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Primero escupió, luego expulsó los restos del humo agazapado en sus pulmones y finalmente lan- al agua, propulsándola con sus dedos, la colilla mí- nima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo había devuelto a la realidad y, de regreso al adolori- do mundo de los vivos, pensó cuánto le hubiera gus- tado la razón verdadera por la cual estaba allí, frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese ins- tante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó re- cordar cómo algo similar había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias. Tal vez por eso ya no era policía y cada día creía en menos cosas, se dijo, y se llevó otro cigarro a los labios. La brisa amable, proveniente de la pequeña cale- ta, resultaba una bendición en medio del calor del ve- rano, pero Mario Conde había escogido el breve tra- mo del malecón beneficiado con la sombra de unas 15

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Page 1: Primero escupió, luego expulsó los restos del - porrua.mx filemuchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese ins ... buena onda, de los míos, no sé cómo expli carte, es

Primero escupió, luego expulsó los restos del humo agazapado en sus pulmones y finalmente lan­zó al agua, propulsándola con sus dedos, la colilla mí­nima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo había devuelto a la realidad y, de regreso al adolori­do mundo de los vivos, pensó cuánto le hubiera gus­tado sa~r la razón verdadera por la cual estaba allí, frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese ins­tante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó re­cordar cómo algo similar había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias. Tal vez por eso ya no era policía y cada día creía en menos cosas, se dijo, y se llevó otro cigarro a los labios.

La brisa amable, proveniente de la pequeña cale­ta, resultaba una bendición en medio del calor del ve­rano, pero Mario Conde había escogido el breve tra­mo del malecón beneficiado con la sombra de unas

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viejísimas casuarinas por motivos más bien ajenos al sol y el calor. Sentado en el muro, con los pies col­gando hacia los arrecifc=s, había disfrutado la sc=nsa­ción de hallarse= libre de= la tiranía dd tiempo y gozó con la idea de que podía pasar en aqud preciso lugar el resto de su vida, dc=dicado únicamente a pc=nsar, a recordar y a mirar el mar, tan apacible=. Y, si venía al­guna buena idc=a, incluso ponerse a escribir, puc=s en su paraíso personal el Conde había hc=cho del mar, de sus dluvios y rumores, la c=scc=nografia perfecta para los fantasmas de su c=spíritu y de su empecinada mc=­moria, entre los que sobrevivía, como un náufrago obstinado, la imagen almibarada de vc=rsc= viviendo en una casa de madera, frente al mar, dedicado por las mañanas a escribir, por las tardes a pescar y a nadar y por las noches a hacc=rle el amor a una mujer tic=ma y conmovedora, con d pelo húmedo por la ducha re­ciente= y el olor del jabón combatiendo con los aro­mas propios de la piel dorada por el sol. Y aunque hacía bastantes años la realidad había devorado aquel sueño con esa vehemencia cruel tan propia de la rea­lidad, el Conde no lograba comprender por qué se­guía aferrado a esa imagen, al principio muy vívida y fotográfica, y de la cual, ahora, apc:nas era capaz de distinguir luces y destellos difusos, salidos de una me­diocre paleta impresionista.

Por eso dejó de preocuparle la razón capaz de= marcar su derrotero de esa tarde: sólo sabía que su mente y su cuerpo le exigieron como requisito inapla­zable retomar a aquella pequeña caleta de Cojímar

