primer capitol el testigo invisible

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Novela

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  • Carmen Posadas

    El testigo invisible

    Premio de Novela Fernando Lara2007

    p

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  • De buenas intenciones est empedradoel camino del infierno.

    Refrn popular

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  • Para Carmencita Secco Ruiz Posadas, que lleg enNavidad. Y tambin para los cientos de miles deeuropeos que llegaron al Ro de la Plata despus de lasdos grandes guerras trayendo sus vivencias, susanhelos y tambin o tal vez debera decir sobretodo sus secretos...

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  • S que partir antes del 1 de enero. Si mueroa manos de mis hermanos los campesinos ru-sos, nada habris de temer, y vuestro linaje rei-nar por cuatrocientos aos. Pero si son vues-tros parientes ricos quienes procuran mimuerte, ni vosotros ni ninguno de vuestroscinco hijos me sobrevivir ms de dos aos.Moriris a manos del pueblo de Rusia. Ya noestoy entre los vivos, me matarn en breve,pero mi muerte se replicar en la vuestra comolos crculos concntricos que produce una pie-dra al caer en las aguas de un estanque.

    Carta de Rasputn a Nicols IIpocos das antes de su muerte

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  • EL CDIGO DE GRISHA IVANOVICH

    Montevideo, 13 de abril de 1994

    Un viejo refrn dice que nadie es un gran hombre para sumayordomo. Otro an ms viejo, supongo, sostiene que nohay que servir a quien sirvi ni pedir a quien pidi. Yo, pormi parte, digo que ninguno de estos retazos de sabidurapopular los acu quien ms puede saber de ello: un criado.

    Tambin puedo asegurar que, si nosotros nos hubira-mos inclinado ms por la pluma a lo largo de los siglos, laHistoria incluira captulos ms interesantes. Por fortunapara ciertos protagonistas de ella y lamentablemente para us-tedes, rara vez hemos sentido tal inclinacin. Algunos, por-que se contentaron con la pequea gloria de relatar lo quevieron a modo de chismes, dimes y diretes. Otros, como yo,porque nuestra gloria mayor ha sido, precisamente, evitarque se sepan. Lealtad? Discrecin? Orgullo de gremio?Mi to Grisha, que prefiri morir a manos de los bolchevi-ques antes que revelar el mecanismo que abra la cmaraque guardaba los mayores tesoros del palacio de los Yusu-pov, deca que los tres eran su cdigo, su razn para callar.La ma, contradictoria como todo en mi persona, es pro-saica y a la vez romntica. He callado hasta ahora porque loms valioso que poseo es fruto de un robo. Pero call sobretodo porque los grandes secretos son como los hechizos, sedesvanecen cuando uno los cuenta, y yo este lo quera solo

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  • para m. No s qu habra pensado to Grisha de todo esto,posiblemente arqueara una ceja, la izquierda, al escucharme.Mi to no era un criado ingls de esos que todo lo expresancon una mnima contraccin muscular, pero el elevamientode la ceja izquierda es un lenguaje universal entre nosotros,todo un esperanto.

    Grisha Ivanovich. Es curioso, llevaba aos sin pensar enl hasta hace un par de das. Un programa de televisin metrajo de pronto su imagen, tambin el recuerdo de su c-digo o razn para mantener la boca cerrada. Se trataba deun reportaje en el que enumeraban nuevos descubrimien-tos sobre el modo en que se produjo aquel famoso asesinatoy quines realmente intervinieron en l. Me refiero a lamuerte de Grigori Efimovich, ms conocido como Rasputn;visionario, libertino y para muchos uno de los mayores res-ponsables de la Revolucin rusa. As empez todo. La ideade escribir este relato, me refiero. Se han dicho y se siguendiciendo tantas inexactitudes sobre aquel perodo histricoque tal vez ahora, que el siglo xx dobla su ltimo recodo ysomos apenas un puado los testigos directos que permane-cemos vivos, haya llegado el momento de hablar. Lo que voya contar son mis recuerdos pero, con la ventaja que da elpaso del tiempo, tambin he podido rellenar puntos oscu-ros con memorias y testimonios de otros que merecen miconfianza.

