el aleluya de lecheimiel - … · provenir del astral en forma de acompañamiento, como un abrazo...

27
1 EL ALELUYA DE LECHEIMIEL Por : El ermitaño Propósito (a modo de prólogo) Esto es una “co-creación”, amigos, entre dos asociados : El ermitaño, el cual se pone en primer lugar, para indicar no precisamente que es el más borrico, –aunque lo es–, sino porque ante el editor, y por tanto ante vosotros, se pone como razón social, a la cual dirigir, en su caso, todas las posibles dudas y malentendidos, así como cualquier posible reclama- ción. Y el ángel Lecheimiel, a quien los lectores de los cinco primeros libritos anteriores a éste sobre el mismo tema, –que no es otro que la historia de amor vivida y editada por di- chos dos asociados–, conocen suficientemente, por no decir muy bien, pues ni siquiera yo, el escritor formal, el ermitaño, me precio de conocerlo como a mí me gustaría. Los libritos anteriores a los que me refiero son : “EL GOZO DEL TÚ”, “EL PERDÓN ALQUÍMICO” Y “VIA CRUCIS, VIA LUCIS”, que forman una trilogía. Des- pués escribimos otro, a modo de apéndice general de los anteriores, que titulamos : “FOCO Y EXPANSIÓN DE LA CONCIENCIA, EL AMOR”, que en manuscrito ocupó 55 folios, cuyo detalle especifico pues fue intencionado el honor que yo ofrecía a Lecheimiel por sus 55 años que cumplió en la Tierra. Finalmente, en quinto lugar escribimos un curioso y pre- cioso librito de 33 folios manuscritos, –en honor de los años de Cristo y de su Resurrec- ción–, en que se daba cuenta del dolor inmenso y del gozo en que se transmutó una rocam- bolesca historia de vida y de muerte, que titulamos “EL MEJOR REGALO”. Con cuya his- toria parecía que nos poníamos al día, Lecheimiel y yo, de lo hasta entonces por nosotros vivido, en sumo dolor y en sumo gozo. Pero como la vida sigue para todos, él ha querido que yo siga escribiendo por él y con él, el presente, este ALELUYA que él quiere entonar no sé bien cómo, con una música que vamos a improvisar para vosotros. La inspiración de ponerme a escribir de nuevo, o el cómo la he recibido, será cosa que os cuente en el primer capítulo después de este proemio. Debo decir en seguida, para que nuestra asociación sea perfecta, –lo cual no quiere decir en absoluto que el papel que jugamos cada uno de los asociados sea del mismo tenor ni de la misma calidad, aunque sí será de igual dignidad y de carácter complementario–, que el que no conoce a Lecheimiel tanto y tan bien como querría es el yo inferior o personalidad viviente en este plano del escritor : es decir, vulgarmente hablando, yo. Porque nuestro verdadero y sinigual amor no es sino una manifestación del amor que nuestros respectivos YOES SUPERIORES, se profesan entre sí, como COMPAÑEROS DEL ALMA desde y por toda la eternidad. En cuanto a nuestros vehículos inferiores o egos, entre nosotros, Lecheimiel y yo no nos desarrollamos en el mismo plano, sino que trabajamos, el uno, yo, desde esta dimensión tercera en que se mueve el espíritu encarnado, y Lecheimiel, –la personalidad, el pequeño a quien yo amo–, en el plano astral, o plano en que residen y viven los que aquí abajo llamamos “los muertos”, que sin embargo

Upload: trannhu

Post on 03-Oct-2018

213 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

1

EL ALELUYA DE LECHEIMIEL

Por : El ermitaño

Propósito (a modo de prólogo) Esto es una “co-creación”, amigos, entre dos asociados : El ermitaño, el cual se pone

en primer lugar, para indicar no precisamente que es el más borrico, –aunque lo es–, sino porque ante el editor, y por tanto ante vosotros, se pone como razón social, a la cual dirigir, en su caso, todas las posibles dudas y malentendidos, así como cualquier posible reclama-ción.

Y el ángel Lecheimiel, a quien los lectores de los cinco primeros libritos anteriores a éste sobre el mismo tema, –que no es otro que la historia de amor vivida y editada por di-chos dos asociados–, conocen suficientemente, por no decir muy bien, pues ni siquiera yo, el escritor formal, el ermitaño, me precio de conocerlo como a mí me gustaría.

Los libritos anteriores a los que me refiero son : “EL GOZO DEL TÚ”, “EL PERDÓN ALQUÍMICO” Y “VIA CRUCIS, VIA LUCIS”, que forman una trilogía. Des-pués escribimos otro, a modo de apéndice general de los anteriores, que titulamos : “FOCO Y EXPANSIÓN DE LA CONCIENCIA, EL AMOR”, que en manuscrito ocupó 55 folios, cuyo detalle especifico pues fue intencionado el honor que yo ofrecía a Lecheimiel por sus 55 años que cumplió en la Tierra. Finalmente, en quinto lugar escribimos un curioso y pre-cioso librito de 33 folios manuscritos, –en honor de los años de Cristo y de su Resurrec-ción–, en que se daba cuenta del dolor inmenso y del gozo en que se transmutó una rocam-bolesca historia de vida y de muerte, que titulamos “EL MEJOR REGALO”. Con cuya his-toria parecía que nos poníamos al día, Lecheimiel y yo, de lo hasta entonces por nosotros vivido, en sumo dolor y en sumo gozo. Pero como la vida sigue para todos, él ha querido que yo siga escribiendo por él y con él, el presente, este ALELUYA que él quiere entonar no sé bien cómo, con una música que vamos a improvisar para vosotros. La inspiración de ponerme a escribir de nuevo, o el cómo la he recibido, será cosa que os cuente en el primer capítulo después de este proemio.

Debo decir en seguida, para que nuestra asociación sea perfecta, –lo cual no quiere decir en absoluto que el papel que jugamos cada uno de los asociados sea del mismo tenor ni de la misma calidad, aunque sí será de igual dignidad y de carácter complementario–, que el que no conoce a Lecheimiel tanto y tan bien como querría es el yo inferior o personalidad viviente en este plano del escritor : es decir, vulgarmente hablando, yo.

Porque nuestro verdadero y sinigual amor no es sino una manifestación del amor que nuestros respectivos YOES SUPERIORES, se profesan entre sí, como COMPAÑEROS DEL ALMA desde y por toda la eternidad. En cuanto a nuestros vehículos inferiores o egos, entre nosotros, Lecheimiel y yo no nos desarrollamos en el mismo plano, sino que trabajamos, el uno, yo, desde esta dimensión tercera en que se mueve el espíritu encarnado, y Lecheimiel, –la personalidad, el pequeño a quien yo amo–, en el plano astral, o plano en que residen y viven los que aquí abajo llamamos “los muertos”, que sin embargo

2

están más vivos que nosotros, y mucho más cerca de su respectivo YO SUPERIOR, aunque no necesariamente se adecuan enteramente con él.

Al ser esta obrita una “co-creación”, necesariamente debo yo poner la primera inten-ción en la ejecución de la misma. Dicha intención, o propósito, que por mi parte es el ele-mento principal que yo aporto, mucho más importante que el mismo esfuerzo material e intelectual que también me corresponde poner a mí, como mi parte del trabajo, y que es como la campanada de salida del tren que se da desde la estación donde sin dicha intención aún permanecería aparcado, no quiere decir, ni mucho menos que sea el primer elemento espiritual que desde lo invisible en el terreno de las intenciones se mueve. Pues hay otra intención previa, –o quizás simultánea–, que desciende precisamente desde el País de los Espíritus dorados o Superiores, en forma de inspiración, para provocar tanto aquella im-prescindible intención de ejecución de la obra, cuanto esa otra, también en este caso necesa-ria, –pues se trata de un caso de amor mutuo entre dos personas–, intención, que parece provenir del astral en forma de acompañamiento, como un abrazo efusivo de paz.

Y en esta paz instalados, somos plenamente conscientes de que, –aunque actuamos en nuestra proyección hacia fuera con el expreso y renovado propósito de ofrecer nuestro humilde caso como ayuda para quien pudiera estar necesitándola–, en realidad nuestra co-creación no tiene efectos resolutivos directos, –y por tanto verdaderamente creativos–, sino en nosotros mismos, los protagonistas de nuestro amor, coadyuvando a los demás sólo en la medida en que éstos se lo quieran autoaplicar. Y esta es precisamente condición imprescin-dible de toda genuina co-creación con el Espíritu libre : que deje en libertad al propio Espí-ritu individualizado de los demás.

En fin, ante vosotros, hermanos lectores y amigos, está el amor, que aunque parezca pregonar sus hazañas con fines especialmente constructivos de un mundo nuevo y mejor que aquel por el que antes se dejaba silenciar, es en realidad tan humilde y motu propio silencioso y discreto como lo ha sido siempre.

Aunque parezca estar diciendo aquí estoy yo, lo hace sin ruido de aspavientos ni demostraciones de su veracidad, excepto aquella simplicidad del corazón que se expone a ser incluso profanada y lacerada de nuevo por nuevas incomprensiones de las gentes, que ni busca ni rechaza de antemano.