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encallada en sus recuerdos. En realidad todo había empezado en ese mismo sitio, de cara al mismo mar, bajo las mismas casuarinas, entonces cuarenta años más jóvenes, entre los olores indelebles de siempre, el día de 1960 en que conoció a Ernest Hemingway. La fecha exacta del encuentro se le había extraviado, como tantas cosas buenas de la vida, y no podía ase· gurar si aún tenía cinco años o si había cumplido los seis, aunque para esa época su abuelo Rufino el Conde ya solía llevarlo con él a los sitios más diversos, des· de las vallas de gallos y los bares del puerto hasta las mesas de dominó y los estadios de pelota, aquellos lu­gares entrañables, casi todos difuminados por leyes y ordenanzas, en los cuales el Conde había aprendido varias de las cosas más importantes que debe saber un hombre. Aquella tarde, que de inmediato se tomaría inolvidable, habían asistido a unas peleas de gallos en el barrio de Guanabacoa, y su abuelo, que como casi siempre había ganado, decidió premiarlo llevándolo a conocer el pueblo de Cojímar, tan cerca y tan lejos de La Habana, para que allí se tomara uno de los que él insistía en llamar los mejores helados de Cuba, fabri· cados por el chino Casimiro Chon en viejas sorbete· ras de madera y siempre con frutas frescas del país.

Todavía el Conde creía recordar el sabor pastoso del helado de mamey y su júbilo al ver las maniobras de un hermoso yate de maderamen marrón, del cual salían hacia el cielo dos enormes varas de pesca que le daban un aspecto de insecto flotante. Si el recuer· do era real, el Conde había seguido al yate con la vis-

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¿Sabes qué carnal? Durante el año tres meses y diecisiete días que llevamos camellando juntos te he estado wachando wachando y siento que eres un bato acá, buena onda, de los míos, no sé cómo expli­carte, es como una vibra carnal, una vibra chita que me dice que no eres chivato y que puedo confiar en ti, a poco no. Pienso que como todos debes tener lo tuyo, tu pasado y eso, pero es una onda que ni me va ni me viene si te he visto no me acuerdo, ya ves lo que se dice de los que trabajamos aquí, en el Drenaje profundo: que somos puros malandrines, puros batos felones, y de ahí parriba; será el sereno, pues sí ni modo que qué, así que carnal, acomódate porque el rollo es largo. ¿Quieres tequila? Órale, la botella está sobre esa piedra; que quieres un toque, órale, aquí tengo; en esa caja hay cerveza; pero si quieres perico ése sí te lo voy a deber. Ahora que si lo que tienes es jaria ahí están esos tamales; yo, ya sabes car­nal, estoy bien con mi coca y mis galletas pancrema.

¿Y cuál es el rollo? Barrientos carnal, ¿te acuerdas de Barrientos?

¿Aquel candidato chilo a la presidencia? Ah, pues me

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cont rataron para bajarlo. Todo empezó así: estaba yo en mi cantón limpiando mi fusca, oyendo a los C rcdence bien acá, cuando sonó el teléfono. Espe ra­ba una ll amada de Gobe rnación, así que me tendí, ¿Oiga?, Necesi to hablar contigo, dijo un bato que no reconocí, ¿Quién hab la?, A las siete en el Sanborns de San Angel, Óralc, pero no voy si no me dices qu ié n eres, y colgó; ~ste bato, pensé, cha le. Eran las dos veintidós de la tarde. Primero pensé en no ir, Q ué se está creyendo este güey, que coma mierda, pero recapacité de volada y me dije, Pues sí, no te hagas pendejo, si el bato llamó es porque te conoce y sabe qué onda contigo, así que deja de hacerle al fe­lón y prepárate, tal vez tus días de desempleado estén contados y si rve que sa les de esta ratonera aunque sea por un momento, además el lugar no está mal, cum· pies la cita y de paso le echas un ojo a las perfumadas, quién quita y se te antoje alguna. Total, me puse gua­po, un traje azul y eso, me eché una comida corrida en El Famoso y me fui caminando hasta Insurgentes por la calle de Edison. Me gusta llegar a t.icmpo, así que tomé un taxi y media hora antes de las siete esta­ba yo tirando barra cerca de la única entrada del Sanborns de San Ángel, en el rincón donde venden libros, tarjetas, chucherías y me puse a wachar. El que había llamado tendría que entrar por ah í r yo estaría bien puesto para amaciza rlo. Cincho que era conoci­do, claro, si no cómo me hubiera hablado con t.•se ap lomo y cómo sabría mi tel éfono si casi nadie lo tenía. De todas maneras no está de más ser desconfí a-

