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Persuasión Jane Austen Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Persuasión

Jane Austen

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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CAPITULO PRIMERO

El señor de Kellynch Hall en Somersetshire,Sir Walter Elliot, era un hombre que no hallabaentretención en la lectura salvo que se tratasede la Crónica de los baronets. Con ese libro hacíallevaderas sus horas de ocio y se sentía conso-lado en las de abatimiento. Su alma desbordabaadmiración y respeto al detenerse en lo pocoque quedaba de los antiguos privilegios, ycualquier sensación desagradable surgida delas trivialidades de la vida doméstica se le con-vertía en lástima y desprecio. Así, recorría lalista casi interminable de los títulos concedidosen el último siglo, y allí, aunque no le interesa-ran demasiado las otras páginas, podía leer conilusión siempre viva su propia historia. La pá-gina en la que invariablemente estaba abiertosu libro decía:

Elliot, de Kellynch Hall

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Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760,contrajo matrimonio en 15 de julio de 1784 conIsabel, hija de Jaime Stevenson, hidalgo deSouth Park, en el condado de Gloucester. Deesta señora, fallecida en 1800, tuvo a Isabel,nacida el 1 de junio de 1785; a Ana, nacida el 9de agosto de 1787; a un hijo nonato, el 5 de no-viembre de 1789, y a María, nacida el 20 de no-viembre de 1791.

Tal era el párrafo original salido de manos delimpresor; pero Sir Walter lo había mejorado,añadiendo, para información propia y de su fa-milia, las siguientes palabras después de la fe-cha del natalicio de María: “Casada el 16 dediciembre de 1810 con Carlos, hijo y herederode Carlos Musgrove, hidalgo de Uppercross, enel condado de Somerset”. Apuntó también conel mayor cuidado el día y el mes en que perdie-ra a su esposa.

Enseguida venían la historia y el encumbra-miento de la antigua y respetable familia, en lostérminos acostumbrados. Se describía que al

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principio se establecieron en Cheshire y quegozaron de gran reputación en Dugdale, dondedesempeñaron el cargo de gobernador, y quehabían sido representantes de una ciudad entres parlamentos sucesivos. Después venían lasrecompensas a la lealtad y la concesión de ladignidad de baronet en el primer año del reina-do de Carlos II, con la mención de todas lasMarías e Isabeles con quienes los Elliot se habí-an casado. En total, la historia formaba doshermosas páginas en doceavo y terminaba conlas armas y la divisa: “Residencia solariega,Kellynch Hall, en el condado de Somerset”. SirWalter había agregado de su puño y letra estefinal:

“Presunto heredero, William Walter Elliot, hi-dalgo, bisnieto del segundo Sir Walter”.

La vanidad era el alfa y omega de la persona-lidad de Sir Walter Elliot; vanidad de su perso-na y de su posición. Había sido sin duda

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buenmozo en su juventud, y a los cincuenta ycuatro años era todavía un hombre de atractivaapariencia. Pocas mujeres presumían más desus encantos que Sir Walter de los suyos, y nin-gún paje de ningún nuevo señor habría estadomás orgulloso de lo que él estaba de la posiciónque ocupaba en la sociedad. El don de la belle-za para él sólo era inferior al don de un títulode nobleza, por lo que se tenía a sí mismo comoobjeto de sus más calurosos respeto y devoción.

Su buena estampa y su linaje eran poderososargumentos para atraerle el amor. A ellos debióuna esposa muy superior a lo que Sir Walterpodía esperar por sus méritos. Lady Elliot fueuna mujer excelente, tierna y sensible, a cuyasconducta y buen juicio debía perdonarse la ju-venil flaqueza de haber querido ser Lady Elliot,considerando que nunca más precisó de otrasindulgencias. Su talante alegre, su suavidad yel disimulo de sus defectos le procuraron laauténtica estima de que disfrutó durante dieci-siete años. Y aunque no fue demasiado feliz en

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este mundo, encontró en el cumplimiento desus deberes, en sus amigos y en sus hijos moti-vos suficientes para amar la vida y para noabandonarla con indiferencia cuando le llegó lahora. Tres hijas, de dieciséis y catorce años res-pectivamente las dos mayores, eran un legadoque la madre temía dejar; una carga demasiadodelicada para confiarla a la autoridad de unpadre presumido y estúpido. Lady Elliot tenía,sin embargo, una amiga muy cercana, sensibley meritoria mujer, que había llegado, movidapor el gran cariño que profesaba a Lady Elliot,a establecerse próxima a ella en el pueblo deKellynch. En su discreción y en su bondad pusoLady Elliot sus esperanzas de sustentar y man-tener los buenos principios y la educación quetanto ansiaba dar a sus hijas.

