plan lector

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PLAN LECTOR DOCENTE: Lic. MILLÁN MEJÍA Niels Marx GRADO: 4 to SECCIÓN: Única TÍTULO AUTOR El sastre Miguel Ángel Pavón Biedma La nena malcriada Florencia Un atardecer curioso Rebeca Cornejo Yo tuve que dar la cara Fernando Fernández Duval El visitante Juan Cárcamo Romero El vuelo del ángel Jaime Gonzales El águila el cuervo y el pastor Esopo Anoche cuando dormía Antonio machado Una piedra en el camino Anónimo El príncipe que aprendió de los libros Jacinto Benavente

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Page 1: Plan Lector

PLAN LECTOR

DOCENTE: Lic. MILLÁN MEJÍA Niels Marx

GRADO: 4to

SECCIÓN: Única

TÍTULO AUTOREl sastre Miguel Ángel Pavón Biedma

La nena malcriada FlorenciaUn atardecer curioso Rebeca Cornejo

Yo tuve que dar la cara Fernando Fernández DuvalEl visitante Juan Cárcamo Romero

El vuelo del ángel Jaime GonzalesEl águila el cuervo y el pastor Esopo

Anoche cuando dormía Antonio machadoUna piedra en el camino Anónimo

El príncipe que aprendió de los libros Jacinto Benavente

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El sastre

Viajé a Kalkodinia con la intención de visitar al sastre. Dom Pérez era el sastre de la empresa. Un paso necesario tras el ascenso. Terminó el tiempo en el que mis aspiraciones se veían cercenadas por lo aburrido de la actividad que desarrollaba. Eso de coger y trasladar cajas nunca fue lo mío. Por fin había logrado un puesto en la junta directiva. Pero era necesario lucir el traje oficial con su correspondiente logo. Dom Pérez era un señor regordete, con gafas que, cuando miraba a la persona, dejaba resbalar por su angulosa nariz. Después de esperar durante unos interminables veinte minutos por fin estaba ante él. Esperaba que todo fuera muy rápido pero me equivoqué. Nada de tomar medidas ni de cintas métricas, cinturas, alfileres y remaches. Simplemente abrió la gran sala dedicada a la empresa y mostró, ordenadas, todas las prendas. Me sorprendió que, si no iba a tomar medidas, tomara con la mano izquierda su cuaderno de notas y, con la mano derecha, se dispusiera a escribir sobre el mismo. Me preguntó por mis medidas y, como yo no las recordaba con claridad, de un rápido vistazo me dijo: 48 en el pantalón y 53 en la chaqueta. Acto seguido buscó entre las ordenadas prendas y me pidió que me vistiera con ellas, justo allí en el probador que, para esos efectos, había colocado detrás de una estantería. Salí, al poco tiempo. De un vistazo comprendió que el pantalón requería un número más y también la chaqueta. Tampoco las nuevas tallas consiguieron su efecto. Combinó diversos colores. Realmente el gris marengo era el que me sentaba mejor y el más apropiado para mis nuevas funciones directivas. Pero no acababa de conseguir la combinación exacta. Por fin lo tengo –exclamó jubiloso- esto es justo lo que necesitaba. Jovial y alegre me indicó que no había forma de adaptar una de esas prendas porque mi cuerpo era algo asimétrico. Mi columna estaba curvada, sin duda una consecuencia de dormir en mala postura, de estudiar mucho o de trabajar hasta muy tarde. No había más remedio que cortar. Ya más tranquilo le comenté que si ese detalle iba a largar mucho la confección del traje. Me comentó, reiterativo, que los trajes estaban hechos y que sólo había que “cortar”. Acto seguido rellenó un formulario con dos copias, una de ellas color azul y otra de color sepia. Me indicó que pasara por caja y que allí me dirían. Pagué una cantidad que, me advirtieron, no era el coste completo de la prenda sino sólo el de los accesorios. Acto seguido fui introducido en una gran sala. Todo tenía un aire aséptico, las lozas eran blancas y las paredes pintadas de verde. Una agradable enfermera me pidió que me desnudara. Seguí pensando en la meticulosidad de aquellas personas. Después me preguntó si estaba en ayunas. Creí que era para ofrecerme un vaso de leche. Le indiqué que sí, que no había comido nada. Entonces, aliviada, me hizo tumbar sobre una camilla y me tapó con una sábana. Agradecí ese detalle que preservaba mi intimidad. Luego todo pasó muy ligero y apenas lo recuerdo. Oía palabras a lo lejos y diversos sonidos eléctricos. Me recordaba a la consulta del dentista. Sentía como una especie de extraña borrachera. Cuando recuperé la plenitud de mi conciencia encontré, otra vez, la sonrisa de la enfermera. No había ningún problema todo estaba muy bien. La amputación había sido un completo éxito. Le pregunté que qué era eso de la amputación. Me contestó, risueña, que yo ya lo sabía, que con los calmantes había perdido la memoria, que el traje no quedaba bien y el sastre había decidido “cortar”. Ahora, ya sin la mano izquierda –apéndice innecesario pues me quedaba la derecha- el traje caería con mucha más elegancia. Sonreí agradecido, sin apreciar todavía lo que quería decir. Pasaron los días y, cuando me despedía del amable equipo humano que

