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TEORÍA DEL LENGUAJE LITERARIO, José María Pozuelo Yvancos, 4ª edición, Cátedra, Madrid, 1994. Con una “introducción” fechada en noviembre de 1987 –la 1ª edición es de 1988 y no hemos conseguido saber por donde irán ahora, casi diecinueve años después- en la que se afirma que la literatura es y se relaciona como lenguaje -“lenguaje literario” como “objeto propio” de la literatura desde los formalistas rusos y causa de la ambición, desde entonces, de constituir una ciencia que explicara el modo de ser y comportarse de la literatura en tanto lenguaje- y donde se pregunta críticamente si la literatura sólo es lenguaje, cómo se relaciona este lenguaje con otros tipos de conducta verbal y qué problemas metodológicos han sido los más relevantes, Pozuelo Yvancos se propone abordar, para dar cuenta de estas cuestiones, una “síntesis crítica” de las alternativas teóricas y metodológicas propuestas por la Teoría Literaria actual. Para ello ha organizado y dispuesto la “síntesis” desde el punto de vista de la sistematización de las opciones teóricas –evitando la cronología y las escuelas- privilegiando la teoría posterior a los años sesenta: la que hace entrar en crisis al “objeto propio”, la “literariedad”, y que supone un nuevo rumbo teórico. Así, después de presentar en los capítulos II, III y IV lo principal de la óptica textual y estructuralista (el desvío en la estilística idealista, estructuralista y generativista; la desautomatización en el formalismo y en la escuela de Praga, el extrañamiento de Sklövski, el paradigma jakobsoniano de la función poética y la teoría de la connotación) pasa, en los capítulos V, VI y VII, a las opciones que han cuestionado esa óptica desde los años setenta (la pragmática literaria, la teoría empírica, la poética de la recepción, el lector modelo de Eco, la deconstrucción, Barthes, el grupo de Yale). Los tres últimos capítulos, VIII, IX y X, se dedican a la descripción de los recursos del lenguaje literario según lo presentan la Neorretórica, la Pragmática del texto lírico y 1

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TEORÍA DEL LENGUAJE LITERARIO, José María Pozuelo Yvancos, 4ª edición, Cátedra, Madrid, 1994.

Con una “introducción” fechada en noviembre de 1987 –la 1ª edición es de 1988 y no hemos conseguido saber por donde irán ahora, casi diecinueve años después- en la que se afirma que la literatura es y se relaciona como lenguaje -“lenguaje literario” como “objeto propio” de la literatura desde los formalistas rusos y causa de la ambición, desde entonces, de constituir una ciencia que explicara el modo de ser y comportarse de la literatura en tanto lenguaje- y donde se pregunta críticamente si la literatura sólo es lenguaje, cómo se relaciona este lenguaje con otros tipos de conducta verbal y qué problemas metodológicos han sido los más relevantes, Pozuelo Yvancos se propone abordar, para dar cuenta de estas cuestiones, una “síntesis crítica” de las alternativas teóricas y metodológicas propuestas por la Teoría Literaria actual.

Para ello ha organizado y dispuesto la “síntesis” desde el punto de vista de la sistematización de las opciones teóricas –evitando la cronología y las escuelas- privilegiando la teoría posterior a los años sesenta: la que hace entrar en crisis al “objeto propio”, la “literariedad”, y que supone un nuevo rumbo teórico. Así, después de presentar en los capítulos II, III y IV lo principal de la óptica textual y estructuralista (el desvío en la estilística idealista, estructuralista y generativista; la desautomatización en el formalismo y en la escuela de Praga, el extrañamiento de Sklövski, el paradigma jakobsoniano de la función poética y la teoría de la connotación) pasa, en los capítulos V, VI y VII, a las opciones que han cuestionado esa óptica desde los años setenta (la pragmática literaria, la teoría empírica, la poética de la recepción, el lector modelo de Eco, la deconstrucción, Barthes, el grupo de Yale). Los tres últimos capítulos, VIII, IX y X, se dedican a la descripción de los recursos del lenguaje literario según lo presentan la Neorretórica, la Pragmática del texto lírico y la Narratología. Organización y disposición, por tanto, que sigue una lógica no “ecléctica” y que no es ningún “amontonamiento” al azar de lo que dicen o dejan de decir unos y otros, unas escuelas u otras, sino que sitúan las aportaciones teóricas y metodológicas en el contexto científico de la discusión. Para lograrlo ha reunido los puntos de la complejidad del debate suministrando referencias bibliográficas en el propio texto que permiten seguir y profundizar el estudio. Estudio para el que este libro es dibujo del bosque en el que situar cada uno de sus muchos árboles y recoger su fruto.

