rostros del protestantismo

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significa ser evangélico^. Más aún, ¿qué significa ser evangélico americano, y ser eso hoy? Las trayectorias espirituales, teológicas ales de las iglesias y movimientos evangélicos latinoamericanos 0 están escritas, pero se perfilan en los trabajos de una serie de iadores jóvenes. Pero, ¿qué de la teología de los evangélicos lati- ericanos? El territorio es aún más inexplorado. Hay conferencias, , sermones, revistas donde escriben los notables de esa historia, ina rica cantera, apenas abierta. La presente obra es una invita- 1 estudiarla utilizando las herramientas que proveen la historia iglesia, la historia de la teología, la teología sistemática y la )retación social. íagen que evoca el título de este libro es ambigua: ¿Son "rostros" itos porque se trata de diferentes sujetos? ¿'O son "máscaras" de jeto único y, en ese caso, cuál sería el rostro que se oculta tras las iras? os del protestantismo latinoamericano es la búsqueda de una clave enéutica que permita reconocer la identidad única, la diversidad la convivencia de esa identidad en cada una de las manifesta- s de ese sujeto que es «el protestantismo latinoamericano». r. JOSÉ MIGUEZ BONINO, teólogo argentino de fama mundial, stor de la Iglesia Metodista y por largos años ha ejercido la icia en el Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos, itor de numerosos libros, entre los cuales se cuentan Concilio o: una interpretación protestante del Concilio Vaticano II, Integración na y unidad cristiana, Ama y haz lo que quieras: hacia una ética del r e nuevo, Espacio para ser hombres y La fe en busca de eficacia. i :\VillemMineur L 1 1 7 n i-, WM. B. EERDMANS PUBLISHING C O . Grana Rapids/Cambridge \ CREACIÓN 4GS AT1 ISBN rj-flrj2fl -CH3L4 -D s 1 z rt 3 ! JOS Míguez Bonino ostros protestantismo /<#///Z6>americano

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Page 1: Rostros Del Protestantismo

significa ser evangélico^. Más aún, ¿qué significa ser evangélico

americano, y ser eso hoy? Las trayectorias espirituales, teológicas

ales de las iglesias y movimientos evangélicos latinoamericanos

0 están escritas, pero se perfilan en los trabajos de una serie de

iadores jóvenes. Pero, ¿qué de la teología de los evangélicos lati-

ericanos? El territorio es aún más inexplorado. Hay conferencias,

, sermones, revistas donde escriben los notables de esa historia,

ina rica cantera, apenas abierta. La presente obra es una invita-

1 estudiarla utilizando las herramientas que proveen la historia

iglesia, la historia de la teología, la teología sistemática y la

)retación social.

íagen que evoca el título de este libro es ambigua: ¿Son "rostros"

itos porque se trata de diferentes sujetos? ¿'O son "máscaras" de

jeto único y, en ese caso, cuál sería el rostro que se oculta tras las

iras?

os del protestantismo latinoamericano es la búsqueda de una clave

enéutica que permita reconocer la identidad única, la diversidad

la convivencia de esa identidad en cada una de las manifesta-

s de ese sujeto que es «el protestantismo latinoamericano».

r. J O S É M I G U E Z BONINO, teólogo argentino de fama mundial,

stor de la Iglesia Metodista y por largos años ha ejercido la

icia en el Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos,

itor de numerosos libros, entre los cuales se cuentan Concilio

o: una interpretación protestante del Concilio Vaticano II, Integración

na y unidad cristiana, Ama y haz lo que quieras: hacia una ética del re nuevo, Espacio para ser hombres y La fe en busca de eficacia.

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Míguez Bonino

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protestantismo /<#///Z6>americano

Page 2: Rostros Del Protestantismo

INSTITUTO SUPERIOR EVANGÉLICO DE ESTUDIOS TEOLÓGICOS

Cátedra Carnahan 1993

ROSTROS DEL

PROTESTANTISMO

LATINOAMERICANO

José Míguez Bonino

NUEVA CREACIÓN Buenos Aires ~ Grand Rapids

y William B. Eerdmans Publishing Company

Page 3: Rostros Del Protestantismo

© 1995 ISEDET

Publicado y distribuido por Nueva Creación, filial de Wm. B. Eerdmans Publishing Co.

255 Jefferson S.E., Grand Rapids, Michigan 49503, EE.UU.

Nueva Creación, José Mármol 1734 - (1602) Florida Buenos Aires, Argentina

Todos los derechos reservados All rights reserved

Impreso en los Estados Unidos Printed in the United States of America

Library of Congress Cataloging-in-Publication Data

Míguez Bonino, José. Rostros del protestantismo Latinoamericano /

José Míguez Bonino. p. cm.

Includes bibliographical references. ISBN 0-8028-0934-0 (pbk.: alk. paper)

1. Protestant churches — Latin America. 2. Evangelicalism — Latin America.

3. Latin America — Church history. I. Title. BX4832.5.M54 1995

280'.4'098 — dc20 95-12243 CIP

ÍNDICE

P R E F A C I O 5

CAPÍTULO 1

E L R O S T R O L I B E R A L

D E L P R O T E S T A N T I S M O L A T I N O A M E R I C A N O 1 1

CAPÍTULO 2

E L R O S T R O E V A N G É L I C O

D E L P R O T E S T A N T I S M O L A T I N O A M E R I C A N O 3 5

CAPÍTULO 3

E L R O S T R O P E N T E C O S T A L

D E L P R O T E S T A N T I S M O L A T I N O A M E R I C A N O 5 7

CAPÍTULO 4

¿ U N « R O S T R O É T N I C O »

D E L P R O T E S T A N T I S M O L A T I N O A M E R I C A N O ? 8 1

CAPÍTULO 5

E N B U S C A D E U N A C O H E R E N C I A T E O L Ó G I C A :

La Trinidad como criterio hermenéutico de una teología protestante latinoamericana 1 0 5 CAPÍTULO 6

E N B U S C A D E L A U N I D A D :

La misión como principio material de una teología protestante latinoamericana 1 2 5

N O T A S 1 4 7

Page 4: Rostros Del Protestantismo

Prefacio

La inesperada invitación a presentar las conferencias de la Cátedra Carnahan en 1993 fue la tentación de la que nació este libro. No se me pidió ni sugirió un tema, pero se suponía quq tendría que ver con «algún tema teológico de su interés, en el quq está trabajando», como suele decirse en las cartas de invitación. El que finalmente definí —bajo la presión de hacer el anuncio— es del mi interés. Para ser más exacto: es casi una obsesión. Pero no es un tema en el que haya trabajado profunda y sistemáticamente. Por lo demás, cabalga entre la historia de la iglesia, la historia de la teología, la teología sistemática y la interpretación social. Esta imprecisión me libera de adherir a una metodología estricta, pero me expone gravemente a la improvisación y la superficialidad. Aun así, la pasión venció a la sensatez y así nacieron las conferencias y el libro.

Hasta que no empecé a empantanarme en el camino, en la búsqueda de los hilos del tema, en la necesidad de meterme en temas e historias que no conocía, no me pregunté qué espíritu maléfico me habría tentado. No soy dado a la introspección —tal vez por temor de lo que pudiese encontrar— pero llegué a la conclusión que dos interrogantes son probablemente los responsables de la elección del tema. Y ambos son vergonzosamente subjetivos. El primero es la necesidad, que en realidad nunca había sentido explícitamente, de hacer claro para mí mismo mi identidad confesional y doctrinal. Y aquí tuve una sorpresa. He sido catalogado diversamente como conservador, revolucionario, barthiano, liberal, catolizante, moderado, liberacionista. Probablemente todo eso sea cierto. No soy yo quien tiene que pronunciarse al respecto. Pero si trato de definirme en mi fuero mtimo, lo que «me sale de adentro» es que soy evangélico.

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Page 5: Rostros Del Protestantismo

Rostros del protestantismo latinoamericano

En ese suelo parecen haberse ido hundiendo a lo largo de más de setenta años las raíces de rríi vida religiosa y de mi militancia eclesiástica. De esa fuente parecen haber brotado las alegrías y los conflictos, las satisfacciones y las frustraciones que se han ido tejiendo a lo largo del tiempo. Allí brotaron las amistades más profundas y allí se gestaron distanciamientos dolorosos; allí descansan las memorias de los muertos queridos y la esperanza de las generaciones que he visto nacer y crecer. Si en verdad soy evangélico o no, tampoco me corresponde a mí decirlo. Ni me preocupa que otros lo afirmen o nieguen. Lo que en verdad soy corresponde a la gracia de Dios. Pero al menos eso es lo que siempre he querido ser.

Pero las cosas no son tan sencillas y de aquí parte el segundo interrogante. ¿Qué significa ser evangélico? Y para colmo, evangélico latinoamericano. Y ser evangélico latinoamericano hoy. Nada de eso es tan claro. Por una parte, había que buscarlo en nuestras historias: ¿de dónde venimos? Algunas de esas historias -por ejemplo, las del protestantismo clásico o las del catolicismo contra cuyo trasfondo hemos definido nuestros perfiles— las he estudiado con cierto cuidado. Otras —particularmente las trayectorias espirituales, teológicas y sociales del mundo evangélico anglosajón— las conozco sólo en trazos muy gruesos (y este trabajo me impuso la feliz obligación de aprender algo más de ellas). Otras más - l a s de nues t ras iglesias y movimientos rel igiosos evangél icos latinoamericanos— aún no están escritas, pero se perfilan en los trabajos de una serie de historiadores jóvenes. ¿Y la teología de los evangélicos latinoamericanos? El territorio es aún más inexplorado. Hay conferencias, libros, sermones, revistas donde escriben los notables de esa historia. Son una rica cantera, apenas abierta. ¿Pero cómo vivían teológicamente su fe los "simples creyentes"? ¿Dónde están las historias de vida, las expresiones espontáneas ante la muerte o el amor o la vida cotidiana? ¿Cómo descubrir las "mentalidades"? Todo esto está suficientemente fluido como para aventurarse a hacer conjeturas, proponer hipótesis o imaginar escenarios sin la posibilidad (y por lo tanto sin la responsabilidad) de sustentarlos académicamente. Lo que ofrezco no es más que esto.

En América Latina "protes tante" y "evangé l ico" (o "evangelista") han sido sinónimos. Hace unos cuarenta años don

6

Prefacio

Adam F. Sosa ponía en tela de juicio esa identificación y sostenía que nuestras iglesias eran en verdad "evangél icas" y no protestantes. Mi reacción a esa tesis fue negativa y traté de demostrar la firme raíz protestante —"herederos de la Reforma de Lutero y Calvino"— de las iglesias evangélicas latinoamericanas. Aún hoy lo sostengo, pero hay que admitir que, en el caso de la mayoría de nuestras iglesias, la herencia ha sido «re-monetizada» en otras tierras y con otros moldes y que la ignorancia de esos procesos de mediación ha sido un grave obstáculo para que los evangélicos nos entendiéramos a nosotros mismos como protestantes. Este libro es, en parte, un intento de reflexionar sobre esa "transferencia".

En este punto, precisamente, se inscribe mi mayor frustración durante estas conferencias. Decidí circunscribir el tema a "tres rostros" del protestantismo latinoamericano —el liberal, el evangélico y el pentecostal— excluyendo conscientemente lo que ha sido llamado "protestantismo de inmigración", o "iglesias del trasplante" o "iglesias étnicas". Mis razones, que creí suficientes, eran, en parte, que ese tema requeriría un enfoque y una metodología diferente, pero principalmente que carecía —y carezco-de los conocimientos históricos y que no hay suficiente trabajo de investigación del tema como para hablar con cierta idoneidad sobre él. Ni se me ocurría que esa exclusión fuese una negación de la importancia y significado de esas iglesias. Y menos que no las considerara una auténtica manifestación del protestantismo latinoamericano. La reacción francamente indignada de muchos pastores de esas iglesias -queridos compañeros de estudio, amigos personales con quienes hablamos con entera franqueza, colegas en el ministerio y la docencia con los que trabajamos en toda clase de tareas comunes todos los días— me demostró que no sabía lo que había hecho. Mi decisión, que yo creía simplemente funcional y "económica" no podía entenderse de otra manera que como una toma de posición. Y, más profundamente, demostraba que, aunque yo sintiese desde lo más profundo de mi corazón y de mi experiencia que "pertenecemos juntos" como cristianos e iglesias evangélicas, no sabía dar cuenta de ese sentimiento y de esa experiencia en términos históricos y teológicos. Por eso decidí incluir un nuevo capítulo, no porque haya hallado una respuesta sino porque no

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Page 6: Rostros Del Protestantismo

Hostros del protestantismo latinoamericano

podemos conformarnos sin intentarlo: será un capítulo de interrogantes mutuos, algunos tal vez irritantes, de cuestiones abiertas, posiblemente de algunas propuestas. Pero todo ello presidido —al menos por mi parte— por la convicción de que Jesucristo nos ha constituido ya en un sujeto de fe singular y su Espíritu lo ha hecho visible en el camino y las tareas que crecientemente hemos hecho y hacemos en común.

La imagen que evoca el título que he elegido es ambigua: ¿Son "rostros" distintos porque se trata de diferentes sujetos? ¿O son "máscaras" de un sujeto único y, en ese caso, cuál es el rostro que se oculta tras esas máscaras? Es la búsqueda de una respuesta lo que me ha llevado a buscar una clave hermenéutica que permita reconocer la identidad única, la diversidad real y la convivencia de esa identidad en cada una de las manifestaciones de ese sujeto que es "el protestantismo latinoamericano". Ese es el sentido de la exploración teológica de los dos últimos capítulos. La analogía trinitaria no debe buscarse en todo caso en forma directa o atributiva —eso sería el peor error— sino en la unidad de intención, de propósito, en la comunión de amor. Qué significa esto en términos de las formas y expresiones —doctrinales, institucionales, misioneras, testimoniales, cultuales— de esa unicidad, es una tarea que los evangélicos latinoamericanos tenemos aún por delante.

Dos observaciones para terminar esta presentación y apología pro líber meo. Al releer el texto compruebo que a ratos el tono pasa de la argumentación y el análisis a la retórica y la exhortación. No me disculpo por ello. ¿De qué valen argumentos y análisis si no procuran convencer, si no están al servicio de una pasión? Pero no quisiera ser interpretado como quien pretende tener respuestas definitivas sino como alguien que invita a unirse en la reflexión y en la pasión por esta promesa y este dolor que es el protestantismo latinoamericano. Y también al servicio de esa invitación me he permitido una dosis tal vez exagerada de notas como referencias y preguntas abiertas para un diálogo que creo que nuestro protestantismo necesita.

Es de buen gusto incluir a esta altura del prefacio los agradecimientos. Resultaría un elenco interminable de colegas, amigos, hermanos y hermanas en la fe a lo largo y ancho de nuestro continente y en otras partes. No quiero dejar en el anonimato a los

8

Prefaciék

tres interlocutores y amigos que me acompañaron en estas conferencias y en los seminarios de las mañanas, los profesores Elsa Tamez, Antonio Gouvea Mendonca y Bernardo Campos, cuyos comentarios, informaciones y críticas me ayudaron a profundizar, ampliar y corregir el texto inicial: sin duda muchos rasgos de boceto original de los "rostros" han ganado en precisión por su ayuda. Y seguramente a mis tres hijos, que me proveen, a menuda en la mesa familiar cuando los nietos lo permiten, la información y las referencias históricas, sociológicas y bíblicas que no podría reunir por mí mismo. Los cuarenta y ocho años de gozar de la paciencia y la impaciencia de Noemi, mi esposa, es algo que está más allá de todo reconocimiento.

José Míguez Bonino Buenos Aires, marzo de 1995

Page 7: Rostros Del Protestantismo

El rostro liberal del protestantismo

latinoamericano

¿Cristianismo protestante en América Latina? ¿Por qué y cómo? Comencemos con algunas opiniones y juicios:

[El protestantismo es] una forma del capitalismo norteamericano, elemento conquistador, amigo del capitalista y enemigo del obrero, que se ha propuesto mediante sus escuelas, sus templos y sus deportes, la americanización del pueblo.1

Por lo tanto, el protestantismo latinoamericano se estableció aquí en el "vientre" de una invasión extranjera y lleva las marcas del sectarismo y del individualismo que la caracterizaban. Resultó, pues, en una aculturación que nada tiene que ver con nuestro origen y formación

, histórica y en un subproducto de las conquistas políticas, económicas y culturales de los siglos pasados.2

Creo firmemente que extender la Reforma al mundo latinoamericano de una manera inteligente y vigorosa, es provocar las luchas de conciencia en las que se forjan y se templan los grandes caracteres tan necesarios para el engrandecimiento y la salvación de las repúblicas y es llevar a él él soplo vivificador de las libertades de tal modo conquistadas por los pueblos del norte.3

El controversista católico, el protestante "arrepentido" de la década de 1960 y el entusiasta intelectual evangélico de 1916 tienen valoraciones muy diferentes. Pero parecen coincidir en el reconocimiento de una relación histórica e ideológica entre el protestantismo latinoamericano, el proyecto liberal modernizador de sectores polí t icos la t inoamericanos y la influencia norteamericana. Cualquier observador desprejuiciado tendrá que

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Rostros del protestantismo latinoamericano

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El rostro liberal del protestantismo latinoamericano

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influencia y presión británicas desde las guerras de independencia a las que habría que atribuirles (para bien o para mal) la apertura del panorama religioso en el continente.

Por otra parte, se hace muy difícil hacer generalizaciones. Pese a los elementos comunes que permiten hablar de "una historia de América Latina", hay que tener en cuenta una gran diversidad entre las varias naciones y regiones en términos de cronología, en la orientación que tomaron los países independientes, en las formas de su incorporación al proceso neocolonial y en las características y tiempos de ingreso del protestantismo.

Muy diferente —y en mi opinión mucho mejor fundamentada-

es la "hipótesis asociativa", que el propio Bastían formula en estos

términos:

Por lo tanto la razón de ser de las sociedades protestantes en América Latina durante estas décadas tenía menos que ver con el «imperialismo norteamericano» que con las luchas políticas y sociales internas al continente y que se resumía en la confrontación entre una cultura política autoritaria y estas minorías que buscaban fundar una modernidad burguesa basada en el individuo redimido de su origen de casta y por lo tanto igualado en una democracia participativa y representativa esperando con eso poner fin a los privilegios pluriseculares.5

Por cierto que esta tesis no le impide a Bastían reconocer que «la emergencia de los protestantismos de manera sistemática a partir de la segunda mitad del siglo XIX encuentra su explicación en la expansión del modelo de producción capitalista, a escala continental», 6 ni que, particularmente hacia 1916, el movimiento misionero adopta el lema del "panamericanismo" y que así «se abrió un camino difícil» por el que «el protestantismo se mezclaba con la penetración ideológica norteamericana en el continente».7

El valor de esta hipótesis reside en que reconoce que el ingreso del protestantismo se explica fundamentalmente por una situación endógena a Latinoamérica (la lucha por una modernización liberal) y que allí el protestantismo se alia con sectores latinoamericanos que impulsan tal proyecto, principalmente (en la tesis de Bastían) con las "asociaciones libertarias" de distinto tipo (logias masónicas, asociaciones obreras, logias de intelectuales, sociedades parapolíticas).

reconocer en esta relación al menos una verosimilitud cronológica. Con algunas precisiones que oportunamente señalaré, la segunda mitad del siglo pasado es el lugar histórico donde convergen en América Latina estos tres procesos: el proyecto liberal, el predominio de la presencia de los Estados Unidos y el ingreso del protestantismo. Qué relación los liga, cuáles son las características de cada uno de esos factores, cómo evaluar histórica, ideológica y teológicamente este período: estas son las preguntas que han sido objeto de apasionadas discusiones y que hacen a la auto-conciencia y a la identidad del protestantismo latinoamericano. Mi aporte a esta discusión se limita en este contexto a plantear tres preguntas: (1) Si existe una relación, ¿qué importancia histórica tiene?, (2) ¿Dónde reside la "afinidad" que habría hecho posible esa relación? y (3) ¿Cómo respondemos los protestantes a ese "supuesto" pasado histórico en función de nuestra misión aquí y ahora?

I. ¿Existe esa relación y qué importancia tiene?

No nos distraeremos en el análisis de lo que Jean-Pierre Bastían califica ~y descarta— como la "hipótesis conspirativa".4 Según ella (como lo manifiesta nuestra primera cita) las misiones protestantes no habrían sido otra cosa que la "punta de lanza" , "el acompañamiento ideológico" o "la legitimación religiosa" de la penetración económica, política y cultural de los Estados Unidos en América Latina: en todo caso, un instrumento consciente y deliberado del proyecto neocolonial. Es una teoría que han esgrimido a menudo polemistas católico-romanos, a veces en alianza con los nacionalismos de derecha, y luego algunos marxistas, y que ha perturbado la conciencia de no pocos protestantes "progresistas" en la década de 1960, llevando a veces a repudios y "confesiones" prematuros.

Aparte de las coincidencias en el tiempo, muy pocas evidencias respaldan tal teoría. Incluso habría que precisar los argumentos de fechas, ya que el proyecto imperialista de los Estados Unidos recién toma cuerpo en América Latina luego de la guerra de secesión en aquel país (1860), cuando la presencia protestante ya tenía aquí más de dos décadas. En todo caso, es más bien a la

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Has tros del protestantismo latinoamericano

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la presencia protestante tuvo un peso mucho mayor que su número. Puede ser que así fuera. Pero es curioso que sólo lo dicen los protestantes. Una consulta de los trabajos históricos de los autores "seculares" más reconocidos (tanto latinoamericanos como de habla inglesa) muestra una ausencia casi total de referencias a la presencia protes tante . Aun quienes , como Halperin Donghi o el norteamericano Burns, dedican secciones a discutir la problemática religiosa de la época y la lucha por la tolerancia religiosa, no asignan al protestantismo ningún papel como "sujeto" de esos procesos. Es lapidaria la conclusión de John Lynch: «Sin embargo, luego de casi un siglo de crecimiento, el protestantismo era un fenómeno raro y exótico en América Latina. En la lucha por las conciencias (minds), la fe católica tenía un rival más fuerte [el positivismo]».9

¿Querremos atribuir tal vacío sólo a "prejuicios" compartidos por autores tan diversos? ¿No será más bien que, desafiados por la necesidad de "insertarse en la historia" y de reivindicar su legitimidad latinoamericana, algunos tempranos historiadores o intelectuales protestantes hemos "inflado" unas participaciones o acciones limitadas y circunstanciales de protestantes o el reconocimiento de latinoamericanos notables (Sarmiento, Alberdi, Juárez , Bel lo , etc.) a menudo en citas select ivas y descontextualizadas en la obra total de los autores y los hemos transformado en clave hermenéutica para entender una historia en la que nuestra presencia ha sido en verdad marginal?

Irónicamente, esa reivindicación regresaría como condenación frente a la crisis del modelo al que se la vinculaba y así desencadenaría sentimientos de malestar, culpabilidad y auto-repudio en una generación posterior.

II. ¿Qué proyecto liberal?

La historiografía protestante más reciente coincide en ubicar en el Congreso Evangélico de Panamá (1916) un momento decisivo en la autoconciencia del protestantismo latinoamericano. Con dos limitaciones, coincido con esa interpretación. En primer término, que se trata mayormente de un congreso "misionero": en ese sentido, nos sirve para delinear la concepción y la estrategia de la

Si aceptamos en principio esa hipótesis (luego haremos algunas observaciones cr í t icas) cabe hacerse varias preguntas . Primeramente, ¿quiénes son los protestantes que asumen esta "asociación"? De los estudios que se han venido realizando últimamente parece surgir que se trata, por lo menos hasta fin del siglo XIX —el período más importante para este tema— de algunos de los misioneros vinculados a las iglesias más "liberales" (metodistas, presbiterianos y algunos bautistas) y a algunos "intelectuales" (algunos de ellos ex-sacerdotes disidentes) tempranamente ingresados al protestantismo. Lo más curioso es que —como veremos— tales misioneros tienen una formación espiritual y teológica conservadora y pietista que se compadece mal con la orientación secularista de algunos de sus "socios" latinoamericanos más radicalizados. Cabe suponer que la "asociación" se produce sobre la base de una coincidencia en la afirmación de una sociedad democrática —para la cual a todos atraía el modelo norteamericano— y, probablemente más aún, de la necesidad misionera de lograr una apertura a la libertad de conciencia y de culto. Los dirigentes latinoamericanos, a su vez, encontraban en esta alianza un apoyo para su lucha contra la oposición clerical a las reformas que pretendían introducir. No me parece exagerado sospechar que tenemos aquí una convergencia de intereses más que una similitud de ideas. Sobre este tema volveremos en el próximo capítulo. En todo caso, se trata de las élites de una y otra parte, en tanto que, en lo que hace a los nuevos conversos que ingresaban al protestantismo desde sectores marginales de la sociedad (aparte de las repercusiones en el ámbito de la libertad religiosa), la "asociación" tuvo muy poca importancia.

Se impone, sin embargo, una segunda consideración. No he encontrado estadísticas de la población protestante en América Latina hacia 1840, pero las referencias e informaciones disponibles nos hacen pensar en unas pocas decenas de miles, la mayoría de ellos extranjeros o producto de la escasísima obra misionera, casi reducida a colportaje e "intentos" de misión (Argentina, Brasil) muchas veces frustrados. El mayor impacto en el siglo XIX se produce en la segunda mitad del siglo, con las condiciones abiertas por los triunfos de los sectores liberales. Aun así, las estadísticas de 1903 se mantienen por debajo de los 120.000. 8 Suele decirse que

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Rostros del protestantismo latinoamericano

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El rostro liberal del protestantismo latinoamericano

conjunto esa declaración protectora. Las consecuencias no se hicieron sentir de inmediato: tanto la concentración en la conquista del oeste como las crisis internas y la preocupación por consoüdar el control territorial y "la conquista de los mares" (Mahan) ocupaban el primer plano. Pero hacia mitad del siglo, el viejo lema del "Destino manifiesto" 1 0 se interpreta como criterio de la relación con los vecinos al sur. Negociada la anexión de Florida y las Luisianas, el control del Caribe (particularmente Cuba y Puerto Puco) aparece como la meta inmediata. Y las estrategias para incorporar Texas, Nueva México y la baja California —ya explícitas desde la década del 1820— van desde la propuesta de compra, hasta la inserción de población y finalmente la guerra en 1845.

La penetración económica es más lenta y hasta fines del siglo Gran Bretaña mantiene la hegemonía económica y comercial en la mayor parte de los países de América Latina. Los cambios, sin embargo, iban favoreciendo a Estados Unidos. Ya al final del período colonial el modelo mercantilista perdía altura en América Latina. Por algún tiempo las revoluciones de emancipación soplaron en su favor al blanquear y ampliar las relaciones mercantiles diversificadas que ya existían, fundamentalmente con Gran Bretaña y Francia. Las élites criollas que predominaron en las primeras décadas del siglo sólo intentaban transferir en beneficio propio el monopolio comercial, el patronato religioso y la estructura social coloniales. Por un tiempo lo lograron sin mayor dificultad. Pero pronto se hizo evidente que el modelo mercantil se agotaba y que era necesario avanzar hacia un modelo productivo. Ello entrañaba incorporar al sistema económico nueva fuerza de trabajo, lo que significaba estimular la inmigración y la educación de la población propia. Pero todo esto sólo podía venir de la mano de una transformación de la mentalidad, de nuevos hábitos y valores: en resumen, del ingreso a la "modernidad" ilustrada. 1 1 Y allí tropiezan también con la resistencia de un Vaticano católico que ha tomado las banderas de la lucha contra la modernidad liberal y que poco a poco recupera el control de la desorganizada iglesia latinoamericana que había quedado a la deriva luego de las luchas de la independencia. La nueva élite que va asumiendo el poder —en largas y complejas luchas— desde la mitad del siglo XIX representa esa nueva vis ión. Sus sueños democrát icos y

17

empresa misionera, que no hay que confundir con la vida cotidiana, la piedad y la práctica de las congregaciones evangélicas en el cont inente . En segundo lugar, se trata de un congreso hegemonizado por las denominaciones históricas "liberales" (utilizo aquí el término en su acepción norteamericana de "progresista" o "de avanzada") influidas en diversas medidas por la teología liberal y el evangelio social de los Estados Unidos: metodistas, presbiterianos, discípulos de Cristo, American Baptist Convention (del Norte de los Estados Unidos) y, más aún, por los sectores misioneros "liberales" de tales denominaciones. No están presentes, o no influyen decisivamente, las misiones británicas o misiones como la Convención Bautista del Sur, la Alianza Cristiana y Misionera, la Iglesia del Nazareno o los Hermanos de Plymouth que ya estaban presentes en América Latina y desempeñarían un papel muy importante en el período siguiente.

Así y todo, Panamá es importante para nuestro tema: condensa una reflexión de las misiones norteamericanas que, desde la Conferencia Misionera de Edimburgo de 1910 (de la que fueron marginadas las misiones en América Latina), venía desarrollándose y alcanzando forma orgánica. Y lanza una serie de iniciativas, particularmente el Comité de Cooperación para América Latina (CCLA) como organismo permanente de coordinación, con los programas de consulta y de publicaciones, que fructifican en consejos o federaciones regionales y diversas formas de cooperación. Por todo eso conviene detenernos un poco para situar el Congreso de Panamá de 1916 contra su trasfondo histórico, eclesial y teológico.

1. Estados Unidos y América Latina desde mitad del siglo XIX. El presidente Monroe había definido en 1823 su doctrina, resumida como «América para los americanos», después de diversas vacilaciones y supuestamente como protección frente al riesgo de que la consolidada Europa de la restauración de 1814 pretendiera recuperar posiciones en América Latina. Seguramente, sin embargo, la doctrina tenía un significado más amplio: la reivindicación de América Latina como un espacio de seguridad, control político y hegemonía comercial de los Estados Unidos. A ello se debe, sin duda, el haber rechazado la iniciativa de Gran Bretaña de hacer en

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Rostros del protestantismo latinoamericano

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El rostro liberal del protestantismo latinoamericano

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el país donde habitan ... y negocian. La conducta posterior de Estados Unidos bajo Teodoro Roosevelt (1901-1909), Wüliam Taft (1909-1913) e incluso Woodrow Wilson (1913-1921) no hace sino confirmar los temores latinoamericanos. Esta última referencia es importante porque el "discurso" de Wilson intenta una definición "liberal" del panamericanismo:

En este hemisferio, el futuro será muy diferente del pasado ... Los Estados latinoamericanos ... han sufrido más imposiciones [económicas] ... que ningún otro pueblo del mundo ... Nada me causa más alegría que el pensar que pronto se emanciparán de tales condiciones y que debemos ser los primeros en ayudar a tal emancipación ... Debemos mostrarnos amistosos y comprender su interés, esté de acuerdo o no con el nuestro.14

Pero cuando el mismo Wilson señala que «como el comercio no conoce fronteras ... la bandera de esta nación deberá ir tras ellos [los comerciantes estadounidenses] para echar abajo las puertas de las naciones que no quieren abrirse» y, uniendo la acción a la palabra, ejerce presión sobre la política interna de México, incluyendo intervenciones armadas, e interviene en el Caribe (República Dominicana, Nicaragua y Haití), se entiende la conclusión del historiador norteamericano van Alstyne acerca de «un fuerte olor a fariseísmo en la diplomacia norteamericana». 1 5

2. Estamos así en 1916. Y en América Latina la interpretación "latinoamericana" del Congreso (evangélico) de Panamá aparece escrita en portugués por el distinguido educador brasileño Erasmo Braga y en castel lano por el profesor uruguayo Eduardo Monteverde (los documentos oficiales están solamente en inglés) bajo el título: Panamericanismo: aspecto religioso. ¿Ingenuidad? ¿Complicidad deliberada? ¿Genuina convicción? Probablemente todo eso y a la vez nada de eso. En la medida (limitada) en que el protestantismo latinoamericano de ese período está formulado y representado por el Congreso de Panamá, resulta claro que es una a l ianza explíci ta con "el panamer icanismo". Pero ¿qué panamericanismo?: ¿El del discurso de Wilson o el de sus acciones? ¿El de la Conferencia de Washington o el de los "congresos continentales"? Es también claro que los líderes reunidos en

progresistas y sus necesidades económicas van aproximándola al modelo norteamericano y si bien tiene aún reservas similares a las de sus antecesores, va "gravitando naturalmente" en esa dirección, como ya lo predecía George Adams en 1823. 1 2 La absorción económica de América Central ocurre ya en las últimas décadas del siglo; la hegemonía en Brasil y los países del norte de América del Sur crece desde finales del siglo y el resto, sólo después de la Gran Guerra (1914-18).

El rostro "conquistador" de la política "panamericana" de los Estados Unidos despierta —como lo sabemos— distintas reacciones en las élites gobernantes de América Latina. Algunos gobiernos quieren conservar relaciones "europeas" como freno de contención; otros proponen un tipo de "panamericanismo" bolivariano. Y casi todos se manifiestan —sinceramente o no— opuestos a las intervenciones armadas. Hacia la década de 1880 Estados Unidos comienza a redefinir su política en términos de "panamericanismo" y en 1888 convoca en Washington a todos los países latinoamericanos a la Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos. Gordon Connell-Smith resume el problema de interpretación en un par de frases lapidarias:

Ha sido un mito cuidadosamente cultivado que el sistema interamericano, establecido en toda forma como resultado de la conferencia de Washington, se base en los ideales de Simón Bolívar, y que Bolívar es el padre del panamericanismo ... Tal mito ... no está basado en la realidad, pero el mito crea su propia realidad.13

Otro es el "panamericanismo" que campeó en los congresos continentales de Panamá (1825), Lima (1847), Santiago de Chile (1856) y otra vez en Lima (1865) —donde Estados Unidos estuvo ausente— que precisamente se entendieron a sí mismos como intentos de crear defensas tanto frente al avance norteamericano como ante la amenaza europea. La tensión entre estas dos concepciones se evidencia en la conferencia de 1888: la oposición de varios gobiernos (marcadamente el de Argentina) frustró varias propuestas norteamericanas (p. ej., la de una unión aduanera) y a su vez el veto de Estados Unidos rechazó resoluciones contrarias al "derecho de conquista" o la "cláusula Calvo" que habría impedido a extranjeros apelar a otras leyes que las que rigieran en

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arrogancia e insolencia, turistas fanfarrones, representantes d iplomát icos y consulares malcr iados y, ocas ionalmente , complacientes misioneros». Sin embargo, considera que la mayoría del pueblo norteamericano no es así. Y el informe, citando al escritor García Calderón, invita a mirar más bien «el espectáculo de esa otra América, desdeñosa del materialismo violento y de la codicia inmoral de los hombres prácticos». 2 0 Por eso se insiste en la necesidad de una mayor frecuentación mutua, de una relación que destruya los prejuicios y avente «los recelos de que la nueva doctrina [panamericanista] encierre el germen del predominio del águila del Norte». 2 1 Sin embargo, no vacila en ver, en la apertura del canal de Panamá o en el recién inaugurado Ferrocarril Pan-Americano, hechos auspiciosos que lucen como prenda de esa nueva relación y no parecen manchados por «el materialismo violento» o «la codicia».

Podrían multiplicarse casi ad infinitum las citas que demuestran que, a partir de esa "ingenuidad", la labor del CCLA y de sus operadores en América Latina, personas como Guy Inman, Stanley Rycrofty otros, se coloca al servicio de una relación creciente entre los Estados Unidos y América Latina, a nivel misionero, educacional, social y económico. Precisamente, la unidad e interconexión de estos aspectos es lo que caracteriza la versión del Panamericanismo que impulsan. Es evidente que las dimensiones religiosa, educacional y social —especialmente de asistencia-predominan sobre la económica, pero no se desprenden de ella. Sólo intentan "purificarla" denunciando sus corrupciones, que atribuyen a defectos morales de algunos de sus agentes y no a razones estructurales implícitas en el sistema o a la ideología que la impulsa.

En el protestantismo norteamericano no todos comparten esta "ingenuidad". En un artículo publicado en 1929, Charles P. Müler, a la sazón presidente de la Federación Mundial Cristiana de Estudiantes, habla de «la invasión americana [de Estados Unidos] del mundo» y la vincula a la nueva "racionalidad" económica que toma control de la totalidad de la vida de la nación norteamericana. Dos breves citas resumen su análisis y su preocupación:

Sea lo que fuere lo que el futuro nos depare, el hecho concreto es que la estructura fundamental [framework] nacional en este momento es

Panamá ven el futuro de los países latinoamericanos como un "proyecto liberal". Pero ¿qué proyecto liberal? Al referirse a los gobiernos progresistas de la segunda parte del siglo XIX, Halperin los distingue en liberales (México, el Río de la Plata, Uruguay), césaro-progresistas (Venezuela, Guatemala, América Central, Ecuador) y oligárquicos (Colombia, Perú, Chile), además de Brasil. 1 6 Es claro que la problemática neocolonial es entendida y actuada de maneras muy diversas. ¿Qué representa el Congreso de Panamá en esa diversidad?

