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SHERWOOD ANDERSON Selección, nota introductoria y traducción de ANA ROSA GONZÁLEZ MATUTE UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL DIRECCIÓN DE LITERATURA MÉXICO 2010

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SHERWOOD ANDERSON

Selección, nota introductoria y traducción deANA ROSA GONZÁLEZ MATUTE

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL

DIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO 2010

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ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA 3

EL LIBRO DE LO GROTESCO 6

MANOS 9

AVENTURA 15

RESPECTABILIDAD 23

LA MENTIRA NO CONTADA 29

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NOTA INTRODUCTORIA

Un elemento inherente al arte de Sherwood Anderson(1876-1941) es la manera en que nos descubre su verdadsobre el destino humano, al captar lo decadente, losutil, lo fugaz de una situación general determinada,cuando nos habla del hombre común estadounidensecomo un ser hastiado por un sentimiento de soledade insignificancia. Esta visión y experiencia del artistase revela en una de sus novelas más representativas,Winesburg, Ohio, la cual a raíz de su publicación en1919, le confiere un amplio reconocimiento que lositúa, al decir de William Faulkner, como “el padre desu generación de escritores norteamericanos y de latradición literaria norteamericana”. Paradójicamente,el éxito de Anderson fue breve y, hasta nuestros días,no ha obtenido una valoración justa.

A principios de los años veinte, Sherwood Andersonse convirtió en un escritor de escritores y en el narradorde su generación que marcó una línea a seguir en elestilo y en la visión de mundo de los novelistas poste-riores. Fue maestro de autores como Ernest Hemingway,Thomas Wolfe, John Steinbeck, Erskine Caldwell,William Saroyan, Henry Miller y el ya citado Faulk-ner, quienes, bajo su influencia, incorporaron a su arteelementos naturalistas y experimentaron con el simbo-lismo. Sobre todo, entre la obra de Faulkner y la deAnderson existen algunas similitudes: el uso de unatécnica indirecta donde juega un papel importante elmonólogo interior, los temas relacionados con el hom-bre moderno que carece de identidad y cuyos sentidosparecen estar adormecidos, la búsqueda de una verdadsuperior en los grupos humanos más primitivos, o elmostrar a la mujer como el ser que posee la clave delos misterios universales.

Si tomamos en cuenta que en casi toda trayectoriaartística hay básicamente dos etapas, una de búsquedade sí mismo y otra, más decisiva, de autodefinición yclarificación, en el caso de Anderson esta evoluciónfue lenta, motivo por el cual descubre su vocación de

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escritor de forma drástica y tardía, proceso parecido al dePaul Gauguin en la pintura o de Joseph Conrad en laliteratura. Después de sufrir una crisis nerviosa, decidecerrar su negocio, abandonar a su familia y lanzarse a lavida en un acto de renunciación al mundo moderno esta-dounidense, el cual parecía responder a las preguntastrágicas de Theodore Dreiser y a la crítica de corteirónico de Sinclair Lewis. Esto se debe, como diríaErnst Fischer, a que “un rasgo común de los artistas yescritores más significativos del mundo capitalista essu resistencia a aceptar plenamente la realidad socialque los rodea”. Por lo tanto Anderson, como pionero,adopta un punto de vista crítico, irónico e incisivo, queretoma el pensamiento de autores como Herman Mel-ville, John Thoreau y Walt Whitman, al mismo tiempoque desafía las formas narrativas convencionales.

Esta nueva tendencia literaria ya se había gestadodesde la primera década del siglo XX en autores comoCarl Sandburg, Edgar Lee Masters y Vachel Lindsay,quienes formaron el grupo “Renacimiento de Chicago”y publicaron en las revistas Little Review y Poetry. Enaquel tiempo Anderson únicamente escribía artículospublicitarios, pero pronto se une a este círculo de artis-tas y empieza a producir textos sobre diversas figuras(Balzac, Tolstoi, Browning, Keats o Poe). Pero para lacreación de Winesburg, Ohio, fueron decisivas lasobras Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters yThree Lives y Tender Buttons de Gertrude Stein. Estaúltima le mostró un estilo sencillo y reiterativo que seremite a los ritmos del lenguaje hablado norteamericano,el cual le imparte a la prosa de Anderson distintas tonali-dades, tanto en las descripciones como en los diálogos.

Si bien Sherwood Anderson empieza a escribir tardí-amente, dejó una obra copiosa de siete novelas, comopor ejemplo Windy McPherson’s Son (1916), Mar-chingMen (1917) (en ambas critica y rechaza a la civi-lización y materialismo de los Estados Unidos); PoorWhite (1920); Many Marriages (1923); Dark Laughter(1925), considerada como una de las novelas más poéti-cas de su país. Aunque en toda su narrativa expone susexperiencias, hay tres obras de estricto carácter auto-

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biográfico: A Story Teller’s Story (1924), Tar, A MidwestChildhood (1926) y Sherwood Anderson’s Memories(1942). Por último, sus dos creaciones en verso libre,Mid-Amerllilm Chants (1918) y A New Testament (1927).

Winesburg, Ohio, dividida en veinticuatro historias,marcó un cambio en la literatura norteamericana, nosólo en lo que respecta al contenido, sino también a laforma. Cada historia se concentra en la revelación deun personaje “grotesco”, es decir, en su retrato comogente común y corriente de un mismo pueblo, con unaserie de inhibiciones y frustraciones expuestas conespontaneidad, y esa aparente falta de hilo conductorle valió que los críticos señalaran que sus novelascarecían de argumento. Pero Anderson sentía que “laverdadera historia de la vida” era “la historia de losmomentos” y no un plan trazado de antemano; así lossucesos no se desarrollan en forma estrictamente orga-nizada o dentro de un esquema que sigue un ordenlineal, sino que va tocando a los personajes como porazar. Sin embargo, todos ellos comparten elementossimilares como: el descubrir los efectos de los instintosreprimidos de los “grotescos”, que desembocan enreacciones insólitas cuya consecuencia es la soledad,el estancamiento, el conformismo. Todos ellos parecendecir que la gran experiencia es la muerte y no la vida,en oposición a la inscripción que lleva la tumba delautor en Virginia “La vida y no la muerte es la granaventura”.

Winesburg, Ohio, una crónica de la distorsión y deca-dencia de una comunidad, es algo más que la exten-sión, en el tiempo inmóvil creado por el arte, de lahistoria, del retrato, de cada personaje de un pueblo enparticular. Anderson logra mostrárnoslo como un mode-lo general, por medio; de un ejemplo específico, de algomucho más vasto: lo que él considera la exégesis eimagen del destino humano, en el que juegan un papelnotable la alienación, la desesperanza, el pesimismo,como muestra de la desintegración social y de la apatíadel hombre moderno.

ANA ROSA GONZÁLEZ MATUTE

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EL LIBRO DE LO GROTESCO

El escritor, un anciano de bigote blanco, tenía dificul-tad para meterse en la cama. Las ventanas de la casadonde vivía eran altas y, al despertarse por la mañana,quería mirar los árboles, por lo cual vino un carpinteroa arreglar la cama para que quedara al mismo nivel dela ventana.

El suceso produjo gran alboroto. El carpintero, unsoldado de la Guerra Civil, entró a la habitación delautor y se sentó para hablar sobre la construcción deuna plataforma que elevara la cama. Al ver cigarrosregados por todos lados el carpintero empezó a fumar.

Durante largo rato los dos individuos hablaron desubir la cama y otras cosas. El soldado comenzó ahablar de la guerra; de hecho el novelista lo encaminóhacia ese tema. El carpintero había estado preso enAndersonville y su hermano había muerto de inani-ción; cada vez que se recordaba el asunto el carpinterolloraba. Al igual que el escritor, tenía bigote blanco yal sollozar fruncía los labios de manera que el bigotesubía y bajaba. El anciano llorando con el cigarro en laboca se veía ridículo. El plan para levantar la cama seolvidó y, más tarde, el carpintero realizó la tarea a sujuicio, lo que dio como resultado que el autor, de másde sesenta años, tuviera que valerse de una silla parameterse en la cama por la noche.

