco definirla usando para ello una expresión como la de gobierno que admite mayor alcance según el propio vocabulario político.

Se gobierna, en efecto, por medio del conjunto de funciones y de órganos que integran el Estado. Cierto es que, con igual exactitud, se puede afirmar que cada órgano, al cumplir una determinada función, gobierna, pero no lo hace en toda la amplitud y extensión del movimiento del poder supremo que expresa, en su forma más extensiva, el término gobierno.

Sin embargo, la identificación de la misión esencial de gobernar exclusivamente con la función ejecutiva se explica en razón de que, por medio de ésta, el mando alcanza su máximo y final desenvolvimiento y su expresión más visible, más palpable a los gobernados, la que se hace sentir del modo más cierto y práctico.

Puede discutirse si la función ejecutiva contiene el aspecto más esencial de la gobernación de un Estado. Procura desconocerlo el propio vocablo, en sí mismo referido a un concepto de rango superior: lo que se debe cumplir es anterior en el tiempo y en la jerarquía a lo ejecutado. Pero, indudablemente, la ejecución constituye la porción más insustituible del gobierno, aquella que, al faltar, priva de eficacia al ordenamiento jurídico y de cuyo auxilio requieren todas las demás funciones y órganos, aun cuando más no sea para que se mantengan las circunstancias en que desarrollan su acción y se llevan a la realidad sus determinaciones.

Además, históricamente, en la formación de los Estados, primero se hace sentir la función realizadora incluso para disponer lo conducente a la estructuración misma de la sociedad política.

Como, según Rousseau, el poder legislativo se mantenía en el mismo pueblo, el gobierno se distinguía, incluso se oponía, al soberano, y se reducía aquél estrictamente a la función ejecutiva "porque este poder no consiste sino en actos particulares que no son del resorte de la ley, ni en consecuencia del soberano, cuyos actos no pueden ser sino leyes. Es necesario, pues, a la fuerza pública un agente propio que la reúna y la ponga en obra según las direcciones de la voluntad general. He aquí cuál es en el Estado la razón del gobierno

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confundido equivocadamente con el soberano del cual no es sino el ministro" (lib. III, c. I, cit. por Esmein, t. I, pág. 31).

Sin embargo, las doctrinas de Rousseau y su concepto del gobierno no se seguirán fielmente al establecerse la democracia representativa y admitirse en ella que, en las asambleas de elección popular, se apruebe la legislación y no directamente por el pueblo.

En resumen, aunque se use llamar gobierno la sola función ejecutiva, no pretende reducirse a ésta todo el movimiento del soberano en busca del bien común, pero tampoco se reduce tal función, como en las ideas de Rousseau, a la mera realización de actos particulares en cumplimiento de la norma.

270. Función gubernamental. Gobernar o es estrictamente una sola función, la ejecutiva, o puede dividirse en multitud de aspectos que no son descritos íntegramente a través del análisis de las facultades de legislar, ejecutar y juzgar.

Al llamado Poder Ejecutivo corresponde en realidad una tarea de gran amplitud y responsabilidad que no se define en una concepción estrecha de su papel simplemente ejecutor.

Julio Tobar Donoso se refiere a la función gubernamental diciendo que es "esa función por excelencia, la más constante e insustituible, la que nunca puede faltar, la que se extiende a toda la órbita del Estado, a toda clase de circunstancias, comunes y de excepción en la vida nacional, a lo esencial y a lo secundario. Su papel es prever todo y proveer a todo a fin de que la marcha de la sociedad no padezca perturbaciones, ora por sorpresa y desapercibimiento, ora por inercia, ora por desconocimiento de la gravedad de los problemas y la necesidad de soluciones oportunas. En donde haya un bien común que conseguir o un mal que remediar; allí debe estar la acción gubernamental, atendiendo a los diferentes menesteres que reclaman esa busca del bien o curación del mal" (ob. cit., pág. 333).

Georges Burdeau propone distinguir dos funciones: la gubernamental y la administrativa.

"En el primer rango se sitúan las reglas o los actos que tienen por objeto introducir, por primera vez, una cuestión en el dominio del derecho. Dictando una regla a propósito de ellos o cumpliendo un acto que se relacione con ellos, los gobernantes se abocan a una materia que estaba hasta entonces jurídicamente virgen. Despliegan un poder inicial, ya que, no habiendo sido hasta entonces objeto de ninguna intervención de los poderes constituidos la materia de que se ocupan, su actividad no se amarra por ningún lazo de subordinación a un precepto positivo anterior. Nada en el orden jurídico existente, les detiene ni les entraba. En los escalones inferiores, al contrario, no se encuentran sino reglas que desarrollan o precisan una regla preexistente, actos hechos en ejecución de una regla anterior, o cuyos efectos son determinados por una reglamentación preestablecida. No se trata, pues, entonces, sino de una actividad secundaria y subordinada. Sin duda hay numerosos grados en esta subordinación: determinada actividad se relaciona directamente con una norma inicial, mientras que tal otra no interviene sino después de una larga sucesión de reglas o de actos cuyas indicaciones pone en ejecución. Pero poco importan estas diferencias en el lugar que ocupan estas decisiones en el orden jurídico: todas ofrecen el carácter común de ser la manifestación de una actividad que recae sobre objetos que han experimentado ya el sello de lo jurídico, en otras palabras, de una actividad jurídica derivada".

"Estas dos categorías de actividad se relacionan con una diversidad en la intensidad del poder del Estado que interviene. Ora se traduce en un poder de decisión incondicionado; aparece entonces como un poder jurídicamente libre porque el derecho positivo no contiene ninguna disposición de naturaleza de restringir su extensión. Ora se trata de un poder de una

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intensidad menor porque sus posibilidades están limitadas por la actividad de autoridades superiores" (ob. cit., t. IV, pág. 314).

Esta distinción de dos funciones lleva a Burdeau a conclusiones de gran trascendencia.

Por una parte, "la función gubernamental comprende esencialmente el poder de hacer la ley. Esta introducción de la legislación en la función gubernamental constituye, a mi juicio, el interés capital de la clasificación que propongo... Los hechos enseñan que no se gobierna sino dando órdenes, dictando reglas obligatorias para los gobernados. Ahora bien, estas órdenes y estas reglas se expresan esencialmente por la ley. Gobernar es antes que nada adquirir una visión exacta de determinada situación social y política, y adoptar en seguida las medidas que ella impone utilizando las directivas provenientes de la idea de derecho. Ahora bien, ¿cómo podría decirse que gobierna el órgano que debe esperar de otra autoridad, a la vez la apreciación de la situación de hecho y la emisión de las reglas cuya observancia estima necesarias? Teniendo la responsabilidad del porvenir del país, los gobernantes no pueden asumirla si no les corresponde determinar inicialmente la política a que lo conducen. Agentes de ejercicio del Poder, encarnación él mismo de la idea de derecho, tienen, obligatoriamente, por misión deducir las exigencias de esta representación del orden deseable y sancionarlas mediante una disposición adecuada del derecho positivo. ¿Cómo lo podrían hacer si, a la apreciación soberana de la oportunidad y de las conveniencias políticas, no juntaran la facultad de decidir ellos mismos el contenido del orden jurídico aplicable” (ob. cit., t. IV, págs. 340-341).

Por otra parte, "la administración no entra en la función gubernamental porque el poder que utiliza, siendo un poder secundario y derivado, la ejecución, y por lo tanto, los agentes ejecutivos, están excluidos del poder de decisión inicial que caracteriza la función gubernamental. El ejecutivo en cuanto tal no es, pues, un órgano de gobierno, y convendría eliminar de una vez por todas las terminologías enojosas que hacen del Jefe del Estado, del Presidente del Consejo o del Ministerio autoridades ejecutivas. En la medida en que tienen su cabida en la organización constitucional es a título de órganos gubernamentales encargados, no de ejecutar, sino de colaborar en la decisión política. Si su papel no contuviera sino medidas de ejecución el acondicionamiento de su autoridad no tendría ningún efecto sobre la forma de gobierno" (ob. cit., t. IV, págs. 337-338).

En los términos expuestos, se esclarece la diversidad del contenido esencial de lo que es, por una parte, ejecutar y administrar, de lo que es, por otra, gobernar, en el sentido más amplio, que incluye proveer, dentro del ordenamiento jurídico, a todo aquello que propenda a la realización del bien común. Tiene, pues, que haber en el Estado un órgano de autoridad capaz de prever en todo instante lo que corresponda a su existencia y a la marcha del poder, alguien que, frente a cualquier emergencia, problema o coyuntura, pueda y sepa darle el cauce adecuado a su mejor satisfacción. Tal es, justamente, lo que cabe considerar como poder gubernamental. Según a quién se otorgue tan vastísima misión, se definirá la naturaleza del régimen gubernativo. El poder gubernamental es una potestad de remanente y de complemento, que requiere visión imaginativa y creadora, capaz de poner en acción a los diversos órganos públicos y buscar las soluciones más adecuadas dentro del ordenamiento jurídico. Predomina la tendencia a confiar la función gubernamental al Poder Ejecutivo, porque es éste quien debe enfrentarse de ordinario, primeramente y del modo más urgente y agudo, a las situaciones concretas, en el momento y en el punto en que se configuran, sin perjuicio de la facultades del Congreso y del Poder Judicial.

La conclusión más concordante con las reflexiones anteriores se manifiesta, a nuestro juicio, en la Constitución chilena de 1980 al haber extendido el campo de la potestad reglamentaria más allá de lo vinculado a la simple ejecución de las leyes, a "todas aquellas materias que no sean propias del dominio legal" (art. 32 Nº 8), en consonancia con la misión que corresponde al Presidente de la República de proveer a "todo cuanto tiene por objeto la conservación del

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orden público en el interior y la seguridad externa de la República, de acuerdo con la Constitución y las leyes" (art. 24).

ORGANO EJECUTIVO

271. Organo ejecutivo: clases. El aparato gubernativo y administrativo del Estado integrante de la función ejecutiva que se desarrolla en él, para que rija la infinidad de sus servidores y organismos, requiere una jefatura que lo encabece.

Es de todos los tiempos el problema de determinar si conviene que esta jefatura sea singular o plural.

La solución predominante en tiempos y lugares distintos es la del ejecutivo unipersonal, llámese rey, presidente de la república, director supremo o de cualquier otro modo. La función ejecutiva supone agudeza y prontitud de percepción, brevedad de deliberación, unidad de propósitos, voluntad realizadora constante y tenaz, agilidad de desplazamientos, destreza y expedición en el obrar, cualidades todas que se reúnen con más facilidad en una persona sola que en un cuerpo colegiado en que a menudo resulta diversidad en la comprensión, lentitud en el debate, discrepancia en los criterios, vacilaciones, debilidad, etc. Además, la responsabilidad del éxito o del fracaso se concentra cuando la actuación es de un individuo y se puede atribuir con certidumbre y justicia cuando recae sobre una sola persona que no puede excusarse de afrontarla y que arriesga en la acción la plenitud e indivisibilidad de lo que representa.

Ejecutivos pluripersonales introdujeron en Francia la Constitución del año III, a través de los cinco miembros del Directorio, designados por el cuerpo legislativo (art. 13) y la del año VIII mediante tres cónsules que ella misma nominativamente mencionó (art. 39), siendo el primero el ciudadano Bonaparte. De los diez años de duración del Primer Cónsul no habían pasado tres cuando se le reconoció vitalicio (1802) y no habían transcurrido cinco cuando se proclamó Emperador (1804).

Como en la Revolución Francesa, en momentos de crisis institucional, han sido frecuentes en otras naciones como en las latinoamericanas estos ejecutivos pluripersonales, de ordinario en períodos de transición y han desembocado, como en el caso de Napoleón, en gobierno unipersonal del caudillo que se ha impuesto en el grupo.

De los ejecutivos pluripersonales tienen interés los que rigen en Suiza y el que existió en el Uruguay.

La Constitución de 1874 en vigencia determina que la autoridad directorial y ejecutiva superior de la Confederación Suiza se ejerce por un Consejo Federal, compuesto de siete miembros, nombrados por cuatro años en reunión de las dos Cámaras -Asamblea Federal- e íntegramente reemplazados a cada renovación del Consejo Nacional (Cámara de Diputados). La misma Asamblea Federal designa también cada año entre los miembros del Consejo a un Presidente y a un Vicepresidente del órgano ejecutivo, no pudiendo el Presidente saliente ser elegido Presidente o Vicepresidente por el año que sigue, ni la misma persona ser designada Vicepresidente dos años seguidos. Los asuntos del Consejo se reparten por departamentos entre sus miembros, y sus decisiones emanan de él como autoridad.

En Uruguay, como consecuencia del empuje de don José Batlle y Ordóñez, Presidente en dos ocasiones (1903-1907 y 1911-1915) se intentó, por vez primera, la organización de ejecutivo colegiado en la Constitución de 1917. Esta Carta, reemplazando la de 1830, dividió la competencia del Ejecutivo en dos organismos, el Presidente de la República y el Consejo Nacional de Administración, ambos elegidos directamente por el pueblo.

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El Presidente Gabriel Terra puso término a este ensayo y el texto de 1934 restableció el ejecutivo unipersonal.

Por la reforma de 1951 se restauró en Uruguay el ejecutivo colegiado. Estableció un organismo, llamado Consejo General de Gobierno, compuesto de nueve miembros propietarios y doble número de suplentes, que se elegían directamente por el pueblo cada cuatro años, correspondiendo seis cargos al lema más votado y los otros al lema que le siguiera en el número de votos, y no pudiendo ser reelegidos para el período siguiente. La Presidencia era rotativa, por períodos anuales, entre los miembros de la mayoría y según el orden de la colocación en la lista. Además del Consejo, había nueve Ministerios. Este segundo ensayo desapareció con la Constitución de 1967.

Pueden distinguirse, por otra parte, ejecutivos simples y ejecutivos duales o compuestos, según se establezca uno o bien dos o más órganos encargados de esta función.

En las repúblicas de régimen presidencial, el ejecutivo es siempre unipersonal; en Suiza es también simple pero colegiado, como lo era en las Constituciones francesas de los años III y VIII. En la Constitución uruguaya de 1917, entre tanto, el ejecutivo era dual, compuesto de dos órganos, el Presidente de la República y el Consejo Nacional de Administración. Lo mismo podría sostenerse de la fórmula de 1951; de calificarse como dual, había estado integrada por un cuerpo colegiado, el Consejo General de Gobierno, y por los Ministros.

En el llamado gobierno parlamentario se organiza un ejecutivo que puede también calificarse de dual o compuesto, ya que existe, por una parte, el Rey o Presidente en la República y, por otra parte, el Gabinete, presidido por el Premier o Presidente del Consejo de Ministros.

CONCEPTO DE ADMINISTRACIÓN

272. Concepto de administración. La concepción de gobierno que se identifica más sustancialmente con lo típico de la función ejecutiva es la que se expresa en la actividad conducente a manifestar y transmitir una voluntad de mando en la conducción del interés general.

La tarea de mandar tiene que traducirse en la disposición y organización de los funcionarios, llamados a apoyar de algún modo el cumplimiento de la voluntad del gobernante; a través de la reunión y distribución de los elementos materiales y económicos indispensables para el logro de los objetivos propuestos; mediante la realización de actos de diverso tipo e índole, conforme a la naturaleza del fin perseguido; a través del planeamiento y funcionamiento de una infinidad de actividades que se proyectan en pro del bien colectivo.

"Pero, para que el poder ejecutivo haga sentir su acción sobre cada individuo -dice Esmein-, para organizar y conducir la fuerza armada, para repartir y recaudar los impuestos, para hacer ejecutar las sentencias dictadas, etc., se requerirá siempre y necesariamente de intermediarios y de agentes, unos superiores, otros subalternos, entre el soberano y el súbdito. Estos agentes necesarios que reciben inmediatamente una comunicación más o menos extensa de la autoridad pública, no serán en principio sino simples delegados. Su acción no es nunca espontánea y no se produce sino bajo el impulso del gobierno; eso es lo que se llama ordinariamente la administración, y por eso mismo se distingue lógicamente del gobierno. La sociedad política es como una máquina poderosa y complicada; el gobierno es el motor; los funcionarios de la administración son los órganos de transmisión y los rodajes de la máquina" (ob. cit., t. 1, pág. 29).