No puedo detenerme aquí en un estudio detallado de la historia, los contenidos y las consecuencias del evento. Hay una vasta bibl iografía en la que pueden hallarse las diversas interpretaciones.1 7 Es, creo, por lo demás, un hecho ambiguo en el que se dan diferencias, divergencias y contradicciones. Sin embargo, si uno toma la voz de quienes evidentemente condujeron el proceso preparatorio y tuvieron un papel decisivo en el desarrollo del congreso y la puesta en práctica de sus resoluciones, es posible hallar una visión bastante homogénea del protestantismo ilustrado que los inspira.

En lo que hace al "panamericanismo", apenas es necesario argumentar el rechazo al "intervencionismo" armado. En realidad, ya varios misioneros lo habían condenado explícitamente en relación con la guerra contra México y las intervenciones en América Central, y habían denunciado los intereses económicos que se escondían tras ellas. Diez años después, una misionera conservadora como doña Susana Strachan hablaba, en los conflictos de la administración Coolidge con el gobierno mexicano, del «heroico» esfuerzo de Calles que «merecía las oraciones y la simpatía de todo cristiano verdadero en su lucha gigantesca». Y añadía: «Está cara a cara con dos enemigos insaciables, siendo uno la iglesia de Roma y el otro las rivales empresas comerciales extranjeras que han causado los trastornos políticos de México durante las dos últimas décadas.» 1 8 Todo esto, sin embargo, es para ellos una excrecencia de una relación cultural, política y económica que debe ser abierta, generosa y fecunda para ambas "Américas". Una de las secciones del informe de Panamá 1 9 reconoce que «los ofensores han sido agentes comerciales agresivos, el tipo de concesionarios que van al pillaje, gerentes e industriales llenos de

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la de la producción y el comercio. Es la máquina de la industria y el comercio americanos lo que nos da la cohesión nacional. El sistema y la técnica que esa máquina ha generado son las fuerzas más dinámicas de nuestra vida nacional. En una medida de la que aún no hemos tomado conciencia, estas fuerzas están cambiando nuestra mentalidad como individuos y nuestras costumbres como sociedad ... Este es, en breve, el cuadro de los Estados Unidos que ven las naciones que sienten el pleno impacto de su invasión económica.22

La influencia de estas ideas no se hará sentir en el protestantismo latinoamericano hasta dos o tres décadas más tarde, pero el impacto del Evangelio social, unido a las preocupaciones anti-imperialistas que introducen socialistas y anarquistas en la discusión política latinoamericana, despiertan en algunos líderes protestantes la t inoamericanos ciertos cuest ionamientos del énfasis "panamericanista" del CCLA. Volveremos sobre este punto en la sección III.

3. Las incoherencias. En mi interpretación, las incoherencias que se advierten en Panamá ~y que se transformarán en más abiertas contradicciones en Montevideo (1925) y La Habana (1929)— provienen de dos fuentes. La primera es teológica y tiene que ver con una doble influencia en la formación académica y la orientación espiritual de las dirigencias. Es cierto, como lo dice Bastían, que muchos de los líderes misioneros hicieron sus estudios en las universidades liberales de la Nueva Inglaterra (Harvard, Yale, Columbia) y allí absorbieron elementos de las ideologías liberales progresistas, que en parte interpretaron teológicamente con el evangelio social que se insinuaba en sus iglesias desde principios de siglo. Pero, por otra parte, el movimiento misionero al que se suman está fuertemente marcado por el "segundo despertar" con su soteriología individualista y subjetiva: la persona de John R. Mott, tal vez la figura simbólica más importante en todo este movimiento , es la i lustración más cabal de esa posición "conservadoramente progresista". Si la visión liberal los lleva a diseñar un modelo misionero socialmente comprometido, la soteriología misionera los obliga a aplicar de inmediato la sordina. La discusión que se genera en Panamá en torno al Informe de la Comisión de Mensaje, y que lleva a corregir el tono teológico

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ligeramente liberal y progresista de la propuesta de la Comisión, ilustra esa tensión, a la que aludiremos también en el próximo capítulo. 2 3

La segunda razón de la incoherencia surge de la superposición de dos modelos democráticos que se debaten a la sazón entre los teóricos políticos norteamericanos. C. B. Macpherson los ha caracterizado muy bien al distinguir las dos visiones "liberales": «la democracia como protección» y «la democracia como desarrollo». La primera comienza cuando se acepta como supuesto una sociedad capitalista regida por el mercado y por consiguiente por un cierto concepto del ser humano y de la sociedad: el ser humano como "maxinúzador de utilidades" se define como el más racionalmente eficiente, es decir, el que obtiene la mayor ganancia con la mayor economía de esfuerzo. La sociedad no es sino una suma de individuos con intereses conflictivos, ya que cada uno persigue esa "maximización", inevitablemente, en alguna medida, en perjuicio de los otros. La formulación filosófica de esa visión fue el utilitarismo, expresado por Bentham como "el cálculo de felicidad", la mayor felicidad del mayor número. Sin embargo, ¿cómo medir la felicidad? Como es necesaria una medida cuantitativa, la que inmediatamente aparece es el dinero: «El dinero es el instrumento con el que se mide la cantidad de dolor o de placer» (Bentham). ¿Cuál podrá ser, pues, la función del estado, las leyes y el gobierno sino la protección de la "ecuanimidad" (fair-ness) de ese proceso social? Para el lo, debe asegurar el funcionamiento libre y sin trabas del mercado y éste garantizará, en la lucha de la competitividad, la subsistencia, la abundancia, la igualdad y la seguridad. El gobierno es el "arbitro" que impide los "golpes bajos". El voto, secreto, universal y frecuente es el instrumento suficiente que asegura que el estado cumpla ese papel (en principio, tanto Jeremy Bentham como James Mili pensaban en un voto limitado o calificado, pero luego se convencieron de que los problemas que generaría hacían preferible un voto universal).

Desde mediados del siglo XIX, sin embargo —y esto es importante para nuestro tema—, aparece una nueva visión democrática. La clase obrera hace sentir su peso, tanto por el espectáculo de su miseria como por la fuerza de su protesta. John Stuart Mili plantea así su crítica:

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educación. Las dos vertientes de aproximación al tema de la educación que se dibujan en el proyecto misionero están magníficamente ilustradas en las discusiones registradas en el volumen I del informe de Panamá^ 5 De un lado, los que se aproximan a la misión educativa como un camino hacia la decisión religiosa; del otro, quienes esperan la conversión como un desarrollo del crecimiento "integral" del alumno en contacto con la educación de una escuela evangélica. Pero unos y otros coinciden —al menos en esta etapa de la historia protestante en el continente— en que se cumplen aquí los diversos propósitos de la "colaboración misionera" a la redención del pueblo y la construcción de un nuevo futuro para las naciones latinoamericanas. Jether Ramalho Pereira ha resumido muy bien --refiriéndose a Brasil— la inspiración del proyecto educacional protestante en toda América Latina:

La proposición central de este trabajo [su investigación] es demostrar que los principios y las características de la práctica educativa introducida en Brasil, al final del siglo pasado y en las primeras décadas del presente, por los colegios oriundos de las denominaciones históricas del protestantismo, provenientes de las misiones norteamericanas, sólo pueden ser interpretados en la medida en que son referidos a la versión ideológica que los inspira más profundamente y les da sentido y a las condiciones estructurales de la nueva sociedad en la que va a actuar.26

III. ¿Renunciar a la herencia liberal?

1. El fracaso del "proyecto liberal": Rubem Alves lo ha llamado «el proyecto utópico» del protestantismo en América Latina y ha descrito su naufragio en el «protestantismo de la recta doctrina». 2 7

"Utópico" puede tener aquí el significado positivo de un "principio protestante" liberador que —como ya lo había dicho Tillich-- fue incapaz de abrirle un camino a la cultura occidental más allá de la crisis de la Gran Guerra. Y puede también leerse en el sentido negativo: una expectativa sin fundamento en la realidad, destinada a estrellarse contra ésta. En el primer sentido —así lo leyeron los apologistas del protestantismo latinoamericano— hemos sugerido que sus logros fueron históricamente muy poco significativos.

Confieso que no me regocija el ideal de vida que sostienen quienes creen que el estado normal de los seres humanos es el de la lucha para salir adelante: que los empujones, los codazos y los pisotones al prójimo son el destino más deseable para la humanidad o que no son sino meros síntomas desagradables de una de las fases del progreso industrial.24

Por consiguiente, una nueva generación de intelectuales —John Stuart Mili, John Dewey, Mclver— plantea una concepción diferente. El hombre es un ser que procura mejorarse como ser moral y que no quiere solamente acumular sino desarrollarse. La sociedad, a su vez, es un proceso en búsqueda de mayor libertad e igualdad. Por consiguiente, la meta es «el avance de la comunidad en cuanto a intelecto, virtud, actividad práctica y eficacia» (Stuart Mili). Desde esa posición, critica el modelo de su padre (James Mili) pero no rechaza el capitalismo. ¿Cómo avanzar, entonces, hacia una sociedad diferente? La pregunta se le hace difícil: propone calificaciones del voto que aseguren una mejor distribución de los recursos, la creación de cooperativas, los partidos políticos representativos. John Dewey hace un aporte decisivo: el camino es la educación. El objetivo es "desarrollar una generación mejor". Esta es la línea que predomina en Panamá en 1916.

4. El proyecto educacional misionero. No es necesaria una gran perspicacia para percibir que en la educación, mucho más que en el nivel político y social, encuentra el protestantismo misionero liberal una posibilidad de integración de sus diversos hilos: responde a una tradición protestante que puede remontarse hasta la Reforma y que ha sido fundante en el protestant ismo norteamericano: el énfasis en la educación y la creación de escuelas; ofrece una mediación inobjetable hacia lo social sin obligar a pronunciarse sobre regímenes políticos o precisiones económicas; permite reconciliar el énfasis "conversionista" con la preocupación ética y la noción liberal de un desarrollo personal --«una educación que forma carácter» es una frase que recorre los programas educativos protestantes en todo el continente-- y ofrece un amplio campo de colaboración con las nuevas élites ilustradas de América Latina, obsesionadas por la «redención del pueblo» mediante la

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Probablemente hay que concluir que, como proyecto histórico concreto para América Latina desde mediados del siglo XTX y por más de un siglo, el proyecto fracasó. Con una mirada retrospectiva, que siempre tiene la sabiduría de los hechos irreparables, es posible advertir que el fracaso era inevitable. En primer lugar, por la ambigüedad de una postura teológica que no le permitió a la conducción misionera, en su mayoría, integrar el proyecto en su autocomprensión teológica y por una insuficiencia analítica que no advirtió la incompatibilidad del proyecto de "democracia del desarrollo humano" y la razón económica y política que dictaba el funcionamiento del "panamericanismo" de Estados Unidos. En segundo lugar, porque no llegó a penetrar más que pequeños grupos de la membresía de sus propias iglesias y menos aún las iglesias de las corrientes de santidad y fundamentalistas que ingresaron en oleadas en América Latina ya desde fines de siglo e impregnaron de alguna manera todo el protes tant ismo latinoamericano. Y en tercer lugar ~y fundamentalmente- porque el proyecto mismo era inviable en América Latina: las propias élites que lo auspiciaron tropezaban con imposibilidades debidas a la estructura social y a su propia ambivalencia y terminaron derrotadas o absorbidas en el modelo capitalista dependiente.

Tal vez los primeros anuncios de la crisis se dejan sentir hacia 1930 y tienen importancia para nuestro tema. En efecto, la crisis del capitalismo mundial de 1929 tuvo consecuencias decisivas para la vida social, económica y política de América Latina. La recesión económica expulsó a millones de campesinos que buscaron un espacio en las ciudades o en los nuevos centros mineros e industriales. El desempleo, la anomia social y la pobreza de las masas despertó la protesta social y abrió las puertas a los movimientos socialistas. La respuesta política del sistema fue el "populismo": el intento de generar un cambio social mediante una "alianza" de sectores populares y élites culturales y económicas latinoamericanas, dentro de las estructuras del sistema capitalista.

La corriente protestante más tradicional, todavía bajo el impulso del movimiento misionero, trató de hallar su identidad y definir su misión en esta nueva situación, en términos de Bastían, como «una vía humanizante que instauraba los valores fundadores en una sociedad distorsionada».28 «La independencia política -escribía

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en 1942 el destacado misionero presbiteriano W. Stanley Rycroft-no trajo libertad al pueblo, en el verdadero sentido de la palabra. Esa libertad debe ser conquistada aún, y está íntimamente ligada a la difusión del cristianismo evangélico.» 2 9 Esta visión optimista se repite en los escritos de algunos de los jóvenes líderes protestantes de América Latina: por ejemplo, los mexicanos Alberto Rembao y Gonzalo Báez-Camargo, el brasileño Erasmo Braga, el argentino-estadounidense Jorge P. Howard y misioneros como Samuel Guy Inman y Juan A. Mackay. Entre la brutalidad de un capitalismo desalmado y el materialismo de un comunismo que predica la lucha de clases, estos líderes vieron al protestantismo como la avanzada de esa democracia verdadera, socialmente progresista, modernizante y participativa de la que hablamos en la sección precedente. El énfasis del "Evangelio social" sobre la redención social y el de los evangélicos en la transformación de la persona parecían así encontrar su unidad.

En esa línea se crearon en las décadas de 1930 a 1950, "consejos" o "federaciones" de iglesias en la mayor parte de los países del continente. Los propósitos declarados eran la cooperación en la publicación de literatura, la representación común ante las autoridades públicas, la defensa de la libertad religiosa y la cooperación en la evangelización y la educación cristiana. Más arriba indicamos la teología y la ideología dominante. Un vigoroso programa de publicaciones difundió traducciones de algunos de los clásicos antiguos y modernos de la teología protestante; se fundaron serninarios mterdenominacionales en Cuba, Argentina y Puerto Rico, y se renovaron los denominacionales de otros países, nutriendo una generación de liderazgo latinoamericano con mentalidad ecuménica y preocupación social que habría de emerger en las décadas de 1950 y 1960. La primera Conferencia Evangélica Latinoamericana (I CELA), convocada y orientada desde el propio continente, se reúne en Buenos Aires en 1949.

Entre los líderes de este protestantismo no faltan quienes avanzan un paso más con una decidida crítica al modelo burgués capitalista y una explícita simpatía por un socialismo democrático. El mismo Mackay critica un informe del Consejo Misionero Internacional «que reproduce los deseos e intereses de la sociedad burguesa occidental que ve al Cristianismo como el alma de su

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dependencia" propone una versión propia del análisis marxista, cambios radicales de las estructuras de la relación mundo desarrol lado/mundo dependiente y un proyecto socialista adecuado a las condiciones del Tercer Mundo.

En el ambiente religioso, la conciencia de esa crisis repercute profundamente en América Latina. La renovación teológica y eclesial del Vaticano II es releída en clave de «la transformación de la sociedad» en la Asamblea Episcopal de Medellín en 1968 y la preocupación del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) por «los países en vía de desarrollo» se transforma en «transformación estructural» en la Conferencia de Ginebra de 1966, donde la delegación latinoamericana desempeñó un papel importante, y en América Latina en el movimiento «Iglesia y Sociedad en América Latina» (ISAL) de 1960. El nuevo liderazgo que surge asume esta perspectiva, apoyada en una visión teológica de inspiración barthiana, que busca combinar una teología bíblica de redención en clave histórica y un llamado a la militancia activa en los movimientos sociales y políticos de liberación. En el protestantismo, los nombres de Valdo Galland, Jorge César Mota, Richard Shaull, Emilio Castro, José Míguez Bonino y otros abren el camino que Rubem Alves, Julio de Santa Ana, Gonzalo Castillo, Jether Ramalho, Raúl Macín y otros, de diversas maneras y con matices diferentes, intentarán desarrollar. Del conjunto de estas líneas —y desarrollos análogos en el catolicismo— nace hacia fines de la década de 1960 la llamada «Teología de la liberación». 3 1

2. ¿Qué hacer con ese fracaso? La generación de 1960 percibe claramente el fracaso del modelo desarrollista y, ante el nudo gordiano que representa el entrelazamiento del ideal humanista y el capitalismo dependiente, acude a la técnica de Alejandro Magno: desenvaina la espada y corta el nudo: libertad, democracia, desarrollo, vienen a ser términos peyorativos; una interpretación unilateral de la "teología de la crisis" y una aplicación igualmente parcial del análisis marxista alimentan lo que llamaré, más modestamente, la "estrategia de la ruptura". Sin duda, intervienen también factores psicológicos en la dureza con la cual la ruptura se manifiesta en algunos sectores del protestantismo (y también del catohcismo): la toma de conciencia de que la búsqueda de justicia

cultura pero no como su juez». 3 0 Esta actitud crítica aparece en los movimientos ecuménicos juveniles que se nuclean como Unión de Ligas Juveniles Evangélicas (ULAJE) en 1941, cuyo primer Congreso adopta como lema: «Con Cristo, un mundo nuevo» y llama a una lucha contra «el presente sistema capitalista basado en la opresión y la desigualdad económica» y a favor de «un sistema de cooperación». Opciones semejantes aparecen en los documentos de las décadas de 1930 y 1940 de las asambleas de la Iglesia Metodista en Chile, Uruguay y Argentina. En la década de 1940 aparecen los "movimientos estudiantiles cristianos" inspirados por la Federación Mundial Cristiana de Estudiantes, orientada pr incipalmente desde Francia en esta misma línea y que posteriormente, junto con la participación en el movimiento ecuménico de posguerra y desde una teología más europea, generaría el nuevo Jiderazgo de las décadas de 1950 y 1960.

Mientras tanto, otra ala del protestantismo, nacida de los movimientos de santidad de fin del siglo XLX en los Estados Unidos, seguiría una dirección diferente. En el próximo capítulo trataremos de analizar este desarrollo y las tensiones que se originaron. Ahora, sin embargo, debemos dar un paso más en la configuración de la fisonomía del "rostro liberal". Todo el mundo coincide en ubicar hacia 1960 un momento crítico al que Prien llama: «la crisis de los estados oligárquicos nacionales»; Dussel: «la crisis de los estados independientes» y «la crisis de la liberación»; y Bastían: «la crisis del capitalismo dependiente: entre la resistencia y la sumisión». La promesa del proyecto desarrollista en el que el protestantismo ~y buena parte del "mundo ilustrado" latinoamericano— había cifrado sus esperanzas, se desvanece en el fracaso de los planes de ayuda de la Alianza para el Progreso de Kennedy y los proyectos del Consejo Económico para América Latina (CEPAL). Se hace claro que el "socialismo utópico" que campea en los documentos de ULAJE —y en los movimientos universitarios vinculados con la "Reforma universitaria"— requiere una política más radical y una fundamentación ideológica más sólida. El rostro hambriento de las grandes mayorías se muestra en los cinturones de miseria que comienzan a desarrollarse en torno a las grandes capitales. Se hace necesaria una nueva forma de analizar la dinámica de las sociedades "periféricas". La "teoría [socio-económica] de la

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a la que la realidad humana del continente y la fe cristiana los había impulsado había sido ideológicamente manipulada en un sistema de opresión, produce una crisis personal, precisamente en las personas más lúcidas y comprometidas de esta generación. Pero el núcleo central de esa crisis está dado por los elementos objetivos que hemos señalado. Desechado el "protestantismo liberal" y vedado teológica e ideológicamente el "protes tant ismo conservador", se produce en este protestantismo una crisis eclesial y teológica que aún no hemos superado.

¿Es esta la única respuesta posible al "fracaso" histórico del proyecto l iberal? Desde sectores del posmodernismo, e irónicamente por razones opuestas a las de la generación de 1960, ésta parece ser la única posibilidad. Se acabó la época de "los grandes relatos" que señalaban el sendero de la historia e inspiraban la utopía del progreso; han muerto las ideologías y hemos llegado al fin de la historia. Aquí también la estrategia de Alejandro es la única propuesta para resolver el problema de la crisis de la modernidad liberal. Tal vez sea aún más penoso el " ta lante" de c inismo desesperanzado que algunos "revolucionarios" de la década de 1960 parecen asumir ante el poder avasallador y aparentemente invencible del neoliberalismo y el "nuevo orden económico internacional".

Es necesario reconocer que la crisis del modelo desarrollista y la instalación del neoliberalismo plantean graves sospechas ante todo intento de recuperar la "herencia humanista" que acompañó y frecuentemente legitimó los proyectos desarrollistas. Surgen preguntas tales como: ¿Por qué el proyecto "liberal" se deja absorber tan fácilmente y se coloca al servicio de los intereses de unos pocos? ¿Vale la pena hacer el esfuerzo de separar los aspectos "humanistas" del proyecto reformista y tratar de reintegrarlos en términos de una "opción por los pobres"? ¿No hay una contradicción inherente a la totalidad ideológica que el liberalismo representa, que hace imposible esa recuperación? 3 2 ¿Es que el liberalismo fue alguna vez "democrático"?

Hay, sin embargo, también otras preguntas igualmente urgentes. En algún momento, Gustavo Gutiérrez caracterizó la teología de la liberación diciendo que "la meta es la libertad; la liberación es el camino". Si la libertad es siempre —históricamente, al menos33—

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"un blanco móvil" y la liberación —también históricamente— un camino sin fin, ¿tenemos derecho a desvincular una de la otra? O más bien, ¿es posible desvincularlas sin desvirtuar la liberación que buscamos? Como creyentes, la "libertad" que Jesucristo nos ofrece gratuitamente ¿no es la raíz y el sentido de nuestra participación en la historia? 3 4 ¿Es posible renunciar a la "utopía de la libertad" sin destruir la esperanza y quitar a cualquier búsqueda de liberación su calidad humana?

Personalmente, propongo la "estrategia de la paciencia": el j esfuerzo por "desatar los nudos", tratar de desenredar las hebras y prepararnos para volver a tejer, en el telar de un momento histórico distinto, una comprensión social y teológica nueva.

Para ello, creo que es indispensable recuperar algunas de las hebras del tejido de la modernidad. En otras palabras, creo que el llamado "proyecto liberal" representa el encuentro y la interacción de factores diferentes y parcialmente divergentes que generan una tensión no resuelta a lo largo de la historia moderna. En efecto, no es novedad para nadie que la "modernidad" hereda una compleja serie de tradiciones en las que se mezclan de diversas maneras los "grandes relatos" bíblicos y de las culturas mediterráneas, que a su vez en ocasiones asume y reinterpretan varios elementos. La variedad y multiplicidad de sentidos de esa herencia clásica se ilustra, por ejemplo, en la forma diversa en que la "recuperan" el Renacimiento italiano y el de Europa del Norte. Todo esto se procesa en el nuevo molde científico, tecnológico y económico que va fraguándose en Europa en los siglos XVI a XIX, hasta desembocar en el capitalismo industrial burgués. Las grandes palabras de su ideología cubren las ambigüedades de esa historia. Los grandes lemas de la modernidad —la razón, la libertad, el individuo, la democracia— son, de hecho, entendidos y vividos de manera diversa —más aún, ambigua— en este largo proceso histórico que se gesta desde fines de la Edad Media. Así, la razón es la capacidad humana de discernir y discernirse desde sí y sin someterse a autoridad externa y es también la racionalidad técnica que va resolviendo los problemas, al servicio de la "maximización" de la producción y la utilidad. La libertad es el derecho inalienable de cada ser humano a disponer de sí mismo, el resumen de los derechos que se definen secularmente en la Carta de la Revolución

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Rostros del protestantismo latinoamericano El rostro liberal del protestantismo latinoamericano

activo) en la construcción de la ciudad terrenal, de la racionalidad de la esperanza en una historia de la que Jesucristo es Señor. Lo que corresponde es la re-interpretación de esa historia como historia en búsqueda de un futuro, precisamente como respuesta a la negación de todo futuro, implícita y explícita en la ideología y la política del "fin de la historia". Reclamamos la herencia del protestantismo utópico de la que habla Alves, pero la reclamamos, reinterpretada y re-vivida en nuestro tiempo, con los marginados de nuestras sociedades, y desde ellos, como protesta frente al supuesto "fin de la historia" y como programa en la construcción de un nuevo proyecto histórico de nuestros pueblos.

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Francesa y teístamente en la norteamericana: y es a la vez el derecho "sagrado" a la propiedad que sólo se protege en el mercado libre de la competítividad. El individuo es la persona-sujeto que asume su singularidad y responsabilidad sin perderse en la colectividad y es también el individuo autosuficiente que defiende su privacidad como una fortaleza dentro de la cual se protege de todos los demás. La sociedad, por consiguiente, puede ser entendida como el "pacto" defensivo de los intereses contrapuestos de los individuos (como diría Hobbes) o como una estructura humana ínsita que conduce a la búsqueda del bien común; la democracia es el gobierno "representativo" que asume y reemplaza a la sociedad y es a la vez la organización "participativa" en la que la comunidad organiza su convivencia.

Los "y", "también" y "a la vez" del párrafo anterior podrían multiplicarse. Pero ni constituyen visiones equilibradas ni elementos integrados en una síntesis. Son motivos en conflicto que se disputan el control de la superestructura ideológica de las sociedades e incluso conviven conflictivamente en un autor o en autores muy cercanos como bien puede percibirse en una comparación cuidadosa, por ejemplo, de La teoría de los sentimientos morales (1759) y La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith, o la ya mencionada divergencia en la concepción del liberalismo entre James Mili y su hijo John Stuart Mili. En la creciente marea del triunfo de la (supuesta) libertad económica, de la razón técnica, del individualismo competitivo, de la democracia puramente electoral, naufragaron las utopías humanistas desde Kant hasta los socialistas utópicos ¡y podríamos decir hasta Marx!

El protestantismo liberal quedó preso en América Latina de dos maneras en esa tragedia: su discurso "liberal" fue empleado —en la escasa medida de su peso social— como legitimador del capitalismo interno y externo más salvaje y al mismo tiempo reinterpretado en sus propias filas como "ideología" del ascenso social o como "teología de la prosperidad". Esto es lo que percibimos con razón en la década de 1960. ¿Significa eso que los protestantes de hoy debemos repudiar esa herencia? Mi respuesta es: no. No, porque es la herencia protestante de la libertad, de la identidad propia y la responsabilidad de la persona en la solidaridad de la comunidad, de la autonomía de la razón humana (de la razón de la vida y del amor

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El rostro evangélico del protestantismo

latinoamericano

I. Un protestantismo evangélico

1. Los iniciadores del protestantismo "criollo". Son misioneros —mayormente norteamericanos o británicos (entre éstos varios escoceses)— que arriban a América Latina a partir de la década de 1840. Es notable advertir que, pese a su diversidad confesional —metodistas, presbiterianos y bautistas en su mayor parte— y de origen —estadounidense y británico—, todos comparten un mismo horizonte teológico, el que se puede caracterizar con el término evangélico —utilizado aquí en la acepción anglosajona1—, que Marsden define muy bien diciendo que los evangélicos son «gente que profesa una total confianza en la Biblia y se preocupa por el mensaje de la salvación que Dios ofrece a los pecadores por medio de la muerte de Jesucristo», y añade: «Los evangélicos estaban convencidos de que la sincera aceptación de este mensaje del "evangelio" era la clave para la virtud durante la vida presente y para la vida eterna en el cielo y que su rechazo significaba seguir el camino ancho que concluye en las torturas del infierno».2

Todos podemos reconocer en este resumen la teología del pietismo y del Gran Despertar (o avivamiento) del siglo XVIII que asociamos con los nombres de Wesley y Whitefield en Gran Bretaña y de Jonathan Edwards en Estados Unidos y que permea la mayor parte del protestantismo anglosajón y seguramente la totalidad de su ethos misionero. Este es el trasfondo teológico de la misión a

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América Latina en sus orígenes en la segunda mitad del siglo XIX. Pero esa teología había sufrido desde mediados del siglo significativas influencias que vale la pena señalar. Si fijamos - m á s o menos arbitrariamente— el año 1870 para hacer un balance, tendríamos que anotar al menos los siguientes datos:

El segundo despertar, en la década de 1850 (que podemos asociar con nombres como los de Lyman Beecher, Timothy Dwight y sobre todo Charles Finney), que se continúa con la gran cruzada evangelizadora y misionera de Moody, tiene características propias:

a) Responde al crecimiento de la población urbana, penetra en los colleges y universidades y sectores comerciales de la clase media y tiene un prestigio religioso que no había alcanzado el "avivamiento" rural o de frontera.

b) Teológicamente supera - l o que ya se advierte en el propio Jonathan Edwards- el conflicto entre la tradición calvinista y la arrrviniana: en la práctica, se admite un cierto libre albedrío (sea cual fuere la forma en que se lo justifique teológicamente) y una posibilidad de crecimiento en la santidad.

c) Al individualismo ya marcado del primer despertar se añade un alto grado de subjetivismo: alguien ha notado la diferencia entre la himnología del "primer despertar", que se centra en la admiración por lo inefable de la gracia (p. ej., «Mil voces para proclamar», de Charles Wesley y aun «Amazing grace», de John Newton), y la del segundo, que se detiene en la descripción de los maravillosos sentimientos que esa gracia despierta:

En el seno de mi alma una dulce quietud se difunde inundando mi ser, una calma infinita que sólo podrán los amados de Dios conocer. Paz, paz, cuan dulce paz es aquella que el Padre nos da; yo le pido que inunde por siempre mi ser con sus ondas de amor celestial [y de paz]. 3

d) El despertar religioso y la reforma social (revival and reform) se ven como estrechamente aliados: los evangelistas de la década de 1850 asumen, junto con la causa de la moralización de la

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sociedad, la de la abolición de la esclavitud y la del combate contra la pobreza.

Concluida la guerra civil norteamericana (1865) el país entra en una era de optimismo que contagia también al evangelicalismo. Estados Unidos aparece ahora como un modelo destinado a inspirar al mundo entero: el despertar evangélico, los avances sociales, la educación, se apoyan y sostienen mutuamente. En palabras de un orador en la reunión internacional de la Alianza Evangélica Mundial (Nueva York, 1873) el verdadero cristianismo:

...educa a los jóvenes, alimenta al hambriento, cura al enfermo. Se regocija con el crecimiento de los elementos de la civilización material. Pero sostiene que todos estos elementos son subordinados. El método divino de mejoramiento humano comienza en el corazón de los hombres mediante la verdad evangélica; de allí se expande hacia afuera hasta renovar la totalidad.4

No me parece que necesite probarse que son esta teología y esta piedad las que alimentan mayormente la visión de los primeros misioneros y que de ellas se nutren los primeros conversos. Muchos de los testimonios de estos últimos son bastante estereotipados y siguen una especie de "estructura" que responde al esquema básico de la "teología soteriológica evangélica". Como muestra, compárese un "resumen" del mensaje con el testimonio de una mujer convertida, y adviértase a la vez el carácter polémico y el contenido "evangélico" que ambas citas complementan:

El cristiano evangélico cree: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. Que Jesús salva a éstos si ellos quieren ser salvados. Todos somos pecadores; luego quiere salvar a todos. No hay otro Salvador. Jesús tiene todo poder. La Iglesia no puede salvar un alma, porque es necesario que uno renazca.5

«Cristo con su muerte me abrió las puertas del cielo. Su sangre derramada lavó todos mis pecados. Jesús pagó todo lo que yo, pecadora, debía a la justicia de Dios. Por su mediación alcanzo el perdón y no por medio del confesor...»6

Sin duda, tanto en el mensaje de los misioneros como en la conciencia de las nuevas congregaciones se marcan diferencias debidas a la peculiar situación de este "campo misionero". Una es

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consideradas fundamentales y del liberalismo teológico —llamado genéricamente "modernismo"— que parecía hacer peligrar la confiabilidad de la Escritura y elementos centrales de la cristología y soteriología evangélica. ¿Cómo responde el protestantismo "evangélico" a esos desafíos? Miremos brevemente tres aspectos: la "piedad" evangélica, la ética social y la "defensa de la fe".

a) Lo que caracteriza a la piedad evangélica en las últimas décadas del siglo XIX es "el movimiento de santidad", al que Marsden ha llamado "la vida victoriosa". Se combinan aquí, como lo señalábamos unas líneas atrás, la tradición wesleyana de la santificación y perfección cristiana, y la calvinista de la permanente lucha contra el pecado. Pero una y otra coinciden en afirmar un "bautismo del Espíritu Santo" que permite al creyente liberarse del poder del pecado y vivir una vida cristiana "victoriosa". "Ser lleno del Espíritu", ser "totalmente consagrado" y frases semejantes constituyen el lenguaje simbólico de esta piedad, tal como la expresa, por ejemplo, el conocido himno de Havergal:7

Que mi vida entera esté consagrada a ti, Señor, que mis manos pueda guiar el impulso de tu amor; que mis labios puedan dar testimonio de tu amor y mis bienes ofrendar solamente a ti, Señor; que mi tiempo todo esté dedicado a tu loor y mi mente y su poder se consagren a tu honor; toma, oh Dios, mi voluntad y hazla tuya, nada más; toma, sí, mi corazón y tu trono en él tendrás.

En el mundo de la tradición wesleyana, la insistencia en la experiencia de la "segunda bendición" —la plenitud de la santificación— originó divisiones frente a lo que algunos consideraban un abandono de la búsqueda de la santidad por parte de las iglesias metodistas: nacen así, además del Ejército de Salvación (Inglaterra, 1880), La Iglesia de Dios (Anderson, Ind., 1880), la Alianza Cristiana y Misionera (1887), la Iglesia del Nazareno (1908) y la Iglesia de los Peregrinos (Pilgrim Holiness Church, 1897). La importancia de este desarrollo para nuestro tema

la prioridad de la polémica anticatólica que ocupa el mayor centimetraje en las publicaciones evangélicas de la época, tanto repitiendo los argumentos clásicos de la controversia de los siglos XVII y XVIII como denunciando los casos de corrupción, oscurantismo o autoritarismo de la Iglesia Católica Romana o de sus representantes. Por eso se hace necesario muñir a los nuevos conversos de conocimientos y argumentos para ese conflicto, de modo que hay un énfasis muy grande en el estudio de la Biblia y de las doctrinas fundamentales del protestantismo. Otra es la peculiar importancia que se da a la Biblia, a la que se exalta a la vez como "arma" en la "lucha contra el error" y como un medio indispensable para la evangelización. En ambos sentidos, la Escritura es concebida como teniendo un "poder", una cierta eficacia intrínseca que reprende, convence y convierte. Finalmente, la necesidad de encontrar el espacio social para su vida y desarrollo personal y comunitario obliga al creyente a preocuparse por las condiciones políticas que le aseguren esa posibilidad: libertad religiosa, secularización de servicios como la educación, el matrimonio o los cementerios, no cüscrirninación en el trabajo y en la educación e incluso preocupación por la condición de los más pobres. Pero hay que notar que esta "dimensión pública" no logra integrarse de manera directa en el horizonte de su fe: queda como "una consecuencia" derivada o como una esfera "independiente" en la que hay que dar un testimonio de honradez y responsabilidad. Cuando las condiciones sociales ya no parecen exigir esa defensa de las libertades, fácilmente se desprende de esas posiciones.