Dicha amiga y Sir Walter no se casaron, noobstante lo que antecede pudiera inducir a pen-sarlo. Trece años habían transcurrido desde lamuerte de la señora Elliot, y una y otro seguíansiendo vecinos e íntimos amigos, aunque cada

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uno viudo por su lado.El hecho de que Lady Russell, de muy buena

edad y agradable carácter, y en circunstanciasideales para ello, no hubiese querido pensar ensegundas nupcias, no tiene por qué ser explica-do al público, que está tan dispuesto a sentirseirracionalmente descontento cuando una mujerno se vuelve a casar. Pero el hecho de que SirWalter continuase viudo merece una aclara-ción. Ha de saberse, pues, que como buen pa-dre (después de haberse llevado un chasco enuno o dos intentos descabellados) se enorgulle-cía de permanecer viudo en atención a sus que-ridas hijas. Por una de ellas, la mayor, hubiesehecho en realidad cualquier cosa, aunque nohubiese tenido muchas ocasiones de demostrar-lo. Isabel, a los dieciséis años, había asumido,en la medida de lo posible, todos los derechos yla importancia de su madre; y como era muyguapa y muy parecida a su padre, su influenciaera grande y los dos se llevaban muy bien. Susotras dos hijas gozaban de menor atención.

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María consiguió una pequeña y artificial impor-tancia al convertirse en la señora de CarlosMusgrove; pero Ana, que poseía una finura deespíritu y una dulzura de carácter que la habrí-an colocado en el mejor lugar entre gentes deverdadero seso, no era nadie entre su padre ysu hermana; sus palabras no pesaban y no seatendían en absoluto sus intereses. Era Ana, ynada más.

Para Lady Russell, en cambio, era la más que-rida y la más preciada de las criaturas; era suamiga y su favorita. Lady Russell las quería atodas, pero sólo en Ana veía el vivo retrato desu madre.

Pocos años antes, Ana Elliot había sido unamuchacha muy hermosa, pero su frescura semarchitó temprano. Su padre, que ni siquieracuando estaba en su apogeo encontraba nadaque admirar en ella (pues sus delicadas faccio-nes y sus suaves y oscuros ojos eran totalmentedistintos de los de él), menos le encontrará en-tonces, que estaba delgada y consumida. Nunca

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abrigó demasiadas esperanzas, y ya no abriga-ba ninguna, de leer su nombre en una páginade su libro predilecto. Ponía en Isabel todas susilusiones de una alianza de su igual; pues Ma-ría no había hecho más que entroncarse conuna antigua familia rural, muy rica y respeta-ble, a la que llevó todo su honor sin recibir ellaninguno. Isabel era la única que podría prota-gonizar, algún día, una boda como Dios man-da.

Suele ocurrir que una mujer sea más guapa alos veintinueve años que a los veinte. Y, por logeneral, si no ha sufrido ninguna enfermedadni soportado ningún padecimiento moral, esuna época de la vida en que raramente se haperdido algún encanto. Eso sucedía a Isabel,que era aún la misma hermosa señorita Elliotque empezó a ser a los trece años. Podía perdo-narse, pues, que Sir Walter olvidase la edad desu hija o, en última instancia, creerle únicamen-te medio loco por considerarse a sí mismo y aIsabel tan primaverales como siempre, en me-

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dio del derrumbe físico de todos sus coetáneos,porque no tenía ojos más que para ver lo viejosque se estaban poniendo todos sus deudos yconocidos. El carácter huraño de Ana, la aspe-reza de María y los ajados rostros de sus veci-nos, unidos al rápido incremento de las patasde gallo en las sienes de Lady Russell, lo sumí-an en el mayor desconsuelo.

