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10 La cabeza de Enrique Troncoso es un círculo imperfecto, dibujado en un cuaderno con lápiz pasta verde. Su tronco es una sola línea, cruzado perpendicularmente por una recta que simulan sus brazos, y que termina en una bifurcación de dos líneas más pequeñas, sus piernas. El Enrique Troncoso de verdad tiene 18 años y está parado justo al frente del dibujo. Su cabeza es más bien achatada, su cuerpo robusto está cubierto por una polera que dice Believe en el pecho, sus piernas sufren con su peso y sus manos intentan llevar una cuenta. –Dos acá en el cuello. Otra en el lado, de una farmacia. Tres marcas se agregan al papel, tres “X”, en el cuello y al lado. –Una acá en la espalda. Otra en este muslo. Enrique se sube el buzo de una pierna. Son las cuatro y media de la tarde, en una ciudad del sur de Chile que, para mantener este mismo conteo bajo, es preferible no mencionar. Ahora muestra la pantorrilla. –Estas dos de acá. Una me la saqué solo, apretando. ¿Cuántas van? El dibujo suma siete marcas. –La del tobillo. Ocho. Es el primer día de septiembre. Enrique, el de verdad, posa la mano sobre el pantalón, justo arriba de sus testículos. –Y esta que todavía tengo adentro. No me la han podido sacar. Si me la aprieto, la siento. La última le duele con el frío; es un recordatorio palpable de su antigua vida, que dejó atrás hace un año. Es, también, un pedazo de plomo adentro. El dibujo tiene nueve marcas. El cuerpo de Enrique, nueve cica- trices de bala. La abuela de Enrique Troncoso, Sonia Alvarado, lo cuenta como si fuese un cuento de alguien más, pero es la historia de su nieto, que está parado a su Con 17 años Enrique Troncoso se enteró de algo difícil de tragar: como a su mamá, como a sus amigos, lo iban a matar. Un programa de intervención del Ministerio del Interior gestionó su traslado al sur, donde intenta algo que parece imposible en el sistema penal adolescente en Chile: pasar en un año de ser uno de los líderes de una pandilla de Cerro Navia, autor de asaltos, portonazos, intentos de homicidio y mexicanas, a vivir una vida común y corriente. Pero el camino a la reinserción está lleno de trampas que ni él mismo sabe si podrá superar. POR RODRIGO FLUXÁ FOTO MIGUEL ANGEL BUSTOS

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La cabeza de Enrique Troncoso es un círculo imperfecto, dibujado en un cuaderno con lápiz pasta verde. Su tronco es una sola línea, cruzado perpendicularmente por una recta que simulan sus brazos, y que termina en una bifurcación de dos líneas más pequeñas, sus piernas.

El Enrique Troncoso de verdad tiene 18 años y está parado justo al frente del dibujo. Su cabeza es más bien achatada, su cuerpo robusto está cubierto por una polera que dice Believe en el pecho, sus piernas sufren con su peso y sus manos intentan llevar una cuenta.

–Dos acá en el cuello. Otra en el lado, de una farmacia.Tres marcas se agregan al papel, tres “X”, en el cuello y al lado.–Una acá en la espalda. Otra en este muslo.Enrique se sube el buzo de una pierna. Son las cuatro y media de la tarde,

en una ciudad del sur de Chile que, para mantener este mismo conteo bajo, es preferible no mencionar. Ahora muestra la pantorrilla.

–Estas dos de acá. Una me la saqué solo, apretando. ¿Cuántas van?El dibujo suma siete marcas.–La del tobillo. Ocho. Es el primer día de septiembre. Enrique, el de verdad, posa la

mano sobre el pantalón, justo arriba de sus testículos.–Y esta que todavía tengo adentro. No me la han podido sacar. Si

me la aprieto, la siento.La última le duele con el frío; es un recordatorio palpable de su antigua vida,

que dejó atrás hace un año. Es, también, un pedazo de plomo adentro. El dibujo tiene nueve marcas. El cuerpo de Enrique, nueve cica-

trices de bala.