En seguida se recostaba de un lado y permanecíaabsolutamente quieto. Durante años se había visto aco-sado por afecciones del corazón. Era un fumador asi-duo y su corazón se agitaba. Se le había metido la ideade que un día moriría inesperadamente y cada vez quese acostaba pensaba en ello. No se alarmaba. De hechoreaccionaba de forma muy especial e inexplicable. Laposibilidad de no levantarse le infundía más vida quecualquier otro momento. Se quedaba perfectamenteinmóvil. Su cuerpo avejentado ya no le servía de grancosa, pero algo dentro de él conservaba su juventud.Era como una mujer embarazada, sólo que el productono era un bebé, sino un joven. No, no era un joven,

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sino una mujer, una mujer joven con una cota de ma-lla, al igual que un caballero. Como usted puede ver,es absurdo intentar explicar lo que el novelista alber-gaba en su seno al yacer en el lecho elevado y escu-char los aleteos de su corazón. Lo que debe averiguar-se es en qué pensaba él mismo o lo que guardaba en suinterior.

Como todo el mundo, durante su larga vida el escri-tor se había metido muchas ideas en la cabeza. En sutiempo fue muy guapo y un buen número de mujeresse enamoraron de él. Y, desde luego, había conocidomucha gente y de una forma tan íntima y peculiar quedista de la manera en que usted y yo conocemos a losdemás. Al menos eso era lo que pensaba el autor y esesólo pensamiento le gustaba. ¿Para qué pelearse conun viejo sobre lo que piensa?

En la cama tuvo un sueño que no era precisamenteun sueño. Conforme se fue durmiendo, pero aún cons-ciente, comenzaron a aparecer figuras ante sus ojos.Imaginaba que ese algo joven e indescriptible en suinterior hacía que una larga procesión de formas desfi-lara frente a él.

Como usted ve, el interés de todo esto radica en lasfiguras que pasaban ante los ojos del escritor. Todaseran grotescas. Todos los hombres y mujeres que al-guna vez había conocido súbitamente se transforma-ban en grotescos.

No todos eran horribles. Algunos eran divertidos,otros casi hermosos, y uno en particular, una mujergrotesca completamente deforme, lo ofendía. Cuandoella pasaba, él hacía un ruido similar al lloriqueo de unperrito. Si usted hubiera entrado en la habitación,probablemente hubiera pensado que el anciano teníasueños desagradables o, quizá, indigestión.

Durante una hora la procesión de grotescos desfila-ba frente a él y luego, aunque resultaba penoso, bajabalentamente de la cama y empezaba a escribir. Uno deellos le causó una impresión profunda y quería descri-birla.

Durante una hora trabajaba en su escritorio y final-mente, escribió un libro titulado El libro de lo grotesco.

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Nunca se publicó, pero en una ocasión lo vi y mecausó una impresión indeleble. El libro tenía una ideacentral muy extraña que se me quedó grabada parasiempre. Al recordarla he podido comprender a mu-chas personas e infinidad de cosas que anteriormentepermanecieron oscuras. La idea era intrincada, pero unsimple comentario al respecto era algo así:

En un principio, cuando el mundo era joven, exist-ían muchos pensamientos, pero ninguno que constitu-yera una verdad. El hombre construía sus verdades ycada una era un compuesto de muchos pensamientosvagos. En todo el mundo había verdades y todas ellaseran hermosas.

El novelista enlistó cientos de verdades en su libro.No le hablaré de todas ellas, pero sí incluía las siguien-tes: la verdad de la virginidad y de la pasión, la de lariqueza y de la pobreza, la de la frugalidad y del des-enfreno, la del descuido y del abandono. Eran cientosde verdades y todas hermosas.

Luego llegó la gente. Conforme cada uno aparecíase apoderaba de una verdad, y los más fuertes, de unadocena.

Las verdades convirtieron a la gente en grotesca. Elautor tenía una teoría muy elaborada al respecto. Suidea era que en cuanto una persona se apropiaba deuna de las verdades, la llamaba suya, intentaba vivir suvida regido por ella, se transformaba en grotesco y estaverdad se convertía en falsedad.

Usted mismo puede ver cómo este individuo que sehabía pasado toda la vida escribiendo y que estabapreñado de palabras llenaba cientos de páginas sobreel asunto. El tema llegó a adquirir tal magnitud en sumente que él mismo estuvo a punto de convertirse engrotesco. Supongo que no sucedió así por la mismarazón por la cual el libro jamás se publicó. Ese algodentro de él lo salvó.

En relación al carpintero que arregló la cama, sólolo mencioné porque él, como muchos de los consi-derados gente común y corriente, se convirtió en elobjeto más próximo a lo que es comprensible y adora-

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ble en todos los grotescos que aparecen en el libro delescritor.

MANOS

En el porche medio podrido de una casita de maderapróxima al borde del barranco cerca de Winesburg,Ohio, un hombrecillo gordo caminaba nerviosamentede un lado a otro. Más allá de un extenso terreno sem-brado de tréboles, el cual sólo había producido abun-dantes hierbas de mostaza, el hombre podía ver la carre-tera por donde pasaba un carro lleno de recolectores debayas de regreso de los cultivos. Eran jóvenes y donce-llas que reían y gritaban ruidosamente. Un muchachode blusa azul saltó del carro y trató de jalar a una delas chicas, que en protesta soltó un chillido agudo ypenetrante. Los pies del joven levantaban en el caminouna nube de polvo frente al rostro del sol poniente. Através del vasto campo se dejó oír una voz fina y ani-ñada. “Oh, Wing Biddlebaum, peínate, se te cae el peloen los ojos”, ordenó la voz al hombre calvo, cuyasmanos pequeñas y nerviosas, jugaban con su frenteblanca y desnuda, como si arreglaran una madeja debucles enredados.

Wing Biddlebaum, siempre asustado y acosado poruna banda fantasmal de dudas, no sentía formar partedel pueblo donde había vivido durante veinte años.Entre todos los habitantes de Winesburg, uno solo se lehabía acercado, George Willard, hijo de Tom Willard,dueño del New Willard House, con quien había forma-do algo parecido a una amistad. George Willard era elreportero del Águila de Winesburg y algunas veces, alatardecer, caminaba hasta la casa de Wing Biddle-baum. Ahora el anciano se paseaba de un lado a otrodel porche moviendo las manos nerviosamente, mien-tras esperaba a que George Willard viniera a pasar lavelada con él. Cuando el carro en que iban los recolec-tores se alejó, cruzó el terreno a través de la alta hierba

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y, trepando una cerca, miró fija y ansiosamente a lolargo del camino hacia el pueblo. Permaneció así unosmomentos frotándose las manos y observando la carre-tera de extremo a extremo. Luego, vencido por el mie-do, regresó corriendo a pasearse nuevamente por elporche de su casa.

Wing Biddlebaum, que durante veinte años habíasido el misterio del pueblo, perdía un tanto su timidezante George Willard, y su personalidad sombría, inmer-sa en un mar de dudas, emergía para contemplar elmundo. Con el joven reportero a su lado, se aventura-ba a la luz del día en la calle Main o caminaba de unlado a otro por el porche deteriorado de su casahablando excitadamente. La voz baja y temblorosa setornaba aguda y fuerte, y la figura encorvada se ende-rezaba. Con una especie de coleteo, como del pez queel pescador devuelve al arroyo, Biddlebaum el silen-cioso comenzaba a hablar, esforzándose por poner enpalabras las ideas acumuladas en su mente durantelargos años de mutismo.

Wing Biddlebaum hablaba mucho con las manos.Sus expresivos dedos delgados, siempre activos y lu-chando incesantemente por esconderse en los bolsilloso tras la espalda, aparecían para convertirse en lasvarillas del pistón de su maquinaria de expresión.

La historia de Wing Biddlebaum es una historia demanos. Su incansable actividad, como el aleteo de unpájaro aprisionado, le dio su nombre. Se le ocurrió aalgún poeta oscuro de la ciudad. Las manos alarmabana su dueño. Quería mantenerlas ocultas y, en cambio,contemplaba con asombro las manos inexpresivas ytranquilas de otros hombres que trabajaban junto a élen los campos o que conducían tiros de caballos soño-lientos por los caminos rurales.

Cuando hablaba con George Willard, Wing Biddle-baum cerraba los puños y golpeaba una mesa o lasparedes de su casa, acción que le hacía sentirse máscómodo. Si le entraba el deseo de charlar mientrascaminaban por los cultivos, buscaba un tronco o la

Wing significa ala.

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tabla más alta de una cerca y, con manos diligentes,hablaba con renovado desahogo.