Isabel era tan vanidosa como su padre. Du-rante trece años fue la señora de Kellynch Hall,presidiendo y dirigiendo todo con un dominiode sí misma y una decisión que no parecíanpropias de su edad. Por trece años hizo loshonores de la casa, aplicó las leyes domésticas,ocupó el lugar de preferencia en la carroza yfue inmediatamente detrás de Lady Russell entodos los salones y comedores de la comarca.Los hielos de trece inviernos sucesivos la vieronpresidir todos los bailes importantes celebradosen la reducida vecindad y trece primaverasabrieron sus capullos mientras ella viajaba aLondres con el fin de disfrutar año tras año con

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su padre, por unas cuantas semanas, de losplaceres del gran mundo. Isabel recordaba todoesto, y la conciencia de tener veintinueve añosle despertaba algunas inquietudes y recelos. Lacomplacía verse aún tan guapa como siempre,pero sentía que se le aproximaban los años pe-ligrosos, y se habría alegrado de tener la segu-ridad de que dentro de uno o dos años seríasolicitada por un joven de sangre noble. Sóloasí habría podido hojear de nuevo el libro delos libros con el mismo gozo que en sus añostempranos; pero a la sazón no le hacía gracia.Eso de tener siempre presente la fecha de sunacimiento sin acariciar otro, proyecto de ma-trimonio que el de su hermana menor, le hacíamirar el libro como un tormento; y más de unavez, cuando su padre lo dejaba abierto encimade la mesa, junto a ella, lo había cerrado conojos severos y lo había empujado lejos de sí.

Había tenido, además, un desencanto que leimpedía olvidar el libro y la historia de su fami-lia. El presunto heredero, aquel mismo William

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Walter Elliot cuyos derechos se hallaban tangenerosamente reconocidos por su padre, lahabía desdeñado.

Sabía, desde muy joven, que en el caso de notener ningún hermano, seria William el futurobaronet, y creyó que se casaría con él, creenciasiempre compartida con su padre. No lo cono-cieron de niño, pero en cuanto murió LadyElliot, Sir Walter entabló relación con él, y aun-que sus insinuaciones fueron acogidas sin nin-gún entusiasmo, siguió persiguiéndolo y atri-buyendo su indiferencia a la timidez propia dela juventud. En una de sus excursiones prima-verales a Londres, y cuando Isabel estaba entodo su esplendor, el joven Elliot se vio forzadoa la presentación.

En aquella época era un chico muy joven, re-cién iniciado en el estudio del derecho; Isabel loencontró por demás agradable y todos los pla-nes en favor de él quedaron confirmados. Loinvitaron a Kellynch Hall; se habló de él y se leesperó todo el resto del año, pero él no fue. En

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la primavera siguiente volvieron a encontrarloen la capital; les pareció igualmente simpático yde nuevo lo alentaron, invitaron y esperaron. Yotra vez no acudió. Al poco tiempo supieronque se había casado. En vez de dejar que susino siguiera la línea que le señalaba la herenciade la casa de Elliot, había comprado su inde-pendencia uniéndose a una mujer rica de cunainferior a la suya.

Sir Walter quedó muy resentido. Como cabe-za de familia, consideraba que debió habérseleconsultado, en especial después de haber to-mado al muchacho tan públicamente bajo suégida.

-Pues por fuerza se les ha de haber visto jun-tos una vez en Tattersal y dos en la tribuna dela Cámara de los Comunes -observaba.

En apariencia muy poco afectado, expresó sudesaprobación. Elliot, por su parte, ni siquierase tomó la molestia de explicar su proceder y semostró tan poco deseoso de que la familia vol-viese a ocuparse de él, cuanto indigno de ello

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fue considerado por Sir Walter. Las relacionesentre ellos quedaron definitivamente suspen-didas.