    Todos coinciden en que la historia de Europa, y posible-mente la del resto del mundo, habra sido otra de no irrum-pir en la vida de la zarina Alejandra Fiodorovna el antesmencionado Grigori Efimovich Rasputn. Aquellos con in-clinacin por las profecas (o, si ustedes prefieren, por lossarcasmos que tiene la vida) gustan de recordar la carta queeste escribi a Nicols II pocos das antes de ser asesinado,en la que no solo vaticinaba su propia muerte, sino tambinla de toda la familia imperial.

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  • Apenas unos das ms tarde, la sangre de Rasputn teade rojo las elegantes alfombras del palacio del prncipe Yu-supov, sobrino poltico del zar, y uno de sus asesinos. Fueprecisamente mi to Grisha quien le ayud a enjugarla y ahacer desaparecer tambin otras manchas delatoras. Peroquin ms estaba con Yusupov esa noche y, sobre todo,cmo esta muerte pudo replicarse en la de los zares pocoms tarde? Lo que puedo decir por el momento es que aquelvaticinio se cumpli, y no fue el nico. Crculos concntri-cos, sucesos que se reflejan en otros, ondas en un estanque...Nosotros, los criados, testigos ciegos, mudos y sobre todosordos (me creen, verdad?) de lo que pasa tras las puertascerradas, sabemos mucho de todo esto. Por eso puedo ase-gurar que son a veces minucias las que originan esas ondas.Torpezas, malentendidos, particularidades del carcter deciertas personas que, en otras circunstancias, no habran te-nido efecto alguno, pero que, segn y cundo, acaban porcambiar el curso de la Historia.

    De todo esto me gustara hablar. De lo que vi y escuchtras las puertas cerradas y tambin de lo que me confesaronotros criados tan sordos, ciegos y mudos como yo. Confesin,me gusta esta palabra. Encaja bien con el estado de nimode un viejo que dentro de poco cumplir noventa y un aos.A esta edad que los franceses llaman un grand ge; me en-canta esa expresin, tan benvola como elegante uno des-pierta cada maana con una nica pregunta en los labios:ser hoy? Ser este que amanece el ltimo de mis das? Sinembargo, esa sensacin tan poco agradable convive con otraentre infantil y esperanzada: cuando para todos somos ol-vido, cuando no queda nadie que sepa quines fuimos niqu hicimos, no ser que tambin ella, la muerte, nos haolvidado? Quin sabe, a veces llego a creer que s.

    Sin embargo, aunqueme equivoque y hasta queMadameenmiende su pequeo olvido, lo nico que le ruego es que,

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  • ya que hasta ahora se ha comportado como una gran damahacindose esperar durante tanto tiempo, siga portndosedel mismo modo y me conceda acabar mi relato para queeste retazo de la Historia no muera conmigo.

    Nadie es un gran hombre para sumayordomo y nuncasirvas a quien sirvi ni pidas a quien pidi.... Ambos refra-nes son ciertos y, a la vez, completamente engaosos, y ahorame dispongo a demostrar por qu. La vida privada de losque han hecho historia est compuesta, ya se sabe, de lucesy de sombras. Algunos testigos gustan recrearse en las luces,mientras son multitud los que prefieren relatar solo las som-bras, cuanto ms negras y alargadas, mejor. Personalmenteme interesan ms los claroscuros. Pienso que, como en elarte de los pinceles, son ellos los que logran trazar el retratoperfecto.

    Ahora s ha llegado el momento de empezar. Y, aunqueno sea muy ortodoxo y desde luego s vanidoso, comen-zar por el nico instante en que, lejos de ser testigo sordo,mudo y ciego de lo que ocurra tras las puertas cerradas, minombre entr, aunque fuera de forma fugaz, en la Historiacon mayscula.

    S, yo estaba ah cuando se produjo aquel segundo cr-culo concntrico que Grigori Efimovich Rasputn profetizque tendra lugar menos de dos aos despus de su asesi-nato.

