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Paul Ricoeur Lo justo 2 Estudios, lecturas y ejercicios de ética aplicada EDITORIAL TROTTA

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Paul Ricoeur Lo justo 2Estudios, lecturas y ejercicios de ética aplicada

E D I T O R I A L T R O T T A

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Publicada pocos años antes de su muerte, esta obra de Paul Ricoeur completa el itinerario de una filoso­fía moral y política dedicada al tema de la justicia y desarrolla los trabajos recogidos en L o justo 1 (1999) y Amor y justicia (1993). Ricoeur parte de un sentido originario de la justicia donde «lo justo» no se plantea como nombre o categoría abstracta sino como adje­tivo sustantivado. No se trata de un valor abstracto sino de un valor cuyo alcance, precisión y sentido depende de su realización en la unidad de la vida huma­na. Recuperando el sentido originario que ya aparecía en los diálogos socráticos de Platón, lo justo describe, delimita y realiza la praxis de la justicia.

Este análisis es productivo en la ética aplicada por­que plantea la «aplicación» de una manera originaria y original; no como una actividad posterior o ajena a la fundamentación sino como un ejercicio de inter­pretación filosófica y creatividad moral. Al entender así la ética aplicada, a través de lo justo surgen las cuestiones centrales de la filosofía de Paul Ricoeur: una antropología del ser humano capaz, una herme­néutica de la acción y de la imaginación, una recons­trucción de la historia de la filosofía práctica y, tam­bién, una ética de la justa distancia.

Esta hermenéutica de lo justo como ética aplicada es el hilo conductor de las tres partes de la obra: estu­dios, lecturas y ejercicios. Continúa en ella Ricoeur el debate con la filosofía moral contemporánea (Raw ls, Taylor, Apel y Habermas), situándolo en una nueva perspectiva filosófica, y ello por dos razones: en primer lugar, amplía el horizonte histórico, retomando la ma­triz aristotélica de la filosofía moral (saber prudencial, verdad, bondad) y, en segundo lugar, porque abre ho­rizontes inexplorados para una antropología persona­lista y comunitaria en tiempos de globalización (solici­tud crítica, transculturalidad, hospitalidad).

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Lo justo 2

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Lo justo 2Estudios, lecturas y ejercicios de ética aplicada

Paul Ricoeur

Traducción deTomás Domingo Moratalla y Agustín Domingo Morataila

E D I T O R I A L T R O T T A

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Esta obra se ha beneficiado del RA.R GARCÍA LORCA, Programa de Publicación del Servicio Cultural de la Embajada de Francia

en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores

C O LEC C IÓ N ESTRUCTURAS Y PROCESOS

S e r ie F i lo s o f ía

Título original: Le Juste 2

© Editorial Trotta, S.A., 2008 Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 ó l Fax: 91 543 14 88

E-mail: [email protected] http://www.trotta.es

© Éditions Esprit, 2001

© Tomás Domingo Moratalía y Agustín Dominqo Mcmínlio, para la traducción, 2008

ISBN: 978-84-8164-9ÓÓ-Ó Depósito Legal: M. 15.313-2008

Impresión Closas Orcoyen, S.L.

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ÍNDICE

ESTUDIOS

De la moral a la ética y a las éticas....................................................................... 47Justicia y verdad......................................................................................................... 58Autonomía y vulnerabilidad.................................................................................... 70La paradoja de la autoridad................................................................................... 87El paradigma de la traducción............................................................................... 101

LECTURAS

Principios del derecho de Otfried H offe ............................................................. 117Las categorías fundamentales de la sociología de M ax W ebcr................... 125Las promesas del mundo: filosofía de Max Weber de Pierre Bouretz........ 138El guardián de las promesas de Antoine Garapon............................................ 145Lo fundamental y lo histórico: nota sobre Sources o f the Self de Char­

les Taylor.............................................................................................................. 155

EJERCICIOS

La diferencia entre lo normal y lo patológico como fuente de respeto ... 173Los tres niveles del juicio médico.......................................................................... 183La toma de decisiones en el acto médico y en el acto judicial..................... 196justicia y venganza.................................................................................................... 204Lo universal y lo histórico...................................................................................... 212

Epílogo. Citación como testigo: el desgobierno.............................................. 227

índice de autores......................................................................................................... 235

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INTRODUCCIÓN

L o justo 2 difiere de L o justo 1* en el uso del adjetivo «justo» en el título y en el conjunto de ia obra. En Lo justo 1, el eje principal pasaba por la relación entre la idea de justicia en cuanto regla moral y la jus­ticia en tanto que institución. En la presente obra el adjetivo «justo» es reconrlucido a su fuente terminológica y conceptual, como vemos en los «diálogos socráticos» de Platón. En ellos, el adjetivo es considerado con tüuá ia íuci¿a uei ueulro griego: Lo dikaiun (que será también la dei neutro latino y alemán), llevado al rango de un adjetivo sustantivado. Es así como haciéndome eco de esta fuerza de apelación digo: lo justo.

Esta vuelta al uso propiamente radical del adjetivo neutro, erigido en sustantivo, autoriza una apertura más amplia del campo conceptual explorado que la que llevé a cabo en L o justo 1, como testimonia el primer grupo de trabajos recogidos bajo la rúbrica «Estudios». Las «Lec­turas» y los «Ejercicios» que siguen exploran con estilos diferentes el espacio de sentido tallado a grandes rasgos en la serie de los estudios. Dejando las «Lecturas» sin más comentario, paso ahora en esta intro­ducción a centrarme en los «Estudios» y los «Ejercicios».

I

En el primer estudio, titu!?.do "O? 1?. mor?.I ¿i ly étic?. y 2 Iss étic3Ss>, trcizo el círculo más amplio de mi exploración: la manera en que estructuro actualmente el conjunto de la problemática moral. Presento esta tentativa sistemática como un complemento y un correctivo a lo que, modesta e

* P. Ricoeur, Le Juste, Esprit, París, 1995 ; Lo justo, trad, de A. Domingo M orata- !Ia, Caparro s/Instituto Emmanuel Mounier, Madrid, 1998. [N. del E.]

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irónicamente, llamé la «pequeña ética» al final de Sí mismo com o otro*, obra que procede de las Gifford Lectures impartidas en Edimburgo en 1986.

El correctivo es doble. En primer lugar, en esta época no había cap­tado la fuerza del vínculo que une esta ética con la temática del libro: la exploración de los poderes y no poderes que hacen del ser humano un ser capaz, agente y sufriente. La clave reside en esta capacidad específica designada con el término imputabilidad, es decir, aptitud para recono­cernos capaces de dar cuenta (raíz putare)** de nuestros propios actos a título de verdaderos autores. Me puedo considerar como rquél que da cuenta, imputable, de la misma forma que puedo hablar, actuar sobre el curso de las cosas, narrar la acción mediante una trama de aconte­cimientos y personajes. La imputabilidad es una capacidad homogénea a la serie de poderes y de no poderes que definen al ser humano como capaz. 'No diré más en esta introducción sobre la imputabilidad, en la medida en que el segundo ensayo la acota mediante el análisis en torno al concepto mismo de justicia y el tercero la sitúa sobre el trasfondo de nuestros poderes y no-poderes, la condición humana más fundamental.

Segundo correctivo: en Sí mismo com o otro adoptaba el orden cro­nológico de la sucesión de las grandes filosofías morales: ética del bien — en la estela de Aristóteles—, moral del deber — en la línea kantiana— y sabiduría práctica frente a situaciones singulares de incertidumbre. De esta categorización tomada de la historia de las doctrinas se daba la impresión de una yuxtaposición y de una cenílictividau débilmente arbitrada. El primer ensayo de la presente obra ambiciona reconstruir temáticamente el dominio entero de ia filosofía moral tomando como eje de referencia la experiencia moral a la vez la más fundamental y la más común: la conjunción entre la posición de un sí mismo autor de sus elecciones y el reconocimiento de una regla que obliga; en la intersec­ción del sí mismo que se afirma y de la regla, la autonomía tematizada por la filosofía práctica de Kant. En relación con este nivel intermedio de referencia veo el reino de la ética desdoblarse entre una ética funda­mental que se puede considerar anterior y un ramillete de éticas regio­nales que se considerarían posteriores. ¿Por qué este desdoblamiento que parece, por lo demás, conforme al uso de los términos? Me parece, por una parte, que el enraizamiento de la experiencia moral en el deseo,

* P. Rico eui;, Soi-méme com m e un autre, Seuil, Paris, 1990 ; Sí mismo com o otro , trad, de A. Neira, Siglo X X I, Madrid, 1996. [N. del E.)

** El término nue utiliza Ricoeur en el original es comptable. El término castellano «responsable» introduciría un sentido ético que Ricoeur quiere evitar en este momento. Se refiere a algo presupuesto en el mismo «ser responsable»: el poder dar cuenta. [N. de los T.]

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que se puede llamar con Aristóteles razonado o razonable, no se agota en la prueba de la pretensión de validez universa] de las máximas de nuestra acción. ¿Qué deseamos fundamentalmente? Tal me parece ser la cuestión de fondo que Kant quiere poner entre paréntesis en su empresa de purificación racional de la obligación moral. Esta cuestión nos lleva corriente arriba*: de la moral de la obligación a la ética fundamental. Por otra parte, corriente abajo, veo la ética distribuirse entre dominios dispersos de aplicación, como los de la ética médica, la ética judicial, la ética de los negocios y actualmente la ética del medio ambiente. Sucede como si el fondo de deseo razonado, que nos hace aspirar a la felicidad y busca estabilizarse en un proyecto de vida buena, sólo pudiera mos­trarse, exponerse y desplegarse pasando sucesivamente por la criba del juicio moral y la prueba de la aplicación práctica en campos de acción determinados. De la ética a las éticas pasando por la moral de obliga­ción, tal me parece que debe ser la nueva fórmula de la «pequeña ética» de Sí mismo com o otro.

Pero, se me preguntará, ¿dónde está Jo justo en todo esto? He aquí mi respuesta: lo justo está operante en cada una de las estaciones de la investigación ética y moral. Mejor: designa su circularidad. La ex­periencia moral, definida por la conjunción del sí mismo y de la regla bajo el signo de ia obligación, hace referencia a lo que es justo, desde el momento en que se encuentra implicado en la formulación de la regla un otro al que se puede dañar, y que por consiguiente puede ser tratado de forma injusta. A este respecto, no es por casualidad que en los «diálo­gos socráticos» de Platón lo injusto — to adikon— se menciona regular­mente antes de lo justo. Es justo, fundamentalmente, quien no comete injusticia, es decir, quien estima que es mejor padecer la injusticia que cometerla. De manera más formal, lo injusto y lo justo son nombrados por Kant en el nivel de la segunda formulación del imperativo cate­górico: no tratarás a otro solamente como un medio — es la injusticia esencial— sino como un fin; es justa la conducta que respeta la dignidad del otro al igual que la mía: en este nivel justicia quiere decir igualdad en la distribución de la estima. Lo justo reaparece en el camino que va de la obligación moral al deseo razonado y a la pretensión de vivir bien. Pues esta pretensión misma pide ser compartida. Vivir feliz con y para los otros en instituciones justas, decía yo en la pequeña ética. Pero, por debajo de toda institución susceptible de encuadrar !as interacciones en formas estables, reconocidas, más permanentes qu cada una de núes-

* Ricoeur jugará con los sentidos de las expresiones en am ont y en aval que se suelen traducir «río arriba/río abajo», «más arriba/más abajo», «antes/después»; proceden originalmente de mont, monte, y val, valle. Es relevante mantener la amplitud de sentido y plasticidad de estas expresiones. [N. de los T.]

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tras existencias singulares, se da la orientación hacia el otro de todas las virtudes. En el libro V de la Ética a N icóm aco dice Aristóteles: «El justo (to dikaion) es, pues, el que vive conforme a las leyes y conforme a la equidad; el injusto (ío adikon) el que vive en la ilegalidad y la desigual­dad» (1129 b)*..

En efecto, falta a la equidad quien toma más de lo que debe y menos de su parte de males. En este sentido, las demás virtudes — templanza, magnanimidad, valor, etc.— están presentes en la justicia, en el sentido completo, íntegro, de la palabra:

La justicia es una virtud en máximo grado completa, porque su práctica es la de la virtud consumada. Y este carácter de virtud consumada nace del siguiente hecho: el que la posee puede manifestar su virtud igual­mente respecto de otros, y no sólo en relación consigo mismo... Entre todas las virtudes tan sólo la justicia parece ser un «bien de otro», ya que interesa a los demás (1129b).

A este respecto, la justicia y la amistad tienen en común el mismo cuidado de la comunidad de intereses (1129b). Pero, observa ya Aristó­teles, esta virtud completa, íntegra, indivisa, sólo se deja aprehender en la realidad social en ei plano de la justicia (kata meros) particular (hós meros), ya se trate de distribución de honores, de riquezas o de rectitud en las transacciones privadas (1130b). Es también mi tesis en lo que respecta a la aplicación de la virtud de justicia en esferas determinadas de acción; nos las tenemos que ver entonces con las éticas regionales: ética médica, judicial, etc., como se mostrará en la tercera parte de esta obra. Lo justo y lo injusto avanzan a la vez en esta dialéctica en que la obligación moral asegura la transición entre )a ética fundamental y las éticas regionales.

El segundo estudio, «Justicia y verdad», se inscribe en la secuencia de aquellos consagrados a las grandes articulaciones de la filosofía mo­ral según Sí mismo com o otro. La distribución entre la ética, la moral y la sabiduría práctica está tomada de esta obra, antes del nuevo orden propuesto más arriba en que la moral de la obligación es considerada como plano de referencia entre la corriente arriba de la ética fundamen­tal y la corriente abajo de las éticas regionales. Esta revisión, por impor­tante que sea, no cuestiona ias dos consideraciones fundamentales que estructuran esta filosofía moral: por una parte, la preeminencia de la categoría de lo justo en cada uno de los compartimentos de la «pequeña

Hemo' corregido la referencia de la cita de Aristóteles, subsanando lo que parece ••«r un error de edición (la relerencia del original señala 1228b). Seguimos la traducción de Aristóteles de F. de P. Samaranch (Aristóteles, Obras, Aguilar, Madrid, 1986). [N. de los 7 .]

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ética» y, por otra, la convertibilidad que admiten las grandes ideas de lo justo y de lo verdadero en una especulación de alto rango sobre los trascendentales.

La primera consideración proviene aún de una relectura de la «pe­queña ética», no para modificar el orden de construcción, sino para dirigir cada uno de los pasos de su recorrido hacia lo justo y la justicia. En este sentido, esta relectura conduce a reinscribir la dialéctica entera de la «pequeña ética» en el campo de lo ju sto , tomado en el sentido del adjetivo neutro del griego, del latín y del alemán. El enfoque de lectura propuesto hace aparecer lo justo ei dos relaciones diferentes: una relación horizontal sobre el modelo de la terna del sí mismo, de los próximos y de los otros, y una relación vertical sobre el modelo de la jerarquía del bien, de la obligación y de lo conveniente. La primera terna se encuentra repetida en cada uno de ios tres niveles teleológico, deontológico, prudencial; y en cada nivel la justicia aparece en tercer lugar: posición no inferior, sino verdaderamente culminante. El desdo­blamiento de lo que se designa con el término englobante de alteridad es de la mayor eficacia en el plano de la filosofía práctica: añade al movimiento de sí níismo hacia el otro el paso del próximo ai lejano. Este paso es realizado desde el nivel de una ética inspirada en la Etica a N icóm aco mediante el movimiento de la amistad a la justicia. La progresión se hace de una virtud privada a una virtud pública, la cual se define por la búsqueda de la justa distancia en todas las situaciones de interacción. En la versión de Sí m ism o com o otro ai hablar dei de­seo de vida buena con y para los otros en instituciones justas, refería abruptamente la aspiración a la justicia a las instituciones. Aristóteles lo hacía indirectamente así al incluir en su definición de justicia la con­formidad con la ley y el respeto de la igualdad. La ¿sores, este equilibrio frágil entre la disposición a tomar más o avidez y la disposición a tomar menos de lo que corresponde de los males, que llamaríamos hoy en día incivismo, se anuncia claramente como una virtud cívica en que la ins­titución es designada, a un tiempo, como ya instaurada y en proyecto de instauración, la misma palabra es tomada en sentido sustantivo y en sentido verbal transitivo.

En este primer nivel lo justo puede ser considerado no como una alternativa a lo bueno, sino como su figura desarrollada bajo los rasgos de la justa distancia. En el segundo nivel, el de la moralidad propia­mente dicha, la justicia aparece aún en posición tercera. El sí mismo es aquí el de la autonomía, que se erige erigiendo la norma*. El vínculo

* Traducimos así la expresión se pose en posant la norme. El sentido es el de «po­ner», «afirmar», o «aparecer», pero es un poner o afirmar del sujeto y de la norma a un mismo tiempo; lo activo y lo pasivo se imbrican. [N. de los T.]

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es tan fuerte y tan primitivo entre la obligación m oral y la justicia que la revisión propuesta en el estudio precedente lo ha convertido en el término de referencia de toda la empresa de la filosofía moral. Con la norma viene, en efecto, la formalización y la prueba del test de univer­salización de las máximas de la acción. Propongo no separar la fórmula bien conocida del imperativo categórico de su reescritura bajo las tres formulaciones famosas: considerar la ley moral como el análogo prác­tico de la ley de la naturaleza, respetar la humanidad en mi persona y en la de otro y considerarme a la vez legislador y súbdito en el reino de los fines. Esta tríada de los imperativos constituye el homólogo de la de los deseos de la ética fundamental: vida buena, solicitud, justicia. Sigo brevemente con los análisis contemporáneos susceptibles de dar a la herencia kantiana los desarrollos y correctivos dignos de ella. Evoco solamente, en pocas palabras, la Teoría de la justicia de Rawls a la que consagro dos estudios en Lo justo 1: «¿Una teoría puramente proce­dimental de la justicia es posible?» y «Tras la Teoría de la justicia de John Rawls». Tras sus pasos menciono el proyecto de pluralización de la idea de justicia en Michael Walzer en Spheres o fju stic e*. En esta oca­sión también reenvío al estudio que consagro a esta obra en el ensayo de L o justo 1, «La pluralidad de las instancias», en paralelo con De la justification: les économ ies de la grandeur de Luc Boltanski y Laurent Thévenot**. Nombro también muy deprisa la obra de jean-ívíarc Ferry Les puissances de Vexpérience* ** (cuyo segundo tomo lleva por título Los órdenes del reconocim iento, y que ya atrajo mi atención en el mo­mento de su aparición). Esta obra habría podido reenviarnos a la obra de Habermas de la que Jean-Marc Ferry es un excelente intérprete y que concierne muy directamente a la otra discusión sobre el lugar de lo justo y lo injusto en relación al sí mismo.

Si se trata, en efecto, de una revisión convincente como nunca se haya propuesto del kantismo histórico en el plano de la filosofía prácti­ca, nos encontramos con ¡a reformulación de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas de la regla de justicia, de su forma monológica presunta a la forma dialógica propuesta. Los dos fundadores de la moral comunica­tiva sostienen que una «fundamentación racional de la ética en la era de la ciencia» sólo puede ser enunciada en los términos de una «ética del discurso». La fundamentación que Kant asigna al hecho de la razón

* M. Walzer, Spheres o f Justice. A De fen se o í Pb<ralism .vid Equality, Basic Books, New York, 19f¡3; Las esferas de la justicia, trad, de H. Ruhiu, FCE, M éxico, 1993. [N. del £ .]

** L. Bolunski y L. Thévenot, De i a justification: les économies de la grandeur, Gallimard, Paris, 1991. [N. del E.]

J.-M . Perry, Les puissances de Vexpérience. Es sai sur Videntité contemporaine, Cerf, París, 1991. [N. del £.]

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práctica, a saber, la conjunción siempre presupuesta del sí mismo y de la regla, no puede distinguirse de las exigencias de validez que emiti­mos cuando producimos actos de lenguaje que suponen una norma.

Le corresponde, por tanto, a una pragmática formal del discurso extraer estas exigencias de validez. A partir de ahora será en la esfera del lenguaje, ya investido por la intercomunicación, donde habrá que buscar el fundamento último de la moralidad y no en la conciencia considerada de una forma aislada. La argumentación es el lugar mismo en que se anudan estos vínculos entre el sí mismo, los próximos y los otros. Mientras que en Kant, al menos en el examen de las tres formu­laciones del imperativo categórico, la investigación de las condiciones de coherencia de los sistemas morales se realiza sin considerar la di­mensión dialógica del principio de moralidad, en Apel y Habermas la teoría de la argumentación se despliega de principio a fin en el ámbito de la acción comunicativa. Así lo exigen las situaciones de conflicto engendradas por la acción cotidiana. Son argumentaciones realmente ejercidas entre participantes y no, como ocurre en Rawls, en la ficción de una situación original y la fábula del contrato hipotético, lo que re­envía a la cuestión de una formulación última de naturaleza ella misma comunicativa. Se puede dudar con el mismo Habermas que se pueda remontar hasta una fundamentación última que cerraría definitivamen­te la boca a los escépticos, como ciuiere Apel, y limitarse a una corro­boración que proviene de una terapéutica o de una mayéutica tomada de la psicología y de la sociología genética aplicada al desarrollo de la conciencia moral y jurídica.

Independientemente de esta vacilación concerniente a la fundamen- tación del juicio moral en la ética del discurso, la empresa puede ser considerada como una reconstrucción a partir de su último eslabón, la justicia, de la tema entera que forman conjuntamente el deseo de vida buena, la solicitud por los próximos y la justicia entre todos los miem­bros de una comunidad histórica, virtualmente extendida a todos los seres humanos en situación de comunicación lingüística.

Esta preeminencia de lo justo en el plano de la filosofía práctica se encuentra reforzada cuando las situaciones de violencia y conflicto que nutren lo trágico de la acción suscitan la formación de máximas de sabiduría en circunstancias de incertidumbre y de urgencia. Como en la «pequeña 6 tiw “ ds Si mismo com o otro, apuesto directamente por el paso de una concepción estrictamente deontológica de ia justicia a su reinterpretación en términos de sabiduría práctica, de «prudencia», en la estela de la phrónesis de los trágicos griegos y de la ética aristotélica. Podría haberme servido de las dificultades que encuentra la moral comu­nicativa en el camino de la aplicación, apreciada por los abogados de una razón hermenéutica, según el vocabulario de Jean Greisch. El trayecto

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regresivo, que lleva de la norm a a su fundamentación, no dispensa del trayecto progresivo de la norma a su efectuación. La impronta cultural, y también histórica, que exhiben los conflictos inherentes a las situaciones concretas de transacción, exige tener en cuenta el carácter contextual de las realizaciones de la ética del discurso. Estas condiciones de efectuación no pueden dejar de afectar a la regla misma de justicia. Se impone pues el carácter histórico y culturalmente determinado de las estimaciones que presiden las distribuciones de los bienes mercantiles y no mercantiles, así como de las posiciones de poder y de mando, de cargas y de dichas, que son el tema de la teoría de la justicia según John Rawls. No existe sistema universalmente válido de distribución (en el sentido más amplio de la palabra); elecciones revocables, ligadas a las luchas que jalonan la historia violenta de las sociedades, tienen que ser consideradas desde un punto de vista contextualista. Si no nos queremos dejar encerrar en una vana querella entre universalismo y contextualismo o comunitarismo, es necesario, como propongo en L o justo 1, articular correctamente, en el proceso de la toma de decisiones, la argumentación y la interpretación en el curso de aplicación de las normas. A este respecto, la argumenta­ción bajo su forma codificada, estilizada, no es más que un segmento abs­tracto en un proceso lingüístico que, en los casos de complejidad, pone en juego una diversidad de juegos de lenguaje. En este nivel es donde la ejemplaridad de ciertas narraciones ejerce su acción pedagógica y tera­péutica hasta el punto de unión de argumentación e interpretación. Así, el largo camino que conduce desde los problem as de fundamentación a los de aplicación de las normas es el mismo que, más allá de la regla de justicia, restituye a la idea de equidad la fuerza que Aristóteles le había atribuido en su tratado sobre la virtud de justicia.

En el segundo ensayo de este volumen adopto una vía más directa y más corta en dirección a las éticas aplicadas. Evoco rápidamente las situaciones típicas que representan los conflics >s entre normas de valor aparentemente igual, los conflictos entre el respeto a la norma y la so­licitud hacia las personas, las elecciones entre gris y gris más que entre negro y blanco, en fin, y aquí el margen se estrecha, entre lo malo y lo peor. Un estudio entero se consagrará a estos casos ejemplares en la tercera serie de nuestros estudios bajo el título «La toma de decisiones en el acto médico y en el acto judicial»; se verificará aquí la afirmación según la cual, en el marco del proceso, dictar sentencia, pronunciar la palabra de justicia, es llevar la regla de justicia al plano prudencial de la equidad. Juzgar en equidad será la expresión más elevada de la pre­eminencia de lo justo al término del proceso en el curso del cual hemos visto desplegarse lo bueno según el deseo de vivir bien, pluralizarse, instituirse en el sentido más fuerte del verbo.

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Por importante que sea esta peregrinación a través de los compar­timentos de la filosofía práctica con la intención de subrayar la pre­eminencia de la idea de justicia y de lo justo, no es, no obstante, el objetivo principal de este ensayo. Este ambiciona, nada m enos, que reinscribir esta idea en el marco de los «grandes géneros», los llamados trascendentales: el bien, lo verdadero, lo bello. Serán pues, según este modo especulativo de pensamiento, tres nociones cardinales suscepti­bles de convertirse una en otra bajo la égida de la noción más allá de todo género del ser. Esta especulación, lo confieso, no me es habitual. Sin embargo, me la he encontrado en mi enseñanza de historia de la filosofía en los años cincuenta a propósito de diálogos platónicos como Teeteto, Sofista, Parménides, F ilebo, pero también con motivo del famo­so texto del libro lll de la M etafísica de Aristóteles según el cual el ser se dice de muchas maneras. He sido llevado a esta meditación soberana con ocasión de la dirección del número del centenario de la Revista de m etafísica y de m oral, dedicado a reactualizar la propuesta de Félix Ra- vaisson, uno de los fundadores de la revista, que vinculaba en su origen «Metafísica y moral». Deseé entonces, motivado por la viva reflexión de Stanislas Bretón, poner de manifiesto, al igual que él, el prefijo m eta. Lo veía brillar en el punto de encuentro de los diálogos platónicos, evocados antes, y el famoso texto de la M etafísica de Aristóteles. ¿No se podría decir, como vuelvo a sugerir en un artículo no reproducido aquí, y titulado "Inquietante extrañeza», que el ser aristotélico, tomado bajo el ángulo de la actualidad y de la potencialidad, gobierna desde lejos y desde arriba la pirámide de las figuras del obrar, desde el plano de la antropología fundamental hasta el de las modalidades de poder y no-poder evocadas en el ensayo precedente, mientras que los «grandes géneros» platónicos gobernarían las divisiones principales, como las del ser y no-ser, lo mismo y lo otro, lo uno y lo múltiple, el reposo y el movimiento, como lo presupone el título mismo de Sí m ism o com o o tro? Me parece que es en este nivel de radicalidad donde se sitúa la famosa especulación de los medievales sobre los trascendentales y su convertibilidad mutua. De este gran entramado sólo he considerado, en el ensayo evocado aquí, un trayecto: aquel que, tomando lo justo como punto de referencia, hace aparecer lo verdadero.

¿Qué sucede con la verdad de lo justo, una vez que admitimos que en lo justo culmina la visión de lo bueno? Sucede que esta cuestión, tan pacientemente tr bajada por los medievales, vuelve con fuerza en el ámbito de la filóse ía analítica de lengua inglesa preocupada pui el escepticismo y también, como hemos visto más arriba, en el marco de la pragmática trascendental de un Apel o de un Habermas. La preocupa­ción de los unos y de los otros, al hablar de verdad moral, es preservar las proposiciones morales ya sea de lo arbitrario subjetivo o colectivo,

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o ya sea de la reducción naturalista de los enunciados deónticos (lo que debe ser) a los enunciados de forma constatativa (lo que es). A este respecto, me ha parecido que la estructura sintética a priori constitutiva de la autonomía, en tanto que une un sí mismo que se afirma y una norma que se impone, respondía, al precio de la reescritura dialógica antes referida, al desafío del escepticismo y del reduccionismo. Como Charles Taylor, al que menciono ampliamente en uno de los ensayos del segundo grupo, veo que el Sí mismo y el Bien se vinculan en una unidad profunda en el plano de lo que el autor llama «evaluación fuerte».

Si yo tuviera algo que aportar a este debate, sería algo diferente a una teoría de la verdad moral: una reflexión epistemológica centrada sobre la correlación existente entre las proposiciones morales y las pre­suposiciones antropológicas que presiden la entrada en la moral. Es­tas presuposiciones recaen sobre el modo de ser de un sujeto al que le afecta una problemática moral, jurídica, política. Nos reencontramos aquí con la idea de imputabilidad, considerada esta vez no ya desde el punto de vista de su relación con las otras figuras de poder exploradas en Sí mismo com o un otro , sino desde el punto de vista de su carácter epistémico propio. ¿Cuál es la pretensión de verdad de la proposición que dice que yo soy capaz de dar cuenta de mis actos y por eso mismo su autor verdadero, invitado a reparar los daños y obligado a sufrir la pena? ¿Cuál es la pretensión de verdad de la autoposición del ser hu­mano capaz? Encuentro aquí el tema de la atestación tal y como había sido elaborado en Sí mismo com o otro. Reafirmo el carácter fiduciario, en absoluto irrefutable aunque sí discutible, sometido no ya a la duda sino a la sospecha. Añado aquí mi más reciente descubrimiento de los escritos de Thomas Nagel sobre la parcialidad y la imparcialidad. La ca­pacidad para la imparcialidad ha llamado tanto más mi atención cuanto más Nagel aproxima esta iuca a la de igualdad: «toda vida cuenta y nin­guna es más importante que otra». Ahora bien, la igualdad es, desde los griegos, sinónimo de justicia; es la capacidad para pronunciar este juicio de importancia la que muestra los presupuestos antropológicos de la entrada en ética. Merece una formulación distinta en la medida en que la capacidad para la imparcialidad no excluye los conflictos de puntos de vista y, por ello, la búsqueda de arbitraje con el fin de establecer una justa distancia entre las partes opuestas. ¿Una capacidad más primitiva aún no está en juego aquí, la de sentir el sufrimiento de otro, lo que nos llevaría a Rousseau y a los moralistas de lengua inglesa del siglo xvni con respecto a la piedad? Pero es más bien de atestación de lo que se tra­ta en cada estadio de la exploración de los presupuestos antropológicos de la entrada en la moral. En cuanto a los arbitrajes requeridos para las situaciones de conflicto proceden tanto de la interpretación como de la argumentación, como lo muestra la búsqueda de la solución apropia­

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da, conveniente, no solamente en los hard cases al estilo de Dworkin, sino también en toda situación conflictiva llevada ante los tribunales, como veremos en los ensayos del tercer grupo de este volumen. Esto niismo es lo que sucede en ética médica, en la práctica h istórica y en el ejercicio del juicio político. En todas estas situaciones, el juicio de con­veniencia, que designa lo que hay que hacer aquí y ahora, no es menos deudor de la atestación que el más general juicio de capacidad puesto en práctica por la idea de imputabilidad de la que hemos partido. La verdad de la atestación reviste, entonces, la forma de la jlisteza*.

Al término de este ensayo expreso el lamento de no haber sabido o podido completar y equilibrar el movimiento de despliegue de lo verda­dero a partir de lo justo mediante un movimiento semejante que haría ver lo justo emerger de la esfera de lo verdadero, en virtud de la antigua idea de la convertibilidad mutua de los trascendentales.

Me gustaría esbozar aquí las líneas maestras de este trabajo que queda pendiente.

Al igual que no he buscado para las proposiciones morales en cuan­to tales un modo de verdad denominada verdad moral, sino solamente para las presuposiciones antropológicas de la entrada en la esfera moral, de la misma manera, tampoco buscaré para las proposiciones científicas una nota moral que ias hiciera no solamente verdaderas sino también justas; buscaré esta nota en las disposiciones morales presupuestas por el acceso a la esfera veritativa considerada en toda su amplitud.

La verdad científica se evalúa ella misma como verdadera sin recu­rrir a un criterio de moralidad. No es objeto de controversia cuando se trata de naturaleza física. Desde Galileo y Newton, no hay otra forma de conocimiento digna de acceder al estatuto de ciencia que aquella que nasa por la formulación de hipótesis, con la ayuda de la imaginación de modelos cuantificables, y mediante la verificación (o al menos la fal- sación) de estos modelos mediante la observación directa o la experi­mentación. Y el espíritu investigador se aplica al juego combinado entre modelización y verificación/falsación. Si no puede ser de otra forma es porque el espíritu humano no tiene acceso al principio de producción de la naturaleza por sí misma o por otro distinto de sí misma. Sólo podemos recoger los datos naturales e intentar, como se dice, «salvar los fenómenos». No es poca cosa, en la medida en que es ilimitado el campo de observación y potente la aptitud para extender el campo de la imaginación científica y reemplazar los modelos según el proceso co­nocido de cambio de paradigma. A esto es a lo que se emplea el espíritu de descubrimiento.

* Traducimos con la palabra castellana «justéza» el original francés justesse para man­tener así la referencia a la «justicia», en su raíz, que preside todo este trabajo. [N. de los T .]

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Con los fenómenos relativos a los seres humanos este ascetismo de la modelización y de la experimentación se encuentra compensado por el hecho de que tenemos un acceso parcial a la producción de estos fenómenos a partir de lo que se comprende como acción. Es posible al espíritu remontar de los efectos observables de nuestras acciones y de

' nuestras pasiones a las intenciones que les dan sentido, y a veces hasta los actos creadores que engendran estas intenciones y sus resultados observables. Así, las acciones y las afecciones correspondientes no son solamente datos que hay que ver, como los demás fenómenos natu­rales, en los que la acción y la pasión toman parte, sino que hay que comprender a partir de esas expresiones que son a la vez efectos y sig­nos de las intenciones que les dan sentido, e incluso actos que a veces las producen. Desde ese momento, el espíritu de descubrimiento no se ejerce sobre un solo plano, el de la observación y el de la explicación que como se acaba de decir se emplean en «salvar los fenómenos»; se despliega en la interfaz de la observación natural y de la comprensión reflexiva. En este nivel se sitúan las discusiones como las que he podi­do mantener con Jean-Pierre Changeux sobre la relación entre ciencia neuronal y conocimiento reflexivo. ¿Quiere decir esto, por tanto, que la investigación de lo verdadero cae bajo la obligación moral y, por consiguiente, lo verdadero bajo el control de lo justo? Tan irreduc­tible como el conocimiento reflexivo es al conocimiento natural, su pretensión a la verdad es tan independíente de criterios morales como este último. Así, en historia, existen situaciones en que hay que com­prender sin condenar, incluso a la vez comprender y condenar, pero en dos registros diferentes, como propone uno de los protagonistas de la disputa de los historiadores que evoco en La memoria, la historia, el olvido*.

Dicho esto, la situación en el punto de encuentro de la reflexión consagrada a la simple comprensión y del juicio moral es increíblemente compleja. La reflexión sobre la acción y, su reverso, la pasión, no puede dejar de coincidir con preocupaciones morales desde el momento en que la acción de un agente sobre un paciente es una ocasión de dominio y de daño, y por este motivo debe caer bajo la vigilancia del juicio mo­ral. No hay identificación entre la dimensión veritativa de la reflexión y esta vigilancia inspirada por el respeto, sino cruce en el mismo punto: así los debates actuales sobre la experimentación con embriones huma­nos, o la clonación terapéutica, se sitúan en el nivel en que ei espíritu científico.de descubrimiento se encuentra en interacción con la pregun­ta sobre el grado de respeto debido a la vida humana que comienza. Lo

5 P. Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido , trad, de A. Neita, frotta, Madrid,2003 . [N. delE .]

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que aquí indirectamente tocamos son los presupuestos antropológicos de los que antes señalamos su posición en relación con el juicio moral; y ahora lo hacemos en relación con el espíritu de investigación, impa­ciente ante los frenos y censuras. Es el género de discurso empleado en los comités de ética con respecto, antes que nada, al dominio de la vida, pero también en la actividad judicial y penal, y en el ámbito de los negocios y las finanzas. Progresivamente, no es solamente la vida como hecho de la naturaleza y como soporte de la vida psíquica la que pide ser protegida, sino la naturaleza entera como medio ambiente del ser humano; el cosmos entero cae bajo la responsabilidad humana: allí donde hay poder hay posibilidad de nocividad y, por tanto, necesidad de vigilancia moral.

Si ahora consideramos que, en estos comités de ética y en otros lugares de discusión y de controversia, los científicos se las tienen que ver con los representantes de familias culturales y espirituales diferen­tes, y con otros miembros de la sociedad civil, es necesario admitir que la epistemología no agota la reflexión sobre la ciencia. Queda poner el acento sobre la actividad científica como un tipo de práctica, la práctica teórica. Bajo este ángulo la implicación de lo justo en lo verdadero se presenta directa y manifiesta. La cuestión ya no se plantea en el piano de las ciencias humanas, donde se persigue la dialéctica entre la expli­cación y la comprensión, sino en aquel en que el comprender se cruza con ias preocupaciones antropológicas de la entrada en la moralidad y, a través de ellas, con las exigencias éticas y morales de la -justicia. Finalmente, la cuestión se plantea a la altura de la epistem e, tomada en la amplitud de su proyecto, que es el mismo que el de la razón. Es el nivel de lo que hay que llamar con Jean Ladriére1 una hermenéutica de la razón. No se trata ya de la hermenéutica como método considerado antagonista de la observación natural, sino como uu procedimiento cognitivo distinto vinculado a la reconstitución comprensiva de las ac­ciones y de las pasiones, de las que intenta captar el carácter de reefec­tuación conjetural, indirecta y probabilística de los procesos reales. En este nivel, la interpretación figura como una variedad de enfoque ex­plicativo, que hay que poner en el mismo plano que otras modalidades de la reconstitución de lo real a partir de un principio, efectuable sobre modelo. Ciertamente se trata en este otro nivel de una hermenéutica de la epistem e igualada con la razón. La cuestión es saber lo que sucede con ei proyecto racional, «de lo que lo impulsa, lo inspira, de lo que lo reclama».

1. J. Ladriére, «Hermenéutique et épistémologie», en P Ricoeur (bajo la dirección de J. Greisch y R. Kearney), Les métamorpboses'de h raison hermenéutique, Cerf, Paris, 1591, pp. 107-125.

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Pues, observa Ladriére,

el camino no está trazado de antemano... Se propone en el actuar mis­mo que lo promueve. Hay que retomarlo a partir de la contingencia de una historicidad hecha de sorpresas e improbabilidades. Contingencia que reenvía a un momento instaurador... Pero la instauración misma, como acontecimiento novedoso que siempre adviene, debe ser interro­gada sobre su sentido (op. cit., pp. 123-124).

En este plano de radicalidad, la verdad reivindicada por el saber científico tiene implicaciones éticas que verifican la convertibilidad en­tre lo . erdadero y lo justo, tomados esta vez a partir de lo verdadero en dirección a lo justo. Esta convertibilidad no hay que buscarla más que en el par buscar/encontrar; éste repite en el plano práctico el par m ode- lizar/verificar-falsar del plano epistemológico. La ciencia ya no se define sin el científico como persona. Su actividad no es solitaria; implica un trabajo en equipo en los despachos, laboratorios, clínicas, centros de investigación; cuestiones de poder interfieren en todos estos lugares con proyectos de investigación; la ética del discurso se pone a prueba con motivo de una actividad comunicativa muy particular, con sus juegos de lenguaje específicos, bajo la bandera de la probidad intelectual. Estas relaciones interpersonales e institucionales, engendradas por la dinámi­ca compartida por el conjunto de la comunidad científica, hacen de la investigación científica esa exigencia aleatoria magníficamente descrita por Jean Ladriére: sumergida en la historia, ligada a los acontecimientos del pensamiento, como los grandes descubrimientos, cambios de para­digma, encuentros, hallazgos, pero también a las polémicas y juegos de poder. De esta búsqueda, definida acertadamente como búsqueda de lo verdadero, y retomada en su normatividad inmanente en la actividad científica en tanto que práctica teórica, se puede decir que no conoce el destino de su camino sino en la medida en que lo traza.

La cuestión ulterior es saber cómo esta práctica se inscribe en otras prácticas, no propiamente científicas, ni siquiera teóricas (como es el caso de la especulación sobre los trascendentales que estamos llevando a cabo aquí), sino en las prácticas técnicas, en la actividad moral, jurídi­ca, política. En este punto de conjunción, práctica teórica y no teórica proyectan, de manera arriesgada y siempre revisable, el horizonte de sentido con relación al cual se define la humanidad del ser humano.

Así, lo verdadero no se dice sin lo justo, ni lo justo sin lo verdadero. Quedaría por decir la belleza de lo justo y de lo verdadero y su unión armoniosa en lo que los griegos llamaban to kalonkagathon , lo bello-y- bueno, horizonte úl timo de lo justo.

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En esta serie de estudios he colocado en tercera posición el ensa- vo titulado «Autonomía y vulnerabilidad». La noción de autonomía ha comparecido por primera vez en el primer ensayo en la sección relativa a la obligación moral, a propósito de la articulación entre un sí mismo que se afirma y una regla que se impone. Pero esta definición sólo recoge bajo este lema la dimensión activa de la aptitud para la imputabilidad, ancestro de nuestra noción más familiar de responsabilidad; quedaba por esclarecer el lado sombrío de esta capacidad: las formas de incapa­cidad que provienen de la vertiente de pasividad de la experiencia mo­ral. Tomar en consideración estos dos aspectos del ser humano capaz es poner frente a frente el lado agente y el lado sufriente de la obligación moral misma. El título del ensayo declara sin ambages el carácter para­dójico de esta pareja nocional: paradójico, pero no antinómico, como lo son en el orden teórico las «antinomias de la razón pura». Pero ten qué sentido paradójico? En un triple sentido.

En un primer sentido, actividad y pasividad concurren a la vez en la constitución de lo que es designado con el término simple de sujeto de derecho en el cartel del seminario del Instituto de Estudios Supe­riores sobre la Justicia’5' que esta conferencia inauguraba. Tampoco se trata de lo justo en el sentido neutro del término calificando la acción, sino de la persona justa en tanto que autor de acciones consideradas in­justas o justas. El par autonomía/vulnerabilidad constituye una paradoja cu tanto que presupone !a autonomía rom o la condición de posibilidad de la acción injusta o justa, y del juicio que recae sobre ésta mediante la instancia judicial; y, al mismo tiempo, como la tarea que hay que reali­zar por sujetos llamados en el plano político a salir del estado de sumi­sión o, como se decía en la época de las Luces, del estado de «minoría de edad». Condición y tarea, así aparece la autonomía fragilizada por una vulnerabilidad constitutiva de su carácter humano.

El par considerado constituye también una paradoja en el sentido en que la autonomía presenta rasgos de una gran estabilidad derivados de lo que en fenomenología se llama descripción eidética, en la medida en que en ella se revela un fondo nocional característico de la condición humana más general y más común, y la vulnerabilidad de los aspectos más lábiles en ios que concurre toda la historia de una cultura, de una educación colectiva y privada. Es la paradoja de lo universal y de lo histórico. Me ha parecido que los rasgos más característicos de la au­tonomía, considerados a la vez como una presuposición y como una tarea que hay que realizar, dependen de lo fundamental, más que de las marcas de vulnerabilidad. Ahora bien, tratándose de la estructura moral

* Instituí des Hautes Études sur la Justice (IEH J), en ei texto original. [N. de los 7 ].

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de la acción, no sabemos componer adecuadamente lo fundamental y lo histórico. Este aspecto de la paradoja me ha parecido tan importante que le he consagrado un ensayo que sitúo voluntariamente al término de la serie de «Ejercicios» que forman la tercera parte de este volumen.

Para llevar esta investigación a buen término se necesitaba reto­mar las cosas desde más arriba y situar la imputabilidad sobre el tras­fondo de las otras modalidades de poder y de no-poder constitutivas del obrar y del sufrir considerados en toda su amplitud. A !a vez, este ensayo contribuye directamente a la reestructuración de la «pequeña ética» de Sí mismo com o otro al relacionar más estrechamente la impu­tabilidad con los tres temas del yo puedo hablar (capítulos 1 y 2), yo puedo actuar (capítulos 3 y 4), yo puedo narrar (capítulos 5 y 6). La imputabilidad añade una cuarta dimensión a esta fenomenología del yo puedo: yo puedo considerarme verdadero autor de los actos que se me atribuyen. Al mismo tiempo que la imputabilidad completa el cuadro de los poderes y de los no-poderes, confirma el rasgo epistemológico asignado a la afirmación que recae sobre la capacidad y los estados de poder y de no-poder. Como los demás poderes, la imputabilidad no puede ser probada ni tampoco refutada, sólo puede ser atestada o ser objeto de sospecha. Hablo en esta ocasión de afirmación-atestación. Esta constitución epistémica, ella misma frágil, áa lugar a la paradoja que acabamos de evocar. Este vínculo entre la imputabilidad y las otras modalidades de poder y no-poder es tan estrecho que las primeras de­bilidades que recapitulan las experiencias de heteronomía son aquellas que afectan al poder de decir, poder actuar y poder narrar. Se trata de formas de fragilidad ciertamente inherentes a la condición humana, pero reforzadas, o mejor, instauradas, por la vida en sociedad y sus desigualdades crecientes, brevemente, por instituciones injustas en el primer sentido del término, en virtud de la ecuación entre justicia e igualdad sucesivamente afirmada por Aristóteles, Rousseau y "Jocquevi- lle. En cuanto a las formas de fragilidad inherentes a la búsqueda de la identidad personal y colectiva, se relacionan claramente con el poder narrar, en la medida en que la identidad es una identidad narrativa, como propuse en la conclusión de Tiempo y narración lll* . La identi­dad narrativa es reivindicada como una marca de potencia en tanto que tiene por vis a vis la constitución temporal de una identidad, así como su constitución dialógica. Fragilidad de los asuntos humanos sometidos a la doble experiencia de la distensión temporal y la confrontación con la inquietante alteridad de los otros seres humanos. La imputabilidad n o entra pues en escena como una entidad absolutamente neterogé-

P. Ricoeur, Temps et récit lll: Le temps raconté, Seuil, Paris, 1985; l iem p o y narración lll: El tiempo narrado, trad, de A. Neira, Siglo X X í, M éxico, 1996. [N. del £ .]

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nea a la historia de las costumbres, co m o podría hacerlo creer la refe­rencia a la obligación, obligación de hacer el bien, de reparar los daños, de sufrir la condena.

Lo que es, seguramente, nuevo con esta capacidad constitutiva de la imputabilidad es la unión ente el sí mismo y la regla, donde Kant ha visto justamente el juicio sintético a priori que, según él, define el nivel moral de la acción, y sólo él. De aquí resultan formas inéditas de vul­nerabilidad en relación con las inherentes a los tres grandes dominios previos del poder hablar, del poder obrar y del poder narrar y, entre ellas, la dificultad para entrar en un orden simbólico, sea el que sea, y dar sentido a la noción cardinal de norma, de regla que obliga. Esquivo en esta ocasión las dificultades vinculadas a la noción de autoridad en su dimensión política, a la que se consagrará el cuarto ensayo. La crisis de legitimación de la que se hablará más ampliamente sólo es abordada en este tercer ensayo bajo el ángulo de la autoridad moral.

No dejo, no obstante, sin réplica las perplejidades relativas a la en­trada en un mundo simbólico. Esbozo muy prudentemente, y sin duda demasiado brevemente, una meditación sobre el símbolo como signo de reconocimiento, en la línea de mis trabajos más antiguos sobre la función simbólica y de mis trabajos más recientes sobre el imaginario social, tal y como se expresa bajo las formas de la ideología y la utopía.

Al término del recorrido me pregunto lo que ha sido de la idea de lo justo. En los dos estudios precedentes la idea de lo insto fue conside­rada bajo la fuerza de lo neutro, to dikaion: es lo justo y lo injusto en las acciones. En el estudio presente, lo justo designa la disposición a las acciones justas de aquél que el seminario del IHEJ designaba como el sujeto de derecho.

Con el cuarto ensayo, «La paradoja de la autoridad», vuelve una vez más a escena la paradoja, es decir, una situación de pensamiento en que dos tesis adversas oponen una resistencia igual a ser refutadas y, en con­secuencia, piden ser preservadas a la vez, o abandonadas a la vez. Al ofrecer esta definición al comienzo de la lección precedente distinguía la paradoja de la antinomia por el siguiente rasgo: en la antinomia es posible referir las dos tesis a dos universos diferentes de discurso, como hizo Kant con la tesis y la antítesis en el plano de la confrontación entre libertad y determinismo. La paradoja de la autonomía y de la fragilidad no permitía esta salida: en el mismo <. unpo práctico se enfrentan de tal forma que la una se convertía en pr< upuesto de la otra. Es una situa­ción parecida la que nos propone !n cuestión de la autoridad.

A decir verdad, la paradoja de la autonomía contenía en germen la de la autoridad bajo la forma de la autoridad moral ejercida por un orden simbólico portador de normas. Era la vertiente normativa de la

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autonomía — el lado nómico— la que daba lugar a la paradoja: la au­toridad de un orden simbólico sólo es operante si es reconocida. Ahora bien, ¿qué es reconocido aquí sino la superioridad del orden simbólico? Pero ¿qué asegura que la norma de tal orden simbólico es verdadera­mente superior y merece fidelidad, reconocimiento? ¿No hay, entonces, un círculo del que no se sabría decir si es vicioso o virtuoso, entre la exigencia de ser obedecido, reivindicada por los de arriba, y la creencia en la legitimidad de la autoridad, reivindicada por los de abajo?

Es la misma dificultad que nos encontramos con la paradoja de la autoridad política, pero al precio de un desplazamiento que hace pasar el eje de la discusión de la problemática propiamente moral a una pro­blemática ya más precisamente cívica. Lo que está en juego ya no es la norma, en un sentido amplio, como fuente de obligación en el seno del par que forman conjuntamente el sí mismo y la regla, sino el poder de hacerse obedecer por parte de una autoridad encargada del gobier­no de los hombres. En una palabra, el desplazamiento se hace de la autoridad de la obligación a la autoridad de mando. En cierto senti­do es el mismo problema de fondo desde que se plantea la cuestión de la legitimidad de la que se autoriza una autoridad de mando, un poder en el sentido político de la palabra. Pero no es exactamente lo mismo en la medida en que el acento se ha desplazado de la fuerza de imposición moral, constitutiva de la obligación moral, a la fuerza de imposición so­cial. psicológica^ política, constitutiva del poder ue hacerse obedecer. La cuestión de la legitimidad se vincula aquí con un poder más que con una obligación, el poder de mandar y mandando hacerse obedecer. ¿Quién acredita, preguntamos, semejante poder? La mayor ventaja de este des­plazamiento del eje de lo moral a lo político es hacer emerger, al mismo tiempo, la cuestión embarazosa de la naturaleza del acto de autorizar que, en el orden del lenguaje, lleva a primer plano la fuerza del verbo a la fuente de lo sustantivo de la autoridad. A su vez, el verbo acreditar, sinónimo de autorizar, orienta la investigación del lado de la creencia, de la credibilidad — de la fiabilidad— pero también del hacer creer y sus ardides. La cuestión de la legitimidad planteada primero en términos de autorización previa se precisa después en la cuestión de la legitimidad reconocida. Se convierte en embarazosa desde el momento en que pre­guntamos de dónde viene la autoridad. ¿Quién autoriza la autorización? Nuestro problema anterior de fragilidad ha cambiado, al mismo tiempo, de forma; se ha convertido en el de la crisis de legitimación, en una época en que el descrédito de la autoridad de las personas e instituciones autorizadas parece ser lo habitual en el plano de la discusión pública

He creído poder dirigir el examen sobre el componente enunciativo de la autoridad para distinguirlo del componente institucional. Así se ha subrayado la parte de los enunciados culturales, los textos considerados

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fundadores, en la genealogía de la creencia en la legitimidad de la au­toridad. Encontramos así la cuestión del poder de persuadir que emana de lo que hemos llamado en el ensayo anterior un orden simbólico por­tador de normas; se trata ahora de un discurso de legitimación en apo­yo de una reivindicación de autoridad, es decir, del derecho a mandar. A decir verdad, la distinción entre autoridad enunciativa y autoridad institucional sólo es provisional y de orden didáctico, en la medida en que propiamente son las instituciones las que son legitimadas mediante discursos y escritos, y estos últimos se encuentran producidos, enuncia­dos, publicados por instituciones faltas de legitimación.

Recurriendo al método de los .ipos ideales practicado por Max We- ber, examino dos tipos ideales de la autoridad denominada enunciativa que se han sucedido en nuestra época cultural: la de la cristiandad me­dieval, sobre la base de las Escrituras bíblicas y sus comentarios «auto­rizados», y la de la Ilustración en el texto de la Enciclopedia de Dide- rot y D’Alembert. En el modelo de la cristiandad medieval, autoridad institucional y autoridad enunciativa están estrechamente imbricadas, el magisterio eclesiástico autoriza las Escrituras y los intérpretes de las Escrituras autorizan el magisterio eclesiástico. Observo, sin embargo, que la institución eclesiástica se ha beneficiado, por otra parte, de un origen político heterogéneo a este campo de la escritura: la autoridad del imperium romano. Es la tesis argumentada por Hannah Arendt de que los lómanos, a diferencia de los griegos, han tenido el sentido de la fundación sagrada, de la que se ha beneficiado Roma, la ciudad por excelencia: Urbs —ab urbe condita—, y que la reitgio ha conseguido co­municar la energía de esta fundación en toda la época de la dominación romana hasta la gran Iglesia católica, llamada precisamente romana. Este origen romano explicaría el estado de competencia, a lo largo de la Edad Media, entre la autoridad eclesiástica y ei poder monárquico en el seno de un ámbito teológico-político desgarrado.

En cuanto a la autoridad que se atribuye a la Enciclopedia, se ha querido fundamentalmente enunciativa, de igual modo que la autoridad de la escritura reivindicada por la Iglesia; en este sentido no ha sido suficiente para engendrar por sí misma una revolución —la Revolución francesa— aún habiéndose confrontado políticamente al poder absolu­to por la vía de la lucha contra la censura y contra la represión de las herejías y con su defensa de la «opinión pública».

Al salir de la competición entre los dos tipos ideales, competición de la que el segundo ha salido vencedor, gracias a la Revolución fran­cesa, se presenta el problema de la naturaleza de la autoridad surgida de la voluntad del pueblo soberano: ¿este poder puede ser considerado como el equivalente político de la autoridad moral tal como ha sido definida en el ensayo precedente, en el cruce del sí mismo y la norma?

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Si se considera que esta síntesis constituía a ojos de Kant un «hecho de razón», o dicho de otra manera, el reconocimiento del hecho estructu­ral constitutivo de la experiencia moral según nuestro primer ensayo, ¿cuál sería el equivalente político de este «hecho de razón»? No quiero adentrarme en la evocación de las dificultades ligadas a las teorías con- tractualistas sobre el origen de la autoridad política. Considero, al me­nos brevemente, las dificultades prácticas que gravan la aplicación en circunstancias históricas dadas de un pacto — el contrato social— de esencia ahistórica. Legitimar el principio es una cosa, inscribir esta le­gitimidad en los hechos es otra. La paradoja de la autoridad resurge en los términos formulados por los autores romanos al distinguir la auc- toritas de los antiguos de la simple potentia del pueblo, como si la ve­tustez del poder constituyera por sí misma un factor de legitimidad.

Confieso que este ensayo me parece hoy en día insuficiente.En el curso de las dificultades teóricas ligadas al proceso de legiti­

mación de la autoridad, el lector encontrará en el ensayo consagrado a las categorías fundamentales de la sociología de M ax Weber una exploración sistemática de la dialéctica abierta en el plano de la legi­timación de la autoridad entre la petición de reconocimiento surgida de la autoridad de hecho y la capacidad de reconocimiento de la parte subordinada. El carácter fundamentalmente fiduciario de la relación entre io alto y lo bajo pasa entonces a nrimer plano. Es en términos de creencia en ia legitimidad como se plantea habitualmente la paradoja de la autoridad.

Desde la redacción de este ensayo, no he dejado de dar una y otra vuelta a esta paradoja que puede ser agudizada de la manera siguiente: ¿cómo, en una sociedad democrática, articular uno sobre otro el eje horizontal del querer vivir juntos y el eje vertical que Max Weber llama el eje de la dominación? Si el eje vertical se muestra irreductible al eje horizontal, como se ha puesto implícitamente de manifiesto al definir la autoridad como poder de mandar, de hacerse obedecer — y si este poder se considera legítimo y no reductible a la violencia, en tanto que poder en busca de reconocimiento—, ¿de dónde procede este poder? No es fácil eludir la cuestión. Veo que reaparece con las formas nuevas de la gran- deur: la grandeur no ha desaparecido con el poder absoluto, centrado en la figura del rey, del príncipe, sino que se ha multiplicado, dispersa­do, en lo que Luc Boltanski y Laurent Thévenot llaman las «economías de la grandeur». ¿Por qui la grandeur?

Tal es actualmente í.á reflexión en el plano teórico y en la pro­longación del examen de las dificultades suscitadas por el paradigma contractualista de la autoridad. Queda mal comprendido el reconoci­miento vinculado con la clase de superioridad presupuesta por la idea de grandeur.

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En cnanto a las dificultades vinculadas con la inscripción histórica de la autoridad nacida de la soberanía del pueblo, las v eo hoy concen­trarse alrededor de la democracia representativa, em la estela de las re­flexiones de Claude Lefort, de Marcel Gauchet, de Fierre Rosanvallon. Las democracias contemporáneas han resuelto mal cpe bien la cuestión de la elección; pero no han resuelto la de la represcntatividad de los elegidos por el pueblo. Esta dificultad no se reduce a una cuestión de delegación, sino que culmina en una cuestión de fuerza simbólica. Di­cho esto, la cuestión de la paradoja política se reconduce a la región del orden simbólico, en el que la autoridad nos ha parecido inherente en la constitución de la autonomía, en toda la amplitud de su reino político, jurídico y moral.

Espero persuadir a mis lectores de que el ensayo sobre la traducción pertenece al ciclo de L o justo 2, y que encuentra su justo lugar al térmi­no de los «Estudios» que forman la base de la obra.

El ensayo no versa sobre la traducción desde el punto de vista de la traductoiogía, sino sobre el paradigma de la traducción. La cuestión filosófica es saber lo que hace que el acto de traducir se convierta en modelo.

Un primer indicio del carácter ejemplar de la operación es dado por la amplitud misma del fenómeno, en la medida en que es un problema con una doble cuitada: traducción de una lengua a otra y traducción in­terna en la lengua hablada. Esta segunda consideración amplía conside­rablemente el área del fenómeno: allí donde hay extrañeza, hay ocasión para la lucha contra la no-comunicación.

Quisiera, gracias a la relectura de este ensayo, subrayar dos aspectos bajo los cuales la traducción muestra su carácter paradigmático. De un lado, la dificultad para traducir, de otro, ias armas ue la traducción; de un lado la presunción de la intraducibilidad, de otro, el trabajo mismo de la traducción, en el sentido en que se habla del trabajo de la memoria o del trabajo del duelo.

Concerniente al lado oscuro del problema de la traducción — a saber, la presunción de intraducibilidad—, es destacable que la entrada en la problemática por la traducción de una lengua a otra tiene !a ventaja de poner en juego el fenómeno mayor de la diversidad de las lenguas, subtítulo dado por Wilhelm von Humboldt a su obra sobre la len­gua kawi. La amenaza inicial de incomunicabilidad contenida en esta condición inicial se suma a las modalidades de vulnerabilidad evocadas frecuentemente en los ensayos precedentes; esta amenaza se inscribe más precisamente entre las figuras de no-poder que -^fetan al poder hablar y, progresivamente, al poder decir, al poder narrar, hasta llegar a la imputabilidad moral. En la raíz de este no-poder, una forma de vul­

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nerabilidad procede de la irreductible pluralidad de las lenguas. Esta vulnerabilidad específica afecta a una capacidad ella misma específica: la de traducir, que será el objeto de la segunda parte de la presente medita­ción. Esta capacidad de los sujetos hablantes para traducir — traducción improvisada o traducción profesional— antes de ser la de los sujetos hablantes, es la de las lenguas mismas. ¿Qué sucede con la traducibili- dad, con la dificultad para traducir, véase con la intraducibilidad de una lengua dada? ¿De qué naturaleza es su intraducibilidad presunta? ¿Es tan radical que la traducción debe ser declarada imposible de derecho? Y si ia traducción existe de hecho, en tanto que operación efectivamente practicada, ¿qué la hace teóricamente posible en el plano de la estructu­ra profunda de la lengua?

No repito en detalle las discusiones suscitadas por la alternativa: traducibilidad contra intraducibilidad en el plano de la etnolingüística, de la lexicografía, de la gramática comparada, o en el plano de las espe­culaciones sobre la lengua universal, ya sea que se busque en el origen o se haga en el horizonte de una reconstrucción sistemática. Me refiero aquí a lo que hay de paradigmático en el problema, antes de examinar lo que pueda haber de paradigmático en la réplica: el infatigable trabajo de la traducción.

La diversidad de las lenguas, toca, en efecto una estructura mayor de la condición humana: la pluralidad. Sin embargo, a su vez, la pluralidad afecta a la identidad, como lo recuerda el título del famoso capítulo TL 22 del Ensayo de L ocke «Of Identity and Diversity». No hay identidad para sí mismo sin diversidad en relación con los oíros. Inter homines esse, gusta repetir Hannah Arendt. Sin embargo, este rasgo de plurali­dad no afecta sólo a las lenguas sino a la sociabilidad tomada en toda su amplitud. La humanidad sólo existe fragmentada. En poblaciones, en etnias, en culturas, en comunidades históricas, en creencias y en re­ligiones. Sobre esto ya captamos antes un corolario en el plano de los sistemas jurídicos, instituciones de justicia o políticas penales. Y, de nue­vo, con ocasión de la distinción «■ itre la universalidad de los principios de moralidad y el carácter histórico de las justificaciones expuestas en las situaciones de conflicto. Lo político, más que cualquier otra cosa, está afectado por esta condición de pluralidad. Hay Estados porque, en primer lugar, hay comunidades históricas distintas, a las que la instancia política confiere la capacidad de decisión. En este nivel, altamente con­flictivo, la relación amigo/enemigo tiende a transformar la diversidad política en enemistad intratable, en virtud de la reivindicación de sobe­ranía, forma política de la identidad. También sucede algo parecido con las religiones, subrayando el régimen irrevocablemente pluralista de la condición humana. Quizás, incluso, tocamos aquí el punto enigmático de !a conversión de la pluralidad en hostilidad: si lo sagrado, en tanto

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que objeto inapropiable, es objeto de una envidia que crea rivalidad y no ofrece, en primera instancia, más salida que la del todos contra uno, como sucede en el ritual del chivo expiatorio, entonces, es necesario considerar la pluralidad en el plano de las creencias básicas como la más temible ocasión de falibilidad y de fracaso.

Este discurrir de la pluralidad al odio fue ya magníficamente reco­gido en el lenguaje de los mitos sobre el origen por el famoso relato hebraico de la torre de Babel, que me gusta citar según la magnífica traducción de Chouraqui; dos aspectos de la pluralidad lingüística se nombran en él: la dispersión en el plano del espacio y la confusión en el plano de la comunicabilidad. Que esta condición bífida haya sido precedida por un estado de cosas en que sólo existía «un solo labio, una única palabra» (Chouraqui), y que haya acaecido en el tiempo bajo los rasgos de una catástrofe, esta interrogación brota del giro narrativo de los mitos de origen. Nos importa, en el plano del sentido, el tratamiento bajo forma de acontecimiento de un advenimiento en el sentido propia­mente inmemorial, de una aparición que es la de la condición lingüística misma. A su vez, este fragmento mítico ha sido in scrito por el narrador —yavhista u otro— en una serie de acontecimientos fundadores, que rodos conjuntamente dicen a escala cósmica el progreso de la distinción y de la separación sobre el caos y la confusión, desde la disociación de la luz y de las tinieblas hasta la ruptura del vínculo de consanguinidad mediante e! fratricidio que hace que en lo sucesivo la fraternidad ya no sea un dato sino una tarea; la dispersión y la confusión de las lenguas se inscriben en esta línea de separaciones. El mito de Babel confiere al poblamiento de la tierra, en un sentido un tanto inocente de la plurali­dad, el giro dramático de la dispersión y de la confusión. Como toda la serie de relatos de separación, que el de la torre de Babel corona, el mito puede ser leído como el advenimiento puro y simple de la condición lingüística de hecho: sin recriminaciones, ni condena, ni acusación... A partir de esta realidad, «¡traduzcamos!».

Este giro de la adversidad en tarea que hay que realizar se expresa en mi ensayo sobre el paradigma de la traducción mediante la sustitu­ción de una alternativa especulativa — traducibilidad contra intradu­cibilidad— por una alternativa práctica — fidelidad contra traición— . Mientras que la primera es, en el estado actual de la discusión, insoluble, la segunda, por contra, se revela negociable. Es un hecho: siempre se ha traducido. Viajeros, comerciantes, diplomáticos, espías, han practicado siempre es e negocio, bajo el control de los bilingües y de los políglo­tas, antes de la existencia de traductores e intérpretes profesionales, es decir, antes de la traductología como disciplina. ¿Si traducen, pregunto, cómo lo hacen? En !a respuesta a esta cuestión el acto de traducir revela su segunda cjemplaridad. He evocado, siguiendo a Antoine Berman en

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L’épreuve de l ’étranger* el deseo de traducir que sostiene el esfuerzo por traducir. ¿Cuál es el obstáculo? ¿Por qué el dilema fidelidad/traición? La razón hay que buscarla en la articulación del problema teórico de la traducibilidad ydel problema práctico de la actividad de traducción, la articulación de la competencia y de su realización en el nivel del sujeto hablante. Antes del dilema práctico — no hay fidelidad sin traición— la paradoja teórica: a falta de un tercer texto que mostrara la identidad de sentido, la única salida es la de buscar una equivalencia de sentido entre el mensaje de origen y el de la lengua de acogida. Es esta equivalencia presunta la que da lugar al dilema práctico fidelidad/traición, dilema para el que sólo hay soluciones en forma de paradoja: conducir al lector al autor, conducir al autor al lector. Es no solamente a lo que tiende el trabajo del intérprete solitario en la escucha del discurso o frente al tex­to, sino también la cadena de los que sin descanso se proponen retradu­cir:. pues ¿dónde se lee mejor el deseo de traducir que en el de retraducir?

Es aquí donde la traducción en acto, transformada por el deseo de traducir, revela su carácter paradigmático. Es ejemplar no solamente la dificultad, sino también el trabajo movilizado para vencerla. Me he arries­gado a hablar a este respecto de hospitalidad lingüística para referirme a la virtud que pone su nota moral sobre el deseo y placer de traducir.

Esta virtud es la que me empleo en detallar ahora, más allá del ensayo que gloso. Me gustaría, para comenzar, restituir al trabajo de la uaduedón ia ampiitud de su campo. Es el momento de recordar que la traducción es un problema con dos entradas: traducción de una lengua a otra y también traducción interna en el uso de la lengua pro­pia, llamada también materna. Esta segunda aproximación es la que privilegia George Steiner en Después de B abel**. Después de Babel, dice, «comprender es traducir». ¿En que este uso ue la traducción es ejemplar? En el sentido en que la traducción interna a una lengua hace aparecer los increíbles recursos de autointerpretación de las lenguas na­turales, recursos susceptibles de ser traspuestos a la traducción de las lenguas extrañas y, más allá de ellas, a las situaciones en que la compren­sión se encuentra confrontada a la incomprensión. Ahora bien, ésta es la situación original que tiene en cuenta toda hermenéutica. Para hacernos

* L’étranger es, en este contexto, el extranjero, el extraño, lo diferente. Ricoeur mantendrá en su análisis de la experiencia de la traducción este sentido amplio de étran- ger. Es un sentido más ampiio que el que tiene en castellano el término «extranjero». Existe traducción castellana de la obra de A. Berman, L a prueba de lo ajeno: cultura y tra­ducción en la Alemania romántica, trad, de R. García T ñnex, Universidad de Las Palmas,2004. [N. de los T.]

** G. Steiner, After Babel. Aspects ofhanguage and Translation, Oxford University Press, Oxford, 1975 ; Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, trad, de A. Castañón, FCE, M éxico, 1981. [N. del E.]

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comprender no cesamos de interpretar un término de nuestro lenguaje por medio de otro del mismo lenguaje: ya se llame definir (un frag­mento de discurso por otro), ya se llame explicar o, incluso, sustituir un argumento entero mediante otro equivalente de la m isma lengua, lo que llamamos discutir. Y todo esto no se hace aisladamente, sino en si­tuaciones de diálogo, de las que la conversación ordinaria es el ejemplo más cercano. Decir lo mismo de otra manera: el secreto de la búsqueda de las ambigüedades de la palabra, de los equívocos de frase, de los malentendidos en un texto. Es necesario, más allá de estas estrategias discursi as, avanzar con Steiner hasta los usos del lenguaje que desafían la traducción y nos lanzan hacia el enigma, el artificio, el hermetismo, el secreto. Aquí la práctica lingüística ya no está confrontada con la prueba de lo extraño, según la expresión de Antoine Berman, sino a esta clase de intraducibilidad que puede ser no solamente sufrida como una debilidad, sino cultivada como una forma superior de dominio, la intraducibilidad del secreto. La prueba ya no es entonces la de lo extra­ño fuera de nuestras puertas, sino la de la extrañeza en nuestra propia casa; es también necesario acogerse a sí mismo como un otro. Inexora­ble pluralidad, por un lado; impenetrable soledad, por otro. Lucha por la transparencia, por un lado; cultura de la opacidad, por el otro. La traducción se encuentra confrontada a dos desafíos antitéticos. Pero, ya se trate de una traducción de una lengua a otra o de traducción interna en la propia lengua, se trata en los dos casos de decir ia misma cosa de otra manera, sin estar nunca seguros de que se haya dicho dos veces la misma cosa, a falta de poder medir la equivalencia de los mensajes con la identidad presunta del sentido.

Son estos inmensos recursos contrastados del trabajo de traducción los que hacen de la hospitalidad lingüística, en el sentido más amplio, un modelo poderoso más allá de la esfera del lenguaje propiamente di­cha. Para mantener este propósito, nos es suficiente adoptar el recorrido propuesto anteriormente de la pluralidad a la enemistad. La traducción es, de principio a fin, el remedio a la pluralidad en régimen de disper­sión y de confusión.

