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RETRATO DEL ARTISTA INFANTE Woody Allen, Ds de radio (Radio Days, 1987). Con Mia Farrow y Dianne Wiest. A primera vista, Días de ra- dio se presenta como una libérrima evocación de un tiempo y un lugar muy concretos: Brooklyn, Nueva York, a principios de la dé- cada de los cuarenta. Y no hay que ser un lince para darse cuenta de que lo que esta vez nos propone Allen es una visión (a la vez distan- ciada, irónica e idealizada) de su propia inncia, entre otras cosas porque resulta significativo que sea él mismo quien preste su voz al nostálgico narrador. lCómo evitar, pues, y más teniendo en cuenta la admiración de Allen por Federico Fellini, pensar en un inconsado remake neoyorquino de Amarcord (Amarcord, 1974)? En ecto, una primera visión superficial no deja- ría lugar a dudas: el mismo elenco de personajes estralarios, la mis- ma sión de un momento históri- co dicil -la época scista en Fellini, el inicio de la Segunda Guerra Mundial en Allen- con las extravagantes ntasías que ello provoca en una mente inntil, la misma estructura abierta y decidi- damente episódica, etc. Y, sin em- bargo, la película tiene mucho me- nos que ver con Amarcord que con el resto de la filmograa alleniana. Ello puede parecer dudoso -e incluso simple y llanamente lso- a quienes aún no hayan olvidado el fláccido eclecticismo que domi- naba gran parte de Recuerdos (Stardust Memories, 1980), la más bien amistosa réplica de Allen al ya mítico Ocho y medio (Otto e mez- zo, 1962) de Fellini. Así que, sin más preámbulos, empezaremos a desbrozar el terreno. Para empe- zar, se diría que la concepción del film está más cerca de Zelig (Zelig, 1982) que de cualquier posible mo- delo lliniano. En lugar de una realidad transrmada en espec- táculo, lo que se nos presenta es un simulacro de realidad (un lso do- cumental en Zelig, una época miti- Los Cuadernos de la Actualidad ficada por el recuerdo en Días de radio) que va tomando rma, poco a poco, hasta convertirse en una ficción con todas las de la ley. Se trata de una estrategia que Allen viene empleando ya desde su pri- mera película «seria», Annie ll (Annie Hall, 1977), donde un na- rrador encarnado por el propio di- rector/actor legitimaba como «rea- les» una serie de anécdotas, re- rentes a una llida relación amo- rosa, que acababan conrmando un relato ficticio en rma de co- media romántica. Pero es en pelí- culas de características tan especia- les como Zelig o Días de radio don- de el mecanismo queda completa- mente al desnudo, exhibiendo su implacable ncionamiento. En lo que se refiere a la segunda, la ficción va estructurándose en dos bloques principales que se en- trecruzan continuamente: por un lado, el retrato de una milia más bien numerosa y alocada que, tras una chada de hilarantes situacio- nes, esconde una patética visión de las relaciones humanas; por otro, la irresistible ascensión de una vendedora de cigarrillos que pasa a convertirse, casi sin solución de continuidad, en rutilante estrella de la radio. Se trata de dos bloques de personajes completamente au- tónomos que pretenden evidenciar el abismo existente entre la tragi- cómica vida cotidiana y el mundo, un tanto irreal y ficticio, del espec- táculo, en este caso radionico. De ahí que el choque entre ambos (el caso de la niña ahogada en un pozo retransmitido en directo) re- sulte desolador, y de ahí también que, mientras la milia aparece siempre filmada en una casa reple- ta y agobiante, los personajes rela- cionados con la radio, con el mun- do irreal, parezcan vivir eterna- mente en un loso restaurante cuya azotea les sirve como lugar de «encuentros» de todo tipo: del mis 94 mo modo que los escenarios en que se mueven los personajes per- tenecen a dos universos cuyo con- tacto resulta imposible. Finalmen- te, esta concepción estructural de la película se resuelve en el monta- je paralelo final, donde la llegada del Año Nuevo acaba «reuniendo» idealmente (no en el espacio, pero sí en sus sentimientos) a todos los persones. Por eso Allen, no sin cierta ironía, decide concluir la película precisamente ahí, en un instante privilegiado que, según confiesa el narrador (él mismo), re- cordará para siempre. Lo que pretende Allen, pues, es- tá muy cerca de lo que siempre ha sido una de sus obsesiones, de An- nie Hall a Hanna y sus hermanas (Hanna and her sisters, 1986): construir un discurso compacto y sin fisuras a partir de materiales aparentemente dispersos, un dis- curso que trascienda su propia es- pecificidad primitiva (en este caso, una acumulación de sketche para convertirse en narración articula- da. En Días de radio juega con un elemento decisivo: las composicio- nes musicales (como el propio títu- lo de la película indica) no están utilizadas sólo como bonito ador- no, sino como verdadero hilo con- ductor (que sirve de nexo de unión entre viñetas, escenarios y persona- jes), equiparable en todo momento a la voz en off del narrador. Este es otro de los procedimientos típicos de Allen -recuérdese el activo pa- pel desempeñado por la música de George Gershwin en nhattan (Manhattan, 1979)- que aquí al- canza un protagonismo a todas lu- ces inusual dando cohesión a la película e incluso, en algunos mo- mentos, otorgándole la unidad que constantemente busca. Porque, aparte de esto, la cons- trucción de Días de radio acaba re- velándose un tanto errática. Existe un cierto desequilibrio entre las descripciones de los dos universos mencionados que siempre actúa en vor de los sketches dedicados a la milia protagonista, y en detri- mento de los agmentos pertene- cientes a la pequeña historia inter- pretada por Mia Farrow (la vende- dora de cigarrillos), que se convier- ten así en algo parecido a esporádi- cas y desconcertantes intrusiones en lo que parece el «argumento» principal del film. Y si, por recurrir al ejemplo con el que casi empeza- mos, el lso documental de Zelig acababa adquiriendo una extraor-

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RETRATO DEL

ARTISTA

INFANTE

W oody Allen, Días de radio (Radio Days, 1987). Con Mia Farrow y Dianne Wiest.

A primera vista, Días de ra­dio se presenta como una libérrima evocación de un tiempo y un lugar muy concretos: Brooklyn,

Nueva York, a principios de la dé­cada de los cuarenta. Y no hay que ser un lince para darse cuenta de que lo que esta vez nos propone Allen es una visión (a la vez distan­ciada, irónica e idealizada) de su propia infancia, entre otras cosas porque resulta significativo que sea él mismo quien preste su voz al nostálgico narrador. lCómo evitar, pues, y más teniendo en cuenta la admiración de Allen por Federico Fellini, pensar en un inconfesado remake neoyorquino de Amarcord (Amarcord, 1974)? En efecto, una primera visión superficial no deja­ría lugar a dudas: el mismo elenco de personajes estrafalarios, la mis­ma fusión de un momento históri­co difícil -la época fascista en Fellini, el inicio de la Segunda Guerra Mundial en Allen- con las extravagantes fantasías que ello provoca en una mente infantil, la misma estructura abierta y decidi­damente episódica, etc. Y, sin em­bargo, la película tiene mucho me­nos que ver con Amarcord que con el resto de la filmografía alleniana.

