selección de aguafuertes
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Roberto Arlt
Aguafuertes porteñas
Publicadas en el diario El Mundo
Divertido origen de la palabra “squenun” (7 de julio de 1928)
En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra
"squenun". ¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades
psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:
En el puro idioma del Dante, cuando se dice "squena dritta" se expresa lo siguiente:
Espalda derecha o recta, es decir, qué a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética
frase se le dice que tiene la espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están
agobiadas por trabajo alguno sino que se mantienen tiesas debido a una laudable y persistente
voluntad de no hacer nada; más sintéticamente, la expresión "squena dritta" se aplica a todos los
individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.
Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola
excesivamente larga, la redujo a la clara, resonante y breve palabra de "squenun".
El "un" final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de
adjetivo definitivo, y el modo grave "squena dritta" se convierte en esta antítesis, en un jovial
"squenun", que expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.
En la bella península itálica, la frase "squena dritta" la utilizan los padres de familia
cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia, es
decir, la palabra se aplica a menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.
En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra "squenun" se aplica a los
poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta
aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes,
estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al almacén a comprar un atado de cigarrillos, , y
vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la
hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del "viejo", un viejo que siempre está podando la
viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.
En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del "squenun", del poltrón
filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados
sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.
Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado
de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo "squenun".
Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las
murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras
zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese "muchacho tan inteligente" no
quiere trabajar a la par de los otros?
El "squenun" no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria
que no hay madre en el barrio que no le tenga odio... ese odio que las madres ajenas tienen por
esos poltrones que pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, por-
que a su vez las muchachas sienten curiosidad por esos "squenunes" que les dirigen miradas
tranquilas, llenas de una sabiduría inquietante.
Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el
"squenun" no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la
auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda. Los "squenunes" lombardos son más
refractarios al trabajo que los "squenunes" genoveses.
Y la importancia social del "squenun" es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le
encuentra en la esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning, en
todos los barrios ricos en casitas de propietarios itálicos.
El "squenun" con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca "Florencio
Sánchez" o "Almafuerte"; el "squenun" es quien en la mesa del café, entre los otros que trabajan,
dictará cátedras de comunismo y "de que el que no trabaja no come"; él que no ha hecho ab-
solutamente nada en todo el día, como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus
conocimientos del libre albedrío y del determinismo; en fin, el "squenun" es el maestro de
sociología del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del latero de
Almafuerte.
El "squenun" es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.
Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos
de una "casita", parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás
pudieron gozar los "viejos".
Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es
el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada. Lo único
que pide es que no lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte
para los cigarrillos y otros veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace
soñar horas y horas atornillado a la mesa.
Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un
cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre tuvieron de
un domingo perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de "squena dritta", es decir, de
hombre que jamás será agobiado por el peso de ningún fardo.
Apuntes filosóficos acerca del hombre que “se tira a muerto” (11 de julio de 1928)
Antes de iniciar nuestro grandioso y bello estudio acerca del "hombre que se tira a
muerto", es necesario que nosotros, humildes mortales, ensalcemos a Marcelo de Courteline, el
magnífico y nunca bien ponderado autor de Los señores chupatintas, y el que más amplia y
jovialmente ha tratado de cerca al gremio nefasto de los "que se tiran a muerto", gremio parásito
e imperturbable, que tiene puntos de contacto con el "squenun", gremio de sujetos que tienen
caras de otarios y que son más despabilados que linces. Y cumplido ya nuestro deber con el
señor de Courteline, entramos de lleno en nuestra simpática apología.
Hay una rueda de amigos en un café. Hace una hora que "le dan a los copetines", y de
pronto llega el ineludible y fatal momento de pagar. Unos se miran a los otros, todos esperan que
el compañero saque la cartera, y de pronto el más descarado o el más filósofo da fin a la cuestión
con estas palabras:
-Me tiro a muerto.
El sujeto que anunció tal determinación, acabadas de pronunciar las palabras de
referencia, se queda tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido; los otros lo miran, pero no
dicen oste ni moste, el hombre acaba de anticipar la última determinación admitida en el
lenguaje porteño: Se tira a muerto.
¿Quiere ello decir que se suicidará? No, ello significa que nuestro personaje no
contribuirá con un solo centavo a la suma que se necesita para pagar los copetines de marras.
Y como esta intención está apoyada por el rotundo y fatídico anuncio de "me tiro a
muerto", nadie protesta.
Con meridiana claridad que nos envidiaría un académico o un confeccionador de
diccionarios, acabamos de establecer la diferencia fundamental que establece el acto de "tirarse a
muerto", con aquel otro adjetivo de "squenun".
Hacemos esta aclaración para colaborar en el porvenir del léxico argentino, para evitar
confusiones de idioma tan caras a la academia de los fósiles y para que nuestros devotos lectores
comprendan definitivamente la distancia que media entre el "squenun" y el "hombre que se tira a
muerto".
El "squenun" no trabaja. El "hombre que se tira a muerto" hace como que trabaja. El
primero es el cínico de la holgazanería; el segundo, el hipócrita del dolce far riente. El primero
no oculta su tendencia a la; vagancia, sino que por el contrario la fomenta con sendos baños de
sol; el segundo acude a su trabajo, no trabaja, pero hace como que trabaja, cuando lo puede ver el
jefe, y luego "se tira a muerto" dejando que sus; compañeros de deslomen trabajando.
¿El que "se tira a muerto" es un hombre que después de tantas cavilaciones llegó a la
conclusión de que no vale la pena trabajar? No. No se "tira a muerto" el que quiere, sino el que
puede, lo cual es muy distinto.
El que "se tira a muerto", ya ha nacido con tal tendencia. En la escuela era el último en
levantar la mano para poder pasar a dar la lección, o si le conocía las mañas al maestro,
levantaba el brazo siempre que éste no lo iba a llamar, creyendo que sabía la lección.
Cuando más infante, se hacía llevar en brazos por la madre, y si lo querían hacer caminar,
lloraba como si estuviera muy cansado, porque en su rudimentario entendimiento era más
cómodo ser llevado que llevarse a sí mismo.
Luego ingresó a una oficina, descubrió con su instinto de parásito cuál era el hombre más
activo, y se apegó a él, de modo que teniendo que hacer entre los dos un mismo trabajo, en
realidad éste lo hiciera, porque tan lleno de errores estaba el trabajo del que "se tira a muerto".
Y los jefes acabaron por acostumbrarse al hombre que "se tira a muerto". Primero
protestaron contra "ese inútil", luego, hartos, le dejaron hacer, y el hombre que "se tira a muerto"
florece en todas las oficinas, en todas nuestras reparticiones nacionales, aun en las empresas
donde es sagrada ley chuparle la sangre al que aún la tiene.
La naturaleza con su sabia previsión de los acontecimientos sociales y naturales, y para
que jamás le faltara tema a los caballeros que se dedican a hacer notas, ha dispuesto que haya
numerosas variedades del ejemplar del hombre que "se tira a muerto".
Así, hay el hombre que no se puede "tirar espontáneamente a muerto". Lo atrae el dolce
far niente, pero este placer debe ir acompañado de otro deleite: la simulación de que trabaja.
Le veréis frente a la máquina de escribir, grave el gesto, taciturna la expresión, borrascosa
la frente. Parece un genio, el que le mira se dice:
-¡Qué cosas formidables debe pensar ese hombre! ¡Qué trabajo importantísimo debe de
estar realizando!
Inclinémonos ante la sabiduría del Todopoderoso. El, que provee de alimentos al
microbio y al elefante a un mismo tiempo; él, que lo reparte todo, la lluvia y el sol, ha hecho que
por cada diez hombres que "se tiran a muertos", haya veinte que quieran hacer méritos, de modo.
que por sabia y trascendental compensación, si en una oficina hay dos sujetos que todo lo
abandonan en manos del destino, en esa misma oficina hay siempre cuatro que trabajan por ocho,
de modo que nada se pierde ni nada se gana. Y veinte restantes hacen sebo de modo razonable.
El origen de ciertas frases pintorescas (26 de julio de 1928)
¿Quién, por cultiparlante que sea, no ha dicho alguna vez?
- Ese tiene un “berretín”.
Y claro, a fuerza de pronunciarlo chicos y grandes, grandes y chicos, la frase ha tomado
carta de ciudadanía, se ha infiltrado en nuestro idioma a pesar de la desesperación de los académicos
y hoy no hay persona que se respete un poco, que en presencia de un caso de demencia obsesional,
no diga:
- Ese tiene un “berretín”.
Del origen del melodioso “berretín”
Salvo algunas palabras que son de origen gitano y español, la mayoría de las frases de uso
común derivan de la bella parla italiana.
Yendo a las gitanas, en una novela de Valle Inclán, no recordamos el título, una dama muy
linajuda ¡ah! no, un caballero muy pimpante le dice a una dama del reinado isabelino:
- Tú “chamuyas” el inglés como una lady. De allí deriva luego el bronco y áspero
“chamuyo” y su lógico derivado: la “chamuyó de prepo”, síntesis admirable de la palabra
prepotencia.
Bueno. La palabra berretín deriva de “berretta” o “berretto”. En italiano se le llama
“berretto” a un sombrero redondo que usan los dueños de librerías y de comercios que no son
librerías. Es algo así como el gorro griego que usan invariablemente los personajes grotescos del
“vaudeville” parisién. En cambio, la “berretta” es la denominación con que se designa a las gorras
en forma de torta que usan los escolares italianos. Por diminutivo, llegó a llamársela “berrettín” o
sea, gorro chiquito.
De cómo prosperó el término
El término prosperó por la falta de educación de los chicos porteños. Ocurrió así. Fue hace
años. A los padres de los mencionados mocosos les molestaba que éstos al entrar a la casa no se
sacaran la gorra. Citaban a propósito de esa falta de consideración, ejemplos de los abuelos y de
ellos mismos, que tenían treinta años y no se hubieran atrevido a fumar en presencia del padre. Y
así, se divulgó la frase entre los padres, sobre todo a la hora de comer en que el “purrete” se sentaba
a la mesa con la gorra puesta:
- Sacate el “berretín”.
Claro, de escucharla una y otra y otra vez, a los chicos se les quedó en el oído la frase.
Sabían que al sentarse a la mesa tenían que quitarse el “berretín”. Y no hay cosa más dolorosa para
un menor que se ha pasado la mañana vagando y haciendo travesuras por los hornos de ladrillos que
sacarse la gorra, símbolo de su masculinidad, como lo era la toga con que investían al mozalbete
romano al tener la edad reglamentaria.
Y un día...
Y un día... un día un pebete, en presencia de algún fenómeno mental que no acertaría en
comprender en el cerebro de un compañero, lanzó la frase:
- Sacate ese “berretín”.
Y ese día nació una nueva palabra que fue más tarde una nueva frase para nuestro idioma.
Circuló, la oyeron otros y les gustó y así, día a día, la palabrita fue imponiéndose y cuando
un individuo veía a otro preocupado con algo que no tenía una posible solución, queremos decir,
una solución razonable, le decía:
- Sacate ese “berretín”.
Y la frase se aplicó de inmediato a los enamorados contumaces, a las mocitas que a
despecho de las cóleras de la madre sostenían relaciones con un “joven”, se aplicó a los
reformadores de barrio que peroraban en la esquina, a los autores de los centro-filodramáticos, en
fin, alcanzó su plena prosperidad como ejecutoria de filosofía popular y de locura particular.
En vez de apelar a una serie de frases que explicarían un proceso mental ridículo o absurdo,
prescindiendo de la asociación de ideas o razones, se simplificó el procedimiento y ya bastó el
clásico “está emberretinado” para comprenderlo todo.
¡Tiene un “berretín”!
Anatole cuenta que el cantito de:
Aunque nos cubras bien el riñón
no elegiremos a Chatillón
fraile, frailuco, fraile, frailón.
hizo caer en el ridículo y en el descrédito la revolución que proyectaban los realistas de la pinguinía.
Nosotros lo creemos.
Análogamente, ocurre en nuestra ciudad. En cuanto se dice de un individuo: “tiene un
berretín”, la gente no pida ya más explicaciones. Sonríe, se enconge de hombros, compadece.
“Tiene un berretín” es decir, tiene una “cosa” metida en la cabeza, idea que es inútil tratar de
extraerla por los métodos corrientes de lógica y reflexión.
Encierra también una especie de despectivismo, de ironía, de burla. Cuando no expresa lo
dicho, este pensamiento se expresa de esta otra forma:
- “Está engrupido”. Esto es, está equivocado, obsesionado de algo que sólo existe en su
imaginación. En cambio, el “berretín” asegura una intensidad de ridículo, de burlesco, y por lo
general el que la dice, arroja la frase con un poco de compasión y desprecio: “dejate de berretines,
hombre”.
Como se ve, el caló es un idioma de matices, de matices tan sutiles como los que pueden
enriquecer el idioma más antiguo de la tierra. Y hablarlo con la debida perfección, requiere un
profundo aprendizaje de vagancia que así no más no se adquiere.
Comerciantes de Libertad, Cerrito y Talcahuano (28 de julio de 1928)
Mordecai, Alphón, Israel, Leví, éstos son los nombres sonoros y bellos de todos los judíos
que en Talcahuano, Cerrito y Libertad, toman el sol durante la mañana, esperando a la puerta de
sus covachas la llegada de un necesitado de ropa barata o de un "reducidor" que les traerá
mercadería
Y la parte comprendida entre Cangallo y Lavalle, de estas tres calles, está casi
exclusivamente ocupada por israelitas sastres o compraventeros.
Un simulacro de “ghetto”
Vinieron de Polonia, de Varsovia, de Serbia, de la Croacia, trayendo en los ojos
endurecidos de angustia, la visión de los "pogroms". Vinieron estibados, peor que bestias en los
transatlánticos, hablando su dolorosa jerga, tiranizados por todos los "goin", pateados por el Des-
tino, dejando en la tierra de Sobieski o de Iván el Terrible, parientes que no los verían más.
Vinieron a esta ciudad como quien va a la libertad. Sabían que allá en la Argentina no había
"pogroms". Muchos vinieron con los padres, con la mujer pálida y los hijos despavoridos por el
recuerdo indeleble de una matanza o un saqueo.
Y tras ellos vinieron otros, y después otros y después otros. Vinieron los parientes, los
hermanos, las madres. Y se instalaron así en la calle Corrientes, en Lavalle, en Talcahuano, en
Cerrito, en Libertad. Los que conocían el oficio de sastres o de peleteros, o de la compraventa.
Habilitaron un zaguancito
Cambiaron sus rublos o sus mizcales, y en un zaguancito se instalaron. Adentro en el
conventillo, conventillo judío, en una pieza vivían la madre, la abuela, el abuelo, los siete hijos,
el pariente, y ellos bajo el mostrador.
Después el viejo se fatigó de ser una carga para los hijos. Y salió a la calle cargado de cajas
de fósforos. O con un cajón que instaló en la esquina. Y silenciosos aún se les ve con una gorra
de visa de hule y un gabán milenario.
Por la mañana, cuando el sol entibia el lomo de los canes que se espulgan, ellos los
primeros, los viejos, los que conocieron el sable del cosaco, y el "knut"', los que conocieron el
terror del funcionario ruso que los trataba a puntapiés, cansados, sonámbulos de recuerdos de
malos recuerdos, con su cajoncito se instalan en la esquina y abriendo una silla de tijera se
sientan a esperar al cliente con la paciencia del que espera al Mesías. Leen el diario judío, o
dejan perder la mirada en un sueño lejano.
Y ahora
Y ahora es el espectáculo compuesto. Vidrieras tras vidrieras, portales tras portales, un
colorido de entoldados, un carnaval de trajes colgados, de trajes de colores absurdos, de trajes
color violeta y borra de vino y café con leche claro y si no son las otras vitrinas las cargadas
como un bazar de Las Mil y una Noches de artefactos raros, alfanjes y teodolitos, revólveres de
calibres extraordinarios y máquinas de escribir del tiempo de Ñauquin. Y en la puerta, gordo,
imperturbable, rasurado, granujiento y rojo, un mercachifle hebraico. Otros usan barba, pero por
lo general son viejos ya.
Todos aguardan en las puertas de sus comercios. Un muchacho judío limpia la vereda, y un
"sefardí" da vuelta a un traje en la trastienda. Candelabros de siete brazos se distinguen a veces
encima de las cómodas. Mil olores brotan de la covacha.
Los hijos, mugrientos y gordos pululan en el interior, o van a la escuela. Es aquello un
hormiguero humano. Y el emigrado en la puerta, habla en "idisch" con un compinche, o un
casamentero.
Y la calle es otra
Han transformado las tres calles. Les han dado una vida ficticia, una vida oriental. El que
no ha viajado se imagina que así debe ser Gaza o Jerusalén. Entoldados, trajes que aguardan un
comprador, viejas mercando pepinos en las puertas, chicos desgreñados que se insultan en una
jerigonza infernal, viejos leyendo el Talmud o la Tora, mientras los piojos les hacen cabriolas en
las barbas, "schemil" (hombre de poca suerte), arrastrando una bolsa y departiendo con un rabino
grasiento acerca de las mercedes que hace Jehová, casamenteros recomendando a un dependiente
hebraico la conveniencia de casarse con la hija de un peletero... todo un mundo
maravillosamente exótico se mueve en este pseudo ghetto injertado en el corazón de la ciudad.
Porque aquí es el lugar del judío mediocre, del judío de poco capital. Los grandes judíos,
los señorones que observan el "sábado", ésos están más lejos, en Cangallo, en Avenida de Mayo,
en Corrientes.. . , en fin, no constituyen barrio, como ellos los pobretones que se han olvidado de
la "Ley" y que venden y viven del "goin" '.
Y los días de fiesta
¿Quién no ha recorrido estas calles los días del "año judío'"? Entonces no hay casi balcón
en donde no flamee la bandera con el simbólico pentagrama de Salomón, cuyos triángulos
invertidos, según un israelita escéptico significan que "arriba" es igual que "abajo" y que el judío
pobre sufrirá en la otra vida como en ésta.
Y quizá sea cierto, porque la base del culto ya falla entre el israelita argentino. Observan el
sábado, pero con ironía, sin esa religiosidad de sus mayores, que en el sagrado día no tocaban ni
levantaban nada. Comen jamón como cualquier "goin". Y la raza se pierde, se pierde en las
bocacalles que miran a todas las caras de la ciudad.
En tanto, pero no como antes, Cerrito, Talcahuano y Libertad, son el más puro y auténtico
barrio judío que se haya aferrado a la ciudad. Y la nota de color que ponen en el gris ciudadano,
es como un perpetuo carnaval.
El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular (24 de agosto de 1928)
Ensalzaré con esmero el benemérito "fiacún".
Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del
"fiacún", a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y
preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo
habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me
levantarán una estatua.
No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho
alguna vez:
-Hoy estoy con "flaca".
O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no dijera:
-¡Tengo una "fiaca"!
De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la
intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno
con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.
Y sin embargo a primera vista parece 'que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré
amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos
conocimientos de filología lunfarda.
Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión
corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.
La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgano físico originado por la falta de
alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en
una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante
ciento y pico de años.
Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca
cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la 'fiaca' encima, tiene". Y de
inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.
En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por
comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión de almacenero en Corrales, la
Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los
mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros
mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero
hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue
desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "man-
yar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la lollia", o sea "darse cuenta".
Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro
término que vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rosto".
¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rosto"? Pues hacer el rosto,
en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones
la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó
afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar
momentáneamente, se llama el "rosto", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor
para después, para cuando haya pasado el peligro.
Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes
recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de
quince años, dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que
dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.
Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que
un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos
grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un gesto
huido, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una esquina. o en el umbral del
despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con
singular acierto el término.
Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el
muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la
situación de todo individuo que se siente con pereza.
Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La
palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenun", sino que tiene una proyección
transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública o privada, donde hay gente
respetuosa de nuestro idioma, y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le
pregunta:
-¿Estás con "fiaca"?
Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a
muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda
premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún"
al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de
todo respeto.
El placer de vagabundear (20 de setiembre de 1928)
Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales
condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia la de los
ojos abiertos".
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines
destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el
vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra.
Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un
poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los
llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la
humanidad, una respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo
sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente,
nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades
están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas
escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes
de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son
como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las
lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una
estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre
turbio, de una lechería.
El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El
papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad
de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la
frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño
secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible
ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror
y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de
cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y
el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el
plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se
escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía
destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y
los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y es-
pantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados,
los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como
pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de
Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio
que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un
emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias
bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las
nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he
llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de
su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las
encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos
que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el
entendimiento es la escuela de "
la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que
los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los
tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad
de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y
más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado
que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la
calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también
con las que no lo eran.
La crónica Nº 231 (31 de diciembre de 1928)
Doscientas treinta y una crónicas he escrito hasta hoy, último día del año, en este diario
cordial y fuerte, con la cordialidad que brinda la juventud, fuente inacabable de espíritu nuevo.
Lo confesaré con toda ingenuidad: estoy encantado. ¡Doscientas treinta y una aguafuertes!
Si hace algunos años me hubieran dicho que yo iba a escribir tanto y tan largo, no lo hubiera
creído.
Recordando
Con el primer número de El Mundo apareció mi primera crónica. ¡Cuántas preocupaciones
cruzaron por mi mente entonces! Habíame confeccionado una lista de lo que creía que serían los
temas que en lo sucesivo yo desarrollaría diariamente en esta página, y logré reunir argumentos para
veintidós aguafuertes. Con qué emoción me preguntaba entonces: cuando se agote esta lista de
temas ¿sobre qué escribiré?
Ahora contemplo nuevamente el diario y leo: Número 230. Mañana será el número 231. He
trabajado, no hay vuelta que darle, pero estoy contento; contento como el avaro que después de
haber pasado miserias durante el año, revisa su haber y descubre que su sacrificio se ha trasmutado
en moneditas de oro.
Yo y mi director
Es necesario que antes de hablar de mí, hable del director de este diario; y no para adularle,
porque yo, por principio, por costumbre y hasta por vicio, jamás adulo a nadie, sino para que mis
lectores puedan apreciar lo que significa un director de esta calidad, de la calidad que voy a explicar
a continuación.
Muzio Saénz Peña, cosa que ningún director de diario hace, me dio plena libertad para
escribir. Esto es todo, y es mucho para quien entiende algo de periodismo. Libertad, libertad de
denunciar la tontería; libertad de atacar la injusticia; libertad del decir, de ser lo que se es, sin
restricciones, sin mojigaterías.
Cierto es que mi director presentía que yo no fallaría pero ¿dónde encontrar un director así?
Y en un país como este donde el periodismo es por excelencia almibarado y donde se le ha
levantado un altar al lugar común, a la frase rebuscada, a la zoncera de la erudición barata.
Sí, es necesario hacer constar claramente esto: si yo he podido desenvolverme con la
agilidad que deseaba, débese exclusivamente a esa franquicia; la libertad de ser como uno es, como
yo sentía la necesidad de expresarme para un público que, más tarde, me alentó a continuar.
Cartas de lectores
No ha pasado un día sin que yo recibiera cartas de mis lectores. Cartas joviales, cartas
portadoras de un espíritu cordial, cartas que, lógicamente, uno lee con una inevitable sonrisa de
satisfacción y que de pronto le descubren al escritor la conciencia de su verdadera fuerza. Lo
convencen de que sus esfuerzos no son inútiles ni tienen el pobre fin de llenar espacio, sino que uno
desempeña una labor que despierta un interés en el espíritu de quien lo lee. Eso de saber que no se
acciona en el vacío vale mucho. Es quizá el más poderoso estímulo.
Reproducción de crónicas
Diarios uruguayos, El Plata por ejemplo, han reproducido con harta frecuencia, mis notas.
Sé también que diarios chilenos publican mis aguafuertes; en las provincias nuestras, pasa algo
parecido. No soy vanidoso; al contrario. Jamás la vanidad anduvo cerca de mí. Estas líneas no
tienen otro propósito que el que inspira un balance de mi labor, con las satisfacciones a las cuales no
son ajenos muchos de mis lectores que espontáneamente han colaborado en mi diaria tarea.
Léxico
Escribo en un “idioma” que no es propiamente el castellano, sino el porteño. Sigo toda una
tradición: Fray Mocho, Félix Lima, Last Reason... Y es acaso por exaltar el habla del pueblo, ágil,
pintoresca y variable, que interesa a todas las sensibilidades. Este léxico, que yo llamo idioma,
primará en nuestra literatura a pesar de la indignación de los puristas, a quienes no leen ni leerá
nadie. No olvidemos que las canciones en “argot” parisien por François Villon, un gran poeta que
murió ahorcado por dar el clásico golpe de furca a sus semejantes, son eternas...
“En la estima de las cosas”
“Yo hablo en la estima de las cosas” escribía el joven poeta cubano Saint Leger, y esa es la
única forma de interesar al publico; la sola manera de acercarse al alma de los hombres. Hablando,
escribiendo, con una estima efectiva de las cosas que se nombran, que se tratan. Acaso sea el gran
secreto para conquistar el estímulo de la multitud.
“Vivir con ella las cosas y los momentos que a ella y a nosotros nos interesan; y no hacer
literatura”... Esa falsa literatura que los escritores que se llaman a sí mismos serios, producen para
desconsuelo de cuanto aficionado hay a leer.
Mis maestros
Mis maestros espirituales, mis maestros de humorismo, de sinceridad, de alegría verdadera,
son todos los días Dickens -uno de los más grandes novelistas que conoce y conocerá la
humanidad—Eça de Queiroz, Quevedo, Mateo Alemán, Dostoievski -el Dostoievski de
Stepamchikovo y sus habitantes—Cervantes y el mismo Anatole France. Con ellos, mis amigos
invisibles, he aprendido a sonreír; y eso es mucho.
Satisfacción
¡Doscientas treinta y una crónicas! No he perdido el año. Espero, para fin de 1929, poder
escribir, en esta misma página:
“Sigo encantado de la vida. He escrito trescientas sesenta y cinco aguafuertes”.
Y la verdad es que pienso hacerlo. Y esta noticia, lo espero sinceramente, no le amargará el
Año Nuevo a nadie.
Yo no tengo la culpa (6 de marzo de 1929)
Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos
elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser
una respetable anciana, me dice:
"Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su
Arlt".
Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o
haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de
un lector de Martínez, que me preguntaba:
"Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista
Independiente?"
Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que
yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de
un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y
a "acomodarme" con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una
ordenanza que les diera millones.
Y otras personas también ya me han preguntado: "¿Dígame, ese Arlt no es pseudónimo?".
Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una
vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.
Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de
Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.
Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una
lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan
sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante,
sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de
bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de
"Máquina polifacética de Arlt"?
Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría,
entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora
me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: "Ya sé quién es usted a través de
su Arlt". Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi
apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me
llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:
-¿Cómo se escribe "eso"?
Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora,
humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:
-¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?
-Alemán.
-¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del kaiser -agregaba la señorita.
(¿Por qué todas las directoras serán "señoritas"?) En el grado comenzaba nuevamente el vía
crucis. El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: -
Oiga usted, ¿cómo se pronuncia "eso"? ("Eso" era mi apellido.) Entonces, satisfecho de
ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:
-Arlt, cargando la voz en la ele.
Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los
que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el
maestro:
-Debe ser Arlt.
Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.
Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los grados
con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de hablar, el director le decía:
-Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.
Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a consecuencia de él,
mi progenitor me zurró numerosas veces la badana.
Está escrito en la Cábala: "Tanto es arriba como abajo". Y yo creo que los cabalistas
tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era
un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y "veintiocho septiembres", como dice
la que sabe quién soy yo "a través de su Arlt".
Y a mí, me revienta esto.
Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt.
Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro "eso",
de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme
a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y
me digo: ¡Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! O,
¿quién fue el ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una corporación burguesa,
que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro letras a un señor que debía gastar
barbas hasta la cintura y un rostro surcado de arrugas gruesas como culebras?
Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y aceptar
que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero irremediable. Y siendo
Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un
anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a mis padres, cuando yo
"era muy pibe". Esto me tienta a decirle: "Dios le dé cien años más, señora; pero yo no soy el
que usted supone".
En cuanto a llamarme así, insisto: Yo no tengo la culpa.
El inefable deporte de "la manga" (12 de abril de 1929)
Una de las más gloriosas y tradicionales instituciones criollas era la del "pechazo". Mis
conocimientos etimológicos adquiridos en mis largos viajes por la Boca, Paseo de Julio, Puente
Alsina y la incomparable calle Cuenca, no han podido revelarme el origen de la palabra "pechazo".
Sólo un incidente, acaecido en mi vida de adolescente y del cual guardo un recuerdo indeleble en mi
corazón, me acercó un poco a la verdad de ese vocablo, en un tiempo glorioso y ahora en ingrato
desuso.
Cómo descubrí el origen del vocablo
Una vez me encontraba yo en un restaurante. De pronto se acercó a mi mesa uno de esos
bergantes vergonzantes. Un bergante vergonzante es el sujeto que hace diez malandrinadas por día,
pero las hace con timidez, con el recato seguido del arrepentimiento que un joven seminarista, en
día de asueto, mira, en el tranvía que lo conduce a la casa de sus padres, a una mocita de grandes
ojos y de silueta de figurín de modas. El tal bergante de mi historia se acercó a mi mesa, se sentó a
ella y, después de decirme que tenía algo muy serio que comunicarme, me habló de esta manera:
—No sé qué pensará usted de mí pero, joven amigo, le voy a hacer una dolorosa
confidencia.
Yo lo miré con piedad y con desconfianza. En primer lugar, porque la cara del sujeto
inspiraba lástima y, en segundo lugar, porque yo, que apenas había cumplido los diez y siete años y
que ya gozaba de una bien ganada fama de irresponsable, no era candidato para que nadie me
tomara por blanco de sus confidencias.
El hombre continuó:
—Me hallo en una situación verdaderamente angustiosa. Al salir de casa dejé la cartera en el
otro traje. Vine a comer a este restaurante y en el momento de pagar me doy cuenta de que no tengo
un centavo.
Le miré la cara y luego le miré el traje. Ese no tenía cara de tener otro traje que el que
llevaba puesto. Quise escurrirme. No había caso.
—¿Se da cuenta de mi situación? ¿Qué hago? —y lanzó un suspiro profundo como el
rebuzno de burro bien alimentado.
Yo me acordé de lo que solía hacer un amigo mío, que era corredor de conservas en latas y
comía en fondas y restaurantes.
—Firme la adición —le dije.
El hombre de las dos caras y del único traje, movió negativamente la cabeza.
—No, no hay caso. No me conocen lo bastante. ¡Si encontrara quien me prestara un par de
pesos!...
Me puse pálido. El tiro iba para mí. Yo tenía un par de pesos pero eran para pagar mi
comida. Se lo dije.
Trabajito fino
El hombre se acercó aún más y, suavemente, sentí que su mano se posaba sobre mi brazo y
su voz se hacía cada vez más temblorosa.
—Sálveme, joven amigo, de esta situación. Usted me los presta ahora y yo se los devuelvo
mañana. O ¿por qué no hacemos una cosa? Usted me pasa su par de nacionales; yo pago y salgo a
buscar plata. Es cuestión de cinco minutos. ¿Qué le parece?
Y yo sentí que su mano ya no se apoyaba en mi brazo. Sus dedos, con la presión de un
ahogado que ya se ha ido debajo del agua por segunda vez, estaban prendidos a la manga de mi saco
y tironeaban nerviosamente. ¡El hombre me estaba tirando "la manga"!
Comprendí, entonces, dos cosas importantes; se develaron ante mis ojos dos misterios
profundos: me quería substraer mis dos únicos pesos y había descubierto el verdadero origen de esa
popular expresión "tirar la manga".
No es necesaria la manga para tirarla
Se puede tirar la manga sin tocar siquiera esa parte de la vestimenta masculina. Yo he visto
tirarla a tipos en trajes de baño. Los que aplican como los que sufren ese procedimiento algunas
veces infalible, saben eso. Porque tirar "la manga" ha tiempos significaba "pechar". Pero cuando la
víctima se niega rotundamente a aflojar la plata que honesta o deshonestamente le cayó en el
bolsillo, el aspirante a ella, temeroso de que el candidato se le escape y no animándose a tomarlo
francamente de un brazo, lo agarra de la manga. Una vez así agarrado, pone más melifluo el tono de
su voz, agacha dolorosamente la cabeza y larga una serie de suspiros, que es como quemar los
últimos cartuchos.
Pero para un buen "manguero" no es necesario tener ninguna manga a tiro. Esos son tipos
capaces de tirarle la manga al viejito que compone el grupo escultórico de "Los primeros fríos" que,
como se sabe, los siente en todo su rigor porque el pobre anciano no tiene ni una marchita hoja de
parra para abrigarse.
"Ahí viene la cana" (20 de julio de 1929)
Ha fallecido el comisario Racana, que diera origen con su nombre a la imagen "¡ahí viene la
cana!".
Así se lo contó, en cierta oportunidad a Josué Quesada el dicho comisario, quien narra que
cuando era oficial inspector, se había hecho popular en ciertos barrios por sus razias contra los
malandrinos. Y los chicos, en cuanto a la distancia veían aparecer la popular figura del comisario,
lanzaban el grito de alarma: "¡Ahí viene Racana!".
Pero tanto usaron al apellido que éste terminó por desgastarse y la R y la A se fusionaron en
"la".
Grito de alarma
El grito prosperó primero entre los pibes que jugaban al football en medio de la calle. De eso
hace muchos años, cuando aún no existía el subterráneo y los terrenos que hoy cuestan cincuenta
pesos la vara, estaban ocupados por hornos de ladrillos.
Jugar al football en medio de la calle o en las calzadas, fue siempre un juego prohibido y
perseguido por la policía de aquellos buenos tiempos. Los ladrones, entonces, tomaban el sol en las
esquinas del arrabal; los vigilantes los conocían, pero como un ladrón era más peligroso que un
muchacho, "la cana" se ensañaba con los futuros Tarasconi, Tesorieri, Monti, Paternoster, Ferreyra
y Ochoa. Perseguía a los menores y a la pelota, más a la pelota que a los menores. Se hacía en
cualquier vereda un partido de gambeta y pechazo y, cuando la partida estaba en lo mejor y se
habían roto varios vidrios y atropellado a innúmeras comadres que venían de la carnicería, al trote
de su jumento escuálido aparecía "la cana". La cana designaba al gremio de polizontes; no se refería
a uno en especial, sino a la policía. "Ahí viene la cana" así como más tarde al gremio de
investigaciones se designó con el nombre de la "yuta" y "ahí viene la yuta" fue un término de
alarma entre los ladrones, como el anterior lo fue entre los "footballers" callejeros.
Indignación
Recuerdo que no había grito que indignara más a los vigilantes que este "ahí viene la cana".
La susodicha indignación, casi siempre, recaía sobre la pelota de jugar al football, pelota que
secuestraba el "chafe" y gloriosamente llevaba bajo el brazo hasta la comisaría. En aquellos tiempos
ese procedimiento era una forma de hacer méritos, como lo hacen hoy los agentes de tráfico
encajando una multa por cualquier pavada. (El caso es pasar boletas).
Demás está decir que entre la purretada y la policía mediaba un odio tremendo. El arrabal de
aquel entonces tenía un periodiquín nocturno que se llamaba El Picaflor Porteño y una barra de
maleantes que, en cuanto podía, achuraba a la policía sin escrúpulos de ninguna especie.
Los chicos tomaban ejemplo de los grandes y recuerdo que el deshonor caía sobre la familia
que tuviera entre sus miembros un individuo que trabajara de vigilante.
Estos, a su vez, abominaban de la gente arisca; pero como contra ella nada podían hacer
porque los caciques políticos defendían a los maleantes, "la cana" se ensañaba con los chicos.
Parece mentira, pero es así. En la calle sudaban sujetos que tenían un montón de muertes en su
haber, mas no era raro el día en que un mocoso era detenido por hacerse la rabona; y recuerdo que
un amigo mío (se había hecho la "rata") por intentar escabullirse de entre las manos del vigilante,
fue llevado a la comisaria veintitres con cadena. Este chico tenía once años...
La perrera y los vigilantes concitaban así en su contra el odio del arrabal. Aquel que
distinguía el carro perrero a la distancia, llevaba la alarma a diez cuadras a la redonda. Con el
vigilante ocurría lo mismo. El grito "ahí viene la cana" lanzado por los purretes ponía en guardia a
los grandes, hacía escurrir a los perseguidos; los compadritos que tenían alguna cuenta que saldar
entraban al almacén; los que tenían la conciencia intranquila pero la seguridad de que nada les
ocurriría, se quedaban en la esquina tomando el sol, con el ala del sombrero bien doblada sobre la
frente; y en aquellos días, insisto, era más peligroso ser socialista que haber degollado a media
docena de prójimos.
Y los que pagaban el pato eran los menores. Partido de football que se organizaba, fracasaba
si no se tenía la precaución de poner a un purrete de guardia por el lugar donde solía comparecer el
"chafe". Igual ocurría en los robos de fruta, en que la muchachada solía, o solíamos, ir a despojar los
frutales de las quintas. A la persecución de los tanos, con sus mastines, se unía la de media docena
de "canas" a caballo, que hacían un ruido enorme para demostrar que nada había entre dos platos.
Y la voz corrió, se hizo popular.
Hoy
En otra nota dije que los chicos de hoy desconocían un montón de emociones que hemos
experimentado nosotros, los mayores. "La cana", el vigilante destartalado, turco o italiano, con
barbas de siete días y piernas arqueadas y casco doblado para cualquier costado, ha desaparecido.
"La cana" constituye hoy un cuerpo uniformado, con academia, condecoraciones, premios de las
ligas que no ligan nada. "La cana", la legendaria "cana" semicómplice a veces de los furbos y
malandrinos, compleja, turbia y despreciada, ha desaparecido.
—Hoy, cualquier zonzo con uniforme es respetado —me decía vez pasada un sargento de
los otros tiempos—Antes el uniforme no valía nada, lo que valía era el hombre.