Esto es cierto, en primer lugar en el nivel mismo de las producciones literarias, culturales y espirituales de las grandes tradiciones lingüísticas. Sólo hay que pensar en la traducción al griego de los Setenta de la Torá hebraica, después en la traducción latina de la Biblia por san Jerónimo, en su traducción al alemán por Lutero. Culturas enteras han nacido de estos cruces de fronteras que eran al mismo tiempo transgresiones lin­güísticas considerables. En el otro confín del mundo, el budismo pasó del sánscrito al chino, franqueando otro abismo lingüístico. Parecida victoria en el plano de la génesis de los conceptos filosóficos y científi­cos; Cicerón crea literalmente el latín culto traduciendo las expresiones

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filosóficas del griego; nosotros mismos somos aún herederos de estos'’ hallazgos. ¿Qué sería, sin el jalón árabe y hebreo, el conocimiento de 1 la filosofía griega para el Occidente latino? Las lenguas literarias de la 1 Europa del Renacimiento también han surgido de la elevación de las | lenguas vernáculas al mismo rango que el latín de los clérigos, superan­do su jerga aldeana. Kant anota siempre en latín sus hallazgos concep­tuales enunciados en alemán. En nuestros días, el francés filosófico no ha salido de su gloriosa suficiencia cartesiana más que por la traducción del alemán kantiano, hegeliano, nietzsebeano, heideggeriano, y, en un menor grado, por préstamo de la bella lengua inglesa de los siglos xvii y x v iii.

El origen extraño de una traducción sólo podría ser olvidado sin daños al precio de la ingenuidad de creer que el concepto puede decirse de una manera desnuda, sin el revestimiento fáctico de nuestra lengua. Lo que acaba de decirse sobre el trabajo de traducción interna de la len­gua sobre sí misma puede dirigirse a la creencia ilusoria en la inocencia del concepto. La metafórica, en que se engendran los conceptos, trabaja soterradamente nuestras abstracciones al modo de una hermenéutica silenciosa. Este trabajo de traducción interna a la lengua es frecuente­mente aguijoneado por la traducción de una lengua a otra; y los prés­tamos que de eHa resultan no cesan, como alguien dijo, de llevar las lenguas allí a donde ellas no quieren ir, al precio de una cierta violencia ejercida sobre la genialidad que reivindican. Cuando esie crabajo inma­nente se pone de manifiesto, los dilemas silenciados se hacen también presentes: ¿es necesario, mediante la traducción, intentar producir un texto sustitutorio que dispensaría del conocimiento del original? O, al contrario, ¿es necesario sentir las asperezas hasta el punto de hacer la lectura difícil? Los traductores profesionales conocen estos dilemas que nos conducen a la alternativa práctica de la traducción como servicio ambiguo a los dos señores a los que está condenada a traicionar por turno. La equivalencia sin identidad, a falta de criterios absolutos, nos confía al juicio del gusto —y al arbitraje de la retraducción.

Esta batalla con la pluralidad, sus perjuicios y sus beneficios, se con­tinúa en esferas cada vez más alejadas del trabajo propiamente dicho sobre el lenguaje y las lenguas. La traducción opera como paradigma so­bre esta vía de ampliación de la problemática. La humanidad, decíamos, sólo existe fragmentada. A este respecto, las comunidades históricas, con sus rasgos étnicos, culturales, jurídicos, políticos, sus religiones do­minantes, pueden ser comparadas con cuerpos lingüísticos heterogéneos preocupados por proteger su identidad confrontada con la diversidad. Hablaría aquí de «paquetes de sentido», para denominar a estos conjun­tos orgánicos que se han constituido sobre la base de textos fundadores, y han hecho brillar a estos últimos más allá de su centro luminoso.

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En el dominio religioso, las grandes confesiones cristianas de Occi­dente y de Oriente no se reducen a proposiciones dogmáticas, a artícu­los de fe, sino que son una suerte de totalidades lingüísticas propuestas a la adhesión del pensamiento, del corazón y de la voluntad. Estos idio­mas, con sus reglas internas de interpretación, están abiertos, como las lenguas extranjeras, a los de fuera. Paquetes de sentido, paquetes que hay que traducir. La comprensión que puede entonces ejercerse desde un cuerpo confesional de otro es un trabajo doble de traducción de mi lengua a la vuestra, pero también en el interior de mi lengua, para hacer sitio en ésta a una manera diferente de formular los problemas y, al mismo tiempo, reformular de otra manera los términos mísm c s de conflictos seculares. Más allá de las dificultades técnicas a las que se empeñan en reducir los intérpretes más o menos avezados el trabajo de traducción, existe el espíritu de la traducción que consiste en trasladarse a la esfera de sentido de la lengua extraña y acoger el discurso del otro en la esfera de la lengua de acogida, al precio de la doble traición que antes se ha mencionado. Aquí también traducir es retraducir.

Ampliando por mi cuenta la esfera de examen, hablaría, de igual manera, de las relaciones entre filosofía y creencia religiosa como de una especie de traducción. Son grandes cuerpos textuales los que se cru­zan y recruzan en mi lectura, suscitando, mediante una interpretación mutua, esbozos de traducción de un cuerpo en el otro, por ejemplo en el mvei de ios textos fundadores, entre los Salmos de David y la tragedia griega, entre los escritos sapienciales, como los de Jo b , el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, y los temas presocráticos y socráticos.

Ampliando progresivamente el ámbito de la traducción a la dimen­sión de los grandes cuerpos culturales, frecuentemente designados por un nombre propio, extendería esta noción de «paquete de sentido», resultante ella misma de una traducción interna en la frontera de la metáfora y del concepto, a estos cuerpos orgánicos que se han consti­tuido, como hemos dicho en el ensayo sobre la autoridad y su compo­nente «enunciativo», alrededor de textos fundadores, que se irradian en creaciones artísticas, en utopías políticas, etc. Así hablamos del espíritu medieval escolástico, del espíritu del Renacimiento, de la época de la Ilustración, de la herencia de la Revolución francesa, del componente romántico de ia Modernidad. Volver a decir de otra manera lo que ha sido dicho con semejante etiqueta cultural, utilizando para elio los re­cursos seinánticos de su propia cultura, es «la tarea de la traducción», por retomar el título de Walter Benjamin.

Podemos preguntarnos, al término de estos grandes cxcursos, más allá de los tormentos de la traductología, qué tiene que ver todo esto con lo justo. Pero ¡no hemos dejado de hablar de ello! Traducir es hacer justicia al espíritu extraño; es instaurar la justa distancia entre cuerpos

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lingüísticos. Tu lengua es tan importante como la mía. Es la fórmula de la equidad-igualdad. La fórmula de la diversidad reconocida. Por otro lado, el vínculo con la idea de justicia es quizás el más disimulado, pero el más fuerte, al renunciar al sueño de la traducción perfecta que yo evocaba al término de mi ensayo. Hablaba entonces del duelo que hay que hacer de la idea de perfección. Este duelo es la condición existencial más rigurosa a la que el deseo de traducir está invitado a someterse. Trabajo de traducción, como trabajo de la memoria, no tiene lugar sin trabajo de duelo. Hace aceptable la idea de equivalencia sin identidad, que es la fórmula misma de la justicia en el campo de la traducción.

II

Los ensayos reunidos bajo el título «Ejercicios» ilustran la «pequeña ética» de Sí mismo com o otro en la fase final de la sabiduría práctica. El juicio se ejerce en regiones determinadas de la práctica moral, prin­cipalmente la actividad médica y la actividad judicial penal. Se trata, pues, de dos éticas regionales; el plural gramatical «las éticas» sirve de contrapunto al singular gramatical «la ética», que pertenece al nivel fun­damental de la reflexión moral, atravesando el plano de la obligación moral y jurídica. Si el plural las éticas quiere subrayar la pluralidad de las éticas regionales es porque ía vida cotidiana propone, antes de toda organización de las prácticas y de toda institución determinada, u: pluralidad de situaciones empíricas a las que estas prácticas y estas ir tituciones corresponden, principalmente al sufrimiento y al conflict Son situaciones límites, en el sentido que Karl Jaspers y Jean Nabert die­ron, sin ponerse de acuerdo, a esta condición insuperable que inelucta­blemente comparten las innumerables situaciones consideradas contin­gentes, no repetibles, pero igualmente apremiantes, a las que la acción concertada está confrontada. Tienen en común señalar la pasividad, la fragilidad, la vulnerabilidad que nuestros análisis de la responsabilidad han encontrado muchas veces como correlato o como contrapartida. Pero si tienen en común estar desde siempre allí, y desde siempre «su­fribles», son irreductiblemente distintas, simplemente múltiples, como el sentimiento común ratifica. Son sólo las prácticas, que ellas suscitan, las que Íes dan la ocasión de decirse, formularse, comunicarse, darse a comprender.

He situado a la cabeza de esta serie final de ensayos ia conferencia dada ante un público muy variado — psiquiatras, educadores y todos aquellos enfrentados al handicap psíquico— : «La diferencia entre lo normal y lo patológico como fuente de respeto». Es, en efecto, des­

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de el plano biológico, y más precisamente en la situación patológica, donde el respeto, tenido por la virtud común a la m oral y al derecho, en cuen tra su ejercicio. He encontrado en la reflexión de G. Canguilhem sobre lo normal y lo patológico un apoyo decisivo para la tesis según la cual la diferencia misma entre los dos regímenes de vida, entre las dos relaciones opuestas a la salud, apela al respeto. Esta conclusión sólo puede ser percibida al precio de una paciente preparación concerniente sucesivamente a la relación de lo vivo con su medio, reformulada en términos de confrontación, de «explicación-con», hasta el estatuto de la enfermedad como algo que falta, deficiencia, impotencia, como otra organización, en relación ciertamente con un «medio encogido», pero portadora de valores positivos, alternativos a los de la salud. Esta reva­luación de la enfermedad, desde el plano biológico, está en la base de un argumento dirigido contra el desprecio de los enfermos mismos y contra los prejuicios que conducen a su exclusión hasta en el plano insti­tucional. Se aporta así un correctivo a la tendencia, reconocible hasta en mis ensayos especulativos, a caracterizar la vulnerabilidad como simple defecto, como puro déficit. Si la enfermedad es portadora de valores, cómo siguiendo a Canguilhem podemos disponer en el plano vital, en el plano social y en el plan existencial, no es solamente la autonomía de la persona la que debe ser tenida por fuente y objeto de respeto, sino esta vulnerabilidad misma, donde la enfermedad añade a la nota de pasivi­dad la de lo patológico. Lo patológico es digno de estima y de respeto en su diferencia en relación con lo normal y sobre la base de los valores vinculados a esta diferencia. Así se puede hacer justicia a lo patológico frente a los prejuicios que contribuyen a su exclusión social.

En el ensayo siguiente, «Los tres niveles del juicio médico», la pro­blemática de lo justo es abordada por la vía del juicio, a saber, por ei tipo de juicio que es el juicio médico. Bajo el vocablo de juicio se desig­na, a la vez, una aserción característica de la práctica considerada, en este caso la prescripción médica, y la toma de posición ejercida por los protagonistas, cuidadores por un lado, pacientes por el otro.

El escalonamiento del juicio en los tres niveles prudencial, deonto­lógico, teleológico, proporciona la estructura de referencia del ensayo. El lector discernirá fácilmente, en orden inverso de términos, la triple articulación de la experiencia moral propuesta en la «pequeña ética» de Sí mismo com o otro. El estudio, situado a la cabeza de este volumen, propone otra reorganización que hace pasar a la cabeza el punto de vista deontológico para encuadrarlo a continuación entre una ética «corriente arriba», que brota de la reflexión fundamental, y unas éticas «corrien­te abajo», que resultan de la preocupación por la aplicación práctica de la obligación moral y jurídica. Pero es conveniente para un ensayo que

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tiene que ver con las éticas regionales, y centrado en la orientación tera- péutica (clínica) de la bioética, hacer comenzar la investigación por el pla| no más próximo a la práctica efectiva, por el plano del juicio prudencial* bien entendido que la prudentia de los latinos y de los medievales tradu­cía la phrónesis de los trágicos griegos, la virtud del hombre prudente;

El análisis parte, pues, del pacto de cuidados en tanto que pacto de confianza. Esta relación cara a cara entre tal paciente y tal médico nace ella misma del sufrimiento, situación límite evocada anteriormen­te. Desde este nivel se forman preceptos que implican el saber-hacer y el compromiso personal de los protagonistas. Son estos preceptos los que dan un contenido al juicio prudencial y ; os ponen en camino del juicio deontológico.

En cuanto a la aproximación deontológica, característica de la con­cepción kantiana de la moralidad, la veo contribuir en las diversas fun­ciones asignadas al juicio médico, tanto en el plano jurídico como en el plano moral. En primer lugar, vienen las reglas de la deontología mé­dica válidas para todas las circunstancias terapéuticas: exclusividad del secreto médico, derecho a conocer la verdad del caso y del tratamiento, ejercicio del consentimiento informado. Vienen, a continuación, las re­glas de coordinación, que organizan en forma de código la deontología de la profesión médica. Vienen, por último, las reglas susceptibles de ar­bitrar los conflictos que nacen en las encrucijadas en que la deontología médica se cruza con obligaciones que provienen de otras consideracio­nes no sólo terapéuticas: interés del conocimiento científico en el plano de la experimentación, preocupación por la saiud pública en términos de organización institucional y de gasto público.

La deontología implícita en los códigos médicos confluye en pro­fundidad con las preocupaciones de orden teleológico de una ética fun­damental en los confines de este uso crítico aei juicio en situaciones conflictivas. Es el momento de verificar la tesis evocada en el primer es­tudio según la cual las investigaciones de la ética fundamental, en otro tiempo formuladas en una tipología de las virtudes y la exhibición de grandes ejemplos, están hoy en día tan ocultas que sólo las éticas regio­nales les ofrecen un espacio de manifestación bajo la forma de consejos de sabiduría apropiados a las situaciones de incertidumbre y de urgen­cia. Esto es lo que sucede en el dominio médico: al abrigo de lo «no-di- cho de los códigos», los intereses últimos de la bioética y del derecho de la vida y de los vivos se presentan enmascarados, tanto al servicio de las personas, como al de la sociedad. Es una larga historia de la solicitud la que se encuentra así concentrada y resumida en las fórmulas lapidarias, a veces ambiguas, de nuestros códigos; les toca tematizar los puntos de cc.,,cigencia entre las convicciones fundadoras del consenso exhibido en el frontispicio de las sociedades democráticas avanzadas.

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El vínculo con la temática de lo justo no se reduce, entonces, a la proxim idad que el juicio, en tanto que acto intelectual, mantiene con la justicia; se expresa, por otro lado, en la justezá misma a la que este jui­cio apunta en estos tres niveles de efectividad. En fin, la preocupación de los intereses cruzados de la persona y á e la sociedad se encuentra confiada a la custodia de la concepción de ia justicia que preside las relaciones sociales y políticas vigentes en las sociedades democráticas avanzadas. Ahora bien, esta concepción de la justicia sólo se autorizará del espíritu de compromiso entre las familias espirituales que, conjunta­mente, no cesan de contribuir a la refundación del pacto social en estas sociedades. Es por lo que he creído apropiado evocar como conclusión las fórmulas que tomo de John Rawls concernientes al «consenso entre­cruzado» y al reconocimiento de los «desacuerdos razonables». Es en estos términos como lo justo se encuentra directamente implicado en lo <no-dicho de los códigos».

En el estudio «La toma de decisiones en el acto médico y en el acto judicial» se procede a una ampliación del campo del juicio. Este desdoblamiento no es inesperado, en la medida en que desde el primer estudio el alegato en favor de las éticas aplicadas tiene en cuenta la idea de una diversidad de éticas regionales. La pluralidad de los ámbitos de aplicación puede, a este respecto, ser explorada más allá de lo m édico y de lo judicial, tan lejos como la problemática dpi inicio lo permita. Ha- liria que considerar, bajo el mismo ángulo, el juicio histórico que con­cierne, por ejemplo, a la imputación causal singular en la línea de M ax Weber y de Raymond Aron, y también el juicio político a propósito de los criterios del «buen gobierno» según la expresión de Charles Taylor. Pero, en todos los casos, se trata del juicio en el sentido de subsunción, entendiéndose que la relación entre la regla y el caso puede hacerse de la regla hacia al caso, se trata del juicio determinante, y del caso hacia la regla, tratándose entonces del juicio reflexionante, el cual prevalece en todo el ámbito de la Crítica del juicio que Kant había limitado al juicio estético y al juicio teleológico aplicado a los seres organizados.

Las diferencias entre los dos tipos de juicio proceden de la dualidad de las situaciones límite que los suscitan: el sufrimiento, por un lado, y el conflicto, por el otro. Las situaciones iniciales son comparables completamente: debate en el equipo médico, por un lado; proceso en el tribunal, por el otro. Comparables sor también los actos terminales: prescripción médica, sentencia judicial, on las funciones las que opo­nen a estos dos tipos de juicio. El juicio médico reúne a los protagonis­tas en el pacto de cuidados, el juicio judicial separa a los antagonistas en la posición del proceso. Podemos hablar, no obstante, de las diferencias que afectan a las situaciones iniciales y a las situaciones terminales en

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términos de variación de distancia: unir, desunir ; estas variaciones, a su vez, pueden ser vistas como figuras opuestas, pero complementarias; de la justa distancia. Por un lado, el pacto de cuidados no se disuelve en la confusión de los papeles y la fusión de las personas, y preserva la distancia del respeto; por el otro, la sentencia que pone al agresor y a la víctima en posiciones distintas no abóle el vínculo humano de la consideración debida al semejante por el semejante. Esta búsqueda de la justa distancia pone el ensayo entero, como a los otros, bajo el signo de lo justo.

Dicho esto, subrayo aquí los dos puntos sobre los que el ensayo puede presentarse como innovador. El primero concierne a la progre­sión en la escala del juicio: del plano de la ética fundamental al de las éti­cas regionales; el segundo concierne al tratamiento del entrelazamiento realizado por el trabajo del juicio desde el plano de las normas al de las situaciones concretas. Adoptando la progresión, a partir de ahora familiar, del plano prudencial al plano deontológico y después al te­leológico, pero según el orden inverso de aquel que hemos hecho en Sí mismo com o otro , hago notar que la columna central de las reglas éticas constitutivas del pacto de cuidados en el orden médico (como he elaborado en el ensayo anterior), aparece ahora flanqueada por dos columnas adyacentes estructuradas por reglas de gran peso: columna de las ciencias biológicas y médicas, por una parte, y columna de las políti­cas públicas de salud, por otra. El doblete de lo médico y de lo judicial encuentra aquí una primera verificación: el acto central del proceso judicial está también respaldado, por una parte, por el saber jurídico de rango doctrinal de los juristas y, por otra, por los requerimientos legales de la autoridad o del poder judicial y por las disposiciones surgidas de la política penal deí Estado considerado. Se deja así discernir, en el or­den del juicio penal, un encuadramiento comparable ai del acto médico.

La segunda innovación concierne a la fase media de la operación del juicio. Nos limitamos antes a comparar las situaciones iniciales del coloquio médico privado y del proceso judicial con las situaciones ter­minales; aportamos sus diferencias y sus parecidos con respecto a la dualidad originaria del sufrimiento y del conflicto. Queda por explorar el parentesco, en el nivel intermedio de las operaciones que unen, por una parte y por otra, las situaciones iniciales del juicio con las situacio­nes terminales. Estas operaciones unen saberes o normas a situaciones concretas de juicio. Me vuelvo a encontrar aquí una discusión esbozada ya en Sí mismo com o otro , y tratada más ampliamente en L o justo 1 bajo el título de la argumentación y de la interpretación en el juicio judicial. Abordaba entonces la controversia a partir de la problemática general de la normatividad en el cuadro de la pragmática trascendental inaugurada ñor Karl-Otto Apel y explicitada por especialistas de lógica

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jurídica como Robert Alexy. Sobre este trasfondo es necesario situar las consideraciones del presente ensayo en que prevalece la preocupación por el paralelismo entre el orden médico y el orden judicial. La idea propuesta es que la dialéctica de la argumentación y de la interpretación es más legible en el plano judicial que en el plano médico, porque está codificada por un procedimiento conocido y distribuido en una plurali­dad de roles: partes en litigio, abogados, jueces y tribunales. En tal caso, la toma de decisiones en el orden médico es la que gana en la compa­ración con su paralelo judicial: en particular, se comprende mejor la elevación de la deontología médica desde el rango moral de la bioética al más judicial de la biolaw, que rige ios aspectos legales del derecho a la vida y del viviente —y, en su prolongación, la juridificación actual de la relación médica completa— . No deja de ser importante recordar en este momento de qué situaciones iniciales procede, por una parte y por otra, el proceso entero: sufrimiento por un lado, conflicto por el otro. Tampo­co deja de tener importancia entrecruzar las finalidades próximas y leja­nas inscritas en estas situaciones iniciales: curar por un lado, apaciguar por el otro. ¿Es ir demasiado lejos sugerir que las finalidades lejanas del cuidado y del proceso se unen en algo así como una terapéutica de los cuerpos y del cuerpo social?

El tema «Justicia y venganza» se me ha impuesto en el cruce de dos líneas de pensamiento; por una parte, una larga meditación sobre las incapacidades, las formas de fragilidad, de vulnerabilidad, que conjun­tamente señalan la vertiente de pasividad del ser humano capaz, sujeto del actuar y del sufrir; por otra parte, la consideración comenzada en Lo justo 1 de los límites y los fracasos de la empresa de justicia, consi­derada principalmente en su expresión penal. La resistencia del espíritu de venganza en el sentido de la justicia aparece claramente en estas dos grandes problemáticas que los otros ensayos han transitado. El punto culminante del ensayo viene tras un recuerdo de? las conquistas a las que debemos la elevación de la virtud de justicia al rango de institución: tutela del Estado, escritura de las leyes, instauración del tribunal, codifi­cación del proceso y de sus argumentos, conducción de esta ceremonia de lenguaje hasta que es pronunciada la sentencia, que pone en su justo lugar, según la justa distancia, ai autor del daño y a su víctima.

Es ahora el castigo, la pena y su violencia específica las que pasan al primer plano con lo que Hegel llamaba, en el sentido más amplio, la administración de la justicia. La violencia es mencionada por primera vez con ocasión de la definición weberiana del Estado — que tiene el mo­nopolio de la violencia legítima— . Violencia que queda legitimada, más que justificada, por la creencia cuyo estatus discuto en el ensayo consa­grado a las categorías fundamentales de la sociología de Max Weber.

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La violencia es mencionada por segunda vez a propósito de la ame- j| naza de coerción que confiere a la decisión de justicia su fuerza de im-1 § posición. Tocamos aquí la diferencia mayor entre la moral y el derech o: la moral sólo está sancionada por una reprobación que forzadamente 11 llamamos condena; el derecho se encuentra sancionado por el castigo ® o, dicho de otra manera, por la pena. Son conocidas, a este respecto, las reflexiones fulgurantes de Pascal sobre la dialéctica de la justicia y de ' l l la fuerza. Deriva de ello la correlación entre una escala de penas y una ífP escala de delitos según una regla de proporcionalidad que se pretende v racional. Llegamos así al acto que pone fin al proceso, reconocido en su W doble cara de sentencia y de imposición de la pena.

Es aquí, en este punto, donde tocamos el problema más inquietante del resurgimiento de la venganza en el corazón del ejercicio mismo del acto de justicia. La pena hace sufrir. La pena añade un sufrimiento a un sufrimiento, y así pone la marca de la violencia sobre una palabra que pretende decir el derecho.

Se objetará que no se debe hablar demasiado fácilmente de la vuelta de la venganza con ocasión de la imposición de la pena: como se suele decir, es la satisfacción dada a la víctima mediante la condena de su ofensor la que da licencia a sentimientos vindicativos inevitables y, con ciertas reservas, legítimos; estos sentimientos conciernen a la subjeti­vidad de la víctima que recibe reconocim iento de su derecho y, taino como sea posible, reparación y compensación a su desgracia; pero, in­siste el argumento, la manera subjetiva de recibir satisfacción no forma parte del sentido de la pena en cuanto castigo. Sólo el carácter merecido de la pena importa a su sentido y, por consiguiente, justifica la penabi- lidad de la pena.

Entiendo el argumento: ha satisfecho a pensadores racionales tan exigentes como Kant y Hegel. Debe ser entendido como réplica a una consideración puramente pragmática de la que se puede encontrar eco en mi ensayo cuando invoco como un simple hecho la ausencia de alter­nativa a la privación de libertad, salvo añadir la confesión desolada de que no disponemos de ningún proyecto viable de abolición de las cár­celes. Diría hoy que no es a falta de algo mejor — como un resto— que debe ser afirmado el deber de preservar para los detenidos la perspectiva de su reinscripción en la comunidad de los ciudadanos libres. Esta obli­gación no responde solamente al respeto, a la consideiai_ióu debida a los detenidos en cuanto personas, y menos aún proviene de una común conmiseración; forma parte del sentido mismo de la pena; constituye su Cualidad; en este sentido, debe ser incorporada en la argumentación que se esfuerza en disociar la satisfacción de la víctima, en el sentido jurídico del término satisfacción, de los sentimientos vindicativos que constituyen la otra cara de la satisfacción. Todas las medidas concer-

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nientes a la reforma de las prisiones tienen su lugar en el razonamiento, como disposiciones pragmáticas al servicio del proyecto de rehabilita­ción , evocadas en el ensayo de Lo justo 1 titulado «Sanción, rehabi­litación, perdón». No repudio, sin embargo, el argumento final del pre­sente ensayo según el cual sólo hay soluciones pragmáticas al dilema de la justicia y de la venganza, en este sentido el proyecto de rehabilitación procede del conjunto de trámites privados e institucionales emplazado bajo el signo de la sabiduría práctica. Lo que quedará, por largo tiempo, de residuo de violencia en la práctica de la justicia marca la fragilidad y vulnerabilidad de todas las empresas de este ser humano capaz que no hemos cesado de caracterizar com o ser actuante y sufriente.

He elegido para terminar esta recopilación de artículos el ensayo «Lo universal y lo histórico». Esta conferencia, dirigida a un amplio público fuera de Francia, propone un último recorrido de los tres ni­veles de la reflexión moral, tomado no ya solamente bajo el ángulo de su encadenamiento sino de la confrontación, en cada uno de los niveles considerados, de lo universal y lo histórico. Esta dificultad no ha cesado de aparecer en los análisis anteriores. Al tratarse de la dialéctica entre autonomía y vulnerabilidad, se ha podido notar cómo la autonomía ofrece rasgos de universalidad más pertinentes que la vulnerabilidad, más modulada, hasta en su pasividad originaria, por las circunstancias culturales que la historia desarrolla. La autonomía, a ia vez como presu­puesto y como tarea, eleva una pretensión a la universalidad qup forma parte de su constitución de principio, mientras que los signos de la vul­nerabilidad se inscriben en una historia de la pasividad que confiere a ésta una historicidad irreductible.

Este desdoblamiento de la paradoja de !a autonomía y de la vulne­rabilidad en el plano de su aprehensión conceptual no podría dejar de afectar a las doctrinas morales más preocupadas por la coherencia. Es así como he podido proponer, en eí cuadro de las «Lecturas» colocadas en el centro de este volumen, la lectura de la obra de Charles Taylor «The Self and the Good»* a la luz de la dialéctica de lo universal y de lo histórico: la conexión entre el s í m ismo y e l bien se plantea como lo universal que estructura la empresa entera; pero el recorrido que, de la escuela de la mirada interior (dotada ella misma de un desarrollo distinto), conduce, a través de los grandes racionalismos que culminan en la Ilustración, al Romanticismo y a las éticas de la vida y del medio ambíente; es un recorrido eminentemente histórico Si hay, a este respecto, un concepto

* Se refiere Ricoeur a ia primera parte de la obra de Charles Taylor Fuentes del yo (Paidós, Barcelona, 1996) mulada «La identidad y el bien», no a una obra completa. [N. de los T.]

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altamente dialéctico ése no es otro que el de modernidad, entendida# alternativamente como un proyecto con pretensión universal y como el nombre de una época, y designándose siempre como portador del corte de lo nuevo con lo antiguo, lo viejo, lo pasado.

Esta dialéctica de lo universal y de lo histórico es reconstruida en el ensayo final de este volumen en los tres niveles sucesivos de la éti­ca fundamental, de la obligación moral y de la sabiduría práctica. La revaluación de la herencia kantiana por Rawls, por una parte, Apel y Habermas, por otra, dan la ocasión de reformular la transición de la obligación moral a la sabiduría práctica y a las éticas regionales en los términos de la correlación entre lo universal y lo histórico. En la medi­da en que estas éticas están suscitadas por situaciones eminentemente históricas, como el sufrimiento y el conflicto, no pueden menos que expresarse ellas mismas en proposiciones marcadas por las culturas his­tóricas. Lo trágico de la acción es el lugar mismo en que lo universal y lo histórico se solapan y se entrecruzan.

¿No es esta misma dialéctica la que confronta lo universal con lo histórico, la que confiere a lo justo, tomado en la fuerza del adjetivo neutro, su dinamismo fundamental?

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Primera Parte

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DE LA MORAL A LA ÉTICA Y A LAS ÉTICAS*

Los especialistas de filosofía moral no se ponen de acuerdo sobre la dis­tribución de sentido de los términos «moral» y «ética»1. La etimología es a este respecto inútil, en la medida en que uno de los términos viene del latín y el otro del griego, y los dos se refieren de una manera o de otra al ámbito común de las costumbres. Pero, si bien no hay acuerdo en lo que concierne a la relación, jerárquica o de otro tipo, entre los dos términos, hay acuerdo sobre ia necesidad de disponer de los dos términos. Buscando cómo orientarme yo mismo en esta dificultad, pro­pongo considerar el concepto de moral como término fijo de referencia y asignarle una doble tunción: ia de designar, por una parte, la región de las normas o, dicho de otra manera, los principios de lo permitido y de lo prohibido, y, por otra parte, el sentimiento de obligación en tanto que cara subjetiva de la relación de un sujeto con las normas. Es éste, a mi parecer, el punto fijo, el núcleo duro. El empleo del término «ética» tendrá que fijarse en relación con él. Veo, entonces, el concepto de ética dividirse en dos: por un lado, designamos algo así como la corriente arriba de las normas** — hablaré entonces de ética anterior— y, por

* Publicado en Un siécle de Phibsopbie, 1900-2000 , Gallimard/Cencre Pompidou, Paris, 2000 . pp. 103-120.

1. Ruego ai lector que ya conozca lo que llamo «mi pequeña ética», en Sí mismo com o otro , considerar el presente ensayo como un poco más que una clarificación y un poco menos que una retractatio, como habrían dicho los escritores latinos de la Antigüe­dad tardía. Digamos que se trata de una reescritura. En cuar o a los que ignoran este texto, que ya cuenta con una docena de años, puedo asegura? ?s que el texto que van a leer es consistente por sí mismo.

** Lam ont des normes y Vaval des normes dice Ricoeur en el original francés para designar esta doble región en relación con las normas; véase a este respecto lo señalado en la nota de los traductores de la página 11. [N. de los T.]

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otro lado, se designa algo así como la corriente abajo de las normas —y h ablaré, en este caso, de ética posterior— . La línea general de mi: exposición consistirá en una doble demostración. Por una parte quisiera mostrar que tenemos necesidad de un concepto así estratificado, roto y< disperso de ética: la ética anterior, que tiende hacia el enraizamiento de las normas en la vida y en el deseo, y la ética posterior, que tiende a in­sertar las normas en situaciones concretas. A esta tesis principal añadiré una tesis complementaria: la única manera de apoderarse de lo anterior a las normas, a lo que apunta la ética anterior, es haciendo aparecer los contenidos en el plano de la sabiduría práctica, que no es otro que el de la ética posterior. Así quedaría justificado el uso de un solo término — ética— para designar el antes y el después de las normas. No es, pues, casual que designemos con «ética» tanto algo así como una meta moral, una reflexión de segundo grado sobre las normas, como, por otra parte, dispositivos prácticos que invitan a poner la palabra «ética» en plural y a acompañar el término con un complemento, como cuando habla­mos de ética médica, de ética jurídica, de ética de los negocios, etc. Lo sorprendente, en efecto, es que este uso, a veces abusivo y puramente retórico del término ética para designar a las éticas regionales, no logra abolir el sentido noble del término, reservado para lo que se podría llamar «éticas fundamentales» como la Etica a N icóm aco de Aristóteles o la Ética de Spinoza.

Comenzaré, por tanto, por lo que aparecerá ir. fine como reino intermedio entre la ética anterior y la ética posterior, a saber, el rei­no de las normas. Como dije al comienzo, considero esta acepción del concepto de moral referencia principal y el núcleo duro de toda la pro­blemática. El mejor punto de partida a este respecto es la consideración del predicado «obligatorio» vinculado a lo permitido y a lo prohibido. A este propósito, es legítimo partir, como hace G. E. Moore, del carácter irreductible del deber-ser al ser. Este predicado puede enunciarse de múltiples maneras, según sea tomado absolutamente — esto debe ser hecho— o de manera relativa — esto vale más que aquello— . Pero, en uno y otro caso, el derecho es irreductible al hecho. Asumiendo esta afirmación, el filósofo no hace más que dar cuenta de la experiencia común, según la cual hay un problema moral porque hay cosas que es necesario hacer o que son preferibles a otras. Si ahora consideramos que este predicado puede ser asociado con una gran diversidad de pro­posiciones de acción, es legítimo precisar la idea de norma con la de formalismo. A este respecto, la moral kantiana puede ser tenida, en sus grandes líneas, como expresión exacta de la experiencia moral común, según la cual sólo pueden ser consideradas obligatorias las máximas de acción que satisfagan un test de universalización. Sin embargo, no es necesario considerar e! deber como enemigo del deseo; sólo se excluyen

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¡os candidatos al título de obligación que no satisfagan dicho criterio; en sentido mínimo, el vínculo entre obligación y formalismo sólo im­plica una estrategia de depuración, que quiere preservar los usos legí­timos del predicado «obligación». En estos estrictos límites, es legítimo asumir el imperativo categórico bajo su formulación más sobria: «Obra únicamente según la máxima de actuación que puedas querer al mismo tiempo que se convierta en ley universal». No se ha dicho con este for­mulación cómo se forman las máximas, es decir, las proposiciones de acción que dan un contenido a la forma del deber.

Se propone, entonces, la otra vertiente de lo normativo, a saber, la posición de un sujeto de obligación, de un sujeto obligado. Es necesa­rio, en tal caso, distinguir el predicado «obligatorio», que se dice de las acciones y de las máximas de acción, del imperativo, que se dice de la relación de un sujeto obligado con la obligación. El imperativo, en tanto que relación entre mandar y obedecer, concierne a la cara subjetiva de la norma, que se puede llamar propiamente libertad práctica, sea la que sea la relación de esta libertad práctica con la idea de causalidad libre confrontada con el determinismo en el piano especulativo. La expe­riencia moral no exige nada más que un sujeto capaz de imputación, si entendemos por imputabilidad la capacidad de un sujeto para designar­se como el autor verdadero de sus propios actos. Diría, en un lenguaje menos dependiente de la letra de la filosofía moral kantiana, que una norma —sea la que sea a la que nos refiramos— reclama por un vis a vis un ser capaz de entrar en un orden simbólico práctico, es decir, capaz de reconocer en las normas una pretensión legítima para regular las conductas. A su vez, la idea de imputabilidad, en tanto que capacidad, se deja inscribir en la larga enumeración de capacidades mediante las cuales caracterizo de buen grado, en el plano antropológico, lo que llamo ser humano capaz: capacidad de hablar, capacidad de hacer, capa­cidad de narrarse; la imputabilidad añade a esta secuencia ia capacidad de afirmarse como agente.

Si ahora reunimos las dos mitades del análisis — la norma objeti va y la imputabilidad subjetiva— , obtenemos el concepto mixto de auto-nomía. Diría que la moral sólo requiere como mínimo la posición mutua de la norma como ratio cognoscendi del sujeto moral y la imputabilidad como ratio essendi de la norma. Pronunciar el término «autonomía» es afirmar la determinación mutua de la norma y del sujeto obligado. La moral no presupone nada más que mi sujeto capaz de erigirse al erigir la norma que io erige como sujeto. En este sentido se puede considerar el orden moral como autorreferencial.

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La ética fundamental como ética anterior

¿Por qué, podríamos preguntarnos, recurrir de una moral de la obliga-, ción, de la que hemos dicho que se bastaría a sí misma, que sería en este; sentido autorreferencial, a una ética fundamental, que llamo aquí ética anterior para distinguirla de las éticas aplicadas, aquellas en las que se distribuye la ética río abajo, la ética posterior? La necesidad de seme­jante recurso se comprende mejor si partimos de la vertiente subjetiva de la obligación moral: del sentimiento de estar obligado. Este marca el punto de sutura entre el reino de las normas y la vida, el deseo. Lo hemos dicho más arriba: el formalismo no conlleva una condena del deseo; lo neutraliza como criterio de evaluación al mismo tiempo que lo hace con todas las máximas de acción propuestas al juicio moral, la función crítica queda reservada en Kant al criterio de universalización. Pero la cuestión de la motivación permanece intacta, como lo testimo­nia, en el propio Kant, el gran capítulo consagrado en la Crítica de la razón práctica a la cuestión del respeto bajo el título general de los móviles racionales. Ahora bien, el respeto no constituye, a mi parecer, más que uno de los móviles susceptibles de inclinar a un sujeto moral a «cumplir su deber». Sería necesario desplegar la gama completa de los sentimientos morales, si esto fuera posible, como comenzó a hacer Max Scheler en su ÉLica material de los valores. Podemos mencionar la ver­güenza, el pudor, la admiración, el valor, la abnegación, el entusiasmo, la veneración. Me gustaría reservar un lugar de honor a un sentimiento poderoso, como es la indignación, que apunta en negativo a la dignidad del otro tanto como a la dignidad propia; el negarse a humillar expresa en términos negativos el reconocimiento de lo que diferencia a un si jeto moral de un sujeto físico, diferencia que se llama dignidad, la cual es una dimensión estimativa que el sentimiento moral aprehende direc­tamente. El orden de los sentimientos morales constituye así un vasto dominio afectivo irreductible al placer y al dolor; quizás incluso habría que llegar a decir que el placer y el dolor, en tanto que sentimientos moralmente no marcados, pueden incluso llegar a estar moralmente calificados por su vínculo con tal o cual sentimiento moral, lo que el lenguaje corriente ratifica hablando de dolor moral o del placer que sentimos al cumplir nuestro deber. ¿Por qué no querer hacer el bien al otro? ¿Por qué no sentir placer al reconocer la dignidad de los humilla­dos de la historia?

¿Entre qué dos extremos marca una sutura los sentimientos mo­rales? Entre el reino de las normas y de la obligación moral, por un lado, y el del deseo, por el otro. Ahora bien, el reino del deseo ha sido objeto de un análisis preciso en los primeros capítulos de la Etica a N icó­m aco de Aristóteles. En él encontramos un discurso estructurado sobre

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la praxis, que echamos cruelmente de menos en Kant. Todo descansa en el concepto de prohatresis, capacidad de preferencia razonable; es la capacidad de decir: esto vale más que aquello y de obrar según esta preferencia. En torno a este concepto clave gravitan los conceptos que le preceden en el orden didáctico como agrado y desagrado o que le siguen como el de deliberación; el vis a vis intencional de esta cade­na conceptual está constituido por el predicado «bueno» a! que se está tentado de oponer demasiado deprisa el predicado «obligatorio» que rige la ética kantiana; a mi parecer, no ha lugar la oposición de estos dos tipos de predicado: no pertenecen al mismo nivel reflexivo; el pri­mero pertenece evidentemente al plano de las normas, pero el segundo pertenece a un orden más fundamental, el del deseo, que estructura la totalidad del campo práctico. No debe ni sorprendernos ni paralizar­nos que esta capacidad sea rápidamente absorbida en el contexto de Ja cultura griega por una enumeración de las excelencias de la acción bajo el nombre de virtudes, no debe sorprendernos en la medida en que se pasa fácilmente de la preferencia razonable a la idea de virtud mediante la hexis (habitus, hábito); la virtud que consiste esencialmente en una manera de obrar guiándonos por medio de la preferencia razonable. La transición entre las finalidades limitadas de las prácticas (oficios, estilos de vida, etc.) y la finalidad tendente a la vida buena está asegurada por el concepto mediador del ergon, de la tarea — que orienta una vida hu­mana considerada en su unidad—. La tarea de ser hombre desborda y envuelve todas las tareas parciales, que asignan retención de bon­dad a cada práctica. La enumeración de estas excelencias de la acción, que son las virtudes, no puede borrar el horizonte de la meditación y de la reflexión. Cada una de estas excelencias recorta su orientación al bien sobre el fondo de una orientación abierta, magníficamente designada mediante la expresión «vida buena» o. mejor, «vivir bien»; este horizon­te abierto está poblado por nuestros proyectos de vida, nuestras antici­paciones de felicidad, nuestras utopías o, dicho brevemente, por todas las figuras móviles de lo que consideraríamos signos de una vida realiza­da. Volveremos más tarde sobre la fragmentación del campo ético según los contornos distintos de las virtudes enumeradas; proyectadas bajo el horizonte de la vida buena, estas excelencias están ellas mismas abiertas a toda clase de reescritura del Tratado de las virtudes como evocaremos en la última parte de este ensayo.

Si es en Aristóteles donde encuentro los esbozos mejor trazados de la ética fundamental, no renuncio a ia idea ue encontrar un equiva­lente hasta en el mismo Kant; uo solamente las dos aproximaciones, que han sido encorsetadas bajo las etiquetas didácticas de la teleología y de la deontología, no son rivales, en la medida en que pertenecí! a dos planos distintos de la filosofía práctica, sino que coinciden en al­

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gunos puntos nodales significativos. De entre éstos, el más notable está apuntado por el concepto latino de voluntas, que desarrolla su propia historia de manera continuada desde los medievales hasta los cartesia­nos, a los leibnizianos, hasta el propio Kant. Ciertamente, este concepto de voluntad, en el cual podemos ver la herencia latina de la preferencia razonable, se encuentra fuertemente marcado, en nuestra historia cul­tural, por la meditación cristiana sobre la mala voluntad, sobre el mal, meditación que ha contribuido a escindir la moral de los Modernos y la de los Antiguos. Pero el vínculo entre la intención voluntaria y la tendencia hacia la vida buena no se ha roto. ¡Cómo podríamos olvidar la declaración con la que se rbre la Fundamentación de la metafísica de las costum bres!: «Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad».

Ciertamente, la continuación de la obra procede a una reducción drástica del predicado «bueno» a la norma y a los criterios de univer­salización que la validan. Pero esta reducción presupone, problemáti­camente, la preconcepción de algo que sería la bondad de una buena voluntad.

Ahora bien, esta preconcepción no se encuentra en absoluto ago­tada por su reducción deontológica, su reducción al deber: un signo de la resistencia al formalismo es ofrecido por la consideración en ei capítulo tercero de la Crítica de la razón práctica de la cuestión de los «móviies de la razón pura práctica», es decir, del «principio subjetivo», dice Kant, de la ucteuninación de ia voiuntad de un ser cuya razón no se encuentra ya, en virtud de su naturaleza, necesariamente conforme a la ley fundamental. Ya evocamos antes este tema de los sentimientos morales; y es necesario volver a él una vez más. ¿De qué se trata bajo este título? De aquello que tiene «influencia sobre la voluntad», de lo que la inclina a situarse bajo la ley o, como decíamos antes, a entrar en un orden simbólico susceptible no solamente de obligar a una acción apropiada, sino de estructurar, de educar la acción. Bajo este segundo aspecto — la capacidad estructurante— el sentimiento moral dibuja su lugar central en una teoría de la praxis que, desde Aristóteles, sólo ha desplegado verdaderamente su envergadura en Hegel, principalmente en los Principios de la filosofía del derecho.

Un vínculo fuerte, que la tradición escolar ha ocultado, une así la prohairesis de la Ética a N icóm aco — y el deseo de «vivir bien» que la corona— , con el concepto de buena voluntad de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y con el de respeto de la Crítica de la razón práctica.

Se me permitirá añadir un último argumento en favor del paren­tesco subterráneo entre dos aproximaciones al problema de la ética

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fundamental que la tradición ha fijado bajo los vocablos de ética te­leológica y de ética deontológica. Este argumento proviene del último recurso que Kant hace de la idea de bien en la Religión dentro de los límites de la mera razón. Este recurso parece discordante con respecto a una moral considerada hostil con la idea del bien, principalmente en una obra que ha atraído sobre su autor los juicios más reprobadores. Que sea en el Ensayo sobre el mal radical donde la idea dei bien vuelva, no debe sorprender. El problema planteado por el mal es, en efecto, el de la impotencia para obrar bien —herida, llaga abierta en el corazón de nuestro deseo de vivir bien— . La ocasión del recurso a la idea de bien es digna de mención: en el momento de distinguir el mal radical de la idea insostenible de pecado original, se convierte en urgente amortiguar la acusación que amenaza con una total exclusión de la buena voluntad. Se hace esto declarando que la propensión (Anhang) al mal no afecta a la disposición (Anlage) al bien, la cual, a su vez, hace posible la empresa entera de regeneración de la voluntad en la cual se resume «la religión en los límites de la pura razón». He aquí, pues, de nuevo reencontrado, el concepto de voluntad buena, al término de la obra kantiana, y bajo el aguijón de la meditación sobre el mal, es decir, precisamente el tema que, en la estela del cristianismo, es considerado causa de haber escin­dido la moral de los Modernos y la de los Antiguos.

La posibilidad de que la moral de los Antiguos y la de los Modernos puedan unirse, reconciliarse y acogerse mutuamente en este concepto, no proviene ni de la ética ni de la moral, sino de una antropología filo­sófica que haría de la idea de capacidad uno de sus conceptos directores. La fenomenología de las capacidades que, por mi parte, desarrollo en los capítulos de Sí m ism o com o otro que preceden a la «pequeña ética», prepara el terreno para esta capacidad propiamente ética, la imputabi­lidad, capacidad de reconocerse como autor verdadero de sus propios actos. Ahora bien, la imputabilidad puede ser correlativamente asociada al concepto griego de preferencia razonable y al concepto kantiano de obligación moral: es, en efecto, a partir del foco de esta capacidad donde toma impulso el deseo «griego» de vivir bien y donde se cruza el drama «cristiano» de la incapacidad para hacer el bien por sí mismo sin una aprobación venida de más arriba y dada en el «coraje de ser», otro nombre de lo que ha sido llamado disposición al bien y que es el alma misma de la buena voluntad.

Las éticas posteriores com o lugares de la sabiduría práctica

Ha llegado el momento de argumentar en favor de la segunda presupo­sición de este ensayo: el único medio de dar visibilidad y legibilidad al

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fondo primordial de la ética es el de proyectarlo al plano posmoral dlw las éticas aplicadas. A esta empresa daba el nombre de sabiduría prá c titá l en Sí mismo com o otro.

Podemos encontrar también tanto en Kant como en Aristóteles lqs|| signos de la necesidad de esta transferencia de la ética anterior a las é tif f i cas posteriores. Es digno de señalar, en efecto, que Kant haya creídoa necesario completar el enunciado del imperativo categórico mediante* la formulación de tres variantes del imperativo que, despojadas de lá4J terminología que las exposiciones escolares han grabado en m árm ol,* orientan la obligación en dirección a tres esferas de aplicación: el sí j mismo, el otro y la ciudad. La analogía primera entre ley moral y ley j natural, según la primera formulación, no apunta, en una filosofía mo- ¡ ral que opone la ética a la física, más que a señalar la clase de regula- : ridad que aproxima la legalidad del reino moral a la del reino físico, - el mantenimiento de sí mismo a través del tiempo que presupone el respeto a la palabra dada sobre la que descansan a su vez las promesas, los pactos, los acuerdos, los tratados. La ipseidad es otro nombre de este mantenimiento de sí. Es la fórmula de la identidad moral por oposición a la identidad física de lo mismo. Ciertamente, el mantenimiento de sí mismo sólo representa el componente subjetivo de la promesa, y debe componerse con el respeto a otro en el intercambio de expectativas en que consiste concretamente la promesa. Este otro componente de la promesa es al que apunta la segunda formulación del imperativo kantia­no, que exige que la persona, en mí mismo y en otro, sea tratada como un fin en sí y no solamente como un medio. Pero el respeto, como lo hemos sugerido más arriba, sólo constituye una de las configuraciones del sentimiento moral; propongo llamar solicitud a la estructura común a todas estas disposiciones favorables a otro que sostienen las relaciones cortas de intersubjetividad; no hay que dudar en incluir en estas rela­ciones el cuidado de sí mismo, en tanto que figura reflexiva del cuidado del otro. En fin, la obligación de mantenerse a la vez como sujeto y legislador en la ciudad de los fines puede ser interpretada de manera extensiva como la fórmula general de las relaciones de ciudadanía en un Estado de derecho.

A su vez, estas fórmulas todavía generales que distribuyen el impe­rativo en una pluralidad de esferas — mantenimiento de sí mismo, soli­citud por ei prójimo, participación ciudadana en la soberanía— sólo se convierten en máximas concretas de acción retomadas, reelaboradas y rearticuladas en éticas reg ion es. especiales, tales como ia ética médica, ética judicial, ética de los negocios, ética del medio ambiente, y así en una serie abierta.

Ahora bien, la ética «griega» de Aristóteles proponía un programa comparable de multiplicación y de dispersión de las estimaciones fun-

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damentales situadas bajo el signo de la virtud. La Ética a N icóm aco se despliega a la manera de un ir y venir entre la virtud y las virtudes. Re­ducido a sí mismo, en efecto, el discurso de la virtud, aunque construido sobre las ideas sustanciales de preferencia razonable y polarizado por ¡a idea de vida buena, tiende a cerrarse sobre un rasgo formal común a todas las virtudes, a saber, el carácter de «término medio» (médiété), de medio eminente y justo — que distingue en cada virtud un exceso de un áeiteto— . Sólo, desde entonces, la reinterpretación razonada de las figu­ras de excelencia de las acciones permite dar un cuerpo, una sustancia, a la idea desnuda de virtud. Viene entonces el desglose de las situaciones típicas de la práctica y de las excelencias que le corresponden. A este respecto, el coraje, la templanza, la liberalidad, ia mesura o la justicia son el producto quintaesenciado de una cultura compartida, iluminada por una gran literatura — Homero, Sófocles, Eurípides—, por los maes­tros de la palabra pública y otros sabios profesionales o no. La letra de estos pequeños tratados que nosotros leemos todavía hoy con gusto no debería, no obstante, detener el movimiento de reinterpretación iniciado por estos textos en el corazón de su propia cultura. La comprensión que tenemos aún, a través de la lectura, de estos perfiles de virtud, debería invitarnos no solamente a releer estos tratados sino a reescribirlos en beneficio de alguna moderna doctrina de las virtudes y de los vicios.

Aristóteles mismo ha dado una clave para estas relecturas y estas reesenturas ai dejar aparre de las virtudes que él llama éticas una virtud intelectual, la phrónesis, que se ha convertido en la prudencia de los latinos, y que puede considerarse la matriz de las éticas posteriores. Consiste, en efecto, en una capacidad, la aptitud para discernir la regla adecuada, el orthos logos, en las circunstancias difíciles de la acción. El ejercicio de esta virtud es inseparable de la cualidad personal y del hombre sabio — el phrónim os— , el hombre informado2. Entre la pru­dencia y las «cosas singulares» el vínculo es estrecho. Es, entonces, en las éticas aplicadas donde la virtud de prudencia puede ser puesta a prueba en la práctica. A este respecto, la misma phrónesis, que se supone que se ejerce en el interior de la práctica cotidiana de las virtudes, debería poder presidir también la reinterpretación de la tabla de las virtudes en la estela de los modernos tratados de las pasiones.

Me gustaría proponer dos ejemplos — uno tomado del orden médi­co, el otro del orden judicial— de semejante redespliegue de la sabidu­ría práctica en las éticas regionales. Cada una de estas éticas apli :adas ar'ne sus reglas propias, pero su parentesco «phronético», si se per­

2. La distinción entre la equidad y la justicia ofrece un ejemplo no table de este paso de la norma general a la máxima apro piada en- unas circunstancias en que ia ley es demasiado general, o, co mo se diría hoy, el asunto es delicado, el caso difícil.

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mite la expresión, preserva entre ellas una analogía formal destacablei en el nivel de la formación del juicio y de ia toma de decisiones. En lq¡l dos casos se trata de pasar de un saber constituido por normas y concll cimientos teóricos a una decisión concreta en situación: la prescripción! médica, por un lado, y la sentencia judicial, por el otro. Y es en el juicio! singular donde esta aplicación se opera. La diferencia de las situaciones es, no obstante, considerable: del lado médico, es el sufrimiento lo qucj suscita la exigencia de cuidados y la estipulación del pacto de cuidados! que religa a tal enfermo y a tal médico. Del lado judicial, la situación! inicial típica es el conflicto; el cual suscita la exigencia de justicia y eníg cuentra en el proceso judicial su desarrollo codificado. De ahí procede! la diferencia entre los dos actos terminales: prescripción médica y sen­tencia judicial. Pero la progresión del juicio es parecida por completo, El pacto de cuidados estipulado entre tal médico y tal paciente se deja encuadrar bajo reglas de muchos tipos. En primer lugar, reglas morales reunidas en el Código de deontología médica: leemos en él reglas como la obligación del secreto médico, el derecho del enfermo a conocer la verdad de su caso, la exigencia del consentimiento informado antes de todo tratamiento arriesgado; a continuación, reglas que proceden del saber biológico y médico y que el tratamiento en situación clínica pone a prueba: y. nnr último, reglas administrativas que articulan en el plano de ia salud pública el tratamiento social de la enfermedad. Tal es el tri­ple encuadramiento normativo del acto médico concreto que conduce a una decisión concreta, la prescripción, y, de un plano al otro, el juicio, la phrónesis médica.

Este intervalo es el que el ejercicio del juicio en el orden judicial permite articular mejor, en la medida en que está rigurosamente codifi­cado. El marco, lo hemos dicho, es el proceso. Este pone al desnudo las operaciones de argumentación y de interpretación que conducen a la toma de decisión final, la sentencia, llamada también juicio. Estas ope­raciones son distribuidas entre unos protagonistas múltiples y regidas por un procedimiento riguroso. Pero, como en el juicio médico, ¿lo q¡ está en juego es la aplicación de una regla jurídica a un caso concreto, el litigio en examen? La aplicación consiste, a la vez, en una adaptación ac la regla al caso, a través de la calificación delictiva del acto, y del caso a la regla, por la vía áe una descripción narrativa considerada verídica. La argumentación que guía la interpretación, tanto de la norma como del caso, procede de los recursos codificados de la discusión pública. Pero la decisión sigue siendo singular: tal delito, tal acusado, tal víctima, tal sentencia. Ésta cae como k palabra de justicia pronunciada en una situación singular.

Tales son las semejanzas estructurales entre dos procesos de aplica­ción de una regla a un caso y de subsunción de un caso bajo una regla.

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5on ellas las que aseguran la semejanza de las dos modalidades de la toma de decisiones del medio médico y del medio jurídico. Al mismo tiempo, estas semejanzas ilustran la transferencia de la ética anterior, más fundamental que la norma, en dirección a las éticas aplicadas, que exceden los recursos de la norma.

<A qué rasgo de la ética fundamental da visibilidad y legibilidad la ética médica? A la solicitud, que exige que el auxilio sea llevado a cualquier persona en peligro. Pero esta solicitud sólo se hace manifiesta atravesando la criba del secreto médico, del derecho del enfermo a co­nocer la verdad de su caso y del consentimiento informado — regias que confieren al pacto de cuidados los rasgos de una deontología aplicada.

En cuanto a la toma de decisiones que conduce a la sentencia en el marco de un proceso judicial, ella encarna en una formulación concreta la idea de justicia que, más allá de todo derecho positivo, pertenece al ámbito del deseo de vida buena. Era una de las tesis de la «peque­ña ética» de Sí mismo com o otro: !a intención ética, en su nivel más profundo de radicalidad, se articula en una tríada donde el sí mismo, el otro cercano y el otro lejano son igualmente estimados: vivir bien, con y para los otros, en instituciones justas. Si la ética médica se apoya en el segundo término de la secuencia, la ética judicial encuentra en el ucsco víc vivir en instituciones justas la instancia que religa el conjunto de las instituciones judiciales con la idea de vida buena. Es este deseo de vivir en instituciones justas el que encuentra visibilidad y legibilidad en la sentencia pronunciada por el juez en la aplicación de las normas que, por su parte, dependen del núcleo duro de la moralidad privada y pública.

En conclusión, podemos considerar equivalentes las dos formula­ciones siguientes: por un lado, podemos considerar la moralidad por el plano de referencia con relación al cual se definen, por una parte y por otra, una ética fundamental, que le sería anterior, y unas éticas aplica­das, que serían posteriores. Por otro lado, podemos decir que la moral, en su despliegue de normas privadas, jurídicas, políticas, constituye la estructura de transición que guía la transferencia de la ética fundamen­tal en dirección a las éticas aplicadas que le dan visibilidad y legibilidad en el plano de la praxis. La ética médica y la ética jurídica son, a este respecto, ejemplares, en la medida en que el sufrimiento y el conflicto constituyen dos situaciones típicas que imprimen sobre la praxis el sello de lo trágico.

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JUSTICIA Y VERDAD*

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El ensayo que propongo es de naturaleza puramente exploratoria. Su objetivo más lejano es justificar la tesis según la cual la filosofía teórica y la filosofía práctica son de igual rango; ninguna se establece como filosofía primera en relación con la otra, pero las dos son «filosofías se­gundas» con relación a lo que ha sido caracterizado por StanisJas Bretón como función m eta- (yo mismo, en el número del centenario de la Re- vue de métapbysíque et de m oraie, apostaba por esta reformulación de ln met-afT?írn en !os términos de la función m eta-, donde se unirían «los más grandes géneros» de la dialéctica de los últimos diálogos de Platón y la especulación aristotélica sobre la pluralidad de los sentidos del ser o del ente). No será de esta función meta-, asumida hipotéticamente, de la que hablaré hoy, sino de lo que he llamado «igualdad de rango» de las dos filosofías segundas. Para defender esta tesis propongo considerar las ideas de justicia y de verdad como ideas reguladoras de más alto ran­go en la condición de segundo nivel en relación con la función m eta-. El fin de la demostración se alcanzaría si se mostrasen dos cosas: 1) que estas dos ideas pueden ser planteadas independientemente la una de la otra, ésta sería la primera figura de igualdad; 2) que ellas se entrecru­zan de manera rigurosamente recíproca, ésta sería la segunda figura de igualdad. En un primer momento, pues, pensar la justicia y la verdad independientemente; en un segundo momento, pensarlas bajo el modo de la presuposición recíproca o cruzada.

Esta empresa no tiene nada de revolucionaria; se sitúa en la línea de las especulaciones sobre los trascendentales, su distinción y su convertí-

* Texro presentado en la conferencia dada en octubre de 1995 en el Instituto O tó lic o de París con motivo del centenario de la Facuitad de Filosofía y publicado en P Capelle, Le Statat contemporaine de la philosophie premiare, Reauchesne, Paris, 1996.

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bilidad mutua. Situándonos así bajo este antiguo patronazgo, hacemos aparecer, al mismo tiempo, la ausencia de la idea de lo bello en nuestra empresa, ausencia cuya reparación suscitaría, sin duda, una meditación comparable respecto a la irreductibilidad de esta instancia y su imbrica­ción con las otras dos. En este sentido, la presente investigación sufre de una limitación reconocida y asumida.

La objeción inmediata que encuentra la empresa concierne a la sus­titución de lo bueno por lo justo en la cúspide del orden práctico. A esto respondo, en una primera aproximación, que estos dos predicados eminentes pueden ser considerados como sinónimos. Su verdadera re­lación, que quiero ya caracterizar como dialéctica, aparecerá en el curso del examen. Digamos, por ahora, que parece más fácil — el argumento es, pues, puramente didáctico— justificar, por una parte, la pretensión de lo justo a ocupar la cúspide de ía jerarquía práctica y, por otra, su imbricación en la búsqueda de la verdad, constituyente ella misma de un proyecto práctico, digamos el de una práctica teórica. En esta doble justificación consistirá el carácter moderno de una revaluación de la tra­dición de los trascendentales, revaluación que recae sobre su distinción v su modo de convertibilidad.

En un primer momento, tomaré la idea de lo justo com o término de referencia y defenderé la supremacía de lo justo, pensado sin lo verda­dero, en la jerarquía ue las ideas reguladoras de orden práctico. En un segundo momento, me dedicaré a mostrar de qué manera específica lo justo engloba, de alguna manera, a lo verdadero en su ámbito.

Supremacía de lo justo en el cam po práctico

Al abordar el primer estadio de mi análisis pienso en la declaración de Rawls al comienzo de su Teoría de la justicia: «La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales como la verdad lo es de las teorías». Dos cosas son afirmadas simultáneamente aquí: la disyunción de la jus­ticia y de la verdad, y la vinculación entre justicia e instituciones. La se­gunda parte de la tesis parece comprometer la ambición de ía primera: promover la justicia a la cúspide de la práctica. Importa, pues, mostrar en qué sentido las dos mitades de la tesis son solidarias.

Conduciré la demostración áe la primera parte de la definición de Rawls con los recursos que ya he utilizado en la parte ética de Sí mismo com o otro para asegurar el estatuto eminente de la justicia. Propongo dos lecturas cruzadas de la estructura de la moralidad. Una lectura horizontal me lleva a derivar la constitución del sí mismo de la terna: deseo de vida buena, con y para los otros, en instituciones justas. Una lectura vertical sigue la progresión ascendente que, par-

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Étranger, en el original. Ricoeur lo emplea en el sentido de «extraño», «distinto», «alelado». Es la misma distinción que la que hace entre el próximo {proche) y el lejano (lointain). No es sólo «extranjero», es algo más amplio, como ya hemos indicado. Es una distinción presente en toda la obra de Ricoeur; ya en sus primeros trabajos distinguía entre «el socio» y «el prójimo». [N. de los T.]

tiendo de una aproximación teleológica guiada por la idea del vivj¡3 bien, pasa por una aproximación deontológica, donde dominan laja norma, la obligación, la prohibición, el formalismo, el procedimiertói to, y acaba su camino en el plano de la sabiduría práctica, que es é jl de la phrónesis, el de la prudencia como arte de la decisión equita-1 tiva en situaciones de incertidumbre y de conflicto, es decir, en Icf| trágico de la acción. Según esta lectura cruzada, la justicia se encuen-s tra situada en la intersección de los dos ejes, porque, por una parteé aparece una primera vez en el tercer lugar en Ja terna anteriormente! mencionada y, por otra parte, gracias a la transposición de la terna* de un plano al otro, la justicia permanece hasta el fin como la terce-l) ra categoría nombrada. La justicia podría ser considerada la catego- - ría más elevada del campo práctico si se pudiera mostrar que existe* progresión en el plano horizontal del primer al tercer término de la terna de base, e igualmente sobre el eje vertical que hace culminar la idea de justicia en la de equidad. Es la tesis que quisiera ahora argu­mentar precisando el tipo de progresión que gobierna los dos ejes.

La tríada que resulta del eje horizontal no consiste en absoluto en una simple yuxtaposición entre el sí mismo, el próximo y el lejano: ia progresión es la misma que la de la constitución dialéctica del sí mismo. El anhelo de vivir bien enraíza el proyecto moral en la vida, en el deseo y la falta, como lo hace notar la estructura gramatical del deseo. Pero sin la mediación de los otros dos términos de la terna, el dei>eo de vida buena se perdería en la nebulosa de las figuras variables de la felicidad, sin poder pretender equipararse con el famoso bien platónico del que Aristóteles no dejaba de burlarse. Diría que el cortocircuito que existe entre deseo de vida buena y felicidad resulta de! desconocimiento de la constitución dialéctica del sí mismo. Esta constitución dialéctica hace que el camino de efectuación del deseo de la vida buena pase por el otro. La fórmula de Sí m ism o com o otro es, en este sentido/ una fór­mula primitivamente ética que subordina la reflexividad del sí mismo a la mediación de la alteridad del otro. Pero la estructura dialéctica del deseo de la vida buena permanece incompleta mientras se detenga en el otro de las relaciones interpersonales, en el otro según la virtud de amistad. Falta todavía ía progresión, el despliegue o coronamiento que constituye el reconocimiento del otro como extraño*. Este paso de lo próximo a lo lejano, o más bien de la aprehensión de lo próximo como

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lejano, es también el paso de la amistad a la justicia. La amistad de las relaciones privadas se destaca sobre el fondo de la relación pública de la justicia. Antes de toda formalización, de toda universalización, de cual­quier tratamiento procedimental, la búsqueda de justicia es la de una justa distancia entre todos los humanos. Justa distancia, medio entre ¡a distancia demasiado estrecha, propia de muchos sueños de fusión emocional, y la distancia excesiva que alimenta la arrogancia, el despre­cio, el odio al extranjero, ese desconocido. De buen grado, vería en la virtud de hospitalidad la expresión emblemática más apropiada de esta cultura de la justa distancia.

Con relación a esta búsqueda de la justa distancia puede ser pen­sado por primera vez el vínculo entre justicia e institución. La función más general de la institución es asegurar el nexus entre lo propio, el próximo, y el lejano, en algo así como una ciudad, una república, una Commonwealth. Es, en este sentido todavía indiferenciado de ia insti­tución, donde este nexus puede ser instituido, es decir, instaurado. Y es al precio de esta indiferenciación inicial como el deseo de vivir en institu­ciones justas pertenece ya al plano teleológico definido por la aspiración a la vida buena.

Antes de considerar la progresión de la idea de justicia sobre el eje v ertical que conduce a la preeminencia de la sabiduría práctica, y con ella a la de la justicia como equidad, podemos hacer una primera con­sideración sobre la relación entre bondad y justicia. La relación ni es de identidad, ni de diferencia; la bondad caracteriza la aspiración del deseo más profundo y marca así la gramática del anhelo. La justicia, entendida como justa distancia entre sí mismo y el otro, considerado como lejano, es la figura totalmente desarrollada de la bondad. Bajo el signo de la justicia, el bien se convierte en bien común. En este sentido, se puede decir que la justicia desarrolla la bondad que la envuelve*.

Pero, la primacía moral de la idea de justicia sólo es plenamente reconocida al término del recorrido sobre el segundo eje de la consti­tución de la moralidad. Bajo el signo de la norma, categoría reina del punto de vista deontológico, la justicia pasa por la prueba de universa­lización, de formalización y de abstracción procedimental. Es, así, lle­vada al nivel del imperativo categórico. Llevada a este plano formal, la progresión inteí'áa en ía tríada de lo propio, del próximo y del lejano, coincide con las tres formulaciones del imperativo kantiano, del que Kant señala en la Fundamentación que a de la unidad a la pluralidad y a ia totalidad. Así, llevado al plano de la norma, la tríada de base se convierte en la tríada de la autonomía del sí mismo, del respeto a la hu­

* Ricoeur utiliza la expresiva frase « ...la justice développe la bonté qui l’enve- loppe». [N. de los T.]

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manidad en la propia persona de sí mismo y la de cualquier otro, y. la proyección del reino de los fines en que cada uno seríamos, al misifj tiempo, sujetos y legisladores. '

En relación con esta tarea de instaurar el reino de los fines, se«pi? de articular, por segunda vez, el vínculo entre institución y justicia;® deja representar mediante la noción de «órdenes del reconocimiento:.,, que propone Jean-Marc Ferry en Les puissances de l'expérience. Co esta expresión son designados los sistemas y subsistemas entre los que se distribuyen nuestras múltiples lealtades. Es, en este nivel, en que i continúa la discusión entre los defensores de una concepción unitaria de los principios de justicia, bajo el modelo de la Teoría de la justicia del John Rawls, al precio de una reducción drásticamente procedimental i de estos principios, y los defensores de una concepción pluralista de las instancias de justicia, a la manera de Michael Walzer y de los co- rnunitaristas. Pero, incluso así, dispersa en «esferas de justicia» según la terminología de éste último, la idea de justicia sigue siendo la idea reguladora suprema, si bien, es cierto, que como regla de vigilancia sobre las fronteras que cada una de las esferas, entregadas a la pasión de dominación, tiende a transgredir. Pero a través de las reglas procedi- mentales que presiden la distribución de los roles, de las tareas y de las cargas, sigue expresándose la reivindicación de los más desfavorecidos en los repartos desiguales. Así queda marcada ia filiación de la justicia según ia norma a partir de la justicia según el deseo.

Queda por señalar, en pocas palabras, de qué manera el paso del punto de vísta deontológico al de la sabiduría práctica entraña una últi­ma transformación de la idea de justicia. La sabiduría práctica recae so­bre decisiones difíciles que hay que tomar en circunstancias de incerti­dumbre y de conflicto bajo el signo de lo trágico de la acción, ya se trate de conflicto entre normas de peso aparentemente igual, de conflicto en­tre el respeto a la norma y la solicitud por las personas, de elección que no sería entre el blanco y el negro sino entre el gris y el gris, o, en fin, elección donde se estrecha el margen entre lo malo y lo peor. Aplicar el derecho en las circunstancias singulares de un proceso, es decir, en el marco de la forma judicial de las instituciones de justicia, constituye un ejemplo paradigmático de lo que significa aquí la idea de justicia como equidad. Aristóteles ha dado de ella su definición en las últimas páginas de su frotado sobre !a justicia: «La naturaleza de io equitativo es así; ser un correctivo de la ley, allí donde la ley falla a causa de su generalidad». Este texto de Aristóteles permite pensar que la justicia debe convertirse en equidad no solamente frente a lo que Ronald Dworkin considera como hard cases, casos difíciles, sino en todas las circunstancias en que el juicio m or;! colocado en situación singular y donde la decisión está marcada por el sello de la íntima convicción.

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En este punto se termina el recorrido de la idea de justicia. Puede ier considerada como la regla práctica más elevada en la medida en que zs a la vez el último término de la terna iniciada por el deseo de vivir bien y el último término del recorrido de nivel en nivel que finaliza en la sabiduría práctica. En cuanto a la relación con lo bueno, se resume en ia fórmula propuesta desde el examen de la terna de base: lo bueno designa el enraizamiento de la justicia en el deseo de vivir bien, pero es lo justo lo que, al desplegar la doble dialéctica, horizontal y vertical, del querer vivir bien, marca la impronta de la prudencia sobre la bondad.

Implicación de lo verdadero en lo justo

Ha llegado el momento de decir en qué sentido la verdad está implicada en la justicia. No me parece que sea una pista fructífera buscar la verdad del lado de los enunciados sucesivos que jalonan el discurso que acaba­mos de mantener, ya se trate de la terna inicial o del encadenamiento de los puntos de vista teleológico, deontológico y prudencial. Cierta­mente, se me puede preguntar si tengo por verdadero lo que acabo de articular aquí. Pero, considerarlo verdadero no consiste más que en una reiteración de las proposiciones prácticas acompañadas por un sí de asen­timiento. Pero éste no proviene de ninguna otra fuente más que de la tuerza de autoposición del deseo mismo de vivir bien en tanto que ins­tancia práctica y no teórica. La regla de justicia bajo ios tres enunciados sucesivos que hemos propuesto, culminando en la idea de lo justo como equitativo, no tiene más verdad que su fuerza de conminación. En este sentido, me distancio de aquellos moralistas de lengua inglesa que han defendido la idea de verdad moral. Comprendo sus razones. Quieren preservar las proposiciones morales ya sea de lo arbitrario subjetivo, o colectivo, o ya sea de la reducción naturalista de los así llamados he­chos morales a hechos sociales o biológicos. En cuanto al peligro de lo arbitrario, es conjurado una primera vez por la constitución dialéctica que lleva lo bueno al nivel de lo justo con la ayuda de la mediación del otro, próximo o lejano. Es conjurado una segunda vez por la misma razón que aquella que protege ¡a reflexión moral contra la reducción naturalista. Esta razón no es otra que la preservación de Ja diferencia entre lo que Charles Taylor llama, de manera adecuada, las «evaluacio­nes fuertes» y los hechos o acontecimientos naturales. La correlación que el autor establece, en la primera parte de Sources o fth e Self, se hace inmediatamente entre la auto-afirmación del sí mismo y su orientación entre las figuras del bien. The S elf and the G ood se constituyen simultá­nea y mutuamente. No hay, pues, verdad suplementaria, o distinta, que haya que buscar para la conminación de lo bueno y de lo justo.