Y, efectivamente, la figura del dibujo, o del mapa “para orientarse” en esta selva de la poética lingüística, es el valor fundamental del libro, pues, aunque parece destinado a un público como nosotros, de estudiantes, como una obra de toma de contacto con estos problemas, con el tiempo, y lo decimos por experiencia propia, cada vez se consulta más, se mira más el mapa. Y ese “parece”, engañoso, significa que, en un primer contacto y sin nociones de Teoría literaria, el libro asusta. Por su complejidad, la inmensa relación de “nombres propios” –cinco páginas en el índice onomástico-, la más enorme, todavía, bibliografía citada –diecisiete páginas que contienen todas las referencias citadas en el propio texto- y la sensación, real, de estar en la selva. No era, desde luego, un libro para leer “desde principio hasta el final”, lleno de gente desconocida con nombres en ruso, lleno de términos y cuestiones “extrañas” en

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aquél momento. Tampoco nos parecía, encima, “el libro adecuado” para “sacar la asignatura”. Con esto, el uso inicial fue el de “completar” las clases: desde mirar a ver qué era “sinécdoque” o quién era y cómo se escribía Sklövski o Mukarovski. Sin embargo, a medida que aumentaba la “familiarización” y la “comprensión” de los términos, a medida que nos situábamos en el “problema del lenguaje literario” el libro ganaba en utilidad y se descubría su carácter de guía, de mapa, que permitía ya esa alegría de “ir atando cabos”, de descubrir las lógicas y los fines que andaban detrás de los problemas, de los términos. Como en el caso de la Retórica, de la que teníamos en la cabeza el “tópico” conocido de “discurso hueco, sin sentido” y descubríamos “que al finalizar las democracias y crecer la fuerza del Imperio / Monarquía trajo consigo la pérdida de sentido de la Retórica, que pasó de un arte discursivo a un arte elocutivo cuya función es cada vez más interior al propio lenguaje”, o la Neorretórica, otro descubrimiento que fundía lo aprendido en lingüística general –los planos de la expresión y del contenido, los niveles de articulación gramatical- con una lógica de la connotación. O el concepto de “imagen” como desviación o infracción de los usos, como “expresión anómala”, que nos hacía pensar en lo que no habíamos pensado nunca.

Con el tiempo, pues, se ha convertido en un libro donde orientarse con suficiente seguridad y donde coger “hilos”, “autores”, “problemas”, para ir, después, a otros libros, a otros autores, a otros problemas. Y a pesar de que afirmaciones como que “la deconstrucción es un movimiento de no retorno que podría suponerse en las antípodas de la crítica filológica (pág 130) al desafiar la dicotomía lenguaje literario y no literario, y al combatir incluso la distinción literaria / crítica” hoy parezcan exageradas y fruto de una actitud defensiva de “lo que parecía tan claro”, de las cómodas certezas que suponen saber “con tranquilidad” qué es o no es el texto, la forma, el fondo, la lengua... etc, siempre demuestra conocer muy bien los planteamientos teóricos que expone –y de ahí la confianza que da-, como la teoría de la lectura de Paul de Man (págs 151-154) o todo el capítulo sobre la estructura del texto narrativo, donde no dejamos de acudir, de vez en cuando, a “coger” ideas, “frutos”, como dice el autor, bien de Benveniste, C. Segre o Ph. Hamon. Sin olvidar que fue allí donde aprendimos qué era el discurso indirecto libre o el lector implícito representado. O, todavía, el concepto de “isotopía” de Greimas y la jerarquía de las significaciones del texto, de la que depende su unidad y coherencia semántica. Otro asunto que nos hacía pensar en lo que no habíamos pensado nunca y que nos llevaba, ya definitivamente, a hacer también nuestros los problemas y las discusiones sobre el lenguaje. Fuera literario o no. Volviendo, cada vez con más frecuencia, al mapa. Cada vez más lleno de marcas, asteriscos, llaves, subrayados, colorines de rotuladores, flechas... que lo han convertido en otro mapa sobre la misma selva, un mapa, ahora familiar, para orientarnos y evaluar cómo responden teorías y métodos a la pregunta de si la literatura sólo es lenguaje y a la pregunta sobre cómo se relaciona -qué tiene en común y qué no- este supuesto

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lenguaje1, o supuesta lengua literaria, con otros tipos de conducta verbal y con los otros lenguajes: Con los demás discursos sociales. Dominique Maingueneau (1986, 1993), Elementos de lingüística para o texto literario, Traduçâo de María Augusta de Matos, Martins Fontes editora, 1ª ediçâo, Sâo Paulo, 1996.