Ello puede parecer dudoso -e incluso simple y llanamente falso­a quienes aún no hayan olvidado el fláccido eclecticismo que domi­naba gran parte de Recuerdos (Stardust Memories, 1980), la más bien amistosa réplica de Allen al ya mítico Ocho y medio (Otto e mez­zo, 1962) de Fellini. Así que, sin más preámbulos, empezaremos a desbrozar el terreno. Para empe­zar, se diría que la concepción del film está más cerca de Zelig (Zelig, 1982) que de cualquier posible mo­delo felliniano. En lugar de una realidad transformada en espec­táculo, lo que se nos presenta es un simulacro de realidad (un falso do­cumental en Zelig, una época miti-

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ficada por el recuerdo en Días de radio) que va tomando forma, poco a poco, hasta convertirse en una ficción con todas las de la ley. Se trata de una estrategia que Allen viene empleando ya desde su pri­mera película «seria», Annie Hall (Annie Hall, 1977), donde un na­rrador encarnado por el propio di­rector/actor legitimaba como «rea­les» una serie de anécdotas, refe­rentes a una fallida relación amo­rosa, que acababan conformando un relato ficticio en forma de co­media romántica. Pero es en pelí­culas de características tan especia­les como Zelig o Días de radio don­de el mecanismo queda completa­mente al desnudo, exhibiendo su implacable funcionamiento.

En lo que se refiere a la segunda, la ficción va estructurándose en dos bloques principales que se en­trecruzan continuamente: por un lado, el retrato de una familia más bien numerosa y alocada que, tras una fachada de hilarantes situacio­nes, esconde una patética visión de las relaciones humanas; por otro, la irresistible ascensión de una vendedora de cigarrillos que pasa a convertirse, casi sin solución de continuidad, en rutilante estrella de la radio. Se trata de dos bloques de personajes completamente au­tónomos que pretenden evidenciar el abismo existente entre la tragi­cómica vida cotidiana y el mundo, un tanto irreal y ficticio, del espec­táculo, en este caso radiofónico. De ahí que el choque entre ambos ( el caso de la niña ahogada en un pozo retransmitido en directo) re­sulte desolador, y de ahí también que, mientras la familia aparece siempre filmada en una casa reple­ta y agobiante, los personajes rela­cionados con la radio, con el mun­do irreal, parezcan vivir eterna­mente en un lujoso restaurante cuya azotea les sirve como lugar de «encuentros» de todo tipo: del mis

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mo modo que los escenarios en que se mueven los personajes per­tenecen a dos universos cuyo con­tacto resulta imposible. Finalmen­te, esta concepción estructural de la película se resuelve en el monta­je paralelo final, donde la llegada del Año Nuevo acaba «reuniendo» idealmente (no en el espacio, pero sí en sus sentimientos) a todos los personajes. Por eso Allen, no sin cierta ironía, decide concluir la película precisamente ahí, en un instante privilegiado que, según confiesa el narrador (él mismo), re­cordará para siempre.

Lo que pretende Allen, pues, es­tá muy cerca de lo que siempre ha sido una de sus obsesiones, de An­nie Hall a Hanna y sus hermanas (Hanna and her sisters, 1986): construir un discurso compacto y sin fisuras a partir de materiales aparentemente dispersos, un dis­curso que trascienda su propia es­pecificidad primitiva (en este caso, una acumulación de sketches) para convertirse en narración articula­da. En Días de radio juega con un elemento decisivo: las composicio­nes musicales (como el propio títu­lo de la película indica) no están utilizadas sólo como bonito ador­no, sino como verdadero hilo con­ductor ( que sirve de nexo de unión entre viñetas, escenarios y persona­jes), equiparable en todo momento a la voz en off del narrador. Este es otro de los procedimientos típicos de Allen -recuérdese el activo pa­pel desempeñado por la música de George Gershwin en Manhattan (Manhattan, 1979)- que aquí al­canza un protagonismo a todas lu­ces inusual dando cohesión a la película e incluso, en algunos mo­mentos, otorgándole la unidad que constantemente busca.

Porque, aparte de esto, la cons­trucción de Días de radio acaba re­velándose un tanto errática. Existe un cierto desequilibrio entre las descripciones de los dos universos mencionados que siempre actúa en favor de los sketches dedicados a la familia protagonista, y en detri­mento de los fragmentos pertene­cientes a la pequeña historia inter­pretada por Mia Farrow (la vende­dora de cigarrillos), que se convier­ten así en algo parecido a esporádi­cas y desconcertantes intrusiones en lo que parece el «argumento» principal del film. Y si, por recurrir al ejemplo con el que casi empeza­mos, el falso documental de Zelig acababa adquiriendo una extraor-

dinaria densidad gracias a su pro­gresiva y calculada conversión en comedia no por encubierta menos alleniana (con historia de amor in­cluida), en Días de radio las anéc­dotas, los chistes y viñetas tienden a aislarse entre sí de un modo bas­tante acusado. Lo cual, aunque afortunadamente no llega a entur­biar del todo el planteamiento ori­ginal del film -gracias al envidia­ble sentido del timing y la narra­ción que ostenta el actual pulso de su autor-, sí impide que las distin­tas situaciones se encadenen de una manera más sólida y que la película, en fin, adquiera esa inde­finible e inquebrantable textura es­tructural que caracteriza los mejo­res trabajos de Allen.

Carlos Losilla

EL DEMONIO

DE LA

ANALOGIA

Angel-Antonio Herrera, El demonio de la analogía. Ediciones del Dragón. Vol. 3. Madrid, 1987.

Q ué decirle, en qué grave­dad de pergamino, cómo advertir a quien ya todo leyera sobre el labrado dorso de la noche y sus

armas.» Así arranca uno de los pri­meros poemas de este libro de An­gel-Antonio Herrera. «El labrado dorso de la noche y sus armas.» La imagen es rica y delicada. El libro está lleno de ellas. Un gran escritor italiano ha escrito recientemente: «La prosa no perdona». Uno cree que, en poesía, la imagen o la me­táfora no perdonan. Hoy, por in­fluencias remotas y cercanas que

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todos sabemos, vivimos en una su­cesividad de poesía joven que se acoge a la narración lírica, que lu­cra el lirismo del motivo clásico o romántico elegido, y que tiene la supuesta elegancia de no hacer me­táforas, según dictó Cernuda hasta próxima orden. Esto, que es válido en Cernuda, naturalmente, se ha convertido en coartada (todo acaba convirtiéndose en coartada, cuan­do degenera) para que los jóvenes poetas glosen en prosa versificada, la poesía de la poesía o la poesía de la cultura, beneficiándose del cli­ma privilegiado en que se sumer­gen. Así, la joven poesía española es hoy un balneario de oro para chicos cultos que no tienen nada que decir. No es que la metáfora sea necesariamente la poesía, pero sí es la prueba del poeta. La metá­fora no perdona, insisto. Angel­Antonio Herrera titula su libro El demonio de la analogía. Herrera, pues, principia confesándose rehén del demonio de la analogía, de la metáfora, de la imagen. Esto ya es estupefaciente y audaz en el paisa­je de la nueva y monocorde poesía española. No en vano Herrera vie­ne, entre otros, de Aleixandre, y ahí está la o disyuntiva que prodiga en sus poemas: «ave o filos», «ar­den o dudan», «su ley o sed». Sabe­mos que esta o disyuntiva no es só­lo una manera aleixandrina de es­tablecer analogías, sino que consi­gue entre dos cosas una mayor fu­sión que el consabido «como».

Herrera, lo que canta en este li­bro es su intimidad, claro, su ado­lescencia, casi, poniéndole a la confesión un estofado de amor y lujo que es epocal. El verdadero poeta, el original poeta está por de­bajo de todo eso, en el afortunado

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creador de neologismos como no­chenieves, o «certitud» por certi­dumbre. En todo poeta joven, an­tes que la densidad personal o exis­tencial que nos comunique (y que por razones biográficas ha de ser escasa o consabida), deberá buscar­se esa cosa tan humilde y decisiva que descubrieron los estructuralis­tas como huella digital del escritor: la sintaxis. La sintaxis de Herrera viene de la música, los versos se le remansan en seguida en endecasí­labos, en recital interior.