2. Cambios en el horizonte teológico evangélico. Las ideas y actitudes clave de esta teología evangélica modelan la fe y la vida de las congregaciones que van formándose a lo largo de esas décadas y dorrúnan el protestantismo criollo al menos hasta la Gran Guerra. Poco a poco, sin embargo, irán insinuándose diferencias, todavía sólo larvadas en 1916, cuyos efectos han marcado hasta hoy al protestantismo latinoamericano. Para entenderlas tenemos que volver a la escena norteamericana. Allí, el protestantismo "evangélico" confrontaba, hacia el último tercio del siglo, los desafíos de una cultura urbana reclamada por el secularismo, de una ciencia que ponía en tela de juicio "verdades" cristianas

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evangélicos un rechazo, pues lo ven como la negación de doctrinas fundamentales de la fe. C. S. Scofield, uno de los más exitosos promotores del dispensacionalismo, dirá sin ambages que la única respuesta de Cristo a la esclavitud, la intemperancia, la prostitución, la desigual repartición de las riquezas y la opresión de los débiles es predicar la regeneración mediante el Espíritu Santo. 1 0

c) Lo que llamamos "fundamentalismo" es un complejo fenómeno que sería ridículo intentar abordar en unas pocas líneas. Sin embargo, es imprescindible dedicarle aquí una cierta atención, con una advertencia: nos referimos sólo al fundamentalismo como fenómeno del mundo evangélico a final del siglo XLX y comienzos del XX. 1 1 La primera observación histórica de importancia es que será bueno distmguir una primera etapa que se extiende más o menos hasta comienzos de la Gran Guerra y, posteriormente, una segunda, mucho más espectacular . A estas etapas las caracterizamos como "la defensa de la fe" y "la defensa de la América cristiana", respectivamente.

i) El fundamentalismo aparece como la reacción de una fe que se siente amenazada por el avance del secularismo y de una ciencia que niega la realidad de lo supernatural. ¿Cómo responder? Básicamente se dibujan dos respuestas, que reflejan dos concepciones filosóficas. Unos cüstinguen el nivel de la ciencia del de la religión: el primero es el ámbito de los hechos objetivos; el segundo, el de la experiencia subjetiva, del sentimiento: podríamos decir que es la expresión de la herencia romántica en la cultura estadounidense. Otros, en cambio, conocen un sólo criterio de verdad: el de los hechos y datos concretos de la realidad, que cualquiera puede observar directamente: es la tradición del "realismo del sentido común" de origen escocés que predominó en el pensamiento norteamericano.1 2

Para esta última perspectiva es indispensable tener una fuente infalible, específica e irrefutable para afirmar los hechos del mundo supernatural con la misma fuerza que el "sentido común" afirma los del natural. Para ello se recurre a la Escritura. Por consiguiente, cuando los descubrimientos de la ciencia parecen entrar en conflicto con las afirmaciones de la Escritura se trata de una hipótesis científica equivocada o de una interpretación errada de la Escritura. Las distintas formas del "concordismo" o "armonización" parten de esta premisa. Además, el único criterio que puede aplicarse a la

se advierte en las fechas del ingreso (de 1897 a 1914) de todas estas iglesias a América Latina. En el mundo evangélico de tradición reformada, el movimiento de santidad tiene el mismo vigor y énfasis. Derivó, sin embargo, en una mayor preocupación doctrinal, como lo señala su participación en la formación del grupo de las "Conferencias de Keswick" y las Prophecy Conferences, antecedentes inmediatos del fundamentalismo.

b) David Moberg ha hablado de «la gran inversión» que se produce en el evangelicalismo norteamericano en las primeras décadas del siglo XX con respecto a la preocupación social.8 En efecto, de la fórmula reviva! and reform se pasa a la disyuntiva "evangelización o reforma social". La inversión parece ocurrir en dos etapas: la primera (de 1870 a 1900) significa una retracción de la esfera política como medio de reforma social, concentrando la acción en el ámbito privado de la caridad; en la segunda, como dice Marsden, «toda preocupación social progresista, política o privada, se hace sospechosa para los revivalistas evangélicos y es relegada a un lugar mírümo».9 Los historiadores suelen sugerir tres causas, i) El triunfo del modelo metodista de santidad relega la tradición reformada muy ligada en los Estados Unidos desde los comienzos a la "construcción del Reino de Dios" en América. Por consiguiente, la santidad queda desconectada de la historia para convertirse en una experiencia subjetiva, individual -o a lo sumo de la pequeña "comunidad"—, que reduce el servicio a una acción caritativa; ii) la experiencia carismática de vivir en una especie de "nueva dispensación", una "era del Espíritu Santo", lleva a desprenderse de la "historia de la salvación", a relegar el Antiguo Testamento y, por consiguiente, la preocupación reformada por una ley divina que debe instaurarse también en la sociedad: el predominio creciente del premilenarismo y el subsiguiente dispensacionalismo introducido por Nelson Darby y difundido ampliamente en el mundo evangél ico, consagran esa separación al "dar por terminado" el período de "el gobierno humano" y el de la ley y ver toda la historia de la salvación solamente como etapas necesarias para la era presente, cuyo único objeto es la predicación del Evangelio; iií) la aparición, desde la década de 1910, de «el Evangelio social», el que es percibido como una forma del modernismo o liberalismo teológico y produce en los sectores

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lectura de la Biblia es que los textos deben ser leídos e interpretados "literalmente" (a menos que ellos mismos indiquen otra cosa). "Literalmente", es claro, significa en este caso en forma positivista, como datos objetivos comprobables por la observación y la razón (por lo tanto, en un sentido muy distinto del que tiene el término en su uso medieval o en el uso que le da Lutero). Inspiración plenaria y verbal, interpretación literal e inerrancia son las indispensables murallas para proteger la verdad de la fe. He aquí el fundamentalismo.

Una posición de este tenor parece demandar total intransigencia: no puede haber espacios indefinidos entre la verdad y el error. En el movimiento de avivamiento y santidad no todos estaban dispuestos a esa intransigencia. Moody, por ejemplo, reclamaba: «Mantengamos la verdad, pero por todos los medios , mantengámosla con amor y no con un garrote (club) teológico». 1 3

En la tradición reformada, sin embargo, tales concesiones suenan a indiferentismo: «constantemente se nos dice que no ataquemos sino simplemente enseñemos la verdad. Este es el método del cobarde y del componedor, no fue el método de Cristo», responde Torrey, uno de los colaboradores de Moody. Las dos posiciones existieron siempre dentro del fundamentalismo, pero es evidente que la segunda tuvo el mayor ascendiente y definió hasta hoy el perfil del fundamentalismo.

En la combinación de literalismo e intransigencia se inserta el tema del premilenarismo. Como tal, la interpretación premilenarista ha existido siempre en la discusión escatológica. Señala que vivimos antes del milenio, el que inaugurará un tiempo distinto, que precede al establecimiento del Reino de Dios (con diversos esquemas en la sucesión y naturaleza de los eventos venideros). La opinión dominante en el protestantismo en general y el norteamericano en particular había sido mayormente posmilenarista. Según ella, las promesas apocalípticas del milenio, el derramamiento del Espíritu, la lucha contra el anticristo (identificado frecuentemente con el papa o los jefes de otras religiones) tendrían lugar en este tiempo y conducirían a una era dorada: el milenio de Apocalipsis 20, la última época de la historia presente, donde se derramaría el Espíritu y el evangelio se difundiría por todo el mundo, y a cuyo término se produciría el retorno de Cristo y la historia tocaría a su fin. En el

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talante optimista y secularizante de la segunda mitad del siglo XIX, la visión posmilenaria se "naturaliza" cada vez más: el camino del Reino viene a identificarse con el progreso humano y se ven los avances de la cultura norteamericana como señales de un futuro en que la conjunción de la religión y el progreso de la civilización crearán una nueva era de paz, justicia y prosperidad.

Esta "naturalización" de la escatología, de la que se acusaba (y aún se acusa) al Evangelio social, no podía menos que repugnar a la fe evangélica. Por una parte, la veía como una negación de la t rascendencia (se diría, en términos de la época, de lo "sobrenatural"). Por otra, transformaba la revelación bíblica en una "fantasía poética" sobre la historia que el hombre va forjando, y tal cosa es totalmente inaceptable en la concepción de la verdad del "realismo del sentido común". El premilenarismo se muestra, pues, como una reacción contracultural, que quita a la cultura secular toda pretensión escatológica: esta historia, esta sociedad y estas iglesias, en la medida en que algunas de ellas se adaptan al mundo, son un campo de combate donde el verdadero evangelio tiene que ser predicado y los hombres y mujeres, llamados a reunirse en la congregación escatológica que espera el "rapto", el comienzo del milenio o "la aparición del Señor".

El escocés Nelson Darby da a esta visión una hermenéutica bíblica basada en la interpretación de los libros de Daniel y Apocalipsis, que conocemos como "dispensacionalismo" y que influye enormemente en todo el mundo evangélico. Su discípulo norteamericano C. S. Scofield publica una traducción de la Biblia cuyas notas aplican sistemáticamente esta interpretación a la totalidad de la Escritura y que tuvo una enorme difusión. Mientras que en Gran Bretaña Darby inició una denominación independiente —las iglesias de los Hermanos de Plymouth o Hermanos Libres y las que surgieron de ellas—, en los Estados Unidos el movimiento vive al interior de las iglesias existentes.1 4

La "defensa de la fe" se hace concreta en la defensa de las Escrituras, con las características que hemos indicado más arriba. En un sentido, sin embargo, la Biblia no es sólo un "medio" de defensa de la fe sino un "objeto de fe" que adquiere una especie de autonomía. En su libro Fundamentalism, el inglés James Barr lo expresa así:

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Para los fundamentalistas la Biblia es más que la fuente de la verdad para su religión ... Es parte de la religión misma, en realidad es prácticamente el centro de la religión ... En la mentalidad fundamentalista, la Biblia funciona como una especie de correlato de Cristo ... Cristo es el Señor y Salvador personal ... la Biblia es una entidad verbalizada, "inscripturada" ... En tanto que Cristo es el Señor y Salvador divino, la Biblia es el símbolo religioso supremo, tangible, articulado, que puede poseerse y es accesible al ser humano sobre la tierra.15

Cristo está, por supuesto, ontológicamente por sobre la Escritura, pero epistemológicamente está subordinado a ella. Por eso es esencial tener la Biblia, honrarla, darle el lugar de honor en el corazón y la mente, pero también en la mesa del comedor o sobre la mesa de luz, al lado de la cama. De alguna manera, es el icono y el sacramento de la fe.

ii) Tal vez no es tan extraño que este movimiento contra-cultural se transforme, especialmente desde el inicio de la Gran Guerra, en la defensa de una cultura: la defensa de la América cristiana. Al fin de cuentas, todo universo simbólico de amplia difusión desempeña un papel cultural en la sociedad. No interesa ahora investigar la gestación de este fenómeno, pero tampoco podemos pasarlo por alto porque desempeña un papel significativo en el movimiento misionero. Dentro del fundamentalismo evangélico convivían distintas actitudes hacia la cultura y la sociedad. Sin embargo, predominaban las que podríamos l lamar mediadoras , representadas por una reafirmación de lo que se considera la "tradición evangélica estadounidense" ("the oíd time religión" que debía ser defendida contra los avances del secularismo, el modernismo y la inmoralidad) representada, por ejemplo, por el tristemente famoso William J. Bryan (del "juicio del mono", que conocemos en la versión teatral de "Heredarás el viento") y la línea más reformada de una transformación de la cultura sobre la base de la enseñanza cristiana (p. ej., del profesor J. Gresham Machen, de Princeton).

La Gran Guerra (1914-18) radicalizará las posiciones. Casi hasta el ingreso de los Estados Unidos al conflicto, los sectores evangélicos fundamentalistas se mostraron reticentes con respecto a esta guerra: el mundo marcha hacia su fin, las guerras nada pueden mejorar.

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Desde 1917 se opera un cambio. Se revisan las interpretaciones milenaristas y al binomio clásicamente representativo del anticristo (el papa y los musulmanes) se añade ahora Bismarck. Participar en esa guerra deviene un deber cristiano:

El Kaiser ha arrojado impúdicamente el guante: la Alemania infiel [cuna del liberalismo teológico] contra el mundo creyente —la Kultur contra el Cristianismo—, el evangelio del Odio contra el Evangelio del Amor. Así se personifica Satanás: "Yo y Dios" ... Jamás.levantaron los cruzados el hacha de combate en una guerra más santa contra los sarracenos que la que hoy libran nuestros soldados de la cruz contra el alemán.16

Tres elementos completan el cuadro de este fundamentalismo al final de la guerra: la adición del "comunismo bolchevique" a la trinidad del anticristo, reemplazando al ahora derrotado Kaiser; la batalla por desterrar de la cultura norteamericana todo lo que pudiera amenazar la pura fe evangélica (de allí el juicio de Scopes contra la enseñanza de la teoría de la evolución en las escuelas 1 7 y otras cruzadas semejantes), y el traslado del frente de combate al sur agrario que legitima así religiosamente su conflicto con el norte industrial.

Estamos, por supuesto, tomando rasgos generales: las cosas son siempre más matizadas y diversificadas de lo que estos breves párrafos sugieren. Pero el cuadro me parece fundamentalmente correcto como trasfondo para entender aspectos de nuestro protestantismo latinoamericano 1 8. ¿Cómo afectó todo esto a las iglesias? Los historiadores suelen hablar de tres variantes: (a) En las denominaciones más tradicionales —episcopales, presbiterianos, metodistas, bautistas— se forman sectores internos que llevan la batalla al seno de la denominación, con mayor éxito en unas que en otras pero sin lograr "expulsar" sistemáticamente a sus adversarios ni tomar el control nacional de la denominación (sin duda, las batallas más duras se dieron en la Convención Bautista del Sur 1 9 y en las dos iglesias presbiterianas mayores); (b) En algunas denominaciones, particularmente de las iglesias de santidad y de los nacientes movimientos pentecostales, su tradición pietista y evangélica fue como moldeada nuevamente por la influencia fundamentalista; y (c) algunos de los fundamentalistas

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A partir de la posguerra (desde 1918) comienzan a producirse cambios dentro de ese patrón fundamental. El análisis de estas modificaciones es crucial para comprender el fenómeno que Bastían califica como "atomización". Pero tal análisis sólo será posible a medida que contemos con una investigación histórica que trabaje seriamente con la historia de las mentalidades, las historias de vida, la investigación de la cotidianeidad: en resumen, que rescate la vida objetiva y subjetiva de las comunidades evangélicas y no sólo sus aspectos formales e institucionales. Entretanto, me atrevo a sugerir algunas pistas e hipótesis:

i) A partir del comienzo de siglo, pero más aún después de la Gran Guerra y aceleradamente desde 1930, engrosan el protestantismo evangélico una serie de misiones que representan el movimiento de santidad y las l íneas milenar is tas y fundamentalistas de Gran Bretaña y los Estados Unidos. Damboriena, siempre obsesionado por este tema, habla de 1.707 misioneros extranjeros en 1916 y 6.361 en 1957. 2 4 Luego de la II Guerra Mundial se produce una nueva ola de ingresos misioneros. Pero también hay que contabilizar que las propias iglesias "madres", "clásicas" (metodistas, presbiterianos, bautistas) son fuertemente influidas por estos movimientos. Todo el protestantismo evangélico absorbe en amplia medida las características de esta "nueva ola" evangélica: un dualismo y espiritualismo más marcado, una ética de separación del mundo acompañada por rigidez legalista.25

ü) La "mentalidad" de clase va definiéndose en el protestantismo evangélico en la dirección de los nacientes estratos medios. En este contexto debemos ubicar, a mi juicio, la relación más profunda entre protestant ismo y l iberal ismo burgués . Lo que el protestantismo evangélico (y tal vez también el de "trasplante") aporta al desarrollo del liberalismo burgués en América Latina no es tanto la influencia política o comercial estadounidense, ni siquiera el traslado de una ideología como tal, sino una serie de actitudes y un horizonte de significación que se generan desde su propia conversión y que coinciden con las aspiraciones de ascenso de ciertos sectores de la sociedad y con el "ethos" del liberalismo burgués.

Las categorías sociológicas de Max Weber o el análisis estructural de Durkheim son aquí más útiles para entender este fenómeno que la teoría política o los deterrninismos económicos. En otro

más extremos, particularmente aquellos dispensacionalistas para quienes la "separación" era un artículo de fe, formaron sus propias denominaciones. 2 0

II. Crecimiento y diversificación

1. "Atomización de los protestantismos". Jean-Pierre Bastían llama «atomización de los protestantismos» al período que ubica entre 1949 y 1959. La caracterización me parece inadecuada, porque presupone una identidad protestante previa definida por la "opción liberal". El error proviene, creo, de juzgar la "identidad" sobre la base de las opciones del liderazgo misionero y local representado en las conferencias, y de no prestar suficiente atención al desarrollo de la piedad evangélica como substrato real del protestantismo misionero latinoamericano. No es mejor la interpretación de Hans-Jürgen Prien, que tiende a englobar la mayoría de las misiones norteamericanas bajo la calificación de pietistas, conservadoras y fundamentalistas, sin aclarar qué entiende específicamente por esos términos. Sólo Pablo Deiros se muestra más matizado y cuidadoso en el análisis del período que llama "Desarrollo" y que ubica entre 1930 y 1 9 6 0 . 2 1 También él adopta una clasif icación del protestantismo latinoamericano en tres grupos principales: l iberacionistas, conservadores y fundamentalistas. 2 2 En la presentación, 2 3 sin embargo, se hace evidente que se trata más bien de tendencias presentes en el mundo evangélico como un todo y que se acentúan más característicamente en unas u otras iglesias, que de una tipología que permita distinguir entre éstas.

Creo que para abordar debidamente el tema es necesario partir del período anterior. Y aquí mi tesis es que hacia 1916 el protestantismo misionero latinoamericano es básicamente "evangélico" según el modelo del evangelicalismo estadounidense del "segundo despertar": individualista, cristológico-soteriológico en clave básicamente subjetiva, con énfasis en la santificación.

Tiene un interés social genuino, que se expresa en la caridad y la ayuda mutua pero que carece de perspectiva estructural y política excepto en lo que toca a la defensa de su libertad y la lucha contra las discriminaciones; por lo tanto, tiende a ser políticamente democrático y liberal, pero sin sustentar tal opción en su fe ni hacerla parte integrante de su piedad.

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trabajo he tratado de señalar algunos datos para este tipo de análisis, que no repetiré ahora. 2 6 Se trata, en síntesis, de señalar cómo el llamado a la conversión como decisión personal, total y transformadora, que está en el centro mismo de la evangelización, significa la recreación de una identidad, la constitución de un sujeto que se siente capaz de decidir por sí mismo, responsable y libre —«tienes que decidir», «estás solo frente al Salvador»— con una nueva conciencia de sí mismo que lo anima a tomar iniciativas. Con respecto al pentecostalismo, Doug Petersen ha hablado en este sentido de una «assertiveness», una cierta "seguridad de sí mismo" como un correlato de la experiencia de conversión y de los nuevos papeles que asume en la comunidad. Si a ello añaclimos una serie de valores ét icos, tenemos el cuadro de sujetos eminentemente preparados para el modelo Uberal-modernizador.

iii) En la medida en que se afirma esta mentalidad de clase y que, en las décadas sucesivas, más y más evangéÜcos acceden en realidad a modestas clases medias, la vertiente política y social del socialismo y el comunismo se les hace tan inaceptable como la antirreligiosa. Aunque no me es posible probarlo, me atrevo a pensar que, hasta la década de 1920, la mayoría de los evangéÜcos se mclinan por partidos democráticos entre populares y de clase media que les aseguren la libertad religiosa —radicales en Argentina o en Chile, colorados en Uruguay, liberales en Colombia, el PRI en México— pero que, a partir de esos años, reaccionan cada vez más fuertemente contra la ideología "de izquierda". La admiración por la democracia estadounidense, el anticomunismo del fundamentalismo de Estados Unidos desde la década de 1920 y la ideología de su clase los llevan en esa dirección. Todavía no se vuelcan a la derecha por la conexión clerical de dicha ideología, pero no tardarán mucho en sentirse atraídos por promesas militares de moral, orden y estabilidad.

iv) La tensión que existió siempre en la alianza de protestantismo y liberalismo como "socios" en la lucha por la democratización y contra los sectores conservadores y clericales se hace más polémica cuando a los intelectuales más moderados de los finales del siglo XIX sucede la dura militancia antirreligiosa del libre pensamiento y el positivismo. 2 7 En el Río de la Plata, por ejemplo, aparecen, originadas especialmente en el anarquismo español, traducciones

de Feuerbach, Baur y Strauss, obras de Renán y otros autores "modernistas", que circulan en bibliotecas sindicales y partidarias del socialismo y el anarquismo y que son asumidas por ciertos intelectuales. Clemente Ricci publica en 1906 en el periódico evangélico La Reforma una traducción de la refutación del profesor italiano Aníbal Fiori del famoso libro de Milesbo (Emilio Bossi), Jesucristo nunca ha existido, traducido al castellano en 1905, y vuelve a publicarla como libro en 1922. Escribiendo en 1928, Ricardo Rojas demuestra en su El Cristo invisible bastante conocimiento de ciertos aspectos de alta crítica, de las obras de Renán, Binet Sanglé y otros. No hay por qué pensar que fuera excepcional. Los ejemplos podrían multiplicarse, tanto a nivel culto como popular. El "combate por la fe" se libra fuertemente ahora también en este frente.

v) Este es el cuadro en el que se da la recepción del fundamentalismo, y tal vez específicamente del fundamentalismo premilenarista. Pese a que Darbystas (Hermanos Libres) y otras denominaciones fundamentalistas y premilenaristas (Adventistas, Alianza Cristiana, Unión Evangélica) estaban en América Latina desde comienzos del siglo, la polémica sobre estos temas no parece activarse hasta bastante más tarde. Incluso no aparece entre las doctrinas fundamentales y sólo indirectamente en el tratamiento de los varios temas en un manual de Grandes verdades bíblicas publicado por los Hermanos Libres tan tarde como en 1944. 2 8 Sin embargo, ya en la Conferencia Evangélica de Montevideo (1925), la tensión se evidencia en dos temas. Uno es la relación con el catolicismo en función del "status teológico" que unos y otros le asignaban: para algunos, una iglesia con la cual diferimos en algunos temas; para otros, una iglesia que se ha desviado del evangelio; para unos terceros, una forma de paganismo disfrazado o el anticristo. El otro tema, menos explícito, es la actitud frente al liberalismo teológico, que se discute a veces como el conflicto de opciones prioritarias por la evangelización o por la acción social, como crítica al "Evangelio social" o en la misma definición de "evangelio". Cuando se define el "evangelio" en el Informe de Montevideo, se comienza en la trilogía harnackiana: a «la paternidad de Dios» se la continúa en términos protestantes clásicos con «la centralidad de Cristo» y se la completa "evangélicamente" con «el pecado y la necesidad del aiTepentirniento».29

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Romana como "antievangélica" sucede una aceptación de la misma como un posible "socio" en la misión evangelizadora, actitud que los sectores más conservadores ven como una "traición al evangelio".

Lo que parece importante señalar —y ésta es mi tesis en este punto— es que no se trata de iglesias contra iglesias ni de denominaciones contra denominaciones. Aunque algunas iglesias, en algunos países, queden sesgadas en una dirección u otra y algunas claramente alineadas en el sector "evangélico", la crisis atraviesa todas las denominaciones y hasta las congregaciones locales. La ruptura, interna y externa, parece absoluta y definitiva. Hacia 1990, la tesis de la "atomización" de Bastían parece justificada.

III. Sombras y luces de "lo evangélico"

La "atomización" y la "crisis de identidad" del protestantismo latinoamericano, de las que tanto se habla, están muy ligadas al desarrollo de este proceso del "mundo evangélico" y a las respuestas y reacciones que ha despertado dentro del propio campo protestante. Vinculando el movimiento evangélico que acabamos de bosquejar y el pentecostal ismo, Bastían habla de «un protestantismo sectario y milenarista» que, entre los años 1930 y 1949, «irrumpió afuera e independientemente del protestantismo establecido de origen liberal». Obviando por el momento la identificación del pentecostalismo con el proceso del protestantismo evangélico en las décadas precedentes, me parece que es erróneo hablar de "desde afuera e independientemente". El parentesco de origen, de piedad y hasta de teología, y la interpenetración de las anteriores ondas misioneras y las nuevas nos obligan a considerar el fenómeno como "interno al protestantismo evangél ico misionero" en América Latina. Lo que he llamado "el rostro evangélico del protestantismo latinoamericano" define su identidad desde el comienzo y hasta el presente. Y no es pensable una identidad protestante latinoamericana que excluya estos rasgos. Es más, me atrevería a decir que el futuro del protestantismo latinoamericano será evangélico o no será. Por eso interesa tanto tomar conciencia de procesos y direcciones negativos que han ocurrido en nuestra historia protestante.

vi) La agudización del conflicto se da de diversas maneras en los distintos países. Pero hacia fines de la década de 1940 es ya muy fuerte y no es arbitrario que Bastían la ubique en 1949, año de la I CELA (Conferencia Evangélica Latinoamericana) de Buenos Aires. La representación es aún muy amplia. Pero, simbólicamente, irrumpen en la Conferencia representantes del Conse jo E v a n g é l i c o In te rnac iona l de Car i M c l n t y r e . Unánimemente la Conferencia rechaza su táctica "putschista" para introducirse en la reunión, pero no hay dudas de que su denuncia del modernismo liberal y comunista tiene su impacto. En Brasil, iglesias y sectores de iglesias pronto embarcan en el movimiento, y en todas partes —aun cuando no se comprometan orgánicamente-- el fundamentalismo separatista crece en diversas denominaciones. La historia posterior no necesita mayor explicación. Si se desea, se la puede seguir muy bien en e l m a n u a l de h i s to r i a de D e i r o s . 3 0 Las o rgan i zac iones protestantes de amplia participación —concilios, federación de jóvenes, campañas unidas de evangelización— se desactivan o se alinean. Los sectores interesados en mantener un testimonio social activo se agrupan (a menudo con el "ecumenismo" internacional) y crean sus organizaciones (MEC, ISAL, MISUR, CELADEC, etc.). De diversas maneras buscan una articulación teológica en la teología dialéctica o en una "teología de la acción de Dios en la historia". Pero no logran la participación de ciertas iglesias ni el apoyo de buena parte de las membresías (y a veces tampoco de la dirigencia) de las propias iglesias de las que forman parte. Hacia 1960 se advierte muy claramente esta crisis en las discusiones de la II CELA (1961) y, más aún, en las de la III CELA (1969). La fractura se hace luego más evidente: ecuménicos o evangél icos , CLAI o CONELA, "derecha" o "izquierda", "evangélicos" o "liberacionistas"; no se aceptan "tercerismos".

vii) Un nuevo factor incrementa la oposición. Los cambios que, desde la década de 1950, y más específicamente a partir del Conci l io Vaticano II, parecen acercar al catol icismo a posiciones evangélicas, llevan a las iglesias evangélicas a adoptar —estimuladas sin duda por el movimiento ecuménico— una actitud de diálogo. A la condenación de la Iglesia Católica

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1. La influencia del fundamentalismo extremo, divisionista y mayormente, aunque no sólo, premilenarista ha tenido efectos negativos en el protestantismo evangélico en cuanto:

i) nos ha vinculado a --y ha sido correa de trasmisión de— los peores rasgos de la ideología y la política de los Estados Unidos, hasta asumir como propias las campañas ideológicas reaccionarias de "la nueva derecha religiosa" de los Estados Unidos y apoyar los "regímenes de seguridad" y las políticas represivas que durante las últimas décadas acompañaron esa política (los ejemplos de Chile, de Guatemala y del apoyo material e ideológico a los "contras" en Nicaragua son suficiente ilustración de lo que decimos); 3 1

i i ) en el campo ético, ha desarrollado los aspectos más vulnerables de la tradición evangélica y pietista: el legalismo y la justicia propia, la oposición de lo material y lo espiritual, la "separación del mundo", que en la práctica induce a una doble moral, los criterios sociales y políticos introvertidos (basta que un gobierno permita o favorezca a las iglesias para que sea aceptable: «Nosotros tenemos libertad de predicar» suele ser la respuesta ante los reclamos por derechos humanos);

iii) en la vida eclesiástica, la "doctrina de la separación" ha llevado al aislamiento y al divisionismo.

iv) Lo más grave, sin embargo, me parece que es la distorsión doctrinal que a la vez legitima y refuerza estas tendencias. Me atrevo a decir que este tipo de fundamentalismo ha producido, en varios sentidos, una caricatura del rostro auténticamente evangélico: 3 2

a) La rica y transformadora experiencia de la fe se convierte en la aceptación de un esquema teológico estrecho y estereotipado, mal llamado "el plan de salvación", como si se tratara de una computadora en la que hay que pulsar algunas teclas para obtener los resultados deseados;

b) el reconocimiento de la centralidad de la Palabra bíblica vivificada por el poder del Espíritu Santo se convierte en "bibliolatría" librada a una hermenéutica a la vez arbitraria y racionalista, además de estéril y repetitiva: en lugar del rico tesoro del que "el escriba sabio saca cosas viejas y nuevas", el estudio de la Biblia deviene un ejercicio de permanente repetición;

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c) en lugar de la riqueza de la comunión fraternal en Jesucristo de los "collegia pietatis" luteranos, de las "clases" y "bandas" metodistas o de las congregaciones bautistas, el premilenarismo le quita a la comunidad de fe todo su significado, transformando a la iglesia en una especie de "sala de espera" del milenio, sin ninguna significación soteriológica;

d) el mismo esquema transforma la historia humana en una serie de números y señales a descifrar en vez de un espacio donde el poder de Jesucristo se abre camino y nos invita a participar en su lucha: la espera gozosa de la "parusía del Señor" deviene un acertijo de sumas y restas de años y fechas.

Por cierto, he participado en suficientes cultos y reuniones y he tenido fraternal relación con demasiados hombres y mujeres de esta persuasión como para no saber que esta es una caricatura cuando se refiere a su vida cristiana concreta: he visto allí el gozo de la salvación, la vida transformada, el amor fraternal, la solidaridad y el servicio, el testimonio en el mundo y hasta la participación en causas de justicia y paz. Jesucristo es mayor que nuestras imágenes de él, y el Espíritu más poderoso que nuestras mezquinas expectativas. Y son capaces de obrar a pesar de nuestras distorsiones teológicas. Pero he visto también el mal que estas distorsiones han causado: las polémicas estériles, las divisiones innecesarias, las oportunidades de testimonio perdidas y los «antitestimonios» en la vida privada y pública de iglesias y creyentes. Ninguna iglesia tiene el monopolio de estos elementos negativos y ninguna está totalmente exenta de ellos. Pero es bueno identificarlos dentro y fuera de nuestra casa para corregirlos.

2. Uno no puede menos que preguntarse: si esta tendencia tiene tantos aspectos negativos, ¿cómo es posible que haya logrado y logre tan amplia difusión en nuestras iglesias?

i) Sin duda hay factores sociales —ya señalados— que han coadyuvado. Por otra parte, Rubem Alves ha analizado con mucha agudeza aspectos psicológicos ligados a la seguridad y al sentido de poder que operan en este fundamentalismo, que él analiza con profundidad en el "protestantismo de la recta doctrina" de su propia iglesia de origen. Tampoco podemos silenciar el hecho de que la soberbia, la acusación indiscriminada y la burlona

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autosuficiencia con la que muchos hemos respondido al fundamentalismo no han hecho más que confirmarlo.

ii) Hay, sin embargo, un elemento positivo que me parece más importante: confrontados desde afuera por la crítica destructiva de las corrientes positivistas y ateas y desde dentro por las líneas teológicas que parecían vaciar de contenido la fe evangélica, muchos evangélicos vieron en el fundamentalismo la única barrera que podían levantar ante esos enemigos, la única defensa de una fe que daba sentido a su vida. Si a manos de la crítica atea y del liberalismo teológico perdían la Escritura, desde cuyas páginas habían recibido el mensaje de salvación; si el fervor de su piedad se enfriaba en una religión tan formal y ritualista como la que habían dejado al convertirse, si el relativismo ético los sumía en una anomia, destruyendo las normas que habían pautado su vida, y si el relativismo religioso destruía la motivación y la urgencia para comunicar el mensaje a otros, el peligro era mortal y había que buscar una respuesta. El fundamentalismo se les presentaba como una respuesta segura, como un baluarte inexpugnable y como un arma poderosa en el combate por la verdadera fe.

3. Si iba a haber una salida a esta situación, la respuesta debía surgir del propio seno de la piedad evangélica. Llega de dos maneras. Una, que miraremos más de cerca en el próximo capítulo, es el movimiento pentecostal. La otra, a la que dedicaremos unas pocas líneas para concluir nuestra reflexión de este capítulo, es lo que se ha llamado el movimiento "neo-evangélico", un neologismo que no me gusta: preferiría hablar sencillamente de la renovación evangélica que en América Latina ha estado representada principalmente por la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL), vinculada con los nombres de Rene Padilla, Pedro Savage, Samuel Escobar, Pedro Arana, Emilio A. Núñez y muchos otros, y que ha tenido una gravitación cada vez mayor en el mundo evangélico desde sus orígenes en 1970. Sin duda ha sido también estimulada y nutrida por movimientos en el exterior, particularmente en grupos evangélicos en los Estados Unidos y en el ala evangélica del anglicanismo británico. Pero tiene rostro propio y una historia particular en nuestro continente. Me animaría a señalar lo que considero los rasgos más significativos:

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i) Se rescata y recupera una tradición evangélica, particularmente ligada al movimiento anabautista de los siglos XVI y XVII y al despertar evangélico del siglo XVm en Inglaterra y los Estados Unidos (del que hablamos antes) tanto en la tradición reformada como en la wesleyana, pero también a los orígenes de nuestro propio protestantismo misionero en América Latina. Los trabajos de Escobar, Arana y Padilla nos muestran, al mismo tiempo, que no se trata de la mera reivindicación de una tradición sino de buscar en ella elementos que fecunden una reflexión teológica y una práctica evangélica para la América Latina de hoy;

ii) el movimiento comienza por una afirmación de la centralidad de las Escrituras, en el doble frente de la crítica al torpe literalismo y la arbitraria interpretación del fundamentalismo y de un liberalismo que parecía reducir la Biblia a una colección de documentos del pasado o un repositorio de verdades religiosas y éticas generales y universales. En la reunión de Cochabamba de 1970 se lo expresa así:

El asentimiento a la autoridad de la Biblia podría considerarse como una de las características más generales del movimiento evangélico en América Latina ... Cabe, sin embargo, admitir que el uso real de la Biblia por parte de la generalidad del pueblo evangélico latinoamericano no siempre coincide con ese asentimiento que la distingue. La Biblia es reverenciada, pero la voz del Señor que habla en ella no siempre es obedecida ... Necesitamos una hermenéutica que en cada caso haga justicia al texto bíblico ... El mensaje bíblico tiene indiscutible pertinencia para el hombre latinoamericano, pero su proclamación no ocupa entre nosotros el lugar que le corresponde.33

Desde entonces el trabajo se ha profundizado y ampliado y podemos verlo en comentarios bíblicos, trabajos de traducción y exégesis, y otra serie de producciones significativas;

iii) la afirmación de la FTL comienza con una crítica de la "aculturación" del protestantismo evangélico latinoamericano a las pautas culturales de los países misioneros. En Lausana (1974) Rene Padilla rechaza la identificación de la fe evangélica con el "American way of life". 3 4 En El Evangelio hoy,35 el mismo autor dirá: «Desde que la Palabra se hizo hombre, la única posibilidad en cuanto a la comunicación del Evangelio es aquella en que éste se

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En su famoso Siete ensayos sobre la realidad peruana, sentenciaba

Carlos Mariátegui en 1928:

El protestantismo no consigue penetrar en América Latina por obra de su poder espiritual y religioso sino de sus servicios sociales (Y.M.C.A., misiones metodistas de la sierra, etc.). Este y otros signos indican que sus posibilidades de expansión normal se encuentran agotadas.1

A la sazón tenía razón Mariátegui: el protestantismo contaba ya con casi medio siglo en la región; las iglesias estaban instaladas, pero sólo habían logrado, a nivel estrictamente religioso, cosechar miembros en lo que hace años yo llamé «el polvo suelto en la superficie de la sociedad latinoamericana». Lo que no podía adivinar el escritor peruano era que, veinte años atrás, en una ciudad portuaria de Chile y un par de años después de aquélla en la creciente Sao Paulo , había comenzado a gestarse un protestantismo que, en las transformaciones sociales que empezaban a aparecer casi a la fecha en que él escribía, quebrarían la barrera que clausuraba para el protestantismo el acceso a las

masas populares. El más notable de los misioneros venidos a América Latina,

coincidiendo explícitamente con la crítica de Mariátegui, sostenía que «ningún movimiento cristiano puede tener éxito si no conmueve a las masas ... Estoy convencido de que mucho esfuerzo misionero y la obra cristiana en general han errado por tratar de

encarna en la cultura para ponerse al alcance del hombre como ser cultural». 3 6 Poco después, en la consulta sobre "Evangelio y Cultura" de Willowbank se profundiza el tema, distinguiendo un diálogo crítico y positivo con la cultura de un rechazo o una aceptación acríticos e mcüscriminados.

iv) No podía tardar mucho la consideración de los elementos estructurales —políticos, económicos, sociales— de la realidad latinoamericana. Samuel Escobar continúa subrayando los aspectos sociales: «La tentación de los evangélicos es reducir el evangelio, mutilarlo, eliminar la demanda de frutos del arrepentimiento ... Una espiritualidad sin discipulado en los cotidianos aspectos sociales, económicos y políticos de la vida es religiosidad y no Cristianismo».3 7 La Asamblea de la FTL celebrada en Quito en 1990, conmemorando los veinte años de la fundación de la FTL, resume y "relanza" trabajos realizados en una serie de consultas sobre economía, política y sociedad, de los años anteriores.3 8 Sin duda se advierte la diversidad de análisis y de posturas, pero igualmente la seriedad y urgencia con que se encara el trabajo. Las consultas y estudios sobre la problemática económica son igualmente valiosos. Los efectos de esa labor fueron más que visibles en CLADE III (1992), celebrado en Quito bajo el tema: «Todo el Evangelio para todos los pueblos desde América Latina»;

v) esta última reunión rebasa los límites de la FTL para const i tuirse en un verdadero "congreso protestante latinoamericano" tanto por la amplitud de la representación como por la riqueza de los materiales y la libertad de la discusión. Estuvimos allí en presencia de un verdadero "evento ecuménico" —si los lectores me perdonan el uso de este término contro-versial— del protestantismo latinoamericano.3 9

Esta valoración positiva —que me parece sólo un acto de justicia— creo, sin embargo, que deja planteada una pregunta: ¿Es el marco teológico de la tradición "evangélica" suficientemente amplio, suficientemente abarcador, suficientemente rico como para recuperar y reformular en él una teología del protestantismo latinoamericano? Como decíamos con respecto al "rostro liberal" del protestantismo: ¿no será también aquí necesario reclamar nuestra identidad evangélica, examinarla críticamente y procurar superarla positivamente?