La historia de las manos de Wing Biddlebaum semerece un libro aparte. Si se expone con simpatía reve-lará muchas cualidades extrañas y hermosas de loshombres oscuros. Es trabajo para un poeta. En Wines-burg las manos llamaron la atención solamente por suactividad. Con ellas Wing Biddlebaum llegó a recogerhasta ciento cuarenta arrobas de fresas en un día. Seconvirtieron en su rasgo distintivo, en la fuente de sufama. También provocaron que su personalidad evasi-va y grotesca se hiciera más grotesca aún. Winesburgsentía el mismo orgullo por las manos de Wing Biddle-baum que por la casa de piedra nueva del banqueroWhite, o por Tony Tip, el potrillo bayo de WesleyMoyer que ganó dos contra quince en las carreras deotoño de Cleveland.

En cuanto a George Willard, en diversas ocasionesquiso preguntar sobre las manos. A veces se apoderabade él una curiosidad casi irresistible. Creía que suextraña actividad e inclinación a permanecer ocultas sedebía a un fuerte motivo, y solamente el crecienterespeto que sentía por Wing Biddlebaum le impedíasoltar las preguntas que le venían a la mente.

Una vez estuvo a punto de cuestionarlo. Ambos cami-naban por los campos una tarde de verano y se detu-vieron para sentarse en un montón de hierba. Durantetodo ese tiempo Wing Biddlebaum habló como uninspirado. Se paró junto a una cerca y, golpeando lastablas como un pájaro carpintero gigante, le gritó aGeorge Willard censurándolo por permitir que la gentea su alrededor influyera tanto en él.

—Usted se está destruyendo –le gritó–. Se inclina aestar solo, a soñar, y tiene miedo de los sueños. Quiereser igual a todos en este pueblo. Los escucha e intentaimitarlos.

Sentado en la hierba Wing Biddlebaum volvió a insis-tir sobre el punto. Su voz se tornó suave, evocadora, ycon un suspiro de satisfacción, se lanzó a una conver-sación vaga hablando como perdido en un sueño.

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Del sueño, Wing Biddlebaum le pintó un cuadro aGeorge Willard en donde los hombres nuevamentevivían en una especie de edad de oro pastoril. Despuésde cruzar la campiña abierta, verde, llegaron unosjóvenes bien proporcionados a pie y a caballo. En gru-pos se colocaron a los pies de un anciano que les hablósentado bajo un árbol en un jardincito.

Wing Biddlebaum se inspiró plenamente. Por unavez se olvidó, de sus manos. Poco a poco se deslizaronfrente a él hasta posarse eh los hombros de GeorgeWillard. En su voz aparecía algo nuevo e intrépido.

—Debe procurar olvidar todo lo que ha aprendido–dijo el anciano–. Debe empezar a soñar. De hoy enadelante no prestará atención a las voces que rugen.

Wing Biddlebaum interrumpió su discurso y miróprolongada y vehementemente a George Willard. Susojos brillaban. De nuevo alzó las manos para acariciaral joven y, de repente, una expresión de horror cruzópor su rostro.

Con un movimiento convulsivo del cuerpo, WingBiddlebaum se levantó de un salto y metió las manoshasta el fondo de los bolsillos del pantalón. Se le llena-ron los ojos de lágrimas.

—Debo regresar a casa. No puedo seguir hablandocon usted –dijo nerviosamente.

Sin voltear hacia atrás el anciano bajó la colina ycruzó un prado apresuradamente, dejando a GeorgeWillard perplejo y asustado en el montículo de hierba.El muchacho se levantó estremeciéndose de miedo ycaminó por la carretera hacia el pueblo. “No le pregun-taré sobre sus manos”, pensó conmovido al recordar elterror en los ojos del hombre. “Algo anda mal pero noquiero saber lo que es. Sus manos tienen que ver conel miedo que me tiene a mí y a cualquiera.”

Y George Willard tenía razón. Veamos rápidamentela historia de las manos. Es posible que si hablamos deellas surgirá el poeta que contará la anécdota asombro-sa y oculta sobre la influencia que ejercían las manoscomo banderas ondeantes de promesa.

En su juventud Wing Biddlebaum había sido maes-tro de escuela en una ciudad de Pennsylvania. En

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aquel tiempo no se le conocía como Wing Biddlebaumsino que tenía un nombre menos eufónico, AdolphMyers. Como Adolph Myers los niños de la escuela lohabían llegado a querer mucho.

Por naturaleza, Adolph Myers estaba destinado a serprofesor de niños. Era uno de esos nombres raros eincomprendidos que gobiernan por medio de un podertan gentil que se confunde con una adorable debilidad.En su sentir hacia los niños a su cargo, tales hombresno difieren de un tipo más fino de mujeres en su amorpor los hombres.

Y sin embargo, esto se ha dicho de una manera muycruda. Es entonces cuando se necesita al poeta. Conlos niños a su cargo, Adolph Myers había caminadopor las tardes o se había sentado a conversar hasta elanochecer en los escalones de la escuela, perdido enuna especie de sueño. Sus manos iban de un lado aotro, acariciaban los hombros de los niños, jugabancon las cabezas despeinadas. Conforme hablaba, suvoz se tornaba suave y musical. En ello también habíauna caricia. De alguna manera, su voz y las manos, laspalmadas en los hombros y el jugueteo con el peloeran parte de su esfuerzo por transmitir un sueño a lasmentes jóvenes. Por medio del roce de sus dedos seexpresaba a sí mismo. Era uno de esos hombres enquienes la fuerza que crea la vida se diluye, no se con-centra. Bajo la caricia de sus manos la duda y la incre-dulidad salían de las mentes infantiles y entoncesempezaban también a soñar.

Y luego la tragedia. Un niño de la escuela, poco inte-ligente, se enamoró del joven profesor. Por la noche,en su cama, imaginaba cosas innombrables y, en lamañana, procedía a contar sus sueños como si fueranhechos. De esos labios colgantes salían acusacionesextrañas, repugnantes. Un estremecimiento sacudió ala ciudad de Pennsylvania. Las dudas ocultas y sombrí-as latentes en las mentes de los hombres en relación aAdolph Myers se transformaron en creencias.

La tragedia no esperó. A empujones sacaron de suscamas a los muchachos temblorosos para interrogarlos.

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“Me abrazó”, dijo uno. “Sus dedos jugaban continua-mente con mi pelo”, dijo otro.

Una tarde un hombre de la ciudad dueño de una can-tina, Henry Bradford, vino a la puerta de la escuela.Sacó a Adolph Myers al patio y empezó a darle depuñetazos. Conforme los duros nudillos daban en lacara horrorizada del maestro, se encolerizaba más ymás. Muertos de susto los niños corrían por todos la-dos como insectos alborotados. “Yo le enseñaré a poner-le las manos encima a mi hijo, bestia”, rugía el dueñode la cantina que, ya cansado de golpear al maestro,había empezado a patearlo por todo el patio.

Durante la noche obligaron a Adolph Myers a dejarla ciudad de Pennsylvania. Una docena de hombrescon linternas llegaron hasta la puerta de la casa dondevivía solo y le exigieron que se vistiera y saliera. Llovíay uno de los hombres llevaba una soga en la mano.Tenían la intención de colgar al maestro, pero algo ensu figura, tan pequeña, blanca y triste, los conmovió ylo dejaron escapar. Conforme veían al hombre correren la oscuridad, se arrepintieron de su debilidad y fue-ron tras él, insultándolo y aventándole palos y grandesbolas de lodo, mientras él gritaba y corría cada vezmás rápido en la penumbra.

Adolph Myers había vivido solo en Winesburg vein-te años. Tenía solamente cuarenta años, pero aparenta-ba sesenta y cinco. Tomó el nombre de Biddlebaum deuna caja de mercancías que vio en una estación decarga cuando atravesaba una ciudad al este de Ohio.Tenía una tía en Winesburg, una mujer de dientes negrosque criaba pollos y con quien vivió hasta que ella mu-rió. Había estado enfermo durante un año tras la expe-riencia en Pennsylvania y, después de su recuperación,trabajó como labriego en los campos, yendo y vinien-do con timidez y luchando para ocultar sus manos.Aunque no comprendía lo que había sucedido, sintióque sus manos eran las culpables. Una y otra vez lospadres y los niños se habían referido a ellas. “No metalas manos donde no debe”, el cantinero le había grita-do bailando con furia en el patio de la escuela.