La abuela de Enrique Troncoso, Sonia Alvarado, lo cuenta como si fuese un cuento de alguien más, pero es la historia de su nieto, que está parado a su

Con 17 años Enrique Troncoso se enteró de algo difícil de tragar: como a su mamá, como a sus amigos, lo iban a matar. Un programa de intervención del Ministerio del Interior gestionó su traslado al sur, donde intenta algo que parece imposible en el sistema penal adolescente en Chile: pasar en un año de ser uno de los líderes de una pandilla de Cerro Navia, autor de asaltos, portonazos, intentos de homicidio y mexicanas, a vivir una vida común y corriente. Pero el camino a la reinserción está lleno de trampas que ni él mismo sabe si podrá superar. Por RodRigo Fluxá foTo Miguel Angel Bustos

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lado, porque no quiso sentarse en la mesa del comedor.–Cuando nació, la mamita salió arrancando. Ella había fumado pasta

todo el embarazo, lo quería harto, pero salió arrancando del hospital. El cuerpo le pedía. Fui con mi viejo a buscarlo al Félix Bulnes. Después la mamá empezó a lesear; me lo quitaba, me lo entregaba, me lo quitaba. Y cuando yo iba a verlo ella estaba volaíta, todos en esa casa consumiendo. Le estaba dando pecho a otra persona. Un día ella me dice: sabe quiero que usted se quede con el niño. Va a sufrir aquí. ¿Te acordái de eso?

Enrique dice que no.–Entonces le dije: ya, yo lo cuido, pero vamos a ir a la justicia. Y ella no quería,

pensaba que iba a quedar presa, porque también andaba metida en cosas. Pero para serle honesta: me tenía cabreada, me sacaba cosas de la casa para consumir, venía a molestar al Enrique. Y yo soy pesada también. Llamé a los pacos y les dije que ella había amenazado con matarlo. Pero, Enrique, era mentira, la mami te quería harto.

Enrique tampoco se acuerda de eso.–Pero salió para peor. Lo encontraron mal; era muy flaquito. Este dedo

era más gordo que él. Y mírelo ahora. La jueza lo quitó y lo llevaron a una guardería en San Pablo, donde iban los niñitos de adopción. Estuve yendo varias semanas a verlo, a pedir que me lo devolvieran, hasta que me lo pasaron. Él no había cumplido el año.

Para cuando tenía 2, cualquier disputa sobre su tenencia se resolvió: su madre quedó presa por un robo con intimidación. Su papá biológico era un traficante del sector de la población El Montijo, de Cerro Navia, con el que no hablaba, pero veía en las esquinas constantemente, comprando, vendien-do. Enrique creció en esas calles, mimado por las bandas que conocían a su mamá, haciéndoles favores, microtráfico. “Me regalaban plata, comida. Mi mami era muy respetada, era brígida”. Acá empieza a recordar: “Iba todas las semanas a verla adentro. Me celebraba los cumpleaños. ¡Entera brígida! Se

ponía a robarles a las otras presas ahí mismo en las visitas. Después cuando yo tenía como siete, salió a la calle, pero cayó altiro de nuevo por homicidio”.

A los 8 años, Enrique comenzó a ir a los malls: los adultos le pasa-ban una bolsa “biónica” para sacar ropa de las tiendas, sin que suene la alarma. A los 10 empezó a hacer robos de cadenas y carteras en el centro de Maipú. El año siguiente se dedicó al boom de los Blackberrys en Providencia. A los 12 ya tenía pistolas.

–¿Cómo dirías que fue tu infancia?–No tuve, a lo más jugué a la pelota. Después andaba trabajando ya.

Esa hueá no es infancia.

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–¿Nunca viste otra posibilidad, no meterte en ese mundo?–Imposible. No cachan ustedes: es pura distorsión el barrio. Uno está

ahí, en la calle y llegan autos mortales, traficantes tapizados en ropa, los choros. Quedái sorprendido, quería tener todo lo que tenían.

–Pero alguno de tus amigos y compañeros habrá podido man-tenerse al margen.

–De esas cuadras, nadie. Están todos presos.Enrique dejó de ir al colegio en cuarto básico. Su abuelo había sido

trabajador de la construcción, pero tenía pensión de invalidez tras un accidente que casi le costó una pierna. Su abuela iba a las cuatro de la mañana a los consultorios para tomar un número de espera, que vendía en cuatro mil pesos cuando llegaba la gente a hacer fila. Ella recuerda. “Lo anduvimos correteando, pero después ya nos cansamos. No nos es-cuchaba. Sabíamos lo que hacía, cooperaba con plata. Me conformaba con verlo en la esquina, saber que estuviera bien”.

Enrique sumó decenas de detenciones antes de cumplir los 13 años. La mayoría de las veces lo mandaban a la casa. “Otros pacos, aburridos, me iban a dejar, de noche, al cerro de Renca, a donde está el cartel de ‘Renca la lleva’. Me quitaban las pistolas y la plata, para que me devolviera a pata”.