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Si, entonces, hay que buscar una dimensión veritativa para las id- de bondad y de justicia, será en una dirección completamente distinta aquélla que se encuentra vinculada con la idea de verdad moral. Se necesario dirigir nuestra mirada a los presupuestos antropológicos de. entrada en lo moral. Estos presupuestos son aquéllos en virtud de lo cuales el ser humano es considerado como un ser susceptible de recibí la conminación de lo justo. Se trata, pues, de afirmaciones relativas a 16 que el ser humano es en cuanto a su modo de ser, lo que es necesaria que sea si debe ser sujeto accesible a una problemática moral, jurídica o política, o, dicho de una manera general, a una problemática de valor.- Ilustro todo esto con ía diferencia de estatus que establece Kant entre la idea de imputabilidad y la de autonomía. La imputabilidad procede de la Crítica de la razón pura-, es una proposición existencial que figura en la tesis de la Tercera antinomia cosmológica; es una implicación de la afirmación según la cual el ser humano hace suceder cosas en el mundo, introduce comienzos en el curso del mundo; es otro nombre para la líbre espontaneidad en virtud de la cual la acción es susceptible de ala­banza o de reproche, porque el ser humano es considerado en ella como verdadero autor (Urheber). Es !a afirmación de imputabilidad, y no la de autonomía, la que, en virtud de su pertenencia al campo teórico, es sus­ceptible de verdad; la autonomía es de un orden distinto: descansa sobre la conexión entre la libertad y la ley. según una implicación a priori que manifiesta la razón en tanto que práctica; sea lo que sea del famoso fac- tum rationis mediante el cual Kant caracteriza la implicación constitu­tiva de la autonomía, él no rebaja la autonomía, categoría práctica, a la imputabilidad, categoría «física», en el sentido no fisicalista del término.

Quisiera mostrar cómo la idea kantiana de imputabilidad puede ser redistribuida según los tres niveles teleológico, deontológico y pruden­cial, a los que pertenecen sucesivamente las tres figuras de la justicia que hemos considerado bajo el régimen del deseo, de la norma y del juicio prudencial. Tres figuras de imputabilidad a las que corresponden tres modalidades de verdad.

Al nivel teleológico del deseo de vida buena en instituciones justas corresponden las modalidades existenciales del ser humano capaz, las cuales son reconocidas a través de la variedad de las respuestas a la cuestión ¿quién?: ¿Quién había? ¿Quién obra? ¿Quién se narra? ¿Quién se considera responsable de las consecuencias de su acción? Las respues­tas son otras tantas afii naciones referidas a sus poderes. Puedo hablar, obrar, narrarme, reconocerme responsable de los efectos de los actos de los que yo me reconozco ser el autor. Dicho brevemente, e! tema existencial correlativo del deseo de vivir bien es la autoafirmación del ser humano capaz. Esta idea de capacidad es, pues, ía primera figura de la imputabilidad, en tanto que proposición existencial.

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Y esta presuposición puede ser calificada de verdadera. Pero ¿en qué sentido de lo verdadero y de lo falso? El decir verdadero admite, él mis­mo, una polisemia correlativa al ámbito considerado. El corte signifi­cativo, según un análisis que comparto con Jean Ladriére, se da entre ]a acción y los fenómenos naturales, encuadrados bajo las así llamadas ¡eyes de la naturaleza, según reglas de subsunción correspondientes a los diferentes tipos de explicación. La acción, por contra, es comprendida como tema de narración. Esto está dicho muy deprisa, demasiado depri­sa, para llegar a ia afirmación principal: la dimensión veritativa de la cual proceden los poderes que especifican la idea general de capacidad huma­na es la atestación. He desarrollado en Sí mismo com o otro el estatuto epistémico de la idea de atestación y Jean Greisch me ha ayudado, gene­rosamente, a esclarecer lo que quedaba aún de equívoco en mi recurso a esta idea clave. Esencialmente, se trata de una creencia, un Glauben , en un sentido no dóxico del término, si reservamos el término doxa para un grado menor de episteme, en el orden de los fenómenos de la naturaleza y también en el de los hechos humanos susceptibles de ser tratados, ellos también, como observables. A esta otra acepción de la idea de verdad co­rresponde la exigencia de verificación y la prueba de refutabilidad, según la concepción popperiana. La creencia propia de la atestación es de otra naturaleza; tiene que ver con la confianza; su contrario es la sospecha y i i o la duda, o !?. duda como sospecha; no puede ser refutada sino recusa­da; y sólo puede ser restablecida y reforzada mediante un recurso nuevo a la atestación y, eventualmente, socorrida por algún apoyo ocasional.

Tal es la primera correlación entre justicia y verdad. Mi deseo de vivir en instituciones justas es correlativo de la atestación de que yo soy capaz de este deseo de vivir bien que me distingue Ontológicamente de los demás seres naturales.

Una segunda correlación entre juicio existencial y juicio de eva­luación se descubre en el plano deontológico, donde las evaluaciones fuertes revisten la forma de la norma formal, universal, procedimental. A este plano corresponde la noción técnica de imputabilidad, evocada por Kant en el cuadro de la Tercera antinomia cosmológica, contrapar­tida teórica de la idea práctica de autonomía. Propongo precisar este nuevo uso de la imputabilidad, especificándolo mediante otro tipo de capacidad distinta de la que acabo de articular en términos de capacidad uc obrar. La idea de esta capacidad de un orden distinto m? ha sido su­gerida por la lectura dei iibro de Tilomas Nagel Igualdad y parcia lidad * .

' Th. Nagel, Equality and Partiality, Oxford University Press, New York, 1 9 9 1 ; Igualdad y parcialidad. Bases éticas de ¡a teoría política, trad, de J . F. Alvarez, Paidós, Barcelona, 1996. Ricoeur cita por la traducción francesa Égalité et partialité, PUF, París, 1994. [N.delE.]

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Es, según él, la capacidad de adoptar sobre nosotros mismos o sobre lo otros dos «puntos de vista» (es el título de su capítulo segundo). Leo'% primer párrafo, enteramente escrito en el vocabulario de la capacida

Nuestra experiencia del mundo, y de casi todos nuestros deseos, pro- cede de nuestros puntos de vista individuales: vemos las cosas des'_ aquí, por así decir. Pero también somos capaces de pensar el mundo d manera abstracta, de manera diferente de nuestra posición particulaíj haciendo abstracción de lo que somos... Cada uno de nosotros parte d un conjunto de preocupaciones, de deseos y de intereses propios, y rtr conoce que a los demás les sucede lo mismo. Luego, podemos, mediante el pensamiento, distanciarnos de la posición particular que ocupamos, en el mundo e interesarnos por cualquier cosa sin distinguir particular! mente lo que nosotros nos hemos encontrado ser. P ealizando este acto de abstracción, adoptamos lo que llamaría un punto de vista impersonal (trad, francesa, p. 9).

Esta capacidad no es ya del orden del poder obrar, según la gran analogía del obrar que propongo en Sí mismo com o otro. Reenvía, más bien, al viejo adagio de Sócrates sobre la vida examinada. Esta presupo­ne antropológicamente la capacidad de realizar el acto de abstracción, que consiste en lo que Thomas Nagel llama «un punto de vista imperso­nal», retomando un tema enunciado por primera vez en The View frov N ow here*. La capacidad de yuxtaponer los puntos de vista personales e nnpersuuales con respecto a ia propia vida es el presupuesto ontológico del imperativo kantiano. Vemos, en efecto, sin dificultades, cómo aser­ción existencial y obligación moral se imbrican:

... Dado que e! punto de vista impersonal no nos diferencia de los de­más, debe pasar lo mismo con los valores que caracterizan las demás vi­das. Si usted es importante desde el punto de vista impersonal, cualquier otro lo es también (p.clO).

Llegamos, así, a la fórmula: «toda vida cuenta y nadie es más impor­tante que nadie» (ibid.). ¿Es una fórmula que procede de lo verdaderoo procede de lo justo? ¿Una aserción o una obligación? Diría que se trata de una mezcla del hecho y del derecho. Pero el hecho no es otro que la capacidad de adoptar el punto de vista impersonal; mejor dicho, la capacidad de negociar entre el punto de vista personal y el punto de vista impersonal; pero estamos ya en el juicio moral con la evaluación fuerte, que diría Charles Taylor, incluso en el juicio de importancia,

Th. Nagel, The View from Nowhere, Oxford University Press, Oxford, 1986. fN.del E.)

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según el cual toda vida cuenta y nadie es más importante que nadie. La capacidad de adoptar el punto de vista impersonal ya no se distingue, entonces, de la capacidad de igualar los juicios de importancia que unos hacen sobre los otros. La significación ética de la aserción es ciertamen­te dominante y no se diferencia apenas del imperativo kantiano en su segunda formulación, ni tampoco del segundo principio de justicia de" Rawls: mejorar la parte mínima en los repartos desiguales. Pero ía pro­posición, realmente moral, que hace del respeto una obligación incon­dicional, se apoya en la proposición ontológica según la cual el individuo humano es capaz del punto de vista impersonal que le abre el horizonte moral del principio igualitario de la teoría de la justicia. La imparcia­lidad, como capacidad de trascender ei punto de vista individual, y la igualdad, como obligación de maximizar la parte mínima, se conjugan en un juicio mixto, según el cual se puede lo que se debe y se debe lo que se puede.

Esta exacta delimitación del juicio en yo puedo y del juicio en tú debes es esencial en la apreciación que se puede hacer de las utopías igualitarias. La partida dramática del conflicto de los puntos de vista se juega, pues, en el nivel de las capacidades y no en el de las obligacio­nes. En el nivel de la capacidad permanecen dos puntos de vísta y el conflicto tiene que ver con lo que podemos y no podemos; la aptitud para sentir el sufrimiento del otro, para compadecer, no es del orden del mandato, sino de la disposición; y es en él donde ei ser humano se encuentra escindido entre los dos puntos de vista. No proceden menos de la capacidad que de la aptitud para establecer compromisos. Es pre­cisamente porque la conducta moral y política debe tomar en cuenta las aptitudes variables para el compromiso por lo que la virtud de jus­ticia es una virtud; considerada desde el punto de vista del conflicto abierto entre los dos puntos de vista, apunta, como ya lo había visto Platón, mejor que Aristóteles, a restaurar la unidad allí donde nuestras capacidades nos dejan escindidos entre nosotros y nosotros mismos. Vuelvo a citar a Nagel:

¿Cómo volver a encontrar nuestra unidad? Esta es la pregunta. Este pro­blema político, como señaló ya Platón, debe ser resuelto tanto como se pueda en el interior mismo del alma individual. Esto no significa que la solución aportada co tenga que ver con las relaciones interpersonales y las instituciones. Pero las soluciones externas de este género sólo serán válidas si son la expresión de una respuesta adecuada a la división dei ser humsno porque esta división es un problema que concierne a cada . individuo (p. 16).

Les habrá llamado la atención, como a mí, el hecho de que esta ele­vación del imperativo del respeto a la capacidad de imparcialidad, no

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conduzca solamente a dar una ascesis antropológica a la moralidad, singl que, centrándose en la situación conflictiva ligada a la confrontación del los puntos jde vista, da a la reivindicación moral de igualdad una p r c S fundidad nueva que reconduce la teoría de la justicia de Kant, e inclusa® de Aristóteles, a Platón, en el punto en que la división que la justiciad- trata de corregir atraviesa cada individuo, divide cada alma. La cuestión’;' decisiva se nos presenta gracias a la consideración antropológica de lus% dos puntos de vista: «¿Cómo volver a encontrar nuestra unidad? Ésfcft es la pregunta».

Para cerrar esta sección consagrada la intersección del punto dé'J' vista veritativo y del punto de vista normativo, diría que el contenido 2 veritativo relacionado con la aserción de la capacidad de imparcialidad tiene que ver aún, como lo fue en el estadio ético de la moralidad, con una verdad de atestación, con sú doble carácter de crédito opuesto a la sospecha y de confianza opuesta al escepticismo. La atestación sola­mente ha sido elevada un grado al mismo tiempo que la moralidad ha pasado del deseo de la vida buena a la exigencia de universalidad. La regla de universalización de la máxima recibe el apoyo de la creencia de que yo puedo cambiar de punto de vista, elevarme desde el punto de vista individual al punto de vista imparcial. Creo que soy capaz de imparcialidad, al precio del conflicto entre los dos puntos de vista de los que soy igualmente capaz.

¿Qué reivindicaciones veritativas se encuentran ligadas a la sabidu­ría práctica? Tal es la pregunta con la que terminaremos esta sección de nuestro ensayo. Propongo que nos concentremos un momento en el aspecto epistemológico de los procedimientos de aplicación de la nor­ma a un caso particular, tomando como piedra de toque la prueba que representan para ia formación dei juicio en ios tribunales los hará cases de Dworkin. Es, pues, a la esfera de lo judicial a la que nos limitaremos un momento, pero espero mostrar que el tribunal no es el único lugar en el que el análisis que haremos se verifique. El análisis del juicio penal muestra que lo que se llama aplicación consiste en algo muy distinto a la subsunción de un caso particular bajo una regla; a este respecto, el silogismo práctico sólo constituye el revestimiento didáctico de un pro­ceso muy complejo que consiste en adaptar mutuamente dos procesos paralelos de interpretación: la interpretación de los hechos acaecidos, la cual es en última instancia de orden narrativo, y la interpretación de la norma, en cuanto a la cuestión de saber bajo qué formulación, al pteuo de qué extensión, o mejor, bajo qué invención es susceptible de «corresponder» con los hechos. Este (suceso es de ida y vuelta entre los dos niveles de interpretación — narrativa del hecho, jurídica de la regla— , hasta ei punto en que se produce lo que Dworkin llama un punto de equilibrio, que puede ser caracterizado como conveniencia

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mutua —fit en el vocabulario de Dworkin— entre los dos procesos de interpretación, narrativo y jurídico. Ahora bien, este establecimiento del fit en que consiste la aplicación de la norma al caso, presenta, desde el punto de vista epistemológico, una cara inventiva y una cara lógica. La cara inventiva concierne tanto a la construcción del encadenamiento narrativo como a la del razonamiento jurídico. La cara lógica concierne j la estructura de la argumentación que procede de una lógica de lo probable.

¿De qué clase de verdad se trata aquí? Ya no es en términos de ca­pacidad como hay que formularla, sino de conveniencia. Es la verdad del fit, a saber, una clase de evidencia situacional característica de lo que merece ser llamado convicción, íntima convicción, incluso si la decisión es tomada en el seno de un comité. ¿Hablaremos de objetividad? No, en el sentido constatativo. Se trata, más bien, de la certeza según la cual, en esta situación, esta decisión es la mejor, lo único que hay que hacer. No se trata de una constricción, la fuerza de la convicción no tiene nada que ver con un determinismo fáctico. Es la evidencia hic et nunc de lo que conviene hacer.

Hemos tomado un ejemplo propio de la esfera judicial, pero me gustaría sugerir que muchas disciplinas entrecruzan de una manera similar interpretación y argumentación, y que estas disciplinas tienen también sus hard cases. Pienso, en primer lugar, en el juicio médico confrontado con situaciones extremas, principalmente aquellas que tie­nen que ver con el principio y final de la vida- pienso también en el juicio histórico, cuando es necesario apreciar el peso respectivo de la acción de los individuos y el de las fuerzas colectivas; evoco, por último, el juicio político, cuando un jefe de gobierno se enfrenta a la obligación de establecer un orden de prioridad entre los valores heterogéneos, cuya suma constituiría el programa de un buen gobierno. En todas estas disciplinas, la,misma lógica de lo probable confirma la búsqueda arries­gada de la convicción, de la cual se autoriza el juicio moral en situación. En todos estos casos, ia verdad consiste en la conveniencia del juicio a la situación. Hablaríamos, con todo derecho, de justeza añadida a la justicia.

Así, hemos recorrido tres niveles de verdad, que corresponden a tres niveles de imputabilidad. Y} en cada ocasión, se trata de lo que se podría llamar lo veritativo implicado en el juicio moral.

¿He conseguido hacer plausible mi tesis inicial, según la cual lo ver­dadero y lo justo son magnitudes del mismo rango, incluso si en un segundo movimiento se implicaran mutuamente? Pero mi demostración queda incompleta en la medida en que no he mostrado que la verdad, a su vez, magnitud autónoma en su orden, sólo acaba el camino constitu­tivo de su sentido con el auxilio de la justicia.

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AUTONOMÍA Y VULNERABILIDAD*

El título que ha sido anunciado para mi contribución al seminario de este año, «¿Qué es un sujeto de derecho?», designa la interrogación en la que se envuelven todas las perplejidades que vamos a afrontar este año. El sujeto de derecho es, a un tiempo, la presuposición mayor de toda investigación jurídica y el horizonte de la práctica judicial. Esta paradoja es la que quisiera mantener bajo nuestra mirada durante esta hora. Para dar toda su fuerza a esta paradoja, propongo tornar como guía en esta travesía entre condición de posibilidad y tarea, la pareja autonom ía y vulnerabilidad, que ustedes han emplazado como divisa de todas las contribuciones de este curso universitario. La autonomía es, ciertamente, el patrimonio del sujeto de derecho; pero es la vulnerabili­dad la que hace que la autonomía sea una condición de posibilidad que la práctica judicial transforma en tarea. Porque el ser humano es por hipótesis autónomo, debe llegar a serlo. No somos los primeros en tro­pezamos con semejante paradoja. En Kant, la autonomía aparece dos veces; una primera vez en la Crítica de la razón práctica, como el nudo a priori de la libertad y de la ley, siendo la primera ratio essendi de la ley, la segunda ratio cognoscendi de la libertad; pero aparece una segunda vez en un texto militante, «¿Qué es la Ilustración?». La autonomía es, en este caso, la tarea de los sujetos políticos llamados a salir dei estado de sumisión, de «minoría», bajo la proclama sapere m d e : "¡Atrévete a

bcsión inaugural del seminario del Instituto de Estudios Superiores sobre la Jus­ticia, lunes 6 de noviembre de 1995. Texto publicado en A.-M. Dillens (comp.), La Philo- so/'hie dans la cité. Hommage á Héléne Ackermans, Publications des facultes universifaires Saint-Louis, 73, Bruxelles, 1997, pp. 121-141. Reproducido en Rendiconti dell’Accade- tma Nazionale dei Lincei (Roma), 1997, pp. 585 -606 y en A. Garapo n y D. Salas (eds.), l~i justice et le m al, Odíle Jacob, París, 1997, pp. 163-184.

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pensar!». En la perspectiva de esta paradoja hablaré de la idea-proyecto de-autonomía.

Veamos cómo vamos a proceder.Voy a componer, grado por grado, la paradoja de ia autonomía y de

la vulnerabilidad. Para las necesidades de este proceso analítico, exa­minaré sucesivamente diversos grados de la idea de autonomía y haré corresponder a cada estadio una figura determinada de vulnerabilidad, o, como prefiero decir, de fragilidad. Quizás sea mejor explicar lo que es una paradoja y por qué la condición humana comporta semejante paradoja. La paradoja, en efecto, comparte con la antinomia la misma situación de pensamiento: dos tesis adversas oponen una resistencia igual a la refutación y deben, pues, ser mantenidas conjuntamente o abandonadas a la vez.- Pero, mientras que los términos de la antino ­mia pertenecen a dos universos de discurso diferentes, los términos de la paradoja se enfrentan en el mismo universo de discurso. Así, en la vieja antinomia de la libertad y deí determinismo, la tesis procede del universo moral y la antítesis del universo físico bajo la enseña del determinismo. La filosofía sólo tiene que separarlos y confinarlos a su orden respectivo. No sucede lo mismo con la paradoja de la autonomía y de la fragilidad. Se oponen en el mismo universo de pensamiento. Fs el mismo ser humano el que es lo uno y lo otro bajo dos puntos de vista diferentes. Y es más, no contentos con oponerse, los dos términos se componen entre sí: la autonomía es la de un ser frágil, vulnerable.Y la fragilidad no sería más que una patología, si no fuera la fragilidad de un ser llamado a llegar a ser autónomo, porque lo es desde siem­pre de una cierta manera. He aquí la dificultad con la que hemos de confrontarnos. Se puede esperar que semejante paradoja, que hemos puesto bajo la mirada, no admita solución especulativa, como la an­tinomia — es ésta una diferencia más— , sino una mediación práctica, una práctica combatiente como lo fue el supere aude. Pero mientras que Kant se dirigía a hombres iluminados — en estado de «servidumbre voluntaria», por retomar el término de La Boétie— el término opuesto que hay que situar frente al de autonomía presenta rasgos de pasivi­dad sin comparación fuera de la esfera humana, y, precisémoslo igual­mente sin demora, sin comparación fuera de la esfera social y política. Esta precisión debe sumarse a nuestra dificultad: si Kant podía tratar la complacencia en el estado de minoría como elección voluntaria, como una máxima mala de acción, y entonces atacarla en nombre de rasgos universales de humanidad, las figuras de vulnerabilidad o de fragilidad que consideraremos presentan marcas particulares, propias de nues­tra modernidad, que hacen difícil un discurso filosófico, condenado a mezclar consideraciones sobre la condición moderna, e incluso extre­madamente contemporánea, con rasgos que pueden considerarse si no

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Wuniversales al menos de larga duración, incluso de muy larga duración^ como la prohibición del incesto. Hannah Arendt se tropezó ya con?*1 esta dificultad epistemológica, en que se enfrentan lo fundamenta! lo histórico, al escribir The Human Condition (que, por otra parteé desgraciadamente, ha sido traducida al francés por L a condition des l ’hom m e m oderne, ¡sin duda para no hacer sombra a Malraux!). N o ¿ es baladí que en !a paradoja haya más de lo fundamental del lado de la « autonomía, al menos de la que es presupuesta, y más de histórico dei^í lado de la vulnerabilidad, cuyas marcas de actualidad son precisamente® lo que nos inquieta y nos hace desplazar la autonomía del plano de lo fundamental al de lo histórico. WS

He aquí el orden que propongo seguir componiendo grado por gra-lj do la idea-proyecto de autonomía. Como en el texto que situé en el comienzo de mis estudios sobre Lo justo, bajo el título precisamente del sujeto de derecho, llegaré tan lejos como sea posible, desde el plano éti­co-jurídico, en el que la idea de autonomía accede a su entero desplie­gue, hasta el nivel de una antropología filosófica, cuya cuestión global puede resumirse en los términos siguientes: ¿qué especie de ser es, pues, el ser humano para que le pueda concernir la problemática de la auto­nomía? Procediendo así, partiremos de los rasgos menos marcados por los avatares contemporáneos, es decir, de los rasgos mejor anclados en la condición humana común. Y, en cada estadio, me fijaré en ios rasgos correspondientes dr fragilidad3 para perfilar y acotar progresivamente la paradoja de la idea-proyecto de autonomía.

Comenzaré, pues, sin más demora, por el tema del ser humano ca­paz, del que percibiremos más adelante su prolongación ético-jurídica en el tema de la imputabilidad.

La fuerza de este vocabulario de la capacidad, del poder, de la po­tencia, ha sido reconocido por Aristóteles como horexis, por Spinoza 5 Dmo conatus — me gusta referirme a Spinoza no solamente porque define, a título primordial, toda sustancia finita por su esfuerzo por existir y perseverar en el ser, sino porque en el Tratado político coloca el concepto de potentia en la prolongación directa de su ontología del conatus, para oponerla a la potestas de Hobbes y Maquiavelo— . Desde el punto de vista fenomenológico, esta capacidad de hacer se expresa en los múltiples dominios de intervención humana bajo la modalidad de poderes determinados: poder de decir, poder de obrar sobre e curso de las cosas y de influir en los otros protagonistas de la acción, poder de unificar la propia vida en una narración inteligible y aceptable. A cjte haz de poder hacer, habrá que añadir enseguida el de considerarse uno mismo autor verdadero de sus propios actos, corazón de la idea de imputabilidad. Pero, antes de evocar las modalidades correlativas de in­capacidad que constituyen el basamento de la fragilidad, que podríamos

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llamar fundamental, importa señalar el vínculo entre el contenido de afirmación significado por la noción de poder hacer y la form a misma de la afirmación que se le aplica. La potencia, diría, se afirma, se reivin­dica. Este vínculo entre afirmación y potencia merece ser subrayado con fuerza. Dirige todas las formas reflexivas en las que un sujeto se designa a sí mismo como aquel que puede. Pero la afirmación simple, directa, del poder hacer presenta ya el rasgo epistemológico destacable de que no puede ser probado, demostrado, sino solamente atestado. Mediante él, apuntamos a una forma de creencia que no es como la doxa platóni­ca, una forma inferior de saber, de episteme. Como el Glauben kantia­no, del que el autor de la Crítica dice, en la famosa Introducción, que lo ha colocado en el lugar del Wissen, es un crédito abierto a la convicción práctica, una confianza en su propia capacidad, que sólo puede recibir confirmación de su ejercicio y de la aprobación que otro le confiere (la palabra sanción encuentra aquí su primera significación, la de aproba­ción). Atestación/sanción, así se sostiene en la palabra la potencia de obrar. Su contraria no es la duda, sino la sospecha — o la duda como sospecha— . Y la sospecha se supera sólo mediante un salto, un empuje, que otras personas pueden fomentar, acompañar, apoyar, mediante un dar confianza, una «llamada a»; todo esto encontrará su lugar más ade­lante en toda pedagogía, en toda educación, moral, jurídica y política para la responsabilidad y para la autonomía. Mantengamos firme por ahora este vínculo entre afirmación y potencia.

Fieles a nuestro propósito de no perder nunca de vista el carácter paradójico de nuestro tema de discusión, mencionemos desde ahora las figuras correspondientes de la fragilidad. Si bien el basamento de la autonomía ha podido ser descrito en el vocabulario de la potencia, es en el de la no-potencia, o de la potencia menor, en el que se expre­sa, a título primario, la fragilidad humana. Es, en primer lugar, como sujeto hablante como nuestro dominio aparece amenazado y siempre limitado; este poder ni es completo, ni transparente. Todo el psicoa­nálisis procede de aquí. Pero, en una perspectiva jurídica, no habría que insistir tampoco demasiado en esta incapacidad mayor. ¿Todo el derecho no descansa sobre la ganancia adquirida por la palabra sobre la violencia? Recordemos a este propósito la introducción por Eric Weil a su Logique de ¡a pbilosophie, y su alternativa: la violencia o el discurso. Ahora bien, entrar en el círculo del discurso, en tanto que experto de la cosa jurídica, es entrar en el dominio de ios pactos, de los contratos, de los intercambios, y de manera más dramática para ustedes — ma­gistrados— en el universo del proceso, es decir, del debate como con­frontación de argumentos, rivalidad de palabras. Inmediatamente nos salta a los ojos esta desigualdad fundamental de los seres humanos en cuanto al dominio de la palabra, desigualdad que es ciertamente menos

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un don de la naturaleza que un efecto perverso de la cultura, cuandó^- lít ¡m poícncia para decir resulta de una exclusión efectiva de la esfera’ lingüística; a este respecto, una de las primeras modalidades de la igual-” dad de las posibilidades concierne a la igualdad en el plano del poder|g hablar, del poder decir, explicar, argumentar, debatir. Aquí, las figuras'- históricas de la fragilidad son más significativas que las formas b á s i-i cas, fundamentales, referentes a la finitud general y común que hace »' que nadie tenga el dominio del verbo. Estas limitaciones adquiridas,-, culturales, y en este sentido históricas, dan más que pensar que cual-,-»' quier discurso sobre la finitud lingüística, que nos conduciría a otras" ’ consideraciones muy importantes concernientes a la pluralidad de lasÉSL- lenguas, la traducción y a otras dificultades de la práctica lingüística. **' El cuadro se agrava si tenemos en cuenta el vínculo entre afirmación y potencia. La confianza que pongo en mi poder de obrar forma parte de esta potencia misma. Creer que puedo es ya ser capaz. No es diferente lo que le sucede a las otras figuras de la no potencia y, en primer lugar, a las del no poder decir. Creerse incapaz de hablar es ya ser un inválido del lenguaje, excomulgado en cierta manera. Y es a esta lamentable ’ desventaja, de una incapacidad redoblada por una duda fundamental concerniente a su propio poder decir, e incluso triplicada por una falta de aprobación, de sanción, de confianza y apoyo concedido por otro a su propio poder decir, a la que ustedes están confrontados, jueces de instrucción, jueces de salas, jurados, jueces en la aplicación de las penas: a la mutilación, que podemos considerar básica, que la forma lingüística de la exclusión representa.

No seguiré este recorrido de las impotencias que se corresponden con las modalidades de nuestro poder hacer. Prefiero concentrarme en el poucr y ei no-poder decir que constituye la piedra de toque más im­portante en las profesiones de palabra, como la de ustedes y la mía. Me limitaré, pues, a evocar rápidamente las fragilidades del orden del ct'rar que están directamente implicadas en una pedagogía de la responsabi­lidad. Aquí también, a las incapacidades infligidas por la enfermedad, el envejecimiento, las debilidades, o dicho brevemente, por el curso del mundo, se añaden las incapacidades infligidas por unos seres humanos a otros con ocasión de las múltiples relaciones de interacción. Estas impli­can una forma específica de poder, un poder-sobre, que consiste en una relación disimétrica inicial entre el agente y el receptor de su acción; a su vez, esta disimetría abre la vía a todas las formas de intimidación, de manipulación, o más sencillamente, de instrumentalización que co­rrompe:: las relaciones de servicio entre humanos. Hay que considerar aquí las modalidades de distribución desigual de la potencia de obrar, más particularmente las que resultan de las jerarquías de mando y de autoridad en sociedades de eficacia y competencia como las nuestras.

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Demasiada gente se encuentra no sólo disminuida de potencia, sino pri­vada de potencia. En las sociedades modernas en que actividad, ocupa­ción, empleo, trabajo remunerado tienden a confundirse, será requerida una sociología de la acción, principalmente en torno a la relaciones pervertidas entre trabajo, ocio y paro, para dar un contenido preciso a un tema de antropología filosófica como el que desarrolla Hannah Arendt al tratar las relaciones entre trabajo, obra y acción en L a con ­dición humana. Es aquí, sobre todo, donde lo histórico es mucho más significativo que lo fundamental, que el existencial común.

No diré más sobre la idea del ser humano capaz y la pareja capa­cidad/incapacidad, donde podemos ver la forma más elemental de la paradoja de la autonomía y de la vulnerabilidad. Me detendré ahora en dos corolarios de este tema básico, que nos encaminará a los compo­nentes ético-jurídicos de esta misma paradoja.

Me parece, en efecto, difícil hablar de autonomía sin hablar de identidad. Pero se puede hablar de ella desde dos puntos de vista di­ferentes: en primer lugar, desde el punto de vista de la relación con el tiempo — hablaremos entonces de identidad narrativa— , y, en segundo íugar, desde el punto de vista de la perspectiva insustituible que marca la singularidad de la identidad personal.

Iré deprisa a la hora de hablar de identidad narrativa, pues ya me he expresado ampliamente sobre ella en otra parte: pondré el acento prin­cipal sobre el lado frágil de esta estructura temporal de la identidad.

Recuerdo ei marco conceptual en el que formulo la noción de iden­tidad narrativa. En términos generales, bajo el título de identidad, bus­camos precisar los rasgos que permiten reconocer una entidad como siendo la misma. Pero nosotros planteamos, de hecho, dos cuestiones diferentes, según la manera en que entendamos la palabra mismo/a. Aplicada a las cosas, la palabra m ism o/a, tomada en su primera acep­ción, equivale a buscar en las cosas una permanencia en el tiempo, una inmutabilidad; esta primera acepción nos concierne también en la me­dida en que hay, si se puede hablar así, algo de cosa en nosotros: per­manencia del mismo código genético, del mismo grupo sanguíneo, de las mismas huellas dactilares. Esta permanencia de estructura tiene un corolario: la identidad de lo mismo en el curso de un desarrollo — la bellota y el roble son un solo y mismo árbol— . Así, nos reconocemos hojeando un álbum de fotos, del niño al señor mayor; lo que llamamos nuestro carácter corresponde aproximadame te con esta primera acep­ción. Pero desde que pasamos al dominio psic ¡lógico de las impresiones sensibles, de los deseos y de las creencias, estamos confrontados a una variabilidad que ha servido a filósofos como Hume y Nietzsche para dudar de la existencia de un yo permanente que responda a estos cri­terios de mismidad. Los moralistas, por su parte, no dejan de deplorar

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la inestabilidad de los humores, de las pasiones, de las conviccioni etc. Y, no obstante, no podemos conformarnos con este veredicto xS gativo. A pesar del cambio, esperamos de otro que responda de siüf actos como siendo el mismo que ayer obró y hoy debe.Tendir cuenta/y mañana asumir las consecuencias. Pero ¿se trata aún de la misma identii dad? ¿No se necesita, tomando como modelo la promesa, base de todosr los contratos, de todos los pactos, de todos los acuerdos, hablar de?) mantenimiento de sí mismo a pesar del cambio — mantenimiento enjs sentido de palabra mantenida— ? Es aquí donde sugiero, tras otros,!if cluyendo al mismo Heidegger, hablar de ipseidad más que de mismidai Pero, como he sugerido, hay también mismo en nosotros como puntdF de apoyo para la identificación, en un sentido de la palabra más familiar! en inglés que en francés. Para dar cuenta de esta dialéctica del ipse y del 4. idem propongo tomar como guía el modelo narrativo del personaje que en las narraciones comunes, las narraciones de ficción o las narraciones históricas, es tramado al mismo tiempo que la historia narrada. Lo que .# podemos llamar coherencia narrativa, noción a la que Dworkin ha re- H currido en ei contexto de la jurisprudencia, combina la concordancia de la trama rectora y la discordancia debida a las peripecias — cambio^ de fortuna, inversión de situación, golpes de efecto, contingencia for- ■■ tuita, etc.— . Si vuelvo hoy sobre esta noción de identidad narrativa, es porque da a las paradojas de las que hemos partido, la de la capacidad ¥ y de la incapacidad, una dimensión nueva debida a ia introducción dei tiempo en la descripción. La identidad narrativa, en efecto, es reivindi­cada, también ella, como una marca de poder. Y se declara igualmente n en términos de atestación. Pero es también en términos de impotencia como se confiesan todos los signos de la vulnerabilidad que amena/an la identidad narrativa. La paradoja anterior no se encuentra instalada & en lo eterno, sino que reviste formas específicas, procedentes precisa- $ mente de la amenaza del tiempo. Vemos, entonces, la reivindicación de identidad despojarse de su marca narrativa y pretender una clase de inmutabilidad, que habíamos situado bajo la enseña del idem. Conoce­mos los estragos que provoca esta confusión entre las dos acepciones de la identidad cuando los ideólogos intentan revestir la reivindicación histórica de identidad de los prestigios de la inmutabilidad, con el fin de sustraer la identidad al mordisco del tiempo de la historia. Pero no debe­ríamos dejarnos fascinar por esta trampa de la confusión entre ipseidad \ ¡¡¡iMiiiüuú, que conduce a una reivindicación excesiva. No debemos perder de vista la posibilidad inversa, la de !a impotencia de atribuirse alguna identidad, por no haber adquirido el dominio de lo que hemos llamado identidad narrativa. Si los políticos tratan frecuentemente con la reivindicación en exceso, reivindicación de una identidad sustancial que ignora la h istona, los juristas se las tienen que ver sobre todo con

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individuos incapaces de construirse una identidad narrativa, de identi­ficarse no solamente mediante una historia sino con una historia. Un autor alemán gusta citarla expresión die Geschichte steht für den M ann: ün hombre, un ser humano, es su propia historia. Ahora bien, la gestión de la propia vida, como la historia susceptible de coherencia narrati­va, representa una competencia de alto nivel que debe ser considerada como un componente fundamental de la autonomía del sujeto de dere­cho. A este respecto, podemos hablar de educación para la coherencia narrativa, de educación para la identidad narrativa; aprender a contari a misma historia de otra manera, aprender a dejarla contar por otros, someter la narración de vida a la crítica de la historia documental, como otras tantas prácticas susceptibles de tomar en consideración la parado­ja de la autonomía y de la fragilidad. Digamos por tanto, desde ahora, que es autónomo un sujeto capaz de conducir su vida de acuerdo con la idea de coherencia narrativa.

Acabamos de evocar la primera de las acepciones de la idea de iden­tidad en su relación con el tiempo. Pero la identidad narrativa no lo es todo en lo que respecta a nuestra problemática de la autonomía. Me gustaría decir una palabra sobre la otra acepción, la singularidad. La vincularía con la idea de perspectiva insustituible. £s ésta, ciertamente, una implicación mayor de la idea de autonomía: atrévete a pensar por ti mismo. Tú y no otro en tu lugar. La paradoja aquí no tiene nada que ver con la dimensión temporal, con la experiencia del tiempo, sino con la confrontación con otras perspectivas, con la experiencia de la alteridad.

Quiero insistir y, me atrevo a decir, defender la paradoja contra discursos a favor de la alteridad revestidos de una banalidad desalenta­dora. La alteridad se convierte en problema en la medida en que rompe una relación reflexiva de uno consigo mismo, que tiene su legitimidad no solamente moraí, sino también psicológica en el plano de la instau­ración y de la estructuración personal. Es necesario que haya, en primer lugar y fundamentalmente, un sujeto capaz de decir yo para hacer la experiencia de la confrontación con el otro. Me gustaría con respecto a esto, partir de algo más básico que el cogito cartesiano: de esta enig­mática «conexión de la vida» de la que habla Dilthey, que hace de una vida humana una entidad insustituible. Es, pues, desde algo más básico que ía conciencia y, por tanto, desde algo más básico que la reflexión, de donde hay que partir para dar toda su fuerza a la idea de insus­tituibilidad de las personas. La mejor ilustración de esta singularidad es proporcionada por el carácter no transferible del recuerdo de una memoria a otra. No solamente mi vivencia actual es única sino que no podemos intercambiar nuestras memorias. Con razón Locke hacía de la memoria el criterio de la identidad. Sobre esta singularidad intransferi­ble del alma prerreflexiva se identifican todos los grados de autorrefe-

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rencialidad merecedores del título de reflexión. Es así como podem§§ redoblar reflexivamente la atestación de todos nuestros «poder hacerJÉj designarnos a nosotros mismos como aquel que puede. Llamaremos égg tima de sí mismo a la forma ética que reviste la reivindicación de singu? laridad. Todas las formas de fragilidad que afectan a esta reivindicaciójm de singularidad proceden de la colisión entre esta reivindicación y las! múltiples formas que reviste la presión social. A este respecto, se puede2g. hablar de un conflicto abierto entre reflexividad y alteridad. Los dcrélT chos de alteridad comienzan, también ellos, de muy abajo: acompañam al lenguaje, que nos ha sido dirigido antes incluso de que habláramos. Eli lenguaje que eleva el deseo humano al rango de exigencia. El lenguaje que permite a esta misma memoria, de la que acabamos de recordar su¡ carácter insustituible, incomunicable, apoyarse en relatos hechos porfs ¡os otros, y alimentarse de esa reserva de recuerdos que constituye la|p memoria colectiva de la que Halbwachs, en su último escrito, se atre-^g vía a decir que la memoria individual sólo constituía un aspecto, una,ir perspectiva. El momento crucial de la confrontación entre reflexividad y alteridad está representado por la bifurcación en el interior mismo del concepto de identificación: por un lado, nos identificamos designán­donos a nosotros mismos como aquel que... habla, actúa, recuerda, se imputa la acción, etc., pero identificarse es también identificarse con..., con héroes, con personajes emblemáticos, modelos y maestros, también con preceptos, 'normas cuyo o?.mpo se extiende desde l?.s costumbres tradicionales hasta los paradigmas utópicos que, emanando del imagi­nario social, remodelan nuestro imaginario privado, a veces según las vías descritas por Bourdieu de la inculturación insidiosa y de la violen­cia simbólica. Sobre semejantes procedimientos, Freud veía edificarse el superyó, según su doble valencia: represiva y estructurante.

Era necesario llevar hasta el límite la exigencia de singularidad, de soledad, de autonomía, de estima de sí, protagonizada por el mí/yo, y frente a ella, la reivindicación de la alteridad llevada hasta el dominio de lo extraño sobre lo propio. Ciertamente hemos nombrado los dos polos: esfuerzo por pensar por sí mismo y dominio o reino del otro. La identidad de cada uno, y por consiguiente su autonomía, se construye entre estos dos polos. Toda la tarea de la educación consiste en conducir una interminable negociación entre el requerimiento de singularidad y una presión social — siempre susceptible de reconstituir las condiciones de lo que la filosofía de la Ilust ación llamó estado de minoría de edad.

Tales son las dos transición s que propongo intercalar entre las con­sideraciones antropológicas bajo la enseña del ser humano capaz y la aproximación más propiamente ético jurídica del problema de la auto­nomía. Situaré ésta bajo la égida de la idea de imputabilidad, ancestro clásico de nuestra noción moderna de responsabilidad.

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A primera vista, damos un salto cualitativo pasando de la idea de capacidad a la de imputabilidad. Con la sola pronunciación de este tér­mino severo, la acción se encuentra de golpe situada bajo la idea de obligación, ya sea de reparar un daño en derecho civil, ya sea de sufrir un castigo en derecho penal. La idea de obligación es tan fuerte que concedemos de buen grado que un sujeto sólo es responsable, capaz Je responder de sus actos, en la medida en que es capaz de asumir su acción, considerándola una primera vez en el sentido de obligación de satisfacer la regla y, una segunda vez, en el sentido de obligación de car­gar con las consecuencias de la infracción, del daño, del delito.

No quisiera que emprendiéramos este camino de la obligación sin guía. Para ello sugiero que exploremos los recursos que tiene la noción de imputación, más ricos que los de obligación. En la idea de imputación, encontramos, en primer lugar, la idea de dar cuenta putare, computare-, imputar, en su sentido más general, es, en efecto, poner sobre la cuenta de alguien una acción censurable, una falta, es decir, una acción confrontada previamente a una obligación o a una prohibición que dicha acción infringe. La idea de obligación no está ausente, pero el primer acento recae sobre el acto de poner una acción en la cuenta de alguien, como la gramática de la palabra indica. El latín ¡mputabilitas se encuentra traducido al alemán por Zurechnungsfábig- keit, o, lo que es lo mismo, Schuldfabigkeit. Vemos la filiación de la idea de imputabilidad con la de responsabilidad: ¿ser responsable no es, en primera instancia, responder a... o, expresado en forma de pre­gunta: ¿quién ha hecho esto?, la cual pide por respuesta ia confesión: ego sum qui fec it? Ser responsable es, en primer lugar, responder de mis actos, es decir, admitir que caen bajo mi cuenta. Esta genealogía es muy interesante, porque nos permite situar el vocabulario de la res­ponsabilidad en prolongación con el de la capacidad, del que hemos partido. La imputabilidad es la capacidad uc ser considerado respon­sable de los actos como siendo su verdadero autor. No nos hemos ale­jado del vocabulario de la capacidad. La expresión conjuga, en efecto, dos ideas más primitivas: la atribución de una acción a un agente y la calificación moral, generalmente negativa, de la acción. Kant, a este respecto, no se aleja de sus predecesores «iusnaturalistas». En L a m eta ­física de las costumbres define la Zurechnung {im putatio) en el sentido moral como el «juicio por el cual alguien es considerado el XJrheher (causa libera) de una acción (Handlung), desde ese momento llama­da Tat {factum ), y cae bajo las leyes». Ei encadenamiento nocional es claro: atribución de una acción a alguien como su verdadero autor, inclusión en el debe del autor, sumisión de la acción a la aprobación o desaprobación — sentido primero de la idea de sanción— , juicio, con­dena, etc. Así, la idea puramente jurídica de la que hemos partido — la

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obligación de pagar— no se ha perdido, sino que vuelve curiosamenití con más fuerza*. - #

La cuestión que nos viene entonces a la mente concierne al víncu] entre la idea de considerar a alguien como el verdadero autor de un acción y la de colocar esta acción bajo la obligación. Es, en el fondo, sentido de la operación sintética operada por Kant en la idea de autono­mía, que une auto con n om os , «Sí mismo-autor» con «ley que obliga»» Kant se limitaba a considerar este vínculo como un juicio sintético,® priori, no sin añadir que la conciencia que tenemos de este vínculo es üí «hecho de la razón», lo ]ue equivale a decir un dato irreductible de la experiencia moral. Creo que podemos reflexionar más en profundidad' sobre esta ligadura recurriendo a los recursos de una fenomenología de|jl la experiencia moral, a la que pediremos que muestre el lugar en que 3$- coinciden la fuerza de este vínculo y la vulnerabilidad que obliga a la 1 idea de autonomía a ocupar las dos posiciones, en apariencia opuestas, de presuposición y de fin que hay que alcanzar, de condición de posibi- - lidad y de tarea.

La experiencia primordial que retendré de esta fenomenología pue­de todavía ser descrita en el vocabulario de la capacidad. Nos concen­traremos en la experiencia concerniente a la capacidad de someter nues­tra acción a las exigencias de un orden simbólico. Veo en esta capacidad la condición existencial, empírica, histórica (o como se quiera decir) de vincular un Sí mismo a una norma, lo que, como ya hemos visto, es sig­nificado por ia idea de autonomía. Insistamos, alternativamente, sobre la dimensión simbólica del orden y sobre la dimensión normativa del sistema simbólico. El adjetivo sim bólico ha sido elegido por su aptitud para englobar bajo una sola noción emblemática las múltiples presenta- ciones a las que puede referirse la obligación: imperativo, ciertamente, mandato, pero también consejos, advertencias, costumbres comparti­das, relatos fundadores, vidas edificantes de héroes de vida moral, elo­gios de sentimientos morales, siendo el respeto sólo uno más al lado de 1 la admiración, de la veneración, de la culpabilidad, de la vergüenza, de la piedad, de la solicitud, de la compasión, etc. Por otro lado, el término simbólico recuerda por su etimología que estas figuras de la obligación operan como signos de reconocimiento entre los miembros de una co­munidad. Volveremos después sobre el aspecto compartido del orden simbólico. Quisiera antes detenerme en el lado del orden, tras haber destacado el iado simbólico.

Bajo el término orden se esconde la mayor dificultad de la filo­sofía ético-jurídica: el estatuto de h autoridad vinculada a este orden

«En bout de piste, en fin de liste», en el original. [N. de los T.]

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simbólico, la misma que hace que sea un orden . La autoridad implica muchas características. En primer lugar, la precedencia: el orden nos precede a cada uno de nosotros considerados individualmente. Des­pués, la superioridad: la ponemos, o más bien nos la encontramos, por encima de nosotros, en cabeza de nuestras preferencias; tocamos aquí i:n «valer más» que hace retroceder al deseo, al interés, o dicho breve­mente, a la preferencia de sí mismo, a un rango inferior. Tercer rasgo de la autoridad: nos parece exterior, en el sentido de que, incluso en una concepción platónica de la reminiscencia, es necesario, al menos, un despertador como Sócrates, verdadero pez torpedo, o un maestro de justicia, tan severo como los profetas de Israel, para ordenarnos, es decir, es necesario un sabio que enseñe. Era, recordémoslo, la gran cues­tión de los primeros «diálogos socráticos» saber si ia virtud puede ser enseñada. A este respecto, la relación maestro-discípulo es la única re­lación de exterioridad que no implica ni pacto de servidumbre ni pacto de dominación. Es la alteridad puramente moral en favor de la cual los contenidos morales son comunicados, transmitidos —principalmente por vía transgeneracional, por filiación, podríamos decir en un sentido amplio— . Esta triple caracterización erige en enigma el fenómeno moral por entero: pues, ¿de dónde viene la autoridad que está desde siempre allí? Como sabemos, varios pensadores contemporáneos, politólogos principalmente, ven la era democrática comenzar con la pérdida de las gaiantías trascendentes, poniendo así en el contrato y en el procedi­miento la tarea abrumadora de llenar e! v?ao de la fundamentación. Pero hago notar que estos mismos que cargan la democracia con esta tarea demiúrgica no pueden evitar, cuando se mueven a su vez en el pla­no fenomenológico, situarse de alguna manera tras la fundamentación, y asumir el fenómeno de la autoridad, con su triple armazón de prece­dencia, superioridad y exterioridad, sin dejar de añadir, de acuerdo con una importante observación de Gadamer, que ninguna superioridad se impone que no sea reconocida. Pero falta que lo que es reconocido sea precisamente la superioridad. Añadamos: ninguna anterioridad que no dure todavía ahora, ninguna exterioridad que no sea compensada por un movimiento de interiorización. Pero esta reciprocidad no abóle la disimetría vertical cuyo enigma — ya lo sabemos— había incomodado considerablemente a Hannah Arendt en el momento de distinguir la autoridad del poder. El poder, dice ella, nace en el presente a la medida del querer vVir juntos; la autoridad «lo aumenta» viniendo de más lejos, de los antig' os, como si toda autoridad procediera de una autoridad an­terior sin comienzo datado asignable. Es necesario, quizás, mantenerse en el plano de la fenomenología moral: más que alegar una fundamen­tación artificial que no puede más que desplomarse bajo la contradic­ción performativa manejada por Karl-Otto Apel, ¿no sería mejor, como

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hace el último Rawls, admitir, más que un vacío de fundam entad^ un pluralismo de la fundamentación, válido al menos para las dem£ cracias que él llama constitucionales o liberales, pluralismo que llega a ser viable mediante un consenso entrecruzado entre fuentes moral-' compatibles así como por una práctica razonada de lo que Rawls llama" desacuerdos razonables?

Estas notas apuradas abren con dificultad la vía para una meditación sobre la fragilidad del orden simbólico. Es el momento de decirlo: la* autoridad del orden simbólico es el lugar mismo de mayor fuerza del vínculo entre el sí mismo y la norma y ei principio mismo de su fragir;fp lidad. Toda la vulnerabilidad, que hace contrapeso al sentido de la res¿3§» ponsabilidad se deja, en efecto, resumir en la dificultad que existe para Sa­cada uno para inscribir su acción y su comportamiento en un orden simbólico, y en la imposibilidad en la que se encuentran numerosos de nuestros contemporáneos, principalmente aquellos a los que el sistemá sociopolítico excluye, para comprender el sentido y la necesidad de esta inscripción. Si hemos podido ver en esta inscripción una capacidad, de la que suponíamos a! ser humano dotado en tanto que precisamente ser humano, es ahora, en términos de incapacidad, como podemos hablar de la fragilidad correspondiente. Pero, tanto como hemos podido des­cribir la capacidad positiva con los recursos de una fenomenología mo­ral relativamente independiente de consideraciones procedentes de una sociología de la acción, y más precisamente de una sociología de la rela­ción t o p k obligación en nuestras sociedades contemporáneas, cuanto imposible es evocar las incapacidades que afligen los comportamientos morales de nuestros contemporáneos, sobre todo los más frágiles, sin dar más peso a la historia de las costumbres que a la eidética de la impu­tación. Todo sucede como si las competencias de cada uno fueran más estables que sus realizaciones, las cuales, por definición, pueden estar en déficit en relación con las competencias consideradas.

A este respecto, podemos tener por guía segura en los meandros de la sociología de la acción moral lo que hemos dicho sobre las múltiples figuras que reviste la función simbólica y sobre las implicaciones de la idea misma de orden simbólico. Estas consideraciones pueden ser de gran ayuda para unos jueces llamados no sólo a calificar jurídicamente infracciones, sino a incluir en el acto mismo de juzgar — a diferencia de sus colegas anglosajones— el grado de aptitud del encausado para si­tuarse en relación con el orden simbólico. Es necesario, entonces, tener en menta los déficit en el nivel mismo de la figuración de ía obligación: menor sensibilidad en la conminación, pérdida de pertinencia de los relatos fundadores, menor poder de seduco'™ de los héroes de la vida moral, menor discernimiento de sentimientos morales, pérdida de ener­gía de lo que Charles Taylor llama «evaluaciones fuertes», etc. Mi tarea

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no es proceder aquí a este diagnóstico, más propio de «uta disciplina que me limito a bordear, evaluando las dificultades epistemológicas de la empresa. Me permito afirmar, no obstante, que no es posible enfocar la crisis contemporánea de la idea de autoridad, como epicentro de todas las convulsiones del paisaje de la moralidad corriente, sin que nuestra sociología moral adopte por guía los rasgos del fenómeno de autoridad que una buena fenomenología ha podido reunir. Lo que la sociología únicamente está habilitada a hacer, mediante investigaciones ó de otra forma, es un estudio del medio, edad, sexo, etc., de las modalidades de recepción, de transmisión o de interiorización de los códigos propios de un ^rden simbólico dado, brevemente, la sociología de lo que los socráticos llamaban enseñanza de la virtud, tema que abordaban con circunspección notable bajo el aguijón de los sofistas. Pase lo que pase con los finos análisis de las incapacidades morales, que tanto el juez como, por otra parte, el psiquiatra deben tener en consideración, no nos sorprenderá si vemos que todos los estudios de casos y de contextos convergen en un mismo punto: la pérdida de credibilidad de las fuentes tradicionales de autoridad. Hemos evocado, a este respecto, las inter­pretaciones discordantes de los politólogos y de los juristas a propósito de la tarea impuesta a las democracias contemporáneas por esta crisis de legitimación, que afecta simultáneamente a la esfera política y a la esfe­ra jurídica. Queda que salgamos de la sociología de la acción, e incluso de la fenomenología de la experiencia moral, cuando tomemos partido por los remedios de esta crisis y vacilemos entre una heroica sustitución de la convención por ía con vicción o una paciente reconsdtución de un consenso de otro tipo, menos dogmático, menos unívoco, es decir, deliberadamente pluralista y cuidadoso de entretejer tradiciones e inno­vación. Si esta toma de posición tocante a las cuestiones fundacionales escapa a ia competencia de la fenomenología de la experiencia moral que he preconizado y comenzado a practicar, ésta recupera sus dere­chos desde el momento en que el jurista o el politólogo, apoyándose en un orden simbólico dado, se pregunta cómo podrá dar contenido a las ideas «de autoridad fundadora», «de instituciones de identificación» o de «funciones sancionadoras e reintegradoras» (éstos son los capítulos de la obra de Antoine Garapon L e Gardien des promesses*).

Entonces, la misma fenomenología moral, de la que tomamos antes 1a descripción de la experiencia fundamental de ia entrada en un orden simbólico, podrá ayudarnos en esta fase de reconstrucción que sigue al diagnóstico de las incapacidades características de la conciencia moral contemporánea.

* Véase infra. pp. 145-154.

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No hemos agotado, en efecto, todas las implicaci ones de la idea < orden simbólico. Lo que hemos llamado, de pasada, entrada en el ordet jj simbólico — o, si se prefiere, paso de la competencia a la realización puede ser facilitado mediante recursos de la idea de orden simbólico! que todavía no hemos hecho aparecer a propósito del diagnóstico y qu¿l hemos preferido reservar para el momento del análisis, que procedería! más fácilmente de la terapéutica. Señalaré tres rasgos de la noción del orden simbólico que complementan, y sirven de remedio, a los rigores iíel la idea de autoridad, lugar privilegiado de la fuerza y de la fragilidacíf de la obligación moral y jurídica.

Hemos recordado, hace un momento, uno de los orígenes del tér jj mino símbolo: el símbolo como signo de reconocimiento. Pertenece, e n * efecto, a un orden simbólico el ser compartido. Tocamos aquí un rasgo que nos aleja del kantismo ortodoxo, en la medida en que da una ver­sión monológica del vínculo entre el sí mismo y la norma en el seno de * la idea de autonomía, reservándose añadir el respeto a la humanidad en el respeto a la ley, gracias a un segundo imperativo. Es un punto sobre el cual pensadores universalistas como Habermas y Alexy y pensadores comunitaristas como Michael Walzer y Charles Taylor, están de acuerdo antes de distanciarse en lo que respecta a los límites entre lo universal y lo histórico: los símbolos de un orden ético-jurídico proceden de una comprensión compartida. En este sentido la autoridad vinculada a un orden simbólico tiene, de entrada, una dimensión dialógica. Se puede a este respecto retomar el concepto hegeliano de reconocimiento para ex­presar esta comunalización de la experiencia moral. Ser capaz de entrar en un orden simbólico es ser capaz de entrar en un orden de reconoci­miento, inscribirse en el interior de un nosotros que distribuye y reparte los rasgos de autoridad del orden simbólico.

Viene, en segundo rango, el concepto que un importante teórico de lengua inglesa, Thomas Nagel, sitúa en la cúspide de la vida ética: el concepto de imparcialidad, que él define por la capacidad de mantener dos puntos de vista, el punto de vista de nuestros intereses y el punto de vista superior que nos permite adoptar en imaginación la perspectiva del otro y afirmar que toda vida vale tanto como la mía. En este sentido, este concepto ofrece una contrapartida al perspectivismo evocado más arriba en beneficio de la idea de singularidad personal. Nagel no niega este perspectivismo. Al contrario, batalla con energía en favor del tema ]ue le es querido de los <'dos puntos uc vista». Somos, en tanto que seres ¡uníanos, capaces de situarnos en «dos puntos de vista» en el campo de

los conflictos que dan a la vida moral su intensidad dramática. En un sentido, Kant suponía esta capacidad de elevarse a un punto de vista imparda! desde que exigía ai sujeto moral someter !a máxima de su acción a la prueba de la regla de universalización. Suponía, me atrevo a

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decir, el poder del deber. Sea lo que sea de la irreductibilidad presunta por Thomas Nagel del principio de imparcialidad, prefiero considerarlo un complemento al principio de comprensión compartida evocado hace un momento. El principio de Nagel constituiría la cara solitaria del es­fuerzo moral, la victoria sobre la unilateralidad; pero este lado heroico, ¿puede prescindir del apoyo que cada sujeto moral puede encontrar en participar de los valores de un mismo universo simbólico?

Esta complementariedad entre la comprensión compartida y la ca­pacidad de imparcialidad me ha dado la idea de situar en eí punto de intersección de estas dos modalidades prácticas de entrada en el orden simbólico, la idea de justa distancia entre puntos de vista singulares so­bre el fondo de una comprensión compartida. Como Antoine Garapon, estoy convencido de que esta idea de justa distancia ocupa una posición estratégica en el dispositivo conceptual de una filosofía del derecho cen­trada en la función judicial. .Para él, como para mí, esta idea de justa distancia regula tanto la posición de tercero asignada a los jueces entre las partes en conflicto de un proceso, como la puesta a distancia, en el espacio y en el tiempo, de los hechos que hay que juzgar, para sustraer­los voluntariamente de las emociones suscitadas de forma inmediata por el sufrimiento visible y la exigencia de venganza proferida por las víctimas, apoyadas por los medios de comunicación. Justa distancia, incluso, entre la víctima y el delincuente, instaurada por la palabra que juzga; justa distancia, incluso, para preservar en el interior de un espa­cio público continuo en beneficio del detenido en relación con el resto de la sociedad de la que es excluido. Esta idea de justa distancia es tanto más preciosa cuanto más aproxima el campo jurídico al campo político y, más en concreto, a la problemática de la democracia. El sueño de la democracia directa, actualmente muy del gusto de los medios de comu­nicación, no implica menos desprecio por las mediaciones institucio­nales características de una democracia representativa que los gritos en favor de una justicia expeditiva lanzada por una opinión pública que los medios abrevan de lágrimas y de sangre. En este sentido, la conquista de la justa distancia concierne, a la vez, a lo justiciable y a lo ciudadano en cada uno de nosotros.

Podemos repetir, para terminar, lo que hemos dicho en la introduc­ción: la autonomía y la vulnerabilidad se cruzan paradójicamente en el mismo universo de discurso, el del sujeto de derecho. Añadamos sola­mente esto- a falta de solución especulativa, queda abierta una solución pragmática, la cual descansa en una práctica de las mediaciones. Hemos tenido un anticipio con ocasión de la dialéctica entre capacidad e in­capacidad de base, después con ocasión de las trampas de la identidad narrativa y de los conflictos entre singularidad y socialidad, e inciuso, y, por último, más ampliamente, al evocar las ayudas encontradas en el

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camino de entrada en los órdenes simbólicos en los cuales se figurá: reino de la ley. Entre los dos polos de la paradoja — la autonomía condición de posibilidad y como tarea a realizar— , hay muchas n ciones prácticas. Hemos evocado algunas a propósito de las incapacida­des que afligen nuestra capacidad de obrar: conciernen a una práctica de la educación. Hemos evocado otras a propósito de las contra nes de la identidad narrativa: conciernen a una relación crítica eni memoria y la historia.

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LA PARADOJA DE LA AUTORIDAD*

He dudado titular mi contribución «Enigma o paradoja» o «Aporía de la autoridad»: enigma, porque tras el análisis queda algo de opaco en la idea de autoridad; paradoja, ó aporía, porque una clase de contradic­ción no resuelta queda vinculada a la dificultad, es decir, a la imposibi­lidad, de legitimar en última instancia la autoridad.

En una primera aproximación, al menos, la noción es relativamen­te fácil de definir: es, dice L e Robert, el «derecho a mandar, el poder (reconocido o no) de imponer la obediencia», la autoridad es, pues, una especie de poder, el poder de mandar. Asi se encuentra, de entrada, subrayado el lado disimétrico, jerárquico, de una noción que enfrenta a los que mandan y a los que obedecen. Pero, extraño poder, que descan­sa sobre un derecho, el derecho a mandar, el cual implica una reivin­dicación de legitimidad. La cuestión no es inquietante para un poder existente ya legitimado. Es lo que sucede con aquellos de los que se dice que ejercen una autoridad. A lo sumo se exige tener autoridad, es decir, la capacidad de hacerse obedecer. Se hablará, así, de funcionarios que carecen de autoridad. Pero nos hemos refugiado en la psicología individual, o incluso social, eludiendo la cuestión de legitimidad que se esconde detrás de la de capacidad. El individuo más dotado de autoridad comienza a balbucear si se le pregunta de dónde procede su autori­dad, o de quién. Generalmente, responderá designando una autoridad superior a la suya, un individuo o una institución situada por encima, que llamaremos por esta razón una autoridad, entendiendo por ello el conjunto de órganos de un poder ya establecido: autoridad legislativa,

* Texto presentado en la conferenc ia dada en Lyon en noviembre de 1996 y pu­blicado en Quelle place pour la inórale?, ed. a cargo de k «Liga de la enseñanza», del periódico La vie, y de los Cercles Condorcet, Desclée de Brouwer, París, 1996, pp. 75-86 .

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autoridad administrativa, judicial, militar, etc. El término «autoridad» designa, entonces, una institución existente, «positiva», encarnada en* unas autoridades: personas que ejercen el poder en el nombre de la’ institución. Por esto se las llama justamente autoridades constituidas. Si'1 hablamos además de la autoridad de la ley, para así desdeñar la fuerza¿7 obligatoria de un acto de la autoridad pública, habremos hecho casi el% recorrido de las definiciones de la autoridad, o dicho de otra manera,™ de las significaciones que conjuntamente forman la polisemia coheren-1 te del término. En general, estas definiciones bastarían para un funijt cionario normal respaldado o bien por autoridades institucionales, óW bien por autoridades personalizadas, que encarnan a estas últimas. El í mismo puede a su vez mandar, porque obedece y se pavonea, frente a*^1' sus subordinados, de su propia autoridad, en su sentido más llano —y tal como hemos dicho en nuestra primera aproximación: «derecho a mandar, poder (reconocido o no) para imponer la obediencia»— . Y la cuestión socarrona que nos viene a la mente, y que no tiene por qué ser malintencionada, es: ¿de dónde viene la autoridad en última instancia?

De hecho, hemos pasado subrepticiamente del sustantivo al verbo, de la autoridad sustantiva, ya establecida, instituida, al acto de autori­zar. Interesante desplazamiento que por la vía de un sinónimo conduce a lo esencial contenido en el verbo acreditar que todos nuestros diccio­narios ponen junto ai de autorizar. ¿Por qué es interesante este desplaza­miento? Porque dirige la mirada hacia el punto ciego de la definición de la autoridad, el cual no se encuentra en las palabras «poder», «mandar», «obedecer», sino en la palabra «derecho a»... Mejor, se escondía en el pérfido paréntesis del Robert cuando hablaba del poder reconocido o no de imponer la obediencia.

La pareja ordenar-obedecer, en tanto que designa una estructura dada de interacción, se encuentra así desdoblada en otra pareja, que hace pasar del hecho al derecho. Tenemos, por un lado, el derecho a..., por la parte de quien manda, derecho que excede a la simple capacidad para hacerse obedecer, en la medida en que confiere la legitimidad sin la cual el poder de hacerse obedecer se reduciría al hecho desnudo de la dominación; y, por otro lado, ¿qué encontramos?, el reconocimiento, por parte del subordinado, del derecho del superior a mandar. Leemos una vez más en el Robert: poder reconocido o no, etc. Por este «o no» la duda se insinúa en el corazón mismo de la definición. Esta polaridad ue la legitimidad y del reconocimiento es la que transcribiremos en el vocabulario del crédito, sugerido hace un instante por la definición del verbo «autorizar»: «revestir de una autoridad, acreditar». El doblete que desde ahora nos interesará será, pues, acreditar-dar crédito, el término «crédito» hace de pivote.

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Es, en efecto, el par acreditar-dar crédito el que nos introduce en el espesor del enigma. Sin esta referencia doble a la credibilidad, del lado de quien manda, y a la confianza, por parte de quien obedece, seríamos incapaces de distinguir la autoridad de la violencia o de la persuasión, como señala Hannah Arendt al comienzo del ensayo con título interro­gativo al que volveré más tarde «What is Authority?». La autoridad, en efecto, confina la violencia, en tanto que poder de imponer la obedien­cia, es decir, en tanto que dominación; pero lo que la distingue de ella es, precisamente, la credibilidad vinculada con su carácter de legitimi­dad, al menos pretendida y, vis a vis, el crédito, la confianza, vinculada con el reconocimiento o no del derecho que detenta mi superior — ins­titución o individuo— de imponerme la obediencia; la sutileza es más fina en lo que concierne al papel de la persuasión, pues hay persuasión en la comunicación de la credibilidad, por lo tanto también retórica. Pero, observa Hannah Arendt, la persuasión «presupone la igualdad y opera a través de un proceso de argumentación»; ahora bien, la auto­ridad guarda algo de jerárquica, de verticalmente disimétrica, entre los que mandan y los que obedecen. El reconocimiento de la superioridad- es, pues, lo que atempera la dominación al distinguirla de la violencia pero también de la persuasión.

Nuestra discusión se encuentra ahora encuadrada por la precisión que aporta el par credibilidad-crédito/confianza constitutivo del recono­cimiento o no del poder de las autoridades para imponer la obediencia a sus subordinados. Podemos adentrarnos hacia el -núcleo duro — o el co­razón opaco— del proceso de legitimación por el cual la autoridad hace creíble el poder, bajo la condición del crédito que le es abierto o no.

¿Por qué, entonces, esta relación fiduciaria entre credibilidad y confianza podría ser una cuestión inquietante, embarazosa? Porque, quienquiera que seamos, subordinados o con la carga (o, como se dice, revestidos de autoridad), no sabemos muy bien lo que autoriza a la autoridad. La cuestión ha podido existir desde siempre, pero tenemos hoy el sentimiento de estar en pleno momento de una crisis de legitima­ción, digámoslo, de un descrédito de la autoridad, de las autoridades, instituciones o personas — crisis marcada por la reticencia general a dar confianza, es decir, a reconocer la superioridad de cualquiera, individuo o institución, que se encuentre investido de un poder de hecho para imponer ia obediencia— . Este sentimiento es tan fuerte que un ensayo como el de Hannah Arendt1 comienza con esta confesión: «Para evi­tar todo desprecio hubiese sido mejor titular este ensayo: ¿qué ha sido (What was) y ya no es {and what is not) la autoridad? . Y añade: «la au-

1. H. Arendt, «What is Authority?», en Between Past and Future, Penguin/Viking, New York, 1961 {reed, 1977).

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flnSÍtoridad ha desaparecido {has vanished) del mundo moderno». Es cierto'! pero si la autoridad fuese algo del pasado, entonces, sólo una mezcla; de violencia y persuasión más o menos fraudulenta podría haberla re* emplazado. Pero íes esto lo que ha sucedido? ¿La autoridad no se J if í i

transformado más bien, guardando algo de lo que fue? Es esta segunda** hipótesis la que quiero explorar e intentar hacer prevalecer.

Para tener posibilidades de éxito es necesario, antes, ponerse d e ¿ acuerdo sobre lo que se ha perdido. He encontrado la ayuda, si bien 'Al. para resolver el problema, sí al menos para plantearlo correctamente,^" en la obra de Gérard Leclerc, Histoire de l ’autorité\ El también comien-% za con la frase: «La autoridad ya no es lo que era; antes, principio de'-.., legitimación de los discursos, hoy, modo de existencia de los poderes^ legítimos» (p. 7). Acepto ia hipótesis de trabajo: hay dos focos de legiti­mación, uno que llama autoridad enunciativa y otro autoridad institu­cional (de ahí el subtítulo: «La asignación de los enunciados culturales y la genealogía de la creencia»). Por un lado, pues, el poder simbólico, ya sea el de un enunciador, de un «autor», para engendrar la creencia, producir la persuasión, o ya sea el de un texto, el de un enunciado, para ser persuasivo, engendrar la creencia; por otro lado, el poder vinculado a una institución, lo que es lo mismo, el «poder legítimo del que dispone un individuo o grupo de imponer la obediencia a aquellos que pretende dirigir». Estamos sin duda en el marco de nuestras definiciones iniciales; solamente hemn? desdoblado el lugar de origen del proceso de legitima­ción — por un lado, el discurso, fuente del poder simbólico, por el otro, la institución, fuente de legitimidad para los que ejercen la autoridad en su ámbito— . Pero ¿la tesis de Gérard Leclerc sigue siendo válida cuando cambiamos de régimen, pasando de una autoridad — dejemos caer la palabra— escrituraria a una autoridad que ya no sería, dice el autor, un concepto filosófico sino un concepto sociológico?

Ayudándome de Hannah Arendt, que ve en la autoridad un con­cepto originariamente político, cuyo origen sitúa claramente en Roma, entendiendo por Roma la Roma antigua e imperial, quisiera sugerir la idea de que lo que ha sucedido no es la sustitución de una autoridad que hubiera sido masivamente enunciativa por una autoridad que ya sólo fuera institucional, con el riesgo de una deslegitimación integral, sino la sustitución de una configuración histórica determinada del par f enunciativo/institucional por otra configuración del mismo par. Lo que signe siendo cierto de la tesis de Géraiú Leclerc es que. en la autoridad que ha desaparecido, ha habido prevalencia de la autoridad enunciativa.Pero, que no haya habido nunca autoridad enunciativa pura sin autori­

2. G. Leclerc, Histoire de l ’autorité. L’assignation des énoncés cidturels et la généa- logie de la croyance, PUF, París, 1986.

