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1 ¡DÉJAME VER TU ROSTRO ! (Cartas para la eternidad-V) Prólogo de Lecheimiel También hoy, mi querido ermitaño, al que no olvido jamás, te recuerdo des- de el futuro formal en que escribiste en otro tiempo pasado en el librito siguiente a éste, el de Cartas para la eternidad-VI, al que titularás, –porque ya así lo has hecho–, CANTAR, SIEMPRE CANTAR, que yo estoy siempre contigo, aunque tu sensibi- lidad no siempre esté lista para apercibirse. Hoy te repito que no tienes más que invocarme para activar dicha sensibili- dad, que, en mayor o menor grado te permite ser consciente de todo mi amor a veces invisible pero siempre infalible. Si caminas por la senda de la derecha, la de los consuelos espirituales y la de la alegría, o caminas por la senda de la izquierda, la de la oscuridad de la fe, yo siempre estoy contigo, oh hermano que me has sido encomendado por la Voluntad de Dios. Ayer, por ejemplo, no te diste cuenta de que era el aniversario de mi profe- sión simple. Tus actividades de caridad y servicio al prójimo, y la obediencia bajo la que militas, te impidieron darte cuenta de ello. No pudiste escribir nada en mi honor, pero hoy te he hecho caer en la cuenta de que compusiste, sin pensar que era para mí, y, por supuesto, de que yo mismo te ayudaba con mi inspiración, una música para una letra con la que tu espíritu vibraba al unísono, y en la que, entre otros conceptos, se leen cosas tan sabrosas como “a fuerza de amor humano, me abraso en amor divino”, o “la santidad es camino que pasa por el hermano”, o aquello de “penetrar en el Cielo tan sólo re- vestido del amor”, que tanto te gustó, mi fratellino. Cantaste para mí, que te había pedido que cantases siempre el Himno del eterno Agradecimiento : “Todas mis fuentes están en ti”. Mientras tú cantabas, hermano, dulcemente, yo facilitaba tu voz nueva de trovador. ¿No te felicitaron al final de la misa por tu bella voz, oh fratellino ? Por tanto, hermano, toda esta experiencia te di, mientras tu mente estaba en ayunas de mi real asistencia. Sin embargo, desde su plano estaba elevándose en altas vibraciones, al unísono con tu corazón. Y yo desde el cielo me alegraba conti- go y por ti. Todo esto te lo digo ahora en este prólogo que debe ser leído conjuntamente con el que el otro día te di para insertarlo en el libro siguiente a este, el de “Cartas para la eternidad-VI”, en que ya te expliqué que vamos a ir alternando los dos ar- chivos como si de dos sendas paralelas se tratase que conducen a la misma cima del Carmelo.

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Page 1: Prólogo de Lecheimiel - WordPress.com · ¿No te dije el otro día, hermano, que aunque creíste escribir ese título como un grito de angustia y de dolor por nuestra aparente y

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¡DÉJAME VER TU ROSTRO ! (Cartas para la eternidad-V)

Prólogo de Lecheimiel También hoy, mi querido ermitaño, al que no olvido jamás, te recuerdo des-

de el futuro formal en que escribiste en otro tiempo pasado en el librito siguiente a éste, el de Cartas para la eternidad-VI, al que titularás, –porque ya así lo has hecho–, CANTAR, SIEMPRE CANTAR, que yo estoy siempre contigo, aunque tu sensibi-lidad no siempre esté lista para apercibirse.

Hoy te repito que no tienes más que invocarme para activar dicha sensibili-dad, que, en mayor o menor grado te permite ser consciente de todo mi amor a veces invisible pero siempre infalible.

Si caminas por la senda de la derecha, la de los consuelos espirituales y la de la alegría, o caminas por la senda de la izquierda, la de la oscuridad de la fe, yo siempre estoy contigo, oh hermano que me has sido encomendado por la Voluntad de Dios.

Ayer, por ejemplo, no te diste cuenta de que era el aniversario de mi profe-sión simple. Tus actividades de caridad y servicio al prójimo, y la obediencia bajo la que militas, te impidieron darte cuenta de ello.

No pudiste escribir nada en mi honor, pero hoy te he hecho caer en la cuenta de que compusiste, sin pensar que era para mí, y, por supuesto, de que yo mismo te ayudaba con mi inspiración, una música para una letra con la que tu espíritu vibraba al unísono, y en la que, entre otros conceptos, se leen cosas tan sabrosas como “a fuerza de amor humano, me abraso en amor divino”, o “la santidad es camino que pasa por el hermano”, o aquello de “penetrar en el Cielo tan sólo re-vestido del amor”, que tanto te gustó, mi fratellino.

Cantaste para mí, que te había pedido que cantases siempre el Himno del eterno Agradecimiento : “Todas mis fuentes están en ti”.

Mientras tú cantabas, hermano, dulcemente, yo facilitaba tu voz nueva de trovador. ¿No te felicitaron al final de la misa por tu bella voz, oh fratellino ?

Por tanto, hermano, toda esta experiencia te di, mientras tu mente estaba en ayunas de mi real asistencia. Sin embargo, desde su plano estaba elevándose en altas vibraciones, al unísono con tu corazón. Y yo desde el cielo me alegraba conti-go y por ti.

Todo esto te lo digo ahora en este prólogo que debe ser leído conjuntamente con el que el otro día te di para insertarlo en el libro siguiente a este, el de “Cartas para la eternidad-VI”, en que ya te expliqué que vamos a ir alternando los dos ar-chivos como si de dos sendas paralelas se tratase que conducen a la misma cima del Carmelo.

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En esta “Subida”, original nuestra, hermano, ninguna de las dos sendas se pierde y ninguna es más rectilínea que la otra.