Hay poeta, pues, tenemos poeta, porque hay imagen y música. Tiempos más propios y suyos ya se los dará el tiempo. Por ahora, vive gloriosamente iluminado por el de­monio de la analogía. He aquí unos ejemplos o donaciones: «Crepita noviembre llevando verdades al in­vierno», «Y mientras los metales de otro día se empañan como dioses». O, finalmente, bajo la inesperada luz de Apollinaire: «Cuídate, amor, de la hora en que no estimes como el mayor imperio una fragancia».

Francisco Umbral

FRANCISCO

UMBRAL:

DE COMO

PLAGIARSE

A SI MISMO

Francisco Umbral, Sinfonía borbóni­ca. Ediciones Destino. Colección An­cora y Delfín. Vol. 606.

No resulta infrecuente es­cuchar, si uno es dado altan galante como taima­do oficio de la pasividadentre locuaces ladrado­

res, cómo se le enfeuda a Umbral en los latifundios del columnismo cuando varias altas barrigas de la muy alta -y no poco, por cierto, abundante en barriga- literatura se prodigan en enjuiciar los valores de los nombres que invaden, dentro de nuestras librerías, el privilegia­do espacio de la novedad. Tampo­co anda aliviado en su frecuencia, entre faunas de redacción y otras agrupaciones matinales, un perspi-

caz: «Sí, Umbral, este escritor». Tanto los primeros -insobornables de solapa, sea ésta en estraza, ver­jurados o purísima lana virgen- co­mo los segundos, tan vocacionales del pie de página y otros pies, pul­gadas de brevedad, no titubean al quitarse de enmedio -Umbral es­cribe mucho y en sitio visible- al autor de esta Sinfonía borbónica. En rigor, todos pueden hacerlo, pues que Umbral es ambas cosas desde hace siglos, mejor escribe en casa, muy de mañana, y las tertu­lias las celebra, invariablemente, con una o dos rubias féminas de minifalda y poca edad como toda compañía. Por fin, ha llegado a pla­giarse a sí mismo. Mientras mu­chos se han escaseado en la propia escasez de sus vidas y obras, él ha ido llenando su tiempo, colmando sus difíciles cántaras, ensanchando su memoria y, por tanto su presen­te, con el caudal de su verbo en vo­luta y la infatigable fontana del subjetivismo. Como todo él, tan frutal, tan feliz tasador del párrafo, nace, renace y florece en cuantas páginas da a la siembra del periódi­co o el libro, sin dejar, así, calle de enmedio; los escritores, que por lo oído, se desayunan al Umbral pe­riodístico, se lo arrojan al sufrido gremio. Este, los periodistas, se lo encomienda, como un lujoso intru­so, a las pesadas plumas. O sea, que le van leyendo. Que, cuando me­nos, molesta, cosa que, baudelai­rianamente, es decir, moderna­mente, constituye un arte aparte, un aparte del parcelado arte mis­mo: disgustar, esa aristocrática de­licia. Lo mismo es que Umbral, pienso yo, que ha leído al genial si­filítico, desea que, siempre entre líneas, please, tampoco se olvide a tan inolvidable poeta. De momen­to, al que no podemos olvidar es al Umbral de la invención, que presi­de este último libro, lírico, malhe­rido de emoción, poético en las an­churas de la prosa, lujurioso de sus rincones y esdrújulas, como en los deliciosos El hijo de Greta Garbo, La belleza convulsa, Los helechos arborescentes o, incluso, en Mortal y rosa o Los amores diurnos, acaso sus dos mejores obras.

En esta su última entrega, y siempre a merced del presente y sus deshoras, políticos, putas, píca­ros, sombríos, picados de esquina o de cultura, cofrades todos de la no­che y sus filos, en coral, sí, asam­blea de ateridos, solitarios o febri­les, la guapa gente bien y el mal de

Los Cuadernos de la Actualidad

F. Umbral.

gente no menos guapa, la aristocra­cia y el lumpen, el maricón y el marqués -quizá también horno, incluso conde- o marquesa -el marica- aparecen, van reapare­ciendo. Se saludan, se besan o es­trechan las dudosas manos y salen, ya de madrugada, del libro mismo, que es la fiesta a la que, rebautiza­dos desde el ludismo de la crea­ción, Umbral, anfitrión de la metá­fora, les ha invitado. A lo largo, pues, de estas páginas como salo­nes, desperazadas esquinas o po­blados jardines, los personajes se suceden entre sí, y se eslabonan de soledad, de amor y temores, logro lógico ante lo sinfónico del título. Pero, a un tiempo, se dejan suce­der, se heredan en otro personaje en el que encarnan para Umbral, por su prosa, y que muy a menudo deviene más veraz, por muy inven­tado, decididamente cierto dentro de esa otra realidad que es la irrea­lidad sobre la que se basa, alza y corona el vidriado andamiaje de una novela con énfasis de ficción, demoras en ese riesgo y porfías en el asombro. Quizá al padre Melero, uno de los personajes de esta nove­la, desnovela, fluvial relato de unas empantanadas vidas, cualquier día, viene, en verdad, Cristo a aparecér­sele, reaparecérsele, pues ya, con dolido semblante de obrero se le ha encarado en una, varias páginas

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de esta sinfonía. Son goces, peli­gros, del ascetismo, del misticismo que es la creación. O quizá Mario Armijo, cuando esté de juegos, lu­jurias y jodiendas con Leonor, tam­bién su cercana desconocida en es­te libro, tenga que asegurarle que de la cama no se cae, porque vive en una torre de Pisa interior y todo, en sus adentros, permanece incli­nado. Lo mismo al leerlo advierta que, de veras hay mucho en su ca­sa, en su alma, de peraltes, vertien­tes e inclinaciones. El mismo Um­bral, a propósito de la edición de Mis queridos monstruos, muchos de los cuales, hoy, sinfónicamente, cantan, no menos monstruos y queridos, en la partitura de la pro­sa, venía a decirlo, muy en Picasso: «Los rostros ya acabarán parecién­dose a la semblanza». Y a la vida que arrastran, añadiríamos ahora.

Más que en yermo allanarse hacia lo tedioso de la reflexión o lo vano de las teorías, las palabras, en este libro, tintes, verdores, cinceles con los que perfilar, desperfilar, emboscar o esculpir no sólo los personajes que lo pueblan, sino el poblado entero de la actualidad, van prefiriendo, desde su mismo inicio, crecer con vanidad de selva, locuaces de lujos, abundantes de subordinación y zozobra. Umbral se corrobora así, una vez más, como el vigentísimo orfebre de un lenguaje libertado a sus propios ecos, a sus más íntimos oros. Co­mo un albacea lírico, lúcido, e ina­movible en el barroquismo que custodia, se asoma, no obstante, al hablar cheli, cuyos vocablos tiem­blan imparables como alhajas o machetes, a la fácil farsa de las ce­nas en la ciudad cuspidal y cara o a la buharda de descontento en don­de se entrega a los espejos, sabia de juventud, la leída niña de Serrano o la provinciana de escaseces conoxidada cháchara de rudo hierro.

Madrid, en esta sinfonía, tiene de nuevo en Umbral al escriba de sus músicas, urgencias y secretos, siempre, sucesivamente, con nue­vas luces en su luminoso estilo, con renovada contemplación en su hábito de contemplador. A ese su asombro debemos el nuestro. A su culpa, pues, nos sumamos. A su asombro, la mejor condena, se adeuda la libertad de este libro donde se agolpan, complacidos, inacabables, inclementes, la vida y sus peligros.