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dad institucional, y que no haya hoy autoridad puramente institucional, sin un aporte, sin un soporte, simbólico de orden enunciativo, esto es lo que yo quisiera sugerir.

El tipo-ideal de la autoridad dominantemente enunciativa, que por otra parte fue y que hoy día ya no es, es el de la cristiandad medieval.Y el tipo-ideal que ha pretendido sucederle y reemplazarlo es el de la Aufklarung, más exactamente el de las Luces francesas, las cuales se si­túan, de hecho, en el mismo terreno enunciativo que el tipo-ideal de la cristiandad medieval. Pero nuestra crisis es más complicada aún en la medida en que el tipo-ideal de las Luces ha perdido él mismo mucha de su credibilidad, como lo testimonia el discurso contemporáneo de la posmodernidad. Si bien la crisis es doble (o, si se quiere, de doble espe­sor, de doble plano): revivimos de alguna manera la crisis de descrédito del tipo-ideal de la cristiandad medieval a través de la crisis de deslegi­timación de la instancia que ha llevado a la pérdida de credibilidad del tipo-ideal de la cristiandad. Antes de adentrarme en esta historia com­plicada, permítanme insistir sobre un punto: no identifico la cristian­dad, en tanto que configuración histórica datada, con el cristianismo, en la medida en que éste no se ha agotado, y no ha agotado su credibilidad específicamente religiosa, en la producción de la configuración históri­ca muy particular que denominamos cristiandad; de ésta me atrevo a decir que su tipo-ideal ha sido él mismo tan soñado que no ha llegado a cumplirse. Por eso hablo precisamente de tipo-ideal. Así, habría que decir también de él no solamente que ya nu existe, sino que nunca ha estado históricamente a la altura de sí mismo. Es más, si tomamos el tipo-ideal de la cristiandad en vísperas de su declive, y en vísperas pues de la aparición de este otro corpus de la autoridad enunciativa que fue la Enciclopedia de Diderot y D ’Alembert, es necesario reconocer que el modelo, en esta época, estaba ya moribundo y condenado a una muerte anunciada por su esclerosis misma.

Está claro que la autoridad ligada al tipo-ideal de la cristiandad es, de manera predominante, una autoridad enunciativa, vista la autoridad asignada y reconocida a las Escrituras bíblicas y a la tradición fundada sobre ellas. Pero algunos aspectos merecen ser señalados, aspectos que denotan la vulnerabilidad de este modelo a los golpes venidos del cam­po de los filósofos. Para decirlo con una palabra, el modelo funciona como ya instituido, como modelo que ha olvidado la historia de su propia instauración. Así, ia canonización de las Escrituras es un aconte­cimiento que ya ha tenido lugar y que, desde hace tiempo, es tenido por adquirido, implicando un corte claro entre los textos sagrados, acompa­ñados de los comentarios autorizados, y el resto de la literatura profana. En cuanto a la autoridad de las Escrituras, está ya y para r.iempre asimi­lada a la inspiración del Espíritu Santo, el mismo Dios es considerado el

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autor de las Escrituras. Todas las novedades enunciadas se encuentra^' de antemano ya clasificadas como ortodoxas o como heréticas; por otnff lado, una lista de textos clásicos procedentes de la Antigüedad pagaiff! es colocada, y desplazada, en una relación de subordinación con respe® to a los textos sagrados. Son las auctoritates ellas mismas autorizadas

Ahora bien, esta autoridad de las Escrituras, y de lo que deíeffl depende, se encuentra imbricada con la autoridad institucional de|ra Iglesia, que es ella misma, en los siglos xvií y xvin, una autoridad esill blecida y sustraída a toda contestación legítima. El magisterio eclesiáfl tico controla el desarrollo de la tradición, cuya autoridad se añade a-Ja! de las Escrituras; controla de la misma manera los nuevos enunciados,'^ valora su grado de ortodoxia. A través de la red institucional de las uni-? versidades y de sus clérigos, la Iglesia controla la producción del pen-: samíento, instituyendo la teología como discurso predominante, con? 8 relación al cual el discurso de los maestros paganos, como por ejemplo. Aristóteles y el de otras auctoritates, es un discurso autorizado por la autoridad eclesiástica. --

He insistido, hasta la caricatura, en el rasgo de lo «ya instituido» que hará de la idea de tradición el blanco de los filósofos de las Luces. Pero se puede, sin injusticia, presentar la autoridad enunciativa y la au­toridad institucional, que conjuntamente componen un tipo-ideal muy nostálgico de la cristiandad, como un modelo petrificado, del que ya he dicho más arriba que había olvidado, y borrado en cierta manera, la his­toria de su propia génesis, así como sofocados sus recursos originarios de creatividad, susceptibles de reaparecer más allá del cuestionamiento llevado a cabo por el tipo-ideal adverso de las Luces; de hecho, algunos de estos recursos serán efectivamente liberados por la crítica de las Lu­ces, ya se trate de reservas de sentido ligadas a la formación misma del Nuevo Testamento y al nacimiento de la Iglesia primitiva, o de riquezas ligadas a un pluralismo acallado, es decir, tributarias de las desviaciones de todos los tipos, supervivientes tanto en el plano que hemos llamado enunciativo como en el plano institucional. No es, todavía, este aspecto de las cosas el que quiero subrayar, sino más bien el siguiente. Quisiera introducir una seria corrección en el cuadro anterior, en que la auto­ridad enunciativa y la autoridad institucional han parecido proceder de un único y mismo tronco. En cierto sentido es cierto, en la medida en que la institución eclesiástica se declaraba y se declara todavía hoy fundada en las Escrituras mismas. Poder os, no obstante, preguntamos si la autoridad institucional de la Igles’ , tal y como la historia la ha forjado efectivamente, no se ha beneficiado de un origen distinto al de la autoridad escrituraria (de las Escrituras).

Es necesario señalar, primero, la relación circular que se ha estable­cido entre la institución eclesiástica y el texto sagrado, desde el mismo

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[noniento en que es la institución destinada a llegar a ser la Iglesia la que ha delimitado el canon de las escrituras y ha continuado decidiendo autoritariamente lo que ulteriormente debía ser considerado ortodoxo o herético; hasta el punto de que es la autoridad institucional la que se encarga de administrar soberanamente la tradición, sede del poder sim­bólico. Pero hay algo más grave —y es aquí donde quiero evocar el artí­culo de Hannah Arendt «¿Que es la autoridad?»— . Podemos preguntar­nos, con ella, si la autoridad eclesiástica no ha sido también la heredera v la beneficiaría de un origen propiamente político de la autoridad, a saber, la del imperium romano. Esta cuestión es importante, porque, si es así, y si es cierto que ia Iglesia, que se llama precisamente romana, toma su autoridad en parte de un modelo político, entonces, podemos preguntarnos, si el declive de la autoridad propiamente escrituraria, o dicho de otra manera, el declive de la credibilidad de los textos y de los autores sagrados, no ha dejado vacante la parte de autoridad proce­dente del imperium romano, una vez liberada de su unión con el poder propiamente religioso de la Iglesia, y si esta parte de autoridad no ha sido de golpe puesta a disposición de otras instancias duraderas, gracias a las cuales podríamos situarnos hoy al fin de la edad teológico-política. Esto es lo que quisiera sugerir al final de esta comunicación.

Que la autoridad política tiene una raíz distinta es algo que toda la historia de la soberanía certifica. La exigencia de autoridad en el ámbi­to de la ciudad está en el corazón de la filosofía política de los griegos, tanto en Platón como en Aristóteles. El gobierno de los hombres nece­sita un factor de estabilidad, de durabilidad, capaz de exceder !a exis­tencia transitoria de los humanos tomados individualmente y asegurar la continuidad de las generaciones. Fuente de estabilidad, de seguridad de las personas y de los bienes, capacidad de validar las leyes, tal debe ser la politeia. Ahora bien, esto no está exento de paradojas para el pensamiento griego y no romano. La paradoja consiste en el proyecto de establecer una jerarquía entre hombres libres. Toda la filosofía polí­tica de los griegos ha llevado a su punto más alto de virulencia esta pa­radoja. Por este motivo, ni la cosa «autoridad», ni la palabra, han sido griegas, sino romanas. Los griegos no tienen más que metáforas, to­das inapropiadas, para referirse a esta paradoja de una jerarquía entre iguales: el piloto, el dueño de esclavos, el médico, el jefe de la casa, el orador, el alfarero, el sopbos, etc. Aristóteles afirma en su Política que «todo cuerpo político está compuesto por los que gobiernan y ios que son gobernados»; pero él no sabe cómo ensamblar esta idea admitida con esta otra aserción: «La ciudad es una comunidad de iguales para beneficio de la vida que es potencíalmente la mejor». Los regímenes políticos pueden diferenciarse según que el gobierno pertenezca a uno solo, a muchos o a la multitud. Pero el origen del poder para mancitu

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sigue siendo el enigma de la «vida política», del bios politikos. Co- lo nota Arendt, «las tentativas grandiosas de la filosofía griega para encontrar un concepto de autoridad capaz de impedir el deterioro dg™¡ la polis y de salvaguardar la vida del filósofo, se enfrentan al hecho J t de que en el campo de la vida política no hay percepción (awareness)J¡L de la autoridad que esté basada en una experiencia política inmediata»*?? (Between Past and Futuro, cit., p. 109). Esta percepción, esta «expe,-fe riencia política inmediata», sólo ha sido tenida por los romanos, bajo*.® la figura del carácter sagrado de la Fundación , de la fundación de la J-' Urbs, de la fundación de Roma: ab urbe condita. Así han podido esis-’ tir muchas ciudades griegas, e incluso toda una diáspora de ciudades^ pero sólo ha habido una única Roma, de la que Virgilio y Tito Livio3 han celebrado su santidad singular y única. Ahora bien, el vínculo de la fundación en su pasado es denominado precisamente religio por estos autores latinos. Arendt cita aquí los Anales: <

Cuando relato en mis escritos los antiguos acontecimientos (vestustas res) no sé por qué vínculo (quo pacto) mi espíritu se hace antiguo (an- tiquus fit antmus) y una cierta religio lo mantiene (et quaedam religio tenet) (XLIII, 13).

Vean el espesor del enigma proporcionado por ia densidad de esta experiencia que podemos llamar la experiencia de la energía de la fun­dación, la cual se autoriza en cierto modo de sí misma y de su propia vetustez. La tradición üc la autoridad es idcntica a la autoridrid de la tradición, en el sentido de la transmisión desde el origen de la fun­dación misma, del acontecimiento fundador. Se denunciará esta legi­timación como mítica. Ciertamente. Pero, precisamente, la cuestión es saber si toda autoridad no procede de un m ito fundador, del mito de un acontecimiento fundador, vinculado al de los fundadores per­sonalizados, sea Moisés, Licurgo, Solón. La paradoja de la autoridad se encuentra, entonces, constituida acumulativamente por anteriori­dad, exterioridad y superioridad. La palabra misma latina auctoritas, sin equivalente en griego, vehicula en su etimología algo de esta aura de la fundación, el verbo augere significa aumentar. Lo que tiene la fuerza de aumentar; se trata de la energía de la fundación. Así, Tito Livio habla de los conditores, de los fundadores, unos auctores. Esta argumentación se percibe en ía fórmula famosa citada por Cicerón en D e legibus 3, 12-38: «Mientras que el poder (potestas) reside en el pueblo (in populo), la autoridad (auctoritas) reside en el Senado (in senatu)». Mediante este término, «Senado», los antiguos designan a los transmisores de la energía de la fundación. La auctoritas m ajorum , la autoridad de los antiguos, da a la condición presente de los hombres ordinarios su peso, su gravitas.

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Hemos dicho suficiente para sugerir que la autoridad no ha tenido, en e! pasado, por única fuente los textos sagrados, requeridos por una religión revelada, ni siquiera la institución eclesiástica en tanto que se declara fundada en las Escrituras, sino una fuente política distinta, a saber, para nosotros occidentales, una fuente romana, que resulta ser también religiosa, pero en el sentido de vínculo fiduciario inmanente con la tradición que vehicula la energía de la fundación. De ahí la hipó­tesis de que la Iglesia católica misma haya sido romana, no solamente a causa de Pedro, sino porque Pedro fue conducido a Roma, sede del imperium y del origen político de la autoridad institucional. El episo­dio de la cristiandad histórica adquiere entonces su sentido como fusión de la auctoritas de la fundación romana y de la autoridad de la Iglesia instituida, considerada fundada en las Escrituras. Gracias a esta conjun­ción la Iglesia romana ha podido, en el curso de su historia, contener las tendencias antipolíticas y anti-institucionales de la fe cristiana primitiva. Es más, una vez que el Imperio romano cae bajo las sacudidas de los bárbaros, la Iglesia romana ha podido salvar la herencia del imperium, y quizás, sin saberlo, preservarlo para otras aventuras distintas de la aventura eclesiástica, más allá precisamente de la época de las Luces y para el tiempo del declive, que observamos hoy, del enemigo encarni­zado del tipo-ideal de la cristiandad. Así, la sugerencia del doble origen del tipo-ideal de la cristiandad no esclarece solamente su destino, sino también el de su adversario feroz, las Luces, más precisamente las Luces francesas, proclamadas en ia Enciclopedia a m odo de una anti-Biblia.

Hablando ahora del tipo-ideal de las Luces, es necesario decir pri­mero que los filósofos de la Enciclopedia han compartido la ilusión de los defensores de la ortodoxia católica romana en el umbral de su decli­ve: la autoridad que hay que combatir ha sido por excelencia la de un discurso, y que es sobre este terreno simbólico donde debe ser comba­tida principalmente. A los pensadores de la Revolución francesa corres­ponderá atacar la autoridad institucional del antiguo régimen en ei pla­no propiamente político. No será entonces ni fortuito, ni extraño que modelos romanos resurjan en el momento en que, amenazado, el poder del pueblo se encuentre a la búsqueda de crecimiento, de auctoritas.

Lo que justificaría la hipótesis de una doble raíz de la autoridad ins­titucional, es el hecho de que, a pesar del sueño medieval de la unidad de autoridad, la dualidad del poder monárquico y del poder eclesiástico permanezca insalvable. En el mejor de los casos, ios dos poderes, y las dos autoridades corre pondientes, se han dado mutuamente ayuda, U una, la eclesiástica, oireciendo a la otra su unción, la otra, la política, ofreciendo a su vez a la primera la sanción del brazo secular. Unción más sanción; esta unión ha podido asegurar en el mejor de los casos el funcionamiento práctico de un teológico-político dividido.

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Pero detengámonos un mom ento en el tipo-ideal de las Luces en« punto exacto del principio de autoridad. No sería necesario dar a entei{|§t der que no ha habido nada entre la ortodoxia encarnada por un Bossriejfir y la subversión de esta ortodoxia ligada a la difusión de la EmiclopeS} día de Diderot y D’Alembert. En su historia de la autoridad, Gérardfi: Leclerc consagra dos largos capítulos a la crisis de la autoridad, en lo s » límites de su aproximación centrada sobre la autoridad simbólica, disJff cursiva, escrituraria, es decir, enunciativa. Y figura la historia «de los atfá tiguos reencontrada, y después pérdida nuevamente» (op. cit., p. 139):J Erasmo, Montaigne, la Reforma, Descartes y los cartesianos, Pascal ¡yS Port-Royal, Spinoza, el asunto de Jansenio alrededor del Augustinus la querella de Antiguos y Modernos, todo tiene lugar en la esfera de la|F¡ enunciación, de la escritura, de la imprenta, de la lectura y al abrigo de -fe- la doble instancia evocada más arriba de la unción eclesiástica y de la sanción política. En este sentido la fachada ha aparecido intacta durante mucho tiempo. El tipo-ideal de la cristiandad ha podido permanecer inquebrantable a los ojos de los detentadores de la ortodoxia dominante situada en posición defensiva.

Por este motivo, no se ha dejado de oponer, término a término, el ideal-tipo de las Luces — al menos de las Luces francesas— con el ideal-tipo de la cristiandad a finales del siglo xvm. Es destacable que ‘ la Enciclopedia no ignore la distinción de los dos tipos de autoridad, la autoridad política, por una parte, y ia autoridad «en los discursos y los escritos», por otra. Gérard Leclerc, que lo señala, nota que el artículo sobre la autoridad política, bajo la firma de Diderot, consiste en una exposición de la teoría política del derecho natural (op. cit., p. 219). Pero añade, no obstante, «que no nos concierne directamente» (ibid.). Tiene parcialmente razón a! proceder con este corte, en la me­dida en que para la Enciclopedia la escena en que se juega lo esencial es ciertamente «la autoridad en los discursos y en los escritos». Es, en efecto, sobre este plano donde una nueva figura de la autoridad enun­ciativa toma cuerpo, no fundada en la trascendencia absoluta de un texto sagrado, en relación con los otros enunciados y en relación con la opinión pública, sino que se resume en la credibilidad del autor. Cito aquí del artículo «Autoridad» de la Enciclopedia las líneas que Gérard Leclerc ha señalado:

Entiendo por autoridad en el discurso el derecho a ser creído en lo que se dice: así cuanto más derecho se tiene a ser creído en su palabra, tanta más autoridad. Este derecho se encuentra fundado cr, ei grado de ciencia y de buena fe que se otorga a la persona que habla. La ciencia impide que se autoengañe y descarta el error que podría nacer de la ignoran­cia. La buena fe impide engañar a los otros y reprime la mentira que la

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malignidad buscaría acreditar. Son pues las Luces y la sinceridad las que ostentan la verdadera medida de la autoridad en el discurso. Estas dos cualidades son esencialmente necesarias. El más sabio y el más esclareci­do de los hombres no merece ser creído si es un bribón; tampoco el más piadoso y más santo si resulta que no sabe... (op. cit., p. 215).

Cuanto más radicalmente ha sido captado el sentido de la palabra autoridad por la autoridad eclesiástica e identificado con la tradición, una oposición polar ocupa su lugar, en que razón — derecho de la ra­zón— se opone a la autoridad. Podríamos, así, oponer término a térmi­no los componentes de uno y otro ideal-tipo. A la jerarquía medieval de los saberes, dominada por la teología, se opone la dispersión de los ar­tículos de los diccionarios, dispuestos en el orden anárquico del alfabe­to; los artículos propiamente teológicos son prudentemente ortodoxos, pero nivelados por el juego de los reenvíos, de «la intertextualidad de las palabras, de los enunciados y de los saberes» (Histoire de l’autorité, p. 2 17). ¡La sutileza pérfida de este juego de reenvíos es confesada por el mismo Diderot en el artículo «Enciclopedia»!:

Cuando sea necesario, producirán también un efecto totalmente contra­rio; opondrán las nociones; harán contrastar los principios; atacarán, romperán, invertirán secretamente algunas opiniones ridiculas a las que no se osaría insultar abiertamente... (op. cit., p. 218).

Vemos cómo ia auioiidad puede y debe desplazarse, pero permane­ce inexpugnable como vínculo fiduciario. Nuestra definición inicial del par credibilidad-creencia no cesa de emerger. Será necesario recordarlo en la conclusión.

Dicho esto, el debate concerniente a la autoridad política debía ju­garse en otro escenario, en el de la censura y en el de la libertad de pensar, de expresarse, de publicar. Toda la Europa de las Luces se com­promete en esta batalla, a la qae Kant llama la Offentlichkeit, la «publi­cidad», antitipo de la «ecumenicidad» eclesial. Esta otra escena es la de la autoridad propiamente institucional, la del Estado.

¿Cómo trató la Revolución francesa la cuestión de la autoridad y qué herencia nos ha dejado a este respecto? Es necesario confesar que este mensaje permanece confuso. Por un lado, tenemos una voluntad empeñada en no reconocer más que una fuente de poder, el poder del pueblo, el pueblo considerado como una unidad indivisible de querer, querer del pueblo soberano. Y la Revolución francesa ha tenido sus pensadores para pensarlo, rierre Nora tiene razón al comenzar sus den­sos volúmenes sobre los Lugares de m em oria con el propósito alocado de hacer comenzar el calendario con el año cero. Se borra todo y se

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comienza a partir de la nada. En el vocabulario de Hannah Arendt; el poder del pueblo sin la autoridad de los antiguos. O, si se prefiere es la autoridad surgiendo del poder, él mismo identificado con la vó= luntad general. En términos filosóficos es el equivalente político de la autonomía del plano moral. Es la libertad quien se da a sí misma su ley;De ahí el recurso al modelo contractualista, cuya función es, en efecto, reabsorber la autoridad en el poder. Podemos hablar a este respecto de = autorización autorreferencial, el pueblo autorizándose a sí mismo. Pero® ¿vale el paralelo con la autonomía moral? ¿No está, ella misma, grabadájfe de oscuridad, como lo testimonian las dificultades de Kant obligado tratar como un «hecho de razón» (factum rationis) el fundamento delí¡¿- juicio sintético a priori, gracias al cual una libertad se da una ley y una ley procede de una libertad? í

¿Cuál sería el equivalente político del factum rationis? A esta difi­cultad es a la que conduce toda la teoría contractualista del origen del poder político y de su soberanía. i .

Hablando históricamente, las condiciones de ejercicio de una auto- fundación de soberanía se han mostrado draconianas: ha sido necesario, como Rousseau hizo en el Contrato social, distinguir la voluntad gene­ral, una e indivisible, de la suma de las voluntades individuales. Por otro lado, ha sido necesario considerar esta voluntad general no solamente como iluminada, sino también como infalible sin Mp aVtí. hastahace poco, la ausencia de apelación de las decisiones de nuestros par­lamentos, decisiones tomadas en el nombre del pueblo infalible). Pero, sobre todo, la Revolución no logró nunca dar un equivalente histórico del contrato social ahistórico, bajo la forma de una constitución capaz ! de dar estabilidad y duración al poder revolucionario. Lo que Hegel de­nunció en las páginas de la Fenomenología del espíritu en que censura el terror con el título de libertad sin ley. No obstante, el mismo Rousseau había percibido la dificultad de la inscripción del contrato social en el tiempo histórico recurriendo a la figura del legislador fundador. Legiti- 1 mar el principio es una cosa; inscribir en los hechos esta legitimidad es otra; como sabemos desde Maquiavelo, fascinado no por la cuestión de la legitimación, sino por la de la fundación, más precisamente por la del fundador, pivote de esta pragmática de la autoridad. Y es aquí donde resurge el problema de la autoridad de los antiguos. No es por azar que vuelver con fuerza, en el curso de la Revolución, las figuras de la Roma repul icana e imperial erigidas en modelos, en paradigmas. Todo sucede como si la historia de la autoridad funcionara como una fuente distinta y acumulativa, susceptible de dar al poder actual, instantáneo, frágil, perecedero, e! aura que la novedad no podría asegurarle, pero que la vetustez de la historia pasada de la autoridad parecería, sólo ella, capaz de conferir al poder actual. Un autor contemporáneo, Guglielmo

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Ferrero3, que Emmanuel Le Roy Ladurie gusta citar en un artícu lo de la revista Commentaire4, se arriesga a sostener la tesis de que la vetustez por sí misma hace la autoridad. De hecho, una revolución que ha sobre­vivido a las luchas de la conquista, una revolución que se ha instalado se sucede a sí misma porque ha trasmutado su propia antigüedad en argumento de autoridad. Por mi parte no estaría muy lejos de creer que ningún poder está pertrechado de estabilidad y duración si no logra capitalizar en su beneficio la historia anterior de la autoridad.

¿Se puede mantener esto? ¿Se puede dejar que los mitos de funda­ción, convertidos en mitos de vetustez, reemplacen la necesidad racio­nal de legitimación? ¿Podemos resignarnos a eliminar de la definición de autoridad el factor de reconocimiento, en virtud del cual la credibili­dad del poder está dialécticamente equilibrada por el acto de dar crédito? Ahora bien, es este vínculo de naturaleza fiduciaria el que otorga la úl­tima diferencia entre autoridad y violencia en el corazón mismo de la relación jerárquica de dominación. Entonces, en definitiva, ¿a qué se da crédito? ¿A la autoridad en cuanto tal, a la vetustez del poder, a la autoridad de la tradición equiparada a la tradición de la autoridad? Con­fieso que no he resuelto esto, a pesar del testimonio cínico de Talleyrand que recuerda Emmanuel Le Roy Ladurie5. O bien, solución xadical, ¿es necesario como Claude Lefort y su escuela asumir el vacío de fundación com o un destino de la democracia con todas sus debilidades inherentes en lo que hemos llamado auto-autorización, autorización referencial? Aquí también resisto y no me rindo. O bien, a la manera del ultimo Rawls, ¿admitir una multifundación, una diversidad de tradiciones reli­giosas y laicas, racionales y románticas, que se reconocen mutuamente como dignas de ser cofundadoras bajo el doble auspicio del principio de «consenso entrecruzado» y de «reconocimiento de los desacuerdos razonables»? Sería en el cuadro de este doble principio donde podría ser reencontrado un papel para la autoridad de las Escrituras bíblicas y la de las instituciones eclesiásticas. Mas esto no tendría que entenderse como una manera de volver a dar vigor al paradigma perdido de la cristiandad; se trataría, más bien, para las comunidades cristianas, de asumir sin complejos su parte de cofundación en enfrentamiento abier­to con tradiciones heterogéneas, ellas también revivificadas y renovadas

3. C. Ferrero , Pouvoir, les génies invisibles de la ctté, Livre de poche, París, 1988.4. E. Le Roy Ladurie, «Sur Phistoire de PEtat moderne: de PAncien Régime a la

démocratie. Libres réflexions inspirées de la pensée de Guglielmo P errero : Commentaire 75 (199b), pp. 619-629 .

5. «Un gobierno legítimo... es siempre aque l cuya existencia, forma y modo de acción están co nsolidados y consagrados por una larga sucesión de años y diría gustosa­mente por la prescripción secular... ía legitimidad dei poder soberano resulta del antiguo estado de posesión» (i b i d p. 620).

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.Jppor sus promesas no cumplidas. En fin — y esta última nota no debe ser# considerada la menos significativa— debería estar reservado un lugaS al disenso y al derecho para responder al ofrecimiento de credibilidad!! de las autoridades ocasionales mediante un rechazo de confianza. Est¿%. riesgo calculado, en que lugar y papel serían reconocidos en una margi-^ nalidad soportable, forma parte, después de todo, de la idea misma de-»' crédito — de dar crédito. « p

■lll

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EL PARADIGMA DE LA TRADUCCIÓN*

Dos vías de acceso se ofrecen al problema planteado por el acto de tradu­cir: se puede tomar el término traducción en el sentido estricto de trans­ferencia de un mensaje verbal de una lengua a otra, o podemos tomarlo en un sentido amplio como sinónimo de la interpretación de cualquier conjunto significante en el interior de una misma comunidad lingüística.

Las dos aproximaciones tienen sus razones: la primera, que es la elegida por Antoine Berman en Eépreuve de l’étranger1, tiene en cuenta el hecho incontestabie de la pluralidad y diversidad de las lenguas; la segunda, seguida por George Steiner en Después de Babel1, apunta di­rectamente al fenómeno global que el autor resume así: «Comprender es traducir». He elegido partir de la primera, que pone en primer plano la relación de lo propio con lo extraño, y así conducirnos a la segunda bajo la guía de las dificultades y de las paradojas suscitadas por la tra­ducción de una lengua a otra.

Partamos, pues, de la pluralidad y de la diversidad de las lenguas, y anotemos un primer hecho: la traducción existe porque los hombres hablan lenguas diferentes. Este hecho es el de la diversidad de las len­guas, por retomar el título de Wilhelm von Humboldt. Ahora bien, este hecho es al mismo tiempo un enigma: ¿por qué no una sola lengua? y, sobre todo, ¿por qué tantas lenguas, cinco o seis mil dicen los etnólo­gos? Cualquier criterio darwiniano de utilidad y de adaptación en la lucha por la supervivencia se bale aquí en retirada; esta multiplicidad innumerable es no solamente inúiii, también perjudicial. En efecto, si el

151 Lección inaugural en la Facultad de Teología Protestante de París, en octubre de 1998; publicada en Esprit («La traduction, un choix cultural») (junio de 1999), pp. 8-19.

1. A. Berman, L’épreuve de Vétrangerr Gaílimard, Paris, 1995.2. G. Steiner, Aprés Babel, Albín Michel, Paris, 1998.

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intercambio intracomunitario es asegurado por el poder de integración de cada lengua considerada separadamente, el intercambio con el exte-¿ rior de la comunidad lingüística resulta en el límite impracticable por lo que Steiner denomina «una prodigalidad nefasta». Pero, lo enigmático^ no es sólo el enmarañamiento de la comunicación, que el mito de Babel, del que hablaremos después, llama «dispersión» en el plano geográfico y ^ . «confusión» en el plano de la comunicación, lo es también el contraste con otros rasgos relacionados de igual manera con el lenguaje. En primer - lugar, el hecho considerable de la universalidad del lenguaje: «todos los % seres humanos hablan»; se trata de un criterio de humanidad, junto ál^-- del utensilio, la institución, la sepultura; por lenguaje entendemos el u s ó * de los signos que no son cosas, pero valen por cosas — el intercambio de los signos en la interlocución— , el papel más importante de una lengua común en el plano de la identificación comunitaria; he aquí una compe­tencia universal desmentida por sus realizaciones locales, una capacidad universal desmentida por su práctica rota, diseminada, dispersa. De ahí surgen las especulaciones en el plano del mito, en primer lugar, después en el de la filosofía del lenguaje, cuando nos preguntamos por el origen de la dispersión-confusión. A este respecto, el mito de Babel, demasiado breve y demasiado confuso en su forma literaria, más que ofrecernos una guía para conducirnos en este laberinto, nos hace incluso que volva­mos hacia atrás para soñar en dirección a una presunta lengua paradisía­ca perdida. La dispersión-confusión es, entonces, percibida como una catástrofe lingüística irremediable. Sugeriré en un instante una lectura más benévola respecto a la condición común de los humanos.

Pero antes quiero decir que hay un segundo hecho que no debe ocultar el primero, el de la diversidad de las lenguas: el hecho también importante que siempre se ha traducido; antes que intérpretes profe­sionales ha habido viajeros, mercaderes, embajadores, espías, ¡lo que produjo muchos bilingües y políglotas! Nos encontramos aquí con un rasgo tan notable como la incomunicabilidad deplorada, a saber, e) hecho mismo de la traducción, la cual presupone en todo locutor la I aptitud para aprender y practicar otras lenguas diferentes a la suya; esta capacidad parece solidaria de otros rasgos más disimulados con­cernientes a la práctica del lenguaje, rasgos que nos llevarán en suma a la vecindad de los procedimientos de traducción intralingüística, a saber, para decirlo anticipadamente, la capacidad reflexiva del lengua­je, esia posibilidad siempre disponible de hablar sobre el lenguaje, de ponerlo a distancia, y así tratar nuestra propia lengua como una lengua entre otras. Aplazo este análisis de la reflexividad del lenguaje para más tarde y me concentro en el «imple hecho de la traducción. Los huma­nos hablan lenguas diferentes, pero pueden aprender otras distintas de la lengua materna.

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Este simple hecho ha suscitado una inmensa especulación que se ha dejado encerrar en una alternativa ruinosa de la que es importante libe­rarse. Esta alternativa paralizante es la siguiente: o bien la diversidad de lenguas expresa una heterogeneidad radical — y entonces la traducción es teóricamente imposible; las lenguas son a priori intraducibies la una en la otra. O bien, la traducción, tomada como un hecho, se explica por un fondo común que hace posible el hecho de la traducción; pero entonces se debe poder o reencontrar este fondo común —y es la pista de la lengua originaria— , o reconstruirlo lógicamente, y es la pista de la lengua universal; originaria o universal, esta lengua absoluta debe poder ser mostrada, en sus tablas fonológicas, léxicas, sintácticas, retó­ricas. Repito la alternativa teórica: o bien la diversidad de las lenguas es radical, y entonces la traducción es imposible de derecho; o bien la tra­ducción es un hecho, y es necesario establecer la posibilidad de derecho mediante una investigación sobre el origen o por una reconstrucción de las condiciones a priori del hecho constatado.

Sugiero que es necesario salir de esta alternativa teórica: traducible versus intraducibie, y sustituirla por otra alternativa diferente, práctica, nacida del ejercicio mismo de la traducción, la alternativa: fidelidad versus traición. Sin dejar de confesar que la práctica de la traducción continúa siendo una operación arriesgada siempre en busca de su teo­ría. Veremos al final que las dificultades de la traducción intralingüística confirman esta embarazosa confesión; participaba recientemente en un coloquio internacional sobre ia interpretación y escuché la exposición del filósofo analítico Donald Davidson titulada: «Teóricamente difícil, duro (hard) y prácticamente fácil, sencillo (easy)».

Es también mi tesis en lo que respecta a la traducción sobre sus dos vertientes extra e intralingüística: teóricamente incomprensible, pero efectivamente practicable, al alto precio que acabamos de mencionar: «'a alternativa práctica fidelidad versus traición.

Antes de adentrarme en la vía de esta dialéctica práctica, fidelidad versus traición, quisiera exponer muy sucintamente las razones del im ­passe especulativo donde lo intraducibie y lo traducible se entrechocan.

La tesis de lo intraducibie es la conclusión obligada de una cierta et- nolingüística — B. Lee Whorf, E. Sapir— que se ha dedicado a subrayar el carácter no superponible de ios diferentes niveles sobre los que des­cansan los múltiples sistemas lingüísticos: nivel fonético y articulatorio en la base de los sistemas fonológicos (vocales, consonantes, et .), nivd conceptual que domina los sistemas lexicales (diccionarios, ej jiclope- dias, etc.), nivel sintáctico en la base de las diferentes gram áticas. Lo? ejemplos son abundantes: si uno dice bois (madera) en francés, unimos la materia leñosa y la idea de un pequeño bosque; pero en otra lengua, estas dos significaciones permanecen separadas y reagrupadas en dos

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sistemas semánticos diferentes; en el plano gramatical es fácil ver q los sistemas de tiempos verbales (presente, pasado, futuro) difieren i una lengua a otra; tenemos lenguas en las que no se marca la posici en el tiempo, sino el carácter de realizado o no realizado de la acció y tenemos también lenguas sin tiempos verbales en que la posición el tiempo sólo está marcada por adverbios equivalentes a ayer, maña-^ na, etc. Si añadimos la idea de que cada nivel lingüístico impone una?' visión del mundo, idea que me parece insostenible, diciendo, por ejemí F pío, que los griegos han construido ontologías porque tienen un verboSI «ser» que funciona a la vez como cópula y como aserción de existenciales entonces estaríamos diciendo que el conjunto de relaciones humanas de los hablantes de una lengua dada no es comparable con aquellos con los ** que el hablante de otra lengua se comprende a sí mismo comprendiendo ^ su relación con el mundo. Sería necesario, entonces, concluir que la falta de comprensión es de derecho, que la traducción es teóricamente imposible y que los individuos bilingües no pueden ser más que esqui­zofrénicos.

Pasamos, entonces, a la otra orilla: porque la traducción existe, tie­ne que ser posible. Y si es posible, es que, bajo la diversidad de las len­guas, existen estructuras escondidas que, o bien llevan la huella de una lengua originaria pérdida que es necesario reencontrar, o bien consisten en códigos a priori, en estructuras universales o, como decimos, tras­cendentales, que se deben poder reconstruir. La primera versión —la de la lengua originaria— ha sido profesada por diversas gnosis, por la Cábala, por los hermetismos de todo tipo, hasta producir algunos frutos envenenados como el alegato por una supuesta lengua aria, declarada históricamente fecunda, que se opone al hebreo, considerado estéril; Olander, en su libro Las lenguas del paraíso (con el inquietante subtítu­lo Arios y semitas: una pareja providencial)* denuncia en lo que llama una «fábula docta» este pérfido antisemitismo lingüístico; pero, para ser justos, es necesario decir que la nostalgia de la lengua originaria ha producido también la potente meditación de un Walter Benjamin al escribir «La tarea del traductor» donde la «lengua perfecta», la «lengua pura» — son expresiones del autor— , figura como el horizonte mesiáni- co del acto de traducir, asegurando secretamente ia convergencia de los idiomas cuando éstos son llevados al máximo de la creatividad poética. Desgr3ciadament'ej ¡a práctica de la traducción no recibe ninguna ayuda de esta nostalgia convertida en espera escatológica; y quizás haya que hacer enseguida el duelo de la aspiración de perfección para asumir sin ebriedad y con toda sobriedad la «tarea del traductor».

M. Olender, Les langues du Paradis. Aryens et Sémites, un couple providentiel, Senil, Piris, 1989. [N. del E.}

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Más coriácea es la otra versión de la búsqueda de unidad» no ya en dirección a un origen en el tiempo, sino en dirección a unos códigos a priori; Umberto Eco ha consagrado útiles capítulos a esta tentativa en su libro L a búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea*. Se trata, como lo subraya el filósofo Bacon, de eliminar las imperfecciones de las lenguas naturales, las cuales son fuente de lo que llama «ídolos» de la len­gua. Leibniz dará cuerpo a esta exigencia con su idea de característica universal, que apunta a nada menos que a componer un léxico universal de ideas simples, completado con una recopilación de todas las reglas de composición de todos estos verdaderos átomos de pensamiento.

Es necesario, entonces, llegar a la cuestión de confianza — y marcará el giro de nuestra meditación: es necesario preguntarse por qr é esta tentativa fracasa y debe fracasar.

Ciertamente, hay resultados parciales por parte de las llamadas gra­máticas generativas de la escuela de Chomsky, pero un fracaso total en lo que respecta a lo lexical y fonológico. ¿Y por qué? Porque no son las imperfecciones de las lenguas naturales, sino su funcionamiento mismo lo que se convierte en anatema. Para simplificar al máximo una discusión de una gran tecnicidad, apuntemos dos escollos: por un lado, no hay acuerdo sobre lo que caracterizaría una lengua perfecta en el nivel del léxico de las ideas primitivas que entran en composición; este acuerdo presupone una homología completa entre el signo y la cosa, sin arbitrariedad alguna, y pn sentido más amplio, pues, entre el lenguaje y el mundo, lo que constituiría, o bien una tautología, un segmento privilegiado sería decretado figura del mundo, o bien una pretensión inverificable, a falta de un inventario exhaustivo de todas las lenguas habladas. Segundo escollo, más temible aún: nadie puede decir cómo se podrían derivar las lenguas naturales, con todas las singularidades que más tarde diremos, de ia presunta lengua perfecta; la distancia entre lengua universal y lengua empírica, entre lo a priori y lo histórico, pare­ce completamente infranqueable. Es aquí donde las reflexiones con las que concluiremos sobre el trabajo de traducción en el interior de una misma lengua natural serán muy útiles para sacar a la luz las infinitas { complejidades de estas lenguas, que hacen que sea necesario en cada ocasión aprender el funcionamiento de cada una de ellas, incluida la propia. Tal es el balance sumario de la batalla que opone el relativismo de campo, el cual debería concluir en la imposibilidad de la traducción, al formalismo de gabinete, el cual fracasa a la hora de fundar el hecho de la traducción en una estructura universal demostrable. M, es necesa­rio confesarlo: de una lengua a la otra, la situación es realmente de dis­

* U. Eco. La búsqueda de la lengua perfecta , trad, de M. Pons Irazazába!, Crítica. Barcelona, 1999. [N. delE .]

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persión y confusión. Y no obstante la traducción se inscribe en la larga - letanía de los «a pesar de todo». A pesar de los fratricidas, militamos en* favor de la fraternidad universal. A pesar de la heterogeneidad de 1 idiomas, hay bilingües, políglotas, intérpretes y traductores.

Y entonces, i cóm o se las arreglan?

He anunciado hace un momento un cambio de orientación: al dejar lá^ alternativa especulativa —traducibilidad contra intraducibilidad— eñ tramos, decía, en la alternativa práctica fidelidad contra traición.

Para ponernos en camino de este cambio, quisiera volver sobre la H interpretación del mito de Babel, que no quisiera cerrar con la idea de catástrofe lingüística infligida a los humanos por un dios celoso de sus éxitos. Se puede leer también este mito, de igual manera que todos los demás mitos del comienzo que tienen en cuenta situaciones irrever­sibles, como la constatación sin condena de una separación originaria. Se puede comenzar, al principio del Génesis, con la separación de los elementos cósmicos que permite a un orden emerger de un caos, conti­nuar por la pérdida de la inocencia y la expulsión del jardín, que marca también el acceso a la edad adulta y responsable, y pasar después —y esto nos interesa terriblemente para una relectura del mito de Babel— al fratricidio, el asesinato de Abel, que hace de la fraternidad misma un n roy rrm ériro y no ya un simple dato de la naturaleza. Si adoptamos esta línea de lectura, que comparto con el exégeta Paul Beauchamp, la dispersión y la confusión de las lenguas, anunciadas por el mito de Ba­bel, coronan esta historia de la separación llevándola al corazón de la práctica del lenguaje. ¿Somos nosotros así, así existimos nosotros, dis­persados y confundidos, y llamados a qué? Y bien... ¡A la traducción! Hay un después de Babel, definido por «la tarea del traductor», por retomar el título del ya evocado famoso ensayo de Walter Benjamin.

Para dar más fuerza a esta lectura, recordaré con Umberto Eco que la narración de Génesis 11 está precedida por los dos versículos nu­merados, Génesis 10, 31-32, donde la pluralidad de las lenguas parece considerada como un dato puramente fáctico.

Estos fueron los hijos de Sem, según sus linajes y lenguas, por sus terri­torios y naciones respectivas.

Hasta aquí los linajes de los hijos de Noé, í gún su origen y sus na­ciones. Y a partir de ellos se dispersaron los pueolos por la tierra después del diluvio'-.

Para las citas bíblicas se sigue la Biblia de Jerusalén, nueva ed. rev. y aum., Des- clée de Brouwer, Bilbao, 1998. [N. del E.]

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Estos versículos son por su tono enumeraciones en que se expresa la simple curiosidad de una mirada benévola. La traducción es, enton­ces, una tarea, no en el sentido de una obligación apremiante, sino en el sentido de lo que hay que hacer para que la acción humana pueda simplemente continuar, para hablar como Hannah Arendt, la amiga de Benjamin, en L a condición humana.

Continúa el relato titulado «El mito de Babel»:

Todo el m undo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al despla­zarse la humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar y allí se establecieron. Entonces se dijeron el uno al otro: «Vamos a fa­bricar ladrillos y a cocerlos al fuego». Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después dijeron: «Vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la faz de la tierra».

Bajó Yahvé a ver la ciudad y la torre que habían edificado los huma­nos, y pensó Yahvé: «Todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Bajemos, pues, y, una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí». Y desde aquel punto los desper­digó Yahvé por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí embrolló Yahvé el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra.

Estos son los descendientes de Sem:Sem tenis r-ien años cuando engendró a Arfacsad, dos años después

del diluvio. Vivió Sem, despues de eugcndr-"- a Arfacsad, quinientos años, y engendró hijos e hijas (Génesis 11, 1-11).

Lo hemos visto: ninguna recriminación, ninguna lamentación, nin­guna acusación: «El señor los dispersó por la superficie de la tierra y dejaron de construir». ¡Cesan de construir! Una forma de decir: así es. Mira, mira, es así, como gustaba decir a Benjamin. A partir de esta rea­lidad de la vida: ¡Traduzcamos!

Para hablar de la tarea de traducir quisiera evocar, con Antoine Berman en L’épreuve de l'étranger, el deseo de traducir. Este deseo va más allá de la obligación y de la utilidad. Hay ciertamente una obliga­ción: si se quiere comerciar, viajar, negociar, o incluso espiar, es nece­sario disponer, por supuesto, de mensajeros que hablen la lengua de los otros. En cuanto a la utilidad, es patente. Si queremos ahorrarnos ei aprendizaje de las lenguas extranjeras, nos alegramos de encontrar traducciones. Después de todo es de esta forma como hemos tenido acceso a los trágicos, a Platón, a Shakespeare, Cervantes, Petrarca y Dante, Goethe, Tolstoi y Dostoievski. Obligación, utilidad, ¡bienveni­das sean! Pero hay algo más tenaz, más profundo, más escondido: el deseo de traducir.

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WEs este deseo el que ha animado a los pensadores alemanes desdedí

Goethe, el gran clásico, y von Humboldt, ya mencionado, pasando por los románticos Novalis, los hermanos Schlegel, Schleiermacher (traduc- tor de Platón, no hay que olvidarlo), hasta Hólderlin, el traductor trági?®g co de Sófocles, y por último Walter Benjamin, el heredero de Hólderlin; -’.;Y detrás de este bello mundo, Lutero, traductor de la Biblia — Lutero y SÉ? su voluntad de «germanizar» la Biblia, considerada cautiva del latín de ja­san Jerón imo— . ~

¿Qué es lo que estos apasionados de la traducción han esperado"^ obtener de su deseo? Lo que uno de ellos ha llamado la ampliación ¿ í del horizonte de su propia lengua — incluso lo que todos han llam ado^ formación, Bildung, es decir, a la vez configuración y educación, y en ^ primer lugar, me atrevo a decir, el descubrimiento de su propia lengua T y de sus recursos inexplorados— . La cita siguiente es de Hólderlin: «Lo que es propio debe ser aprendido igualmente como lo extraño». Pero entonces, ¿por qué este deseo de traducir debe pagar el precio de un dilema, el dilema fidelidad/traición? Porque no existe criterio absoluto de la buena traducción; para que tal criterio estuviese disponible sería necesario que se pudiera comparar el texto de origen y el texto resulta­do de la traducción con un tercer texto que sería portador de su sentido idéntico, que supuestamente circularía del primero al segundo. La mis­ma cosa se dice de una parte y de la otra. Al igual que para el Platón del Parménides, no hay un tercer hombre entre la idea de hombre y tal hom­bre singular — Sócrates, ¡no hay necesidad de nombrarlo!— , tampoco hay un tercer texto entre el texto de origen y el texto de llegada. De ahí la paradoja, previa al dilema: una buena traducción no puede aspirar más que a una equivalencia presumible y no fundada en una identidad de sentido demostrable. Una equivalencia sin identidad. Esta equivalen­cia sólo pueue ser buscada, trabajada, presupuesta. Y ía única manera de criticar una traducción — lo que se pueda hacer siempre— , es proponer otra, presunta, tentativa, mejor o diferente. Es, por otra .parte, !o que sucede en el terreno de los traductores profesionales. En lo que con­cierne a los grandes textos de nuestra cultura, vivimos esencialmente de re-traducciones rehechas continuamente. Es lo que sucede con la Bi­blia, con Homero, con Shakespeare, con todos los escritores citados an­teriormente y, con los filósofos, de Platón hasta Nietzsche y Heidegger.

Así, provistos de re-traducciones, ¿estamos mejor armados para resolver el dilema fidelidad/traición? En absoluto. Es insuperable el ries­go que paga el deseo de traducir, y que hace del encuentro con el extra­ño en su. lengua una experiencia. Franz Rosenzweig, que nuestro colega Hans-Christoph Askani ha tomado por «testigo del problema de la tra­ducción» (así es como me permito traducir el título de su gran libro de Tubinga), ha dado a esta experiencia la forma de una paradoja: traducir,

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dice él, es servir a dos amos, al extranjero en su extrañeza, al lector en su deseo de apropiación. Antes de él, Schleiermacher descomponía la paradoja en dos frases: «conducir el lector al autor», «conducir el autor al lector». Me arriesgo, por mi parte, a aplicar a esta situación el vocabu­lario freudiano y hablar, además de trabajo de la traducción, en el sen­tido en que Freud habla de trabajo de la memoria, de trabajo de duelo.

Trabajo de traducción, conquistado a partir de unas resistencias ín­timas motivadas por el miedo, incluso el odio al extraño, percibido come una amenaza dirigida contra nuestra propia identidad lingüística. Pero trabajo de duelo también, aplicado a renunciar al ideal mismo de traducción perfecta. Este ideal, en efecto, no solamente ha nutrido el deseo de traducir y a veces el esplendor de traducir, también provo­có la desdicha de un Hólderlin, destrozado en su ambición por fundir la poesía alemana y la poesía griega en una hiperpoesía que aboliese la diferencia entre idiomas. ¿Y quién sabe si no será el ideal de la traduc­ción perfecta el que, en última instancia, mantiene la nostalgia de la lengua originaria o la voluntad de dominar el lenguaje mediante la vía de la lengua universal? Abandonar el sueño de la traducción perfecta es la confesión de la diferencia insalvable entre lo propio y lo extraño. Queda la experiencia de lo extraño.

Y aquí vuelvo a mi título: el paradigma de la traducción.Me parece, en efecto, que la traducción no plantea solamente un

trabajo intelectual, teórico o práctico, sino un problema ético. Conducir al lector al autor, conducir al autor a! lector, rnn el riesgo de servir y de traicionar a dos amos, es practicar lo que me gusta llamar la hospitali­dad lingüística. Esta es la que sirve de modelo para otras formas de hos­pitalidad afines: las confesiones, las religiones, ¿no son como lenguas extranjeras unas con respecto a las otras, con su léxico, su gramática, su retórica, su estilística, que es necesario aprender para poder penetrar en ellas? ¿Y la hospitalidad eucarística no debe ser asumida con los mismos riesgos de traducción-traición, y también con la misma renuncia a la traducción perfecta? Me detengo en estas analogías arriesgadas y en estos interrogantes...

Pero no quisiera terminar sin haber dicho las razones por las cuales no podemos olvidarnos de la otra mitad del problema de la traducción, a saber, lo recordamos, la traducción en el interior de la misma comuni­dad lingüística. Me gustaría mostrar, al menos muy sucintamente, que es en este trabajo sobre sí de la misma lengua donde aparecen las razo­nes profundas por las cuales la disi meia entre una presunta lengua per­fecta, universal, y las lenguas que < denominan naturales, en el sentido de no artificiales, es insalvable. Cnmo he sugerido, no son las imper­fecciones de las lenguas naturales las que habría que hacer desaparecer, sino el funcionamiento mismo de estas lenguas en sus sorprendentes

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singularidades. Y es el trabajo de la traducción interna el que precia _ mente muestra esta distancia. Me uno aquí a la declaración que domiíj completamente el libro de George Steiner, Después de Babel. Despu' de Babel «comprender es traducir». Se trata aquí más que de una simpí interiorización de la relación con el extraño, en virtud del adagio de Platón de que el pensamiento es un diálogo del alma consigo misma — interiorización que haría de la traducción interna un simple apén­dice de la traducción externa—. Se trata de una exploración origin que pone al desnudo los procedimientos cotidianos de una lengua viva: aquellos que hacen que ninguna lengua universal pueda lograr recons­truirlos en su indefinida diversidad. Se trata realmente de aproximarnos; a los arcanos de la lengua viva y, a la vez, dar cuenta del fenómeno del malentendido, del fenómeno de la no comprensión que, según Schleier- macher, suscita la interpretación, de la que la hermenéutica quiere hacer la teoría. Las razones de la distancia entre lengua perfecta y lengua viva son exactamente las mismas que las causas de la no-comprensión, de la falta de entendimiento.

Partiré de este hecho manifiesto, característico del uso de nuestras lenguas: siempre es posible decir la misma cosa de otra manera. Lo que hacemos cuando definimos una palabra mediante otra del mismo léxico, como hacen todos los diccionarios. Peirce, en su ciencia semió­tica, sitúa este fenómeno en el centro de la reflexividad del lenguaje sobre sí mismo. Pero es también lo que hacemos cuando reformulamos un argumento que no ha sido entendido. Decimos que lo explicamos, es decir, que desplegamos los pliegues. Ahora bien, decir la misma cosa de otra manera —dicho de otra manera— , es precisamente lo que hace el traductor de una lengua extranjera. Encontramos así, en el interior de nuestra comunidad lingüística, el mismo enigma de lo mismo, de la significación misma, el inhallable sentido idéntico que se supone que es capaz de hacer equivalentes las dos versiones de la misma afirmación; es porque, como se suele decir, no hay forma de escaparse de ello; y frecuentemente agravamos el malentendido con nuestras explicaciones. Al mismo tiempo, se lanza un puente entre la traducción interna, la lla­mo así, y la traducción externa, a saber, que en el interior de la misma comunidad la comprensión exige ai menos dos interlocutores: no son ciertamente extranjeros, pero sí otros, otros próximos, si se quiere; así es como Husserl, hablando del conocimiento del otro, llama al otro cotidiano der Premde, el extraño. Hay un extraño en todo otro. Es de muchas maneras como se define, cuino se reformula, como se explica, como se busca decir la misma cosa de otra manera.

Demos un paso más hacia esos famosos arcanos que Steiner no úcja de visitar y de revisitar. ¿De qué nos servimos cuando hablamos y no*; dirigimos a otro?

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Nos servimos de tres clases de unidades: las palabras, es decir, sig­nos que nos encontramos en el léxico; las frases, para las que no existe léxico (nadie puede decir cuántas frases han sido y serán dichas en cas­tellano o en cualquier otra lengua) y, por último, los textos, es decir, secuencias de frases. Es el empleo de estas tres clases de unidades, una apuntada por Saussure, otra por Benveniste y Jakobson, y la tercera por Harald Weinrich, Jauss y los teóricos de la recepción de los textos, el que crea la distancia con respecto a una supuesta lengua perfecta, y ori­gina también los malentendidos en el uso cotidiano de la lengua, y por eso precisamente, hay interpretaciones múltiples y rivales.

Dos palabras sobre la palabra: cada una de nuestras palabras tiene más de un sentido, como vemos en los diccionarios. Es lo que se llama polisemia. El sentido está entonces delimitado en cada ocasión por el uso, el cual consiste esencialmente en filtrar la parte del sentido de la palabra que conviene con el resto de la frase y converge con éste en la unidad del sentido expresado y ofrecido al intercambio. En cada oca­sión es el contexto el que, como se suele decir, decide el sentido que ha tomado la palabra en tal circunstancia del discurso; a partir de ahí, las disputas sobre las palabras pueden ser infinitas: ¿qué ha querido usted decir?, etc. Y es en el juego de la pregunta y de la respuesta donde las cosas se precisan o se enmarañan. Pues no sólo no hay contextos eviden­tes, también los hay ocultos y lo que llamamos connotaciones que no son todas intelectuales, sino también afectivas, ni tampoco totalmente públicas, sino exclusivas de un medio, de una clase, un grupo, es decir, de un círculo secreto; se da así el ámbito disimulado por la censura, la prohibición, lo no-dicho, marcado por todas las figuras de ío oculto.

Con este recurso al contexto hemos pasado de la palabra a la fra­se. Esta nueva unidad, que es de hecho la primera unidad del discurso —pues ia palabra procede de la unidad del signo que no es todavía dis­curso— aporta nuevas fuentes de ambigüedad que recaen principal­mente en la relación del significado — lo que se dice— con el referente — sobre lo que se habla, que es, en última. :nstanda, el mundo— . ¡Vasto programa, como diría el otro! Ahora bien, a falta de descripción com­pleta, sólo tenemos puntos de vista, perspectivas, visiones parciales del mundo. Esta es la razón por la que nunca terminamos de explicarnos, de explicarnos con Jas palabras y las frases, de explicarnos con otros que no ven las cosas bajo nuestro mismo ángulo.

Entran entonces en juego los textos, esos encadenamientos de frases que, como la palabra indica, son texturas que tejen el discurso en se­cuencias más o menos largas. La narración es una de las más notables de estas secuencias, y es particularmente interesante para nuestro propósi­to en la medida en que hemos aprendido que se puede contar siempre de otro modo variando la trama, el hilo argumental. Pero también hay

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toda otra clase de textos donde se hacen cosas diferentes que narrar, por ejemplo, argumentar, como se h ace en moral, en derecho, en política."'?' Interviene aquí la retórica con sus figuras de estilo, sus tropos, metáfolfc ra y demás, y todos los juegos de lenguaje al servicio de innumerables^ estrategias, entre las que se encuentra la seducción y la intimidación en'j^ detrimento de la honesta preocupación por convencer. jjgjíf

De aquí deriva todo lo que se puede decir en traductología sóbre ­las relaciones complicadas entre pensamiento y lenguaje, el espíritu y la sU- letra, y la sempiterna cuestión: ¿es necesario traducir el sentido o tradu^fy cir las palabras? Todas estas dificultades de la traducción de una lengua^ a otra encuentran su origen en la reflexión de la lengua sobre sí misma, que ha hecho decir a Steiner que «comprender es traducir». ,? -w?,

Pero llego ahora a lo que a Steiner más le interesa y que amenaza con hacer bascular todo el propósito en una dirección inversa a la de la experiencia de lo extraño. Steiner se complace en explorar los usos de la palabra en que se persigue algo distinto de lo verdadero, de lo real, es decir, no solamente lo falso manifiesto, a saber, la mentira — pues hablar es poder mentir, disimular, falsear— , sino también todo lo que se puede clasificar de manera distinta a lo real: digamos lo posible, lo con­dicional, lo optativo, lo hipotético, lo utópico. Es una locura — podría decirse— , todo lo que se puede hacer con el lenguaje: no solamente de­cir la misma cosa de otra manera, sino decir otra cosa distinta de lo que es. Platón evocaba a este propósito — ¡y con cuanta perplejidad!— ia figura del Solista.

Pero no es esta figura la que más puede molestar el orden de nues­tro propósito: es la propensión del lenguaje al enigma, al artificio, al hermetismo, al secreto y, por decirlo claramente, a la no-comunicación.De ahí lo que llamaría el extremismo de Steiner que lo conduce, por rechazo de la palabrería, del uso convencional, de la instrumentaliza- ción del lenguaje, a oponer interpretación y comunicación; la ecuación «comprender es traducir» se vuelve a cerrar entonces sobre la relación de cada uno consigo mismo en el secreto que hace que nos reencontre­mos con lo intraducibie, que creíamos haber dejado de lado a favor del par fidelidad/traición. Volvemos a encontrarlo en el camino del deseo de la máxima fidelidad. Pero ¿fidelidad a quién y a qué? Fidelidad a la capacidad del lenguaje para preservar el secreto frente a su propensión a traicionarlo. Fidelidad, desde ese momento, también a uno mismo más que a otro. Y es cie¡ :o que la gran poesía de un Paul Celan bordea lo intraducibie, bordear lo en primer lugar lo indecible, lo innombra­ble, tanto en el corazón de su propia lengua como en la distancia entre dos lenguas.

¿Qué concluir de esta serie de idas y venidas? Me quedo, lo confie­so, perplejo. Me inclino, es cierto, a privilegiar la entrada por la puerta

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de lo extraño. ¿No nos ha puesto en movimiento el hecho de la plura­lidad humana y el enigma doble de la incomunicabilidad entre idiomas y de la traducción a pesar de todo? Y además, sin la experiencia de lo extraño, ¿seríamos sensibles a la extrañeza de nuestra propia lengua? En fin, sin esta experiencia, ¿no correríamos la amenaza de quedarnos encerrados en la acedía de un monólogo, solos con nuestros libros? ¡Ho- noremos, pues, la hospitalidad lingüística!

Pero me doy cuenta también de la otra parte, la del trabajo de la len­gua sobre sí misma. ¿No es este trabajo el que nos da la clave de las di­ficultades de la traducción a d extra? Y si nosotros no hubiéramos bor­deado los inquietantes márgenes de lo indecible, ¿tendríamos el sentido del secreto, de lo intraducibie secreto? Y nuestros mejores intercambios, en el amor y en la amistad, ¿guardarían esta cualidad de discreción — se­creto/discreción— que preserva la distancia en la proximidad?

Sí, sí que hay dos vías para entrar en el problema de la traducción.

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Segunda Parte

LE C T U RAS

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PRINCIPIOS DEL DERECHO DE OTFRIED HÓFFE*

Principios del derecho es la cuarta obra del profesor Hóffe que se ofrece al público de lengua francesa. Público que había recibido en 1985 una Introducción a la filosofía práctica de Kant donde el autor proponía una lectura integral de la filosofía práctica, considerada en toda su dimen­sión temática y metódica, sin olvidar la filosofía del derecho, la filosofía de la historia y la filosofía de la religión. Le siguió en 1988, siempre en el plano de las traducciones, una presentación crítica de la filosofía po­lítica en lengua inglesa con el título El estado de la justicia. John Rawls y R obert Nozick. Esta obra fue el complemento de un trabajo sistemáti­co de una gran envergadura, Justicia política-, traducida en Í9 9 1 . Kant estaba nominalmente ausente del campo de discusión, pero tácitamente presente a lo largo de toda la argumentación. He aquí ahora un volu­men donde la perspectiva trascendental de Kant se ha desarrollado y, además, es confrontada, sucesivamente, con su adversario principal, el utilitarismo, reconocido como la corriente dominante del pensamiento jurídico y político contemporáneo, y sigue con los sistemas que se recla­man seguidoresde Kant en diverso grado recusando las tesis que el autor tiene por indisociables de la perspectiva kantiana. El subtítulo alemán, Ein Kontrapunkt der Moderne, dice bien el propósito del autor, que no es el de practicar una defensa numantina de Kant, sino reivindicar para la perspectiva kantiana un lugar a ia vez modesto e inexpugnable. El vocablo «contrapunto» expresa, a la vez, una concesión en el plano de la evaluación de las fuerzas presentes en el campo conflictivo considerado — ¡Kant, solo, se ha terminado!— y una convicción, los adversarios o los herederos liberados no pueden sacar adelante su propio programa sin reconocer el derecho del momento kantiano de la autonomía y del

* O. Hoffe, Principes du Droit, prefacio de P. Ricoeur, trad, del alemán de J . C. Nlerle, Cerf, París, 1993.

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imperativo categórico, al menos si pretenden proporcionar una baJelt m oral a su teoría del derecho o del Estado.

Pero el kantismo no puede pretender ocupar el lugar que se aca¿* ba de nombrar en la sinfonía concerniente, que constituye la culturall jurídica moderna, si no es objeto de una reevaluación, o de una refor-m' mulación, delimitando bien lo que en él merece ser defendido con elj f título «principios categóricos» en la controversia con «lo moderno». Es mediante un trabajo riguroso de jerarquización y de selección realizadas; en lo vivo de la filosofía práctica de Kant, donde esta nueva obra defL Hoffe se distingue de la Introducción a la filosofía práctica de Kant, y esjgtf gracias a él como la discusión comenzada en El estado de la justicia, yM- sobre todo en Justicia política, puede ser retomada con nuevos interlo-'íf‘ cutores y con argumentos abiertamente más kantianos. Si no se puede pretender alzar el contrapunto al rango de la alternativa, es porque las condiciones de una composición con el adversario están ya reunidas en el propio Kant. La obra entera tiende a demostrar que en Kant el mo­mento «categórico», tal como figura en el título alemán, Kategorische Rechtsprinzipien [Los principios categóricos del derecho], no opera más que enlazado con lo no-categórico, a saber, la componente empírico- pragmática de la cultura jurídica moderna. No se forzarían mucho las cosas, si se dijera que el papel de contrapunto, mantenido antiguamente por la corriente empírico-utilitaria en el discurso kantiano, será a partir de ahora mantenido por lo trascendental en el interior de la filosofía práctica, cuiiMclerada en su totalidad metódica y temática.

Esta preocupación por delimitar bien lo que merece ser considerado categórico explica el orden seguido en la obra: una primera parte está consagrada a la cuestión del fundamento; la segunda parte reagrupa los famosos «ejemplos»: prohibición del suicidio y de la mentira, prohibi­ción de la falsa promesa, deber de asistencia al otro, deber de cultivar sus propios talentos. La tercera parte está consagrada a los renovadores de extracción kantiana.

He evocado la estrategia doble de jerarquización y de selección.El primer propósito domina la primera parte, el segundo, la segunda y la tercera parte. Pero es preciso jerarquizar para seleccionar. Desde este punto de vista, es de la mayor importancia distinguir entre una primera filosofía moral (la ética fundamental de la Fundamentación y de la Crítica de la razón práctica) y una segunda filosofía moral (La m etafísica de las costumbres) y distinguir, desde la primera, centrada en el imperativo categórico general (que se opondrá más adelante a los imperativos jurídicos de la Doctrina del derecho), un nivel que se pue­de llamnr semántico, en el sentido de que trata de la significación del concepto de la moral (buena voluntad, obligación válida para todos los seres racionales, imperativo para los seres finitos como nosotros) y el

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njvel de la ética normativa que trata de los criterios «fe la moral, prime­ro bajo la forma fundamental de la ley practicada madda de la regla de universalización, y luego bajo las tres subfórmulas conocidas como los tres imperativos kantianos. No menos importante es ía distinción, en el interior de la segunda filosofía moral, entre una parte general y una par­re particular. Es la parte general la que está en el centro de la discusión de la presente obra: comporta, uno junto a otro, y con la misma fuerza categórica, el imperativo jurídico en singular (que rige la Doctrina del derecho) y el imperativo categórico de la virtud en singular (que rige la Doctrina de la virtud). La parte particular comporta principios cate­góricos en plural, jurídicos por un lado (por ejemplo la prohibición de la falsa promesa), morales por otro (prohibición del suicidio, etcétera).

Es, pues, a la cabeza de la segunda filosofía moral, en su parte ge­neral, donde se sitúa el imperativo jurídico categórico en singular que merece ser defendida contra toda negación, pero también contra toda revisión. Constituye el núcleo duro de lo que merece ser llamado ética jurídica. La denominación de m etafísica de las costumbres, que se añade a esta segunda filosofía moral, abierta por la ética jurídica, estrictamente paralela a la ética de la virtud, debe ser defendida, en la medida en que ella no significa nada más que su posición no empírica. Pero es preciso, entonces, aliviarla de aditivos teóricos y no prácticos que conciernen al hombre noumenal y disociarla de lo que procede de cualquier otra pro­blemática, como la de la dialéctica de la Razón práctica, prolongada por sus postulados concernientes a Dios, la inmortalidad y !a libertad actual. Como se ve la selección comienza con la diferenciación.

Pero lo importante es situar correctamente la ética jurídica y su im­perativo categórico en singular. Es él, y sólo él, añadido a la semántica que le precede, el que debe ser opuesto al principio utilitarista, que con­siste en promover la mayor felicidad para el mayor número. En cambio, ciertas convergencias con Aristóteles están justificadas, en la mediua en que la diferenciación en el interior de lo categórico conduce al umbral de los principios sustanciales aunque categóricos todavía: en este sen­tido, el libro de Hoffe procede de una crítica de ía crítica, la cual, en el sentido no negativo del término, consiste en una apreciación de la extensión legítima y una inspección de los límites de la crítica de primer grado. Si es una acusación que esta crítica de segundo grado puede valer contra Kant, es porque Kant había mirado demasiado hacia lo alto y había pretendido nua posición exclusiva, haciendo imposible el con­trapunto deseado y consignándolo, a un mismo tiempo, a la acusación de anacronismo. De ahí el título de la primera parte: «¿Contrapuntoo anacronismo?». El autor se emplea en refutar esta alternativa. A este respecto, el reconocimiento de los elementos antropológicos que entran en composición con el momento categórico en la ejecución por Kant

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de su programa —no obstante, sin concesiones— , constituye una de adquisiciones destacables de la obra del profesor Hoffe a pesar de eíl sin concesiones. !

Coloquémonos en este prefacio en lo que concierne directamente la ética jurídica, de la cual ha recordado más arriba el lugar en la arq«; tectónica kantiana, así como la formulación de su imperativo categórico en singular.

Es formulado de la forma siguiente en el parágrafo de la introdu ción a la Doctrina del derecho: «Es justa toda acción que permite, o étí la cual la máxima permite, a la libertad de arbitrio de cualquiera coexis tir con la libertad de los demás siguiendo una ley universal». :

Nos sacudimos el reproche de moralismo si se observa la triple li­mitación intrínseca del imperativo. En primer lugar, libertad significalibertad de acción, por tanto, capacidad de intervenir en un campo de interacción; por otro lado, el principio no regula exclusivamente la le­gislación exterior, como recuerda el verbo «coexistir con»; en fin, no exige, en el sentido semántico de la obligación, más que la legalidad, es decir la conformidad con la regla, no la moralidad en sentido estric­to, es decir, la obediencia del deber por el deber; dicho de otra forma, la convicción (Gesinnung). Pero estas tres limitaciones no afectan a la condición trascendental misma que expresa la fórmula «según la ley universal»: esta exigencia no significa más que la capacidad de aplica­ción igual al arbitrio de cualquiera. Cuando se ha comprendido que la universalidad requerida regula exclusivamente la coexistencia de liber­tades, se puede permanecer firme sobre el estatuto metafísico, es decir no empírico, de un postulado que, como dice el mismo artículo C, «no es susceptible de ser probado ulteriormente». El paso siguiente se im­pone: la legitimación de la coacción está analíticamente implicada en las condiciones de la coexistencia de libertades. Este vínculo puede ser inmediatamente captado, si se observa que la coacción consiste princi­palmente en un obstáculo opuesto a lo que hace obstáculo a la libertad. P<>r ello, no se refiere a dos momentos: la obligación que sigue una ley y la legitimidad de la coacción; si el acuerdo entre las libertades debe ser recíproco, el ejercicio legítimo de la coacción debe serlo igualmente. Este vínculo entre los dos momentos es tan estrecho que el principio de ia posibilidad de una coacción externa viene a ocupar, en el plano jurí­dico, el lugar que la conciencia de la obligación —la Gesinnung— ocupa a título de móviles en el plano de la moralidad tomada en sentido e: ric- to. Así la legalidad, que en la Fundamentación 110 era más que un ~on- traconcepto, se convierte en un principio regulador del orden jurídico.

Si se tiene presente la amplitud del campo jurídico y los límites in- tci r,-\s de los principios jurídicos en plural, no hay lugar para acusar a la filosofía jurídica de moralismo: el «paradigma» que N. Luhmann decla-

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ra perdido puede ser valientemente proclamado como «redescubierto», iuna vez revisitado por Hoffe! Es el paradigma de una moral jurídica sin moralismo y, osemos la paradoja, de una moral jurídica sin moralidad. Esta distancia entre legalidad y moralidad consagra la pertenencia del imperativo jurídico categórico a la metafísica segunda, según el vocabu­lario propuesto por Hoffe.

En cuanto al momento antropológico que hace de contrapunto al momento trascendental, hasta en el texto kantiano —y a pesar de la pretensión mostrada en la Fundamentación de constituir una metafí­sica de las costumbres sin mezcla de antropología— , está presente tá­citamente en ei reconocimiento del estatuto del ser humano como ser razonable finito y, por otro lado, propenso a preferir sus inclinaciones al deber. Pero está abiertamente reconocido en la filosofía del dere­cho desde el punto de vista de las situaciones elementales que ponen a prueba la razón práctica en el plano de la coexistencia de las libertades. Es preciso aceptarlo sin miramientos: la antropología no contamina la moral jurídica, define, dice muy bien Hoffe, el desafío sin el cual el imperativo moral no tiene ninguna función. Deja abierto el imperativo moral en sí mismo.

El autor nos había preparado para aquello que no merece ser lla­mado más que una confesión por su análisis cuidadoso de las máximas m su Introducción a la filosofía práctica de Kant. La regla de univer­salización no se aplica más que a proyectos de acción ya elaborados, cualesquiera que sean sus raíces en inclinaciones que no funcionan sólo como enemigos de la moralidad, sino como «contenidos» para poner en «forma» moral. La filosofía jurídica no escapa a este régimen. La Doc­trina de la virtud debe hacer frente a estas situaciones tipo, tales como el disgusto de la vida por la prohibición del suicidio, el desamparo per­sonal por la prohibición de la falsa promesa, la angustia de otro para el mandamiento de proporcionar auxilio, la pereza, en fin, de espíritu para el mandamiento de cultivarse. La Doctrina del derecho concierne a los desafíos que proceden de las relaciones sociales y que amenazan el proyecto de coexistencia humana, a saber, situaciones donde se está tentado, por ejemplo, de lesionar al otro en el plano del intercambio y de los contratos o en el de la propiedad que dilata «lo mío».

