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I Jornadas Internacionales de Investigación y Debate Político
(VII Jornadas de Investigación Histórico Social)
“Proletarios del mundo, uníos”
Buenos Aires, del 30/10 al 1/11 de 2008
EL “MARXISMO LATINOAMERICANO”: UNA TAREA PENDIENTE PARA
LA RECONSTRUCCIÓN DE LA POLÍTICA SOCIALISTA
I. Introducción
Quienes sostenemos el compromiso con la cultura de izquierda, con las prácticas y los
entusiasmos revolucionarios, debemos prestar atención a la reconfiguración permanente
que asume la lucha de clases. Esta brújula de la política socialista no es una abstracción
conceptual a priori. Refiere a una constelación de estructuras e intereses que fraguan en determinados momentos históricos de una forma y requiere, en consecuencia, de nuevas
exploraciones así como de revisiones ideológicas de conceptos ya existentes. En este
sentido, de cara a las consideraciones que se tornan necesarias para vivificar y
robustecer una filosofía de la praxis para el nuevo milenio, enmarcada a la vez en los
desafíos de un balance incitado por el Bicentenario en América Latina, resulta deseable
revisitar algunos de los nexos que remiten a esa lucha por una reconstrucción del
proyecto socialista.
También del marxismo creemos necesario intentar una reconstrucción. Para aclarar este
concepto apelemos al sentido elaborado por Jürgen Habermas en su obra La reconstrucción del materialismo histórico. Allí, el filósofo frankfurtiano distingue entre
la restauración como el retorno a un estadio inicial luego corrompido, el renacimiento como la renovación de una tradición sepultada, y la reconstrucción como el proceso de desmontar y recomponer en nueva forma una teoría, como la marxista, con el objeto de
alcanzar mejor su meta. La justificación de una reconstrucción se explica debido a que
se trata de una teoría “que en algunos puntos necesita una revisión, pero cuya capacidad
estimulante dista mucho de estar agotada”. (Habermas, 1980: 9). Aunque hoy esa
revisión merezca refiguraciones mayores que las perceptibles tres décadas atrás, la
reconstrucción nos parece un proyecto viviente, lejano de las posturas conservadoras o
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cristalizadas que se satisfacen con una “defensa del marxismo”. Para avanzar en la vía
propuesta proponemos un método híbrido que combina historia y teoría.
Es que los debates y controversias pasadas nos siguen interpelando y no por pretéritos,
sus dilemas han perdido relevancia para el pensamiento y la acción críticos. Recuperar
los contextos intelectuales de tales querellas, junto a los cruces y tensiones de los
actores sociales y políticos, permitirá plantearnos nuevos interrogantes.
En este texto intentaremos discutir algunos de los puntos que han sido considerados
hitos para pensar una historia del “marxismo latinoamericano”, deteniéndonos en sus
primeras formulaciones, en su desarrollo y en su actualidad. También serán parte de
nuestras reflexiones las contrariedades del marxismo como teoría que, en su origen, fue
“pensada” originalmente más para el viejo continente; recién medio siglo después del Manifiesto comunista comenzó a nacer la pregunta sobre qué modulación del marxismo era necesaria para que iluminara críticamente otras formaciones históricosociales. Eso
explica la insistente controversia que se entabló sobre las posibilidades de que
adquiriera para América Latina un estatuto legítimo tanto para interpretar como para
transformar la realidad.
En este sentido es preciso plantear cuestiones que tal vez no sean de fácil respuesta:
¿Existió o existe un “marxismo latinoamericano”? ¿Qué significa que no sea
mencionado en el relevamiento de Kolakowski (1980) titulado pomposamente Las corrientes principales del marxismo o que apenas figure en la Historia del marxismo que dirigió Eric Hobsbawm? ¿Es factible rastrear los signos de una homogeneidad
teórica y práctica identificable? ¿Es genuina tal búsqueda? ¿No nos enseña esa
diversidad provinciana, regional o nacional que es América Latina, las limitaciones de
buscar lo uno (el marxismo latinoamericano) en lo múltiple (Nuestra América)? ¿Es
deseable una trama diversa donde algunos pocos elementos analíticos comunes
adquieran verdadera relevancia más por su nivel de síntesis que por el ensamble de
categorías heterogéneas? Desde luego, nuestras consideraciones serán preliminares y las
consideramos hipótesis que merecen la obra de una nueva generación militando al calor
de la lucha de clases.
Nuestra argumentación comenzará con una reseña sintética de la historia de las
perspectivas marxistas en América Latina. Esbozaremos entonces un recorrido de las
maneras propuestas para aclimatar la vocación crítica y revolucionaria del marxismo a
circunstancias irreductibles a su tierra de origen. Luego dedicaremos un apartado para
presentar la figura de José Carlos Mariátegui, el socialista peruano que más
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radicalmente se esforzó por construir una práctica intelectual y política del marxismo
que intersectara con la tradición indoamericana. Su reconocida posición central en la
historia del marxismo latinoamericano, expuesta y revisada de manera inevitablemente
concisa, posibilitará atisbar las tensiones que habitan a todo ejercicio de
latinoamericanización del marxismo.
Por último, algunas reflexiones sobre las circunstancias del marxismo latinoamericano
actual permitirían plantear una agenda posible de problemas a tratar para seguir
indagando y aportando a su vitalidad. Temas tales como las nuevas perspectivas de una
crítica de la economía política, las nuevas teorías de la subjetividad, los enlaces con los
aportes de una filosofía de género, las redefiniciones de los conceptos de ideología,
hegemonía y dominación, urgen en su revisión para enriquecer la práctica política de un
continente que todavía tiene posibilidades de renovarse.
La reconstrucción es urgente hoy por la emergencia de complejos procesos
transformadores que reclaman un enlace con la perspectiva socialista. Está claro que esa
conexión sólo puede ser convincente si está acompañada por un examen del marxismo,
una de las teorías esenciales de la praxis revolucionaria. Sucede lo dicho, por ejemplo, con
la situación venezolana, donde el presidente Hugo Chávez ha planteado que la “revolución
bolivariana” tiene vigorosos anclajes conceptuales con la tradición marxista. Dentro de ese
contexto, algunas intervenciones políticointelectuales postularon que es necesario crear
una teoría para la “revolución bolivariana”, una teoría que otorgue un lugar central al
marxismo (Instituto de Altos Estudios Políticos y Sociales BolívarMarx, 2006). Pero,
¿qué quiere decir exactamente eso? Todos los escritos del volumen El socialismo del siglo 21 historizan el marxismo, es decir, afirman que no es no es unitario ni compacto, que no es un recetario definida de una vez y para siempre. De todas maneras, la propuesta no
formula una elaboración en intensidad. Se trata de esbozos programáticos y declarativos.
Todas las contribuciones tienen la saludable convicción de que es preciso adecuar la teoría
revolucionaria a los desafíos actuales y no se resignan a esperar una verdad dogmática
predefinida.
Sin embargo, tal actitud intelectual aún no logra identificar la función del marxismo en el
socialismo latinoamericano por el que lucharemos. De ninguna manera la cuestión que
introducimos ha estado ausente de los esfuerzos recientes por repensar el lugar del
marxismo en América Latina. Salvo en partidarios de universalismos demasiado planos, el
tema de la refiguración situacional del marxismo es un aguijón que ningún sujeto político
socialista puede dejar de plantearse. Esta actitud nos parece más productiva que otras
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perspectivas, de compañeros muy valiosos, por cierto, que proponen problematizar el
marxismo del nuevo siglo sin hacer referencias sustantivas a las condiciones
latinoamericanas (por ejemplo, Altamira, 2006). Las páginas que siguen son nuestro
modesto aporte a la discusión.
II. Trayectorias del marxismo en Latinoamérica
Para este esbozo selectivo de algunas líneas de lo que puede ser denominado un
“marxismo latinoamericano” tomaremos las propuestas de José Aricó (1985a, 1985b),
Michael Löwy (2007), Agustín Cueva (2007) y Néstor Kohan (1998, 2000, 2004),
conocidos estudiosos de la cuestión.
Aricó y Löwy propusieron perfilar una imagen del marxismo latinoamericano en sus
contrariedades con las tradiciones revolucionarias locales. Si bien esta mirada se
refuerza rigurosamente en el período de hegemonía de la III Internacional (sobre todo
en el período estalinista), entre los años treinta y comienzos de la década del sesenta, es
cierto que la evaluación –sobre todo en Aricó tiende a extenderse a todo el recorrido
del marxismo en América Latina.