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  • EL RELATO DEL VERDUGO

    El 17 de julio de 1918, la misma tarde de los hechos, yo, Yakov Yu-rovski, comandante-carcelero de la hasta ahora llamada familia im-perial, orden al joven pinche de cocina, Leonid Sednev, que abando-nara la casa con el pretexto de que su to, arrestado en SanPetersburgo,haba logrado que lo dejaran marchar y deseaba verlo. Esto causinquietud entre los prisioneros e incluso una de las hijas del ex zar,no recuerdo si Mara o Tatiana, pregunt por qu deba marcharse.El resto de la tarde transcurri sin incidentes. Prepar doce revlveresy asign un guardia a cada uno de los miembros de la familia, demanera que todos supieran a quin deban disparar. Algunos pidie-ron que se los excusara de disparar a las nias. Decid relevar inme-diatamente a esos hombres incapaces de cumplir con su deber revo-lucionario en momento tan decisivo. Se me haba notificado portelfono que hacia las once de la noche llegara un camin para reti-rar los cadveres y que su conductor se dara a conocer por medio deuna contrasea: Deshollinador. Entonces sera el momento de em-pezar a actuar. Pasaron las doce, tambin la una, y a la una y mediade la madrugada me informaron de que el camin haba llegado alfin. Despert a la familia, que se haba ido a la cama sobre las diez, yles dije que se vistieran a toda prisa porque haba disturbios en laciudad y los bamos a trasladar a un lugar ms seguro. Me ocuppersonalmente de escoltarlos al piso inferior. Nicols llevaba a su hijoenfermo en brazos. Los dems lo siguieron. Olga y Mara, las prime-ras; luego Tatiana y la ex zarina, mientras que Anastasia se retra-

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  • saba diciendo que no encontraba a Jimmy, su perrito. Con l en brazoscomenz a bajar la escalera minutos ms tarde y tambin lo hizo elresto de los prisioneros: el doctor Bodkin, el cocinero Kharitonov, elvalet Trupp y, por ltimo, Demitova, la doncella. A pesar de que seles haba indicado que no necesitaban llevar nada consigo, algunos,como esta ltima, portaban almohadas y otros pequeos objetos, tam-bin algn bolso de mano. Una vez en el piso inferior, conduje a losprisioneros al semistano, una habitacin de diecisis por dieciochopies con una gruesa reja de hierro en la ventana. Alejandra dijo: Nisiquiera hay sillas aqu. Orden que trajeran un par de ellas. Nico-ls solicit una ms para su hijo Alexei. Entonces les dije que deba-mos esperar la llegada de los automviles, luego aad que se senta-ran, que bamos a tomarles unas fotografas...

    As comienza el relato que Yakov Yurovski oficial almando de lo que podramos llamar el pelotn de fusila-miento de los zares hizo de lo ocurrido en Ekaterinburgoel 17 de julio de 1918. Existen tres versiones diferentes dedicho relato autobiogrfico, todas firmadas por l. Las trespresentan pequeas diferencias, pero he elegido la ltimaporque incluye detalles que me parecen curiosos y conmo-vedores. He ledo estos documentos tantas veces que puedorecitarlos de memoria. Y lo hago, cada vez, con la aterradafascinacin de quien se adentra en un relato desgarrador.Pero tambin, y no me importa confesarlo, con otra fascina-cin bastante menos digna: la que siente uno al leer su nom-bre en un hecho que ha desviado el curso de la Historia.

    No. No soy el antes mencionado doctor Bodkin, ni elcocinero Kharitonov, ni el (dicho sea de paso) muy antip-tico Trupp ni por supuesto la fiel Demitova. Ninguno sobre-vivi a la matanza. Soy el nico de los prisioneros que logrsalir con vida de aquella casa: Leonid Sednev, quince aos,primero deshollinador imperial, luego pinche de cocina, ysiempre servidor de todos ustedes.