Es lo que en la segunda parte de la obra demuestra con vigor a pro­p ó sito He los famosos ejemplos, a los que somos invitados a clasificar en el tercer nivel de lo categórico, el de los imperativos jurídicos en plural. No son menos categóricos que los del nivel superior, pero su pluralidad proporciona la ocasión de una articulación particularmente fina y dife­renciada de lo trascendental y de lo antropológico. La antropología re­viste ella misma la forma de una antropología jurídica especial, distinta de una antropología general requerida por el imperativo jurídico en sin-

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guiar. Una «experiencia de una riqueza creciente» (O. Hoffe) infiltra jS? formación de máximas sometidas al juicio del derecho. La ética jurídica ' no deja de articularse con las adversidades de la vida en sociedad. Queí los hombres influyen los unos sobre los otros, que cada libertad de ac?" ción tenga que componerse con la libertad de acción de los demás, qué|¿ haya competencia alrededor de bienes más o menos escasos, tales soij* algunos de los rasgos que revela la conditio humana en la esfera jurídica.\

De esta negociación necesaria entre lo trascendental y lo antropoló*-- r gico no es preciso concluir la capitulación del primero frente al según-"®" do. Escapan de lo empírico las condiciones del acuerdo del arbitrio delíf uno y el arbitrio del otro «según una ley universal de la '¡bertad». Eso í, que llamamos «derechos del hombre» no resulta más que de este im pe-^ rativo de compatibilidad universal de libertades de acción. Lo que los"**" distingue de la fórmula general del imperativo jurídico, es el acento pues- 4 to sobre la igual restricción y la igual protección implicadas por la exi- gencia de compatibilidad. A este respecto, Hoffe tiene razón al subrayar que, para Kant, la idea de intercambio prima sobre la de distribución: la justicia es conmutativa antes de ser — y para poder ser— distributiva.

En definitiva, en la gran querella contemporánea alrededor de la cuestión de los fundamentos de la ética jurídica, el proyecto kantiano de ética jurídica puede reivindicar para su beneficio una dimensión in- tegradora que las teorías «sistemáticas», como la de Luhmann, desco­nocen, y a un mismo tiempo pretenden, sin razón, que sea derivada de su combinatoria: Siguiendo el mismo h ilo argumental, se observa que el mismo proyecto pone un freno a ia deriva del pluralismo sin límites de! posmodernismo, mientras que ella hace frente a las múltiples empresas de «desmoralización» de lo jurídico. Pero es al utilitarismo al que Kant replica con mayor éxito, asignándole, gracias a su propio recurso a la antropología, el papel de contrapunto del contrapunto.

El lector encontrará interesante ía discusión planteada por Hoffe en la tercera parte de su obra con aquellos de los teóricos contemporáneos que se reclaman herederos de Kant, pretendiendo sobrepasarlo: se trac ta, entiéndase bien, de J. Rawls, de K.-O. Apel y de J . Habermas.

La noción de contrapunto revela una significación nueva en una estrategia que no tiene ya como blanco el utilitarismo, sino a los com­pañeros de ruta que tienen los mismos adversarios que Kant, teniendo en cuenta las variantes contemporáneas más ricas del utilitarismo. La estrategia de una disputa de familia es bastante diferente a la de una batalla frontal. Con las variantes que mencionaremos, y una vez recono­cida la gran diferencia que distingue a los tres pensadores citados, dos argumentos se retoman en los tres capítulos aludidos: por una parte, reprocha a los tres renovadores del kantismo despreciar el contenido exacto de lo categórico jurídico según Kant; por otra parte, se esfuerza en mostrar que la fundamentación que viene a sustituir a la de Kant, en

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re a lid a d la presupone, so pena de ceder su lugar al adversario. Los dos argumentos se aportan en beneficio del laborioso trabajo de jerarquiza­ción y de selección que ha permitido a Hoffe situar el kantismo en unaposición a la vez modesta e intransigente.

Los dos argumentos se articulan de la forma más viva en su confron­tación con Rawls. Caracterizando su teoría como «política, no metafísi­ca», Rawls ignora la significación de la metafísica práctica kantiana y, al mismo tiempo, el contenido exacto de lo categórico jurídico. En cuanto a los principios de justicia, su formulación está seguramente próxima a Kant, en la medida en que, gracias al velo de ignorancia, la misma pre­tensión universal conduce la discusión desde la situación inicial de equi­dad (fairness) hasta la determinación última de los principios. Todavía se puede poner en duda esta pretensión de universalidad, en la medida en que es la búsqueda de una utilidad máxima media la que está en jue­go en el contrato. También es la demostración misma que, según Hoffe, se diferencia difícilmente de lo que se acaba de llamar un cálculo de uti­lidad media máxima. Falta el momento categórico universal que podría transformar una elección prudencial racional en una elección moral. Me ha parecido que, para Hóffe, en última instancia, la transferencia de la discusión de la esfera jurídico-política a la esfera económica era responsable del carácter finalmente indecidible de la posición de Rawls entre lo categórico y lo utilitario. No podemos negar, sin embargo, el carácter matizado de la apreciación final (p. 222).

La discusión con Apel tenía que ser sutil: ¿quién, actualmente, rei­vindica más vigorosamente que él a favor de un pensamiento trascen­dental?, ¿quién, sin contar a Habermas, ha sabido negociar mejor entre las tradiciones continentales y los modelos de pensamiento angloameri­cano? También Hoffe puede extenderse con satisfacción sobre la «pro­fusión de puntos comunes». Pero ¿el giro lingüístico que Apel eleva a cambio de paradigma — del paradigma de la conciencia al paradigma del lenguaje— permite una mejor fundamentación del imperativo? No señalaré aquí más que la acusación de fundamentación monológica di­rigida contra Kant en nombre del principio de una palabra dialogal, principio incluido en la pretensión de una comunidad ideal de comu­nicación y en la búsqueda de un consenso obtenido mediante la discu­sión. Según Hóffe, la comunicabilidad está virtualmente incluida en la regla kantiana de universalización, como lo subraya, por otra parte, la exigencia de publicidad para todo ejercicio crítico de la facultad de juzgar. Pero, sobre todo, la comunicabilidad está en el centro de la doc­trina del derecho en el tratamiento de la comp tibilidad entre esferas de acción libre. En sentido inverso, se puede c' 'dar de que la noción de consenso ideal permita distinguir entre voluntad común y voluntad universal. También Hoffe puede declarar que la alternativa de Apel está sometida ella misma al criterio kantiano (p. 238). Más inesperada es la

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insinuación de un peligro de hybris, dirigida a una empresa en la cuafff' la omnisciencia y la omnipotencia serían conferidas a la comunidad déllr comunicación, por el hecho de la eliminación de !a problemática, a defigfe cir verdad completamente diferente, de la investigación de lo categórico ¿r — a saber, la de la conciliación de la virtud y la felicidad— , que ocupaJj|r la Dialéctica, tan desacreditada, de la Crítica de la razón práctica : «La - mejor voluntad posible no permite a la comunidad de comunicación "jjT cumplir la tarea formulada por Kant bajo la palabra clave de dialéctica de la razón pura práctica» (pp. 24 1-242). Decididamente, las disputas de >lgj¡ familia no carecen de vigor ni agudeza. « f e

Es preciso acudir, finalmente, a Habermas. Hoffe había polemi-'^ zado ya con este último en la Justicia política, y éste último le había '? replicado. En las páginas consagradas a Habermas tan sólo hay un seg- mentó de una discusión que está en curso. Confrontado con Haber­mas, Hóffe se confiesa, en primer lugar, abrumado por la masa de los conocimientos empírico-pragmáticos que concurren en el opus mag- num que constituye la teoría de la acción comunicativa. La elección de este concepto como eje de discusión, ¿no corre el riesgo de ocultarlo categórico en la profusión de ciencias sociales y referencias hetero­géneas a los fundamentos de estas ciencias? ¿La consideración de las figuras de la patología social no inclina a aplazar, quizá a abandonar, el problema de la fundamentación última que Apel había dignificado?A partir de estas dudas, la crítica se hace sinuosa, quizá puntillosa, ex­presando el malestar de un pensamiento estrictamente crítico ante una empresa que no proyecta nada menos que una teoría general de la sociedad. En una empresa de esta magnitud, el lugar dejado a la fun­damentación trascendental pragmática de Apel no deja de ser cada vez más y más modesto. Y es cuando Habermas se concentra en la ética del discurso cuando su interlocutor se reconoce confrontado con una obra mesurada, donde la universalización recibe al menos el estatuto de «principio puente» (p. 269). Los dos argumentos dirigidos por turno a los miembros de la gran familia de herederos rebeldes encuentran, entonces, un campo de aplicación mejor delimitado. Lo que finalmente le reprocha a Habermas, es, a la inversa de la crítica dirigida a Apel, un exceso de modestia, entendamos, de modestia trascendental. ¿Cómo se puede denunciar una contradicción pragmática en ios adversarios escépticos de la ética del discurso si no es profesando más alto y firme los «principios categóricos del derech o»? Sólo con esta condición, el momento trascendental puede pretende!/ conservar, en el diálogo con las ciencias sociales, su significado de contrapunto, a igual distancia de la sobrevaloración y la capitulación.

Es este alegato tenaz el que confiere al último libro de Hóffe, más que una unidad temática y metódica, la unidad de un tono.

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LAS CATEGORÍAS FUNDAMENTALES DE LA SOCIOLOGÍA DE MAX WEBER*

Mi intención no es dar una visión de conjunto del pensamiento de Max Weber, como hace Pierre Bouretz cuando trata del desencantam iento del m undo; mi empresa es más limitada; se centra en un comentario de rexto aplicado a los primeros parágrafos del capítulo 1 de la primera parte de «Teoría de las categorías sociológicas» en Econom ía y sociedad (Wirtschaft und Gesellscbaft), a la que uno los primeros parágrafos del capítulo 3 «Tipología de la dominación» («Die Typen der Herrscfiaft»). Pero r¡o propongo esta lectura, que es de hecho de gran alcance, sin un h ilo conductor. Disponemos aquí de un texto completamente estableci­do, basado en la notas del mismo Max weber, y excelentemente editado por Winkelmann. Mi hilo conductor responde a un doble interés, temá­tico y metodológico. Desde el punto de vista temático, la construcción tiene por asunto más importante el par dominación-legitimación (H err- scbaft-Legitimitát). (Podemos uuuar sobre la traducción de Herrschaft; adoptamos la de «dominación», en parte en recuerdo de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo en la Fenomenología del espíritu.) Desde el punto de vista metodológico, es interesante seguií a Weber en su tra­bajo de conceptualización. En esto, no prejuzgo nada en lo que respecta a los problemas planteados por Heinz Wisman concernientes a la racio­nalización a gran escala de la historia. Se trata del trabajo del concepto en un texto relativamente corto. Descansa en una estrategia de la argu­mentación, que consiste en el entrecruzamiento de dos procedimientos: uno lineal, que apunta a la determinación conceptual progresiva de la noción de dominación, la cual trabaja a la par con la de legitimación,

* Texto presentado en la conferencia o frecida en So fía (Bulgaria) en el Coloquio M ax Weber (marzo de 1999) y publicado en Divinatio, Casa de las Ciencias del Hombre y de la Sociedad, Sofía, 2000.

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o incluso en tríada, si añadimos el papel de la creencia (Vorstellung). otro procedimiento consiste en una distribución tipológica de las noc|Í nes que añaden al procedimiento lineal un procedimiento expánsií j Mostraremos cómo esta estrategia compleja es apropiada para eí ten de la dominación.

Comencemos por la primera secuencia, de los parágrafos 1 a 6; sé" desarrolla en tres tiempos. Viene, en primer lugar, la definición del prb^r yecto sociológico como ciencia que se propone comprender por inter-V prefación (bedeutendes Verstehen). Es necesario insistir sobre este;etñw parejamiento entre interpretación y explicación: «Llamamos sociología!® a una ciencia que se propone cornprender por interpretación (bedeutenfy des Verstehen) la actividad sociaí, y mediante ella explicar causalment e j su despliegue y sus efectos». ^ iB i l

En esto reside la diferencia con Dilthey, que opone explicar a cora-.», prender. M ax Weber nos ayuda a salir del atolladero creado por esta ' oposición sin matices. Para él, el factor causal está incluido en el movir miento de la interpretación. Y es porque la sociología es interpretativa por lo que puede proporcionar una explicación causal. Es cierto que en la continuación del texto la interpretación se opone, a veces, a la causalidad: pero es a una causalidad desligada de su vínculo con la Deu- tung. Dicho esto, tde qué hay interpretación? Respuesta: de la acción (Handlung). (Prefiero el término acción al de actividad, para acercarme al uso del término en que gusta situarse una corriente importante uc la hísroria y de ia sociología contemporánea.) En este contexto, la acción es opuesta al simple comportamiento, en la medida en que éste es un conjunto de movimientos en el espacio, mientras que la actividad tiene sentido para el agente humano: «Entendemos por actividad un compor? tamiento humano cuando, y en la medida en que, el agente o los agentes le comunican un sentido subjetivo».

La etapa siguiente, decisiva, es aquella en que la definición de la ac­tividad incluye la noción del sentido que ésta tiene para el agente. Pero al mismo tiempo, y es el tercer momento, la acción debe, por otro lado, tener sentido en relación con otros sujetos. La actividad es, así, a la vez, subjetiva e intersubjetiva. La noción de actividad social procede de esta interacción de lo subjetivo y de lo intersubjetivo: «Llamamos acción social (soziale Handlung) a la actividad que, desde su sentido apuntado por el agente o los agentes, se relaciona con eí comportamiento de otro, con relación al cual se orienta su desarrollo».

il elemento intersubjetivo está, así, presente desde el comienzo, y la soci logia es interpretativa en la medida en que su objeto implica, por una parte, un seinido subjetivo y, por otra, la consideración de las mo­tivaciones de los otros. La correlación es fuerte enffe el Verstehen inter­pretativo y su objeto específico: la acción con sentido. Resumiría estos

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cres elementos en la idea de un modelo motivacional que no se opone a ja causalidad en general, sino sólo a la causalidad mecánica, determinis­ta. Podríamos entrar aquí, siguiendo a M ax Weber, en una multiplicidad je detalles que especifique este concepto de actividad social, en parti­cular lo que concierne a la distinción entre adhesión activa y adhesión masiva, que recibe una aplicación en la tipología de la Herrschaft: no actuar, sigue siendo actuar, como en los comportamientos de omisión o de alejamiento de la esfera de acción; entre las otras determinaciones importantes, hay que situar las determinaciones temporales; conciernen a la orientación de la actividad social, por ejemplo en relación con un comportamiento esperado de otro. Hay aquí un rasgo que será anali­zado por Alfred Schütz al hablar de la triple orientación de la acción: hacia los contemporáneos, hacia los predecesores y los sucesores; de este modo se introduce una dimensión no solamente histórica sino más precisamente transgeneracional.-

Esta primera tríada es seguida por una pausa, que ofrece la primera ocasión para introducir la noción de tipo ideal, de hecho ya operante en ¡a obra: consiste en un concepto reflexivo aplicado a la noción de sentido en tanto que constitutiva del objeto de estudio, el obrar con sentido. Lo que tiene sentido para los agentes, es también lo que ofrece sentido reflexivamente para el sociólogo — a saber, la posibilidad de construir ti­pos—. Son construcciones metodológicas, ciertamente, pero en absoluto arbitrarias. Se puede. es cierto, cuestionar la consistencia epistemológica de este concepto proponiendo interpretaciones alternativas. Digamos, en una primera aproximación, que se trata de un medio para identificar, inventariar, clasificar las formas de acción y, al mismo tiempo, un pro­cedimiento que abre un espacio de dispersión para una tipología. Al res­pecto, es necesario situar bien los tipos ideales, a la vez sobre la trayec­toria lineal dei concepto y sobre las redistribuciones expansivas de las tipologías. Hay que partir del hecho de que, para Max Weber, lo que es real siempre es el individuo; los tipos ideales no deben ser disociados de lo que se puede llamar el individualismo metodológico de Max Weber. Siempre nos las tenemos que ver con individuos que se orientan en fun­ción de otros individuos, desde el momento en que la noción de acción social implica la intersubjetividad. En esto, Max Weber no está alejado de la tesis de Husserl en las M editaciones cartesianas, en el punto de la «comunalización de las relaciones intersubjetivas» (Quinta Meditación).

En este m o m e n to del texto aparece sobre el trayecto lineal la pri­mera tipología (de hecho, encontramos muchas tipologías más o menos concordantes en los quince primeros parágrafos; las discordancias im­portan menos que la operación d° proceder de manera tipológica). Esta primera tipología concierne a la noción de actividad social; precede a las de los tipos de legitimación de la dominación:

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Como toda actividad, la actividad social puede estar determ inada:^,, manera racional en su finalidad (zweckrational) mediante sus expect|^‘ tivas, en lo que atañe a los objetos del mundo exterior, el de los otrof . hombres — de manera racional en sus valores (weltrational), mediantelf| creencia consciente en el valor intrínseco de un comportamiento ético1!» estético, religioso u otro, independientemente de su éxito esperado-^ según los afectos, particularmente las emociones, a partir de las pasión nes y de los sentimientos específicos de los actores. Y según la l radición1 (traditional) en virtud de las costumbres inveteradas.

é mAhora bien, distingue aquí cuatro tipos, en otros momentos tresTnoli

hay ninguna rigidez conceptual, sino una operación en el fondo muy*í exploratoria. Un instrumento es puesto a prueba, que conducirá más le­jos en los sistemas de legitimación: no es azaroso que se haya nombrado en primer lugar el zweckrational, al que corresponderá ulteriormente el sistema de tipo burocrático. La virtud de estas tipologías es la de exhibir una fuerte correlación entre la estructura conceptual, en el plano epis­temológico, y el vínculo entre autoridad o dominación y legitimación, en el plano temático. De hecho, la primera tabla es ya, si se puede decir así, una tabla de la legitimación (Geltung). El interés del texto, de su funcionamiento, es el de no comenzar por la legitimación, sino llegar a ella por grados.

Vamos a reparar ahora en los conceptos intermediarios entre esta trilogía — orientación hacia un sentido, orientación hacia otro, noción de acción social— y la noción de dominación. Tres conceptos interme­diarios son propuestos antes de la entrada en escena de la noción de Herrscbaft.

Tenemos, en primer lugar, la noción de orden. El término alemán Ordnung significa más que mandato: no habrá mandato, imperativo, si no es con la Herrscbaft. El concepto más fundamental de orden desig­na una organización o un organismo dotado de estabilidad propia. E l cc?,acepto de Ordnung está a la espera de su complemento, el predicado legítimo: el orden exige ser legitimado para ser orden. En efecto, el parágrafo Ordnung propone una nueva tipología que descansa precisa­mente en la legitimidad. El concepto de Geltung, que pasará progresi­vamente al centro de atención, consiste primariamente en una exigencia de reconocimiento. El alemán Geltung juega sobre el carácter activo de la demanda, de la reivindicación, de la pretensión; lo que en ing ís se llama claim. Bajo el título de Ordnung, esta exigencia de legitin :dad figura bajo eí concepto de garantía: el orden puede ser garantizado (ga- rantiert) por unos afectos, por un abandono de orden sentimental, o de manera racional según ios valores, o en virtud de la fe en su validez, o de manera religiosa, o únicamente en función de la espera de ciertas consecuencias específicas externas, por ejemplo, situaciones que ponen

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en juego un interés. Una vez más la operación de distribución mediante tipos se revela extraordinariamente inestable, gracias a una elaboración conceptual cada vez más acotada, por determinación progresiva. Lo im­portante sigue siendo que el problema de ia legitimidad sea introducido mediante el del orden. En este sentido, no tiene que ver con una vista desde arriba, si se puede decir así, sino desde abajo, la que llevan a cabo los agentes sociales — por anticipar la comparación con otras empresas más recientes sobre las que volveremos para terminar— ; son los agentes los que pueden otorgar a un orden una validez legítima: en virtud de la tradición, en virtud de una creencia de orden afectivo, en virtud de una creencia racional en los valores, en virtud de una disposición positiva a ia igualdad, poco importa, una vez más, las discordancias entre tipolo­gías: no se trata más que de clasificaciones exploratorias que se imbrican entre sí.

El segundo concepto intermediario es el de la diferencia entre dos funcionamientos del Ordnung, del orden, según sea integrador o sim­plemente asociativo. Y estarnos aquí propiamente en el trayecto de la legitimación. La diferencia es la siguiente: o bien los agentes tienen el sentimiento de una pertenencia común, forman una Gemeinschaft (po­demos utilizar el término sustantivo de Vergemeinschaftung, de comu- nalización), o bien consideran su vínculo recíproco como una relación cuütrsctncií, s iendo el vínculo más exterior e implicando de manera menos personal a los agentes: es la Gesellschaft. Coincidimos aquí con una distinción clásica en la sociología alemana de la época, y que des­graciadamente ha tenido terribles consecuencias: aunque no haya sido la intención de Weber, los sociólogos nazis han magnificado ía comuni­dad contra la asociación; un mal uso de la famosa dicotomía propuesta por Tónnies. A este respecto, se puede afirmar que Max Weber se sitúa del lado Gesellschaft que figura en el título de la obra, más que del lado Gemeinschaft. De hecho la preferencia dada a la relación asociativa proviene de la tradición jurídica del contrato en Hobbes, Rousseau, Kant. Es necesario recordar también que todos estos conceptos están destinados a cubrir a la vez el campo económico, el campo jurídico, el campo político, como vemos en la continuación de la obra de Max Weber. Son necesarios, en efecto, operadores suficientemente potentes para cubrir al menos estos tres campos, quizás también el de la religión. Lo que cucnta, además de la formalidad del contrato, es la naturaleza opositiva entre el vínculo de Gesellschaft y el de Gem einschaft, culmi­nando el primero posteriormente en el sistema administrativo. Pode­mos, por otra parte, reservarnos la idea de que la combinación entre estos dos conceptos es más fecunda en lo que concierne a la producción del vínculo social, del querer-vivir juntos, como es el caso en Hannah Arendt.

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Viene a continuación, como concepto vinculante, el de cierre; signa el grado de clausura de un grupo o agrupación (Verband). Lo que" está en juego aquí, es la identidad colectiva, en la medida en que depen-* de de la existencia de límites, territoriales u otros, que deciden sobre! la pertenencia o no de tal o cual individuo. Pienso aquí en la obra d ? Michael Walzer, Spheres o f Justice, que comienza precisamente con u n í capítulo titulado «Membership»; se trata aquí de reglas que regularizar inclusión y, por consiguiente, también la exclusión, igualmente signifi-1 , cativas, de ía constitución de la identidad de un grupo. A este respectos- la elaboración dei grado de clausura de un grupo se prosigue en J espa-“ ció conceptual de la motivación (cf. los «motivos de cierre»).

Llegamos al tercer concepto intermediario, el de jerarquía. Procede” de una diferenciación en el seno de grupos cerrados entre ios dirigentes y los que son dirigidos: «El orden es reforzado por una parte específica del grupo que es el portador del poder». Ciertamente, estamos aquí en el umbral del concepto político; pero la distinción entre dirigir y ser di­rigido opera en los tres niveles: económico, jurídico y político; destacar que la acción de dirigir es nombrada antes que a su portador, el dirigen­te, y antes que el acto de mandar que estará unido a la especificidad del concepto de Herrscbaft. La determinación progresiva de los conceptos mayores avanza así al mismo paso que el problema de la legitimación. A propósito de esto, la problemática hegeliana deí reconocimiento perma­nece constantemente en el trasfondo de ía cuestión de la legitimidad: es ella la que está anticipada mediante la contestación eventual de toda po­sición dirigente con respecto a la posición de subordinación. Al mismo tiempo, vemos dibujarse la unión entre la problemática de la legitima­ción y la de la violencia: ningún poder directivo se establece solamente sobre reglas formales; es instituido, por otra parte, por imposición de constricciones: la amenaza del uso de la fuerza se sigue encontrando en el horizonte del problema de la autoridad. Max Weber hace aquí una larga pausa y se pregunta si pueden existir sociedades exentas de reglas constrictivas. No es plausible, dice, que una forma de gobierno pueda satisfacer absolutamente a todos. Hay diferencias de interés, de edad, etc. Y la suposición por la que la minoría querrá someter a la mayoría reintroduce el elemento de coerción. Se podría pensar que sólo en el seno de un grupo unánime la constricción estaría ausente; en realidad, tal grupo podría ser el más coercitivo que existiera. La ley de la unani­midad es más peligrosa que la ley de la mayoría, la cuai es la única que permite identificar a la minoría, y así definir sus derechos. Por utilizar la retórica de Orweil, podríamos decir que en 1793 todos los franceses eran iguales, con la excepción de los que eran más iguales que otros, los cuaics eran enviados a la guillotina. La fuerza del razonamiento de Max Weber, a favor de la regla de la mayoría, es el siguiente:

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Es impuesto (en el sentido de nuestra terminología) todo reglamento que no sea establecido por una estipulación libre y personal de todos los participantes, consecuentemente, también sobre una decisión tomada por la mayoría a la cual la minoría debe someterse. Por ello, la legiti­midad de la decisión tomada por la mayoría no ha sido frecuentemente reconocida y sigue siendo problemática durante largos periodos.

El concepto subyacente de reconocimiento aparece aquí absoluta­mente central. Pero se ve también que un acuerdo, incluso voluntario, implica una parte de imposición.

Podemos hacer balance; hemos seguido el recorrido conceptual siguiente: acción social, alternativa asociación-integración, cierre de gru­po, jerarquía, la cual incluye a su vez una estructura de autoridad. Es en este momento, solamente, en que Max Weber introduce la Herr­scbaft como concepto de pleno derecho, a saber — y la precisión es muy importante—, la relación mandato-obediencia. Algunos traducto­res, Parsons en particular, traducen Herrscbaft por autoridad, otros, por control imperativo. Reservo dominación, entre otras, por la razón ya evocada más arriba, de la proximidad con la problemática hegeliana. Cito: «Dominación (Herrscbaft) significa la probabilidad (Chance) de que una orden con un contenido específico dado sea obedecida por un grupo determinado de personas».

Son, pues, centrales las ideas de mandato y de obediencia. La Herr­scbaft es definida por la expectativa de la obediencia de otro. E! sis­tema del poder debe, pues, disponer de una cierta credibilidad que le permita contar con la obediencia de sus miembros. Pero la cuestión de la constricción física queda constantemente emparejada con la de la legitimación, de la Geltung. Es necesario insistir sobre este punto, pues con demasiada frecuencia se ha leído aisladamente del texto que a con­tinuación menciono, en que Max Weber parece ligar la definición del Estado, no a su finalidad, sino a su único medio, como lo hará Lenin en El Estado y la revolución-.

No es posible definir una organización política, tampoco el Estado, en virtud del fin al que su actividad está ordenada; por ello se puede definir el carácter «político» de una organización únicamente por el medio que le es propio, el uso de la fuerza. Este medio le es, ciertamente, específico e indispensable desde el punto de vista de su esencia. Y en uertas cir­cunstancias, es elevado a un fin en sí.

Pero si lo restituimos al contexto, el predicado importante es el de «legítimo». Leemos una página más arriba: «La estructura aei poder estatal depende del hecho de que reivindique con éxito, en la aplicación de los reglamentos, el monopolio de la coerción física legítima».

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Todo lo siguiente verificará que la problemática de la Herrschaft es, de principio a fin, una problemática de legitimación en relación con; amenaza de la utilización de la violencia. Hasta el extremo de que, áe hecho, tenemos un sistema de cuatro términos: dominación, legitinji- dad, violencia y creencia. »»

Podemos detenernos nuevamente en el uso que se hace aquí de cier­tos tipos ideales, como lo hemos hecho tras una primera pausa; tsé puede objetar algo contra este recurso a conceptos, si no ahistóricos, menos transhistóricos, válidos para todas las sociedades precolombinas*' asiáticas u otras? Podemos dar la siguiente respuesta provisional: en una perspectiva que siguiera siendo historicista, seríamos simplemente inca-í paces de hablar de organización diferente de la nuestra, si no pudiéra-> mos identificarlas sobre la base de conceptos analógicos, susceptibles de- dar cuenta en nuestro universo lingüístico de lo que se elabora en otro campo cultural. Si nos mantuviéramos en un estado de total indiferen- cia, como quisiera una ideología de la diferencia, no podríamos ni tan siquiera nombrar las diferencias, además de que éstas se convertirían en indiferentes. Se puede articular otra crítica: además de su carácter ahistórico, ¿tienen estos conceptos un valor puramente descriptivo o no tienen también un valor crítico disimulado? La Escuela de Frankfurt se va a sumergir de lleno en este asunto, confiriendo a los tipos ideales un valor de denuncia, que recaerá precisamente en el par violencia-le; mación.

Dejemos estas cuestiones en suspenso. Y pasemos al tercer gran capítulo de la obra, «Legitimitát der Geltung». La legitimación figura aquí como requerimiento, reclamación, reivindicación (claim ). La tesis central es que todo poder reclama una adhesión, que esta reclamación pretende ser legítima, y en este sentido apela a la creencia. Ái comien­zo del capítulo, Weber procede a una recapitulación de los conceptos necesarios para la estructuración del concepto de exigencia de legitimi­dad; son los que acabamos de recorrer: Ordnung, ordenamiento, dis­tinción entre comunalización y socialización, apertura versus clausura, amenaza de uso de la violencia. Viene a continuación el examen de la reivindicación de legitimidad. Lo que es muy interesante, y quizás acabe siendo sorprendente, en este texto —y que nos conducirá enseguida a desplazar la noción de tipo ideal más allá de su simple función de clasificación— , es que la creencia por la que los agentes responden a la exigencia de legitimidad está presentada como un suplemento — cate­goría trabajada, dicho sea de paso, por Jacques Derrida— . Suplemento '-de qué? De las formas conocidas de motivación: «A la costumbre, a las ventajas personales o estrictamente afectivas de credibilidad, se añade el factor suplementario de la creencia en la legitimidad»; la creencia en la legitimidad indica algo de más, y es este más el que debe intrigarnos.

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En un sentido, toda la tipología que se va a presentar (tiene que ver con este más. Por otra parte, en el texto citado, leemos un poco más arriba: «La experiencia muestra que ninguna dominación se contenta de buen grado con fundar su perennidad sobre motivos o estrictamente materiales, o estrictamente afectivos, o procediendo estrictamente de ideales»; son enumerados aquí tres casos de garantía de acción social. «Más bien (zumal) todas las dominaciones buscan despertar y mantener la creencia en la legitimidad.» Es la experiencia, dice, la que lo muestra. Como si no pudiera derivar este factor de los conceptos fundamentales que han sido elaborados con tanta precisión. La creencia en la legiti­midad es un suplemento que debe ser tratado como un hecho puro y simple derivado de la experiencia. Quizás este hecho está destinado a permanecer enigmático. La creencia añade algo, que permite a la reivin­dicación ser entendida, admitida, por los que ejercen esta Geltung, esta demanda. Como vemos, no deja de tener relación con la problemática del reconocimiento. Pienso en un bello texto de Gadamer donde dice que toda obediencia a una autoridad descansa en el reconocimiento de su superioridad (Uberlegenheit). Si, en efecto , dejo de creer en la supe­rioridad de la autoridad, ésta retorna simplemente a la violencia. Me pregunto, por otra parte, si no podríamos encontrar aquí algo de la noción marxista de Mehrwert, de plusvalía, pero extendida más allá de su limitación al mercado, que hace que la plusvalía consista en una retención operada sobre la fuerza del trabajo vivo, engendrando así la acumulación del capital; en el fondo, Marx consideraba este mecanismo enigmático, sospechoso aquí de algún residuo de teología, como yernos en el famoso capítulo sobre el «fetichismo de la mercancía» al final del tomo I de El Capital, De la misma manera que el poder sólo funciona si un plus se vincula a las motivaciones conocidas, lindamos aquí con la raíz del fenómeno ideológico, con la búsqueda de una plusvalía de valor que amenaza siempre con faltarnos. Althusser aporta a este respecto una contribución importante en su teoría de las instituciones simbólicas de la dominación.

Sobre la base de este enigma se despliega ia famosa tríada de los tipos de dominación legítima:

Hay tres tipos de dominación legítima. I.a validez de esta legitimidad puede principalmente basarse: uno, sobre motivos racionales, que des­cansan en la creencia en la legalidad, de ¡os reglamentos instituidos y del derecho a dar directivas que tienen los que están llamados a ejercer la autoridad con estos medios; dos, sobre motivos tradicionales, que descansan en la creencia cotidiana en la salud de las tradiciones inme­moriales y en la legitimidad de los que están llamados a ejercer ia auto­ridad mediante estos medios (autoridad tradicional); tres, sobre motivos carismáticos, que descansan en !a devoción con respecto a la santidad

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excepcional, a la virtud heroica o al carácter ejemplar de una persoriá individual o, incluso, al orden revelado o emitido por ella (autoridácT carismática).

El orden de presentación es aquí importante: es un orden descen'- dente en claridad y creciente en opacidad. Quizás este rasgo tenga que », ver, finalmente, con el funcionamiento de los tipos ideales, en la medida k en que éstos están íntimamente acordes con la racionalidad potencial de*= su referente. Sigamos el orden descendente, que no tiene carácter h is- ¿ tórico alguno; hay incluso razones para pensar que, históricamente, las"?: cosas han sucedido en orden inverso: de lo carismático a lo tradicional, y de lo tradicional a lo racional. Efectivamente, hay toda una parte de la sociología de Max Weber de la que podemos sospechar que está motiva­da por consideraciones de filosofía de la historia, o incluso de teología de la historia, o de teología invertida de la historia. Pero permanecemos aquí en el cuadro de una tipología, y es importante que sea una tipo­logía ordenada según grados de racionalidad creciente. Lo que es más pensable, es la motivación racional que descansa en la creencia en la legalidad. Con lo carismático, a través de lo tradicional, rozamos lo que se presenta más opaco. Los desarrollos más amplios están, en efecto, consagrados a la autoridad que descansa en la creencia en la legalidad de los reglamentos y en el derecho a dar órdenes. Se proponen cinco criterios de los que aquí sólo consideraremos ei primero:

No importa que la norma legal pueda ser establecida por consentimien­to mutuo o por imposición por motivos de oportunidad o racionalidad según valores o los dos, con la pretensión de ser seguidos, al menos, por los miembros de la organización.

Lo que aquí es tenido en cuenta es únicamente la estructura formal de la creencia. La exposición de los otros criterios procede, a su vez, por orden de racionalidad decreciente, partiendo de los aspectos más despersonalizados a los más personalizados de la organización, en la medida en que la creencia en la formalización sigue siendo, al mismo tiempo, creencia en la calidad de aquel que ejerce esta reivindicación. Podemos desde ahora preguntarnos si, en cada sistema efectivo de do­minación, no subsisten, a título residual, los signos de lo carismático en lo tradicional y de lo tradicional en lo legal. Si subrayamos simplemen­te la conjunción entre lo que es llamad' dirección administrativa, que caracteriza ai sistema burocrático en su conjunto, se puede decir que representa en el plano tipológico ei punto extremo de ia racionalidad según la legalidad. Podemos preguntarnos aquí si la tipología está ver­daderamente desprovista de evaluación, si es ciertamente wertfrei: se puede sospechar un prejuicio de racionalidad que se expresa más clara-

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mente en el funcionamiento de la autoridad. Es cierto qnc M ax Weber no disimula la importancia de las cuestiones de persona y de carisma, adheridas al ejercicio de lo que el autor llama control: la cuestión no deja, en efecto, de plantearse, de si todo trazo de carisma o de tradi­cionalidad ha desaparecido del poder de control ejercido sobre los sis­temas burocráticos existentes. Y, siempre, tal control es posible sólo de una manera muy limitada, por parte de no especialistas sobre expertos, que acaban, las más de las veces, superando al ministro falto de cono­cimiento, siendo, en principio, su superior. Este texto es muy notable: la cuestión de saber quién controla el aparato burocrático resume toda la relación del experto y del político. La hipótesis que me formo en la lectura de esta tipología es que el tipo ideal de la legalidad sigue siendo una forma de dominación, en la medida en que en ella se discierne algo de las otras dos estructuras de reivindicación, la legalidad que tiende a disimular algunos residuos de dominación tradicional y de motivación carismática. Estaríamos, entonces, en el terreno de Norbert Elias, para quien la confiscación de la amenaza de la fuerza, del uso de la violencia, permite establecer un orden simbólico que habría escondido su violen­cia bajo su simbolización. Encontramos algo parecido en el sociólogo Pierre Bourdieu. Pero en Max Weber permanecemos en el plano de una pura tipología abstracta y neutra. No hay en él la sombra de un ejercicio de sospecha, como sucederá con la Escuela de Frankfurt. Digamos, al menos de manera prudente, que ningún poder funciona sobre la base de un tipo único y aislado, y que todos los sistemas reales de poder impli­can, sin duda, en proporciones diferentes elementos legales, elementos tradicionales y elementos carismáticos; el tipo legal sólo funciona sobre la base de lo que subsiste en él de tipo tradicional y carismático.

Llegamos, pues, rápidamente, a lo más conocido, a la definición de los tipos tradicionales y carismáticos. Lina dominación es calificada de tradicional cuando su legitimidad es reivindicada y admitida en virtud del carácter heilig ligado a la vetustez misma del poder antiguo. El ca­rácter opaco de lo tradicional en relación con lo racional está marcado con el término sagrado. Dejo de lado muchos detalles concernientes a los medios de funcionamiento. Insisto solamente sobre el carácter des­cendente, decreciente, de racionalidad de la clasificación entera. Aca­bamos con la definición del proceso de legitimación de la dominación carismática: descansa en el abandono extraordinario en la sacralidad, en la fuerza del heroe, en el carácter ejemplar de una persona o en el orden de las cosas revelado o creado por eíia.

Para esclarecer este pasaje propongo evocar el momento de los Prin­cipios de la filosofía del derecho de Hegel en que la racionalidad, ligada a la idea de constitución (Verfassung), desemboca en la figura del prínc'pp. la cuai no está ligada a la monarquía, sino que constituye el punto ciego

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de toda estructura de poder: a saber, la capacidad de tomar decisiones?" la- cual en un sistema de poder permanece siempre subjetiva hasta cierto" grado (Principios de la filosofía del derecho, § 273). Se puede sospechar del fenómeno de la personalización del poder: es abordado en términos ■ vecinos a los de Hegel por Eric Weil en su Filosofía política, donde dice ’ que «el Estado es la organización de una comunidad histórica. Organi-’s zada en Estado, la comunidad es capaz de tomar decisiones» (§33). ¿Lat' capacidad de tomar decisiones no concierne siempre a algo tradicional, es decir, algo carismático? Toda la problemática es así, de principio aM;- fin, una problemática de credibi';dad. Citemos un último texto de Max Weber: «Sobre la validez del carisma decide el reconocimiento de los que están sometidos a la autoridad». Es destacable que sea en el parágrafo sobre el carisma cuando se hable de reconocimiento; pero, quizás, éste constituye la problemática que gobierna todo el imperio de la Geltung, en tanto que pretensión de todo aquel que ejerce una autoridad, un mando.

Quisiera, para concluir, volver a nuestro hilo conductor: la relación entre el interés temático y el interés metodológico, que concierne a la marcha de la construcción conceptual. Debemos preguntarnos aquí sobre el carácter apropiado de la estrategia de argumentación en rela­ción con la problemática de la dominación, de su legitimación y de su credibilidad. La construcción lineal, por una parte, y arborescente, por otra, ¿no se da en una relación de intimidad profunda con la temática misma de la dominación/legitimación? ¿La pieza clave escondida no sería el dominio, mediante ia racionalidad sociológica, de la irracionali­dad residual vinculada con el fenómeno mismo del ejercicio del poder? Hemos notado el orden de racionalidad decreciente de la tipología de la legitimación. ¿Este orden no es, por el contrario, un orden de opa­cidad creciente frente a lo que nos ha aparecido como un suplemento, el zum al de la creencia, en el cual se refugia el enigma mismo del reco­nocimiento? ¿El trabajo de racionalización no opera, si se puede decir, a contra-pendiente o a contra-esfuerzo de la opacidad de los conceptos examinados, hasta este último residuo de la creencia?

Confrontados a estas cuestiones, ¿qué recursos encontramos en la lectura de otros sociólogos menos sometidos a una lectura de arriba aba­jo del fenómeno de la autoridad — aunque una lectura de abajo arriba, partiendo del fenómeno carismático, subsiste en filigrana en la tipología de Max Weber— ? Entre las otras lecturas de arriba abajo, encontramos •a obra de Norbert Elias, consagrado a la manera en que el sistema estatal se impone de manera imperiosa gracias a la monopolización de la violencia física camuflada en violencia simbólica; lo importante con­siste, entonces, en la correlación entre el progreso de la civilidad en el nivel de los sistemas de poder y el autocontrol intelectual, práctico y afectivo, en el nivel de los funcionamientos individuales.

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Sería necesario, por tanto, hacer entrar en juego lecturas cruzadas, que procedieran a la vez de abajo arriba y de arriba abajo: encontraría­mos, entonces, estrategias de negociación, de apropiación, en que se restituiría a los agentes sociales un poder decisivo de iniciativa. Pienso aquí en los trabajos de microhistoria de los italianos Cario Ginzburg (Le fromags et les vers, Uunivcrs d ’un meunier du XVF siécle)*, de Giovanni Levi (Le pouvoir au village)** o, incluso, en algunos trabajos de socio­logía de la acción, como el de Luc Boltanski y Laurent Thévenot (De la justificatíon: les économ ies de la grandeur). Se aprende de ellos que los agentes persiguen la legitimación de su acción en una pluralidad de ciudades o de mundos, apelando a una tipología de un nuevo género, ya no en términos de modelo de obediencia a la autoridad, sino de tipos de argumentos de legitimidad ejercidos por los agentes sociales mismos, actuando sucesivamente en la ciudad de la fama, en la de la inspiración, la del intercambio comercial, la de la industria, la de la ciudadanía; se encontrará en Michael Walzer (Spheres o f Justicé) la misma pluralidad de los órdenes de legitimación, y un parecido interés acordado a las es­trategias de la negociación y del compromiso, irreductibles a la simple relación de dominación y obediencia. Podríamos, entonces, ensanchar el espacio de constitución del vínculo social y de la búsqueda de identi­dad colectiva explorando con Michel de Certeau y Bernard Lepetit las múltiples estrategias de apropiación de las normas puestas en práctica por los actores sociaies. Todos estos trabajos tienen en común la preo­cupación por la constitución del vínculo sociai, gracias a una gran varie­dad de procedimientos de apropiación y de identificación.

¿Estaríamos completamente alejados de Max Weber y de su teoría de la dominación legítima? No lo creo. Habríamos, simplemente, si­tuado sus análisis en un espacio social recorrido por una multitud de estrategias apropiadas cada vez a transacciones de un género diferente. Quizás, incluso, encontráramos en estos trayectos diversificados, otras contribuciones de Max Weber en la exploración de la formación del vínculo social y político, como en El político y el científico. A lo que quizás hayamos renunciado es a la neutralidad axiológica fieramente reivindicada por la teoría de las categorías sociológicas fundamentales de Econom ía y sociedad.

* C. Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XV 1, trad, de F. Martín, El Aleph, Barcelo na, 31994. [N. del E.]

* * G. Levi, Le pouvoir au village, Gailimard, París, 1989. [N. del £ .]

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LAS PROMESAS DEL MUNDO: FILOSOFÍA DE MAX WEBER -v* I)E PIERRE BOURETZ*

Píerre Bouretz me ofrece el gran placer de decir a sus lectores lo que me ha parecido ser la fuerza y la originalidad de su libro. Muchos trabajos excelentes se han centrado en la contribución de Max Weber a la episte­mología de las ciencias sociales, ya se trate de la relación entre la expli­cación y la comprensión en la noción mixta de «explicación comprensi­va», o del individualismo metodológico, permitiendo una reducción de las entidades colectivas a construcciones derivadas de las interacciones humanas. Otros han puesto el acento en la ética adyacente a esta epis­temología, bajo el título de la «neutralidad axiológica». P. Bouretz ha optado por subordinar estas dos importantes innovaciones a la cues­tión que le parece subyacente a las demás, la del desencantamiento del mundo. Max Weber se encuentra así situado en compañía de grandespensadores de lo puhtiCG; ílobbcS , MacjUiáVcIu, ílc^cl, xvíaL'X_Uuávez elegido este eje, P. Bouretz se ha dedicado a «verificar» su hipótesis principal transportándola sucesivamente a los campos de lo económico, de lo político y de lo jurídico. Espera convergencias y correlaciones entre los resultados recogidos en estos tres campos que suministren el equivalente filosófico, único disponible, de lo que sería la verificación y la refutación en la ciencia política descriptiva. Para reforzar la estrategia de la prueba, E Bouretz se dispone a una confrontación con las inter­pretaciones más importantes, tanto en lengua francesa como en otras lenguas, de la sociología weberiana, o de ia filosofía subyacente en su gran obra. El lugar ocupado por ei autor en este concierto crítico se en­cuentra, así, claramente delimitado: adoptando en sus grandes líneas el diagnóstico «escéptico» dirigido por Max Weber sobre el destino de la

* P. Bouretz, Les Promesses du monde: philosophie de Max Weber, prefacio de P. Ricoeur, Gallimard, París, 1996, pp. 9-15.

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racionalidad moderna, resiste vigorosamente a la fascinación «nihilista» a que induce el neonietzscheanismo weberiano. Se puede, en efecto, hablar de resistencia en la medida en que el asunto filosófico de toda la obra consiste en localizar los momentos en los que el análisis weberiano de la Modernidad entrega a una especie de desánimo especulativo la ca­pacidad de la racionalidad para seguir constituyendo, todavía en nues­tros días, un instrumento de liberación. De ahí el tono patético conte­nido en un libro escrupuloso y analítico, que descubre a un pensador implicado vivamente en el tema del desencantamiento del mundo y bus­cando razones fuertes para no desesperar de la razón. No es por azar si, en el epílogo, -,e deja una última palabra a un visitante inesperado, Wal- ter Benjamin, cuya palabra clave en filosofía de la historia era Rettung, salvación, salvamento. P. Bouretz parece, entonces, decirnos: si Max Weber tiene descriptivamente razón, ¿cómo no darle axiológicamente ia razón? «Cuestión mortal», habría dicho el filósofo Thomas Nagel...

Si la tesis del desencantamiento del mundo es la verdadera clave de !a obra de Max Weber, se impone entrar no por los Ensayos sobre la teoría de la ciencia, tal y como los había reunido para nosotros Julien Freund en 1965, sino por los escritos consagrados a la sociología de las religiones. Es, en efecto, en la esfera de la motivación religiosa de la acción donde deben buscarse las raíces del desencantamiento. La idea misma de desencantamiento aparece sobre el trasfondo de un mundo encantado, el de la magia y los ritos, en el cual el ser humano habita armoniosamente. Se vuelve, entonces, al profetismo judío, rompiendo con este mundo encantado, al iuuodudr, a la vez, las promesas de la racionalidad y las fuentes lejanas del desencantamiento. Desencanta­miento doble, en la medida en que a la pérdida del jardín encantado se suma la pérdida de nuevas razones para vivir vinculadas a la racio­nalización de la vida ética por el mandamiento moral. Será un tema constante en Max Weber: la vuelta de la racionalidad contra sí mis­ma es contemporánea de su triunfo. P. Bouretz sitúa con precisión el momento del giro: es contemporáneo del nacimiento de las grandes teodiceas del próximo-oriente; ¿cómo, preguntan estas últimas, la im­perfección del mundo puede ser soportada, si este mundo es la obra de un dios único poderoso y bueno? Esta decepción abre una alternativa: o la huida fuera del mundo, o el ascetismo intramundano. Esta segunda rama de la alternativa triunfa con el puritanismo anglosajón. La impor­tancia de este momento no debería ser subestimada: es, como se sabe tras la lectura de L a ética protestante y el espíritu del capitalism o, el tiempo eje, si podemos tomar esta expresión de Karl Jaspers, aquel en el que el motivo que domina la economía moderna se articula sobre una motivación religiosa fuerte, portadora de toda la ambivalencia ulterior, vinculada al tema de la racionalización del mundo. La confrontación

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con la explicación materialista de Marx cesa, entonces, de constituir eí51 motivo principal de la controversia: es la posición simultánea de lafe ética protestante y de la motivación económica, en la trayectoria de^alfF racionalización y del desencantamiento, la que da su sentido fuerte,>aj| la conjunción de lo religioso y de lo económico. Pero se puede, desde» 1 este estadía, preguntar si es cierto que el recorrido de Max Weber. afS, través de !a.% figuras de lo religioso, hasta el punto de confluencia con"'l|^ problemática económica, no admita ninguna lectura alternativa. En la’* misma perspectiva, que será finalmente la de Pierre Bouretz, a saber,* lafjf: de la resistencia al nihilismo inducida por la tesis de la vuelta contratsíjff misma de la racionalización del mundo, podemos preguntarnos si Max Weber no ha eludido sistemáticamente la cuestión de la univocidad de'S * su interpretación global del fenómeno religioso, y si no ha usurpado losl^ títulos de la neutralidad axiológica del científico en beneficio de uná~-“ interpretacíón global altamente problemática, que sitúa la tesis del des­encantamiento del mundo en el mismo nivel que la astucia hegeliana. ¿La teodicea ha sido verdaderamente la cuestión más importante ligada al profetismo judío? ¿La preocupación por encontrar una garantía y un seguro contra el riesgo de condena ha sido la motivación religiosa ex­clusiva del cristianismo y, más específicamente, del puritanismo? ¿Qué ha sido de la salvación por la gracia, y de la fe sin garantía, con relación al tema, quizás sobrevalorado, de la predestinación? Sería interesante saber si M ax Weber ha encontrado en su obra, que Pierre Bouretz de­clara muchas veces ambivalente, el problema de la equivocidad en la interpretación de los fenómenos culturales a gran escala.

Podríamos plantearnos, desde el lado económico, cuestiones simé­tricas. Concernirían al otro término del par que Weber recompone, cuando añade, junto a tal motivo religioso de ia inversión de la fe en la vocación terrestre, el motivo racional generador de la empresa capita­lista: la acumulación del capital bajo la égida del espíritu de empresa.¿Es este motivo el único foco generador de la racionalidad económica? ¿Qué sucede con las virtudes vinculadas al intercambio y al comercio y a la ligazón percibida por Montesquieu entre estas virtudes y lo que este último llama la «libertad inglesa»? La cuestión recurrente de la plu- rivocidad podría así plantearse a propósito de los dos términos de la ecuación: etica protestante y espíritu del capitalismo.

Volviendo del soportal real de la sociología de las religiones a la puc ta de servicio de la epistemología de las ciencias sociales, pode­mos preguntarnos si las cosas son tan claras en el plano epistemológico como parecían en ia época de Raymond Aron y de Henri Irénée Ma- rrou. ¿Cómo mantener conjuntamente la postura wertfrei, reivindicada por Weber, con el recurso a las significaciones vividas por los actores sociales en la identificación del objeto de las ciencias sociales? Cierta-

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mente, se puede dar cuenta con imparcialidad de lo que parece cargado de sentido para estos actores. Pero ¿se puede sostener la misma impar­cialidad cuando estas significaciones muestran ser, como Charles Taylor las llama en Snurces o f t b e Self, «evaluaciones fuertes»? Ahora bien, se trata, es cierto, de evaluaciones fuertes cuando las significaciones en cuestión recaen sobre el curso entero del proceso histórico de racionali­zación del mundo. Es también de evaluaciones fuertes de lo que se trata en el mundo económico del trabajo, de la riqueza y de la diversión. Es, más aún, de evaluaciones fuertes de lo que se trata en el registro de lo político, bajo la figura de los grandes motivos de obediencia, que con­tribuyen a la legitimación de la dominación. Y, también, cuando Pierre Bouretz reproche, in fine, a Max Weber haber desconocido los recursos de sentido incólumes en el proceso de desencantamiento, petrificación, deshumanización, mortificación. Dicho de otra manera, ¿la sociología comprensiva está ai abrigo, en su postura epistemológica, del presunto desencantamiento, el cual no sería sólo resultado sino también presu­posición? Se podría sostener que el desencantamiento atañe solamente — si se osa decir así— al sentido dei sentido, al sentido reflexivo, no al sentido directo de las conductas. No obstante, la cuestión sigue siendo saber hasta qué punto la epistemología weberiana ha logrado inmuni­zarse por medio de la neutralidad axiológica contra ía mordedura del nihilismo. Así, después de haber aislado los Ensayos sobre la teoría de la ciencia del resto de la obra, quizás fuera hoy necesario protegerlos, me­diante una lectura crítica sistemática, contra la contaminación nihilista engendrada por el resto de la obra1.

Una nueva serie de cuestiones se plantea por el grado de convergen­cia entre lo que se llama en este trabajo las «vías del desencantamien­to»: la esfera económica, la esfera política y la esfera jurídica. A decir verdad, las vías de ia racionalización quedan bastante inconexas. Se ha visto lo que sucede con los problemas planteados por «el espíritu del Ca­pitalismo». Lo político plantea problemas específicos, una vez admitida la prevalencia de la problemática de la dominación. Parece claramente que en Weber el momento de la violencia es inicial, media y terminal: nos la cruzamos en un extremo como matriz de poderes, a medio cami­no como fuerza confiscada por el Estado, y surge como decisionismo en el otro extremo de la historia política; en cuanto a la legitimación, no se trata más que en los motivos de obediencia. Pero ésta no se eleva nunca al rango del reconocimiento hegeliano, asegurada, en última instancia, en los Principios de la filosofía del derecho , por la constitución; ahora

1. Es ílamativo que en la tipología de los motivos de obediencia se privilegie ei adjetivo rav.onal (wert-rational, etc.); no obstante, es el proceso de racionalización el que es foco del desencantamiento.

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bien, esta problemática no se muestra nunca, según parece, en Max-t Weber. Se puede lamentar con razón, con Habermas, que, de principio'-” a fin, el análisis de la «racionalidad en finalidad», es decir, el análisis' de la razón instrumental, ocuita la «racionalidad en valor», única qué "i podría haber alimentado una problemática distinta de legitimación. De esto se sigue que sea en el fenómeno buroci ático solamente donde sej; concentren a la vez la racionalización del poder y la transformación de *' este último en su contrario (cf. el título lll, 2, «Las razones del Estado burocrático»). El fenómeno burocrático es, así, directamente incluido en la «lógica de objetivación de la coacción», o lo que es lo mismo, en '- la dominación, y no en relación con los aspectos racionalizantes de la legitimidad, que esperaríamos ver identificados con los recursos de libe­ración ofrecidos por el Estado de derecho. No sin razón Pierre Bouretz coloca su análisis del fenómeno burocrático bajo el título del «racio­nalismo desencantado en el universo moderno, de la economía, de la política y del derecho» (p. 317).

Desde ese momento, la convergencia entre los tres órdenes de fenó­menos considerados consiste menos en un carácter inteligible que en un enigma insondable, a saber, que es en la misma instancia y, podríamos decir, en el mismo instante, que la racionalización alcanza su punto cul­minante y que se desarrolla la transformación en su contrario. Se habrá ya notado esta extraña superposición con motivo de! análisis del puri­tanismo, el cual marcaba la extrema racionalización del ascetismo ultra­mundano y el comienzo de su transformación. Ahora bien, no se propo­ne ninguna interpretación de este fenómeno que es llamado unas veces paradoja, otras, enigma, y otras, giro, y del que se dijo, al comienzo, que constituía el elemento estrictamente simétrico de la astucia hegeliana de ia razón. ¿Qué puede significar realmente esta exacta superposición de la racionalización y de la pérdida de sentido? ¿Se trata de un fenómeno de inercia en virtud del cual un proceso, una vez lanzado en la historia, sobrevive a su motivación inicial y produce efectos perversos fuera del control de su justificación primordial? Se comprende que el autor vuel­va repetidas veces sobre las «tinieblas», el «secreto» o el «silencio» de Max Weber en lo que concierne al sentido global de su empresa.

Estas perplejidades, que conciernen a la interpretación de la obra de Max Weber situada bajo el signo del desencantamiento del mundo, tienen su repercusión en el trabajo de reconstrucción por el cual e au­tor se emplea en aceptar el reto «nihilista» contenido en el diagnó ico escéptico que lanza Max Weber sobre el curso de la M odernidad . T,a cuc'-tión es ésta: ¿en qué momento de la larga secuencia de las proposi­ciones analíticas de Max Weber, Pierre Bouretz va a establecer la línea de resistencia? Me ha parecido que lo que llamo aquí sus argumentos de resistencia se dejan distribuir en tres planos.

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En un primer plano, el autor se resiste a la univocidad de la lectu­ra misma del proceso de racionalización que supuestamente vuelve contra sí mismo. A este respecto, está próximo a Leo Strauss, cuando éste acusa de complacencia, o incluso de complicidad, a un análisis que refuerza el fenómeno descrito. Si es el caso, las reservas deberían llegar hasta la postura wertfrei adoptada en el plano de la epistemología de las ciencias sociales. Y nos hemos preguntado más arriba hasta qué punto la neutralidad axiológica estaba al abrigo de la contaminación por el giro nihilista de la obra entera. Se ha podido evocar esta cuestión de ¡a pluri- vocidad de la interpretación tanto con ocasión del análisis del fenómeno puritano como a propósito del fenómeno político de la dominación o al del Estado de derecho. La cuestión permanece abierta: ¿hasta dónde rendríamos que remontarnos para reabrir la plurivocidad? Esta cuestión me parece esencial, si se quiere resistir al efecto de deslumbramiento creado por las grandes metáforas weberianas: «jaula de hierro», «lucha de dioses», «último hombre», «encantamiento» y «desencantamiento».

En un segundo plano, la cuestión planteada es la del rescate de la razón no instrumental, de la «racionalidad en valor». Es el «lado Ha­bermas» de la obra. Pero ¿hasta qué punto Pierre Bouretz asume, para su propia posición, ei cognitivismo moral de Habermas, y su empresa fundacional que recae en el nivel del consenso sobre los principios de la ética del discurso? Es en este mismo plano en el que se justifica el recur­so a Rawls, al menos a! de leo n a de la justicia. Ya se trate de Habermas o de Rawls, o incluso de Popper o de Hayek, la cuestión es saber si esta apuesta por la razón no instrumental es compatible con el diagnóstico escéptico que Pierre Bouretz parece asumir. ¿El corte tiene lugar entre el escepticismo y el nihilismo, o a través de los argumentos generadores de escepticismo? Me parece que Habermas y Rawls se distancian de Max Weber antes de lo que el autor estaría dispuesto a concederle.

En un tercer plano, y para terminar, lo que está en juego es nada menos que la posibilidad de reconstruir las categorías del pensamiento y de la acción en el nivel mismo en que se sitúan las primeras pro­posiciones de Wirtschaft und Gesellschaft. En este plano se reagrupan argumentos tomados de la Sittlichkeit de Hegel (teniendo por tema la problemática de la objetivación sin reificación de las relaciones de in­teracción) o, incluso, la correlación entre los últimos parágrafos de la Quinta Meditación cartesiana de Husserl y las categorías sociales de Max Weber, o más aún, otros prestamos lomados de Hannah Arendt (sentido común, espacio público, querer vivir juntos). En este tercer pla­no reaparecen igualmente los préstamos del último Rawls, el del «con­senso entrecruzado» y de los «desacuerdos razonables», o incluso de R. Dworkin, de su obra Ley e interpretación, con su versión narrativa de la producción de reglas de justicia en un horizonte medio ético-político.

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En fin ■—y sobre todo— , es en este plano donde se hace verdaderamente frente a lo patético, en un Epílogo que no sirve como conclusión. El tono de la respuesta es dado por el que ha sido llamado antes «el invi­tado sorpresa»: Walter Benjamin. Es, verdaderamente, «el ángel de la historia» de Paul Klee quien clama, mediante la voz de Pierre Bouretz," en el «despertar fuera del siglo xx».

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EL GUARDIÁN DE LAS PROMESAS DE ANTOINE GARAPON*

El libro de Antoine Garapon aparece en un momento oportuno, en el momento en que la contradicción llega a ser flagrante entre la influencia creciente que la justicia ejerce sobre la vida colectiva francesa y la crisis de legitimación a la que se ven enfrentadas en nuestros países democrá­ticos todas las instituciones que ejercen una u otra forma de autoridad. La tesis mayor del libro es que justicia y democracia deben ser criticadas y enmendadas conjuntamente. En este sentido, este libro de un juez quiere ser un libro político.

La unión entre el punto de vista del ucrech o y el de la democracia comienza ya desde el diagnóstico: con Philippe Raynaud, que había de «la democracia secuestrada por el derecho», rechaza ver en la extrema «juridificacíón de la vida pública y privada» una simple contaminación del espíritu pleitista de los Estados Unidos; en la sociedad democrática misma ve la fuente del fenómeno patológico. Es, en particular, en la estructura misma de la democracia donde es necesario buscar la razón del fin de las inmunidades de que gozaban gentes importantes y el Estado jacobino mismo al abrigo de persecuciones; es en el campo político donde se produce el debilitamiento de la ley nacional, corroída tanto por arriba, por instancias jurídicas superiores, como por abajo, por la multiplicidad y la diversidad de los lugares de juridicidad. Es, pues, a la transformación de la democracia misma a la que hay que vincular el papel del juez. Es, por tanto, a las razones de deslegitimación del Es tado hasta donde hay que remontarse para explicar lo que se present; a primera vista como una inflación de io juc 'cal. Deslegitimación, qn debe ser conducida ella misma a la fuente d I imaginario democrátic

* A. Garapon, L e Gardien des promesses. L e juge eí ía dém ocratie, prefacio í P. Ricoeur, Gallimard, Paris, 1996, pp. 9-16.

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mismo, a ese lugar íntimo de la conciencia ciudadana donde es recono-, cida la autoridad de la institución política.

El autor consagra la primera mitad de su libro a justificar un diag­nóstico que liga los destinos de lo judicial y de lo político en lo que parece, en un vistazo superficial, una simple inversión de lugar entre lo^ír judicial y lo político, en el que lo judicial sólo sería el agente arrogante — el «pequeño juez» se convierte en el símbolo de esta usurpación, en sentido único— . Si el activismo jurisdiccional se hace paradójico, es en la medida en que afecta a «la democracia jurídica» tomada en bloque.

Este cuidado en ligar los dos destinos de lo judicial y de lo político^^ explica que el autor no acoja lo que se podría llamar «activismo juris­diccional» sin reserva expresa. Lejos de toda satisfacción corporativa, de \ toda glorificación profesional, son las derivas ligadas a este fenómeno inflacionista las que son señaladas en primer lugar: ya sea que los jueces se sigan erigiendo en nuevos clérigos, o ya sea que personalidades en­cumbradas por los medios de comunicación se erijan en guardianes de la virtud pública, despertando así «el viejo demonio inquisitorial siempre presente en el imaginario latino». Es sólo en este nivel de alerta donde son válidas las comparaciones entre los sistemas anglosajón y francés, pero permiten solamente distinguir las vías privilegiadas que toman allí y aquí las mismas derivas. A este respecto, A. Tocqueville sigue siendo, desde el comienzo hasta el final del libro, el perspicaz analista de la di- ■ vergencia de las vías que adopta el fenómeno general de la juiidincación de ia vida política. En lo que respecta a nuestro país, Garapon se expresa en términos crueles: «He aquí la promesa ambigua de la justicia moder­na: los pequeños jueces nos ayudan a quitarnos de encima a los políticos podridos y a los grandes jueces de la política en sentido estricto».

No es posible avanzar más lejos en el doble diagnóstico del declive de lo político y del ascenso en poder de lo jurídico, sin haber dicho lo que constituye el núcleo duro de lo jurídico, que es, en definitiva, en relación con lo cual todo el sistema patina. La idea clave del libro es la caracterización del «cimiento jurídico de la justicia» mediante la puesta a distancia, o dicho con más precisión, la conquista de la justa distancia, la cual, comprendemos poco a poco, concierne a la vez a lo justiciable y a lo ciudadano en cada uno de nosotros. Un motivo mayor para tratar el tema de la situación de la justa distancia lo antes posible es que la ilusión de la democracia directa, que el sistema mediático nutre, y que incluso crea, es la tentación mayor que alimenta conjuntamente lo jurídico y lo político: así vemos, al mismo tiempo, bajo la presión mediática, la nue­va clericatura de los jueces frecuentada por el viejo sueño de la justicia redentora, mientras que la democracia representativa es cortocircuitada por el de la democracia directa. La justicia se encuentra, al mismo tiem­po, y siempre bajo la presión de los medios de comunicación, desaloja-

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da de su espacio protegido, privada del distaneiamiento de los hechos en el tiempo y de la especificidad de sus asuntos profesionales — y que la deliberación política se haya vuelto superflua por el bombardeo pu­blicitario, que hace las veces de tribunal, y la superchería de los sondeos que reduce la elección a un sondeo de magnitud real— . El lector estará, quizás, sorprendido por la virulencia de este ataque contra los efectos perversos de lo mediático. Pero una vez que se ha comprendido que la posición del tercero en la relación jurídica y la mediación institucional en la relación política están sometidos a la misma amenaza, no nos ex­trañamos ya de ver a Garapon sumarse a Claude Lefort en su denuncia de la ideología invisible de los medios de comurrcación.

Estamos listos para proseguir, más allá de este severo juicio, eí diag­nóstico de doble entrada, que constituye la originalidad de la primera- parte de la obra. A fin de poner término al proceso unilateral que se está tentado de hacer a la justicia con el pretexto de su intrusión8' en todas las esferas de la vida pública y privada, debemos buscar la falla del lado de la democracia misma. Incluso más, es necesario buscar el comienzo de todas las derivas en lo que Tocqueville ha alabado bajo el título de «la igualdad de las condiciones»; «la igualdad de las condiciones» sólo podía hacerse a expensas de las jerarquías antiguas, de las tradiciones naturales, que asignaban a cada uno sn lugar, y limitaban las ocasiones de conflicto. Queda entonces por inventar, por crear artificialmente, por fabricar (todas estas palabras se leen en Garapon) la autoridad. Y si sigue ausente, la sociedad se entrega a los jueces. La exigencia de justicia viene de lo político que se encuentra en peligro, «ei derecho se convierte en la última moral común en una sociedad que ya no la tiene». Las frases de este mismo tono se acumulan a medida que se avanza en el libro: «La democracia no tolera ninguna otra magistratura que ía del juez»; «¡Una norma común sin costumbres comunes,. -!». Nos preguntaremos, más tarde, si este diagnóstico severo admite aún una terapéutica que recayera a la vez sobre la justicia y sobre la democracia. De individuos dispersos, que un efecto perverso de «la igualdad de las condiciones» obliga a obedecer, ¿podríamos obtener individuos justicia­bles que fueran ciudadanos?

El autor continúa de manera intrépida su descenso a los infiernos de la democracia desnortada; contrato invasor que palia la pérdida de un mundo común, control judicial que ya no puede decir en nombre de qué se ejerce, refuerzo de la función asilar de la prisión en lugar de

* En la edición francesa aparece invasión; el propio Ricoeur, que corrigió este prefacio a la obra de Á. Garapon, prefirió la palabra «intrusión»; así aparece en un texto dactilografiado. Debemos estas precisiones, y otras de estas páginas, a la cortesía y eficien­cia de D. lannotta, traductora de la obra de Ricoeur a! italiano. [N. de los T.]

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tomar en consideración a los sujetos más frágiles, interiorización de la norma a falta de reglas exteriores reconocidas, todos estos síntomas dan ‘ la razón a Jean de Maillard*: «Cuanto menos seguro es el derecho, más obligada se encuentra la sociedad a ser más jurídica». Pero si la justiciá sirve para reintroducir después mediaciones que faltan antes, ¿de qué se ^ ‘ autorizará la prudencia requerida por los individuos cuando la respon- * sabilidad presunta del delincuente se convierta en objetivo lejano de ^ la gran empresa de tutelarización de los sujetos en la versión nueva del , Estado-providencia que ocupa penosamente el lugar sobre las ruinas de ia precedente? .

Estamos aquí en el fondo del círculo vicioso que dibujan conjun- ’v tamente el retroceso de las prácticas democráticas y el avance de las intervenciones judiciales. Lo que se hurta es el sujeto mismo en su doble capacidad de sujeto justiciable y de ciudadano. La verdadera paradoja que plantea la situación presente, tanto política como jurídica, es que la responsabilidad es, a la vez, el postulado de toda defensa de la de­mocracia y, retroactivamente, de todo encauzamiento de la judicializa- ción rebosante, y el fin perseguido por toda empresa de reconstrucción del vínculo social. En los últimos capítulos consagrados al diagnóstico de la sociedad, a la vez judicializada y despolitizada, se hace balance de las expresiones contemporáneas de la fragilidad que invaden la escena. Todo sucede, a decir verdad, como si la crisis democrática y la hincha­zón jurídica sólo se suscitasen mutuamente poique proceden de una ter­cera fuente, a saber, precisamente las nuevas figuras de la fragilidad. El debate entre justicia y política cede su lugar a una inquietante relación triangular: «despolítización, judicialización, fragilidad». Más gravemen­te, lo judicial es empujado a primera línea por instituciones políticas en proceso de descomposición y confrontadas a una tarea imposible: presuponer esta responsabilidad, que las formas tutelares de la justicia — que toman el lugar de la represión— tienen paradójicamente por fun­ción despertar, es decir, extraer de la nada.

Bajo el ángulo de esta paradoja de la tutelarización del sujeto, y bajo el signo de la imposible tarea que esta función tutelar suscita, a medio camino entre la orden y el consejo, se pueden situar todas las patologías que el libro acumula antes de arriesgarse a la doble reconstitución del ciudadano y del sujeto justiciable.

* Esta cita, que en el original francés se ai buye a Francois Ewald, es, en realidad, de Jean de iWaiilard, como podemos comprobar en el libro A.. Garapon. La referencia exacta es: J. de Maillard, «Les maux et les causes. A prepos de la crise du droit pénal»: Commentaires 67 (1994), p. 617. cit. en A. Garapon, I custodi dei dirittí: giudict e denio- crazia, Feltrinelli, Milano, 1 9 9 7 , p. 132. Gracias de nuevo a D. lannotta por la precisión. [N. de los T.]