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La coordinación, subordinación y distribución de los agentes y el estatuto de la función pública; el establecimiento de los diferentes servicios públicos; los diversos medios técnicos, actos y contratos realizados a nombre del Estado, etc., forman la administración.

El Diccionario de la Real Academia la define como "la acción del gobierno al dictar y aplicar las disposiciones necesarias para el cumplimiento de las leyes y para la conservación y fomento de los intereses públicos y al resolver las reclamaciones a que dé lugar lo mandado". Este último elemento abre la cuestión de lo contencioso administrativo expuesta más adelante.

"Defínese la administración como aquella actividad del Estado encaminada al cumplimiento de los fines y tareas del mismo, especialmente los fines de poder y de cultura" (Kelsen, ob. cit., pág. 309).

La definición que de este concepto acoge Enrique Silva Cimma se deduce al comprender como Derecho Administrativo "aquel que tiene como objeto el estudio de la creación, organización, funcionamiento y supresión de los Servicios Públicos, la regulación de la actividad jurídica de la Administración del Estado y la determinación de las atribuciones y deberes de éste para con sus habitantes" (Derecho Administrativo, ed. 1992, t. 1, pág. 46).

A medida que los objetivos propuestos al Estado han crecido y diversificado, junto con la extensión de su actividad a diversos campos que se han venido comprendiendo en su esfera, con el propósito de que preste mayores y más dilatados servicios a la colectividad, la estructura administrativa se muestra más rica en organismos y reparticiones de variada naturaleza y conformación, los modos de actuar del Estado se hacen más complejos y diferentes, la relación funcionaria más o menos estable, y más diversos, cuantiosos y vastos los medios de no siempre fácil manejo usados en la acción del poder.

SISTEMAS DE ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA

273. Sistemas de organización administrativa. En cuanto a la diversidad de estructuras que puede presentar la organización administrativa, se distinguen formas de centralización y descentralización y, entre las primeras, corresponde diferenciar a su turno los sistemas de concentración y desconcentración, según el grado en que se observe el régimen centralista.

Hay concentración administrativa si los agentes locales, generalmente órganos también del poder político, se limitan a poner en movimiento y a suministrar los servicios del Estado incluso al más lejano y final de sus consumidores o beneficiarios, en formas de la más completa subordinación a las jefaturas superiores, casi siempre instaladas en la capital del Estado, desde donde designan a los agentes locales, dictan las normas más minuciosas a que deben éstos sujetarse, imparten las instrucciones de realización, resuelven las consultas para decidir aun los problemas más íntimos que se presentan en su cumplimiento. Como dice Marcel Prélot, esta forma de centralización "se cumple cuando toda la administración proviene de un centro único y se encuentra sometida a una autoridad central (que es también la autoridad gubernamental)... El poder administrador imprime a todas las secciones del país una dirección uniforme, no dejando ninguna parte de decisión a los ciudadanos distribuidos o diseminados sobre el plano del territorio o de la especialidad" (ob. cit., pág. 217). Es, pues, la expresión más decidida de la centralización administrativa.

Mientras tanto hay desconcentración administrativa si los agentes locales de los servicios públicos aun designados por los órganos superiores centrales correspondientes, tienen, por lo menos, alguna autonomía decisoria, dentro de las pautas trazadas por estos últimos, al determinar en concreto la acción requerida para la prestación de los servicios a los usuarios o consumidores colocados a distancia del asiento de la jefatura administrativa.

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Hay desconcentración cuando los agentes centralizados pueden disponer de poder propio, según M. Prélot: "El centro no toma sino una parte de las decisiones: los agentes locales del poder central tienen una competencia personal de decisión bastante extensa" (ob. cit., pág. 219). "La desconcentración consiste -según precisa Burdeau- en la entrega a los agentes locales (prefectos, gobernadores) o a los agentes de los servicios del Estado (rectores, directores de contribuciones, etc.) de la facultad de utilizar espontáneamente las prerrogativas del poder público, tomando las decisiones y haciéndolas ejecutar" (ob. cit., t. II, pág. 326).

El régimen de desconcentración, según el profesor Silva Cimma, "se presenta cuando determinados órganos de la Administración, sin dejar de ser centrales, son dotados por el legislador de atribuciones privativas en ciertas materias, de recursos especiales para cumplir una modalidad específica de trabajo, y, por excepción, de personalidad jurídica" (Derecho Administrativo chileno y comparado, ed. 1995, tomo IV, pág. 122).

Sin duda que, si las formas pronunciadas del centralismo administrativo robustecen la energía del mando y garantizan la unidad de su inspiración, en el hecho disminuyen su eficacia técnica, perturban la presteza y eficiencia de las atenciones y, al debilitar la vitalidad de los componentes del Estado generando el exceso de concentración, ponen en peligro la fuerza de las instituciones democráticas, al conducir a la hipertrofia de la capital de los Estados y provocar simultáneamente la anemia en las porciones lejanas de su sede.

Estos peligros del Estado excesivamente centralizado se han puesto de relieve cuando a su amparo se han hecho con frecuencia posibles las formas contemporáneas del totalitarismo.

Por otra parte, si el Estado centralizado funcionaba de modo más o menos satisfactorio cuando prevalecían en el ambiente colectivo los ideales del liberalismo político y económico, que reducía su papel a escasas y primordiales funciones, dejó de actuar en el mismo grado de eficiencia a medida de los fracasos de diversas experiencias del Estado burgués capitalista para mantener la tranquilidad en la justicia, y las urgencias de nuevas y múltiples necesidades colectivas dieron paso al auge de las doctrinas intervencionistas y obligaron al poder público a hacerse cargo de tareas que por largo tiempo había dejado de desempeñar.

El imperativo de contrapesar el centralismo avasallador para dar satisfacción a las exigencias de las secciones territoriales, y de permitir la asunción de las numerosas y complejas nuevas funciones que se le exigían, condujo a imponer en múltiples naciones distintas fórmulas de descentralización administrativa.

"Habiéndose apoderado el gobierno de la gestión de todos los servicios y resumiendo toda la autoridad en sus manos, un cierto número de actividades tienden a desprenderse de él, bajo influencias psicológicas y aun, podría decirse, bajo su peso físico" (Prélot, ob. cit., pág. 220).

Se habla de descentralización administrativa cuando los servicios públicos en lugar de proporcionarse por agencias subordinadas a los órganos centrales, lo son por medio de entes autónomos, con personalidad jurídica propia dentro del Estado, que ya extienden su acción a lo largo del territorio, o ya la realizan sólo en el ámbito de una determinada porción de éste.

Porque hay, en efecto, dos formas de descentralización administrativa: territorial y de servicios.

En ambas, lo esencial es la autonomía con la cual se acuerden ya las normas condicionantes de la prestación del servicio, ya por lo menos siquiera sus reglas secundarias de complementación y, en todo caso, la libertad decisoria con que se ejecutan.

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La descentralización funcional o de servicios resulta espontáneamente en el Estado contemporáneo de la paulatina acumulación en él de la diversidad y novedad de requerimientos que presentan las vicisitudes de la vida colectiva.

Así se han venido creando, en calidad de entes colectivos separados, diversos institutos con variada denominación que toman a su cargo la realización de las nuevas tareas que al Estado se exige efectuar. Se desprenden, entonces, del núcleo central grupos de actividades que estaban confundidos en él, desde que se comprende haberse configurado un conjunto de necesidades e intereses suficientemente delimitado como para justificar su independencia y sancionar ésta dotándolo de personalidad jurídica (v. Burdeau, t. 2, pág. 367).

La descentralización territorial no persigue descargar al Estado central de determinadas funciones que de un punto a otro de su ámbito espacial presta a la colectividad entera, sino aliviar a las oficinas metropolitanas de la ejecución misma de las directivas básicas impartidas por las jefaturas centrales, en lo que corresponde a la jurisdicción de las distintas porciones del territorio, todo ello con el propósito de fortalecer la vida local y de adecuar la prestación de los servicios a las necesidades, a los apremios, a las características de las diversas secciones del Estado, a cuyos órganos se les reconoce libertad de determinar, adecuar y realizar. A estos entes locales se encarga regir con mayor o menor independencia los asientos de la respectiva jurisdicción geográfica.

"Entendemos por descentralización administrativa territorial -dice don Enrique Silva Cimma- aquella en que se entrega la administración de los intereses regionales y locales a órganos independientes del Poder Central, creados paralelamente a éste con personalidad jurídica y recursos propios" (Derecho Administrativo, t. IV, pág. 96).

Hay descentralización "cuando las reglas que ordenan la actividad se adoptan por autoridades que emanan del grupo a que conciernen". Son centros de decisión independientes de los que integran el aparato oficial de la estructura nacional del gobierno y administración del Estado, aunque sometidos a ciertas formas de control o de tutela que no comprometen lo esencial de su autonomía. El ente descentralizado tiene en su órbita facultades normativas, ejecutivas, jurisdiccionales, etc.

Kelsen distingue, por una parte, entre descentralización total o parcial, referida a los órganos creadores de las normas jurídicas, y, por otra, descentralización perfecta e imperfecta, según sea definitiva e independiente la norma creada para una porción del territorio, o pueda, a la inversa, ser suspendida o suplantada la norma local por la central y determinable por ésta. Tales distinciones sirven a la mayoría de los tratadistas para precisar formas de Estado y no de descentralización puramente administrativa. Kelsen considera también los cuerpos autónomos constituidos por comunidades administrativas locales servidas por corporaciones elegidas en la misma sección territorial (v. ob. cit., pág. 219 y sgts., 234 y sgts., y 237 y sgts.).

Evidentemente la descentralización es completa si los órganos descentralizados -ya servicios autónomos, ya secciones territoriales- tienen atribuciones tanto para dictar las normas jurídicas que regirán la prestación de las respectivas tareas de beneficio colectivo, como para designar de su seno las autoridades o titulares de los distintos empleos o funciones. Y la forma más democrática para escoger las autoridades de las reparticiones especializadas o de las secciones territoriales será, naturalmente, la elección que hagan los consumidores de los servicios de que se trate o el electorado comprendido en las respectivas secciones territoriales.

Cuando la descentralización se vuelve muy acentuada en cuanto a los órganos locales, el Estado unitario parece acercarse al Estado federal.

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Los límites entre una y otra forma de Estado se hacen en realidad difíciles de precisar cuando se extreman las formas de descentralización.

Sin embargo, un criterio es útil para orientar la apreciación concreta acerca de si, en determinado Estado, se vive el federalismo o se observa tan sólo una fórmula decididamente descentralizada de administración todavía dentro de una estructura estatal unitaria.

Tal criterio no puede ser otro que el que emana del examen de la dirección política. Si el cuerpo descentralizado localmente no participa, como tal, en la formación, sentido y ejercicio del poder político, sino que se mantiene para influir como ente autónomo sólo en el plano local, se conserva siempre la clase unitaria de Estado.

C. LA FUNCIÓN JUDICIAL

274. C. Función judicial. Concepto. "Juzgar" es "deliberar quién tiene autoridad para ello, acerca de la culpabilidad de alguno, o de la razón que le asiste en cualquier asunto, y sentenciar lo procedente" (Real Academia).

Para juzgar se necesita facultad para resolver -jurisdicción- en un asunto comprendido en la competencia del que decide.

Juez es "persona que tiene autoridad y potestad para juzgar y sentenciar".

Tribunal es tanto el lugar destinado a los jueces, como el ministro o ministros que conocen los asuntos de justicia y pronuncian sentencia.

Para Aristóteles el poder judicial abrazaba los oficios de jurisdicción y distinguía ocho clases de tribunales y de jueces (Política, págs. 103-113).

La jurisdicción puede ser contenciosa, si tiene por objeto resolver controversias o contiendas entre intereses o posiciones contrapuestos que han ventilado su contradicción, o no contenciosa o voluntaria, si es llamado algún tribunal del Poder Judicial, a falta de controversia, a establecer los antecedentes de una situación de hecho y comprobarlos, si de ellos depende el reconocimiento de efectos jurídicos, por ejemplo, la calidad de hijo o heredero, o el acceso a una pensión de jubilación.

La misión propia del juez es, ya la determinación del castigo merecido por quien ha infringido el ordenamiento jurídico -jurisdicción en lo criminal-, ya la decisión de alguna disputa sobre relaciones e intereses privados en orden al estado de las personas, a la herencia, régimen de la familia, condición de los bienes y de los contratos -jurisdicción en lo civil.

La sentencia supone el juicio o proceso previo, destinado a establecer los hechos y a escuchar las alegaciones de las partes en controversia. En el proceso es esencial permitir a las partes que tengan interés en la contienda hacer valer sus defensas y producir o examinar las pruebas encaminadas a definir la situación de hecho en relación a la cual se forma el juicio.

Por la sentencia se aplica la norma positiva que corresponda a la situación concreta considerada en el juicio o se crea una regla de derecho para decidir la contienda.

Han de entenderse también comprendidas en la jurisdicción que se entrega a un tribunal, las facultades de disponer y realizar todo cuanto lleve a la entera y cumplida ejecución de lo que haya sido resuelto, ya sirviéndose de los propios medios de que disponga, ya requiriendo el auxilio de otros órganos que tengan la obligación de proporcionarlos. De esta manera se

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consagra lo que constituye el imperio de la justicia, sin el cual sus decisiones se hacen del todo ineficaces.

Se explican así tanto la diversidad como los vínculos que presenta la misión de juzgar si se la compara con las de ejecutar o de legislar.

El juez, como el gobernante, generalmente aplica y cumple una regla jurídica, predeterminada, general, abstracta, en presencia de determinada situación especial y concreta, pero, mientras el simple ejecutor actúa en la normalidad de la vida jurídica, moviéndose continua y ágilmente conforme al precepto vigente todas las veces que ocurren los hechos mirados como posibles, el juez oficia en caso de producirse una violación de la norma o un conflicto relativo a los derechos e intereses que protege el ordenamiento jurídico.

El juez, entre tanto, como el legislador, tiene la facultad de dar nacimiento a una regla de derecho; el legislador, antes de generarse la conducta normada, para que, cuando ocurra, la realidad sea enmarcada en la norma; el juez la crea solo frente a la controversia, si el conflicto no puede resolverse mediante la mera aplicación de la norma en vigor. "Reclamada su intervención en forma legal y en negocios de su competencia, no podrán excusarse de ejercer su autoridad ni aún por falta de ley que resuelva la contienda sometida a su decisión", dice el art. 10 del Código Orgánico de Tribunales de Chile.

La determinación de la regla de derecho que rige la situación no siempre resulta fácil, no sólo porque supone el previo esclarecimiento de los hechos, sino porque aun precisados éstos, ha de establecerse cuál es la norma en vigor y, de existir varias concurrentes, cuál es la que prevalece. Tal apreciación conduce a la magistratura a tener que resolver, frente al caso, cuál es el precepto de mayor fuerza imperativa, a fin de reconocérsela y dejar de lado el de menos jerarquía, si pugna con aquél. Justamente por haberse estimado que esa misión debe satisfacerla la judicatura incluso en resguardo de la ley fundamental, se ha extendido su competencia hasta confiarle el control de la constitucionalidad de las leyes.

La función judicial no siempre se ejerce con motivo de una contienda entre partes que disputan beneficios equivalentes, como sucede en los juicios civiles en que se litiga sobre intereses privados de los contendientes. En la jurisdicción en lo criminal, en efecto, debaten ante el juez, generalmente, además del hechor y la víctima, la sociedad que persigue la aplicación del justo castigo merecido por la violación del ordenamiento jurídico. Por otra parte, no siempre se enfrentan en el proceso dos personas particulares, sino que el litigante puede pretender justicia con motivo de actos imputables al Estado, realizados por alguna de las innúmeras instituciones que lo integran, por la variada índole de gobernantes o funcionarios. La materia de la controversia será con frecuencia, en tal situación, análoga a la que podría suscitarse entre dos personas privadas o, al contrario, relacionarse a menudo con las materias propias de la naturaleza específica de la actuación del ente público con quien se ventila la contienda. Esta diversidad de partes y de objetos en relación a los cuales ha de ejercerse la función judicial, se convierte en factor determinante de la elección del órgano llamado a desempeñarla y del procedimiento a que debe ajustarse.