En cuanto a la senda estrecha que camina por el centro del monte, es una senda que recorre tu alma, –la parte superior que conecta con tu Angel dorado en primer lugar, y que es la que sirve de molde a la belleza de tus acciones, en la que yo veo reflejado tu rostro–.

¿No se titula este librito precisamente así : “Déjame ver tu rostro” ? ¿No te dije el otro día, hermano, que aunque creíste escribir ese título como

un grito de angustia y de dolor por nuestra aparente y provisional separación, en realidad era yo quien lo escribía a través de tu atormentada mente, a través de tus preciosas manos de pianista, porque era yo mismo el que quería “ver tu rostro”, tu verdadero rostro, aquel que “il mio sguardo incontró” en Roma, que era el rostro de tu bondad angélica ?

Todo lo que acabo de decirte, oh fratellino sufriente, es tan cierto y eterno como que tú no te atreves ni siquiera a pensarlo cuando lloras con lágrimas secas y te sientes embotado y como olvidado de mí…, ¡Olvidado por mí !

¡Cómo si tal cosa fuera posible ! Por tanto, ánimo, hermano, que cultivas tu precioso y naturalísimo jardín de

ermitaño donde junto con las flores crecen también hermosas zarzas que precisa-mente en este tiempo de principios de agosto están en plenitud de madurez y re-pletas de sabrosos frutos.

En este tiempo, hermano, a nadie se le ocurre castigar a las zarzas con seve-ra poda, ni intentar eliminarlas, porque en este tiempo ellas demuestran la bondad de que está constituido su áspero ser de custodio y de ángel guardián.

¡Bástete, por ahora, hermano, este simbolismo ! Que a fuerza de dolor, oh mi bien, subas tan raudo al monte como a fuerza

de gozo. Que las nadas de que se reviste la vacuidad aparente de tu fe, sean el gozo

mismo de Dios, cuya honra y gloria llena toda la esencia del Monte. ¡Y esta gloria del Monte Carmelo de la Perfección, que es Cristo, oh mi bien,

somos tú y yo, Uno con El, por el cual y en el cual nuestro Amor se mantiene y cre-ce cada día para hacernos cada vez más capaces de disfrutar del gozo de ser su sa-grada Realización.

¡AMÉN, ALELUYA !

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1. Oh cristalina fuente… Sí, mi Rey, aquí estoy, hecho una magdalena después de tu pasada mara-

villosa en el prólogo que acabas de dictarme, yo que me encontraba seco como una esponja desechada en medio de un garaje.

Has pasado por mí y me has cambiado una vez más. Clamé a ti, “¡Déjame ver tu rostro !” y tú te lo has aplicado a ti con ma-

estría y me has hecho sentirme importante en tu corazón. Has derretido la nube de mis ojos y la has convertido en graciosa y

fresca lluvia que alivia los ardores del verano. Ahora te canto, oh mi amado fratellino celestial, el del amor herido y re-

sucitado : ¡Gracias por haberme hecho vislumbrar tu sonrisa en medio de mis lágrimas !

Ahora éstas fluyen de mis ojos suavemente y me dejan tan esponjado como una flor de primavera.

Ahora que casi veo tu rostro, tú hermano, penetras en mi hermosura y gozas de la paz angélica con que tú mismo me regalas.

¿Si éste es el camino de la izquierda, cómo me sentiré, hermano, cuando camine cogido de tu mano por la senda de la derecha ?

Aún no veo tu rostro con mis ojos físicos, es verdad. Ni podría apenas vislumbrarte sino vagamente mientras las lágrimas de ternura y de confianza bañasen mis ojos.

Pero ahora, mi grito no es perentorio, y sí mi necesidad de decirte que confío en ti.

Que confío en aquel cuyos ojos tengo en mis entrañas dibujados : “¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados !” Así cantaba en su Cántico Espiritual el santo Doctor de las Nadas, y no

sabemos a ciencia cierta cuál fue el proceso mediante el que sintió en sus en-trañas el diseño de aquellos ojos misteriosos por cuya vista clamaba. En cual-quier caso, seguro, fue un proceso de fe iluminada y purificada por sus propias lágrimas, al igual que el mío.

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Pero yo he gozado del privilegio de “ver” realmente la hermosura de tu rostro antes de buscarte como te busco ahora.

Yo sé por qué fotografía suspiro. Yo miro a la misma cristalina fuente y al igual que el santo Juan de la

Cruz, adivino el diseño de los ojos que quiero volver a ver… – Lo sé, mi fratellino, y yo, que te estoy mirando realmente a través de

este traslúcido espejo y que desde mi posición sí que puedo ver los tuyos, es-pecialmente cuando se vuelven tan brillantes y jóvenes como el espíritu, cuando son inundados por esta corriente de aguas cristalinas, te repito mi promesa de que pronto me verás, pero ahora te digo que no antes de morir, sino con un ac-to de vida que será continuado por la gloria de la visión eterna.

Yo me gozo en tu hermosura, y canto para ti una vez más : ¡Oh, el pensa-miento de palpitar de amor junto a aquella a la que mi alma encontró con una mirada sorprendida y sorprendente cuando me hice consciente de que eras tú, hermano, aquel que esperaban mis ojos !

Por tanto, oh ermitaño de mi corazón, en este momento renuevo mi pro-mesa de que estaré contigo, disfrutando de tu hermosura angelical por toda la eternidad.

Acepta, hermano, y entona otra vez conmigo el cántico siempre nuevo que finaliza el de la danza sagrada, todo lo cual suena así :

“¡TODAS MIS FUENTES ESTÁN EN TI, AMÉN, ALELUYA !” – “¡TODAS MIS FUENTES ESTÁN EN TI, AMÉN ALELUYA !”