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Todo el mundo habla de impasse de! individualismo: pero el jurista tiene una manera muy particular de hablar; sin perder de vista el perfil del juez como tercero en los conflictos, ve en la identificación emocio­nal con las víctimas el síntoma más visible de este desvanecimiento de la posición de imparcialidad — identificación emocional con las víctimas que tendría como contrapartida la diabolización del culpable— . En el límite, se perfila eí linchamiento, este cuerpo a cuerpo al que expone el fracaso de todo distanciamiento simbólico y que marca el retorno con fuerza de la vieja ideología sacrificial. El crecimiento poderoso de la ló­gica victimaría puede, entonces, ser vista como una traba a la tentativa de que la justicia pueda desempeñar esa función tutelar, función que, como se mostrará más tarde, es inseparable de condiciones precisas de democratización de la sociedad. Nos guardaremos, tras esto, de ceder al simple lamento en la descripción de las funciones sustitutivas de identi­dad, asumidas hoy por una delincuencia juvenil convertida en iniciátíca, ni sobre otras formas desocializadas de violencia. Nos limitaremos a vincular estos males sociales a las grandes paradojas que estructuran el libro; en efecto, miedo al agresor, identificación con la víctima, diabo­lización del culpable, son testimonio del mismo desvanecimiento de la posición de tercero ocupada por el juez: «el consenso se forma alrede­dor de sufrimientos, y ya no alrededor de valores comunes». Se trata, es cierto, y de principio a fin, de despolitización del sujeto, ya sea víctima o acusador, o, lo que es lo mismo, justiciero autoprociamauo. E;> el gran triángulo: demandante, acusado y juez, el que es puesto en evidencia.

La nueva fragilidad constituye, es cierto, un desafío de una ampli­tud inédita, y viene de más lejos que la esfera política. Al menos da que pensar políticamente: es necesario vincularla con el vacío de las refe­rencias comunes y el descrédito de las instancias políticas, y la inflación de la intervención jurídica, que aparecen, entonces, como efectos de los fenómenos de marginalización, característicos de la nueva crimina­lidad. Por esto, encontraremos al final de la primera parte, no un juez triunfante sino un juez perplejo, encargado de rehabilitar una instancia política de la que él debería ser sólo el garante.

Se plantea, entonces, la cuestión de saber si el aumento de proce­dimiento sería susceptible de paliar la debilidad de lo normativo, tanto en la dimensión judicial como en la dimensión política. Es la cuestión que domina ia segunda parte del libro. Ahora bien, las terapéuticas conjuntas de lo judicial y de lo político sólo encuentran cierta credibi­lidad si lo judicial rechaza la sobrevaloración de la que es gratificado pérfidamente, y si es reconducido a su función mínima, que es al mis­mo tiempo su posición óptima, a saber la tarea de decir el derecho. No castigar, sino reparar, pronunciar la palabra que nombra el crimen, y así pone a la víctima y al delincuente en su justo lugar, a causa de una

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• *acción del lenguaje, la cual se extiende desde la calificación del delito^ s’ 1hasta el pronunciamiento de la sentencia al término de un verdadero^ Pa debate de palabra. La justicia ayudará a la democracia, que es también'"obra de palabra, de discurso, cumpliendo modestamente, pero firme-,. urmente, su «obligación hacia el lenguaje, la institución de las institucio-^ 111nes». «El juicio significa la repatriación en la patria humana, es decir, > P; en la patria del lenguaje.» Antes incluso de llevar a cabo su función deautorización de la violencia legítima, la justicia es una palabra y el jai- tició un decir público. Todo lo demás se deriva de esto: la purgación del t'pasado, la continuidad de la persona y también — y, casi, sobre todo—-3 §> cla afirmación de la continuidad de) espacio público. Entendemos: si el v 1juicio es un acto de palabra público, todos sus efectos, comprendidos <en ellos la detención, que es una exclusión, deben desarrollarse en el mismo espacio público, ya se trate de penas adicionales, de relaciones humanas, de relaciones familiares, laborales, etc. Este alegato es políti­co: significa que, incluso privado de libertad, el detenido sigue siendo un ciudadano y que la finalidad de la privación de libertad es el amparo de todas las capacidades jurídicas que constituyen a un ciudadano de pleno derecho. Con esto se hace a la comunidad la promesa de su res­titución como ciudadano.

¿Cómo la autoridad podría constituir un «momento sustraído a la contractualización democrática», si una autoridad indiscutible fuera sim­plemente sustituida por «la autoridad de la discusión y una autoridad siempre sometida a la discusión»? ¿Y cómo el debate permanente sobre la legitimidad podría engendrar autoridad, si la ética de la discusión descansara sobre el único prestigio del procedimiento de discusión? Si sólo quedara esta salida, la confianza en que el juez pudiera «legiti­mar la acción política, estructurar al sujeto, organizar el vínculo social, habilitar construcciones simbólicas, cultivar la verdad», no podría más que conducir a las ilusiones de la actividad jurídica denunciada en ei primer capítulo. Es por lo que yo me encuentro nf ás cómodo con otras fórmulas de Garapon como: «La autoridad asegura el vínculo con los orígenes, el poder proyectarse hacia el futuro... La autoridad es funda­ción, el poder innovación»; «Las reglas guardan el poder, la autoridad guarda la regla»; «El poder es lo que puede y la autoridad lo que auto­riza». ¿Qué obligación procedimental podría estar en algún momento a ia altura de esta ambición? Creería voluntariamente que e) origen de la autoridad es huidizo, que hereda convicciones ya previas, cuya crítica asegura, respectivamente, la decadencia, la sustitución, la renovación. Si no, la posición tercera del juez se convertiría en la de un tercero ab­soluto, más desprovisto que cualquier tirano. «L1 juez — dice además Garapon— no debe ocupar el lugar de un tercero absoluto, del que la democracia no dejara de estar en duelo.» Sea así, pues ¿qué es un duelo

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£L C U A R b l Á N DE LAS P R O ME S A S DE A N T O IN E ~

si no interiorizara, de una manera o de otra, el objeto de amor perdido para elevarlo al rango de la simbólica estructuran te?

A decir verdad, todo el resto de la segunda parte descansa sobre un primer gesto de reconstrucción del que se dice, en el umbral de esta nueva navegación, que apuntará a «rehacer el camino de la institución partiendo de los que la fundan».

Pero, si es insistiendo así sobre el vínculo que hay que preservar en­tre la justicia y el uso público de la palabra por donde hay que comenzar toda empresa de restauración, o incluso de instauración del vínculo, que sigue siendo la pretensión de esta reflexión, a saber, el vínculo entre lo justiciable y lo ciudadano en cada uno de nosotros, la dificultad está, entonces, en continuar con el impulso sin tropezar con el obstáculo que constituye, tanto para la justicia com o para la democracia, la deslegi­timación de la autoridad en su dimensión fundadora, tanto respecto a la posición del tercero en el plano jurídico com o a la institución de las mediaciones en el plano político. Se ha dicho, el ejercicio de la palabra pública y el ejercicio del poder están, uno y otro, carentes de legitima­ción. Desde ese momento, la sustitución de la justicia por la política como último recurso, como último instituyente, ¿puede constituir otra cosa que un efecto de cebo en relación con la carencia, que afecta al sus­tituto tanto como al paradigma político? La desaparición de un mundo común resulta ser, finalmente, la tesis mejor guardada del libro, tanto en su parte terapéutica com o en su parte diagnóstica. Pues la sustitución no sirve de curación, más bien, eventualmente, de agravación: «La posición de la justicia es paradójica: reacciona a una amena¿a de desintegración que ella contribuye, no obstante, a promover».

El subtítulo más perturbador, el que más nos desarma, es: «La au­toridad necesaria es imposible». Aquí Garapon parece sumarse a la tesis de Gauchet:

Una sociedad que ha salido del régimen de la coacción, considerada obvia, nacida de una comunidad que siempre precedería a los indivi­duos, tal sociedad, considerada emancipada, tiene más necesidad que la precedente de autoridad.

De la misma manera, la fórmula «la autoridad necesaria es impo­sible» es del mismo Gauchet hablando «de un complemento que se ha hecho para nosotros una falta — brevemente una referencia a la vez indispensable e imposibl ~— ». Confieso que no veo solución a esta pa­radoja recurriendo a la j -opuesta formulada por Montesquien: «No la ausencia de señor sino la aceptación de los iguales como señores». Que un igual sea tenido como señor supone, incluso, que su frágil dominio sea reconocido superior y digno de ser obedecido. Más que abandonar-

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convenzo ^uc yo Hdmcríci convicci La justicia es llamada a cumplir esta función de institución unificadora haciendo del debate, y de su puesta en escena aceptada sin un estado de ánimo especial, el lugar visible en cuyos límites una ceremonia de palabra instaura la justa distancia entre todos los individuos justiciables. Pero la meditación perpleja evocada más arriba vuelve bajo una forma punzante con ocasión de la vigorosa apuesta dirigida a favor del ritual del proceso. ¿Cómo pedir hoy, tras las declaraciones referidas de que «la autoridad indispensable es imposible», al despliegue simbólico re­petir la experiencia de la fundación? Es esta vez Garapon quien evoca la Biblia, la razón griega, el derecho romano, Justiniano, san Luis, Car- lomagno, Napoleón. ¿Qué reconciliación con el padre muerto permite así a la autoridad fundarse sobre un anterior, a diferencia del poder del que Hannah Arendt decía que sólo existe tanto tiempo como subsiste el querer vivir juntos de una comunidad histórica? La continuación del libro descansará, sin embargo, sobre esta adquisición: la autoridad es la fuerza de la puesta en forma. Fundación, repetición. Parece que Ga­rapon haga caer en el procedimiento la carga entera de esta relación entre fundación y repetición: «El cuadro del proceso es, entonces, el que ocupa el lugar de la tradición para los modernos»; «El recurso al momento de fundación, por definición indisponible, es tanto más ne­

me a la tarea digna de Sísifo de recrear permanentemente una instancia** cesimbólica, buscaría más bien, por mi parte, la salida de la paradoja del i- lado de Rawls hablando respectivamente de «convicciones bien cori-í1 essideradas», de «tolerancia en una sociedad pluralista», de «consenso^’ entrecruzado», de «desacuerdos razonables», expresiones que suponen'’’," la vivificación de herencias culturales hoy en día fragmentadas, pero'’ ^siempre motivadoras en última instancia. Evocaría incluso con Charles;Taylor, en The Sources o f the Self, la posible puesta en sinergia de las uherencias inmensas y todavía no agotadas, no interpretadas, en cuanto*? Pa sus promesas no cumplidas, recibidas del judeocristianismo, del ra jg l ccionalismo de las Luces y del gran Romanticismo alemán y anglosajón^ 1del siglo XIX. Sin herencias múltiples, y mutuamente criticadas, no veo' cómo podríamos sacar el «simbolismo fundador» del vacío. Quizás no hayamos acabado con los recursos de simbolización marcados con el tri­ple sello de la anterioridad, la exterioridad y la superioridad. Lo que ilustra, por defecto, la aventura del Terror y de los totalitarismos que han pretendido partir de cero y crear un hombre nuevo... De igual manera Garapon, tras haber prestado atención a los testimonios de una sociedad desencantada, afirma sin reticencias aparentes que la justicia, en tanto que dice lo justo, está legitimada para erigirse en institución identificadora gracias, precisamente, a su dimensión simbólica.

La profesión de esta dimensión simbólica juega el papel de un nuevo

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cesario y vital cuanto mayor sea el pluralismo». ¿La idea de un futuro fundador dispensaría de la de un acontecimiento fundador? <Y no se espera en demasía de la función simbólica pidiéndole ahí jugar el papel de «autoridad por defecto»?

Las páginas que siguen sobre el espectáculo dado en los tribunales, de la repetición de la transgresión y de su reabsorción bajo el signo de la palabra mediadora, son muy notables. La idea dominadora es la de unir estrechamente a la apología de este lugar que la puesta en escena pone aparte, el tema de la formación de un sujeto de derecho, más allá del individuo psicológico, es decir, un sujeto cuyas capacidades estén inmediatamente ordenadas para constituir un ciudadano. El individuo justiciable es ciudadano. Sujeto de derecho y Estado de derecho. Todo descansa aquí en el primado de la función simbólica, por lo tanto en la palabra común, más que en individualidades psicológicas identificadas en su sufrimiento y en su deseo. Vuelve como un leitmotiv:

El desafío que constituye para una sociedad desacralizada y un individuo desorientado la preservación de un momento de autoridad, es decir, el manejo, a ia vez, de la fuerza legítima y de la dimensión simbólica.

Lo que se dice después del compromiso entre la función punitiva de sanción y la función de la reintegración de la detención se deriva direc­tamente de la tesis de la justa distancia en un espacio público continuo, garante, a su vez, de la continuidad del sujeto de derecho. A este respec­to, una aproximación puramente psiquiátrica, es decir, terapéutica, de la sanción, queda paradójicamente emparentada con uha visión sacrificial que pone a la víctima radicalmente aparte del grupo. Entre expiación y terapia, hay pasajes secretos. El autor no ignora nada de las pesadeces, de las resistencias, de los prejuicios, de los miedos, que frenan la conquista de la idea de sanción-reintegración, a expensas de ia de sanción-castigo; a este precio la violencia residual del castigo podría tomar parte de una institución justa. Pero la función, del reformador es pensar, dar sentido a un reformismo que no habría cedido ni al escepticismo de Foucault, ni a la obsesión tranquilizadora de lo público. La fe en la palabra pública es de principio a fin la convicción movilizadora de un reformismo re­flexivo. Permitir al sujeto retomar sus compromisos es mantenerlo en el interior del círculo de la palabra pública, común al hombre libre y a los detenidos. Enúe 1?. cultura de la venganza y la utopía de un mundo sin castigos, hay lugar para un «castigo inteligente», donde la sanción estaría pensada más allá del castigo, según su sentido etimológico de aproba­ción/desaprobación. Y, para no sucumbir a un nuevo tipo de utopía, re­formista ésta, el autor basa en su experiencia y en la de sus compañeros proposiciones precisas, cuyo carácter profesional es manifiesto.

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Pero no quisiera terminar estas páginas de introducción, que no son nuís que notas de lectura, sin volver a llevar el péndulo del libro al ladcfe de la defensa de la democracia; se ha visto en el diagnóstico cuánto del' activismo jurídico era tributario de una volatilización de lo político^,- la transición hacia una postura militante sobre los dos frentes estaba asegurada por la idea del parentesco y solidaridad entre la posición-i tercera de la justicia, generadora de justa distancia entre los individuos^ justiciables, y el papel mediador de las instituciones representativas del Estado de derecho. Es este último aspecto de la reconstrucción el qu eiE es reafirmado en las últimas páginas del libro. El peligro de una nuevas!’ forma de utopía en materia jurídica, que no haría más que añadirse allÜh activismo jurídico denunciado, sólo puede ser conjurado si al mismo^ tiempo se pone en marcha el problema de la representación política. Si lo que se quiere es acercar el lugar de la justicia a los justiciables, es ne- - cesario que, al mismo tiempo, sea desprofesionalizada hasta el máximo la representación política. Un «nuevo acto de juzgar» requiere una con- textualización de naturaleza política, a saber, el progreso de la demo­cracia asociativa y participativa. Que la llave misma de las instituciones judiciales esté en las manos de los políticos, es algo tanto más inevitable cuanto que el poder judicial, en nuestro país, no es un poder distinto del ejecutivo y del legislativo, sino una autoridad. Es importante, desde ese momento, que nuestro autor se guarde-de toda invocación mágica de la independencia de la justicia así como de toda vuelta a la tentación redentora. En último análisis, es el mismo poder de juzgar el que hace al juez y al ciudadano.

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LO FUNDAMENTAL Y LO HISTÓRICO NOTA SOBRE SOURCES O F THE SELF DE CHARLES TAYLOR*

Mi contribución pretende explorar los recursos que propone la obra de Charles Taylor Sources o f the S e lfp ara resolver una dificultad mayor que me parece resultar de la composición misma de la obra, y que pare­ce alcanzar, más allá de ésta, a su sustancia misma. La dificultad consiste en el contraste entre la primera parte, consagrada a lo que es considera­do como inevitable marco de referencia {inescapable fram ew orks) de la experiencia moral, y el resto de ía obra, que consiste en lo esencial en una genealogía de la Modernidad, como ei subtítulo mismo de la obra subraya, The making o f the Modern Identity. La cuestión es i ü t iC i l i l d t C

epistemológico, al menos aparente, que resulta de la competencia entre lo fundamental y lo histórico en la constitución de la ipseidad moral.

La primera parte descansa sobre una importante correlación que se pue­de considerar lo fundamental de lo fundamental en la elaboración del libro: a saber, entre lo que se podría llamar los universales de la eticidad y los de la ipseidad.

Veamos de cerca cómo se ha establecido esta correlación.Situémonos, primero, del lado de las figuras del «bien». Acabo de

hablar de los universales de la eticidad. El autor no dejaría de objetar desde ei principio que los inevitables m arcos de referencia (inescapable frameworks) que va a poner en cuestión no derivan del nivel de la uni-

* Texto publicado en G. Laforest y Ph. de Lara (dirs.), Charles Taylor et l’inter- prétation de l’identité moderne, Cerf/Presses de l’Université Laval, Paris/Sainte-Foy, 1998 , p p. 19-34.

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versalidad formal de una moral de la obligación (Kant) o de una prag-” mática trascendental de la comunicación (Habermas), sino, en una vena aristotélica o neo-aristotélica, de la constitución primordial del objetivo de la vida buena. Es preciso hacer esta justicia inicial a la obra: recono­cer que procede de una epoché mayor que recae precisamente sobre este ■ tipo formal de universalidad deontológica o pragmática trascendental;' No es menos cierto que la experiencia moral se supone que presenta, desde este nivel originario, una estructura fuerte que justifica la expre-** sión inevitables marcos de referencia. Se puede hablar en este sentido de universalidad concreta, a falta de reservar para una discusión posterior 'jj. la cuestión de saber si se trata de una estructura a-histórica, difícil de compaginar con la historicidad propia de la genealogía de la Moderni­dad, o de un estatuto transhistórico, del que se tratará precisamente de discernir ios rasgos compatibles con la aproximación genealógica que prevalece en el resto de la obra. El problema de los inevitables marcos de referencia procede de la cuestión de saber dónde reconocemos el ca­rácter ético (o moral, poco importa ahora) de una interrogación, de una argumentación, de una convicción. En este sentido, se trata de poner de relieve alguna cosa común de los existenciales de la existencia moral en general en un sentido transhistórico o a-histórico de la universalidad así iluminada. A este respecto, se podría sostener la paradoja siguiente: es una filosofía moral atenta a las disposiciones habituales más enraizadas en la vida o, si se me permite la expresión, atenta a las maneras áe guiar su vida según una u otra orientación — es en semejante filosofía donde ía cuestión de proporcionar un estatuto estable a las cualidades éticas menos sobrecargadas de teoría, pero, sin embargo, susceptibles de ase­gurar la transición entre el vivir natural o biológico y el vivir bien de la condición ética de los humanos, se vuelve más urgente— . Son estas cualidades éticas, intermediarias entre ei vivir y el vivir bien, las que son consideradas como inevitables, indispensables, inexcusables (para tra­ducir el inelés inescapable). Es de ellas de las que podremos preguntar si, en última instancia, son a-históricas o transhistóricas en un sentido pendiente de precisar.

La primera dimensión inevitable, ineluctable, inexcusable, indis­pensable, está designada por el término «evaluación fuerte» (strong eva- luation). Evaluación implica polarización y discriminación (bien/mal; mejor/peor; honorable/deshonroso; digno/indigno, admirable/abomi­nable, etc.). La polarización pone una marca moral sobre los deseos, las inclinaciones, las reacciones brutas. Precisando, por otro lado, el término de evaluación por el adjetivo «fuerte», se insiste sobre la pro­fundidad, el poder y la universalidad de la evaluación. Su profundidad: en relación con los cambios rápidos de los deseos y las reacciones, las disposiciones tienen un carácter más duradero que las simples emo-

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ciones. Su poder: su capacidad motivante frente a la oposición de las constataciones objetivas que no implican ningún compromiso personal o comunitario. Su universalidad: su pretensión de ser compartida, su comunicabilidad de principio, desde el momento en que a pesar de toda oposición, de toda controversia, los agentes éticos no sólo mantienen sus convicciones, sino que las ofrecen a la aprobación del otro. Tener como inevitable este recurso a las evaluaciones fuertes es afirmar que el significado moral así conferido a la vida misma no le es sobreañadida a título de proyección, siendo esto afirmado con mucha más fuerza en en­cuentro con todas las formas de «naturalismo» en el plano de las teorías morales; a este respecto, ia tesis de ía neutralidad de la vida y de ia ac­ción humana depende ya de la teorización que la epoché, evocada antes, suspende; se trata, en efecto, de una transferencia injustificada de los modelos procedentes del pensamiento científico; ahora bien, esta trans­ferencia equivale a un desconocimiento de la especificidad del obrar y del vivir humanos: la respuesta ética a una situación es algo diferente a una reacción de facto. Otras discusiones llevadas en otros frentes — la del «estado de naturaleza» presupuesto por las filosofías de las Luces, o la del posnietzscheanismo ilustrado con el tema weberiano del «des­encantamiento del mundo», etc.— refuerzan la tesis según la cual se presupone que la idea de evaluación puede resistir a la erosión de toda la herencia cultural, tanto moderna como antigua.

La segunda característica de las evaluaciones fuertes, la discrimina­ción, pone sobre el tapete ios componentes nuevos de lo que llamamos aquí, con pocas palabras, el universal concreto. La discriminación, en efecto, implica jerarquización. Se podría decir que por este rasgo el deseo de vivir bien penetra ya en las esferas de la obligación moral, con sus rasgos de universalidad y de imparcialidad. Esto es cierto: la llamada socrática a una «vida examinada» engendra de manera ejemplar el mo­mento crítico, la crisis de la evaluación. ¿Acaso este momento crítico se sitúa fuera del campo de la experiencia moral originaria? Hay en efecto una fuerte presión favorable a invocar la instancia extrínseca del juicio, la cual, a su vez, impondría el paso desde el punto de vista teleológico al deontológico. Sin negar la fuerza de esta reivindicación, es preciso decir que la crítica de los términos evaluadores no puede hacerse en otro lenguaje que no sea éi mismo evaluador. La justificación es cons­titutiva de la fuerza de una evaluación, y las razones de rango superior permanecen homogéneas a las evaluaciones fuertes. El examen socrá­tico pretende decir en razón de qué estimamos que esto es mejor que aquello. La distancia crítica es así un momento de la evaluación. Queda la consideración de este momento de discriminación que acentúa ei ca­rácter transhistórico o a-histórico de la noción misma de evaluación. Ahora bien, con la noción de jerarquía hace su aparición la noción de lo

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que Taylor llama «hiperbienes» (hypergoods), es decir, bienes de rango superior que articulan, y así delimitan, la moralidad de un grupo, de una cultura que define cada vez un sistema diferente de prioridades. Los " tratados de las virtudes de los antiguos — y todavía más los de grandes clásicos— expresan bien, a un tiempo, la pluralidad de referencias últir mas de evaluación para una cultura dada y la preocupación de ordenar esta pluralidad. Es así como la justicia se ha elevado en varias concep­ciones morales a este rango superior. Pero tanto se debe insistir sobre la variabilidad de los contenidos por los cuales se definen estos hiper- bienes, como es preciso afirmar que ninguna experiencia moral digna de este nombre escapa a esta estructuración que da su perfil jerárquico^’ a toda vida moral.

Un último paso conduce a los confines — si no a los márgenes— de la fenomenología de la experiencia moral. A las ideas de evaluación fuerte, de jerarquización, de articulación, es preciso añadir la idea de una fuerza de movilización, resultado de fuentes m orales que siguen dependiendo todavía del «inevitable marco de referencia» de la vida moral. La consideración de las «fuentes morales» nace de la cuestión de saber qué es lo que nos mueve a obrar, qué es lo que hace de una idea moral lo que un filósofo francés (Fouillée) llamaba «idea-fuerza», ¿una idea que nos da la fuerza (em power us) de hacer el bien y ser buenos?El eros platónico, el agape cristiano han jugado este papel. Incluso las concepciones más formales, las más procedimentales de la moral, no podrían escapar a esta consideración. Kant reserva un capítulo ente­ro de la Crítica de la razón práctica a la idea de respeto en tanto que «móvil», sin temor de añadir a la idea de una razón que mueve la sen­sibilidad la contrapartida de pasividad de una sensibilidad humillada al mismo tiempo que enaltecida. Esta polaridad entre poder movilízador y Dasividad receotiva narece constitutiva riel fondo moral mác nriolnatio.A x l ' ---* — "O ^Reviste varias variantes: confesión de la precedencia de la ley respecto a nuestras elecciones presentes, a las que responde un sentimiento humil­de de reconocimiento, autoridad añadida a la superioridad de ideales que merecen el sacrificio de bienes juzgados inferiores, etc. De diversas maneras, la articulación, la puesta en orden de bienes superiores, debe hacerse condición de adhesión y de implicación. ¿Se subrayará entonces aquí, más fuerte todavía que en los dos niveles precedentes, el carácter profundamente conflictivo de estas figuras de regeneración* de la vida moral? Esto, en la estela de la «genealogía de la moral», según Nietzscne. Como se dirá más adelante, el sí mismo moderno está corno lacerado

* Ricoeur el término ressourcement y subraya así el carácter de fuente, de«fontanaüdad» podríamos decir, emergencia y renovación: al mismo tiempo hace alusión al título mismo de la obra de Charles Taylor, Sources o f the Self. [N. de los T.]

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por sus polémicas, sus sospechas, sus desmitificadones, etc. Parece así difícil defender la pertenencia de la idea de fuente moral al nivel preteó- r.ico de la vivencia moral. Pero ya se evoque el em s platónico, el ágape cristiano, la razón de las Luces, el genio de los románticos, la transva­loración nietzscheana de todos los valores, incluso el desencantamiento del mundo, no sería cuestión de destreza moral, si la idea de motivación última no formara parte integrante del inevitable marco de referencia de la vida moral, con la misma legitimida d que la evaluación fuerte.

No dejaremos la primera parte de Sources o f the Self sin haber evo­cado la correlación más importante presente en el título de la primera parte: «La identidad y el bien» («Identity and the Good»). A los univer­sales concretos de la eticidad corresponden los universales de la ipsei­dad. También, este análisis nos lleva a la expresión famosa de Sócrates en lo que concierne a una «vida examinada». La expresión se coloca expresamente en el punto de articulación entre visiones del sí mism o y visiones del bien. Nuestras respuestas a la pregunta «¿quién soy?» están estructuradas por respuestas a la pregunta «¿cómo debería yo vivir?», cuestión más fundamental que aquella otra «¿qué debo hacer?».

Se puede retomar desde este punto de vista lo que se ha dicho res­pectivamente sobre las evaluaciones fuertes, las articulaciones alrededor de bienes de rango superior y, finalmente, sobre las fuentes morales, en resumen, todo lo que concierne al lado de los predicados morales toma­dos en su estadio preteórico, antepredicativo, como se diría en lenguaje fenomenológico.

A la idea de evaluación fuerte corresponde la de una manera de considerarse a sí mismo, de mantenerse a través del tiempo (¡aquí es­toy!). Es notable que estas expresiones subrayen no sólo la dimensión temporal de nuestra adhesión a las evaluaciones fuertes, sino también su dimensión espacial. Se puede hablar, en este sentido, de orientación en un espacio moral (aspecto al cual se es particularmente sensible cuando uno se siente desorientado o, como se dice espontáneamente hoy, pri­vado de referencias). Es preciso, entonces, distinguir este espacio moral del espacio geométrico euclideano, mediante el modelo que nace de la distinción entre la temporalidad-zpse y la temporalidaá-idem , y hablar de espacio de ipseidad. La metáfora espacial (pero ¿no esconde ella un sentido más originario del espacio mismo?), por otro lado, se transfiere fácilmente del sí mismo evaluador a los bienes evaluados: se puede ha­blar de la «carta de navegación» sobre la que se han dispuesto las «refe­rencias» éticas que regulan nuestra orientación y sobre la cual se abren nuestros ángulos de perspectiva. No podemos olvida) las nociones de deriva, de partida (Abraham), de retorno a! hogar (ULses). Incluso, en la edad del desencantamiento, la ausencia de referencias hacc todavía alusión al «espacio de distinciones cualitativas en el cual vivimos y elegi­

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mos» (p. 30). Es una característica inevitable de la capacidad humana tíeW: obrar, «de existir en un espacio de cuestiones que atañen a bienes sus-,i ceptibles de una evaluación fuerte» (p. 31). Es esto lo que suprime uñaf1 concepción naturalista de la vida y de la acción como terreno neutro/5 es decir, sin orientación, mediante una reducción indebida de la idea dé espacio moral al estatuto de una simple metáfora retórica. ■ ?«§§

Esta equivalencia entre la cuestión de saber quién soy y la de saber dónde me encuentro en ei espacio moral, reaparece cuando se pasa dé., la idea de evaluación fuerte a la de articulación, con su doble carácter *': de jerarquización y de heterogeneidad entre bienes de segundo grado y, también, con la de rúente moral. El vínculo entre las dos vertientes^ de ía metáfora espacial se hace por la mediación de la idea de espacioSÍ de interlocución, de redes de interlocución (webs o f interlocution). So- 4 bre la vertiente del espacio moral, la idea de articulación presenta un carácter manifiesto de espacialización: se trata de especificar no sólo 1 cómo se vuelven a unir los bienes entre sí, sino también qué distancia ,,, toman unos con respecto a otros. De este trabajo reflexivo resulta otra manera de situarnos en el espacio moral. Lo que tendríamos entonces que concebir es la idea de una doble orientación en el tiempo narrativo y en el espacio moral.

Con las ideas de heterogeneidad, de jerarquización entre bienes su­periores, y sobre todo con la de fuente moral, aparece un aspecto más dramático de la correlación entre la idea de sí mismo y la de bien, a saber, una conflictividad creciente que afecta simétricamente a nuestras evaluaciones fuertes y a nuestra identidad. Parece que sea un rasgo de la experiencia moral más fundamental que no podamos aspirar al bien, a la realización, a la plenitud, como horizonte de visión parcial, fragmen­taria, sin experimentar'esta conflictividad constitutiva.

En primer lugar, es en el reconocimiento de estas evaluaciones cua­litativas de rango superior, que hemos llamado más arriba hiperbienes, donde reside a la vez la grandeza y la fragilidad de la vida moral. Pa­rece que forme parte de la estructura inevitable de la vida moral que los bienes de rango superior sirvan de punto de vista a partir del cual sopesamos, juzgamos y adoptamos bienes de menor importancia. Ahora bien, nuestra personalidad moral se estructura correlativamente con esta articulación del espacio moral. Charles Taylor tiene sin duda razón cuando escribe: «los hiperbienes son generalmente una fuente de con­flicto» (p. 64).

Antes de dar, bajo el signo de la historicidad de la construcción dd sí mismo moderno, algunos ejemplos concretos de estos lugares conflicti­vos de nuestro espacio moral, es preciso decir que la conflictividad llega a su más alto grado con la evaluación de la idea de «fuentes morales» al rango de motivaciones fuertes. Reseñemos que si la idea de articulación

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subraya la función de ordenación ejercida por ciertas ideas m orales de rango superior, la de fuente moral subraya, como se ha dicho, el lado movilizador de energía de concepciones morales consideradas como ideas-fuerza. Ahora bien, es en este nivel donde el conflicto afecta al sentido de la identidad moral con más fuerza si cabe que el de la articu­lación. El lugar de acogida de una idea moral en tanto que fuente mo­ral, es en efecto el sí mismo. Ahora bien, éste es puesto en posición de pasividad con respecto a aquello mismo que lo hace capaz de adhesión. Lo que da el poder de obrar, según la conminación de tal o tal bien de rango superior, tiene como correlato la receptividad de la conminación moral. Al mismo tiempo, los bienes considerados pueden ser llamados constitutivos, no sólo desde la perspectiva de los bienes subordinados, sino desde la perspectiva de un sí mismo ordenado por ellos.

II

Ha llegado el momento de oponer la historicidad que caracteriza The M aking o f the Modern ldentity con esta estructura ineludiblemente constitutiva de la correlación entre la noción de bien y la de sí mismo.

Es esencial subrayar, al principio de este apartado, que el tipo de «genealogía de la moral» que constituye la obra tiene por horizonte, por no decir telos , la identificación del malestar, del desamparo (pre- áícam eui), característica del sí mismo en la Epoca Moderna. El capí­tulo de conclusión tiene efectivamente como título: «Los conflictos de la Modernidad». Es decir, que la empresa no consiste en absoluto en una histeria neutra de las mentalidades sino, me atrevo a decir, en una «puesta en intriga» de nuestra propia historia cultural. La reconstruc­ción del camino recorrido desde los griegos hasta nosotros está regu­lado por tres grandes temas estructurales de los que se mostrará más adelante que sirven de puente entre lo que llamamos en la introducción lo fundam ental y lo histórico. Un primer recorrido se sitúa con el tema de la interioridad, o mejor, de «la mirada interior» (inwardn^ss); un segundo, bajo el de la «afirmación de la vida corriente»; y por último, un tercero, bajo el de la «vía de la naturaleza». Sigamos, en principio, el primer eje.

1. Si la idea de reflexividad puede enunciarse con rigor sin referen­cia a la historia, no sucede lo mismo con el sentido de la interioridad, del que podemos trazar su ascenso, desarrollo y su posible declive. Que e! sí mismo sea el correlato del espacio moral, procede todavía de la es­tructura inevitable de toda experiencia moral; pero ia distinción dentro¡ fuera tiene una historia, es típicamente occidental. Platón, por quien es

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preciso comenzar, sitúa ía fuente moral en el dominio del pensamiento1, considerado hegemónico; en el cuadro de una topografía del alma, el, logos aparece ahí com o paraje de recursos morales; al mismo tiem po! una concepción superior d e la razón está ligada a un orden cósmico de’' la verdad, al «bien del todo*, lo que coloca al Bien por encima de noso%,, tros, accesible sólo por el retorno a nosotros mismos. *fr'

— El hombre «interior", según Agustín, comparte rasgos comunes con el alma racional de Platón; pero sobre la base de la identificación- entre Dios v el Bien y la de la mirada interior con la memoria de Dios;’-?'- el ágape cristiano da vigiar a un si mismo en primera-persona, descu­brimiento que hace de Agustín el verdadero inventor de la reflexividad radical. ^

— Con Descartes, la ^liberación de la razón;., da un giro nuevo a la interioridad, la cual recibe al mismo tiempo como correlato un cos­mos mecánico desencantado y preparado para el control instrumental. Además, la coloración neoestoica de la «generosidad» cartesiana pre­serva algo de la ética del honor de ios antiguos. Con Locke, aparece un «sí mismo puntual», totalmente desprovisto de toda tutela autoritaria, al mismo tiempo que progresa la instrumentalización del control sobre la realidad exterior, que anuncia la afirmación de la razón procedimental.El ideal moral del autodomin io tiene, pues, una historia sin la cual se­rían incomprensibles nuestras discusiones sobre la identidad personal, sobre la responsabilidad de sí mismo y sobre la emergencia del Contrac­tualismo en la filosofía política.

2. Con «la afirmación de la vida corriente» se encuentra esencial­mente cuestionada la superioridad de la vida contemplativa sobre la vida práctica, pues una cierta jerarquización de bienes de grado supe­rior, nacida tanto del platonismo como del monacato cristiano. La re­forma contribuyó a ello con la idea de la «vocación» sin ascesis, cuyo apogeo se puede rastrear en los puritanos anglosajones (véase el libro de Michael Waizer, Tbe Revolution o f the Saints*). A este hecho le sigue la aparición del deísmo como «cristianismo racionalizado». Esta revolución en el nivel de las fuentes religiosas de la moralidad es capital para la comprensión del malestar moderno. Taylor insiste de manera persis­tente sobre la autenticidad religiosa del deísmo, con su fe en un orden providencial, distinto del ateísmo ulteri r de las Luces. En cuanto al sí mismo, se enriquece mediante una investigación de los sentimientos

M. Waizer: The Revolution ofthe Saints, A Study in the Origins o f Radical Poli­nes, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965. [N. delE.]

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morales (con Shaftesbury y Hutcheson, que han conform ado la mora­lidad anglosajona moderna). Una cultura de la «naturaleza interior» ha nacido, opuesta a toda instrucción autoritaria extrínseca, y orientada hacia una apreciación positiva de los movimientos naturales de benevo­lencia en armonía con un universo providencial.

3. El estadio decisivo en esta rápida historia de la construcción del sí mismo moderno, y de sus tormentos, es la gran bifurcación entre el racionalismo ateo de la Ilustración francesa y el ascenso del Romanticis­mo filosófico, en Alemania sobre todo. Las doscientas últimas páginas del libro de Taylor están consagradas a la composición de un cuadro «de horizontes fracturados», donde tres recursos se afrontan: el recurso a una fuente divina a la vez trascendente e íntima, la autoafirmación de una razón que se erige como soberana, la asunción de las energías creadoras de una naturaleza más vasta que nosotros. Sólo las dos últi­mas corrientes pueden ser llamadas modernas. Pero, entonces, hay dos modelos de modernidad: y el conflicto nunca será abolido entre estos dos modelos, mientras persista el fondo agustiniano a pesar de la secu­larización. A este respecto, Taylor propone una interpretación intere­sante de la secularización que no se reduce, según él, al progreso de las ciencias, y al desarrollo de la economía de mercado, sino que consiste en el nacimiento de alternativas nuevas en el plano más radical de las fuentes morales. La razón autónoma y autoproductora del sentido y la voz de la naturaleza ocupan cada una un iugar comparable, en e! inte­rior del espacio moral, al antiguamente ocupado por el ágape cristiano, alimentador del hombre interior agustiniano. Teísmo, Racionalismo, Romanticismo se confrontan en nosotros, engendran el «desamparo» (predicament) moderno. Según Taylor, las tres pretensiones de una fun­damentación última se hacen mutuamente frágiles, incluso si tímidos préstamos cruzados atenúan las heridas de nuestra conciencia moral. A tal propósito, lo que quizás sea más destacado en el esbozo que nos presenta del sí mismo moderno, sea la conflictividad, considerada tan fuerte entre la razón liberada y el recurso a la creatividad de la natu­raleza, como entre estas dos ramas de la modernidad y la herencia no agotada del helenismo y del judeocristianismo.

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Ha llegado el momento de confrontar el giro que se puede considerar sincrónico de la primera parte con el giro diacrónico de los tres grandes capítulos de los que acabo de esbozar su desarrollo. Es preciso apunun que Taylor no discute por sí mismo el problema presentado por !a yux-

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taposición de los dos estilos a los cuales da prioridad por turnos. Hay un capítulo titulado: «Digresiones sobre la explicación histórica» (pp, 199-210). Pero se trata de algo distinto que la relación entre lo que lla­mamos aquí lo fundamental y lo histórico. Lo que al autor le preocupa aquí es, ante todo, la relación de alguna manera vertical entre el nivel de las concepciones éticas y el de los fenómenos económicos, sociales y políticos, que marcan una época dada. La discusión es, ciertamente, i. interesante, en la medida en que ella afronta la acusación de idealis­mo, que no viene sólo de autores marxistas. La idea de una relación circular entre todos los componentes del fenómeno histórico global es ciertamente válida, lo mismo que la idea según la cual es a través de las prácticas, donde se encarnan los ideales, la forma en que las con­cepciones éticas se integran en la corriente general de la historia. No obstante, incluso si esta última sugerencia toca de lleno la cuestión de saber lo que da fuerza a ciertas ideas en un momento dado, y si es justo decir que la cuestión presentada exige una respuesta «interpretativa», más que causal, estas reseñas no permiten dar cuenta del desarrollo de ideas morales en la diacronía. En este breve capítulo se trata, sobre todo, de una relación todavía vertical del tipo infra/supraestructura, mientras que nuestro problema es el de la relación entre la verticalidad de los universales que conjuntamente estructuran el bien y el sí mismo, y el curso longitudinal del desarrollo de las ideas morales, relación de la que dan testimonio expresiones tan recurrentes como las de naci­miento, mutación, desplazamiento, superación, ocaso. Ahora bien, son precisamente estos vínculos ios que sostienen la historicidad que afecta principalmente a los bienes de rango superior y a las nociones que jue­gan el papel de fuente moral. El problema presentado aquí concierne claramente a la periodización en grandes ciclos, como la que opone Antiguos y Modernos, y, cveaiualmente Posmodernos, en las dos épo­cas nombradas. A esta gran escala, el problema todavía se presenta en términos demasiado generales como para dar lugar a análisis precisos. Por otro lado, los cambios acontecidos en este nivel son ellos mismos el resultado de transformaciones más sutiles en un nivel más próximo de periodizaciones cortas que subdividen las tres grandes rúbricas situadas bajo los títulos: «Inwardness», «Affirmation of Ordinary Live», «The Voice of Nature», sin contar el capítulo «Subtler Languages».

Si se quiere dar cuenta de la relación dialéctica entre lo fundamental y lo histórico será preciso prestar una atención particular al juego de retrospección y de anticipación que rige la estrategia interpretativa de las secciones históricas de Sources o f the Self.

Retomemos la primera rúbrica: el término inwardness es interesan­te en sí mismo, en la medida en que se trata de una noción construida por el intérprete para dar cuenta de la «superación» (rise), del «dcsarro-

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lio» de lo que el autor llama «cierto sentido», o quizás una «familia de sentido» (p. l l l ), situada bajo el sombrero de la inwardness. Una nota parecida es reclamada por la noción de «topografía moral», que sirve de alguna manera de subtítulo al comienzo del capítulo: permite explorar las formas sucesivas por las que ha pasado la oposición «interno/exter­no», así como los «lugares» donde se ha encontrado sucesivamente alo­jado el principio de interioridad de Agustín, Descartes y Locke. De esta «localización» el autor declara que «no es universal y que es un modo limitado de autocomprensión» (p. l l l ) . Otra anotación: puede pregun­tarse si la serie recorrida no es reconstruida a partir del fin, que se sitúa todavía en torno al siglo XVIII, y si este fin, a su vez, no toma su sentido de la interpretación final de la Modernidad en términos de malestar. En este sentido, el capítulo XI, titulado «Inner Nature», que pone término a esta larga sección, se entiende menos como recapitulación del camino recorrido que como anticipación de la evolución ulterior dirigida hacia la emergencia del sujeto plenamente autónomo (particularmente, con motivo de una incursión en el lado de la filosofía política establecida sobre premisas atomistas). Una teleología secreta y no crítica parece así regir el «sentido» de la completa «familia de sentido» situada bajo el título de «Inwardness».

El título de la sección siguiente: «Afirmación de la vida corriente» no obedece menos a una construcción que el de la sección precedente. Si el papel jugado por la Reforma, en particular bajo el impulso del puritanismo anglosajón, permite decir que ia afirmación de la-vida co­rriente encuentra su origen en la espiritualidad judeo-cristiana (p. 259), y si también se puede hablar de una teología calvinista de la «vocación» profana como una «continuación del estoicismo por otros medios» (p. 258), es nada menos que en términos de «transvaloración de valo­res» como se ha caracterizado el derrumbe de la jerarquía anterior ope­rada por Francis Bacon. De ahí resulta que la emergencia del tema del control instrumental de la naturaleza está «sobredeterminada» (p. 232). El juego entre retrospección y anticipación se persigue de capítulo en capítulo. Así, nos reencontramos con Locke en el punto en que el fu­turo bifurca. De la misma manera que el autor se muestra preocupado en distinguir bien el deísmo de Locke, así como la cultura de los sen­timientos que reaparecen con este deísmo, de la increencia del radical enlightenment del siglo xvin inglés y francés, en la misma medida tiene necesidad de disce nir en el deísmo de l.ocke, no sólo las premisas de una razón enteran mte secularizada, sino también las dei culto h ni na­turaleza. Será preciso indicar más adelante lo que, en la dinámica misma del cambio, justifica estas idas y venidas de la interpretación.

La estrategia del intérprete cambia ligeramente en la larga sección situada bajo el título «The Vbice of Nature». Se insiste, en primer lugar,

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sobre lo que se podría llamar las adquisiciones de la Modernidad, a sa­ber: primero, el individualismo bajo las tres formas de la autonomía, ia Lu introspección y del compromiso personal, con sus corolarios políticos; te> y de ahí la formulación -de los derechos subjetivos, después, sigue la Qu valoración del trabajo productivo y de la familia, y, por último, la nueva tu relación con la naturaleza. Todo esto constituye un sentido nuevo de n( la «vida buena». Pero las valoraciones fuertes que se pueden tener por h<comunes en toda la época se limitan a lo que se puede llamar «bienes vi­tales básicos» (lifegoods). El deseo de la vida buena comienza a diverger cuando se coloca en el nivel de los «bienes constitutivos», otro nombre dado a las «fuentes morales» de la primera parte. Es precisamente a propósito de la idea de naturaleza donde se perfila una bifurcación, que se convertirá en abismo con el Romanticismo. Es, incluso, en este estadio donde la tesis más importante toma cuerpo, a saber, que el alma moderna es la sede de una lucha entre varias instancias legitimantes y movilizadoras. Con la desaparición del deísmo y de su providencialismo sigue un ateísmo que deja el sitio vacante para las dos reivindicaciones rivales de la razón llamada natural y de la naturaleza viviente. La emer­gencia de estas dos instancias al rango de «fuentes morales» generadoras de «bienes constitutivos» — rango en que había reinado la espiritualidad creyente sin rival— constituye la verdadera explicación del fenómeno de la secularización (léanse, en este sentido, las importantes pp. 310 ss.). Esto no es, repnamos, ia culminación de! pensamiento científico o el empuje de la economía de mercado que constituye el factor decisivo, sino e¡ hecho de que las nuevas fuentes morales lleguen a ser accesibles: «Tal es el cultural shift que tenemos que comprender». Pero si el teísmo, en tanto que fuente moral, llega a ser problemático, el pensamiento se­cularizado tampoco ofrece únicamente una alternativa. Consiste en un imperio dividido contra sí mismo. En el siglo XVIII comienza a emerger lo que define nuestra situación contemporánea: la oposición entre dos frentes, por un lado, el de la razón dueña de sí misma y de todo orden exterior a ella, y, por otro, el de las capacidades de expresión que se elevan de las profundidades de una naturaleza más vasta y más pode­rosa que nosotros mismos. El sobrevuelo se convierte en la estrategia dominante de! intérprete. El ir y venir se convierte en sistemático entre el malestar contemporáneo y el desciframiento detallado de las muta­ciones sobrevenidas en el espacio de más de dos siglos. A su vez, esta estrategia se pone ai servicio de la tesis mayor del libro, según la cual ■•todas las posiciones se convierten en problemáticas por el solo hecho de existir en un campo de alternativas» (p. 317), Fe, razón, naturaleza, se afrontan en la cumbre de jerarquías de «bienes constitutivos». Es con precaución y, diría yo, timidez, como el autor sugiere que «las tres direc­ciones se consideran rivales, pero también complementarias» (p. 318).

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No seguiremos a Charles Taylor en su travesía del racionalismo de las Luces y del Romanticismo, a los que otorga una importancia equivalen­te, sin duda porque quiere mantener ia presión igual entre las pulsiones que animan el espacio tridimensional dibujado por las tres instancias úl­timas de movilización de energías morales. Más bien, y para terminar, nos detendremos sobre el estilo de historicidad que se opera en esta hermenéutica histórica.

IV

La cuestión subyacente a la estrategia de retrospección y de anticipación, que hemos discernido en la larga parte histórica del volumen, es la de saber en qué sentido ella encuentra una justificación en el estilo de his­toricidad característica de la constitución fundamental de los inevitables marcos de referencia (inescapable frameworks). Digamos primero, en términos negativos, que no se trata, en el resto del libro, de una historia lineal, en la que una concepción moral sería reemplazada por otra, ni de una dialéctica de tipo hegeliano, donde lo sobrepasado sería también lo retenido, como lo dejaría creer la expresión de historical supersessions (¿superaciones históricas?). La temporalidad propia de esta historia es de un género muy singular. Lo que se podría llamar la perennidad de los rasgos es lo que asegura la conjunción entre el carácter histórico de las concepciones morales y el carácter transhistórico de los universales de la eticidad. Mi distinción entre mismidad e ipseidad encuentra quizás aquí un nuevo empleo. En efecto, ninguna posición permanece idénti­ca, en el sentido de la mismidad, y ello gracias al acceso al régimen de la problematicidad, a la que son condenadas las fuentes más venerables, confrontadas a la competición con las fuentes nuevas de movilización. Pero el tipo de ipseidad, que iiustro, por otra parte, con la idea de pro­mesa mantenida, se expresa aquí de otro modo. En el orden moral, el pasado no deja sólo trazas inertes, residuos, deja también energías dur­mientes, latentes, recursos inexplorados, que se asimilarían más bien a promesas no cumplidas, las cuales fundan la memoria, como dijo Paul Vaiéry, que hablaba de un futuro del pasado. Este carácter latente de las potencialidades no desarrolladas es lo que permite las «recuperaciones», los «renacimientos», los «despertares» por los que lo nuevo encadena con lo antiguo. De manera más general, esta constitución temporal sui generis justifica lo que se pueden llamar los anacronismos voluntarios, asumidos por el historiador de las ideas morales: siempre es retrospecti­vamente como se discierne en el pasado lo que no llegó a madurez en su propio tiempo. A este respecto, la contrapartida de las ideas de huella, de deuda, de potencialidades inexploradas, habría que buscarla del lado

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de los acontecimientos del pensamiento mediante los cuales se ensaya’ dar cuenta de las mutaciones que, a su vez, hacen posible las recupera - ' ciones, los retriemls, tan abundantes en la historia de las ideas morales;

Nos encontramos, de esta manera, con el tema mejor conocido de la dialéctica entre innovación y tradición. Se encontraría en Benjamin™* una expresión más dramática y, se podría decir, más exaltada, de este 3 intercambio entre el presente de la recuperación y el pasado liberado y de sus trabas. En su concepción de la narración y de la historia, Walter Benjamin asigna una función de salvamento (Rettung), de redención '?(Erlósung), a la rememoración en la perspectiva del mesianismo judío. ... Esta función es particularmente urgente cuando se trata de salvar del"^ olvido a las víctimas de la historia política. Se podría objetar que en v la historia de las ideas no se encuentra nada tan dramático. Esto no es " siempre verdadero. El declive de ciertas concepciones morales presenta a veces un espectáculo comparable de ruinas. El olvido, en efecto, toma en el orden espiritual formas que van del desgaste casi biológico, de la pérdida del aliento, al rechazo violento, pasando por la negligencia, el descrédito. La Ilustración, en particular, en su forma radical, mantiene con la cristiandad histórica una relación de este tipo, incluso con el deísmo y la cultura de los buenos sentimientos. Hay en la historia moral fracturas y no sólo reinterpretaciones pacíficas. Es preciso reconocer que7 en este caso particular extremo, llega a ser casi imposible recono­cer el inescapable framework de la fenomenología morai. Ciertamente, pero es también tarea del historiador de las ideas atenuar el alegato de una ruptura tan radical como la que se da entre Modernos y Antiguos, la cual es para muchos una pretensión no sólo exagerada, sino no fun­dada, que resulta del rechazo de la deuda, que forma parte con frecuen­cia del mensaje de cierta Modernidad. Pero quizás fuera preciso decir otro tanto de las pretensiones neonietzscheanas de los posmodernos.

Para dar cuenta de todos los casos particulares se podrían expresar estas relaciones temporales muy complejas recuniendo al vocabulario vecino de la extrañeza y de la familiaridad, de la contemporaneidad y de la no-contemporaneidad, o, incluso, de la proximidad y del aleja­miento. Privilegiando esta metáfora de la distancia, se puede considerar la desaparición, la pérdida del poder, de persuasión de tal o cual fuente moral, como una prolongación de la distancia, y el fenómeno de la recuperación (por ejemplo, el de! estoicismo en el siglo XVI) como un fenómeno de «desdistanciamiento». A decir verdad, !a trayectoria ente­ra del libro de Taylor puede ser comprendida como un vasto ejercicio de «desdistanciamiento» donde el sentido de la distancia es sin cesar presupuesto para ser superado.

Estamos ahora dispuestos para responder a la cuestión presenta­da al comienzo: ¿qué es lo que mantiene unido lo fundamental, de la

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primera parte, y la historicidad, que prevalece en la mayor parte de la obra? Podemos preguntarnos si lo fundamental de fe primera parte no comportaba él mismo un estilo de historicidad propia, consonante con el de la gran genealogía de la Modernidad. Si es verdad que, del lado de lo histórico, es la imbricación de lo contemporáneo y de lo no-con- temporáneo en la misma conciencia moderna lo que asegura el carácter epocal de la experiencia moral, ¿no es preciso decir que este estilo de historicidad se hizo posible, a su vez, por la estructura misma de lo que ha sido denominado inescapable framewoks'í Sea que se considere la noción de evaluación fuerte, o la de hiperbienes, o más evidentemente, la de fuentes morales, se puede decir que la conflictividad pertenece constitucionalmente, si se puede expresar así, a lo fundamental, y puede ser considerada ella misma inevitable. Ahora podemos afirmar: estas estructuras insuperables no son a-históricas sino trans-históricas. Per­tenece a las evaluaciones fuertes el pretender ser compartidas, además de reivindicar una comunicabilidad de principio; pero, por esta misma razón, les pertenece ser siempre discutibles. La discriminación, que no­sotros hemos visto que es inseparable de la evaluación fuerte, no se sitúa menos en la vía de la controversia como de la evaluación misma. Situar una valoración por encima de otra no se puede hacer sin dar razones. La pregunta «¿cómo deberíamos vivir?» abre un campo conflictivo desde el que nuestras elecciones reclaman justificación. Lo habíamos dicho anteriormente: la llamada socrática a una «vida examinada» hace entrar en juego de manera ejem plar e! momento crítico, la crisis de la evalua­ción. La heterogeneidad de los hiperbienes no abre menos la puerta a la controversia. Pues ¿cómo jerarquizar de manera unívoca lo que es fundamentalmente heterogéneo? Se puede señalar, rápidamente, que es este espectáculo de la rivalidad entre bienes de rango superior, y más aún, entre sistemas de prioridad, lo que ha motivado, de Kant a Rawls y Habermas, la sustitución de una idea de bien juzgada demasiado con­flictiva por la considerada más condescendiente de lo válido, lo justo, lo obligatorio, pagando el precio de reducir la moralidad a una regla pro­cedimental. Pero con ello no se ha hecho más que desplazar el momento trágico de la vida moral trasladándolo al punto de articulación entre lo universal formal y el juicio moral en situación. Mejor sería reconocer que este momento trágico específico, ligado a la heterogeneidad de los bienes de rango superior, es constitutivo de la vida ética más originaria, desde el momento en que no puede concebirse de otra m anera que como «vida examinada». ¿Qué decir de la conflictividad infranqueable de las fuentes morales que Taylor no ha querido situar, a pesar de todo, entre los componentes del «inevitable marco de referencia»? En este nivel, el vínculo entre conflictividaa e historicidad salta a la vista. A decir ver­dad, el autor no habría podido terminar la primera parte de su obra en

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torno al tema de las «fuentes de la vida moral», si no hubiera tenido a la vista, desde el inicio, el predicam ent del sí mismo en régimen de moder­nidad. En este sentido, la estrategia de anticipación y de retrospección, que hemos visto operar en el interior de los segmentos históricos del \ libro, regula la estructura global de la obra, la historicidad del campo ético se proyecta anticipativamente sobre la aporicidad constitutiva del sí mismo. Nos podríamos incluso arriesgar a decir que es la historicidad propia de la construcción del sí mismo moderno la que se anticipa en la estructura transhistórica de la experiencia moral, marcada originaria­mente por un carácter epocal. Y es porque nuestra conciencia sufre a ■s partes iguales el carácter no contemporáneo de la contemporaneidad y el carácter contemporáneo de la no contemporaneidad, por lo que nos es posible revivir en imaginación y en simpatía todas las épocas de la moralidad. En este sentido, la primera parte del libro puede ser consi­derada el resultado, y de igual manera la presuposición, de este carácter cumulativo absolutamente original de la vida moral.

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Tercera Parte

EJERCICIOS

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LA DIFERENCIA ENTRE LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO COMO FUENTE DE RESPETO*

Las reflexiones que propongo tienen como fin consolidar el respeto — y, más allá del respeto, la amistad— que debemos a los discapacita­dos mentales y psíquicos, como a otros seres golpeados por las enfer­medades, mediante una argumentación sobre la noción misma de lo «patológico». Lo que quisiera poner en cuestión es la manera perezosa de yuxtaponer una noción demasiado vaga de respeto debido a todo ser humano sin distinción, y una noción de lo patológico como simple déficit por relación a una presunta normalidad. En efecto: adecuar un sentido diferenciado de respeto a uña noción de !o patológico cargada de valores positivos. Insisto en adecuar: se trata de un respeto dirigido a lo patológico en tanto que reconocido estructuralmente digno de res­peto.

Partiré del polo patológico y propondré una reflexión inspirada en la filosofía biológica expuesta por Georges Canguilhem en L e norm al y le pathologique (1943, 2 .a ed. 1966), y continuada en L a connaissance de la vie (1965).

Como Canguilhem, daré a estas reflexiones centradas sobre lo nor­mal y lo patológico un prefacio consagrado a los conceptos más gene­rales relativos a la relación entre «el ser vivo y su medio». Designaré, así, un gran círcuio en el interior del cual situaré el círculo más restrin­gido de lo normal y lo patológico. La idea que quiero retener es que el ser vivo, en tanto que distinto de una máquina física, mantiene con su medio una relación dialéctica de debate, de «explicación con». Esta idea supone una gran conquista con respec j a la teoría durante lai^o

* Conferencia pronunciada en h asociación L’Arche (Jean Vanier), Avignon, 1997, y en el X í Coloquio científico de la Fundación John Bost, Betgerac, 1998.

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tiempo dominante en las ciencias del comportamiento, según la cual el ser vivo responde a estímulos exteriores que tienen en alguna medida prioridad de iniciativa: el medio interpela y el ser vivo responde. Esta es la hipótesis conductista llevada por Tolman a su más alto grado de sofis­ticación. Se pueden multiplicar las variables intermedias entre estímulos y respuestas (dispositivos afectivos, exploración motriz, etc.), no son más que maneras de rellenar la caja negra que constituye, finalmente, el organismo mismo y su capacidad de estructuración. El ataque contra esta teoría se plantea doble: metodológico y experimental. Sobre el pla­no metodológico, lo que se pone en cuestión es la definición previa del , m edio por el experimentador mismo: el medio, es, en esta hipótesis, el mundo tal como el científico lo ve, es decir, lo construido en términos psico-químicos. Peor aún: lo que se considera como estímulo está mani­pulado por el experimentador que arranca una respuesta del paciente. El cambio de método es el siguiente: se dejará al organismo orientarse en un medio hbre — es la actitud del etólogo— y se observará cómo de­fine él mismo su medio a través de la selección de señales significativas, en pocas palabras, cómo estructura su relación con el medio en forma de una relación con doble entrada. Este cambio de método es marcado en el vocabulario por el reemplazo del término «medio» (milieu) por el de «medio ambiente» (environnement), «medio de vida» (Umwclt) (fue J. van Uexküll quien hizo que se aceptara este término, cf. L a connai-CC/7 V ir o d o Ir t 1 ! 1 0 r\ P lo o ---------- ... „ , r . , . i-fci V.de «valor vital»:

El medio ambiente del animal no es nada más que un medio centrado en un sujeto de valor vital en que consiste esencialmente estar vivo. Debemos concebir en la raíz de esta organización en el medio ambiente animal una subjetividad análoga a la que hemos tenido que considerar en la raíz del medio ambiente humano (op. cit., p. 145).

Esta idea de valor vital es correlativa a la de un debate entre el ser vivo y su medio: debate donde «el ser vivo aporta sus normas propias de apreciación de las situaciones, donde domina el medio, y se acomoda» (op. cit., p. 146). Canguilhem añade — y esta nota adicional nos servi­rá de transición— : «Esta relación no consiste esencialmente como se podría creer, en una lucha, en una oposición: esta concierne al estado patológico» (op. cit., p. 146).

Pasemos ahora a la relación entre lo patológico y lo normal.¿A qué tipo de debate con ei medio debemos referirnos?Propongo desarrollar una sugerencia del mismo Canguilhem en Le

conaissance de la vie donde escribe: «la vida humana puede tener un

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sentido biológico, un sentido social, un sentido existencial» (op. cit., p. 155). Lo importante es señalar que no se trata de estadios sucesivos sino de una imbricación de valores simultáneos, que se distinguen sola­mente por las necesidades de la exposición.

¿Qué puede significar patológico en el plano biológico? Cuestión más radical: ¿cómo es posible que esté lo patológico en el plano de la vida?

Para responder a la cuestión, es preciso remontar a la diferencia fundamental que distingue el orden biológico del orden físico: en este último, un acontecimiento singular (la caída de una manzana) obedece estrictamente, como se dice, a la ley. A decir verdad, la ley física no es una regla que pueda ser transgredida: la manzana no obedece a la ley física. Sólo con la vida el individuo consti tuye más que una variante singular: la individualidad comporta la posibilidad de la irregularidad, de la desviación, de la anormalidad. Pero ¿en relación con qué? Aquí no juega únicamente la relación desdramatizada tipo/individuo: la le­galidad propia de la vida es de otro orden. Pero, entonces, ¿respecto a qué hay desviación? La respuesta no puede ser más que ambigua: y esta ambigüedad no nos va a abandonar cuando pasemos de un nivel al otro. Dos lecturas de lo normal se proponen: se puede identificar la norma con una media estadística: el criterio es entonces de frecuencia, la distancia no es más que desviación por relación a la media. Pero se puede entender también por norma un ideal, en un sentido él mismo múltiple: éxito, bienestar, satisfacción, felicidad. De esta ambigüedad de la idea de norma se deduce la vinculada a la noción de salud. Aquí importa tener en cuenta ei hecho de que, como dice Canguilhem, el objeto de la ciencia médica es al mismo tiempo el obstáculo a la vida. Esta nueva ambigüedad procede de la vinculada a la idea de norma considerada como media y como ideal. Ahora bien, la salud caracteriza siempre a un individuo en su relación con la norma. Esta relación es inevitablemente precaria (tomo el término «precaria» en un sentido ontológico, reservando «ambiguo» para el plano epistemológico). La vida se presenta como una aventura de la que no t e sabe lo que en ella es tentativa, y lo que es un fracaso. Se comprende por qué: el valor vital no es un hecho observable. La vida es siempre evaluada y esta evalua­ción es siempre relativa. Para tomar (con Canguilhem) las categorías de Kurt Goldstein, la salud se presenta como capacidad limitada de administrar las amenazas, los peligros, las disfunciones, y, entre ellas, las enfermedades:

Vivir para el animal, ya, y con más razón todavía para el hombre, no es solamente vegetar y conservarse, es afrontar las exigencias de nuevos medios, bajo la forma de reacciones o empresas dictadas por situaciones nuevas (op. cit., p. 165).

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Llegamos así, siempre en este mismo nivel biológico, a la nociónW de enfermedad. Siempre es un individuo el que está enfermo. No hav enfermedad en el mundo físico, ni medicina, ni médicos. No hay oca- sión de atender y de curar, es decir, de atravesar el intervalo entre estar enfermo y estar sano. Pero no hay tampoco una definición absoluta de la enfermedad. Todo lo más, se puede decir con Kurt Goldstein que j

’SJSrlas normas de la vida patológica son ellas mismas las que obligan en lo "" sucesivo al organismo a vivir en un medio «reducido» diferente cualita- " tivamente, en su estructura, del medio anterior de vida (op. cit, p. 167)1 '

Detengámonos en la expresión medio «reducido». 'Es aquí donde dos lecturas de lo patológico corresponden a las dos

lecturas de la norma. En lectura negativa, lo patológico significa déficit, deficiencia. En lectura positiva, significa una organización diferente, que tiene sus leyes propias. Sí, una estructura diferente de la relación entre el ser vivo y su medio. Es sobre esta estructura diferente donde articula­remos al fin de nuestro recorrido el respeto debido a esta otra forma de ser-en-el-mundo, con sus valores propios. Estos no se desplegarán más que a un tercer nivel, existencial. Pero ellos tienen su razón biológica en la idea de ajuste a un medio «reducido» con su doble valencia positiva y negativa.

Antes de dejar este nivel, me gustaría insistir sobre un factor que tiende a ocultar ia evaluación positiva de ia relación con el medio. Se trata de una noción, que llamaré insolente, de la salud, que tiende a eri­gir lo normal, en el sentido de media estadística, en norma, entendida como ideal. Y he dicho bien: una noción insolente. Consiste en vanaglo­riarse de su «buena salud»; el sentimiento de poder hace decir: puedo esto y puedo aquello. La enfermedad, a partir de ese momento, no se puede definir más que en términos de impotencia: lo que no puedo, lo que no puedo más (el envejecimiento es la ocasión propicia para poner en cuestión esta insolencia que los moralistas antiguos y medievales lla­maban concupiscencia essendi, vanagloria de ser). Ciertamente la salud no es sólo un artificio, como dice Canguilhem (op. cit., p. 167):

Lo que la caracteriza es la capacidad de tolerar variaciones de normas en las cuales sólo la estabilidad, aparentemente garantizada y de hecho siempre necesariamente precaria, de las situaciones y del medio, conSe- re un valor engañoso de no’ ñas definitivas (op. cit., p. Ió5).

Subrayo la expresión «valor engañoso». De esta ilusión resulta, en efecto, la depreciación unívoca de lo patológico. En un sentido, la exis­tencia m isma de la medicina, como instancia social paralela a la del tribunal, confirma esta «depreciación vital de la enfermedad» (op. cit.,

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p. 167). El proyecto — o, más bien, la exigencia— de curación presupo­ne esta depreciación. Sentirse enfermo, saberse enfermo, comportarse enfermo, es ratificar esta evaluación negativa, esta depreciación. ¿Y qué es lo que nos puede desengañar? El sentimiento de incertidumbre de la mortalidad: «Todos los éxitos están amenazados ya que los individuos mueren, e incluso ias especies. Los éxitos son fracasos retardados, los fracasos de éxitos abortados» (op. cit., p. 160).

Tal es la lección episódica de la enfermedad, la lección crónica, si me está permitido decir, del envejecimiento...

Perdonadme por haberme entretenido tanto tiempo en el plano bio­lógico. Muchas cosas se juegan en el plano social y, más aún, en el plano existencial, dos planos en los que se juega una criteriología nueva de lo normal y de lo patológico. Una normalidad social de uso sustituye, en efecto, a la normalidad biológica de ejercicio. Es normal la conducta capaz de satisfacer los criterios sociales de vivir juntos. Es aquí donde interviene de forma temible la comparación de un ser vivo "con otro. Os fascina lo que a otros les está permitido y a vosotros os está prohibido. Una patología por comparación ocupa el proscenio. En una sociedad in­dividualista que coloca en su cima la capacidad de autonomía, la gestión propia de su estilo de vida, es considerada una merma toda incapacidad de sustraerse de una relación de tutela bajo su doble forma de asisten­cia y de control. La salud es así normada socialmcnte, y la enfermedad también: v la exigencia de atenciones, y la espera ligada a esta exigen­cia. El criterio de curación es poder vivir como los otros, hacer lo que pueden los otros. Un desplazamiento se produce de la norma interior del ser vivo a la norma exterior de lo social, tal como está codificada por los otros. De ahí resulta el estigma social por excelencia, la exclu­sión, que no tiene un modelo biológico definido, pero socialmente es un modelo pertinente. La sociedad querría ignorar, esconder, eliminar a sus discapacitados. ¿Y por qué? Porque ellos constituyen una amenaza sorda, un recuerdo inquietante de la fragilidad, de la precariedad, de la mortalidad. Constituyen un insoportable m em ento mori. Se ocultan las desviaciones patológicas, como se ocultan las desviaciones penales. Medícalizados y penalizados, he aquí lo que son, en general, las desvia­ciones. Lo que está fundamentalmente amenazado por el espectáculo de la desviación es la misma insolencia de la vida, ratificada, consolidada en confianza y en seguridad por el éxito sociai . La inferioridad y la mi- nusvaioracinn están socialmeníe normadas. Aquí también la psiquiatría, en tanto que rama de la medicina, está siempre amenazada de jugar el papel de «signo objetivo de esta universal reacción subjetiva de descar­te, es decir, de desprecio vital de la enfermedad» (op. cit., p. 167). La diferencia biológica se encuentra dramáticamente consolida»ia por la di­ferenciación social.

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El hospital psiquiátrico corre el riesgo de reforzar esta amenaza de exclusión que viene de la sociedad. La estructura institucional intervie­ne de forma tácita y casi invisible en ei curso del coloquio de persona a persona. Ciertamente, es cierto que cada paciente es un ser único; pero no es cierto que la enfermedad lo sea también. Un caso no es único. Los protocolos codificados se proyectan sobre el caso a tratar y lo incorporan a las ramificaciones mundiales del conocimiento y de la práctica médica concernientes al diagnóstico, tratamiento y pronóstico. La competencia ejercida aquí y ahora por el médico pone en juego el conocimiento profesional que, en tanto que comunicado, enseñado y aplicado, sitúa la institución diádica entera entre el enfermo y su médi­co. Pero esto no es todo. La estructura institucional está, a su vez, co­nectada con un vasto complejo de estructuras administrativas, jurídicas y penales relativas a la política de salud, características de un Estado de derecho bajo la jurisdicción del cual opera la profesión médica. En este nivel, el concepto mismo de salud reviste un significado complejo. La entidad a la cual se aplica no es precisamente la persona individual, sino una realidad estadística vinculada a la noción de población, noción que la medicina pública comparte con la demografía.

Esta doble intrusión de la institución en el acto médico bajo la for­ma del saber profesional y el marco político tiene un impacto especí­fico en el nivel psiquiátrico. Ei conocimiento médico es la cosa menos comúnmente compartida en la situación del discapacitado mental. El médico es el único que sabe, en el sentido fuerte del término. Pero, sobre todo, la psiquiatría suscita un tipo único de institución particu­larmente permeable a los prejuicios dominantes de la sociedad, y tiende a la exclusión social en la medida en que ella da a los prejuicios una visibilidad particular. Ciertamente, las instituciones psiquiátricas desean ::cr üüuj lugares hospitalarios como los demás. Y, a este respecto, la edu­cación del público ha hecho inmensos progresos a lo largo de la última mitad del siglo xx en lo que concierne a la enfermedad mental, cada vez más considerada como una enfermedad entre otras. La hospitalización psiquiátrica tiende cada vez más a ser considerada como una forma ordinaria de hospitalización.

Sin embargo, la clínica psiquiátrica sigue siendo, por razones fuer­tes, un mediador opaco entre la medicina y sus pacientes. Esta opacidad afecta al pacto de cuidados y a su estructura bilateral. Al tratarse de cualquier enfermedad se tiene, de un lado, a alguien que sufre y pide ayuda, y, de otro, a aiguien que ofrece su competencia y su ayuda. El punto de encuentro es el diagnóstico y la propuesta de tratamiento. Esta situación es la que está profundamente alterada en ei caso de la enfermedad mental. No es sólo el vínculo afectivo, empático, el que está afectado, sino también eí ejercicio de la deontología misma que

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asegura la equidad del pacto de cuidados. Basta apelar a las tres reglas que gobiernan la consulta médica: observar el secreto médico; dere­cho del paciente a conocer la verdad de su caso en lo que concierne al diagnóstico del médico, el tratamiento propuesto y su probable éxito; y, sobre todo, el derecho al consentimiento informado. Cuando una de las partes de este contrato se presenta como un discapacitado, ya sea en el plano emocional y relacional o en el plano mental y verbal, la res­ponsabilidad de la parte médica del pacto se vuelve considerablemente más pesada. ¿Cómo evitar que dicho pacto sea pervertido por este tipo de monopolio impuesto por una situación de hecho? ¿Cómo atender, más allá de la enfermedad, los recursos del enfermo todavía disponibles, voluntad de vivir, de iniciativa, de evaluación, de decisión? En otros términos, ¿cómo compensar la deficiencia del otro participante, el pa­ciente, sin infligirle el estigma de la exclusión? Plantear estas cuestiones es ya manifestar la voluntad de no permitir al acto de exclusión social penetrar en el corazón de la consulta médica.