En la práctica, la esfera del Poder Judicial se hace menos precisa de lo que es en sí la función de juzgar, porque, por un lado, se llama a órganos de tipo judicial a desempeñar tareas que no tienen carácter contradictorio, y, por otro, se confían a cuerpos que no revisten esa estructura fundamental, atribuciones que se comprenden en la misión de juez. Aún más, constantemente el ejercicio de facultades típicamente ejecutivas o administrativas hace necesario el empleo de procedimientos destinados a establecer debidamente los hechos, escoger la norma de derecho aplicable e ilustrar la decisión, que presentan modalidades semejantes a las que rodean el cumplimiento de la función judicial.

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LOS TRIBUNALES

275. Los tribunales. En la época feudal, el señor hace justicia a sus siervos y en las monarquías medioevales cada cuerpo o estamento resuelve los conflictos suscitados entre sus integrantes y dispone, en su propio seno, de los tribunales facultados para resolverlos.

Cuando se precisan las poderosas monarquías que dan origen a los Estados modernos, los reyes proporcionan servicios judiciales (curia regis) que imponen su prestigio sobre la justicia administrada por los señores o por los tribunales forales.

En Inglaterra esos tribunales que impartían justicia a nombre del rey dieron origen al common law, términos que se usan para oponer el derecho nacional inglés al extranjero o al local o aun a la equidad pero, como explica Glanville Williams, "más usualmente la frase significa el derecho que no es resultado de la legislación, esto es, el derecho creado por la costumbre del pueblo y las decisiones de los jueces" (ob. cit., pág. 24), porque, como añade Kiralfy, "una decisión del tribunal opera retrospectivamente, declarando lo que el derecho es o ha sido, más bien que el que lo será" (ob. cit., pág. 9).

En la Europa continental se observa el mismo fenómeno de la afirmación de la fuerza de los tribunales reales sobre los señoriales, municipales, gremiales, y, en ciertos aspectos, aun sobre los eclesiásticos cuya jurisdicción tratan de reducir.

Cuando esas naciones se sumen en el absolutismo la justicia regia queda, naturalmente, sometida, como las demás actividades, al poderío del rey. Los jueces actúan por simple delegación del soberano, quien se creía autorizado en cualquier momento para retenerla, es decir, para avocarse, en su calidad de supremo juez, el conocimiento de la causa sometida a la decisión del tribunal inferior, el cual quedaba, por lo tanto, excluido de su conocimiento.

En Francia los Parlamentos, nombre que se dio a las cortes judiciales superiores, lucharon larga y, a veces exitosamente, contra el mismo Rey en defensa de sus fueros. Conquistaron los Parlamentos -especialmente el de París- el derecho de registrar las disposiciones legislativas antes de que fueran ejecutorias, previo examen de si estaban conformes éstas con los principios generales del derecho público, con el interés del príncipe y del reino. Cuando no las registraban representaban al rey los motivos de su rechazo (remontrances); si el rey insistía (lettres de jussio) debían registrarlas, pero en ocasiones el Parlamento persistía en oposición (itératives remontrances). A veces se hacía necesario el lit de justice, cuyo significado, explica Bonde, de quien tomamos estas referencias: "El rey mismo se trasladaba al Parlamento, se colocaba sobre una silla elevada y ordenaba a los magistrados registrar su decisión. Se justificaba esta medida diciendo que los magistrados no eran sino los representantes del soberano para administrar justicia. Ahora bien, allí donde surgía la persona representada, los poderes del mandatario desaparecen de inmediato: Adveniente príncipe, se decía, cesat magistratus" (Précis d?Histoire du Droit Français, pág. 228). Los Parlamentos se atribuían otros importantes papeles de interés público: guardianes de las leyes fundamentales del reino; su alta policía -es decir, como dice también Bonde, el gobierno mismo del reino-, dictaban reglamentos de administración pública, etc.

276. Diversos tipos de tribunales. Los tribunales pueden ser:

a) Unipersonales, por ejemplo, el juez de letras; o colegiados o pluripersonales: la Corte Suprema, las Cortes de Apelaciones, la Corte Marcial, etc.

b) De primera instancia, aquel que resuelve en la oportunidad inicial, de modo que sus decisiones pueden ser revisadas, o sea, revocadas o modificadas por otro tribunal de superior jerarquía; de segunda instancia: el que está facultado para examinar lo sentenciado por un

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tribunal de primera instancia, para confirmarlo, revocarlo o modificarlo. Conviene advertir que cuando existe tribunal de segunda instancia, se establece, en favor del agraviado con el fallo del juez a quo, recurso de apelación para ante el tribunal ad quem o superior, o consulta, que obliga a revisar cuando no ha habido apelación. De única instancia: son los tribunales cuyas sentencias no pueden ser revisadas por un tribunal superior.

c) Tribunales de casación son los que están autorizados para anular (casar) ya por defectos de procedimiento (casación de forma), ya por infracción de ley sustantiva (casación de fondo), los fallos del tribunal inferior. El único tribunal de casación en el fondo en Chile es la Corte Suprema.

d) Los tribunales pueden estar constituidos por jueces que forman parte integrante del Poder Judicial o ser nombrados por las mismas partes contendientes, tomando éstos el nombre de árbitros, que son ya de derecho, ya simples componedores o arbitradores que resuelven en conciencia.

e) Jueces letrados o no letrados: calificación que depende de si sus integrantes, por la naturaleza de la competencia del tribunal, deben o no ser abogados.

f) Hay tribunales que velan por el cumplimiento de las normas del régimen comunal y castigan sus contravenciones (jueces de policía local) o por el respeto de las reglas de convivencia vecinal (jueces de paz).

INDEPENDENCIA

277. Independencia de la función judicial. La independencia es condición y consecuencia del reconocimiento de la especialidad de la función jurisdiccional y de la autonomía con que ella debe realizarse por los tribunales a que está confiada, para que pueda actuar al margen de interferencias, presiones o revisiones de otros poderes. La especialidad de la función consiste en que sólo a los órganos del Poder Judicial compete pronunciarse sobre los problemas propios de su jurisdicción y, por lo tanto, las demás autoridades (Parlamento, Presidente de la República, etc.) no pueden influir en sus decisiones, ni modificarlas o dejarlas de cumplir ni arrogarse sus atribuciones, ni avocarse el conocimiento de los asuntos entregados a la competencia de los jueces.

"Uno de los postulados sobre los cuales descansa la organización constitucional moderna -afirma don Carlos Estévez- es el de la existencia de un poder judicial independiente, con vida y atribuciones propias, soberano dentro de la esfera de acción que la Constitución y las leyes le señalan... La independencia del poder judicial es freno que detiene tanto el avance de las veleidades gubernativas, como el de las tiranías legislativas. Puede decirse que sería ilusorio afirmar que en un país existe libertad política, si no hay la garantía de un poder judicial independiente. Si a los magistrados y jueces les corresponde como rol principal aplicar e interpretar la ley, no es menos importante en nuestro tiempo proteger la libertad de los ciudadanos contra los abusos de los poderes públicos; la magistratura así concebida, constituye la expresión suprema de la conciencia nacional, sobre todo de una conciencia que esté colocada al margen de las luchas políticas" (Cuarta Conferencia Interamericana de Abogados, t. 1, pág. 400).

Con el fin de consagrar ese principio básico se ha elevado la organización judicial al rango de una de las tres fundamentales del Estado, y así lo reconocen desde la Constitución de Filadelfia de 1787 o la primera de las francesas, la de 1791: "El poder judicial, no puede, en caso alguno, ser ejercido por el Cuerpo legislativo ni por el Rey". (Cap. V, art. 10).

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Lógico corolario de esta independencia es que los miembros de la organización judicial no deben integrar los cuerpos públicos que ejercen las funciones legislativas o ejecutivas ni intervenir en el cumplimiento de éstas.

El establecimiento, estructuración y atribuciones de los tribunales se substrae también, con tal propósito, a la esfera de competencia del Ejecutivo: "El Poder Judicial de los Estados Unidos se confía a la Corte Suprema y a tales cortes inferiores cuyo establecimiento pueda ordenar el Congreso a medida de las necesidades". Análogos preceptos figuran en la Constitución francesa de 1791 y en todas las que le siguen.

La independencia de la función judicial debe asegurarse en diversos aspectos.

Desde luego, en primer término, desde el punto de vista orgánico, en el sentido de que su estructuración, sus atribuciones y sus vínculos con los demás órganos estatales han de permitir a los tribunales adoptar sus decisiones con plena autonomía, libres de presiones y de la posibilidad de que sus determinaciones puedan dejar de cumplirse o ser alteradas en cualquier forma. "Ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos" (art. 73 de la Constitución chilena de 1980).

Independencia económica, en seguida, en cuanto debe concretarse la obligación del Estado de dotar al Poder Judicial de los diversos medios materiales y técnicos requeridos para el desarrollo oportuno y eficiente de sus labores.

Independencia personal de los magistrados, en fin, asegurada mediante un estatuto que rija los requisitos de incorporación, permanencia y término de sus funciones, en tales condiciones que les sea posible entregarse de lleno a sus tareas y adoptar sus decisiones sin riesgo alguno de verse perturbados en su persona misma.

SISTEMAS DE NOMBRAMIENTO

278. Sistemas de nombramiento. El mejor sistema de nombramiento de los magistrados fue cuestión que se abrió desde el comienzo del constitucionalismo moderno.

Dentro de la lógica del pensamiento revolucionario se estimó que correspondía su designación directamente al soberano, y así la elección popular de los jueces fue consagrada en Francia por leyes de 1790. Muy pronto, aun antes de instaurarse la dictadura de Bonaparte, la fórmula había sido prácticamente abolida y reconocido su fracaso. También se ha practicado en los Estados de la Federación Norteamericana -no en el Poder Judicial federal- con resultados igualmente discutibles. Pueden citarse también como de elección popular los tribunales inferiores suizos.

La realidad confirma la inconveniencia de una solución que es en teoría condenable. Derivando el juez su título y la duración de su cargo del favor popular es difícil que lo desempeñe con entera prescindencia de toda consideración ajena a la justicia que administra. Como el resultado electoral se vincula a la acción de los partidos políticos, resultaría más bien extraño que se conquistara la magistratura y se ejerciera sin compromiso alguno que derivara de la afiliación partidista o de sus exigencias. Si no se convierte en una carrera dotada de estabilidad y de continuidad, la magistratura se priva de la profundidad y especialización indispensables en una tarea cuyo buen desempeño requiere no sólo vastos conocimientos sino la perfección que proviene de la dilatada experiencia. Por otro lado, por buena intención que cabe suponer a los sufragantes en la selección de los magistrados, carecerán los electores, en su gran mayoría, de competencia indispensable para apreciar el grado en que los jueces eventuales reúnen las condiciones técnicas habilitantes para una eficaz labor.

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Si el Parlamento decreta los nombramientos, derivan ciertamente de un cuerpo que, por su más elevada cultura y mejor información, está en superiores condiciones que el electorado para aquilatar las cualidades técnicas que hacen un juez eficiente. Sin embargo, no se evita de tal modo, sino que, al contrario, se hace más grave el peligro de que los magistrados se vean envueltos en las luchas políticas y sean juego de las pretensiones y rivalidades partidistas. Algunas constituciones limitan la designación por las asambleas electivas sólo a los integrantes de los más altos grados de la jerarquía judicial.

No se confunda con el nombramiento por el Congreso aquel sistema que exige, como lo hace la Constitución de Filadelfia, que los nombramientos se extiendan por el Presidente de la República pero previo consejo y consentimiento del Senado (Art. II, sección II). En Estados Unidos se ha creado la tradición de que se aprueben o rehúsen tales designaciones al margen de toda consideración puramente política y de proselitismo partidista, aunque ha habido en este último tiempo algunas situaciones que preocuparon a la opinión pública y no la dejaron convencida de la completa imparcialidad que debía respetarse.

El nombramiento directo y exclusivo del Poder Ejecutivo no se contradice, esencialmente, con la posibilidad de una judicatura competente -al contrario, se encuentra en excelente expectativa de procurarla-, pero envuelve el grave riesgo de que resulte dependiente de aquella autoridad que con más eficacia puede presionarla, fuera de que esa forma de designación no garantiza tampoco el curso de promociones generadas sólo por consideraciones extrañas a la mejor prestación del servicio judicial.

En Inglaterra, según el grado de la jerarquía del magistrado su nombramiento lo hace el Lord Canciller consultando, indudablemente, al Primer Ministro; o la Corona por consejo del Primer Ministro, quien, presumiblemente, consulta al Lord Canciller; o directamente por éste. Las designaciones recaen en los miembros de los cuerpos profesionales que agrupan, con fuertes y antiquísimas tradiciones y disciplina, a quienes ingresan a ellos para desempeñar tareas dentro o fuera de los Tribunales.

Parece razonable sostener como laudable el sistema de que los jueces sean escogidos por ellos mismos (cooptación) porque se presenta como muy natural que ellos, sabiendo mejor que otros apreciar las cualidades propias de la magistratura, velen por la aptitud de los seleccionados. Sin embargo, el espíritu de cuerpo puede ocultar o amparar corrupciones o abusos que se perpetúan cuando se transforma en una casta cerrada que se autogenera.

Nadie querrá revivir, en fin, el sistema que mereció tantas y tan justas críticas, una de las causas más graves del desprestigio del absolutismo monárquico, de transformar estos cargos en plazas negociables, porque la venalidad no asegura ninguna de las bases fundamentales de una buena administración judicial.

De la rápida revisión que precede relativa a las diversas formas de nombramiento de los magistrados y de las ventajas e inconvenientes de una y otras, se comprende la tendencia a establecer fórmulas mixtas que, combinando en algún grado las expuestas, procuran asegurar la buena selección técnica y la estabilidad de los empleos judiciales que requieren prolongada consagración, independencia e imparcialidad.

INAMOVILIDAD

279. Inamovilidad. La inamovilidad es el principio en virtud del cual un juez no puede ser removido, mientras dure su buen comportamiento, durante el período fijo o el tiempo indefinido para el cual ha sido nombrado, a menos que su mal comportamiento sea establecido por causa legal debidamente sentenciada.

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Incluso en Inglaterra los reyes sostenían que la permanencia existía durante bene placito nostro y, aunque en la época republicana se los nombró quamdian se bene gesserint -mientras duraba su buen comportamiento-, producida la restauración monárquica como los reyes renovaran la práctica arbitraria precedente, el Acta de Establecimiento de 1701 afirmó ese nuevo principio y estableció para el soberano la obligación de remover a los jueces a petición de ambas ramas del Parlamento. Sólo una vez, en 1830, un juez irlandés, Sir Jonah Barrington, fue así separado. Sin embargo, la Corona -no el monarca- "podría remover por mala conducta funcionaria, negligencia de los deberes oficiales o (probablemente) si es convicto de un grave delito" (Hood Phillips, pág. 557).

RESPONSABILIDAD

280. Responsabilidad. Naturalmente el Poder Judicial no asume responsabilidad orgánica en cuanto actúa dentro del ordenamiento jurídico, cualquiera que sean las consecuencias de sus decisiones, las cuales deben ser soportadas o cumplidas por quienes se vean afectados por ellas. Será muy excepcional el caso en que dicho ordenamiento consagre situaciones que establezcan una responsabilidad, que no sería del Poder Judicial, sino que del Estado mismo del cual es órgano; tal es la situación prevista en el art. 19 Nº 7 letra i) de la Constitución chilena de 1980 para el caso de proceso o condenación injustificadamente erróneo o arbitrario.

Mientras tanto, el principio de la responsabilidad apunta a que los jueces deben sufrir en su persona o derechos por los delitos o abusos que cometan en el ejercicio de sus funciones. Para hacer efectivas tales responsabilidades, pueden ser castigados disciplinariamente por la propia jerarquía, la cual tiene también facultades para remediar las faltas cometidas de oficio o a petición de parte (recurso de queja), o ser sancionados según la ley común, cuando han llegado así a cometer delitos, previo un procedimiento que equivale a un antejuicio (querella de capítulos).

SISTEMA DE JURADOS

281. Jurados. La función judicial es, por su naturaleza, compleja y requiere conocimientos de la legislación sustantiva pertinente, del procedimiento aplicable, de los sistemas de rendición y valoración de la prueba. Por tales motivos se entrega generalmente la misión de juzgar a magistrados letrados y de carrera, y, además, para evitar en lo posible el error o la diversidad de criterios, se organiza con frecuencia la judicatura a base de cuerpos colegiados en que se facilita la deliberación o se consagra diversidad de grados de jurisdicción de modo que el superior está facultado para enmendar o anular la decisión del magistrado inferior.

