Perro vivió siempre en esa casa, la casa de Tomás su amigo, quien lo había acompañado siempre. Le había dado cariño, había jugado con él y habían compartido todo, hasta la comida del mismo plato, es decir la del plato de Tomás, porque comer esas bolitas de colores de las que Perro se alimentaba todos los días, eso sí que no lo iba a hacer ni así sea su mejor amigo.

Los dos habían crecido juntos, Perro había llegado a la casa unos días después de nacer, cuando Tomás tenía diez años. Día a día, mes a mes, año a año, estudiaban juntos, se divertían juntos, se bañaban en la misma tina de Tomás y hasta se en-fermaban juntos y como era de esperarse, dormían en la misma habitación y hasta en los sueños se encontraban para seguir jugando.

Cada vez que Tomás salía a la escuela, Perro pasaba echado al pie de la puerta de su habitación, como recordando los momentos hermosos que vivía con su querido amigo y cuando se acercaba la hora de llegada, empezaba a caminar de un lado a otro y se asomaba a la ventana, presintiendo que ya se acercaba el momento del reencuentro.

Cuando Tomás llegaba a la casa, la dicha era indescriptible: Lanzaba donde sea su mochila y se tiraba al piso para recibir las caricias, abrazos y lamidas incontables de

bailarín en escenario, ladraba como queriendo que sus ladridos se convirtieran en frases de amor y corría por toda la casa arrasando con todo lo que encontraba a su paso y ¡Sálvese quien pueda!, no había barrera que lo detenga.

Tomás creció, ahora es un joven y Perro a quien desde que era pequeño bautizaron con el nombre de Dalí, aún está con él, tal vez un poco más lento, tal vez un poco más viejo, con un poquito dereumas que le impiden saltar como lo hacía antes, tal vez ladra más bajito y más lento, pero lo que no ha cambiado y ahora es aún más grande y más fuerte, es el cariño entre Perro y su amigo Tomás, una amistad que no se acabará ni con