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y estratificaciones sociales generadas en la aplicación de las políticas económicas y sociales del "neoliberalismo"; tiene otra racionalidad, más vinculada al uso de medios creados por la "razón técnica" y empleados "desde arriba" sobre las nuevas condiciones, muy diferente de la "creación social" popular del pentecostalismo criollo. Genera, por consiguiente, otro tipo de adhesión, más ligada al "consumo de bienes religiosos" que a la incorporación activa a un sujeto religioso intencional. Por consiguiente, creo que requiere otros métodos de investigación y otras pautas teológicas de valoración. No es ese el caso de los movimientos carismáticos dentro de iglesias ya establecidas. Estos, sin embargo, también difieren por originarse contra el trasfondo de una práctica religiosa protestante o católica ya establecida y en general dentro de los parámetros de la misma y por pertenecer, en su mayoría, a sectores de clase media, con sus características psicológicas y sociales propias. Es de esperar que un trabajo metodológico más preciso y profundo permita entender mejor estas realidades del campo religioso latinoamericano actual.5

I. ¿Qué representa el pentecostalismo dentro del protestantismo latinoamericano?

A diferencia de lo que hemos hecho en casos anteriores, no me parece adecuado comenzar con las raíces extranjeras del pentecostalismo. No se trata de negarlo; sobre ello volveremos en la segunda sección de este capítulo. Comenzar allí, sin embargo, oscurecería la naturaleza del fenómeno que intentamos evocar. Sin duda tuvo importancia el contacto del pastor Hoover con las pr imeras manifestaciones pentecostales norteamericanas; curiosamente por medio de una carta y un librito enviado a la esposa del misionero, desde la India, por una amiga misionera que había descubierto allí el movimiento nacido en California apenas cuatro años atrás. O la historia del italiano valdense Luigi Francescon, que había recibido el bautismo del Espíritu en una congregación bautista de habla italiana de Chicago en 1907 y vino a Argentina y Brasil en 1910 como resultado de una visión. Pero estos "disparadores" no hacen sino despertar una vivencia religiosa

alcanzar exclusivamente a los líderes».2 Tal vez era una confesión, luego de dieciséis años de intentar, precisamente, la "evangelización de los intelectuales". Veinticinco años después, ya radicado en Estados Unidos y luego de una "tournée" latinoamericana, John A. Mackay - p u e s de él se t r a t a - saludaría el crecimiento pentecostal como cumplimiento de aquella visión de 1939:

Los pentecostales tenían algo que ofrecer, algo que hizo vibrar a gente aletargada por la monotonía y desesperanza de su existencia. Millones respondieron al evangelio. Su vida fue transformada, se les amplió el horizonte; la vida cobró un significado dinámico. La realidad de Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo -que previamente no habían sido sino términos sentimentales ligados al ritual y al folclore- cobraron nuevo significado, llegaron a ser medios por los cuales se comunicaba luz, fortaleza y esperanza al espíritu humano. La gente se transformó en personas, con un propósito para vivir.3

Entretanto, en efecto, el movimiento pentecostal estaba bien avanzado en ese desarrollo que ya comenzaba a fascinar a los estudiosos de fenómenos religiosos.

Todas las historias del pentecostalismo latinoamericano comienzan con el "despertar" asociado con el nombre del misionero Willis C. Hoover, la Iglesia Metodista y la ciudad de Valparaíso, en Chile y continúan con Francescon y las Asambleas de Dios en Brasil. Luego el pentecostalismo se multiplica, se diversifica y se expande, y desde la década de 1950 se presenta como el rostro popular del protestantismo en América Latina:4 14.500 en 1938, 1.000.000 en 1950, 37.000.000 en 1980. Y los entusiastas hablan de 65 millones de pentecostales al fin del milenio.

No es mi propósito seguir esa historia. Menos aún tratar de "tipificar" los distintos "pentecostalismos". Nos interesa también aquí reflexionar sobre su piedad y teología. Y para hacerlo nos limitaremos a lo que ha sido llamado "pentecostalismo criollo", colocando entre paréntesis las nuevas corrientes pentecostales de la última década y los movimientos carismáticos dentro de las iglesias "tradicionales". No se trata de negar o subestimar la importancia de estos movimientos. En cuanto al primero, creo que su diferencia con el pentecostalismo criollo es de orden cualitativo: se inscribe en otra dinámica social, relacionada con las condiciones

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¿Es posible que haya una racionalidad que permita comprender lo que ocurre? Una nueva generación de "protestantismo liberal" comienza a tratar de responder estas preguntas. Su instrumental para hacerlo nace de la racionalidad moderna que conformó tal protestantismo: se trata de buscar la respuesta en las ciencias sociales.

3. Desde esa perspectiva aparece una serie de hipótesis diversas pero que tienen un denominador común: ven el pentecostalismo como un movimiento que se sitúa en la transición de América Latina, de una sociedad tradicional a una moderna o, más específicamente, en la transición de una sociedad mayormente agraria a una parcialmente industrializada, de una sociedad rural a una urbana. La inserción del pentecostalismo en este espacio de cambio es vista desde varias perspectivas. Aunque éste no es nuestro punto central de concentración, conviene repasar rápidamente algunas de las tesis más características:

Aunque hay algunos trabajos anteriores, curiosamente tres obras protestantes —dos de ellas suizas y una brasileña de origen alemán— son las primeras que intentan un análisis a fondo del fenómeno pentecostal.

El profesor e historiador Walter Hollenweger,7 lo ve como un fenómeno típico de la cultura de las clases populares: es una religión oral, que se expresa en símbolos —canto, danza— y emoción, preconceptual, de la que no puede esperarse una teología explícita y sistematizada. La perspectiva que se emplea corresponde a una visión para la que hay una especie de "progreso" desde etapas más pr imit ivas , inart iculadas y primarias a otras más evolucionadas, caracterizadas por el discurso escrito, capaces de abstracción y sistematización. Hay en esta teoría una cierta verdad: parecería, en efecto, que tanto a nivel del desarrollo psíquico individual como al de las sociedades, los procesos de abstracción, conceptualización y sistematización llevan cierto tiempo en desarrollarse. A menudo, sin embargo, estas teorías traicionan ciertos prejuicios: que se trata de un avance de formas "inferiores" a otras "superiores"; que las segundas son más "profundas" o tienen mayor riqueza que las primeras; que la "abstracción" capta con mayor precisión las realidades a las que se refiere. Nos

de sectores populares latinoamericanos. La semilla podrá haberse producido en Los Angeles o Chicago, pero fue plantada en tierra latinoamericana, se alimentó de los jugos vitales de esta tierra y las nuevas masas populares latinoamericanas comprobaron que el sabor de los frutos correspondía a las demandas de su paladar. Francescon, Hoover o Berg pueden haber tenido acento extranjero pero "la lengua del Espíritu" que hablaron encontró un eco en los portuarios de Valparaíso o los obreros de Sao Paulo y fue repetida en el lenguaje de "rotos" chilenos, de indígenas tobas o aymarás o de campesinos centroamericanos.

1. El protestantismo latinoamericano no repararé en lo que estaba ocurriendo hasta que las congregaciones pentecostales comenzaron a multiplicarse en sus vecindades. Para el protestantismo "evangélico" representaban un desafío y una tentación. Podían reconocer en los pentecostales su propia teología, sus posturas éticas y su celo evangelizador. Pero sus manifestaciones les resultaban extrañas y su crecimiento a la vez los asustaba y los seducía. Algunos se atrincheran en su identidad denominacional y los rechazan, otros se entusiasman y los emulan. Se generaron conflictos y en algunos casos rupturas. Bautistas y Hermanos Libres sufrieron más agudamente estas tensiones, pero tampoco están ausentes en metodistas, presbiterianos o Discípulos de Cristo.

2. Para el protestantismo "liberal" el tema fue aún más difícil. La primera reacción fue decididamente negativa. La Iglesia Metodista de Chile lo resolvió drásticamente el 12 de setiembre de 1909: Hoover y sus seguidores fueron expulsados de la Iglesia Metodista, y las enseñanzas y prácticas de su movimiento fueron rechazadas por «antimetodistas, contrarias a las Escrituras e irracionales». «En ese día —comenta Hollenweger— los metodistas aseguraron la ley y el orden pero perdieron el corazón de la gente. Los pentecostales [chilenos] celebran el 12 de setiembre como el aniversario de su reforma.»6 El tiempo limaría las asperezas. Pero, por muchos años, el veredicto sería el mismo.

Cuando la Iglesia Metodista califica de «irracional» al pentecostalismo, plantea un problema que no puede quedar sin respuesta. ¿Sobre la base de qué racionalidad se hace ese juicio?

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sorprende luego cuando culturas "desarrolladas" regresan a manifestaciones que hallan más satisfactorias, más completas, más expresivas.8

Los sociólogos Emilio Willems y Christian Lalive d'Epinay estudian el pentecostalismo chileno y brasileño siguiendo un esquema weberiano: el pentecostalismo funciona como una salida o una manera de responder a la crisis personal y colectiva desencadenada por el paso de una cultura rural tradicional a una urbana, industrial y democrática. Para Willems9 el pentecostalismo construye un camino de transición hacia la nueva identidad, modos de vida y estructura social, y por él los fieles pueden ingresar positivamente en la sociedad moderna, adaptándose a ella. 1 0 Para Lalive, 1 1 en cambio, lo que el pentecostalismo les ofrece es un "refugio" que, a la vez que les permite vivir en la nueva sociedad, los protege, recreando en la comunidad eclesial una especie de "sociedad tradicional" de recambio. Para ambos, la nueva identidad que la conversión provee, el liderazgo abierto que no se legitima profesionalmente sino por el carisma personal y la solidaridad cara a cara de la comunidad pentecostal son los nuevos factores que hacen del pentecostalismo una religiosidad adecuada a la condición de anomia producida por el cambio.

También para el sociólogo brasileño Francisco Cartaxo Rolim 1 2

es fundamental la transición. Pero hace dos críticas importantes a sus predecesores. La primera es que se preocupan más de "lo que el pentecostalismo hace" que de "lo que el pentecostalismo es", a saber, un movimiento religioso y por lo tanto impostado en el plano simbólico, de búsqueda de sentido. La segunda es que la transición en la sociedad no debe verse principalmente como un paso de lo agrario a lo urbano, de la sociedad tradicional a la moderna, sino como una t ransición de un sis tema económico a otro, específicamente, al capitalismo dependiente. Por consiguiente, el problema tiene que ver con un conflicto de clase. Siguiendo una línea marxista, Rolim presupone que la identidad de los sectores sociales sólo puede construirse en relación con su posición en la estructura social. Así el pentecostalismo es parte de una identidad propia de una «clase indefinida» que se ubica entre la clase media y los trabajadores,1 3 necesariamente portadora de una conciencia ambigua. Por eso, cuando lo compara con las comunidades de

base (CEBs) concluye que, mientras que el pentecostalismo desplaza el reclamo de justicia social hacia el mundo espiritual (porque no tiene una definida inserción de clase en el mundo obrero), las CEBs crean conciencia social porque son una clase "en sí y para sí". Aunque esta proposición sea muy discutible, el enfoque de Rolim tiene el valor de ver al pentecostalismo, no sólo como parte de una dinámica social, sino como una estructura de significado, como un fenómeno específicamente religioso. Incluso intenta definir su teología -a la que, por supuesto, llama "ideología pentecostal"— y reconoce la medida de continuidad que existe entre esa religiosidad y la tradicional latinoamericana.

Nuevamente debemos preguntarnos si éstas son las presuposiciones adecuadas para entender un hecho religioso. Es razonable pensar que la posición en la estructura social influya en las características del fenómeno religioso. Sin embargo, ¿lo hará al extremo que supone Rolim? Aun dentro de la misma clave, los trabajos de Néstor García Canclini permiten avanzar más. Por una parte, si es cierto que los sentidos que construye un sector social tratan de armonizar su visión de la realidad con las condiciones objetivas en las que vive, también lo es que no se trata de visiones "congeladas" sino de procesos dinámicos en los que cada sector lucha por imponer una perspectiva del mundo que no sólo tiene que ver con su situación estructural sino también con sus tradiciones - en este caso, sus tradiciones religiosas- y con otros elementos: «lo que el hombre imagina más allá de sus condiciones materiales». 1 4 Entonces, «es razonable pensar ... que debamos considerar la posibilidad de que haya otros órdenes de la vida humana (conflictivos o no) que se expresen a través de canales religiosos: el miedo a la muerte o a la enfermedad, el sentido de culpa, la búsqueda de un sentido trascendente a la vida». 1 5 En esta dirección comienzan a aparecer estudios que buscan una clave hermenéutica del sistema simbólico pentecostal utilizando trabajos de autores tan diversos como Ricoeur, Cassirer, Bourdieu o Luckmann.

4. No conviene olvidar que todos estos ensayos comparten una ubicación común: miran al pentecostalismo desde fuera. Aun un "observador participante" -como se define Lalive- sigue gozando

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de esa "ventaja", que podría garantizar mayor objetividad, y sufriendo esa limitación, el difícil acceso a los datos de una subjetividad que no comparte y que es el corazón mismo de lo que estudia. Por eso no es de extrañar que los pentecostales miren dubitativamente estos estudios: por una parte, se reconocen en ellos en su realidad social; por otra, sienten que no se ha tenido en cuenta lo que les es más decisivo y vital.

Una segunda o tercera generación de pentecostales, que conoce a fondo las categorías de los trabajos realizados y no rechaza algunas de sus hipótesis, comienza a elaborar desde dentro una comprensión más profunda de la experiencia pentecostal. Dos obras recientes me parecen particularmente valiosas al respecto: la investigación del equipo chileno apoyado por SEPADE y publicada en dos tomos bajo el sugestivo título de En tierra extraña16 y los trabajos del encuentro pentecostal latinoamericano realizado en Chile en 1990. 1 7 Antes de referirme a ellos, sin embargo, quisiera plantear el tema de "la teología pentecostal normativa", que nos permitirá —en la última parte— un diálogo con estos nuevos intentos.

II. La teología del pentecostalismo

1. ¿Hay una teología "pentecostal"? Si bien casi todos los autores previenen que es necesario tener en cuenta las variaciones teológicas existentes dentro del pentecostalismo, la mayoría coincide en un esquema teológico vertebrado en torno a cuatro temas:

La salvación, por la gracia de Dios, ganada por la muerte vicaria de Jesucristo —la sangre redentora— y recibida por la fe. Aquí es central la experiencia de la conversión, pues si es verdad que la gracia es gratuita y para todos, la experiencia personal de esa gracia, frecuentemente pero no siempre asociada a una conversión dramática e identificable biográficamente, da realidad personal a la salvación. 1 8

El bautismo del Espíritu Santo, interpretado como una "segunda experiencia", testimoniada por el "don de lenguas" y vinculada a la santificación, que a veces se entiende como un proceso de crecimiento y otras como un don divino impartido en una experiencia única y definitiva. Si bien no todos los pentecostales

dan el mismo peso al "don de lenguas", para todos el "recibir poder" es central al bautismo del Espíritu o en el Espíritu.

La sanidad divina como promesa para todos los creyentes, que se hace realidad en la comunidad de la iglesia, habitualmente mediante la oración y la imposición de manos. Hay que reconocer que el énfasis en la sanidad no es igual en las diversas ramas del pentecostalismo. 1 9

Una escatología apocalíptica, casi siempre premilenarista, cuyos subtemas suelen ser: la resurrección, la segunda venida y el Reino milenario, el juicio y el Reino eterno.

Este esquema no supone la negación de las otras doctrinas clásicas de la fe. Algunas declaraciones doctrinales incluyen la inspiración de las Escrituras (Asambleas de Dios, 1949), calificada en algunos casos de "verbal" (Iglesia de Dios de Cleveland), la doctrina de Dios y la Trinidad (Iglesia de Dios de Cleveland y Asambleas de Dios), una cristología calcedonia (ambos grupos), el bautismo (normalmente de creyentes) y la iglesia. Pero lo que Donald Dayton llama «el patrón cuádruple»: «Cristo Salvador, Santificador, Sanador y Rey que viene» parece representar adecuadamente la tradición común del pentecostalismo. 2 0

2. Debemos incluir este resumen en el contexto de lo que señalamos en el capítulo precedente sobre los "avivamientos" en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX, porque allí se enciende la chispa del despertar pentecostal. En realidad, toda la teología del avivamiento norteamericano se inscribe en una "teología del Espíritu" que se mueve, por así decirlo, en tres etapas que en buena medida se superponen: la conversión como obra subjetiva del Espíritu en la salvación, la santificación como "segunda bendición" —sea repentina o gradual, plena o creciente, a veces llamada "bautismo del Espíritu"— y la "plenitud del Espíritu" (o "recibir el poder del Espíritu"), asociada en el pentecostalismo al don de lenguas y otras manifestaciones extáticas (a veces consideradas una "tercera bendición" y otras identificadas con la segunda).

Habitualmente se habla del comienzo del pentecostalismo con las manifestaciones del ministerio del pastor negro William Seymour en el salón de la calle Asuza en Los Angeles en 1906. En

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su obra clásica, The Holiness-Pentecostal Movetnent in the United States,21 V. Synan caracteriza esta teología como «arminiana, perfeccionista, premilenarista y carismática».

Pero esta interpretación ha sido criticada por quienes ven un doble origen,22 uno de cuyos componentes está más ligado a la tradición reformada y bautista. Siguiendo estas interpretaciones, el pastor Dou-glas Petersen, misionero de las Asambleas de Dios en Costa Rica, sostiene en su tesis doctoral que debe hablarse de dos corrientes que convergen en el movimiento: la tradición wesleyana de santidad y la línea premilenarista y dispensaáonalista de las Conferencias de Keswick y de las «Prophecy Conferences» en su inserción dentro del movimiento de Moody, Torrey y otros evangelistas. La "recuperación" del don de lenguas, cuya larga tradición conocemos y que había tenido ya manifestaciones en los avivamientos de la segunda mitad del siglo XIX, viene a transformarse en un elemento distintivo del pentecostalismo desde el ministerio de Parham en Tope ka, Kansas (del que se desprende -en parte debido a las tendencias racistas de Parham- el evangelista laico Seymour), y la tradición del "empower-ment" relacionado con la evangelización, sanidad y milagros, más ligada a la línea Keswick e igualmente recibida en algunas líneas del desarrollo pentecostal. La convergencia de las dos líneas no impide que los énfasis difieran entre quienes están más ligados a una u otra.

3. El rápido desarrollo posterior, tanto en la propia California como en el este y en iglesias bautistas de Chicago, pronto genera una variedad de iglesias, ya sean nuevas o entre las existentes en el movimiento de santidad, que asumen el pentecostalismo. Esta es la tradición teológica de las diversas iglesias pentecostales que ingresan a América Latina en la primera mitad de este siglo.

III. ¿Una teología pentecostal latinoamericana?

1. Los trabajos de Sepúlueda y Campos, que mencioné anteriormente, buscan una expresión teológica que se origine en la propia experiencia pentecostal latinoamericana. Así Sepúlveda describe la teología pentecostal de la experiencia chilena inicial (1910-1960) «en el contexto de la exclusión», cuyos ejes serían (a) una visión maniquea del mundo (Espíritu vs. materia, cielo vs. tierra, iglesia

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vs. mundo, creyente os. gentil, Dios vs. diablo, bien vs. mal y alma vs. cuerpo) como una radicalizacióndebida «a una experiencia real de la negatividad y crueldad del mundo». «Cuando un pentecostal dice: "este mundo nada ofrece, sólo ofrece perdición" no está haciendo una afirmación dogmática sino narrando o tematizando su propia experiencia» (miseria, desocupación, enfermedad, alcoholismo, etc.); (b) «determinismo y pesimismo antropológico» describirían respectivamente la experiencia del "hombre viejo", incapaz de liberarse por sí mismo de ciertos «vicios», y su sentido de impotencia frente a fuerzas objetivas que no puede dominar (personificadas en Satanás y los demonios); (c) la afirmación de «el poder del Espíritu Santo» no responde en el pentecostalismo chileno, a diferencia del norteamericano, a una doctrina y una codificación sino a un reconocimiento de la obra del Espíritu en «múltiples manifestaciones ... desde las lenguas angélicas hasta la simple alegría, pasando por la danza, las visiones, etc.... la certeza de la cercanía y la presencia viva de un Dios perdonador y acogedor ... Es una forma de reapropiación social y popular del poder de Dios frente a su apropiación sacramental por la Iglesia Católica y su apropiación racionalista por la predicación del protestantismo histórico»; (d) igualmente, frente a la apropiación de la Biblia por los "profesionales de la religión", «desaparece toda mediación entre el creyente y la Biblia que no sea la iluminación e inspiración del Espíritu Santo»; cada creyente puede tener su propia Biblia, leerla, comprenderla y predicarla; (e) finalmente, hay «una "Iglesia Militante" a la que se ingresa por la conversión y a la que supedita sus intereses personales, en la que participa plenamente y con la que asume un compromiso total». 2 3

2. ¿Alcanza esta teología? Probablemente, nadie que haya tratado siquiera mínimamente a hermanos y congregaciones pentecostales querrá disputar la exactitud de esta interpretación. Sepúlveda, sin embargo, quiere plantearse la pregunta acerca de cómo el pentecostalismo criollo puede evolucionar teológicamente frente a los cambios que se producen en la sociedad (en su caso, Chile, la apertura social de 1964 a 1973 y la dictadura de 1973 a 1985). Es que ahora el pentecostal no se percibe ya más simplemente como alguien excluido de un mundo dominado por Satanás, sino como

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a la vez un avance institucional y un sentido más reflexivo de responsabilidad social.

ii) En segundo lugar, varias consultas latinoamericanas de iglesias pentecostales -por cierto, no de todas el las- han tratado de articular unas convicciones éticas con respecto a la sociedad, una especie de "proyecto de credo social". El «Encuentro de Pentecostales Latinoamericanos», celebrado en Salvador (Bahía, Brasil) en enero de 1988, comprueba que:

Las experiencias narradas por los expositores y compartidas por todos los grupos nos permitieron reconocer como un hecho nuevo, y ya con cierta fuerza en el universo pentecostal, la emergencia de iglesias pentecostales que, superando una histórica tendencia a la marginación de lo social, se han ido comprometiendo con los que sufren y descubriendo nuevas formas de participación social.24

El encuentro siguiente tiene lugar en Santiago de Chile en diciembre de 1990, bajo el tema: «Pentecostalismo y liberación» y se propone «[pjropiciar un espacio para debatir problemas, desafíos y aportes del movimiento pentecostal en el contexto latinoamericano». 2 5 Dos párrafos me parecen significativos para resumir esta nueva conciencia:

El movimiento pentecostal se ubica, mayormente, entre los sectores más empobrecidos de nuestros campos y ciudades. Desde esa realidad, que fue también la realidad desde la cual Jesús situó su ministerio (Le. 4.18), el pentecostalismo desafía a una sociedad en pecado y en franco proceso de descomposición. Al mismo tiempo es retado por la necesidad de justicia y restauración de nuestros pueblos, y ahí resaltan la marginación de la mujer, de los aborígenes, de los negros, de los jóvenes. A estos desafíos se les dan respuestas esperanzadoras, pero también muchas veces escapistas. Reafirmamos nuestra convicción en la obra del Espíritu Santo, que se manifiesta en los diversos dones; en las experiencias de fe que impactan la vida personal, la vida familiar, la vida comunitaria y toda la creación, transformándolas y llenándolas de la plenitud de Dios. Plenitud de Dios que se muestra en la multiforme gracia del Señor, en las acciones liberadoras del Espíritu que quiebran estructuras pecaminosas de destrucción, miseria y muerte vencidas por Jesucristo; en los testimonios poderosos de mujeres y varones que en la Iglesia y fuera de ella, luchan y trabajan por «la vida abundante», promesa de Jesús, con los pobres, los tristes, los que no tienen quien los socorra, los oprimidos.

un posible participante en cambios democráticos que mejoren la condición de todos, un excluido por factores históricos (la dictadura) que pueden ser identificados. Quienes así lo perciben comienzan a leer la Biblia con otros ojos, a ver la militancia y la misión crist iana de otra manera, a buscar su "identidad pentecostal" en otros términos. Pero, al mismo tiempo, ese cambio implica una cierta "mediación ideológica" en la que muchos temen perder su identidad evangélica y algunos encuentran como única salida la defensa del statu quo y, por lo tanto, se inclinan por líneas de participación social y política que lo aseguren (con lo cual, en efecto, también asumen una mediación ideológica de otro signo).

Se me ocurre que habría aquí un interrogante a plantearse: ¿en qué medida son esas opciones ideológicas resultado de la experiencia general del pueblo pentecostal -como parece pensar Sepúlveda-- y en qué medida son opciones ideológicas de algunos dirigentes, que no son necesariamente asumidas por la mayoría? Las indicaciones de los resultados de la votación en el mismo Chile en plebiscitos y elecciones en circunscripciones con una presencia pentecostal significativa parecen sugerir que no siempre las opciones de los dirigentes, que son seguidas en el plano religioso, lo son también en el político. Esta sospecha puede corroborarse en otras experiencias "políticas" de líderes pentecostales en otros países latinoamericanos. Esta observación, sin embargo, no invalida la afirmación fundamental de Sepúlveda en el sentido de una evolución de la conciencia pentecostal , de un plano dominantemente simbólico a uno más histórico.

Parece necesario señalar que ese paso a una participación social y política más marcada tiene al menos tres formas de expresión, que en algunos puntos resultan contradictorias.

i) Por una parte, es evidente que surge en las iglesias pentecostales una conciencia social que se expresa en "servicio a los más necesitados", ya no simplemente a nivel personal y ocasional sino en forma institucionalizada, y no sólo a los miembros de la iglesia sino a la comunidad que los rodea. Los programas de servicio a la infancia de las Asambleas de Dios en América Central, los servicios sociales, médicos y jurídicos que se ofrecen en muchas iglesias pentecostales y otros proyectos semejantes ~a veces un tanto resistidos por pastores o grupos más tradicionales- muestran

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Por otra parte, la falta de experiencia de quienes asumen estas actividades - e n no pocos casos pastores cuya popularidad local se ha construido desde su üderazgo reÜgioso o actividad benéfica— los hace muy vulnerables a las tentaciones del poder o a las "artimañas" de una poütica caracterizada por el clienteüsmo. Tal vez sería deseable que la creciente conciencia social de estas y otras comunidades evangéücas que habitualmente han estado ausentes de la actividad poütica se encaminaran por la participación en "movimientos sociales": asociaciones vecinales, grupos que se ocupan de diversos intereses de la comunidad, asociaciones de consumidores, movimientos ecológicos, entidades de derechos humanos, asociaciones cooperadoras de escuelas u hospitales y otras muchas formas de participación social a nivel local o nacional. En primer lugar, porque las metas y propósitos están más acotados y específicamente definidos, y los creyentes pueden participar más confiadamente; en segundo lugar, porque las relaciones son más personales y cara a cara, más semejantes a lo que están acostumbrados en la comunidad eclesial y, finalmente, porque hay menos nivel de corrupción y la lucha por el poder es menos violenta. En este sentido, los participantes pueden obtener experiencia, a la vez que hacen una contribución a la vida púbüca. Las constituciones más modernas de nuestros países comienzan a incluir diferentes posibiüdades de participación indirecta o semi-directa en la vida poütica, en las cuales los evangéÜcos pueden comenzar a encauzar su conciencia social. Por cierto esto no reemplaza ni reduce la importancia y necesidad de la vida poütica, en el sentido más estricto, y la participación partidaria, pero tal vez provee un espacio donde las vocaciones potincas específicas pueden despertar y desarroüarse.

3. Es claro que no todo el pentecostaüsmo, ni siquiera todo el pentecostaüsmo crioüo, comparte esta nueva conciencia ni se abre espontáneamente a una participación social y poütica. También lo es que tenemos aquí expresiones de una dirigencia pentecostal. Pero queda en pie la pregunta si las iglesias que se han movido en esta dirección y los dirigentes que las expresan "expÜcitan" un desarroüo real de la conciencia reÜgiosa y expresan las aspiraciones sociales del pueblo pentecostal o si, por el contrario, introducen

Me he permitido destacar frases que, entre otras, marcan una significativa profundización de la conciencia teológica: una lectura de la Biblia que avanza más allá de lo literal a una fusión, que el pentecostal ya hace en la práctica, del horizonte social del texto y el propio; una visión de la sociedad que toma en cuenta los aspectos estructurales de la vida humana --opresión, discriminación, descomposición social— y ve en ellos un ámbito de acción del Espíritu; y consiguientemente la conciencia de que, en ese espacio —fuera de la Iglesia— hay una genuina vocación evangélica.

iii) Lado a lado de estas acciones de servicio y de estas reflexiones a nivel teológico y social se desarrolla, a menudo sin mayor contacto con aquellas, una "actividad política" de líderes y grupos pentecostales que incluso ha llamado la atención de observadores no creyentes. Los ejemplos conocidos del Perú en las últimas, elecciones, de convencionales evangélicos en Brasil, de intentos de formar partidos políticos evangéÜcos en Argentina y otros menos conocidos a nivel de elección de autoridades comunales y municipales o de funcionarios en puestos de indudable sentido poütico, para no hablar de la presencia evangéüca en la vida y las luchas poÜticas de Centroamérica, constituyen una nueva reaüdad que no podemos excluir de nuestro anáfisis.26

Las observaciones que me surgen de contactos personales, mayormente ocasionales y un tanto superficiales, me sugieren que, en la mayoría de los casos, no hay aún una vinculación consciente de la fe que profesan y la actividad política que han asumido excepto en la afirmación muy general de «hacer el bien» o «buscar ayudar» y las posibilidaades de evangelización (p. ej., llevar la Biblia y la oración al seno de la vida política o favorecer las condiciones de trabajo de la iglesia e incluso proteger la libertad religiosa). No es que esas motivaciones no sean genuinas y, en su medida, legítimas. Pero la falta de mediación de una estructura de pensamiento ético-social y de una comprensión analítico-crítica del ámbito político pueden fáci lmente t ra icionar la honest idad de las personas que participan (cuando optan por posiciones ideológicas cuyas consecuencias sociales no llegan a percibir) o dar lugar a una ins t rumentac ión " teocrá t ica" del poder —habitualmente bastante limitado— de esa participación.

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un "revulsivo" que provocará una crisis interna o conspirará contra la continuidad del crecimiento que lo ha caracterizado.

El problema es real pero no fácilmente resuelto, ¿estamos, finalmente, frente a un pentecostalismo pujante, creciente, pero amenazado por los mismos factores sociales que hacen posible su desarrollo? La pregunta no es puramente retórica cuando vemos las opciones sociales y políticas de importantes sectores pentecostales en el mismo Chile, en Perú, Brasil o Guatemala. Parecería que el pentecostalismo, al constituirse en un actor central del campo religioso, enfrenta decisiones en que ya no podrá perpetuar una vivencia de su experiencia de salvación en las condiciones de sus orígenes. Puede que muchos de los pentecostales se cuenten entre los pobres o marginados, pero conjuntamente representan un actor social y político, lo que cambia el contexto de su experiencia y consecuentemente los contenidos implícitos en ella.

En un excelente artículo, que por respeto a su complejidad y riqueza me eximo de resumir, Bernardo Campos desarrolla, con un aparato teórico distinto del de Sepúlveda, una tesis semejante: la exclusión de que el pentecostal es víctima se transforma en factor positivo porque le permite romper con el sentido de «la socio-producción oficial» y «crear su propio sentido».

De ese modo, la ruptura de un sentido opera simultáneamente la creación (recomposición) de otro sentido. Es una labor artesanal con la que la comunidad pentecostal produce (reconstruye) el mundo, auto-produciéndose P

Hasta ahí todo va bien. Pero un poco más adelante, Campos continúa:

De esa forma, la comunidad pentecostante articula una visión del mundo acuñándola con los elementos de que dispone en el momento. No importa si, para el caso, esos elementos ya están identificados con los modos de conocer o los modos de actuar deformaciones religiosas católicas o protestantes, si se corresponden con ideologías ... ancestrales de su mundo social antiguo ... o si son extraños a su producción nacional.28

¿Es verdad que en esta reconstrucción «no importan» los modos de conocer y de actuar que ya formen parte del bagaje previo de quienes reconstruyen? La propia experiencia religiosa —sea

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pentecostal o cualquier otra— ¿no está condicionada por ese "bagaje"? En relación con el movimiento pentecostal, varios observadores han notado aparentes "paradojas y contradicciones". Por ejemplo, André Droogers 2 9 señala algunas de estas paradojas:

i) La fe pentecostal rehabilita a los laicos por medio de los dones del Espíritu Santo. Sin embargo, hay iglesias con una fuerte estratificación y determinación del poder.

ii) Hay amplia posibilidad de expresión emocional en un contexto de una dirección rígida con un discurso fundamentalista.

iii) Los pentecostales rechazan este mundo y se apartan de él. Pero a la vez son vistos como ciudadanos y trabajadores ejemplares.

iv) Los creyentes evitan la política ... Sin embargo, algunos autores ven en las iglesias pentecostales una protesta social y en este momento algunas iglesias intervienen activamente en la política y otras emergen como la alternativa santa frente al comunismo.

v) La gente aparece como rechazando la sociedad y esperando la venida de Cristo, pero también comprometida con el aquí y el ahora.

vi) Los movimientos carismáticos imponen que la gente sea de la misma iglesia pero las congregaciones mantienen una amplia autonomía.

vii) Por un lado, las mujeres ocupan un papel central en la vida congregacional y, no obstante, formalmente su posic ión subordinada es justificada Biblia en mano.

A nivel puramente empírico, algunas de estas "paradojas" deberían examinarse con cuidado. Para mencionar sólo dos ejemplos: en cuanto a la última, referida a la situación de la mujer en la comunidad pentecostal, resulta interesante tomar en cuenta la tesis aún inédita de Elizabeth Brusco, que muestra cómo la modificación de las conductas "machistas", aun sin variar el símbolo de la subordinación femenina, de hecho cambia la praxis de la relación y, por consiguiente, la valoración propia y la conciencia de sí misma de la mujer.30 La otra "paradoja" requeriría un desarrollo más amplio: se trata de la relación entre una participación del laico en la comunidad pentecostal y la fuerte estructuración jerárquica que confiere un poder casi total a los dirigentes. El tema nos llevaría a una discusión del concepto de

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poder, a la que no podemos entrar en este momento. Pero sería interesante tomar en cuenta dos observaciones que Bourdieu coloca en tensión al estudiar el tema del poder. Por un lado afirma que:

La concentración de capital político en manos de un número pequeño de personas es algo muy difícil de evitar y, por lo tanto, lo que más probablemente ocurre es que los individuos más completamente comunes quedan desprovistos de los instrumentos materiales y culturales necesarios para participar activamente en la política...

Por otra parte, reconoce que:

La coincidencia estructural de los intereses específicos de los delegados y los intereses de los mandantes es la base del milagro de un ministerio sincero y eficaz. La gente que sirve bien los intereses de los mandantes es la que sirve bien sus propios intereses al servir a los otros.

Si bien Bourdieu se refiere aquí al poder pol í t ico, sus observaciones son, como él mismo lo dice, pertinentes —mutatis mutandis— también en lo religioso. 3 1 En este sentido ya Lalive llamaba la atención a que, si bien el poder ministerial se ejercía en el mundo pentecostal de manera autoritaria y tradicional, el acceso dependía del "carisma", la posibilidad de que el dirigente fuese capaz de promover e interpretar la experiencia religiosa común.

4. Cuestiones abiertas para una reflexión teológica. El problema planteado por las "paradojas" es, en realidad, más profundo y tiene que ver con la relación entre la lógica lineal de la racionaüdad "ilustrada" a la que estamos habituados y la racionalidad de lo simbólico, que incluye una "multivocidad" que se aproxima a veces mucho más a "la racionalidad de la vida" como es experimentada por el pueblo. Pretender reducir la segunda a la primera corre el grave riesgo de esterilizar la experiencia.

En la conversación en el curso de las conferencias que dieron origen a este libro, Bernardo Campos planteó el problema en términos que ayudan a la reflexión. Definió la "pentecostalidad" como una "categoría religiosa" que aparece, al menos, en toda la historia del cristianismo, una «experiencia espiritual» inmediata y transformadora (una «experiencia extática»), cuyo primer "logos"

—su primera articulación intelectual— es "el testimonio", un quehacer narrativo que se expresa en el culto y que «halla una primera racionalización en la predicación pública, en el discurso apologético o en la oración (experiencia contemplativa)». De allí hay una transición a la formulación ética o la confesión dogmática y la articulación teológica.3 2 El pentecostalismo, en una situación histórica y social particular, en este caso la de las sociedades latinoamericanas, vive esa experiencia y la expresa en la vida y el culto. El proceso de "teorización" apenas ha empezado. De allí una cierta "esquizofrenia" entre su experiencia y la teología que ha "heredado". La transición a una articulación propia lleva tiempo. Pese a estas clarificaciones considero aún válida la observación del problema de transición al que alude Sepúlveda y nuestra objeción a la resolución de Campos. De hecho, un sector importante del pentecostalismo se ve obligado a "reconceptualizar" los símbolos que ha "resignificado". Y esa "reconceptualización" teológica, aunque es siempre peligrosa porque puede enervar la dinámica del símbolo, no es indiferente sino que realimenta el significado del símbolo. En otros términos, el símbolo puede ser "multívoco", pero si resulta simplemente absurdo o contradictorio en relación con su nuevo "significado", tarde o temprano termina por ser desechado. En este sentido, persiste la necesidad de que el movimiento pentecostal examine su teología explícita en términos de la teología implícita en su experiencia fundante.