Sin embargo, se alegan ventajas al juzgamiento por jurados que son jueces ocasionales, ajenos a especialización técnica, llamados a resolver el caso de acuerdo con su leal saber y entender, apreciando en conciencia la situación producida o la culpabilidad del acusado. Ajenos a la deformación profesional y espíritu de cuerpo, se espera de los miembros del jurado un juzgamiento inspirado en la simple rectitud humana, sin vínculos con la organización judicial ni compromiso de intereses o expectativas en la judicatura; se confía en la pureza de la natural inclinación de justicia de todo hombre sano; siendo el derecho expresión del buen sentido, se supone que goza de éste cualquiera persona normal; sumidos en los quehaceres ordinarios y enfrentados a las dificultades que la vida presenta, se atribuye, en fin, a los jurados la posibilidad de apreciar con exactitud la situación que deben resolver.

Según Maitland, el origen del jurado se relaciona con el privilegio que ejercían los reyes francos de colocarse fuera del procedimiento formal ordinario y que se sentían autorizados para transferir a otros. Dejado ya de lado el combate judicial; "un grupo de vecinos era

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convocado por un oficial público para testificar la verdad cualquiera que fuera, acerca de los hechos y del derecho que se presumía en su conocimiento. Posteriormente un procedimiento similar se usó para la averiguación de los crímenes" (ob. cit., pág. 22).

Dentro de las tradiciones inglesas, se considera el juicio por jurados como una de las principales seguridades que tienen los súbditos para la protección de sus derechos y por lo tanto uno de los principales baluartes de su Constitución. Se extendió tanto en la jurisdicción civil como en la criminal y en ésta se organizaba primero un gran jurado para dar o no paso a la acusación y luego un pequeño jurado para pronunciarse sobre la culpabilidad.

Al advenimiento de la República en Francia, es ésta una de las instituciones que la nación continental procura trasplantar de la isla pero se la acoge sólo en el orden penal.

Actualmente en Inglaterra, aunque nacidos los jurados precisamente dentro de la jurisdicción civil, han caído respecto de ésta en casi completo desuso.

Se conserva activo, mientras tanto, en las causas criminales mayores, cuando no son resueltas sumariamente por los magistrados con el consentimiento del acusado. Según datos de Hood Phillips, al tiempo que escribía, el 85% de los casos se resuelven sumariamente y, del 15% entregado al juicio de jurados, en cerca de los dos tercios los acusados se reconocen culpables, de manera que sólo alrededor del 5% se resuelven realmente en definitiva por jurados (pág. 585).

La actuación de los jurados está, por lo demás, encauzada por el juez letrado que dirige el Tribunal e ilustra su deliberación.

"Muchos argumentos se aducen en favor del juicio por jurados en los casos criminales -dice el autor recién citado-. Se dice que el veredicto de un jurado es más fácilmente admitido por el público que el veredicto de un Juez, que el servicio del jurado proporciona ordinariamente a los ciudadanos una oportunidad de participar en la administración de justicia y que el jurado releva al juez de parte de su responsabilidad. El último argumento es acogido a menudo por los propios jueces, especialmente, en relación a los procesos de asesinato... Muchos jueces piensan también que la apreciación de los hechos por el jurado es casi siempre correcta, y más frecuentemente exacta de lo que podría ser la del juez. Los jurados, hombres o mujeres, tienen ese sentido común y conocimiento del mundo que es requisito para aquilatar la credibilidad de los testigos. Se dice que la necesidad que tiene el juez de dirigir el jurado ha mantenido el derecho inglés simple y claro, y aun, que el jurado es resguardo contra las leyes impopulares. Los argumentos en contra del sistema de jurado comprenden el aventurado método de selección, y la exclusión de él de la mayoría de las clases profesionales: la inexperiencia del jurado en examinar la prueba y su falta de familiaridad con el trabajo y la atmósfera de los Tribunales; la regla de la unanimidad; el servicio forzado y la inadecuada compensación por la pérdida de tiempo; el esfuerzo físico y mental de un prolongado juicio; y el hecho de que un jurado es más fácilmente influenciado que un juez por la elocuencia del abogado" (ob. cit., págs. 565-566). (Ver tomo III, Nos 122, 408. )

JUSTICIA ADMINISTRATIVA

282. Justicia administrativa. Cuando el particular defiende en la litis una libertad, un derecho, un interés, una expectativa, no disputando con otro particular como él, sino enfrentándose al Estado, con motivo de actos de sus funcionarios, realizados en el gobierno y administración del país, en ejercicio de las diversas autoridades y servicios públicos, surge el problema de si corresponde entregar la decisión a los órganos de la jurisdicción ordinaria, o si conviene sustraerla de ésta.

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La tradición afirmada en Inglaterra desde antes de la época constitucionalista fue someter el fallo de las cuestiones surgidas entre los particulares y algún órgano de la autoridad pública, a la resolución de los mismos tribunales que conocerían de la cuestión si surgiera entre dos particulares. Sin embargo, tal principio ha venido cediendo con el aumento de las funciones estatales y establecimiento consecuente de numerosos tribunales especiales de base administrativa, llamados a pronunciarse sobre determinadas materias.

En Francia, desde los primeros días de la Revolución, predominó el criterio opuesto, según el cual a los órganos ordinarios de la jurisdicción civil o criminal no compete la decisión de las cuestiones provenientes de los actos de las autoridades políticas o administrativas. La Constitución de 1791 (C. V. art. 3º) prohíbe a los tribunales inmiscuirse en las funciones administrativas o citar ante ellos a los administradores por razón de sus funciones. El decreto de 16 de agosto de 1790 (citado por Esmein, t. 1, pág. 531) había establecido ya por lo demás, "las funciones judiciales son distintas y permanecerán siempre separadas de las funciones administrativas. Los jueces no podrán bajo pena de crimen perturbar de cualquier modo que sea las actuaciones de los cuerpos administrativos, ni citar ante ellos a los administradores por razón de sus funciones".

Tal es el origen de la justicia administrativa confiada al comienzo a los propios funcionarios resolutivos, hasta que la Constitución del año VIII, estableciendo el Consejo de Estado, encarga a éste resolver las dificultades que se susciten en materia administrativa (art. 52).

Actuando al comienzo el Consejo de Estado dentro del sistema de justicia retenida, sus decisiones venían a tener valor sólo si se convertían en disposiciones de la autoridad administrativa correspondiente hasta que se le llegó a otorgar poderes jurisdiccionales propios de modo fugaz en la Constitución de 1848 (art. 75) y en forma definitiva por la ley de 1872.

En el ejercicio por parte del Consejo de Estado de su tarea jurisdiccional, fue conformándose una riquísima jurisprudencia administrativa contenida en las resoluciones recaídas en los diversos recursos que fue definiendo y precisando en favor de los administrados, ya de nulidad, de plena jurisdicción, de abuso o desviación de poder, etc. La trascendencia y densidad de la jurisdicción de dicho organismo llevó a constituir, bajo su dependencia, tribunales administrativos subordinados, en asientos regionales.

Conviene advertir que al Consejo de Estado le corresponde también velar por la juridicidad del ejercicio de la potestad reglamentaria y está también llamado directamente por la Constitución de 1958 a informar al Consejo de Ministros sobre los proyectos de ley (arts. 37, 38 y 39).

Como pueden disentir los tribunales ordinarios y los administrativos tocante a si determinado asunto cae dentro de la competencia de unos o de otros existe para resolver estas discrepancias un Tribunal de conflictos con igual representación de ambas jurisdicciones.

Según la Constitución italiana de 1947, "el Consejo de Estado y los otros organismos de la justicia administrativa tienen jurisdicción para la protección ante la administración pública de los intereses legítimos y también de los derechos subjetivos en materias particulares contempladas en la ley" (art. 103).

Tienden algunas constituciones a incorporar en sus textos las bases de lo contencioso administrativo, y así, por ejemplo, la Carta colombiana de 1991 dispone que el Consejo de Estado es el organismo encargado de desempeñar las funciones de tribunal supremo de lo contencioso administrativo, conforme a las reglas que señale la ley (art. 237 Nº 1), y podrá suspender provisionalmente, por los motivos y con los requisitos que establezca la ley, los

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efectos de los actos administrativos que sean susceptibles de impugnación por vía judicial (art. 238).

RELACIONES CON LOS OTROS PODERES

283. Relaciones con los otros poderes. Lo específico de la función judicial y la independencia que debe ejercerse, se desarrolla a través de órganos que prestan un servicio público constituido por el cuerpo de funcionarios encargados de la administración de justicia y por los medios económicos y elementos de labor requeridos para su prestación.

De su antigua, estrechísima vinculación al Ejecutivo, provino que toda la esfera administrativa y económica del servicio judicial quedara generalmente reservada a aquél, con la ventaja para el Poder Judicial de que sus miembros pudieran entregarse así de lleno a sus tareas específicas.

Se mantuvo, asimismo, en el Ejecutivo una cierta superior vigilancia en el desempeño de los jueces, dentro del respeto a su inamovilidad e independencia, con el objeto sólo de poner en movimiento los resortes jurídicos necesarios para propender a una más adecuada y eficiente prestación del servicio mismo.

Sin embargo, la lógica de los presupuestos de autonomía del Poder Judicial ha conducido a reconocerla, más allá de lo relacionado estrictamente con el ministerio específico de su misión sustantiva, a todo cuanto se vincula a la organización y funcionamiento de la judicatura.

Con tal objeto, se tiende a dotar a los órganos judiciales de las facultades necesarias para que asuman también directamente la responsabilidad de los aspectos directivos, administrativos, económicos del servicio que proporcionan.

Tales atribuciones han sido dadas frecuentemente en su mayor extensión al más alto cuerpo de la jerarquía judicial.

Así en Venezuela se entrega iniciativa legal a la Corte Suprema en cuanto a organización y procedimientos judiciales y en la discusión de las normas relativas a esas materias, tiene derecho a la palabra el magistrado que ella designe (arts. 65 y 170).

Sin embargo, como puede considerarse difícil o inconveniente que el mismo cuerpo que decide los asuntos de más alta trascendencia en la función judicial se preocupe también de asuntos de índole ajena a los problemas jurídicos de su competencia, se tiende a crear órganos especiales a los cuales se confía la regencia administrativa del servicio judicial.

284. Consejo Superior de la Magistratura. La Constitución de Francia del 27 de octubre de 1946 había establecido un Consejo Superior de la Magistratura, encargado de asegurar, conforme a la ley, la disciplina de los magistrados, su independencia y la administración de los tribunales judiciales.

El Consejo de la Magistratura se reiteró en la Constitución de 4 de octubre de 1958, que en este punto fue modificada por reforma 93-952, de 27 de julio de 1993. Conforme al nuevo texto del art. 65 de esa Carta, el organismo es presidido por el Presidente de la República, siendo Vicepresidente el Ministro de Justicia. Comprende dos formaciones: una con competencia respecto de los magistrados que actúan como jueces, y la otra respecto de los magistrados de instrucción (parquet). La composición de ambas secciones es análoga e incluye seis magistrados de una u otra clase, un miembro del Consejo de Estado designado por éste y tres personalidades que no pertenezcan ni al Parlamento ni al Poder Judicial, nombradas, respectivamente, por el Presidente de la República, el de la Asamblea Nacional y el del Consejo

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de Estado. Sus atribuciones se vinculan con las proposiciones para los nombramientos y la disciplina de los magistrados.

La Constitución de Italia de 27 de diciembre de 1947, fuertemente inspirada en la de Francia de 1946, declara que la magistratura constituye orden autónoma e independiente de todo otro poder.

El Consejo Superior de la Magistratura es también presidido en Italia por el Presidente de la República; forman, por derecho, parte de él, el Presidente y el Procurador General de la Corte de Casación; y de los otros miembros son elegidos, en los dos tercios, por todos los magistrados ordinarios, entre los miembros de las diversas categorías, y, en el otro tercio, en reunión común del Parlamento entre los profesores ordinarios de las universidades que profesen en materias jurídicas y entre abogados que tengan quince años de ejercicio.

El Consejo Superior de la Magistratura italiana, de acuerdo con los reglamentos de la organización judicial que fije la ley, decide de los nombramientos, destinaciones y traslados, promociones y medidas disciplinarias de los magistrados. La autoridad judicial dispone directamente de la policía judicial. Sin perjuicio de las competencias del Consejo, el Ministro de Justicia resuelve en cuanto a la organización y funcionamiento de los servicios relacionados con la justicia (arts. 105, 108, 109, 110).

En el título del Poder Judicial, capítulo especial dedica la Constitución venezolana de 1961 al "Consejo de la Judicatura" que entrega a la creación por una ley orgánica "cuya organización y atribuciones fijará con el objeto de asegurar la independencia, eficacia, disciplina y decoro de los Tribunales y de garantizar a los jueces los beneficios de la carrera judicial. En él deberá darse adecuada representación a las otras ramas del Poder Público" (art. 217).

La Constitución de España de 1978 crea el Consejo General del Poder Judicial, como órgano de gobierno del mismo, dirigido por el presidente del Tribunal Supremo e integrado por veinte miembros nombrados por el Rey; de éstos, doce de entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales y cuatro por cada una de las Cámaras (art. 122).

En virtud de la reforma constitucional de 1994, se introdujo el art. 114 a la Constitución argentina para crear el Consejo de la Magistratura, que habrá de ser regulado por una ley especial que sancione la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, y que "tendrá a su cargo la selección de los magistrados y la administración del Poder Judicial" (inc. 1º). El precepto añade que el Consejo "será integrado periódicamente de modo que procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultante de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula general. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley".

ANEXO

CONFERENCIA PRONUNCIADA EN EL ACTO DE INAUGURACION DEL AÑO ACADEMICO 1997 DEL PROGRAMA DE MAGISTER EN DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATOLICA DE CHILE

1. Me he inclinado siempre a acceder a aquello que me pide quien ejerce autoridad en cualquier cuerpo a que pertenezco; en este caso, la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, a la que me incorporé como estudiante y en la que he enseñado desde que en ella me licenciara y a lo largo de muchos decenios. Se explica así que aceptara de inmediato y sin reservas el requerimiento que me transmitiera el profesor José Luis Cea Egaña, Director del Programa de Magister en Derecho Constitucional, de desarrollar un tema que por mi parte

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habría juzgado desprovisto de interés: la experiencia que he vivido, o más bien por la que estoy atravesando, al escribir un Tratado de Derecho Constitucional que gire en torno a la Carta en actual vigor.

2. He de confesar que, a medida que fue afirmándose ante mí la legitimidad -al comienzo tan controvertida- de la Constitución de 1980, como consecuencia de las libres consultas populares posteriores al plebiscito de aquel año, tendientes a robustecer su inspiración democrática, se afirmó en mí el propósito de emprender el trabajo antes cumplido respecto de la Constitución de 1925 y que diera a publicidad hace ya más de treinta años, también, como ahora, con el eficaz apoyo de la Editorial Jurídica de Chile.

3. Diversos motivos, para mí de mucha fuerza persuasiva, concurrieron a que se me impusiera vivamente una decisión en cuyo cumplimiento quisiera coronar, por lo menos en relación al tiempo, una firme vocación intelectual.

Justo al tiempo de egresar de estas mismas aulas, la Dirección de nuestra Escuela, ejercida entonces por un maestro admirable, Pedro Lira Urquieta, propuso que me consagrara al cultivo del Derecho Constitucional; no he abandonado su docencia desde entonces, sin restarme por ello al muy activo ejercicio de la abogacía.

Desempeñando la presidencia del Colegio de Abogados, según creo cabalmente, y en razón de dictar cátedra en esta asignatura, fui llamado a integrar la que se dijera Comisión Ortúzar, encargada de preparar un anteproyecto de nueva Ley Fundamental; en ella participé prácticamente desde que comenzó a funcionar hasta que de ella me alejara voluntariamente en marzo de 1977, a raíz de un decreto ley de disolución de los partidos políticos.