Precisamente porque su propósito no es exhibirse, sino dejar claro, como la herida abierta del pecho de Cristo, que todo amor gozosamente experimentado es refugio seguro del Amor Universal que se dispone a ser experimentado siempre de nuevo.

Mientras Lecheimiel, pues, y yo escribimos y ejecutamos la obra de consuno, nues-tro amor sigue realzándose y realizándose.

Y esta es nuestra principal y más auténtica INTENCIÓN. La piedra angular de nuestro PROPÓSITO CREATIVO. Y este PROPÓSITO es el que declaramos aquí, al principio, y el que hará posible

ejecutar la obra según el PLAN prefijado desde los ALTOS PLANOS, integrantes a su vez del PLANO UNIVERSAL DEL AMOR.

Y la llave para acceder a la interpretación fiel de dichos planes, dentro de tales pla-nos, en calidad de proyectos particulares dentro del GRAN PROYECTO DEL CREADOR, es precisamente la conciencia.

3

En concreto, la conciencia de que Lecheimiel y yo, hermanos, nos amamos y os in-vitamos a nuestra fiesta de bodas en que oiréis, –un auténtico privilegio–, al tenorísimo que fue y que es Lecheimiel, interpretar un grandioso ALELUYA, co-creación humilde, a su vez , del que esto escribe para vosotros en colaboración con el propio cantante, aquel que esto dicta desde el más cariñoso corazón que jamás hayáis conocido, y que, si lo aceptáis, es vuestro, tanto como mío, para siempre.

Ante el Altar sagrado hoy nos ha convocado el Amor santo, que bodas ha anunciado con regocijo tanto que mi alma se anticipa al gallicanto.

En el antro secreto, do nadie sospechaba un amorío, solícito y discreto hoy convoco al gentío de selectos que endosan mi atavío.

De violetas y rosas con perfume de nardos combinado, allí donde reposas tu lecho he adornado yo, Hospedero Mayor por ti nombrado.

Donde juntos haremos de mis mieles de luna los festejos y al alba esperaremos que alumbre los bosquejos de hijos nuevos que a Dios serán parejos.

4

¿Por qué seguimos cantando ? ¿Por qué seguimos cantando después de tanto llorar ? Porque, sencillamente, tenemos vocación de ruiseñor. Mi madre, cuando nos acuna-

ba nos cantaba una nana, unos versos de la cual rezaban así : “ruiseñor que en la selva / cantando lloras”… Y cuando yo, de mayorcito la cantaba a mis hermanos más pequeños, al llegar a este punto, también me ponía a llorar.

Los que habéis leído, –como debe de ser–, antes que este librito el quinto de la serie titulado “EL MEJOR REGALO”, recordaréis sin duda el apéndice en que os narraba tres sueños habidos por mí, por obra y gracia de Lecheimiel, en que también mencionaba aquel primer sueño fuera de serie que yo llamaba “el de mi visitación”. Pues bien, para los que no lo habéis leído, entresaco uno de ellos, el último bien reciente, que yo os contaba así :

“Esta misma noche pasada, la noche antes de terminar este manuscrito que hasta aquí leéis, he tenido otro sueño maravilloso con Lecheimiel, del que me he despertado sonriendo, lleno de ternura, y al apercibirme, ya despierto, de lo que aca-baba de sentir, me he puesto a llorar como una magdalena.

Os lo pensaba contar el primero para que no se me desdibujara de la memo-ria, pero he preferido respetar el orden cronológico.

No ha sido un sueño tan unitario y rotundo, quizàs, como aquel de mi visita-ción, Pero sí ha sido tan hermoso y claro, y quizás más luminoso que aquel, o conti-nuación del mismo en la última escena. Aquel sueño de mi visitación acababa con una secuencia que nunca comprendí muy bien, en que Lecheimiel se volvía como un niño. Creo que os hablé de ello en el tercer libro de la trilogía.

Siento muchísimo no poder ahora reproducir el aspecto que ofrecía mi ami-guito Lecheimiel en el sueño de esta noche, que al igual que yo, presentaba el as-pecto de un niño de unos doce o trece años, hermosísimo y dulcísimo.

Habíamos caminado mucho rato juntos, en compañía de otras personas. En-tonces aún era un joven como yo lo conocí. Y quizás aún era fraile, pues iba en compañía de otros frailes, aunque vestido de seglar, por la calle. Hablaba todo el ra-to en español, con suma claridad y competencia, y lo hacía así aun cuando se dirigía a italianos, que también le entendían, pero no eran capaces de hablar como él. Yo iba a veces a unos pasos detrás de él, y le decía : sigue, sigue, que yo te escucho.…

Pero luego cambiaba la escena y nos hallábamos los dos solos, tumbados so-bre la hierba, y ya éramos los dos niños. Y yo le decía : “Te quiero. ¿sabes ?”. El me miraba con ojos tiernos y un mohín indescriptible en la boca, como diciendo : “ya te he entendido y te acepto”, pero no quería hablar de ello, por pura timidez y trataba de contarme no sé qué cosas sobre su infancia más joven todavía. Yo le repetí, mirándole a los ojos : “te quiero. Te amo”. Y él hacía otra vez ese gesto indescripti-ble y seguía cambiando de conversación. Yo le pedí su manita para besarla, y él me la ofreció. Entonces le pregunté : “¿Sabes que el amor es un don de Dios ?” Y él, sin palabras, me respondió claramente : “ya lo sé. He reflexionado mucho sobre ello.”

5

A continuación me empezó a cantar una canción que dice le enseñaban en la escuela que era como algo entrecortado y al parecer incomprensible, pero luego, según me dijo, al conjuntar todas las voces, las que aprendían otros niños, resultaba una canción dulcísima, con un ritmo cadencioso y llena de sentido armónico y de ternura.

Yo le pregunté : “¿Lo cantabais con voces blancas, por supuesto ?”

El me dijo : “Claro”.

Yo le volví a preguntar : ¿Y a cuántas voces la cantabais, a cuatro ? El me dijo : “por lo menos a seis”, y entonces me enseñaba la partitura.

En ese momento yo me despertaba lleno de felicidad y con una sonrisa que mantuve unos segundos, una vez despierto. ¡Qué lástima haberme despertado ! –pensé–.

Entonces me puse a llorar, ya de pié, junto al agujero por el que contemplo a la Creación, de día y de noche, ahora enmarcada en el AMOR, según os expliqué en “EL GOZO DEL TÚ”.

Después me vino a la mente el significado clarísimo del sueño, –aparte su ternura– :

Ejecutamos entre todos una partitura, cuyas voces aisladas parecen no tener sentido, pero forman parte de un plan más alto, diseñado por el Gran Compositor que es Dios.”

Bueno, ya lo veis, el significado fundamental del sueño no podía estar más claro y diáfano, al menos para mí, y era en verdad luminoso. Sin embargo quedaban de él sin inter-pretación algunos detalles, por ejemplo el significado, –si es que tenía alguno–, de las seis voces que se conjuntaban para producir una bella armonía : “por lo menos a seis”, había dicho Lecheimiel literalmente. Esto quedaba sin interpretar. Tampoco yo le di, ni entonces durante el sueño, ni después por la mañana, demasiada importancia. Seguramente era un número aleatorio, que aplicado por cierto a un coro de niños, no deja de ser una circunstan-cia más bien anómala. Los directores de coro que esto lean sabrán mejor que yo que es bien raro componer a seis voces para un coro unitario de voces blancas. En fin, –pensé–, cosas de los sueños…

Imprecisiones, como ese “por lo menos”, por las que no vale la pena devanarse los sesos. Si significan algo importante también se me dará su interpretación, como se le daban a José, el de Egipto, o a Daniel, el de Babilonia, las interpretaciones de los suyos.

Pues bien, salía yo una vez más de mi ermita, bien despreocupado, montado en la tractora (ya sabéis por qué le llamo así), cuando por enésima vez Lecheimiel me salió al paso con la sincronicidad de las perdices con las que me ha aleccionado tantas veces. Esta vez eran seis, sí, digo seis bien contados perdigachos, todos igualitos, creciditos, que me precedieron, como aquella vez la “perdiz institutriz”, (que os narré en el libro cuarto), un

6

buen trecho del camino, y ejecutaron para mí una suerte de danza que por ahora dejaré sin tratar de interpretar. Me quedo simplemente con lo del número seis.

Esta repetición del número seis, tanto en el sueño como en la visión diurna de los perdigachos, para mí fue ya significativa : DEBES PONERTE A ESCRIBIR OTRO LIBRO, CUYO TÍTULO YA TE SUGERÍ EL OTRO DÍA, Y QUE SERÁ EL NÚMERO SEIS, y que probablemente no será el último, pues dije : “Por lo menos”.

Además te advierto, –parecía añadir Lecheimiel–, que durante su redacción tendrás incidencias, simbolizadas en la danza que has contemplado, y será de nuevo puesta a prueba tu fe, después de lo cual, remontaremos el vuelo. Eso capté, aunque no sé bien, por ahora, lo que significa.