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atendía las instalaciones anexas a la sastrería, comprobé con espanto que no podía abotonar mi ropa, pues faltaba una de mis dos manos. Compungido pensé que quizás fuera mejor así. Realmente con una, y bien empleada, era bastante y además sus razones tendrían para que primara la elegancia sobre la polidactilia. La visita al sastre me dejó mal sabor de boca. Lo vi algo contrariado. La chaqueta no acababa de quedar bien. Estaba pensando en una liposucción pero se acercaban las vacaciones y no quería dejar nada pendiente para el final del verano. Comentó que, de momento, la solución sería otra y que, después de varios meses ya comentaríamos el resultado. Fue así como colocó sobre mi costado un durísimo corsé. Cortaba la respiración y, desde entonces, mis días son jadeante y no puedo realizar el mínimo esfuerzo, pues me falta el aire. Sin embargo, tras apretar mis flácidas carnes, era evidente que el traje quedaba mucho mejor. Pagué firmando con mi mano derecha y ayudándome con el muñón de la mano izquierda. Por fin me sentí contento y, por supuesto, agradecido.

Yo tuve que dar la cara

A mi me pasó esto porque Feliciano de la Cruz sintió solemnemente su soledad en los huesos, porque a su paso todo el mundo le gritaba: Feliciano barriga é serón y porque no era un mañeé como yo, de menuda figura y pocas carnes, que vine desde pequeño de un batey y después de una jurunera del fin del mundo, a donde nunca ha llegado una máquina de cuatro ruedas, ni un bombillo con luz. Feliciano de la Cruz, no era ciertamente como yo, y sin embargo aterrorizaba a machos y hembras e incluso a los perros que ladraban a su paso y salían huyéndole con el rabo metido entre las patas, como si hubieran visto salir al mismísimo diablo, tal vez por su rostro invertido, con los ojos esquinados y saltones, la frente y los pómulos anchos, mejillas escurridizas y una barbilla estrecha y en punta, por lo que además le decían cara de cueco.

Recuerdo muy bien la tarde cuando vine un día como hoy, o mejor dicho, cuando Facundo el carnicero me trajo junto a mí hermana Casilda, EPD, haciendo de contrapeso en cada lado del serón, colocado encima de una mula que hedía a peste, para que la carga de dos puercos vivos de cincuenta y treinta libras cada uno, no se cayera al suelo.

¡Préstame a esos dos muchachos! le oí pedirle con autoridad a mi padrastro Mariano, que mañana se los devuelvo sin quitarles un pedazo, y todavía es mañana, pues no nos devolvió y por eso nos quedamos viviendo aquí en su casa del Asiento, en contra de nuestra voluntad, en el cuarto de servicio del fondo del patio, a donde guardaban los víveres que se preparaban para llevar al mercado, las sillas y los arneses de montar, las gallinas ponedoras con jirigüao entre las plumas, con tres gallos padrotes, de buena raza, por cierto, que cantaban en las madrugadas y nos despertaban sobresaltándonos hasta matarnos el tiempo en las literas, dos perros de razas de buen tamaño, un pastor alemán y un dálmata, un viralata muy sarnoso y flaco, que ladraban y una docena de perdices que revoloteaban el cuartito cuando tenían hambre.

En este sitio nos trataron como dos extranjeros, que mucho nos echaron en cara, porque todo el mundo cuando nos veía se daba cuenta por el pelo crespo y duro de nuestras cabezas, el color negro de nuestras pieles y los rasgos de nuestras grandes bocas bembudas, que sobresalen en nuestras caras, a diferencia de los que viven aquí, que lucen sus melenas bien planchadas y el claro de su piel, orgullo de su ancestro español.

Feliciano de la Cruz lloraba su soledad en silencio, o salía al patio debajo de la luna o de una jumiadora colocada en la rama de algún árbol raquítico, de los muchos que había en redondel. Se ponía cabizbajo. Rezongaba y mullía como una gata en celo.

Aunque no era un mañeé, pero a don Facundo le daba igual, nos trataba como tal y con

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desprecio por nuestra condición, al fin los negros son igualitos, unos trapos é mierda, nos imputaba seriamente y se reía a carcajada, sobre todo, cuando tomaba ron, oyéndose el eco de su voz por todas partes.