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En el cobertizo de su casa junto al barranco, WingBiddlebaum continuó caminando de un lado a otrohasta que desapareció el sol y el camino al borde delcampo se perdió en las sombras grises. Al llegar a sucasa cortó unas rebanadas de pan y las untó con miel.Cuando el retumbar del tren nocturno que jalaba losvagones expresos cargados con la cosecha del día pasóy se restauró el silencio de la noche de verano, empezóde nuevo a pasear por el porche. En la penumbra nopodía verse las manos y entonces dejaban de moverse.Aunque anhelaba la presencia del joven, único medioa través del cual expresaba su amor al hombre, su an-siedad de nuevo se transformó en parte de su soledad yde su espera. Wing Biddlebaum encendió una lámparapara lavar los pocos platos sucios de su comida tansimple y, tras instalar un catre junto a la puerta dealambre que daba al porche, se desvistió para pasar lanoche. Quedaron unas cuantas morusas de pan blancoesparcidas por el piso limpio junto a la mesa; colocó lalámpara en un banquito y comenzó a recoger las miga-jas, llevándose una por una a la boca con increíblerapidez. En la mancha de luz bajo la mesa, la figuraarrodillada parecía un sacerdote ejerciendo servicio ensu iglesia. Los dedos expresivos y nerviosos que en-traban y salían de la luz podrían haberse confundidocon los de un devoto que repasa ágilmente diez trasdiez de su rosario.

AVENTURA

Alice Hindman, una mujer de veintisiete años cuandoGeorge Willard era sólo un muchacho, había vivido enWinesburg toda su vida. Era dependienta en la merceríaWinney y vivía con su madre, que se había casado porsegunda vez.

El padrastro de Alice pintaba coches y era alcohóli-co. Su historia es extraña. Valdrá la pena contarlaalgún día.

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A los veintisiete años Alice era alta y más bien deli-cada. Su cabeza grande le eclipsaba el cuerpo. Teníalos hombros un poco encorvados y el pelo y los ojoscastaños. Era muy callada, pero había una fermenta-ción continua bajo el plácido exterior.

Cuando tenía dieciséis años, antes de emplearse enla tienda, Alice tuvo una relación con un joven. Sellamaba Ned Currie y era mayor que ella. Al igual queGeorge Willard, trabajaba para el Águila de Wines-burg, y durante largo tiempo visitaba a Alice casi todaslas tardes. Paseaban bajo los árboles por las calles delpueblo y hablaban de lo que harían con sus vidas. Aliceera entonces una joven muy bonita y Ned Currie latomó entre sus brazos y la besó. Empezó a excitarse yle dijo cosas que no pensaba decir y ella, traicionadapor el deseo de que algo hermoso invadiera su vida tanrestringida, también se excitó. Luego habló. La cortezaexterna de su vida, todo su apocamiento y reserva sedesvanecieron y se entregó a las emociones del amor.Cuando finalizaba el otoño, al tener ella dieciséis años,Ned Currie se fue a Cleveland a conseguir un empleoen un periódico de la ciudad y a labrarse un futuro enel mundo; ella lo quiso acompañar. Con voz tembloro-sa le dijo lo que pensaba.

—Yo trabajaré y tú puedes trabajar –dijo ella–. No.quiero atarte a un gasto innecesario que impediría queprogresaras. No te cases conmigo ahora. Seguiremossin hacerlo y podremos estar juntos. Aunque vivamosen la misma casa nadie dirá nada. En la ciudad nadienos conocerá y la gente no nos prestará atención.

Ned Currie estaba desconcertado por la determina-ción y el abandono de su amada y se sentía profunda-mente conmovido. Había deseado que la joven se con-virtiera en su amante, pero había cambiado de opinión.Quería protegerla y cuidarla.

—No sabes lo que dices –dijo tajantemente–, puedesestar segura de que no te permitiré hacer semejantecosa. En cuanto consiga un buen trabajo volveré. Porahora tienes que quedarte aquí. Es lo único que pode-mos hacer.

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Esa tarde, antes de dejar Winesburg para enfrentarsu nueva vida en la ciudad, Ned Currie visitó a Alice.Caminaron por las calles durante una hora, luego alqui-laron un carruaje en la caballeriza de Wesley Moyer yse dirigieron al campo. Salió la luna y se dieron cuentade que no podían articular palabra. Muy triste, el jovense olvidó de las resoluciones que había tomado respec-to a su conducta con la muchacha.

Bajaron del coche en un sitio donde un extenso pra-do bordeaba la ribera de Wine y ahí, bajo la luz tenue,se hicieron el amor. A medianoche regresaron al pue-blo contentos. Les parecía que nada de lo que pudieraocurrir en el futuro podría borrar la maravilla y la belle-za de lo que había sucedido.

—Ahora tenemos que seguir juntos; pase lo que pa-se tendremos que hacerlo –dijo Ned Currie al dejar a lamuchacha en la puerta de la casa paterna.

El joven periodista no logró encontrar empleo enningún periódico de Cleveland y prosiguió hacia eloeste hasta Chicago. Durante un tiempo se sintió soloy le escribió a Alice casi diariamente. Luego se vioatrapado por la vida de la ciudad; empezó a teneramistades y encontró nuevos intereses. En Chicago sehospedó en una casa donde había varias mujeres. Unade ellas atrajo su atención y olvidó a la Alice de Wines-burg. Al año había dejado de escribir cartas y, sola-mente en raras ocasiones, cuando se sentía solo ocuando iba a alguno de los parques de la ciudad y veíabrillar la luna sobre el césped, tal como había brilladoaquella noche en el prado junto al arroyo Wine, pensa-ba en ella.

En Winesburg la joven antes amada se convirtió enmujer. Cuando cumplió veintidós años su padre, propie-tario de una tienda de reparación de guarniciones, muriórepentinamente. El guarnicionero era un viejo soldadoy, a los pocos meses, su mujer obtuvo su pensión deviudez. Con el primer dinero que recibió se compró untelar, convirtiéndose en tejedora de alfombras, mien-tras que Alice consiguió trabajo en la tienda Winney.Durante muchos años nada la hubiera podido inducir acreer que Ned Currie nunca volvería a ella.

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Estaba encantada de tener empleo porque el trabajodiario en la tienda hacía que el tiempo de espera sehiciera menos largo y tedioso. Comenzó a ahorrar di-nero, pensando que cuando tuviera doscientos o tres-cientos dólares podría seguir a su amante a la ciudad eintentar reconquistarlo.

Alice no le reprochaba a Ned Currie lo ocurrido enel campo a la luz de la luna, pero sentía que nunca secasaría con otro hombre. La sola idea de entregarse aalguno le parecía monstruosa porque únicamente podíapertenecer a Ned. Cuando ciertos jóvenes trataron deatraerla, los rechazó. “Soy su esposa y lo seguiré siendo,ya sea que regrese o no”, se decía; y pese a su decisiónde automantenerse, no podía comprender la idea moder-na en crecimiento de que una mujer sólo se pertenece así misma y da y toma en la vida para sus propios fines.

Alice trabajaba en la tienda de lencería de ocho de lamañana a seis de la tarde, y tres tardes por semanaregresaba a la tienda y se quedaba de siete a nueve.Conforme pasó el tiempo se volvió más solitaria yempezó a poner en práctica los recursos de este tipo degente. Cuando de noche subía a su cuarto, se arrodilla-ba en el suelo y rezaba, y en sus plegarias musitabacosas que deseaba decir a su amante. Tomó apego alos objetos inanimados y, por el sólo hecho de poseer-los, no admitía que nadie tocara el mobiliario de suhabitación. La costumbre de ahorrar dinero iniciadacon un propósito continuó después de abandonar elplan de ir a la ciudad a encontrar a Ned Currie. Seconvirtió en una costumbre fija y, cuando necesitabaropa nueva, no se la compraba. A veces, durante lastardes lluviosas, en la tienda sacaba su libreta de aho-rros, la abría y se pasaba horas soñando imposibles dejuntar lo suficiente para que los mismos intereses basta-ran para mantenerlos a ella y a su futuro marido.

—A Ned siempre le gustó viajar –pensaba–. Le daréla oportunidad de hacerlo. Algún día, cuando estemoscasados y pueda ahorrar su dinero, además del mío,seremos ricos. Entonces podremos viajar por todo elmundo.

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En la tienda de lencería las semanas se convirtieronen meses y los meses en años y, mientras tanto, Aliceesperaba y soñaba con el regreso de su amante. Supatrón, un anciano gris con dientes postizos y un finobigote cano que le cubría la boca, no gustaba de con-versar y, a veces en días lluviosos o cuantío caía unatormenta estruendosa en Main Street, pasaban largashoras sin que llegaran clientes. Alice ordenaba y reor-denaba la mercancía. Se paraba junto a la ventana deenfrente donde podía ver la calle desierta y pensar enlas tardes en que había caminado con Ned Curriecuando él le había dicho: “Ahora tendremos que seguirjuntos”. Estas palabras producían un eco incesante enla mente de la mujer que continuaba madurando. Se lellenaban los ojos de lágrimas. Algunas veces, cuandosu patrón había salido y se quedaba sola en la tienda,apoyaba la cabeza en el mostrador y lloraba. “Oh Ned,estoy esperando, susurraba una y otra vez, pero todo eltiempo el temor de que Ned nunca volviera iba cobran-do fuerza en ella.