Enrique cuenta que tuvo dos pasadas por el centro del Sename del Arrayán, como medida de protección. Ahí, entre otros, conoció al “Loquín” y al “Cisarro”, dos menores de la misma generación, nacidos entre el 95 y 96, que terminaron revolucionando la delincuencia juvenil en Santiago. En su primer encierro, tuvo que pelear: en un almuerzo le enterraron un tenedor en la espalda; vio a niños destruidos y a otros que destruían. “Estábamos todo el día a los tajos, el más vivo sobrevive. Son crueles algunos machucados. A los recién llegados los ponían en la cama de abajo del camarote y de la de arriba los meaban todas las noches. O les robaban la ropa. O los llenaban a pollos. Yo traté de salvar a algu-nos, porque es fome; llegar y no conocer a nadie, si al final andábamos todos en lo mismo”.

–¿Te daban herramientas para rehabilitarte? –Ja, ¿quién se va a rehabilitar ahí? La última vez que me

soltaron, salí a robar al toque. El Loquín se había venido dos días antes y me fue a buscar. Fuimos a la disco, todo pagado. Estaba el Cisarro. Después de eso partimos a pi-tearnos unas camionetas. Así es cómo funciona.

Cuando tenía 13 años, la mamá de Enrique quedó libre nuevamente. Por tres meses, los dos se reconectaron. Él, que ya manejaba pla-ta, la llevó a comprar ropa, la movía en radiotaxi, le presentó a sus amigos.

El 18 de diciembre de 2011, domingo, Enrique venía despertando tras una noche de trabajo y fiesta. Un amigo lo fue a buscar a la casa. Le dijo que algo le había pasado a su mamá. Luego de una discusión, dos traficantes le habían dado una puñalada en el corazón: estaba muerta.

Lea y comente el siguiente texto:Una vez que Pedro Urdemales estaba cerca de un camino haciendo su comida en

una olla que, calentada a un fuego vivo, hervía que era un primor, divisó que venía un caballero montado en una mula, y entonces se le ocurrió jugarle una treta. Saca prestamente la olla del fuego y la lleva a otro sitio distante, en medio del camino, y con dos palitos se pone a tamborear sobre la cobertera, repitiendo al compás del tamboreo: –Hierve, hierve, ollita hervidora, que no es para mañana, sino para ahora. El caballero, sorprendido de una operación tan extraña, le preguntó qué hacía, y Pedro

Urdemales le contestó que estaba haciendo su comidita.– ¿Y cómo la haces sin tener fuego? – interrogó el caballero y Pedro, levantando la tapa de la olla, repuso:

–Ya ve su mercé cómo hierve la comidita. Para que hierva no hay más que tamborear en la tapadera y decirle: Hierve, hierve, ollita hervidora que no es para mañana, sino para ahora. El caballero, que era avaro, quiso comprarle la ollita que podía hacerle economizar tanto; pero Pedro Urdemales se hizo mucho de rogar, hasta que le ofreció mil pesos por ella y Pedro aceptó. El viejo, que creyó hacer un gran negocio, vio muy luego castigada su avaricia, pues la ollita a pesar del tamboreo y del ensalmo, siguió como si tal cosa.

Enrique levanta un shop, y dice:–Con lo de mi mami me volví loco, entero loco.Le da un sorbo.–Salí a robar un auto, a pegarle a unos hueones para saber quién había

sido, reventé tres casas. Pillé a un loco en una; estaba en la pieza, acostado como si nada. Le disparé, en la espalda. Yo creía que el loco se había muer-

to, pero después apareció en silla de ruedas. El otro cachó que lo andaba buscando pa’ echármelo, se entregó.

Con 13 años, Enrique se quedó oficialmente solo con su abuela; su abuelo había fallecido un año an-tes. Cada uno hizo el luto a su manera y casi no se encontraron. Enrique lo resume así:

–Me daba lo mismo morirme o no. Quería pelear todos los días, estaba tan volao que me dormía en la calle.

Después enumera lo que era su consumo promedio, cualquier día de la semana: seis o siete pitos, chicota y un puñado de frascos de jarabe para la tos que guar-daba en el refrigerador de su casa como si fueran be-bidas energéticas. Formó parte de su propia banda, los Saquecitos, bautizados así por los mayores del barrio, porque los veían siempre jalando. Él era el que tenía el contacto para las pistolas: armaba al resto.

–Las comprábamos a 350 lucas, pero limpias, sin nin-guna pata pa’ atrás. En armerías ilegales comprábamos de a veinte, en caja original. Y después las trabajábamos y las vendíamos a ochenta lucas, pero con cualquier robo y balaceras encima. Hasta mini Uzi tuvimos.

Los Saquecitos lograron hacerse de un par de calles en Cerro Navia, territorio propio. Enrique trabajó cajeros au-tomáticos, farmacias, autos por encargo, todo con relativo éxito: después de los 14 solo lo procesaron seis veces.

–Pon en YouTube: “Bandas rivales Cerro Navia” –dice.