La periodización que plantean Löwy y Aricó, aunque en forma menos marcada en el
caso del segundo destaca tres períodos:
1) Un período revolucionario entre los años veinte y los años treinta, marcado a fuego
por la impronta de la flamante Revolución Rusa y bolchevique y la insurrección de
masas salvadoreña, dirigida por el Partido Comunista local a comienzos de los años
treinta.
2) Un período no revolucionario, “regenteado” por el estalinismo, entre mediados de los
años treinta y hasta casi comienzos de los años sesenta. En esta etapa la característica
fundamental sería la dogmatización, la burocratización del proceso revolucionario en la
propia URSS, la colaboración de los partidos comunistas en el congelamiento de los
procesos dinámicos de América Latina, sobre la base del total desarreglo y desprecio de
los verdaderos intereses locales. Un período en que la única revolución que se concebía
y promocionaba por la III Internacional Comunista (IC), no era una revolución
socialista sino una democrática burguesa y nacional.
3) Un período nuevamente revolucionario ordenado por la experiencia de la Revolución
Cubana y los efectos que la prédica de Fidel Castro y de Ernesto “Che” Guevara
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generaron en miles de jóvenes que se volcaron a la lucha armada para conquistar sus
anhelados intereses. 1
Löwy ubica la introducción del marxismo en Latinoamérica hacia finales del siglo XIX,
con la llegada de los inmigrantes europeos. Alemanes, italianos y españoles trajeron
consigo una nutrida biografía política y transfirieron su experiencia tanto en sus lugares
de trabajo como a través de la creación de partidos, asociaciones, mutuales obreras y
sindicatos. En cada una de esas instancias y cada vez con más intensidad, el marxismo
difundió su prédica. Aricó, por su parte, menciona la primera enunciación pública de
una adscripción teórica plena al marxismo, acontecida en 1909, de la mano de Enrique
del Valle Iberlucea al crear la Revista Socialista Internacional. No obstante, como en otros casos latinoamericanos, se trató de usos y traducciones que no consiguieron una
modulación marxista significativa.
Los marxistas europeístas no analizaban las formaciones sociales latinoamericanas en su
especificidad creyendo estar como en la vieja Europa ante una sociedad feudal. Por ello
deducían que en América Latina se debía pasar por una revolución democrático
burguesa en primera instancia y que con el tiempo y la maduración de las condiciones
objetivas y subjetivas se diera por tierra con ella para luego avanzar hacia una
revolución obrera y socialista.
Hacia los años cuarenta y cincuenta, sin embargo, varios cientistas sociales empezaron a
proponer una dimensión analítica distinta para pensar a América Latina, discontinuando
la idea de que las relaciones económicas sociales eran feudales. Reconociendo ahora la
especificidad de las formaciones económicas sociales como capitalistas “coloniales,
semicoloniales o dependientes”, sostenían por tanto que la fórmula del desarrollo de un
proceso socialista debía comenzar de modo radicalmente anticapitalista. En sintonía con
las observaciones que Marx le hiciera a los populistas rusos en torno a la posibilidad de
que la comunidad campesina donde la tierra era poseída y labrada en común (el mir) aprovechara sus tradiciones colectivistas y con la fuerza de la revolución europea, se
constituyera en el puntal de lanza de la revolución rusa. Pensadores como Mariátegui,
Hugo Blanco, Diego Rivera o Ricardo Ramírez trataron de capturar las líneas
1 Estudios recientes han rastreado las primeras “recepciones” de los textos marxianos y marxistas. De esa manera, se retrocede en la cronología de esa historia hasta los años setenta y ochenta del siglo XIX (Tarcus, 2007).
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colectivistas del modo preincaico de producción para vincularlas con su presente
político.
Durante este primer período, las discusiones se vieron orientadas centralmente por las
resoluciones de la III Internacional Comunista que desplegaba una mirada
enriquecedora en término políticos para el porvenir de América Latina. Se vaticinaba la
posibilidad de una coalición entre campesinos y obreros en pro de una revolución que
comenzara realizando tareas democráticas burguesas pero que avanzara rápidamente
hacia el socialismo. Esta lectura tenía como telón de fondo las ideas de los “hacedores
de la revolución rusa”, quienes creían perimida la posibilidad de que la burguesía
cumpliera algún rol progresista. Se apostaba a la movilización permanente concluyendo
en tareas tales como la expropiación de la propiedad privada y la socialización de los
medios de producción.
En este período se destacan dirigentes de la talla del líder chileno, Luis Emilio
Recabarren, un obrero tipógrafo que fundó el Partido Obrero Socialista en Chile y lo
transformó en Partido Comunista hacia 1922. Recabarren se dedicó a agitar como líder
de masas, la insalvable contradicción entre el capitalismo y el proletariado predicando la
revolución social. También el intelectual cubano Juan Antonio Mella, fundador del
Partido Comunista Cubano, tuvo un pensamiento inspirador. Por un lado no confiaba ni
creía en las posibilidades de que la burguesía cubana cumpliera un rol progresivo en el
proceso de modernización, y por eso le mismo le daba gran importancia al
internacionalismo. De allí su apoyo indeclinable al movimiento liderado por Sandino en
el país hermano nicaragüense. Del mismo modo, el peruano J. C Mariátegui (ver más
abajo) creador de la revista Amauta, apoyó cada uno de los movimientos que los trabajadores peruanos industrializados o agrarios protagonizaron en los primeros treinta
años del siglo XX. Mariátegui constituyó hacia el año 1928 el Partido Socialista y un
año después ayudaría además a conformar la Confederación General de Trabajadores
Peruanos. Desde la supervivencia de la experiencia colectivista de la historia precolonial
de las sociedades andinas pasando por la debilidad intrínseca de la burguesía
latinoamericana para la transformación, Mariátegui creyó en la posibilidad de una
revolución de corte continental.
Desde una perspectiva más social es de destacar en este primer período, que algunos
partidos como el comunista del Salvador y con líderes legendarios tales como
Farabundo Martí, Miguel Mármol, Alfonso Luna y Mario Zapata, supieron aprovechar
el impulso popular y ayudar a gestar una rebelión obrera y de masas, similar a la
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experiencia del consejo obrero soviético. Si bien la revolución fue derrotada, ya que las
clases dominantes fueron alertadas y reprimieron a sus protagonistas, encarcelando y
finalmente ejecutando a los grandes cuadros dirigentes, caracteriza Michel Löwy, que la
rebelión del año 1932 en este país centroamericano “constituyó un evento enteramente
singular en la historia del comunismo latinoamericano, por su carácter de levantamiento
armado de masas, su programa abiertamente socialista y su autonomía frente a la
KOMINTERN”. (Löwy, 2007: 24). También es de destacar, la insurrección comandada
en el Brasil, por Luiz Carlos Prestes, un jefe de soldados que lideró un grupo de
rebeldes en la región misionera contra el ejército estatal, y que llegó a abrazar al
comunismo hacia los años treinta. Con apoyo de la izquierda tenentista, su base social original, sumada a la de los líderes comunistas locales e internacionales en julio de
1935, Prestes se lanzó a concretar contra el varguismo una rebelión militar. Otra vez el
fracaso signaría la historia de la insurrección. La tortura, la cárcel y la ejecución en
masa de miles y miles de participantes, determinarían un cambio de rumbo en la
Internacional Comunista, que ya para esa época completaba su hegemonía estalinista.
Con la entronización de la industrialización y la colectivización forzosa hacia fines de
los años veinte en la URSS, sumado al enjuiciamiento, cárcel, expulsión y muerte de
muchos bolcheviques, en América Latina aunque con distintos ritmos, los partidos
comunistas comenzarían, según Löwy y Aricó, a cristalizarse como mera agencias
reproductoras de la política exterior de la URSS. Hacia fines de los años veinte, el
comunismo empezó a dar lugar a líderes más serviciales y acólitos al proceso y sobre
todo a los intereses de la burocracia soviética. Tal vez el caso más paradigmático hay
sido el de Vittorio Codovilla, afiliado al PSI originalmente, cuando este se transforma
en Partido Comunista se convertiría en su secretario general por muchos años y en líder
natural de todos las formaciones que impulsara el PC en Argentina. Codovilla fue
además miembro de la primera Conferencia Comunista Latinoamericana, celebrada en
Buenos Aires. En esta conferencia del año 1929 se sentarían las bases de los elementos
fundamentales de actuación de los PC hasta los años sesenta. El comienzo del “Tercer
período” del Comintern, conocido como el “ultraizquierdista”, es aquel en el que se
rechaza todo acuerdo con la socialdemocracia, impidiendo de esta forma una alianza
que evite el desarrollo de corrientes de derecha o directamente fascistas como las que ya
se estaban desarrollando en Europa. Esto consistía en la creencia en una teoría de una
revolución organizada por etapas, donde la primera sería democrática, admitiendo
variadas y amplias alianzas de clases, hasta incluir por ejemplo, a la burguesía
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nacionalista. Otra característica sería el error de identificación de fenómenos no
fascistas como fascistas, como en el caso de los populismo en Latinoamérica, que a la
vez generaron un acercamiento a la política exterior de los Estados Unidos, puesto que
se había convertido en el adalid de la lucha a favor de la democracia burguesa.