Seguí, por cierto, con apasionada preocupación el proceso que se observara en la elaboración del texto que, sometido en definitiva a la ratificación popular, diera origen a los debates que el país conoció, preocupación que pude manifestar encauzándola en el seno del llamado "Grupo de los 24" y en diversas monografías de índole expositiva y crítica.

4. No siempre coincide, sin embargo, la voluntad de concretar un propósito con la existencia de los estímulos y auxilios necesarios para llevarlo a cabo. No he olvidado la magnitud de la labor de más de seis años de consagración que me importara el Tratado de 1963, ni se me oculta que el tiempo transcurrido no sólo acumula experiencias y saberes, sino también debilidades.

Primó, no obstante, mi deseo de llevar adelante lo que, por todo lo dicho, se me ha presentado como un deber, convencido de que el futuro está siempre en manos de Dios y sólo El sabe el término de la actividad humana.

Convicción tan profunda se ha unido al apoyo, para mí determinante, de Alicia, mi cónyuge, en todo momento la primera inspiradora y sostén firme y entusiasta de mis empresas, con quien he compartido solidariamente éxitos y sinsabores, y también la colaboración que hace ya varios años me presta, en relación a actividades profesionales y docentes, María Pía Silva Gallinato, que obtuvo su título de abogado cursando, asimismo, su carrera de leyes en nuestra propia Escuela. Ha sido para mí el trabajo con esta joven colega una demostración convincente de que la sucesión de las generaciones no está llamada a provocar querellas, sino a permitir, por ejemplo, que estudiosos de sexo y edad diversos se concierten para efectuar una obra común, aunando mentalidades y sensibilidades en tal intensidad de compenetración que se convierten una y otro auténtica y plenamente en coautores del resultado así producido.

No podría silenciar tampoco el cambio de las circunstancias que rodean la ejecución de la tarea, derivado en gran parte del progreso técnico. En aquella época reunía y trabajaba solo el

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material acumulado, escribía a mano o tecleando letra a letra en la fiel Underwood portátil, con las borraduras, interlíneas y agregados ineludibles, y recurría, para obtener algunas pocas copias, al calco sucio y traicionero; ahora todo eso lo hago acompañado y aprovechando las maravillas del computador, que no protesta por alteración alguna y permite, luego, a la impresora reproducir las copias impecables que se le ordenan.

5. A disipar las cavilaciones iniciales contribuyó mi parecer de que si la Carta de 1980 puede dar pie a fuertes críticas -algunas de las cuales comparto vigorosamente-, y si, en un clima cívico objetivo y desapasionado, ajeno a todo afán de quebrar de nuevo la normalidad institucional, ella habrá, sin duda, de ser objeto de numerosas e importantes reformas encaminadas a perfeccionar su raíz democrática, es, a pesar de todo y simultáneamente, acreedora al reconocimiento de méritos también innegables. Reitera, en efecto, su articulado innumerables preceptos enraizados hondamente en nuestra tradición cívica; recoge en otros las lecciones obtenidas en su propia vivencia, y traducen, en fin, muchos de ellos perfeccionamientos nacidos no sólo de la admiración a ajenas soluciones exitosas, sino de la sustancia de nuestra propia cultura jurídica, alimentada en cerca ya de dos siglos de manejo independiente.

6. Al abocarme a la ejecución del trabajo proyectado, percibí luego el error en que habría caído si hubiera dispuesto sencillamente la reimpresión del Tomo I, en el que, bajo el enunciado de "Principios", se exponen los fundamentos tanto de la ciencia y del Derecho Político como de la Teoría Constitucional, materias todas en que mantienen vigencia, es cierto, los rasgos definitorios que fueron perfilándose en la descripción de las instituciones de la Antigüedad, principalmente grecorromana, y en la especulación de sus pensadores. No es mucho, por desgracia, lo que desde entonces ha logrado avanzarse, no obstante la infinidad de investigaciones y estudios históricos, filosóficos, antropológicos, sociológicos, sicológicos, matemáticos, y de una variedad de otros saberes auxiliares o complementarios. El comportamiento del hombre y sus condicionamientos naturales y sociales sigue siendo para él mismo en gran parte un misterio, en el que hay, a mi juicio, esperanza de penetrar de algún modo tan sólo si todas esas ciencias buscan conocer determinado aspecto de la realidad sin negar la trascendencia del destino humano y, a la inversa, aprovechando la iluminación que brota de la verdad revelada por el mismo Dios.

Muy pronto hube de convencerme de que el propósito de preparar una segunda edición de mi obra, para que sirva a quienes busquen imponerse de los temas propuestos en el primer tomo, no podía satisfacerse sin actualizar y completar el material, registrando el suceder de los últimos tres decenios del devenir mundial y la evolución experimentada en ese lapso por las instituciones y el pensamiento políticos, todo ello particularmente circunscrito por lo menos a aquellas doctrinas y naciones de mayor repercusión e influencia en la nuestra.

Se me presentó también con claridad, así mismo, la conveniencia de incorporar en este nuevo trabajo precisiones y ampliaciones acogidas por mí a lo largo de la propia práctica de la docencia, que quedaron reflejadas en una obra, editada igualmente por la Editorial Jurídica, con dos decenios de posterioridad al Tratado, en 1982 y 1984, titulada Derecho Político - Ensayo de una síntesis, a la cual muchos estudiantes parecen haber recurrido con provecho desde entonces.

Una hojeada panorámica de los diversos temas que naturalmente se impone exponer en una obra de esta especie, no puede prescindir de informar acerca de las nuevas tendencias y orientaciones observadas en relación a las cuestiones propuestas.

Desde luego, en orden a las estructuras estatales, se me ha impuesto anotar antecedentes relacionados con la afirmación y fortalecimiento de nuevos modelos de regionalización, los cuales sobrepasan el esquema de aquellos que antes se enmarcaban en la lógica de los

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sistemas unitarios y federales, desdibujando las viejas controversias sobre soberanía y descentrando insensiblemente el propio poder político estatal, tras la eficacia de la administración y la participación efectiva, en la prestación de los servicios, de los interesados, usuarios y consumidores.

En seguida, en orden a los regímenes políticos, la caída del muro de Berlín aporta, por un lado, la notable simplificación nacida de la solemne confirmación de la imposibilidad de compatibilizar la esencia de una dirección realmente democrática con ideologías totalizantes, pero, por otra, tal vacío parece haber provocado, por desgracia, la resurrección de las disputas tras de nacionalismos exacerbados y suicidas y la absorción del quehacer humano en la lucha por la producción y el consumo de los bienes materiales, en tanto parecen debilitarse los valores superiores en cuyo fortalecimiento sólo pueden esperarse tiempos mejores de justicia y paz.

La clasificación de los regímenes gubernativos se aleja, entre tanto, cada vez más de presentar tan sólo la alternativa que otrora tuviera amplio valimiento, centrada exclusivamente en la naturaleza de los vínculos entre el Congreso y el Ejecutivo, y no puede así reducirse ya a optar entre presidencialismo o parlamentarismo. Se propaga hoy el ensayo de otras muchas fórmulas mixtas, en naciones de tanta influencia como Alemania, Francia o España, que se han dado en llamar semipresidenciales o semiparlamentarias.

7. Como el constitucionalismo no importa tan sólo la tendencia a escriturar la estructura institucional, sino conjuntamente el reconocimiento y garantía de los derechos, se ha venido pronunciando un fenómeno sustancial, la constitucionalización del ordenamiento jurídico, del que no puede prescindirse dar cuenta, descrito hace poco con mucha lucidez por el profesor Cea, en ponencia que presentara a las XXVI Jornadas de Derecho Público, siguiendo otra exposición leída, en torneo precedente de esa serie, por el prestigioso maestro galo Louis Favoreu. Podríamos decir que en esos términos -constitucionalización del derecho- se sintetiza la doble tendencia a buscar tanto que toda norma jurídica quepa, en el aspecto de su génesis como en el de su contenido, en el marco de la regla de suprema jerarquía, cuanto a llevar también a la letra de ésta el reconocimiento de las bases definitorias de la estructura de la sociedad civil, ello como consecuencia de la necesidad ineludible de fortalecerla a fin de que la convivencia en el seno del cuerpo político se desarrolle en más sólidos fundamentos de justicia. Tal fenómeno explica la unificación, siempre más profunda, que se produce entre el derecho privado y el público. En las explicaciones dadas por el profesor y político italiano Norberto Bobbio, contenidas en su ensayo sobre Estado, Gobierno y Sociedad, se pone de relieve, de modo consecuente, hasta qué punto el derecho público es el que determina la esfera de la formación, del contenido y de la aplicación de las normas jurídicas que pertenecen al derecho privado. Tal es el motivo por el que me inquieta que pudiera exagerarse el lugar de este último en la preparación de nuestros juristas.

8. En armonía y como expresión, asimismo, de la tendencia recién reconocida, se explica que si en la primera edición del Tratado la exposición del pensamiento político del catolicismo recurrió a documentos, como las encíclicas Pacem in Terris y Mater et Magistra de SS. Juan XXIII, ahora se aprovechen también aportes posteriores tan trascendentales, en la esfera que nos ocupa, como las proporcionadas por Gaudium et Spes y Dignitate Humanae, del Concilio Vaticano II, y por la enseñanza posterior de Pablo VI y del soberano pontífice reinante.

Pone igualmente de relieve la orientación anotada la necesidad que ha surgido de incorporar en la nueva edición infinidad de antecedentes posteriores a 1963, con sólo recordar que son de 1966 los Pactos sobre "Derechos Económicos, Sociales y Culturales" y sobre "Derechos Civiles y Políticos" y tienen también fecha posterior los diversos tratados y convenciones vinculados a multitud de aspectos del contenido y alcance de los derechos de los hombres y de los grupos, garantizados hoy no sólo en relación a los que se forman entre las naciones, sino

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que también en cuanto a aquellos que han de ser igualmente respetados en el seno de los pueblos, asegurados hoy incluso en instancias y ante jurisdicciones internacionales.

Atendiendo a las transformaciones que se operan en la marcha de la humanidad, se explica que, en la letra de las constituciones políticas más recientes, se inserte una rica gama de preceptos que, más allá de los derechos individuales y sociales, se preocupan de la estructura familiar, del régimen de trabajo, de la economía, de la cultura, de la situación de la mujer y del niño, de la ecología, de las energías productivas, de los derechos difusos, de la institución del ombudsman y de muchos otros tópicos.

9. Con insuperable imperatividad se me impuso incluir en esta nueva redacción otros planteamientos en esta hora imprescindibles.

Cómo omitir destacar, en efecto, el reconocimiento de la vasta e intensa globalidad universal, que caracteriza hoy las relaciones entre los hombres y entre los pueblos, surgida de la aplicación de las nuevas técnicas, las cuales permiten, de modo inmediato o con breves intervalos, transmitir noticias, trasladar poblaciones, transferir bienes, comunicar ideas, formalizar negocios. Los problemas se presentan ahora, se investigan sus causas y se procura resolverlos en el plano mundial; ello fuerza exigir comportamientos de parte de los Estados y de sus nacionales que han de generar normas coactivas aplicables en campos cada vez más amplios de la actividad humana. De aquí la importancia que reviste, no sólo la consideración teórica del derecho comparado, sino fortalecer la similitud de los diversos derechos nacionales y, más allá de eso, introducir el Derecho Internacional no sólo en la actuación de los Estados, sino conjuntamente en la de sus respectivas poblaciones, a las cuales se proyecta también la actividad de innumerables agencias especializadas.

Hemos de prepararnos a acoger y encauzar, en la dirección de las sociedades políticas, las variadas y hondas transformaciones provenientes de un derecho que va surgiendo, en parte, de decisiones claras y específicas de los órganos competentes, pero derivado, insensible y vigorosamente también, de autorizaciones otorgadas, en formas más o menos directas o implícitas, a organismos que, usando de ellas, van imponiendo e intensificando un sustancioso derecho comunitario. El Derecho Constitucional de los finales de este siglo camina a perfilar rasgos aguzadamente diferentes de aquellos que mostraba en la época clásica de la democracia liberal, sustentada en los nacionalismos estrechos inspirados en el concepto de las soberanías absolutas.

10. El tomo que sigue al de los "Principios" se inicia, tal como antes, con una síntesis de nuestra evolución institucional, que llegaba sólo hasta 1925 en la edición de 1963, y que ha debido lógicamente complementarse. Se trata de un resumen que ha procurado ser breve, escueto, objetivo, no tanto de historia política como de las transformaciones en el régimen del poder público. Siento no haber contado esta vez con el beneplácito comprensivo para esta sección de parte del recordado Jaime Eyzaguirre Gutiérrez, uno de los grandes maestros de nuestra Facultad, como lo fuera también después de la Universidad de Chile.

11. Pueden comprenderse las vacilaciones que me provocara la forma como convenía plantear el análisis del período 1973-1990. Cierto es que la vigente Carta se aplica desde el 11 de marzo de 1981, de modo que su preceptiva debería explicarse a la luz de su letra y de su aplicación a contar de la fecha recién citada. Nos pareció que, sujetándose a tal pauta, podían generarse confusiones y repeticiones. Tales deplorables efectos surgirían ineludiblemente en razón de que no todas las normas permanentes del documento tuvieron, según éste mismo, inmediato vigor, al paso que un conjunto numeroso de reglas especiales de carácter transitorio de la misma Carta implantaron un estatuto de esa precariedad al que deberían sujetarse los institutos castrenses.

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Tales reflexiones nos condujeron a conformar una sección separada en este recuento introductorio, consagrada de lleno tan sólo a la época de la intervención militar; en tal etapa se da cuenta tanto de la observancia de la Constitución transitoria como de los hechos de carácter institucional ocurridos en el período 1973-1990, en el que se maneja nuestro país desde el punto de vista de su dirección política, del trazado del proceso de marcha hacia el gobierno libre, de la preparación y aprobación de la futura Carta y, en fin, de la promulgación de las numerosas leyes orgánicas constitucionales que se requerían para posibilitar el pleno inicio de la aplicación de la preceptiva permanente.

12. Ahora, en orden a la exposición y comentario de la nueva preceptiva constitucional, sigo desechando el método puramente analítico, que tiende a explicar la sustancia de lo ordenado desmenuzándola, artículo por artículo e inciso por inciso, en la misma secuencia dispuesta en el texto del documento. Tal sistema no basta para deducir con claridad y solidez la voluntad del constituye. Hay que partir de que éste quiere la construcción y subsistencia de un edificio jurídico armonioso en la estructura de sus cimientos y en la compenetración de sus diversas partes. Poner de manifiesto el vigor de los imperativos concordantes con esa unidad esencial, proporciona la clave de la interpretación más certera, orientada a respetar y hacer efectivo el propósito central, que se hace evidente en la consideración del contexto y no en el examen autónomo de la literalidad gramatical de cada una de las reglas. Es por ello que nuestras explicaciones traducen el afán de sistematización, de enunciación de elementos y clasificaciones, de asociaciones conceptuales, de búsqueda de conclusiones lógicas. Ello robustece la finalidad docente de la obra.

13. Hemos perseverado en la idea de no contemplar citas al pie de las páginas, a pesar del valor y utilidad indiscutibles que presenta hacerlas, tanto porque, a mi juicio, distraen la concentración en el proceso intelectual de comprensión de las explicaciones, como en atención a que, como lo admito, es una obra de índole más de inspiración docente que de monografía de investigación, a que las fuentes principales de las afirmaciones derivan de preferencia de documentos de carácter oficial o público, fáciles de precisar y profundizar, y, en fin, a que, además, una copiosa bibliografía proporciona vastas referencias aprovechables por quienes requieran antecedentes más minuciosos o desarrollos particularizados o esfuerzos exhaustivos de investigación.

14. El establecimiento de la historia fidedigna de las disposiciones, que tiene en el método interpretativo el lugar y alcance que corresponde a la doctrina precisar, presenta -sobre todo respecto de aquellos preceptos de la Carta que no se limitan a reproducir otros que ya figuraban o se aplicaban en constituciones anteriores o que no han provenido de modificaciones introducidas con posterioridad a 1980- la dificultad de que surgieron en etapas de la intervención castrense y, por lo tanto, al margen de un debate público abierto a las formas democráticas.