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  • Y ahora, una vez hechas las presentaciones, continuemoscon el relato que Yurovski hizo de los ltimos instantes de lafamilia Romanov. En el mismo tono burocrtico e imperso-nal, aquel hombre describe lo siguiente:

    ...Alejandra Fiodorovna se sent. Sus hijas y Demitova se en-contraban de pie junto a ella a la izquierda de la puerta. Detrs sesituaron el doctor Bodkin, el cocinero y el valet Trupp. Yo hice seasa mis hombres para que bajaran y tomaran posiciones en el vestbuloa la espera de nuevas rdenes. Nicols acomod a su hijo en una delas sillas y luego se situ de pie delante de l, como protegindolo.Entonces suger que se pusieran todos contra el muro y as lo hicie-ron, ocupando la pared central y una de las laterales. Por lo querecuerdo, le dije a Nicols algo as como que personas cercanas a ldentro y fuera del pas estaban intentando su rescate y el soviet de lostrabajadores haba decidido fusilarle. l pregunt cmo...? y sevolvi hacia su hijo. Yo repet la frase, luego dispar y mat a Nicols.En ese momento mis hombres, que an estaban fuera, comenzaron adisparar desde la puerta fuego indiscriminado, no ordenado. El tiro-teo continu durante largo rato con multitud de balas que rebotabanpeligrosamente contra las paredes. Yo no consegua que cesara el fuegoy la situacin tom un cariz catico aumentado por los alaridos de losprisioneros. Cuando por fin ces, varios de ellos an estaban vivos.El doctor Bodkin, por ejemplo, yaca apoyado en su codo izquierdoen una postura casi cmoda. Un tiro de revlver acab con l. Tam-bin las cuatro hijas, as como Alejandra y Demitova, estaban vi-vas. Procedimos a acabar con ellas. Pero entonces vi que Alexei per-maneca en su silla, petrificado de miedo. Lo mat. Mis guardiasvolvieron a disparar a las chicas, pero tampoco esta vez consiguie-ron acabar con ellas. Entre chillidos, uno de mis hombres procedi arematar a la bayoneta y tampoco surti el efecto deseado. La donce-lla Demitova corra ensangrentada por la habitacin protegindosecon aquella almohada de viaje y no haba manera de rematarla.Finalmente acabamos con todas ellas disparndoles a la cabeza.

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  • Solo ms tarde, en el bosque, mientras procedamos al descuarti-zamiento y quema de los cadveres, entend por qu haba sido tandifcil acabar con las mujeres. Todas ellas, las cuatro hijas, Alejan-dra y tambin Demitova, llevaban cosidas a sus prendas ntimasmultitud de joyas y piedras preciosas. Sus corpios, por ejemplo, es-taban recamados de arriba abajo de diamantes y otras piedras colo-readas, hasta nueve kilos de ellas en total llegamos a encontrar.Alejandra llevaba adems una enorme pieza de oro, una cadena oalgo as, enrollada al cuerpo; deba pesar lo menos una libra. Tam-bin la almohada de Demitova estaba igualmente repleta de objetosde valor, por lo que le haba servido de escudo, al menos al principiodel tiroteo. He ah pues la razn de por qu ni las balas ni las ba-yonetas conseguan matarlas. Solo ellas son culpables de su largaagona.

    Yakob Yurovski contina contando cmo descuartiza-ron, quemaron e hicieron desaparecer los cadveres. Es unacrnica penosa que no voy a reproducir. Lo que me pro-pongo es contar detalles desconocidos de la vida de la fami-lia imperial, no lo que pas tras su trgico fin. Por eso voy air hacia atrs en el relato del verdugo y reproducir lo que lcuenta sobre cmo fueron aquellos ltimos das.

    En los captulos anteriores al asesinato, Yurovski explica,por ejemplo, cmo era la convivencia en la llamada Casa dePropsito Especial en Ekaterinburgo cuando nada hacapresagiar tal desenlace. A pesar de que el tono de su relatoconserva el aire burocrtico y fro que se espera de un comi-sario poltico de los soviets, creo que permite vislumbrar enqu trminos se desarrollaba nuestra vida y cules eran loslazos que unan a la familia imperial con nosotros, sus sir-vientes. Y el modo que se me ocurre para describir esos lazoses compararlos con los que se entablan entre un grupo depersonas de distinta extraccin social que recala en una isladesierta tras un naufragio. S, creo que esa es la mejor defi-