Obra destinada a los estudiantes con el fin de proporcionar un cierto número de elementos de lingüística útiles para el estudio de los textos, y que no propone teorías

1 Tanto la primera parte de la afirmación de Jakobson en 1921 (El objeto de la ciencia literaria no es la literatura) como la segunda parte (sino lo que hace de una obra dada una obra literaria) nos parecen de un alcance y de una magnitud mayor de lo que hemos venido entendiendo durante nuestra trayectoria escolar. Ese lo que hace no lo vemos necesariamente como un tener que buscar especialmente algo único, la “esencia”, lo “propio”, y demás cosas por el estilo. La indefinición y la neutralidad de ese lo por un lado y la actividad, el dinamismo, el hacer, por otro, abren la cuestión a multitud de causas del tipo que sean, y por supuesto el lenguaje, claro, pero no sólo, y sin que tengan que ser excluyentes unas de otras. Llamar “literariedad” a ese lo que hace ha podido sugerir y llevar a pensar que hay algo específicamente literario que hay que descubrir a pesar de que “ni la experiencia de la lectura, ni los diversos discursos metaliterarios han logrado establecer si hay un carácter propio al hecho literario y en qué consiste” (el entrecomillado es de Mircea Marghescou (1974) El concepto de literariedad. Ensayo sobre las posibilidades teóricas de una ciencia de la literatura, Taurus Ediciones, Madrid, 1979, pág 16). Y, claro, según la contundente primera parte de la afirmación de Jakobson, ninguna obra dada sería “a priori” literaria si no sabemos en qué consiste ese lo y qué proceso hace, realiza. Por eso Greimas, en 1971, podía decir que “literariedad” era fácilmente interpretable “como una connotación sociocultural variable según los tiempos y los espacios humanos” y, un año antes, decir a Julia Kristeva que, para la semiótica, “la literatura no existe”. No se puede, por tanto, buscar la “literariedad” en la literatura misma, pues ésta no es el objeto de la ciencia literaria. Mircea Marghescou añade que “si se tiene el más mínimo respeto por el principio de no contradicción resulta urgente y necesario confrontar las dos tesis opuestas (la literatura existe, es evidente; la literatura no existe, es evidente)”. Confrontados a “la contradicción”, a una tesis y a la contraria, no queda más remedio, para ir resolviéndola, que empezar por referirlas al acto mismo de su enunciación y evitar tomarlas “como si fueran independientes de cualquier contexto” (A. García Calvo, Lecturas presocráticas, Lucina, Zamora, 1981, pág 233-234), pues esa parece que es la pretensión de cada una de las dos tesis: tener significado y valor de aplicación universal y absoluta con independencia de cualquier contexto enunciativo y ocultar, por lo tanto, la “actividad”, la “posición” y la “perspectiva”, la “situación” y el “estado de ánimo” de quién lo enuncia, de quién lo dice y escucha (Pozuelo Yvancos, Teoría del lenguaje literario, op. cit., pág 53) Y no queda aquí la cosa. En la misma página Pozuelo afirma que “incluso en la propia estructura verbal del enunciado se deslizan valores superpuestos a los nocionales”, los llamados “efectos por evocación” por Ch. Bally (Traité de stilístique française, 2 vols., París, Kliencksieck, 1951), al que cita, efectos dependientes del tono, época, clases sociales, grupos sociales, regiones, biología. Efectos a los que hay que añadir los de “nivel” o “registro” de lengua, los de “modalidad de uso”, efectos debidos a los connotadores (L. Hjelmslev (1943), Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Madrid, Gredos, 1974, pág 163), connotadores –escritura, habla, idiomas, formas estilísticas como verso, prosa, géneros...- que son el contenido del que son expresión las semióticas denotativas (ibid., pág 166), contenido y expresión que se debe designar como una semiótica connotativa -que no es una lengua- en la que uno de los planos (la expresión) también es una semiótica (denotativa). Una semiótica que trata de una semiótica, que es lo que se entiende por Metalenguaje, y que a Hjelmslev le permite afirmar que “la lingüística misma” es una semiótica de tal tipo (ibid., pág 167). Esto quiere decir, dice Pozuelo, que en un mismo texto dado, lenguaje connotativo y lenguaje denotativo se imbrican (op. cit.,, pág 55), que la connotación está en función de signo con la denotación y que, lógicamente, lengua literaria y sistema lingüístico no son fenómenos separables. Esta unión es la hipótesis que fundamenta toda teoría lingüística de la poesía (J. A. Martínez García, Propiedades del lenguaje poético, Archivum, Oviedo, 1975).