No se trata de una crítica al pentecostalismo. En realidad, las observaciones que he hecho se aplican en mayor o menor medida a todo el protestantismo evangélico latinoamericano, y tal vez no sólo a él. Menos aún puede interpretarse como una invitación a desdibujar su perfil o a "moderar" la intensidad de su experiencia. Precisamente porque el pentecostaüsmo es cuantitativamente la manifestación más significativa y cuaütativamente la expresión más vigorosa del protestantismo latinoamericano, su futuro es decisivo no solamente para el protestantismo en su conjunto sino para todo el campo reügioso y su proyección social. En ese sentido, muchos han advertido que el ropaje teológico que el pentecostalismo latinoamericano ha heredado es demasiado estrecho para abrigar su experiencia o para penrútirle la expresión libre de su vigor. Se trata, pues, de que desde esa misma experiencia se libere de las

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Cuando se pone lado a lado la conceptualidad fundamentalista con la que se expresa doctrinalmente el significado de la Escritura y la vivencia de la misma y la interpretación y el uso de los textos en la predicación o la exhortación, advertimos una incongruencia: son dos aproximaciones al "libro" totalmente diferentes: una busca en él "verdades" irrefutables; la otra, una inspiración, un poder, una orientación para vivir y actuar, una respuesta a su angustia o una expresión de su alegría. Una trata de acertar indubitablemente la "letra" y de interpretarla desde el positivismo del "sentido común"; la otra discierne en ella lo que "le dice el Espíritu" y la interpreta en el ámbito del "milagro". Son dos maneras de vivir la Biblia: para el fundamentalismo, es un testimonio objetivo, en alguna medida externo, que "está allí". El pentecostal, como lo dice Campos, «se siente parte del texto, "renarra" la Biblia, siente una "congenialidad con el texto"» que le permite actualizarlo, revivirlo en su situación, prolongarlo. En la tradición teológica se la ha llamado «interpretación espiritual», ha asumido diversas formas y ha ocupado un lugar importante en la vida de la iglesia.

Tal vez podrá decirse que estas dos maneras de vivir la Biblia pueden convivir —de hecho lo hacen— e incluso compatibilizarse. Creo que las cosas son más complejas. Porque, por una parte, la concepción de la Escritura y la tradición cultural que operan en el fundamentalismo llevan implícitas visiones teológicas e ideológicas que limitan el horizonte conceptual del pentecostalismo. Y el hecho de que la libertad de la interpretación "espiritual" de éste se realiza a pesar de la conceptualidad fundamentalista impide que la Escritura funcione adecuadamente como "control" de la libertad de interpretación.

En lugar de constituir una "mediación" que permite una comunicación fluida'y una interrelación saludable entre el texto y la experiencia, la conceptualidad fundamentalista "interrumpe" esa relación en ambas direcciones: ni la dinámica de la experiencia personal y social del pentecosta l ismo logra informar adecuadamente la lectura del texto ni éste hacer una crítica dinámica y constructiva de aquélla. Por supuesto, la obra del Espíritu muchas veces supera estas contradicciones. ¡Pero cuánto más rica podría ser la experiencia, la práctica y la lectura sin el

distorsiones y halle un lenguaje teológico que le sirva para explorar la riqueza de la experiencia del Espíritu y para superar así las contradicciones que a menudo se advierten entre su experiencia religiosa, su vigor eclesial, su conciencia de solidaridad y su pertenencia popular, por un lado, y el lenguaje y marco teológico en que pretende encuadrarlas y expresarlas, por otro.

Dos aspectos de esta necesidad de revisión se me ocurren centrales, pues en ellos me parece que la conceptualización dentro de la cual el símbolo fue asumido contradice de tal manera la experiencia y la práctica real de la gran mayoría del movimiento pentecostal actual, que amenaza provocar una crisis de fe en nuevas generaciones pentecostales. Me refiero al fundamentalismo bíblico y al apocalipticismo premilenarista.

i) «La esclavitud de la letra y la libertad del Espíritu.» Hemos subrayado repetidamente la centralidad de la Escritura en la vivencia pentecostal (en realidad, en toda la vida evangélica latinoamericana). Es su señal de identificación, cuando marcha a su iglesia con la Biblia bajo el brazo; es su "arma de defensa", cuando otros se burlan o descalifican su fe, y de "conquista", cuando da su testimonio y lo rubrica: «lo dice Dios en su Palabra»; es la respuesta a sus dilemas, cuando abre la Biblia "sin mirar" y "le salta a la vista" el texto que responde a su necesidad o problema inmediato; es la que le da un "lenguaje" para alabar al Señor, para orar, para dar su testimonio.

¿Qué pasa, sin embargo, cuando se trata de expresar conceptualmente "qué es" y "cómo se entiende" esa Escritura? Todos los documentos doctrinales pentecostales que conozco afirman indubitablemente el principio de la sola Escritura: no pocos añaden una palabra sobre su "inspiración verbal", su "infalibilidad" o su calidad de "palabra inspirada e infalible de Dios". La enseñanza al respecto en la mayoría de los seminarios de las iglesias pentecostales adopta una interpretación fundamentalista del sentido literal de los textos y en muchos casos sigue la hermenéutica dispensacionalista de la Biblia de Scofield. Normalmente, cuando un pentecostal explica por qué la Biblia es Palabra de Dios aduce esas razones ... aun cuando muchas veces la explicación culmine con una referencia a "cómo él o ella hallaron en la Biblia el mensaje de vida y salvación", "cómo Dios les habló".

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dispensacionalista, que han recibido responde a su vivencia y su práctica histórica. Me parece que como consecuencia el discurso apocalíptico —el cuarto pilar de la teología clásica: «el Señor vuelve»— va transformándose en una afirmación un tanto hueca o tiende a quedar relegado.

Esta pérdida sería lamentable: la dimensión apocalíptica es, en efecto, parte constitutiva de la fe evangélica, inseparable del mensaje del Nuevo Testamento y necesaria para dar sentido y marcar el carácter de una participación responsable en la historia. Pero para ello tiene que ser purificada de algunos de los rasgos adquiridos en la interpretación milenarista y escapista que asumió en el fundamentalismo anglosajón desde fines del siglo pasado 3 3

y retornar a su sentido bíblico; la afirmación del poder de Dios en el no-poder de los sacrificados de la tierra: el llamado a la "resistencia" (la hupomone) a los poderes esclavizantes de este mundo y el anuncio del triunfo final del rey crucificado; el juicio de los agentes y la aniquilación del poder de la injusticia, la crueldad, la opresión, la destrucción y la muerte, no como mero "escape" del alma individual a otro mundo sino como la llegada del Reino de Dios como destino de la historia y del mundo; y, por consiguiente, la comunidad del Mesías resucitado como el espacio donde el Espíritu Santo construye una "señal" del mundo nuevo y los creyentes como los testigos de esa nueva realidad que aguardamos.

Esta "reconceptualización" del lenguaje y los símbolos bíblicos acerca del "fin" y de la relación del fin con la historia y la iglesia no puede ser simplemente el resultado de una revisión teológica: tiene que ser el acompañamiento teológico y bíblico de la propia experiencia de fe, de lucha y de sufrimiento, aunque, a la vez, de poder y de esperanza de los creyentes.3 4

Hago estas observaciones con aguda conciencia de su precariedad. Quisiera que fueran vistas sólo como preguntas abiertas. No puedo pretender, desde mi propia experiencia y formación, formular una respuesta que tiene que darse desde la propia vida, experiencia y reflexión del pentecostal. Se trata s implemente, por lo tanto, de preguntas a mis hermanos pentecostales, en función de la fe evangélica que compartimos.

lastre de un esquema hermenéutico que muy poco tiene que ver con la identidad real de la experiencia y la fe del creyente!

En la medida en que esta crítica se justifique, el teólogo pentecostal está llamado a repensar, desde su comunidad, las categorías de una hermenéutica que corresponda a la vez a la manera en que su comunidad "vive la Escritura" y al necesario respeto de la distancia que el texto mantiene aun dentro de la unidad texto/experiencia y texto/praxis. Probablemente, sin despreciar los aportes que los estudios bíblicos y la historia de la interpretación han hecho a esta reflexión, lo que yo llamaría las tres dimensiones fundamentales de la experiencia de la Biblia en el pentecostalismo proveerían el "insumo" básico de esta reflexión: En primer lugar, la Biblia como relato que se escucha, repite y memoriza en el culto, el estudio, la lectura diaria; en contraposición con la Bibüa como repositorio de textos de prueba. Luego, la Biblia como el instrumento mediante el cual el Espíritu nos guía en medio de las alternativas y decisiones de todo orden. Finalmente, la Biblia como "lenguaje" expresivo de las vivencias de la fe: el temor, la alegría, la alabanza, la confesión, la súplica.

ii) «Ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos» (Ro. 13.11). Sepúlveda nos explica lo que ha significado la esperanza del "regreso cercano" del Señor en la experiencia de los "excluidos". Pero también nos ha señalado que los pentecostales ya no pueden verse a sí mismos simplemente como excluidos. En verdad, ahora están a ambos lados de la orilla del creciente mar de la exclusión; entre quienes, precariamente, han logrado un espacio en tierra firme y tratan de asegurar allí su morada y junto con muchos más, y más conscientes de su condición común, con quienes luchan infructuosamente por emerger de las aguas. En ambos casos, la necesidad de encontrar "un lugar en el mundo" se les hace imperiosa y tratan de abrirse camino para satisfacerla. Unos se aferran a un "evangelio de la prosperidad" que les promete seguridad, progreso material y tranquilidad como consecuencia casi automática de la fe. Otros tratan de ayudarse a sí mismos y a otros mediante diversas formas de solidaridad social. Algunos aspiran a incorporarse a la construcción de la ciudad terrena mediante la participación social y política. En ninguno de estos casos la conceptualidad apocalíptica premilenarista, y en casos

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¿Un "rostro étnico" del protestantismo latinoamericano?

En el prólogo de su obra notable y pionera sobre el protestantismo brasileño, Errúle Léonard aclara que «omitimos considerar las iglesias de las colonias extranjeras, cuyos problemas, que no presentan nada de específicamente brasileño, no serán aquí discutidos». 1 Es curioso que un autor advertido como Léonard —cuyo propósito es estudiar «los problemas institucionales y prácticos planteados por la implantación y el desarrollo de las creencias y las iglesias» y «del "cuerpo social" en el cual se encarnan estas creencias, haciendo de las iglesias realidades, realidades humanas, con todas sus peculiaridades»— no encuentre nada de específicamente brasileño en la implantación y desarrollo de las numerosas comunidades protestantes (principalmente germanas, pero también japonesas, letonas, holandesas) que fueron llegando desde muy temprano al Brasil.

De hecho, su misma llegada, como la de buena parte del "protestantismo de inmigración", no es ni casual ni carente de significado. Como lo decíamos de las iglesias de misión, siguiendo en este punto a Bastían, corresponde repetir que tampoco estas inmigraciones llegan como un fenómeno "exógeno", por mero impulso propio, sino en respuesta a unas políticas inmigratorias generales, cuando no a invitaciones expresas, de las mismas élites modernizadoras que abren las puertas a las misiones. Ese mismo hecho define en buena parte, de entrada, los lugares de asentamiento, las condiciones materiales y el status que se les otorga, las dificultades con que tropiezan y, consiguientemente,

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las respuestas ideológicas, institucionales y teológicas que van desarrollando. En este sentido, pese a sus grandes diferencias, hay un denominador común en el momento y las condiciones históricas en que iglesias "de misión" e iglesias "de inmigración" ingresan a América Latina, en el lugar que ocupan en la conciencia y el propósito de las dirigencias latinoamericanas y en las condiciones sociales, culturales y religiosas que deben afrontar. Que unas y otras respondan, en algunos sentidos, muy diversamente a esas condiciones es precisamente uno de los temas que merecen estudio porque pueden decirnos algo acerca del carácter de unas y otras.2

I. ¿Cómo aproximarnos al tema?

1. Un problema de vocabulario que es más que vocabulario. Se las designó de diversas maneras: Daniel P. Monti (refiriéndose al Río de la Plata, 1967) y Bastían hablan de "iglesias de residentes" (se sobrentiende, extranjeros residentes). Pero es más corriente hablar de "iglesias de inmigración". Lo dicen así Damboriena, Deiros y Prien (Einwanderungsprotestantismus). La investigación sobre esas iglesias en Argentina, llevada a cabo por un equipo del Centro de Estudios Cristianos, dirigido por Christian Lalive d'Epinay, aparece bajo el título de Las iglesias del trasplante.3 Las designaciones "de residentes", "de inmigración" y "del trasplante" dicen algo acerca de estas comunidades religiosas. Las dos primeras señalan la forma de su ingreso, la tercera sugiere el modo del mismo . Las tres son, sin embargo, insuficientes y pueden resultar equívocas. En efecto, en el primer caso, parece sugerirse que lo que caracterizaría a estas iglesias es su origen exógeno: vienen "de afuera". Pero esto ocurre con todas las iglesias que ingresan a América Latina, incluso la Iglesia Católica Romana. Y esto no es un mero truismo: "vienen de afuera" significa que ingresan desde el contexto de una cultura, de un idioma, de unas configuraciones institucionales, de unos usos y costumbres plasmados en otra parte y en otro tiempo. La imagen del "trasplante", según lo indica Villalpando en su prólogo, fue tomada de un escrito mío en el que cito la conclusión a la que arriba Robert Ricard en un estudio de la implantación de la Iglesia Católica en México: «lo que se estableció en México -dice Ricard- no fue una iglesia mexicana sino una iglesia española trasplantada a

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México». 4 Mutatis mutandis, indicaría Villalpando, eso ocurrió con las iglesias de inmigración en Argentina. La analogía, sin embargo, no es totalmente exacta: la Iglesia Católica española es trasladada a América e impuesta a una población autóctona; las iglesias de inmigración son trasladadas con la población original en la que nacieron.

En realidad, forzando un poco las cosas, podríamos decir que la naturaleza misma de la fe cristiana, por su inevitable referencia histórica, es ser "transportada" por testigos desde un lugar

. —digamos, desde Palestina— e "introducida" en otro. No puede nacer "espontáneamente" de una cultura o de una religiosidad preexistente. Lo que sí difiere son los modos de la inmigración. Pero los inmigrantes que constituyen estas iglesias protestantes difieren también sensiblemente en nuestro caso: unos son "colonias" de campesinos (galeses en Argentina o menonitas en Paraguay), otros son implantes comerciales (dueños o mayordomos de estancia en las provincias de Buenos Aires o la Patagonia o empleados de las empresas británicas en Chile o Argentina), otros son trabajadores "de color" importados para obras públicas (los ferrocarriles o plantaciones en América Central o Brasil). Y varían también las formas del trasplante: en algunos casos es directa y estructuralmente la creación de una "filial" oficial, una extensión de iglesias nacionales en el país de origen; en otros, es una inmigración de grupos de población de un mismo origen nacional y religioso que se reúnen y se organizan en su nueva locación en el país de inmigración. Y otra es aun la situación de los últimos años, de inmigraciones de países orientales —Corea, Japón, Taiwán— vinculadas a denominaciones de misión en sus propios países de origen donde también son minorías. Podríamos abundar más en esas diferenciaciones. Pero la pregunta es: ¿hay algo en común, más significativo y profundo que su origen exógeno?

2. ¿Iglesias étnicas? Creo que esa es la pregunta a la cual se ha querido responder al utilizar esta expresión. Aquí ya no se estaría hablando simplemente del origen o del modo de ingreso sino de la naturaleza misma de una iglesia; no de un accidente histórico sino de una característica constitutiva. Como veremos, esta designación amplía y complica el tema. Pero también abre una

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temática teológica más profunda y significativa que la mera mención de origen y modo de ingreso.

Complica el tema, en primer lugar, porque amplía el panorama. Si, en términos muy elementales, la característica distintiva de estas iglesias es su "homogeneidad étnica", entonces ingresan en el cuadro las iglesias indígenas como la Iglesia Unida toba en la Argentina o las iglesias indígenas moravas misquitas en Nicaragua o iglesias casi exclusivamente negras en Panamá, para citar sólo algunos casos.

Pero complica el tema, principalmente, porque introduce la compleja y discutida categoría de lo étnico. Los estudios antropológicos han debatido y debaten aún una definición o identificación adecuada de qué constituye una "etnia" y que es "etnicidad". En 1964, en un resumen frecuentemente citado, R. Narroll señala cuatro indicadores generalmente empleados por los antropólogos para definir una etnia: 1) una comunidad que en gran medida se perpetúa biológicamente a sí misma, 2) comparte valores culturales fundamentales realizados con unidad manifiesta en formas culturales, 3) integra un campo de comunicación e interacción y 4) cuenta con miembros que se identifican y son identificados por otros y que constituyen una categoría distinguible de otras categorías del mismo orden.5

En el siglo pasado, una antropología orientada en gran medida al estudio de culturas llamadas "primitivas" ponía el mayor énfasis en elementos objetivos como la reproducción biológica y los usos culturales. Posteriormente, la creciente conciencia en las ciencias sociales de los valores subjetivos y, por otro lado, la movilidad de migraciones que crean constantemente nuevas minorías étnicas han llevado a destacar la importancia de la comunicación e interacción y las redes sociales que se crean por adscripción propia (quienes se identifican conscientemente con una comunidad o grupo) y adscripción por otros (los que son identificados por los demás como pertenecientes a ese grupo). Por otra parte, también se ha señalado la importancia de los procesos de transformación que se producen al interior de una etnia. Ya no es posible mantener una visión estática, como si las culturas étnicas se reprodujeran sin cambios a lo largo del tiempo y del espacio. Finalmente, es importante tomar en cuenta la pluralidad de adscripciones que

ocurren en una sociedad moderna: una persona puede identificarse como "germano" étnicamente, como "de clase media" socialmente, como "agnóstico" religiosamente y como "socialista" ideológica o políticamente. Es decir, las dimensiones en que se asume la ident idad étnica pueden variar. Y a su vez, las redes de comunicación y las organizaciones que se establecen sobre la base de la identidad étnica pueden definir sus límites en forma diversa: por ejemplo, admitiendo o rechazando a otras personas sobre la base de opciones ideológicas, políticas o religiosas o del uso del

mismo idioma. 6

Todo esto debería llevarnos a ser muy cuidadosos al hablar de "iglesias étnicas" como si definiéramos una unidad homogénea y estática, totalmente identificable en términos de un origen nacional, una lengua y una serie de usos culturales uniformes e inmutables. La importancia y la significación que tiene la dimensión religiosa en la definición de la identidad étnica varía considerablemente de un grupo a otro y dentro de un mismo grupo, y de un momento a otro.7 En la sección próxima vamos a tratar de ilustrar algunas de estas variaciones al discutir características de "iglesias étnicas", mayormente en iglesias originadas en la inmigración en el Cono Sur de Sudamérica.8

II. Protestantismo de misión y protestantismo étnico

La distancia y falta de comunicación entre iglesias de misión e iglesias étnicas, por lo menos hasta hace casi cincuenta años, es un hecho innegable. Más aún, podemos hablar de desconfianza y "deslegitimación" mutua. Ninguna iglesia de inmigración —ya por entonces presentes por cerca de medio siglo en Argentina, Uruguay y Brasil (para referirnos sólo a esta parte del Cono Sur)— participó en el Congreso de Panamá de 1916. En Montevideo (1925) hubo ya un representante de la Iglesia Valdense, uno del Comité Protestant Francais y uno de la Iglesia Presbiteriana de Escocia —todos de origen reformado— además de uno de la Iglesia Luterana Unida que ya a esta altura había asumido una línea de misión. Pero en cambio no hubo ninguna representación de iglesias de

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inmigración en el Congreso Evangélico de la Habana de 1929. Reden la Primera Conferencia Evangélica Latinoamericana (Buenos Aires, 1949) registró una presencia de la Iglesia Valdense, la Iglesia Protestante de Habla Francesa, las Iglesias Menonitas del Paraguay y (como observador) el Sínodo Evangélico Alemán del Río de la Plata. La Confederación de Iglesias Evangéücas del Río de la Plata, creada en 1939, contaba ya con cuatro iglesias "étnicas" y otras tres se unieron en el período 1940-1949?

1. Desconocimiento y rechazo. Los estereotipos mutuos pueden marcarse fácilmente. Las iglesias étnicas aparecían ante los ojos de las de misión como catolizantes, iglesias de estado, formalistas y "mundanas". Frecuentemente se encuentran referencias que las identifican con el protestantismo y anglicanismo europeos que determinaron la decisión de la Conferencia Misionera de Edimburgo de 1910 de excluir a América Latina por ser "un continente cristiano". El orden litúrgico, el uso de una lengua extranjera y la renuncia a hacer "proselit ismo" resultaban incomprensibles y escandalosos a la mentalidad misionera y evangelizadora de "los evangélicos". Y el consumo de bebidas alcohólicas o tabaco, la danza y otras actividades sociales de algunas de esas iglesias chocaban a la ética puritana de la mayoría de las iglesias de misión.

A su vez, las iglesias de inmigración traían desde su origen una fuerte desconfianza hacia las "iglesias libres", que en muchos casos, en los países de origen, se presentaban como proselitistas en detrimento de "la iglesia del pueblo" (Volkskirche). Su piedad aparecía como desordenada, fanática o "entusiasta", propia de "sectas" que, todavía en el conocido vademécum alemán de Kurt Hurten (3a. ed., 1954) aparecían como «Seher, Griibler, Enthusiasten» (visionarios, fantasiosos, fanáticos).1 0 Y su predicación encendida y repetitiva les resultaba superficial, carente de sólida base confesional o doctrinal.

Por supuesto, hubo siempre excepciones a nivel personal, particularmente entre algunos misioneros extranjeros en las iglesias de misión a quienes las relaciones ecuménicas habían puesto en contacto con las iglesias europeas y líderes nacionales con una más amplia formación y experiencia. También hubo excepciones a nivel

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institucional, particularmente entre la Iglesia Valdense y la Metodista, que colaboraron en la educación teológica (con algún breve intervalo) desde la década de 1880 (incluso los Discípulos de Cristo desde 1917).

Pero desde fines de la década de 1930 comienzan a anudarse relaciones fraternales y de colaboración entre las iglesias de inmigración y las de misión identificadas con lo que hemos llamado el "rostro liberal" del protestantismo latinoamericano, en el marco de la ya mencionada Confederación de Iglesias Evangélicas del Río de la Plata (1939), que posteriormente se continuó en la Federación de Iglesias Evangélicas de la Argentina (FAIE) y la Federación de Iglesias Evangélicas del Uruguay (FUIE), de la Comisión de Literatura del CCLA (Comité de Cooperación para América Latina, 1925) y de la educación teológica en las asociaciones de instituciones de educación teológica (ASIT en la región Sur y otras en el Brasil, el Caribe y la región Norte) que se organizan a partir de 1960. No han desaparecido las sospechas: cuando en la década de 1950 se plantea el posible ingreso de la Iglesia Reformada Argentina (de origen reformado holandés) a la asociación ecuménica que auspiciaba entonces a la Facultad Evangélica de Teología de Buenos Aires, pese a que ya había "asociados" calvinistas (la Junta de Misiones de la Iglesia Presbiteriana del Norte de los Estados Unidos y la propia Iglesia Valdense), se plantean inconvenientes —que a veces parecen referirse a una cuest ión teológica, como un supuesto fundamentalismo calvinista; otras, a una de modalidades éticas; y otras tienen más que ver con una mstintiva desconfianza hacia una iglesia "étnica" europea— y esa incorporación tiene que esperar hasta que se organiza el Instituto Evangélico Superior de Estudios Teológicos (ISEDET) con una presencia más amplia de iglesias "de inmigración". 1 1

Los lectores que miran este panorama desde otras regiones - e l Caribe, los países del Pacífico, América Central, M é x i c o -encontrarán paralelos y diferencias, tanto en los tiempos como en las modalidades, pero me atrevo a creer que la experiencia de la región del Río de la Plata, a la que mayormente me he ceñido, no es cuaUtativamente diferente de las de las otras. Además, hay que señalar que, a partir de la Conferencia Evangélica de 1949, ha

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pentecostales del protestantismo de misión, lo que no puede significar "absorber" a los demás en las estructuras y relaciones ecuménicas que ya tenemos, sino revisarlas, modificarlas o superarlas y recrear juntos esas estructuras y relaciones de manera que efectivamente asuman las legítimas y serias preguntas que se nos dirigen desde esas corrientes. La otra es considerar a fondo el tema de "misión y evangelización" e "identidad étnica" que son posiblemente los nudos centrales, o tal vez el nudo teológico y eclesial central de esta relación. Entretanto, y como una humilde contribución a esa tarea, quisiera explorar algunos tramos de esa frontera y ver si es una línea simplemente imaginaria o artificialmente trazada o si verdaderamente existe y por dónde pasa.

a) Una primera línea de demarcación sería la que, utilizando el vocabulario corriente en las iglesias protestantes europeas, corre entre las "iglesias libres" y las "iglesias territoriales" o "nacionales" o "del pueblo" (Volkskirchen), vinculadas de alguna manera orgánicamente al estado o por lo menos a la nación. La clásica obra de 1912 de Ernst Troeltsch, Die Soziallehren der christlichen Kirchen und Gruppen (Las doctrinas sociales de las iglesias y grupos cristianos), 1 2 consagró los términos "iglesia" y "secta" como categorías sociológicas características, precisamente, de las iglesias que se conciben como coincidentes con un pueblo, a las que se pertenece por nacimiento y que por consiguiente practican mayormente el bautismo de infantes, que se integran con la cultura nacional, tienen relación orgánica con el estado y no practican el proselitismo fuera de sus fronteras, y de las sectas como formaciones voluntar ias , frecuentemente minoritarias, a las que se ingresa por decisión personal, que practican mayormente "bautismo de conversos", que son contraculturales, no mantienen vinculación con el estado y practican el proselitismo.1 3 Desgraciadamente, el vocabulario de Troeltsch y Max Weber se cargó de significados que los autores no quisieron darle, transformando una caracterización sociológica en una lucha por legitimación doctrinal y hasta legal. Se trata, en verdad, de dos formas de ser iglesia que han recorrido la historia, al menos desde el siglo IV y cuya fundamentación teológica y concepción misionera y pastoral seguramente continuará presente, no necesariamente entre iglesias particulares sino en el seno de las mismas iglesias. Sin embargo, creo que —al menos en la situación

continuado una relación a nivel latinoamericano, cuya forma institucional ha sido la Unidad Evangélica Latinoamericana (UNELAM) y luego el Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI), que ha tenido un desarrollo muy amplio y en la que ha habido una participación protagonista de iglesias de misión y étnicas en igual medida. También participaron activamente en movimientos como Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL), la Federación de Estudiantes Cristianos, los Movimientos Estudiantiles Cristianos (MECs) y otras organizaciones ecuménicas desde la década de 1960 en adelante. Corresponde señalar, sin embargo, que estas organizaciones evangélicas latinoamericanas ~y en buena parte las correspondientes a nivel local— sólo parcialmente han merecido la participación y el respaldo de las corrientes que hemos denominado "evangélica" y "pentecostal", entre las cuales, de hecho, han surgido estructuras de unidad alternativas, como la Confraternidad Evangélica Latinoamericana (CONELA) o las convocatorias del Congreso Latinoamericano de Evangelización (CLADE I, CLADE II y CLADE III), con las que sólo recientemente se han establecido relaciones, como señalamos en un capítulo anterior.

2. ¿Por dónde corren las fronteras? Estas observaciones más bien anecdóticas plantean, sin embargo, una pregunta más profunda y necesaria si se han de superar realmente los malentendidos y establecer relaciones fecundas y duraderas: ¿por dónde discurren las verdaderas fronteras? ¿Qué es lo que realmente separa a unas y otras corrientes del protestantismo latinoamericano? Es una pregunta a la que no se puede responder unilateralmente desde una de esas corrientes, ni superficialmente en función de la buena voluntad y de una actitud de apertura, aunque éstas sean imprescindibles. Felizmente, creo que estamos en óptimas condiciones para abordar el tema. Incluso creo que ya hemos iniciado ese camino en el ámbito de la práctica ecuménica, en la formación del ministerio, en el testimonio y el esfuerzo común en cuestiones de orden social, en la defensa de los derechos humanos, en la labor de difusión de las Escrituras. Pero creo que nos debemos y le debemos al Señor al menos dos tareas: una es la de incorporar efectivamente en esa relación las corrientes evangélicas y

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latinoamericana- tenemos que relativizar las diferencias entre uno y otro modelo.

Por una parte, la concepción misma de la relación entre iglesia y pueblo/nación/etnia es diferente en diferentes iglesias "étnicas". El anglicanismo, por ejemplo, parece pensarse como la dimensión religiosa de la nación y considerar que en cada nación debe organizarse la iglesia nacional autónomamente. Por eso se propuso inicialmente generar una iglesia al modelo anglicano en la nueva nación independiente de los Estados Unidos de Norteamérica, no como una extensión de la Iglesia Anglicana de Inglaterra sino como una iglesia autónoma. Tal cosa era imposible en el panorama religioso de los Estados Unidos y la Iglesia Episcopal fue, en realidad, una de las "iglesias libres" en el plural campo religioso del país. 1 4 En América Latina, el anglicanismo enfrentó un dilema: o bien reconocía a la Iglesia Católica Romana como "la iglesia" de la nación latinoamericana —lo cual hizo en muchos casos— y, por lo tanto, reducía su acción aquí a rrtinistrar a los "expatriados ingleses" y sus descendientes como una especie de "capellanía" de la nación inglesa en el exterior o a evangelizar a las "naciones indígenas autóctonas" que no hubieran sido alcanzadas por la Iglesia Católica —lo cual también hicieron sociedades misioneras de la iglesia de Inglaterra-, o bien se transformaba en una "iglesia libre", una de las iglesias que competían en el campo religioso latinoamericano. Esta parece ser la opción de la Iglesia Episcopal, como la define Kater en un estudio de la región centroamericana:

Una vez más, la identidad anglicana y los modelos eclesiales que han definido el anglicanismo están en juego. El anglicanismo latinoamericano puede jugar un rol activo en el proceso de reflexión, para que juntos, y en diálogo con cristianos de otras tradiciones, los anglicanos busquemos otros modelos de Iglesia que encajen más adecuadamente en la realidad de este continente, y de otros.15

Algunas de las iglesias étnicas ingresan o se consolidan en América Latina en momentos en que sus naciones de origen alcanzan la unidad nacional. Es el caso de Alemania, que se unifica bajo Bismarck en 1871. Y en distinta medida es también el caso de la migración danesa a Argentina, cuyo mayor contingente ingresa luego de 1875 cuando «los nuevos aires nacionalistas comenzaron

a correr desde el sur de Jutlandia tras la guerra de 1864». 1 6 Es lógico que la identificación de iglesia y nacionalidad se manifieste con mayor fuerza en tales situaciones aunque, como lo veremos, en forma un tanto distinta en cada uno de estos casos. 1 7 Tanto en Brasil como en Uruguay y Argentina, esta vinculación de nacionalidad e iglesia marcó profundamente la vida de las iglesias de origen germano, creando profundas tensiones e incluso divisiones.1 8

Mencionamos , en tercer término, iglesias que, aunque étnicamente homogéneas y semejantes a las anteriores en algunos de los rasgos derivados de esa situación, viven una relación diferente con la nacionalidad. Es el caso de la Iglesia Valdense, porque se remonta a una iglesia minoritaria —y por mucho tiempo perseguida— en su país de origen, para la cual la tradición religiosa, la lengua "patois" y en todo caso la identificación con los "valles valdenses" del Piamonte era más fuerte que la vinculación con la identidad nacional, aunque ideológicamente coincidiera con la corriente liberal y anticlerical del garibaldismo que logró la unidad. 1 9 Es también el caso de la inmigración holandesa, que se identifica mayoritariamente con las iglesias reformadas de Holanda que, desde el cisma de 1834 que consolidó en 1869 la Christelijke Gereformeerde Kerken in Nederland, quedaron desvinculadas de la Iglesia Reformada de Holanda, más estrechamente ligada al estado.

Además, hay que observar que, aunque las iglesias "étnicas" fuesen en muchos casos "iglesias del estado" en sus países de origen, se vieron, en algunos casos, liberadas para transformarse de hecho en "iglesias libres" u obligadas a hacerlo en la nueva situación. Por ejemplo, la inmigración germana al Brasil llega desde 1823/1824, bastante antes de la unificación de Alemania. Con respecto a esas migraciones tempranas, Walter Altmann hace una interesante observación: «Entre los aspectos que les resultaban más gratos [a estos tempranos inmigrantes] estaba, sin duda, la posibilidad de organizar autónomamente sus comunidades religiosas. Se establecieron comunidades libres de la tutela de organismos eclesiásticos dominados, como iglesias de estado, por los gobiernos territoriales alemanes». 2 0 Por otra parte, estuvieron obligadas por la necesidad de pagar a sus pastores y sostener económicamente a sus congregaciones cuando no alcanzaba o se interrumpía el sostén recibido del país de origen. Y, más importante, porque de hecho se

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encontraban con "iglesias nacionales", con una "Volkskirche" —la Iglesia Católica Romana— que gozaba en forma exclusiva de las relaciones con la sociedad que habían modelado su status y sus formas de actuar en los países de origen y ahora tenían que operar, no como "las iglesias del pueblo" sino como las iglesias de un espacio social, cultural y religioso parcial y acotado, y a menudo discriminado o amenazado. 2 1

Dicho y considerado todo esto, creo que corresponde reconocer que hay una diferencia en el modo en que unas iglesias —de misión— y otras —de inmigración— se sitúan en la sociedad. En mi opinión, la diferencia reside en que las primeras prolongan y reproducen en América Latina, con sus condiciones reügiosas diferentes pero antropológicamente y en parte políticamente análogas, la experiencia norteamericana del siglo XIX, que el teólogo metodista Albert Outler 2 2 ha caracterizado como una «inmensa y compleja irrupción del Espíritu que rescató la causa cristiana y definió el protestantismo [norteamericano] de gran parte del siglo pasado». «Transformó el revivalismo -continúa— de un hecho episódico en una institución permanente. Relegó los sacramentos y la educación cristiana a un lugar marginal y su propio etixos teológico se identificó con la palabra "evangélico"». Finalmente, Outler resume esta nueva formación religiosa:

El rasgo más destacado de este Segundo Despertar es su fervor emocional, enfocado siempre sobre estos dos puntos, y casi sólo sobre ellos: (1) la salvación: liberación del pecado y de la culpa (el infierno y la condenación) y (2) una moralidad personal «auto-inhibitoria». [Este es] el triunfo efectivo en el Nuevo Mundo de ese "protestantismo radical" tan severamente reprimido en Europa por las dominantes iglesias de estado luteranas, reformadas y anglicanas. Esta tradición protestante era mayormente "montañista" en su eclesiología (iglesia "baja", iglesia "libre"): antisacerdotal, antisacramental, antiintelectualista. Hacía una distinción peyorativa entre teología especulativa y fe existencial. Sospechaba de un clero erudito. Consideraba la conversión más bien que la iniciación como el climax de la experiencia cristiana. Insistía en la religión personal como la única esencia verdadera del cristianismo.

Como hemos señalado, no todas las iglesias de misión corresponden a este esquema, ni las de inmigración están todas o

totalmente ajenas a él. Pero me parece que hay una cierta verdad en este cuadro, que nos ayudaría a comprendernos mejor unos a otros dentro de toda la familia evangélica-protestante de América Latina.

b) Estas últimas consideraciones exceden el campo sociológico y político y nos conducen a una segunda línea de demarcación que valdría la pena explorar: la que se refiere a la teología de uno y otro tipo de iglesias. En principio, podría resultar fácil contraponer "iglesias de la Reforma" con una clásica doctrina luterana o calvinista e iglesias de misión que se desarrollan desde las iglesias disidentes del mundo anglosajón. Samuel Escobar ha hecho esta distinción, trazando —a semejanza de Outler— el linaje eclesial y teológico del protestantismo evangélico latinoamericano desde "la reforma radical" del siglo XVI: iglesias "voluntarias", libres de la tutela del estado, críticas de la cultura imperante y a menudo socialmente vinculadas a los sectores pobres o marginados. 2 3 Con relación a los Estados Unidos, Richard Niebuhr ofreció una interpretación semejante en su obra clásica, The Social Sources of Denominationalism (Las fuentes sociales del denorrúnacionalismo) . 2 4

Se trata, sin duda, de una diferencia a tener en cuenta. Si tomamos, por ejemplo, el trabajo de Lalive d'Epinay sobre diez 2 5

ig les ias de inmigración en Argentina, hal lamos algunas indicaciones significativas: todas ellas consideran «el orden en el culto y en la vida espiritual» entre las tres orientaciones «que esa denominación enfatiza particularmente»; siete de ellas lo colocan en primer lugar, una coloca en primer lugar la eucaristía, una la justificación por la fe y una la conversión y el nuevo nacimiento. Por cierto, el resultado habría sido distinto en iglesias evangélicas o pentecostales. El mismo Lalive señala una diferencia marcada en "el tipo de piedad":

Interesa señalar que los dos items que definen una espiritualidad "ardiente" {hot) ... nunca han sido mencionados, mientras diez denominaciones insisten ... sobre el orden, una vida cultual "fría" (cool, si se nos permite utilizar estos conceptos del lenguaje pietista, y también del lenguaje del jazz). Se marca aquí un consenso en cuanto al estilo de la vida religiosa, y también en cuanto a cierto racionalismo de la fe (la sanidad sería antes bien un concepto del campo médico que de la vida religiosa).26

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Otra observación interesante, que también destaca Lalive, es que ocho de las diez iglesias escogen, con respecto a la autoridad de la Biblia, una alternativa que la reconoce como «inspirada en su fondo y en sus ideas, pero sus redactores seres humanos, pueden haber introducido errores (conceptos superados)». 2 7 Esta respuesta probablemente sería también común a la corriente "liberal" pero no a la evangélica y pentecostal.