Es una nota de Chilevisión Noticias. Un grupo de encapuchados disparan al aire, jurando venganza, contra otra pandilla de Cerro Navia. En los comentario de los usuarios la mayoría celebra que se maten entre ellos. Otro porcentaje los llama “simios”.

–¿Veís el gorro? - insiste.Es un jockey del Barcelona. Está en la pantalla y también está hoy

en la cabeza de Enrique. –¡Ahí estoy yo! Con el pañuelo en la cara –dice. Y agrega: –Nos hicimos respetados, nadie nos venía a patear el naranjo. Teníamos

plata. Es penca pensar en esas hueás, porque mira cómo ando ahora, pero…Enrique está calculando de nuevo.–Debo haber desperdiciado como 130 millones. Me podía hacer 500 lucas

diarias. Andaba en el medio boom, en puro radiotaxi, con fardos de billetes.–¿Necesitabas tanta plata?

Uno sin plata

no es nadie, no existís, nadie

te respeta, las minas

no te miran, erís invisible

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–Uno sin plata no es nadie, no existís, nadie te respeta, las minas no te miran, erís invisible. Desperdicié todo. Compraba motos clonadas para darme vueltas en la población por dos semanas, hasta que la pillaban los pacos y la dejaba tirada. Y después compraba otra. Arrendábamos una disco, sector Vip, puro copete bueno, a 60 lucas la botella, invitábamos a las machucás, podía estar con cuatro minas la misma noche. Jalábamos de la mesa, en cerritos. Me jalaba siete gramos después de trabajar. Podía hacer 500 lucas una noche, pero la mañana siguiente me revisaba los bolsillos y despertaba con gamba, gamba 100. A veces con nada.

–¿Qué pensabas de las víctimas?–Que tienen plata, poh. Si le robai a alguien que tiene un auto que vale

quince palos, es porque tienen plata. Uno piensa así, sobre todo cuando vai a robar. Yo no soy violento, no me sale natural, pero en el momento que hay que ponerse malo. Yo trataba de no pegarles, otros compañeros sí, se les pasa-ba la mano. Una vez colgué a dos viejitas en Maipú que no se veían de plata. Me sentí tan mal, volví a devolverle las cosas.

–Pero la gente trabaja para comprarse esas cosas.

–Todos andamos arriba de la pelota; comemos con eso, nunca hemos trabajado en la vida. Es el sustento, lo único que sabemos hacer. Si tienen 15 palos para un auto, deben tener 15 para otro.

–¿Hay muchas víctimas que están deci-diendo defenderse antes los robos? Con armas incluso.

–Ya estaba brígido cuando me vine. Está bien, ellos están aburridos que les roben cinco veces. Ven el bien de ellos, uno ve el de uno. Si te tocó balazo, te tocó nomás, así funciona, es el riesgo que hay.

–¿Ha ido empeorando lo de las pandillas?–Está empeorando, los cabros chicos están en-

teros locos.Enrique y sus amigos comenzaron a dedicarse

también a las mexicanas: entraban a casas de trafi-cantes del sector para quitarles las drogas. Dice que, en total, debe haber hecho unas 40, la mayoría pequeñas, pero un puñado fueron en kilos: 36 sacó gracias a un dato en La Legua. Ellos mismos reven-dían lo que robaban, consumían el saldo.

Aprovechó para saldar cuentas personales: le quitaba la droga a su propio papá.

–Le pegué varias veces. Una vez, como a los 14, se acercó y trató de pasarme 500 lucas, por el tiempo que no estuvo. Yo ya tenía monedas, lo mandé a la chucha. ¿De chico me vio pasar hambre y ahora quería ponerse? Se la tiré de vuelta. Mis compañeros casi le pegan

–¿Supiste algo más de él?–Debe seguir traficando, el hueón.Con el flujo constante de plata, Enrique arrendó una segunda casa,

para los negocios, con mesa de ping pong incluida. Solía tomar sol en las tardes, en la terraza del segundo piso. En 2014, algunos miembros de otra banda, los Polleros, con quienes no tenían problemas previos, se acercaron pegados a la reja, sin que Enrique los viera. Cuando llegaron abajo, comenzaron a disparar hacia arriba. Alcanzó a darse vuelta, pero recibió seis balas, las de la hoja de papel en lapiz pasta verde, que lo tuvieron dos meses en el hospital: cualquiera un poco más a la derecha, a la izquierda, lo pudo haber matado. Tuvo una recuperación larga, con muletas. Los Saquecitos pegaron de vuelta, hubo heridos al otro lado y una explicación: tres traficantes, incluido uno de los involucrados en la

muerte de su mamá, aburridos de las mexicanas, habían puesto 700 mil pesos cada uno para matarlo. Poco más de dos millones, por su vida.