Así, a poco que escarbamos en la “esencia”, lo “propio”, lo “específico” literario, y demás cosas por el estilo, nos encontramos con un intento de eliminar “el mundo en el que se habla”, el “contexto” del presente enunciativo, sus condiciones –que incluye, como hemos visto con Bally la geografía, la biología

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generales del fenómeno literario basadas en la lingüística ni ningún tratado de “hechos de estilo”, o modelos de explicación del texto -por no haber protocolos de análisis válidos universalmente y por considerar irracional toda catalogación estilística-, y sí dominios cuya relación y ligazón a los textos literarios sea inmediata. En este sentido, el hilo conductor del libro son las problemáticas de la enunciación -y los hechos de estilo articulados a ella-, adaptadas a las necesidades pedagógicas y, por eso, dice el autor no sin una inevitable simplificación y eclecticismo. Y tampoco incluye “lo típico de los manuales”: el análisis de la narrativa, la teoría semiótica, las figuras retóricas, los géneros literarios... o el análisis de la poesía. Delimitadas así las intenciones y el contenido, el libro no renuncia, sin embargo, a contribuir al restablecimiento de la comunicación entre la enseñanza de la lingüística y la literaria, pues piensa el autor que hay un doble y cómodo recogimiento de lingüistas y estudiosos de la literatura que produce un foso entre los dos tipos de estudios. Además de considerar que lo que fue tomado de la lingüística por los “literatos” fue un cierto número de conceptos de alcance muy general (estructura, lengua /habla, paradigma /sintagma, significante /significado...) debido al hecho de que en la Lingüística estructural se tenía una concepción muy elemental de las propiedades lingüísticas.

El libro está dividido en siete capítulos (1. La situación de enunciación; 2. los planos de la enunciación: discurso y narrativa; 3. Realce y descripción; 4. Polifonía; 5. El discurso citado; 6. Clasificación y no-clasificación, 7. Gramática del texto) que a su vez se subdividen en diferentes partes según los dominios y elementos tratados, siempre explicados sobre los textos seleccionados, y que concluyen con un apartado de lecturas aconsejadas. Una trama de conceptos gramaticales sobre la enunciación que dan razón de los hechos de estilo que se articulan con ellos.

Sobre la importancia que el acto de enunciación tiene para comprender la estructura del lenguaje y la constitución literaria de los textos, no habría que decir casi nada si no fuera porque todavía es frecuente encontrarse con una adoración del

y las clases sociales por un lado, y, con Hjelmslev, hasta la propia lengua, por otro- y ocultar, como parte también de ese contexto, la situación histórica, en sentido amplio, de quien dice que la literatura existe. O de quién dice que no existe. Y es mucho ocultar. ¿Qué es lo que queda a la vista, entonces? ¿un texto sin nada? Un texto reducido a reglas exclusivamente lingüísticas que garantizen lo que decíamos antes: la certeza de saber lo que es lengua, acción, forma, fondo... etc y evitar tener que rendir cuentas (económicas, con frecuencia) sobre las “prácticas concretas” que se derivan de la existencia o no de la literatura.. En realidad es la misma operación ideológica la que se realiza en los dos casos: ocultar las condiciones históricas de producción, la lucha ideológica entre formaciones sociales que determina lo que es o no legítimo decir... “lo políticamente correcto”, la inserción del discurso literario en la historia, en suma. Pues no se puede limpiar el lenguaje de lo que le constituye. El texto tiene lugar, sí, pero por la misma regla de tres no tiene lugar en ninguna parte ni en ninguna época en particular, ni es obra de nadie. No es casual que la emergencia de una filosofía de la textualidad pura y la no interferencia crítica hayan coincidido con el auge del reaganismo, una nueva guerra fría, un militarismo y unos gastos de defensa en aumento y un enorme giro a la derecha en cuestiones relacionadas con la economía, los servicios sociales y la organización del trabajo (Edward W. Said (1982), El mundo, el texto y el crítico, Debate, Barcelona, 2004, págs 14-15).