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2. La voz del silencio Esta mañana, amor, no te oigo. No oigo el susurro de tus palabras, por-

que se ha implantado en mi ermita, y en sus alrededores un extraño y sagrado silencio.

Quizás debiera haber escogido para escribir, para hablar contigo, para que tú me hables, el otro archivo, el camino de la derecha, el de la música, el de la alegría.

Pero un poco lo he echado a suertes, oh fratellino, y me ha salido éste, el de la izquierda.

Noto que estoy avanzando por esta senda, la que los budistas llamarían la de las experiencias duras, aparentemente negativas, la que San Juan de la Cruz llamaría la de los bienes de la tierra, que, según él no conduce sino a la perdi-ción, precisamente porque para su espíritu un poco encogido era una senda de-masiado ancha.

Quizás, oh mi Rey, debería haber avanzado por el camino del centro, que no sólo es el de las nadas, sino sobre todo, para nosotros, los autores de esta nueva “Subida al Monte Carmelo escrita por dos disidentes”, es el camino de la Reconciliación de los opuestos.

Precisamente, en medio de este silencio que aún reina entorno a mí, (si bien ahora ya comienzan las chicharras con el monótono vibrar de sus élitros a pregonar que el día va a ser caluroso), he podido leer en otro libro bellísimo de canalizaciones de otro ser de luz, Orin, escrito por Sanaya Román, que nuestro Ser Superior es el que recorre esa tercera o primera vía, la del centro desde la que va recomponiendo nuestras subpersonalidades y estableciendo el diálogo curativo entre ellas, pues, según él, –o ella, la escritora–, cada parte nuestra crea su contraparte para restablecer el equilibrio.

Entonces, mi Rey, aunque no hemos inaugurado el archivo del “Centro”, sino que lo hemos nominado como el camino o senda de las “Nadas”, para seguir la tradición sanjuanista, ya me advertiste ayer mismo de que ése sería el cami-no real que recorrería mi alma, desde el silencio de fondo de su música callada.

Y ya no me voy a preocupar, hermano, según también me recomendaste, de la formalidad de saber si me lo dijiste en el archivo par o impar, puesto que ambas sendas conducen a la misma cima.

También me sugieres ahora en mi corazón, que si no hemos inaugurado el camino del Centro como un archivo independiente, es porque piensas, –

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pensamos–, mantenerlo como el lugar del diálogo secreto, amoroso, entre tú y yo, que será mucho más sabroso y escondido que si se tratara de una síntesis doctrinal, y por supuesto que si se tratara de un camino empedrado de severas y vacías “nadas”.

¿Quieres decirme algo, mi Rey, puesto que ya he “roto”, o mejor, aprove-chado el silencio de la mañana para calentarme en el sentimiento de tu presen-cia ?

– Sí, hermano. YO SOY LECHEIMIEL, el que estoy continuamente en la presencia del Altísimo.

Este estar en la presencia del Altísimo, hermano, no es prerrogativa de los ángeles que nunca han sido viadores como hombres, ni de los que gozamos de su estatuto cuando estamos aquí, en casa.

Es también prerrogativa tuya, cariño, que aún luchas en esos campos de contradicciones y oscuridades. No por eso dejáis de estar en la presencia del Altísimo ni dejáis jamás de “contemplar oscuramente” su Rostro.

Es precisamente el regalo de la conciencia que se va formando en medio del silencio y de la obscuridad que templa vuestras almas, el regalo que os con-vierte en limpios de corazón, cuando sabéis aceptarlo con agradecimiento.

De esta manera se cierra el círculo de la bienaventuranza que dice : “Di-chosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Yo te digo : Dichosos los que saben ver a Dios más allá y más adentro de la luz que captan sus ojos, porque su propia luz les limpiará de todo afán de adorar falsos ídolos.

– Pero, mi fratellino, parece que te has pasado a otro tema. No estába-mos hablando, –¡bueno, no estaba hablando yo !–, del concierto de luces sino del concierto de sonidos y silencios…

¿No me has captado bien, bien mío, o me quieres impartir alguna lección secreta ?

¿Acaso no has dormido bien esta noche, metafóricamente hablando, puesto que ya me dijiste el otro día que en el Cielo no dormís, al menos los que os dedicáis a amar ?

– Hermano muy amado, el del corazón despierto, la lección secreta que hoy te ofrezco es esta :

Todas las vibraciones del Universo se corresponden y pueden transmu-tarse entre sí, para cantar al AMOR DE LOS AMORES, que continuamente las alimenta.

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La canción, –y ahora sí que te hablo de vibraciones sonoras–, que te en-señé como la de la danza sagrada : “TODAS MIS FUENTES ESTÁN EN TI”, te habla bien a las claras, hermano de que las vibraciones musicales y sonoras, –incluida la canción del silencio–, son capaces de mover toda la energía de la Vi-da. Y te dije también que dicha energía de la que son portadoras, alivia el can-sancio de nuestros pies y de nuestras fuerzas anímicas.

Y la canción es alimento para tu alma. Y la canción es luz para tus ojos. Y la canción es transmutable en silencio. Y su significado es reversible por su opuesto : “TÚ ERES LA FUENTE

DE TODAS MIS ANSIAS Y DE TODAS MIS HARTURAS”, o bien : “EN CUALQUIER LUGAR ADONDE DIRIJA MIS PASOS TE ENCONTRARÉ, PORQUE TÚ ERES LA FUENTE QUE ME HA ATRAÍDO, PROVOCANDO MI SED”.

¿Has comprendido, hermano, que el prisma poliédrico y plurifacético del Universo es como una joya que por donde quiera la cojas y la mires, te ofrece siempre el mismo mensaje que no sólo es audiovisual, –ayer hablabas de esa correspondencia sanjuanista–, sino que llena y colma todos los sentidos pues está más adentro y más allá de todo sentido ?