Esos tiempos pasaron. Lo que hace falta es que pasen ciertas cosas de estos tiempos...
¿Cómo quieren que les escriba? (3 de setiembre de 1929)
Estoy intrigado. ¿De qué manera debo escribir para mis lectores? Porque unos opinan
blanco y otros negro. Así, la nota sobre las filósofas ha provocado una serie de cartas, en las que
algunos me ponían de oro y azul, y otros, en cambio, me elogiaban hasta el cansancio. Aquí a mano
tengo dos cartas de lectoras. Las dos perfectamente escritas. Una firma Elva y se lamenta de que sea
antifeminista. Otra firma “Asidua Lectora” y con amables palabras encarece mis virtudes
antifeministas. ¡Muchas gracias! Lo curioso es que toda la semana han estado llegando cartas con
opiniones encontradas, y nuevamente me pregunto: ¿de qué modo debo dirigirme a mis lectores?
Seriamente, no creía que le dieran tanta importancia a estas notas. Yo las escribo así nomás, es
decir, converso así con ustedes, que es la forma más cómoda de dirigirse a la gente. Y tan cómoda
que hasta algunos me reprochan, aunque gentilmente, el empleo de ciertas palabras. Uno me
escribe: “¿Por qué usa la palabra 'cuete' que estaría bien colocada si la hubiera puesto un
carnicero?” Pero yo tomo el volumen 16 de la Enciclopedia Universal Ilustrada y encuentro en la
página 1042: “Cuete, m. Americanismo Cohete”.
Del hablar
Este mismo lector continúa:
“Por favor, señor Arlt, no rebaje más sus artículos hasta el cieno de la calle...”
Comencemos por establecer que la frase “al cuete” puede usarla usted, estimado lector,
delante de cualquier dama, sin que se ruborice ya que ella -la frase, no la dama—deriva de cohete,
es decir, un mixto pirotécnico, hablando en puro castellano. Y usted sabe que la pirotecnia es
colores bonitos y nada más. Después de la pirotecnia vienen los explosivos, es decir, lo efectivo,
aquello que tira abajo cualquier obstáculo. Y yo tengo esta debilidad: la de creer que el idioma de
nuestras calles, el idioma en que conversamos usted y yo en el café, en la oficina, en nuestro trato
íntimo, es el verdadero. ¿Que yo hablando de cosas elevadas no debía emplear estos términos? ¿Y
por qué no, compañero? Si yo no soy ningún académico. Yo soy un hombre de la calle, de barrio,
como usted y como tantos que andan por ahí. Usted me escribe: “no rebaje sus artículos hasta el
cieno de la calle”. ¡Por favor! Yo he andado un poco por la calle, por estas calles de Buenos Aires,
y las quiero mucho, y le juro que no creo que nadie pueda rebajarse ni rebajar al idioma usando el
lenguaje de la calle, sino que me dirijo a los que andan por esas mismas calles, y lo hago con
agrado, con satisfacción.
Así me escribe gente que, posiblemente, sólo escribe una carta cada cinco años y eso me
enorgullece profundamente. Yo no me podría hacer entender por ellos empleando un lenguaje que a
mí no me interesa para nada y que tiene el horrible defecto de no ser natural.
El hermoso idioma popular
François Villon, gran poeta francés, que tuvo el honor de fallecer ahorcado por dedicarse a
arrebatarle la capa y las bolsas de escudos a sus prójimos, dejó maravillosos poemas escritos en
lenguaje popular.
Quevedo, así como Cervantes en Las novelas ejemplares usan la “germanía”, el gitano o el
caló hasta cansarse, y no hablemos de los escritores actuales, que allí están por ejemplo, Richepin y
Charles Louis Piliphe en Bubu de Montparnasse, empleando lo más interesante del caló francés, y
mi director, que entiende inglés, me dice que en Estados Unidos hay periódicos respetablemente
serios, cuyas historietas están redactadas en el caló o “slang” de la ciudad; que en el idioma popular
de Nueva York es distinto al de California o al de Detroit.
Vez pasada, en El Sol de Madrid, apareció un artículo de Castro hablando de nuestro idioma
para condenarlo. Citaba a Last Reason, lo mejor de nuestros escritores populares, y se planteaba el
problema de a dónde iríamos a parar con este castellano alterado por frases que derivan de todos los
dialectos. ¿A dónde iremos a parar? Pues a la formación de un idioma sonoro, flexible, flamante,
comprensible para todos, vivo, nervioso, coloreado por matices extraños y que sustituirá a un rígido
idioma que no corresponde a nuestra psicología.
Porque yo creo que el lenguaje es como un traje. Hay razas a las que les queda bien un
determinado idioma; otras, en cambio, tienen que modificarlo, raerlo, aumentarlo, pulirlo, desglosar
giros, inventar sustantivos. Por ejemplo, en nuestro caló tenemos la frase: “la merza”. ¿Qué palabra
hay en castellano para designar a un grupo de sujetos de oscuros “modus vivendi”? Ninguna. Pero
usted, en nuestro idioma, dice “la merza” y ya sabemos a qué clase de gente se refiere. ¿Con qué se
sustituiría en español la palabra “patota”? Y así, cientos de ellas.
Ningún escritor...
Créame. Ningún escritor sincero puede deshonrarse ni se rebaja por tratar temas populares y
con el léxico del pueblo. Lo que es hoy caló, mañana se convierte en idioma oficializado. Además,
hay algo más importante que el idioma, y son las cosas que se dicen.
Valle Inclán nos refiere cómo San Bernardo predicaba la cruzada a pueblos que no
entendían absolutamente una palabra de lo que él decía; pero era tal su fervor y tan intenso su
entusiasmo, que lograba arrastrar millares de hombres tras él. Si usted tiene “cosas” que decir,
opiniones que expresar, ideas que dar, es indiferente que las exprese en un idioma rebuscado o
sencillo. ¿Me equivoco? Si usted tiene algo que decir, trate de hacerlo de modo que todos lo
entiendan: desde el carrero hasta el estudioso... Que ya dice el viejo adagio: “El hábito no hace al
monje”. Y el idioma no es nada más que un vestido. Si abajo no hay cuerpo, por más lindo que sea
el trajecito, usted, mi estimado lector ¡va muerto!
La vuelta al pago (15 de noviembre de 1929)1
Vino a verme el petiso Scalabrini Ortiz y me dijo:
—Che, Arlt ¿hasta cuándo pensás tirarte a muerto?
Lo contemplé un instante al inefable petiso y le dije:
—Bueno, andá, decile al director que el 15 iré a trabajar.
Y heme aquí de vuelta al pago. Entre los compañeros; en mi mesa de costumbre. Hablando
con ustedes, mis colosales y anónimos amigos. ¡Nuevamente de vuelta al pago! Después de haber
atorranteado concienzudamente durante dos meses; dos meses en los que todos los días, a las siete
de la tarde, me decía:
—A esta hora el petizo Scalabrini está laburando mientras yo la vago.
Saludo a los lectores
Vez pasada lo encontré a Last Reason, quien me dijo:
—Usted y yo tenemos por ahí una barra de amigos. Pues bien, todo el mundo está ofendido
con usted por haberse disparado del diario sin un saludo, tan siquiera para sus lectores, para esa
barra que todos los días en la oficina, exclamaba:
—Che ¿te leíste el brulote de Arlt?
Le pido perdón a la barra. Y a los jefes. Y a los dulcísimos vagos que le decían a sus
respectivas viejas o consortes:
—Che “máma” ¿viste que Arlt dice que hay que tirarse a muerto? Yo me tiro...
Saludo también a mis lectores decentísimos; a los que me deseaban un porvenir glorioso; a
las damiselas que me sugerían temas; a los reos “pour sang”; a los pibes; a los capataces cabreros; a
las dactilógrafas que aplaudían mis protestas; a los conductores de ómnibus, homicidas
neomecánicos; saludo a los “orres” placeros, a los vivos y a los otarios, a sus señorías los ladrones y
a sus majestades los rateros (un día de estos les contaré la historia del estafador que vendió un
tranvía Lacroze); saludo a los “esquenunes” de barrio, a las mocitas puro percal y melena; saludo
deferentemente a cuanto “crosta” tiene que ganarse el pan con el sudor de su lomo, y a los
inventores fracasados, a los buscapleitos, a los médicos literatos y a los descubridores, a los
profetas, a los santos y a los reos; saludo definitiva y altisonantemente a esta población porteña que
día a día es más interesante y multiforme, más movediza y característica.
1 La serie “Aguafuertes Porteñas” de Roberto Arlt se interrumpe desde el 11 de septiembre hasta el 15 de noviembre de 1929. En su lugar aparece desde el 18 de septiembre al 10 de noviembre de 1929 los “Apuntes Porteños” de Raúl Scalabrini Ortiz. (S. Saítta)
Lo que pasó
Había estado bastante enfermo de la vista. Además me sentía cansado; tenía que terminar
una novela, Los siete locos, y sobre todas las cosas, experimentaba una imperiosa necesidad de
atorrar, de no hacer nada, de tirarme brutalmente a muerto: fiaca maravillosa que le reblandece a
uno los huesos y hace que se largue en un catre y mire horas y horas el cielorraso de la habitación
que se llena de fantasmas de sueño.
Trabajé mucho, muchachos. Me hice cuatrocientas setenta y cinco notas seguidas. ¡Qué
diablo! Creo que tenía derecho a largar la noria. Y entonces, lo hablé al Scalabrini. Como Scalabrini
no terminaba de decidirse, me mandé a mudar del diario sin decir oste ni moste.
El director largó pestes; luego afirmó proféticamente:
—Siempre el corazón me había dicho que ese Arlt era un vago (y mi director dudaba).
De la necesidad de no hacer nada
Compañero lector: si usted hace mucho tiempo que la yuga, tómese vacaciones. Duerma.
Levántese a la santísima hora que se le dé la gana; pasee, siéntese en una plaza y tome baños de sol
mientras un lo perro mira y mueve amistosamente la cola encontrando un amigo en usted;
compañero lector: no trabaje tanto, descanse, recuéstese en una hamaca paraguaya y tome la altura
del sol con los ojos entreabiertos, que no hay cosa más linda que tirarse a muerto, y más ahora que
se viene el calor. Hágale caso a su muy seguro y afectuoso servidor. No yugue tanto. No acumule
millones para cuando sea viejo, ni haga méritos en la oficina. ¿Para qué? Lea los Santos Padres y
lea a Kempis y luego agarre La Fija o Palermo y dígase:
—Yo atorro, luego existo —Este principio cartesiano es maravilloso.
—Yo atorro, luego existo.
¡Si no hay cosa más linda que vagar! Usted se levanta y el único trabajo que tiene es pensar
en que no va a trabajar. Y luego, se dice:
—No hay vuelta. El trabajo ennoblece al hombre.
Sentado este principio de edificación espiritual, usted sale a regocijar sus ojos y su olfato por
las calles centrales de la ciudad. Se sienta en un cafetín y se manda a bodega medio litro. Y se
repite, más consolado:
—El mundo está perfectamente organizado. Es necesario que trabajen diez giles para que
treinta vivos tomen refrescos bajo un toldo verde y estudien anatomía topográfica en las mocitas
que salen del subterráneo.
Usted se siente más bueno
Haga esta observación: Después de haberse pasado el día callejeando y mirando las obras
del Lacroze y los “crostas” que acarrean rieles monumentales, usted regresa a su hogar diciéndose:
—El hombre es bueno. La vida es bella. Dios existe. ¿Se da cuenta? De allí que el derecho
al “dolce far niente” sea sagrado. Partiendo de ese principio es por lo que me he tomado dos meses,
o sea sesenta días, o sea mil cuatrocientas cuarenta horas de vagancia.
En ese intervalo, he reanudado relaciones con tipos fantásticos; toda una sociedad de pilletes
y sinvergüenzas ha puesto a mi disposición documentos para hacer las más fabulosas notas respecto
al “vivo vive del zonzo, etc.” y vuelvo, robusto, descansado e ilustrado, a continuar la serie goyesca
de mis aguafuertes, que abarcarán la humanidad indescriptible que se mueve en las calles de esta
ciudad, aparentemente geométrica pero profundamente tortuosa y endiablada, y linda y gaucha,
porque dígase lo que se quiera, esta ciudad se nos ha metido en el tuétano. Es como una de aquellas
mujeres que, aunque las dejamos, en la distancia nos tienen agarrados, que hora por hora son
nuestro recuerdo y nuestra ambrosía, salud y gloria del vivir.
Y ahora, amigo lector, quedamos como antes, bien amigos.
Para qué sirve el progreso? (23 de noviembre de 1929)
Me tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuanto papanata encuentro por ahí, en
cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad, me contesta:
-Es que usted no se da cuenta de que progresamos. Y acto seguido me endilga un discurso
sobre el Progreso y la Civilización, que hubiera estado muy bien en tiempos de Juan Jacobo
Rousseau, pero que hoy no convence a nadie. Y si no, ustedes verán.
Calidad del progreso
La gente se deja embaucar con una serie de términos que en realidad no tienen valor
alguno. Estos términos hacen la carrera, se convierten en monedas de uso popular y cualquier
otario, ante un caso serio, se considera con derecho a aplicarlos a situaciones que no se resuelven
con el uso de un vocablo.
Y es que llega un momento en que las palabras asumen el carácter de moda; no interpretan
un sentir sino un estado colectivo, quiero decir, un estado de estupidez colectiva.
Veamos esta palabrita Progreso.
De veinte años a esta parte hemos progresado bestialmente. En todos los órdenes. Antes,
para vivir, una familia no necesitaba de alto jornal. Una casita de tres o cuatro piezas se alquilaba
en cuarenta pesos; una pieza en doce y quince pesos; pero la mayoría de los habitantes de esta
bendita ciudad vivían en casas holgadas, con fondo, jardín y parra.
El progreso ha hecho que por esa misma pieza, que pagábamos quince pesos, paguemos
hoy cuarenta o cincuenta pesos; que la casa sea sustituida por el departamento, y que el
departamento sea un rincón oscuro, con una superficie inferior a la de un pañuelo y donde para
decir una mala palabra sea necesario encender la luz eléctrica, porque si no, la palabra no se ve.
Hemos progresado.
Antes, una mediana familia tenía quinta con árboles, donde los chicos pudieran embarrarse
a gusto, criarse sanos a más no poder. Hoy para los nuevos chicos tenemos un patiecito húmedo
y oscuro, donde las ventoleras tienen tantas direcciones que lo menos que se pesca una criatura
en un descuido es una "bronca" neumonía. Hemos progresado.
Artículos de consumo
El pan era sabroso y el vino puro. Llegaba fin de año y el último bolichero le mandaba un
canastón cargado de aguinaldos. El panadero ídem. Cierto es que no teníamos ómnibus que
despachurraban criaturas por las calles, ni subterráneos, ni automóviles brillantes como espejos.
El tren de vapor era un medio de traslación formidable, y el coche un lujo. Los días eran
tranquilos. Flores era un barrio de quintas, Palermo ídem, Belgrano igual, Caballito también,
Vélez Sársfield idénticamente. Quintas, cercos, bardales, madreselvas, glicinas, el aire de los
crepúsculos estaba tan embalsamado de flores en el verano, que la ciudad parecía un pequeño
injerto en la perfección de los campos subdivididos. No había prisa en el vivir. El fonógrafo era
un mecanismo insuperable; la radio no se concebía, el teléfono era propiedad de pocos felices, y
más que medio de progreso, un lujo. Ud. ciego y sordo podía cruzar tranquilamente las calles,
pero la tela de un traje era irrompible, los botines se hacían de cuero y no de cartón, el aceite de
oliva no era de lino sino de olivas y el único que se gastaba, los carniceros no sabían dónde tirar
el bofe y el hígado; la neurastenia era un mal desconocido, la tuberculosis, ¡hablar de la
tuberculosis en aquellos tiempos daba más temor que hoy nombrar la lepra a la que nos hemos
acostumbrado) y ciertas enfermedades, que no se pueden nombrar, deshonraban a una familia
como el hecho de tener un hijo ladrón o asesino.
Hemos progresado
Hoy no. Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto a demostrárselo.
Hemos progresado. Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que
corre en un subterráneo; salimos, después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el
aire de la calle en la superficie, nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz
artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que
un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a
la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica,
entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente
calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos
automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis meses
renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro, y a esto
¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progresol ¡Digan ustedes si no es cosa de poner una
guillotina en cada esquina!
¿Para qué?
Puede usted decirme, querido señor, ¿para qué sirve este maldito progreso? Sea sincero.
¿Para qué le sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos? ¿Para qué le sirve a la
sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de quinientos caballos más moral, una
locomotora eléctrica más perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le
dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me entiende? Los
antiguos creían que la ciencia podía hacer feliz al hombre. ¡Qué curioso! Nosotros tenemos, con
la ciencia en nuestras manos, que admitir lo siguiente: lo que hace feliz al hombre es la
ignorancia. El resto, es música celestial...
El derecho de alacranear (10 de diciembre de 1929)
Me escribe un señor Olmedilla, refiriéndose a una tertulia de café, donde se comentan y
discuten mis notas:
“—No sabe usted -arguyó uno de los contertulios—que ese Arlt macanea. No sabe usted
que lo que él llama “aguasfuertes” no pasan de ser descripciones perrunas.
Yo quise sostener su nombre y fue inútil. En otro rincón un provinciano exclamó:
—Eso no son aguasfuertes, sino que son pasteles.
Al final de la polémica, se quedó en que no eran aguasfuertes, contra mi opinión, claro está.
Ahora yo le pido a usted que me instruya cómo debo defenderlo. ¿Son o no aguasfuertes?”
¡Qué sé yo!
¿Sabe, compañero, que me hace una pregunta difícil? Yo con toda ingenuidad, nunca me he
preocupado de saber qué era lo que yo escribía.
Es decir, nunca me interesó la etiqueta con que se clasifica cualquier mercadería. Además,
creo que eso no interesa. Si al placer o el aburrimiento que dimana de cualquier lectura, fuera
originado por el título o la etiqueta, imagínese usted; todos seríamos extraordinarios escritores,
porque le prevengo que en lo del título hay maestros en esta ciudad. Sin grupos. Especialistas en
títulos. Gente que tiene (yo no sé de dónde lo sacan) el talento de encontrar títulos admirables. Y
usted lee la obra y se cae de espaldas. Lo engrupieron con la etiqueta. Por ejemplo, me acuerdo de
este título de una obra de teatro: El centinela ha muerto. Es magnífico. La obra es un opio.
Tiene este otro título de la escritora Annie Vivanti: Aya Tripudians. El nombre de la autora
y el título de la obra de por sí son un poema. Y el contenido, un novelón de esos baratos.
De modo que cuando usted me pregunta si lo que yo escribo son o no aguafuertes, no sé si
decirle que sí o que no. Sé que a veces, a cierta gente, mis notas le pican como ácido nítrico. Y con
este ácido es con el que se graba en metal el diseño de esa clasificación: aguafuertes.