Yo me le acerqué amigablemente a Feliciano de la Cruz, mientras los otros le salían huyendo como el diablo a la cruz. Me hice su amigo con mucha fidelidad y de uno que le decía Diego Pata é Ñame que había mandado en su localidad a un hombre al infierno a freír moscas por asuntos de honor y por lo cual vino a dar entre despeñaderos a esta tierra.

Ese Diego dio mucha agua que beber, de lo valiente que fue, con la risa y mirada de loco que tenía con sus ojos desorbitados como dos luceros, pero como nada bueno dura mucho en esta tierra, al poco tiempo de estar aquí, conoció a una mujer de familia que lo mudó enterito, dejándonos solos a mí y a Feliciano de la Cruz en casa de don Facundo. Me cuentan que vive como un hacendado, pues el papá de la mujer, rico al fin, lo puso a vivir como la gente, limpiecito de su cuerpo y de su ropa, en casa propia y amueblada con sus tres calientes.

Diego a mí me protegió de los otros, pero también a Feliciano de la Cruz cuando nos molestaban, pelaba por su largo y filoso cuchillo, que siempre llevaba escondido debajo de la camisa, se cuadraba con suma agilidad y se ponía en pelea como gato barcino que era. Los tres nos hicimos muy buenos amigos, casi inseparables, que hasta envidia daba a los otros peones de la casa.

Con la partida de Diego, empezó Feliciano de la Cruz a sufrir de soledad y de indefensión como fiera acorralada. Me dijo que sentía miedo, mucho miedo, porque todo el mundo lo relajaba y le tiraba piedras y le salía huyendo de lo feo que era, hasta el propio don Facundo se las tomó contra él y de un atrás para adelante lo echó del cuartito y entonces Feliciano de la Cruz se puso a deambular conmigo, ora, contando las estrellas en las noches y en las madrugadas, ora, llenándose de polvo por los muchos caminos que recorría con el sol en las espaldas, andando y desandando por los montes, hasta el día en que estoy confesando frente al fiscal de la provincia que me mira amenazante, escéptico y esquelético, de ojos pequeños y perspicaces, rostro de piedra y mueca burlona, porque inesperadamente tuve que dar la cara, apretar el pecho fuertemente y las dos orbitas que cuelgan entre las piernas, crujir los dientes como perro en rabia y defenderlo como un macho bragado. Le propiné entonces una herida muy peligrosa en el pecho a un fulano de malas purgas que le fue encima con malas intensiones y el pobre Feliciano de la Cruz no pudo defenderse, porque también terminó muerto.

El visitante

Dime quien eres…preguntó el anciano intentando reconocer en la oscuridad la presencia que tenía enfrente.Los que parecían un par de ojos flotaban ante la ausencia de un rostro que los contuviera y su cuerpo era una infinidad de pequeños puntos destellantes condensados en un espacio de la habitación. Con dificultad volvió a mirar pero hasta ese instante todo le resultaba desconocido. Se sentó en la cama y encendió la luz del velador y ya con sus viejos lentes pudo reconocer detalles en esa presencia que tomaba forma frente a su cama. Los ojos que le miraban encerraban misteriosamente paisajes muy lejanos de un sur lluvioso donde creció y liberaban el aroma intenso de los bosques de avellanos y eucaliptos donde jugó con los amigos de entonces. -Yo era un soldado jugando a la guerra, recordó, arrastrándome furtivo por el suelo barroso lleno de hojas secas, escondiéndome detrás de los troncos, corriendo para no ser capturado...lo recuerdo, pensó triste en voz baja.

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-Quien eres, volvió a insistir suplicante, pero aunque no había una respuesta verbal, esta parecía venir del sonido de los trenes y del silbato de las locomotoras que surgían de la respiración de esa entidad y en las imágenes difusas de todos los rostros que le miraban sonrientes desde sus ventanillas. Y aunque ese ser no se movía, sus cabellos, que tenían el color de todos los cabellos que recordaba, danzaban como si un susurro intangible los desordenara, como cuando bajaba corriendo los cerros de arena que rodeaban su pueblo y la brisa invisible golpeaba fría su cara. Sus labios tampoco se movían pero extrañamente podía escuchar desde ellos mil conversaciones de otros tiempos, apagadas, como si fueran murmullos escondidos detrás de una puerta.A esa altura la presencia ya tenía forma y sabía perfectamente de qué se trataba.Dejó los lentes en el lugar de costumbre, con mucho cuidado para no voltear el vaso con agua que le dejaban cada noche, al lado de las fotografías de quienes ya eran recuerdos difusos en su memoria. Contempló la habitación tratando de encontrar en ella algo de esos otros tiempos, pero sabia que las paredes del asilo estaban desnudas de recuerdos y que del otro lado el mundo era extenso, distante y lejano hasta donde esa noche dormían sus hijos y sus familias.Apagó la luz, se acomodó en la cama y cerró los ojos para esperar que esa entidad le abrazara y le envolviera con las imágenes y las voces de todos los habitantes de un mundo abstracto y que ahora, desde un lugar misterioso, esperaban ansiosos por él.