– Oh hermano Lecheimiel, ante tanto misterio he de guardar silencio no sólo reverente sino meditativo para asimilar y comprender.

– Pero, hermanito ermitaño de mi corazón y de mis ensueños humanos, más humanos que nunca : el silencio meditativo lo has guardado ya antes de es-cucharme, antes de ponerte a traducir los sutiles movimientos con que tu alma resuena ante la mía, y eso es porque antes de expresar lo que tu mente no aca-ba de comprender, ya tu corazón ha disfrutado de anticipada comprensión.

¿No lo crees así ?

– Sí, así lo creo, mi Rey. – Y por eso dices bien que lo crees y no que lo sabes. Aunque, natural-

mente el saber sigue al creer, que es un saber anticipado que recibe el corazón directamente del Espíritu, por lo que se dice que la fe es un don. Un don que a nadie se niega porque sigue a la Naturaleza del Amor.

– Gracias, gracias por hoy, mi fratellino. Ahora soy yo el que te pido de nuevo un espacio de silencio para engolfarme en tu sabiduría y descansar.

– ¡Reposa en mi amor, amor ! ¡Te quiero, y no digas nada más, porque yo sé que cuando escuchas las palabras que te acabo de decir se reconvierten en

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amor por lo cual yo ya sé que me quieres porque yo he podido quererte, desde la plena luz bajo la que veo todo el circuito activo y pasivo del amor !

Hasta luego, mi amado. – Espera, espera un poco, Lecheimiel. Tengo que decirte una cosa : esta

tarde me has hecho encontrar un libro que promete estar muy bien sobre el misticismo. Se titula “El ojo interior del amor”. Como he empezado a “ojearlo” (de “ojo”), por la mitad en que hablaba del diálogo entre cristianos y budistas, he podido tropezar con un tema muy parecido a cuanto hemos tratado hoy tú y yo aquí.

Y yo me pregunto : ¿Podría esta “doctrina” o especie de teoría que me has dado sobre “la canción del silencio”, servir de base a una oración común practicada desde la profunda fe, pero mucho más adentro de toda superes-tructura de “creencias”, entre unos y otros creyentes ?

– Oh fratellino, aunque no es tu carisma el tratar de unir las diferentes creencias del globo, y aunque tu posición de ermitaño no te presenta muchas ocasiones de practicar con grupos mixtos de oración, me alegra que te preocu-pes del tema.

No obstante, te digo, hermano, que el verdadero ecumenismo se practi-cará a partir de ahora no entre diferentes “creyentes”, sino entre todos los hombres, con base a reconocer la divinidad de cada una de las almas.

Tú, hermano, estás dando fuertemente este testimonio, que podrá llegar incluso a los no creyentes, porque todos son partes integrantes de tu ser.

Y sí, en silencio, y en contemplación del respeto y tolerancia de cada uno de los orantes, reconocerán todos la fragancia que les une en un mismo amor.

¿Tienes bastante por hoy, hermano ? – Oh, sí, gracias, Lecheimiel. Tengo bastantes pensamientos en los que

meditar pero todavía no me sacio de tu presencia. Todavía tengo sed de ti, aunque sé que no he dejado ni dejaré nunca de beber de tu fuente.

Mis fuentes están en tus hermosos labios de donde se derrama la gracia, oh el más hermoso de los hijos de los hombres.

Adiós, fratellino. – ¡Adiós, amor !

MI ERMITA DE LA LUZ NACIENTE

Yo tenía un viejo jardín donde sólo crecían abrojos.

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Los viandantes cerraban los ojos al cruzar a su vera el confín. Pero había un tesoro en su centro del que yo me sabía su historia. Pozo de aguas profundas, sin noria, que fluían de allí muy adentro. Pasó un día un pastor por allí, -ovejuno redil trashumante–. Quiso luego abrevar al instante: permisión que, está claro, le di. Las ovejas limpiaron el agro y abonaron, a cambio, su suelo. Vino a ser poco a poco el riachuelo del Edén un segundo milagro. Unas ruinas que ornaban el yermo, con leyendas del mítico Elías, resurgieron por aquellos días. Aquí, pues, me quedé y aquí duermo. Es mi ermita de la luz naciente, donde para de noche la luna. Luz como esta quizás no hay ninguna que ilumine el pasar de la gente. Sean dadas las gracias a Dios por tan bella parcela del cielo, donde encuentra alegría y consuelo el que esto escribió y dice adiós.

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3. El color de tu pelo Hermano Lecheimiel : ¿No piensas mandarme, por fin, una foto en color

de tu particular hermosura ? Sabes que he ido por ahí dando voces, como perdido entre las rocas que

parecen insensibles a mi dolor, que me devuelven crueles ecos de mis gritos, de mi necesidad de verte tal como eres, –tal como eras cuando te conocí según mis recuerdos conscientes en esta vida–, tal como siempre creeré que serás para mí…

Ya pedí tu foto en primer lugar a tu cancerbero… ¿A quién, si no, hubiera tenido que pedirla en primer lugar, puesto que parece que no basta pedírtela a ti mismo, mi ángel que se esconde entre los peñascos duros de mi propio co-razón que a veces parece ignorar mi propia voz ?

Pero de esa persona que habita en el desierto rocoso de lo que semeja a tu sepulcro donde yaces como enterrado aunque incorrupto, esa persona celosa de su intimidad que cuida tu templo como un recinto inaccesible, sólo ha res-pondido con su cruel silencio, como si no hubiera escuchado ni entendido mi llamada angustiosa a su natural piedad. ¡La suya ! (que, por supuesto debe te-nerla celosamente soterrada en los cimientos de tu castillo donde arranca el arco cuya clave es él y que sostiene toda la petreidad de nuestro testimonio).