No todos son iguales
Con sinceridad: yo nunca he cuidado de serle simpático a nadie. Y entonces, compañero, es
lógico que a cierta gente le revienten las burradas o las verdades del barquero. Y ¡qué diablo!
pretender que lo quieran después de molestarlos con los retratos que uno les hace, no es posible.
Todo el mundo tiene derecho al pataleo. Si le quita eso ¿qué le queda? No. No hay derecho.
Usted me pregunta de qué modo debe defenderme. Muchísimas gracias, querido señor, pero
no se moleste ni desgaste su laringe en defenderme. ¿Qué más defensa que lean mis notas? Eso es
lo esencial. ¿O usted cree que sólo lo lee a uno el que lo defiende? No, amigo. Hay dos tipos de
lectores.
Aquellos que le tienen fastidio a uno, y que lo leen todos los días para decir: “Arlt metió la
pata”.
Y el otro lector, a cuyo grupo pertenece usted, que lo lee a uno para pasar un rato, más o
menos distraído, y que si encuentra un disparate lo mira, lo analiza y se dice: “También para no
equivocarse, Arlt no debiera ser Arlt, sino el mismísimo rey Salomón”.
Es fatal, che. ¡Qué se le va a hacer! Es absurdo pretender gustar a todos. Cada persona tiene
sus gustos, sus costumbres y contra eso no hay nada que hacer. Y no sólo es sincero el que afirma,
sino también el que niega.
¿Que mis notas no son aguasfuertes? ¡Qué le vamos a hacer! No lo serán. ¿Qué son? Bueno.
El sol sigue saliendo todos los días y los tranvías por eso no dejan de caminar, ni los ómnibus de
atropellar gente.
Después, che, que no hay cosa más linda que hablar mal de alguien. Usted observe: se habla
bien de una persona y rápidamente se enumeran las virtudes. Pero empezamos a hablar mal de un
prójimo, y hasta las lámparas dan más luz si es de noche. Y fíjese bien. Decimos: “Es cierto, fulano
tiene estas buenas condiciones pero, en cambio, tiene estas malas”. Y en cuanto largamos las
últimas palabras, ya estamos todos estirando las orejas.
Tres señores
Tres señores, un filósofo, un arquitecto y un ensayista, me refiero a Keisserling, Le
Corbussier y Waldo Frank, han dicho que nuestro pueblo es triste. Y en verdad, todos somos una
manga de aburridos. No sabemos qué hacer. En qué emplear el tiempo que nos sobra. Queremos
divertirnos y no podemos. Cuando estamos en el campo, decimos: “¡Ah, la ciudad!”, y cuando
estamos en la ciudad, decimos: “¡Ah, el campo!”.
En verdad, no es el campo ni la ciudad. Somos nosotros, con nuestro más íntimo contenido,
los que nos “esgunfiamos” a más no poder. ¿Qué nos queda por hacer? Hablar mal del prójimo.
Y lo hacemos con conciencia. A veces hasta con ingenio. Cuando uno se hace técnico en
eso de alacranear, adquiere perfecciones impensadas. Y entonces, ya se trate de una aguafuerte o de
la última gansada que dijo el político de moda, no tiene importancia. Lo que se trata de hacer es de
darle gusto a la lengua. De desoxidar dos o tres púas que nos hacían cosquillas adentro.
Así que ya ve, mi querido y anónimo defensor: no hay que hacerse mala sangre por eso.
¿Que los amigos lo aplauden? Encantado. ¿Que los otros le tiran con flores de cemento
armado? Sálvese la patria aunque yo perezca. La vida es corta y no hay por qué agriársela con
broncas innecesarias.
Lo malo -creo que eso lo decía Oscar Wilde—no es que hablen mal de uno; no. Lo malo es
que no hablen ni bien ni mal de uno.
Allí está el problema. Y yo creo que en este bendito diario donde escribo todos los días, no
me han echado todavía a la calle porque la gente ha dado en la humorada de hablar mal y bien de
mí. Que si no fuera por eso, estaría en el riel.
Silla en la vereda (11 de diciembre de 1929)
Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de
sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de "buenas noches, vecina", el político e
insinuante "¿cómo le va, don Pascual?". Y don Pascual sonrie .y se atusa los "baffi", que bien
sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches...
Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos
cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o
activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre
iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también. Encanto
mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos
barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas
atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como
si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que
sólo saben el ritmo del tango y del "te quiero". Fulería poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la
esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media
docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche
de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de
epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras
de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano
complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más.
Fulería poética, encanto misho, el estudio- de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto
o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o
inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no
morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el "jovie".
Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una
visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:
-Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida
un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario de al lado"; silla que se
ofrece al "joven" que es candidato para ennoviar; silla que la "nena" sonriendo y con modales de
dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se
estanca en una voluptuosa "linuya", en una charla agradable, mientras "estrila la d'enfrente" o
murmura "la de la esquina".
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que
obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: "¡Pero, hija! ocupás toda
la vereda".
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad
ciudadana.
En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren
caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para a
saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de
pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: "No, no se molesten". Pero, ¿qué? ya fue volando la
"nena" a traerle la silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas
conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado,
sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar! Tenga cuidado_ Por
ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de "jovies" tanos y galaicos; silla
esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones
municipales, todos en mangas de camiseta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba sobre
los testuces rapados. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del
Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los "jovies", funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la lata sobre
"eregoyenisme". Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa
amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la
Patética, importa poco. Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los
mismos, las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté
esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos...
Elogio de la montaña (6 de febrero de 1930)
Muchachos: ustedes saben lo que es trabajar metido todo el año en la ciudad. El tormento
del ómnibus y del tranvía, las calles que refractan calor, las fachadas de las casas que parecen
paredes de hornos, todo el mundo con el cogote sudado, la jeta congestionada; ustedes saben lo que
es la oficina, el jefe broncoso, que viene broncoso porque se peleó con la mujer y la mujer no es su
empleado. Ustedes saben lo que es el ir y venir en esta noria que llamamos trabajo y a la que todos,
más o menos, estamos amarrados como esclavos a una rueda de molino.
Bueno muchachos, yo quiero llevarles a ustedes, que todas las mañanas me leen en el tren,
en el tranvía o en el subte, un poquito de este olor de montaña, de esta emoción de montaña violeta
y azul y rojiza en el atardecer, mientras todas las copas de los árboles se balancean suavemente con
la suave brisa. (Araca, me da por la poesía).
Este campamento
Este campamento de la Yumen (se pagan setenta pesos por cada quince días de veraneo) es
una papa. Y es una papa porque demuestra lo que puede la asociación de gente inteligente, de modo
que creo que si todos los empleados de la ciudad resolvieran agremiarse y constituir un fondo
común... pero me voy por las ramas. Yo no quiero saber ni medio de cuentas. Ni de sociología ni de
nada. Quiero batir mi alegría de burro que ha rajado de la noria y que, casi en cueros, a la sombra de
un sauce con la máquina instalada en un taburete, yuga alegremente frente a la montaña azul.
Esto es un bosque. Por donde se mira, no se ve nada más que verde. Ramas que cruzan para
todos los costados como en la city los trolleys de los tranvías. Y por encima de las ramas más altas,
el lomo de las montañas curvadas, un lomo a trechos verde, a trechos violeta; y usted, que siente
que un gran descanso le va entrando en el alma, un descanso de superfiacún, un reposo de ultravago,
una quietud de archiharagán.
Arriba hay nubes; el sol corta sus rayos en la espesura silvestre; pasa un auto; pasan unas
muchachas; y usted, casi en traje de Adán, le sonríe al dolce far niente como el niño le sonríe a la
madre.
Aquí...
Aquí no hay bares automáticos, no hay literatos, no hay cafés atorrantes, no hay
malandrines, no hay rateros, no hay mujeres “malas” ni pesquisas, ni revistas, ni máquinas, ni nada.
Aquí hay montañas, bultos de piedra altísimos, mucho más altos que el pasaje Barolo o Güemes,
tres o cinco o veinte veces más alto, con valles donde, de un momento a otro, me parece que van a
salir bailando la danza del sol o de la luna o del diablo, indígenas auténticos.
Una deliciosa limoya le entumece los miembros. Yo siento una fiaca terrible de terminar
esta nota; pienso en mi público, en mis lectores; pienso que a esta hora, seis de la tarde, en las
redacciones de los diarios que salen a la mañana, llegan los compañeros con los ojos hinchados de
sueño diciendo palabras incovenientes del calor y del clima; pienso que mi director recoge la nota y
rezonga entre dientes: “ya se las arregló este Arlt”. Y lo veo rascándose la boca o la nariz, calándose
las gafas para leer las macanas que yo escribo. En tanto, yo la gozo. Pienso que estoy libre; que me
he escapado de la ciudad infernal; que esta noche dormiré en una carpa como un discípulo de
Robinson Crussoe; pienso que mañana andaré navegando por este río que murmura entre las piedras
mojadas... Muchachos ¡quién hubiera nacido rico!
¿No es una pena esto de no tener un millón de mangos? Yo me conformaba, y estoy seguro
que ustedes también, con la mitad. O con la cuarta parte. O con la octava... Pero vamos muertos...
tenemos que laburar.
¡Qué le vamo'aché! En tanto yo, metido bajo estos árboles que son como grandes hermanas
de uno. Lo tapan con sombra y frescura; aquí, sin duda alguna, la vida es mejor, se le limpia el alma
de mucha basura que le contagia la ciudad.
Cierto, yo no sé si es la contemplación de la naturaleza, el aire más puro, el agua más
cristalina, el caso es que, de pronto, uno se olvida de un montón de cosas desagradables; el cuerpo
se queda dulcemente abombado en una inercia colmada de bienestar.
A mi derecha, hay carpas. En un camino oblicuo cruza un hombre hacia el río. Algunas
muchachas ríen más lejos. Unos chicos ponen los pies en el agua, los retiran, luego fruncen la frente
y se meten hasta las rodillas en el río.
¡Cuántas cosas para describir! No he tenido tiempo todavía de adaptarme al medio. De
describir la hora de la comida, nuestras diversiones, el ministerio de marina, de instrucción pública,
etc. etc. que han creado los que aquí se aburren alegremente porque no hay derecho a estar triste;
eso está terminantemente prohibido en esta casa de montaña fundada por gente del Norte, que
quiere que la vida sea algo más linda de lo que en nuestra ciudad estilan las costumbres.
La montaña. Se acerca la noche. Oscurece. Cantan las ranas. El ruido del agua en la piedra
es más nítido que el latido de nuestro corazón. Aquí crece una santa oscuridad que le llena de paz el
alma. Me acuerdo de la ciudad y las sierras de Eça de Queiroz... me acuerdo de... créanlo
muchachos, hay que buscar la forma de hacer un poco más linda esta vida. Y creo que se puede
conseguir.
Camino de Buenos Aires (12 de febrero de 1930)
Me he hartado de sierra y de vida monástica. Me he hartado de tanta farra a hora fija. Me he
aburrido de esta alegría artificial del campamento y escapo para Buenos Aires. Escribo en la mesa
del coche comedor. Las sierras palidecen a lo lejos. Me acuerdo del Pibe Laburo y de Rosmarín;
Rosmarín, a quien le dedicaré una nota especial porque se la merece; y me acuerdo también de
Costa, el que se tomaba seis tazas de café con leche ¡oh monstruo devorador! Y siento haber dejado
tan queridos compañeros; pero ya estaba que no podía más... es mucha alegría a hora fija esa del
campamento. Hay que ser un santo para no esgunfiarse. Los primeros días... pero no alacraneemos,
no está bien eso; así que...
Camino de Buenos Aires
Yo te saludo, camino de Buenos Aires, camino de dos rieles brillantes al sol. Te saludo con
emoción pura y humilde. Hay que estar fuera de tu perímetro rante para darse cuenta de lo que
valés; hay que habérselas ido a tirar de veraneante rantifuso para saber lo que valen tus monótonas
calles y sus arcadas de árboles, y tu centro infame. Devotamente te saludo, camino de Buenos
Aires. Estás metida en nosotros ¡oh ciudad! como un camote deliciosamente largo. Uno raja; dice:
se acabó la ciudad.
¡Y qué!... al rato vuelve, rendido y gozoso a estufarse en tus calles como en otras partes, es
cierto, pero el aburrimiento de tus calles ¡oh ciudad! es más triste, más lindo que en esas otras calles
que no conocemos, que en esos otros pueblos donde hay gente que no conocemos, donde hay
comercios grandes, con olor a brea, a goma y a nafta... Sos angustiadora, ciudad, pero más
melancólico aún es el campo... la montaña, la montaña violeta y el aire diáfano.
Aquí sufrimos por tu vida rapidísima, por tus lujos inaccesibles, por tu fuerza arrolladora;
aquí somos todos iguales, y el primer botón que sale al paso se cree con derecho a manosearnos
como si fuéramos unos reos; aquí... pero allá... aquí... pero allá. ¿Dónde estará contenta alguna vez
el alma de uno, ciudad que te has devorado la tranquilidad de nuestras noches y las rosas de nuestras
mejillas?...
Y sin embargo, te quiere uno; te quiere porque sos así, esquiva, mala, linda y grande. Te
quiere porque aquí uno puede ensayar su fuerza y hundir su pena en el más extraordinario anónimo;
te quiere porque sos desalmada y tan desalmada que en todos tus portales se duerme alguna noche
un desdichado y nadie se inclina para darle una mano.
Qué le vamos a hacer...
Sin embargo, allá lejos es más triste. Tan inmensamente triste que vos ¡oh ciudad! te
aparecés a la imaginación como el paraíso perdido en el cual ya nunca más podremos entrar.
Recuerdo: nos reunimos el Pibe Laburo, Rosmarín y Poblet. Rosmarín decía: para vivir así
es mejor pegarse un tiro. La lámpara de kerosén, un cono de clepsidra, temblaba bajo la tela de la
carpa. El Pibe Laburo con una gorra de minero; Poblet en la orilla de la cama; Brasman estirado en
su coy. Y la conversación, como siempre, terminaba así: ¡cuándo nos iremos para Buenos Aires!
Ahora el tren corre en los rieles. Nubes de polvo se alzan del camino. En el coche comedor
se masca tierra. Tierra en cualquier parte donde se apoya la mano. El crac-crac en cada juntura del
riel. Las sierras palidecen remotas. Son nubes leves ya. Allá quedan los cuatro: Rosmarín, Pibe
Laburo, Costa y Poblet.
Pasamos ante estaciones que son un solo nombre y un solo hombre mirando desesperado de
aburrimiento el convoy que desaparece. Pasamos ante cuadrillas de desgraciados que apalean tierra
en los terraplenes a lo largo de la vía. Los hombres se quedan con un pie apoyado en la pala de
puntear y una mano que enarbola un pañuelo para enjugar la frente. Miran el tren de los hombres
felices que, apoyados de codos en las ventanillas, no apartan los ojos del paisaje desolado, llanuras
de tierra, trozos cenicientos, algún verdío, y luego la distancia de cientos de kilómetros. Cientos de
kilómetros. En todas direcciones. El tren corre infatigablemente, pero no a más de cincuenta
kilómetros por hora. La tierra flota su neblina de polvo en el interior de los coches. En las caras de
los pasajeros crecen ojeras violáceas. Los rostros se demacran de fatiga.
Hay momentos en que se cree andar en una carretera. Una nube amarilla de polvo espesa se
muestra asfixiante. Los vidrios se cubren de estrías de barro. Las cabezas se doblan somnolientas.
¡Largo el camino de Buenos Aires! Largo y triste. Paso por los coches de segunda. Troncos
humanos tumbados en los bancos. Mujeres con caras rojas, chicos dormidos, atmósfera espesa, olor
de cuartel, de rancho, de cocina. Es el camino de Buenos Aires. Todos vamos para Buenos Aires.
Pero este camino es eterno. No termina nunca.
Sierra de la Ventana a Buenos Aires. Nueve horas y media. Nueve horas y media de crac-
crac, de sol, de polvo, de estepa, de distancia azul. Nueve horas y media... ¿a qué diablo se habrá
movido uno de la ciudad? ¿A qué ha ido lejos? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿No es estúpido eso?
El sudor corre por todos los semblantes. Las manos parecen ennegrecidas de betún. El ritmo
sincrónico nos adormece. Las estaciones pasan. Cada vez estamos más cerca de Buenos Aires.
........................................................................
Cuando bajamos en Constitución, este viaje parece un mal sueño. Un mal sueño del que
despertó uno una noche.
El viejo maestro (20 de julio de 1930)
En Flores, suelo encontrarme con un ex maestro mío, señor Emilio F. Valassina, quien me
dice:
—¿Te acordás de cuando te tuve que expulsar del grado? ¿Te acordás?
Ahora mi maestro tiene la dirección de una escuela.
Conversando
El otro día nos metimos en un café y le dije:
—¿Te acordás del libro Cuore de Amicis?
—Sí, ¿por qué?
—Porque a través del tiempo se realiza lo que el libro decía. El alumno se encuentra con su
maestro. Claro está, ni vos tenés la barba blanca como el maestro de Amicis, ni yo soy el alumno
patético que le hace derramar lágrimas al anciano. ¿Te acordás? Y me echaste del grado...
Continuaba el viejo maestro:
—Pocos alumnos he tenido tan burros como vos. Era imposible hacerte entender nada, ni la
regla de tres ¡qué cosa bárbara, si habré sufrido y me habré hecho malasangre con vos!
—Sin embargo, yo no era burro. Te juro que no. Me acuerdo de que cuando vos explicabas
lo que era un poliedro, yo pensaba que era capitán de piratas, que tenía el pelo largo y, como estaba
enamorado de una piojosita del barrio, pecosa y mala como la peste, me imaginaba que la raptaba
llevándola a bordo de mi barco pirata... y la chica que tenía la cabeza llena de bichos se me figuraba
espléndida como una princesa entre la exposición de un polígono o de una regla de tres ¡lo que es la
imaginación!
—¿Te acordás? No te lustrabas nunca los botines. Venías a la clase con los botines sucios de
barro, las uñas más sucias todavía...
—Es que si en la teoría me imaginaba pirata, en la práctica era inventor... de modo que
cuando no pensaba que me robaba a una liendrosa, estaba ideando la forma de reencontrar la
fórmula del fuego griego que se inflamaba en contacto del agua. Y trabajaba con pies y manos en
experimentos absurdos. Una vez, así, incendié mi casa...
—Y yo me decía: este chico me indisciplina al grado. En vez de atender las clases, estabas
con un libro sobre la falda. Eran siempre libros de Salgari o de Carolina Invernizzio. ¿Te acordás
cuando te secuestré La hija del asesino? ¿Te acordás?
Estas son las conversaciones que mantenemos con mi maestro. Un hombre de baja estatura,
de ojos vivos, menudo, billardero y carambolista, a medias calvo y con nariz respingada
ligeramente.
El otro día, nos decíamos, o mejor dicho, él me decía:
—¿Sabés que hace ya 19 años que pasó todo esto?... ¡19 años!
—¡19 años! ¿quién lo diría? Pero decime ¿has tenido muchos alumnos raros?