Angel-Antonio Herrera

LEOPOLDO

LUGONES:

REDESCUBRIR

A UN

CLASICO

Leopoldo Lugones, Las fuerzas ex­trañas. Ediciones del Dragón. Ma­drid, 1987.

Me ha extrañado siem­pre -desde que lo co­nocí-la poca difusión que en España ha teni­do la obra polifacética

de uno de los escritores más clási­cos y rotundos de nuestro idioma: el argentino Leopoldo Lugones (1874-1938), pese a figurar en todas las antologías de poesía modernis­ta. Y es que uno está tentado a de­cir que Lugones fue, ante todo, poeta, autor de libros cimeros del Modernismo, como Los crepúscu­los del jardín (1905) o ese otro cu­riosísimo texto que prefigura y abre la vanguardia, Lunario senti­mental (1909), entre varios precla­ros. Pero hay que corregirse ense­guida. Porque lo que Lugones aspi­ró a ser -y lo fue- es escritor total, alguien a quien nada de lo literario le resultase ajeno. Y más aún, un hombre total, porque Leopoldo Lu­gones persiguió también la acción y la tribuna pública.

Como poeta recorrió todo el ar­co que el movimiento modernista prescribía, desde su formación re­volucionante y ruptura! a finales

Los Cuadernos de la Actualidad

del siglo pasado, hasta su última disolución -para el caso lugonia­no- en una poesía en romance, de corte popular y gauchesco, casi anó­nima, muy cerca ya del fin de su vida.

Pero es que Lugones, que co­menzó siendo anarquista y socia­lista acérrimo, y culminó en posi­ciones (aunque siempre contradic­torias) cercanas al fascismo, fue además prosista de varias intencio­nes y de afán totalmente humanis­ta. Se acercó a la novela -El ángel de la sombra, (1926)- al cuento, al ensayo histórico o biográfico, don­de logró obras notabilísimas como Imperio jesuítico (1904) o El paya­dar (1906), amén de una multitud de obra varia -de ahí el humanis­mo- donde destacan trabajos so­bre educación, divulgación científi­ca, traducciones y estudios sobre el mundo griego, y multitud de artí­culos sobre la realidad política mundial y argentina, que van des­de el apoyo a los aliados durante la Primera Guerra Mundial -Mi Beli­gerancia, (1917)- de corte demo­crático y liberal, aunque pidiendo la entrada de Argentina en el con­flicto; hasta los recopilados en La patria fuerte o La grande Argentina, ambos de 1930, de sesgo militaris­ta, imbuidos de una suerte de qui­mera neoespartana, y, como apun­té, relativamente vecinos a las po­siciones del fascismo europeo, aún entendido por alguno en aquellos años, como una forma de avanza­da. Lugones fue todo y lo quiso to­do, pero vivió asediado, quizá co­mo todos los grandes, por sus pro­pias desavenencias y opuestas ra­zones: Andaba entre el universalis­mo y el localismo, entre la tradi­ción y la vanguardia, entre la litera­tura y la acción, entre la izquierda y la derecha, entre la creencia (Lu­gones estuvo muy cercano a los círculos ocultistas) y el ateísmo, entre el hispanismo y la cultura francesa... En realidad pretendió abarcar eso -y más aún- en acorde unitario, lo que quizá no logró, pe­se a sus altas cimas en poesía y en prosa, sino el día que se suicidó en febrero de 1938, con cianuro, pro­duciendo estupefacción en quienes veían en él, además de un creador, a un reformador y un líder. Lugo­nes fue, en fin, un gran imperio li­terario, al que Borges (que le ha dedicado múltiples escritos) tuvo por maestro, y a quien nunca olvi­dó. ¿cómo explicar, entonces, es­tando ante un peso pesado de nuestra cultura, tanto silencio?

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Dije que Lugones, para muchos, es ante todo un gran poeta. (Borges dijo: su genio es fundamentalmente verbal). Para otros fue un gran po­lemista, que tenía el poder, según un dicho de Chesterton, de excitar­se al mismo tiempo que la prensa. Pero suele recordarse menos que fue también un maestro de la prosa creadora modernista, en un libro de cuentos como La guerra gaucha (1905) y sobre todo el iniciador del cuento fantástico contemporáneo ( es decir, el que nada debe a la pa­rafernalia romántica) en nuestro idioma. En tal línea escribió dos li­bros de relatos, uno especialmente, el primero, magistral: Las fuerzas extrañas, editado en 1906. Alguno de esos relatos, clásicos de la fic­ción inquietante, figuran en anto­logías diversas, como sus poemas, pero ahora, por vez primera, se edi­ta ese libro en España. Creo que es -pues estamos hablando de uno delos padres de Borges y de Cortazár,en parte también de Mujica Lái­nez- un acontecimiento.

Las fuerzas extrañas está com­puesta de doce relatos, en general breves, diferentes en modo y en te­ma, pero centrados siempre en dos polos magnéticos: De un lado (fan­tásticamente) la extrañeza conver­tida en metafísica y en primor lite­rario, y de otro, un cierto aire deca­dente -no en el sentido de lujoso, o pomposo- relacionado con lamuerte, con el fin o el misterio.Lugones no desdeña ni el cotidia­no, ni el toque científico, ni la re­creación histórica, pero hace surgirsiempre la sorpresa, en medio deuna prosa precisa, ágil, muy bella, yabsolutamente moderna, aún másque modernista. Cuentos comoYzur, relacionado con el experi-

mento de hacer hablar a un mono, y con la búsqueda del alma; Viola Acherontia -hermosísimo título­que es una experiencia botánica, ( especialmente simbolista) vincu­lada con la muerte y con las rela­ciones secretas, casi alquímicas, de la materia; o La lluvia de fuego, re­cuerdo epicúreo de un habitante refinadísimo del último día de Go­marra (aunque más parezca el de un habitante de Pompeya) son, to­dos ellos, pequeñas obras maestras de la narrativa y del género, que ha tenido después tan notable proge­nie. Y cito sólo, casi por azar, entre piezas todas importantes.

Las fuerzas extrañas es un libro muy de aquel momento (por su fuerte vinculación con las corrien­tes más apetecidas y ocultas del.fin de siglo) pero a la par enormemen­te avanzado y aperturista, porque casi inaugura una manera de afron­tar sutilísimamente lo fantástico. El libro pues, en sí, vale muy mu­cho la pena, y aseguro al lector que no quedará defraudado. Mas con todo ese valor -de clásico y de mo­derno- este libro de cuentos puede y debe ser, asimismo, una invita­ción para reencontrar a su autor, un artífice del idioma y del verbo (su verso asombra porque vuelve contundentemente a la belleza) y un poderoso creador de dardos, aceros y fábulas: un hallazgo de múltiples seducciones.

Luis Antonio de Villena

EL AMOR, EL VALOR, LA AMISTAD Y LOS SUEÑOS

Luis Alberto de Cuenca, El otro sue­

ño. (Sevilla, Renacimiento, 1987). e ríticos y lectores se han mostrado unánimes al considerar que Luis Al­berto de Cuenca, uno de los más caracterizados re­

presentantes de la poesía cultura­lista de los primeros años setenta, sólo alcanza su verdadera estatura

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poética con la publicación de La caja de plata (1985). Los libros an­teriores -Los retratos (1971), Elsi­nore (1972) y Scholia (1978)- resul­taban lastrados por un exceso de nombres y referencias eruditas, una falta de atención a la estructu­ra del poema en beneficio de aisla­dos momentos de brillantez (hay excepciones, sobre todo en Scho­lia) y una cierta tendencia a la va­guedad expresiva de corte neosu­rrealista.