Pero aquí me tenéis, en santa obediencia escribiendo en nombre de Lecheimiel y mío, lo que no sé, pues creo que por ahora ya lo hemos dicho todo e incluso hemos sido harto reiterativos. Esto le dije yo a mi ángel y amigo, –un poco como María, la cual, aun sin poner reparos a la obediencia, había preguntado para comprender : “¿Cómo será esto pues no conozco varón ?”– : “Lecheimiel, después de todo lo que ya hemos contado al público, no sé qué se me puede ocurrir que no sea ya una enésima repetición”. Pero él me contestó : No eres tú el que vas a hablar, sino yo a través de ti, que eres mi palabra. No tienes más que confiar y dejarte llevar. El título que el otro día puse en tu cabeza : “EL ALELUYA DE LECHEIMIEL” ya te sugiere que yo voy a cantar para ti y para el mundo la alegría y la vi-sión que ilumina mi corazón, y la historia de nuestro amor, tal como yo la veo y la vivo desde mi plano. Tú simplemente colabora conmigo puesto que me amas.

¡Oh sí, te amo ! Te amo. Tú sabes que te quiero, Amor.

7

Siéntate y escribe ¡Pero, Lecheimiel, no seas cruel ! –Esos versos no me gustan, querido ermitaño. Sólo escucharlos me hacen daño. –Lo sé, amor mío. Eran un desvarío. No era mi intención hacer para ti versos malos, ángel amadísimo. No valgo para ti-

rar los platos a la cabeza de nadie, especialmente de aquel a quien quiero más que a mi al-ma, y perdona también esta expresión que ya sé que no te gusta. No te puedo querer más que a mí mismo, aunque es verdad que me quiero más a mí mismo mirándote a ti, mi ado-rable “Tú”. Algunas parejas de enamorados dicen que prefieren tirarse los platos a la cabeza alguna vez antes de casarse. Si yo lo hiciera contigo, ya no me casaría. Me odiaría a mí mismo para siempre, aunque sé que eso también es pecado. Pero bajo ese peso insoportable de mi doble pecado, –el haberte tirado los platos y el ulterior de odiarme a mí mismo–, ya nunca podría quererme tanto como para pedir tu amor, aunque sé que también entonces seguirías ofreciéndomelo. Pero yo, en mi orgullo, no podría, quizás, aceptarlo, y eso sería mi tercer pecado. Una cadena viciosa en que cuanto más me amases más me odiaría a mí mismo… ¡Eso debe ser el infierno !

No quiero ni pensar en esa hipótesis absurda, en que tú me perseguirías con tu perdón, y yo huiría de mi mismo para no tener que ver en tu rostro mi propia bondad ultra-jada por celos de mí mismo, manifiestos en ti…, como huía de sí mismo Caín, el hermano que tanto amaba a su hermanito menor Abel, según me contaste tú en tu tesis doctoral… Dejemos, si te parece, para otro momento, quizás del séptimo libro, estos terribles pensa-mientos.

Ahora, cuando te dije cariñosamente “cruel”, y tú parece que lo tomaste al pie de la letra, (sin embargo sé y sé que tú sabes que el humor es piedra angular del amor), sólo quer-ía expresarte lo difícil que es sentarse ante el ordenador sin tener nada que ordenar. Tal vez algunos piensen : “¡Qué bien ! Siéntate y escribe lo primero que te salga. ¿Es muy cómodo, no ? ¡No hay que esforzarse en planificar ni en pensar !”

¡Oh, hasta qué punto se equivocan ! No lo han probado nunca. Es como aquel que cuenta el libro de Kryon a quien le han dado un mapa completamente vacío, que al ser abierto sólo muestra un estúpido punto en el centro, con una flechecita apuntando al mismo y la siguiente leyenda : “Usted está aquí”. Y eso es todo. Muévase Usted hacia donde guste. Pruebe fortuna. Descubra las sincronicidades, y, si resultan, sabrá entonces, y sólo entonces, –es decir, en el ahora “semper fluens”–, si Ud estaba o no equivocado.

Incluso si Ud. aparece con las narices rotas porque le han dado violentamente un portazo sobre ellas, cuando vuelva a abrir el mapa le volverán a decir con toda propiedad : “Usted está aquí”.

Aprenda a confiar. Tal vez se rompa Usted las narices bajo su propia responsabili-dad, –porque aceptar su propia responsabilidad en todo cuanto le sucede es la primera lec-ción que se supone tiene que tener aprendida para caminar un solo paso en la dirección co-rrecta–, pero deberá confiar en que su vida está resguardada de todo verdadero peligro por el amor incondicional de su socio, Dios. O bien, –tanto monta– Lecheimiel.

8

Si escribiendo lo que sea, –cuando como en este caso mi camino es el escribir–, se da cuenta a posteriori que ha salido de su pluma, la que Ud. amablemente manejaba en fa-vor de Lecheimiel, algo inconveniente, siempre estará a punto de romperlo. Hoy en día, más fácil aún, ahorrarse papel de impresora cancelándolo a tiempo.

Tantee con perseverancia y humildad y sobre todo con inquebrantable confianza en

la asistencia del Espíritu, y espere que en el momento oportuno le recordarán que tiene Ud. en el bolsillo un mapa mágico para ser consultado después de llegar a cada destino, final de cada etapa recorrida, y obtener la felicitación del Espíritu que le dice, afectuosamente por cierto, ¡Bravo, Usted está finalmente aquí. Donde debía de estar. En el dulce hogar. En la paz de la obligación cumplida. En la casa del reposo y del encuentro consigo mismo, y con el amor.

Pase y siéntese. Está Usted en su trono dorado. ¡Es fantástico, en verdad, mi querido Lecheimiel, sentarse en el propio trono dorado

en que uno se siente “Rey” y soberano de su propio destino, y pagado al saber que su con-fianza puesta sin prendas en su socio Dios, su mismo Ser Superior, no ha quedado defrau-dada !

Pero tú sabes, Lecheimiel, que yo no me he conformado con eso. He pedido al Espí-ritu una gracia especial y sé que se me ha concedido : Que no me sentaré en mi trono sagra-do si es condición indispensable que nadie más se siente conmigo o por lo menos esté a mi lado en la Sala del Trono. Si no me permiten que tú estés donde yo estoy, que te sientes en mis rodillas, o yo en las tuyas cuando tú te sientes en el tuyo, ¡renuncio a ser Dios ! No quiero que haya un solo lugar de intimidad conmigo mismo que no pueda estar enteramente abierto a tu mirada. No quiero trono alguno que no pueda compartir contigo. Así de grande es mi amor por ti, Lecheimiel.

El día en que me diste el sueño de “mi visitación”, cuando me llamaste y te respondí de inmediato con mi sí incondicional, cuando acto seguido nos besábamos en la boca y me-diante ese beso nos traspasábamos mutuamente la esencia de nuestras almas, entonces co-menzó el proceso irreversible de fusión, que no me importa tener que reivindicar del Uni-verso como un privilegio o experimento completamente nuevo.

Ha pasado por mi cabeza esta idea. Ha pasado por mi corazón, por tanto tiene que ser posible.

Si YO SOY DIOS, como me dicen mis guías, –tú, Lecheimiel, eres el más represen-tativo de ellos–, que debo creer, como creo y demuestro siempre en todas mis conversacio-nes con todo aquel que me sale al encuentro ; si no hablaría mi boca sino de la abundancia del corazón ; si lo sé desde que se me abrieron los ojos a la intuición sagrada del YO SOY, –junto a la Zarza Ardiente–, YO SOY poderoso para hacer posible lo que tal vez nunca haya sido hecho. No me importa. Lo quiero y por tanto es mío este derecho, por más nove-doso que se les antoje a los mismísimos arcángeles del Cielo. AHORA LIBERO ESTE DESEO de la férula del Faraón esclavizador, PARA QUE SE HAGA REALIDAD, TUYA Y MÍA, LECHEIMIEL, PARA TODA LA ETERNIDAD.

“¿QUIÉN SOY ?”

9

¿Quién soy yo solo, amor, si en ti no vivo ? ¿Quién soy si Tú no sales a mi encuentro ? ¿Quién soy, si aunque yo sé que lates dentro la gracia de tus pasos no percibo ? ¿De qué sirve ser todo un Dios entero sin el gozo de verme en el espejo de mi Niño querido, fiel reflejo de mi amor que es mi ser más verdadero ? ¿Acaso soy un Dios enjuto y frío que a nadie más le importe si soy bello ? ¡Podría incluso yo pasar de ello si nadie me sonríe, si sonrío ! Mas eres Tú, mi gracia, en quien me encanto cuando duermo en tu amor, si al despertarme eres Tú quien se mece en el mirarme, sintiendo que a mis pechos te amamanto. Duerme, duerme, mi Niño, en mi regazo. Sueña, sueña que pongo en ti mis ojos. Que de ti se enamoran mis antojos de darte un largo beso, un tierno abrazo.