La encuesta resulta significativa, pero requiere algunas precisiones: (i) es una encuesta cuantitativa en la técnica del "abanico de respuestas": es decir, la formulación de las posibles respuestas está determinada por el encuestador; (ii) se trata de una encuesta a los dirigentes de las iglesias, mayormente pastores; tengo la impresión, tras años de experiencia con unas y otras iglesias, de que una investigación cualitativa, que incluya distintos niveles de membresía, podría alterar significativamente las respuestas, probablemente con más respuestas "evangélicas" en las iglesias de inmigración; (iii) más importante, las alternativas planteadas en la sección "dc>ctrinal" de la encuesta me parecen más encaminadas a marcar los puntos donde posiblemente estén las discrepancias más visibles: "glosolalia" y profecía, sanidad, actuación comprometida en la sociedad (marcada por membresía en clubes, sindicatos o partidos políticos), que a explorar las teologías realmente vigentes en la piedad y enseñanza de esas iglesias.

No es mi intento desconocer las diferencias que esta encuesta señala ni las observaciones válidas como la mencionada de Escobar. Pero sí quisiera colocarlas en un más amplio contexto histórico y del campo religioso. A nivel histórico es de notar que, si el protestantismo clásico que reciben las iglesias de misión es remoldeado en su historia anglosajona, el de inmigración proveniente de la Europa central pasa por varias mediaciones, a veces diversas, a veces coincidentes. Lutero y Calvino, por decirlo gráficamente, llegan de Europa, luego de atravesar los filtros de la ortodoxia protestante, del racionalismo, de los movimientos pietistas, casi contemporáneamente con las revisiones liberales. Los pastores de iglesias de origen alemán, suizo, francés o escocés que responden a Lalive en 1970 con respecto a la autoridad de la Escritura, ciertamente han leído en sus facultades de teología y

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seminarios a Schlatter o a Vinet, a Harnack o a Hermann y a Barth. Me pregunto, por otra parte, si un estudio cuidadoso no mostraría que la mayor parte de los pastores de las primeras migraciones representarían teológicamente más bien a la ortodoxia o al pietismo o a alguna mezcla de ambos en diversas proporciones. Sabemos el peso que tuvo en Escocia y en Gales el despertar del siglo XIX. Y conocemos también que la influencia de estos movimientos no faltó en el risvegiio (despertar) valdense casi al momento en que los valdenses zarpaban para Uruguay y Argentina.2 8 En Argentina, tanto la Iglesia Evangélica Luterana Argentina (IELA) como la Iglesia Evangélica Congregacional, que se desprende del Sínodo (Alemán) del Río de la Plata, tienen un fuerte componente pietista y rigorista. La primera se vincula al Sínodo de Missouri de los Estados Unidos, creado bajo la dirección de Wilhelm Walther, cuya adhesión al pietismo es conocida, y la segunda responde en parte a una inmigración de grupos alemanes que vivieron por largo tiempo una existencia propia y aislada en Rusia —se los suele llamar ruso-alemanes o "alemanes del Volga"-- también con fuerte influencia pietista (además, los líderes de la escisión se relacionan con la Iglesia Congregacional de los Estados Unidos). En estos dos casos, parece haber interesantes paralelos en Brasil. Por otra parte, en su estudio sobre las iglesias germanas de Brasil, Hans-Jürgen Prien ha comprobado la dificultad de identificar las líneas teológicas predominantes en los primeros pastores. En el único caso del que logra información precisa en la primera mitad del siglo XIX, el del pastor Sauerbronn, la teología es lo que se denominaba en Alemania "Neologie", vinculada a las líneas teológicas de Schleiermacher, Nitzch, Neander. Sauerbronn rechaza la idea de la inspiración verbal y define «la revelación cristiana», al estilo "schleiermacheriano", como arraigada en la experiencia.2 9

Estas referencias históricas tomadas al azar no tienen por objeto probar que hay diversidad teológica entre las iglesias de inmigración, que en ellas frecuentemente compiten posiciones teológicas análogas a las que hallamos en las iglesias de misión y muchas veces emparentadas con ellas. Mi intención es, más bien, señalar que esas diferencias teológicas no afectan mayormente el comportamiento "étnico" en relación con el medio: ortodoxos o pietistas, biblicistas o liberales, "mundanos" o "ascéticos",

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misioneros trabajan con inmigrantes luteranos de varios idiomas: sueco, inglés, alemán. Pero a partir de 1920, con la llegada del misionero norteamericano Muller, la IELU surge como iglesia de evangelización en la población de habla hispana, creando una serie de congregaciones de conversos en el Gran Buenos Aires y en algunos lugares del interior. Simultáneamente, en otras regiones del país, se forman congregaciones de idioma alemán y, en torno a la guerra y posguerra (1939-1945), se constituye una serie de iglesias de inmigrantes —en algunos casos, refugiados— de origen estoniano, letón, húngaro.

Es diferente el caso de la Iglesia Reformada Argentina (IRA) que, bajo la influencia de algunos misioneros holandeses y sobre todo norteamericanos, hace una decisión explícita de extender su campo de crecimiento a la población criolla, organiza sus recursos y personal para tal fin y en pocos años (1960-1968) triplica sus congregaciones y sus lugares de culto. En otros términos, como lo dice Lalive, la IRA decide «renunciar a ser una iglesia determinada por su origen étnico, para transformarse en una iglesia evangelística dirigida "a todas las naciones"». 3 1 En ambos casos, tendríamos rupturas con el modelo de "conservación" o "misión interna". Pero rupturas que de alguna manera son provocadas desde fuera de la vida de la propia iglesia por misioneros o sociedades misioneras que toman la iniciativa de realizar una tarea evangefizadora en la población local, a veces al margen de la comunidad étnica local e incluso con tensiones en ella. 3 2

Otra es la situación de iglesias que han seguido un proceso progresivo de "naturalización". Es decir, una iglesia a la que los factores sociológicos e históricos —las sucesivas generaciones, el ascenso social y la consiguiente incorporación en diversos sectores de la vida nacional, los casamientos mixtos— van integrando al panorama religioso nacional. Lalive ha tomado como índices para la aculturación el uso del idioma y para la nacionalización, la formación de un pastorado local. 3 3 Habría sido interesante incluir un tercer indicador: la cantidad y la proporción de miembros de la iglesia que ingresan desde "fuera del campo religioso étnico" que la iglesia representa: en otros términos, la cantidad de "conversos". En la encuesta de 1970 sólo dos iglesias - l a IRA y la IELA— incluyen específicamente la evangelización del pueblo argentino en la

provenientes de iglesias de estado o libres, hasta hace muy pocos años tienden todos a comprender su misión y el ámbito de su responsabilidad exclusiva o casi exclusivamente en términos de la comunidad étnica. Tanto es así que aun iglesias de fuerte influencia "evangélica" como la Congregacional y la Iglesia Evangélica Luterana Argentina que se caracterizan a sí mismas como iglesias "misioneras", definen esa misión como la de reactivar la fe de los protestantes nominales, lo que Lalive llama «misión interna». 3 0 Y la Iglesia Evangélica Pentecostal (ucraniana) no se abre al uso del idioma y la evangelización en el medio criollo hasta fines de la década de 1970.

Pese a todo esto, también con respecto a la teología, si bien debemos relativizar la diferencia entre iglesias de misión e iglesias de inmigración, no debemos desconocerla. Me atrevería a señalarla como una tendencia de las primeras a una orientación pneumatológica y de las segundas a una orientación cristológica en sus teologías. Digo "tendencia" porque ni unas ni otras excluyen o relegan la cristología o la pneumatología. La tendencia se advierte más bien en las referencias a una piedad más subjetiva en las primeras y más ligada a los símbolos y las formas objetivas en las segundas, a una concepción más cara a cara de la iglesia en un caso y a una más institucional en el otro; a una interpretación más libre, circunstancial y exhortativa de la Escritura frente a otra más exegética y docente. Sería muy difícil precisar más estas diferencias. Incluso sería necesario un estudio más cuidadoso y documentado para justificarlas. Pero creo que no me equivoco al percibir que hay una cierta "disonancia" que unos y otros experimentan en el contacto con comunidades de la otra línea y el sentido de "familiaridad" en comunidades de su mismo sector, que no son sólo resultado de diferencias de cultura o de lengua sino de "tonalidad" teológica, percibida no tanto mtelectuahnente como en la forma de sentir y de ubicarse en su vida religiosa.

c) Las referencias de estos úl t imos párrafos quedan condicionadas porque algunas de las iglesias étnicas asumen en distintos momentos una tarea misionera que excede las fronteras de la comunidad étnica. Debemos ubicar aquí al menos dos iglesias cuyas circunstancias son diferentes. La Iglesia Evangélica Luterana Unida (IELU) tiene un doble origen: en el primero (1909-1920), los

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constituir en Abraham su pueblo escogido. Y esa relación salvífica hacia "las gentes" o "los pueblos" (ta ethne) recibe una expresión clásica en Isaías 2.2-22. 3 6 Esa "bendición" que se extiende de Israel a "los pueblos" no se transforma en el judaismo hasta cerca del año 300 a.C. en "misión" como anuncio e invitación: los "prosélitos" son como un preanuncio de esa misión de la que Lucas hace el sentido mismo de la existencia de la Iglesia.

Corresponde al apóstol Pablo la tarea de fundamentar teológicamente ese salto cualitativo en la historia de la salvación, que es "la misión a las gentes". El tema ha sido estudiado repetidamente y, pese a que hay aspectos aún debatidos, una cosa es clara: en Jesucristo, la justicia redentora de Dios irrumpe en el universo entero, derrumba el muro que separa judíos y gentiles y convoca a todas las "naciones". Una nueva era, la definitiva, ha comenzado. Sabemos de los conflictos que Pablo tuvo que librar con respecto al significado y las consecuencias concretas de esa nueva situación. Particularmente, se trata de saber cómo entender la condición del "pueblo elegido". Romanos 9 a 11 es la expresión más elaborada y precisa que ofrece el apóstol sobre el dilema de la condición y el futuro del pueblo de Israel: la justificación por gracia por medio de la fe es la clave 3 7 y el desarrollo de la "historia de la salvación" es el marco teológico dentro del cual articula su interpretación: hay un tiempo de gracia para que "la plenitud de las gentes" se incorpore a la promesa y en su cumplimiento Israel es introducido nuevamente en esa historia. Pero ni los unos ni los otros ingresan por mérito propio sino sólo por la gracia de Dios.

A pesar del papel decisivo que tiene el apóstol Pablo con respecto a la misión entre los gentiles y la vocación particular a la que se siente convocado por el Señor resucitado, sabemos que el ministerio a los no judíos o a gentiles-prosélitos fue mucho más amplio. La iglesia de Roma a la que Pablo se dirige tiene ya gentiles-prosélitos y posiblemente gentiles conversos. La comunidad samaritana a la cual (y desde la cual) probablemente se escribe el cuarto evangelio y las epístolas juaninas, la iglesia de Antioquía y las comunidades de las que sabemos en Egipto y Siria testifican de un amplio desarrollo independiente de la misión paulina. Sea cual fuere su relación directa o indirecta con Pablo, la Epístola a los Colosenses desarrolla una concepción complementaria a la "historia de la

actual la mayoría de las otras —la Anglicana, la IERP, la IELU, la Iglesia Valdense, la Iglesia Presbiteriana— tienen un número rninoritario pero significativo de miembros de origen nacional no pertenecientes al grupo étnico, de rninistros del mismo origen y, en muchos casos, de congregaciones casi totalmente o totalmente nacionales. ¿Se ha producido este cambio espontáneamente, por un proceso de naturalización de la iglesia? ¿Se debe a cambios en la concepción teológica derivados de la relación ecuménica a nivel nacional o a nivel ecuménico internacional? ¿Tiene que ver con la formación nacional de sus pastores en seminarios unidos, o con los cambios sociales: participar en una sociedad crecientemente pluralista, verse obligados por circunstancias económicas a migrar a otra región donde no pueden participar de su iglesia étnica, 3 4 o con el hecho de asumir, por la creciente integración en la sociedad nacional, problemáticas sociales y aun políticas que se ven obligados a "reflexionar" teológica y eclesialmente? Es probable que varios de estos factores jueguen en diversas proporciones según los casos. 3 5 Prefiero dejar aquí abiertas estas preguntas y plantear un último tema que me parece central a toda esta discusión: la relación de etnicidad y misión.

III. nación, etnia y misión

1. «A todas las gentes.» Ya "la primera historia de la iglesia" plantea el tema de "etnia" y "misión". Para Lucas, en efecto, hay una clara secuencia: cumpliendo las promesas de Dios, Jesucristo «comenzó a hacer y enseñar» lo que hace al Reino.de Dios. Completada su obra, el Señor resucitado continúa, en el poder del Espíritu Santo, extendiendo su obra y cruzando todas las fronteras —Jerusalem, Judea, Samaría— hasta «lo último de la tierra». Promesa (Antiguo Testamento), cumplimiento (evangelio), misión, marcan el camino del propósito de Dios. La estructura del libro de los Hechos de los Apóstoles está determinada por esa ruta. Cuando interrumpe su historia, Lucas deja al "apóstol de las gentes" mirando hacia esos "confines de la tierra" (Hch. 28.28) que el mismo Pablo asumirá: España, el nec plus ultra occidental del mundo (Ro. 15.24, 28).

Ya la trayectoria profética presente en Génesis incluye «todas las familias de la tierra» en el propósito de Dios (Gn. 12.1-3) al

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parece fácil desentenderse de esta variedad de familias, tribus, pueblos, lenguas y naciones, y reducirlas a una comúnhumanidad. El pensamiento clásico griego prestó a esta noción un andamiaje filosófico, una "razón" universal que todos los seres humanos compartimos y frente a la cual las singularidades son accidentales y sin importancia. Y la tradición liberal amalgamó las dos corrientes y definió "derechos humanos": igualdad, libertad y fraternidad de todos sin distingos.

Sería a la vez ingrato y sumamente peligroso menospreciar esa herencia universalista. Es una conquista humana a la que no podemos renunciar; menos que nunca hoy, cuando la historia política, económica, científica y técnica nos ha mezclado en una sola gran urbe cosmopolita. Pero sería igualmente torpe no advertir cómo esa diversidad jamás dejó de reclamar sus derechos, de afirmar sus identidades, de hacer sentir su presencia. Lo ha hecho en forma perversa, proclamándose "naciones" elegidas, no pocas veces reclamando legitimidad religiosa y misiones divinas, avasallando otras naciones y estallando violentamente cuando se la desconoce. Y lo ha hecho constructivamente, desarrollando sus culturas, organizándose para el bien común, creando, desde sí y sin renunciar a su peculiaridad, relaciones de cooperación, organizaciones internacionales y proyectos comunes.

¿Es posible pasar del mero reconocimiento de esa diversidad a una comprensión teológica de la misma? El camino más transitado en el mundo protestante ha sido una teología de «los órdenes de la creación». 3 8 La nación aparece así como una realidad ordenada por Dios y, aunque corrompida por el pecado, de validez permanente. Parecería que este concepto ha predominado en la forma en que las "iglesias de inmigración" han interpretado su "etnicidad". En algunos casos, el énfasis recayó más bien en la "etnicidad" como cultura, como "modo de ser" (germanos, daneses, escoceses o galeses), incluso como "cultura evangélica" (germana, danesa, etc.). Pero aun allí parece que la vinculación a la "madre patria" ocupa un lugar fundamental. Y, frecuentemente, los residentes se sienten como representantes de su nación de origen y al servicio de los intereses de ella. Este peligro de identificación de "etnicidad", "cultura étnica" y "nación" (de origen) se torna sumamente grave en situaciones conflictivas como

salvación" de Hechos y Romanos: la unidad de judíos y gentiles arraiga en la creación misma, en la dimensión cósmica de la persona del Hijo (Col. 1.12-23). En Efesios, es el cumplimiento de la voluntad original de «reunir todas las cosas en Cristo» (Ef. 1.9-14).

2. ¿Quiénes son ta ethne y cómo caracterizarlos? Los estudios lingüísticos nos han hecho muy cautos al tratar de identificar el sentido de las palabras y su uso. Es bueno recordarlo cuando lidiamos contérminos como "gentiles", "naciones", "pueblos". Ya los vocablos hebreos originales y sus traducciones griegas y latinas representan interpretaciones diversas. Y cuando hoy hablamos de "naciones", de "etnias" y de "pueblos" las cosas se complican aún más. En términos muy generales nos atreveríamos a decir que, en el uso veterotestamentario, el término goyim, que suele traducirse "naciones" representa (a) la diversidad de los distintos pueblos, caracter izados por su lugar de origen (su " t i e r ra" ) , su consanguinidad ("famil ias") o su " lengua", reconocidos, especialmente en la tradición profética, como creación del Señor Yahvé y sometidos a su soberanía, aun cuando no lo conozcan y honren a otros dioses, y (b) por contraposición con el pueblo {'am) de Israel, el pueblo del pacto, como el conjunto de esas naciones en cuanto no conocen ni honran al único Dios verdadero. En el primer sentido, Israel puede ser contado con los demás pueblos; en el segundo, es agudamente distinguido de ellos. En el Nuevo Testamento, aunque el primer sentido no ha desaparecido, predomina el segundo cuando se utiliza la expresión "las naciones" o "los gentiles". Y por eso la iglesia naciente agoniza para entender cómo los gentiles pueden, como Israel, ser "pueblo de Dios".

¿Qué son, entonces, las "naciones" en cuanto diversidad de "pueblos", en el primer sentido que hemos mencionado? El Nuevo Testamento no se ocupa mucho del tema; tal vez sólo reconoce la existencia de esa diversidad y, en el Apocalipsis, la presencia de los "pueblos, naciones, tribus y lenguas" en el drama del juicio y la redención, que culmina en la nueva Jerusalem que recibe, cumpliendo la profecía de Isaías (60.11), «la honra y la gloria de las naciones» (Ap. 21.26).

Sobre la base del reconocimiento de la soberanía universal de Dios y de la extensión universal de la redención en Jesucristo,

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No es posible seguir en detalle el trabajo de Westhelle, que me permito recomendar. Pero me parece que una visión trinitaria del tema podría ser un marco teológico adecuado para ubicar la problemática que nos plantea y que es central al tema de nuestra reflexión sobre las "iglesias étnicas".

La creación, en efecto, es la afirmación del espacio, de un espacio ordenado, poblado de especies, lugar de diálogo con Dios, de comunión humana y de producción de vida. Ni el pecado, ni la violencia, ni la corrupción humana anulan definitivamente la santidad de ese espacio: Yahvé lo reconstruye y lo restaura para "las familias" de pueblos (Gn. 10). La encarnación del Hijo, lejos de ser la disolución del espacio por la presencia del tiempo eterno es su confirmación: en un lugar, en medio de un pueblo, de una cultura, de una condición política y social y de un lenguaje, el Hijo de Dios "planta su tienda", «nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gá. 4.4).

El rrtinisterio terrenal del Hijo tiene los límites y las limitaciones de ese espacio. Pero el Espíritu abre ese espacio hacia "el otro". La maravillosa narración de Marcos 7.24-30 de la cura de la mujer sirofenicia dramatiza la crisis de los espacios cerrados: Jesús se atiene a su límite. Y el Espíritu lo reprende en la voz de "un otro total": en tierra extraña, de otra raza, mujer y contarninada por una hija endemoniada. Y Jesús, que en la secuencia de estos pasajes ha ganado todas las discusiones, pierde justamente ésta: «Has dicho la palabra justa».

La universalidad de la historia de la salvación no es la disolución de los espacios específicos, étnicos y diferenciados. No es una negación de la etnicidad como creación de Dios, como espacio de encarnación del Evangelio de Jesucristo. Pero sí es la negación del espacio cerrado sobre sí mismo. Lo que el apóstol Pablo rechaza es "la etnicidad como mérito". 4 2La universalidad de la gracia no es la eliminación de raza, sexo o condición social, sino su liberación para el ejercicio del amor. 4 3

Una doctrina autónoma de la creación transforma la etnicidad en un espacio cerrado, inmutable, que se justifica a sí mismo y que sólo puede concebir la relación con el otro como dorninio. Es la etnicidad teológica del apartheid, de los "cristianos alemanes", del "Destino manifiesto", de la "cultura occidental y cristiana", de la

la creada por el nacionalsocialismo alemán. Pero la ecuación de la idea bíblica de "los pueblos" como sinónimo de la forma política del "estado-nación" moderno introduce, en todo caso, un peligroso elemento de confusión y el riesgo de sacralizar los intereses políticos, económicos o ideológicos de una determinada nación en un determinado momento.

Si rechazamos la identificación de diversidad étnica con la nacionalidad como un "orden de la creación", ¿cómo reconocer teológicamente esa diversidad?

3. Espacio, historia y misión. El pastor y teólogo luterano brasileño Víctor Westhelle ha planteado la problemática teológica de la relación tiempo/espacio en su artículo: «Re(li)gión, el Señor de la historia y el espacio ilusorio». 3 9 Cuando uno recuerda los horrores perpetrados por las "ideologías del espacio" --geopolítica, expansionismo, Blut una Boden— no puede menos que sentir un escalofrío al ver reivindicada la legitimidad del "espacio", aparentemente contra la del "tiempo" y la historia. Sin embargo, al superar esa primera sensación y proseguir cuidadosamente la lectura, la importancia y la urgencia del tema se nos imponen. El espacio representa, en palabras de Westhelle,

el territorio de un pueblo, la tierra que pisamos, la cultura a la que pertenecemos, el medio ambiente con el que interactuamos, la casa que habitamos, las calles familiares que cruzamos, las redes personales a las que estamos ligados o de las que dependemos ... cada vez más mtrínsecamente ligados a nuestra auto-comprensión.40

¿Estamos condenados a escoger entre "espacio" e "historia"? El autor nos propone una revisión tanto de la visión de una "historia ideal" desvinculada del espacio, como de un "espacio ilusorio" que es simplemente el locus de un conflicto de poderes. Y en lugar de él, nos habla —en línea con algunas observaciones de Foucault— de un "espacio tangencial", representado por el "desierto" en la experiencia de Israel o el "Gólgota" enla de Jesús, «cuando el círculo del poder es interceptado por un espacio tangencial que revela los límites del espacio propio y el rostro de la otridad (otherness) como epifanía». 4 1

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la Trinidad como criterio hermenéutico de una teología protestante latinoamericana

Hemos intentado, en los capítulos anteriores, seguir el desarrollo teológico del protestantismo latinoamericano, el desarrollo de esos "rost ros" s imultáneos, a veces tan superpuestos, a veces desdibujados, a veces enfrentados. La pregunta es: ¿para qué hacemos este ejercicio? Aunque nuestro trabajo no ha sido estrictamente histórico, encuentro que unas palabras de Rubem Alves corresponden plenamente a mi intención:

El historiador es alguien que recupera memorias perdidas y las distribuye como un sacramento a aquellos que perdieron la memoria. En verdad, ¿qué mejor sacramento comunitario existe que las memorias de un pasado común, marcadas por la existencia del dolor, del sacrificio y de la esperanza? Recoger para distribuir. El no es un arqueólogo de memorias. Es un sembrador de visiones y de esperanzas.1

I. El futuro del protestantismo

1. La exploración de esas visiones con respecto al futuro del protestantismo latinoamericano se desgrana en varias preguntas: ¿Es el nuevo interés por la religión que se advierte en nuestras tierras —y no sólo en ellas— una fase pasajera en un proceso histórico

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"misión encomendada a la raza blanca". Al otro extremo, una doctrina autónoma de la redención reduce al ser humano a un pecador sin nombre, ni tierra, ni pueblo, ni cultura, ni familia, ¡y, en la versión subjetivista e individualista que tanto nos ha afectado, sin cuerpo ni comunidad!

Contra ambas tergiversaciones reclama con razón Westhelle, representando a nivel teológico una legítima crítica a la modernidad liberal. Y a la vez protege ese reclamo de las tendencias disolventes de cierta posmodernidad al señalar que «por ese reconocimiento de la "otridad" (otherness) mi propio espado recibe un significado religioso, porque en su límite el otro deviene epifánico».4 4

¿Habremos perdido, en esta reflexión teológica, el sentido concreto de nuestro tema: la presencia del "rostro étnico" junto a los demás del protestantismo latinoamericano? Creo que no. Y me atrevería a concluir con tres afirmaciones, que más que propuestas son ya experiencia en nuestras relaciones entre iglesias de origen-étnico y de origen misionero: (i) el protestantismo latinoamericano necesi ta que las iglesias étnicas mantengan y re-creen constantemente la memoria de su tierra, de su lengua, de su "mentalidad", de sus tradiciones teológicas; (ii) el protestantismo latinoamericano necesita que esa memoria sea ofrecida y recibida, no como un "paquete cerrado" sino como una participación activa que genera constantemente en unos y en otros la identidad evangélica en este espacio particular latinoamericano en el cual nos hallamos juntos, y (iii) el protestantismo latinoamericano —de origen étnico y misionero— necesita abrirse, desde esa identidad, al espacio y a la historia de la sociedad latinoamericana, donde el Espíritu de Dios está siempre presente y activo. Y a través de todo esto, el protestantismo latinoamericano no puede olvidar que toda identidad es siempre creación que Dios ama y preserva y "vieja creatura" que tiene que morir y resucitar "a imagen del Resucitado".

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haber lugares donde el "fin de la historia" marche de la mano de regímenes autoritarios.

Las excepciones al mundo de Fukuyama son seguramente más amplias y profundas de lo que él está dispuesto a admitir. En un trabajo a la vez erudito y atrevido, El Imperio y los nuevos bárbaros,3

un historiador y especialista en Tercer Mundo, el francés Jean-Cristophe Rufin pinta un escenario muy diferente: un "imperio", el mundo desarrollado, rico, tecnológico, democrático e ilustrado, que se repliega sobre sí mismo y levanta barreras frente a los "nuevos bárbaros" del Tercer Mundo y a la vez construye guetos y fortificaciones para mantener controlados a los "bárbaros" dentro de sus propias fronteras; y un Tercer Mundo heterogéneo, caracterizado por "estados tapones" a lo largo de las fronteras Norte-Sur que separan los mundos, por "factorías" donde el mundo del Norte tiene intereses y "representantes" y terrae incognitae, mundos abandonados a sí mismos en la mayor parte del Tercer Mundo (y las "tierras ignotas" en el seno del propio Primer Mundo) . Algunas de las señales de crisis que han emitido recientemente los proyectos económicos latinoamericanos, precisamente en "estados tapones" y "factorías" —escribo a principios de 1995—, prestan cierta verosimilitud al escenario de Rufin. Es más que probable, sin embargo, que la realidad será una mezcla en diversas proporciones de las dos visiones: en todo caso, un panorama confuso, cambiante y conflictivo. ¿Qué lugar podrá tener la religión en general y el protestantismo en particular en una América Latina en que estados tapones, factorías y tierras ignotas se separen y superpongan a la vez?

2. Es moneda corriente suponer que, a medida que las sociedades tradicionales se incorporan a la "modernidad" —y posiblemente luego a la posmodernidad (suponiendo que ésta venga a ser otra cosa que una "modernidad" a la que se le ha amputado el alma)—, la religión tiende a debilitarse y desaparecer. La experiencia de las últimas décadas parece poner en cuestión este axioma. Ya Luckmann, en La religión invisible* había planteado preguntas con respecto a la "desaparición de la religión" y señalado que la búsqueda de un "horizonte de significado" en alguna manera trascendente sigue ocurriendo, aunque de maneras distintas —con

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que se encamina inexorablemente, a mediano y largo plazo, hacia "un mundo sin religión"? ¿En todo caso, seguirá creciendo el protestantismo o tiene un techo que tarde o temprano detendrá su avance? ¿Están las formas más dinámicas del protestantismo —fundamentalmente el pentecostalismo— fatalmente condenadas a los mecanismos de mtinización y burocratización descritos por Max Weber, que lo conducen a imitar las "iglesias tradicionales"? ¿Cuál es, en todo caso, el futuro de esas "iglesias tradicionales"?

Los intentos de responder estas preguntas constituyen ya una creciente bibliografía. Hay de todo en ella. Lalive hablaba ya en 1968 de ese "techo". Otros sociólogos, como David Stoll y David Martin —con distintas evaluaciones— preven una continuación del crecimiento. Algunos entusiastas hablan de ochenta millones de evangélicos en América Latina al fin del siglo. En algunos círculos de la Iglesia Católica Romana se mira el proceso con alarma, a veces utilizada como acicate para la propia tarea evangelizadora, otras como denuncia de una "invasión" que hay que tratar de contener por todos los medios. Personalmente, pedidos de diverso origen me han tentado a imaginar, sin pretensión alguna de c lar ividencia , posibles escenarios y proponer a lgunas aproximaciones (que se podrán ver especialmente en cuatro recientes artículos).2

Muchos de los intentos de responder a esta pregunta han procedido sobre la base de un esquema sociológico que presupone como escenario histórico el paso de la sociedad tradicional a la modernidad. Esta sería, en tal caso, el futuro de toda la humanidad. Aceptado ese modelo, la sociología de la religión elaborada por Max Weber en adelante nos permite proyectar el campo religioso, con diversos cálculos dependientes de la celeridad, lentitud o descompensaciones que puedan darse en ese tránsito. En resumen, el final de la historia está progresivamente amaneciendo sobre la humanidad: un orden mundial homogéneo, caracterizado por la economía del libre mercado, la abundancia para todos, la era tecnológica y la democracia representativa. Es interesante anotar que el profeta mayor de este "paraíso", el japonés-norteamericano Francis Fukuyama ha advertido en un reciente artículo que no en todas partes se ha gestado el "nuevo mundo" en el vientre de la democracia y —aunque no le gusta del todo— admite que bien puede

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una pluralidad de horizontes— en la sociedad moderna. En un interesante artículo sobre «Religiones populares y modernidad en Brasil», 5 el profesor brasileño de ciencias sociales Ari Pedro Oro señala al menos tres formas en que lo religioso se hace "necesario" en sociedades como la brasileña, con sectores modernos y sectores marginados: como proveedora de sentidos en sectores medios y aun altos —un sentido que la modernidad exige pero que es incapaz de proveer—; como "re-encantamiento" del mundo que permite sacralizar o "re-sacralizar" la vida, 6 aun en un medio urbano; y como religión de éxtasis que hace posible proyectarse "hacia afuera" del mundo ordinario y acceder a otro estado de conciencia que lo übera de la prisión de una cotidianeidad insoportable. Aunque estas dos últimas funciones tienen su mayor atracción en sectores marginales, no dejan de sentirse como necesidad en los sectores medios y altos. Desde una ubicación geográfica y cultural muy distinta, el sociólogo B. W. Hargrove dedica dos capítulos de su sociología de la religión a los nuevos movimientos religiosos que surgen, en su interpretación, como consecuencia de «la crisis de confianza en la cultura occidental moderna», una crisis para la que tanto quienes se sienten "alienados" como quienes caen en una situación de "anomia" buscan y producen una respuesta.7

Dentro de estas posibilidades, las iglesias evangélicas —ya sea que mantengan el ritmo de su crecimiento, lo disminuyan o lleguen a un punto de "saturación"— tendrán sin duda un lugar en este panorama religioso complejo y confuso pero enormemente dinámico. En el campo religioso latinoamericano, la presencia evangélica ya no es y seguramente no será más un fenómeno periférico, accidental o "folclórico". Su crecimiento ha llevado a algunos a esperar, querer o temer que vengan a sustituir a la Iglesia Católica Romana, es decir, a ocupar el lugar y cumplir la función que ella ha desempeñado y desempeña en la sociedad y en la cultura latinoamericana. Aparte de que no creo que ello sea histórica y sociológicamente realizable, tal propuesta me parecería una peligrosísima tentación. Nuestro secular debate con el catolicismo dejaría de ser evangélico si se transformara en competencia por el poder, por el dominio de las afinas, por la hegemonía del campo religioso. Por el contrario, se trata de una discusión sobre cómo, de acuerdo con el Evangelio, debe estar presente la iglesia en el mundo. Lo que los

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evangélicos rechazamos no es que se haya establecido o procure restablecerse una "cristiandad católica romana" sino que se establezca una "Cristiandad".8

3. La responsabilidad del protestantismo, sea cual fuere su lugar en la vida religiosa latinoamericana, es el testimonio fiel del Evangelio, que se mide por la fidelidad en la propagación del Evangelio, la fidelidad en que se lo vive y la fidelidad con que se lo celebra, es decir, en su evangelización, su comportamiento y su culto. De esto nos ocuparemos en parte en el último capítulo. Ahora, sin embargo, quisiera detenerme en la búsqueda de fidelidad en la comprensión del Evangelio, es decir, en la teología. Es posible que la teología no sea lo más importante ni lo primero que debe ocuparnos, pero es ciertamente indispensable. La iglesia no puede existir sin interrogarse constantemente a sí misma, a la luz de la Escritura, acerca de la fidelidad de su testimonio, de la coherencia entre su mensaje, su vida y su culto.

Hace algunas décadas, Rene Padilla señalaba que las iglesias evangélicas latinoamericanas eran iglesias «sin teología» . Si el análisis que hemos esbozado es al menos parcialmente adecuado, la debilidad teológica del protestantismno latinoamericano no consiste tanto en la ausencia de teología, ni en sus desviaciones —que, como hemos visto, las hay— sino más bien en sus "reduccionismos". La herencia evangélica de los "despertares" angloamericanos, cuyo fervor e impulso no debemos menospreciar ni perder, ha operado una doble reducción, cristológica y soteriológica. Y aunque las llamadas "iglesias de inmigración" han retenido en su definición doctrinal las formulaciones clásicas de la Reforma, tampoco en la práctica han funcionado —por diversas razones— como correctivo de ese reduccionismo. Este, a su vez, se combinó con el carácter individualista, subjetivista y ahistórico de la visión religiosa de la modernidad, desembocando en algunas de las graves deformaciones que sufren nuestras iglesias. Así, la teología se resume en cristología, ésta en soteriología y finalmente la salvación queda caracterizada como una experiencia individual y subjetiva. Es cierto que, lentamente, hemos tratado de superar estos estrechamientos. Lo hemos intentado, nuevamente, casi exclusivamente en "clave cristológica", pero sin llegar a colocar la

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cristología en el marco total de la revelación. Por eso estoy proponiendo hoy una perspectiva trinitaria que a la vez amplíe, enriquezca y profundice la propia comprensión cristológica, soteriológica y pneumatológica que está en la raíz misma de nuestra tradición evangélica latinoamericana. Lo que sigue, pues, son sólo una especie de "ruminaciones" teológicas (de ruminare, ruminatio: rumiar), tal vez unas "pistas" o, como dicen más modestamente los hermanos chilenos, unos "alcances" a este tema.

II. ¿Qué significa la Trinidad como criterio hermenéutico?

Al proponer la doctrina trinitaria como criterio hermenéutico en el desarrollo de una teología, me parece necesario señalar tres riesgos: El primero es olvidar que la doctrina de la Trinidad —no, por cierto, la realidad del Dios trino— es una formulación teológica de la iglesia, que trata de integrar la totalidad de la experiencia de la revelación, no como si pretendiera "abarcar" esa totalidad o "agotar" su significado sino como un "recuerdo" permanente de que cada vez que hablamos de Dios, de su Palabra, de su acción, estamos hablando de esa riqueza inescrutable e inagotable que llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero la dc>ctrina no es menos ni más que eso, un intento de la iglesia: por eso, el objeto de nuestra fe no es la doctrina de la Trinidad sino el Dios trino. La doctrina tiene el carácter de un principio diacrítico, que nos permite distingiür, discernir, corregir.

En segundo lugar, no debemos dejarnos obsesionar por el "número mágico" tres y transformar la doctrina de la Trinidad en una especie de acertijo numérico —a ver cuántos "tres" podemos encontrar en la naturaleza, la ciencia o el cosmos—; los ejemplos de esta "pitagorización" de la Trinidad son legión en la historia de la doctrina. Más peligroso aún es ver en la Trinidad una especie de "división del trabajo" en Dios, una repartición de funciones que después nosotros podemos manipular para servirnos del "funcionario divino" que más nos convenga en la ocasión. Así hemos proclamado eras del Padre, del Hijo o del Espíritu o hemos justificado nuestros reduccionismos confesionales proclamando

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que nuestras teologías son "del primer artículo", "cristocéntricas" o "espirituales".