A pesar de los años transcurridos, Isabel se-guía resentida por ese desdichado incidente.Desde la A hasta la Z, no había baronet a quienpudiese mirar con tanto agrado como a unigual suyo. La conducta de William Elliot habíasido tan ruin que aunque allá por el verano de1814 Isabel llevaba luto por la muerte de la jo-ven señora Elliot, no podía admitir pensar en élde nuevo. Y si no hubiese sido más que poraquel matrimonio que quedó sin fruto y podíaser considerado sólo como un fugaz contra-tiempo, pase. Pero lo peor era que algunosbuenos y oficiosos amigos les habían referidoque hablaba de ellos irrespetuosamente y quedespreciaba su prosapia así como los honoresque la misma le confería. Y eso era algo que nopodía perdonarse.

Tales eran los sentimientos e inquietudes deIsabel Elliot, los cuidados a que había de dedi-

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carse, las agitaciones que la alteraban, la mono-tonía y la elegancia, las prosperidades y lasnaderías que constituían el escenario en que semovía.

Pero por entonces otra preocupación y otrazozobra empezaban a añadirse a todas ésas. Supadre estaba cada día más apurado de dinero.Sabía que iba a hipotecar sus propiedades paralibrarse de la obsesión de las subidas cuentasde sus abastecedores y de los importunos avi-sos de su agente Mr. Shepherd. Las posesionesde Kellynch eran buenas, pero no suficientespara mantener el nivel de vida que Sir Waltercreía que debía llevar su propietario. Mientrasvivió Lady Elliot, se observó método, modera-ción y economía, dentro de lo que los ingresospermitían. Pero con su muerte, terminó todaprudencia y Sir Walter empezó a sucumbir alos excesos. No le era posible gastar menos y nopodía dejar de hacer aquello a lo que se consi-deraba imperiosamente obligado. Por muy re-prensible que fuese, sus deudas se abultaban y

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se hablaba de ellas tan a menudo que ya fueinútil tratar de ocultárselas por más tiempo y nisiquiera en parte a su hija. Durante su últimaprimavera en la capital aludió a su situación yllegó a decir a Isabel:

-¿Podríamos reducir nuestros gastos? ¿Se teocurre algo que pudiésemos suprimir?

Isabel -justo es decirlo-, en sus primeros arre-batos de femenina alarma, se puso a pensarseriamente en qué podrían hacer y terminó porproponer estas dos soluciones: suspender algu-nas limosnas innecesarias y abstenerse del nue-vo mobiliario del salón. A estos expedientesagregó luego la peregrina idea de no comprarlea Ana el regalo que acostumbraban llevarletodos los años. Pero estas medidas, aunquebuenas en sí mismas, fueron insuficientes dadala gran envergadura del mal, cuya totalidad SirWalter se creyó obligado a confesar a Isabelpoco después. Isabel no supo proponer nadaque fuese verdaderamente eficaz.

Su padre sólo podía disponer de una pequeña

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parte de sus dominios, y aunque hubiese podi-do enajenar todos sus campos, nada habríacambiado. Accedería a hipotecar todo lo quepudiese, pero jamás consentiría en vender. No,nunca deshonraría su nombre hasta ese punto.Las posesiones de Kellynch serían transmitidasíntegras y en su totalidad, tal como él las habíarecibido.

Sus dos confidentes: el señor Shepherd, quevivía en la vecina ciudad, y Lady Russell, fue-ron llamados a consulta. Tanto el padre como lahija parecían esperar que a uno o a otra se leocurriría algo para librarlos de sus apuros yreducir su presupuesto sin que ello significaseningún menoscabo de sus gustos o de su boato.

CAPITULO II

El señor Shepherd, abogado cauto y político,cualesquiera que fuesen su concepto de SirWalter y sus proyectos acerca del mismo, quiso

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que lo desagradable le fuese propuesto por otrapersona y se negó a dar el menor consejo, limi-tándose a pedir que le permitieran recomendar-les el excelente juicio de Lady Russell, puesestaba seguro de que su proverbial buen senti-do les sugeriría las medidas más aconsejables,que sabía habrían de ser finalmente adoptadas.