En primavera, cuando las lluvias han pasado peroantes de que lleguen los largos y calurosos días deverano, el campo de los alrededores de Winesburg esdelicioso. La ciudad se encuentra en medio de camposabiertos, pero más allá están las agradables áreas bos-cosas. En tales sitios hay muchos escondrijos enclaus-trados, lugares tranquilos donde se sientan los enamo-rados los domingos por la tarde. A través de losárboles contemplan los campos y ven a los labradorestrabajando en los graneros o a la gente que va y vienepor los caminos. En el pueblo tocan las campanas y derepente pasa un tren que, a lo lejos, parece de juguete.

Durante varios años después de que Ned Curriepartió, Alice no fue al bosque con otros jóvenes losdomingos, pero un día, pasados dos o tres años, en unmomento en que su soledad se le hizo insoportable, sepuso su mejor vestido y salió. Encontró un pequeñositio desde donde podía verse el pueblo y una ampliafranja de campos y ahí se sentó. El miedo a la edad y ala inutilidad se posesionó de ella. No pudo permanecerquieta y se levantó. Mientras miraba a lo largo de las

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tierras, algo, quizá la idea de la vida incesante tal ycomo se expresa en el fluir de las estaciones, fijó en sumente el paso de los años. Se estremeció de miedo alcomprender que para ella quedaban atrás la belleza yla frescura de la juventud. Por primera vez sintió quela vida le había hecho trampa. No culpó a Ned Currieni supo qué censurar. La invadió la tristeza. Cayó derodillas, intentó rezar pero, en vez de plegarias, suslabios emitieron palabras de protesta.

—No va a volver a mí. Jamás encontraré la felici-dad. ¿Por qué me engaño? –lloró y sintió que una sen-sación extraña de alivio embargó su primer intento deenfrentar el temor que ya formaba parte de su vidacotidiana.

El año en que Alice Hindman cumplió los veinticin-co años ocurrieron dos cosas que turbaron la insípidamonotonía de sus días. Su madre se casó con BushMilton, el pintor de coches de Winesburg y ella ingresóa la iglesia metodista del pueblo. Alice se unió a laiglesia por miedo a la soledad. El segundo matrimoniode su madre había aumentado su aislamiento. “Meestoy haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve no mequerrá. En la ciudad donde vive los hombres son eter-namente jóvenes. Hay tanto ajetreo que no tienentiempo de envejecer”, se decía con una leve sonrisa y asíse resolvió a conocer gente. Cada jueves por la tarde alcerrar la tienda, iba a una sesión de rezos en el sótanode la iglesia y, el domingo por la noche, asistía a lareunión de una organización llamada Liga Epworth.

Cuando Will Hurley, un hombre de mediana edadque atendía una farmacia y que también pertenecía a laiglesia, le ofreció acompañarla a su casa, ella aceptó.“Desde luego no permitiré que se acostumbre a estarconmigo, pero nada tiene de malo que venga a vermede vez en cuando”, se decía aún resuelta a mantener sulealtad a Ned Currie.

Sin comprender lo que sucedía Alice estaba luchan-do por encontrar, primero débilmente pero luego concreciente determinación, un nuevo apoyo en la vida.Caminaba en silencio junto al dependiente de la farma-cia, pero a veces en la penumbra, mientras paseaban

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impávidamente, alargaba la mano y le tocaba apenaslos faldones del saco. Cuando la dejaba frente a lapuerta de la casa materna ella no entraba, sino quepermanecía allí un momento. Quería visitar a estehombre, pedirle que se sentara con ella en la oscuridadde la terraza de su casa, pero temía que él no com-prendiera. “No es a él a quien quiero”, se decía, “loque deseo es evitar estar tan sola. Si no tengo cuidadoperderé la costumbre de estar acompañada”.

A principios de otoño, cuando Alice tenía veintisieteaños, se apoderó de ella una inquietud apasionante. Nopodía soportar la compañía del dependiente de lafarmacia y, cuando por la noche éste caminaba a sulado, le pedía que se fuera. Su mente se volvió inten-samente activa y, ya cansada de pasar largas horas depie tras el mostrador de la tienda, volvía a casa y sedeslizaba en su cama. No podía dormir. Miraba fija-mente la oscuridad.

Su imaginación, como la de un niño que despiertade un largo sueño, jugaba por la habitación. Muy en suinterior había algo que su fantasía no podía acallar yque exigía una respuesta definitiva de la vida.

Alice tomó una almohada en los brazos y la apretófuertemente contra su pecho. Al levantarse de la cama,acomodó un cobertor de modo que en la penumbrasimulara una forma entre las sábanas y, arrodillándose,la acarició susurrando repetidamente una especie deestribillo. “¿Por qué no ocurre algo? ¿Por qué me hequedado sola?”, murmuraba. Aunque algunas vecespensaba en Ned Currie, ya no dependía de él. Su deseose había vuelto vago. No quería a Ned Currie ni aningún otro hombre. Deseaba ser amada, tener algoque respondiera a la llamada que se iba fortaleciendoen su interior.

Y luego, una noche lluviosa, Alice tuvo una aventu-ra que la asustó y confundió. Ya de regreso de la tien-da, a las nueve, encontró la casa vacía. Bush Miltonhabía ido a la ciudad y su madre a casa de un vecino.Alice subió a su cuarto y se desnudó a oscuras. Por unmomento se quedó junto a la ventana escuchandocómo la lluvia golpeaba los cristales y entonces la

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asaltó un extraño deseo. Sin detenerse a pensar en loque iba a hacer, corrió escaleras abajo en tinieblas ysalió a la lluvia. Cuando se detuvo en el jardincitofrente a la casa y experimentó la lluvia fría sobre elcuerpo, le entró un deseo loco de correr desnuda porlas calles.

Pensó que la lluvia tendría un efecto creativo y mara-villoso sobre su cuerpo. Hacía años que no se sentíatan llena de juventud y valor. Quería saltar, correr,gritar, encontrar a otro ser humano solitario y abrazar-lo. Por la banqueta de la casa un hombre se tambalea-ba para llegar a su hogar. Alice empezó a correr. Lainvadió un humor salvaje y desesperado, “Qué importaquién sea. Está solo, iré a él”, pensó, y luego sinreflexionar sobre el posible desenlace de su locura, lollamó suavemente.

—¡Espere! –gritó–. No se vaya. Sea quien sea debeesperar.

El hombre en la banqueta se detuvo y la escuchó.Era viejo y un tanto sordo. Se llevó las manos a la bo-ca y gritó.

—¿Qué? ¿Qué dice? –preguntó.Alice se dejó caer al suelo y se quedó temblando. La

asustó tanto pensar en lo que había hecho que cuandoel hombre siguió su camino no se atrevió a levantarse;se arrastró a gatas por el pasto hasta la casa. Cuandollegó a su cuarto se encerró con llave y colocó el toca-dor contra la puerta. Su cuerpo se estremecía como defrío y las manos le temblaban de tal forma que, consuma dificultad, se puso el camisón. Al meterse en lacama hundió la cara en la almohada y lloró desconso-ladamente. “¿Qué me pasa? Haré algo terrible si notengo cuidado”, pensó y, volteando la cara a la pared,empezó a obligarse a afrontar valientemente el hechode que muchas personas deben vivir y morir solas,incluso en Winesburg.

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RESPECTABILIDAD

Si usted ha vivido en ciudades y caminos por el parquedurante una tarde de verano, quizá habrá visto, parpa-deando en un rincón de su jaula de hierro, a una clasede mono enorme y grotesco, una criatura de piel fea,ajada y calva debajo de los ojos y un trasero moradobrillante. Este mono es un verdadero monstruo. Todasu fealdad adquiere una especie de belleza pervertida.Los niños se detienen ante su jaula fascinados, loshombres se voltean con aire de disgusto y las mujeresse quedan un momento, quizá tratando de recordar, acuál de los hombres que han conocido se le parece,aunque sea vagamente.

Si en los primeros años de su vida usted hubierasido ciudadano del pueblo de Winesburg, Ohio, laexistencia de la bestia enjaulada no le hubiera signifi-cado misterio alguno. “Es como Wash Williams”, di-ría. “Sentada en ese rincón, la bestia es exactamentecomo cuando el viejo Wash se sienta en el césped delpatio de la estación una tarde de verano después decerrar su oficina antes de que anochezca.”