Esta lectura y estrategia de revolución, la IC la propuso para Asia y para América
Latina. En China las consecuencias de tales alianzas tuvieron consecuencias severas,
como la masacre del nacionalismo chino o Kuomintang de todas las fuerzas comunistas
en la ciudad de Shangai hacia 1927, cerrando el proceso de la Revolución China, hasta
el triunfo comunista de la República Popular dirigido por Mao Zedong en 1949.
También por ejemplo en la Argentina caracterizar al Peronismo como un fenómeno
fascista llevaría al PCA a promover una alianza con la Unión Democrática, una
coalición variopinta que incluía a sectores liberales, nacionalistas y socialistas y al
embajador norteamericano en Buenos Aires, Spruille Braden. Pero también el PCA con
su política desacreditó la experiencia más importante por la que estaban pasando los
trabajadores en los años cuarenta y fundamentalmente quedó fuera de combate en la
disputa por la dirección de la clase obrera, que en lo años treinta habría tenido un gran
ascendente. En Bolivia también la formación del partido comunista conocida como
Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR) se unió a distintos sectores oligárquicos
para derribar al gobierno representado en el Movimiento Nacional Revolucionario
(MNR) también caracterizado de fascista. Otra experiencia interesante fue la de
Guatemala entre los años 1951 y 1954, aún dentro del período de hegemonía de la IC.
El PCG se volvió una fuerza decisiva, pero lamentablemente su insistente idea de aliarse
con la burguesía y convertirla en aliada, lo llevó a la derrota del proceso rebelde que se
estaba gestando en Guatemala contra la opresión obrera y étnica. En torno al caso
cubano si bien el PSP denunció el golpe de Batista del año 1952, a la vez se mantuvo
alejando de la formación del Movimiento 26 de Julio, gesto del proceso revolucionario
y acusaba a Castro de terrorista. El PSP (antecedente del PC) planeaba una alianza con
la burguesía nacional para derrotara los Batistas. El PSP estuvo ausente tanto de la
preparación como de la insurrección por responder a la política oficial soviética y desoír
las vibraciones políticas locales. Brasil, no obstante fue una excepción porque la IC
definió apoyar al varguismo que había estado del lado de los aliados en la Segunda
Guerra Mundial.
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“La hegemonía del estalinismo en el pensamiento de izquierda latinoamericano de la
década del 1930 hasta la Revolución Cubana, no significa que no existieran
contribuciones científicas importantes al pensamiento marxista de ese período. En
varios país, dentro y fuera del los partidos comunistas, investigadores comunistas,
cuestionaron las interpretaciones esquemáticas prevalecientes sobre la naturaleza de las
formaciones económicas del continente, particularmente, la tendencia a imponer el
modelo feudal europeo en el análisis de las estructuras agrarias de América Latina”
(Löwy, 1982: 42).
Caio Prado, Marcelo Segall, Sergio Bagú, Hugo Bressano, Silvio Frondizi o Milcíades
Peña, insisten en pensar a América Latina como una articulación de vastas estructuras
productivas entre las cuales la dominante más que la feudal era la capitalista,
cuestionando por ejemplo en el caso de Silvio Frondizi, el carácter bonapartista de
Perón, así como el carácter dependiente de nuestro capitalismo. También hubo voces
opositoras naturalmente a la égida soviética, algunas representadas en la corriente de
raigambre trotskista, como ya hemos sugerido. En Brasil la oposición a la IC tuvo varias
nombres, tales como: Grupo Comunista Lenine o Liga Comunista de Oposición y
terminó consolidando una coalición en San Pablo que atrajo al sectores del PCB.
También en Chile, Bolivia y Argentina los trotskistas se destacaron cumpliendo roles en
sindicatos y en la formación de nuevos partidos políticos. También hubo comunistas
que se plegaron a las acciones guerrilleras de los campesinos en Colombia entre fines de
los años cuarenta y mediados de los cincuenta; hubo resistentes como los huelguistas
del Brasil de los años 1953 y 1954.
El punto de cierre que asume Aricó para su historia del marxismo, es el ciclo que
inaugura la Revolución Cubana, prolífica en dar lugar a una extrema y variada gama de
posiciones puestas al servicio de la transformación social. Entre ello se cuentan
experiencias tales como: el castrismo, el guevarismo, grupos guerrilleros como las
FARC en Colombia, los focos guerrilleros conducidos por Lobatón, De la Puente y
Béjar en el Perú y el EGP de Masetti en la Argentina. Löwy lleva el fin de las
condiciones históricas de permanencia del marxismo en Latinoamérica hasta su propia
contemporaneidad, detectando expresiones de vitalidad revolucionaria en los
campesinos sin tierra en Brasil (MST), en lo zapatistas en México (EZLN) y en las
FARC de los años ochenta.
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Agustín Cueva enfatiza fuertemente la idea de que no hubo nunca una “dependencia
absoluta de los partidos comunistas (PC) latinoamericanos con respecto a la IC” (Cueva,
1987: 177) Señala el heterodoxo camino que asume el PC mexicano, la trayectoria del
PC venezolano más dictada por sus propios intereses regionales que por la voluntad de
los líderes soviéticos, así como la construcción independiente del Frente Popular
chileno del año 1936 o la independencia de Salvador Allende en el proceso de
confluencia con el PC chileno y la Unidad Popular. Otro aspecto de interés menos
directamente político pero más cultural, es el rol en el mentado período estalinista, de
personas vinculadas a la cultura tales como: Neruda, Vallejo, Guillén, Amado, Fallas,
Niemeyer, Icaza, Alegría, Asturias, etc. La literatura, las artes plásticas, la música y las
ciencias reflejan esta vitalidad revolucionaria del marxismo o de pensamiento afines a
él.
La revolución cubana ya parte del tercer período en cuestión de la historia del marxismo
en Latinoamérica, claramente tuvo un proceso de desarrollo veloz. Ya entre 1960 y
1961 había tirado abajo al capitalismo y había empezado a construir una sociedad de
nuevo tipo. El Che Guevara se había declarado a favor de una revolución que
comenzara con la reforma agraria pero que no sofrenara nunca su marcha hacia el
socialismo. Alejados los castristas y guevaristas de la posición conciliadora del PCC,
avanzaron con medidas anticapitalistas y por el socialismo por fuera de la prédica
soviética. La revolución cubana dejaba atrás la época del “frente popular” con loa
sectores burguesa progresistas y con los antifascistas. Marcaría a fuego para toda una
generación la idea de que la lucha armada era posible si las masas acompañaban la
proposición revolucionaria. Desde Cuba se rehabilitó historiográficamente, “el primer
período revolucionario, retomando las lecciones de Mariátegui, Mella y Martí”.
Guevara marcaría con sus ideas una ética para un hombre nuevo. Una humanidad
solidaria y socialista, sería la marca de todo este nuevo ciclo de la historia del marxismo
en Latinoamérica. Sostiene Cueva que el marxismo “se enriqueció al experimentar una
tercermundialización” (Cueva, 1987: 188).
Guevara muy rápidamente se torno crítico de lo que el castrismo estaba construyendo en
Cuba. Por ello se fue de la isla primero hacia el Congo en África y luego a Bolivia,
donde lo encontraría muy joven la muerte. Predijo que el destino en América Latina
sería “la revolución socialista o una caricatura de la revolución”. Por los mismos
motivos rechazó de cuajo, la idea de una revolución por etapas y predijo que la principal
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forma de combate era la lucha armada contra los regimenes dictatoriales pero con el
apoyo de las masas.
Su prédica irradió a miles de jóvenes, obreros y campesinos en Latinoamérica y en el
mundo. Crecieron como hongos en muchos lugares fuerzas armadas guerrilleras.
Primero fueron rurales como las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional o el
Movimiento de Izquierda Revolucionario en Venezuela, las FAR y el MR13 en
Guatemala, el ELN en Perú y el FSLN en Nicaragua. A la vez se desarrollaron
movimientos guerrilleros urbanos como los Tupamaros en Uruguay, el PRTERP en
Argentina, el MIR chileno, el ALN y el MR8 en Brasil o el ELN boliviano.