Lady Russell se preocupó muchísimo por elasunto y les hizo muy graves observaciones.Era mujer de recursos más reflexivos que rápi-dos y su gran dificultad para indicar una solu-ción en aquel caso provenía de dos principiosopuestos. Era muy íntegra y estricta y tenía undelicado sentido del honor; pero deseaba noherir los sentimientos de Sir Walter y poner aresguardo, al mismo tiempo, la buena fama dela familia; como persona honesta y sensata, suconducta era correcta, rígidas sus nociones deldecoro y aristocráticas sus ideas acerca de loque la alcurnia reclamaba. Era una mujer afa-ble, caritativa y bondadosa, capaz de las mássólidas adhesiones y merecedora por sus moda-

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les de ser considerada como arquetipo de labuena crianza. Era culta, razonable y mesurada;respecto del linaje abrigaba ciertos prejuicios yotorgaba al rango y al concepto social una sig-nificación que llegaba hasta ignorar las debili-dades de los que gozaban de tales privilegios.Viuda de un sencillo hidalgo, rendía justa plei-tesía a la dignidad de baronet; y aparte las razo-nes de antigua amistad, vecindad solícita yamable hospitalidad, Sir Walter tenía para ella,además de la circunstancia de haber sido elmarido de su queridísima amiga y de ser elpadre de Ana y sus hermanas, el mérito de serSir Walter, por lo que era acreedor a que se locompadeciese y se lo considerase por encimade las dificultades por las que atravesaba.

No tenían más alternativa que moderarse; esono admitía dudas. Pero Lady Russell ansiabalograrlo con el menor sacrificio posible por par-te de Isabel y de su padre. Trazó planes de eco-nomía, hizo detallados y exactísimos cálculos,llegando hasta lo que nadie hubiese sospecha-

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do: a consultar a Ana, a quien nadie reconocíael derecho de inmiscuirse en el asunto. Consul-tada Ana e influida Lady Russell por ella enalguna medida, el proyecto de restricciones fueultimado y sometido a la aprobación de SirWalter. Todos los cambios que Ana proponíaiban destinados a hacer prevalecer el honor porencima de la vanidad. Aspiraba a medidas ri-gurosas, a una modificación radical, a la rápidacancelación de las deudas y a una absoluta in-diferencia para todo lo que no fuese justo.

-Si logramos meterle a tu padre todo esto enla cabeza -decía Lady Russell paseando la mi-rada por su proyecto- habremos conseguidomucho. Si se somete a estas normas, en sieteaños su situación estará despejada. Ojalá con-venzamos a Isabel y a tu padre de que la respe-tabilidad de la casa de Kellynch Hall quedaráincólume a pesar de estas restricciones y de quela verdadera dignidad de Sir Walter Elliot nosufrirá ningún menoscabo a los ojos de la gentesensata, por obrar como corresponde a un

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hombre de principios. Lo que él tiene que hacerse ha hecho ya o ha debido hacerse en muchasfamilias de alto rango. Este caso no tiene nadade particular, y es la particularidad lo que amenudo constituye la parte más ingrata denuestros sufrimientos. Confío en el éxito, perotenemos que actuar con serenidad y decisión.Al fin y al cabo, el que contrae una deuda nopuede eludir pagarla, y aunque las conviccio-nes de un - caballero y jefe de familia como tupadre son muy respetables, más respetable es lacondición de hombre honrado.

Estos eran los principios que Ana quería quesu padre acatase, apremiado por sus amigos.Estimaba indispensable acabar con las deman-das de los acreedores tan pronto como un dis-creto sistema de economía lo hiciese posible, enlo cual no veía nada indigno. Había que aceptareste criterio y considerarlo una obligación. Con-fiaba mucho en la influencia de Lady Russell, yen cuanto al grado severo de propia renuncia-ción que su conciencia le dictaba, creía que se-

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ría poco más difícil inducirlos a una reformacompleta que a una reforma parcial. Conocíabastante bien a Isabel y a su padre como parasaber que sacrificar un par de caballos les seríacasi tan doloroso como sacrificar todo el tronco,y pensaba lo mismo de todas las demás restric-ciones por demás moderadas que constituían lalista de Lady Russell.