Wash Williams, el operador de telégrafos de Wines-burg, era la cosa más fea de la ciudad: de tamaño inmen-so, cuello delgado, piernas débiles. Era sucio. Todo enél era inmundo. Incluso el blanco de sus ojos se veíaempañado.

Voy muy rápido. No todo en Wash Williams era su-cio. Se cuidaba las manos. Tenía los dedos gruesos,pero había algo sensible y proporcionado en la manoque descansaba sobre la mesa junto al aparato en laoficina de telégrafos. En su juventud se le había reco-nocido como el mejor operador de telégrafos del esta-do y, a pesar de su situación degradante en la lóbregaoficina de Winesburg, continuaba sintiéndose orgullo-so de su habilidad.

Wash Williams no se relacionaba con los hombresdel pueblo en que vivía. “Nada tengo que hacer conellos”, decía mirando con ojos turbios a quienes cami-naban por el andén de la estación frente a la oficina de

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telégrafos. Por la noche recorría la Calle Main hasta laúltima cantina de Ed Griffith y, después de beber canti-dades increíbles de cerveza, se tambaleaba hasta suhabitación en el New Willard House y se metía a lacama a pasar la noche.

Wash Williams era un hombre valiente. Algo lehabía sucedido que lo había hecho odiar la vida y laodiaba de todo corazón, con el abandono de un poeta.En primer lugar, odiaba a las mujeres. “Putas”, decía.Su sentimiento hacia los hombres era distinto. Lestenía lástima. “¿Acaso el hombre no permite que una uotra puta manipule su vida?”, preguntaba.

En Winesburg nadie prestaba atención a WashWilliams o al odio a sus semejantes. En una ocasión laseñora White, esposa del banquero, se quejó a la compa-ñía de telégrafos diciendo que la oficina de Winesburgestaba sucia y olía abominablemente; pero su argu-mento no tuvo eco. Por aquí y por allá había hombresque respetaban al operador. Instintivamente loshombres percibían en él un fuerte resentimiento que élmismo no tenía el valor de reconocer. Cuando Washcaminaba por las calles, alguno de ellos sentía elimpulso de rendirle homenaje, de quitarse el sombreroo hacerle una caravana. El superintendente que inspec-cionaba a los operadores de telégrafos de la línea deferrocarril que atravesaba Winesburg actuaba así.Había colocado a Wash en la oficina lóbrega de Wines-burg para evitar despedirle y tenía la intención demantenerlo allí. Cuando recibió la carta de protesta dela esposa del banquero la rompió y se rió con desagra-do. Al hacerlo, por algún motivo pensó en su propiamujer.

En un tiempo Wash Williams había tenido esposa.De joven se había casado con una chica de Dayton,Ohio. Era alta, delgada, de ojos azules y pelo rubio. Elmismo Wash había sido guapo. La había amado conun amor tan absorbente como el odio que después expe-rimentó hacia las mujeres.

En todo Winesburg sólo había un individuo queconocía la historia del suceso que había afeado yamargado a la persona y el carácter de Wash Williams.

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En cierta ocasión se lo contó a George Willard y talrelato era algo así:

“Una noche George Willard se fue a pasear conBelle Carpenter, ribeteadora de sombreros de mujerque trabajaba en la mercería de la señora KateMcHugh. El joven no estaba enamorado. De hecho,ella tenía un pretendiente que trabajaba como meseroen la cantina de Ed Griffith, pero cuando George Willardcaminaba con ella bajo los árboles, ocasionalmente seabrazaban. La noche y sus propios pensamientos leshabían despertado algo. Al volver a la calle Main pasa-ron por el jardincito que está al lado de la estación deferrocarril y vieron a Wash Williams aparentementedormido en el pasto bajo un árbol. La noche siguienteel operador y George Willard salieron, caminaron porlas vías del ferrocarril y se sentaron en una pila dedurmientes medio podridas junto a los rieles. Fue enton-ces cuando el operador le contó su historia de odio aljoven reportero.”

George Willard y el hombre extraño y deforme quevivía en el hotel de su padre probablemente habíanestado a punto de conversar una docena de veces. Eljoven observaba aquella cara repulsiva que miraba dereojo el comedor del hotel y la curiosidad lo consumía.En esos ojos vigilantes asomaba un indicio de que elhombre que nada decía a los demás tenía, sin embargo,alguna cosa que contarle a él. Esa noche de verano,sobre la pila de durmientes, esperó con expectación.Cuando el operador se quedó callado y pareció deci-dirse por no hablar, trató de hacerle conversación.

—¿Alguna vez se casó, señor Williams? –empezó–.Supongo que lo estuvo y que su esposa murió, ¿no escierto?

Wash Williams escupió una retahíla de blasfemias.—Sí –asintió–. Está muerta como lo están todas las

mujeres. Es una cosa muerta que vive y camina a lavista de todos los hombres y ensucia el mundo con supresencia.

El hombre clavó los ojos en los del muchacho y sepuso rojo de ira.

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—No se meta ideas tontas en la cabeza –le ordenó–.Mi esposa, ella está muerta; sí, desde luego. Se lo digoyo y todas las mujeres están muertas, mi madre, sumadre, esa mujer alta y morena que trabaja en lasombrería y con la que lo vi pasear ayer, todas ellas,todas muertas. Le digo que hay algo podrido en ellas.Claro que estuve casado. Mi mujer murió antes decasarse conmigo, era una cosa asquerosa salida de otramujer aún más asquerosa. La enviaron a hacerme lavida insoportable. Fui un tonto, lo ve, como usted ahora,y me casé con esta mujer. Quisiera ver que los hom-bres empezaran a comprender un poco a las mujeres.Las mandan para impedir que los hombres hagan delmundo un sitio en el que valga la pena vivir. Son unatrampa de la naturaleza. ¡Uf! Son cosas reptantes, pavo-rosas, retorcidas, con sus manos suaves y sus ojos azu-les. Ver a una mujer me enferma. No entiendo por quéno mato a todas las que veo.

Medio temeroso, pero fascinado por los ojos encen-didos del viejo repulsivo, George Willard escuchabaardiendo de curiosidad. Ya era de noche por lo quedebía inclinarse hacia adelante para poder ver el rostrodel hombre que hablaba. Cuando la falta de luz leimpidió observar la cara morada e hinchada y los ojosencendidos, le vino una curiosa fantasía. Wash Williamshablaba en tonos bajos y sostenidos que impartían asus palabras un matiz más terrible. En la penumbra eljoven reportero empezó a imaginar que estaba sentadoen las durmientes al lado de un hombre joven y agra-dable de cabello oscuro y brillantes ojos negros. Habíaalgo casi hermoso en la voz de Wash Williams, el repul-sivo Wash Williams, mientras narraba su historia deodio.

El operador de telégrafos de Winesburg, sentado aoscuras sobre las durmientes, se había convertido enpoeta. El odio lo había elevado a ese nivel.

—Es porque lo vi besando los labios de esa BelleCarpenter que le cuento mi historia –dijo–. Lo queme sucedió a mí le puede ocurrir a usted. Quiero adver-tirle. Puede que ya tenga usted sueños en la cabeza.Deseo destruirlos:

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Wash Williams se puso a narrar la historia de suvida de casado con la muchacha alta y rubia de ojosazules que había conocido cuando era un joven opera-dor en Dayton, Ohio. Aquí y allá el relato tenía toquesde belleza entrelazados con una maraña de maldicio-nes. El operador se había casado con la hija de undentista, la menor de tres hermanas. El día de su boda,gracias a su habilidad, lo ascendieron a despachadorcon un mejor salario y lo trasladaron a unas oficinas deColumbus, Ohio. Allí se instaló con su joven esposa yempezó a pagar una casa a plazos.

El joven operador de telégrafos estaba locamenteenamorado. Con una especie de fervor religioso se lashabía arreglado para superar todos los peligros de sujuventud y llegar virgen al matrimonio. Le pintó unretrato a George Willard de su vida en Columbus,Ohio con su joven mujer.

—En el jardín de atrás de nuestra casa plantamosvegetales –dijo–; ya sabe usted, chícharos, maíz ytodas esas cosas. Nos fuimos a Columbus a principiosde marzo y, en cuanto los días se hicieron más caluro-sos empecé a trabajar el jardín. Removía la tierra negracon una pala mientras ella corría por allí riéndose yfingiendo que le daban miedo los gusanos que yo desen-terraba. A fines de abril había que comenzar a plantar.Ella se quedaba en los pequeños senderos entre losplantíos con una bolsa de papel en la mano llena desemillas. Me las iba pasando poco a poco para ente-rrarlas en la tierra cálida y blanda.