No obstante, es aquí donde la exclusión tácitamente asumida por la opinión pública media con respecto a las personas discapacitadas en el plano de su existencia social, se encuentra reforzada una segunda vez en el plano institucional. El acto de exclusión social reviste una forma institucional de múltiples maneras. En primer lugar de una manera casi invisible en cada estadio de intervención médica; después, de una forma visible y terriblemente preocupante en el plano de los fantasmas que continúan, siguiendo una historia terrorífica, inscribiéndose en actitu­des públicas, que hacen que escapemos de las desviaciones patológicas como lo hacemos de las criminales. Esto que vale en general para toda enfermedad se aplica particularmente a las desviaciones psiquiátricas. Michel Foucault ha escrito paralelamente la historia de la locura y la historia de la prisión. Cuenta la lenta conquista del cuidado sobre la violencia psíquica y mental. Pero la confusión entre tratamiento y casti­go permanece en el plano del subconsciente colectivo. El «loco» no deja de asustar y de suscitar el rechazo, que el hospital, presumiblemente, ha operado bajo otro nombre. El hospital psiquiátrico y la prisión, para el imaginario colectivo, no forman parte de la ciudad. Simbólicamente existen extramuros.

¿Por qué es menester que esto sea así? ¿De dónde extrae la fuerza de exclusión su energía? Foucault sugiere que la conquista de la razón au­tónoma en la edad moderna ha tenido como contrapartida la exclusión de lo irracional cc io lo inhumano por excelencia. Abundando en este mismo sentido, diré que cuanto más carguemos al individuo y al sujeto solitario de responsabilidades, más insoportable resultará para cada uno este fardo. La línea de exclusión no está solamente trazada entre los su­jetos considerados con buena salud y los sujetos discapacitados, atraviesa

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también la conciencia de cada uno. La perspectiva de la locura reempla­za el miedo al infierno, al mismo tiempo que se acerca la am enaza de la retribución social. La exclusión procede de cada interioridad propia; reemplazando la trascendencia, la inmanencia se revela más cruel que ella. El loco es mi doble infinitamente próximo.

Tales son los prejuicios, en el sentido fuerte de la palabra, que la educación pública no ha sido capaz de detener. Pero ¿cómo los podría erradicar el acto médico si en el nivel de la práctica social ordinaria, el sentido de la comunidad se ha desfondado dejando a cada individuo confrontado con su propia soledad?

Se llega, así, a un nivel existencial de la evaluación. En este nivel, la norma no es definida ya estadísticamente como media, sino como proyecto singular, lo que Sartre llamaba proyecto existencial. El indivi­duo se define por referencia a él mismo, en función de su horizonte de transformaciones con sus criterios personales de realización y de eva­luación.

Lo que aquí está en juego es el reconocimiento de sí mismo en tér­minos de identidad personal. En verdad, esta última es el objeto de una búsqueda indefinida, «interminable», como dice Freud de ciertos casos psicoanalíticos. Sería preciso hablar, a partir de ahora, de identificación más que de identidad, o incluso como Peter Homans en su The Ability to Mourn'1, de «individuación» y de «reapropiación». De hecho, la identidad persona! no puede ser un simple proyecto que se lance hacia delante; requiere un trabajo de memoria gracias al cual el sujeto se uni­fica e intenta construir una historia de vida que sea a la vez inteligible y aceptable, intelectualmente legible y emocionalmente soportable. A su vez, este trabajo de memoria implica un trabajo de duelo, aplicado a los objetos perdidos de su deseo, así como a los ideales y a los sím­bolos abandonados. No hay coherencia narrativa sin la integración de la pérdida. Es este doble trabajo de memoria y de duelo el que corona el sentido de la estima de sí mismo — del Selbstgefübl— que confie­re una dimensión moral al reconocimiento de sí. Es este Selbstgefübl, dice Freud, el que se derrumba en la melancolía, donde la pérdida del objeto se prolonga en pérdida de sí. Ahora bien, la melancolía no es simplemente un desorden psíquico. Es una amenaza inscrita en cada uno de nosotros, desde que comenzamos a consentir a la tristeza, a la fatiga, al desánimo. Su nombre es entonces desesperanza, o mejor ines- peranza, esta «enfermedad de la muerte», descrita por Kierkegaard. Lo contrario de este consentimiento a la tristeza es el sentimiento moral,o mejor ia actitud espiritual que Paul Tillich denominaba «coraje de

* P. Homans, The Ability to Mourn. Disillusionment and the Social Origins o f Psychoanalysis, The University of Chicago Press, Chicago, 1989.

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ser». El coraje de ser aúna, como en una única gavilla, el trabajo de la memoria, el del duelo y el de la estima de sí. Al mismo tiempo, lanza un puente entre el recubrimiento del pasado en el reconocimiento de sí y la anticipación del futuro en el proyecto, bajo la figura específica del acto de prometer.

Es este coraje de ser el que está efectivamente afectado en la enfer­medad mental bajo figuras variadas que perturban el Selbstgefübl, según la nosografía compleja de la psicosis y de la neurosis. Pero lo que nos importa en este nivel de reflexión, no es esta tipología del desastre, sino las distintas heridas sufridas por el pacto de cuidados y la manera en que el arte méchco puede responder a esta amenaza extrema.

Precisamos ahora introducir una componente nueva que hasta aho­ra había escapado de nuestro análisis: la estima de sí no se reduce sólo a una simple relación de sí consigo mismo. Este sentimiento incluye, por otra parte, una demanda dirigida a los otros. Incluye la espera de una aprobación que viene de los otros. En este sentido, la estima de sí es a la vez un fenómeno reflexivo y relacional, y la noción de dignidad reúne las dos caras de este reconocimiento.

Es en el nivel de este vínculo entre reconocimiento de sí y recono­cimiento por los otros donde el proceso de exclusión, discutido en el plano de la evaluación social, sigue haciendo estragos, esta vez hasta en el corazón de la estima de sí. Este efecto destructor se ha convertido en estructuralmente pasible por el hecho de que la enfermedad tiende a funcionar como un tipo de autoexclusión. Lo que en el plano biológico nos ha aparecido como la regresión a LiÍa HIC dio "reducido», después, en el plano social, como una exclusión sancionada por instituciones de diferentes órdenes, reaparece en el plano existencial como denega­ción de dignidad, denegación de reconocimiento. Tocamos aquí lo que parece ser el punto más delicado de la relación médica: este otro del enfermo, que es el médico, se encuentra encargado de compensar el déficit de estima de «í y de coraje de ser del paciente mediante un tipo de estima doble y estoliada, que podríamos llamar estima de sustitución y de suplemento.

Este suplemento de estima está basado en el reconocimiento de los valores positivos asociados a la enfermedad, en lo que concierne no sólo a la relación del enfermo consigo mismo, sino también a sus rela­ciones con los otros. De esta forma, encontramos en el nivel existencial la interpretación de lo patológico propuesto en el plano biológico. La enfermedad, decíamos, es algo diferente a un defecto, una carencia, o una cantidad negativa. Es otra manera de ser-en-el-mundo. Es en este sentido en ei que c- paciente tiene una dignidad objeto de respeto. Es­condido bajo las tinieblas de la locura permanece el valor de la enfer­medad y el del enfermo.

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Este mensaje propiamente ético es el que quisiera extraer de estos desarrollos consagrados a la relación entre lo normal y lo patológico.Es importante para el individuo considerado sano discernir en el indi­viduo discapacitado los recursos de convivencia, de simpatía, de vivir'** y de sufrir con, ligados expresamente al estar enfermo. Que aquellos que tienen buena salud reciban esta proposición de sentido de la enfer­medad y que ello les ayude a soportar su propia precariedad, su propia vulnerabilidad, su propia mortalidad.

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LOS TRES NIVELES DEL JUICIO MÉDICO*

Mi estudio pone el acento sobre la orientación terapéutica (clínica) de la bioética, en tanto que distinta de la rama orientada hacia la investiga­ción. Las dos, a decir verdad, comportan una dimensión práctica, sea al servicio del conocimiento y de la ciencia, sea con vistas a cuidar y curar. En este sentido, las dos implican cuestiones de ética en la medida en que las dos conciernen a intervenciones deliberadas en el proceso de la vida, humana y no humana. Lo que parece propio de la aproximación terapeútica (clínica) es que suscita actos de juicio que se componen de varios niveles diferentes. El primero puede ser llamado prudencial (el término prudentia constituye la versión latina del griego phrónesis): la facultad de juzgar (por utilizar la terminología kantiana) se aplica a si­tuaciones singulares en que un paciente individual está situado en una relación interpersonal con un médico individual. Los juicios proferidos en esta ocasión ejemplifican una sabiduría práctica de una naturaleza más o menos intuitiva que resulta de ia enseñanza y de! ejercicio. El segundo nivel merece ser denominado deontológico en la medida en que los juicios revisten la función de normas que trascienden de di­ferentes maneras la singularidad de la relación entre el paciente y tal médico, como aparece en los «códigos deontológicos de medicina», en vigencia en numerosos países. En un tercer nivel, la bioética tiene por objeto juicios de tipo reflexivo aplicados a los intentos de legitimación de los juicios prudenciales y deontológicos de primer y segundo rango.

Voy a someter a discusión las tesis siguientes: en primer lugar, la bioética, en sentido amplio, toma su significación propiamente ética de

* Conferencia internaci''-'"' «Ethics - Codes in Medicine and Biotechnology», Friburgo de Brisgovia (Alemania), octubre de 1997 ; «Les trois niveaux du jugement mé­dica!»: Esprit («Malaise dans la filialion») (diciembre de 1996), pp. 21-33.

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la dimensión prudencial de la ética médica. En segundo lugar, aunque basados en los juicios prudenciales, los juicios formulados en el nivel deontológico ejercen una gran variedad de funciones críticas irreduc­tibles, que comienzan por la simple universalización de las máximas prudenciales de primer rango y tratan, entre otras cosas, de los conflic­tos externos o internos en la esfera de intervención clínica, así como de los límites de todo tipo impuestos a las normas de la deontología, a pesar de su naturaleza categórica. En tercer lugar, en el nivel reflexivo, el juicio moral hace referencia a una o a varias tradiciones éticas ellas mismas enraizadas en una antropología filosófica: es en este nivel en el que están puestas en cuestión nociones tales como salud y felicidad y en que la reflexión ética toca problemas tan radicales como los de la vida y la muerte.

El pacto de confianza

¿Por qué es preciso partir del nivel prudencial? Es el momento de recor­dar la naturaleza de las situaciones en las cuales se aplica la virtud de la prudencia. Su dominio es el de las decisiones tomadas en situaciones sin­gulares. Mientras que la ciencia, según Aristóteles, se ocupa de lo general, la techne se ocupa de lo particular. Esto es eminentemente verdadero de la situación en la que el oficio médico interviene, a saber, el sufrimiento humano. El sufrimiento es, con la alegría, el reducto último de la sin­gularidad. Esto es, por otra parte, y dicho sea de paso, la razón de la distinción en el interior de la bioética, entre la rama orientada hacía la clínica y la rama orientada hacia la investigación biomédica, teniendo en cuenta las interferencias de las que hablaremos más adelante. Es cierto que el sufrim iento no concierne únicamente a la práctica médica; afecta y desorganiza no sólo la relación consigo mismo en tanto que portador de una variedad de poderes y también de una multiplicidad de relaciones con átros seres, en medio de la familia, del trabajo y de una gran variedad de instituciones, pero también la medicina es una de las prácticas basada en una relación social para la cual el sufrimiento es la motivación funda­mental y el telos la esperanza de ser ayudado y quizás curado. En otros términos, la práctica médica es la única práctica que tiene por objeto la salud física y mental. Volveremos al final de este estudio a la variedad de significaciones añadidas a la noción de salud. Al principio de esta inv s- tigación, daba por adquiridas las expectativas ordinarias, por otra pa re controvertidas, ligadas a la noción de salud como una forma de bienestar y felicidad. En la base de los juicios prudenciales se encuentra la estruc­tura relacional del acto médico: el deseo de ser liberado del fardo del su­frimiento, la esperanza de ser curado constituyen la motivación más im­

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portante de la relación social que hace de la medicina una práctica de un género particular cuya institución se pierde en la noche de los tiempos.

Dicho esto, podemos ir directamente al corazón de la problemática. ¿Cuál es, preguntaremos, el núcleo ético de este encuentro singular? Es el pacto de confidencialidad que compromete a uno con otro, tal pa­ciente con tal médico. En este nivel prudencial, no hablaremos todavía de contrato ni de secreto médico, sino del pacto de cuidados basado en la confianza. Ahora bien, este pacto concluye un proceso original. Al principio, un foso e incluso una disimetría considerable separa a los dos protagonistas: por un lado, el que sabe y sabe hacer, por otro, el que sufre. Este foso es salvado, y las condiciones iniciales más igualadas, mediante una serie de hitos que parten de los dos polos de la relación. El paciente — este paciente— «trae al lenguaje» su sufrimiento pronun­ciándolo com o lamento, el cual comporta un componente descriptivo (tal síntoma...) y un componente narrativo (un individuo imbricado en tales y tales historias); a su vez, el lamento se transforma en exigencia: exigencia de... (de curación y, quién sabe, de salud, y, por qué no, en última instancia, de inmortalidad) y exigencia a ... dirigida como una apelación a tal médico. En esta exigencia se injerta la promesa de obser­var, una vez admitido, el protocolo del tratamiento propuesto.

Situado en el otro polo, el médico hace la otra mitad del camino de «igualación de las condiciones», por la que Tocqueville definía el espíritu de la democracia, pasando de estados sucesivos de admisión en su clientela, de la formulación del diagnóstico y, por último, a la pronunciación de la prescripción. Están ahí las fases canónicas del es­tablecimiento del pacto de cuidados que, ligando a dos personas, supe­ra la disimetría inicial del encuentro. La fiabilidad del acuerdo deberá todavía ser puesta a prueba de una parte y de otra por el compromiso del médico de «seguir» a su paciente, y el del paciente de «conducirse- como el agente de su propio tratamiento. El pacto de cuidados deviene, así, un tipo de alianza sellada entre dos personas contra el enemigo común, la enfermedad. El acuerdo debe su carácter moral a la promesa tácita compartida por los dos protagonistas de cumplir fielmente sus compromisos respectivos. Esta promesa tácita es constitutiva del esta­tuto prudencial del juicio moral implicado en el «acto de lenguaje» ue la promesa.

No es difícil insistir, desde el principio, en la fragilidad de este pac­to. Lo contrario de ia confianza es la desconfianza y la sospecha. Aho­ra bien, este contrario acompaña todas las fases de la instauración de! contrato. La confianza está amenazada, del lado del paciente, por una mezcla impura entre la desconfianza con respecto al abuso presunto de poder por parte de todo miembro del cuerpo médico, y por la sospe­cha de que el médico será, por hipótesis, desigual en lo que atañe a las

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expectativas de su intervención: todo paciente exige demasiado (aca­bamos de hacer alusión al deseo de inmortalidad), pero desconfía del exceso de poder de aquel mismo en quien deposita una confianza exce­siva. En cuanto al médico, los límites impuestos a su compromiso, fuera de toda negligencia o indiferencia presunta, aparecerán m ás adelante cuando se hable de la intrusión de las ciencias biomédicas tendentes a la objetivación y a la reificación del cuerpo humano, o de la intrusión de la problemática de la salud pública, que atañe al aspecto no sólo indi­vidual sino colectivo del fenómeno general de la salud. Esta fragilidad del pacto de confianza es una de las razones de la transición del p lano prudencial al plano deontológico del juicio moral. ¡ i

Sin embargo, me gustaría decir que, a pesar de su carácter íntimo; el pacto de cuidados no está desprovisto de recursos de generalización que justifican el término mismo de prudencia o de sabiduría práctica vinculado con este nivel del juicio médico. Hemos llamado a este nivel «intuitivo» porque procede de la enseñanza y de la práctica. Pero llamar prudencial al nivel del compromiso moral ligado al pacto de cuidados, no es, no obstante, entregarlo a los avatares de la beneficencia. Como todo arte, practicado caso por caso, engendra, precisamente gracias a la enseñanza y al ejercicio, lo que podemos llamar preceptos — por no hablar aún de normas— que ponen el juicio prudencial en la vía del juicio deontológico.

Tengo por precepto primero de la sabiduría práctica ejercida en el plano médico el reconocimiento del carácter singular de la situación de cuidados y, en principio, la del paciente mismo. Esta singularidad im­plica el carácter insustituible de una persona por otra, lo que excluye, entre otras cosas, la reproducción por clonación de un mismo indivi­duo; la diversidad de personas humanas hace que no sea la especie la que es cuidada, sino siempre un ejemplar único del género humano. El segundo precepto subraya la indivisibilidad de la persona; no son órga­nos múltiples de lo que se trata, sino de iyi enfermo, si se puede decir, integral; este precepto se opone a la fragmentación que imponen tanto la diversidad de enfermedades y de su localización en el cuerpo, como la especialización correspondiente de saberes y competencias; se opone, igualmente, a otro género de distinción entre lo biológico, lo psicoló­gico y lo social. El tercer precepto añade a ias ideas de insustituibilidad y de indivisibilidad, ésta, ya más reflexiva, la idea de estima de sí. Este precepto dice más que el respeto debido al otro: apunta a equilibrar el carácter unilateral del respeto, pues va del mismo al otro, y lo hace me­diante el reconocimiento de su propio valor por el sujeto mismo. Es a sí mismo a donde se dirige la estima; ahora bien, la situación de cuidados, en particular en las condiciones de hospitalización, no hace más que fomentar en exceso la regresión, por parte del enfermo, a comporta-

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mientos de dependencia y, por parte del personal cuidador, a compor­tamientos ofensivos y humillantes para la dignidad del enfermo.

Es, incluso, con ocasión de esta recaída en la dependencia donde se fortifica la perniciosa mezcla de exigencia excesiva y de desconfianza larvada que corrompe el pacto de cuidados. Así se subraya, de otra for­ma, la fragilidad, tratada más arriba, del pacto de cuidados. Esto implica idealmente una corresponsabilidad de los dos miembros del pacto. Pues la regresión a una situación de dependencia, cuando se entra en la fase de tratamientos pesados y situaciones que se pueden considerar doloro- sas, tiende insidiosamente a restablecer la situación de desigualdad de la que se supone que se aleja la constitución del pacto de cuidados. Es esencialmente el sentimiento de estima personal el que está amenazado por la situación de dependencia que prevalece en el hospital. La digni­dad del paciente no está amenazada únicamente en el nivel del lenguaje, sino también por todas las concesiones a la familiaridad, a la trivialidad, a la vulgaridad en las relaciones cotidianas entre los miembros del per­sonal médico y las personas hospitalizadas. La única manera de luchar contra estos comportamientos ofensivos es volver a la exigencia de base del pacto de cuidados, a saber, la implicación del paciente con el se­guimiento de su tratamiento, en otros términos, al pacto que hace del médico y del paciente aliados en su lucha común contra la enfermedad y el sufrimiento. Insisto, una vez más, en el concepto de estima de sí, que sitúo en e! nivel prudencial, reservando eí de respeto para el nivel deontológico. En la estima de sí la persona humana acepta ella misma existir y expresa la necesidad de saberse reconocida en su aceptación de existencia por los otros. La estima de sí pone un toque de amor propio, de orgullo personal en la relación consigo mismo: es el fondo ético de lo que se llama comúnmente dignidad.

El contrato m édico

¿Por qué es preciso, ahora, elevarnos del nivel prudencial al nivel deon­tológico del juicio, y esto dentro del marco de una bioética orientada hacia la clínica y la terapéutica? Por diversas razones ligadas a las fun­ciones múltiples del juicio deontológico.

La primera función es la de unlversalizar los preceptos que pro­ceden del pacto d cuidados que liga al paciente y al médico. Si he podido hablar de > receptos de prudencia en un vocabulario cercano a la terminología griega aplicada a las virtudes propias de los oficios, de las técnicas, de las prácticas, será en un vocabulario más marcado por la moral kantiana en el que hablaré de normas consideradas en su función de universalización respecto a los preceptos que Kant situaba bajo la

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categoría de máximas de acción, en espera de la prueba de universali- m zación susceptible de elevarlos al rango de imperativos. Si el pacto de W confianza y la promesa de mantener este pacto constituyen el núcleo ético de la relación que liga a tal médico con tal paciente, es la elevación A de este pacto de confianza al rango de norma lo que constituye el mo- mentó deontológico del juicio. Es esencialmente el carácter universal de la norma el que se afirma: ésta vincula al médico con el paciente, a cualquiera que entre en la relación de cuidados. Más fundamentalmente todavía, no es una casualidad si la norma reviste la forma de una pro- Éc hibición, la de romper el secreto m édico. En el nivel prudencial, lo que * no era todavía más que un precepto de confidencialidad, conservaba *$£ las trazas de una afinidad que unía de manera electiva a dos personas; 7 en este sentido, el precepto todavía podía ser asignado a la virtud de la amistad. Bajo la figura de la prohibición, la norma incluye a un tercero, situando el compromiso singular bajo la regla de justicia, y no bajo los preceptos de la amistad. El pacto de cuidados, que ha sido tratado en el plano prudencial, puede ahora ser expresado en el vocabulario de las relaciones contractuales. Hay que considerar, ciertamente, las excepcio­nes (las evocaremos más adelante), pero ellas mismas deben seguir una regla: no hay excepción sin una regla para la excepción a la regla. Así, el secreto profesional puede ser «esgrimido» frente a un colega que no haya tomado parte en el tratamiento, a las autoridades judiciales que es­peraran o intentaran requerir un testimonio por parte de los miembros del personal médico, a los encargados de recursos humanos curiosos de información médica en lo que concierne a eventuales asalariados, a los investigadores de institutos de opinión interesados en las informaciones nominativas, a los funcionarios de la seguridad social, no habilitados por la ley a acceder a las historias clínicas. El carácter deontológico del juicio, que orienta la práctica médica, está confirmado por la obligación de todos los miembros del cuerpo médico en general de proporcionar ayuda no sólo a sus pacientes, sino a toda persona enferma o herida que se encuentre en situación de peligro. En este nivel de generalidad, los deberes propios de la profesión médica tienden a confundirse con el imperativo categórico de ayudar a cualquiera que esté en peligro.

La segunda función del juicio deontológico es una función de co ­nexión. En la medida en que la norma que rige el secreto médico forma parre ele un código profesional, como el código deontológico de la pro­fesión im !ica, le hace estar religada a las demás normas que gobiernan el cuerpo médico en el interior de un cuerpo político dado. Tal código deuiiuiiogico opera como un subsistema en el interior del dominio más v'*sl<' de la ética médica. Por ejemplo, el Código francés de deontolo-

medica, en el título I, sitúa los deberes generales de todo médico 1 " rel.ieión con las reglas propiamente profesionales que confieren un

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estatuto social a estas reglas. Así, un artículo del código francés plantea que la medicina no es un comercio. ¿Por qué? Porque el paciente, en tanto que persona, no es una mercancía, sea lo que sea que se le deba decir después concerniente al coste financiero de sus cuidados, el cual surge de la relación contractual y pone en juego la dimensión social de la medicina. Bajo la misma rúbrica de universalidad en un ámbi­to profesional van a situarse los artículos que plantean la libertad de prescripción por parte del médico y la libre elección del médico por parte del paciente. Estos artículos no caracterizan solamente un cierto tipo de medicina, la medicina liberal, sino que reafirman la distinción básica entre el contrato médico y cualquier otro contrato que rija el in­tercambio de bienes mercantiles. Pero la función de conexión de! juicio deontológico no se detiene sólo en las reglas que constituyen el cuerpo médico en tanto que cuerpo social y profesional. En el interior de este subsistema bien delimitado, los derechos y deberes de todo miembro del cuerpo médico están coordinados con los de los pacientes. Así, las normas que definen el secreto médico corresponden a las normas que rigen los derechos de los pacientes a estar informados sobre su estado de salud. La cuestión de la verdad com partida viene así a equilibrar la del secreto m édico que obligaba sólo al médico. Secreto de un lado, verdad por el otro. Enunciado en términos deontológicos, la prohibi­ción de romper el secreto profesional no puede ser «esgrimida» contra el paciente. Así están aproximadas lar dos normas que constituyen la unidad del contrato que está en el centro de la deontología, de ia misma manera que la confianza recíproca constituía el presupuesto prudencial más importante del pacto de cuidados. Aquí también las restricciones han debido ser incorporadas al código, teniendo en cuenta la capacidad del enfermo para comprender, aceptar, interiorizar y, si se puede decir así, para compartir información con el médico que lo trata. El descubri­miento de la verdad, sobre todo si significa sentencia de muerte, equi­vale a una prueba iniciática, con sus episodios traumáticos que afectan a la comprensión de sí y al conjunto de las relaciones con el otro. Es el horizonte de la vida en su conjunto el que se pondera. Esta vinculación establecida por el código entre el secreto profesional y el derecho a la verdad permite atribuir a los códigos deontológicos una función muy particular en !a arquitectura del juicio deontológico, a saber, el papel de intercambiador entre los niveles deontológico y prudencial del juicio médico y de su ética. El código profesional, tomando de cada norma del código deontológico su significación, ejerce su función de conexión en el interior del campo deontológico.

Una tercera función del juicio deuinológico es la de arbitrar una multiplicidad de conflictos que surgen en las fronteras de una práctica médica de orientación «humanista». A decir verdad, el arbitraje entre

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los conflictos siempre ha constituido la parte crítica de toda la deonto- fí logia. Superamos aquí la letra de los códigos, los cuales, tal y como se f leen, tienden, si no a disimular los conflictos, de los que vamos a hablar, al menos a no formular más que ciertos compromisos, nacidos de los debates mantenidos en diferentes niveles del cuerpo médico, de la opi­nión pública y del poder político. Lo que acaba escrito en el código, y lo que leemos allí, es con mucha frecuencia una soluciói; que esconde |s un problema.

Ahora bien, los conflictos surgen sobre dos frentes, donde la orien­tación que acabamos de llamar «humanista» de la práctica médica sejfc encuentra hoy cada vez más amenazada.

El primer frente es aquel en el que la ética médica orientada hacia la clínica — la única que aquí consideramos— se encuentra con la ética médica orientada hacia la investigación. Estas dos ramas, tomadas con­juntamente, constituyen lo que se llama hoy bioética, la cual comporta otra dimensión legal, fuertemente subrayada en el medio anglosajón, que da lugar a la formación del concepto relativamente reciente de bioderecho (biolaw). Dejaré completamente de lado las controversias internas de la ética de la investigación y las relativas a su relación con ¡a instancia legal superior. A pesar, nada menos, de su orientación dife­rente — mejorar los cuidados y/o hacer avanzar la ciencia— , la clínica y la investigación tienen una frontera común a lo largo de la cual los conflictos surgen inevitablemente. El progreso de la m edicina depende enormemente del de las ciencias biológicas y médicas. La razón última de esio está en que ei cuerpo humano es a la vez carne de un ser per­sonal y objeto de investigación observable en la naturaleza. Los con­flictos pueden surgir, principalmente, con motivo de las modalidades de exploración del cuerpo humano, objeto de experimentación, en la medida en que la participación consciente y voluntaria de los pacientes está en juego; a este respecto, el desarrollo de la medicina predictiva ha acrecentado la presión de las técnicas objetivantes sobre la medicina practicada como un arte. Es aquí donde interviene la regla del «consen­timiento informado». Esta regla implica que el paciente esté no sólo in­formado, sino que intervenga voluntariamente en la experimentación, incluso la dedicada únicamente a la investigación. Conocemos sobra­damente los innumerables obstáculos opuestos al respeto integral de esta norma; soluciones de compromiso que oscilan entre una honesta tentativa que intenta poner límites al poder médico (concepto, cierta­mente, ausente de los códigos) y las precauciones más o menos confesa- bles tomadas por el cuerpo médico para precaverse contra las acciones judiciales conducidas por sus pacientes convertidos en adversarios, en caso de presunción de abuso disimulado o, más frecuentemente, frente .1 fracasos considerados faltas profesionales (m ala práctica) por pacien-

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tes enfadados, dispuestos a con fund ir el deber de cuidados, es decir, de medios, con un deber de curación, es decir, de resultados. Se conocen los estragos que produce en Estados Unidos el ardor procesal de las par­tes en conflicto, estragos que producen el efecto de reemplazar el pacto de confidencialidad, corazón vivo de la ética prudencial, por un pacto de desconfianza (mistrust vs. trust).

Pero todo no está tergiversado, es decir, pervertido, en el compro­miso que imponen las insuperables situaciones de conflicto. ¿Qué decir, por ejemplo, del caso límite, suscitado por la medicina predictiva, del doble ciego (double blind), donde el paciente no es el único excluido de la información, sino también el investigador-experimentador? Y ¿qué pasa, entonces, con el consentimiento informado? En este punto, la función arbitral de la deontología reviste las formas no sólo de la juris­prudencia sino de la casuística.

El segundo frente sigue la línea incierta que separa la preocupación por el bienestar personal del paciente — piedra angular presunta de la medicina liberal— y la consideración de la salud pública. No obstante, un conflicto latente tiende a oponer la preocupación por la persona y su dignidad y la preocupación por la salud como un fenómeno social. Este es el tipo de conflicto que un código, como el Código francés de deontología médica1, tiende, si no a ocultar al menos sí a minimizar. Así, en su artículo 2, plantea que «el médico, al servicio del individuo y de la salud pública, ejerce su misión en el respeto de la vida humana, de la persona y de su dignidad». Este aiücuÍG es el modelo del compromi­so. El acento se ha puesto, ciertamente, sobre la persona y su dignidad; pero la vida humana puede ser entendida también en el sentido de la mayor extensión de las poblaciones, incluso el género humano en su conjunto. Esta toma en consideración de la salud pública afecta a todas las reglas consideradas más arriba y, antes que a cualquier otra, a la del secreto médico. Es una cuestión de saber, por ejemplo, si un médi­co tiene el deber de exigir a su paciente que informe a su compañero sexual si es seropositivo, incluso si un diagnóstico precoz sistemático no debe ser emprendido, el cual no puede dejar de afectar a la práctica del secreto médico. Es aquí, a buen seguro, donde la ley debe intervenir y donde la bioética debe hacerse ética legal. Depende de las instancias legisladoras de una sociedad (el Parlamento en ciertos países, las altas instituciones judiciales en otros) prescribir los deberes de cada uno y definir las excepciones a la regla. Pero el deber de verdad debido al pa­ciente no es menos maltratado, cuando numerosos terceros están impli­cados en el tratamiento. En el caso de la medicina hospitalaria, el cara a

1. Code francais de déontologie médicaíe, introd. y comentario de L. René, prefacio de P. Ricoeur, Seuil, París, 1996, pp. 9-25.

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cara del enfermo tiende a transformar la institución hospitalaria mism a, al precio de una huida incontrolable de la responsabilidad. Esta carga administrativa de la salud pública no afecta menos al tercer pilar de la ética normativa, junto al del secreto médico y el derecho a la verdad, a saber, al consentimiento informado. Se ha hecho alusión más arriba a la dificultad creciente de dar un contenido concreto a esta última noción, en particular en la práctica de la medicina predictiva en que son los equipos o las instituciones de biología médica situadas al otro lado del planeta las que toman a su cargo los protocolos de investigación o la experimentación de tratamientos novedosos.

Por último, el conflicto sobre la salud pública no tiene nada de ex­traño. Se podría reescribir el contrato médico en los términos de una serie de paradojas. Primera paradoja: la persona humana no es una cosa y, no obstante, su cuerpo es parte de la naturaleza física observable. Segunda paradoja: la persona no es una mercancía, ni la medicina un comercio, pero la medicina tiene un precio y es costosa para la socie­dad. Ultima paradoja, que abarca las dos precedentes: el sufrimiento es privado, pero la salud es pública. No es preciso extrañarse si este con­flicto sobre la salud pública no deja de agravarse, visto el coste cada vez más elevado de la investigación en biología médica, el de las exploracio­nes del cuerpo humano y el de las intervenciones quirúrgicas altamente sofisticadas; todo ello agravado por el alargamiento de la vida humana, nnr n o Her i r n a d a d e las expectativas no razonables de una opinión pú­blica que pide demasiado a un cuerpo médico al que ella atribuye, por otro lado, abusos de poder. En resumen, el abismo no puede más que acrecentarse entre la reivindicación de una libertad individual ilimitada y la preservación de la igualdad en la distribución pública de cuidados bajo el signo de la regla de solidaridad.

L o no-dicho de los códigos

Llego ahora a lo que he llamado en la introducción la función reflexiva del juicio deontológico. De esta función surge un nuevo ciclo de consi­deraciones que tienen menos que ver con las normas susceptibles de ser inscritas en un código de deontología médica que con la legitimación de ia deontología misma en tanto que codificación de normas. En este sentido se podría denunciar lo no dicho de toda empresa de codifi- i .iciun. Partamos de esto que acabamos de decir respecto ai conflicto potencial implicado por la dualidad de intereses ai que debe servir el iru- medico: el interés dv la persona y el de la sociedad. Un conflicto

e n tr e v a ri.n filosofías está aquí subyaciendo, y pone en escena lo que se ■ li.miar la historia entera de la solicitud. Así, el juicio prudencial

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conserva lo mejor de la reflexión griega sobre las virtudes vinculadas a prácticas determinadas: decir lo que es un médico es d e fin ir las ex­celencias, las «virtudes» que hacen un buen médico. El juramento hi- pocrático continúa vinculando al médico hoy en día. Y es la phrónesis dé los trágicos griegos y de la ética de Aristóteles la que se perpetúa en la concepción iatina y medieval de la prudencia. Posteriormente, es al cristianismo y a Agustín a quienes debemos el sentido de la perso­na insustituible. Pero he aquí el espíritu de k ’ Ilustración que retoma el mismo tema en el discurso de la autonomía. Y ¿cómo no hacer un sitio a la historia de la casuística practicada por la tradición talmúdi­ca, antes de solicitar la sutilidad de los jesuítas? ¡Piensen tan sólo en nuestros debaíes sofisticados sobre el embrión, «persona potencial», y en las situaciones límite en las cuales el tratamiento de los enfermos en fase terminal oscila entre el encarnizamiento terapéutico, la eutanasia activa o pasiva, y el suicidio asistido!

El compendio de historia de las ideas morales que se alberga en fór­mulas lapidarias y a veces ambiguas de nuestros códigos no se queda ahí. La presión ejercida por la ciencia biomédica y las neurociencias procede de una aproximación racionalista, incluso materialista, cuyo pedigrí se remonta a Bacon, Hobbes, Diderot y D’Alembert. Y ¿cómo ignorar la influencia, particularmente perceptible en el medio anglosajón, de for­mas variadas de utilitarismo, ejemplificadas por las máximas tales como la maximización de los QALYs (Quality Adjusted L ife Years)} Tocamos aquí un punto donde la ética médica se funde en la bioética con su di­mensión legal. De hech o, los compromisos, que tienden a apaciguar los conflictos evocados antes sobre las fronteras de las ciencias biomédicas y de la socialización de la salud en el nombre de la solidaridad, expresan ellos mismos compromisos en marcha, no sólo entre normas, sino entre fuentes morales, en el sentido que Charles Taylor da a este término en Sources o f th e Self. Sin embargo, no podemos reprochar a los códigos deontológicos no decir nada sobre estas fuentes morales. Ciertamente, éstas no son mudas, pero tampoco es en el campo de la deontología donde se expresan. Lo no dicho, aquí apuntado, llega a ser suprimido.

Lo que está en juego, en última instancia, es la noción misma de salud, sea privada o pública. Ahora bien, ésta no es separable de lo que pensamos — o intentamos no pensar— sobre las relaciones entre la vida y la muerte, el nacimiento y el sufrimiento, la sexualidad y la identidad, sí mismo y el otro. Aquí se franquea un umbral donde la deontología se injerta en una antropología filosófica, la cual no pude escapar del pluralismo de las convicciones en sociedades democráticas. Si uestros códigos pueden, no obstante, sin declarar sus fuentes, dar crédito al espíritu de compromiso, es porque las sociedades democráticas mismas no sobreviven, en el plano moral, más que sobre la base de lo que John

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Rawls ha llamado «consenso entrecruzado» y que completa con el con­cepto de «desacuerdos razonables». *„

Me gustaría concluir este estudio con dos anotaciones. La primera concierne a la arquitectura de los tres niveles de la ética médica y el re­corrido que propongo aquí de un nivel a otro. Sucede que, sin haberlo buscado deliberadamente, encuentro la estructura fundamental del jui­cio moral tal como lo expuse en la «pequeña ética» de Sí m ism o com o otro. Este encuentro no es casual, en la medida en que la ética médica se inscribe en la ética general del vivir bien y del vivir juntos. Pero aquí recorro los tres niveles teleológico, deontológico y sapiencial de la ética en orden inverso. Esta inversión del orden no es nada fortuita. Lo que especifica la ética médica en el campo de una ética general es la circuns­tancia inicial que suscita la estructuración propia de la ética médica, a saber, el sufrimiento humano. El hecho del sufrimiento y el deseo de su superación motivan el acto médico básico, con su terapéutica y su ética básica: el pacto de cuidados y la confidencialidad que implica. Partien­do del tercer nivel de la ética de Sí m ism o com o otro, que defino como sabiduría práctica, me remonto del nivel sapiencial al nivel normativo y deontológico, caracterizado aquí por las tres reglas del secreto médico, del derecho del paciente al conocimiento de la verdad y del consenti­miento informado. Y son las dificultades propias de este nivel deonto­lógico de la ética médica las que suscitan el movimiento reflexivo que reconduce la ética a su nivel teleológico. Lo que encuentro, entonces, es la estructura de base de toda ética, como la defino en Sí mismo com o otro, con la formulación canónica siguiente: deseo de vivir bien, con y para los otros, en instituciones justas. Las perplejidades que evoqué anteriormente, en lo que concierne al significado vinculado con la idea de salud, se inscriben precisamente en el marco de una reflexión sobre el deseo de vivir bien. La salud es la modalidad propia dei vivir bien en los límites que el sufrimiento asigna a la reflexión moral. Es más, el pacto de cuidados reenvía, a través de la fase deontológica del juicio, a la estructura triádica de la ética en el nivel teleológico. Si el deseo de salud es la figura que reviste el deseo de vivir bien bajo la coacción del sufrimiento, el pacto de cuidados y la confidencialidad que requiere implican una relación con el otro, bajo la figura del médico que trata, y en el interior de una institución de base, la profesión médica. Es así como el presente estudio propone un recorrido inverso de los niveles de la ética fundamental.

La segunda anotación concierne a la fragilidad específica de la ética médica. Esta fragilidad se expresa en términos diferentes, pero conver­gentes, en los tres niveles de la ética médica. En el plano prudencial, esta fragilidad se encuentra expresada por la dialéctica de la confianza y de la desconfianza que fragiiiza el pacto de cuidados y su precepto de

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confidencialidad. Una fragilidad comparable, en el punto charnela del juicio prudencial y del juicio deontológico, afecta a los tres preceptos que concluyen la primera fase de nuestra investigación. Que se trate de la insustituibilidad de personas, de su indivisibilidad (o, como propongo decir, de su integralidad), o en fin, de la estima de sí, cada una de estas exigencias designa una vulnerabilidad acumulativa del juicio médico en el nivel prudencial. La ética médica está expuesta en el plano deonto­lógico a una fragilidad de otro tipo. Se encuentra expresada, más arri­ba, mediante la doble amenaza que pesa sobre la práctica «humanista» del contrato médico, ya sea que se trate de la inevitable objetivación del cuerpo humano que resulta de la interferencia entre el proyecto tera­péutico y el proyecto epistémico ligado a la investigación biomédica, ya sea que se trate de tensiones entre la solicitud que se dirige al enfermo en tanto que persona y la protección de la salud pública. La función de arbitraje que hemos reconocido al juicio médico en su fase deontoló­gica se encuentra así fundamentalmente motivada por las fragilidades propias de este nivel normativo del juicio. Pero es evidentemente en el plano reflexivo del juicio moral donde se muestran las modalidades más intratables de la fragilidad propia de la ética médica. ¿Qué vínculo es­tablecemos entre la exigencia de salud y el deseo de vivir bien? ¿Cómo integramos el sufrimiento y la aceptación de la mortalidad con la idea

que nos hacemos de felicidad? ¿Cómo integra una sociedad en su con­cepción del bien com ún los estratos heterogéneos depositados en la cul­tura presente por la historia sedimentada de la solicitud? La última fra­gilidad de la ética médica resulta de la estructura eoiisensual/cGnflictiva

de las «fuentes» de la moralidad común. Los compromisos que hemos colocado bajo el signo de las dos nociones de «consenso entrecruzado» y de «desacuerdos razonables» constituyen las únicas réplicas de las que disponen las sociedades democráticas confrontadas con la heterogenei­dad de las fuentes de la moral común.

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LA TOMA DE DECISIONES EN EL ACTO MEDICO Y EN EL ACTO JUDICIAL*

La ética médica ha sido demasiado a menudo tratada como un coto cerrado. Me parece que se comprende mejor al ser aproximada a otras actividades del juicio y de la decisión. Propongo aquí un paralelismo entre dos situaciones típicas desde el punto de vista de la toma de deci­siones: el acto médico y el acto judicial. En una primera aproximación, se trata en las dos situaciones de pasar de un saber constituido por nor­mas y conocimientos teóricos a una decisión concreta en situación: la prescripción médica, por un lado, la sentencia judicial, por otro. En los dos casos, se trata de situar una decisión singular, única, relativa a una persona singular, bajo una regla general y, a su vez, aplicar una regla a un caso. Este ir y venir entre la regla y el caso es llevado a cabo en cada ocasión por un acto análogo, el juicio: el juicio médico en un proyecto terapéutico, el juicio judicial en un proyecto que trata de pronunciar una palabra de justicia. Expongamos como vamos a proceder. Voy a presentar alternativamente la dinámica del juicio médico y del juicio judicial, y proponer in fine algunas reflexiones que conciernen al incre­mento de inteligibilidad que puede esperarse en cada uno de los actos de juicio al ponerse en paralelo.

Recuerdo lo que constituye el corazón de la ética médica: el estable­cimiento de un pacto de cuidados. Es un acto entre dos personas, una que sufre, que expone su queja, que pide la ayuda de un experto en salud, y otra que sabe, que sabe hacer, que ofrece sus cuidados; entre ios dos se establece un ' acto fundado en la confianza: el paciente cree que el mé­dico puede y uiere, si no curar, al menos cuidar, ocuparse, y el médico cuenta con que su paciente «e conducirá como el agente de su propio

* Conferencia internacional «Bioethics and Biolaw», Copenhague, 28 de mayo-i de junio de 1996.

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tratamiento. El acto en el cual se establece esta alianza se consigna en la prescripción, la cual, como veremos enseguida, encontrará su acto simétrico, su equivalente, en la sentencia pronunciada por un tribunal .

No se ha insistido suficientemente sobre este carácter singular del pacto de cuidados establecido entre dos personas singulares: este mé­dico y este enfermo, y esta prescripción que abre una historia singular, la del tratamiento de este enfermo confiado a este médico. Pero, por singular que sea siempre el pacto de cuidados, puede situarse bajo reglas de varias clases. En una tabla de tres columnas, situaré en la columna central las reglas éticas que conjuntamente constituyen el código deon­tológico que regula cada acto médico. Diré más adelante lo que debe­mos colocar en las otras dos columnas laterales.

Al considerar el código deontológico, debemos recordar algunas de sus reglas básicas, antes de mostrar qué.proceso siguen para pasar de lo general a lo particular, y a qué modelo de aplicación responde este pro­ceso. De esta estructura buscaremos el equivalente en el orden judicial.

La primera norma es aquella que da forma de derecho al pacto de confidencialidad sellado por el acto de prescripción. Esta norma tiene por nombre el de secreto médico. Regula la relación entre cualquier médico y cualquier enfermo, con excepciones que apelarán a una regla. Veremos más adelante el equivalente en el plano judicial.

La segunda norma: el derecho del enfermo a conocer la verdad. Si el secreto profesional constituye un deber para el médico, el acceso dei enfermo a la verdad de su caso constituye un derecho para el enfermo. Este derecho tiene también sus límites, que provienen menos del dere­cho estricto, en el sentido de la legalidad, que de la prudencia, en el sen­tido de la antigua virtud de prudentia, sinónimo de sabiduría práctica. La verdad no se asesta de golpe: su revelación debe ser proporcional a la capacidad del paciente para recibirla y aceptarla. Esta norma también encontrará un eco en el estrado.

Tercera norma: el consentimiento informado. De una cierta forma, esta norma se sitúa en el punto de articulación de las dos precedentes. Presupone el conocimiento de la verdad y sanciona la regla del secreto, comprometiendo al paciente con los riesgos presentes en su tratamien­to, haciendo así del paciente un aliado del combate común que se lleva a cabo contra la enfermedad. Dentro de un instante veremos el correlato jurídico de esta norma.

Ya tenemos, en la columna central, reglas y normas generales. Las otras dos columnas comportan también sistemas de reglas que velan por el acto médico concreto.

El primer sistema surge del laboratorio más que de la consulta mé­dica o del hospital. Se trata del conjunto de saberes de las ciencias bioló­gicas y médicas. Este saber guía el saber-hacer médico, el cual tiene sus

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.«®r>propios métodos de diagnóstico, de prescripción y de tratamiento. Pero los avances más importantes del arte son debidos al progreso científico, cuyo móvil primero no es aliviar el sufrimiento sino conocer mejor el organismo humano. La curiosidad es su móvil, no la solicitud o la com­pasión. El peligro es entonces que el centro de gravedad se desplace del saber-hacer hacia el saber, del cuidado de la persona hacia el domi­nio del objeto de laboratorio. Podemos llamar, desde ahora, equidad al equilibrio que hay que encontrar entre el saber y el saber-hacer, entre las ciencias biológicas y médicas y la acción terapéutica. Entre ambas, hay nue preservar cierta distancia, de esta distancia hablaremos luego. Actualmente, el peligro está, más bien, en que las ciencias biológicas y médicas tienden a tutelar el acto terapéutico, reduciéndolo al rango de simple técnica de aplicación. El desarrollo de la medicina predictiva ha aumentado la presión del aparato científico sobre el aparato tera­péutico. El acto médico puede incluso ser colonizado interiormente, por ejemplo en las consultas científicas y médicas, en una intervención quirúrgica o con ocasión de tratamientos complejos de afecciones gra­ves. La ciencia avanza más rápido, a menudo a cierta distancia, que el diagnóstico directo, en 1a cabecera del enfermo. Es preciso, entonces, recordar que el lugar del nacimiento de la medicina es el sufrimiento humano y que el primer acto consiste en proporcionar ayuda a la perso­na en peligro. Es, incluso, la norma de hormas, la que obliga al médico a proporcionar sus cuidados a cualquier enfermo que se cruce en su camino, incluso Í u c j a uc su consulta médica. Todo ser humano tiene el derecho a ser cuidado, cualquiera que sea su condición social, su raza, su etnia, su religión, sus costumbres y sus creencias. Esta norma de nor­mas hace del acto médico el eje del cuadro central del que acabamos de ver uno de sus paneles adyacentes.

En la tercera columna, simétrica de la precedente, un titular se ins­cribe con grandes letras: salud pública. Si el sufrimiento es privado, como la petición de cuidados y el deseo de curación, las enfermedades son, a la vez, asuntos privados y asuntos públicos. Las epidemias, que pasan a ser estadísticas de contagio, no son más que la parte más visible de esta doble inscripción de la enfermedad. El nivel de salud de una población entera es un fenómeno estadístico que interesa a los poderes públicos y a los ciudadanos. A esto se añade el coste financiero de la me­dicina para un cuerpo político en que los recursos están sometidos a la ley de la escasez. La salud, vista por el individuo, no puede tener precio en términos de valor: vista por la sociedad, tiene un coste en términos monetarios. La salud pública se convierte así en un problema político en nombre de la solidaridad, desde el momento en que los riesgos son compartidos. Una política de salud se convierte, así, en una necesidad y en una obligación para las autoridades que se encargan del Estado.

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Es así como la medicina, incluso liberal, se encuentra situada en la en­crucijada de dos requerimientos potencialmente conflictivos que, por ejemplo, el Código francés de deontología médica yuxtapone y tiende, si no a minimizar la oposición sí a ocultarla. Estipula en su artículo 2: «El médico, al servicio del individuo y de la salud pública, ejerce su misión en el respeto a la vida humana, a la persona y a su dignidad». El acento está ciertamente puesto en la persona, pero la práctica cotidiana de la medicina, principalmente en un medio hospitalario, se encuentra sometida a criterios, a restricciones, a controles, a imperativos, que se producen en las oficinas de la administración de la salud. Para ésta, el individuo es el fragmento de una población. La administración piensa en términos de población. No puede ser de otra forma, en la medida en que el destino de cada organismo humano interesa de una manera o de otra al de la comunidad por entero. Cada accidente de salud indivi­dual constituye un riesgo para la población entera. Una política de salud tiene como primer imperativo decidir de qué manera este riesgo puede y debe ser compartido. De este lado también, el fiel de la balanza puede inclinarse del lado del concepto y la práctica de la salud pública en detrimento de la preocupación por las personas singulares, insusti­tuibles, irreemplazables. Como se suele decir, hacer justicia al concepto primario de solicitud por el sufrimiento — referencia última del acto médico— , significa dar muestras de equidad.

Tal es el marco del acto médico concreto, del pacto de cuidados que conduce a una decisión concreta, la prescripción . El juicio religa un nivel con el otro: por un lado, el conjunto que constituyen las normas deontológicas, los saberes científicos que conciernen al organismo hu­mano y sus disfunciones, y las orientaciones generales de la política de salud pública; y por el otro, el acto médico concreto, el pacto de cuida­dos que conduce a una decisión concreta: la prescripción médica. Pero no hemos dicho nada todavía concerniente al proceso de decisión que conduce de un nivel al otro, de las reglas y de las normas a la decisión concreta. Es este proceso el que puede ganar en claridad mediante el análisis que se puede aplicar, por otra parte, a los procesos de toma de decisión en el orden judicial.

A primera vista, las diferencias entre los dos dominios son más visi­bles que las semejanzas. La situación original de la que procede el acto médico es el sufrimiento y la exigencia de cuidados. La situación de la que procede la operación jurídica es el conflicto. De esta oposición inicial resulta una oposición de ia misma amplitud al término de los dos procesos. Desde el lado médico, un pacto de cuidados que une en el mismo combate médico y enfermo, desde el lado judicial, una sentencia que separa a los protagonistas, que designa a uno como culpable y al otro como víctima.

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Dicho esto, las semejanzas pertinentes conciernen al intervalo que se extiende entre la situación inicial y la situación final. Este intervalo es el de la toma de decisión, la cual conduce del nivel normativo al nivel concreto de resolución del estado inicial de incertidumbre. En los dos casos, se procede de una regla general a una decisión en una situación concreta singular. La regla general del lado médico es, como se ha visto, el conjunto que constituye el saber científico, el saber-hacer profesional inseparable de los principios de la deontología médica y las orientacio­nes fundamentales de la política sanitaria en el nivel de salud pública. ¿Cuál será, entonces, el paralelo desde el lado judicial? Aquí, también, se pueden distribuir en tres columnas las reglas y las normas de carácter general. En la columna del centro se pueden situar los códigos escritos, el estado de la jurisprudencia, las reglas procesales que presiden el pro­ceso. Este conjunto está-flanqueado, también, por otros dos sistemas de reglas generales. Paralelamente al saber científico, se puede situar la teoría del derecho de los juristas, principalmente universitarios. Estos últimos pretenden ejercer un juicio de apreciación aplicable a todas las decisiones judiciales, comprendidas aquí las del Tribunal Supremo, en el nombre de la doctrina, la cual sólo tiene que rendir cuentas a sí misma. En la otra columna, en paralelo con la política de salud pública, será preciso situar la política penal del ministerio de justicia, en tanto que componente del proyecto de política general del gobierno. Entre los dos, retomará su lugar, en la columna del centro, el proceso de toma de decisión en situación concreta. Tendríamos, por un lado, a la iuz de este diagnóstico, la prescripción médica, por el otro, en el término de ese debate de palabras en que consiste el proceso, la sentencia. Podríamos llevar el paralelismo más lejos de este punto de no retorno que cons­tituyen h prescripción y la sentencia: tendríamos, desde el lado penal, la ejecución de la pena; desde el paralelo médico, el seguimiento del tratamiento.

Pero es en el intervalo que va del nivel normativo al nivel deciso­rio donde el paralelismo entre el acto médico y el acto judicial es más estrecho. En este intervalo se despliega el espacio de la argumentación y de la interpretación en el que se estrechan las semejanzas entre los dos dominios. Es aquí donde la comprensión del fenómeno de la toma de decisiones en el campo médico sale ganando en la comparación con el fenómeno paralelo en el ámbito judicial. Se comprende por qué: las operaciones que he llamado argumentación e interpretación son aquí más explícitas; son, en consecuencia, mejor conocidas y, por otra parte, cuidadosamente estudiadas1. í7' proceso judicial de toma de decisiones,

1. Cf. P. Ricoeur, «interpretación y/o argumentación», en Lo justo, Caparrós/Insti- tuto Emmanuel Mounier, Madrid, 1998.

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repartido entre protagonistas múltiples, se encuentra detallado, articu­lado, reflexionado, en una compleja dialéctica del juicio. A su vez, esta noción de juicio, tomada en primer lugar en su acepción jurídica, recibe de su traslado a un dominio no jurídico su amplitud entera. Normal­mente, entendemos por juzgar situar un caso singular bajo una regla: es lo que Kant llama juicio determinante, cuando se conoce mejor la regla que su aplicación. Pero es, también, buscar una regla para el caso, cuan­do se conoce mejor el caso que la regla: es, para Kant, el juicio reflexivo.

Ahora bien, esta operación está muy lejos de ser mecánica, lineal y automática. Los silogismos prácticos están entremezclados en el trabajo de la imaginación, que juega sobre variaciones de sentido de la reglao del caso. Se trata de una mezcla de argumentación y de interpreta­ción, el primer vocablo designa el lado lógico del proceso, deduccióno inducción, el segundo vocablo, pone el acento sobre la inventiva, la originalidad, la creatividad. Esta mezcla merece ser llamada aplicación: aplicar una regla a un caso, o encontrar una regla para un caso, es en los dos casos, producir sentido.

Se ve mejor en el orden judicial, porque las fases están mejor dis­tinguidas y los papeles repartidos entre varios actores. Así, es preciso interpretar la ley, para decidir sobre qué acepción conviene al caso; pero es preciso, también, interpretar el caso, principalmente bajo forma narrativa, para establecer el grado de conveniencia mutua entre la des­cripción del caso y el ángulo bajo el que la ley es interpretada.

No funciona de forma muy diferente en la toma de decisiones en el orden médico. Todo caso es particular en reiación con un saber y un saber-hacer médico general. Aquí también es preciso interpretar de ma­nera apropiada el saber médico disponible, mediante una manipulación inteligente de la nosología, dicho de otra forma, de la tipología de las enfermedades, pero también describir de manera apropiada, en ei plano narrativo, si se puede decir, los síntomas del caso, que dependen de la historia personal del enfermo. Así, la toma de decisiones en el plano médico se sitúa en el cruce de un trabajo de argumentación y de un tra­bajo de interpretación, absolutamente comparables a los procedimien­tos ejercidos en la toma de decisiones en el orden judicial.

Se puede llevar el paralelismo más allá del proceso de formación del juicio hasta el momento en que la decisión es tomada y acaece bajo la forma de un acontecimiento. La prescripción médica y la sentencia judicial presentan los mismos rasgos formales.

Primer rasgo: a pesar del hecho que los vincula, una — la sent mcia judicial— separa a los protagonistas, otra — la prescripción mée ca— los une, el juez y el médico están ambos obligados a juzgar y, Lo más frecuentemente, en tiempo limitado. A esta obligación, ni el médico ni el juez se pueden sustraer, a menos que se declaren incompetentes.

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Segundo rasgo formal común: por una parte y por otra, la toma de decisión constituye un acontecimiento irreductible al proceso que él mismo concluye. La decisión propiamente dicha corta con cualquier vacilación anterior, a la que ella pone fin. Se corre un riesgo, la senten­cia tiene lugar. Desde el punto de vista subjetivo, esta irreductibilidad del momento en su acontecer se expresa, en el plano judicial, mediante la reserva de la íntima convicción que trasciende todo saber aplicado. Pero el médico también puede invocar, con la misma fuerza que el juez, la íntima convicción en caso de contestación de su decisión.

Un tercer rasgo formal completa y corrige el precedente: ni el juez ni el médico están completamente solos en este temible momento; han sido acompañados tanto tiempo y tan lejos como ha sido posible por lo que se podría llamar un comité asesor: si, del lado jurídico, aparece disperso en razón de su distribución de papeles entre el juez, fiscal, abogado, y otros representantes de las partes, parece más restringido en la cabecera del enfermo: a este respecto, quisiera insistir sobre la necesi­dad de considerar toda la jerarquía médica, desde el jefe máximo hasta la enfermera, en las situaciones de final de la vida y de acompañamiento de los moribundos.

El parentesco que se establece así entre las dos clases de juicio en el nivel de la prescripción médica y de la sentencia penal lo civil), ilumina, a partir de este centro de gravedad, otroscomponentes del juicio médi­co y del juicio judicial en el nivel de su formación. Podríamos retomar aquí las tres reglas básicas de la deontología médica a ia luz de las reglas análogas del lado judicial.

La elevación de la relación singular de confidencialidad al rango deontológico de secreto médico, hace del contrato de cuidados un acto de justicia, del mismo rango que los juramentos, pactos y tratados que ligan a las partes contratantes en el orden judicial. Entre los contratan­tes del pacto de cuidados se establece una relación, que podemos llamar de justa distancia, a medio camino entre la indiferencia, la condescen­dencia, es decir, el desprecio, y en todo caso, sospecha, eso por un lado y, por otro, la fusión afectiva en que las identidades se ahogan. Ni demasiado cerca, ni demasiado lejos. En este sentido, también el pacto de cuidados separa a aquellos que no deben perderse el uno en el otro, como en una compasión desbordada.

En cuanto al derecho del enfermo a la verdad, se enuncia en térmi­nos de derecho, en la medida en que aparece en el nivel deontológico del juicio médico: concierne a todo enfermo y a todo médico. Es por !o que puede ser reivindicado ante los tribunales.

Eí carácter judicial del consentimiento informado está más marcado todavía que el de las dos normas precedentes, en la medida en que es fuente de procesos, como es frecuente en Estados Unidos, más que en

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Europa. Se comprende por qué el derecho está directamente moviliza­do: el pacto de cuidados no es unívocamente un pacto de confianza; esconde potencialmente un componente de sospecha, el enfermo que teme, con razón o sin ella, que el médico abuse de su poder (¡la ex­presión «poder médico» es ella misma abusiva!) en virtud de su saber y de su saber-hacer, y en razón de la situación de dependencia en la que la enfermedad sumerge al paciente, principalmente en el medio hospitalario. A su vez, el médico puede temer que su paciente, con­fundiendo obligación de cuidado con obligación de resultado, espere — y exija— de él lo que no puede darle, es decir, en último término, la inmortalidad. El consentimiento informado constituye, así, un tipo de garantía y de seguro que las dos partes — el médico sin duda más qae el paciente— toman contra el fracaso y el reproche del fracaso.

No me gustaría terminar sin hacer una propuesta en que la relación entre la éticá médica y la ética de la magistratura fuera inversa. He querido clarificar lo que permanece implícito en el proceso de toma de decisiones en el plano judicial. Es así porque el proceso judicial tiene por origen el conflicto y por escenario el proceso. Es el antagonismo el que hace visibles todas las dimensiones del proceso. Pero ¿no se podría decir, a su vez, que el juicio médico esclarece una dimensión del judicial que ha permanecido en la sombra? La sentencia, hemos dicho, pone fin al proceso en el recinto del tribunal. Es cierto: algo ha terminado, una palabra de justicia ha sido pronunciada. Pero otra historia com ienza para el condenado, la de la pena, sobre todo si el condenado es un de­tenido. Una cuestión se presenta entonces, la de la finalidad de la pena. ¿Es solamente la de castigar, de compensar un daño, un delito, dar satisfacción a la víctima? ¿Proteger el orden público? ¿No es, también, rehabilitar al condenado, reconducirlo eventualmente de la prisión a la libertad, es decir, restablecerlo en !a plenitud de sus derechos? Si ello es así, nos encontramos ante la cuestión de la finalidad de largo alcance de la justicia. Si su finalidad corta es la de resolver un conflicto, su finalidad larga ¿no es la de restablecer el vínculo social, poner fin al conflicto, instaurar ia paz? Pero, entonces, es el juicio médico el que esclarece el juicio judicial: todo aparato jurídico aparece como una vasta empresa de cuidados de enfermedades sociales, en el respeto de la diferencia de papeles.

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JUSTICIA Y VENGANZA"

Mi intención aquí es reflexionar sobre la paradoja ligada al resurgimien­to irresistible del espíritu de venganza en detrimento del sentido de la justicia, cuyo fin es precisamente superar la venganza. Esta regresión se inicia con la pretensión de los partidarios de medidas de represalias para ejercer directamente la venganza en su propio beneficio. Tal es la pretensión inicial que nunca será completamente erradicada. ¿Por qué?

Comencemos por acompañar la trayectoria de la justicia más allá de este punto inicial de confusión. El primer estadio de emergencia dei sentido de la justicia más allá de la venganza coincide con el sentimien­to de indignación, el cual encuentra su expresión menos sofisticada en el simple grito: «¡Esto es injusto!». No es difícil apelar a situaciones típicas presentes en nuestros recuerdos de infancia, cuando lanzábamos este grito: distribución desigual de partes entre hermanos y hermanas, imposición de castigos (o de recompensas) desproporcionados y, quizás más que cualquier otra cosa, promesas no cumplidas. Pero estas situa­ciones típicas anticipan el reparto básico entre justicia social, penal, civil que pautan cambios, acuerdos, tratados.

¿Qué le falta a este arrebato de indignación para satisfacer la exi­gencia moral de un verdadero sentido de justicia? Esencialmente, el es­tablecimiento de una distancia entre los protagonistas del juego social — distancia entre el daño causado y la represalia apresurada—, distancia entre la imposición de un primer sufrimiento por el ofensor y la de un su­frimiento suplementario aplicado por el castigo. Má fundamentalmen­te, lo que le falta a la indignación es una clara ruptur del vínculo inicial

* Conferencia pronunciada en la Universidad de Ulm (Alemania), en noviembre de 1997, en la Universidad de Columbia (Estados Unidos), en no viembre de 1999, y en la Universidad de Beijing-Beida (China), en septiembre de 1999.

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entre venganza y justicia. De hecho, es esta m isma distancia la que se echaba de menos en la pretensión de los abogados de represalias inme­diatas con las que se ejercía directamente la justicia. Nadie está autoriza­do a tomarse la justicia por su mano: así habla la regla de justicia. Ahora bien, es en beneficio de tal distancia que un tercero, una parte tercera, se requiere entre el ofensor y la víctima, entre crimen y castigo. Un ter­cero como garante de la justa distancia entre dos acciones y dos agentes.

El establecimiento de esta distancia requiere la transición entre la justicia en tanto que virtud y la justicia en tanto que institución.

Que la justicia sea una virtud es incontestable. Desde Sócrates, Platón y Aristóteles hasta Kant y Hegel, la filosofía moral no deja de subrayar la conexión entre justicia e igualdad, la famosa isotés de los griegos. Por igualdad no es preciso introducir demasiado rápido la refe­rencia a bienes que hay que distribuir entre agentes rivales. Este modelo de justicia distributiva presupone una forma radical de igualdad, una igualdad de valor entre los agentes. La fórmula de esta igualdad de base sería: tu vida es tan importante, tan significativa, tan válida como la mía. La expresión mínima de este reconocimiento consistiría en tener en cuenta, en todas las circunstancias, las intenciones, los intereses, las creencias y las exigencias del otro. La justicia como virtud implica la referencia recurrente a otro. En este sentido, la justicia no es una virtud entre otras, al lado del coraje, la templanza, la generosidad, la amistad, la prudencia: comparte, de h e c h o , con todas estas virtudes el estatuto racional del equilibrio entre exceso y defecto. Pero, ante todo, la justicia es la inclinación hacia el otro de las demás virtudes, en la medida en que ellas dan cuenta de la existencia, necesidades y exigencias de cualquier persona.

En el interior de este vasto marco, la cuestión de la justa distancia puede ser planteada. Y es esta exigencia, esta búsqueda de la justa dis tancia, la que apela, a su vez, a la mediación de una institución capaz de encarnar al tercero. En este nuevo contexto, el término de media­ción ya no significa sólo moderación referida a un solo y único agente, sino arbitraje entre dos pretensiones adversas, procedentes de gentes opuestas entre sí. Nuestro problema, desde entonces, será saber en qué medida este papel de arbitraje de un tercero contribuye a la ruptura de los vínculos entre justicia y venganza. La cuestión es más legítima que la venganza, ella también, orientada hacia el otro. Por esta razón, la confrontación entre justicia y venganza concierne, a título primario, a la inclinación hacia el otro de la justicia y del resto de virtudes a través de la justicia.

Ahora bien, ¿qué es preciso entender por institución de la justicia en tanto que tercero? Bajo el título de institución, no hay que tener en cuenta sólo una entidad específica, sino una cadena de instituciones que

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presentan una estructura jerárquica. Procedamos desde la cumbre hasta la base de este conjunto de instituciones.

La ruptura decisiva, con respecto al despliegue de la violencia priva­da, está asegurada por la emergencia de una entidad política —politeia, res publica, com m on wealth, state, Staat— . Si aceptamos con Max We­ber caracterizar al Estado por la H errscbaft, la dominación, es decir, por su capacidad para imponer su voluntad a los individuos o a las comuni­dades subordinadas, entonces, la pretensión para el uso de la violencia legítima puede ser considerada como el corolario directo del poder que dirige el Estado. La interrupción del curso de la violencia comienza con esta expropiación de los agentes sock’es, que priva a las víctimas del derecho a ejercer la justicia directa, a hacer justicia ellas mismas, a replicar mediante represalias. En este sentido, la justicia no puede ser enteramente identificada con la supresión de la violencia, sino con su desplazamiento de la esfera privada a la entidad política. De ninguna manera nos podemos quedar con esta consideración demasiado simple. Han podido observar que Max Weber mismo debe corregir su defini­ción de Estado en términos de dominación, añadiendo el epíteto «legíti­ma» a la violencia. El uso de la violencia legítima. Esta precisión entraña una consideración ulterior que toca la amplitud total de la noción de institución, tal como ha sido requerida por la noción misma de Estado de derecho, es decir, de un Estado gobernado por reglas, un Estado constitucional. Es el caso de todos los Estados democráticos modernos regidos por una filosofía política implícita, que se puede designar con el término de liberalismo poiítico. Esta noción de Estado regido por la regla nos lleva ante el enigma de la fuente última de la legitimación del Estado mismo. No es mi intención tratar este enigma como tal. Es suficiente para nuestro propósito que este enigma — cualquiera que sea la respuesta apropiada— , reclame nuestra atención sobre lo que puede ser tenido como segunda componente de la institución en tanto que ter­cero, a saber, el establecimiento de un cuerpo de leyes escritas, en el co­razón de nuestra herencia cultural. La emergencia de tal cuerpo de leyes escritas constituye un acontecimiento altamente significativo en la histo­ria general de la cultura, de fácil ilustración por las instituciones legales del antiguo Próximo Oriente, de los hebreos, de Grecia y de Roma. La transición del estatuto oral al estatuto escrito del sistema completo de reglas y de normas es, a la vez, el resultado de la emergencia del Estado en tanto que entidad política y soporte distintivo dado a su ambición de legitimidad. Una relación circular significativa se establece de esta forma entre el Estado y la ley escrita, sea constitucional, civil o penal.

Un tercer candidato al papel de tercero está representado por la institución judicial misma, con sus tribunales y sus cortes, cuya tarea es pronunciar la palabra de justicia en una situación concreta. Pero esta

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responsabilidad y esta tarea no pueden estar separadas del derecho a la coerción, gracias al cual la autoridad pública tiene la capacidad de imponer una decisión de justicia. Volveremos más tarde a esta conexión entre justicia y fuerza, subrayada por una fórmula famosa de Pascal. Es preciso que nos paremos un momento en el uso específico del lenguaje y del discurso, por el cual el tribunal constituye el marco apropiado. Decir, pronunciar la palabra de justicia en una situación singular de conflicto, tal es la función y la tarea primordial de la institución judicial detrás de los muros del tribunal.

Ahora bien, con vistas al ejercicio de esta tarea una cuarta compo­nente de la institución de justicia debe ser introducida. Pienso en el juez, en tanto que persona física, revestida del derecho y del poder de enun­ciar la palabra de justicia a la que acabamos de aludir. Los jueces son seres humanos como nosotros, ciudadanos ordinarios, seres humanos y no dioses o ángeles. Pero son elevados por encima de nosotros en virtud de reglas específicas de designación, con el fin de pronunciar la palabra de justicia, que ha de ser elaborada por el sistema judicial en su conjunto. Los jueces, se podría decir, encarnan la justicia. Son la boca de la justicia.

Vamos ahora a prestar atención al punto en que todos los com­ponentes de la institución de justicia pueden ser vinculados entre sí, a saber, el proceso judicial, ceremonia del lenguaje al término de la cual la palabra de justicia puede ser pronunciada, debe ser pronunciada. En este marco ceremonial se despliega un juego complejo de lenguaje, re­gulado por reglas de procedimiento que aseguran la equidad requerida del proceso. Este juego consiste esencialmente en un intercambio de argumentos entre los representantes del querellante y los de la parte adversa. Desde el punto de vista de la problemática de la violencia y de la justicia, la función primaria del proceso es transferir los conflictos del nivel de la violencia al del lenguaje y el discurso. El proceso eleva el arte de la confrontación verbal a su cima con la ayuda de procedi­mientos retóricos que descansan en el uso de argumentos probables. En este sentido, el arte de argumentar puede ser considerado como una rama de aquello que se llama pragmática trascendental del lenguaje, en la medida en que el proceso entero descansa en la presunción de vali­dez de normas aplicadas a una situación dada. Desde un punto de vista lógico, se trata de la «aplicación», dicho de otro modo, del movimiento de la norma al caso. Es una operación compleja que combina de forma notable la argumentación, en tamo que procedimiento deductivo, y la interpretación, en tanto que ejer Icio de imaginación productiva. Per­mítanme decirles una palabra de esta conexión entre argumentación e interpretación. La argumentación se orienta a hacer descender la pre­tensión de validez del nivel de las reglas y de las normas consideradas al nivel del caso específico. Pero esta transferencia de validez no puede

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ser reducida a un proceso mecánico: implica la interpretación de dos formas complementarias. De un lado, una elección debe ser hecha en­tre las leyes disponibles, y más precisamente entre las interpretaciones previas acumuladas a lo largo de la historia de la jurisprudencia. Esta elección está gobernada por la presunción de afinidad, digamos de con­veniencia, entre las leyes seleccionadas y el caso considerado. Por otra parte, el caso mismo debe ser descrito de forma apropiada, en función de la norma puesta en juego en el caso dado. Esta descripción pone a prueba lo que constituye, de hecho, una interpretación narrativa del caso considerado. Sin embargo, sabemos que varias «historias» pueden ser construidas a propósito del mismo curso de acontecimientos. Por ello, interpretación legal e interpretación narrativa deben estar com­binadas en el proceso de toma de decisiones. No voy más lejos en este dominio de la lógica de la aplicación en tanto que combinación de argu­mentación e interpretación. El breve vistazo que precede es suficiente para nuestra investigación presente, cuya orientación es más ética que lógica. Baste decir que es en el marco de este proceso donde se lleva adelante la tentativa institucional de superar la violencia mediante el discurso. A mi juicio, está fuera de toda duda que las reglas procedi- mentales del proceso constituyen ellas mismas un avance de la justicia en detrimento del espíritu de venganza. Y esto en la medida en que el proceso ofrece un marco discursivo apropiado para el aprendizaje pa­cífico de los conflictos. Es mérito indiscutible del establecimiento de las reglas pr-jcedimentalcs permitir, en ei proceso, en tanto que institución distinta, la transferencia de los conflictos de la esfera de la violencia a la del lenguaje y del discurso.