Este rejuvenecimiento que trajo la revolución cubana al marxismo hizo que éste como
ideología entrara por primera vez en las universidades. La sociología, la historia, las
ciencias políticas, revitalizarían debates importantes de la esfera política. La misma
Cuba ofreció una revista de intervención intelectual titulada Pensamiento Crítico. La
Teología de la Liberación, un movimiento que acompañó en vastas experiencias la
lucha armada, fue otra expresión trascendente y en estrecho vínculo con la teoría y la
práctica marxista. El maoísmo y el trotskismo siguieron desarrollándose también. En el
Perú el dirigente trotskista y campesino, Hugo Blanco, llegó a dirigir a las masas
campesinas e intentó organizar una milicia de campesinos pobres. En Chile los
trotskistas entraron al MIR hacia el año 1965, En Bolivia el POR de Moscoso y el ELN
de Inti Peredo colaboraron y logran hacer tambalear al sector del ejército regular.
La ebullición del guevarismo en primer plano y del trotskismo y maoísmo en segundo,
pusieron en jaque la larga hegemonía de los partidos comunistas por soviéticos. Las
formas de procesar estas crisis fueron muchas. Algunos se fueron de los PC a formar
parte de la guerrilla, otros formaron partidos por chinos, otros se diluyeron en gobiernos
populistas como el de Goulart en Brasil o formaron parte de las coaliciones de poder de
los socialistas de la Unidad Popular en Chile en 1973. Hubo otra apuesta fuerte en este
tercer periodo, que fue el de la Revolución Nicaragüense. La gran diferencia entre la
Revolución cubana de 1959 y la nicaragüense veinte años después, fue que la segunda
no avanzó rápido con medidas socialistas y la derecha hincó sus dientes con el bloqueo
económico y los contras muy rápidamente. También el Frente Farabundo Martí de
Liberación Nacional en 1980 que toma la herencia del PC del Salvador y que al calor de
la Revolución Nicaragüense intenta controlar una buena parte del país con sus propias
fuerzas militares, en un proceso multifacético va definiendo nuevos frente de lucha,
abordando la lucha político, la económica y la social.
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El zapatismo mexicano de los noventa y el MST de Brasil son las últimas expresiones
políticosociales donde se advierte un vínculo con el marxismo. Otras formas, como la
de Sendero Luminoso, fueron durante los años 1980 y 1990 la revelación del fracaso
irremontable del sectarismo y el dogmatismo.
Hablar de una historia y de un marxismo latinoamericano como hemos podido ver,
implica necesariamente variedad, lo uno en lo múltiple. Supone pensar un cuerpo
teórico que de cuenta de las regiones, de lo local, a la vez que de los cruces
transversales que den cuenta de lo continental. Llamó a este proceso Pancho Aricó, “una
diversidad de perspectivas girando en torno al denominador común de una perspectiva
de transformación social” (Aricó, 1985b: 956).
Después de las perspectivas de Aricó y Löwy, Néstor Kohan propuso otra figura
histórica para el marxismo latinoamericano. Para este autor existe una sensibilidad que
califica con términos como heterodoxo, culturalista, voluntarista, romántico y
antiimperialista, anudados al socialismo. Se trataría de un marxismo incubado al calor
del activismo juvenil de la Reforma Universitaria en América Latina posterior a 1918,
cuando se retoma, radicalizándolo, el legado juvenilista y antimercantilista del
"arielismo". Por ejemplo, ese modernismo arielista que contrapesa los restos de
positivismo en la solidaridad de José Ingenieros con la Revolución Rusa. Ese impulso
crítico pronto adoptará una versación latinoamericana con el antiimperialismo de los
años veinte que el propio Ingenieros apoyó y que construirá vínculos en todo el
subcontinente. El núcleo cultural y ético del marxismo latinoamericano se destaca así
del marxismo soviético, pero podemos decir también del pesimismo crítico que dominó
al marxismo europeo después de 1923. El marxismo de América Latina y en esto
coincide con Löwy fue ocluido después de 1929 por la hegemonía externalista que
representó como pocos Victorio Codovilla. No fue por azar que el marxismo de
entonces fuera ortodoxo, economicista, universalista, deductivo y reformista. El
marxismo latinoamericano retorna con nuevos ropajes con la Revolución Cubana. La
figura y el pensamiento político de Ernesto "Che" Guevara representa como pocos ese
marxismo. Renace así la "hermandad de Ariel" que caracteriza al marxismo
latinoamericano. Asumiendo sus temas, para Guevara se trata de hacer la revolución,
pensada desde las experiencias propias, apelando a la voluntad (la conciencia) y la ética,
recuperando un antiimperialismo no sólo declamativo ni oportunista. Por lo tanto,
también retorna la heterodoxia. De allí que Kohan propugne recuperar la herencia del
marxismo latinoamericano, pero no para atenerse a un mandato, sino como nutriente de
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la vocación revolucionaria. El autor plantea una tarea generacional: "Cada generación
debe recuperar su historia previa y desde ella entablar un diálogo crítico con la
tradición. Ese diálogo crítico no consiste únicamente en 'deducir y aplicar' sino también
en repensar y crear a partir de lo que ya sabemos y de los nuevos interrogantes que nos
plantea la realidad histórica" (Kohan, 2004). Una última indicación sobre la perspectiva
de Kohan es la conexión que establece con el antiimperialismo latinoamericano, que es
un rasgo cultural de mayor cobertura con el marxismo. La elaboración del
entrecruzamiento con el nacionalismo no es profunda, lo que se explica por la reducción
al Estado nacional que aquél revela desde mediados del siglo XIX. En cambio, el
antiimperialismo tiene un anclaje latinoamericano.
II. Particularidades de un marxista latinoamericano.
El pensamiento y la acción del intelectual peruano José Carlos Mariátegui (18941930)
constituyen un laboratorio viviente de las peculiaridades que caracterizan al esfuerzo de la
praxis marxista en América Latina. Mariátegui es reconocido como el más creativo
productor de un “marxismo latinoamericano”. ¿Qué quiere decir eso hoy? ¿Qué herencia
implica para quienes aspiramos a reconstruir una práctica política socialista?
Mariátegui no es el epítome ni la condensación del marxismo latinoamericano. Su sitial
está justificado por la formulación de tesis que dieron nacimiento al marxismo
latinoamericano. Sin embargo, fue el inicio de esta historia y no su consumación.
Es bien conocida la trama de la maduración socialista del pensamiento mariateguiano.
Entre su regreso del viaje europeo en 1923 y 19271928 Mariátegui transitó su período de
despliegue de su socialismo, coronado por los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, el balance editorial de Amauta y la separación de la Alianza Popular
Revolucionaria Americana (APRA). Sus trabajos anteriores permanecían dentro de un
pensamiento idealista calado por la noción de una “nueva generación” iluminada por el
inconformismo estudiantil ligado a los efectos de la Reforma Universitaria. Más tarde
Mariátegui denominaría a este momento inicial de su pensamiento como su “Edad de
Piedra” teórica. Los Siete ensayos constituyen un análisis históricosocial y político cultural, aunque este momento, refigurado, persista como una dimensión crucial de la
lucha en la construcción de un programa emancipatorio concreto. A partir de los
acontecimientos determinados por la fractura del etapismo de la III Internacional que
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significó la masacre de Cantón (1927) y la formación del aprismo, se puede reconocer el
cenit de un desarrollo truncado pocos años después por la muerte.
Para iniciar un debate sistemático pero restringido por el espacio disponible, debemos
abordar los aspectos más característicos del pensamiento de Mariátegui. La unidad entre la
teoría y la práctica, constitutiva del marxismo, es considerada aquí como la clave del
enfoque. La cuestión decisiva es la presencia del mito en el esfuerzo mariateguiano de
pensar marxistamente la revolución en el Perú de su época. El papel asignado en algunos
escritos de Mariátegui al mito como movilizador de las capacidades revolucionarias de las
masas y la negativa a considerar al marxismo como un conjunto de recetas abstractas, se
conecta con la posibilidad de un socialismo “indoamericano”. Limitaremos nuestro análisis
al período 19271930 porque entre la publicación de los Siete Ensayos y la ruptura con política de coalición popular con dirección de clase media de Haya de la Torre (1927
1928) se verifica un salto cualitativo en su concepción teóricopolítica, que sin embargo no
puede ser representada correctamente como un corte radical con la asunción de una
doctrina. Es cierto que en ocasiones el propio Mariátegui destacó la función del viaje
europeo para abandonar su “Edad de Piedra” teórica. Pero lo que no debe ser
menospreciado es la importancia persistente en su pensamiento del contexto peruano que
le planteó los desafíos de una emancipación de los oprimidos, es decir, de la clase obrera y
el campesinado.
