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Cuando Nicasio duerme nadie duerme de Rafael Varela - Primer Premio Concurso Narrativa Infantil y Juvenil.

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CUANDO NICASIO DUERME,

NADIE DUERME

Dibujos: Renzo Vayra

Rafael Varela

Ediciones de la Banda Oriental

PRIMER PREMIO

PRIMER CONCURSO DE NARRATIVA

INFANTIL Y JUVENIL (2011)

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Capítulo I

Dos motivos alteraron gravemente el sueño

nocturno de la familia Casiano. Primero fueron

los ronquidos de Nicasio y poco después sus

sueños, que no demoraron en llegar. Por los

ronquidos, nadie en la familia podía dormir con

tranquilidad, se despertaban continuamente.

Por algunos de los sueños no podían dormir en

absoluto, porque una vez que se despertaban

les era imposible volver a dormir. Por otros, hu-

bieran querido no despertar nunca.

Los primeros ronquidos fuertes empezaron

el año pasado, con Nicasio ya bastante avanza-

do en sus once años, y fueron aumentando de

volumen a medida que pasaban los meses. Em-

pezaron una calurosa noche de diciembre, sin

aviso previo y sin causa aparente. Hasta ese mo-

mento, Nicasio había roncado como cualquier

otra persona, aunque mucho menos estruendo-

samente que su padre, Emilio. Isabel, su esposa,

lo culpaba de haber transmitido a Nicasio “esa

enfermedad de hacer ruidos de trenes mientras

la gente normal duerme”, como decía ella.

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CUANDO NICASIO DUERME... | RAFAEL VARELA

Es que Nicasio, un poco rellenito y fanático

del chocolate, roncaba en aumento, como un

tren que viene acercándose. Cuando empeza-

ba, el tren parecía lejos y de a poco se oía más

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quido terminaba en un estruendo como de dos

trenes chocando entre sí. Silencio por unos se-

gundos y luego otra vez el tren que empezaba

a acercarse, avanzaba y terminaba chocando,

en una explosión estrepitosa de ruidos que sal-

taban por todos lados, despedidos de su boca.

Eran ronquidos-catástrofe.

“Hay que llevar la estación de trenes más

lejos”, dijo su madre durante el almuerzo. Pro-

puso que Nicasio fuera a dormir al galpón que

tenían como depósito de herramientas en el fon-

do de la casa, más atrás del algarrobo. “Con las

vías del tren a cuarenta metros de distancia, tal

vez podamos dormir sin accidentes”, terminó

de decir, mirando a Nicasio y sonriéndole con

picardía.

Nicasio, que era naturalmente tímido, no

sonrió. Tampoco dijo nada. Bajó la cabeza y es-

condió su rubor entre el arroz del estofado.

–Está bien –dijo Emilio– lo limpiaré esta tar-

de y mañana ya puede tener su habitación nue-

va. Pero necesitaré ayuda, hay mucha cosa allí.

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RAFAEL VARELA | CUANDO NICASIO DUERME...

–Yo no voy a estar –dijo rápidamente Anita,

la hermana menor, y señalando a Nicasio con

la cabeza agregó–, que te ayude la locomotora.

Desde sus ojos mojados por un caldito de

vergüenza, Nicasio miraba el tenedor que iba

moviendo por el plato, mareando los últimos

granitos de arroz. Tampoco esta vez dijo nada.

Por la tarde ayudó al padre a mover un montón

de herramientas y otras cosas inútiles, pero sin

él moverse de su silencio.

De acuerdo a lo programado, al día siguien-

te, lunes, Nicasio ya estaba instalado en su nue-

vo cuarto. Por primera vez, en un período que

les había parecido eterno, esa noche el resto

de su familia pudo dormir sin “accidentes fe-

rroviarios”.

Pero la nueva tranquilidad no iba a durar

mucho.

El descubrimiento lo hizo la madre una ma-

ñana, cuando encontró cuatro pescados muertos

sobre el pasto del fondo y un charco de agua.

Para completarla, desde su fondo, la vecina Te-

resa la saludó mostrándole dos pescados muer-

tos y otro charco de agua y le dijo que también

había agua en el fondo de la casa de Violeta, su

vecina del otro lado. Agregó que pescados no

veía, “pero estando Fito, que come cualquier

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cosa… si había… con ese perro ya no quedan

ni las espinas”.

¿Pescados en el pasto? ¿Charcos de agua,

sin haber llovido? Todo eso era demasiado para

Isabel. ¡¡¡Emilio!!! se le oyó gritar, entrando a

su casa como despavorida, como si los cuatro

pescados la fueran persiguiendo.

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pescados en el fondo y charcos de agua y no llo-

vió… Dejá de afeitarte, hombre y vení rápido,

mirá, mirá allá, mirá –decía desconsolada mien-

tras empujaba a su esposo hacia fuera. Emilio,

con la cara toda enjabonada y a medio afeitar,

era una imagen de película. Cómica y muda la

película, porque miraba sin decir nada y le bri-

llaban al sol los lamparones blancos de su cara.

–Por suerte que los niños no están. Qué sus-

to. Hay más en lo de Teresa y Violeta. ¿Qué nos

va a pasar ahora? –exclamaba y repetía Isabel,

moviendo las manos, fuera de sí. Emilio miraba

sin hablar. Se acercó a los pescados. Miró, se

agachó, tocó un charquito con los dedos, los lle-

vó a su boca y probó con la punta de la lengua.

–Son bagres, el agua debe ser de río, es dul-

ce, de mar no es –dijo.

–¿Y a vos te preocupa qué pescados son y

que el agua sea dulce, cuando está pasando algo

tan grave, esta tragedia espantosa?

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–¿Qué es lo grave, cuál es la tragedia, mu-

jer? si no ha pasado nada…

–¿Y te parece poco, pescados en un jardín?

¿En dos, tres jardines? ¿Qué, crecieron y caye-

ron de los árboles…? Válgame Dios…

–Es alguna broma de algún gracioso, mujer,

tranquila.

Y entró en la casa, calmo, con la navaja to-

davía en una mano.

Por supuesto que esa noche, durante la

cena, solo se habló de ese tema. Isabel se ha-

bía enterado de que todas las casas de la man-

zana, hasta la casa de la esquina que daba a la

plaza, habían recibido algún pescado y habían

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charcos eran de agua dulce, que no todos eran

bagres, que también había roncaderas y tara-

riras y que en el fondo de la casa de Teresa se

había encontrado un anzuelo mediano, platea-

do, sin carnada.

–Entonces… no fue una broma –dijo Emilio–,

ahora sí un poco alarmado.

Durante la conversación, Nicasio había par-

ticipado como todos. Pero hubo un momento en

que se quedó callado. Fue, exactamente, cuan-

do se mencionó lo del anzuelo. En ese punto de

la conversación se refugió otra vez en su plato,

buscó un hueco, se escondió detrás de un pe-

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dazo de pollo y se cubrió con una espesa salsa

de silencio.

Recién un rato después se oyó otra vez la

voz, ahora temblorosa y tímida, de Nicasio. Sin

dejar de mirar el plato y de aporrear y zaran-

dear el pollo con el tenedor, dijo que él, la noche

anterior, había soñado que pescaba en un río y

que mientras pescaba había perdido un anzuelo

plateado. No se acordaba de nada más.