La guerra siguió. Mientras Enrique celebraba su cumpleaños 16 en un de-partamento, dos pistoleros atacaron desde afuera, dejando dos mujeres heridas y un muerto: su mejor amigo, con quien compartía la casa arrendada. Los enfren-tamientos tenían su barrio tomado. Enrique le había robado a tantos traficantes que ni siquiera sabía con certeza cuáles eran los que lo querían matar.

Un vecino, que lo conocía de niño, avisó a la municipalidad. Ahí lo pos-tularon a un plan piloto que tiene el Ministerio de Interior: la Terapia Multi-sistémica, franquicia norteamericana comprada en el gobierno de Sebastián Piñera, mantenida en el de Michelle Bachelet, para abordar los casos más comprometidos de jóvenes en rutinas delictuales. El concepto es simple: en un plazo breve, de no más de cinco meses, se interviene al joven y a su círculo familiar con visitas diarias y disponibilidad las 24 horas. Se elaboran informes sobre avances concretos y las estrategias se revisan semana a semana, apuntan-

do a no eternizar la intervención, uno de los múltiples defectos de los modelos tradicionales del Sename. La otra gran diferencia es que es opcional, no obligato-ria, ni dictada por un tribunal: el adulto a cargo se compromete por escrito y le explican el asunto como lo que es: una especie de última oportunidad.

La abuela de Enrique, en ese punto, ya estaba hastiada de esconder pistolas, de responderles el timbre a carabineros y de verlo llegar sangrando a la casa. A ella misma la habían encañonado unos traficantes que intentaban recuperar un cargamen-to arrebatado por los Saquecitos y que, supo ella después, estaba enterrado en el patio.

La psicóloga Denisse Olivares quedó a cargo del caso de Enrique, que estaba, como la gran mayoría de los jóvenes del sistema, sobre inter-venido: había tenido ya más de 10 delegados, sin ningún resultado que mostrar.

–La eché las primeras veces. Iba a la plaza y yo es-taba trabajando, empastillado. La saqué a chuchás. Después empezó a ir en las mañanas a la casa, la única hora donde no estaba loco. Ahí empezamos a conversar, me di cuenta que yo le importaba.

La psicóloga, en un comienzo, pensó que Enri-que inventaba su historia: la madre muerta, las mexicanas al padre, el precio sobre su cabeza, parecían una película. “Pero me fui dando cuenta de que era real. Uno de los defectos del sistema es que los que intervenimos estamos gastados, solemos concentrarnos en lo malo, porque hay mucho malo, y eso lleva a pensar que efectivamente rescatar a alguien que está tan metido es muy difícil, casi imposible. Este sistema trata de ver las poquitas luces que se veían: Enrique tenía, a su manera, una capacidad de resiliencia fuera de lo común para soportar una historia de vida así. Y estaba su abuela, que aun-que con dificultad, seguía con él; era la única que no lo había dejado”.

Los dos hicieron, literalmente, mapas por cuáles calles podía transitar para que no le pasara nada. Ella se fue convenciendo de lo real de las amenazas sobre su vida: trataba también jóvenes de la pandilla rival. Pero en las noches Enrique seguía delinquiendo: el 30 de abril y el 2 de mayo de 2015, en el cuarto mes ya de intervención, según consta en fiscalía, encañonó con una escopeta a cuatro personas para asaltarlas. En paralelo retomó un tratamiento para el uso de drogas en la fundación Tierra de Esperanza de Pudahuel.

El 5 de mayo, cuando Enrique volvía de una terapia, se encontró a sus amigos corriendo en dirección contraria. Apenas alcanzó a oír los disparos: uno se le clavó en el tobillo. Fue al hospital y a la vuelta se encontró otro amigo

“No tuve infancia, a lo más jugué a la pelota.

Después andaba trabajando ya. Eso no es infancia”.

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muerto en la calle. La psicóloga fue a su casa, intentó hablar con él ese día. Él estaba ido, no la escuchó. Tomó una pistola y salió de vuelta a la calle.

Enrique Troncoso camina por el segundo piso de su nueva casa. Es una pieza amplia, con televisor de pantalla plana. La cama está deshecha: se despertó hace poco. A los lados, en las paredes, hay fotografías impresas. A la derecha, varias de su ma-dre, de él en visitas en la cárcel, de sus cumpleaños celebrados en el encierro. Al frente otra, con él flaco, rodeado de otros jóvenes, riéndose.

–Este es el Kevin, del robo del siglo. Lo pillaron la semana pasada en España, en una disco.