La gran mayoría de los textos que se encuentran en el marco de la situación recién recordada se originaron con motivo de las deliberaciones que tuvieron lugar en el seno de la Comisión Ortúzar, recogidas con fidelidad, minuciosidad y eficiencia notables en once volúmenes a disposición del público. Tales debates deben ser aprovechados con prudencia, confrontándolos con el resumen que de ellos se hace en el oficio con el cual dicha Comisión dio cuenta de su trabajo al superior jefe militar y tomando en cuenta, por una parte, la diversa integración que tuvo de dicho cuerpo y, por otra, el ambiente que se nota prevalecer al tiempo que se iban desarrollando las discusiones.

En la época en que concurrieron a las reuniones los componentes del primer equipo que conformara la Comisión, compuesto en notable mayoría por hombres de derecho formados en esta misma Escuela, predominaba el reflejo de la intención de cumplir una tarea que expresara, según el parecer de los comisionados, la sustancia de la tradición de la cultura

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jurídica nacional con las rectificaciones que aconsejaran la experiencia y el avance científico. Tal fue el clima que se impuso al fijarse las Bases de la Institucionalidad, en materia de Nacionalidad y Ciudadanía y de Libertades y Garantías Constitucionales, es decir, en relación a los tres primeros capítulos de la Ley Fundamental; ellos se convirtieron, primero, en Actas Constitucionales, pero, es cierto, para tal efecto con alteraciones relevantes propias de la coyuntura y de exclusiva responsabilidad del gobierno militar.

Mientras tanto, en orden a las labores que luego cumpliera la Comisión -luego de alterada su composición, con motivo de la renuncia de algunos de sus miembros primitivos-, los comisionados discuten más con el ánimo de atenerse a los objetivos que le señalara, en extensa comunicación que a ella le dirigiera, el general Pinochet, más adelante, ajustándose al deseo de éste de que le diera a conocer sus conclusiones finales y, por último, al afán de afinar la letra de las normas constreñidas por el apremio con que fuera requerida su redacción.

15. Transferido el documento así generado al examen del Consejo de Estado, se le introducen cambios en los que predomina tanto el reflejo de la tradición nacional como el de la personalidad vigorosa del ex Presidente Jorge Alessandri; la influencia de éste se manifiesta también en la forma extractada como se registran las opiniones emitidas y en la reserva con que se mantienen sus actas caligráficas, las cuales están ya al conocimiento público.

16. Cuestión no siempre fácil de resolver es la que se presenta al tener que tomarse en cuenta, respecto del régimen institucional plenamente en funciones desde el 11 de marzo de 1990, la sustancia ordenativa de las leyes orgánicas constitucionales. Estas, aun quedando en el ámbito de la competencia que sería propia de ellas, se adentran en aspectos secundarios y minuciosos que por su índole se alejan apreciablemente de la teoría de lo que cabe entender como constitución material, susceptibles por ello de ser alteradas a través de cuerpos normativos posteriores. Reglas de tal especie no requieren el mismo grado de intensidad de estudio y comentario.

17. Indudablemente el aporte más relevante, por su fuerza imperativa, es el que proviene del restablecimiento del Tribunal Constitucional, que ya creara la reforma de 1970.

La autoridad de esta superior jurisdicción para imponer la ineficacia de toda interpretación puramente semántica y de hacer primar la exégesis lógica deducida del contexto, quedó consagrada en el "leading case" producido en la sentencia recaída al examinar la ley orgánica constitucional sobre el Tribunal Calificador de Elecciones y que redactara don Eugenio Valenzuela Somarriva (24 de septiembre de 1985). El auténtico sentido de un precepto constitucional no se satisface cabalmente como resultado de un estudio puramente semántico, reducido a lo que puede llamarse la heurística del documento, que privilegia por lo tanto la fidelidad lingüística y la regla sintáctica, sino que ha de provenir de un esfuerzo hermenéutico sistemático que confronte cada norma constitucional en el contexto de la Carta, porque así se refleja la unidad de la voluntad efectiva del constituyente, que ha de estar en todo instante en armonía con la filosofía jurídica inspiradora de la Carta.

Es incalculable la influencia llamada a ejercer la actuación del Tribunal Constitucional; sus amplísimas facultades pueden repercutir en la determinación del régimen y en el sentido de las decisiones de muchos de los órganos establecidos en la Carta. Sus resoluciones deberán cuidar principalmente de no imponer su propio criterio, en el ámbito de las alternativas de bien común, respetuosas del marco institucional, que adopten tales organismos; si lo hiciera, ello revestiría especial gravedad, sobre todo si de tal modo llegara a contradecir la voluntad de la mayoría nacional expresada en las decisiones de los órganos colegisladores, con mayor razón cuando éstos actúan conformando el Poder Constituyente Instituido o Derivado.

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18. Manteniéndonos en la faz arquitectónica del poder público estructurado en el cuerpo normativo de 1980, cuestión exegética también relevante, surgida de la letra de la Carta, que a nadie se oculta, es la de precisar el sentido que debe darse a la misión confiada a las Fuerzas Armadas y a Carabineros de "garantizar el orden institucional de la República".

19. El estudioso de nuestra institucionalidad tiene que ponderar la distinta naturaleza de los fallos que, al analizar los proyectos de ley y las leyes promulgadas, se dictan, respectivamente, por el Tribunal Constitucional y por la Corte Suprema cuando ésta ejerce la facultad que le otorga el art. 80. El Tribunal Constitucional se pronuncia, en efecto, erga omnes, comparando en abstracto con la Carta la sustancia preceptiva propuesta en el articulado de un proyecto de ley en trámite, en tanto que la Corte Suprema está facultada para formular una declaración referida de modo específico a un precepto legal ya promulgado, llamado a aplicarse por lo tanto exclusivamente en el caso particular en que se pronuncia y que afecta tan sólo a las partes comprometidas en el asunto. La observación que hacemos tiene importancia en el comentario de los preceptos, porque no es, por lo dicho, la función de la Corte Suprema puramente doctrinaria, teórica o abstracta, de simple confrontación entre un precepto y la sustancia de la Carta, sino una apreciación concreta derivada, es cierto, de tal parangón, pero vinculada a las circunstancias de hecho sustanciales definitorias de la situación particular que posteriormente la jurisdicción ordinaria habrá de resolver. Quien persiga, pues, esclarecer el alcance de un precepto constitucional debe tomar en cuenta que las leyes, por su carácter general, están llamadas a enmarcar una diversidad de situaciones de hecho en las que determinadas circunstancias pueden hacer variar la aplicación de sus mandatos. Ello, por lo demás, lo pone también de manifiesto con frecuencia el mismo Tribunal Constitucional cuando se preocupa de esclarecer a menudo que su decisión ha de respetarse en el entendido de la existencia o inexistencia de tal o cual hipótesis o presupuesto fáctico. Lo anterior pretende señalar el cuidado con que debe compararse el valor interpretativo de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional con el de la Corte Suprema en relación a la misma norma.

20. Quien estudie los preceptos de la Ley Fundamental en vigor, no puede menos de constatar el número y mérito de los apoyos que le suministra la copiosa literatura que ha venido produciéndose en estos últimos tiempos en torno a temas de Derecho Público. Limitándonos aquí a los trabajos que versan preferentemente sobre aspectos de Derecho Constitucional, estimo que no pueden olvidarse las obras publicadas por los profesores Evans, Cea, Andrade, Quinzio, Pfeffer, Verdugo, Nogueira y Molina Guaita, ni la infinidad de monografías presentadas por ellos y por muchos otros docentes e investigadores a las Jornadas de Derecho Público, que vienen efectuándose anualmente bajo el patrocinio de las cinco universidades que las iniciaron y cuyos íntegros textos se incluyen en las revistas de sus respectivas Facultades de Derecho.

21. Si damos una ojeada al punto de vista dogmático y relacional de nuestra Constitución Política, cumple admitir la consistencia y positividad de progresos que contiene si se la compara con los anteriores documentos de nuestra historia institucional.

No obstante la sobriedad y concisión con que tales fundamentos primordiales se definen, la riqueza sustancial, principalmente de sus capítulos sobre las "Bases de la Institucionalidad" (I) y "De los derechos y deberes constitucionales" (III), trazan con claridad y hondura el ideal perseguido.

La lectura de la preceptiva va revelando que el texto de 1980 no se limita a implantar y diseñar órganos y definir facultades y atribuciones de los poderes públicos, sino que repetidamente acompaña sus formulaciones mediante la fijación de metas y afirmación de valores que ellos deben respetar y estimular en aras de una mejor convivencia colectiva. La visión a un tiempo teleológica y axiológica del sentido ordenativo debe pues informar la hermenéutica de la regla escriturada.

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Las finalidades propuestas y los bienes colectivos que han de favorecerse brotan claramente de la filosofía jurídica inspiradora de la Carta y la concretan en sus rasgos definitorios, esta vez, no a través de preámbulos o de exposición de motivos de dudoso alcance jurídico, sino insertos en la médula de su propia regulación; ello proporciona la fuente más rica para definir la proyección de su contenido no sólo para el comentario, sino en la interpretación y observancia de los mandatos.

La Constitución corona, a mi juicio, la solidez del cimiento que con ella pretende dotar a la institucionalidad que impone, cuando pone de relieve la primacía de los derechos esenciales que emanan de la persona humana en relación con la Constitución y los tratados internacionales en el art. 5º modificado por el plebiscito de 1989.

21. Reconozcamos finalmente que otra contribución muy positiva en orden a la acertada comprensión y aplicación de la preceptiva, de la que no disponía el intérprete de la Carta de 1925, deriva de la introducción del recurso de protección. Ha prestado éste desde 1977 importantes servicios. Las decisiones de las Cortes de Apelaciones y de la Corte Suprema han permitido irlo encauzando en su verdadera razón y finalidad. Se logrará fijar de modo más perfecto el ámbito que le compete cuando, venciendo obs-táculos que han venido perturbando desde hace muchos decenios, reflejos de la debilidad en este punto de nuestra cultura jurídica, llegue el legislador a establecer un sistema general de lo contencioso administrativo, a dictar el cuerpo normativo enunciado en el art. 60 Nº 18, que contenga las bases de los procedimientos que rigen los actos de la Administración Pública, y, en fin, a armonizar y completar de modo apropiado la ley orgánica de la Contraloría General de la República. Sólo entonces se podrá estimar cumplido debidamente el propósito del constituyente de que cualquiera persona que sea lesionada en sus derechos por la administración del Estado, de sus organismos y de las municipalidades pueda reclamar ante los tribunales que determine la ley (art. 38 inciso 2º).

22. Muy dudoso de haber satisfecho debidamente el objetivo que tuvo la Facultad al requerirme esta conferencia, sólo me queda agradecer muy sinceramente el honor que con ello he recibido y formular votos porque su contenido sirva de algún modo para explicar la inspiración y objetivos que me mueven al preparar esta segunda versión del Tratado de Derecho en la que con María Pía estamos trabajando.

Alejandro Silva Bascuñán

Santiago, 24 de marzo de 1997

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INDICE ALFABETICO DE MATERIAS (La referencia es a los números de los párrafos, no a las páginas de la obra.)

"Act" 36

Acta del Habeas Corpus 36, 43

Acuerdo entre las Cámaras 258

Administrativa, función 270, 272

Agreement of the People 36, 42

Alemania 67, 81, 82, 173, 219, 233, 238, 240, 252, 265

Argentina 40, 69, 81, 82, 176, 265, 284

Aristocracia 201

Arte político 11

Asociaciones 95

Austria 81

Autocracia 223

Autolimitación del poder del Estado 135

Autoridad 113, 114, 115

Bélgica 184

Bicameralismo 37, 250

Bien común 107

Bien público 107, 110

Bien temporal 109

"Bill" 36

Bolivia 40

344

Brasil 40, 82, 179, 239, 265

Cámara de los Comunes 36, 229, 231

Cámara de los Lores 36, 229

Capital federal 170

Carta Magna 36, 42

Centralismo administrativo 160, 272, 273

Centralismo político 160, 272

Ciencia política 10, 11, 12, 14

Civismo 129

Clases sociales 104

Coacción 127

Cohabitación 38

Colombia 40, 69, 81, 82, 186, 219, 265, 282

Comisiones parlamentarias 255, 262, 263

"Common law" 43, 229

Competencia de los órganos del Estado 244

Comunidad 95

Comunidad Británica de Naciones 36, 81, 189

Comunidad Económica Europea 194

Comunidad francesa 190

Comunidad nacional. Ver nación

Condiciones de elegibilidad 266

Confederación 37, 162, 219

Consejo Superior de la Magistratura 284

Constitución (contenido) 53

Constitución breve o sumaria 50

Constitución consuetudinaria 43, 229, 232

345

Constitución de Filadelfia 37

Constitución desarrollada 50

Constitución dogmática 51

Constitución escrita 44, 232

Constitución formal 49

Constitución inglesa 43

Constitución institucional u orgánica 51

Constitución material 49

Constitución nominal 47

Constitución normativa 47

Constitución otorgada 38, 230

Constitución pactada 230

Constitución Política (concepto) 41, 52

Constitución relacional 51

Constitución semántica 47

Constitución, teoría de la 41-91

Constitucionalismo 37, 38, 42, 45

Contencioso administrativo 282

Contrarreforma 27

Control de la constitucionalidad (órgano) 74, 75

Control preventivo de la constitucionalidad 75, 76, 80

Control represivo de la constitucionalidad 75, 80

Control, función de 247

Convenciones constitucionales 228

Convenciones de la Constitución 43

Costa Rica 40

Costumbres políticas 48, 89

346

Cuba 40

Cuerpo electoral 215, 216

Checoeslovaquia 81

Chile 40, 239, 251, 253, 262, 263, 265, 268, 280

Declaración de derecho o Bill of Rights 36, 42, 221, 228

Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano 38

Decretos con fuerza de ley 249, 265

Decretos leyes 249, 265

Delegación de facultades legislativas 264, 265

Deliberación de la ley 250, 256

Democracia 16, 17, 18, 19, 32, 33, 196, 202-220

Democracia directa 210

Democracia liberal 206, 207

Democracia representativa 211-216

Democracia semidirecta 218

Democracia semirrepresentativa 217

Democracias populares 209

Derecho 1, 133-142

Derecho administrativo 15, 272

Derecho comparado 6

Derecho constitucional 7, 14

Derecho de la Constitución 9

Derecho dogmático 8

Derecho institucional u orgánico 8

Derecho internacional 6, 15

Derecho internacional privado 6

Derecho internacional público 6

347

Derecho Interno 6, 15

Derecho Natural 3, 4

Derecho objetivo 1

Derecho penal 15

Derecho político 9

Derecho positivo 3

Derecho privado 5, 15

Derecho procesal 15

Derecho público 5

Derecho relacional 8

Derecho subjetivo 1

Descentralización administrativa 160, 272, 273

Desconcentración administrativa 273

Dieta 266

Dinamarca 231

Economía 12

Ecuador 40

Ejecutiva, función 225, 269-273

El Salvador 40

Electoral, función 246

Elemento humano 102

Enmiendas 253

Escuela histórica tradicionalista 46

Escuela racional-normativa 46

Escuela sociológica 46

España 39, 68, 81, 82, 182, 233, 240, 251, 265, 284

Espíritu del pueblo 129

348

Espíritu público 129

Estado compuesto 161-179

Estado de derecho 140, 145

Estado federal 163-170, 227, 273

Estado regional 180-186

Estado unitario 158-160, 273

Estado y derecho 134, 139

Estado, caracteres 141, 142

Estado, concepto, elementos, calidades 92-144

Estado, definición 143, 144

Estado, formas de 156-157

Estados Unidos 37, 63, 77, 78, 171, 219, 225, 226, 238, 254, 255, 258, 263, 265, 278

Estados, asociaciones de 187-194

Estamentos 95

Estonia 233

Estudio de la ley 255

Federación 37

Federalismo. Ver Estado federal

Fideicomisos 188

Fin del Estado 107

Fin objetivo 111

Fin subjetivo 111

Finlandia 233

Francia 38, 66, 82, 183, 224, 234, 235, 240, 251, 252, 253, 254, 255, 258, 260, 263, 265, 267, 271, 275, 281, 282, 284