Por un momento quedó en suspenso la voz del hom-bre que hablaba en la penumbra.

—Yo la amaba –dijo–. No soy un tonto. Aún laamo. Allí, al ponerse el sol en las tardes primaverales,me arrastraba por el suelo hacia ella y me humillaba asus pies. Le besaba los zapatos y los tobillos. Cuandoel dobladillo de su vestido me rozaba la cara yo tem-blaba. Y al cabo de dos años de esa vida descubrí quese las había ingeniado para tener otros tres amantesque acudían regularmente a nuestra casa mientras yoestaba en el trabajo; no quise tocarlos ni a ellos ni aella. Me limité a mandarla a casa de su madre y no dije

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nada. No había qué decir. Tenía cuatrocientos dólaresen el banco y se los di. No le pedí explicaciones. Nodije nada. Una vez que se fue lloré como un niño ton-to. Muy pronto tuve la oportunidad de vender la casa yle envié el dinero.

Wash Williams y George Willard se levantaron dela pila de durmientes y caminaron a lo largo de las víasdel tren hacia la ciudad. El operador terminó su relatoapresuradamente y sin tomar aliento.

—Su madre me mandó llamar –dijo–. Me escribióuna carta y me pidió que fuera a su casa en Dayton.Cuando llegué era de noche, más o menos a esta mis-ma hora.

La voz de Williams se elevó hasta casi gritar.—Me senté en el recibidor de esa casa y ahí perma-

necí durante dos horas. Su madre me hizo entrar y medejó allí. Tenían una casa elegante. Eran lo que suelellamarse gente respetable. En la habitación había sillaslujosas y un sofá. Yo temblaba de pies a cabeza. Odia-ba a los hombres que, según yo, habían abusado deella. Estaba harto de vivir solo y quería que ella vol-viera. Cuanto más esperaba, más ingenuo y tierno meponía. Pensé que si ella entraba y tan sólo me rozabacon la mano quizá me desmayaría. Ansiaba perdonar yolvidar.

Wash Williams se detuvo y miró a George Willard.El cuerpo del muchacho se estremecía como de frío.De nuevo la voz del hombre se tornó suave y baja.

—Entró en la habitación desnuda –continuó–. Sumadre lo planeó todo. Mientras yo esperaba, su madreestaba quitándole la ropa, probablemente convencién-dola para que hiciera eso. Primero oí voces en la puertaque daba a un pequeño pasillo y luego se abrió suave-mente. La joven estaba avergonzada y se mantuvocompletamente inmóvil mirando al piso. La madre noentró en la habitación. Al empujar a la chica por lapuerta se quedó esperando en el pasillo, esperando quenosotros… bueno, ya ve… esperando.

George Willard .y el operador de telégrafos llegarona la calle principal de Winesburg. Las luces de las vi-trinas de las tiendas estaban, encendidas y brillaban

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sobre las banquetas. La gente paseaba riendo y plati-cando. El joven reportero se sintió enfermo y débil. Ensu imaginación, también se vio viejo y deforme.

—No maté a la madre –dijo Wash Williams miran-do a lo largo de la calle–. Le pegué una sola vez conuna silla y luego llegaron los vecinos y se la llevaron.Gritaba tan fuerte… ¿ve usted? Ya nunca tendré opor-tunidad de matarla. Murió de una fiebre al cabo de unmes de que sucedió eso.

LA MENTIRA NO CONTADA

Ray Pearson y Hal Winters trabajaban como peones enuna granja a tres millas al norte de Winesburg. Lossábados por la tarde iban a pasear en las calles delpueblo con otros campesinos.

Ray era un hombre de unos cincuenta años, callado, untanto nervioso, de barba oscura y hombros muy redon-deados debido al trabajo excesivo y arduo. Su natura-leza contrastaba radicalmente con la de Hal Winters.

Ray era muy serio y estaba casado con una mujerbajita de facciones afiladas y voz aguda. Tenían unamedia docena de hijos perniflacos y vivían en una casade madera deteriorada junto al arroyo en el extremoposterior de la granja Wills, donde él trabajaba.

Hal Winters, su compañero de empleo, era un tipojoven. No pertenecía a la familia de Ned Winters, gen-te muy respetable de Winesburg, sino que era uno delos tres hijos del anciano Windpeter Winters, propieta-rio de un aserradero cerca de Unionville situado a seismillas de distancia, y a quien todos en Winesburg con-sideraban como un viejo réprobo incorregible.

Las personas del norte de Ohio, en donde se localizaWinesburg, siempre recordarán a Windpeter por sumuerte trágica e insólita. Cierta noche se emborrachóen el pueblo y condujo el coche hacia su casa enUnionville a lo largo de las vías del ferrocarril. HenryBrattenburg, el carnicero de ese lugar, lo detuvo a las

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afueras de Winesburg y le advirtió que con toda segu-ridad se toparía con el tren, pero Windpeter le asestóun latigazo y siguió su camino. Cuando el tren chocócon él y lo mató junto con sus dos caballos, un granje-ro y su mujer que se dirigían a casa por un caminocercano, vieron el accidente. Según ellos, el viejoWindpeter iba parado sobre el asiento del coche, des-variando y blasfemando contra la locomotora que seabalanzaba sobre él, además de gritar con deleitecuando sus caballos, enloquecidos por los incesanteslatigazos, se arrojaron a una muerte segura. Los jóve-nes como George Willard y Seth Richmond recordaránvívidamente el incidente porque, si bien toda la pobla-ción dijo que el viejo se iría derecho al infierno y lacomunidad se encontraría mejor sin él, tenían la secre-ta convicción de que él sabía lo que estaba haciendo yadmiraron su tonta valentía. La mayoría de los mucha-chos atraviesan épocas cuando anhelan morir glorio-samente en vez de limitarse a ser abarroteros y conti-nuar con la monotonía de sus vidas.

Pero ésta no es la historia de Windpeter Winters nila de su hijo Hal que trabajaba en la granja Wills conRay Pearson, sino la de Ray. Sin embargo, será nece-sario hablar un poco del joven Hal para que ustedpueda comprender el espíritu de este suceso.

Hal era un malvado. La gente lo decía. Había treshijos en la familia Winters, John, Hal y Edward, todosellos de hombros anchos, como el propio Windpeters,peleoneros, mujeriegos y, en general, malos.

Hal era el peor de ellos y siempre estaba planeandoalguna fechoría. Una vez se robó un cargamento detablas del aserradero de su padre y las vendió enWinesburg. Con ese dinero se compró un traje de telacorriente y escandalosa. Después se emborrachó ycuando su padre, furioso, llegó al pueblo a buscarlo, seencontraron y se dieron de puñetazos en la calle Main,motivo por el cual los arrestaron y encerraron en lacárcel.

Hal trabajaba en la granja Wills porque había unamaestra de escuela que lo atraía. Tenía sólo veintidósaños pero ya se había visto envuelto en dos o tres “líos

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de faldas”, como los llamaban en Winesburg. Quienesconocían su capricho por la maestra estaban segurosde que terminaría mal. “Sólo la va a meter en proble-mas, ya lo verán”, era el rumor que corría.

Un día, a fines de octubre, Ray y Hal estaban traba-jando en el campo. Desgranaban el maíz y de vez envez decían algo y se reían. Luego venía el silencio.Ray, que era el más sensible y se preocupaba más portodo, tenía las manos agrietadas y adoloridas. Se lasguardó en los bolsillos de su abrigo y miró a lo lejos através de los campos. Se encontraba triste, distraído yla belleza del lugar lo conmovía. Si usted hubiera cono-cido la campiña de Winesburg en el otoño y hubieravisto cómo las colinas bajas están salpicadas de amari-llos y rojos, comprendería este sentimiento. Empezó arecordar sus tiempos de juventud en casa de su padre,después su época de panadero en Winesburg y cómoen aquellos días caminaba por los bosques para reco-ger nueces, cazar conejos, o sólo vagar y fumar unapipa. Su matrimonio surgió en uno de esos días. Logróconvencer a la dependienta de la tienda de su padrepara que saliera con él, cuando algo ocurrió. Ray esta-ba pensando en esa tarde y en cómo toda su vida sehabía visto afectada; de pronto se despertó en él unespíritu de protesta. Había olvidado la presencia deHal y murmuraba cosas.