Enrique recorre el muro con la vista. Suspira.–Puta, mis hermanitos. Este está en cana. Este y el

de allá muertos, ¿se acuerda que le conté?–Tu pieza parece un mausoleo.–Miro pa’ atrás y me salvé, hermano. Tuve raja yo.El programa del Ministerio del Interior, tras el

tiroteo del tobillo, reevaluó el caso de Enrique: si no hacían algo drástico, la próxima vez tendrían que irlo a buscar al Servicio Médico Legal. La psicólo-ga, en su mapeo inicial de la familia de Enrique, había subrayado literalmente algo que le llamó la atención: tenía una tía que había obtenido una casa por un subsidio por discapacidad en el sur.

Convencieron a su abuela primero. “Era pedirle algo muy difícil: que dejaran todo atrás y que empezara una vida nueva. Ella ya había sufrido mucho; el Enrique era lo único que le quedaba. Si no se iban, lo iba a perder también”, dice Denisse Olivares.

–No me costó nada –dice la abuela de Enri-que. –Le dije un domingo que nos íbamos y me puse a vender las cosas por el barrio y el jueves, cuando llegó, ya no había nada.

Enrique dice que nunca sintió miedo, pero aceptó rápido. El último día, mientras hacía las maletas, dio vuelta sin querer un florero; estaba lleno de papelillos de pasta base que él ni siquiera sabía que estaban ahí; llega-ba tan borrado en las noches que los escondía para que su abuela no los encontrara y cambiara por comida. Alcanzó a liquidar lo que le quedaba de droga; juntó tres millones, para amueblar su nueva casa.

En paralelo el programa del ministerio buscó organis-mos en el sur para que Enrique siguiera su tratamiento y cumpliendo las sanciones por las causas pendientes que acumulaba. El 5 de junio de 2105 tomaron el bus desde Santiago. Enrique tenía 17 años. A la mañana siguiente apareció en una ciudad nueva, sin conocer a nadie.

–Los primeros días lo pasé muy mal, no hallaba qué hacer. Salía a caminar por el barrio todo el día; no podía dormir. Estaba psicoseado. Pasaba encerrado viendo tele, escuchando música. Puro comía.

A las dos semanas y media, Enrique se peleó con su abuela. Tomó un bus a Santiago un miércoles. Estuvo tres días.

–Me pitié dos Hyundai Tucson y salí a carretear. Volví el domingo con siete gambas.

Enrique no le contó a la gente del programa. Trató de adaptarse a su nueva vida. Se tuvo que acostumbrar, a punta de pastillas, a vivir como

el resto de la gente: dormir de noche, vivir de día. Subió casi 20 kilos por ansiedad. Se notaba a sí mismo menos violento e irascible. Cumplió los 18: hizo una celebración muy chica, pero tranquila: sin balazos. Va todos los días a un centro de tratamiento de drogas. Los otros niños ahí están por faltas menores, no se imaginan, cuando se sientan en la mesa a jugar cartas, lo que él ha hecho. Se pasea a veces por poblaciones cercanas a su barrio,

principalmente a comprar marihuana; ese consumo es considerado un avance importante en su caso.

Sus viajes a Santiago se restringieron solo para regu-larizar su situación judicial, la pila de causas que tenía pendientes, de horas comunitarias no cumplidas, pla-nes de intervención no completos: había vivido hasta ahí, literalmente, fuera del sistema: el aparato judicial emitía y emitía órdenes y él no se daba por enterado. El 4 de noviembre de 2015 tomó un bus y se presentó voluntariamente ante el quinto Juzgado de Garantía de Santiago, recomendado por Karina Flores, la de-fensora pública que veía su caso. Ella llevó todos los informes: el cambio de dirección al sur, el tratamiento de drogas, el ya nulo contacto criminológico. Presentó su caso como lo que le parece hoy a todos los que lo siguen: un milagro de la responsabilidad penal ado-lescente, un pandillero en rehabilitación, tratando de llevar una vida normal. La jueza no escuchó los argu-mentos y lo envió internado al CIP de San Joaquín, preso. Enrique ni siquiera había llevado cambio de ropa. Antes de salir de la sala alcanzó a decir:

–Pero si ya estoy reinsertado.Apenas llegó a San Joaquín, Enrique tuvo que pe-

lear: inicialmente cayó en una casa donde la mayoría eran sus enemigos, en Cerro Navia. La defensora y la psicóloga del programa lograron trasladarlo a otra. Lo visitaron. “Estaba muy mal. Ya no se veía tan duro; se puso a llorar”, dice la abogada. “Fue un descriterio mayúsculo y una prueba de cómo funciona la justicia adolescente. Se supone que la idea es que no delincan más. Y con él se estaba logrando, algo que rara vez pasa. Y lo encierran. A alguien que viajó en bus 12 horas para llegar al tribunal voluntariamente”.