Con La caja de plata se abando­nan el verso libre y la prosa poética por la más ceñida métrica clásica -endecasílabos, alejandrinos, so­netos-, la expresión se vuelve co­loquial, el poema se hace narrativo,la evocación de un mundo heroicoa la manera de Borges se entremez­cla con prosaísmos que recuerdana Campoamor, el humor alternacon el patetismo, los héroes de unamítica Edad Media con los perso­najes del cine negro americano. Yen ese conjunto, tan aparentemen­te heterogéneo, nada disuena, todotiene el tono y el ritmo precisos pa­ra subyugar al lector (el últimoLuis Alberto de Cuenca es uno delos poetas de más fácil y agradablelectura, mérito éste -cuando tantoabunda el tedioso hermetismo-na­da desdeñable).

Continúa El otro sueño la poética tan brillantemente desarrollada en el libro anterior. La primera parte, «Seis poemas de amor», ya había sido publicada, y con ese mismo título, por la colección Newman/ Poesía en 1986. Uno de esos textos, «La noche blanca», aparece ahora publicado con importantes modifi­caciones. La más curiosa de todas es aquella en la que el poeta susti­tuye las «cruces gamadas» que sue­ña dibujar sobre el cuerpo de la mujer por «corazones partidos por delicadas flechas» ( el poema no es

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de los mejores), como para evitar el riesgo de que el lector asocie de­masiado fácilmente el canto al co­raje y a la sangre heróicamente ver­tida que aparece en buena parte del libro con la ideología fascista. (Aquí habría que hacer un parénte­sis para tratar cierta cuestión extra­literaria: si nadie culpa a los comu­nistas actuales de los crímenes de Stalin, lpor qué no admitir -sin rasgarse las vestiduras ni sacar a colación el genocidio nazi- que un escritor actual puede ser admirable y a la vez simpatizante del fascis­mo? Todavía hay quien emplea es­ta palabra como un insulto descali­ficador, y por las librerías circula un confuso mamotreto de Julio Rodríguez Puértolas -Historia de la literatura fascista española- que puede demostrarlo; la ideología que esté libre de pecado -en cuyo nombre no se haya asesinado a na­die- que tire la primera piedra).

Si «La noche blanca» no nos muestra al mejor Luis Alberto de Cuenca, los dos sonetos -de largo título, a la manera clásica- que si­guen a ese poema ya tienen un de­senfado y una gracia absolutamen­te personales e inconfundibles: «La otra noche, después de la mo­vida, / en la mesa de siempre me encontraste / y, sin mediar pala­bras, me quitaste / no sé si la carte­ra o si la vida».

Lo onírico -recordemos el título del libro- hace su aparición en «Los gigantes del hielo». Luis Al­berto de Cuenca recrea pesadillas, emparentadas con la literatura de terror, y también sueños consola­dores, en algunos de sus mejores poemas; en ambos casos, se man­tienen la precisión sintáctica y la sabiduría clásica del ritmo: la inco­herencia del subconsciente (al con­trario que en tantos escritores su­rrealistas) se evoca desde la más perfecta lucidez.

«Los invitados» -segunda parte de El otro sueño- consta también de seis poemas dedicados a otros tantos personajes: «La malcasada» y «Julio Martínez Mesanza» resul­tan acaso los más significativos. El primero de ellos, escrito en ende­casílabos que no necesitan (como ocurre en Gil de Biedma) disimu­lar su carácter de verso por medio de rupturas rítmicas y encabalga­mientos para adquirir un tono ab­solutamente conversacional, ejem­plifica bien un tipo de poema anec­dótico, costumbrista, narrativo, que sólo Luis Alberto de Cuenca

es capaz de hacer sin que se des­morone por exceso de prosaísmo.

«Julio Martínez Mesanza», sub­titulado «Después de leer Europa», es un canto al mundo de ese poeta, acaso el más próximo a Luis Alber­to de Cuenca de entre los escrito­res jóvenes: el coraje, la fe, la santi­dad y el orden son algunos de los valores que ambos poetas admiran, valores no precisamente de moda en la literatura contemporánea.

Pero Luis Alberto de Cuenca es un poeta más complejo que Martí­nez Mesanza; no se limita a cantar los arcaicos valores tradicionales (aunque ni en uno ni en otro haya ningún arcaísmo estético), acierta a reflejar con verdad y con humor las nuevas relaciones sociales, la ac­tual «cultura urbana» (Luis Alber­to de Cuenca es también, se cita siempre como muestra de su versa­tilidad, además de filólogo experto, autor de varias de las letras de la Orquesta Mondragón).

«Las mañanas triunfantes» -ter­cera sección del libro- comienza con un poema, «Los dedos de la aurora», que muestra la maestría del poeta en el poema breve (un cuaderno de 1984, titulado Brevio­ra, antologa esta parte de su obra). La prosopopeya del título -un tó­pico en la literatura clásica- se de­sarrolla en cinco alejandrinos de sugerente voluptuosidad. La amis­tad y los sueños -dos de los ejes temáticos de Luis Alberto de Cuenca- se entrecruzan, ya desde el título, en «Hoy he tenido un sueño con amigos», un poema lle­no de privados detalles biográficos, que a pesar de darse por supuestos, como en una conversación particu­lar, no dificultan ni la comprensión del texto ni su eficacia estética.

Los Cuadernos de la Actualidad

De entre las «Viñetas» con que concluye El otro sueño habría que destacar «Gudrúnarkvida», transla­ción al mundo contemporáneo -con desbordante originalidad­del clásico «planto» o velada fune­raria tras la muerte del héroe; una«Soleá» que nada tiene que envi­diar ni a las populares ni a las fir­madas por Manuel Machado(«Maldita sea mi suerte./ Mi noviame ha sorprendido / en la camacon la muerte»); y un insólito poe­ma humorístico, «Mi monstruo fa­vorito», en el que el poeta se ríe dealgunos de sus terrores.

«iQue suenen las trompetas / y comience la fiesta que acabo de so­ñar!» son las palabras con que ter­mina el último poema del libro. También podían ser las palabras que lo iniciaran, puesto que el otro sueño constituirá, para la mayoría de los lectores, una de las más bri­llantes fiestas de la poesía contem­poránea.

José Luis García Martín

UN POCO

MAS ALLA DE

LITILE BIG

HORN

Javier Coma, De Mickey a Marlowe.Ediciones Península. Barcelona, 1987.

Un amigo mío sportinguis­ta afirma convencido que el antiamericanismo es el izquierdismo de los idio­tas. A lo mejor tiene ra­

zón, pero siguiendo su lógica el proamericanismo debe ser el dere­chismo de los obtusos y así no lle­garíamos a ninguna parte. Aunque hablando de llegar, llegamos noso­tros, después nos descubrieron ellos, vinieron y al final la cuestión no es cuándo se van sino cómo se quedan. l

Entre el americanismo y sus an­tis me parece que nos estamos ju­gando la «esencia» y el futuro de eso tan aleatorio que llamamos ci-

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P. D. James

SABOR A MUERTE 5' Edición

UN IMPULSO CRIMINAL Novedad

MERIDIANOS

Joseph Brodsky

Premio Nobel de Literatura en 1987

MENOS QUE UNO

BIBLIOTECA CORONDEL

Ediciones

VERSAL

Sol icite catálogo: Apartado 14 632 Re[. D de C. 28080 Madrid Comercializa Grupo Distribuidor

Editorial. Don Ramón de la Cruz, 67 28001 Madrid.

Tel. 401 12 OO. niS>.NAYA

vilización occidental. En la Europa de la miseria y la racanería, disfra­zada de grandeur cultural, los ame­ricanos han tenido una importan­cia grande, quizá por la visita del marqués de La Fayette, que empe­zó el intercambio de soldados por bohemios. En esa Europa se han dedicado a promocionar el jazz, música eminentemente europea como todo el mundo sabe, el cine negro sin negros y hasta una espe­cie de literatura anémica y bautiza­da muy americanamente como «realismo sucio».