—Salvo vos... ninguno... me encuentro a veces con muchachos que han ingresado a la
marina, a la escuela militar y que me saludan, se detienen y me dicen: ¿Se acuerda señor Valassina
de cuando yo estaba en su grado? Y es agradable eso de que no lo olviden a uno. Todos hemos
dejado nuestra juventud en las aulas...
Yo lo recapacito y le digo, porque es cierto:
—Vos fuíste siempre muy querido por todos los muchachos. Eras un maestro que, sin ser
compadrito, tenías en la pinta algo de nuestro arrabal. La mayoría de los maestros eran tiesos,
graves, severos; vos no. Entrabas al grado sonriendo y le dabas a entender a los muchachos que si
no se portaban como debían, en vez de suspenderlos eras capaz de agarrarte a patadas con ellos; y
en la clase había muchachones fuertes...
—Sí, me querían...
—¿Te acordás como lloramos todos cuando vos leías Espinas de una flor y Flor de un día?
—¿Y el aburrimiento de la lectura de La comida bien ganada?
—Cierto; todos estábamos hartos de ese capítulo del libro... ¡qué lástima!
—¿Lástima? ¿Qué?
—Haber estado preocupado cuando chico con ser pirata, inventor y bandolero. Sino, me
hubiera ido rebien en tu clase. Los muchachos, al saber que pasaban para tu grado, se ponían
contentos. Bueno; yo no he estado bien en ninguna parte cuando chico... no me entendían, o aburría
de tal modo a la gente que me tenían que echar...
—Eras un salvaje; ese es el término. Yo muchas veces, mirándote, me decía: a dónde
diablos irá a parar este muchacho con el carácter que tiene. Para obrero, no sirve. Para empleado,
tampoco va a servir. Incluso conversamos una vez con el director de la escuela, el señor Salomone,
de vos. Tu mamá venía a pedirnos que no te echáramos de la escuela; pero era un problema tenerte.
No estudiabas ni dejabas estudiar.
Ayer
Ayer me encuentro con mi maestro y le digo:
—Che, voy a escribir una nota sobre vos... quiero proporcionarte ese gustazo... que el
alumno más atorrante que tuviste en el grado sea el que te recuerda en las columnas de un diario...
además muchos muchachos que me leen, y que deben haber pasado por tu grado, recordarán con
placer esos hermosos tiempos...
El señor Valassina sonríe y me dice:
—Bueno, pero no vayas a decir ninguna barbaridad ¿eh?
—Y si la digo, no va a extrañar a nadie. Ya están acostumbrados a oirme decir barbaridades.
El idioma de los argentinos (17 de enero de 1930)
El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de
Chile, nos alacranea de la siguiente forma:
"En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a
su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos... La moda del
`gauchesco' pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el `lunfardo', léxico de
origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado
cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz
obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos".
¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he
llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: "Felizmente se realiza una obra
depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos", me he echado a
reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos "valores" ni la familia los lee, tan
aburridores son.
¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre- que
escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación
sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: "y llevó a su boca un
emparedado de jamón". No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, .;
insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la
gramática como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan la
tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto
dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la diferencia que hay
entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros forman una colección
pavorosa de "engrupidos" -¿me permite la palabreja?- que cuando se dejan retratar, para aparecer
en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para que se
compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus
cuerpos.
Querido señor Monner Sans: La gramática se parece mucho al boxeo. Yo se lo explicaré:
Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes
que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea
magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: "¡Este hombre saca golpes de `todos los
ángulos'!" Es decir, que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica
gramatical del boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con
sus golpes de "todos los ángulos", le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa
frase nuestra de "boxeo europeo o de salón", es decir, un boxeo que sirve perfectamente para ex-
hibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos frente a nuestros muchachos
antigramaticalmente boxeadores.
Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se
perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras
nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una
continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores,
como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que
boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista. Eso sí;
a mí me parece lógico que ustedes protesten. Tienen derecho a ello, ya que nadie les lleva el
apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento pedagógico de no darse cuenta de que,
en el país donde viven, no pueden obligarnos a decir o escribir: "llevó a su boca un emparedado
de jamón", en vez de decir: "se comió un sandwich". Yo me jugaría la cabeza que usted, en su
vida cotidiana, no dice: "llevó a su boca un emparedado de jamón", sino que, como todos diría:
"se comió un sandwich". De más está decir que todos sabemos que un sandwich se come con la
boca, a menos que el autor de la frase haya descubierto que también se come con las orejas.
Un pueblo impone su arte, su industria, su comercio y su idioma por prepotencia. Nada
más. Usted ve lo que pasa con Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con leyendas en inglés,
y muchos términos ingleses nos son familiares. En el Brasil, muchos términos argentinos
(lunfardos) son populares. ¿Por qué? Por prepotencia. Por superioridad.
Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre nuestro
idioma, que todos los macaneos filológicos y gramaticales de un señor Cejador y Frauca, Benot y
toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único que hacen es
revolver archivos y escribir memorias, que ni ustedes mismos, gramáticos insignes, se molestan
en leer, porque tan aburridas son.
Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en
una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un
malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: "te voy a dar un
puntazo en la persiana", es mucho más elocuente que si dijera: "voy a ubicar mi daga en su
esternón". Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: "¡los relojié
de abanico!", es mucho más gráfico que si dijera: "al socaire examiné a los corchetes".
Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado
nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber
respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, ha-
blaríamos todavía el idioma de las cavernas. Su modesto servidor.
Q. B. S. M.
ROBERTO ARLT, SELECCIÓN DE AGUAFUERTES PORTEÑAS, PUBLICADAS EN
EL DIARIO EL MUNDO
PARA SER PERIODISTA (31 de diciembre de 1929)
Después lo atenderé a Ud. que me pide la fórmula para ser periodista; pero antes,
permítame que le conteste tres líneas a un muchacho que firma una carta con el nombre de
Emilio.
Amigo Emilio: Usted está por hacer el disparate más grande de su vida y que más tarde
le va a costar lágrimas de sangre. Déjese de macanas; aguante o váyase al Chaco. Con toda
seriedad. Es lo que le puedo decir, respondiendo a su sincerísima carta. ¡Ah! Otra cosa. Cartas
así no se escriben nunca a un desconocido, como el que soy yo para usted. Usted es
sencillamente una criatura.
Y ahora, volvamos a usted señor que quiere ser periodista y que cree que son suficientes
algunos conocimientos de “sociología y dos años de Nacional”.
Para ser periodista
No me refiero a los buenos periodistas, que son escasos; me refiero a las condiciones que
se necesitan para improvisarse un mal periodista, como los que abundan por desgracia en nuestro
país.
1ª condición: Ser un perfecto desvergonzado.
2ª condición: Saber apenas leer y escribir.
3ª condición: Una audacia a toda prueba y una incompetencia asombrosa. Eso le permite
ocuparse de cualquier asunto, aunque no lo conozca ni por las tapas.
Satisfechas estas condiciones, usted puede triunfar, es decir, convertirse en uno de esos
perdularios de cara patibularia que lleva a la cola un fotógrafo desencuadernado y que, en cuanto
suceso ocurre en la calle, hacen acto de presencia, entre la admiración de la gente que cree que
los periodistas se lavan la cara y “son personas preparadas”.
De más está decirle, estimado consultor, que la sociología no sirve absolutamente para
nada en la profesión de mal periodista. Ni tampoco los dos años de Nacional. Ya ve usted que yo
no pude pasar de tercer grado...
Lo que usted quiere es un empleo
Usted no quiere ser periodista; lo que pretende es un empleo en un diario, y tiene razón
en poseer esas ambiciones, porque en la mayoría de los diarios abundan como las moscas negras
los empleados, y escasean como las moscas blancas, los periodistas. Dedicarse al periodismo por
vocación y porque, en realidad, se poseen cualidades para ello, está bien, pero muy bien. Mas es
el caso que el gran porcentaje de la gente empleada en los diarios está en ellos por la necesidad
de ganarse unos pesos; nada más. Así llegan al periodismo infinidad de individuos que no tienen
cabida en otra parte ni sirven para nada. Cuando un individuo se da cuenta de su insuficiencia
para toda actividad, exclama con un tupé desconcertante: “¡Me voy a dedicar al periodismo!”. Es
fabulosa la cifra o porcentaje de cuadrúpedos que se encuentra en esta profesión.
Uno no sabe si indignarse o reírse, pero de hecho comienza por admitir que si uno se
pudiera convertir en un Mussolini, lo primero que hacía era mandar a la cárcel a cuando
individuo se dijera periodista. ¿Usted se acuerda de la historia de “Buen Mozo” de Guy de
Maupassant? Es la historia del noventa y cinco por ciento de las personas empleadas en los
diarios. Un individuo que se encuentra en la vía y tiene que dedicarse a robar o al asalto en
banda, tropieza con un amigo y el amigo se lleva las manos a la cabeza, indignado de ver a un
hombre que se ahoga en un vaso de agua. Y exclama:
—Pero ¿por qué no te dedicás al periodismo?
—Pero si no sé escribir —contesta Buen Mozo.
— ¿Quién te ha dicho que para ser periodista hay que saber escribir?
Y Buen Mozo se convierte en periodista.
Oficio para vagos
El periodismo, así entendido, es un oficio para vagos y para audaces. Recuerdo (yo he
sido periodista) que en la profesión he conocido tipos formidables. Inclasificables. Usted no
sabía qué pensar de ellos, si habían cursado un bachillerato especial en la leonera, o de dónde
salían. Me acuerdo de uno, que en cuanto crimen se cometía, lo primero que hacía al llegar “al
lugar del suceso” era revisarle los bolsillos al muerto. Tenía una habilidad magistral para ese
trabajo. He conocido otro que se hacía seguir de un atorrante de menor cuantía y, lugar adonde
llegaba y al cual estaba prohibida la entrada, exclamaba mi tipo al introducirse: “Déjelo entrar, es
mi secretario”. La gente lo confundía con el juez, y creo que hasta era carterista o lancero de
bondi. Más tarde supe que había sufrido persecución de la justicia.
Sin embargo, estos individuos que nos merecen un desprecio cordial son útiles en ciertas
formas de las muchas actividades que reviste el periodismo subalterno. Es decir, insustituibles.
El buen periodista
El buen periodista es un elemento escaso en nuestro país, porque para ser buen periodista
es necesario ser buen escritor. En Europa encontramos que el periodismo cuenta en sus filas con
los mejores literatos, políticos, figuras científicas... En fin, si es dado dirigirse al público cuando
se han demostrado condiciones de superioridad mental; y no hay ministro de Estado que
previamente no se haya dado a conocer como colaborador de algún diario.
Se me argüirá que aquí podría ocurrir lo mismo; pero lo grave está en que casi todos
nuestros políticos, apenas si saben leer y escribir; y nuestros escritores... Pero ¡yo soy un
individuo sensible! No, no voy a hablar mal; no quiero hablar mal porque no pasa un solo día sin
que alguno de los que pretende conocerme exclame:
— ¡Este tío está cada vez más envenenado!
Y lo curioso es que yo soy un tío cordial y optimista.
¡ATENTI, NENA, QUE EL TIEMPO PASA! (3 de septiembre de 1930)
Hoy, mientras venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada por el
novio, ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera al lado. En todo el
viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para ahorrarse saliva movía la “zabeca”
como mula noriega. El gil que la acompañaba ensayaba todo el arte de conversación, pero al
ñudo; porque la nena se hacía la interesante y miraba al espacio como si buscara algo que
fuera menos zanahoria que el acompañante.
Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras pasaban y
el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me ponía nervioso de
verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía “in mente”:
-Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo que
tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré, del tiempo espacio, porque sos
muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son de hombre que ha vivido y que
preferiría vender verdura a escribir:
“No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.
“El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con
patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos
años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.
“¡Atenti, piba, que los siglos corren!
“Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de ordenanza y los
“tegobitos” como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal puede llevar contrabando, y
que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin sueldo o babión sin destino, cierto que hay
muchachos más lindos, más simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu
corazón y cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a pesar
de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad de la geometría
euclidiana que no tiene minga que ver con las otras geometrías... ¡Atenti, nena, que el tiempo
pasa! Pasa. Y cada día merma el stock de giles. Cada día desaparece un zonzo de la
circulación. Parece mentira, pero así no más es.
“Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: “Puede venir otro mejor”...
“Cierto... Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la estofa,
saber lo que compran para batir después que no les gusta, y ¡qué diablo! Recordate que ni en
las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza municipal en los puestos de los turcos
bien claro lo dice: “Se prohíbe tocar la carne”, pero que esas ordenanzas en la caza del novio,
en el clásico del civil, no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal
para llegar al registro nacional.
“¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a mirarlo te
va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale por la cara, sino por
otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que sea, por lo cuidadoso del laburo...
por los ascensos que puede tener... en fin... por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al
galope; pasa con bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de
la circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan...”
Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el señor que
la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de palabras durante
todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando, sino que también otros pasajeros se
fijaron en el silencio de la fulana, y hasta sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago
lo pasaba un hombre, y ¡qué diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad,
aunque sea involuntaria.
En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en la acera
esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa, se miraban con comedia
de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita mótorman arrancó, él, como quien saluda a una
princesa, se quitó el capelo mientras que ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un
“píccolo navío”.
Y fijándome en la pinta déla dama, nuevamente reflexioné:
-¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo que
tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.
“Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y de
concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos, galgueará en la
rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala con el hombre, y atendelo
como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo,
que es lo que menos cuesta. Pensá que a los hombres no les gustan las novias silenciosas,
porque barruntan que bajo el silencio se esconde una mala pécora y una tía taimada, zorrina y
broncosa. ¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!...”
DEL QUE NO SE CASA (2 de octubre de 1930)
Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las
cosas como están hoy? Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno
antes de casarse “debe conocerse” o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no
tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.
Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le sonrío
me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme
el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo
que no le importa tiene una mirada agudísima. A los dos años de estar de novio, tanto “ella”
como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos
trabajar con capital propio o ajeno.
Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de
empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo
esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su
favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:
-Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?
Mi suegra, en cambio:
-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se
puede casar.
Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una
furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplin nació de la conjunción de dos
miradas así. El estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por
el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.
Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el
noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba
y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto!... ¡ciento cincuenta pesos!
Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al
cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me
ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las
mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todo los razonamientos; cuando se casan el
fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos).
Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.
Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento
cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía
esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Dos, más dos, más dos, seis años. Mi novia
puso cara de “piola”, y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y
más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré
con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi
encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos,
cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar
con masas podridas a los amigos.
Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente
curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato triple. Al mismo tiempo
que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la
tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera “morir por su ideal”. Mi novia,
pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de
conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.
Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se
moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se
murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos
de hacer un contrato treintenario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo
algo entre dientes que me sonó a esto: “Le llevaré flores”. Me imagino que su antojo de
llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la
intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.
Llegó el otro aumento. Es decir el aumento de setenta y cinco pesos. Mi suegra me
dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:
-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.
Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.
Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está
loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.
Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elección y a que
resuelva si se reforma la Constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que
todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al
cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno provisional no entregue el
poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme
cesante.
“¡QUIERO CASARME!” (5 de agosto de 1931)
En las grandes ciudades de los países civilizados, el matrimonio constituye un accidente
vulgar en la vida de los hombres y mujeres. Y se explica. Hombres y mujeres se ganan la vida y
las relaciones entre ambos son en absoluto desinteresadas. Casamiento y divorcio es un suceso
tan corriente como aquí beberse un copetín. He leído una estadística norteamericana en la cual se
constata que de cada cinco matrimonios, uno se divorcia.
En cambio, en los países de habla española, las mujeres son criadas con el exclusivo
pensamiento de que al llegar a determinada edad “hay que casarse”. Casarse es resolver el
problema de la “piñata”, como dicen los ítalos. Claro está que de por medio hay otros problemas,
pero ellos no se pueden tratar en una nota periodística. Las relaciones entre ambos sexos (me
refiero a los países de habla española) son un desastre lo que se refiere a moral y espíritu.
Físicamente no hablemos: el desastre se convierte en catástrofe.
Muchachos y mujeres
El noventa y cinco por ciento de las mujeres que caminan por las calles de nuestra ciudad
son esencialmente inhábiles para sostener una conversación seria que sobrepase el espacio de
media hora de tiempo. El noventa y cinco por ciento de los muchachos que conocemos, son
incapaces de tratar con naturalidad a una mujer.
La posición de uno respecto al otro es de incapacidad y extrañeza suma. Ni a conversar
han aprendido.
He conocido mujeres que en horas y horas de charla, lo único que sabían contestar era:
- Sí, bueno. ¡Ah sí! ¡Qué bien! Claro ¿no?
Y he tratado muchachos que me confesaban emocionados:
- Cuando estoy con una mujer, no sé qué decirle. Me abatato.
El otro día iba yo por la calle. Delante mío caminaban dos tipos altos en compañía de dos
muchachas. Yo nunca me imaginé que dos tipos altos pudieran planear las pavadas que me
dejaron escuchar en el trayecto de veinte metros. A los tipos altos, no sé por qué, uno los cree
más inteligentes que a los petisos. Daban ganas de tomarlos de los brazos y decirles:
- Pero ché ¿para qué son tan largos si no saben hablar?
Estos papanatas son carne de cañón..., quiero decir..., de casorio. Si se les preguntara para
qué se casan, estoy seguro que no sabrían contestar. Dirían:
- Esteee... nos casamos porque estamos enamorados.
Cada vez resulta más inverosímil el número de papanatas enamorados que se encuentran
por donde se mira.
Lo que dicen las mujeres
Si usted interroga a fondo a una mujer, al final encontrará siempre esta respuesta:
- Una no se va a quedar para vestir santos. Con alguno hay que casarse.
Recuerdo la declaración de una que no era fea, por el contrario, bien parecida. Dijo:
- Estoy harta de vida casera. Con el primero que venga y quiera casarse, aunque sea
negro y jorobado, me caso. ¡Quiero casarme!
Este “quiero casarme” lo decía tan rabiosamente que uno no sabía si reírse o
compadecerla.
A su vez, las madres que conocen detalladamente los síntomas de la enfermedad psíquica
de “querer casarse”, vigilan en rededor con ojos de buitres. El que escribe estas líneas, ha
conocido casos de señores casados que, con conocimiento perfecto de las familias futuras,
“hacían los novios”. Claro está, con la formal promesa de divorciarse, para recasarse
nuevamente.
De allí que el problema del matrimonio reviste, entre nosotros, características casi
trágicas. Recórrase usted un paraje público. Examine las caras de las mujeres. Las muchachas,
después de los veinte años, tienen junto a los labios un esguince de amargura. La amargura de la
espera. Vaya a bailes, frecuente el trato de mujeres, y en todas partes encuentra la siniestra
desolación de una expectativa defraudada.
Hay circunstancias en que estas mujeres se aburren de esperar el ideal que no llega. Y
aceptan al primero que se presenta. ¡No hay que perder tiempo! ¡Hay que casarse! Se encuentran
mujeres que anualmente pueden hacer un balance de doce novios. Así, como suena. A uno por
mes. Lo estudian, lo observan. ¿No es mercadería para casarse? ¡Afuera! ¡Que venga otro!