La forma en que fueron acogidas las rígidasfórmulas de Ana es lo de menos. El caso es queLady Russell no tuvo ningún éxito. Sus planeseran tan irrealizables como intolerables.

-¿Cómo? ¡Suprimir de golpe y porrazo todaslas comodidades de la vida! ¡Viajes, Londres,criados, caballos, comida, limitaciones por to-das partes! ¡Dejar de vivir con la decencia quese permiten hasta los caballeros particulares!No, antes abandonar Kellynch Hall de una vezque reducirlo a tan humilde estado.

¡Abandonar Kellynch Hall! La proposiciónfue en el acto recogida por el señor Shepherd, acuyos intereses convenía una auténtica mode-

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ración del tren de gastos de Sir Walter, y quienestaba absolutamente convencido de que nadapodría hacerse sin un cambio de casa. Puestoque la idea había surgido de quien más derechotenía a sugerirla, confesó sin ambages que élopinaba lo mismo. Sabía muy bien que Sir Wal-ter no podría cambiar de modo de vivir en unacasa sobre la que pesaban antiguas obligacionesde rango y deberes de hospitalidad. En cual-quier otro lugar, Sir Walter podría ordenar suvida según su propio criterio y regirse por lasnormas que la nueva existencia le plantease.

Sir Walter saldría de Kellynch Hall. Despuésde algunos días de dudas e indecisiones, quedóresuelto el gran problema de su nueva residen-cia y fijaron las primeras líneas generales delcambio que iba a producirse.

Había tres alternativas: Londres, Bath u otracasa de la misma comarca. Ana prefería estaúltima; toda su ilusión era vivir en una casitade aquella misma vecindad, donde pudieseseguir disfrutando de la compañía de Lady

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Russell, seguir estando cerca de María y seguirteniendo el placer de-ver de cuando en cuandolos prados y los bosques de Kellynch. Pero elhado implacable de Ana no habría de compla-cerla; tenía que imponerle algo que fuese lomás opuesto posible a sus deseos. No le gusta-ba Bath y creía que no le sentaría; pero en Bathse fijó su domicilio.

En un principio, Sir Walter pensó en Londres.Pero Londres no inspiraba confianza a Shep-herd, y éste se las ingenió para disuadirlo deello y hacer que se decidiera por Bath. Eraaquél un lugar inmejorable para una personade la clase de Sir Walter, y podría sostener allíun rango con menos dispendios. Dos ventajasmateriales de Bath sobre Londres hicieron in-clinar la balanza: no hallarse más que a quincemillas de distancia de Kellynch y dar la coinci-dencia de que Lady Russell pasaba allí buenaparte del invierno todos los años. Con gransatisfacción de ella, cuyo primer dictamen alcambiarse el proyecto fue favorable a Bath, Sir

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Walter e Isabel terminaron por aceptar que nisu importancia ni sus placeres sufrirían men-gua por ir a establecerse a ese lugar.

Lady Russell se vio obligada a contrariar losdeseos de Ana, deseos que conocía muy bien.Habría sido demasiado pedir a Sir Walter des-cender a ocupar una vivienda más modesta ensus propios dominios. La misma Ana hubiesetenido que soportar mortificaciones mayores delas que suponía. Había que contar además conlo que aquello habría humillado a Sir Walter; yen cuanto a la aversión de Ana por Bath, no eramás que una manía y un error que proveníansobre todo de la circunstancia de haber pasadoallí tres años en un colegio después de la muer-te de su madre, y de que durante el único in-vierno que estuvo allí con Lady Russell se hallóde muy mal ánimo.

La oposición de Sir Walter a mudarse a otracasa de aquellas vecindades estaba fortalecidapor una de las más importantes partes del pro-grama que tan bien acogida fuera al principio.

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No sólo tenía que dejar su casa, sino verla enmanos de otros, prueba de resistencia que tem-ples más fuertes que el de Sir Walter habríansentido excesiva. Kellynch Hall sería desaloja-do; sin embargo, se guardaba sobre ello unhermético secreto; nada debía saberse fuera delcírculo de los íntimos.