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“enunciado” y unos postulantes “del fragmento de lengua natural para analizar” que olvidan el acontecimiento único, el acto, la situación y las circunstancias únicas que lo hacen posible. Que olvidan toda una dimensión gramatical del lenguaje que, como dice Maingueneau, convierte a éste en algo muy elemental en cuanto a sus propiedades, estando, como está, esa dimensión gramatical de la enunciación, inscrita en la lengua tan rigurosamente como la sintaxis o la morfología. De negligencia, como es lógico, califica el autor este olvido por parte de la lingüística estructural, negligencia de la que salva a Benveniste y Jakobson, y que, en el caso de la enunciación literaria, y con las restricciones que impone la figura del “autor” –no reducible a un locutor común pero figura insoslayable-, no la atenúa, pues la literatura, la enunciación literaria, tampoco escapa a la regla general. Regla que implica desde la fonación hasta las motivaciones psicológicas pero que, para la lingüística, se trata sólo de buscar los vestigios observables que deja en el enunciado. Y nos lo ilustra con Luis XIV (“El Estado soy yo”), parole en el sentido de Saussure para un lingüista y “todo un mundo” para que los historiadores estudien este enunciado en su singularidad, desde las circunstancias en que fue producido hasta las razones y causas de su producción... Y nos plantea, inmediatamente, la refutación que las teorías lingüísticas de la enunciación hacen del corte que se opera entre lo lingüístico y “lo extralingüístico”. Y aquí un ejemplo del valor del libro. Durante dos páginas se extenderá sobre los conceptos y argumentos que se usan en la polémica sobre este “corte” –desmintiendo esos “simple” y “ecléctico” que anunciaba, sobre su libro, en la introducción-, y proporcionándonos, como decía el autor sobre el objetivo del libro, un cierto número de elementos de lingüística útiles para el estudio de los textos.

Y así, nos dice que hay dos aspectos en el acontecimiento enunciativo: lo particular de cada enunciación (y exterior al campo de la investigación lingüística) y el esquema general, las reglas que en el sistema de la lengua permiten que haya actos de enunciación siempre únicos, que la lengua –como sistema y red de reglas disponibles para cualquiera- se convierta en “discurso” de cualquiera. Cualquiera, y a su manera, se puede apropiar del sistema para producir sus enunciados particulares. Como Luis XIV con su conocido enunciado, donde se perciben de inmediato dos “trazos” (entre otros) de apropiación de la lengua: la tematización y el yo. El Estado es el tema de su enunciación (en respuesta a una pregunta del tipo El Estado ¿quién es?) y donde todo se organiza desde esa marca, desde ese trazo. Y esto significa que si Luis XIV puede tematizar así su propio enunciado, es porque el sistema de la lengua le ofrece las estructuras pertinentes. No es pues, la tematización, un fenómeno extralingüístico. Y sí, en cambio, que el sujeto se llame Luís XIV. Y explica a continuación el valor del “yo” para permitir la apropiación, por el locutor, del discurso. Sigue después describiendo los Shifter (“palanca de cambios” del motor del coche, y que, en Brasil, han traducido literalmente como “embreantes”, que equivaldría, en castellano, si existiera, a “embragantes”, de embrague), palabras que articulan el enunciado a la enunciación; describiendo la distinción entre enunciado-tipo y enunciado-ocurrencia; los deícticos; las personas y la no-persona; el destinatario o co-enunciador (hasta ese punto es importante) y el caso especial y curioso del on francés.

Sobre la Pseudo-enunciación literaria (que no es un intercambio lingüístico “ordinario”, que deja de lado el carácter inmediato y simétrico de la enunciación al no tener, el lector, más “contacto” con el autor del texto que el mediado por la institución literaria y sus rituales), nos dice que se caracteriza por la anulación de cualquier posibilidad de respuesta por parte del público y que, por eso, es un Pseudo-enunciado, una perversión de las reglas del intercambio lingüístico: una especificidad que afecta a