En este trato con los individuos se les va resabiando el alma. Definiendo ese estado los
Goncourt dicen: “Quedan resabiadas como esos caballos que han sido muy maltratados”. ¿Se
casa o no se casa? ¿No está dispuesto a casarse? ¡Afuera! ¡No haga perder tiempo! No hay
minuto que perder. La juventud vuela. Se va. Una mujer “no debe quedarse para vestir santos”.
A qué se debe
Este desolador cuadro de vida porteña, se debe, exclusivamente, a la educación falsa que
en nuestros hogares reciben las muchachas. Si a la rutina de la vida se puede definir como
“educación” porque, hablando en plata, tal “educación” no existe. Las chicas crecen; un día se
acuerdan de que son mujeres y “que tiene que casarse”. ¿No se casó Fulana? ¿No se casó
Mengana? ¿Que el marido de Zutana es un idiota? ¿Que el marido de Perengana, un estúpido?
¡Qué importa! El caso es que “ellas se casaron y la pasan lo más bien”.
¡La cacería del marido! Hay para escribir cien notas respecto al asunto. Cien notas que
abarcarían al “que se va a divorciar”, hasta la “sala que se alquila a hombre solo”, a un precio
extraordinariamente barato... para ver si se pesca a un futuro.
Me pregunto: ¿cuántos años va a durar esto? Creo que pocos. Netamente se comprueba
una descomposición espiritual en las mujeres que esperan marido. Una generación más... y el
negocio del matrimonio forzado tendrá que declararse en quiebra rabiosa.
SI LA GENTE NO FUERA TAN FALSA... (7 de agosto de 1931)
He recibido un verdadero montón de cartas. Hay para todos los gustos. Desde la
felicitación cordial, hasta la maldición más simpática. De esas cartas, de las que pienso utilizar
varias más adelante por los datos que aportan al estudio de las relaciones femeninas y
masculinas, hay una en la que se me pregunta cuál es la finalidad con que escribo los artículos de
tesitura psico-amorosa.
Obligación
Antes de entrar en la “finalidad”, quiero aclarar un punto.
En mi concepto, el escritor es un obrero de carácter intelectual. Su obligación consiste en
ser útil de una manera u otra dentro de la sociedad donde come, duerme y trabaja. La utilidad
debe revestir modalidades aplicables al desenvolvimiento del hombre dentro de la sociedad.
Ahora bien, por las experiencias que he hecho y por las que me han sido relatadas, he
llegado a la conclusión de que las relaciones entre ambos sexos, se caracterizan por la práctica de
una falsedad sistemática. Esta falsedad, como el resfrío, la tuberculosis o los juanetes, tiene
características externas, visibles, comprensibles. ¿Cuál es mi obligación entonces? Proporcionar
los datos elementales que permitan diferenciar un resfrío de un juanete o de una tuberculosis.
Más claramente hablando, deseo que cualquiera pueda catalogar sin mayores rompederos de
cabeza a la persona que miente.
Así como los planos que se hacen sobre un sistema de radio no permiten confundir el
receptor con una ametralladora, así también las características que impregnan una amistad
hipócrita no podrán ser jamás confundidas con aquellas otras que ennoblecen a una amistad
honesta y sincera.
No creo en los consejos. Es estúpido dar consejos. Pero creo en la eficacia del cuadro
vivo. Aquí tengo una carta a mano, de la que entresaco unas líneas:
“... un amigo, acercándose y alcanzándome una de sus notas últimas, me dijo: 'Ni que
Arlt hubiera conocido mi caso'...”.
De otra carta entresaco:
“Ella no hacía otra cosa que insinuarme por todos los medios posibles la conveniencia de
formalizar en forma positiva nuestras relaciones, diciéndome que su naturaleza fría y poco
expansiva desaparecería el día que nosotros nos casáramos”.
Cada uno de estos lectores, asumió una conducta positiva frente a otra conducta que no se
presentaba clara.
Objeto de la verdad
Si en un diario le fuera permitido a un hombre contar todo lo que sabe, yo no sé si el
diario se agotaría o el autor del artículo perecería de muerte violentísima. Es fantástica la serie de
sucesos que ocurren y que llegan al conocimiento de uno, por distintas vías. Yo, que disfruto de
una libertad inmensa, me tengo que callar el setenta y cinco por ciento de las cosas que podría
decir. Ese resto de veinticinco por ciento, comunicable, lo doy a la publicidad.
Lo único que puedo afirmar es que de cada mil palabras que las personas pronuncian,
novecientas noventa son mentiras. El que lea esto y piense que soy un amargado, no se da cuenta
que escribo lo que antecede con la misma tranquilidad y buen humor que escribiría: “un jorobado
es aquel que tiene una corcova en el pecho o en la espalda”. No seré tan obtuso de negar que hay
personas que dicen mil verdades en mil palabras. Pero personas existen en el porcentaje de cinco
por mil.
La verdad tiene un objeto. Identificación de los accidentes que se presentan en un camino
y no hay camino en el actual momento social más roto, complicado y estrafalario que el camino
de las relaciones amorosas.
Yo quisiera ser millonario para poder hacer una edición gratuita del libro de un juez
americano, me refiero al doctor Lindsey. Ese libro se titula Rebelión de la moderna juventud.
Hombres y muchachas inteligentes viven hoy día oscilando entre la mentira y la verdad.
Cuando les conviene, dicen la verdad; cuando no les conviene, mienten. Mienten y son veraces
con sinceridad; parecerá un absurdo “mentir con sinceridad”, pero es que ante los ojos tienen dos
verdades presuntas: la verdad de los sentimientos y la verdad de los conocimientos y
obligaciones que les han sido trasmitidos desde la infancia en su hogar. Los libros dicen una
cosa. Los hombres dicen otra cosa. Los padres dicen una tercera cosa. ¿Dónde está la verdad?
¿Quiénes mienten? ¿Los libros, los extraños, o los padres? ¿Cómo se van a resolver los
problemas que cada vida siente que contiene?
Conducta hipócrita
La falta de conocimiento, sumada a la falta de carácter para realizar cada uno la vida
como individualmente la siente, engendra la actual sociabilidad hipócrita que acepta mucha
gente. Mujeres y hombres viven razonando como aquel que juega a la lotería. “Si no saco mil
pesos, sacaré cien”. Yo estoy de acuerdo con que el que quiera se tire de cabeza a un pozo, si tal
disparate se le antoja. Pero creo en la necesidad de señalar dónde están los pozos. Y decir, con
toda tranquilidad que se impone en semejantes circunstancias:
- Esto que ustedes ven con sus ojos, es un pozo. Si quieren tirarse, tírense.
Siempre habrá ojos que individualizarán el pozo. No importa que sean pocos. La
obligación es señalarlos; el deber, no averiguar cuántos han sido los que miraron el pozo,
movieron la cabeza y se alejaron prudentemente cavilando raciocinios.
“SE CASA... ¡O LO MATO!” (8 de agosto de 1931)
El Mundo de ayer, reprodujo en la cuarta página un fallo en que la Cámara Civil Primera
anuló un matrimonio llevado a cabo en el Registro Civil de la sección 19, entre el doctor J.C.C. y
la señorita C.D. por imposición de un hermano de la novia, quien con continuas amenazas de
muerte, obligó a su futuro cuñado a casarse. El doctor Vedia y Mitre, a cargo del Juzgado en lo
Civil, acordó la nulidad del casamiento, confirmándolo ahora la Cámara Primera.
Hace cuatro días yo, en esta misma sección, decía que el problema del casamiento era un
negocio de vida o muerte para ciertas mujeres, auxiliadas en dichos trámites por su familia y
utilizando diversas clases de expedientes morales e inmorales de los cuales hay uno que hasta la
fecha yo no había tenido en cuenta.
Interviene un abogado
Hace también más o menos cuatro días, recibí la carta de un abogado quien, alentándome
a continuar en la campaña presente, me decía:
“Posiblemente usted ignore que muchas mujeres desean casarse aunque sepan que no se
entenderán con su cónyuge, por un detalle económico importantísimo y que usted, hasta la fecha,
no ha mencionado jamás en sus notas: es la pensión por alimentos.
Por mi estudio han pasado infinidad de mujercitas planteándome el caso de separación
con sus respectivos esposos. A ninguna de ellas le interesaba en absoluto el problema
sentimental de la separación, lo que deseaban era que los resortes de la ley se movieran de tal
forma, que obligaran a la parte a contribuir con un mensual... es decir, con una pensión. De más
está decir que el negocio no les resulta malo. Usted debe ocuparse de él, pues supongo que si
hasta la fecha no lo ha hecho, ha sido por desconocer este detalle, del cual, nosotros los
abogados, estamos hartos de tratar en nuestras consultas”.
Después hay gente que tiene el coraje de escribirle a uno diciendo que es un amargado
porque no se solidariza, con su silencio, en torno de sus pillerías.
No es sólo esto. Actualmente el casamiento constituye un negocio que en las familias se
trata con la misma naturalidad con que se estudiaría la adquisición de un caballo... no de
carrera... sino de tiro y pesado a ser posible.
Una lectora, que se ha tomado la molestia de escribirme una larga carta, firmada con el
seudónimo de Claudine, reproduce el diálogo que ella y una señora con dos hijas, sostuvieron a
propósito de una de mis notas:
Claudine - Arlt tiene razón en lo de la sinceridad.
Señora - En lo que vos has dicho puede ser que haya algo de razón, pero por eso no
pensarás aplicarlo a todas las chicas. Una joven debe preocuparse en apurar a un hombre para
que formalice su situación, porque sino ¿a dónde iríamos a parar? ¿Te parece bien que una chica
pierda su tiempo y sus oportunidades?
Kika - No; lo que hay es que Claudine está esperando un príncipe que venga de la luna
montado en un pastel de manzanas.
Claudine - Otras lo esperan sentado en un Renault.
Señora - Hacéme caso, Claudine: a los hombres hay que tratarlos con mano dura. El
tiempo de la capa y la espada ya pasó. “Contigo pan y cebolla” es un recuerdo. Hay que
contemplar el lado práctico de las cosas y si hay un candidato que te gusta, empleá todas tus
baterías ¡y fuegos sin cuartel! hasta que lo consigas. Hijita, si no lo hacés vos, lo hará otra.
Kika - Si lo tratás sinceramente, con confianza y serenidad, te pasará lo que en los
remates: otra que lo quiera y ofrezca más se lo va a llevar. Convencete: son todos iguales.
Bibi - Y no les pidas que fijen fecha ¡y verás lo que te pasa! Hablarán con vos el tiempo
que quieran... y luego, si te he visto no me acuerdo...
Kika - Y de lo que diste pensando atraparlo, tampoco se acordarán...
Claudine sigue narrándome el tole tole que se armó después de estas palabras entre la
madre y sus pimpollos, y termina diciéndome:
“Siga adelante. Usted ha encontrado un tema magnífico. Las señoras con hijas casaderas
le tienen rabia; pero lo primero que hacen a la mañana es leer su nota, con rabia y todo”.
Volviendo ahora a nuestro asunto, diré que las clientas a que se refería el abogado cuya
carta reproduje, se recolectan entre tipos de mujercitas como Bibi, Kika, etc. Casarse es un
negocio. Un negocio que se estudia con frialdad y que se lleva a cabo con alevosía. El caso que
acaba de fallar la Cámara Primera, o sea negocio de “prepotencia”, es sumamente frecuente en
nuestra ciudad. Los damnificados, la mayor parte de las veces, no hablan por vergüenza. Nunca
falta un “hermano terrible” en una casa, sobre todo si el novio es un ganso y la niña una viva.
Imagínese usted, por ejemplo, que usted es novio de una Bibi o una Kika. Si usted queda
clasificado por la familia en la categoría de ciudadano “bonafide” le abrirán las puertas de su
casa de par en par, le sonreirán amablemente y cuando usted se vaya, se reirán a carcajadas
felicitándose entre ambas del idiota que han pescado. Si usted se casa y quiere separarse, tendrá
que “formar” con la pensión judicial. Y entre mantener una mujer que no es su mujer y usted
vivir solo como un viscachón en su cueva, terminará por apechugar con las “incompatibilidades
de carácter” y convertirse en uno de los tantos infelices que por dentro llevan un drama que nadie
barrunta.
A las madres del tipo de las chicas como Kika y Bibi les importa un pepino el escándalo
de la separación. Son suegras de pelo en pecho, mandonas y descaradas que quieren a sus hijas y
lo que sus hijas hagan está bien, aunque en la realidad esté mal. Se han criado sin un concepto
moral de la existencia (no confundamos “moral con hipocresía”). Y esta falta de concepto se
manifiesta en sus hogares, desde donde escudriñan la vida con ojos de mercachifles melifluos
que trafican con una mercadería superabundante que hay que colocar de cualquier modo. Las
hijas con el mismo punto de vista de que bizquea la madre justifican su conducta con las palabras
que escribe Claudine:
- “Hijita, si no lo hacés vos, lo hará otra...”
DOS COMEDIAS: FLIRT Y NOVIAZGO (11 de agosto de 1931)
Estas dos comedias son frecuentísimas en las relaciones entre ambos sexos que
pertenecen a la clase media. Hay casos en que el flirt no existe y sí un conocimiento se
transforma en una relación sincerísima de ambas partes. Pero me refiero con preferencia a la
generalidad de las amistades, donde se representa todo lo contrario.
La comedia
El flirt se singulariza por la conducta que un hombre y una mujer asumen dando él por
entendido que ella conoce la preferencia con que él la distingue. Es una especie de convenio
mutuo y silencioso. Un “flirt” puede convertirse en un noviazgo como puede quedar en agua de
borrajas. Depende del humor de los participantes. Una chica me confesaba que en sus “flirts” a
veces se dejaba “robar un beso”. Lo hacía ingenuamente, porque ello “le resultaba divertido”. El
“flirt” permite además el chiste picante y las pequeñas expansiones curvadas con que ambos
sexos dan vuelta en torno del objeto interno de sus obsesiones o preocupaciones. El “flirt” cultiva
con exclusividad lo superficial. Si hubiera que representarlo gráficamente, habría que componer
un cuadro así: una superficie enjabonada donde patinan una joven y un muchacho.
Hombre y mujer que participan en un “flirt”, evitan cuidadosamente la profundidad.
Cultivan el ingenio, que es una de las formas más brillantes de la superficialidad. Definiendo:
trabajan con un pedacito de mente, el más restringido posible. Ello evita a ambos los esfuerzos
mentales indispensables para conocerse. Las conversaciones se desarrollan devanando temas
fáciles: sports, clima, cine. Toda mujer que “flirtea” se considera con derecho a decir “que tiene
horror al casamiento”. Todo individuo que flirtea, se cree obligado a declarar que “no cree en el
amor”.
Mentira va y mentira viene. Ni ella le “tiene horror al casamiento” ni él deja de creer en
el amor. Pero se ha hecho costumbre expresarse así, y además el pésimo gusto de esos individuos
triviales admite que es de buen tono decir lo contrario de lo que se piensa.
Segunda comedia
La segunda comedia, o sea la del noviazgo, presenta erupciones y síntomas de
envenenamiento completamente opuestos a los del “flirt”.
Me decía días pasados una lectora por teléfono:
“¿Por qué no hace usted el favor de hablar sobre esos novios que, porque han tomado el
estado de tal, se creen con la obligación de molestar en la casa con pujos de seriedad? Los
hombres se vuelven inaguantables. Incluso, se creen con derecho a controlar la vida de las
hermanas de la novia”.
Otra lectora me escribió refiriéndose también a tal punto, de donde esto es más frecuente
de lo que puede creerse y en verdad, que en esta comedia de gravedad doméstica participan
ambos, aunque a veces, el exagerado es él, y la más venenosa por contagio, ella.
Comprobamos entonces fenómenos como los que voy a anotar:
Una muchacha que era diablona, arriesgada, capaz de hacer travesuras de toda la ley, en
cuanto “está de novia” cambia radicalmente del día a la noche. Se vuelve seria, modosita, alterna
con señoras casadas, hace un gesto despectivo cuando se habla de chicas que han sido pícaras
como ella y, en fin, tiende a representar el papel de estatua de la virtud ambulante, con bisagras
en las rodillas.
El individuo, cuanto más sinvergüenza ha sido en su vida íntima, más profundamente
grave se presenta ante sus prójimos. Incluso “controla la vida de las hermanas de su novia”. Se
transforma en un ente moral, supermoral. Gasta cuello palomita y diserta con voz gruesa. Exige
de continuo certificados de honestidad a todo el mundo. Si va al cine, protesta de las películas
con besos, porque las películas besuqueantes “le echan a perder la moralidad a la novia”. Si se
conversa de temas delicados, se indigna y truena. Nada de conversaciones libres. Se puede
fragmentar la honestidad de su futura. Y él, el ex pillo redomado, pretende una novia intangible,
inmaculada.
Y aquí nos topamos con el caso que el gandul más desopilante, del día a la noche, como
su novia, se convierte en un señor que huele pornografía en las deliberaciones más inocentes, en
las películas más serias, en los libros más inofensivos.
Duración de la comedia
La resistencia para mantener en pie de guerra una comedia es muy reducida. Pocos meses
después de casados, ambos farsantes se miran como diciéndose: ¿qué se ha hecho de nuestras
buenas intenciones? Ambos han tirado muy lejos en sus relaciones íntimas el disfraz de la
comedieta.
Y la única vez en que se muestran el uno al otro, tal cual son, aparece la verdad en todo
su auténtico relajamiento. No se conocen. Además ya no tienen interés alguno en conocerse. Si
sin casarse estos dos individuos hubieran llegado al estado a que actualmente se encuentran, uno
se marcharía por un lado y el otro por el opuesto, sin mirarse ni la cara. Y sin embargo, los dos
son los únicos culpables. Durante el “flirt” han estado mintiendo subterráneamente de mutuo
acuerdo. Cuando novios han continuado fingiendo con beneplácito de sus respectivas familias...
Y de lo que debieron hablar... ¡no hablaron nunca! Actualmente encuentra usted señoras que le
confiesan que sus maridos llegan al extremo de no permitirles, no tan sólo ir a la calle solas...
¡sino ni leer libros! Así, como suena, en pleno siglo veinte, en el centro de la ciudad de Buenos
Aires.
Un escritor francés, bastante superficial, Pierre Loti, necesitó hacer un viaje hasta
Turquía para descubrir a “Las desencantadas”. Indudablemente, Pierre Loti era sumamente
corto de vista. Bueno, era un literato... Y las desencantadas están a granel en cualquier rincón por
donde se mire.
PASE NOMÁS, JOVEN... (12 de agosto de 1931)
El marco puede ser el salón donde se lleva a cabo un velorio, un bautismo, un baile, un
concierto, un homicidio simple o compuesto, un zaguán o un balcón; el marco puede ser
cualquier cosa; y no importa. Diálogo entre la presunta suegra y el presunto damnificado. La
mercadería, o sea la hija en estado de merecer, está ausente. La presunta suegra tiene, en las
arrugas del semblante, disuelta la suficiente dosis de miel, vinagre, sal y pimienta, según sea
indispensable. La propietaria de la mercadería inyecta o espolvorea en su sonrisa la miel, el
vinagre, la sal o la pimienta. El ciudadano, cara de “bonafide” al “sugo”. Es otario, pero como
todos los otarios, tiene sus cascabeles de vivo.