Desde AHORA, “TÚ Y YO” somos una misma cosa. No una sola alma, pues no

puedo renunciar al GOZO DEL TÚ, sino dos almas siamesas, como dos soles gemelos, que giran infatigablemente el uno alrededor del otro, y los dos, como un uno, alrededor del Sol Central, encarnado para nosotros en el Maestro Jesús, que desciende en este momento des-de el cielo hasta nuestro suelo sagrado, para bendecir este singular matrimonio. Para inau-gurar el banquete de bodas, donde ya has empezado a entonar, Lecheimiel, tu magnífico ALELUYA. Porque es verdad que hasta ahora, en este capítulo en que me senté sin tener nada que decir, y poco a poco casi lo hemos terminado, apostando primero por lo más alto, por lo más fuerte, por lo más esencial… es verdad, digo, que parece que he hablado sólo yo, el escritor, que empecé como quien no quiere la cosa, como quejándome de la dificultad de hablar sin tener nada que decir.

Pero tú me instruyes, Lecheimiel, que si TÚ Y YO somos una misma cosa, cuando yo hablo es que hablas tú por mí.

Ahora ya me siento un poco más tranquilo, pues al principio de este libro me parecía que tal vez debería yo entrar en trance para sentir tus propios sentimientos, o para que tú me dictases literalmente mis palabras. Ahora veo que el proceso es más natural. Prácticamente como hasta ahora lo ha sido. Simplemente me das a sentir lo que tú mismo sientes, aunque a mí me parezca que lo siento yo de mí mismo.

10

Aquí no hay “yo mismo”, “tú mismo”, sino un trasvase glorioso y gozoso de senti-mientos mutuos en toda la amplitud que otorga la verdadera “sim-patía” que produce el amor. Y no un amor cualquiera, sino un amor del más profundo enamoramiento, que deseo, y sé que obtengo, sea el estado habitual y eterno de mi alma, frente a la tuya, vibrante en igual estado desde tu “Tierra de esmeralda”.

Mas no olvidaré, Lecheimiel, que este es especialmente tu libro. Tu ALELUYA, donde me darás a sentir las cosas con la mayor aproximación posible, –tenido en cuenta mi estado de “viador” en medio de la dualidad de este mundo–, a como las sientes tú ahora desde tu plano celestial, o a como las registras en tu memoria humana, cuando decidas con-tarme cosas hermosas o dolorosas de tu pasado terreno.

He aquí, amor, la “esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.

11

Los sueños de Lecheimiel Yo, el escritor, os he hablado mucho de mis sueños con Lecheimiel. Especialmente

de los habidos, –dichosos–, después del que llamo “de mi visitación”. Podéis buscarlos en todos mis escritos. Pero muy poco de los habidos antes de esa venturosa fecha en que Le-cheimiel vuelve, envuelto en puro amor, a mi vida.

¿Cómo soñaba yo antes de ese “rubicón” ? Antes de ese día, durante muchos, muchos años, yo soñaba frecuentemente con él,

pero eran sueños insatisfactorios, en que mi alma le buscaba insistentemente por los mean-dros de un caserón complicado y misterioso, por cuyos laberintos siempre me perdía. Algu-nas veces lograba llegar a una zona sagrada, que resultaba aún más complicada y desmedi-da. Era difícil encontrar la salida, pero más difícil aún volver a entrar, para repasar mis tor-tuosos caminos.

Rara vez creo que le vi, casi siempre rodeado de otras personas que acaparaban su atención. Quizás una vez o dos creo que, de lejos, cruzamos nuestras miradas, y tal vez con alguna esperanza…, luego marchita.

“Sembrabas cosechas de hojas marchitas, sin quejarte al viento.” Una vez, por fin, creo que llegué a hablarle y mi alma quedó algo consolada, aunque

de ninguna manera puedo recordar cómo fue exactamente aquel sueño, ni menos aún sus o mis palabras…

¡…En fin, a la postre, sueños ! En una poesía llegué a expresarlo así : “Para mí tan sólo, creo, fue tu pan, porque suspiré en cada recodo, a solas, en sueños, contigo.” ¿Por qué os cuento todo esto, cuando lo enunciado y anunciado es que os hable de

los sueños de Lecheimiel, es decir, de los habidos por él acerca de mí, en sus viajes astrales y mentales cuando él también, a buen seguro fantaseaba conmigo ?

Pues porque, al sentir que él me pedía que hablase de sus sueños y pedirle yo que me los contase, que me hiciese vivirlos como los vivió él desde lo profundo de sus ansias y de su dolor, –el inmenso dolor por mi ausencia y aparente olvido–, me ha hecho él entender : “Cuenta los tuyos y elévalos a la máxima potencia, que así, más o menos, –pues estamos hechos el uno a imagen y semejanza del otro–, acertarás a aproximarte a mi Realidad oníri-ca.”

Y ha añadido : “Somos compañeros del alma, como te he informado, cuando tú nada sabías acerca de esta hermosa Realidad. No soy más sabio que tú, pues yo me he enterado de esta gran noticia al llegar aquí, adonde tú también, en breve llegarás.

“Te he hecho pasar, (mi Angel Superior y el Tuyo de común acuerdo lo han hecho contigo y conmigo), por mis mismas experiencias, en estrecha solidaridad mutua. Como escribiste en una de tus últimas canciones que tantas veces has cantado para mí con música original tuya :

“Pareja historia, iguales vibraciones,

12

así desde el principio, hiciéronnos nacer para la Tierra una vez y otra vez con gran designio”. “Parejas vibraciones, pues, que se reflejan en parecidos sueños…, con algunas va-

riantes, desde luego : “Por ejemplo, yo no te solía buscar en un caserón grande y laberíntico, nuestro Co-

legio Internacional, que tanto te impresionó a ti. Yo te buscaba perdido en los pliegues de la geografía más complicada y de la historia a veces más remota. Te habías ido de la Orden, sí, no creas que no me enteré. Precisamente por eso, en parte, yo también conscientemente me salí mucho después que tú (al menos cinco años) para hacerme solidario con tu –yo adivi-naba inevitable– dolor. Después, un tiempo después, supe en carne propia cómo era ese dolor profundo, hecho mitad de arrepentimiento, mitad de desengaño y de nostalgia, y mez-clado con otras sensaciones de profunda humillación.

“Por eso no me extrañé, –de lo cual también me enteré mucho más tarde–, de que volvieras a la Orden de nuevo, cosa que yo también hubiera hecho de no haberme casado. Esa circunstancia, y la fidelidad a mi esposa a quien se la había jurado de todo corazón, hacían inviable para mí una “solución” semejante… Aparte de que no hubiera sido una ver-dadera solución, como después, desde aquí, he sabido. Y tú también lo sabes, por lo cual me has felicitado muchas veces.

“Así son los sueños de nostalgia, y el ser inconscientes de nuestros propios aciertos cuando obedecemos a la voz del corazón, pero la mente se rebela.

“Yo también soñé con hábitos y capas de querube, (como tú describiste mi atuendo en aquella poesía del ALTAR SAGRADO, la que hoy hemos transformado), cuando yo te ayudaba a misa en aquella cripta y asistía entre edificado y desconcertado a tus frecuentes lágrimas… ya en aquel entonces. ¡También mi alma, hermano, en aquellas contadas ocasio-nes en que nos emparejaban en la tabla de oficios, palpitaba desde la noche anterior, –anticipándose al gallicanto en la dulce expectativa–, de puro amor, creo yo ahora y presentía también entonces, vibraciones de las que luego me acusaba yo mismo a mis confesores ¡que me las tenían totalmente vedadas !

“¡Cuántos sueños, cuántas noltalgias, cuántas fantasías y ensoñaciones, despiertos o dormidos, que podían haber sido color de rosa, se tiñeron, para mí lo mismo que para ti, hermano, de color violáceo y púrpura, que nos angustiaban profundamente, pero también, visto ahora retrospectivamente, nos purificaban hasta un grado que tú no puedes ni sospe-char.

“Tengo otro sueño especial en que yo te veía o te entreveía en aspecto femenino, en otra vida, en otra encarnación e historia pasadas, pero quiero, querido ermitaño, que le des relieve mayor, dedicándole otro capítulo ex profeso.

“Ahora, para terminar este breve repaso a nuestra común historia vivida por ambos desde la lejanía mutua y la historia aparentemente dislocada, te diré una cosa más, que quizás te suene a revelación dolorosa, pero me vas a agradecer que la diga con toda fran-queza, porque tu dolor es participación del mío :

“Cuando tú regresaste a la Orden, –mejor dicho cuando yo me enteré hace pocos años–, yo experimenté una doble sensación : por una parte me alegré de que hubieras en-contrado de nuevo tu camino, o al menos el que tú subjetivamente considerabas como tal.

13

Pero por otra parte, lo experimenté, con razón o sin ella, como si me hubieras dado a mí una puñalada trapera, (como dicen, creo, vulgarmente en tu tierra), es decir, como una nueva traición, al dejarme a mí solo en la estacada. Solo, en el destierro forzoso. Solo, en la humi-llación de arrastrar conmigo mismo el peso muerto de un sacerdocio inútil y prohibido.