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  • nicin. Al principio de nuestro naufragio, tanto elloscomo nosotros mantuvimos las distancias, las formas, lasconvenciones que siempre haban regido nuestra vida deamos y sirvientes. Con el tiempo, todo fue diluyndose hastadar paso a una relacin ms prxima. El propio verdugo dela familia lo vio as:

    ...Las hijas, por ejemplo, venan mucho a la cocina, ayudabana amasar pan y luego jugaban a las cartas con el cocinero y el pin-che. Las cuatro vestan de manera sencilla. El mayor de sus placeresera remojarse durante horas en la baera. Prohib que lo hicieran;no haba agua para frivolidades. Aparte de este detalle, si uno mi-raba a la familia de modo objetivo, era del todo inofensiva. El pin-che Sednev pareca el ms cercano a ellos, tal vez demasiado. Jugabacon Alexei, que era casi de su edad, pero no como hara un lacayocon el hijo de los zares. Incluso algunas veces impacientaba a Ale-jandra correteando tras uno de los perritos que tenan. El chico sinembargo no cesaba en esa actividad, por lo visto muy placenterapara l, un muchacho infantil.

    El bueno de Yurovski! Que Dios le conserve la vista, atri-buto tan necesario para un buen espa. A los quince unotiene intereses variables. Un da puede uno corretear trasun perrito, pero al da siguiente son otro tipo de correras, lasqueunoemprende.Alexei y yo tenamos lamismaedad, aunqueno puedo decir que sus quince aos fueran como los mos.No solo porque l, en realidad, era un ao menor, sino por-que es imposible comparar a unmuchacho que llevaba traba-jando desde los nueve con otro que haba vivido siempre so-breprotegidoa causade su rango y tambinde suenfermedad.He dicho ya que Alexei Romanov, zarvich de todas las Ru-sias, era hemoflico y que este dato es otra de las ondas con-cntricas que se sucedieron y replicaron hasta formar ennuestro pas tan monumental tormenta?

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  • Pero estoy corriendo demasiado. Esta y todas las demsondas y rplicas tendrn su momento en mi relato; antes dedarles forma necesito explicar uno o dos detalles ms sobrecmo fueron mis ltimos das junto a la familia imperial.

    Y lo primero que dir es que los veranos en Siberia pue-den ser increblemente calurosos. Tanto que, como relataYurovski en su crnica, las hijas del zar sentan predileccinpor pasar largos ratos en remojo en la baera, actividad que,lamentablemente, fue prohibida por nuestro carcelero. Sesuda tanto en das as. La ropa estorba, sobre todo cuandohablamos de muchachas tambin de muchachos muyjvenes. ramos varios los que all coincidamos. El zarvichy yo, los de menos edad, y luego, si seguimos un orden demenor a mayor, vena Anastasia, de diecisiete aos; Mara,de diecinueve; Tatiana, de veintiuno, y por fin Olga, de vein-titrs. Aunque la lista no acaba aqu. Necesariamente he demencionar a otros diez o doce jvenes de edades similares alas nuestras, que se fueron sucediendo y sustituyendo a lolargo de aquel ltimo y caluroso verano en Siberia. Hablode una docena de carceleros y guardianes convertidos, dasms tarde, en verdugos.

    ...Yurovski dijo que algunos de sus hombres no se atre-van a disparar a las nias y tuvo que relevarlos. No fue laprimera vez que se vio obligado a hacerlo. Desde la llegadade la familia imperial a su ltima residencia, tanto el carce-lero jefe Yurovski como sus antecesores en el puesto habantenido que cambiar con frecuencia a los centinelas. Y es quelas hijas del zar eran demasiado sencillas y cercanas. Pero,por encima de todo, Olga, Tatiana, Mara y Anastasia erandemasiado bellas. Adems, en aquella casa-prisin no haba,para nosotros los jvenes, mucho ms quehacer que matarel tiempo. Una irona, si se piensa en el significado que aquelverbo iba a cobrar poco despus.