La vieja - ¡Qué casualidad! La nena no está. Fue a una clase de corte y confección...
El “bonafide” - Es siempre conveniente que una chica sepa...
La vieja - ¡Ah! Lo que es la nena... Va contra mi voluntad a la academia. Yo quiero que
descanse, que no trabaje tanto. ¡Si supiera lo activa que es! Yo siempre le digo: con tal que el
hombre que te lleve sepa apreciarte. ¡Hay que ver lo activa, lo diligente, lo voluntariosa que es!
Sirve tanto para un barrido como para un fregado. A la mañana tempranito, como un pajarillo, ya
está ella en la cocina preparando el café con leche. ¡Pobrecita!
El “bonafide” - ¡Ah! Lo que es yo, de casarme, sólo elegiré una mujercita así...
La vieja (Volcando un chorro de miel en la sonrisa) - ¡Ah! Si todos los jóvenes fueran
como usted. ¡Pero la “jobentú” de hoy está perdida!
El “bonafide” - ¡Vaya si lo está!
La vieja - A usted lo que le conviene, es regularizar su situación.
El “bonafide” - Si no fueran los inconvenientes económicos...
La vieja - ¿Por qué no saca un crédito en cualquier banco?
El “bonafide” - Hoy por hoy, como están las cosas...
La vieja - Si necesita una firma... ya sabe...
El “bonafide” - Señora ¡qué buena es usted! No gracias...
La vieja - ¡Vaya por Dios!... qué importancia le da usted. Si no nos ayudamos los unos a
los otros... Y, ya sabe. Si necesita crédito en lo de algún sastre, no tiene más que decirme.
El “bonafide” - Sastre tengo...
La vieja (otro chorro de miel en la sonrisa) - Yo, lo que quiero es que mi hija se case con
un hombre bueno. El otro día no más un “dotor” andaba dando vueltas por aquí. Pero yo le dije a
mi nena: “Hijita, hacé tu voluntad”.
El “bonafide” (semialarmado) - La profesión de “dotor” no rinde tanto como antes...
La vieja - Es lo que yo le dije. Mejor es que te casés con un buen muchacho. Esos
“dotores”... Yo no sé... Pero hay que ver los pretendientes que le salen a la nena. Podría estar
casada veinte veces, si quisiera. Pero ella ¡ah, eso sí que es verdad! Lo más indiferente. Dice que
no quiere casarse...
El “bonafide” (tirándose un lance de agudeza) - Es que es muy joven todavía...
La vieja - ¿Joven? ¡Dios mío!... Yo a su edad ya la tenía a ella. Otro que también la
pretendía era un ingeniero. Pero ella, como si tal cosa. ¿Usted lo conoce al médico de X?
También ese. ¡Qué chica! No es porque sea mi hija... no. Pero hay que ver. Donde llego, todo el
mundo me dice: “Señora, orgullosa debe estar usted de tener semejante hija. ¡Qué seria! ¡Qué
laboriosa! ¡Qué fina! ¡Qué inteligente! Dichoso el hombre que se la lleve por mujer”. Pero yo les
contesto: “No hay ningún apuro en casarse. Que viva. Que se divierta. Todavía es joven”. Ah.
Yo no soy como ciertas madres que lo agarran al novio del saco para meterlo al civil. ¡Dios me
libre y me guarde!
El “bonafide” (haciendo el papel de zalamero) - Una madre como usted no todas pueden
jactarse de tenerla.
La vieja - El que sea novio de mi hija, puede contar con mi ayuda completa. Yo no soy
de esas madres que están con la nariz todo el día encima de los novios. ¡Dios me libre y me
guarde! Los novios son novios, y deben tener sus libertades...
El “bonafide” - ¡Claro!
La vieja - Guardando el respeto, se entiende.
El “bonafide” - Naturalmente...
La vieja - Eso sí. Noviazgos largos no los tolero. Mi hija es una chica que puede casarse
con el mejor. El hombre que no la conozca en tres meses, no la conocerá nunca. Los noviazgos
largos no terminan nunca bien...
El “bonafide” (casi irónico) - Hay que ver las cosas que pasan en los noviazgos largos.
La vieja - Dígamelo a mí. Ahí la tiene a la chica de Fulánez. Después de tres años de
relaciones, el sinvergüenza la larga. ¡Y vaya a saber cómo quedó esa chica! Yo no quisiera
pensar mal... Pero después de tres años... ¡Dios me libre y me guarde! En mi casa no pasarán esas
cosas.
El “bonafide” - Es que hay cada madre, también...
A la distraída, aparece una chica de diecisiete años, modelo standard. Como las cien mil
chicas de la ciudad. Hace el gestillo de gusto consabido al distinguirlo al “bonafide” y luego
larga el consabido:
- Buenas tardes, mamita... Buenas tardes, Fulano... ¡Qué cansada estoy! ¡Hay que ver lo
que trabajamos!
La vieja - Andá a tomar el té, querida. ¿Quiere pasar? Nos va a acompañar... ¿no?
El “bonafide” - Pero...
La vieja (descaro a la enésima potencia) - Ninguna molestia. Vaya... Una taza de té...
La nena - Pase... (respirando violentamente y mirándolo al damnificado) ¡Qué contenta
estoy!
LA MENTIRA DEL AMOR ETERNO (13 de agosto de 1931)
Si el espectador se pone a observar en serio la gravedad con que la gente de ambos sexos
afirma ciertas mentiras, se ve obligado a declarar que el espectáculo que ofrece la civilización
actual de este planetita llamado Tierra, es de lo más grotesco y divertido.
Verdades que acepta la gente
Usted agarra un tipo y le dice:
- En el vacío cae a la misma velocidad una bala de plomo que un copo de algodón. Y si el
adoctrinado duda, usted lo introduce en un gabinete de física y, mediante un aparato construido
exprofeso, demuestra que el principio de que “en el vacío los cuerpos caen a la misma
velocidad”, es una verdad que también cae por su propio peso. Y el ciudadano se marcha
confiado y convencido a su casa. No duda.
Tomemos otro caso. Las estadísticas revelan que en las estaciones en que el sol
recalienta, los crímenes se producen en mayor porcentaje que en los días fríos. Y un fulano
después de tragarse media docena de estadísticas, afirma citándolos que cada mil habitantes dan
un determinado porcentaje de locos, cuerdos, una fracción de criminales y otra fracción de
vivillos. Y se enoja si no lo creen. Nadie se permite discutir un principio científico corroborado
por columnas de números. Y que nadie se permite discutirlo, es tan cierto, que especulando con
probabilidades se edifican o establecen las compañías de seguros. Y como las estadísticas no
fallan, las compañías de seguros ganan plata.
Se deduce aquí que la gente, y de ambos sexos, revela una docilidad admirable para
admitir principios científicos que les sirven para regir la marcha de sus intereses. Incluso los
casos que parecen dudosos o charlatanescos, gozando de más confianza de la gente que los
reales. Por ejemplo: los curanderos, los asueroterapistas, etc. Las personas creen en el curandero
y en el trigémino, porque algunas gotas de verdad se mezclan en un tonel de posibilidades.
Verdades que no acepta la gente
Hay un libro oriental que se llama el Kamasutra. El Kamasutra se compone de una
recopilación de leyes que deben regir las relaciones amorosas entre ambos sexos. Este libro, cuyo
título en sánscrito quiere decir “Cantos del deseo”, fue escrito en la India hace una purretada de
siglos. El análisis de las relaciones amorosas llega incluso a comprender las leyes o conductas
que debe seguir un individuo que “quiere conquistar a una señora casada”. Lo cual demuestra
hasta la saciedad que hace muchísimos siglos se ha aprendido en los países donde el diablo
perdió el poncho, que el amor no es un sentimiento eterno ni duradero, sino algo transitorio como
la primavera, el verano y el otoño.
Desde el Kamasutra hasta nuestros días, en todos los idiomas, en todos los estilos,
poesía, teatro, novela y hasta pintura (no hablemos de psicología) se ha dicho que lo “del amor
eterno” es una mula, mentiras; se lo ha escrito en los tonos más diversos, divertidos y dramáticos
con que se pueda enunciar una verdad tan absoluta... Y la gente sigue creyendo que la “bala de
plomo cae a la misma velocidad en el vacío que un copo de algodón”... Pero también sigue
afirmando, en su conversación con mujeres, que el amor es eterno... y “que él nunca la olvidará”
es la otra verdad imperecedera.
Usted se encuentra con tipos que lo mandarían fusilar si usted le dijera que Newton
estuvo equivocado al afirmar que “los cuerpos se atraen en razón directa de su masa y en razón
inversa del cuadrado de las distancias”; nuevamente lo mandarían fusilar a usted, si les afirmara
que el amor no es eterno, y que la eternidad del amor es una falsedad mucho más engañosa que
los molinos de viento del Quijote.
Importancia al sentimiento
La gente le da una importancia fabulosa a la presión de sus sentimientos. No pasa un día
casi sin que uno no tropiece con un botarate que no le haga la confidencia que su novia “es un
ángel” y que “amor como el mío, dificulto que se encuentre en otro”. Pasan dos o tres días, el
botarate evoluciona, más aún, ha contraído enlace (¡qué frase más delicada!) con el “ángel”. El
ángel ahora es una mujercita cabrera o desilusionada, y el botarate evolucionado le hace, entre
dos medios litros y un sandwich pestoso, esta confidencia anonadante:
- No debí haberme casado. ¡Lo que es no tener experiencia!
- ¿Pero vos no decías que el amor era eterno?
- Che, no me hagas chistes... No hay derecho.
Es una mosca blanca el ciudadano que se ata una piedra de molino al cogote y que
simultáneamente no crea que el amor es eterno. Incluso mira por sobre el hombro a los que
despachando cierto gestito sobrador le dicen que el amor no es eterno, cuyo contenido es:
- ¡Pobre infeliz!... No conoce las dulzuras del amor eterno. Hay que tenerle lástima.
No existe padre, ni madre sobre el planetita Tierra, que crea que el amor es eterno. Lo
cual no les impide afirmar ante el candidato matrimonial que el amor es eterno... Y que ellos son
una prueba viviente, innegable, de la eternidad del amor. No exageremos; muchos saben
perfectamente que el amor no es eterno. Pero ¿qué dueño de restaurante le gritará a sus clientes:
¡No coman en mi bodegón, porque la comida que vendo es pésima!?
Tampoco negaré que hay madres muy sensatas. En las sierras de Córdoba yo le oí decir a
una señora que veraneaba en Cosquín, y que lidiaba con dos hijas muy diablonas:
- Hijitas... Portense bien... Esperen a casarse. Después tendrán tiempo de hacer lo que
quieran.
No me atrevería a jurar que esta dignísima señora creyera en el amor eterno.
En tanto, el amor eterno, como el tifus exantemático, la bubónica o el cólera negro (que
es el cólera más cabrero que se conoce) continúa dejando el tendal de víctimas por donde se
infiltra... y los seres humanos persisten en ser tan inconsecuentes que ni por un momento dudan
del “cuadrado de las distancias”... ni de “la eternidad de sus sentimientos”, tan duraderos como
las flores de las estaciones del año.
EL “CALIENTASILLAS” (14 de agosto de 1931)
El calientasillas es el prototipo del novio eterno. Podemos representárnoslo sentado en
una sala, con el codo apoyado en un costado del plano, mirándose distraídamente los calcetines
calados.
El calientasillas mantiene en las líneas de su semblante la expresión displicente del
hombre que ya no tiene nada que decir y que permanece en la sala con la misma murria con que
se encontraría en un café billardero. Cuando aparta la vista de sus calcetines, la detiene en los
retratos de familia que ornamentan la sala. Se conoce de memoria los rasgos de ambos
daguerrotipos ampliados. Evita la mirada de la madre de su novia, una buena señora (las hay
también buenas) que dice:
La madre - Estimado Fulano. Hace ya tres años que usted está de novio con Mechita.
El calientasillas - Tres años y dos meses. ¡Sí, me acuerdo!... Lo que menos se me olvidan
son la fechas.
La madre - Me alegro que conserve tan buena memoria. Hace tres años y dos meses.
Usted no podrá decir que lo hemos apurado... que lo hemos importunado.
Calientasillas - Nada de eso, señora. Precisamente ahora estaba pensando: es hora de que
regularice mi situación. He consumido ya en esta casa cerca de una tonelada de legumbres secas
y frescas...
La madre - No se trata de eso, Fulano. Mechita hace ya tres años que está de novia. Y
usted había prometido casarse el año pasado, en esta fecha. Y ha pasado un año. No podrá negar
que no solo usted, sino Mechita, están perdiendo el tiempo lamentablemente. ¡Tres años de
novios! ¿Cuándo terminará esto?... No me interrumpa, Fulano. Póngase la mano en el corazón,
como hombre decente. ¿No ha tenido tiempo de conocerla a la nena ya? Tres años. ¡Por favor, no
me interrumpa, Fulano! Viene usted a las tres de la tarde y se va a las doce de la noche. Tres años
así. Dígame, ¿usted en su casa, si fuera padre, toleraría que un señor estuviera yendo y viniendo
durante tres años desde las tres de la tarde a las doce de la noche?
Calientasillas - Señora... Usted sabe que si no hubiera sido por ese principio de úlcera que
tuve al estómago... Le prometo arreglar nuestra situación, y pronto.
Quinto año de novio
El calientasillas más aburrido, más flaco, más displicente, en la misma sala, mirándose
los calcetines calados y contemplando de reojo los daguerrotipos ampliados de los progenitores
de su novia, que sigue siendo Mechita.
Mechita - Por mí no te diría nada. Pero mamá está triste. Me pregunta a veces: ¿Sabés en
qué termina esto hijita? Y yo no sé qué contestarle. Siento pena por vos, más que por mí. Sabés
perfectamente que si no te quisiera no hubiera tolerado que hubieras estado viniendo cinco años.
El calientasillas (Transitoriamente emocionado) - ¡Cinco años de novio y dos meses! Sí,
fue en esa fecha que nos comprometimos. Tenés razón, Mechita. Pero vos conocés
perfectamente todo lo ocurrido. Primero los negocios que fueron mal; después la muerte de papá.
¿Quién sostiene a mis dos hermanas? Yo. Vos sabés.
La novia - Sé que todo eso es verdad; sé que tenés buen corazón, y sé que con buen
corazón y todo nos estás haciendo sufrir a todos. No tenés plata, pero te compraste un auto. ¿Por
qué no nos casamos y traes a vivir con nosotros a tus hermanas? Yo las quiero, nos llevaríamos
muy bien todos.
El calientasillas - Nos complicaríamos la vida, Mechita. Creéme. Esperá un año. Dentro
de un año tenemos resuelto todos nuestros problemas.
Séptimo año de novio
El calientasillas, con las piernas cruzadas en un sillón de la sala. Le blanquean los
cabellos en las sienes. Arrugas gordas le recorren el semblante. Mira consternado el piano, luego
observa como si los viera por primera vez, los retratos de los padres de Mechita.
El hermano - Ché, viejo, te hablo yo. Dejate de embromar. ¿Cuándo te pensás casar?
Hace siete años...
El calientasillas - Y dos meses. Si me parece que fue ayer cuando me comprometí.
¡Tengo una memoria para las fechas!
El hermano - Sos la desgracia, la polilla de esta casa. Mechita tenía veinte años cuando te
conoció... ¡Haceme el favor! ¿Cuándo te casás vos? ¡Siete años de novios!... Pero ¿te das cuenta?
Y después, todavía serás capaz de protestar que te apuran. ¡Siete años! La vieja está loca.
Mechita está loca. ¡Siete años! Yo no sé cómo han tolerado esto.
El calientasillas - Vos sabés que se enfermó mi hermana; que hubo que operarla a la
menor...
El hermano - Dejate de embromar. Primero tu estómago, después los negocios, después
los viejos que se te murieron, después tus hermanas... ¿Qué esperás para casarte? ¿Enterrarnos a
todos?
Año noveno
El calientasillas en un rincón de la sala. Peina canas. Mechita (los párpados abultados) la
cara color de cera monjil. La que debía ser suegra, encorvadita en el sillón. Estamos en el mes de
enero. El calientasillas contempla pensativamente las fotografías suspendidas sobre el piano que
representan a los progenitores de Mechita, y por decir algo, dice:
- Bueno... Como Dios no se oponga, nos casaremos en octubre. Mechita ¿qué te parece?
DOS ANCIANAS Y EL AUTOR (29 de agosto de 1931)
Ocurren sucesos extraordinarios en la vida de la gente. Sucesos que le ponen a uno la piel
de gallina y lo conmocionan por las relaciones que guardan con el destino misterioso e
inexorable.
El caso es que yo iba ayer en un coche del subte, sentado frente a dos respetables señoras.
Iba barbudo y desconocido, con más trazas de cesante que otra cosa. Las dos respetables señoras
subieron casi simultáneamente conmigo en la estación de Plaza de Mayo y tomaron asiento
frente a éste, su servidor. Y a continuación se desarrolló en mis barbas (esta vez auténticas) el
diálogo más sorprendente que haya escuchado en mi vida, pues se refería a mí... y me ponía de
oro y azul.
Señora 1 - ¿Leyó usted la nota de “Ar”?
Señora 2 - Sí, y me causó alguna gracia...
Señora 1 - ¡Mire que tomar en broma a los pocos muchachos serios que hay, con lo difícil
que es hoy casar a las chicas!...
Señora 2 - A mí se me ocurre que debe ser algún sinvergüenza que se ha introducido en
un hogar respetable.
Señora 1 - Sin duda alguna... Pues no tiene reparo en decir las mayores inmoralidades.
Señora 2 - Yo tenía miedo de que el novio de la nena dijera algo por la nota que publicó
ese sinvergüenza; pero por suerte, Coco está tan ocupado con los estudios que no lee el diario
nunca.
(Asombro del autor que escucha en silencio) ¿Cómo? ¿Coco existía?... ¡Es fantástico!
Señora 1 - Debían prohibirle escribir semejantes desatinos contra los novios.
Señora 2 - El “nene” se indignó tanto que le escribió una carta poniéndole los trapitos al
sol.
Señora 1 - Sin duda “Ar” debe haber estado en esa situación; porque sino no es posible
que cuente las cosas que escribe con tanta realidad.
Señora 2 - ¿En qué hogar habrá conseguido introducirse?...
Señora 1 - Debe ser un simulador... un hombre sin entrañas que no debe tener reparos en
engañar a alguna pobrecita chica.
Señora 2 - Además de cínico es perverso, pues es una perversidad reírse de un muchacho
de buenas intenciones porque es un poco corto de genio.
(Autor asombrado. ¿Pero Coco existe? Aquí va su futura suegra. Son notables las
coincidencias).
Señora 1 - No debe tener familia... Es apellido extranjero. ¡Vaya a saber qué chusma
es!...
Señora 2 - Le garanto que la nena pasó unos momentos desagradables leyendo a ese
chusma. Yo no sé cómo el director del diario le permite...
Señora 1 - Lo peor es que una, aunque sea por saber los desatinos que dice, lo lee...