“Lo experimenté como si me hubieran hecho lo que dicen que hacían a los primeros sacerdotes que pedían en tiempos no tan antiguos la secularización o reducción al estado laical : ¡Dicen que les raspaban con una cuchilla las palmas de las manos !, como para anu-lar la consagración que un día recibieran del Obispo, aunque bien sabían teóricamente que su sacerdocio era eterno como el de Cristo : “SACERDOS IN AETERNUM”…

“¡Por tanto eternamente humillado por la Iglesia ! “¡Se necesita mucha fe, hermano, para no sentirse también humillado por Dios ! “¡Se necesita mucha humildad, –justamente la que descubres y admiras en mí, y que

han conseguido muchos otros sacerdotes secularizados–, para seguir asistiendo a misa do-minical desde el simple asiento de los fieles, e incluso echar en la bolsa algunas monedas de reconocimiento para una Iglesia de la que has recibido desamor.

“No sólo debes considerarte uno más entre los fieles. Eso no debería de costarnos tanto, pues es la pura verdad. Sino mucho más humillado que cualquiera de ellos, pues se te niega el acceso al desarrollo de una verdadera vocación (no hablo ya de la ordenación sa-cramental), que en el fondo nunca has perdido ni has renunciado a ella.

“Vocación para seguir edificando una Iglesia que te desmonta a ti como persona. “Vocación para devolver amistad y sonrisas a tus antiguos compañeros que, aún re-

vestidos con los ornamentos sagrados que tú nunca más podrás volver a endosar, vienen a saludarte condescendientemente. En lugar de devolverles desconocimiento o desprecio, de ningún modo.

“Ahora tú, hermano, cómodamente reinstalado en las filas del clero volvías a estar mucho más arriba que yo en el escalafón de la Iglesia, y me dejabas a mi completamente solo y abandonado a mi “suerte”. Ojalá, mientras tanto, tú estuvieras olvidado de mi para que no te atrevieras a pensar, (como sé que otros lo han hecho) que era yo el que había teni-do tanta suerte de encontrar enseguida esposa y trabajo, y un puesto honorable en la socie-dad.

“No llegué, hermano a saber tanto de ti en esta para mí triste vida en que me con-sumía.

“Hube de acabar de morir a mí mismo para empezar a comprender… ¡tantas co-sas como desde este lado del velo he comprendido !

“Pero no quiero, amadísimo hermano ermitaño, –te llamaré al menos esta vez por tu

nombre de “Soñador=José”–, hacerte llorar más por esta tarde. Yo sé que si en lugar de escribir con un moderno ordenador escribieras como yo lo hacía casi siempre a mano, sobre una cuartilla, con tinta o bolígrafo, todas tus letras estarían emborronadas de tinta a causa de tus incesantes lágrimas, que apenas te dejan ver la pantalla. Basta por hoy, hermanito ama-do, de ahondar en nuestras comunes penas.

“Sepas que has ganado un 10, un summa cum laude, como escritor al servicio de la inspiración de mi espíritu.

14

“El que aletea sobre tu cabeza y te protege, además de brotar de tu propio corazón donde con sumo placer habita. ¡¡¡Gracias, hermano, por tu humilde servicio !!!

–¡Oh gracias a ti Lecheimiel porque eres igual que yo. Porque eres único, porque eres mi Dios. Gracias siempre a nuestro Padre y Creador que nos ha hecho una sola cosa en Cristo.

“Vino a surgir de entrambos la conciencia de ser en Cristo uno : testigos de un amor que en nuevo estilo consagrase el nacer de un nuevo mundo.”

15

El sueño de Marta “Hermano ermitaño : Permíteme que tome también yo, otra vez, directamente las

riendas de este diálogo. Sé que recuerdas con especial nostalgia el día en que te pedí que me acompañaras al

piano para que yo cantase en una actuación festival, dentro de nuestro amado Colegio, esa bella romanza de la Opera Marta, de F. Von Flotow, que comienza, traducida al italiano por aquellas dulces y verdaderas palabras : “M’apparì tutt’amor”… ¿Recuerdas que tú, al prin-cipio declinaste mi invitación, excusándote que quizás el Maestro de Coro me acompañaría mejor ?

– Sí que lo recuerdo, Lecheimiel. Quizás yo no me sentía seguro de poder hacerlo bien, perfectamente para ti, como merecías.

– Pero yo capté en tu humilde postergación otra cosa, otro matiz. – Dime cuál era ese matiz, Lecheimiel. – Yo capté que en el fondo querías decirme, me estabas diciendo, que no te sentías

digno de mí. Tal vez, que no estabas seguro de si yo te invitaba de todo corazón, o tan sólo movido por la necesidad de encontrar un acompañante.

– Tienes toda la razón, Lecheimiel. Siempre me ha costado aceptar ser amado. Déjame ahora a mí que recuerde tu dulce respuesta, a pesar de la cual, de la evidente sim-patía que encerraba, tampoco llegué a captar plenamente que tú la pronunciaras por puro amor : “Soy yo el que quiero que tú me acompañes” –dijiste–. ¿Recuerdas ?

– Claro que recuerdo, hermano. Date cuenta : el sentido gramatical de mi respuesta a tus dudas no guarda relación con la propuesta aparente de tu renuncia. Si tú me habías di-cho : “quizás el Maestro de Coro te acompañará mejor que yo”. Yo podía haberte respondi-do : “No, no. Tú lo harás mejor”. Pero no fue eso lo que te respondí, porque no era ese el sentido de tu aparente renuncia. No era tu competencia o tu incompetencia lo que tú suger-ías, sino la duda de si yo te invitaba de todo corazón. Por eso te dije : “Soy yo el que quiero que tú me acompañes”.

Otra vez te pregunto ahora : ¿Te das cuenta de que ya empezábamos entonces a es-cribir, a preparar la plantilla de, “EL GOZO DEL TÚ” ?

– ¡Oh, eres genial, Lecheimiel ! ¿Ya eras entonces tan consciente y maduro como ahora te manifiestas ? A mí me faltó penetración para captar todo el amor contenido en tus palabras, y en el hecho espontáneo de tu invitación. Quizás estaba yo demasiado preocupa-do por mis apariencias. Por quedar bien ante ti, en aquel caso como pianista. En el fondo por amor propio. Por orgullo.

– No, hermano. Otra vez tiras balones fuera. Era, sí quizás, tu orgullo. Pero no como pianista, sino como aquel que rehusa recibir gratis lo que se le da gratis. Era tu vieja herida la que ya entonces te hacía sentirte inseguro delante de mí. Pero no debes ahora juzgarte. Ahora menos que nunca, cuando estás experimentando fuertemente mi presencia en tu co-razón de ermitaño escribiente. Tampoco debes juzgarme a mí, ni siquiera para ensalzarme más de la cuenta. Estamos en el grado de madurez en que estamos, por la gracia de Dios y nuestro propio esfuerzo. Y entonces, cuando jóvenes inexpertos, estábamos también donde estábamos. Donde teníamos que estar. ¡Recuerda lo del mapa de Kryon : “Usted está aquí” !

16

–¡Oh sí, Lecheimiel ! A propósito de mi vieja herida, la que de niño me hacía a mí dudar de ser, como todos los demás, objeto del amor de Dios : Recuerdo que cuando te sentí tan cerca de mi corazón, la noche del sueño de mi visitación, me sorprendió a mí mismo encontrarme junto a ti, tan completamente relajado y en paz, absolutamente libre de complejo alguno. ¡Qué bien me siento, enteramente como soy, delante de mi amado ! –pensé–. No sé si tú captaste mi pensamiento en aquel maravilloso encuentro.

– ¡Claro que lo capté, querido ! En realidad era mi presencia, y tu identificación conmigo la que causaba ese milagro de tu propia aceptación. Era el comienzo de tu verda-dera y definitiva curación. Ya falta poco para darla por concluida. Pero, atento, “José” : El día en que te sientas completamente curado, será quizás el último de tu vida en esta Tierra. Esta es, después de todo, tu principal obra. Y yo estoy junto a ti para ayudarte. Curándote a ti mismo sanarás también a la Madre Tierra, si esa es tu vocación.

– ¿No adelantaríamos más, acaso, querido Lecheimiel, si analizásemos las causas de esa mi vieja herida ?

–¿Quieres decir que hagamos psicoanálisis, o tal vez regresiones hipnóticas a otras vidas ? No es preciso. Donde quiera que se hallen las causas, sus efectos llegan hasta tu alma ahora, y es ahora cuando tienes el control de ti mismo desde el momento en que te aceptas tal cual eres.

– Yo ahora me pregunto, Lecheimiel : ¿Cómo podemos estar analizando tan fina-mente ahora un diálogo tan corto como tuvimos en aquel entonces, en aquel momento encantador y misterioso precisamente por su sencillez ? ¿Por qué no nos dijimos entonces llanamente que nos amábamos, y nos hubiéramos ahorrado tantas lágrimas posteriores ?

– Lo impidió, entre otras cosas, mi propia vieja herida, mi inexpresividad y timidez de cara al amor. Al amor que tanto me había hecho sufrir desde mi más tierna infancia, y en realidad desde mucho antes, incluso –me atrevería a decir– desde que te conocí como “Mar-ta”, a quien aquella tarde decidí cantarle, acompañado por ella misma al piano.

