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R uperto era el torito enamorado más inquieto y juguetón en el peligroso redil de los toros de lidia. Mientras sus primos y tíos se ejercitaban del modo más brutal y salvaje —yéndose de cuernos contra cuernos— para el día que les tocara salir al ruedo y enfrentarse a las banderi- llas, al torero, a la espada y a la posible muerte, eso a Ruperto no le inquietaba. A él sólo le preocupaba el arte, la poesía, las flores. Y estaba enamorado de Nora, la más linda becerrita del valle de los toros de lidia. Por ella soñaba ser músico —saxofonista para dedicarle algún día una bella composición, pero no tenía ese lindo instrumento—; por ella hacía poemas. Y por ella, Ruperto el torito, sabía que había nacido para poeta y saxofonista, en el más amplio sentido del arte y de la vida.

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Page 1: Primeras paginas-ruperto-torito-saxofonista

Ruperto era el torito enamorado más inquieto y juguetón en el peligroso redil de los toros de lidia.

Mientras sus primos y tíos se ejercitaban del modo más brutal y salvaje —yéndose de cuernos contra cuernos— para el día que les tocara salir al ruedo y enfrentarse a las banderi-llas, al torero, a la espada y a la posible muerte, eso a Ruperto no le inquietaba.

A él sólo le preocupaba el arte, la poesía, las flores. Y estaba enamorado de Nora, la más linda becerrita del valle de los toros de lidia.

Por ella soñaba ser músico —saxofonista para dedicarle algún día una bella composición, pero no tenía ese lindo instrumento—; por ella hacía poemas.

Y por ella, Ruperto el torito, sabía que había nacido para poeta y saxofonista, en el más amplio sentido del arte y de la vida.

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Imaginaba a Nora, olía una flor y se le inflaba el pecho y casi casi se elevaba como un globo hinchado de felicidad.

Y se decía: «¿Cuándo tendré un saxofón para interpretarle a Nora mi Pequeña flor?».

Y por Nora amaba todo lo que veían sus ojos: el mundo, el bosque de pinos y queñuales, las cascadas; y, ahí, la laguna de los peces; y ahí, la vida, ¡el canto de las aves! ¡Y Nora! ¡Nora!, cuando veía caer las hojas.

Y aunque era muy corta su edad, ya tenía una filosofía.

Cuando estaba solo, Ruperto el torito, pensaba: «Yo no entiendo por qué la gente odia gratuitamente y se mata», sin hallar una expli-cación que lo contentase: «¡No entiendo por qué a la gente le gusta la violencia!». Y en otro momento, mientras abrevaba al pie de la cascada, contemplando el espejo del agua en la laguna de los peces: «¿No será que al mundo tal vez le falte poesía? ¡Eso es! ¡Amor, ternura, poesía!».

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Por eso sería que, cuando apenas azulaba el alba, mientras iba y venía corriendo encabri-tado y loquito como un remolino entre hojas y pétalos, de una colina a otra, de una flor a otra, persiguiendo a las mariposas, saltando y tratando de jugar con el vuelo de una libélula, siempre se decía: «¡Ah, vida! ¡Vida! Pues, si al mundo le falta poesía: yo seré el poeta y le escri-biré poemas. Y me dedicaré al arte de amar, de vivir. ¡Y amar a Nora!».

Pero cuando le dijo a su abuelo Fermín: «Quiero ser poeta»; el toro abuelo, muy serio, rascándose la barba y acomodándose en sus vie-jas cicatrices en el lomo, le dijo:

—¡Hum, hijo! Eso no está bueno.—¿Por qué, abuelo? ¿Qué de malo tiene

que yo sea poeta?

—Hijo —le respondió el enorme y viejo toro, sin saber cómo reprimir la pesadumbre—… porque has nacido para morir en el ruedo.

—¿En el ruedo?—Sí, tal como murió tu padre. Digna-

mente, como debe morir un toro de lidia. Con coraje y amor por su arte.