Finalmente, cuando hablamos del "misterio" de la Trinidad es bueno que precisemos en qué sentido nuestro Dios es misterio: lo es por su libertad, porque nunca podremos sondear "la mente de Dios" , porque permanece siempre esa "alteridad", esa trascendencia divina ante la cual, en último término, sólo cabe caer de rodillas, callar en un silencio de amor y reverencia, y adorar:

¡Santo!, ¡santo!, ¡santo!; mi corazón te adora; mi corazón te sabe decir: ¡Santo eres, Señor!

Pero Dios no es el misterio oscuro e innombrable de algunos místicos; no es el "abismo" que no admite calificaciones. El Dios de la Escritura, el Dios del Evangelio es el "misterio revelado" (Ef. 3.1-13); es el Dios que ha dicho su nombre y que ha entrado en un pacto (Ex. 3) ; es el Dios que ha querido calificar su acción, llamándola amor, justicia, fidelidad.

Contados serán los evangélicos latinoamericanos que nieguen la Trinidad. Pero creo que no es injusto decir que esa afirmación ha quedado como una doctrina genérica, que no informa profundamente la teología y lo que es peor, la piedad y la vida de nuestras iglesias. Para que en verdad constituya un criterio hermenéutico es necesario explorar con mayor profundidad qué es lo que afirmamos en la doctrina de la Trinidad. La iglesia lo hizo, especialmente en los primeros siglos. En el siglo XVI Calvino y luego teólogos anglicanos supieron aprovechar esa tradición. Algunos teólogos católicos latinoamericanos (Juan Luis Segundo, José Comblin, Leonardo Boff, Ronaldo Muñoz, entre otros 9) han venido recientemente llamando la atención sobre su importancia. El protestantismo latinoamericano tiene que r ec l amar y cu l t iva r esa t r ad ic ión t r in i ta r ia , s in amedrentarnos porque la terminología parezca a veces abstrusa y ve tus ta . Tres de las af i rmaciones c lás icas me parecen particularmente fecundas para nuestro tema.

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1. En primer lugar, debemos recordar que la doctrina de la Trinidad es la expresión de lo que la Escritura nos revela acerca de la historia de Dios con su pueblo. En efecto, en esa historia Dios se manifestó como Yahvé, el Señor soberano que ha estado antes de "el principio de todas las cosas" (Gn. 1.1), cuya Palabra origina todo lo que es y todo lo que llega a ser. En esa historia Dios manifiesta su libertad de decidir y escoger (en verdad, escoge el pueblo más débil e insignificante de la tierra y hace un pacto con él (Dt. 7.7-8; 26.5ss.) y de "quedarse" fielmente con la humanidad hasta llegar a "plantar su tienda" y habitar con ella. En esa historia la comunidaad de Pentecostés recibe la presencia de ese Dios como efusión en la vida misma de la propia asamblea y de sus miembros. El Dios de la Trinidad no es eterno en la intemporalidad de un principio ideal o de una constante indeterminada. Es el Dios que hace historia: creer en el Dios trino es entrar en esa historia.1 0

Juan Luis Segundo lo ha expresado muy gráficamente al decir que Dios es siempre el que «está antes que nosotros», el que «está con nosotros» y el que «está en nosotros». El "antes" es la expresión de la trascendencia y la libertad de Dios en toda su obra: cuando descubrimos la presencia de Dios en la naturaleza, en la historia, en la iglesia, en el pan y el vino de la comunión o en la relación personal de la oración no estamos "tomando posesión de Dios", no estamos conminándolo a aparecer; él precede y trasciende todas sus manifestaciones. No hay templo, ni sacramento, ni oración, ni iglesia, ni doctrina, ni experiencia que lo contenga (1 R. 8.27; Is. 66.1-2; 55.8). Y como nos advierte por boca de Jeremías (7.1-14), él puede destruir todo templo -o experiencia, o iglesia o sacramento— que se transforme en ídolo. 1 1 A la libertad soberana del Dios que está siempre "antes" corresponde la libertad profética del juicio purificador. "Con" significa que, sin embargo, Dios se hace realmente carne en este mundo, que no desdeña volverse vulnerable, tomar nombre humano en nuestra historia, venir a ser nuestro vecino: hacerse palabras humanas, gestos, ley, pueblo, presencia visible, audible. A la encarnación de Dios en la historia corresponde la palabra concreta de un libro —la Biblia— y la congregación concreta de un pueblo —la iglesia—, donde Dios verdaderamente está, plena y realmente. El "en" expresa la vida misma de Dios en nuestra vida, la energía que nos permite ser («en él vivimos, nos movemos

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y tenemos nuestro ser»; Hch. 17.28) y que garantiza esa vida para siempre; la fuerza del Espíritu que llena la totalidad de nuestras capacidades y dones y nos permite consagrarlos a su servicio, la alegría de sentir su presencia y de celebrarla con emoción y a viva voz. A la morada de ese Dios "en" nosotros corresponde la experiencia, la oración, la predicación, el culto, no como meros fenómenos psicológicos o simbólicos sino como "zarza ardiente" de su presencia.

2. El mismo Juan Luis Segundo ha sido el primero en insistir entre nosotros en recuperar una tradición de los padres griegos —particularmente los llamados "capadocios"— para la que la Trinidad significaba primordial y fundamentalmente "la comunión de las personas" de la Trinidad.1 2 Recientemente Leonardo Boff ha desarrollado cuidadosamente esa línea teológica en su libro La Trinidad, la sociedad y la liberación. Reducido a un lenguaje menos técnico, significa afirmar que Dios, en su mismo ser, no es el Yo absoluto de los filósofos, ni el monarca unipersonal que proyecta en los cielos la imagen de un emperador absoluto, ni la soledad inaccesible del "Uno" en egregio aislamiento, sino que Dios es en sí mismo una permanente conversación, una comunión de amor, una identidad de propósito y una unidad de acción: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un escritor del siglo VI parece haber sido el que utilizó un término griego para subrayar esta afirmación: perijoresis (morar uno en el otro, "in-habitar" y / o compenetrarse uno con otro). Las referencias bíblicas que sostienen esta manera de expresarse son más que abundantes, particularmente en el Evangelio de Juan (17.21-23; 10.30,38; 14.11) y en las fórmulas ternarias que hallamos en Pablo (Ro. 8.10,1 Co. 2.11, 2 Co. 13.14; 1.21-22). Por eso, con la misma energía la Iglesia dirá que las personas son irreductibles la una a la otra —«otro es el Padre, otro es el Hijo, otro el Espíritu Santo»— y que «el Padre está totalmente en el Hijo y totalmente en el Espíritu Santo» y así sucesivamente para el Hijo y el Espíritu. No se trata de un enigma a resolver: diferenciación y unidad no se oponen porque "Dios es amor".

Lo que aquí se nos descubre es la naturaleza de la realidad última: la vida de Dios es comunión, la identidad no se afirma retrayéndose sobre sí sino abriéndose al otro; la unidad no es singularidad sino

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comunicación plena. A esa semejanza fuimos creados; 1 3 en la participación en esa constante "conversación" divina encontramos el sentido de nuestra existencia, la vida abundante; sobre ese modelo debemos estructurar nuestras relaciones humanas. Ni la autoridad oinnímoda de uno sobre los demás, ni la uniformidad indiferenciada de la masa, ni la autosuficiencia del self-made man, sino la perijoresis del amor es nuestro origen y nuestro destino como personas, como iglesia, como sociedad.

3. La tradición teológica occidental, tal vez más pragmática, ha tratado de afirmar la misma verdad en relación con la acción del Dios trino, al acuñar, desde Agustín, la fórmula Opus trinitatis ad extra indivisum (u "opera trinitatis ad extra indivisa sunt"). 1 4

Es decir, lo que el Dios trino hace en el mundo --en la creación, en la reconciliación, en la redención— es siempre, a la vez y concertadamente, obra del Padre, del Hijo y del Espíritu. Si tal vez se explique que teológicamente nos hayamos acostumbrado a "apropiar" a cada una de las personas respectivamente esas tres formas de acción de Dios, es necesario prevenirnos de transformar esa apropiación en una separación. Con razón nos previene Otto Weber:

Sólo cuando también mantenemos en vista la unidad de Dios en su obra, podemos evitar una aislada "teología del primer artículo", un aislado "cristocentrismo" o un aislado "espirituaksmo" en la teología. Más aún, se puede decir que aquí la doctrina de la Trinidad alcanza su más inmediata relación con la piedad; en todo caso, no es difícil darse cuenta de que, con la quiebra o el retroceso de la doctrina de la Trinidad en la conciencia de la comunidad, la misma piedad se torna unilateral y en esa medida se debilita en vitalidad y riqueza.15

Conocemos muy bien en nuestra experiencia latinoamericana lo que ha sido una pasiva o conservadora «piedad de la providencia» en el catolicismo popular, una "piedad cristomonista" que se olvida del Reino de Dios y se desentiende del mundo en nuestra comunidad evangélica y una "espiritualización" que se pierde en la persecución descontrolada de experiencias cada vez más espectaculares y esotéricas en algunos grupos pentecostales. La doctrina trinitaria nos recuerda que el Dios que nos sale al

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encuentro en la creación y en la historia, en el perdón de los pecados y en la búsqueda de santificación, es el mismo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo al que debemos responder siempre según la plenitud y "pluridrmensionalidad" de su obra.

III. Hacia una cristología trinitaria

Es mi convicción que estas afirmaciones trinitarias nos ofrecen una estructura de pensamiento teológico que puede rescatarnos de los reduccionismos que aquejan al protestant ismo latinoamericano. Desarrollar esta convicción nos llevaría a aplicar este criterio a los distintos loci theologici. Sería particularmente significativo hacerlo con respecto a la eclesiología, la doctrina de la santificación o la escatología. Es evidente que esta tarea escapa en este momento a nuestras posibilidades porque significaría visitar la totalidad de los temas doctrinales. Pero, dado que he insistido en el estrechamiento "cristológico" como un aspecto central de nuestra debilidad teológica, permítanme concluir este capítulo señalando algunos de los aspectos en que el criterio trinitario podría corregir y enriquecer la cristología característica de las iglesias evangélicas latinoamericanas.

1. La fe en Jesucristo en el mundo de las religiones. Uno de los problemas que la teología evangélica tiene que enfrentar en nuestra época es cómo responder a la creciente y compleja pluralidad religiosa de nuestros pueblos. Tradicionalmente, nos definíamos como "la verdad del Evangelio" frente a "los errores del romanismo" (ese era nuestro lenguaje). Juan Mackay tuvo la agudeza teológica de desprenderse de los argumentos apologéticos secundarios —purgatorio, veneración de los santos, mariología— y plantear el debate en términos cristológicos: el contraste entre el "Cristo de la muerte" traído a nuestras tierras desde España (o desde África, según su análisis) con la conquista y el "Cristo viviente" del Evangelio, el Cristo resucitado, viviente, cercano. 1 6 La discusión se planteaba, sin embargo, dentro de una referencia cristológica mutuamente aceptada. Este ya no es más el caso: los nuevos movimientos religiosos, la presencia activa de otras grandes

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desde allí hemos condenado la mezcla de la religiosidad popular católica.

Tal posición es, desde todo punto de vista, inaceptable. Por una parte, ya hemos señalado que nuestra propia "religiosidad popular" no es inmune a la asimilación de elementos de la cultura y la religiosidad dominantes en la sociedad. Por otra, sólo por prejuicio o miopía se puede negar que la tradición bíblica —tanto en Israel como en la iglesia— atestigua la asimilación e incorporación de términos, categorías, formas litúrgicas y tradiciones de las culturas y religiones circundantes. Conscientes de estos hechos, algunos de los más lúcidos teólogos y teólogas de una nueva generación se han pues to a trabajar sobre el tema, most rando los condicionamientos y limitaciones de nuestras propias experiencias —y, por lo tanto, concepciones— de Dios y de la fe, y señalando la necesidad de prestar atención con humildad y respeto a otras experiencias y concepciones. El diálogo en que se descubren diferencias y coincidencias, en que se reconocen influencias y aportes mutuos sería la nueva forma de abordar este tema. Me parece que se trata de una actitud sana y correcta. La pregunta fundamental que debemos hacernos, sin embargo, me parece ser si todas estas influencias y aportes que nos vienen de la cultura y de otras experiencias religiosas han sido, al asumirlos en nuestra propia experiencia de fe, "reinterpretados y resignificados" desde la revelación del Dios del pacto o si, por el contrario, han sido "bautizados" sin nacer de nuevo. Si, en efecto, debemos tomar distancia tanto de una actitud de "purismo" como de una aceptación acrítica, ¿cómo pensar teológica y pastoralmente este dilema? Creo que un enfoque cristológico trinitario puede servirnos de guía en esta tarea.

¿Qué significaría encarar este tema en el marco de una cristología trinitaria? En primer lugar, no desprender el Jesucristo del Nuevo Testamento de la Palabra "que era desde el principio" "con Dios y era Dios". Digo expresamente palabra más bien que "Logos" porque no se trata tanto de un principio racional eterno que informe toda la realidad sino más bien de la Palabra creadora que creó y recrea constantemente el mundo, del Espíritu de poder y vida que dinamiza el mundo natural y humano: la dabar y el ruach de Yahvé que se hizo carne no han estado ausentes tanto del mundo natural

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religiones, el renacimiento ~o más bien, la manifestación y la vindicación pública— de religiones indígenas o afroamericanas negadas y ocultadas, todo eso nos plantea una problemática nueva.

¿Cómo entender esa nueva realidad? El crecimiento pentecostal ha introducido el problema dentro de nuestra propia vida evangélica, porque no podemos desconocer que la piedad popular pentecostal y carismática incorpora muchos elementos y manifestaciones típicas de la piedad popular. A este respecto ya hay estudios de autores pentecostales, como los del equipo chileno auspiciado por SEPADE, ya citados (esp. vol. II, caps. 4 y 5 ) , y el interesante artículo de Bernardo Campos sobre «El influjo de las "huakas" o la espiritualidad pentecostal en Perú» (trabajo preparado para ASETT —Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo—, no publicado hasta el momento), que reconocen y afirman la legitimidad de esos elementos. ¿Bastará frente a esto que los protestantes nos empeñemos en repetir, como ya lo hemos hecho por más de un siglo, el grito de combate de la inquisición: todo eso no es más que superstición, paganismo, brujería o artilugios de Satanás?

Sabemos que la iglesia enfrentó de diversas maneras, a partir del siglo ü, la pregunta: ¿cómo se relaciona Jesucristo con el mundo de las religiones? Incluso encontramos señales de este tema ya en el Nuevo Testamento. El movimiento misionero de los siglos XVfll a XX manifestó la misma diversidad de enfoques. Algunos han tratado de tipificar las varias líneas como: Cristo contra las religiones, Cristo en las religiones, Cristo por sobre las religiones (como su "cumplimiento") y Cristo con las religiones (en la línea de una cristología del "Logos"). 1 7

Los protestantes hemos reaccionado con razón contra toda forma de "sincretismo". Con razón, pero no siempre con cüsceinimiento. En términos del agudo dicho de Jesús, hemos «visto la paja en el ojo del prójimo» (el sincretismo, la idolatría y la magia que denunciábamos en el catolicismo) pero no hemos advertido «la viga en nuestro ojo» (p. ej., la incorporación de elementos de la cultura y la ideología anglosajona en nuestra propia religiosidad). De alguna manera nos hemos autodesignado como los únicos poseedores y jueces de una tradición doctrinal pura y absoluta, y

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sustituirla por otra, supuestamente cristiana. Es producto de una resistencia, cuando la conquista anuló las posibilidades de una genuina evangelización. Es claro que el Evangelio nunca "vuelve vacío". Pero esos siglos sin verdadero encuentro y diálogo pesan gravemente. Tal vez se nos dé hoy a los evangélicos (como se está dando en algunos lugares desde la Iglesia Catól ica) una oportunidad de recuperar algo de ese encuentro. Precisamente, aquí es donde yo valoro la experiencia que se está dando en lo que l lamamos "pentecosta l ismo cr io l lo" . Allí se opera una evangelización "desde abajo", desde la vivencia y la realidad de los sectores populares. Tendremos que decir una palabra más sobre el discernimiento de esa obra del Espíritu. Pero una teología trinitaria tratará de ver y oír lo que el Espíritu del Señor —el Jesucristo presente- obra en la fe de esos sectores populares para actualizar la unidad de la Palabra eterna de la creación, la carne histórica de Jesucristo y la experiencia de fe del pueblo. 1 9

2. La Trinidad y la responsabilidad social de los cristianos. Esta perspectiva cristológica trinitaria viene igualmente a guiarnos en la que es tal vez la cuestión más acuciante y debatida en el mundo evangélico: nuestra responsabilidad ante la problemática de nuestras sociedades. Creo que no es exagerado decir que la cristología y soteriología casi exclusiva en la tradición evangélica latinoamericana se encuadra en el marco de una interpretación sacerdotal. En efecto, Jesucristo viene a "limpiarnos" de la mancha del pecado mediante su sacrificio expiatorio (véase si no toda la himnología centrada en el tema de "la sangre" que "lava", "el precio" pagado en nuestro beneficio). ¿Quién lo duda? Pero, aparte de los problemas teológicos que esa exclusividad conlleva (el más grave de los cuales es la escisión que mucha predicación "evangelizadora" corriente introduce entre el Hijo y el Padre) se trata de una lectura "reductiva" y unilateral de la Escritura. Hay una tradición profética que Jesús asume y reclama para sí que no puede reducirse legítimamente a "predicción" o "tipología". Vale aquí recordar la sobria amonestación de Bonhoeffer de no pasar demasiado rápidamente del Antiguo Testamento al Nuevo.

Esa tradición profética, enmarcada en la teología bíblica del pacto, tiene que ver con la redención como liberación de la esclavitud a los

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como de la historia de los pueblos, como lo dice tan bella y vigorosamente el profeta Amos: «¿Acaso no fui yo quien hice subir a los filisteos de Caftor y de Kir a los árameos?» (9.7); o Isaías: «[Ciro] es mi pastor ... el ungido» (44.28; 45.1); o el salmista: «le quitas tu Espíritu [a toda la creación], dejan de ser y vuelven al polvo; envías tu Espíritu, son creados y renuevas la faz de la tierra» (104.29-30). Reconocer en la historia, en las culturas, en las luchas y en las religiones de los pueblos la presencia de esa Palabra y ese Espíritu no es ceder al paganismo sino confesar a aquél sin el cual «nada de lo que es hecho fue hecho» (Jn. 1.3). Con razón decía un cristiano de Asia: «Nuestro Dios no es un dios inválido que llegó a Asia a babuchas de un misionero».

Pero no es menos cierto que una teología cristiana no puede desprender la Palabra y el Espíritu de Dios de la "carne" del hijo de María, de su enseñanza, de su mensaje, de su vida y de su muerte, de su resurrección y señorío. Allí están las marcas de la auténtica Palabra y del Espíritu del Dios del pacto. Por la vara de la presencia de Dios en él se mide toda supuesta presencia de ese Dios en la historia humana; allí se afirma lo genuino y se repudia lo idolátrico en toda religión y toda cultura humana, ¡incluso las nuestras! No está equivocada Elsa Tamez cuando interpreta la lucha por la identidad de Quetzacoatl como Dios de vida o de muerte en la cultura maya y azteca a la luz del combate profético de la Escritura por el verdadero Dios . 1 8 Ni está, en mi opinión, desencaminado Leonardo Boff cuando propone "la gratuidad de la gracia de Dios" y "el compromiso por la misericordia y la justicia" como marcas de una verdadera apropiación cristiana de cualquier tradición cultural.

Pero hay también una "pista trinitaria" frente a la pregunta del cómo de esa "transignificación" de las tradiciones religiosas y culturales. En efecto, la posibilidad de una transformación genuina existe solamente cuando el Espíritu de Dios trabaja en la historia y la cultura de los pueblos para atestiguar el significado de Jesucristo en su vida. Este proceso quedó quebrado en nuestra América por la violenta imposición de la religión española. El sincretismo latinoamericano no es resultado de una excesiva tolerancia o acomodación -como a veces lo hemos dicho los protestantes- sino del intento brutal de "borrar" la historia de estos pueblos y

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ha resumido el mensaje de la justificación por la fe como «libres de toda condena» para poder amar y servir en verdad y justicia. 2 3

Si entendemos nuestra cristología trinitariamente, debemos tomar seriamente en cuenta una operación de la Palabra y el Espíritu del Dios trino que opera en el mundo a la vez como invitación y como juicio en la búsqueda de shalom y justicia antes de que nosotros lleguemos y aparte de toda acción de los creyentes y las iglesias. Ese mismo Jesucristo, que nos convoca a participar en su obra en la sociedad y en la historia, define los contenidos de paz y justicia en su enseñanza y en su acción histórica y, en el poder del Espíritu Santo, nos capacita para discernir los modos y las características de nuestra participación como creyentes y como iglesias en el presente histórico en que nos corresponde actuar. La conciencia de su trascendencia nos impide acotar en una propuesta social, económica o política el horizonte último de esa acción; su "vaciamiento" en una vida condicionada social y culturalmente nos protege de una "asepsia" histórica con la que frecuentemente disfrazamos de neutralidad piadosa lo que no es sino traición a la vez al Evangelio y a nuestro pueblo.

3. La Trinidad y el «Cristo en el Espíritu». Ricardo Rojas profetizaba en 1928:

El mundo necesita nuevamente la venida del Mesías; y si hace veinte siglos vino a la tierra, como hombre de carne, el Cristo de los ritos y de los templos, hoy esperamos al Cristo social, que vendrá en Espíritu, como él lo anunció, para la elevación de las almas y la paz de los pueblos.24

¿Se estará cumpliendo su vaticinio en el crecimiento del cristianismo pentecostal de nuestro tiempo? De hecho, la tradición evangélica latinoamericana es fuertemente pneumatólogica. Tanto en su expresión en los "avivamientos" como en el "movimiento de santidad" del siglo XLX y en el pentecostalismo del siglo XX, la adscripción a "la obra del Espíritu" ha sido la dinámica fundacional y fundamental. Y sin embargo, ninguno de estos movimientos desarrolló una verdadera teología del Espíritu. Menos aún una teología del Espíritu Santo en un contexto trinitario. En realidad,

poderes opresivos de la historia —y no sólo de las culpas personales o colectivas— y para un pacto que reclama la práctica de la justicia, la misericordia y la fidelidad, un pacto de shalom histórica y no solamente de rescate escatológico. Desde aquella interpretación sacerdotal "reductiva", toda la vida de la Palabra encarnada - l a enseñanza, el ministerio, los actos de poder de Jesús— quedan reducidos a una especie de "prefacio" a su muerte y resurrección: ¡una conclusión en la que, curiosamente —o no— coinciden los fundamental is tas dispensacional is tas y el superl iberal existencialista Rudolf Bultmann!2 0

El "Evangelio social" trató de restaurar la perspectiva profética con su insistencia en "los principios sociales" de Jesús. Pero tanto su interpretación "liberal" de esos principios como su incapacidad para vincularlos con una visión teológica más plena frustraron en parte ese intento. En el movimiento carismático, la insistencia en Jesucristo como "Señor" y por consiguiente en la fe como "discipulado" abría las puertas a un desarrollo cristológico más pleno que me parece, sin embargo, que no logró definir los contenidos sociales más profundos del discipulado al que convoca. Hoy, por otra parte, en el desarrollo de los trabajos históricos, el "escepticismo" con respecto a la posibilidad de acceso al "Jesús histórico" cede lugar a trabajos de contextualización social e histórica que, sin negar las dificultades de hablar de una ipsissima verba o ipsissima acta de Jesús, nos muestran el movimiento generado por Jesús dentro de la tradición profética en las condiciones conflictivas del siglo I. 2 1 En América Latina, estos trabajos confirman una hermenéutica de los evangelios centrada en el mensaje del Reino y la inserción de Jesús en "la tradición de los pobres" en conflicto con las tradiciones de la conducción religiosa y política de los sectores dominantes del judaismo y del poder imperial. 2 2

No se trata ahora, en manera alguna, de susti tuir un unilateralismo sacerdotal por uno profético sino de afirmar claramente la unidad de ambas interpretaciones. El Siervo sufriente que lleva la carga de nuestro pecado y nos libera de la culpa para iniciar una nueva vida es también el profeta que limpia el templo de mercaderes y nos convoca a un pacto de justicia y shalom. Con mucha razón Elsa Tamez, trabajando sobre la tradición paulina,

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expresión de los orígenes del pentecostalismo en los Estados Unidos, el verbo "to empower", "to be empowered", aparece constantemente. Y aunque el español no tiene ese verbo, la terminología de "recibir el Espíritu" o "ser lleno del poder del Espíritu" u "obrar en el poder del Espíritu" o "el Espíritu de poder" tiene la misma connotación. Es el poder para testificar, para sanar, para expresarse en lenguas, para ser "enteramente santificados". Me atrevería a hablar aquí, en térrninos del capítulo 8 de Romanos, de la experiencia del Espíritu como anticipación de la redención final: es "conocimiento cara a cara", es eliminación "de toda debilidad y de toda dolencia", es alabanza y gozo pleno en un milagro y una situación extática en la que desaparecen nuestra finitud y nuestro pecado. Pero esa perspectiva escatológica queda aquí, como en casi toda la tradición evangélica latinoamericana, restringida a la obra del Espíritu en el ámbito de la redención y, aún más estrechamente, de la redención individual o, cuando más, de la iglesia. En cuanto a la anticipación de la plenitud de la obra del Espíritu en la redención de la totalidad de la creación —de la que también habla Romanos 8— nada escuchamos. Nada parece saber nuestra teología evangélica latinoamericana del Espíritu que renueva la faz de la tierra, del Espíritu que unge a Ciro, del Espíritu que hace hablar al asna de Balaam (Nm. 22) o que unge a Melquisedec, sacerdote y rey pagano (Gn. 14 .17SS.) . 2 5 En otros térrninos, sabemos del poder del Espíritu pero no de la libertad del Espíritu para obrar ubi et quondo visum est deo. En este vacío queda ahogada la vocación profética de la iglesia en el mundo.

Pero el tema de la libertad y el poder del Espíritu reclama el del discernimiento del Espíritu. El "poder" es, efectivamente, un "bien religioso" muy codiciado. Quien lo posee —como "maná", "carisma" o legitimación del "orden sagrado"— goza de un espacio de liderazgo, de prestigio, de influencia. ¿Pero es ese bien siempre el Espíritu Santo? Esta es una problemática muy concreta y muy conffictiva en la vida de nuestras iglesias.

El discernimiento del Espíritu es, en términos del Nuevo Testamento, un don del mismo Espíritu, no una fórmula que se aplica mecánicamente. Pero no se trata de un círculo vicioso porque hay ciertos criterios ligados al carácter y al propósito del Dios trino manifestados en la historia de la revelación. El Espíritu Santo es el

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tal teología ha estado ausente en la tradición teológica dominante en Occidente . El catol icismo no ha tenido una teología pneumatológica, tal vez, como lo decía no hace mucho un eminente teólogo católico, «porque la Iglesia ha sustituido al Espíritu». El protestantismo clásico le dio al Espíritu Santo un papel pasivo de legitimación de la Escritura, una especie de "sello" subjetivo de aprobación, que nada aportaba a la interpretación de su contenido. Y el protestantismo pietista y evangélico le atribuyó un papel en la "subjetivación" de la fe como experiencia. El movimiento pentecostal ha destacado las manifestaciones extraordinarias del Espíritu pero sin vincularlas a la totalidad de "la obra del Espíritu" y menos aún a su contexto trinitario. Me atrevería a sugerir, en el contexto de la hermenéutica que vengo proponiendo, que una cristología trinitaria debería considerar, en América Latina, la relación Cristo /Espíritu al menos en relación con dos temas: la libertad y el poder del Espíritu, y el discerrdmiento del Espíritu Santo.

En efecto, en el lenguaje bíblico el Espíritu es el poder, la fuerza de Dios (por cierto, en nuestra perspectiva, del Dios trino) obrando en el mundo y en la historia para cumplir el propósito divino. Esa palabra y ese poder plantaron su tienda entre nosotros en Jesús el Cristo. Me parece que la tendencia de algunos historiadores contemporáneos de la teología de ver en el Nuevo Testamento una oposición de "cristologías del logos" y "cristologías del Espíritu" no toma suficientemente en serio la relación entre "palabra" y "espíritu" en la tradición bíblica y está demasiado influida por el peso que poster iormente asumieron las interpretaciones helenizantes de "palabra" como "logos". No es este el momento de profundizar un estudio del uso teológico de los conceptos de "palabra" y "espíritu" en el Antiguo Testamento y el Nuevo. Me limito a sugerir que, pese a que hay diversos matices y tradiciones bíblicas en ambos casos, tanto una noción como la otra incluyen un elemento fundamental de acción, fuerza y realización, y otro de propósito, voluntad y revelación. Por la Palabra y por el Espíritu, Dios manifiesta su voluntad —es decir, se manifiesta a sí mismo— y la realiza dinámicamente en el mundo y en la historia.

Si no me equivoco, la experiencia del Espíritu Santo es, en el pentecostal, la experiencia de "el poder del Espíritu Santo". En la

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En búsqueda de la unidad: la misión como principio material

de una teología protestante latinoamericana

¿En qué consiste la identidad protestante? O más precisamente: ¿hay un criterio teológico de referencia para identificar una teología protestante? Hemos supuesto que los clásicos "sólo" —sola fide, sola scriptura, solus Christus— identificaban al protestantismo. Más técnicamente, se habla de un "principio formal" (la autoridad exclusiva de la Escritura) y un "principio material" (la dc>ctrina de la justificación por la fe), como los ejes sobre los que se construye una teología protestante. En realidad, se trata más bien de resúmenes acuñados con propósitos testimoniales o polémicos, con un valor más simbólico que estrictamente teológico. Al primero, ligado al adverbio "sólo", hay que añadirle siempre que, de hecho, ni la fe, ni la Escritura, ni Cristo están nunca solos sino en un contexto teológico más amplio que permite definir su verdadero contenido. El diálogo teológico de los últimos cuarenta o cincuenta años nos ha enseñado a relativizar estas formulaciones. En cuanto a los dos principios —formal y material— resultan de una larga historia, cuyo origen en los reformadores es un tanto remoto e impreciso. 1 Por cierto, hay en esos principios un contenido significativo que es necesario rescatar. Paul Tillich ha contribuido a la discusión de lo "propio" protestante con su formulación del «principio protestante», que interpreta la justificación por la fe como un principio anti-idolátrico que «contiene la protesta humana y divina contra toda pretensión de absolutizar cualquier realidad relativa, incluso de una iglesia protestante».2 A su vez, Rubem

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Espíritu del Dios creador que da vida, la protege y la redime, del Dios del pacto que permanece fiel y reclama justicia y misericordia. Cuando el poder y la libertad del Espíritu son invocados y reclamados para acciones y conductas que conspiran contra la vida, la justicia y la misericordia, tenemos razón para dudar de que sea el Espíritu Santo.

El Nuevo Testamento establece una doble relación entre Jesucristo y el Espíritu. Por una parte, Jesucristo viene y obra "en el poder del Espíritu", es decir, en el propósito y el poder de Yahvé tal como se han manifestado en la creación y en el pacto. Por otra parte, Jesucristo imparte el Espíritu. No puede haber contradicción sino complementación de ambas afirmaciones. El Espíritu que Jesucristo imparte no es otro que aquel en el que él mismo obra y se reconoce por la continuidad de ese propósito y esa obra, ahora interpretados y definidos en la propia acción del Hijo. Por eso se justifica, aunque no hay por qué aferrarse literalmente a la fórmula, la expresión del credo occidental: el Espíritu «procede del Padre y del Hijo (filioque)». El apóstol Pablo, a su vez, hace muy concretos estos criterios: no es la "espectacularidad" de las manifestaciones sino los "frutos" del Espíritu (Gá. 522-23) lo que legitima el reclamo de haber recibido los "dones del Espíritu", como lo ilustra muy bien la amplia discusión del tema en 1 Corintios 12-14. Es cierto que en 1 Corintios 12 Pablo propone la afirmación «Cristo es Señor» como prueba de tener el Espíritu. Pero también exige que el que está en el Espíritu del Señor ande «según el Espíritu» (Ro. 8.1; Gá. 5.16,25; Col. 2.6), o en las palabras de 1 Juan 2.6: «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo». Y recordemos que "andar" en el Señor o en el Espíritu significa según Pablo o Juan "andar en amor". Cuando se utiliza el poder divino como instrumento para engrandecerse a uno mismo y dominar o explotar por ganancia económica, la fidelidad al Evangelio nos obliga a dudar de la legitimidad de esos dones.

Este intento pretende solamente mostrar algunas de las posibilidades de desarrollar una perspectiva hermenéutica trinitaria en la interpretación e integración de la temática teológica, como corrección y sustento de nuestra respuesta a las exigencias de la vida y misión de las iglesias evangélicas latinoamericanas en nuestro tiempo.

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transformarse en plena uriificación de propósito y funcionamiento), los par t ic ipantes la t inoamericanos se han enrolado casi exclusivamente en el primero o el segundo, o en ambos. Fe y Constitución nunca logró hacer pie en las iglesias latinoamericanas. Me atrevo a decir que la razón es precisamente esta: la unidad como misión —evangelizadora y social— hace sentido en la auto-comprensión del protestantismo latinoamericano; la unidad como proyecto predominantemente doctrinal o eclesiástico no evoca respuesta. De hecho, los organismos "ecuménicos" que las iglesias latinoamericanas gestaron en el continente —particularmente UNELAM y CLAI, e incluso CONELA-- mantienen la misma orientación: han privilegiado casi exclusivamente la dimensión evangelizadora y, en diversas medidas, social de la colaboración y la unidad pero han negado, esquivado o al menos no incorporando significativamente la consideración de la unidad doctrinal y orgánica.

Por eso, si se trata de descubrir un "principio material", es decir, aquella orientación teológica que, por expresar mejor la vivencia y la dinámica de la comunidad religiosa, dé consistencia y coherencia a la comprensión del evangelio y se constituya en punto de referencia para la construcción teológica de esa comunidad, tenemos que hablar de «la misión como "principio material" de una teología protestante latinoamericana». Sólo que en el caso del protestantismo latinoamericano, ese principio no se presenta como una formulación teológica explícita sino más bien como un ethos que impregna el discurso, el culto, la vida misma de la comunidad evangélica, una auto-comprensión que se manifiesta en sus actitudes, sus conflictos y sus prioridades.4

I. La ambigüedad de la definición misionera

Admitir que "misión-evangelización" es el principio que define al protestantismo latinoamericano nos envuelve de inmediato en la ambigüedad histórica y teológica de ese movimiento. ¿Cuál es la relación entre misión y colonialismo? ¿Cómo se expresa esa relación y las reacciones hacia ella en la "teología de la misión"? ¿Qué significaría una teología de la misión propuesta desde una perspectiva trinitaria?

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Alves retoma el principio protestante de Tillich y ve en los orígenes del protestantismo latinoamericano la operación de un "principio utópico" desinstalador en relación con la absolutización católica, pero un principio que el propio protestantismo ha abandonado absolutizándose en «el protestantismo de la recta doctrina y en una actitud cada vez más conservadora».3

Como ya lo hemos señalado, tanto la autoridad de la Escritura como la doctrina de la salvación por la sola gracia y la justificación por la fe han sido consistente y vigorosamente afirmadas en el protestantismo latinoamericano. Pero me parece claro que han funcionado de manera diferente que en la ortodoxia protestante: eran armas teológicas utilizadas en "la batalla por las afinas". Y este combate no era simplemente anticatólico: era —y sigue siendo-más bien el testimonio de una experiencia religiosa nueva, transformadora, vital, a la que se invita a participar al hombre latinoamericano.

Esta afirmación, que no requiere comprobación en lo que se refiere al "rostro evangélico" y "pentecostal" del protestantismo misionero latinoamericano, me parece también válida para el mismo "rostro liberal", aunque no, al menos en la misma medida, para las llamadas "iglesias de inmigración", por razones que hemos indicado en el capítulo 4. No sólo porque la misma piedad informa la vida de las iglesias "liberales", "evangélicas" y "pentecostales" sino porque aun los líderes liberales conciben la presencia protestante en América Latina como esencialmente misionera y, si se empeñan en tareas educacionales, sociales y aun políticas, las justifican como parte de esa misión evangelizadora. Sería muy sencillo —y un tanto aburrido— documentar esta afirmación con citas de los congresos de Panamá, Montevideo y La Habana, las tres CELA y destacados "liberales" latinoamericanos de los últimos cincuenta años como Gonzalo Báez-Camargo, Alberto Rembao, Erasmo Braga, Sergio Arce, Jorge P. Howard o Sante U. Barbieri.