Fuentes del derecho constitucional 83

Función tutelar 110

Funcionarios 248, 269

349

Funciones 221, 223

Funciones del Estado 246, 248

Gabinete 229, 231

Gobernantes 112, 113, 242, 243, 248, 269

Gobierno 195-240

Gobierno convencional 229

Gobierno convencional o de asamblea 224, 230

Gobierno de facto 196

Gobierno de iure 196

Gobierno semiparlamentario o semipresidencial 240

Golpe de Estado 148

Grecia 16

Grupo 95

Guatemala 40

Gubernamental, función 270

Haití 40

Historia constitucional 9

Historia del establecimiento 86

Holanda 231

Hombre, naturaleza del 93

Honduras 40

Idea de derecho 111, 138, 139

Ideas políticas 16-35

"Impeachment" 229

Inamovilidad (de los jueces) 279

Inaplicabilidad 77, 78, 79

Incapacidades 266

350

Incompatibilidades 266

Independencia de los tribunales 277

India 231

Individuo 108

Inglaterra 36, 42, 43, 81, 189, 197, 198, 199, 228, 229, 231, 238, 254, 255, 258, 259, 263, 265, 275, 278, 281

Inhabilidades 266

Iniciativa legal 252

Iniciativa popular 219

Inmunidad o fuero 266

Insistencia o "Navette" 258

Institución 95, 99

Instituciones políticas 9, 36-40

Instrument of Government 36, 42

Insurrección 147

Internacionalización del derecho 82

Interpretación del derecho constitucional 84, 85, 86, 87, 88

Inviolabilidad 266

Italia 65, 81, 82, 181, 219, 231, 236, 252, 254, 261, 262, 265, 282, 284

Japón 237

Judicial, función 274-284

Jurados 281

Jurisdicción 274

Jurisprudencia 90

Justicia 2, 110

Legalidad 145

Legislativa, función 225, 249-268

351

Legislatura 259, 260

Legitimidad 145

Letonia 233

Ley 249

Leyes comunes u ordinarias 249

Leyes orgánicas 89, 251

Libertad-autonomía 205

Libertad-participación 205

Lituania 233

Magnum Concilium 36, 42

Mandatos internacionales 188

Marxismo 104, 144, 153

Masa 103

Método en la ciencia política 13

México 40, 81, 177

Monarquía 197-199

Monarquía absoluta 26, 27, 28, 29, 30, 221

Monarquía constitucional 197

Monarquía democrática 198, 199, 229

Monarquía estamental 197

Monarquía parlamentaria 197

Monocracia 223

Moral 2

Motín 147

Mundanidad 94

Nación 97, 98, 102, 118

Nicaragua 40

352

Nombramientos (de los jueces) 278

Normativismo 136

Noruega 231

Organización de Estados Americanos (OEA) 193

Organización de las Naciones Unidades (O.N.U.) 191

Organizaciones 95

Organo 221

Organo del Estado 241-245

Organo y funciones del Estado 241-284

Origen de la ley 254

Países latinoamericanos 40, 69, 81, 175, 239, 265

Panamá 40

Parlamentarismo 36, 228-232

Patrística 22

Persona 108

Personalidad jurídica del Estado 142

Perú 40, 69, 81, 185

Petición de Derechos 36, 42

Plebiscito 219

Poder constituyente (concepto) 55

Poder constituyente instituido o derivado, límites 56, 59, 60, 61

Poder constituyente originario 56, 57, 58

Poder Judicial 37

Poder Público 112-132

Poder religioso 130

Poder supremo 117, 120, 121, 132, 241

Poder temporal 130

353

Política 10

Politicidad 94

Potestad reglamentaria 89

Preámbulo 53

Precedente 90

Preceptos pragmáticos 54

Preceptos programáticos 54

Presidencialismo 37, 225-227, 232

Presidente de la República 225

Primer Ministro 229

Privilegios parlamentarios 229, 266

Protectorado 188

Pueblo 103

Quórum 257

Racionalización del poder 233

Razas 105

Rebelión 147

Recall 219

Reelegibilidad 225

Referéndum 219, 220

Reforma de la Constitución 59-70

Régimen parlamentario, ver parlamentarismo

Reglamentos de las Cámaras 89, 267

Religión 12

Representación política 212, 213, 214, 216

Representación. Ver democracia representativa

República 200

354

República Dominicana 40

Responsabilidad (de los jueces) 280

Revocación 219

Revolución 149, 152, 154, 155

Revolución cristiana 21, 151

Rusia 82, 174, 238

Sanción 263

Sanciones no organizadas 146-151

Sanciones organizadas 146

Sedición 147

Seguridad 110

Separación de los poderes 32, 221-240

Soberanía 28, 33, 118, 119, 120

Soberanía externa 156

Soberanía interna 156

Soberanía nacional. Ver Nación

Sociabilidad 94

Socialización 95

Sociedad 95

Sociedad civil y sociedad política 96, 99, 100

Sociedad religiosa 96

Sociología 12

"Stare decisis" 90

"Statute law" 36, 229

Sublevación 147

Subsidiariedad 110

Suecia 231

355

Sufragio indirecto 225

Suiza 64, 81, 172, 210, 218, 219, 224, 252, 271

Supremacía constitucional 71-82

Territorio 106

Totalitarismo 223

Tratadistas 91

Tratado de Maastricht 194

Tratados 249

Tribunales 274, 275, 276

Unicameralismo 250

Unión Europea 194

Unión incorporada 187

Unión Panamericana 193

Unión personal 187

Unión real 187

Urgencia, aprobación ley 261

Uruguay 40, 239, 271

Venezuela 40, 69, 81, 178, 219, 239, 251, 252, 258, 263, 282

Veto 263

Veto popular 219

Vicepresidente de la República 225

INDICE ALFABETICO DE PERSONAS (La referencia es a las páginas de la obra.)

Adams, John 52, 131

Adenauer, Konrad 345

Agnew, Spiro 405

Agustín de Hipona (San) 40, 41, 42, 169

Alessandri, Jorge 365

356

Alfonsín, Raúl 71

Alfonso XII 67

Alfonso XIII 67, 68, 326

Altusio, Juan 214

Allende Gossens, Salvador 90, 274

Ambrosio (San) 40

Amunátegui, Gabriel 18, 96

Ana (Estuardo) 57, 416

Andropov 316

Arias Navarro, Carlos 68

Aristóteles 35, 36, 37, 47, 77, 164, 169, 348, 349, 350, 359, 361, 394, 463, 464, 470, 524

Attlee, Clemente 419

Bakunin 170

Baldwin, S. 51, 417, 419

Balfour, A. 51, 58, 335

Balladur, Eduardo 445

Barre, Raymond 445

Barrington, Jonah 533

Batlle y Ordóñez, José 516

Batista, Fulgencio 73

Belaúnde Terry, Fernando 73

Beneyto, Juan 33, 170, 214

Bentham, Jeremías 51

Berlia, Georges 53

Bernaschina, Mario 237, 359

Beze, Teodoro de 214

Biscaretti di Ruffia, Paolo 53, 143

357

Blackstone, William 51, 377

Blaine, James 344

Blair, Anthony 425

Blanc, Louis 52

Bobbio, Norberto 53

Bodín, Jehan 43, 44, 45, 212, 213, 214, 215, 217, 234, 294, 355

Bonald, Marqués de 52, 205

Bonde, Amadeo 528

Borbón, Juan Carlos 68, 359

Bordaberry, Juan María 70

Bossuet, Jacques 46, 214, 267, 294, 355

Boucher 214

Bravo, Bernardino 74

Brezhnev 316

Bryce, James 52, 484, 485, 494

Buchanam, Jorge 214

Burdeau, Georges 22, 23, 25, 27, 30, 52, 77, 82, 88, 91, 95, 96, 108, 109, 125, 127, 134, 135, 141, 170, 176, 177, 191, 192, 194, 200, 201, 208, 210, 211, 214, 218, 220, 227, 239, 240, 241, 242, 249, 250, 259, 263, 264, 266, 267, 271, 279, 280, 281, 286, 287, 290, 292, 295, 352, 377, 380, 381, 384, 390, 392, 401, 429, 434, 457, 458, 459, 494, 512, 513, 514, 520, 522

Burke, Edmund 51, 85, 377

Bush, George 406

Bustamante y Rivero, José Luis 73

Bustos, Ismael 195, 283

Butler, Richard 417

Callaghan, James 425

Carlos I 45, 56, 80, 356

Carlos II 45, 56

Carlos V 294

358

Carlos X 426, 427

Carnot 430

Carré de Malberg 53, 88, 235, 246, 381, 397

Castro, Fidel 74

Cathrein, Víctor 11, 235, 240

Cerdeña Carlos Alberto 431

Chaban Delmas, Jacques 373

Chamberlain, Austin 58

Chamberlain, Joseph 51

Chambord (Conde) 427

Chateaubriand, Francisco René de 52

Chevallier, Jean Jacques 185, 188, 189, 213, 216, 254, 255, 267, 268, 278, 279, 350, 394, 395, 465, 469

Chirac, Jacques 65, 445

Churchill, Winston 51, 418

Cicerón 37

Clinton, Bill 405, 410

Comte, Augusto 52, 179

Constant, Benjamin 52

Constantino 40

Corwin, Edward 112, 133, 134, 138, 505

Crocio, Hugo 12, 78

Cromwell, Oliver 56, 80, 356

Curzon (Lord) 417

Dabin, Jean 10, 22, 52, 191, 192

Dahl, Robert 52

Danton, G. 63

359

Daudet, León 52

De Gaulle, v. Gaulle

Debré, Michel 440, 443

Desroches, Henri 185, 254, 256

Díaz, Porfirio 71

Dicey, A. V. 81

Disraeli, Benjamin 51, 417

Djilas, Milovan 363

Doumergue, Gaston 430

Ducatillon 255, 276, 277, 278

Duguit, León 9, 52, 103, 176, 226, 235, 236, 246, 349

Duverger, Maurice 18, 30, 52, 96, 127, 176, 220, 252, 259, 389, 401, 414, 429, 444

Dworkin, Ronald 52

Easton, David 52

Eduardo VII 57

Eduardo VIII 57

Einaudi, Luigi 446

Eisenhower, Dwight 405, 410

Engels, Federico 53, 185, 186, 254, 256, 276

Enrique IV 44

Enrique VII 56

Enrique VIII 56, 355, 399

Ergec, Rusen 331

Esmein, Adhemar 17, 30, 52, 83, 88, 102, 107, 127, 176, 246, 292, 348, 358, 384, 499, 511, 518, 537

Esposito, Carlo 53

Estévez, Carlos 18, 96, 132, 529

Faure, Edgar 440

360

Favoreu, Louis 53

Felipe II 44, 355

Felipe III 44, 399

Fernández Concha, Rafael 12, 203, 204, 205, 468

Fichte, Juan 53

Franco Bahamonde, Francisco 68, 326, 437

Franklin, Benjamin 52

Frei Montalva, Eduardo 274

Friedrich, Carl 52

Galaz Ulloa, Sergio 171, 246, 397

García, Alan 73

García Pelayo, Manuel 54, 85, 136, 395, 498

Gasperi, Alcides de 345, 447

Gaulle, Charles de 65, 115, 339, 388, 390, 414, 438, 440, 441, 443, 444, 445, 452

Gaviria, César 72

Gervais, André 505

Giscard d?Estaing, Valery 65, 445

Gladstone, W. 51, 417, 424

González Calderón, Juan A. 119, 120

Gorbachov, Mijail 316

Goguel, François 414

Goulart, João 71, 450

Gregorio XVI 271

Grévy, Jules 428, 429, 430

Gronchi, Giovanni 446

Guetzévitch, Mirkine 436

Guillermo, Duque de Normadía 55

361

Guillermo y María de Orange 56, 393, 415

Guillermo IV 57, 416

Guizot, Manuel 20, 52

Hamilton, Alexander 52, 133

Harrison, Benjamin 404

Hauriou, Maurice 52, 166, 252

Hauriou, André 18, 53

Haya de la Torre, Víctor Raúl 73

Heath, Edward 425

Hegel, Federico 170, 228, 276

Heller, Hermann 53, 86, 87, 103, 189, 219, 238, 455

Hindenburg (Mariscal) 437

Hitler, Adolfo 53, 108, 189, 265, 313, 390, 437

Hobbes, Thomas 13, 45, 46, 78, 169, 215, 217, 234, 267, 268, 294

Hood Phillips, O. 82, 134, 362, 416, 432, 486, 498, 533, 535, 536

Hughes, Charles Evans 132, 133, 134, 135, 504

Huntington, Samuel 52

Ihering, Rodolfo 53, 235

Isabel I 56, 356

Isabel II 57, 357, 358

Isidoro de Sevilla (San) 41, 270

Jacobo II 415

Jefferson, Thomas 52, 59, 405

Jellinek, Georg 53, 235

Jennings, Ivor (Sir) 432, 433

Jenofonte 33

Jorge I 57, 332, 417

362

Jorge II 57

Jorge III 57, 416, 494

Jorge IV 57, 416

Jorge V 57, 417

Jorge VI 57

Juan Crisóstomo (San) 40

Juan Pablo II 367

Juan Sin Tierra 55

Juan XXIII 16, 167, 187, 194, 197, 283

Kant, Emmanuelle 11, 13, 50, 234, 240

Keith 415

Kelsen, Hans 15, 86, 92, 103, 191, 192, 219, 236, 237, 239, 247, 290, 351, 359, 397, 456, 523

Kennedy, John 52, 404, 405, 410

Ketteler 53

Khruschev 316

King, Martin Luther 190

Kiralfy, A. K. 527

Klerk, Frederick de 190

Knox 214

Koenisberg 13

Kropotkin 170

Lacordaire, Enrique 52

Laferrière, J. 52, 91, 220, 222

Lallement, D. 22, 24, 194

Lambert, Eduardo 127

Lammenais, Felicidad de 52

Languet, Esteban 214

363

La Roche, Humberto J. 451

Lasalle, Fernando 83, 86, 88

Laski, Harold 52

La Tour du Pin, Georges 52

Le Bon, Gustavo 181

Lebrun, Alberto 430

Leibniz 13

Lenin Vladimir Ilich, Ulianof 53, 256, 265, 316

Leopoldo I 332

Le Play, Federico 52

Linares Quintana, Segundo V. 292, 299, 348, 349, 351, 352

Lincoln, Abraham 52, 363, 364

Lloyd, George 51

Locke, Juan 46, 48, 78, 169, 215, 267, 268, 393, 394, 402, 465, 499

Loewenstein, Karl 53, 72, 89, 90

Lucas Verdú, Pablo 54

Luis Felipe de Orléans 63, 105, 356, 426, 427

Luis XIV 46, 294, 355, 358, 399

Luis XVI 356

Luis XVIII 63, 105, 355, 425

Luño Peña, Enrique 14, 170, 203, 206, 214, 267

Macaulay, Tomas B. 415

Mac Donald, Ramsay 52, 419

Mac Mahon, Patricio, Mariscal de 64, 427, 429

Mac Millan, Harold 417

Madariaga, Salvador de 54

Madison, James 131, 405

364

Maistre, José de 52, 83, 205

Maitland, F. 81, 535

Malaparte, Curzio 265

Mandela, Nelson 190

Maquiavelo, Nicolás 23, 42, 43, 61, 213, 214, 226, 234, 355

Marbury, William 131

Mariana, Juan de 44, 214

Maritain, Jacques 52, 171, 172, 173, 178, 207, 218, 234, 251, 364

Marshall, John 112, 131, 132, 133

Martínez, Isabel 71

Marx, Carlos 53, 185, 253, 254, 276, 277, 279, 283

Mateo (San) 39

Maurras, Charles 52

Maynard 139

Mayor, John 425

Melville (Lord) 423

Menem, Carlos 71

Mercier, Cardenal 53

Millerand, Alejandro 428

Mirabeau, Marqués de 52

Mitterrand, François 65, 445

Molina, Luis de 44

Monnet, Jean 345

Monroe, James 344, 406

Montalembert, Carlos 52

Montesquieu, Carlos de Sécondat, Barón de 47, 48, 192, 350, 359, 394, 396, 397, 399, 402, 465, 494