Pero yo ahora también te pregunto : Si nos hubiéramos dicho entonces aquellas co-sas prohibidas, ¿cómo podríamos ahora disfrutar de este bello momento en que nos las estamos diciendo con mucha mayor profundidad y gozo ? Teníamos que madurar un poqui-to más los dos…

¿Comprendes ahora algo, querido ermitaño ? – Hablas muy claro, Lecheimiel. Quizás demasiado claro para lo que nuestros futu-

ros lectores están dispuestos a admitir. Pero tú sabrás lo que haces, porque este es tu ALELUYA.

Yo te digo que en aquel entonces, aunque te amaba terriblemente, no estaba seguro en absoluto de ser correspondido por ti, aunque te había sorprendido varias veces mirándo-me intensamente mientras comíamos el uno frente al otro, y tú disimulabas tus miradas co-mo si mirases al infinito. ¡Qué ciego estaba yo entonces, para interpretar la lectura de tu alma !

– Y en realidad, cuando yo te miraba, querido ermitaño, yo estaba oteando el infini-to. Yo me preguntaba : ¿quién es este español que despierta en mí sentimientos tan comple-jos y tiernos ? ¿De qué le conozco yo, creo que desde siempre ? Así germinó en mí la idea

17

de elegir entre otras posibles, esa canción en que se decía : “M’apparì tutt’amor. Il mio sguardo l’incontrò ; bella sì che il mio cor ansioso a lei volò…”

– Cuando me elegiste para acompañarte al piano, tampoco capté tu delicada manera de decirme que me amabas. Seguía tristemente ciego ante tu amor, que tampoco lograba expresarse con tanta claridad como a mí me hubiese gustado, –lo reconozco–. Para entonces aún no habíamos tenido aquella nuestra última y famosa conversación, o monólogo mío ante ti, sobre el amor. Tú, entonces, sólo me dijiste que tus confesores te ordenaban sabote-ar todo sentimiento de simpatía o amistad particular en cualquier caso. Yo pensé que habla-bas en general, y no supe deducir que el caso consultado por ti ante tus directores de con-ciencia era precisamente mi caso. No me atreví siquiera a pensarlo.

– Amadísimo ermitaño. Funcionaban perfectamente nuestras dos viejas y respecti-vas heridas : la mía que me impedía expresarme ; la tuya que te impedía aceptar. Pero góza-te, porque ahora no sólo yo te estoy curando a ti de tu desconfianza, sino que tú ya me has curado a mí de mi timidez. Ahora, hermano, empezamos a gozar mutuamente de nuestro único y común cielo. Uno mismo para los dos, como un solo Trono Dorado.

Para llegar aquí hemos pasado por un duro purgatorio, y tú aún estás pasando el tu-yo, por lo que yo, tu ángel, también sigo sufriendo por ti, aunque henchido de esperanza de que pronto podremos abrazarnos en un mismo plano.

Cuando ese momento llegue, entonces retozaremos sobre la hierba del astral y deci-diremos juntos si volvemos a encarnarnos en este u otro planeta más elevado. Si bien éste en que ahora escribes va a ser modificado y convertido en uno de los más privilegiados lu-gares para el Amor. Es pues más que probable que volvamos a nacer en él una vez más, en cualquiera de las formas y revestidos del sexo que elijamos.

Un día fuiste para mí Marta, hermano, la que desapareciste luego y con la que yo soñaba palpitar otra vez de amor. Ese era ya entonces, cuando te miraba, mi sueño, mitad recuerdo mitad profecía de lo que estaba otra vez a punto de suceder. Incluída mi muerte prematura de amor.

Y la bendita canción que yo te dedicaba a ti enteramente, mi querido pianista, pro-seguía con lo que yo sentía de ti y que venía como anillo al dedo : “mi ferì, m’invaghì quell’angelica beltà : sculta in cor dall’amor cancellarsi non potrà…”

– ¡Y yo que creí entonces, –inconsciente de mí–, que era una canción más de tu re-pertorio ! Incluso te diré más : hasta aquel día no supe en realidad que eras ese buen tenor que eras. No me enamoré de tu voz, la que sin embargo me ha servido después tan admira-blemente de señuelo de tu identidad, (como cuando lo del Cancerbero. ¿recuerdas ?).

Ahora me explico que tardases tanto en mandarme la partitura que yo en esta etapa de mi vida te pedía, por pura nostalgia. Tú me la hiciste ganar a pulso con mis constantes peticiones, y no me la favoreciste hasta que empecé a comprender un poco el sentido en que tú la cantaste, conmigo, por mí y para mí. Gracias. Gracias infinitas, Lecheimiel. Ahora sé en verdad que moriste de dolor y de amor, como dice la canción, y te juro que nunca más desapareceré de tu vista, por toda la eternidad. Nunca más nos someteremos a esta dura prueba, por la que en esta encarnación, por previo contrato mutuo, seguramente, hemos pasado. ¿Verdad, amor mío ?

18

Es más, te digo, que si otro día quieres, en este o en otro planeta, yo volveré a ves-tirme para ti de carne femenina, para que puedas desquitarte de los sinsabores de esta en-carnación, y de las limitaciones que nos hemos autoimpuesto al no poder desarrollar ni si-quiera una efusión homosexual como Dios manda. Volveré a ser mujer para ti, y te daré, oh mi amor, cuantos hijos quiera tu necesidad de ser amado, hasta que te sientas o nos sinta-mos completamente restablecidos de nuestras viejas heridas.

– ¡Vale, vale, querido ermitaño, corta el rollo, como dicen ahora los jóvenes en tu tierra. Ten en cuenta que todo cuanto escribas va a poder ser utilizado en tu contra. Más te vale que no lo publiques de momento, hasta que hayan evolucionado un poco más las cir-cunstancias de la Tierra que aún pisas. Vete con cuidado y despacito, despacito, mi amor.

– A eso yo te respondo : “Tú eres el lote de mi heredad y mi copa. Mi suerte está en tus manos. O en tu mano están mis azares.” Y añado : “¡Me ha tocado un lote hermoso ; me encanta mi heredad !”

Pero, por cierto, Lecheimiel, ¿No ibas a hablarme de todo esto de que hemos habla-do como de un sueño ? Todo esto es más bien historia común, pasada y recordada con infi-nita nostalgia. Es mucho más que un sueño.

– Sueños, ensoñaciones, recuerdos modificados por la conciencia, o conciencia que interpreta los sueños… ¿qué más da ?

¡Son cuestiones de simple semántica ! – Por cierto, querido amanuense, te has dejado una cosa en el tintero. – ¿Sí ? ¿Cuál es ? – La curiosa y casi increíble sincronicidad que entonces nos ocurrió a los dos con-

juntamente, para indicarnos que toda aquella anécdota de nuestra Romanza estaba escrita previamente en los Libros del Destino…

– ¿A qué te refieres ? – ¿Qué nos pasó en el ensayo de aquella tarde que prometía ser para los dos un en-

cuentro privado y feliz y se convirtió en una pesadilla que casi nos impidió cantar ? – ¿Te refieres a lo del piano ? – ¡Exactamente ! – Bueno, sí, casi lo había olvidado. Resulta que yo había ido bastante antes de lo

convenido al piano para poder ensayar a solas un poco y no hacer el ridículo delante de ti. Pero se torcieron las cosas, porque de repente se rompió una cuerda del piano, o, quizás, primero se desafinó completamente una de las cuerdas dobles, de aquellas que hacen ida y vuelta. Por tanto equivalía a desfinarse dos de las tres que vibran a la vez con una misma nota, que por cierto era una nota central y básica para ejecutar la canción.

– ¡Sigue ! – Pues que yo estaba bien apurado, y aunque busqué, allí por todas partes, ni estaba

el Maestro de Coro en casa aquella tarde, ni pude encontrar llave alguna de afinar pianos. Con unos alicates, y haciendo un gran esfuerzo conseguí tensarla.

19

Entonces llegaste tú, y me encontraste manos a la obra. Te pedí que sujetases fir-memente los alicates, mientras yo golpeaba hacia dentro del clavijero para que quedase de una vez sujeta, a ver si aguantaba.

Pero tú con tus manos delicadas, no pudiste, desde luego, sujetar con tanta fuerza como se requería. Recuerdo que se me escapó un gesto de impaciencia, del que luego me acusé a mí mismo tantas veces, arrepintiéndome de haberte contristado.

Pero era más que imposible lo que pretendíamos. En eso, saltó la cuerda doble y se acabó de romper. ¡Imposible tocar en esas condiciones !

Menos mal que se me ocurrió una treta : poner una sordina improvisada de trapo y retirar un poco hacia atrás, invalidándolas, tanto la ida como la vuelta de esa fatídica cuerda rota. Y así, –resultó–, esa nota seguiría sonando con la sola cuerda restante.