Señora 2 - Y a pesar de todo eso, dice que hay mujeres que le escriben...
Señora 1 - ¡Vaya a saber...! Serán esas locuelas de ahora. Para eso sirve el cine y las
novelas de amor...
Señora 2 - Yo tendría ganas de escribirle al director para que tomara alguna medida.
Señora 1 - ¡Vaya a saber...! A lo mejor el director...
Señora 2 - Le garanto que a mí lo que opine ese descastado no me toca; pero la pobrecita
nena que tiene tantas ilusiones y está por comprometerse...
Señora 1 - ¡Qué lástima! Usted no se acuerda que una vez escribió que más le gustaba la
compañía de los pilletes que la de la gente decente. Es una pena que un tipo así pueda quebrar las
ilusiones de una chica.
Señora 2 - Ayer la nena lloró... Me preguntó por qué ese tipo sería tan malo. ¿Qué quiere
que le diga? Yo estaba con el corazón en la boca de que Coco fuera a tomar en cuenta esos
disparates.
Señora 1 - Lo que yo me pregunto es cómo un sujeto así habrá conseguido introducirse
en un diario tan importante y tan serio. Hay que ver la página de sociales que tiene. Es de lo más
exclusiva.
Señora 2 - ¿Usted vio el retrato de él?... (El, soy yo)
Señora 1 - Sí... yo lo vi muchas veces retratado. Por la cara parecía un mozo bien.
Señora 2 - Lo que yo digo. Debe ser un simulador.
Señora 1 - ¿No usará nombre supuesto?
Señora 2 - Si tiene valor para escribir esas infamias, ha de ser capaz de todo... A lo mejor
todo lo que escribe lo hace por despecho. Sin duda, en alguna parte se dieron cuenta de quién era
y lo pusieron en su lugar.
Señora 1 - No tendría nada de extraño. Por eso, para evitar esas cosas, hay que hacerse
muy exigente en admitir relaciones. Lo que yo... Fíjese que Isabelita tiene un pretendiente... La
mira mucho a la salida de la iglesia... Pues bien: yo he de averiguar muy bien quién es ese joven,
y si llego a saber que lee las notas de “Ar” no pisa en mi casa... Se lo juro.
Señora 2 - Muy bien. Eso es lo que debían hacer todas las madres. ¿Usted pretende a mi
hija? Pues lo deja de leer a “Ar”.
Cuando el oyente de esta nota bajó del subte, las patillas le habían crecido dos
centímetros.
NOVIOS EN AMANSADORA (28 de noviembre de 1931)
Bajo en estación Once para cambiar de tren subterráneo y tropiezo a boca de jarro con la
señorita X (Diecinueve años: una papa)
- ¿Cómo le va, hombre venenoso?
- ¿Cómo le va, preciosa entre las preciosas? ¡Qué linda está!
- Y usted ¿dónde va?
- Para casa.
- Lo mismo. Yo tomo el tren.
- ¿Solita?
- No, por ahí está un señor que aspira a ser mi novio.
- ¡Ah! Entonces, la dejo...
- No, quédese, por favor. Venga. (La preciosa entre las preciosas me toma del brazo y
prosigue) Quédese... ¡Tengo cada cosa que contarle para sus notas!
- ¡Ah! Bueno, si es así me quedo. Usted sabrá que soy un hombre virtuoso. Pero ¿y su
aspirante a novio?
- Ya se sentó en aquel banco.
- ¿Sabe que usted es una perversa?
- Roberto Arlt ¡usted tiene coraje de decirme que soy una perversa! ¡Usted que sabe todo
lo que mienten los hombres!
Póngase cualquiera en mi lugar. Con una chica preciosa al costado, que entorna los
párpados como una primera dama joven de Hollywood. Trato de gastar los últimos cartuchos.
- Encanto, piense que tengo tema de nota para tres días. ¡Tres temas de nota! Los
encontré recién en un café. Mire: uno es el que “lee a Robinson Crusoe en armenio”; otro “el
hombre que toma el diario que dejó olvidado el vecino”; el tercero...
- Roberto Arlt... Usted es un hombre venenoso y malo. No me hable de sus notas. Usted
sabe que lo leo todos los días. Además le voy a dar un tema. Un lindo tema. La chica que
“amansa al aspirante a novio”. Usted nos desacredita tanto a nosotras, las mujeres, que es
necesario que escriba algo en favor nuestro. Lo que usted escriba se lo voy a leer a ese hombre,
de manera que no lo vaya a tratar de idiota en la nota. Usted está obligado a quedarse. Piense que
a todos los novios que tengo les leo sus notas y los hago hablar.
- Preciosa ¡usted es terrible! Es cien veces peor que la más truculenta vampiresa. Y hoy
está hecha un encanto. Aquí vamos a terminar siendo dos idiotas, no uno.
- Vea Arlt -prosigue la chica- he tenido más o menos setenta y cinco pretendientes.
Bueno, de los setenta y cinco... para hacer números redondos, ponga noventa; de los noventa
pretendientes, ochenta me han dicho las mismas pavadas. Las mismas mentiras. Parecía que se
las sabían de memoria. Así, como lo oye. Todos empezaban con esta cantilena: “Quiero
solamente ser amigo suyo. Poder conversar con usted”. Y a los tres días, lo que menos querían
era conversar. ¡Y a mí que me gusta tanto conversar! ¿Se da cuenta? Al principio me aburría.
¿Sabe ahora lo que he resuelto? Poner a prueba la estupidez de los hombres. En serio. La falta de
dignidad de los hombres. A cualquiera que se me declara le digo que sí, pero que tengo novio. Y
lo cito a un segundo para que vaya al lugar donde acude el primero. Y me divierto.
- Pero ¡eso es una barbaridad!
- ¡Cómo! ¿Ahora va a resultar haciéndose usted también el moral?
- ¿No se dan de patadas nunca?
- No. Porque yo les digo, mire qué bien les doro la píldora: “Soy una chica independiente.
Así que usted ha de tolerar que yo converse con quien me dé la gana”.
- ¿Y aguantan?... ¡Es imposible que aguanten!
- Aguantan, Roberto Arlt, aguantan... Parece mentira. Pero aguantan eso y mucho más.
- ¿Y a qué conclusión a llegado?
- Que no tienen vergüenza ni amor propio, ni nada. Unos mentirosos. No hay uno que no
mienta. Mienten en todo.
Yo me pongo a reír.
- Hace un momento, usted me decía que era un hombre venenoso y amargado... Y ahora
resulta que usted me está dejando chiquito. A su lado parezco un optimista.
- Es un desastre, Roberto Arlt. En serio. Encontrar un hombre que diga la verdad, la
verdad de verdad, es casi imposible. No hay un idiota que se le acerque a una que no se confiese
repentinamente enamorado. Y ponen los ojos en blanco. Algunos hasta mueven los ojos como
artistas de cine. Hay que verlos. Es morirse de risa. Yo pongo cara de ingenua; entorno los ojos
como si el día que me hablan fuera el primer día que hubiera salido de mi casa para ir a la oficina
y no supiera lo que es el mundo. ¡Qué problema, Roberto Arlt, qué problema! Dígame ¿por qué
mienten los hombres y tan continuamente?
- Mi hija: sencillamente porque creen que con la mentira se puede engañar a la gente.
Estamos viviendo en una civilización de mentira, la falsedad es la moneda oficial para el
intercambio de toda clase de relaciones. Nada más que por eso. Todos estos pobres muchachos
mienten sencillamente porque en el hogar, la oficina, la escuela, la universidad, se les enseña que
la mentira produce pasmosos resultados. Como no piensan nada, o muy poco, creen que
efectivamente con la mentira consiguen algo. Si se les enseñara que diciendo la verdad van a ir
más lejos en la vida, y creyeran que decir la verdad es efectivamente lo lógico y razonable, nadie
mentiría. En tanto, ellos mienten... y ustedes... ustedes los cachan...
- Y los cachamos bien, créalo.
- ¡Preciosísima! Hasta pronto. Ahí viene mi subte.
ENEMIGO DEL MATRIMONIO (11 de enero de 1932)
Ordenanza - Señor Arlt, allí hay un señor Bonafide que desea hablar con usted.
Yo - Hágame el favor de no ponerle motes a las personas que vienen a visitarme.
Ordenanza - ¿Cómo motes?... Si se llama Bonafide... él me dijo que se llama Bonafide.
Yo - ¡Bonafide...! Bueno dígale que pase... ¿quién será?
Cándido Bonafide
Bonafide - Señor, yo soy el tipo a quien usted involuntariamente ha ridiculizado un
montón de veces en sus notas, pero yo no soy tan estúpido como usted me cree.
Yo - ¿Así que usted existe?
Bonafide - Sí, existo... existo de casualidad. Y además tengo que contarle algo que puede
servirle para tema de una nota.
Yo - Bueno... a ver... despache esa mercadería...
Bonafide - Soy testigo de un suceso que me tiene consternado. Yo era en un tiempo
amigo de una muchacha...
Yo - ¿Intimo o superficial?
Bonafide - Señor, señor, no me haga ruborizar. Era amigo. Creo que esta designación
debe bastarle. Para más datos, le diré que éramos tiernamente amigos.
Yo - Entiendo, siga.
Bonafide - Ella, a su vez, manifestaba que no quería nada más que ser amiga mía. Una
hermana. ¡Eso! Ella quería ser mi hermana y yo quería ser su hermano.
Yo - Muy lindo. Un idilio fraterno... Sumamente conmovedor. Métale, compañero.
Bonafide - Lo ostensible de nuestro hermanamiento, si así se le puede llamar, consistía en
que ella le tenía horror al matrimonio. No porque la pobrecita careciera de experiencia. Por el
contrario, las tenía sumamente variadas, pero ella le tenía horror al matrimonio. Y el único ser
humano que le parecía digno de conocer este, su horror al matrimonio, era yo. Lo único que
faltaba era que me nombrara depositario de su horror al matrimonio ante escribano público.
Yo - Requetemacanudo. Suma y sigue.
Bonafide - Y yo la creía. No le extrañe, señor, pero yo creía que ella le tenía horror al
matrimonio. Fíjese que antinomia curiosa, señor Arlt; mi amiga teniéndole horror al matrimonio
no les tenía horror a los hombres. Por el contrario, me consta que le gustaban. Me consta. No
dude usted.
Yo - Le creo, mi estimado señor Bonafide. Le creo. Lo interesante de saber es si usted
formaba parte de los hombres que a ella le gustaban.
Bonafide - Al menos así lo demostró durante un tiempo.
Yo - ¿Se lo demostró muchas veces o pocas veces?
Bonafide - Señor, por favor, no me cache... Ahora bien, un día perdí de vista a esta
enemiga del matrimonio. Yo, con esa tranquilidad de los bonafides clásicos, no me preocupé de
saber en qué andanzas andaba metida esta mansa cordera, y hoy señor, hoy ¿sabe lo que ha
llegado hoy a mi conocimiento? Pues, que la enemiga del matrimonio se va a casar. Sí... a casar
legalmente, y hasta con flores de azahar.
Yo (tirándomelas de psicólogo) - ¿Y qué emoción experimentó usted? ¿Aumentó su
presión arterial?
Bonafide - Señor Arlt, yo he aprendido de usted a ser sincero. Bueno, en tren de
sinceridad le diré que me he creído un excelente imbécil. Un imbécil ideal, es decir, “bonafide”.
Pero hoy, hoy al enterarme de que mi ex amiga se casaba experimenté una alegría insensata, una
felicidad de elefante, cierto regocijo de burro complicado en un hipopótamo. El suceso
significaba entonces que en el planeta había hombres mucho, pero mucho más estúpidos que yo.
Yo - Así es, señor Bonafide. La necesidad humana, como el océano Pacífico, tiene
profundidades insondables. ¿Usted no ha estudiado oceanografía?
Bonafide - Ahora me ha quedado una duda. ¿Cuál será la mentalidad del hombre que se
va a casar con esa muchacha? Si yo, siendo un estúpido, la juzgaba una pajarraca... mas no esto
lo que me interesa. No. Me preocupa otro asunto. ¿Por qué esa dama conversaba conmigo
siempre que se ponía a mi alcance, de que era enemiga del matrimonio?
Yo - Estimado Bonafide, todas las mujeres son enemigas del matrimonio, como lo era de
las uvas “verdes” la zorra de la fábula de La Fontaine. Usted posiblemente le parecía un idiota a
su amiga, pero su amiga, para investigar qué profundidad real alcanzaba su tontería, insistía en
aquello de que era enemiga del matrimonio, para que usted tratara de convencerla de lo
contrario.
Bonafide - Es que yo nunca traté de convencerla de que se casase. Oh no, nunca.
Yo - Ahí está la madre del borrego. Al no tratar usted de persuadirla que ella dejara de ser
enemiga del matrimonio, le reveló más a las claras de lo que le convenía; que usted no era el gil
químicamente puro que ella necesitaba.
Bonafide - ¡Es que se casa, señor Arlt! Se casa con otro. Se da cuenta usted. Yo no
arranco de mi estupefacción. Me pregunto, entre perplejo y anonadado, cómo será la cara de ese
hombre.
Yo - Posiblemente sea un cristiano honrado a carta cabal, respetuoso del régimen, un
hombre que cuando se sienta en una silla pone las manos sobre sus rodillas y vigila en la percha
el sombrero, con el rabo del ojo. Posiblemente, sea un caballero respetable, honra y prez de la
familia a que pertenece y alegría y orgullo de la familia a la que va a entrar.
Bonafide - Se casa... se casa...
Yo - Es el fin de todas las mujeres enemigas del matrimonio, querido Bonafide. Le voy a
dar un consejo: cuando una mujer le confiese confidencialmente que ella le tiene “horror” al
matrimonio, evapórese prestamente.
Bonafide - Vea, señor Arlt... hay un plato que no quiero perderme. El día que mi amiga
hombree las flores de azahar, concurriré a sus esponsales. Tengo una curiosidad bárbara de verle
la cara al que va a ser su marido ante Dios, el diablo y los hombres.
“¿FUE FELIZ CON EL OTRO?” (31 de agosto de 1932)
Señora X - Arlt, usted siempre ha ridiculizado a las mujeres. Aceptemos que tenga
razón...
Cronista - Bastante...
Señora X - Cierto... Tiene usted de razón un veinte por ciento, nada más. Pero no vamos
a conversar sobre lo que usted ha escrito, sino sobre lo que puede escribir. ¿Por qué no les dedica
una nota a esos hombres que tienen una relación con una mujer que anteriormente conoció a
otros hombres?
Cronista - Explíquese.
Señora X - Estamos viviendo en un país tan atrasado que todo hombre que se le cruza en
el camino a una mujer tiene la absurda pretensión de ser el primero y único.
Cronista - Hummm...
Señora X - ¿No le gusta el tema? Pues se va a tener que aguantar. Volvamos a nuestro
asunto. La mujer, salvo ser muy ineducada, jamás le pide cuentas al hombre de si fue o no feliz
con otra. En esto media no sólo la delicadeza sino la conclusión fatal de que un hombre ha
pasado por muchas manos antes de llegar a las suyas. ¿Es cierto o no?
Cronista - Es cierto...
Señora X - Pues bien, cuando este hombre, que ha pasado por muchas manos, se acerca a
una mujer se cree de inmediato con derecho a preguntar: “¿Con quién tuvo relaciones antes de
tenerlas conmigo? ¿Fue feliz con el otro? ¿Cómo era el otro? etc...”
Si la mujer dice que no ha tenido relaciones con nadie, no es creída; si lo dice... ¡Aquí
está el problema, estimado Arlt! Si esa mujer confiesa la verdad, en el noventa y nueve por
ciento de los casos, se echa un enemigo a cuestas, una especie de inquisidor ruin y desalmado
que no hace otra cosa que arañar en su intimidad, lastimarla...
Cronista - Es que...
Señora X - Uff... ya sé lo que me va a contestar. Me va a hablar del amor. Pero ¡por
favor! Esa mujer que confiesa su verdad ¿no ama acaso? Más aún ¿no amó? ¿No dejó de amar?
¿Qué maldita exigencia es la que tiene que el hombre para con ella? ¿No le basta saber la
verdad? Acaso el que pregunta ¿no amó también? ¿Y dejó de querer... no una vez sino muchas
veces en el supuesto de que los hombres quieran alguna vez...?
Cronista - Mire que usted...
Señora X - Voy a tener que creer que usted es como los otros. A mi me interesa esto,
Arlt. Que usted diga en su nota, que sea lo suficiente leal de decir esto: “las mujeres están ya
hartas de lo que preguntan los hombre. Ellas tienen derecho a que se respete su intimidad. A que
no se ofenda el amor que sintieron o sentirán.” Es una crueldad que no tiene nombre. Y una falta
de respeto inmensa. Cada vez que una mujer habla de un hombre a quien quiso, el que está frente
a ella la observa con una chispa de ironía en el fondo de los ojos. Pareciera ser que para este
hombre todos los demás son insignificantes, que nadie sabe querer como quiere él... Y la mujer
se horroriza internamente del desierto en que vive. El hombre no se presenta ante ella como un
compañero, sino como una fiera exigente, desalmada, canalla. Todo le está permitido a él. Nada
a ella. Este mismo hombre, y no me diga que no, Arlt, en una reunión social es capaz de afirmar
con todo desparpajo que él “es partidario de la libertad social de la mujer”, pero en cuanto se
acerca a una mujer que vivió su libertad social, ese mismo individuo torcerá el gesto, y se
transformará en un inquisidor.
Cronista - Es que los celos...
Señora X - ¡Por favor, Arlt! ¿Usted sabe lo que son los celos? Falta de educación de los
sentimientos...
Cronista - De modo que se tendrá que ignorar todo lo que se refiere al pasado de una
mujer...
Señora X - Sea sensato, por favor. ¿Para qué diablos le sirve a un hombre saber que una
mujer quiso a fulano o a mengano? ¿Le es de alguna utilidad? La prueba de que ya no quiere a
fulano ni a mengano es que está junto a él. Si no es de presumir que estaría junto al otro, ya que
yo me refiero a mujeres consecuentes con sus propios sentimientos.
Cronista - No sé qué contestarle...
Señora X - Mejor. Eso me prueba que usted es sincero consigo mismo.
Cronista - Son casos complicados...
Señora X - No. No son complicados. Son simples. Lo que pasa es que el natural egoísmo
del hombre trata de enmarañar las cosas para las cuales sus sentimientos no encuentran una
respuesta en consonancia con sus deseos absurdos y nacidos bajo la influencia del medio
ambiente. Entretanto, la mujer subyugada por semejante conducta, se ve obligada a vivir en una
especie de “ilegalidad sentimental”. Al hombre no se puede aproximar. El es una fiera que
cuando no rompe, lastima. No respeta ningún sentimiento que no sea “propiamente suyo”.
Cuando se trata de los demás, ya sean mujeres u hombre, lo barre todo de un plumazo. ¡Y
desdichadas esas mujeres que tienen que ponerse en contacto con él!
Cronista - ¿Eso es todo?
Señora X - Por hoy sí. ¿Lo va a escribir?
Cronista - Puede ser. No sé.