El vuelo del ángel

Desde el día que el padre Juan quita el candado y la cadena de la puerta del campanario para que yo suba y me arroje, he estado tratando con un ángel, a escondidas de todos y sin que a nadie le cuente.Un día lo descubrí en la torre. Él, a gatas, lloroso y humano, juntaba plumas, de las más largas, las más resistentes, para recomponer las propias. Era un muchacho medio de estatura, casi de mi edad; de barba incipiente, huellas de acné, huaraches de hippie y pelo desordenado; vestía pantalón mezclilla, viejo y lleno de hoyos, que lo hacían aparecer como alguien como yo, pero ángel, por las alas. Pensé decírselo al padre Juan o a mi madre, coludidos ambos en mi regeneración, pero desistí, pues seguro pensarían que había yo vuelto a lo que ellos llaman el mal camino. Cuando ví al ángel por primera vez, traté de hablarle, pero no me hizo caso por su tarea de recopilación. A poco su necesidad abrió el diálogo:─ Necesito cáñamo, una aguja y un poco de pegamento ─ me dijo una mañana. Día tras día fui llevando lo que aquella criatura me solicitaba. Pasaba largas horas con el amanuense celestial, hablando bojedades y oyéndole cantar en idiomas raros y con voz grave. Un día hasta me confió que los ángeles beben vino de uva con rocío, y se alimentan de hojas de regaliz y de los pichones que roban de los nidos de golondrinas, gaviotas o torcasas. Otro me invitó a beber de una pequeña bota española en la que guardaba aquella mezcla de agua con moscatel.La mañana que las alas estuvieron listas me dijo que emprendería el vuelo. Yo le desee buena suerte, nos abrazamos, como despedida y brindamos, otra vez. Yo, en correspondencia le invité unas fumaditas de mi cigarro especial. Y fumamos con fruición. Luego me dijo que, en secreto, había estado preparando para mí otro par de alas, y me las mostró. Ante mi argumento de que yo no sabía usarlas, él me dijo cómo hacerlo, cómo aletear bajo la lluvia o con fuertes vientos; me explicó, con sabiduría de navegante celeste, cómo sortear la nieve, o la forma de planear cuando el sol es rey. ─ No es tan difícil volar ─ me aseguró el ángel hippie. Yo me di por capacitado; juntos nos atamos las alas. Yo me sentía capaz para el prodigio. El ángel aquel, sin embargo, estaba nervioso y yo lo notaba; su mirada se perdía en el vacío de la torre, entre la trama de tablones y trabes de fierro que sostienen los sonoros embudos

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de bronce; temblorosa, su vista añosa vagaba del espacio exterior pasando por el campanario y hasta la techumbre del macizo del templo. Yo lo animé, le hablé al oído, tomándolo de los hombros lo sacudí; le dije que no temiera, que a la cuenta de tres nos lanzaríamos al aire, al vuelo, al cielo.Él, ya más tranquilo, aceptó mis palabras y juntos, como niños en recreo, riendo, tomados de las manos, su derecha con mi izquierda, con nuestros pies en la cornisa para el impulso, contamos:─ Uno, dos, tres… y volamos.

FINAL UNO: Pero al ángel le ganaron los nervios, o no sé qué pasó; el caso es que no supo cómo elevarse y cayó al piso del atrio, muriendo en el acto. Yo, en cambio, volé, volé, enceguecido a veces por el sol, otras golpeado por el viento, pero ya no paré, comprobando que, en efecto, no es tan difícil volar.

FINAL DOS: Cruzamos todo el pueblo, por la plaza, por el mercado, hasta el campo abierto, sin pensar en volver jamás, comprobando que, en efecto, volar no es tan difícil.

FINAL TRES: (Escríbalo usted, si se atreve y desea volar con el ángel)

El águila, el cuervo y el pastor

Lanzándose desde una cima, un águila arrebató a un corderito.

La vio un cuervo y tratando de imitar al águila, se lanzó sobre un carnero, pero con tan mal conocimiento en el arte que sus garras se enredaron en la lana, y batiendo al máximo sus alas no logró soltarse.    

Viendo el pastor lo que sucedía, cogió al cuervo, y cortando las puntas de sus alas, se lo llevó a sus niños.

Le preguntaron sus hijos acerca de que clase de ave era aquella, y les dijo:

- Para mí, sólo es un cuervo; pero él, se cree águila.

  

Pon tu esfuerzo y dedicación en lo que realmente estás preparado, no en lo que no te corresponde.

 

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