En total que los norteamerica­nos han oscilado en una gama defi­nitoria que los clasificaba desde exóticos hasta gilipollas. Ahora, el imperio es el imperio, parece que se les empieza a respetar y hasta hay gente que asegura que son unos seres profundos y problemáti­cos, capaces hasta de filosofar.

Se esté a favor o en contra lo cierto es que la moda cultural se debe a una necesidad, aunque sólo sea económica. Hace veinte años era obligatorio mirar hacia París, hace quince a Londres y en la ac­tualidad, a pesar de la movida ma­drileña, el centro es New York. Sin ser del todo necesario no hay más remedio que mirar con profundi­dad a los USA, sobre todo a su cul­tura publicitaria y a sus mitos, que allí no nacen del deseo popular co­mo en la vieja Europa por falta de tiempo histórico para madurarlos.

USA ha sido siempre contradic­toria y su cultura aún más. Los pá­lidos y escuálidos seguidores de la cultura de la hierba, fumada o ru­miada, repetían encandilados los versos de Walt Whitman, mitifi­cándolo como el poeta de la nece-

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sidad lírica de lo natural. Lo malo era que Don W alt era un asqueroso belicista y en su tiempo defendía la necesidad de que USA se anexio­nase México ... y como éste miles de ejemplos de la contradicción elevada a arte. En fin, la discordan­cia entre lo que se hacía y lo que se escribía, cosa propia de toda la cul­tura occidental, que los gringos han llevado al perfeccionamiento máximo.

Acaso por eso, y precisamente por eso, el libro de Javier Coma que estudia la «edad de oro» de la cultura de masas norteamericana, es algo necesario para conocer y profundizar en una realidad depen­diente como es la nuestra. Una co­lonización musical, literaria y cine­matográfica, que alcanza porcenta­jes superiores al sesenta por ciento de la mercancía cultural, es algo que hay que conocer para poder «reconocer» y después optar por al­guna posible solución. Aunque ya se sabe que las soluciones cultura­les no han sido nunca muralla con­tra los bárbaros y menos contra los tecnobárbaros, como prueba el mi­to de Atila hecho añicos por Alari­co y sus punkis duros.

En el libro de Coma, un enamo­rado de la resistencia liberal nor­teamericana contra la reacción cir­cundante y rodeante, hay un minu­cioso estudio del nacimiento de los actuales mitos USA, que ya forman parte del bagaje europeo. Cine, co­mics, jazz han sido estudiados con un cuidado de orfebre. El resultado es un libro que, a pesar de su enor­me aportación de datos, se lee de un tirón. Y que además es absolu­tamente necesario para conocer los entresijos del Imperio.

100

Después de leerlo se tiene el co­nocimiento suficiente para que cuando te quieran vender cultura yanqui puedas contestar: iVete a cantarle tangos a Buñuel!... que como se sabe era sordo sólo cuan­do quería.

Juan Antonio de Bias

Y VAGARAS

TODA LA

ETERNIDAD

Rafael Argullol, Territorio del nóma­

da. Ed. Fondo de Cultura Económica, 1987.

posiblemente sea cierto que la auténtica maldi­ción del poeta (artista por extensión) sea la de su propio exilio, un exilio

no limitado por tiempos ni magni­tudes mensurables, por el día y la noche, un exilio en perpetua oscu­ridad que tiende a iluminarse por la palabra. De ahí que cuando uno lee la obra de esos autores conside­rados capitales (imprescindibles) dentro de la literatura, se dé cuenta que su verdadera vocación -su pe­nitencia- fue hallarse en medio del caos, entre el desorden, y que, como decía Valéry (creo recordar) en escribir está el castigo. Tal vez en esa doble dimensión resida su atractivo.

Bien puede ser ésa la tesis que se deriva de la lectura de uno de los últimos libros publicados por Ra­fael Argullol -ensayista y poeta-, titulado Territorio del nómada. A lo largo de toda la historia, se inicia el estudio con una muy atinada refe­rencia al mundo clásico que, dicho sea de paso, estará gravitando so­bre nuestras cabezas constante­mente: el artista ha sido considera­do como un permanente buscador de oro, desde los primeros tiempos hasta nuestros días.

En algún aspecto, Territorio del nómada no es ni más ni menos que una teoría acerca del narcisismo que se encierra en el quehacer artístico, bien sea en el mundo de la literatura o en el de las llamadas artes plásticas, al que también se alude en este libro. En el acto de escribir, inicialmente al menos, se

esconde una gran dosis de presun­ción. El poeta, además de nómada (con todo lo que la palabra conlle­va de desterrado, de hombre sin patria), es un narciso que busca re­flejarse constantemente en el espe­jo del poema y no duda, llegado el caso, en recurrir al engaño, siem­pre por la palabra, oculto tras sus máscaras.

Territorio del nómada es un libro concéntrico, que nos plantea su lectura desde lo general a lo parti­cular. Dividido en tres partes (sin contar una escasa pero directa in­troducción), Rafael Argullol co­mienza por una visión de lo que es el poeta, de la inspiración, del por­qué de su existencia; desde las teo­rías griegas, que consideraban al poeta como un instrumento casi divino, muy relacionado con una posible vertiente religiosa y mítica, hasta teorías más actuales, que in­tentan una plausible desmitifica­ción, haciendo de él un iluminado, más víctima de sí mismo que sacer­dote de un extraño rito. Una vez planteadas lo que podemos consi­derar las bases generales, Rafael Argullol pasa de esta primera par­te, más teórica, a un estudio deta­llado de este nomadismo del artista en casos ya puntuales y concretos, desde la idea de un Holderlin, exi­liado de sí mismo o un N ovalis, que cree esperanzado en la resu­rrección de una cultura perdida que ilumine la noche, hasta los más modernos, como Kafka y Bec­kett, atentos ambos al drama de la incomunicación, pasando por Cer­nuda y Thomas Mann, entre otros.

Uno de los capítulos más intere­santes es el que dedica a la dialécti­ca existente entre lo que se consi­dera clásico y lo que es tomado co­mo vanguardia (modernidad), así como la progresiva desaparición de un posible paradigma tomado del mundo griego y latino (lo medite­rráneo) y la irrupción de un con-

Los Cuadernos de la Actualidad

cepto del arte mucho más subjetivo durante el romanticismo. Al fin y al cabo, lo que hoy es vanguardia, mañana pasa a ser tradición, y así sucesivamente. La vanguardia no existe.

Cierra la entrega con un capítulo que dedica al mundo Mediterrá­neo, como origen y, a la vez, como nexo de culturas. De esta forma, consigue armonizar un libro per­fectamente circular, que, inicián­dose en los clásicos, acaba esperan­do su resurrección. Un libro que parte de lo que pudiéramos consi­derar nuestras raíces culturales y culmina en un detallado análisis del medio físico en el que se desa­rrollaron. Territorio del nómada es toda una teoría literaria, otro modo de hacer literatura.

Eduardo Errasti

«INDICE», LA PRIMERA REVISTA DE JUAN RAMON

Indice (Revista de definición y con­cordia), Madrid 1921-1922, Edición facsímil, Madrid: José Esteban, Editor y Ediciones El Museo Universal, 1987.