365

Moro, Aldo 447

Mussolini, Benito 108, 265, 300

Napoleón I 63, 126, 265, 300, 378, 425, 516, 531

Napoleón III 64, 126, 388, 414, 427

Neves, Trancredo 71

Nixon, Richard 404, 405

Nogueira Alcalá, Humberto 453

North (Lord) 416

Orlando, V. E. 53

Ortega y Gasset, José 181, 281, 282

Pablo (San) 204, 270

Pacheco, Máximo 237, 255, 271, 278, 279

Padua, Marsilio de 267

Palmerston (Lord) 51, 417

Pavan, Pietro 170

Peel, Robert 417

Pérez Serrano, Nicolás 54

Pericles 33

Perón, Juan Domingo 71

Petain, Felipe (Mariscal) 108, 265, 437

Pierrer, Casimir 428

Pilsudsky 265

Pío IX 271

Pío X 186, 353

Pío XI 187, 189, 197, 272

Pío XII 182, 282, 285

Pitt, William 51, 416, 424

366

Platón 34, 35, 350

Poincaré, Raymond 429, 430

Polibio 36, 37

Pompidou, Georges 65, 443, 444, 445

Posada, Adolfo 54, 247

Pose, Alfredo 199

Poynet 214

Prado, Manuel 73

Prélot, Marcel 18, 20, 30, 53, 82, 127, 166, 226, 250, 252, 384, 400, 401, 429, 430, 519, 520, 521

Primo de Rivera, Miguel 265

Proudhon 52

Puffendorf, Samuel 13, 78

Quadros, Janio 71, 450

Ramella, Pablo A. 119, 120

Ranelleti 53

Rawls, John 52

Reagan, Ronald 405

Renard, Georges 14

Renán, Ernesto 171

Ribadeneira, Pedro de 44

Ripert, Georges 16

Robespierre, Maximiliano 63

Rommen 177, 192, 203, 206, 213, 223

Romero, César 119

Roosevelt, Franklin Délano 52, 137, 310, 405, 406, 412

Ross Bravo, Jaime 263, 271

Rossi, Pelegrino 20

367

Rousseau, Charles 16

Rousseau, Juan Jacobo 13, 48, 49, 50, 78, 107, 169, 215, 216, 217, 234, 253, 267, 268, 294, 349, 351, 369, 372, 378, 379, 465, 469, 511, 512

Russell 417

Salazar 437

Salisbury, Juan 42, 417

Sánchez Agesta, Luis 54, 96, 111, 227, 354, 359, 380

Sangnier, Marc 52

Santi Romano 53

Savigny 83, 88, 245

Sayagués Laso, Enrique 461

Schmitt, Carl 53, 86

Schuman, Robert 345

Schwartz, Bernard 52

Segni, Antonio 446

Sepúlveda, Ginés de 44

Sieyés 52, 100, 102, 106, 124

Simon, Jules 429

Silva Cimma, Enrique 519, 520, 522

Sócrates 34

Sorel, Georges 52

Soto, Domingo de 44

Spencer, Herbert 170

Stalin 316

Stirner, Max 170

Stuart-Mill, John 51

Sturzo, Luigi 25, 195

368

Suárez, Adolfo 68

Suárez, Francisco 44, 78, 194, 206

Taine, Hipólito 52

Taswell-Langmead, Tomas P. 415, 424

Tchernenko 316

Teodosio 40

Terra, Gabriel 517

Thatcher, Margaret 51, 425

Thiers, Adolfo 427

Tobar Donoso, Julio 191, 194, 235, 249, 250, 512

Tocqueville, Alexis de 52

Tomás de Aquino (Santo) 13, 42, 78, 164, 169, 194, 197, 263, 270, 271, 282, 350, 468

Tomaso 13

Tristan de Athayde 25

Trotsky, León 265

Trujillo Molina, Rafael Leonidas 73

Truman, Harry 406, 410

Tucídides 33

Ulpiano 15

Vargas, Getulio 322

Vedel, Georges 18, 30, 53, 127, 176, 177, 220, 222, 223, 225, 253, 257, 384, 392, 401, 414, 429, 473, 475

Velasco Ibarra, José María 73

Victoria (Reina de Inglaterra) 57, 332, 356

Vitoria, Francisco de 44

Vive, Juan Luis 44

Vodanovic, Antonio 245

Wade y Phillips 362, 422, 432, 433, 483, 486, 489, 498

369

Waline, Marcel 235

Washington, George 52, 403, 406

Williams, Glanville 527

Wilson, Woodrow 52, 340, 405, 410, 411

Wolf, Cristian 78

Yeltsin, Boris 316

INDICE GENERAL

CAPITULO I

NOCION DEL DERECHO CONSTITUCIONAL

1. Derecho objetivo y subjetivo

2. Derecho y moral. Justicia

3. Derecho natural y positivo

4. Pólemica sobre la significación del Derecho Natural

5. Derecho Público y Privado

6. Derecho Interno e Internacional

7. Definiciones del Derecho Constitucional

8. Derecho Constitucional institucional, relacional y dogmático

9. Derecho Constitucional y Derecho de la Constitución. Instituciones Políticas

10. Política y ciencia política

11. Ciencia y arte político

12. Ciencias políticas. Sociología, economía, religión

13. Método en la ciencia política

14. Ciencia política y Derecho Constitucional

15. Relaciones con otras ramas del Derecho

CAPITULO II

ORIGENES DEL CONSTITUCIONALISMO

1. LA CONTRIBUCION DE LAS IDEAS POLITICAS

370

16. Antigüedad griega

17. Platón

18. Aristóteles

19. Polibio

20. Cicerón

21. La revolución cristiana

22. La patrística. San Agustín

23. San Isidoro

24. Juan de Salisbury

25. Santo Tomás de Aquino

26. Nicolás de Maquiavelo

27. Los pensadores de la Contrarreforma

28. Jehan Bodín

29. Thomas Hobbes

30. Jacques Bossuet

31. Juan Locke

32. Montesquieu

33. Juan Jacobo Rousseau

34. Manuel Kant

35. Dos siglos de pensamiento político

2. LA CONTRIBUCION DE LAS INSTITUCIONES POLITICAS

36. Inglaterra

37. Estados Unidos

38. Francia

39. España

40. Los países iberoamericanos

CAPITULO III

371

TEORIA DE LA CONSTITUCION

1. CONCEPTO Y CONTENIDO

41. Diversos conceptos de "constitución": la constitución política

42. Antecedentes y significado del fenómeno constitucionalista

43. El sistema de las constituciones consuetudinarias

44. El sistema de las constituciones escritas

45. La esencia de la teoría de la constitución

46. Debate sobre el concepto de lo constitucional

47. Realidad constitucional y constituciones escritas; valor en éstas de las costumbres

48. Hábitos políticos

49. Lo constitucional material y lo constitucional formal

50. Constituciones sumarias y desarrolladas. Leyes orgánicas

51. Lo constitucional orgánico y lo relacional

52. Definiciones de Constitución política

53. Contenido de las constituciones políticas

54. Diversidad del contenido sustancial de los preceptos constitucionales

55. Poder Constituyente: concepto y contenido

56. Poder Constituyente Originario y Poder Constituyente Instituido

57. Límites del Poder Constituyente Originario

58. Formas de actuación del Poder Originario

2. LA REFORMA DE LA CONSTITUCION

59. Formas de actuación del Poder Constituyente Instituido

60. Límites a su ejercicio

61. Alcance de las facultades del Poder Constituyente Instituido

62. Los diversos sistemas de reforma

63. El sistema de reforma en Estados Unidos

64. Suiza

372

65. Italia

66. Francia

67. Alemania

68. España

69. En los países iberoamericanos

70. Sistematización de los diversos mecanismos de reforma

3. LA SUPREMACIA CONSTITUCIONAL

71. Significado del concepto

72. Medios políticos

73. Medios jurídicos: órgano facultado

74. Si el órgano debe ser de tipo político o de tipo judicial

75. Variedad de alcances del control jurisdiccional y sus efectos

76. La prevención de la inconstitucionalidad de las leyes: los sistemas franceses

77. El origen del sistema norteamericano

78. Evolución de su aplicación

79. Características de la facultad de los tribunales norteamericanos

80. Resortes preventivos o represivos de la constitucionalidad de las normas jurídicas

81. La aplicación del sistema fuera de Norteamérica

82. El derecho internacional y la supremacía constitucional

4. FUENTES E INTERPRETACION CONSTITUCIONALES

83. Significado de "fuentes constitucionales"

84. Necesidad de la interpretación constitucional

85. El lenguaje empleado

86. Historia del establecimiento

87. El derecho natural

88. Leyes interpretativas

89. Normas subordinadas

373

90. Jurisprudencia

91. Otras fuentes

CAPITULO IV

TEORIA DEL ESTADO

1. CONCEPTO, ELEMENTOS, CUALIDADES

92. Significado del término "Estado"

93. Las cualidades humanas

94. Las diversas expresiones del instinto social del hombre

95. Manifestaciones de la sociabilidad

96. La sociedad civil: debate sobre su origen

97. La Nación: su significado

98. Su tendencia a la organización. Formación del Estado

99. Desde cuándo existe Estado

100. Sociedad y Estado

101. Elementos del Estado

102. A) El elemento humano. La persona

103. Pueblo. Cuerpos intermedios

104. Las clases sociales

105. La raza

106. B) El territorio

107. C) El bien común: definición y caracteres

108. Bien común, bien individual y bien personal

109. Bien común temporal

110. Bien de orden y de justicia. Diversas tareas

111. Pluralidad conceptual. Fin objetivo y fin subjetivo

112. D) El poder. Concepto

113. Autoridad y poder

374

114. Origen del poder

115. El titular de la autoridad

116. El poder. Elemento central del Estado

117. Especialidad del poder estatal

118. El concepto de soberanía. Nacimiento y evolución

119. Crítica del mismo

120. Aspectos diferenciables dentro del poder

121. Cualidades del poder estatal

122. Poder originario

123. Público

124. Supremo

125. Independiente e incondicionado

126. Incontrastable

127. Imperativo

128. Poder moral y racional

129. Poder consentido

130. Poder temporal, pero espiritual

131. Poder de autonomía

132. Poder de dirección

133. E) El derecho. Sus características

134. Naturaleza de los vínculos entre Estado y Derecho

135. Las doctrinas de autolimitación

136. El Estado, sistema de normas: Kelsen

137. El Estado, organización para asegurar el derecho: Heller

138. Poder, energía de la idea de derecho: Burdeau

139. Relación entre Estado y Derecho

140. Estado de Derecho

375

141. F) Caracteres y definición del Estado

142. Personalidad del Estado

143. Tras una definición del Estado

144. Concepto marxista del Estado

2. CONFORMIDAD Y DISCONFORMIDAD CON EL PODER

145. Legalidad y legitimidad

146. Las sanciones organizadas. La resistencia a la opresión

147. Las sanciones no organizadas

148. Golpe de Estado

149. Revolución

150. La idea de la revolución en la formación del constitucionalismo

151. El pensamiento católico

152. Evolución y actualidad del concepto de revolución

153. El concepto marxista de revolución

154. Apreciación jurídica de las revoluciones

155. Consecuencias jurídicas de las revoluciones

3. FORMAS DE ESTADO

156. Diversos criterios de clasificación de los Estados, su crítica

157. Estado simple y Estado compuesto

158. A. El Estado Unitario

159. Su evolución

160. Centralismo político. Centralismo o descentralización administrativa

161. B. Estados Compuestos. Definición

162. Las confederaciones

163. Estado federal. Esencia

164. Formación histórica de los Estados federales

165. Federalismo y constitucionalismo

376

166. Bases del equilibrio institucional

167. Distribución de competencias

168. Ante el Derecho Internacional

169. Organización de las autoridades federales: autonomía y participación

170. La capital federal

171. Federalismo norteamericano

172. Federalismo suizo

173. Federalismo alemán

174. Federalismo ruso

175. Federalismo latinoamericano

176. Federalismo argentino

177. Federalismo Mexicano

178. Federalismo Venezolano

179. Federalismo Brasileño

180. C. Estados Regionales

181. Regionalismo Italiano

182. Regionalismo Español

183. Regionalismo Francés

184. Regionalismo Belga

185. Regionalismo Peruano

186. Regionalismo Colombiano

4. FORMAS DE ASOCIACIONES DE ESTADOS

187. Estados de Unión Personal, de Unión Real e Incorporado. Estados asociados: Puerto Rico

188. Clasificación según la soberanía externa, protegidos, vasallos. Manatos y fideicomisos

189. The Commonwealth

190. La Comunidad francesa

191. Las Naciones Unidas

377

192. Asociaciones de Estados de carácter continental

193. Asociaciones de Estados en América

194. Asociaciones de Estados en Europa

CAPITULO V

GOBIERNO Y SUS FORMAS

1. CONCEPTO Y CLASES

195. Diversos sentidos de "gobierno"

196. Diversas clasificaciones de los gobiernos. Utilidad de ellas

197. A. Monarquía. Evolución histórica

198. La monarquía moderna

199. Caracteres de la monarquía contemporánea

200. B. República

201. C. Aristocracia

202. D. Democracia. Definiciones

203. Su fundamento doctrinario

204. Límites a la autonomía democrática

205. Libertad-autonomía, libertad-participación

206. Origen de la democracia moderna

207. Errores de ésta

208. Clases de democracia

209. Presupone libertad política

210. Democracia directa

211. Democracia representativa

212. Concepto de representación política

213. Evolución del alcance de la representación política

214. La representación en el constitucionalismo clásico

215. Función del cuerpo electoral

378

216. Cambio en su alcance

217. La democracia semirrepresentativa

218. La democracia semidirecta

219. Formas de expresión de la democracia semidirecta

220. Si pueden aplicarse formas de democracia directa en la representativa. Crítica de la democracia semidirecta

2. LA DOCTRINA DE LA SEPARACION DE LOS PODERES Y LOS REGIMENES GUBERNATIVOS

221. Doctrina de la separación de los poderes

222. Aporte y crítica a su aplicación

223. Clasificación de los regímenes gubernativos. Sistemas de confusión de poderes: a) en beneficio del Ejecutivo

224. b) En beneficio de la Asamblea

225. Sistema de separación pronunciada: el presidencialismo. El modelo norteamericano

226. La práctica del sistema

227. Imitaciones del modelo

228. Sistema de colaboración de poderes: el gobierno parlamentario inglés

229. Evolución del parlamentarismo inglés

230. Implantación y evolución del parlamentarismo en Francia

231. La extensión del parlamentarismo

232. Comparación entre el presidencialismo y el parlamentarismo

233. La aplicación del parlamentarismo entre las dos guerras

234. El parlamentarismo en la IV República en Francia

235. Su reglamentación en la V República

236. La Constitución italiana de 1947

237. La Constitución japonesa de 1946

238. La Ley Fundamental de Bonn de 1949

239. El parlamentarismo en Iberoamérica

240. Los sistemas semiparlamentarios o semipresidenciales

379

CAPITULO VI

ORGANOS Y FUNCIONES DEL ESTADO

241. Concepto y definición de órgano del Estado

242. Precisión del vocablo

243. Imputación al Estado de la voluntad del órgano

244. Competencia del órgano y formalidades de su actuación

245. Clasificación de los órganos

246. Funciones del Estado: concepto; clasificaciones

247. Contenido de la función de control

248. Las tres funciones tradicionalmente consideradas

249. A. Función legislativa: naturaleza

250. Organo legislativo: uni o bicameralismo

251. Aspecto formal y material de la ley. Formalidad de ella

252. Iniciativa

253. Enmiendas

254. Origen

255. Estudio

256. Deliberación

257. Quórum

258. Acuerdo entre las Cámaras

259. Continuidad de la labor legislativa

260. Legislatura

261. Urgencia

262. Aprobación en Comisiones

263. Sanción. Veto

264. La delegación de las facultades legislativas

265. Reconocimiento constitucional de esta atribución

380

266. El Estatuto de la función parlamentaria

267. Autonomía organizativa

268. Otras funciones de las Cámaras

269. B. La función ejecutiva. Concepto

270. Función gubernamental

271. Organo ejecutivo: clases

272. Concepto de administración

273. Sistemas de organización administrativa

274. C. Función judicial. Concepto

275. Los tribunales

276. Diversos tipos de tribunales

277. Independencia de la función judicial

278. Sistemas de nombramiento

279. Inamovilidad

280. Responsabilidad

281. Jurados

282. Justicia administrativa

283. Relaciones con los otros poderes

284. Consejo Superior de la Magistratura

Anexo

Bibliografía

Índice alfabético de materias

Índice alfabético de personas

381