Marxismo, ciencia, mito, revolución
Mariátegui desarrolló sus perspectivas políticas en una sociedad donde los presupuestos
materiales indispensables para la revolución socialista que identificaba una lectura clásica
del marxismo (gran industria, clase obrera organizada y mayoritaria, concentración de la
propiedad y la administración) aparecían de una manera débil y marginal en la estructura
económica. Ello obligó a repensar los postulados del marxismo en los años críticos que
fueron los veintes. Implicó lograr que fuera teórica y estratégicamente eficiente el consejo
de sostener la política en el “análisis concreto de la situación concreta”. El estudio de la
realidad económica en conjunción con la estructura de clases del Perú y la inserción más
decidida en el mercado capitalista dominado por las naciones imperialistas, impuso un
desafío tan difícil como necesario que Mariátegui emprendió de un modo altamente
original. Este aspecto el que distingue a Mariátegui de otros intelectuales marxistas
latinoamericanos que si bien podían poseer una lectura más vasta de los autores clásicos y
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mayor sistematicidad en el pensamiento, no comprendieron que la eficacia del marxismo
reside en su puesta en acción práctica dentro de situaciones específicas. Es en este sentido
tradicional preguntarse por qué el argentino Aníbal Ponce, en principio mejor formado en
la literatura marxista, no logró desplegar una construcción adecuada a los desafíos de la
revolución socialista en su país, la Argentina (Terán, 1983). Pero quedándonos en el caso
de Mariátegui, la vocación de concreción de su pensamiento coloca en primer plano el
trabajo permanente de crítica y reelaboración de las categorías marxistas.
Aníbal Quijano ha dejado entrever en esa contradicción aparente entre el autodidactismo,
cierta ambigüedad conceptual y la creatividad teórica la clave del asunto: “no es acaso muy
grande el riesgo de decir que, de algún modo, sus descubrimientos marxistas de la realidad
fundamental del Perú de su tiempo, fueron la conquista de una mentalidad cuya autonomía
y osadía intelectual, eran apoyadas inclusive en esos elementos, teóricamente espurios y,
sin embargo, psicológicamente eficaces para permitir que no se plegara simplemente a una
adhesión acrítica a las ‘ortodoxias’ burocráticas.” (Quijano, 1979: LVLVI). Caminando
en esta línea de pensamiento quizás pueda decirse que el empleo productivo de los saberes
que Quijano denomina “espurios” residiera en algo más que en el terreno de la
“psicología”. 2
El análisis socialista en Mariátegui se sostiene en la investigación de los aspectos
económicos y de los políticosociales de la realidad peruana. Mariátegui afirmó que en el
Perú coexistían elementos de tres economías diversas: “Bajo el régimen de economía
feudal nacido de la Conquista subsisten en la sierra algunos residuos vivos todavía de la
economía comunista indígena. En la costa, sobre un suelo feudal, crece una economía
burguesa que, por lo menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía
retardada”. (Mariátegui, 1928:15). De esa postulación se desprendían consecuencias
políticas importantes. Una de ellas era que la convivencia y mutua (aunque tensa)
colaboración entre relaciones de producción “feudales” y burguesas en el contexto de los
imperialismos inglés y norteamericano. Esa estructura compleja explicará la naturaleza
raquítica y políticamente poco significante del capital “nacional” y, por ende, de la
imposibilidad de la realización de un cambio social progresivo emprendido por burgueses,
que prepararan el terreno para el ascenso de la clase obrera (dicho de otra manera, la
imposibilidad de la burguesía peruana de llevar adelante la revolución democrático
burguesa y sus tareas). De allí Mariátegui concluía la necesidad de una política
2 De todos modos, la dicotomía entre ortodoxia y heterodoxia no debería ser llevada a los extremos de una situación que comenzaba a consolidarse en tiempos de la muerte de Mariátegui (Beigel, 2003).
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revolucionaria basada en un bloque obrerocampesino articulado por el programa
socialista.
Otra consecuencia de esta misma estructura económicosocial y cultural establecía una
configuración de clases que reconocía la amplísima mayoría al campesinado indígena, frente a una clase obrera que no podría llevar adelante su revolución sin la participación de
aquél. He allí el fundamento del carácter “indoamericano” del socialismo, que introducía
una variación en la lógica de clase típica del marxismo europeo y una inflexión étnica que
no había ingresado en la matriz teórica originaria.
La preocupación de Mariátegui por la aclimatación del socialismo en modo alguno fue una
curiosidad epocal. Por el contrario, desde fines del siglo XIX el “problema del indio”
constituía un interés central de la intelectualidad progresista peruana. Sobre todo, durante
los álgidos años veinte, dominados por la dictadura de Augusto Leguía, la determinación
de la relevancia del campesinado indígena constituyó el eje de la polémica en la izquierda.
La APRA, liderada por Víctor Raúl Haya de la Torre, impulsaba desde un punto de partida
similar una línea democrática radicalnacional, donde debía primar una perspectiva
antiimperialista liderada por la clase media y los intelectuales, que conducirían a las demás
clases. Para Haya de la Torre el programa de una revolución socialista implicaba la
aplicación de una perspectiva eurocéntrica en el Perú. En las condiciones locales el
enfrentamiento fundamental era con el imperialismo. Haya también depositaba mayores
esperanzas en la burguesía nativa, que orientada por el programa político de los
intelectuales de clase media conduciría a las masas contra el bloque formado entre el
capital extranjero y los “gamonales” (terratenientes). El APRA no confiaba en la capacidad
de la clase obrera y mucho menos de los campesinos indígenas para promover una política
viable. Rechazaba, por ende, la dictadura del proletariado y la revolución socialista
calificándolos como “prematuros” y a Mariátegui como demasiado “teórico” y poco
“práctico”. Para los apristas la pequeña burguesía nacional era en ese momento la clase
revolucionaria. No es casual que Haya de la Torre hubiera denominado por entonces la
APRA como el “Kuo Min Tang latinoamericano” (Haya de la Torre, 1936:6869, 97).
Mariátegui acompañó esta opción hasta principios de 1928, cuando comprendió que la
grandilocuencia (a veces con lenguaje marxista) de la pequeña burguesía carecía de futuro.
La cuestión se decidía en la definición del desarrollo capitalista del Perú. Haya de la Torre
subrayaba los rasgos del atraso feudal y la dominación imperialista. Mariátegui sostenía
una idea del carácter híbrido del capitalismo peruano, a partir del cual discutió las salidas a
la dictadura conservadora de Leguía. Si éste representaba la fórmula política del
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capitalismo tal como existía en el Perú, es decir, como correspondía a sus relaciones de
producción, la alternativa no era un capitalismo ideal, sino el socialismo. Escribía
Mariátegui: “El proceso leguiísta es la expresión política de nuestro proceso de
crecimiento capitalista, y si algo se le opone radicalmente, si algo es su antítesis y su
negación, es justamente nuestro socialismo, nuestro marxismo, que pugnan por afirmar
una política basada en los intereses y en los principios de las masas obreras y campesinas,
del proletariado, no de la inestable pequeña burguesía.” (Carta a Moisés Arroyo Posadas,
30 de julio de 1929).
La posición mariateguiana parece compartir con Haya de la Torre la imaginación de la
historia como un proceso por fases en que la era feudal es reemplazada por la capitalista y
esta es sucedida por la socialista. La divergencia consistía en que para uno primaba lo
feudal, y por lo tanto histórica y políticamente era necesario pasar a la etapa siguiente,
mientras que para el otro se trataba de una sociedad capitalista compleja y, en
consecuencia, habilitaba el tránsito revolucionario al socialismo. No obstante esta
“filosofía de la historia”, Mariátegui introducía nuevos elementos que superaban la
reducción de la práctica política marxista a la sujeción de la sucesión de momentos
evolutivos e inexorables en la Historia. El quid de la cuestión revolucionaria residía en la
definición de la movilización política de las mayorías populares.
Mariátegui pensaba la capacidad revolucionaria de las masas indígenas y la liberación del
yugo terrateniente y la explotación capitalista, en conexión con la formación de mitos y
esperanzas de redención que condujera a las clases oprimidas a la revolución socialista.
Pero los mitos no consistían en imágenes arbitrarias o en construcciones imaginarias.