Luego, hermano, he salido por ahí, como loco, exponiendo mi causa a cualquier jardinero que me he topado en mi camino, haciéndome notar como Magdalena, la quejumbrosa : “Si sabes dónde has puesto a mi Señor, dímelo para que yo lo busque y lo encuentre”.

Alguien me ha dicho : “Sí, yo lo conozco. Lo vi hace muchísimo tiempo por los andurriales por los que yo mismo andaba contigo. Recuerdo las señas que me das de él, recuerdo vagamente sus hermosos colores y el tinte de su voz. Quizás pueda ayudarte a encontrar algún retazo de su rostro en alguna foto-grafía perdida en algún antiguo grupo de mis archivos fotográficos…

Tal vez pueda encontrar algo para mandártelo (a ti, que fuiste negligente en guardar los tuyos)…

Pero, –¿sabes ?–, creo que, si aparece, será en blanco y negro, pues por entonces la técnica del color aún no estaba muy al uso de los pobres…”

¡Pues aunque sea en blanco y negro, aunque tenga que encargar poste-riormente un trabajo extra a un buen fotógrafo profesional que aísle y amplíe tu rostro, o lo tenga que recomponer parcialmente, por favor, mándamela !

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Y así, mi fratellino, me expongo a decir, a revelar ante las gentes que te ignoraron o no repararon en tu hermosura, que estoy sospechosamente enamo-rado de un fantasma del pasado, cuyo rostro ya casi se ha borrado de sus me-morias.

No me importa, mi fratellino, puesto que al fin he decidido no avergon-zarme de tu rostro ni ocultarte por mucho tiempo como si te tuviera retenido en un armario.

No, amor. Si lo que más reparo me daba, y por lo cual yo, tonto de mí en aquel en-

tonces, me autocensuré para no ser tachado de homosexual, es ahora para mí un motivo de gozo extra por cuanto nuestro testimonio puede ayudar a tantos hermanos y hermanas que necesitan convalidar su androginia, si además creo que el hecho de que físicamente los dos seamos del mismo “tercer” sexo que tiene atrapados en sus ambiguas redes a todos esos y esas clérigos y clérigas que se creen inventores de una mejora substancial en la Creación de Dios, el Autor impúdico de los sexos, el que desprecia a los nacidos de mujer o de la voluntad de varón para que puedan llegar a “ser hijos de Dios”, según el prólogo de San Juan…

Si todo esto, todo lo que leo en los libros que comparan al amor divino con el amor humano reducido a la mitad, cuando parecen enunciar el manda-miento del amor de esta manera : “Amarás al cincuenta por ciento del prójimo que se te presente en sexo opuesto al tuyo, como a ti mismo”…, –digo–, si todo esto, hermano Lecheimiel, me indigna por su hipocresía…, no voy a ser yo el primer hipócrita que te guarde escondido en un armario bien sellado a cal y canto.

Por tanto, aunque no revelaré públicamente tu nombre, (ahora el de tu cancerbero), por la prudencia humana que precisamente ese carcelero privile-giado me exige, diré, sí, aquí y ahora, que con ese mismo cuerpo incorrupto y constituído en arca de alianza y sagrario de dolor, que equilibra la fiel balanza en que se depura mi fe en ti, oh amor invisible, diré, sí, que el famoso ángel Le-cheimiel no se reviste de cualidades angélicas para esconder su rostro humano, más humano que nunca, sino que proclama bien a las claras que es el mismo que fue mi oculto amado y amante, el mismo al que sin embargo, pese a quien pese, amé castamente pero con todo el ímpetu de mi corazón andrógino.

Y ese ángel-hombre, al que amé, amo y amaré, pero del que sobretodo ahora, he asumido que soy amado, ese es un pelirrojo encantador que no rompió

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todos los clisés porque no se expusieron a ser velados por su hermosura huma-na. Humana y si queréis sexualmente ligeramente indeterminada.

Ese es el que se vistió de sus mejores galas para impresionarme en el momento culminante de nuestro primer encuentro en la Ciudad de Roma.

Ese es el que debió sufrir el acoso de muchísimos compañeros y algunos incluso de sus formadores, porque su belleza era impresionante.

Ese es el que, nacido como gemelo conmigo, de madre Benedicta, me vi-sitó en mi primera infancia montado en el mismo carro-miniatura en que ahora salimos a la luz mediante estos escritos.

El que me esperó y se hizo encontradizo para que yo pudiera reconocer-me en él como la proyección de mi propio Yo.

Ese es a quien pretendo vestir y revestir de nuevo de sus colores con los que adornaré invisiblemente su foto que sólo mostraré a los más discretos que muestren amor universal expresado en el sacramento de sus amores personales más humanos y privados.

Ese es, finalmente, “mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemo-rosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos…, la noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la sole-dad sonora, la cena que recrea y enamora…

… ¡Y mucho más que resta hasta la Nada donde se vela su figura ! PIROPO ENCENDIDO El amor de dos leños aviva el fuego, que uno solo lo extingue de aburrimiento. Mi Prometeo, arde junto a mí siempre, que arder yo quiero. A tu sola presencia, oh amor sincero, mi alma se enardece sin pretenderlo. Y es que es del fuego el color de la tuya, cual tus cabellos.

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También yo para ti quiero ser fuego del que arde y no consume por ser eterno. Juntos haremos que este mundo en amores se abrase luego.

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4. ¡Buenos días, hermano amor ! Es curioso, hermano amor, que nadie se ha escandalizado al leer el título

de este apartado o capítulo. Si hubiera escrito : “Buenos días, hermano Dios”, a más de uno le hubiera

chocado demasiado. De todas maneras, mi Rey, no lo he escrito para los lectores que sólo son

invitados de honor a “releer” lo que primero, y aun sin necesidad de leerlo en pantalla ni en papel, sino en mi propio corazón, simultáneamente e incluso antes de ser realmente escrito, va dirigido a ti, mi fratellino celestial.