—¿Su arte? —no entendió Ruperto, aspi-rando un geranio en una de sus manos—. ¡Yo sólo quiero ser poeta! Tocar el saxofón y amar a Nora. Amar la vida. ¡Y vivir libre! ¡No quisiera morir, y menos contra una espada!

—No, hijo. Tienes que aceptar tu destino. Naciste para la lidia y para morir en un ruedo. Valiente y hermoso, luciendo tus banderillas. Luchando contra una espada final. Y sería mejor que te vayas preparando.

—Pero, abuelo, amo la poesía. No amo los ruedos. No me gustaría luchar. Ni hacerle daño a un torero. Tampoco ir contra las banderillas. Ni contra un caballo. Menos contra una espada.

—¡Pues, así tendrá que ser! ¡Esa debe ser tu filosofía, amar el arte de los toros de lidia!

—¿Como amó mi padre? —Sí, como tu padre amó. —Y, él… ¿murió en el ruedo, traspasado

por una espada?

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—Murió como un héroe. Se le veía como a un dios. Chorreando sangre, embanderilla-do. Lo oí decir de su dueño. Entregándose a la capa, sin importarle la vida, el riesgo. Sólo el arte de sus cuernos y fortaleza. Envistiendo como montaña. Enfrentándose a ese hombre de lucientes espejuelos y oros, quien también trató de lucir su valía y arte. Apostando por su destino, la alegría del triunfo de la vida… ante la muerte. ¡Algún día, cuando te enfrentes a tu destino, ya lo sabrás!

—Pero, abuelo, yo…El abuelo se fue sin esperar otra inquie-

tud del torito Ruperto. Acaso temeroso por la falta de valor y coraje de Ruperto, tan necesarios para aquel día, cuando le tocara enfrentarse a un torero, allá en el coso de Acho, en Lima.

Entre tanto, esa mañana, Ruperto, decidi-do a explorar otros linderos —como todo niño travieso—, cruzó como pudo el cerco y, detrás de un arroyo, se encontró con un espantapájaros:

—Hola, amigo —le dijo el espantapája-ros—, qué bien que no me tengas miedo.

—No te tengo miedo —dijo Ruperto, orgulloso—. Los toros de lidia no le tenemos miedo a nada, amigo.

—Aunque sería bueno que le tengas miedo a ciertas cosas —le dijo el espantapájaros—. Pero, si tampoco me tienes miedo a mí, ¡qué bien!

—¿Y por qué te debería tener miedo? —no pudo dejar de preguntar Ruperto.

El espantapájaros demoró mucho en res-ponder:

—Tal vez… porque los seres solitarios causamos mucho temor. ¡Y porque sólo visto harapos! ¿No me ves? Todos le temen a los espantapájaros, aunque yo amo a todos.

—Qué bueno —dijo Ruperto—. Parece que tenemos la misma filosofía de vida. Me gusta también amar las flores como amo la vida. Y vivo enamorado.

—Hum… —dijo el espantapájaros—. ¡Poeta!

—Sí, soy poeta —dijo Ruperto—. ¿Cómo lo sabías?

—Porque yo también amo las flores como amo la vida —dijo el espantapájaros—. Sólo que a mí los pájaros no me quieren.

Y entonces, ambos, felices, rieron y se die-ron un abrazo. Y, así, el espantapájaros, dándole un instrumento musical, le dijo:

—Pues, en señal de mi amistad, te obse-quio este saxofón.

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—¿Un saxofón? —exclamó Ruperto—. ¡Yo siempre quise tener uno!

—Y yo siempre lo quise tocar y no he podido. Tal vez tú sí puedas disfrutarlo —le dijo el espantapája-ros—; sólo prueba. Quiero oír cómo tocas.

Y cuando el torito sopló el saxofón, el mundo pareció transformarse.

Las melodías le salieron maravillosas. Tan bellas que em-pezaron a rodearlos millares de pájaros, mariposas y libélulas. De gusto apareció un arco iris espléndido. Y hasta el aire y las flores parecieron alegrarse de oír al torito Ruperto.

Cercados de seres alados, el mundo pareció más bello que nunca. Hasta los pájaros y las mariposas ahora parecían amar y no temer al espantapájaros.

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