Pero, este primado conferido ai discurso en el corazón de los con­flictos interpersonales y sociales no es tan puro. Un grado residual de violencia subsiste. ¿Por qué?

¿Por qué? Porque la violencia no deja de afirmarse en los dos ex­tremos del proceso entero, partiendo del establecimiento del Estado en tanto que cuerpo político hasta el establecimiento de este cuerpo espe­cífico, la magistratura. Por un lado, el Estado, como ha sido dicho, no deja de reivindicar para sí mismo el monopolio de la violencia legítima. Desde el punto de vista histórico, esta pretensión está enraizada en los acontecimientos fundadores, habitualmente de naturaleza violenta, que presiden su nacimiento. Esta violencia, que se puede llamar fundado­ra, y que puede ser observada en el corazón de los Estados liberales, encuentra su expresión última en la amenaza de recurrir a la violencia contra ios presuntos enemigos del orden democrático. Y es esta vio­lencia la que, como último recurso, dota de fuerza de imposición cada decisión de justicia. El derecho de ejercer la coerción, que constituye una distinción esencial entre legalidad y moralidad, no tiene otro ori-

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: dos gen. Pero retornemos a la decisión de justicia, en el otro extremo deli en- proceso. Hasta aquí no hemos dicho ni una palabra de la sentenciaones en tanto que decisión. Nos hemos limitado a subrayar la contribuciónEsta de argumentación e interpretación en el proceso de aplicación de una:on- norma legal a un caso singular. Nos queda considerar el estadio último,otra el acto de pronunciar la sentencia. Este acto tiene, de hecho, dos caras::ión de un lado, pone fin a una confrontación verbal, en es'.e sentido, es unie a acto conclusivo; por otro, constituye el punto de partida de un nuevodel proceso, y de una nueva historia, al menos para una de las partes, aJen saber, la imposición de la sentencia como castigo. Consideremos, al-°or tentativamente, los dos lados de la decisión judicial, ya que pertenecem- a la sentencia, como acto conclusivo del proceso, engendrar el procesoste ulterior, la pena, el castigo con su historia propia.;u- En tanto que decisión, la sentencia es un acto distinto que trasciendeite el proceso entero de la toma de decisiones. Añade algo al proceso. Enre primer lugar, el tribunal está obligado por las reglas del procedimientova. a resolver el caso en un período, temporal limitado. En segundo lugar, seel espera de la sentencia que ponga fin al estado anterior de incertidumbre,i- En tercer lugar, se pide al tribunal decir la palabra de justicia que esta-a blece la justa distancia entre las partes en conflicto. Finalmente, y sobre-1 todo, tal decisión ejerce un poder sobre la libertad e, incluso en ciertos

países, sobre la vida y la muerte. Una parte de nuestra libertad la depo-s sitamos en manos de la justicia, en la medida en que su destino es trans-í ferido, como hemos dicho, de la esfera de la violencia privada a la deli lenguaje y del discurso. Pero en el estadio de la imposición de la senten­

cia, esta parte de la justicia es al mismo tiempo una palabra de fuerza y,en cierta medida, de violencia. De esta manera, la sentencia se convierte en el punto de partida de un nuevo proceso, a saber, la ejecución de la sentencia, la cual, en el caso del proceso criminal, consiste en la admi­nistración de un castigo. Incluso, en tanto que reparación o compensa­ción civil, y más todavía en tanto que supresión de la libertad, la simple imposición de una pena implica la adición de un sufrimiento suplemen­tario al sufrimiento anterior impuesto a la víctima por el acto criminal.

Como acabamos de decir, una nueva historia comienza, en particu­lar para aquellos de nuestros conciudadanos metidos en prisión, para los detenidos. En este sentido, la imposición de una sentencia penal consiste en un tipo de violencia legal que replica, al término de un pro­ceso entero, a la violencia primaria, de la cual todo Estado de derecho procede en tiempos más o menos distantes. Al mismo tiempo, una nue­va dimensión se añade a nuestra búsqueda que quiere reducir el nivel de violencia en una sociedad democrática. El problema no se puede resol­ver mediante la certeza que podemos tener de que el castigo es equita­tivo, proporcionado a la ofensa y que ha sido tenido en cuenta el grado

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de responsabilidad del acusado, con independencia de lo que pueda significar esta afirmación de responsabilidad. Una pena equitativa sigue siendo un castigo, un sufrimiento de un cierto género. En este sentido, el castigo, en tanto que pena, reabre ía vía al espíritu de venganza, a pesar del hecho de que ha pasado por una mediación, aplazada, filtrada por el procedimiento entero del proceso, pero no puede ser suprimida, abolida. Esto nos recuerda el triste hecho de que una sociedad entera está puesta a prueba y, osaría decir, juzgada por su forma de tratar el problema planteado por la privación de libertad, que ha sucedido al cas­tigo corporal detrás de los muros de la prisión. Estamos confrontados con la ausencia de alternativa practicable a la pérdida de libertad, al encarcelamiento. Este reconocimiento equivale a admitir un fracaso co­lectivo de nuestra sociedad. Es un hecho que no disponemos de ningún proyecto viable de abolición total del encarcelamiento. Nos queda el deber de preservar para los detenidos la perspectiva de su reinscripción en la comunidad de ciudadanos libres, el proyecto de recuperación de su plena ciudadanía. La tarea es restituir al prisionero la capacidad de llegar a ser un ciudadano al término de su pena, poner fin a su exclusión física y simbólica en la que consiste el encarcelamiento. En esta pers­pectiva, la prisión debe ser considerada como una parte de la ciudad, como una institución en el interior y no en el exterior de la ciudad. En este sentido, es preciso hablar de continuidad del espacio público. A este efecto, todas las medidas que no contribuyan a la defensa y a la pro­tección sociaí deben ser gradualmente suprimidas, a saber, las medidas que conciernen a la salud, al trabajo, a la educación, al ocio, a las vi­sitas. De la misma preocupación surge la discusión que concierne a la duración deí encarcelamiento compatible, a la vez, con la defensa de la sociedad y la rehabilitación del culpable. Fuera de tales proyectos, el castigo permanece bajo la influencia del espíritu de venganza que el espíritu de justicia tenía como proyecto superar. Bajo la dirección del concepto de rehabilitación, las medidas concretas a explorar son parte integrante de una empresa pragmática sometida a discusión pública en una sociedad democrática. Pero la finalidad de esta empresa cae bajo la responsabilidad moral del cuerpo político tomado como un todo. Qui­zás podríamos ponernos de acuerdo sobre las afirmaciones siguientes: el castigo tiene dos finalidades, una finalidad corta, que es la protección de la sociedad de toda amenaza de orden público; una finalidad larga, que es la restauración de la paz social; todas las medidas de rehabilitación, inscritas en el sistema penal, están al servicio de este fin último.

No es mi propósito discutir la legitimidad y la factibilidad de tai o cual medida actualmente sometida a la discusión pública. Mi tarea es únicamente evaluar correctamente lo que nos estamos jugando en esta discusión, a saber, el tratamiento práctico de ia paradoja básica a la que

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nos hemos confrontado desde el principio de este ensayo: el resurgi­miento del espíritu de venganza en cada estadio del largo proceso a tra­vés del cual nuestro sentido de justicia intenta superar su arraigo inicial en la violencia, en la venganza en tanto que violencia. Que no tengamos ningún tipo de solución especulativa disponible para esta paradoja, sino solamente una solución pragmática, tal sería la única conclusión modes­ta que este breve ensayo ha podido alcanzar.

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LO UNIVERSAL Y LO HISTÓRICO*

Mi deseo, en esta conferencia, es ayudar a los oyentes a orientarse en un debate contemporáneo en el que se han comprometido importantes pensadores europeos y americanos. Los dos focos principales de la dis­cusión son, por una parte, la Teoría de la justicia de Rawls y los deba­tes que ha suscitado entre los juristas, los economistas, los politólogos, los filósofos principalmente en el mundo anglosajón; por otra parte, la «ética del discurso» de K.-O. Apel y J. Habermas y ios debates que ella igualmente ha suscitado en les mismos medios, pero principalmente en Europa occidental. Lo que está en juego en ei debate es saber si se puede formular en p! piano ético, jurídico, político y social, principios universales, válidos independientemente de la diversidad de personas, comunidades y culturas susceptibles de aplicarlos, y sin limitación con respecto a las circunstancias particulares de aplicación y principalmente con la novedad de los casos aparecidos en la Época Moderna. A veces se ha objetado, ya sea el carácter formal de los principios que ignoran la variedad de los contenidos de aplicación, ya sea el carácter a-histórico 4 - reglas extrañas a la variedad de las herencias culturales, y al enrai- zamiento de las reglas de la vida en común en la práctica comunitaria. Para aclarar el debate, propongo construir previamente un marco de discusión en el cual la confrontación entre lo universal y lo histórico se presente de forma diferente según el nivel en que nos situemos. Adop­taré, a título didáctico, la distinción entre tres niveles de formulación de la problemática moral, tal y como proponía en Sí mismo com o otro,

* Texto presentado en la conferencia pronunciada en el colegio universitario íran- «. * de Moscú (abril de 1996). y publicado bajo el título «Universalidad e historicidad», en S. Vences Fernández (ed.), La filosofía y sus márgenes. Homenaje al profesor Carlos Malinas Fernández, Universidad de Santiago de Compostela, 1997 , pp. 511-526 .

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cubriendo no sólo la vida privada, tam bién el derecho, las estructuras económico-sociales de la sociedad c iv il y las instituciones políticas.

I

En el primer nivel, para el cual reservo el término técnico de ética en razón de su proximidad con las costumbres efectivamente en curso en las sociedades consideradas, defino la moralidad, en ei sentido más ge­neral del término, como el deseo de vivir bien, con y por los otros, en instituciones justas. El primer término de esta tríada define el carácter teleológico de esta primera aproximación, a saber, el deseo de una au- torrealizacióu feliz, tanto de la vida privada como de la vida en común, denominado popularmente felicidad. Ahora bien, se ve, ya desde esta primera estructura, cómo la dimensión universal y la dimensión históri­ca están entrecruzadas. Por un lado, se puede decir con Aristóteles que toda acción, toda práctica, se define por ese telos, que todos los hom­bres quieren ser felices. Pero esta aspiración al bien, si debe merecer el nombre de ética, pasa por apreciaciones razonadas de aquello que caracteriza como buena o mala una acción. Es, entonces, cuando inter­vienen entre la raíz del deseo razonado y el horizonte de la felicidad, esas instancias denominadas «virtudes»: templanza, valentía, generosi­dad, amistad, justicia, etc. Ahora bien, estas grandes estructuras de la vida moral están sumergidas en la experiencia colectiva de un pueblo como lo verifican ías diferentes morales heredadas de los griegos. El filósofo no hace aquí más que reflexionar sobre io que Charles Taylor ha llamado «evaluaciones fuertes» (de su propia cultura); así, Aristóteles parte de las opiniones más seguras y más constantes, ya llevadas al len­guaje por los poetas, por Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, por los oradores, los historiadores, los hombres políticos, etc. El filósofo pro­porciona un proyecto racional que se expresa, por ejemplo, en ia idea de que cada una de las virtudes considerada representa un medio, un «término medio» (m édiété), es decir, mucho más que un medio, un tipo de eminencia entre dos defectos (por ejemplo, la valentía está a medio camino de la cobardía y de la temeridad, la amistad, entre la compla­cencia y la severidad, etc.). El filósofo puede, entonces, construir la idea de un razonamiento recto, de un orthos logos, que constituiría la dimen­sión intelectual, razonable, y para decirlo todo, verdadera, de la elección moral esclarecida. Es lo que Sócrates, antes que Platón y Aristóteles, designaba con el término de «vida examinada». Una vida no exam inada no es digna de ser vivida. Una misma preocupación de racionalidad se retoma en la distinción familiar en los pensadores antiguos entre la vida según el placer y la utilidad, vida práctica, es decir, principalmente política, y la vida contemplativa, es decir, filosófica.

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La mezcla entre dimensión comunitaria y dimensión universal llega a ser más sutil y más frágil si se consideran los otros dos componentes de la definición propuesta más arriba de la intención ética: vivir bien con y para los otros. Dos relaciones con el otro tenemos que distinguir aquí. La primera es una relación de proximidad con otro presente en su rostro; es la relación implicada en la relación dialógica corta de la amistad y el amor. Es, quizás, por este lado que la intención ética ma­nifiesta su mayor universalidad. Elogios bastante comparables entre sí de la amistad abundan en las diversas culturas. No obstante, no habría que olvidar las diferencias que hay entre una estructura aristocrática de una ciudad como la de los griegos, y Jas formas más populares de solidaridad características de sociedades modernas. La solicitud, diri­gida a todas las personas concretas, bajo la forma más evidente de la ayuda a cualquier persona en peligro, tiene sus límites, aunque sólo fuera aquellos que produce la imposibilidad de tomar en consideración,o como se suele decir, de asumir toda la miseria del mundo. Pero es con el tercer término de la tríada de base como la dialéctica del universal y lo histórico se impone. A decir verdad, la conflictividad que es objeto de esta comunicación no se desarrollará más que en un segundo nivel que vamos a considerar inmediatamente. Pero la sed de justicia no está reservada al nivel de deber y la obligación que vamos a considerar ense­guida. Es un componente fundamental del deseo de vivir bien. Ahora bien, no es sólo con los próximos donde el vivir-con se expresa, sino también con todos los lejanos, implicados en instituciones de todo tipo que estructuran la vida en sociedad. Mi vis a vis es entonces no sólo ia persona significada por su rostro, sino el «cada uno» definido por su rol social. Esta relación con el «cada uno» es constitutiva de lo que Han­nah Arendt llama la «pluralidad humana» para oponerla a la relación de proximidad de la amistad y del amor. La pluralidad humana es el lugar de lo político considerado en su raíz, más allá de las estructuras de poder, de la distinción entre dirigentes y dirigidos, en el nivel de^o que podemos denominar el querer-vivir juntos. Se puede considerar el querer-vivir juntos como un hecho universal. Pero, desde que lo califica­mos por el deseo de instituciones justas, nos situamos en un nivel donde lo universal está inextricablemente mezclado con lo contextual. La pre­gunta «¿qué es una institución justa?» se nos plantea de inmediato. Es inseparable de ia pregunta elemental de saber con quién queremos vivir y según qué reglas.

Sin embargo, continúo teniendo por universal la idea misma de ins­titución^ jnstas. Basta que cada uno de nosotros se retrotraiga a sus re­cuerdos de infancia, cuando pronunció por primera vez el grito: «¡Esto no es justo!». Es en la indignación donde se forma y se educa el deseo de justicia. Y recordemos también las ocasiones en las que hemos esgrimi­

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do este grito: era con motivo de repartos que juzgábannos desiguales o promesas no cumplidas y traicionadas por los adultos, © con ocasión de castigos y recompensas que encontrábamos desproporcionados o, como decimos, injustamente distribuidas. Ahora bien, en estos tres ejemplos tenemos como en filigrana la distinción de la justicia distributiva, en­cargada de repartos desiguales, todo el dominio de los contratos, de los tratados y de los intercambios, y, en fin, con ocasión de nuestro tercer tipo de recriminación, todo el imperio de lo judicial y del derecho penal con su cortejo de sanciones y castigos. Es en el momento en que nues­tra indignación busca justificarse, cuando entramos verdaderamente en el problema de la justicia, pues la indignación permanece enlazada en la preocupación de hacerse justicia a sí misma. Falta el sentido de la justa distancia que sólo los códigos, las leyes escritas, los tribunales, etc., po­drían tomar a su cargo. Es entonces cuando las diferencias de cultura, la historia de las instituciones jurídicas, con su mezcla inextricable de racionalidad y de prejuicios, nos obliga a poner a prueba otros criterios diferentes a! de nuestra preocupación de vivir bien; pero importa en­raizar previamente el deseo de vivir en instituciones justas en el de vivir bien. Se puede decir, a este respecto, que la idea primitiva de justicia no es más que el desarrollo a escala dialógica, comunitaria e institucional del deseo de vivir bien. Este vínculo entre el vivir bien y la justicia ha encontrado una expresión estable, cuyo vigor a la vez emocional y ra­cional no ha desaparecido: bien común.

II

Si la tesis universalista y la tesis contextualista encuentran argumentos de fuerza igual en la reflexión de los griegos sobre la vida buena, la tesis universalista toma ventaja cuando se pasa al segundo nivel de mo­ralidad, el cual ya no es definido por el deseo de una vida buena, sino por las nociones de obligación, deber y prohibición. A este respecto, observo que la forma negativa es menos constrictiva que la forma po­sitiva: hay mil formas de no matar, mientras que la obligación de decir la verdad en todas las circunstancias nos sitúa a veces ante situaciones intrincadas, como testimonia la famosa discusión entre Kant y Benjamin Constant.

Se preguntará, entonces, por qué no se puede permanecer en el nivel ético del deseo de vivir bien. La razón es que la vida en sociedad deja un lugar inmenso y a menudo espantoso p^ra los conflictos de todo género, que afectan a todos los niveles de relaciones humanas, en térmi­nos de intereses, creencias y convicciones. Sin embargo, estos conflictos tienden a expresarse en violencias de todo tipo, yendo desde la muerte

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hasta la traición de ia palabra dada. Estas violencias engendran daños que afectan tanto a los individuos tomados individualmente como a las instituciones que ordenan la vida en sociedad. Es entonces cuando el espíritu de venganza tiende a añadir violencia a la violencia en una cadena sin fin, como se ve en la tragedia griega de Orestes. De ahí nace la necesidad de un tercero, representado en nuestras sociedades civili­zadas por la existencia de un cuerpo de leyes escritas, la instauración de instituciones judiciales, la disposición de un cuerpo de jueces, en fin, un tren de sanciones que dan un giro coercitivo a la moral pública bajo la tutela de un Estado de derecho. Es esta necesidad social de un arbitraje la que plantea la cuestión de la naturaleza de reglas susceptibles de deli­mitar el campo de lo permitido y de lo prohibido y el uso considerado legítimo de la coerción. La justificación de estas reglas y el arbitraje que ellas instauran plantea el problema de la justificación de las reglas de la vida en sociedad.

A Kant debemos la formulación más rigurosa de la tesis que los defensores del universalismo moral, tanto desde el lado de Rawls como del de Habermas, van a desarrollar. El primer presupuesto es que exis­te una razón práctica distinta de la razón teórica, pero que presenta, como ella, una diferencia fundamental de niveles entre lo que puede ser tenido como a priori, es decir, las condiciones de posibilidad de todos los argumentos empíricos invocados, y un nivel a posteriori o empírico, constituido por el conjunto de deseos, de placeres, de intereses, de pre­juicios, de reivindicaciones irracionales. La hipótesis de base es, pues, que la razón práctica, está estructurada como la razón teórica, con la diferencia de que el a priori de la razón práctica es él mismo práctico. ¿En qué consiste este a priori práctico? Respuesta: en un universal, váli­do para todos e independiente de las circunstancias de aplicación. Pero, si todo contenido práctico procede finalmente del deseo y, por io tanto, del deseo de felicidad, el universal no puede ser más que un universal formal, es decir, sin contenido.

Ahora bien, ¿cómo formular un universal formal, si no bajo la for­ma de la regla de universalización a la cual tendrán que someterse las máximas de nuestra acción, y de igual forma el proyecto de un plan de vida? A primera vista, la regla no consiste más que en un test de verifi­cación de la pretensión de universalidad de mi máxima. Sin embargo, es difícil no dar una versión utilitaria de este test, formulada en los térmi- nos siguiente? cju sucede1'!?. ?? todo el mundo hiciera como yo? Kant no tenía en consideración más que una contradicción lógica interna en la regla que la excepción pretendida vendría a destruir. Veremos en un instante cómo Habermas y otros han intentado remediar la fragilidad de esta distinción entre contradicción lógica y una contradicción que podemos llamar utilitaria. No se podría recluir, anteriormente, a Kant

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en la acusación de no ofrecer más que un criterio monológico de uni­versalidad (obra — tú— de tal forma que..., etc.). Kant mismo ensanchó el campo del universal ofreciendo otras dos versiones del imperativo categórico, que permitían construir una tríada de la moral, comparable a la tríada de la ética (deseo de vida buena, con y para los otros, en instituciones justas):

1. obra de tal forma que puedas considerar la máxima de tu acción como una ley universal de la naturaleza;

2 . obra de tal forma que puedas siempre tratar a la humanidad, tan­to en tu persona como en la de cualquier otro, no sólo como un medio, sino también como un fin en sí;

3. obra de tal forma que en el reino de los fines te puedas comportar a la vez como sujeto y como legislador.

Esta triada define la autonomía bajo su triple figura: personal, co­munitaria y cosmopolita. El formalismo permanece entero desde un punto al otro de la tríada. En la primera fórmula, la noción de la ley moral es puesta en paralelo con la de ley física, la cual no es más que la forma del determinismo universal; pero, la segunda fórmula del im­perativo categórico no es menos formal que la primera, pues no es la persona en tanto que tal, ni la mía ni la del otro, la que es digna de respeto, sino la humanidad, no en el sentido del conjunto de hombres, sino en el sentido del carácter humano que distingue a los hombres de otros seres vivos y también de otros seres racionales eventuales, pero no dotados de sensibilidad como nosotros. En cuanto a la noción de reino de los fines, no define ninguna comunidad histórica conocida, sino sólo el horizonte racional de un Estado de derecho que sería, en principio, de dimensión universal, o según la expresión de Kant, de dimensión cosmopolita; dicho de otra manera, es una idea reguladora, no un con­cepto descriptivo. Su cumplimiento depende de los comportamientos políticos concretos de las sociedades históricas.

Sobre este trasfondo kantiano es preciso situar ql intento de Rawls de dar una definición universal de los principios de justicia. El forma­lismo de la empresa está marcado por esto que la elección de los prin­cipios de justicia ha pretendido haber hecho en una situación imagina­ria, no histórica, llamada originaria, en la cual todos los participantes se han situado bajo un velo de ignorancia, bajo el cual pueden hacer abstracción de sus ventajas reales o desventajas eventuales que resul­tan de la deliberación. En cuanto a esta deliberación, recae sobre las reglas de distribución por las que se caracteriza una sociedad en ge­neral: distribución de bienes mercantiles (retribuciones, patrimonios, ventajas sociales) y bienes no mercantiles, como la seguridad, la salud, la educación y, sobre todo, posiciones de responsabilidad, de autoridad y de dirección en toda la escala de las instituciones sociales. Esta hipo-

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tesis de una sociedad concebida como un vasto sistema de distribución de bienes de todas clases, permite dar un giro particular al formalismo heredado de Kant; ya no es el formalismo de un test de universalización, sino el del procedimiento de distribución. Es este procedimiento el que está definido por los dos principios de justicia:

En primer lugar, cada persona debe tener un derecho igual a un sistema lo más extenso posible de libertades, de base igual para todos que sea compatible con ei mismo sistema para los otros.

Este primer principio rige la igualdad ante la ley en el ejercicio de libertades públicas (libertad de expresión, de asociación, de reunión, de culto, etcétera).

En segundo lugar: las desigualdades sociales y económicas deben ser organizadas de tal forma que, a la vez, a) se pueda razonablemente es­perar a que ellas sean ventajosas para todos, y b) que sean vinculadas a posiciones y a funciones abiertas a todos.

Este segundo principio tiene como punto de aplicación las distribu­ciones irreductiblemente desiguales de nuestras sociedades productoras de valor añadido. Pero, antes de desarrollarlo, Rawls insiste sobre la necesidad de satisfacer antes el primer principio: lo que significa que un intento de resolver lo? problemas sociales de desigualdad, sin tener en cuenta la igualdad abstracta de los ciudadanos ante la ley, no es jus­tificable. Las desigualdades económicas y sociales no pueden servir de pretexto para violar el primer principio de justicia. En cuanto al segun­do principio, se ha desarrollado de la forma siguiente, al menos en su primera mitad:

Es justo o, al menos, menos injusto, el reparto en el cual el aumento de la ventaja de los más favorecidos está compensada por la disminución de la desventaja de los más desfavorecidos: de ahí que a este principio se le haya dado el nombre de maximin.

Diremos más adelante con qué críticas se ha topado este principio por parte de los comunitaristas. Dos puntos sensibles de la doctrina están, en efecto, abiertos a la crítica: en primer lugar, el formalismo de un procedimiento de distribución que no tiene en cuenta ia heteroge-i eidad real de los bienes a repartir: por ejemplo, ¿los problemas de re-i uneración caen bajo el mismo patrón que un reparto de autoridad en una administración ? Segunde lugar de crítica: ¿cómo la elección de un principio de justicia establecido en una situación imaginaria, ahistórica, puede vincular a una sociedad histórica real? Más precisamente: ¿qué

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tipos de sociedades, entre las existentes actualmente, son accesibles a una fórmula como ésta de la justicia distributiva?

Pero, antes de examinar estas objeciones que proceden del tercer nivel que adopto para el análisis de la moralidad, el de la sabiduría práctica, digamos una palabra de la ética del discurso. A primera vista se trata de una cosa totalmente distinta: con Rawls se trata de un problema de distribución, en el sentido amplio que acabamos de señalar; con Apel y Habermas, se trata de un problema de discurso y más precisamente de argumentación. Pero las dos situaciones afrontadas no están alejadas la una de ia otra: por un lado, el establecimiento de principios de jus­ticia, en la situación originaria y bajo el velo de ignorancia, procede de una discusión abierta susceptible de caer bajo las categorías de la ética del discurso; por otro lado, ¿de qué se discute preferentemente, si no es de repartos que dan lugar a conflicto? Habermas, como Rawls, puede esgrimir el argumento de la multiplicidad de concepciones del bien en una sociedad como la nuestra caracterizada por el hecho del pluralismo; es, pues, fuera de este conflicto donde se deben buscar las reglas de un acuerdo posible: pero ¿dónde buscarlo si no en el interior mismo de la práctica lingüística? Ahora bien, todas las relaciones humanas pasan inevitablemente por el discurso. Por otro lado, la amenaza de la violen­cia, de la que hemos visto que justifica la transición de una moral de la felicidad a una moral de la obligación, invita a buscar en la transferen­cia de todos los conflictos a la región de la palabra, la única respuesta humana a ia violencia. Ahora bien, el reparto de la palabra no se puede hacer sin el arbitraje normativo de las reglas que presiden el discurso. Todo el problema es pasar del hecho de la mediación lingüística ai de­recho de la argumentación.

La cuestión es saber si existen reglas universales de validez que pre­sidan toda discusión posible y toda argumentación racional. La respues­ta de Habermas es positiva. Descansa en un uso de ia contradicción diferente de aquél por el que Kant justificaba su recurso a la regla de universalización; la justificación última de los criterios de validez que se va a dar descansa, no sobre una contradicción formal, sino sobre una contradicción llamada performativa, que se puede formular así: si usted dice que la regla del discurso no es válida, usted ya ha empezado a argumentar; por tanto, usted se contradice cuando dice que una regla de! discurso no puede ser universal. Presupone usted esta regla común en su adversario y en usted mismo.

En cuanto a las reglas de validez de la comunicación, no son nume­rosas, sino fáciles de identificar: cada uno tiene un derecho igual a ia palabra; tiene el deber de dar su mejor argumento a quien se lo pida; debe escuchar con un prejuicio tavorable el argumento del otro; en fin — quizás, sobre todo— los antagonismos de una argumentación reglada

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deben tener por horizonte común el acuerdo, el consenso. La ética del discurso está, así, situada bajo el h orizonte de la utopía de una palabra compartida, funcionando como idea reguladora de una discusión abier­ta, sin límite y sin constricción. Sin el presupuesto de este consenso exigible, no puede haber cuestión de verdad en el orden práctico. A este respecto, Habermas insiste con fuerza en el carácter cognitivista de su ética. No hay diferencia entre la razón práctica y la razón teórica en cuanto a la exigencia de verdad en el uso de la palabra compartida.

Se percibe inmediatamente la fuerza de esta ética de la comunica­ción, justamente llamada ética del discurso o de la discusión, contra tres adversarios bien definidos. Son, en primer lugar, los que plantean una moral decisionista, funcionando caso por caso, por abuso, dirá Ha­bermas, de la noción griega de phrónesis, que se presupone rige las situaciones singulares; el presupuesto es que todas las situaciones singu­lares pueden ser emplazadas bajo las reglas de validez de una discusión coherente. El segundo adversario está constituido por las morales emo- tivistas o emocionales, según las cuales, son los sentimientos, incluso comprendiendo en ellos los sentimientos más nobles, elevados, como la piedad, la compasión, el respeto, la veneración, etc., los criterios de lo justo. En fin, el adversario más constantemente tomado como diana es el positivismo moral o jurídico, pariente del convencionalismo de los sofistas griegos, según el cual las reglas que sirven de arbitraje de los con­flictos sociales están regidas por un principio genera! de utilidad, concre­tados siempre por autoridades de hecho. Como se ve, esta moral toma valientemente en consideración las situaciones de conflicto susceptibles de ser llevadas al nivel del lenguaje o, mejor, en un marco institucional comparable al del proceso judicial; supone, por parte de los antagonis­tas, una voluntad igual de buscar el acuerdo, un deseo de coordinar en buena inteligencia sus planes de acción y, finalmente, la preocupación de hacer prevalecer la cooperación sobre el conflicto en todas las situa­ciones de desacuerdo.

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Es preciso enumerar ahora las razones por las cuales parece necesario añadir una tercera dimensión a la filosofía moral, la que denominé sa­biduría práctica, a la manera, por una parte, de lo que Hegel lian iba Sittlichkeit en los Principios de filosofía del derecho y, por otra, d la teoría aristotélica de la phrónesis — término traducido en latín por pru­dencia— desarrollado en el capítulo VI de la Ética a N icóm aco. ¿Por qué añadir una tercera dimensión a la moralidad? Si es el hecho del conflicto y, más fundamentalmente, el hecho de la violencia el que nos

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ha forzado a pasar de una ética de la vida buena a una moral de la obli­gación y de la prohibición, es lo que se puede llamar lo trágico de la acción lo que nos lleva a completar los principios formales de una moral universal con reglas de aplicación, atentas a los contextos histórico-cul- turales. Por lo trágico de la acción entendemos, en general, situaciones típicas que presentan los rasgos comunes siguientes. Se trata, en primer lugar, de conflictos de deberes, como la tragedia griega los exhibe; a este respecto, la tragedia de Antígona es perfectamente ejemplar; Antígona y Creonte representan dos obligaciones antagónicas que engendran un conflicto inexpiable. Incluso, si es verdad, hablando de forma absoluta, el deber de amistad fraterna, que mueve a Antígona, es perfectamente compatible con c¡ servicio político a la ciudad, que mueve al gobernante Creonte, la finitud humana hace que cada uno de los antagonistas sólo pueda servir al principio con el cual se identifica sin reconocer los lími­tes estrechos de su adhesión pasional y ciega con respecto a ellos. Lo trágico consiste, precisamente, en la exclusión de cualquier compromi-\/ so que resulta de la intransigencia de cada uno de los servidores de un deber absoluto y sagrado. Otra situación trágica: la complejidad de las relaciones sociales multiplica las situaciones en las cuales la regla moral (L o jurídica entra en conflicto con la solicitud hacia las personas. Se ha señalado cómo, en la formulación del segundo imperativo kantiano, el respeto a las personas está enmarcado por el respeto a la humanidad. Pero no se trata de la humanidad en el sentido del conjunto de los hom­bres, sino de la cualidad distintiva de la humanidad supuestamente co­mún a todas las culturas históricas. Ahora bien, la práctica médica, como la práctica jurídica, no deja de situar el juicio moral frente a situaciones en las que la norma y la persona no pueden ser satisfechas al mismo tiempo. A este propósito, nos limitaremos a evocar diferentes proble­mas presentados a la ética médica por las situaciones del comienzo y del final de la vida. En lo que concierne a las primeras, hay buenas razones para decir que toda vida merece protección desde la concepción, visto que el embrión tiene desde el principio un código genético distinto del de sus progenitores; pero los umbrales de efectuación de la «persona potencial» son múltiples, lo que suscita una evaluación gradual de los deberes y de los derechos; es más, pasado el nivel del respeto absoluto a la vida que la prudencia recomienda a la ley, la elección es aquí entre lo malo y lo peor. Nadie ignora las situaciones de desamparo que hacen que la vida de una mujer deba ser preferida a la de un embrión; se trata de un problema de discusión púbiica, de argumentación, que tendrá en cuenta la singularidad de las situaciones, a la que se remite la decisión al término de una deliberación honesta. Todavía es preciso evocar el caso donde ia elección no es entre el bien y el mal, sino, si se puede decir, entre el gris y el gris; tes preciso, por ejemplo, someter a las mismas le-

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yes penales a los adolescentes delincuentes y a los adultos considerados más responsables? ¿A qué edad es preciso asignar el paso a la mayoría jurídica o a la mayoría política? Otro problema más discutible todavía, aquel donde la elección no es entre el bien y el mal sino entre lo malo y lo peor; nuestras legislaciones relativas a la prostitución, y en particular la de los niños, proceden de esta alternativa que se puede decir ver­daderamente trágica. Son numerosas las decisiones morales y jurídicas donde el desafío no es promover el bien, sino evitar lo peor.

No quiero decir que la ética de la sabiduría no conozca más que situaciones trágicas del orden de las que acabo de evocar; estos son casos extremos destinados sólo a llamar la atención sobre un proble­ma mucho más general, a saber, que los principios de justificación de una regla moral o jurídica dejan intactos los problemas de aplicación. Es pues la noción de aplicación la que es preciso considerar en toda su amplitud con el fin de ponerla en paralelo con la de validez que ha presidido la discusión precedente. Esta noción de aplicación viene de otro campo diferente al de la moral o del derecho, a saber, del dominio de la interpretación de los textos, principalmente los textos literarios o religiosos. Es en el dominio de la exégesis bíblica y de la filología clásica donde se ha formado la idea de interpretación en tanto que distinta de las de comprensión y de explicación. Desde finales del siglo xvni, y sobre todo con Schleiermacher y, más tarde, con Dilthey, la hermenéutica alcanza su máxima envergadura, más allá de la exé­gesis bíblica y de la filología clásica; proponía reglas de interpretación válidas para todo tipo de textos singulares; así, nunca ha sido ignorado que la aplicación de los códigos jurídicos llevaría a formular un tercer tipo de hermenéutica, la hermenéutica jurídica de la cual vamos a ver, en un instante, la aplicación a situaciones evocadas en la discusión de las tesis de Rawls, concernientes a la justicia distributiva, y de las tesis de Habermas, sobre la discusión pública. En los dos casos, el problema de la aplicación de normas universales a situaciones singulares pone en juego la dimensión histórica y cultural de las tradiciones mediadoras del proceso de aplicación. Ya evocamos, desde la primera fase de esta discusión, con ocasión de la concepción griega de las virtudes, el an­claje de la ética en la sabiduría popular, de ahí que el mismo nombre de ética se emparente con la noción de costumbres. Ya Aristóteles, en su Tratado de la justicia, en el libro V de la Etica a N icóm aco, concluía con la distinción entre la idea abstracta de justicia y la idea concreta de equidad, distinción que justificaba por el carácter inadecuado de la regla general para situaciones inéditas. Es una problemática semejante la que ha sido suscitada, principalmente en el mundo anglosajón, por la teoría rawlsiana de la justicia y en Europa occidental por la ética habermasiana del discurso.

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En lo que respecta a la tesis de Rawls, es preciso considerar los argu­mentos de los que hemos anticipado más arriba su formulación . Como ha desarrollado Michael Walzer en The Spheres o f Justice, una teoría de la justicia distributiva no puede hacer abstracción, manteniendo un punto de vista puramente procedimental, de la naturaleza heterogénea de ios bienes a distribuir; no se puede discutir de la misma forma so­bre bienes mercantiles que sobre bienes no mercantiles, y entre estos últimos, bienes que ellos mismos son heterogéneos como la salud, la educación, la seguridad, la ciudadanía, etc. Cada uno de estos bienes, estima Walzer, procede de una comprensión compartida por una co­munidad dada en una cierta época. Así, la noción de bienes mercantiles está enteramente subordinada a la estimación de lo que puede ser o no comprado o vendido. La noción de bienes mercantiles procede de lo que Walzer llama un «simbolismo compartido», definido en un cierto contexto sociocultural; de este simbolismo compartido resulta una lógi­ca distinta que rige todas las entidades procedentes del mismo campo, y que Walzer sitúa bajo ia idea de una «ciudad» o un «mundo». Allí donde Rawls discierne un proceso universal de distribución, Walzer ve ciuda­des múltiples que suscitan conflictos de fronteras que ningún argumen­to formal puede arbitrar. Se trata, entonces, de compromisos frágiles que expresan lo que hemos llamado nosotros sabiduría o prudencia. Un pluralismo jurídico tiende así a sustituir a una concepción unitaria, pero solamente procedimental, de ia justicia.

Pero, preguntaría yo por mi parte: ¿este pluralismo la substituyeo, más bien, se le añade? Estoy tentado de decir que en ausencia de un proyecto general y universal de justicia tampoco se podría justificar una ética del compromiso, que no tuviera por horizonte la constitución o la reconstrucción de algo así como un bien común. En este sentido, la querella suscitada por el universalismo, vinculado por Rawls a la idea de justicia, reenvía a una mezcla compleja de universalidad y de histori­cidad que hemos reconocido en el nivel más elemental de la moralidad, en el nivel de la ética del bien vivir.

En los escritos posteriores a Teoría de la justicia, el mismo Rawls ha reconocido los límites, que se pueden llamar históricos, de su teoría. Esta sólo es operativa en el marco de las democracias que llama liberales o constitucionales, a saber, de los Estados de derecho, fundados en un «consenso entrecruzado» de varias tradiciones fundadoras compatibles entre ellas, a saber, una versión ilustrada de la tradici n judeo-cristiana, una recuperación de la cultura de la Ilustración, tras .a reducción utili­tarista y puramente estratégica de la racionalidad, en fin, la emergencia del Romanticismo bajo la forma de un deseo de expresión espontáneo de acuerdo con los recursos profundos de una naturaleza creadora. En este sentido, el universalismo de la teoría de la justicia requiere como

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complemento el reconocimiento de las condiciones históricas de su rea­lización.

Es hacia una conclusión del mismo estilo hacia donde me parece orientarse el examen de la ética del discurso. Se le puede objetar que ella sobrestima el lugar de la discusión en las interacciones humanas y, más aún, la de las expresiones formalizadas de la argumentación. Buscar tener razón constituye un juego social extraordinariamente complejo y variado donde las pasiones diversas se ocultan bajo la apariencia de imparcialidad; argumentar puede ser una manera astuta de proseguir el combate. De otra forma; se puede objetar que la mediación lingüís­tica, legítimamente invocada como base de referencia para la ética del discurso, puede orientarse hacia otra conclusión distinta que la de un arbitraje mediante la argumentación. Una meditación sobre la diversi­dad de lenguas, aspecto fundamental de la diversidad de culturas, puede conducir a un interesante análisis de la forma sobre cómo se resuelven prácticamente los problemas presentados por este fenómeno, tan claro y evidente, de que el lenguaje no existe en ninguna parte bajo una forma universal, sino solamente en la fragmentación del universo lingüístico. Ahora bien, en ausencia de toda superlengua, no estamos completamen­te desprovistos; nos queda el recurso de la traducción que merece mejor trato que el de ser considerada un fenómeno secundario, al permitir la comunicación de un mensaje de una lengua en otra; bajo el título de la traducción, se trata de un fenómeno universal que consiste en decir de otra manera el mismo mensaje. En la traducción el locutor de una lengua se transfiere en el universo lingüístico de un texto extraño. A su vez, acoge en su espacio lingüístico la palabra del otro. Este fenómeno de hospitalidad lingüística puede servir de modelo a toda comprensión, en la cual la ausencia de aquello que podríamos llamar un tercero neu­tral pone en juego los mismos operadores de transferencia a ..., y de acogida en..., de la cual el acto de traducción es el modelo.

Es sobre todo en el dominio jurídico donde se impone la necesi­dad de una aplicación propiamente creadora. Autores como Alexy han intentado, es cierto, derivar de la ética del discurso una teoría de la argumentación jurídica. La empresa está perfectamente legitimada en la medida en que no se puede concebir un juez que estimara que la sen­tencia que pronuncia no es válida. En esta medida, la validez de una sentencia singular no hace más que expresar la idea general de validez puesta de relieve por la ética del discurso. Pero esta validez, ¿seguiría siendo operativa en situaciones que no satisficieran ios presupuestos más fundamentales de la ética del discurso, a saber, un estado abierto, ilimi­tado, desprovisto de coacciones, del discurso? La decisión jurídica está, supuestamente, tomada en un marco legal, donde el intercambio de dis­cursos está codificado por un procedimiento constrictivo en virtud del

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cual cada parte toma la palabra en límites de tiempo determinados; la deliberación misma pone en juego un número limitado de protagonistas cuyos papeles están netamente delimitados; en fin, la decisión final, la sentencia propiamente dicha, debe ser tomada en un tiempo limitado, un juez no está autorizado a sustraerse de la obligación de resolver. La palabra misma de resolver un conflicto marca la distancia entre las con­diciones del debate en el marco de un proceso y la exigencia de apertura ilimitada de la discusión orientada al consenso. Más importante aún que estas constricciones, las estructuras mismas de la argumentación jurídica marcan el lugar de procesos interpretativos, semejantes a los empleados por la exégesis y la filología. Así, el tratamiento de casos inéditos, aquellos que Dworkin llama hard cases, apela a un doble pro­ceso de interpretación: interpretación de alguna manera narrativa de los hechos en cuestión e interpretación de la regla de derecho invocada en la calificación de un delito. La argumentación está lejos de dejarse encerrar en las reglas del silogismo práctico; éste se limita a poner en forma un proceso complicado de ajuste mutuo entre la interpretación narrativa de los hechos y la interpretación jurídica de la regla. En el punto de intersección de los dos procesos se produce un fenómeno de ajuste en que consiste precisamente la calificación jurídica del delito.

Esta mezcla, realmente destacable, de argumentación formal y de interpretación concreta, en el marco del procedimiento pena!, ilustra perfectamente la tesis que acabo de desarrollar aquí, a saber, que la elección no es entre el universalismo dé ia regla y la singularidad de la decisión. La noción misma de aplicación presupone un trasfondo normativo común a los protagonistas. Por retomar el vocabulario de Aristóteles, no habría problema de equidad en situaciones singulares si no hubiera un problema genera! de justicia susceptible de un reconoci­miento universal.

La discusión de Rawls conduce a una conclusión del mismo orden. ¿Se hablaría de esferas de justicia si no hubiera una idea de ju íic ia que presidiera el mantenimiento de pretensiones de cada esfera jurídica a invadir el dominio de otras esferas? Y en el marco de la discusión de la ética formal del discurso, ¿cómo no se recaería en la violencia si se eliminara el horizonte del consenso? Más fundamentalmente, ¿cómo se alejaría el conflicto de la violencia, si no tuviéramos la esperanza de que su traslación al dominio de la palabra fuera susceptible de desem­bocar, si no en un consenso inmediatamente accesible, al menos sí en el reconocimiento de desacuerdos razonables, o dicho de otra forma, e" ” r. acuerdo sobre el desacuerdo? En conclusión, propongo las tres consideraciones siguientes:

1. El universalismo puede ser considerado como una idea regula­dora que permite reconocer como perteneciente al dominio de la mora­

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lidad actitudes heterogéneas susceptibles de reconocerse como cofunda- doras del espacio común desarrollado por la voluntad de vivir juntos.

2. Ninguna convicción moral tendría fuerza, si no elevase una pre­tensión a la universalidad. Pero nos debemos limitar a suministrar el sen­tido de universal presunto a lo que se presenta, en primer lugar, como universal pretendido; entendemos por uni\ ersal presunto la pretensión a la universalidad ofrecida a la discusión pública que espera el recono­cimiento de todos. En este intercambio, cada protagonista propone un universal pretendido o incoativo a la búsqueda de reconocimiento; la historia de este reconocimiento está ella misma trazada por la idea de un reconocimiento que tuviera valor de un universal concreto; el mis­mo estatuto de idea reguladora invocado en la conclusión precedente permite conciliar dos niveles diferentes, el de la moral abstracta y el de la sabiduría práctica, la exigencia de universalidad y la condición histó­rica de contextualización.

3 . Si es cierto que la humanidad no existe mas que en culturas múl­tiples, al igual que las lenguas, — en lo que consiste fundamentalmente la tesis de los críticos comunitaristas de Rawls y Habermas— las identida­des culturales presuntas por estos autores sólo son protegidas contra la vuelta a la intolerancia y al fanatismo mediante un trabajo de compren­sión mutua para el que la traducción de una lengua a otra constituye un modelo destacable.

Se podrían agrupar estas tres conclusiones baio la declaración si­guiente: el universalismo y el contextualismo no se oponen en el mismo plano, sino que proceden de dos niveles diferentes de la moralidad: el de la obligación presuntamente universal y el de la sabiduría práctica que se hace cargo de la diversidad de las herencias culturales. No sería inexacto decir que la transición desde el plano universal de la obliga­ción al plano histórico de la obligación pide echar mano de los recursos de la ética del vivir bien para, si no resolver, al menos allanar las aporías suscitadas por las exigencias desmedidas de una teoría de la justicia o de una teoría del discurso que sólo contara con el formalismo de los principios y el rigor del procedimiento.

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Epílogo

CITACIÓN COMO TESTIGO: EL DESGOBIERNO

El 19 de febrero de 1999, Paul Ricoeur fue llamado a testificar ante la Corte de Justicia de la República en el asunto de la sangre contamina­da. Fue requerido a instancia de Georgina Dufoix, antigua ministra de Asuntos Sociales y de Solidaridad Nacional, acusada de «cargos de ho­micidio involuntario y de daño involuntario a la integridad física de las víctimas». La declaración reproducida a continuación respondía a la pregunta del procurador Cahen, consejero de Georgina Dufoix:

Usted utilizó, hace algunos años, la expresión que ha empleado la señora Dufoix: «Responsable, pero no culpable». Desearía que, en tanto que filósofo, me proporcione su juicio sobre esta expresión, su actualidad y su verdad1.

Señor presidente, soy un testigo, no soy político, ni experto, ni ju ­rista, digamos que soy un ciudadano reflexivo que se interesa por los procedimientos de tom a de decisiones en situaciones inciertas.

Me he interesado por esta problem ática en los ám bitos del juicio m édico, del juicio judicial, del juicio histórico y del juicio político. Es, pues, en esta calidad en la que voy a decir cóm o recibo e interpreto la frase «responsable pero no culpable», vuelta m alintencionadam ente con ­tra la señora Georgina Dufoix, corno si esta proposición la exonerara, no sólo de culpabilidad, sino incluso de responsabilidad. L a com prendo así: estoy dispuesto a responder de mis actos, pero no reconozco falta

1. La transcripción por estenotipia electrónica sin corrección ortográfica ni sintác tica, debida a S. Bardot, fue publicada por Le Monde des Débats de noviembre de 19^9 con algunos co rtes; este texto ha sido completado por mí.

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que caiga bajo una calificación penal. Me gustaría p or tanto dar toda su fuerza a esta afirmación de responsabilidad.

Propongo una definición de trabajo de la responsabilidad. Veo tres componentes, que enunciaré en primera persona del singular para dejar bien claro que comprometen a l que los pronuncia.

1. «Me considero responsable de mis actos.»Mis actos son mis hechos y de ellos soy el verdadero autor. Se los

puede poner en mi cuenta. Asumo este «poner en m i cuenta» y mis actos me son imputables. Es la raíz común de las dos grandes ramas que voy a considerar después: la rama política y la rama penal de la responsabi­lidad

2. «Estoy dispuesto a rendir cuentas ante una instancia habilitada para pedírmelas.»

A la relación reflexiva de autoim putación se añade la relación a un otro que m e exige cuentas y ante el que estoy dispuesto a darlas.

3. «Me hago cargo de la buena marcha de una institución, privada o pública.»

Esta tercera cotnponente pasa a primer plano cuando la responsabili­dad es la de personas situadas por m andato en una posición de autoridad o de poder, en particular de poder político. Soy, entonces, responsable de la acción de mis subordinados. Respondo por ellos de sus actos ante la instancia que les pida cuentas. A las dos form as, de alguna manera horizontales, de responsabilidad se añade una responsabilidad vertical, jerárquica.

iQ u é clase de responsabilidad se da en el presente procesofN o m e detendré en el primer punto, ni m e imagino por un instante

que la señora Dufoix, ni tam poco el señor Fabius o el señor Hervé, in­tenten sustraerse a la responsabilidad-imputación. Sin embargo, esto no va de suyo. Asistimos a una deriva grave del derecho privado y público, que tiende a sustituir el riesgo por el error, error que puede ser técnico, profesional, etc.? sin ser delictivo o criminal. Gracias a esta deriva, la socialización del riesgo amenaza con abandonar el terreno a la única noción de seguridad que, a mi juicio, es la más desresponsabilizante de todas. Pero no es solam ente la evolución del derecho la que corre el ries­go de obliterar la primera responsabilidad. Es tam bién todo el clim a de cam paña de prensa que ha polarizado la opinión entre los dos extremos, la diaboíización y la invocación de la fatalidad. Diré que la responsabili­dad-im putación se mantiene a igual distancia de los dos extremos: de un lado, la sospecha de una voluntad de perjudicar y, del otro, la desapari­ción de cualquier responsabilidad.

Prefiero detenerme en la responsabiiidad-ante. Es lo que está en ju e­go en la querella que a menudo ha tenido el papel principal entre los

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juristas, periodistas y políticos, concerniente a la oposición entre respon­sabilidad política y responsabilidad penal.

L o que es, en principio, aparente en esta oposición, es la diferencia de sanciones: desde el lado político, en los casos extremos, es la destitu­ción, el tipo de muerte política, el equivalente de la pena de muerte en política. Y, desde el lado penal, la privación de libertad, la prisión.

Pero es preciso remontarse al origen de los dos procedimientos, a saber, que el penal se pone en marcha por la lamentación, es decir, por el dolor y la muerte. El riesgo, con el «todo penal», es que lo político sea som etido a algún tipo de intimidación, entregado a un proceso rampante de victimización. Esto viene de lo que, desde el lado de la política, pon e el proceso en movimiento, a saber, la disfunción en la tom a de decisiones en equipo —y voy a insistir sobre esta laguna inicial— es mucho más difícil de definir que el punto de partida de la lamentación. Nos encon­tramos en estas disfunciones todas las variedades de error, de decisión errónea y no delictiva o criminal.

Corolario de esta dualidad: desde el lado de lo penal, la falta es in­dividual y por consiguiente la calificación debe ser precisa y prevista, as í com o la escala de los delitos y las penas. En el lado político, es mucho más difícil determinar el cam po de aplicación de aquello que llamaría, si me lo permite, hechos de desgobierno, que, en lugar de ser definidos previamente, son el asunto mismo de la investigación en un proceso que consiste en rendir cuentas.

Aporto aqu í una gran perplejidad. Concierne a la instancia ante la que rendir cuentas. En lo penal, está claro: es el tribunal, con su procedi­miento penal preciso, sus juicios, y esta gran cerem onia de lenguaje que es el proceso. Pero i qué pasa con lo político? Una única respuesta p a ­rece disponible en la dem ocracia electiva y representativa: el Parlamen­to, sus comisiones de investigación, u otras instancias que emanen del Parlamento, que quizás haya que inventar. Esta será m i sugerencia final.

Es aqu í donde se mueve mi perplejidad: ¿por qué este proceso en el nivel penal? X antes, ¿por qué ha sido necesario un escándalo que no se ha destapado hasta 1991? ¿Por qué esta asunción por parte de los medios y de la prensa, y no por el Parlamento? ¿No hay una carencia inicial de la ins­tancia capaz de abrir, de conducir y de concluir una investigación política ?

Me pregunto sobre lo que podría ser una carencia no puntual, sino constitutiva de un m al institucional francés. Sin em bargo, mi interpre­tación aqu í es política y emerge de la filosofía política. En efecto, a d ife­rencia de los anglosajones, no hemos incluido en el origen de la política el debate contradictorio, basado en un disenso originario enlre los poderes. H em os elegido a Rousseau frente a Montesquieu, Rousseau y la voluntad general indivisible, com o testimonia la doble herencia del jacobinism o revolucionario y del regalismo del Antiguo Régimen que siempre renace.

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D e a h í el gusto por las decisiones discrecionales, la déb il atención a los conflictos de interés, a los dobles em pleos, a la acumulación de m andatos, a los cotos reservados, a las feudalidades cerradas, de arriba abajo, hasta la arrogancia de los grandes y de los pequeños jefes. Cuando digo esto, me incluyo, pues pienso que pertenece a la cultura política de este país carecer del sentido del debate polém ico corno base de toda relación política; de donde nace, una vez más, el silencio institucional desde 1985 a 1991; de ah í nace el escándalo en lugar del d ebate; de ah í procede e l tratamiento por la prensa ante el vacío de la confrontación política; de ah í nace, por fin —y llego a la cuestión—, la penalización, a falta de un tratamiento político de toda disyunción política eventual y, p eor aún, el m iedo justificado de la opinión, a que si no se castiga, es porque algo se esconde y se encubre. Pero el precio a pagar es que se deja el sistema de desgobierno en una situación sin rem edio y sin enmienda.

De a h í también, perm ítanm elo decir en voz más baja, el malestar de la lectura paralela del requisitorio del procurador general y del acto de devolución de la comisión instructora, el primero teniendo antes en cuenta la dimensión de la responsabilidad política, el segundo plantean­do la criminalización de lo político hasta el punto de no reconocer más que una responsabilidad personal y de tratar el ejercicio de la respon­sabilidad en el tercer sentido de la palabra — la de los hechos de mis subordinados, si estoy en una posición de poder—, bajo la presunción de responsabilidad penal subsidiaria*, tínica categoría disponible en lo penal.

Mi sugerencia es que a falta de haber dado dimensión política a la in­vestigación, tenem os una penalización que impide pensar políticam ente el problem a. No quiero decir que la penalización no deba tener su sitioen la política, pero pienso que debería ser residual y perm anecer en el ni-

7 - l< - * « „ / • . ; U . V . ' _ _ _ _ _ _ J - ~ í l - - - - - - - - - - - - - - - - - - / . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . /■ . . . . . . . . . . . . . . . .Ct-U i.K-0 W / Í U O J j J ! U J iL 'L K J! íCsO Lt-L.t' C t C C - U l U g U ¡ J C t ¡ U T U T 3

expoliar, etc.). Es en este nivel, pienso, donde es válido el argumento del decano Vedel y de Olivier Duhamel, según el cual la regla dem ocrática exige la universalidad y, por tanto, la igualdad ante la ley f>enal, aplica­ble a todos , incluidos los ministros.

En cam bio, el vasto dom inio del error y de la culpa en el plano del desgobierno no está tom ado en consideración por esta penalización de la política. Por mi parte, remitiría al m arco del desgobierno lo que ha sido penalizado en exceso a título de negligencia, de retraso en la decisión, etc. Es decir, que todo esto que es del orden de la omisión del hacer de­bería ser pensado políticam ente más que penalmente.

* Jait d ’autrui en el original francés. Se trata de un tipo de respunsabilidad indi­recta propia del Derecho francés y algunos otros o rdenamientos jurídicos, por ejemplo el belga. [N. de los X ]

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Más fundamentalmente, e l disenso no debe ser pensado com o el mal, sino com o la estructura misma del debate. N o es m enor la exigencia de pensar políticam ente que penalm ente, pues, una vez que se ha superado la obsesión por el castigo, pueden ser consideradas en toda su am plitud las culpas de desgobierno, las sospechas de culpas de desgobierno. La calificación del error o de la culpa pasa a ser, entonces, no ya lo dado, sino el objetivo, a v com o la codificación del debate, de la misma manera que el tercero que juzga no es dado de antemano.

En cuanto a l ejercicio de la responsabilidad, que he puesto com o tercer punto, en las relaciones jerárquicas de autoridad y de poder, se trata propiam ente de este am plio dom inio de la gobernabilidad bajo la sospecha de desgobierno. Las cosas se plantean en el plano de la respon­sabilidad jerárquica. Es en este marco donde se manifiestan las mayores dificultades de la tom a de decisiones a las cuales he hecho alusión a l comienzo, a l ser tan grande la variedad de dom inios donde se puede investigar sobre las dificultades relativas a la relación del ju icio con la acción. Y es en la acción gubernam ental donde son llevadas a l extrem o estas dificultades.

Insisto sobre estas dificultades. N o para exonerar a nadie de la res­ponsabilidad de hacer — im putación— , sino para subrayar, con más fuerza todavía de lo que lo he hecho hasta aquí, la carencia de instan­cias políticas ante las cuales los políticos deberían ser llamados a rendir cuentas. Esta carencia es la que, precisamente, abre la barrera a disfun­ciones que acechan la tom a de decisiones y com prom eten la respon­sabilidad jerárquica. A este respecto, todo lo que se refiere a l sentido de la com plejidad y — creo poder decirlo— de la opacidad del proceso de toma de decisiones en las estructuras jerárquicas de poder, apunta a la reflexión sobre la necesidad de reforzar, o crear, las instancias ante las cuales los políticos deberían rendir cuentas, explicar, justificar su acción.

El público, a mi juicio, conoce poco los problem as ligados a las re­laciones entre el ministro y su gabinete, el papel de los asesores, de los consejeros técnicos, de los expertos, a l frente ellos mismos de la tecnoes- tructura; en el caso presente, es todo e l mundo m édico el que está im pli­cado, sus investigadores, sus oficinas, sus administradores, sus clientes, sus finanzas, sus rivalidades, sus jerarquías ititernas, también sus ries­gos. Algunos especialistas nos han hecho penetrar en los arcanos de los gabinetes ministeriales: delegaciones, comisiones interministeriales, cir­culares*, circulación de información, dependencia de los ministros con respecto de sus consejeros en función de la com plejidad técnica de los

* El texto francés utiliza una sinécdoque, bleus (azules), para referirse a cierro tipo de documentos ministeriales franceses que requieren una respuesta inmediata, y que son designados por su color. [N. de los T.]

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problem as2. Simplemente quiero subrayar e l peligro consistente en resol­ver retroactivamente, y no sólo en creer saber cuál era e l estado del saber, pues algunos sabían, sino tam bién en definir cuál era verdaderamente el abanico de las opciones efectivam ente abiertas a la política en aquel mom ento.

Un conocim iento convertido en cierto ha pod ido ser só lo en el m o­m ento una opción entre otras. Me reservo aqu í de entrar en los hechos, donde yo no soy competente. Me lim itaré a subrayar la dificultad de orientarse en la pirámide de consejeros y de expertos, en las condiciones de las decisiones tal com o fueron '; y es mejor, en m i com petencia, insistir sobre dos o tres puntos con los que terminaré.

1. Confrontación de lógicas heterogéneas entre lo político, lo a d ­ministrativo, lo científico, sin olvidar la adm inistración penitenciaria en las extracciones de sangre en las prisiones, lo técnico, lo industrial, etcétera.

2. Confrontación entre los ritmos tem porales discordantes, entre la urgencia del peligro sanitario y el tiem po de la circulación de la in form a­ción, de la verificación, de la gestión administrativa, del seguimiento de los tests, de su hom ologación. A este respecto, lo más sencillo es lanzar pullas contra la lentitud proverbial de la administración.

3. L a discordancia de tiempos no es quizás la dificultad más temible. Está también, más disimulada, la discordancia de las cuestiones sim bó­licas. Piénsese en la valoración que se hace en Francia de la donación gratuita de sangre, con su aura residual de sacrificio y de redención. O todavía más, en el rechazo, durante un tiem po, a distinguir los grupos llam ados «de riesgo» por tem or a discriminaciones casi raciales. O in­cluso, en el fantasm a de la preferencia casi patriótica por los productos franceses, a llí donde se sospechan intereses financieros. Aunque existen lealtades sim bólicas muy respetables.

Todas estas indicaciones sobre los conflictos de com petencia, de ló ­gica, de gestión del tiempo, de referencia sim bólica, no me sirven más que para agudizar la cuestión que m e atorm enta en una cultura política com o la nuestra: iqu é instancia política es capaz de recibir y, en princi­pio, pedir cuentas al político?

2. O. Beaud y J.-M . Blanquer, La responsabilité des gouvernants, Descartes et Cié., París, 1999; O. Beaud, Le sang contaminé, PUF, París, 1999.

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Dejo esta cuestión abierta soñando, con m i am igo Antoine Gara- pon3, con una instancia de debates polém icos que aspire tanto a pre­venir com o corregir las disfunciones que emergen del desgobierno. Algo así com o un tribunal cívico abierto en la sociedad civil, que aprecie los valores heredados de la época de la Ilustración: la publicidad contra la opacidad, la celeridad contra el retraso, pero , quizás más todavía, la pros­pectiva contra el hundim iento en un pasado que no c/caba de pasar.

La presente Corte de Justicia de la República, señor presidente, señ o­res jueces, ¿no podría ser el inicio de la instancia que fa lta? Entonces, no sería sólo excepcional sino inaugural, cívica, es decir, estaría más a llá de le bifurcación de lo político y de lo penal.

Permítanme terminar con la evocación de las víctimas, de aquellos que sufren, pues la justicia no puede existir sin pasión y es, com o dije al principio, bajo el horizonte de la muerte com o estam os reflexionando sobre las carencias eventuales de nuestro pensam iento político, de nues­tro sistema político.

¿Por qué es preciso escuchar a las víctimas? Porque cuando ellas v ie­nen al tribunal no es una lamentación vaga la que plantean. Es el grito de la indignación: ¡Es injusto! Y este grito com porta múltiples exigen­cias. En principio, la de comprender, recibir una narración inteligible y aceptable de lo que ha sucedido. En segundo lugar, las víctimas exigen una calificación de los actos que permita poner en su sitio la jp^ta dis­tancia entre todos los protagonistas. Y quizás es preciso todavía oír, en el reconocim iento de su sufrimiento, la de una petición de excusas dirigida por quienes sufren a los políticos. Es sólo en último lugar cuando vierte su exigencia de indemnización.

Pero, por encima de todo, la sabiduría para todos es recordar que, en nuestras investigaciones, se dará siempre lo intrincado en la tom a de decisiones en común y, en la desgracia, siempre lo irreparable.

3. A. Garapon, «Pour une responsabilité civique»: Esprit (mar70-abril de 1999). pp. 237-249 .

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ÍNDICE DE AUTORES

Agustín de Hipona: 162, 165, 193 Alexy, R.: 41, 84, 224 Althusser, L.: 133 Apel, K .-0 .: 14-15, 17, 40 , 44, 81,

122-124, 212, 219 Arendt, H.: 27, 30, 72, 75, 81, 89,

90, 93, 94, 98, 107, 129, 143, 152, 214

Aristóteles: 10-13, 16, 17, 24, 48,50, 51, 52, 54, 55, 60, 62, 61, 68, 72, 92, 93, 119, 184, 193, 205, 213, 222, 225

Aron, R .: 39, 140 Askani, H.-C.: 108

Bacon, R : 105, 165, 193 Beauchamp, P: 106 Beaud, O.: 232Benjamin, W : 35, 104, 106-108,

139, 144, 168,<fl5H 'iCre «> Benveniste, É.: l l l ^ ' Berman, A.: 31-33, 101, 107 Blanquer, J.-M .: 232 Boltanski, L.: 14, 28, 137 Bourdieu, P.: 78, 135 Bouretz, P.: 7, 125, 138-144 Bretón, S.: 17, 58

Canguilhem, G.: 37 , 173-176

Celan, P.: 112 Certeau, M. de: 137 Cervantes, M. de: 107 Changeux, J.-R: 20 Chomsky, N.: 105

D ’Alembcrt, J .: 27, 91, 96 , 193 Dante: 107 Davidson, D.: 103 Derrida, J .: 132Diderot, D.: 27, 91, 96, 97, 193 Dilthey, W.: 77, 126, 222 Dcstoievski F.: 107 Duhamel, O.: 230 Dworkin, R.: 19, 62, 68, 69, 76,

1 4 3 ,2 2 5 «

Eco, U.: 105, 106 Elias, N .: 135, 136 Eurípides: 55, 213

Perrero, G.: 99 Ferry, J.-M .: 14, 62 Foucault, M .: 153, 179 Freud, S.: 78, 109, 180

Gadamer, H.-G.: 81, 133 Galileo: 19

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Garapon, A.: 70 , 83, 85, 145-148, 150-152, 233

Gauchet, M .: 29, 151 Ginzburg, C.: 137 Goethe, J. \JK von: 107, 108 Goldstein, K.: 175, 176 Greisch, J . : 15, 21 , 65

Habermas, J .: 14, 15, 17, 44, 84, 122-124, 142, 143, 156, 169, 212 , 216, 219, 220, 222, 226

Halbwachs, M .: 78 Hayek, F.: 143Hegel, G. W F.: 41, 42, 52, 98, 135,

136, 138, 143, 205, 220 Heidegger, M .: 76, 108 Hobbes, T.: 72, 129, 138, 193 Hoffe, O.: 117-124 Hólderlin, F.: 108, 109 Homans, R: 180 Homero: 55, 108, 213 Humboldt, W von: 29, 101, 108 Hume, D.: 75 Husserl, E.: 110, 127, 143 Hutchcson F-

Jakobson, R.: l l l Jaspers, K.: 36, 139 Jauss, H. R .: l l l

Kant, I.: 10, 11, 14, 15, 25, 28, 34, 39, 42, 50-54, 61, 64, 65, 68, 70, 71, 79, 80, 84, 97, 98, 117-119, 121-124, 129, 156, 158, 169,187, 201, 205, 215-219

Kierkegaard, S.: 180 Klee, E: 144

Ladriére, J . : 21, 22, 65 Ladurie, E . L. R .: 99 Lecle G.: 90, 96 Lefor C.: 29, 99, 147 Leibmz, G. W : 105 Lenin, V : 131 Lepetit, B.: 137 Levi, G.: 137

Locke,J.: 3 0 ,7 7 , 162, 165 Luhmann, N .: 120, 122 Lutero, M .: 33, 108

Maillard, J . de: 148 Malraux, A.: 72 Maquiavelo, N.: 72, 98, 138 Marx, K.: 133, 138, 140 Montesquieu, C.-L.: 140, 151, 229 Moore, G. E.: 48

Nabert, J .: 36Nagel, T.: 18, 65-67, 84, 85, 139 Newton, I.: 19 Nietzsche, F.: 75, 108, 158 Nora, P.: 97 Novalis: 108

Olender, M .: 104

Pascal, B.: 42 , 96, 207 Peirce, C.: 110 Petrarca, F.: 107Platón: 9, 11, 58, 67, 68, 93, 107,

m o 1 1 r i 1 1 7 1 ¿ 1 1 ¿ 7 i í i v4.WO,

213Popper, K.: 143

Ravaisson, F.: 17Rawls, J .: 14, 15, 16, 39, 44, 59, 62,

67, 82, 99, 117, 122, 123, 143, 152, 169, 194, 212 , 216-219, 222, 223, 225, 226

Raynaud, P.: 145 Rosanvallon, P.: 29 Rosenzweig, F.: 108 Rousseau, J .- J . : 18, 24, 98, 129, 229

Sapir, E.: 103 Saussure, F. de: l l lC -.1. A/T . C AO L l l C X t l , ¿ V i . . . KJ

Schlegel, A. W von: 108 Schlegel, F. von: 108 Schleiermacher, F. D. E.: 108-110,

222Schütz, A.: 127

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Shaftesbury, A. A. C.: 163 Shakespeare, W.: 107, 108 Sócrates: 66, 81, 108, 159, 205, 213 Sófocles: 55, 108, 213 Spinoza, B.: 48, 72, 96 Steiner, G.: 32, 33, 101, 102, 110,

112Strauss, L.: 143

Taylor, C.: 18, 39, 43, 63, 66, 82,84, 141, 152, 155, 158, 160, 162, 163, 167-169, 193, 213

Thévenot, L.: 14, 28, 137 Tillich, P.: 180 Tito Livio: 94

TocqueviUe, A.: 24 , 146, 147, 185 Tolstoi, L.: 107

Valéry, E: 167 Vedel, G.: 230 Virgilio, E: 94

Walzer, M .: 14, 62, 84, 130, 137, 162, 223

Weber, M .: 7, 27 , 28, 39, 41, 125- 127, 129-132, 134, 138-143, 206

Weil, É.: 73, 136 Weinrich, H.: l l l Whorf, B. L .:1 0 3 Wisman, H.: 125

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Paul Ricoeur (19 13-2005)

Nacido en Valence (Francia), fue profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de Estrasburgo (1948-1957) y profesor de Filosofía en la Universidad de la Sorbona (1957-1967), enseñando después en la Universidad de París-Nanterre hasta 1987. En 1970 pasó a formar parte del Departamento de Teología de la Universidad de Ch icago. Fue también profesor invita­do en las universidades de Yale, Montreal y Lovaina, entre otras.

La educación filosófica de Ricoeur está vinculada desde muy temprano a los nombres de Husserl, Hei- degger, Jaspers y Marcel. En 1939 fue hecho prisio­nero y pasó la guerra en diferentes campos de concen­tración. Este acontecimiento marcará su vida y su obra con una obsesiva interrogación sobre el problema del mal, la falta y el sufrimiento. Su compromiso reli­gioso y su formación intelectual caminaron siempre juntos, pero dentro de una estricta división del tra­bajo: la exégesis bíblica, por un lado, y el quehacer fi­losófico, por otro.

Autor de una vasta y polifacética obra, su contri­bución a la elaboración y desarrollo de la teoría her­menéutica le convierte en responsable, junto con Hans-Georg Gadamer, de lo que se conoce como «el giro interpretativo de la filosofía». Entre sus numerosos títulos traducidos al castellano cabe destacar Tiempo y narración (1987), Sí m ism o com o otro (1996), L a m etáfora viva (2001), La mem oria, la historia, el o lv i­do (2003), Finitud y culpabilidad (2004 ) y Caminos del reconocim iento (2005), los cuatro últimos publi­cados en esta misma Editorial.

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