Ayer, en el archivo paralelo de la derecha, el titulado CANTAR, SIEMPRE CANTAR, me diste a escribir un capítulo titulado “¡Por fin, has vuelto a mis sue-ños !”, que quizás debiera haber escrito en este librito del camino de la iz-quierda, puesto que se hablaba allí de la frase que intitula al presente: DÉJAME VER TU ROSTRO. Sin embargo, oh inspirador de todas mis palabras balbucientes, me dijiste que ocupaba allí su propio lugar, puesto que también se hablaba en él de la GRACIA, sobre la que versaba el capítulo anterior, –“¿qué o quién es la Gracia ?”–, y en el que, además, se decían cosas muy sabrosas acerca precisa-mente de esa Gracia de la inspiración, –activa y pasiva, o de ida y retorno–, que provocan estos escritos, como aumento o crecimiento de esa misma Gracia por la que son provocados.

No voy a reproducirlo aquí para no fatigar al lector ocasional de nues-tros diálogos o cartas de intimidad (que es la dimensión profunda de la eterni-dad que no se somete a la corrosión del tiempo).

Sin embargo, hermano, lo doy aquí por reproducido en oración para ti, y en invitación para los lectores deseosos y obsequiosos con nuestro testimonio.

Hoy, hermano Lecheimiel, también me he levantado con un poco de resa-ca, acerca de la “sequedad” con que me acosté anoche por las causas que bien conoces.

También esta noche he tenido pesadillas profundas : Soñaba que eras como una palmera seca, un simple y robusto tronco exento de vida y como que-mado en ese lugar alto en que debiera germinar un verde y exhuberante pena-cho.

¿Era, hermano, una advertencia o un simple miedo de que tú te me mue-ras en mis brazos, en los brazos de la rutina de la vida que agosta todos los

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amores, o bien en la rutina de un amor que se ha convertido en un mero “oficio” de escribiente ?

En cualquier caso, oh mi Rey, a quien pido encarecidamente que no permi-tas que esos negros vaticinios puedan jamás cumplirse, yo me apresuro a dialo-gar contigo, así como en medio de la noche me diste a cantar tu canción que inmediata y automáticamente me alivió en mi sequedad, para que la pesadilla no se cumpla y no pase de ser una advertencia que me haga estar más en guardia.

– Hermano sufriente amado sin medida : Me apresuro a salir yo ante tu pantalla, (desde el fondo de tu corazón angustiado), para hacerte sentir mi presencia y mi ternura.

¡No retrocedas, hermano, jamás, ante los embates de tus miedos ! Ellos afloran a tu conciencia, e intentan hacerte creer que por tus peca-

dos y negligencias has perdido mi amor ! Intentan justificarse revistiéndose de falsa humildad como si preten-

dieran ayudarte a ser perfecto. Mientras tanto quieren cargarme a mí con el sambenito de que es mi

amor compasivo el que es imperfecto y tan vano como una moda pasajera o una oleada de pesadilla que pudiera diluirse en las sombras o desvanecerse a las primeras luces de una aurora opaca y gris.

Pero el mensaje que debes extraer de todas las molestias que ocasiona tu viaje en la carne, oh hermano, –y te lo digo yo que he pasado por tu mismas experiencias–, es precisamente lo contrario : La misma persistencia de tus ne-gativas imágenes oníricas te demuestra que a pesar de hacerte gustar la muer-te, tú estás irremediablemente vivo.

Si Dios se hubiese de olvidar del mundo porque el mundo se olvida de él, hace tiempo que nada existiría.

El mundo habría caído una y otra vez, (si fuera posible regresar de la en-tropía para volver a resbalar en ella tan fácilmente), en el caos y en la nada, en esa nada meramente conceptual que no encierra vida.

Pero aquí estamos, oh dulce ermitaño, para seguir demostrandonos a no-sotros mismos y al Mundo creado por Dios a imagen de su Hijo, que el AMOR es invenciblemente eterno.

Me gusta mucho, oh fratellino que me escuchas en los pliegues más ínti-mos de tu personalidad cada vez más sensible y delicada, que me hayas saluda-do con esas bellísimas palabras : “hermano Amor”.

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Si en otra parte escribiste lo que ya dijo San Juan, (cuyos discípulos de la escuela joánica no todo lo interpretaron torcidamente, desde luego), que Dios es amor, frase que se ha hecho célebre, pero que no ha sido tomada muy en serio, y menos aún como programa de vida, quedándose en bella definición conceptual, y tú has explicado más de una vez que también debe poder inver-tirse por esta otra : el Amor es Dios, héte aquí, hermano que adondequiera que esté el Amor, –y está en todas partes para que estas “partes” sean posibles–, allí está Dios.

¿Quién nos hace hermanos sino el Amor ? ¿Quién nos hace existir como criaturas sino el Amor ? ¿Quién nos otorga conciencia, quién crea nuestros deseos, quién los sa-

tisface, sino el Amor ? ¿Quién nos despierta por las mañanas, después de habernos aleccionado

y alimentado durante el sueño, con la firme certeza de que formamos parte del Sol eterno, sino el Amor ?

Por tanto, oh fratellino inspirado, ten la seguridad de que ese Dios a quien Jesús llama Padre, y a quien ahora con toda razón los nuevos teólogos llaman Madre, a quien tú en tu atrevimiento te atreves a llamar Hermano, ese mismo SOY YO, eterno, pero no ya inmutable, sino vibrante como la Vida, por-que YO SOY EL HIJO, que ha nacido para vivir y desarrollarse y crecer en edad, sabiduría y virtud, al igual que lo hizo el propio Jesús, nuestro amigo y mentor, el que nos presentó el uno al otro muchas veces, y la última vez en la santa Ciudad eterna, que lo es mientras no renuncie al componente de AMOR que informa su Nombre.