Respondían a experiencias históricas y situaciones materiales. En el caso del proletariado
urbano, Mariátegui concebía su potencialidad revolucionaria en términos marxistas
clásicos, es decir, considerando su posición en el sistema productivo y su enfrentamiento
objetivo con la clase capitalista. Pero como veremos pronto, la acción revolucionaria no
era deducible de esa posición. Respecto del campesinado la mitología revolucionaria
hallaba una articulación concreta. El campesinado poseía una fuente material de su
cualidad insurreccional en los aillus o comunidades indígenas, donde Mariátegui
vislumbró relaciones sociales semejantes a las socialistas. Esa herencia posibilitaba un
tránsito al socialismo sobre tales bases pero no en el mismo sentido, sino superándolas. Por
ello su pensamiento no era conservador, romántico ni indigenistatradicionalista. La
perspectiva era más bien similar a la de Marx respecto a la comuna rural rusa expuesta en
sus cartas a Vera Zasulich.
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El mito no expresaba llanamente las exigencias de una realidad prediscursiva. Era una
dimensión fundamental de la experiencia colectiva. De allí que la “correspondencia” entre
situación económicosocial y movilización política en modo alguno fuera transparente. “La
fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su
voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del mito.” (Mariátegui,
1959a: 22). La condición objetiva de las clases revolucionarias no era suficiente para
iniciar la praxis revolucionaria. La revolución fue más de una vez considerada como un
mito para la liberación y comparada con la religión: “como lo anunciaba Sorel, la
experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos
revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la
misma plenitud que los antiguos mitos religiosos.” (Mariátegui, 1928: 125). Contra lo que
opina Robert Paris en su enérgica sorelianización de Mariátegui, el objeto mismo de la
revolución estaba conceptualizado por este en términos marxistas, no como un mito
irreductible a la razón, en este caso a la razón política socialista. 3 El punto de vista de
Mariátegui enfrentaba la reducción positivista del marxismo que había gobernado la teoría
socialista de la II Internacional, aunque también en Marx y Engels existieron duros núcleos
ilustrados que vieron en los mitos un obstáculo a la identificación de los verdaderos
intereses de la clase obrera. Para ese punto de vista, el mito equivalía a irracionalidad y no
podía ser sino una forma alternativa de “opio de los pueblos”. Dentro de ese marco,
sorprende que Mariátegui suponga que es un mito aquello que hace de la clase obrera el
factor potencialmente revolucionario: “Lo que más netamente diferencia en ésta época a la
burguesía del proletariado es el mito. La burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto
incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal renacentista, ha envejecido demasiado. El
proletariado tiene un mito: la revolución social.” (Mariátegui, 1959a: 22).
Para Mariátegui, el problema del mito no residía solamente en que movilizara a los
explotados, sino hacia dónde lo hacía. De allí el tono duro que asume su polémica política.
En ese plano su marxismo fue nítido en la orientación hacia la destrucción del capitalismo
y de las relaciones de dominación de clases. Es un error identificar el mito y la política
revolucionaria de Mariátegui, diluyendo su compromiso con el socialismo marxista en las
debilidades teóricas propias de su formación autodidacta. Si bien la cualidad creativa de
Mariátegui no puede entenderse sin ciertas ambigüedades nocionales y un historicismo
3 “Cuando el modelo de huelga general (como mito para Sorel), inseparable, quiérase o no, de cierto estado del proletariado, aparece inadecuado en la situación del Perú de 1925, ¿qué puede significar, en efecto, en el mismo contexto la ‘idea de revolución social’, sino un ‘mito’?”. (Paris, 1981:143).
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abrevado en Croce, ello indica mejor su actividad constante de elaboración que un mal
empleo del marxismo (que estaría “dado”).
La búsqueda de una perspectiva no economicista de la praxis revolucionaria replantea el
estatuto epistemológico del marxismo mariateguiano y su idea de la política. Carece de
sentido discutir si era leninista o soreliano, marxista o crociano, como si la meta fuera
hallar una identidad teórica incontaminada. Lo que aquí interesa es observar qué hizo de la
teoría marxista para sostener una estrategia revolucionaria en el Perú. Su sensibilidad por
la diferencia específica ha dado lugar a una frase ya clásica en el pensamiento político de
la izquierda latinoamericana: “No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en
América ni calco ni copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra
propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano.” (Mariátegui,
1959b: 249). En la articulación entre el socialismo de imprenta mundial y la particularidad
americana reconocía el doble juego de la construcción de una política revolucionaria: el
socialismo como perspectiva de revolución mundial y la delimitación indoamericana como
modulación en consideración de la situación concreta, no europea.
Frente popular, antiimperialismo, socialismo
La polémica con la APRA y la dirección de la III Internacional en América Latina sobre la
naturaleza de la revolución en Latinoamérica son, sin duda, el punto decisivo de la
evolución política de Mariátegui. Éste se separa políticamente de Haya de la Torre en
1928. Partiendo de su análisis económicosocial concreto y singular del Perú, Mariátegui
considera el reformismo antiimperialista aprista como una estrategia inviable para la
solución de la opresión de las masas. Sin el socialismo, las demandas nacionales carecían
de perspectiva. No existía una “etapa” previa a la lucha por el poder, si se perseguía una
meta radical. El revolucionarismo del APRA parecía a Mariátegui una fórmula errónea, sin
contenido de clase. Para el APRA el razonamiento era el inverso: “No desconocemos,
pues, los antagonismo de clase dentro del conjunto social indoamericano, pero planteamos
en primer término la tesis del peligro mayor (el imperialismo) que es elemental a toda estrategia defensiva. (...) Ella nos impone subordinar temporalmente todas las otras luchas
que resulten de nuestra realidad social y que no sean coadyuvantes del imperialismo, a la
necesidad de una lucha común.” (Haya de la Torre, 1936:119).
Mariátegui se situó en un punto de vista distinto. Así lo expresó en el octavo punto del
Programa del Partido Socialista del Perú, donde la utilización del lenguaje etapista no
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conseguía ocultar la noción de permanencia de la revolución: “Cumplida su etapa
democráticoburguesa, la revolución (conducida por la clase obrera y el campesinado, ya
hemos aclarado) deviene en sus objetivos y en su doctrina revolución proletaria. El partido del proletariado, capacitado por la lucha para el ejercicio del poder y el desarrollo de su
propio programa, realiza en esta etapa las tareas especiales de la organización y defensa del
orden socialista.” Desde el comunismo soviético se le criticó este “olvido” de las etapas
como sucesivas rígidamente y su consideración del problema campesino ya que, se dijo,
“por esto Mariátegui consideraba posible comenzar la revolución en el Perú directamente
con la lucha por la creación del régimen socialista.” (Miroshevski, 1942).
¿No significa esto más bien que dejando de lado el problema campesino Mariátegui se
plegó al viraje ultraizquierdista de la III Internacional luego del fracaso en China?
¿Implicaba que Mariátegui consideraba que una alianza con las clases medias para
alcanzar objetivos socialistas debía descartarse a priori? La declaración de principios del
PSP mariateguiano revela otra actitud al establecer que las organización sindical y el
partido político en creación aceptarían “contingentemente (es decir, manteniendo la autonomía del partido obrero) una táctica de frente único o alianza con organizaciones o
grupos de la pequeña burguesía, siempre que estos representen efectivamente un
movimiento de masas y reivindicaciones concretamente determinadas.” (Subrayado nuestro).