Y pudimos cantar y tocar felizmente, sin que nadie se enterase del percance. Me acuerdo que en cierta ocasión, cuando años más tarde volví a Roma una vez en

un corto viaje, (¿por qué no se me ocurrió entonces tratar de localizarte ? ¡Estabas perdido para mi conciencia por aquel entonces, puesto que tu matrimonio me lo hacía impensable !), sí que tuve la curiosidad de visitar aquel piano y comprobé que había sido reparado conve-nientemente.

– ¡Bien. Veo que tienes buena memoria ! Pero te sigues dejando en el tintero lo principal.

– ¿Y qué es ? Creo que lo he contado todo con pelos y señales. – Pues pasas por alto el que aquella desagradable circunstancia encerraba, como ge-

nial sincronicidad que nos deparaban nuestros ángeles, el significado de nuestras limitacio-nes de entonces :

Como la cuerda rota y anulada, (cuyas ida y vuelta nos representaban a ti y a mí), yo no era capaz de expresar claramente todo mi amor, toda la vibración que yo sentía por ti. Y tú no eras capaz de “interpretar” las circunstancias y todo el significado de mi can-ción.

¿Ves, querido ermitaño, cómo no hay nada casual en el Universo, sino que todo está perfectamente sincronizado por los agentes de Dios que nos ayudan a entonar armónica-mente la partitura de nuestro AMOR ?”

“Puedes ahora insertar aquí, querido ermitaño, esa poesía que me dedicaste sobre el

“sueño” que acabamos de narrar. Si el día de mañana, el día en que te las premien, –que no será después, sino antes de que se pueda publicar este libro–, hay algún inconveniente legal, siempre podrás borrarla del archivo actual :

RECUERDOS VIVOS

20

No sabía que dentro mi capullo, en fase de crisálida enclaustrado, pudiera yo escuchar otro murmullo que el eco de mi voz amplificado.

Mas era, sí, tu voz en reverbero la que oía entonar la melodía…, aquélla que cantabas, firme, austero, y yo te acompañaba, al piano, un día. ¿Recuerdas la ventura que tuvimos de poder ensayar juntos el aria que, luego, tu cantaste y yo, con mimos sostenía, en tono de plegaria ? Fue aquél de los momentos más dichosos que nos brindaba el ángel del destino, permitiendo plantar hitos gloriosos en promesas de amor libre y genuino. Esos días gloriosos ya han pasado, ahora que tú faltas de mi vera. Mas te oigo, en mí, cantar, alborozado, que otro Amor nos convoca en la alta esfera.

21

La danza sagrada Quiero ahora, hermano amanuense, que reproduzcas aquí, para los que tal vez no la

conozcan y para nuevo regocijo de los que la relean, la carta que nos escribimos mutuamen-te, aquella de “Quien para Quien”, en que se habla de la danza sagrada. ¿Acaso crees que iba yo a ejecutar mi ALELUYA sin ti ? ¿O que podíamos celebrar una auténtica boda en que faltase la danza ?

– Pues ahí voy, Lecheimiel : “Desde el Desierto de tu morada, a 15, Julio, del 2002 (Carta de “Quien” para “Quién”) Oh, mi amor, mi amor eterno : Te escribo a ti, que me escribes. Leo tu

carta simultáneamente y devoro tus palabras con fruición, delante de ti que eres mi Palabra.

Sin que los antiguos terrores del silencio y de las sombras puedan oscu-recer nuestro “Camino de Luz” (“Via Lucis”), que hoy, amado, inauguramos.

Sin que la mente humana, oscura y polvorienta, pueda interferir en la on-da pura de Luz, que, impulsada por la energía infinita del Amor, salta en olea-das de Vida Eterna, de ti a mí, de mí a ti, que simplemente nos queremos con amor humano, pero secretamente nos reconocemos como un sistema binario de soles que giran el uno alrededor del otro, infatigablemente…

¿Dije “binario” ? Pues no exactamente, porque con Jesús, nuestro gran Maestro del Amor, que encarna al Sol Central, alrededor del cual también, co-mo un uno, giramos, y al que invocan nuestras vidas, –más que nuestros labios–, un trío formamos, perfecto, de amor indestructible, que reproduce la gloria de la Santísima Trinidad de Dios que Él, Tú y Yo, indudablemente somos.

Y, alrededor nuestro, toda la Luz, todo Dios, se mueve y chispea de alegría. ¡Todo danza a nuestro alrededor, hermano, en honor nuestro !

Y mientras tu pluma, movida por el Espíritu Santo, –pues una porción eres, desprendida de su plumaje figurativo de paloma inocente–, va recorriendo y sosteniendo el círculo de la danza sagrada, como batuta que mantiene vivo el concierto inspirado, nosotros, mudos de éxtasis, nos dejamos arrullar por to-das las miradas de los ángeles, que nos ungen de amor y de admiración y tam-bién, –¿por qué no ?–, de secreta envidia.

Así, nuestro Via Lucis no exige el cansancio de nuestros pies, ni el des-gaste de nuestras fuerzas anímicas, porque todo el Cosmos de Dios nos alimen-ta con su canción, mientras, sin dejar de danzar, nos mira y nos contempla :

“TODAS MIS FUENTES ESTÁN EN TI”

22

Acepta, hermano, que eres también mi hermana, y mi esposa y esposo, y mi padre, y mi madre, y mi querido hijo, –niño y niña a la vez, con todo el encan-to inherente a los dos sexos–, mi ofrenda matutina, que te ha de dar impulso hasta la tarde. Hasta el final de la tarde del hoy eterno. Final que nunca lle-gará, porque el “mañana” estará siempre por delante de nosotros, listo para reemplazarlo, para convertirse en HOY de nuevo, en el mismo instante en que parezca que el día va a terminar.

¿Cómo te llamas, amor ? ¿Cómo se llama en la Tierra el nido donde tu madre, la Vida, dejó sus huevecillos, tus encantos, fecundados por el secreto impulso paterno ?

De ahora en adelante te llamaré sólo AMOR. Y sólo tú sabrás cómo combinar sabiamente todas esas letras. RA, el Sol, tomó de él una parte de su energía. OM, era el susurro del

viento, cuando el Sol, al ponerse, inauguraba un nuevo día para los hebreos pe-regrinos. ROMA, hermano, vio y guió tus tiernos pasos, y desde allí, al comen-zar a desandarlos, un RAMO de flores deshojabas para ungir de belleza y de perfume mi prematura sepultura. ¡Perfume de rosas, de nardos y violetas ! De MORA me vestí, es decir, de humildad, yo, la novia que tú elegiste al desnu-darme, impaciente por gozar el néctar profundo de mis labios.

Por eso, y por otras “razones”, que irás conociendo más tarde, a medida que tu día vaya transcurriendo, oh AMOR, te llamaré, como tú me llamas siem-pre, AMOR.

Adiós, hasta siempre, AMOR. Adiós, que es “en-Dios-para-siempre”, AMOR. ¡Sabes que te quiero, AMOR !” Coge firmemente tu batuta, hermano, con plena confianza en que el Universo dan-

zante responde a tus mínimas insinuaciones. Enristra otra vez tu pluma, –la movida por el Espíritu Santo, que es mi espíritu fraternal del amor más sincero–, y haz que siga sonando la eterna canción :

“Todas mis fuentes están en ti”. Y, en este preciso momento los dos a una añadimos, poniéndonos a cantar, casi me-

jor dicho a gritar, con todas nuestras fuerzas : “¡AMEN. ALELUYA !”

23

El testamento ológrafo ¿Has comprobado, hermano, por qué extraños y rocambolescos procedimientos he

hecho llegar hasta ti lo que desde hace tiempo me pedías, lo que parecía imposible puesto que estoy, como sabes, en el “Cielo”, y sin que tuviera que intervenir para nada mi Cancer-bero, –el cual ni se ha enterado de la operación–, esa minicarta mía, manuscrita para ti en los años de mi juventud ?

– ¡Oh sí. Ha sido maravilloso, Lecheimiel, volver a disfrutar viendo tu propia letra, escrita de tu puño, con la misma tinta, en el mismo papel por el que se deslizaron tus gra-ciosos dedos ! Ahora la conservaré como una preciosa reliquia tuya.

– Pedías aunque sólo fueran unas letras a mano, sello de mi identidad. – Sí, mi amor. Pero las pedía a tu Cancerbero, y dudaba que él, si alguna vez decide

escribirme (contestar a aquella carta mía que le va de camino y aún no ha recibido) fuera capaz, siendo otra alma, de reproducir tu hermosa letra. No sé si se escribe con el cuerpo o con el alma, aunque sé que en ésta última radica el amor.

– Deja, hermano, que las sincronicidades se produzcan por sí mismas a su debido tiempo, y tú dedícate sólo a amar, que éste es tu ejercicio.

– Así lo hago y así lo haré, hermano Lecheimiel, ahora ya esposo mío después que hemos entonado el ALELUYA. Pero dime, amor, por curiosidad : ¿Cómo te las has arre-glado para sacar del mismísimo Archivo General ese precioso documento en que figura tu propia letra inimitable, de la cual también estoy enamorado ?