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  • Las hijas, en especial Tatiana y Mara, a menudo irrumpan enlos puestos de los centinelas. Trataban de intercambiar palabras ama-bles con los muchachos. Es evidente que deseaban congraciarse conellos. Pero debo decir que mis soldados eran duros e insensibles a susencantos, por lo que no lograron influenciarlos con sus gracias.

    Eso dice Yurovski, que Dios le conserve una vez ms lavista. Espero que su larga carrera como espa de los sovietshaya tenido momentos ms lcidos que los que demostr enaquel mes de julio.

    No, Yurovski, ni tus centinelas ni yo mismo ramos insen-sibles a los encantos de muchachas tan hermosas, tan solita-rias, tan poco afortunadas. Tampoco creo que ellas lo fuerana los de alguno de esos jvenes campesinos, entre los que,muchome gustara poder decir, me contaba yo. Pero no. Ellajams se fij en m. Porque cmo iba Tatiana Nikolayevna,de veintin aos e hija de un zar, a fijarse en un muchacho,pinche de cocina porms seas, y compaero de juegos de suhermano menor? Yo en cambio llevaba aos adorndola. Nosolo en esta casa de Siberia, sino bajo otro techo que nos co-bij durante largo tiempo. Hablo del palacio de Aleksandr,donde ella viva su vida de alteza imperial y yo lama, no comoayudante de cocina, sino como nio deshollinador.

    La gente cree que ese oficio ahora extinto consista enescalar los tejados de los edificios para luego deslizarse chime-nea abajo limpiando sus conductos. En realidad, de eso seocupaban los deshollinadores de ms edad de la que yo tenacuando entr a trabajar a palacio; muchachos de catorce oquince aos, los sargentos y tenientes de nuestro ejrcito delimpieza. La tropa, en cambio, la formbamos nios de alre-dedor de diez. Y, mientras los mayores se dedicaban a desatas-car chimeneas, nosotros tenamos otro cometido. Limpiar losrescoldos de las estufas de cada una de las habitaciones. Elpalacio de Aleksandr gozaba desde haca aos de todos los

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  • adelantos modernos: telfono, luz elctrica y hasta un pe-queo ascensor para uso privado de los zares. Sin embargo,muchas habitaciones, y desde luego todos los grandes salo-nes, seguan caldendose del mismo modo que en los tiem-pos de Catalina la Grande, tal vez porque sus estufas, ademsde eficaces, eran de una gran belleza. Vistas por delante pare-can grandes torres recubiertas de azulejos de colores que,como centinelas de ms de cinco metros, se apostaban en unrincn de las estancias. Por detrs y por dentro, eran muydistintas. Huecas y metlicas, parecan un gran vientre pro-visto de un cordn umbilical en forma de tnel de casi unmetro de dimetro que conectaba una estufa con la de la es-tancia siguiente para que el calor de unas y otras ayudara acaldear tambin los largos pasillos de palacio. Muchas de ellastenan adems, a la altura del techo, una rendija rectangularo respiradero que permita a un nio pobre como yo observarsin ser visto lo que ocurra all abajo, en el gran mundo.

    En aquel laberinto de tneles, conductos y estufas co-menc a trabajar un 10 de junio de 1912. Recuerdo la fechaporque ese da Tatiana Nikolayevna cumpla aos. Unos des-lumbrantes quince, mientras que a m me faltaban semanaspara cumplir unos diez bastante enclenques y alfeiques.Imposible imaginar entonces que todo aquel mundo de co-lumnas de malaquita y muebles fastuosos, de estancias dembar y parques extraordinarios, se hundira solo seis aosms tarde y que ambos compartiramos largos das de nau-fragio. Los de Olga, Tatiana, Mara y Anastasia tocaron a sufin cuando Yurovski orden abrir fuego sobre sus cuerposingenuamente recubiertos de piedras preciosas. Los mos loharn pronto, supongo, cuando la muerte subsane su tontoolvido y venga por fin a buscarme.

    Sin embargo, hasta que eso ocurra, pienso esperarla dn-dole forma a este relato que empieza aquel da, el primeroen que se cruzaron nuestras miradas.

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