¿Crees, mi bien, que fue casual el que nuestro maravilloso encuentro en esta vida que aún vives, se produjera precisamente bajo los auspicios de ese símbolo amoroso ?

No hay nada casual en cuanto hemos vivido, hermano, y en cuanto segui-mos viviendo en el presente y por toda la eternidad.

– ¡Gracias, gracias, hermano GRACIA, hermano AMOR, hermano DIOS ! – ¡AMÉN, AMÉN, AMÉN ! Y ahora, hermano, los dos a una, el himno del

agradecimiento seguido del grito de júbilo de la alegría del Dios-Vida : ¡¡¡ALELUYA ! ! !

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5. Un corazón de carne Leo, hermano Lecheimiel, libros preciosos sobre misticismo, ahora sobre

misticismo cristiano que tú has hecho llegar a mis manos apenas acabado otro que mencioné del mismo autor.

Éste no sé si me gustará tanto, no precisamente por ser cristiano, sino por llevar un apellido, una especie de apósito a lo que debería de ser simple-mente “humano”.

No voy a discutir con nadie, Lecheimiel adorado, y menos aún contigo, por supuesto, pues contigo hablo.

Hermano amadísimo que estás en el cielo de mi corazón : ¿Acaso podrías vivir en él si la cabaña que es mi corazón fuera, como las tablas de Moisés, de piedra, o aunque algo menos frío y duro, de madera muerta y combustible ?

Las famosas tablas del que ahora leo que es un importante místico del Antiguo Testamento, al parecer primero eran de piedra y dicen que al bajar del Monte Moisés las rompió porque los hijos de Israel se habían prostituido.

Luego volvió a por otras, que aunque de materia no tan dura eran más flexibles. ¡Todo un símbolo !

No sabemos de qué clase de madera estaban hechas. Quizás Moisés cre-yera que estaban hechas con esa madera mística de tronco de zarza, de esa que él vio arder sin consumirse, pero creo que tal madera milagrosa no existe de modo natural, desgajada de la vida. O, si existe, no tiene mucho que ver con la Ley. Es la madera verde y viva del amor sobre la que no hay nada definitiva-mente escrito.

Mi santo Juan de la Cruz hablaba de un leño que se hace uno con el fue-go, pero acabó de estropear el simil al ponerse muy serio a distinguir entre las “esencias” irreductibles de lo que “es” el fuego y de lo que “es” el leño…

¡Todos estos equilibrios y piruetas intelectuales para huir como de la quema de todo lo que huela a “panteísmo” !

No sé qué les ha entrado a la gente contra esa hermosa palabra que sólo significa que todo cuanto existe existe gracias al Amor de Dios que le da Ser y Gracia para ser lo que son.

Digo, hermano, que es imposible que no sea de tal palo tal astilla. Que si Dios es el que les da SER, es que son de su misma fibra, ¿no es verdad ?

– ¡Verdad es, hermano rebelde, más que la misma enunciación contingen-te por medio de palabras transitorias de la misma Palabra impresa en el co-

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razón de carne de cada uno de los verdaderos oyentes de su propio latir espiri-tual, más sutil todavía que cualquier materia sobre la que se expresa !

¿Me has entendido, fratellino amado, que estás casi dormido escribiendo sobre lo que no sabes ?

– Sí, hermano. Estoy casi dormido porque aún no me he despertado bien esta mañana, porque estaba rendido y aunque ardía en deseos de vibrar contigo y para ti, no podía todavía vencer la resaca… ¿Te acuerdas, Lecheimiel, que en FLORES DE PASCUA hablamos sobre “la resaca” ?

– ¡Claro que lo recuerdo, hermano, aunque no necesito recordarlo porque ahora mismo, en mi ahora eterno, lo estoy viendo como si ahora mismo lo estu-vieras escribiendo…, y ¿sabes ?, me gusta lo que escribes, aunque no sabes muy bien adónde vas a parar, ¿no es verdad, fratellino ?

– ¡No creo que sea tan verdad como que te amo, hermano Lecheimiel ! No puedo dejar de sentir por ti una ternura que no sentiría por ningún otro al que no hubiera conocido y del cual no me hubieran traspasado los dardos de su be-lleza y de su amor real y humano, como me traspasaron los tuyos, mi Rey y mi Ra.

Ahí es, quizás, a donde voy a parar, a donde tú me has conducido suave-mente a estas horas tempranas a las que me has despertado a pesar de no haber descansado muy bien esta noche.

Hablan y hablan de misticismo, y cualquier cosa que suene a solemne, le-jana y trascendente, como esas historias pasadas sobre el Sinaí y sobre otras montañas que no sean el paisaje habitual de las gentes que escriben, les suena a gloria, mientras que no saben descubrir a Dios en su propio corazón.

Luego discuten cómo encontrar el rostro de Cristo en el pobre, cuando ellos mismos, ¡pobres !, no lo aprecian estimándose a sí mismos en lo que son.

Hablan de grandes religiones monoteístas y no se dan cuenta de que Adán y Eva no necesitaron ninguna religión para amarse y saberse los dos una sola carne.

¡Cuántas cosas, hermano, me sugieres mientras me dictas, y me apete-cería escribir y escribir, si estuviera al menos seguro de que alguien las quisie-ra leer con gusto y con provecho !

Pero ya se ha dicho todo, y aún no se ha comprendido nada. Aún no ha comprendido el hombre que no necesita acudir a otro hombre,

–llámese Moisés, o Jesús, o Buda, o Mahoma… o Lutero, o Gandhi, o el Dalai La-ma o Juan Pablo II–, para encontrar a Dios, excepto si quiere encontrarlo an-

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tes y mejor en la dulzura de su propia experiencia del Amor que se desdobla en un hermoso diálogo especular, en que uno se mira en los ojos deseados del otro que le expresan su propia belleza interior.