Estuvo 20 días preso. Como casi nunca, todos los pilares de la red de apoyo a infractores menores de edad actuaron coordinados, en horas extra, sin celos unos con otros, entendiendo lo simbólico de la situación: casi nunca se puede rescatar a alguien y ahora que tenían a alguien rescatado, lo estaban perdiendo. El caso llegó a la Corte de Apelaciones. Ahí la defensa lo comparó con el Chacal de Nahuel-toro; alguien rehabilitado, pagando por conductas

pasadas. Le confirmaron la libertad. Ha tenido que volver dos veces más a Santiago, a presentarse el Centro de Justicia. Inexplicablemente, siempre pasa a darse una vuelta a su población, antes de tomar el bus de vuelta. La última vez tuvo que arrancar; alguien había contado que estaba ahí y lo esperaban, hombres armados, en dos esquinas.

El efecto menos estudiado en casos como el de Enrique es el vacío adrenalí-nico en cambios de vida así de drásticos. Pasar de ser el líder de una pandilla, a un vecino más. “Toda la autoestima está construida alrededor de lo que hacía, su validación social. Buscarle reemplazo a eso no es fácil. Vivía pensando en que puede morirse mañana, insertarle la idea de futuro es complejo, pero se

Programa multisistémicoDesde el 2012, unos 4.119 jóvenes se han intervenido con la terapia multisistémica del Ministerio del Interior, plan implementado para los casos críticos de responsabilidad penal adolescente. Entre fiscales, defensores y jueces es reconocido como el intento más serio y efectivo para abordar la crisis del sistema. Según datos de la Subsecretaría de Prevención del Delito, el 77,89 por ciento de los menores no vuelven a tener nuevas detenciones, durante los meses que dura el plan. “Aho-ra encargamos un estudio a Paz Ciudadana sobre la efectividad después del egreso, ¿cuántos vuel-ven a delinquir? Esta será la cifra más interesante de analizar”, dice el subsecretario Antonio Frey. “Te-nemos buenos indicadores, pero no queremos adelantarnos, ni preten-demos reemplazar al Sename. Va-mos por caminos distintos”. El cos-to de la intervención por menor es de 1.295.270 pesos, casi un millón 400 si se cuenta gastos adicionales, como el pago de la licencia. “Si es caro o barato, dependerá siempre de los resultados”, dice Frey. “Y de con qué lo midamos: un menor que cumpla la mayoría de edad y cae preso, cuesta 650 mil mensua-les al Estado”.

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puede”, dice la psicóloga del programa.–Tía, me puede bajar la música, que no escucho nada –dice

Enrique, a la dueña de la shopería. –Primero que nada, no soy pariente tuya, no soy tu tía. ¿Entendiste?

– le responde la señora, molesta. Hace dos años, una discusión no habría terminado bien.–No se enoje, se lo estoy pidiendo nomás.Enrique se come una papa frita:–Tenía 15 hueones que hacían lo que yo dijera. Yo era el que pegaba

el grito. Tenía unos perros bombas de 10, 11años. Les decía de puro aburrido: anda dispárale a este hueón y te doy una pastilla. O: dispárale o no te juntái con nosotros. Y partían. Uno era respetado.

–¿Cómo te controlas ahora cuando alguien hace o dice algo que no te gusta?

–Persona, quiero ser persona. No iba a vivir toda la vida lo mismo. Es-tuve en la guerra, pero no siempre va a ser guerra. Ahora vivo tranquilo, camino tranquilo, no tengo que andar mirando para atrás, con la mano en la pistola, a ver si alguien me va a disparar. Puedo andar así, sin pistola: allá andar sin nada dos días era un suicidio. Era estresante. Yo dormía siempre pensando en si me habían grabado en un robo, si la cámara estaba apun-tando para mi lado o no. Era fome. He aprendido a apreciar esto.

–¿No echas de menos?–Sí poh, obvio. La adrenalina. Las minas. Y que no estaba acostum-

brado a que me faltara nada. Y acá a veces no tengo ni para comer. Ando así, con las tres pilchas que me traje.

Enrique ha tenido un solo trabajo formal: hizo un jardín entero a cambio de 30 mil pesos. Lleva una semana tratando de hacer un currí-culo, pero no sabe qué ponerle. Están intentando buscarle un trabajo fijo, pero su escolarización no ayuda. Y los sueldos a los que puede aspirar, parecen ridículos, con las cantidades que manejaba antes.