Me llega, por conducto de José Esteban, la edi­ción facsímil de Indice

(1921-22), la primera revista de Juan Ramón

Jiménez. Uno se queda absorto an­te la inimaginable belleza de esa rarísima joya literaria, constituida por cuatro únicos numeras. Pieza quimérica, inalcanzable hasta aho­ra para el bibliófilo y el coleccio­nista -del número cuatro existen contadísimos ejemplares, uno de ellos ( el que sirvió para la repro­ducción) en la exquisita biblioteca del mejor estudioso del 27, Juan Manuel Rozas-, resurge, inespera­da, por la módica suma de seis mil pesetas, encuadernada con esmero, impresa con mimo en papel regis­tro ahuesado y sin que se perciban siquiera las huellas de los escollos técnicos superados, la pionera de las revistas literarias de la década

io 1

Palabra en el Tiempo

Gonzalo Torrente Ballester Los gozos y las sombras

David Garnett La dama zorro

Anne Tyler El turista accidental

Palabra Menor

Javier Delgado Erase una vez una niña

Elena Santiago Veva

Dominique Fernandez La gloria del paria

Editorial Lumen

de los veinte. Entre sus colabora­dores figuran las mejores plumas de las generaciones del 98 y del 15 (Azorín, los hermanos Machado, Juan Ramón, Gómez de la Serna, Moreno Villa, Pérez de Ayala, Or­tega, Alfonso Reyes, etc.) y, sobre todo, los nombres más representa­tivos de los que luego constituirán la promoción del 27: Alonso, Ber­gamín, Chabás, Diego, Díez-Cane­do, Espina, García Lorca, Guillén y Salinas.

En esto último radica, precisa­mente, desde la perspectiva hodier­na, el principal interés de Indice: Juan Ramón aparece en su papel de maestro indiscutible del grupo; 1922 es una fecha muy significati­va, pues constituye el punto de arranque del movimiento de poesía pura, concebido a partir de enton­ces como grupo de «presión litera­ria»; esa poesía pura que alcanzaría su cota máxima en torno a la con­memoración del tercer centenario de la muerte de Góngora, pero que comenzaría a descender brusca­mente en 1930, a raíz del auge teó­rico y práctico de la poesía com­prometida. En 1922 aparece la Se­gunda Antología Poética (1898-1918) de Juan Ramón, la nueva se­lección de poemas que respondía, precisamente, a su afán de definir y divulgar su concepción de la estéti­ca pura. Los poetas del grupo se declararon entonces fervorosos se­guidores del maestro de Moguer hasta que se fueron perfilando los primeros disentimientos al con­cluirse la década de los veinte, po­cedentes sobre todo de Alberti, Prados y Lorca. En 1922 comienza así mismo el rápido desmorona­miento del ultraísmo y, algo des­pués, del creacionismo, los dos movimientos de vanguardia surgi­dos a raíz de la Gran Guerra. Indice constituye, pues, el punto de parti­da de ese nuevo movimiento poéti­co, la Revista de Occidente (1923) hace posible su ascensión y las nu­merosas revistas de poesía posterio­res la consolidan definitivamente.

En Indice sorprendemos, pues, a Lorca en sus primeros pasos, que publica sus cancioncillas en tres de sus números; a Gerardo Diego, que adelanta poemas que luego re­cogería en Imagen (1922); a Sali­nas, con versos de Presagios (1923), su primera colección poética, en la que se traduce con nitidez el influ­jo de Juan Ramón, Antonio Ma­chado y Bécquer; a Antonio Espi­na, con poemas de su Signario

Los Cuadernos de la Actualidad

Juan Ramón Jiménez.

(1923), libro que Azorín calificó de «zarabanda tipográfica», pero que aporta sorprendentes innovaciones poéticas y constituye un auténtico testimonio de nueva sensibilidad y de conciencia social; a Guillén, con versos dispares que ya anun­cian la plenitud de Cántico (1928); a Dámaso Alonso, con versos de su librito Poemas puros, poemillas de la ciudad (1921). En fin, como se­ñala José Esteban en su fina nota introductoria, en Indice podemos «hoy sorprender esa iniciación al vuelo poético de los que muy pron­to serían águilas de nuestra lírica.»

Indice se imprimió en Talleres Polígrafos, la imprenta representa­da por el escritor y pintor Gabriel García Maroto, asimismo colabo­rador de algunos números. En la última página de la revista, a modo de broche final, su fundador hace advertencias muy suyas: «Indice elige sus colaboradores a gusto de sus redactores, y no mantiene co­rrespondencia, sin excepción nin­guna, sobre este asunto.» «Indice no acepta responsabilidad alguna de los trabajos de sus colaborado­res y redactores, cada autor es el único responsable de sus opinio­nes, palabras y ortografía; y de sus erratas que no sean puramente ti­pográficas.» Sus intenciones son también transparentes: «En sus pá­ginas, cabrá todo lo que signifique 'vida', desde lo más acrisolado has­ta lo más nuevo, desde lo más llano hasta lo más insigne, desde lo más oculto hasta lo más abierto; y su aspiración es llegar a definir y des­lindar, del modo más completo y perfecto posible -con un criterio amplísimo y estrechísimo a un tiempo-, la calidad más noble del genio español e hispanoamericano.»

José Manuel López de Abiada

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LOS

RECUERDOS

TRANSPA­

RENTES

Cueto Marsic. Exposición Galerías Caja de Ahorros de Asturias. Noviem­bre, 1987 - enero, 1988.

La mejor introducción po­sible a la obra que el pin­tor esloveno Cueto Mar­sic acaba de presentar en nuestro país nos la brin­

da, precisamente, un descendiente de eslovenos, el escritor alemán Peter Handke, cuando afirma, en La doctrina del Sainte-Victoire, que el arte es sólo la forma que trans­mite un ser en paz.

Cueto Marsic es un ser en paz que crea mundos habitados por se­res en paz consigo mismo y con la Naturaleza; seres que han ido apa­reciendo en su pintura, inicialmen­te abstracta, a medida que se ha ido intensificando el afán del pin­tor por concretar la expresión de las emociones humanas más espe­ranzadoras. No parecen interesarle el caos, la maldad, o la fragilidad de la vida, sino las claves internas del misterio del amor, la amistad, la convivencia apacible con la Na­turaleza ... Pero no hay en ese inte­rés una voluntad consciente que quiera manifestarse a favor de la alegría de vivir; hay más bien como un ansia de exactitud en la expre-

Cueto Marsic.

«El cachorro confía».

sión, de querer acercarse al secre­to último de la formación del sen­timiento, tal vez porque intuye la aparición de un problema en su proceso de decantación en el lienzo.

Es en los momentos más inten­sos de esa búsqueda cuando la pin­tura de Cueto Marsic alcanza su mayor realización artística y, por tanto, su mayor fuerza emotiva, porque -como el propio Peter Handke escribe, matizando su con­cepción de lo que es el arte- <�us­tamente lo que le da a la vida su gusto es lo que al transmitirlo se convierte en problema». Se corres­ponden esos momentos con el últi­mo período de su obra, en el que las figuras de sus cuadros no adop­tan ya una actitud única, sino que, como en los fotogramas de una película cinematográfica, podemos contemplarlas en las fases sucesi­vas de su movimiento.

Marsic se acerca mucho al secre­to que persigue cuando descubre que una sola imagen no le basta para expresar lo que desea. Pero casi lo roza cuando nos hace des­cubrir una amenaza gravitando so­bre alguna de las figuras que com­ponen una de esas imágenes; una amenaza de la que no parecen ser conscientes esos «seres en paz», que no modifica en nada su apaci­guamiento, probablemente porque emana de su propia esencia: el pe­rro amigo de mirada atenta y noble es también el animal que, jugando, enseña los dientes y ruge; el hom­bre sereno ante la Naturaleza es también el hombre que echa la ca-

Los Cuadernos de la Actualidad

beza hacia atrás tratando de libe­rarse de su angustia.

A la belleza, la emotividad y el lirismo de la obra de Cueto Marsic se les une el interés por saber hasta dónde logrará profundizar el pintor en las entrañas de ese secreto que no sólo él sino todos soñamos con desvelar.