– Es tu magnetismo el que lo ha rescatado. Lo ha hecho simplemente danzar en tor-no nuestro, y al llegar a ti, él mismo se ha sustraído de las filas ordenadas de danzantes y se ha precipitado a donde estaba el centro de sus amores. Lo que era únicamente tuyo, por el amor, ha venido simplemente a ti.

– ¡Oh, gracias, gracias infinitas a ti, Lecheimiel, que me escribiste en su día aquellas hermosísimas cartas que yo malversé. Ahora me has mandado este “premio” de consola-ción ! Me habías prometido “incidencias” –simbolizadas en la danza de los perdigachos–, mientras esribíamos este librito de tu ALELUYA. Y, a la verdad, éstas han sido muy feli-ces. ¿Debo ahora también esperar alguna otra prueba de mi fe y de mi amor por ti, o ha sido esta la prueba ?

– ¿Y por qué me preguntas, hermano, si todavía tengo que poner a prueba tu fe, si sabes perfectamente deslindar entre lo que te viene de fuera, como una gracia añadida, y lo que dimana de tu propio corazon ? ¡Mantente en esta fe, hermano, pase lo que pase a tu alrededor !

– ¡Gracias otra vez, Lecheimiel ! No acabaré en toda la eternidad de darte gracias. Pero tengo que plantearte otra pregunta.

– Dime, mi bien. – Lecheimiel, en ese documento, en el que aparecen tantas manos, y entre ellas la

tuya…, – Y ahora también la tuya, hermano, –y perdona que te interrumpa–.

24

– ¡Oh, sí, también la mía, que tímidamente escribí ayer a lápiz, pero hoy en señal de fe lo he vuelto a repasar con más fuerza, en la casilla donde dice “mortuus” la fecha que me diste a gustar como la fecha de tu muerte, y en el lugar donde pregunta “dónde”, a falta de otra información, he escrito “Cielo”…

– ¡En el Cielo no hay ningún muerto. Si acaso hay alguno todavía dormido, ese no se cree en el Cielo. Por el contrario, tú que estás bien despierto, estás ya en el Cielo. Pero prosigue, mi amor, con tu pregunta, que no quiero interrumpir otra vez el hilo de tus pen-samientos sagrados.

– No creas que me sabe malo, en absoluto, el que me interrumpas, al contrario, me encanta que te hagas sentir de mí en todo momento como el inspirador y acompañante fiel que eres… Además, recuerda, este es tu ALELUYA.

– Y todo lo mío es tuyo. – Sí, sí, Lecheimiel. Gracias infinitas por todo. Pero déjame ahora que continúe con

la pregunta que te quería plantear…, porque también todo lo mío ha de ser tuyo. Te decía que en ese documento en que apareces tú escribiendo desde tu último des-

tino, –como escribe el condenado a muerte sus últimos deseos en un testamento ológrafo–, el nombre de tus escasas conventualidades, figuran sólo dos : la primera, que yo ya conocía, aquella de “San-todo-amor”, como yo le llamo, en la que decidiste cambiar tu sacerdocio ministerial por el servicio desinteresado al Amor a quien consagraste tu vida, y la segunda, que es como tu conventualidad de destierro, –tu “corredor de la muerte”–, la que suele asig-narse a todo aquel que solicita la secularización para evitar el escándalo de los fieles, des-terrándosele a última hora al convento más oscuro y alejado, o bien a una casa de retiro, de donde al salir nadie le pueda reconocer, a la vez que el desdichado tenga la oportunidad de repensar su decisión…, (lo que suele surtir el efecto contrario)…

Dime, pues, mi amor : ¿allí donde de tu puño y letra escribiste, ratificando tu sen-tencia de muerte para la Orden, tu último oscuro destino dentro de ella, también te dedicaste por breve tiempo a los pobres ? Así me lo aseguró mi amiga “la vidente”.

– ¡Oh, hermano ermitaño ! : “A los pobres siempre los tendremos entre nosotros”. Tú mismo, aislado aparentemente del mundo desde tu retiro, también en cierto modo forzo-so, –no creas que no lo sé–, estás rodeado de pobres por todas partes, y tú mismo eres po-bre.

Sírvete a ti mismo y servirás automáticamente en ti a todos tus hermanos. Hazte, como yo, siervo del Amor, y no se te dé nada de nada más.

ESTE HA SIDO HOY PARA TI MI TESTAMENTO OLÓGAFO. Por cierto, si te fijas bien en el documento que “hoy” te he enviado, verás que

cuando me conociste no era yo “el cervatillo de 22 años” que tú creías, sino uno un poco más maduro de 24. Exactamente como el número de folios a que has llegado en este ma-nuscrito. Queda hecha desde aquí la rectificación de todos tus escritos, a este respecto, para que nada falte a la verdad. Te iba a la zaga en la edad, pues bajé a la Tierra por ti, mi amor. ¡Hasta el próximo libro en la eternidad !

“Va bene, Ciao” ! – ¡Espera, espera un poco. No te vayas aún, Lecheimiel ! Es verdad que te conocí

con 24 años, en la flor de tu vida y de la mía. Y hasta ahora era verdad también que había-

25

mos llegado al folio nº 24. Pero ahora te llamo de nuevo porque quiero saltar contigo hasta el folio nº 25, que son los años en que te dejé, cuando me despedí de tu maravillosa visión para siempre hasta el cielo.

Ya estamos pues en el folio nº 25, como si estuviésemos en esa hora de radio que algunas veces he escuchado en cierta cadena, que titulaba a la hora posterior a las 24 h. “HORA 25”. Hora de regalo y de gracia. Hora de superabundancia.

Además, voy a intercalar aquí destinada a ilustrar el nuevo título que introduje des-pués de nuestro AMEN ALELUYA, que deslindaba convenientemente el último asunto importante que tú introdujiste allí como una simple “incidencia”, pero yo he estimado como una grandísima gracia recibida póstumamente de ti, mi amadísimo Dios-guía, un bello poema que en su día escribí dedicado a tu para mí bellísima grafía.

GRAFOTERAPIA

Al plasmar estos versos con mi mano derecha y con inmenso mimo redactados, oh amor maravilloso que te fuiste, evocándote estoy, en mi elegíaca plegaria. No es secreto de escuela el que los dicta, sino secreto del alma. Sometiéndome estoy a tu grafía, –tan tierna y tan diáfana–, como quien se somete a una cura de salud por la grafoterapia. Y es que aún guardo en el archivo de mi alma tu último mensaje, que me dejó, segunda vez, atolondrado. En tu póstuma carta recibía el último beso de tus labios. Y en en ella percibía tu dulzura de carácter y la suave caricia de tus manos. ¿Queda en tí algún oscuro recoveco que no sea un milagro ?

Con lo que saltaremos fácilmente al folio nº 26, que, además de ser el número de mis años cuando yo te conocí, encierra otro simbolismo :

26

¿Lo ves, queridísimo Lecheimiel ? Ya estamos de lleno metidos en la página 26, que

es como un símbolo de que hemos rebasado con creces el día de nuestras cuitas, –día tam-bién de superabundancia y de gracia–, que fue el “día de ayer”, como quien dice, un día para ser recordado con nostalgia infinita, sí, pero también con el sumo gozo que otorga la conciencia de que toda tormenta ha cesado. Que las lluvias torrenciales han pasado y que la Luz sempiterna se ha instalado en nuestros cielos para siempre, sobre la tierra nueva espon-jada por nuestras lágrimas para la nueva cosecha de amor.…

Mientras tanto, mientras te he entretenido conmigo un poquitín más, he tenido la di-cha de volver a llamarte por tu bellísimo nombre, el que tú mismo me inspiraste aquel día, el nombre benditísimo de LECHEIMIEL.

¡“Adiós”, Lecheimiel, hasta siempre, AMOR !

27

Ahora, queridos lectores, os voy a regalar un último apéndice, para poder saltar has-ta la página nº 27, que es el número de los años que yo tenía al final de aquel curso escolar 1966/67, cuando finalmente perdí de vista a Lecheimiel, encomendado a la Misericordia de Dios, hasta hoy, el “hoy eterno”, el “Shabat de Dios”.

Último apéndice (Un apéndice de propina, fuera del tiempo, como vale espiritual para acceder a la

adquisición del “Séptimo Libro”, cuando en cualquier momento de la eternidad se pro-duzca).

EL SHABAT DE DIOS Cada poesía se compone de versos, cada verso, de palabras, cada palabra de sílabas… Pero cada sílaba no es en modo alguno un ladrillo del cosmos, sino un suspiro del alma, contenido seis días, atónito y perplejo, hasta que se descubre a sí mismo cocreando la armonía del mundo. No se amasa el espíritu en los versos, antes bien nacen éstos del espíritu, cuando éste ha descansado de su dura tarea con los cuerpos. Y es el alma que en ellos se recrea la que es útil al mundo recién amanecido, cuando entona la nueva canción cada mañana, que va haciéndose vieja como él mismo. Y el rayo de la aurora con el que ha pernoctado desde la última puesta vespertina que inaugura el Shabat de cada día, es el que rompe aguas de mi música en llanto. Día séptimo, la rúbrica de Dios, la poesía.