Ante la prédica aprista de la necesidad de unidad de clases para enfrentar nacionalmente al
imperialismo norteamericano, Mariátegui sostuvo que el problema antiimperialista no era
sencillamente “nacional”, sino un problema de clases, como tampoco la cuestión indígena
era únicamente “étnica” sino que implicaba un vínculo con la estructura sociológica del
país. Las cuestiones nacional, étnica y de clase, sólo podrían ser resueltas en una política
que las unificara. En el frente que el partido obrero podría integrar nunca se debían
abandonar las banderas propias de la posición socialista. No se trataba de un frente
electoral, sino de reivindicaciones efectivas; no un frente indiferenciado, sino uno que tolerara la permanencia de la identidad del partido de la clase obrera y sus aliados directos;
no un frente de negociaciones por cargos, sino una instancia en la construcción de un
movimiento de masas. El mismo régimen de pensamiento sostenía la postura sobre el
imperialismo. En ese punto la posición de Mariátegui debía colisionar con el programa de
una revolución “agraria y antiimperialista”, no socialista, que proponía la III
Internacional. En un documento enviado a la Primera Conferencia Comunista Lati
noamericana (junio de 1929), la delegación peruana expresó: “El antiimperialismo, para
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nosotros, no constituye, ni puede constituir por sí solo un programa político, un
movimiento de masas apto para la conquista del poder. El antiimperialismo, admitido que
pudiese movilizar al lado de las masas obreras y campesinas, a la burguesía y a la pequeña
burguesía nacionalistas (ya hemos negado terminantemente esa posibilidad) no anula el antagonismo entre las clases, no suprime su diferencia de intereses.” (Mariátegui,
1959b:90, subrayado nuestro). 4
Es cierto que Mariátegui subestimó la capacidad de la burguesía “nacional” para realizar
algunas “tareas” de desarrollo industrial y social, e incluso en algunos contextos nacionales
llegó a limitar la influencia del capital extranjero, tal como ha señalado el criptoaprista
argentino Jorge Abelardo Ramos (Ramos, 1973). En consecuencia, para Ramos y la
“Izquierda Nacional” la estación intermedia de una Liberación Nacional era
imprescindible, por lo que la estrategia socialista consistía en el “apoyo crítico” a los
proyectos burgueses “progresistas”. La primacía de los intereses de las clases propietarias
y la necesidad de limitar el aumento de la capacidad de consumo de las masas yugularon
numerosos de los programas reformistas que recorrieron Latinoamérica después de 1930,
habitualmente por medio de golpes militares. Sin embargo, también se marchitaron por sus
dificultades para desarrollar una política popular. Con el agotamiento del ciclo de
reacomodamiento del capitalismo periférico, los populismos reformistas iniciaron un
proceso de reorientación hacia postura neoliberales. Esa transformación condujo a
abandonar más tarde o más temprano la política socialista, tal como ocurrió con Ramos
durante los años noventa, o desde la perspectiva del dependentismo “dialéctico” de
Fernando Henrique Cardoso a asumir por mano propia la adecuación a las más desnudas
exigencias del capitalismo nacional y transnacional.
Consideraciones críticas
Si un marxismo latinoamericano es posible, este debe aceptar la tendencia mundial de una
transformación ligada a la expansión de las relaciones sociales y económicas capitalistas,
pero necesita establecer un examen materialista del subcontinente. En este plano es donde
podemos hallar las dificultades mariateguianas para fundar un marxismo latinoamericano,
porque su concepto de feudalidad utilizado en los Siete Ensayos en contraste con el capitalismo adolece de una cierta exterioridad con la realidad peruana. Aunque realizó un
4 Sobre el momento 1929, ver Flores Galindo (1980), “Introducción” a Aricó (1978) y Quijano (1979).
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vigoroso esfuerzo por encontrar las formaciones híbridas sedimentadas por la historia y la
economía peruanas, las categorías de esa hibridez eran problemáticas. En este punto es que
se puede hallar problemas “eurocéntricos” en Mariátegui. La solución de Haya de la Torre,
al postular un “espaciotiempo” indoamericano, irreductible al espaciotiempo europeo, es
sumamente problemática porque desconoce el proceso global de subsunción capitalista, y
por eso mismo concluye por perder la particularidad que pretende esencializar.
Mariátegui presenta rastros de una tentación eurocéntrica en el empleo de categorías hoy
fácilmente detectables desde la crítica poscolonial. Sin embargo, pensado históricamente,
el aporte de Mariátegui emerge en una zona de creación donde se percibe la anticipación
del proyecto de comprender el carácter global del capital y la concreción siempre local de
sus formas y, sobre todo, la existencia de relaciones sociales que no pueden ser
simplemente formateadas a través de la economía. La detección de dinámicas ligadas a las
pertenencias étnicas y la eficacia reconocida a lo simbólico replantean la teoría social
marxista, alterando las pretensiones universalistas simplistas. De esa manera, el marxismo
exige siempre una transformación histórica que a la vez que se vertebra de acuerdo a las
situaciones concretas, mantiene la visión global. Sin embargo, la situación concreta supone
una dificultad para la noción de marxismo latinoamericano porque es difícil concebir la
historia y las relaciones sociales al sur del Río Grande como una totalidad. He allí la
paradoja de la idea de Mariátegui como el iniciador del marxismo latinoamericano, cuando
en verdad su pensamiento siempre estuvo anclado en la realidad peruana, que no es
exactamente la misma que la argentina, la brasileña, la venezolana o la cubana. Los Siete
Ensayos fueron pensados para la realidad peruana, como lo dice su título, y no para la realidad latinoamericana. Podríamos decir que la atribución latinoamericana era externa a
Mariátegui, y que debería ser reprochada a tantas interpretaciones que lo sitúan en el plano
teórico de América Latina. No obstante, es innegable que Mariátegui tuvo una aspiración a
crear una comprensión política subcontinental. Así fue que planteó una estructuración
“indoamericana” del socialismo.
Esta presentación del pensamiento de Mariátegui lega dos tipos de incógnitas para la
reconstrucción del marxismo latinoamericano. En primer término, la ambigüedad
inevitable entre las determinaciones latinoamericanas (de lo que llamamos Nuestra
América) y las nacionales, que debe ser asumida por la renovación del marxismo. En
segundo término, la complejización de la teoría social marxista, cuyo núcleo debe ser la
crítica del economicismo.
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Esto parece particularmente urgente hoy, cuando el marxismo no podría desoír la
cuestión indígena y campesina en países como México, Perú y Bolivia. Álvaro García
Linera sostiene que por el contrario se transita en Bolivia una ligadura entre las
tradiciones locales y las universales, por lo que se establece un nuevo contexto para
revisar el desencuentro de indianismo y marxismo como “razones revolucionarias”. El
indianismo en el poder “desea” articular viejas tradiciones enlazadas en las narrativas
del nacionalismo revolucionario, del marxismo y del indianismo revolucionario. Hoy la
etnia dominante, la no blanca y no europea, se haya ejerciendo por primera vez en su
historia pos colonial, una hábil estrategia de poder e intenta crear una hegemonía
político cultural que ponga en el centro del proceso revolucionario la condición étnica y
la de clase. El indianismo cohesiona “una fuerza de masa movilizable, insurrecional y
electoral, logrando politizar el campo político discursivo, consolidándose como una
ideología de proyección estatal” (García Linera, 2007: 4). Hoy indianismo y marxismo
transitan en Bolivia una historia que no está destinada a enfrentarse.
Hipótesis para una reconstrucción críticopolítica del marxismo latinoamericano
Antonio Gramsci formuló una ingeniosa síntesis del significado históricoteórico de la
Revolución Rusa. Dijo que era una “revolución contra El capital”. Fue en su parecer un movimiento revolucionario imprevisto para las matrices teóricas del gran libro de Marx,
desde cuyo mirador se esperaba una transformación en Inglaterra, la gran potencia
capitalista de la época. Rusia contaba con una estructura económicosocial híbrida,
desigual, con núcleos de gran industria rodeados por mares de propiedades agrarias. De allí
que contradijera los pronósticos fundados en El capital. Si la situación latinoamericana difiere de la avanzada capitalista mundial, ¿será su posible revolución una “revolución
contra El capital”?
Esta cuestión nos introduce en la recurrente problemática del eurocentrismo del marxismo,
obstáculo inmanente, constitutivo, que lo inhabilitaría para permitir la generación de un
marxismo latinoamericano. La evidencia de la incapacidad para “comprender” nuestras
circunstancias estaría ya presente en el propio Marx y su acerba crítica de Bolívar. 5 Las
consecuencias serían sin dudas más importantes que una evaluación de los prejuicios del
autor de Miseria de la filosofía. En efecto, si detrás de la presunción de universalismo
5 Un análisis reciente en Chavolla (2005), para Marx, y Kersffeld (2007), para el antiimperialismo posterior a 1918.
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marxista se oculta el eurocentrismo, el proyecto de reconstruir el marxismo en Nuestra
América debe ser considerado lógicamente imposible. La política socialista debería
edificar otra teoría, desgajada de la marca de fábrica europea.
De acuerdo a Aricó (1980), el problema de Marx en su lectura de Bolívar da cuenta de una
decisión analítica ligada a la incompleta ruptura con el legado hegeliano. En efecto, si para
Marx el problema del pensamiento de Hegel consistía en su privilegio del Estado como
cohesionador “racional” de la sociedad civil, la inversión que propone a través de la crítica
de la economía política lo reduce a una expresión del dominio de clase. Pues bien, en
América latina el Estado creó las naciones y moldeó las sociedades. El centralismo
bolivariano pertenece al horizonte histórico de ese condicionamiento, que es interpretado
por Marx como bonapartismo y caudillismo. Aricó detecta que la dificultad mayor de
Marx para pensar el subcontinente latinoamericano reside en las opacidades de su teoría
política, y no en un incurable eurocentrismo.