La participación de las llamadas "iglesias históricas" (incluidas en este caso las de inmigración) de América Latina en el movimiento ecuménico ofrece una interesante contraprueba: en la integración del Consejo Misionero Internacional, la Conferencia de Vida y Obra y la de Fe y Constitución en el Consejo Mundial de Iglesias (integración institucional que aún no ha logrado

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el teólogo más influyente del metodismo de ese período, Richard Watson, la relación se hizo consciente y expresa: con el advenimiento del Imperio Británico, los cristianos podían cumplir su misión de compasión hacia los paganos sumidos «en las tinieblas y la corrupción de la burda idolatría». Estos, en efecto, «merecen nuestra atención, tanto en cuanto paganos en tinieblas como en cuanto subditos británicos». Dios prepara el «gran ataque contra el paganismo»; por eso despierta el celo misionero en un país con una marina poderosa y colonias de ultramar: «Esta coincidencia entre nuestros deberes y nuestras oportunidades, nuestros deseos y nuestros medios ... no es accidental.» La mano de Dios mueve los navios para que lleven «no sólo nuestras mercancías sino nuestros misioneros; no sólo nuestros "bales" [fardos] sino nuestros "blessings" [bendiciones]».6 Lo interesante no es aquí el ingenuo providencialismo sino el tránsito a la conciencia burguesa —empresaria, triunfalista, conquistadora— que asume simultánea y coincidentemente la empresa religiosa y la económico-política en el mismo "ethos conquistador". Este fenómeno metodista no es aislado. Cincuenta años más tarde, cuando los Estados Unidos habían orientado su visión de "Destino manifiesto" hacia el neocolonialismo, el presbiteriano Josiah Strong se expresaba en Princeton en térrninos semejantes acerca de la "misión" de los Estados Unidos, en sus obras Our Country (1886) y The New Age: or the Corning Kingdom (1893).

Enrique Dussel ha hecho interesantes observaciones filosóficas sobre el "yo conquisto" —más bien que el cogito cartesiano— como el núcleo constitutivo de la conciencia burguesa. Un estudio del vocabular io "mili tar" del discurso misionero —campañas, conquista, combate, ofensiva, soldados de la cruz, "huestes de la fe" y muchas otras expresiones— parece apuntar a ese "yo conquisto" religioso como núcleo de la conciencia misionera. La himnología misionera de la época une curiosamente el motivo de la compasión con los de la supuesta abyección, ignorancia y desvalimiento de los "objetos" de la misión y de la conquista de "los confines de la tierra" para Jesucristo, el Rey:

De heladas cordilleras/de playas de coral, de etiópicas riberas/del mar meridional,

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1. Misión y colonialismo. La evangelización que alcanza a América Latina a partir del siglo XIX se inscribe, en efecto, en la totalidad de la empresa misionera del protestantismo europeo —en nuestro caso particularmente el anglosajón— en los siglos XVIII y XIX. Y hoy es ya lugar común recordar que esa misión avanza sobre la cresta de la expansión colonial y neocolonial y lleva las marcas de esa relación. La enorme literatura existente sobre ese tema me exime de abundar sobre este punto.

En nuestro primer capítulo he rechazado una interpretación simplista de la relación entre protestantismo e imperialismo. En el caso de América Latina, sostengo, hay una tensión que se evidencia, por ejemplo, en la permanente discusión sobre el significado del Panamericanismo. Pero es necesario hacerse una pregunta más de fondo: ¿hasta qué punto la propia auto-comprensión que presidió y movilizó la enorme empresa misionera europea y norteamericana de los siglos XVIII y XIX, tal como se refleja en sus actitudes, su culto, su teología, lleva las marcas del espíritu colonialista? Unas pocas observaciones bastarán para explicar de qué estamos hablando.

Lo que podríamos llamar "el caso metodista" es un buen ejemplo. Todos conocen la preocupación de Juan Wesley por el problema de la pobreza —incluso sus intentos de entender las causas económicas de la misma—, su oposición a la esclavitud y su crítica a la política colonial de su país, particularmente en la India y África. Curiosamente, hacia fines del siglo (1800) la Iglesia Metodista inglesa había silenciado estos temas y expulsado de su seno las corrientes obreristas. El estudioso norteamericano Bernard Semmel 5

ha defendido una tesis interesante, que resume en los térrninos «liberalismo, orden y misión»: en la revolución industrial que estaba en gestación en el período del nacimiento y crecimiento del metodismo, éste logró incorporar al proceso de cambio social que genera una nueva clase —que hoy llamamos media— a grupos importantes de los sectores marginales que así asumieron la cos-movisión y el ethos burgués. En realidad hay que notar que el mismo Wesley percibió ya —con un asombro no exento de alarma— los comienzos de ese proceso. La expansión colonial que acompañó el desarrollo industrial permitió que la dirigencia metodista encauzara el fervor del despertar hacia la empresa misionera. En

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nos llaman afligidas/a darles libertad naciones sumergidas/en densa oscuridad. Nosotros, alumbrados/de celestial saber, a tantos desgraciados/¿veremos perecer? A las naciones demos/de Dios la salvación; el nombre proclamemos/que obró la redención.

La perspectiva de las luchas anticoloniales de liberación de nuestro siglo nos hace difícil conciliar estas manifestaciones con la "buena conciencia" de quienes las expresaron. Pero precisamente esa unidad atestigua hasta qué punto la "ideología" colonialista ha sido internalizada. James S. Dermis, profesor de misiones en Princeton, colega de Strong, escribe en 1897 un grueso volumen sobre «Misiones cristianas y progreso social» fundamentando "empíricamente" su tesis:

El cristianismo, en virtud de su propia energía bienhechora como poder transformador y superador en la sociedad ya ha escrito una nueva apología [énfasis del autor] de las misiones. No se necesita un elaborado argumento para demostrarlo. Los simples hechos que el resultado del esfuerzo misionero revelan en todos los campos lo establece fehacientemente ... El cristianismo ... es imperecedero y las misiones cristianas representan, en el momento presente, la única promesa y el único poder de resurrección espiritual en el moribundo mundo del paganismo.7

Muy pocos se atreverían hoy a repetir semejante tesis y menos aún en esos términos, aunque algunos profetas del "neoliberalismo" y "la nueva derecha religiosa" parecen haber hallado una versión remozada de la misma. Pero podrían surgir dos preguntas: una, si la misión y evangelización poscolonial —o incluso anticolonial- que ha cambiado la designación de las juntas y personal misioneros -juntas de ministerios globales, obreros fraternales, compartir de recursos- ha hallado una articulación teológica coherente con la transformación deseada. La segunda, tal vez más importante, si las características imperialistas que marcaron el ethos y el lenguaje de las misiones que nos formaron no han quedado impresas en nuestra propia evangelización criolla.

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2. En busca de una nueva teología de la misión. No es mi propósito recorrer ahora el desarrollo de la teología de la misión del último siglo, pero quisiera hacer un par de observaciones antes de retornar al campo evangélico latinoamericano.8

«Fuera de algunas excepciones —dice Wilhelm Andersen refiriéndose a la labor misionera protestante del siglo XVIII y especialmente del XLX-- el pietismo ha sido, hasta este siglo, el suelo en el que ha crecido la actividad misionera».9 En efecto, en ese suelo se generan en Gran Bretaña, en Alemania, en Francia, en Suiza, en los países escandinavos, en los Estados Unidos, las "sociedades misioneras", algunas veces relacionadas con las iglesias y otras formadas por individuos, pero normalmente poco ligadas a la ortodoxia doctrinal de sus confesiones. Tanto es así que, desde comienzos del presente siglo (1910 en adelante), las conferencias misioneras de Edimburgo plantean la integración de "misión" e "iglesia" como uno de sus objetivos. Dentro de esta búsqueda comienzan a articularse "teologías de la misión" insertas en la globalidad de una perspectiva teológica. Dos me parecen haber sido las tentativas dominantes y más fructíferas: una misionología eclesiológica y una misionología de la soberanía de Jesucristo y el Reino de Dios.

Dicho en forma muy general, en la primera se procura entender la misión como central a la misma definición de la iglesia. Interpretando la Conferencia de Madras de 1938, Karl Hartenstein caracteriza muy bien esta perspectiva:

"Misión" significa también "iglesia" e "iglesia" significa también "misión" ... Ya no hablamos más de ... misiones e iglesias; hablamos de la Iglesia, de la comunidad de Dios en el mundo, de su tarea fundamental, en la que las iglesias antiguas y las jóvenes, las que envían y las que están surgiendo participan en términos absolutamente iguales. Se está construyendo el santuario de Dios entre los pueblos, y manos negras y blancas, morenas y amarillas participan en la tarea.10

No todos interpretan esta identificación de iglesia y misión de la misma manera. Teólogos anglicanos trabajan en Madras con el concepto de iglesia como extensión de la encarnación, «el Cuerpo que Dios ha creado mediante Jesucristo». Los delegados de Europa continental, en términos más protestantes, hablan de «el perdón

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postre terrnina siendo también eclesiástico? En América Latina, este riesgo de una teología "imperial" del Reino de Dios es en parte contrarrestado por "la opción por los pobres" como criterio de interpretación del reinado de Jesucristo y de la misión del Reino. En esta dirección trabajó Richard Shaull en la década de 1960, seguido por latinoamericanos como Gonzalo Castillo o Rubem Alves (en sus primeros trabajos). La interpretación eclesiológica de Jpn Sobrino y la misionológica de Emilio Castro son excelentes ejemplos de esa hermenéutica: el Cristo que identifica su misión con el Reino de Dios es el Cristo que a su vez se identifica con los pobres, es la tesis de Sobrino. El Cristo que reina es el "Cristo siervo", hace claro Castro. 1 3 Me parece, sin embargo, que ambas líneas se fortalecerían si procuráramos tomar en serio una casi olvidada propuesta de Willingen en 1952:

(T)eológicamente debemos profundizar aún más; debemos remontar el impulso originario de la fe al Dios trino: solamente desde ese punto de vista podemos ver sinópticamente la empresa misionera en su relación con el Reino de Dios y su relación con el mundo.14

II. ¿Por qué una misiología trinitaria?

La pregunta es totalmente legítima. La plantearía, sobre todo, una tradición protestante, para la cual la doctrina trinitaria ha sido siempre una especie de resumen de la historia de la salvación (una trinidad "económica") más bien que una afirmación acerca del ser mismo de Dios (una trinidad "inmanente"). El misionólogo en esa tradición posiblemente vería en nuestra insistencia en ese tema una especie de especulación que puede resultar más bien distractiva. Es interesante notar que el citado llamado de Willingen ha quedado casi sin repercusión en la misionología protestante y los desarrollos de la Comisión de Misión y Evangelización del CMI.

Creo que se trata de una "mala economía". Mientras la Iglesia y el Reino queden como horizonte úl t imo de la m i s i ó n / evangelización, ésta será un acto de obediencia y / o una expresión de la fe. Por cierto que estas motivaciones son bíblicas y evangélicas. Obediencia y testimonio son dimensiones de la vida cristiana que no pueden ignorarse ni relegarse. Pero creo que estas mismas

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de los pecados en Cristo y la nueva vida de discipulado» como «el don decisivo [de Dios] al mundo» mediante el ministerio de la Iglesia. Pero todos coinciden en que toda definición de la iglesia debe ser misionológica y toda definición de la misión, eclesiológica. En la Conferencia misionera de Willingen (1952), un trabajo del teólogo holandés J. C. Hoekendijk causa un revuelo teológico al criticar duramente esta visión eclesiocéntrica de la misión:

La concepción eclesiocéntrica, que desde Jerusalem (1928) parece haber sido el único dogma casi indiscutido de la teoría de la misión, nos ha aferrado tan estrechamente, nos ha enredado en una trama tan densa, que apenas podemos darnos cuenta de la medida en que nuestro pensamiento se ha "eclesificado". De este abrazo asfixiante no escaparemos nunca a menos que aprendamos a preguntarnos de nuevo qué significa repetir una y otra vez nuestro amado texto misionero: "Este evangelio del Reino debe ser predicado en todo el mundo" y a tratar de hallar nuestra solución al problema de la Iglesia en este marco de Reino-Evangelio-Testimonio (apostolado)-Mundo.11

En la línea de la propuesta de Hoekendijk, en la que la iglesia y su misión quedan insertas en la relación Cristo-mundo, se desarrolla toda una tarea teológica, que se advierte con distintas tonalidades en casi toda la misionología de los últimos cuarenta años. El énfasis en el señorío de Jesucristo y en el Reino de Dios y su presencia activa en la historia humana caracteriza una línea evidente en las formulaciones ecuménicas del CMI. Y en la Conferencia de Lausana y la corriente "evangelical" que ella expresa, el énfasis recae en la mediación de la Iglesia como la que, en el poder del Espíritu, anuncia ese Reino en el mundo e invita a aceptar la soberanía redentora de Jesucristo. 1 2

Las observaciones de Hoekendijk apuntan a un peligro que la obra misionera y evangelizadora frecuentemente no ha sabido evitar: una especie de "monopolio eclesiástico" de Jesucristo y del Espíritu Santo y, por consiguiente, un "triunfalismo eclesiástico" que, lejos de corregir los reflejos coloniales o neocoloniales de la misión, los sostiene y alimenta. Pero cabe preguntarse si la teología misionera del señorío de Jesucristo y de la primacía del Reino de Dios son de por sí suficiente corrección para esos reflejos. ¿No se prestan demasiado a un nuevo imperialismo cristiano, que a la

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Pues bien, Dios se revela tal como es. Si para nosotros se aparece como Trinidad, es porque él es en sí mismo Trinidad ... Si Dios se presentó como misterio frontal y principio sin principio... es decir, como Padre, es porque Dios es Padre. Si se nos reveló como palabra iluminadora y como verdad, es decir, como Hijo o Logos eterno, es porque Dios es Hijo. Si se nos comunicó como amor y fuerza que busca la realización del designio último de Dios, es decir como Espíritu Santo, es porque Dios es Espíritu Santo. La realidad trinitaria hace que la manifestación divina en la historia sea trinitaria, y la manifestación realmente trinitaria de Dios nos hace comprender que Dios es de hecho Trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo.15

2. Al hablar de la perijoresis destacábamos la unidad que nace de la comunicación "mha-trinitaria": la eterna conversación, el vínculo de amor que Dios es en sí mismo. Ahora debemos subrayar la otra "dirección" de ese diálogo: su carácter extravertido; no se agota en sí mismo: "desborda", por así decirlo, en relación con la realidad creada: el mundo, el ser humano, la historia. Esa relación entre las tres personas como realidad inmanente en Dios y como presencia y acción en la totalidad de la creación es lo que la teología clásica ha llamado las "misiones" en la Trinidad. Misión tiene aquí el significado etimológico de envío. El Nuevo Testamento es muy explícito al respecto: el Hijo es "enviado" por el Padre Qn. 3.16; 5.23, 36, 38); el Espíritu Santo es enviado por el Padre mediante el Hijo (Le. 24.49; Jn. 14.16, 26; 15.26; 16.7; Gá. 4.6). Este envío no es un acto accidental o limitado a un momento. Si bien tiene una "fecha" en la que se hace manifiesto de una vez para siempre (efapax) -Navidad y Pentecostés- , esos decisivos momentos revelatorios encuentran su origen en una "misión" eterna que responde a la propia realidad trinitaria. Por eso se puede hablar de «el Cordero inmolado desde la creación del mundo» (Ap. 13.8) o del Espíritu que Dios "envía" para sustentar su creación y la propia actividad del hombre en ella (Sal. 104.29-30; el verbo es aquí shalach, el mismo del que derivamos "enviado" o "apóstol").

3. En ese "diálogo misionero" somos incluidos. Las "visitas" de Dios, desde la creación hasta la redención y la creación de la iglesia, incorporan siempre al ser humano como actor o co-actor de la misión divina. En este sentido hay un legítimo sun-ergismo que no

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motivaciones se fortalecen y profundizan cuando el horizonte último es "la vida misma de Dios" y, por lo tanto, la misión no es sólo obediencia y testimonio sino contemplación, oración, alabanza, participación —como dirían los hermanos ortodoxos— en lo que Dios mismo "es" y, por consiguiente, en lo que él "hace".

Creo que es esta relación la que el autor de la Epístola a los Efesios establece -más aún si la leemos en conjunción con el himno cristológico de Colosenses 1.10-27- cuando ubica el hecho misionero fundamental, la inclusión de los gentiles junto a los judíos, derribando "el muro de separación" (Ef. 2.14-19), en la perspectiva del "misterio" oculto "desde antes de la creación del mundo": la recapitulación del universo entero en Cristo (1.1-14 y 3.1-13). El mismo Dios incorpora al creyente en el ámbito de ese misterio, que no es otro que el del amor de Dios que habita por la fe en el creyente, y lo introduce en la «total plenitud de Dios» (3.14-19).

1. Pensado en términos de la elaboración teológica posterior, lo que hace Pablo en estos pasajes es unir «la trinidad económica» (lo que Dios hace) y la «inmanente» (lo que Dios es). La clave para interpretar las repetidas (y a veces complejas y redundantes) formulaciones trinitarias que hallamos en los primeros siglos es verlas como el esfuerzo por establecer firmemente esta unidad, protegerse contra toda formulación que pudiera negarla, y articularla con la mayor claridad posible, afirmando a la vez los grandes "hechos de Dios" y la "plenitud de Dios" en todos y cada uno de ellos. ¿Exceso de "purismo teológico"? ¡De ninguna manera! Por el contrario, es afirmación fundamental de la fe. ¿Es la revelación de Dios que atestigua la Escritura un "retrato auténtico" de Dios o una "imagen" para consumo religioso? ¿Está Dios real y totalmente "comprometido" en las acciones que la historia de la salvación nos relata o es esta historia sólo uno de varios y diversos escenarios en los que Dios actúa, reservándose una entidad "privada" diferente? ¿Queda, tras esta revelación o más allá de ella ~ud usum christianorum- un misterio de Dios que tal vez es accesible por otros medios: gnósticos, místicos o mágicos? Leonardo Boff expresa muy bien la respuesta:

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Padre, Hijo y Espíritu Santo en todo cuanto hace. Pero na podía tampoco se equivocó al subrayar, junto a la unidad de esa obra, la distiñón y de las dimensiones de la misma: «el Padre no es el Hijo ni el Espíritu^ el Hijo no es el Padre ni el Espíritu, el Espíritu no es el Padre ni el Hijo». Fórmulas como éstas no son un mero juego verbal. Lo que se ha llamado las "propiedades" o "apropiaciones" se refiere específicamente a esa necesaria distinción. Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo cuando crea y preserva el mundo, cuando invita a la fe en Jesucristo y construye su iglesia, cuando fecunda y dirige la historia. Pero lo es de distinta manera y, por lo tanto, incorpora a los seres humanos en su obra —los "comisiona"— de distinta manera. Honrar la unidad de esa obra y responder a la diversidad de esas distinciones es a la vez la tarea del pensamiento y de la práctica de la iglesia.

Hay distinciones precisas y necesarias en la forma en que la unidad inseparable de la obra del Dios trino y de nuestra participación en ella en la tarea cultural, social, política, económica, eclesial y evangelizadora es a la vez reconocida y respetada y la particularidad de cada una de esas tareas es igualmente tenida en cuenta. Distinciones en cuanto al sujeto propio de esas acciones —sociedad organizada, iglesia, personas individualmente— la modalidad de participación en las distintas identidades que tenemos como miembros de una sociedad, de familias y de la comunidad de fe y el modo de ejecución de esa participación: el uso del poder, las esferas de la ley y el Evangelio, la autonomía propia, querida y ordenada por Dios, de cada una de esas esferas. Una teología y una ética teológica cuidadosa, así como una pastoral respetuosa de la libertad cristiana, deben trabajar con atención estos temas. Y en ese marco debemos también ubicar una reflexión sobre esa "evangelización" que está en el corazón de nuestra comprensión protestante latinoamericana del Evangelio,

III. Misión y evangelización

Tal vez, simplificando, podríamos decir que el protestantismo latinoamericano tuvo la tendencia a confundir evangelización y misión; es decir, a reducir la totalidad de la misión de Dios a la

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desmerece la absoluta prioridad de la acción divina porque esa misma acción posibilita, demanda e incorpora en su propia dinámica al "socio" que Dios escoge. En el relato de la creación, esa misión se llama trabajo, labor. Por eso el ritmo semanal de la acción divina incorpora un ritmo semanal en la vida humana; el continuo sostén y la continua creación de Dios se instrumenta en una acción humana a la que envuelve y excede pero ni vacía ni aliena. En la historia de la salvación, esa misión se llama "pacto", alianza. Por eso la justicia, la misericordia, la paz (shulom) de Dios se corporiza en la buena ley, el buen gobierno, la comunidad fiel: la "palabra" o el "espíritu" que Dios envía incorpora a quienes a su vez Dios incluye en su "envío".

En la plenitud del tiempo el "enviado", Jesucristo, asume a «los que han creído ... y los que han de creer» en la misma misión. Como lo dice gráficamente la versión latina en la oración de Jesús: «Sicut tu me missiste in mundo et ego missi eos in mundo» (Jn. 17.18). Cuando Pablo habla de «ser conformado» a la imagen de Cristo, o de «reproducir» las marcas de Cristo o, más atrevidamente, «cumplir» en su cuerpo la continuidad de la obra redentora, no está hablando de una imitación externa y menos aún de una acción autónoma del creyente, sino de una participación que permite decir, por la fe, «Cristo vive en mí». El "testimonio" del Evangelio que la iglesia ha sido llamada a proclamar es siempre «en el poder del Espíritu». En el Espíritu que el Padre y el Hijo envían, la misma Trinidad da testimonio de la veracidad del Evangelio. La misión evangelizadora no es un acto externo cumplido por la iglesia sino "el rostro visible" de la misión del Dios trino.

La "misión" del Espíritu no tiene que ver tan sólo con la palabra de la redención sino con la totalidad de la obra del Dios trino; por consiguiente, con el trabajo, con la justicia, con la paz, en fin, con la historia del mundo y de la humanidad. Quienes, creyentes o no, son incorporados en esa obra, son «enviados», tanto como lo pudo ser Ciro (rey persa), Melquisedec (sacerdote del Dios del cielo) o el soldado que Cornelio envió a buscar a Pedro («vete con ellos porque yo los he enviado»; Hch. 10.20).

Trabajo, gobierno y sociedad humana, testimonio y servicio del Evangelio, construcción de la historia, son igualmente participación en la totalidad de esa misión del Dios trino que es "el mismo",

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"tarea evangelizadora" concebida estrechamente como el anuncio del llamado "plan de salvación" y la invitación a la conversión. Si bien podemos decir con gratitud que esta obra ha sido bendecida y millones de personas han tenido un verdadero encuentro con el Señor y han entrado en una nueva vida, también debemos decir con pesar que hemos rehusado participar en la plenitud de la obra del Dios trino. Desde el reconocimiento de esta falencia quisiera preguntarme ahora dónde están nuestros problemas centrales en relación con la evangelización y cómo la comprensión de la evangelización en el contexto de la misión total de Dios puede guiarnos en la respuesta a esos problemas. Por cierto que la misma reflexión debería dirigirse a nuestro culto y piedad, y a nuestro "caminar", nuestra conducta. Nos concentramos ahora, sin embargo, en la evangelización, precisamente por la importancia singular que ha tenido y tiene para la comunidad evangélica latinoamericana.

1. Profetas y evangelistas. Cuando Billy Graham, cuestionado por la "neutralidad" social de su predicación, respondió: «Yo no soy un profeta del Antiguo Testamento sino un evangelista del Nuevo Testamento» hizo, creo, una distinción legítima pero en términos gravemente distorsionados. El Nuevo Testamento reconoce una vocación y un don particular de "evangelista": la evangelización como proclamación del Evangelio e invitación a la fe tiene su propia identidad. Pero desprender esa tarea del mensaje profético del Antiguo y del Nuevo Testamento introduce en la obra de Dios y en Dios mismo una dicotomía que luego se reproduce en la iglesia y en la vida del creyente. 1 6

Es difícil negar que esta dicotomía ha tenido serias consecuencias en nuestras iglesias evangélicas. No sólo ha distinguido sino que ha separado la evangelización del servicio, la conversión de la búsqueda de la justicia, la adoración de Dios de la vida del mundo, la participación en la comunidad de fe de la responsabilidad en la sociedad. Incluso las ha enfrentado, creando "bandos" antagónicos dentro de las iglesias y entre ellas. Hemos supuesto que podemos "priorizar" por nuestra cuenta aspectos de la obra de Dios; más aún, elegir "el dios" que queremos honrar: ¡Que los liberales se ocupen del Creador, los evangélicos del Salvador y los pentecostales

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del Espíritu! Hemos creído que una comunidad cristiana podía hacer una cosa sin la otra o que podíamos aislar evangelización y servicio como compartimientos estancos que se manejan con contenidos, propósitos y criterios independientes. Incluso hemos creado instancias institucionales autónomas y en competencia para asumir esas tareas a nivel local , denominacional y supradenominacional, con "clientelas" diferenciadas y en conflicto. En esa espedalización, el mensaje del Evangelio se ha transformado frecuentemente en un esquema doctrinal formal, reducido a una interpretación particular de la doctrina de la expiación, en la que Padre, Hijo y Espíritu Santo parecen personajes que "actúan" roles más bien que el Dios viviente de las Escrituras. Y el servicio a la sociedad se transforma en una actividad hecha "desde afuera" y evangélicamente aséptica o una forma de coacción al servicio del crecimiento de la iglesia. Esta puede ser una caricatura; si lo es, desgraciadamente, es la caricatura de un rostro que hemos visto demasiadas veces.

Si la misión es participación en la plenitud de la "misión de Dios", toda evangelización debe ser -junto a la proclamación de la reconciliación obrada en la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo— testimonio de la creación buena de Dios y llamado a cultivarla y cuidar de ella, anuncio de la justicia de Dios y llamado a practicarla y servirla. Un mensaje que, en medio de la represión y la tortura, habla del Crucificado como si no tuviera nada que ver con los pobres crucificados de la historia o que, en la creciente destrucción y marginación de grandes sectores de la población, presenta a Jesucristo como si nada hubiera dicho de ese tema, como si el Espíritu Santo no hubiera sido el que descendió sobre Amos, Oseas y Santiago, como si los que sufren y mueren no fueran «imagen y semejanza» del Creador, no merece ser llamado evangélico. Pero una evangelización que dijese todo lo que hay que decir al respecto sin un llamado al arrepentimiento, la fe y el discipulado, tampoco es participación en la misión del Dios trino. Una evangelización verdaderamente trinitaria —como una adoración y una acción que lo sean— es la invitación a participar en fe en la vida misma del Dios trino y por eso en la totalidad de lo que Dios ha hecho, hace y hará para cumplir su propósito de ser «todo en todos».

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2. Evangelización y crecimiento de la iglesia. La evangelización ¿está al servicio del crecimiento de la iglesia o de la transformación del mundo? Una interesante polémica se desató en la Iglesia Católica Romana luego del Concilio Vaticano II en torno a este tema. Tenía que ver con el antiguo tema de la conservación o la recuperación de la cristiandad. Mientras algunos sostenían que la creación o mantenimiento de una "sociedad cristiana" cuyas costumbres, estructuras, leyes y valores se fundamentaran en la fe eran indispensables para que las grandes masas accediesen a la fe y perseveraran en ella, otros daban la bienvenida a una secularización que le ha quitado a la iglesia los apoyos externos, dejándola librada a la propia vitalidad y fuerza de su mensaje y que, por lo tanto, ha dado lugar a la formación de cr is t ianos conscientes , comprometidos, maduros que, aunque sean minoría, son levadura en la sociedad. 1 7 En Europa, el libro del cardenal Jean Daniélou, La oración, problema político,16 que sostenía la primera posición, dio lugar a una polémica en la que intervinieron algunos destacados teólogos dominicos como Jean-Pierre Jossua y C. Geffré. 1 9 En nuestro medio es bien conocida la aguda crítica que Juan Luis Segundo ha dirigido a «la pastoral de cristiandad» a la vez que su tesis de una minoría de cristianos «adultos» cuya misión no es "convertir a las mayorías" sino dar testimonio del propósito de salvación y plenificación de Dios para toda la humanidad. 2 0 En la encíclica Evangelii Nuntiandi de 1976 Pablo VI trató de reconciliar e integrar los temas de la conversión personal y de la evangelización de la cultura. No es mi propósito detenerme en este debate en el que juegan complejos temas teológicos como el del universalismo, la piedad popular, la relación de fe y amor. Me interesa, más bien, que nos preguntemos si se plantea un problema semejante en nuestro protestantismo y cómo.

No hay duda de que la práctica evangelizadora tradicional del protestantismo latinoamericano ha apuntado a la conversión del individuo y que, si bien se l levó a cabo en campañas de evangelización y reuniones de predicación en templos, salones o al aire libre, en las que factores colectivos desempeñaban un papel importante, se alimentó mayormente de relaciones cara a cara de amistad, familia, vecindad. La "singularización" de la experiencia fue una de sus características más marcadas. Cada persona debía

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tener "un encuentro personal con el Señor", muchas veces I claramente fechado, que podía ser testimoniado en privado y en público. Incluso se esperaba que los niños que nacían y crecían en una familia evangélica llegaran a un momento de "decisión personal", lo que llevó a que en iglesias que practicaban el bautismo infantil muchos miembros escogieran el "bautismo de creyentes" (expresión que creo errónea, pero que era la que se utilizaba). En este punto, la crítica de "una religiosidad masiva", "heredada", j "tradicional" católica estaba casi siempre presente en la predicación evangélica.

Probablemente una encuesta sobre el tema nos diría que así piensa todavía hoy la mayoría de los evangélicos. Y sin embargo, las prácticas de evangelización masiva hoy en boga introducen elementos que les dan a las cosas un sentido diferente. Cuando el énfasis cae sobre "el crecimiento de la iglesia" —entendido en su sentido numérico— la conversión personal se transforma en un medio: lo que está en juego es el número, no la persona de los convertidos. La pregunta dominante es entonces: ¿cómo se logran más conversos? Surgen aquí los métodos de crecimiento: por ejemplo, la teoría de las "unidades homogéneas", que significa realmente cómo se gana mejor una etnia, un sector de población, una clase social. Tal vez sin quererlo o sin pensarlo, ya estamos hablando del "sostén cultural" de la evangelización. Otro ejemplo: cuando el posible acceso de evangélicos a funciones de gobierno j —parlamento, municipalidades, ministerios— es bienvenido sobre la base que podrán facilitar la evangelización —introducir la Biblia en las escuelas o la oración en el parlamento o cesión de facilidades— es evidente que se piensa en utilizar las estructuras de la sociedad para "hacer cristianos", y ésta es la premisa fundante de la concepción de cristiandad.

Desde la perspectiva teológica que hemos venido subrayando —y que creo que en este caso estaría corroborada por un análisis sociológico— deberíamos descartar la disyuntiva: evangelización del individuo o de la sociedad. En primer lugar porque separa la obra del Dios Creador de la del Dios Redentor: el Dios que se dirige a cada persona es el mismo que ha establecido las relaciones que constituyen a la persona y el que envía el Espíritu que obra tanto en esas relaciones —en el lugar en que ha nacido, en las relaciones

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significativos que los meramente cuantitativos, parecen sustentar en la práctica esta noción teológica: en efecto, parece que las redes sociales —familiares, vecinales, de trabajo— son las que sustentan el crecimiento, en tanto que las reuniones masivas sirven más bien de ocasión o de estímulo a decisiones que se preparan y se coiuirman en las relaciones vinculadas a esas redes. Es interesante notar que esa relación entre la predicación evangelizadora y la construcción de comunidad (la formación de grupos, clases y sociedades) parece haber dado su fuerza y continuidad al despertar wesleyano en Gran Bretaña en el siglo XVIII.

3. De "métodos y medios". Finalmente, una observación sobre los "métodos y medios" que utilizamos en la evangelización. El criterio de evaluación de métodos y medios no puede ser otro que la propia forma de comunicación "intratrinitaria" y "extratrinitaria" de Dios mismo: comunicación en amor y libertad. Cuando la iglesia rechazó todas las formas de "subordinacionismo" del Hijo o del Espíritu, no rechazaba las relaciones de Padre, Hijo y Espíritu sino la concepción de esas relaciones como de autoridad externa, de coacción o de obediencia ciega y las afirmaba como relaciones de amor, de libertad, de unidad de propósito: lo que Pablo llama «subordinarse los unos a los otros en amor». El paradigma de esta comunicación lo encontramos admirablemente ilustrado en el ministerio del Señor: la parábola, la conversación, incluso la discusión y la polémica, son los instrumentos de la comunicación del evangelio: honran la verdad, respetan la integridad de la comunicación y la libertad de los participantes. Así ha escogido Dios dirigirse a su creación.

Pero no siempre nos dirigimos así a quienes queremos comunicar el evangelio. No pienso ahora principalmente en los brutales métodos misioneros de la conquista. Pero sí me p regun to si a lgunos de los métodos y medios que los evangélicos estamos utilizando hoy generan el clima de libertad, respetan la capacidad de reflexionar y decidir, y manifiestan una verdadera confianza en la presencia del Espíritu. ¿En qué punto la espontánea expresión de la emoción que produce estar en la presencia del Señor y recibir su Espíritu se transforma en manipulación de fenómenos colectivos y masificadores? ¿Son

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que la han socializado, en el medio en que actúa, en los valores que ha internalizado— como en el espíritu del individuo. Tanto en esas relaciones como en la identidad personal que las sintetiza en una manera propia e intransferible, el Espíritu combate el poder destructivo del pecado y recrea constantemente la fuerza constructiva del amor. Tanto en su fuero íntimo como en sus re laciones sociales , el Evangel io l lama al ser humano al arrepentimiento y a la conversión. En ambas dimensiones de la vida el Espíri tu compromete a los creyentes en la obra transformadora de Dios. Pero al mismo tiempo se trata de dos formas distintas de presencia divina y de acción humana, ninguna de las cuales puede ser vista simplemente como un instrumento de la otra. En otros términos, una verdadera evangelización debe apuntar tanto a ese núcleo personal que hace a un ser humano sujeto responsable de su propia existencia como a la urdimbre de las relaciones interpersonales y estructurales que lo rodean, lo condicionan y constituyen su ámbito de existencia y de acción.

En segundo lugar, si la evangelización introduce al ser humano en esa comunión "mtratriiútaria" que es la vida de Dios mismo, no es ni el individuo aislado ni la multitud despersonalizada lo que reproduce en la historia esa vida, sino la comunidad de amor, de participación, de propósito: una comunidad de culto, de proclamación, de crecimiento personal en que sus participantes constantemente son enviados y se envían mutuamente a las múltiples tareas de "las misiones" del Dios trino. No es otra, creo, la forma en que el apóstol Pablo considera la vida interna y la proyección externa de la comunidad eclesial como cuerpo de Cristo y habitación del Espíritu en los capítulos 12 y 13 de su Primera Epístola a los Corintios. 2 1

Si es to es así , la sede principal y paradigmática de la evangelización es la comunidad de fe, en relación con la cual toma signif icado tanto la evangel ización individual como las manifestaciones multitudinarias. Esa comunidad alimenta y sostiene con su enseñanza y su oración a los miembros en sus responsabilidades en la sociedad, y esa comunidad ilustra en su vida y acción la calidad de sociedad que Dios quiere generar para todos. Por otra parte, los estudios sociológicos sobre crecimiento que emplean métodos cualitativos, probablemente mucho más

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consideración más cuidadosa, amplia y experta que la que yo puedo darle Mi preocupación es que esa consideración mantenga una constante relación con el centro de nuestra fe y que el fervor evangélico de nuestro protestantismo latinoamericano se afirme, se purifique y se exprese desde la plenitud de la fe evangélica en el Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

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verdaderamente compatibles el mensaje de la libre gracia de Dios en Jesucr i s to que proc lamamos y la compuls iva y estridente invocación de Dios que más parece un conjuro mágico que una oración al Padre? ¿Es la exaltación del "evangelista con podares", que por supuesto atribuye formalmente a Dios --«yo soy sólo un instrumento», se apresura a decir— pero que su propaganda realmente reclama como ligados a su persona? ¿Son la actitud de un mensajero que busca hacerse trasparente, desaparecer tras su mensaje, proclamar al Señor y no a sí mismo? ¿Cuáles son los límites del uso de medios masivos de comunicación, escenarios y montajes cuya eficiencia para disminuir el ejercicio de la capacidad de reflexión y decisión personal conocemos? ¿No se parecen muchas veces nuestras oraciones más a las imprecaciones de los profetas de Baal que a la sencilla y serena invocación de Elias? ¿Basta que "bauticemos" todas estas cosas diciendo que «están al servicio del Señor» o, peor aún, que las justifiquemos simplemente «porque se ven los resultados»?

Yo no p re tendo poder responder es tas p regun tas , decididamente crí t icas de algunas de nuestras práct icas evangélicas. Menos aún pongo en duda la sinceridad de quienes las emplean o el poder del Espíritu para obrar, incluso a pesar de tales prácticas; en realidad, poco podríamos esperar si el Espí r i tu no obrara "a pesar de noso t ros" cada vez que intentamos anunciar el Evangelio. Y por cierto no pretendo t rans fo rmar la evange l i zac ión en una c o m u n i c a c i ó n intelectualizada, que quiere aparecer como "neutral", fría y "burguesamente respetable". Seguramente hay más verdad evangélica en un grito espontáneo de ¡Aleluya! que en muchos elaborados argumentos apologéticos. Por cierto, además, hay un legítimo uso de una "razón instrumental" que nos indica métodos y medios eficaces y compatibles con el propósito evangelizador. Mi preocupación nace cuando esa razón instrumental se autonomiza y reemplaza a la "razón evangélica" que nace de la propia vida divina y de la "pedagogía de Dios" en su misión.

Probablemente éste es un punto adecuado para concluir este capítulo. Entramos aquí en un ámbito de pastoral que merece una