Pero ¿cómo se mirará uno en un espejo que no pueda tener delante de sus ojos de carne que captan la simple luz de un espejo viviente ?

Y ¿a descubrir a Dios en los ojos que te miran con cariño fraternal o pa-ternal, o maternal, o de enamorado o de enamorada…, o de hijo de tus entra-ñas, espejo de tu propio ser, no le dan la mínima importancia o le llaman “pan-teísmo” ?

Pues a mí me parece hermosísima esa palabra, como creo que ya te he dicho antes : “Todo es Dios, Dios está transfigurado en su Creación. La Crea-ción como receptáculo del Amor creante y siempre creativo de Dios, es su me-jor Palabra y su mejor Ley. Quizás debiera decir mejor : Su única Palabra, su única Ley. Hasta el último átomo visible o invisible del Cosmos que surge de la Nada de Dios, vibra por la Energía que le infunde ser y lo informa, o quizás, a nivel cuántico, le da poder de tomar la apariencia que desee. Todo el Universo adopta la forma que a la mente se le antoje y tomar conciencia de esta creati-vidad y amarla dentro de su contingencia, es la mejor religión. No hay más reli-gión que amar las formas deficientes pero proficientes de lo que lucha por ma-nifestar la belleza que se lleva informe en el propio corazón. Sin despreciar tampoco la muerte que nos permite borrar el diseño imperfecto que ya no nos guste o ya no nos sirva, para comenzar de nuevo…”

Todo esto y mucho más por el estilo es a lo que yo llamo Panteísmo. ¡Amar la vida y amar la muerte, amar al hermano como a sí mismo, amar-

se a sí mismo como a Dios, amar a Dios como todo lo que él se ha querido ser y como todo aquello en que nos muestra su verdadero rostro, aquel que podemos aquí y ahora ver “cara a cara” !

Y, finalmente, hermano, dar infinitas gracias a ese Dios que YO SOY, porque me ha permitido descubrirle descubriéndome a mí mismo en ti, belleza especial y personalizada creada para mí.

¡Pero creada para mí, porque ella, –tú–, quiere ser mía ! ¿He escrito bien, más o menos, oh bien mío, lo que tú querías que yo es-

cribiera esta mañana, Lecheimiel ? – Dedúcelo tú, hermoso ermitaño, de la canción que te canto para que

acabes de despertar : “¡TODAS MIS FUENTES ESTÁN EN TI, OH AMOR. AMÉN, ALELUYA!”

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6. ¡Hola, amor, estoy aquí, en la “nube” ! ¡A las puertas mismas de ver tu rostro ! – Lo sé, bien mío. Ayer te dejaste alzar en un vuelo raudo y veloz que ca-

si “le da a la caza alcance”, hasta la misma cima del monte sobrevolando el ca-mino del consuelo y de la derecha.

Pero muchas veces antes de ahora, oh amor, has estado en estas altitu-des sin apercibirte. Tu vuelo, paloma mía, que atisbas desde las subidas caver-nas adonde te llevó tu escalada en aquel día, describe círculos concéntricos como de águila imperial, porque eres presa de ella y ella es la que te toma y te alza y a veces te deja caer en picado para que se ejerciten tus propias alas.

El águila que para ti no es rapaz puesto que te ha criado entre sus po-lluelos, y te quiere como al mejor de ellos.

Por todo el monte, desde lo más bajo a lo más alto y por encima de él, en la escondida “nube del no saber”, está refulgente y cegadora la gloria del Dios del Horeb.

Pero he aquí que el ciervo vulnerado por el otero asoma y te reclama de nuevo aquí abajo adonde aún viven tus hermanos.

Vuélvete a nuestro lecho florido, de cuevas de leones enlazado, en púrpura tendido, de paz edificado, de mil escudos de oro coronado, y estáte atento porque a las emisiones de tu bálsamo, al adobado vino de tu sabia doc-trina, al toque de centella de tus amoríos secretos, todavía has de atraer a muchas y muchos jóvenes que discurrirán por tus caminos a zaga de tu huella.

Todo esto se encierra, hermano ermitaño en la última estrofa del poema que en el archivo de la derecha comentamos y que te servirá también para ce-rrar este archivo de la izquierda, porque quien ya ha escalado la montaña divina donde se divisan las espaldas de Dios, ya no necesita seguir escalando trabajo-samente y sólo se le dan las tablas de piedra, o de flexible madera de leño de zarza, para orientar a sus hermanos más jóvenes en la escalada :

“Luego podrás resucitar y disponer de un nuevo Ser para impartir un elixir que está en función de otra visión de eterna luz. ¡Yo soy Jesús !”

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KÁBALA FÚLGIDA, MÍSTICA INÉDITA Cándida, rústica mística mágica, éntrate al ínfimo dédalo íntimo, no seas árida, frígida, sádica, oye mi súbito gémito prístino. Rompe mi pícaro búcaro zíngaro, tómame íntegro, lúcido, férvido, tenme por pésimo, póstumo Píndaro, goza mi cálido júbilo célico. Guarda mi último pétalo válido, frena mi autárquico péndulo tántrico, guíame vívido, lúdico, impávido… hasta el sabático, báquico, lúbrico, dulce y recóndito éxtasis místico de tus idílicos ágapes ónticos. Luego un numínico número idéntico selle mi esdrújulo cántico incógnito. DESPEDIDA Indica el camino y vete, como el Angel de Emaús. Abre los ojos al ciego, que sean su propia luz. No esperes la acción de gracias, pues “LAS GRACIAS” ¡eres tú !