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las tres dimensiones de la situación enunciativa –personal, espacial y temporal- pues, el texto literario, al contrario de la comunicación ordinaria –cuyo enunciado remite directamente a contextos físicamente perceptibles-, construye las escenas enunciativas en el interior del texto, como “juego” de relaciones internas al propio texto. Hecho fundamental, “marcante” se dice en portugués, que nos lo ilustra con el estatuto singular del “autor”: el yo del narrador está relacionado con una figura de “narrador”, puramente textual y descrito por la narrativa, y no con el individuo que efectivamente escribió el texto. Y aprovecha la ocasión para denunciar “el realismo ingenuo” de cierto imaginario romántico que considera el texto como “un mensaje que circula desde el alma del autor a la del lector” y no, como lo que es: un dispositivo ritualizado en el que los papeles ya están distribuidos... de antemano. E introduce, aquí, la distinción “texto” /”co-texto”. Pues la noción ambigua de “contexto” –que incluye lo verbal y lo situacional- no permite deslindar “lo verbal que acompaña al texto (discursos sociales)” del contexto propiamente dicho, la realidad situacional, inagotable, que lo acompaña. En el caso de la literatura -como dispositivo institucional y ritualizado que pervierte las reglas de la comunicación normal-, la necesidad de codificar esta especificidad “perversa” mediante rituales más o menos compulsivos tiene una importancia fundamental que se manifiesta, por ejemplo, en el género: formas y cauce que codifican “el simple fragmento de lengua materna consumido” como “novela policial”, “cuento”, “libros de autoayuda”... o, simplemente, literatura, mejor o peor.

Sigue con el dativo ético (“¡dispérsense, no me hagan grupos!”) -un “exceso de la enunciación sobre la sintaxis”- y la importancia que tiene en las Fábulas de La Fontaine –doble dramatización: la de la historia contada y la de la propia enunciación- como implicación de un destinatario construido por el texto que las convierte en una especie de conversación con la historia como pretexto de ese diálogo, e invirtiendo, por tanto, la jerarquía tradicional: la enunciación pasa al primer plano como una “interlocución utópica” narrador-narratario.

Seguirá Maingueneau con formas de tratamiento -mejor de “encuadramiento”, de reciprocidad o no, según esferas o circunstancias-, en francés y sin equivalencia en nuestro idioma. Y pone de ejemplo la escena de Amphitryon de Moliere donde un personaje “impone” su encuadramiento –una convención genérica- a otro. De nuevo, con este ejemplo, Maingueneau, nos proporciona elementos de lingüística útiles para el estudio de los textos: pues con mucha frecuencia los géneros definen condiciones de enunciación específicas (y lo ejemplifica con Racine y Victor Hugo).

Después de extenderse sobre el papel de los deícticos espaciales y sus tipos, y antes de hacer lo mismo con los temporales, se centrará en los problemas del “narrador” para “situar algo en su texto y mantener constantemente el punto de vista omnisciente” (donde no tendría que haber localización deíctica). Y diferencia la localización objetiva de la deíctica –con Paul Nizan y los Goncourt- y de las que oscilan entre una y otra –Milan Kundera en El vals de los adioses y el doble escenario que hace del narrador un testigo activo e irónico de las aventuras de sus héroes-. Y otra vez la cuestión de la “utilidad” de este libro. Tener en cuenta el papel de los deícticos espaciales y temporales es estar en “otro nivel diferente” de comprensión del análisis de la narrativa (las focalizaciones, Genette) y del análisis teatral. Y sin salirnos de la lengua.

Acaba Maingueneau este primer capítulo diciendo que cuando se trata de “narración” la noción de “situación de enunciación” no tiene un sentido evidente. La instauración de una cierta relación entre el momento y el lugar desde los que el narrador enuncia y el momento y lugar de los acontecimientos que narra, oscila, en sus extremos, entre la disociación completa y la coincidencia completa (el monólogo interior),

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estando, la mayor parte, en una relación más sútil y compleja –pensemos en el Quijote, por ejemplo- que obliga a recurrir a la noción de “contrato narrativo”, contrato institucional genérico (y perverso) que el autor trata extensamente en el capítulo seis de otro libro publicado, como continuación lógica de éste, también en la Martins Fontes (Pragmática para o discurso literario, 1990, 1996, págs 139-155) “pues la problemática de la enunciación participa de la nebulosa de la pragmática”, libro donde –además de pasar del Texto al Discurso- se opone a la concepción “usual” de la literatura (que considera, de hecho, la obra como un mundo autárquico y en cuya elaboración no intervendría su recepción), y donde recurre a las leyes del discurso “aunque el autor y co-enunciador no hablen” pero sin dejar la obra totalmente encerrada en ellas. La literatura, como discurso y rito de comunicación (por asimétrico que sea ese rito donde el co-enunciador, desde las indicaciones del texto, es el que enuncia), no puede estar fuera del “principio de cooperación” ni de la “ley de la modalidad”, teniendo en cuenta que, como literatura, se somete a esas leyes en función de su propia economía. Es decir, según la relación que el hecho literario, cada obra o tipo de obra, instituye con los usos no literarios del discurso, es decir, según sea su inscripción en la sociedad.