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do, y sobre todo en esta profesión, que primero Dios espero volver a ejercer pronto. Estaba entretenido viendo el Playboy cuando entró un bato que conocía como el Veintiuno, eran las siete y seis, pensé, Este güey debe ser el que llamó, sabe cómo localizarme desde hace mucho tiempo y es una fiera para fingir la voz. ¿Y si no fuera?, pensé, así que mejor me quedé quieto, como esperando que la virgen me hablara; el Veintiuno entró apresurado, recorrió el restorán con la mirada, caminó hasta las primeras mesas, husmeó como sabueso y regresó a la puerta. Yo, vigilando ma­chín, me acomodé tras un exhibidor y vi que entraba al bar y salía de inmediato, entonces me dejé ver y se acercó sonriendo, ¿Qué ta.l Macías, cómo estás?, Muy bien, ¿y tú?, Excelentemente bien, respondió muy acá, Creí que me ibas a dejar plantado, No, qué onda. El bato era un enlace de lujo, acá, machín, Ven, vamos a echarnos un trago, así que pasamos al bar y nos sentamos. Sigues sin chamba, no preguntó el bato, lo dijo, Más o menos, Pensé que con lo de Chiapas te iban a recontratar, También yo pero sigo en estánbai, A muchos ya los llamaron, supongo que estás espe­rando, Siempre estoy a la espera, ya sabes. Me miró machín, ya nos habían puesto un par de güiskis y eso significaba que había algo importante. Le llegamos al ron, al brandy, a la cheve, al tequila, pero nomás nos va un poquito bien o queremos impresionar o cele­brar pedimos que nos sirvan escocés, a poco no. Ne­cesito que me hagas un trabajo, dijo el Veintiuno, (íue sabía que me gustaban las cosas al grano y que no me

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No necesito pensarlo para comprender que lo más difi­cil seria abrir los ojos. Aceptar en las pupilas la claridad de la mañana que resplandecía en los cristales de las ventanas y pintaba con su iluminación gloriosa toda la habitación, y saber entonces que el acto esencial de levantar los párpados es admitir que dentro del cráneo se asienta una masa resba­ladiza, dispuesta a emprender un bai le doloroso al menor movimiento de su cuerpo. Dormir, tal vez soñar, se dijo, re· cuperando la frase machacona que lo acompañó cinco ho­ras antes, cuando cayó en la cama, mientras respiraba el aro­ma profundo y oscuro de su soledad. Vio en una penumbra remota su imagen de penitente culpable, arrodillado frente al inodoro, cuando descargaba oleadas de un vómito amba­rino y amargo que parecía interminable. Pero el timbre del teiHono seguía sonando como ráfagas de ametralladora que perforaban sus oídos y trituraban su cerebro, lacerado en una tortura perfecta, cíclica, sencillamente brutal. Se atrevió. Apenas movió los párpados y debió cerrarlos: el dolor le entró por las pupilas y tuvo la simple convicción de que quería morirse y la terrible certeza de que su deseo no iba a cumplirse. Se sintió muy d¿bil, sin fuerzas para levantar los brazos y apretarse la frente y entonces conjurar la explosión que cada timbrazo maligno hacía inminente, pero decidió enfrentarse al dolor y alzó un brazo, abrió la mano y logró cerrarla sobre el auricular del tel¿fono para moverlo sobre la horquilla y recuperar el estado de gracia del silencio.

Sintió deseos de reír por su victoria, pero tampoco pu-

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do. Quiso convencerse de que estaba despierto, aunque no podía asegurarlo. Su brazo wlgaba a un costado de la cama. como una rama partida, y sabía que la dinamila alojada en su cabeza lanzaba burbujas efervescentes y amenazaba con explo1ar en cualquier momemo. Tenía miedo, un miedo de­masiado conocido y sie mpre olvidado. También quim que­jarse, pero la lengua se le había fundido en el fondo de la boca y fue entonces cuando se produjo la segu nda ofensivd del teléfono. No, no, coño, no, (por qué?, ya. ya. se lamentó y llevó su mano hasla el auricular y, con movimiemos de grúa oxidada, lo trajo hasta su oreja y lo soltó.