José Antonio Cano Miret

UN

ASTURIANO

EN EL

«OFF-MERIDA»

La sala Trajano es un anti­guo cine emeritense re­convertido en sede del Centro Drámatico de Ex­tremadura. En su escena­

rio se dieron a conocer los monta­jes producidos por ese organismo a partir de 1985. Bajo la batuta de Antonio Corencia se estreno allí El crimen de D. Benito, un melodrama en toda regla, con aditamentos de crónica social de comienzos de si­glo; posteriormente el mismo di­rector, cambiando de estilo se acer­có al mundo fantástico de Alicia, la heroína de Carro!, el matemático inglés, para convertir el famoso texto en comedia musical y ya más recientemente un extremeño, Francisco Carrillo, veterano en es­to del teatro dirigió una obra del también extremeño Miguel Muri­llo: Las maestras, producción de menor envergadura pero de mayor proyección artística, a juzgar por la respuesta crítica. Posiblemente sean poco conocidos los trabajos del teatro extremeño fuera de la re­gión, de eso sabemos bastante en otras Autonomías, y hablar de tea­tro en Extremadura fuera de los límites administrativos y geográfi­cos es casi siempre referirse al Fes­tival de Teatro, desarrollado en el recinto romano de la actual capital.

El alterado verano del 87, clima­tológicamente hablando, incluso en Extremadura, no ha impedido que las milenarias piedras recibie­ran a actores, directores, tramoyis­tas, electricistas, escenógrafos y en­cargados de vestuario para adobar

103

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JOVELLANOS Y ASTURIAS

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Jose Miguel Caso González

0

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precipitadamente los peculiares guisos teatrales que en olor de multitudes se celebran en tan exu­berante marco arquitectónico. Co­mo en otras ediciones la diosa Ce­res, inmóvil y perenne, presidió con sorna y en penumbra las evolu­ciones de cómicos de tanta nom­bradía hispánica como María As­querino, Gemma Cuervo, Manolo Codeso, María Luisa San José, Juan Meseguer, Charo Soriano, Emilio Laguna, Juan Carlos Naya y un largo etcétera, sin olvidar a la griega Irene Papas o los actores franceses del «Theatre du Llierre». Francisco Nieva, Juanjo Granda, Salvador Távora, Farid Paya, el inevitable Antonio Carencia y Ca­koyannis estuvieron en la nómina de adptadores/directores mientras que Plauto, Eurípides y Joanot Martorell fueron sólo una vaga re­ferencia de auditoría literaria ante tanto dramaturgo de escena imbuí­do de genialidad. Con escasos en-sayos, (eso se nota mucho) «larga- 0

ron» más que declamaron larguísi- ¡,.,¡

mos párrafos de discutible calidad, si exceptuamos la compañía fran­cesa y la sevillana. En ésta, Manue-la Vargas ponía los pelos de punta a los múltiples espectadores.

Pero en Mérida puede ocurrir a la larga como en Avignon. Aquel festival que convierte en teatro permanente la ciudad de los Papas tiene muchos más espectáculos off que oficiales y por supuesto más atrayentes. Viene a mi recuerdo la capital francesa porque el estreno que nos ocupa tuvo lugar fuera del «marco romano» y si la sala Traja­no es de hecho un teatro que aglu­tina las producciones extremeñas, El retablo de la lujuria, la avaricia yla muerte, de Valle-lnclán, se estre­nó en las mismas fechas que los es­pectáculos multitudinarios, de re­lumbrón y espacio descubierto. «Suripanta» es una cooperativa teatral de Badajoz que coproduce esta función valleinclanesca junto al Centro Dramático de Extrema­dura. Para dirigirla solicitaron la participación de Etelvino Vázquez, el asturiano que más «suena» fuera de los ámbitos regionales. No es la primera ocasión que Etelvino diri­ge en el Sur. La temporada anterior había montado, también para «Su­ripanta», Aquí no paga nadie de Darío Fo. Pero esta vez el empeño parece a priori más significativo. Se entresacan tres textos del Retablo completo, dos son melodramas pa­ra marionetas según Valle, uno au-

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to para siluetas; con La cabeza del bautista, Ligazón y La rosa de papel se articula una función que nos permite oír con claridad y propie­dad los escritos de D. Ramón, yo diría que por primera vez en la his­toria del teatro español representa­do. Es obvio que el melodrama y el esperpento tienen bastante que ver, es comprensible que a Etelvi­no Vázquez le haya subyugado más de una vez la carga radical em­papada de ironía y el galimatías li­terario plagado de influencias que Valle utiliza y está claro que des­pués de dirigir en Asturias Ligazón y Las galas del difunto amen de fragmentos de El embrujado y Los cuernos de D. Friolera, la llamada del sur para ahondar en el universo maléfico, mítico y violento del ga­llego tiene que ser recibida con apego y simpatía.

El resultado de un trabajo inten­so, desarrollado en varias etapas, con intervalos viajeros a través de la «ruta de la Plata», es una función coherente y rítmica, sin altibajos, globalmente equilibrada, contro­lando lo recursos. La realidad des­conyuntada que Valle presenta en las tres obras pero sobre todo en La cabeza del bautista y La rosa de papel nos remiten de inmediato a Eros y Tánatos. En La cabeza del bautista esa unión violenta y cruel del Amor y la Muerte, personifica­da en la Pepona y Jándalo, mien-

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tras suena la música de la ópera Sa­lomé de Straus remata lo absurdo y trágico de la condición humana. Valle-lnclán, discurriendo por esa visión sentimental de lo real que es el melodrama, convierte en autén­ticos fantoches los personajes de La rosa de papel. Esta obra, de hu­mor corrosivo, negro, que culmina con el acto necrofílico del borracho Simeón Julepe, después de haber brindado por su esposa muerta a los acordes de Verdi, es un com­pendio de acciones técnicamente esperpénticas, con referencia a las grandes fuerzas que mueven el mundo: Avaricia, Sexo y Muerte.

En medio de estos dos truculen­tos melodramas/esperpentos, Liga­zón, calificado como auto para si­luetas se nos ofrece con una visión plástica barroquizante: ciclorama, contrastes de luces y sombras y so­lución dramática imaginativa al in­troducir en escena una cama sobre la que se perpetra el consiguiente crimen unido a la voluptuosa lasci­via.

Etelvino Vázquez ha conseguido sobre una base literaria y teatral compleja un espectáculo claro y preciso, imaginativo y lleno de fuerza. Estos son los calificativos que se aplican con frecuencia al re­sumen de los modos lingüísticos y estilísticos del gallego, luego habrá que señalar la concordancia de una y otra dramaturgia. Pero lqué decir del equipo extremeño que ha utili­zado Etelvino? Sorprendente. Téc­nicos y actores forman una plausi­ble compañía que comenzando en Juan Carlos Gallardo (artífice de la luz y el sonido) y culminando en las actrices, Yolanda Criado y Pilar Gómez, comprende actores mascu­linos del relieve de Javier Leoni o Pedro Antonio Penco, e incluye a Pedro Rodríguez que es talmente un Simeón Julepe redivivo. La es­cenografía, realizada por el grupo madrileño «La Tartana», resolvió funcionalmente las dificultades previsibles en los cambios especia­les. Etelvino Vázquez ha sacado un gran partido a las simples puertas y ventanas del decorado.

Los perjucios iniciales que algu­nos pacenses tenían sobre cómo verían el asturiano y los de «Suri­panta» a Valle quedaron disipada­dos el día del estreno. Todo fueron parabienes y las gentes desplazadas desde el Principado tuvimos oca­sión de constatarlo.

Julio Rodríguez Blanco