En resumen, tanto un libro como otro (a los que abría que añadir un tercero, El contexto de la obra literaria, también publicado en la Martins Fontes) dibujan -texto, discurso, contexto- el “nuevo mapa” donde orientarse en esta encrucijada de la poética lingüística que “afecta realmente al propio lugar de la teoría poética y a la redefinición de su objeto”2 y que obliga, como dice Pozuelo Yvancos, a elegir entre una teoría de la lengua literaria (una abstracción de las propiedades lingüístico-verbales de los textos literarios) o una teoría del uso literario del lenguaje (una teoría de la comunicación literaria en el contexto general de la comunicación social).

Pero teniendo en cuenta que ni la primera parte de la afirmación de Jakobson en 1921 (El objeto de la ciencia literaria no es la literatura) ni la segunda (sino lo que hace de una obra dada una obra literaria) establecen que necesariamente ese “lo que hace” obligue a buscar algo único, la “esencia”, lo “propio”, y demás cosas por el estilo, no creemos que haya que aceptar la disyuntiva. La indefinición y la neutralidad a priori de ese lo por un lado y la actividad, el dinamismo, el hacer, por otro, abren la cuestión a multitud de causas del tipo que sean (el lenguaje, claro, pero sin abstraerlo del contexto general de la comunicación social) y a la necesidad de articularlas y jerarquizarlas sin que tengan que ser excluyentes unas de otras. Nos parece que haber llamado “literariedad” a ese “lo que hace” ha podido sugerir y llevar a pensar que hay algo específicamente literario que hay que descubrir a pesar de que “ni la experiencia de la lectura, ni los diversos discursos metaliterarios han logrado establecer si hay un carácter propio al hecho literario y en qué consiste” (el entrecomillado es de Mircea Marghescou (1974) El concepto de literariedad. Ensayo sobre las posibilidades teóricas de una ciencia de la literatura, op. cit., pág 16) y a pesar también, según la contundente primera parte de la afirmación de Jakobson, de que ninguna obra dada sería “a priori” literaria si no sabemos en qué consiste ese lo y qué proceso hace, realiza.

Centrarse en “el texto” y olvidar “el discurso y el contexto” es una operación –que podríamos llamar “antigramatical”, además de ideológica- que no pasó

2 Pozuelo Yvancos, Teoría del lenguaje poético, op. cit., pág 64.

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desapercibida a E.W. Said, quien avisaba, en 1982, de que no era casual “que la emergencia de una filosofía de la textualidad pura y la no interferencia crítica hayan coincidido con el auge del reaganismo” pues siempre encontramos, detrás de las esencias, procedimientos antigramaticales que tratan de ocultar las condiciones históricas de producción, la lucha ideológica entre formaciones sociales que determina lo que es o no legítimo decir... “lo políticamente correcto”, y que tratan, finalmente, de ocultar la inserción del discurso literario en la historia, en suma3.

3 Esa ocultación se realiza bajo el manto de un “corte” del discurso, más o menos ideológico, más o menos dogmático, que usurpa la razón y del espacio comunes, tratando de “fijar” significados unívocos sobre las cosas, eliminando al “otro” histórico del discurso, desalojando del lenguaje alguna de sus dimensiones –como es la enunciativa-. No podemos olvidar que la aparición de las primeras teorías científicas -racionales, lógicas-, sobre la salud, por ejemplo, es una aparición que es simultánea e isomorfa con la primera filosofía de la ciencia política pues en cada uno de nosotros habitan los mismos géneros y comportamientos que en el estado (Platón, República, libro IV, 435e) que hace imposible entender “lo científico” fuera de la lengua y abstraído de la estructura histórica, política, donde se produce y desarrolla, pues las leyes científicas no pueden ir más allá de la gramática, ni descubrir más que lo que las leyes jurídicas han constituido previamente, como dice A. García Calvo.

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