Primero fue el silencio: el silencio es una bendición. Lue­go vino la voz, una voz espesa y rotunda y creyó que temible.

-Oye, oye, (me oyes? -parecía decir-, Mario, aJó, Mario, <tú me oyes? - Y le fahó valor para decir que no, que no, que no oía ni quería oír, o, simplemente, esti equivocado.

-Sí, jefe - logró susurrar al fin, pero antes necesitó aspi­rar hasta llenarse los pulmones de aire, obligar a sus dos bra­zos a trabajar y llegar a la altura de la cabeza y conseguir que sus manos distames apretaran las sienes para aliviar el vértigo de carrusel desatado en su cerebro.

-Oye, {qué te pasa?, (eh? iQJé cosa es lo que te pasa? -era un rugido impío, no una voz.

Volvió a respira r hondo y quiso escupir. Sentía que la lengua le había engordado, o no era la suya.

-Nada, jefe, tengo migraña. O la presión alta, no sé ... -Oye, Mario, otra vez no. Aquí el hipertenso soy yo, y

no me digas más jefe. iQJé te pasa? -Eso, jefe, dolor de cabeza. - Hoy amaneciste vestido de jodedor, (verdad? Pues mi-

ra, oye esto: se te acabó el descanso. Sin atreverse a pensarlo abrió los ojos. Como lo habí.1

imaginado, la lu z del sol atravesaba los vemanales y a su al­rededor todo era brillante y dlido. Fuera, quizis. el frío ha­bía cedido y hasta podría ser una linda mañana, pero sintió deseos de llorar o algo que se le parecía basunte.

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-No, Viejo, por tu madre, no me hagas eso. Éste es mi fin de semana. Tú mismo lo dijiste. (No te acuerdas?

-Era tu fin de semana, mi hijito, era. <Qui¿n te mandó a meterte a policía?

-Pero (por qu¿ yo, Viejo? Si ahí tienes una pila de gen· tes -protestó y trató de incorporarse. La carga móvil de su cerebro se lanzó contra la frente y tuvo que cerrar otra vez los ojos. Una náusea rezagada le subió desde el estómago y descubrió, con una punzada, los deseos inaplazables de ori­nar. Apretó los dientes y buscó a tientas los cigarros en la mesa de noche.

-Oye, Mario, no pienso poner el tema a votación. <Sa­bes por qu¿ te toca a ti? Pues porque a mí me da la gana. Así que mueve d esqueleto: levántate.

-(Tú no estás jugando, verdad? -Mario, no sigas ... Ya estoy trabajando, (me entiendes?

-advirtió la voz, y Mario supo que sí, que estaba trabajan-do-. Atiende: el jueves primero denunciaron la desaparición de un jefe de empresa del Ministerio de Industrias, (me oyes?

-Qyiero oírte, te lo juro. -Sigue queriendo y no jures en vano. La esposa hizo la

denuncia a las nueve de la noche, pero todavía el hombre sigue sin aparecer y lo hemos circulado por todo d país. La cosa me huele mal. Tú sabes que en Cuba los jefes de em­presa con rango de viceministro no se pierden así como así -dijo d Viejo, consiguiendo que su voz denotara toda su preocupación. El otro, al fin sentado en d borde de la ca­ma, trató de aliviar la tensión.

-Yo no lo tengo en d bolsillo, por mi madre. -Mario, Mario, corta ahí la confianza -y era otra voz-.

El caso ya es de nosotros y te espero aquí en una hora. Si tienes la presión alta te pones una inyección y arrancas para acá.

Descubrió la cajetilla de cigarros en el suelo. Era la pri­mera alegría de aquella mañana. La cajeti lla estaba pisotea-

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