—Gad me hizo trampa, así fue, la vida me hizotrampa y me tomaron el pelo –dijo en voz baja.

Como si comprendiera sus pensamientos, Hal Win-ters habló.

—Bueno, ¿ha valido la pena? ¿Qué hay de eso, eh?¿Qué hay del matrimonio y de todo aquello? –preguntóy luego se rió. Trató de seguir riéndose pero él tam-bién estaba de un humor impaciente. Empezó a hablarcon nerviosismo.

—¿Tiene un hombre que hacerlo? –preguntó–. ¿Debepermitir que le pongan las riendas y lo lleven por lavida como a un caballo?

Hal no esperó la respuesta, sino que se puso de pie ycomenzó a caminar de un lado a otro entre las pilas demaíz. Se iba alterando más y más. De repente se

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agachó, cogió una mazorca amarilla y la arrojó a lacerca.

—He metido a Nell Gunther en un lío –dijo–. Te lodigo a ti pero cállate la boca.

Ray Pearson se levantó y se le quedó mirando. Eracasi unos 30 centímetros más bajo que Hal y cuando eljoven se le acercó y le puso las manos en los hombrosparecían un retrato. Permanecieron en el extenso terre-no vacío con las hileras silenciosas de los montones demaíz detrás de ellos y las colinas rojas y amarillas a ladistancia, y de ser solamente dos trabajadores indife-rentes pasaron a cobrar vida el uno para el otro. Hal lopercibió así y porque era su modo de ser se rió.

—Bueno, viejo –dijo torpemente–, ven y aconséja-me. He metido a Nell en un lío. Puede que tú mismohayas pasado por lo mismo. Sé muy bien lo que segúnlos demás es correcto hacer. Pero, ¿tú qué dices? ¿Mecaso con ella y siento cabeza? ¿Dejo que me ponganlas riendas y que me lleven por ahí como un caballoviejo? Tú me conoces, Ray. Nadie puede doblegarme,sólo yo puedo hacerlo. ¿Lo hago o le digo a Nell quese vaya al diablo? Anda, dime. Sea lo que sea, Ray, loharé.

Ray no podía responder. Se libró de las manos deHal y tomó su camino hacia el granero. Era un hombresensible y había lágrimas en sus ojos. Sabía que podíadecirle una sola cosa a Hal Winters, hijo del viejoWindpeter Winters, la única cosa que tanto su propiaexperiencia como las creencias de las gentes que cono-cía aceptarían, pero por nada del mundo podía decir loque realmente debería.

A las cuatro y media de aquella tarde Ray andabaperdiendo el tiempo en el corral cuando llegó su espo-sa por la senda del arroyo y lo llamó. Después de laconversación con Hal prefirió no regresar a los maiza-les sino trabajar en el granero. Ya había terminado suslabores vespertinas cuando vio que Hal, vestido y listopara una noche de juerga en el pueblo, salía de la gran-ja y se alejaba por la carretera. Mientras tanto, por lavereda que conducía a su casa, él caminaba arras-trando los pies detrás de su mujer mirando al suelo y

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reflexionando. No podía entender lo que estaba mal.Cada vez que levantaba la vista y observaba la bellezade la campiña a la tenue luz, le entraban deseos dehacer algo que nunca antes se había atrevido a hacer,como gritar, chillar, golpear a su esposa a puñetazos oalgo igualmente inesperado o aterrador. Siguió el sen-dero rascándose la cabeza y tratando de descifrar aque-llo. Miró fijamente a su mujer por la espalda, pero ellaparecía estar bien.

Lo único que ella deseaba era que él fuera al puebloa comprar víveres y tan pronto se lo pidió lo empezó aregañar.

—Siempre estás perdiendo el tiempo en sandeces –le dijo–. Ahora quiero que te apresures. No hay nadapara cenar en la casa y debes ir y volver al pueblorápidamente.

Ray entró a su casa y tomó su abrigo del gancho trasla puerta. Tenía los bolsillos rotos y le brillaba el cue-llo. Su esposa pasó a la recámara y pronto salió con untrapo sucio en una mano y tres dólares de plata en laotra. En alguna habitación de la casa un niño llorabaamargamente mientras el perro, que había estado dur-miendo junto a la estufa, se levantó y bostezó. De nue-vo su mujerío regañó.

—Los niños no dejarán de llorar. ¿Por qué siempreestás perdiendo el tiempo? –le preguntó.

Ray salió de la casa, saltó la cerca y se internó en elcampo. Apenas empezaba a anochecer y el paisaje eramuy bello. Todas las colinas bajas estaban bañadasde color, e incluso los pequeños racimos de los arbus-tos en las esquinas de las cercas radiaban de belleza.Por algún motivo Ray Pearson sentía que el mundoentero cobraba vida del mismo modo que él y Hal habí-an revivido al estar en los maizales mirándose fijamen-te a los ojos.

La belleza de la campiña de los alrededores de Wines-burg era excesiva para Ray aquel atardecer de otoño.Eso era todo. No podía soportarlo. De repente se olvidópor completo de que era un tranquilo y viejo peón.Aventó el abrigo roto y atravesó corriendo los campos,

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lanzando gritos de protesta en contra de su vida, detoda la vida y de sus horrores.

—No le prometí nada –gritó a los espacios vacíosque se abrían ante él–. No le prometí nada a mi Minniey Hal tampoco le prometió nada a Nell. Sé que no lohizo. Se fue al bosque con él porque así lo quiso. Am-bos desearon lo mismo. ¿Por qué debo pagar? ¿Porqué Hal debe pagar? ¿Por qué cualquiera tiene quepagar? No quiero que Hal se vuelva viejo y se arruine.Se lo diré. No permitiré que continúe. Lo alcanzaréantes de que llegue al pueblo y se lo diré.

Ray corrió torpemente, se tropezó y se cayó.—Debo alcanzar a Hal y decírselo –pensó y, aunque

perdía el aliento, siguió corriendo cada vez más aprisa.Recordó cosas que había olvidado durante años –comola época en que se casó y planeó ir hacia el oeste avisitar a su tío en Portland, Oregón– en que no quisoser mozo de granja, pero pensó que al dejar el oeste seiría al mar como marinero o conseguiría trabajo en unrancho y cabalgaría por las ciudades del oeste gritan-do, riendo y despertando a las gentes en sus casas conaullidos salvajes. Luego se acordó de sus hijos y, en sufantasía, sintió que sus manos lo asían. Todos los pen-samientos que tenía sobre sí mismo se enredaban conlos de Hal y pensó que los niños asían también alhombre más joven.

—Son accidentes de la vida, Hal –gritó–. No son nimíos ni tuyos. Nada tuve que ver con ellos.

La oscuridad empezó a extenderse sobre los camposmientras Pearson corría. Exhalaba su aliento en peque-ños sollozos. Al llegar a la cerca que bordeaba el cami-no se encontró con Hal Winters muy bien trajeado yfumando una pipa mientras caminaba garbosamente.No pudo decirle lo que pensaba o lo que quería.

Ray Pearson se impacientó y es así como realmentefinaliza la historia de lo que a él le ocurrió. Ya casianochecía cuándo llegó a la cerca, colocó las manos enla tabla de arriba y se quedó mirando. Hal Winterssaltó una zanja y, acercándose a Ray, guardó las manosen los bolsillos y sonrió. Parecía como si hubiera per-dido la noción de lo sucedido en los maizales. Levantó

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la mano con fuerza y agarró la solapa del abrigo deRay para sacudirlo de la misma forma que a un perromal portado.

—Veniste a decírmelo, ¿eh? –dijo–, bueno, olvídatede decirme nada. No soy un cobarde y ya me he deci-dido –se rió nuevamente y saltó la zanja–. Nell no estonta –dijo–. No me pidió que me casara con ella, peroyo quiero hacerlo. Quiero sentar cabeza y tener hijos.

Ray Pearson también se rió. Quiso reírse de sí mis-mo y del mundo entero.

La forma de Hal Winters desapareció en la penum-bra que cubría el camino a Winesburg, atravesó lenta-mente los campos y recogió su raído abrigo. Mientrasandaba empezó a recordar las agradables tardes quepasó con los niños de piernas flacas en la casa destar-talada junto al arroyo, porque murmuró unas palabras:

—Es lo mejor. Cualquier cosa que le hubiera dichohubiera sido una mentira –dijo suavemente, y luego susilueta también se perdió en la oscuridad de los cam-pos.

Dibujo portada:Michael Mojh

La edición estuvo al cuidadode Ana Cecilia Lazcano.