Una faena inexcusable del marxismo en todo el mundo, pero también del marxismo
latinoamericano, consiste en hacer el balance de la experiencia soviética. Como señalaron
Löwy y Aricó, la emergencia de la URSS y la III Internacional fueron cruciales para el
despliegue de los partidos y políticas marxistas. El examen del fenómeno mundial del
socialismo burocratizado y “en un solo país”, tiene un sitio de privilegio en un estudio del
marxismo latinoamericano.
Hoy naturalmente con la ayuda del tiempo transcurrido, podemos decir que variados
elementos de crisis preanunciaban ya a comienzos de la década del ochenta, la
caracterización que el historiador británico Eric Hobsbawm haría en torno al “siglo
corto”. 6 La caída estrepitosa en el nivel de vida de las masas soviéticas, los sinsabores
de las naciones “amigas” de la región que empezaban a reclamar un lugar de
independencia y de legitimidad para su propia historia, las incertidumbres de las
categorías de análisis del llamado “materialismo dialéctico” (una especie de filosofía
atribuida al marxismo) y la realidad, el fin de la ilusión de las masas soviéticas en torno
6 En la Historia del siglo XX que publicara en 1995 la editorial Crítica de Madrid. (primera versión en inglés es del año anterior), Eric Hobsbawm planteaba que el siglo XX era un siglo corto, puestos que se originaba en 1914 con la primera guerra mundial alargando el siglo XIX por un lado, y que tenía como fin el año 1991, momento del derrumbe y desintegración de la URSS. Hobsbawm iluminaba con esta tesis, la decisiva importancia que había tenido la Unión Soviética en la historia mundial del siglo XX, exponiendo de esta forma que la concreción de la primera revolución obrera triunfante de la historia y la oclusión del “socialismo realmente existente”, habían marcado de modo decisivo la historia internacional.
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a la renovación de sus clases dirigentes, fueron algunos de los elementos que definieron
como en gangrena, los hitos que precipitarían la caída del Muro de Berlín en 1989 y la
disolución de la URSS en 1991. Todas cuestiones que aunque “lejanas” pondrían en
juego, como a principio de siglo XX al momento de la Revolución Rusa, la historia de
los partidos y movimientos que anclaban en la tradición marxista.
Hablar entonces de la historia del marxismo en América Latina, implica también
entonces incorporar lo que sería una actualización de su último período, y que
podríamos nominar como de eclosión, partición y disgregación de los partidos y
movimientos afines a la teoría y práctica marxista. Un dato curioso pero que explica
claramente este fenómeno es aquel que le transfiere la crisis soviética a la corriente
trotskista en América Latina. Si bien el trotskismo estuvo ajeno a la construcción del
“socialismo realmente existente” de la URSS y criticó duramente al estalinismo en
muchas de sus políticas, no sólo fue incapaz de captar las consecuencias de la crisis,
sino que su propio movimiento entró en una verdadera debacle, fraccionándose en
grupos y partidos ínfimos.
Tampoco hay que olvidar que los liberales comenzarían celosa y jubilosamente a hablar
del “fin de la historia”. El capitalismo tenía un nuevo tercio del mundo a sus pies, para
hacer circular libremente sus mercancías. Por otro lado, hicieron todo lo posible para
que la crisis social en la URSS y sus países satélites fueran demoledores. La propia
burocracia aún frente al desprecio de su ciudadanía, en ese sálvese quien pueda de los
año noventa, se convertiría en la nueva propietaria de los medios de producción. El
desprestigio del socialismo sería entonces integral y llegaría a abrazar a todo aquello
que estuviera vinculado con la cultura de izquierdas.
Resumiendo un cuarto momento cerraría, por ahora, la historia del marxismo en
Latinoamérica, al que podríamos denominar el período de la diáspora, en el que buena
parte del sustento en el que la teoría y la práctica marxista gravitaron por años se vieron
seriamente amenazados.
Se dice que en el marco de los deslizamientos posibles para aplicar el marxismo en
Latinoamérica, aquel que le hizo más daño a un desarrollo genuino, fue el que intentó
encontrar para cada apreciación de Marx un equivalente gemelo en el continente
americano. Tanto Marx como el marxismo estuvieron siempre impregnados de la idea
de modernización. De hecho hay algunos autores que sostienen que el marxismo fue
para la URSS más que una ideología que promoviera el socialismo, una filosofía que
puso en pista la posibilidad de modernizar a un país tan atrasado como lo era Rusia
26
zarista. También estuvieron aquellos que absolutizando la especificidad
latinoamericana, desoyeron el aporte proveniente de la teoría social marxista,
desplazándose finalmente hacia experiencias populistas o nacionalistas revolucionarias
que negaban en buena medida, las tendencias que la teoría social marxista permitían
enmarcar las particularidades del continente en el terreno internacional. Tanto una como
otra lectura negaron entonces originalmente la posibilidad de una revolución de corte
socialista en América Latina. Mientras la primera mirada forzaba la emergencia de una
sociedad moderna e industrializada, invisibilizando la estructura agraria específica de
América Latina, la segunda, al dar sólo lugar al indianismo esencialista, obturaron la
posibilidad de que se desarrollen intereses políticos en colaboración, confluyendo y
potenciando la lucha obrera, campesina y étnica.
Una de los temas en la agenda de debate sobre el marxismo latinoamericano es el
balance de la teoría de la dependencia. El enfoque merece una mención particular pues
consistió en el intento más profundo de debatir el carácter de la estructura económica
latinoamericana en conversación con el marxismo. En la teoría dependentista en clave
marxista que se desarrollará en los años sesenta y setenta del siglo XX confluyeron dos
tradiciones.
Por un lado, las investigaciones de marxistas latinoamericanos que intentaron una
comprensión de la especificidad de la historia económica. Quizás los más destacados en
esa tarea fueran el argentino Sergio Bagú (1949) y el brasileño Caio Prado Jr. (1933,
1942). Esta línea de pensamiento escapaba de la dicotomía simplificadora
feudalismo/capitalismo que justificaba la política de "liberación nacional", reformista,
que predominó en el marxismo de adherencia moscovita. Para autores como Prado y
Bagú las relaciones de producción locales son complejas, irreductibles a la definición
ortodoxa de feudalismo.
Por otro lado, la teoría de la dependencia se alimentó de las elaboración de la CEPAL
en torno a la situación "periférica" de América Latina. Con la crisis de las estrategias
desarrollistas en el viraje de las décadas de 1950 y 1960 se produjo una radicalización
de los análisis, que dieron paso, en contacto con la indación mencionada en el párrafo
anterior, un arco de textos sobre la dependencia, el más célebre de los cuales es el libro
de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto sobre Dependencia y desarrollo en América Latina (1969). El enfoque de estos autores es sobre todo sociológico, pues argumentaron que la definición de las estructuraciones económicas latinoamericanas
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encuentra en las orientaciones de sus alianzas de clases una determinación concreta. En
es así que la distinción entre formas conservadoras de la dependencia (la de economía
de enclave) y las formas progresivas (la economía integrada) se define por la
composición de las clases dominantes y de la capacidad de presión de las clases
dominadas. La mirada sociologista cuestiona la compacidad sin salida que asumieron
otras explicaciones de la dependencia. Otra perspectiva, que comprende a autores
diversos como André Gunder Frank (1970) y Ruy Mauro Marini (1973), señala los
límites de las estrategias desarrollistas, indicando la lógica del "desarrollo del
subdesarrollo" (Frank) y la transferencia a las economías centrales de la "plusvalía
extraordinaria" (Marini). En ambos casos, estos autores subrayan los efectos de la
circulación y la dinámica de la economía mundial. Jaime Osorio (2004) defiende que el
libro de Marini, Dialéctica de la dependencia, constituye la expresión más acabada del marxismo latinoamericano dependentista porque aporta conceptos de economía política,
tal como el de "superexplotación". Otras versiones de la teoría (por ejemplo, Cueva,
1977) indicaron la complejidad de los modos de producción articulados.
Como es sabido, los años setenta y ochenta mostraron un abandono de varias
formulaciones de la teoría de la dependencia que, creemos, no puede ser explicada
únicamente por las dictaduras militares que arrasaron con las bases académicas donde se
desarrollaron. Actualmente nos encontramos en una fase de reflexión sobre el
significado de la teoría, de las razones de su declive, de las promesas de una
reconstrucción.
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