Un estacionador de autos entra a la shopería. Saluda a Enrique:–¿Cómo estamos para una pega?Enrique lo mira nervioso. Se calla un minuto. Después lo dice, como

avergonzado.–Salí con un amigo de él la semana pasada. Hice una biónica y saca-

mos unos buzos del Manchester, unos polerones. Y los fuimos a vender. Sacamos 70 lucas. Ha sido la única vez, nos habían cortado la luz en la casa. Me dio la hueá, no quería andar pidiendo ayuda.

No cuenta mucho más, después de eso. La tarde siguiente tiene clases particulares con una profesora, que lo está

preparando para tomar exámenes libres de dos por uno: solo tiene cursado hasta cuarto básico. Hoy toca reforzar lenguaje, comprensión de lectura.

–Enrique, vamos a leer un texto y me dices lo que entiendes, ¿ya? –le dice la profesora.

–¿Qué texto? ¿Todo este? –responde.–Si hay una palabra que no conozcas la buscamos en el diccionario.Enrique toma la hoja. Enfrente suyo hay tres párrafos. Los lee muy

lentamente. –La ollita de la virtud.El pistolero de Cerro Navia, el rey de las mexicanas, el pandillero

vengativo con nueve heridas de bala, finalmente parece un niño:–¿Tretra? ¿Treta? ¿Qué es?–Búscalo –le dice la profesora.Enrique toma un diccionario.–“Artificio sutil e ingenioso para conseguir algún intento…” –Un engaño, Enrique.Enrique lee el resto del cuento. –… hierve, hierve, ollita hervidora, que no es para mañana, sino para ahora.

–¿Y qué significa?–No entendí ni una hueá.–Yapo Enrique. ¿Quién estaba?–El Urdemales.–¿Qué hacía?–Calentaba una olla.–¿Y quién apareció?–Vio a un caballero y dijo: le voy a hacer una tetra.–¿Y qué pasó?–Le compró la olla y le fue mal. Se lo cagó el Pedro, pero con luca,

le hubiese sacado más. –Enrique, ya pues, si tú puedes. ¿Cuál es la enseñanza del cuento?–Que hai que ser vivo.–¿Pero qué aprendiste tú?–Que hay que cagar a la gente.–¿Y eso es justo para el caballero?–Cagó nomás, mala cueva, al que le toca, le toca.–¿Y si tú fueras el caballero?–Luca no es ni una hueá.–Ya bueno, si fuera más plata. ¿Cuánto es harta plata para ti?–500 lucas.–Ya, si perdieras 500 lucas, ¿sería bueno lo que le pasó?–Es que uno piensa diferente.–¿Pero qué crees que quiso decir el caballero que escribió el cuento?.–Que no hay que creer en la gente.–¿Que nadie crea en nadie? ¿Que nadie crea en ti, por ejemplo?–Ja, ¿y quién va a creer en mí?Media hora después la clase termina. Enrique toma un colectivo hacia el

centro de tratamiento antidrogas. Después de dos días lloviznando, es una tarde de rotundo sol. No es una imagen poética: cantan unos pajaritos.

–Tengo la mente de quedarme en el sur –dice.Los asistentes sociales que trabajan con miembros de pandillas en Santiago

suelen escuchar el discurso: más que un destino real, el sur de Chile, a diferen-cia del norte, que asumen aún más estresante, es un estado mental, el lugar dónde sueñan retirarse, lejos de las balas, los policías y de ellos mismos.

–Pero me siguen dando ganas de irme a Santiago, una semana, hago pla-ta y me vengo. Pero si voy, sé que no voy a querer venirme. Me conozco.

Enrique llega al centro comunitario. Tiene que coordinar una actividad para mañana: le van a comprar una tenida para poder ir a un campeonato de fútbol. Mira el living, no ha llegado ningún otro usuario. Lleva ya dos días esperando este momento: el computador está desocupado.

–En esto me entretengo.Prende la CPU. Aprieta un ícono en el escritorio. Se abre un juego de

rol. Se pone los audífonos. –Me relaja caleta.En la pantalla, un personaje aparece en una calle, empuñando una

pistola. Es una cámara subjetiva.–Esos son los pacos.El personaje dispara un cartucho entero. Recoge municiones.–Y así vai avanzando. Ahí arriba salen los muertos que llevái. ¿Cuán-

tos muertos llevo? Enrique se pierde mirando el monitor. Una asistente social lo mira desde

un sillón. Sonríe. La once se servirá en una hora: hay pan con jamón. Enrique saca siempre uno más, para llevarle a la abuelita.

Enrique aprieta y aprieta botones, dispara, dispara, dispara hasta que ya no dispara más.

–Oh. Me mataron.Y el juego empieza de nuevo.

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