Sir Walter no podía soportar la humillaciónde que se supiese su decisión de abandonar sucasa. Una vez el señor Shepherd pronunció -lapalabra “anuncio”, pero nunca más osó repetir-la. Sir Walter abominaba de la idea de ofrecersu casa en cualquier forma que fuese y prohibióterminantemente que se insinuase que tenía talpropósito; sólo en el caso de que Kellynch Hallfuese solicitada por algún pretendiente excep-cional que aceptase las condiciones de Sir Wal-ter y como un gran favor, consentiría en dejarla.

¡Qué pronto surgen razones para aprobar loque nos gusta! Lady Russell en seguida tuvo amano una excelente para alegrarse una enormi-dad de que Sir Walter y su familia se alejasen

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de la comarca. Isabel había entablado reciente-mente una amistad que Lady Russell deseabaver interrumpida. Tal amistad era con una hijade Shepherd que acababa de volver a la casapaterna con el engorro de dos pequeños hijos.Era una chica inteligente, que conocía el arte deagradar o, por lo menos, el de agradar en Ke-llynch Hall.

Logró inspirar a Isabel tanto cariño que másde una vez se hospedó en su mansión, a pesarde los consejos de precaución y reserva de LadyRussell, a quien esa intimidad le parecía deltodo fuera de lugar.

Pero Lady Russell tenía escasa influencia so-bre Isabel, y más parecía quererla porque que-ría quererla que porque lo mereciese. Nuncarecibió de ella más que atenciones triviales,nada más allá de la observancia de la cortesía.Nunca logró hacerla cambiar de parecer.

Varias veces se empeñó en que llevasen aAna a sus excursiones a Londres y clamó abier-tamente contra la injusticia y el mal efecto de

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aquellos -egoístas arreglos en los que se pres-cindía de ella. Otras, intentó proporcionar aIsabel las ventajas de su mejor entendimiento yexperiencia, .pero siempre fue en vano. Isabelquería hacer su regalada voluntad y nunca lohizo con más decidida oposición a Lady Russellque en la cuestión de su encaprichamiento porla señora Clay, apartándose del trato de unahermana tan buena, para entregar su afecto ysu confianza a una persona que no debió habersido para ella más que objeto de una distantecortesía.

Lady Russell estimaba que la condición de laseñora Clay era muy inferior, y que su carácterla convertía en una compañera en extremo pe-ligrosa. De manera que un traslado que alejabaa la señora Clay y ponía alrededor de la señori-ta Elliot una selección de amistades más ade-cuadas no podía menos que celebrarse.

CAPITULO III

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-Permítame observar, Sir Walter -dijo el se-ñor Shepherd una mañana en Kellynch Hall,dejando el periódico-, que las actuales circuns-tancias se inclinan a nuestro favor. Esta paztraerá a tierra a todos nuestros ricos oficiales demarina. Todos necesitarán alojamiento. No po-día presentársenos mejor ocasión, Sir Walter,para elegir a unos inquilinos, a unos inquilinosresponsables. Se han hecho muchas grandesfortunas durante la guerra. ¡Si tropezáramoscon un opulento almirante, Sir Walter...!

-Sería un hombre muy afortunado ése, She-pherd -replicó Sir Walter-; esto es todo lo quetengo que decir. Bonito botín sería para él Ke-llynch Hall; mejor dicho, el mejor de todos losbotines. No habrá hecho muchos parecidos, ¿nolo cree usted, Shepherd?

Shepherd sabía que se tenía que reír de laagudeza, y se rió, agregando en seguida:

-Quisiera añadir, Sir Walter, que en lo que anegocios se refiere, los señores de la Armadason muy tratables. Conozco algo su manera de

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negociar y no tengo reparos en confesar queson muy liberales, lo que los hace más desea-bles como inquilinos que cualquier otra clase degente con quien nos pudiésemos topar. Por lotanto, Sir Walter, lo que yo- querría sugerirle esque si algún rumor trasciende su deseo de re-serva (cosa que debe ser tenida por posible,pues ya sabemos lo difícil que es preservar losactos e intenciones de una parte del mundo delconocimiento y curiosidad de la otra; la impor-tancia tiene sus inconvenientes, y yo, JuanShepherd, puedo ocultar cualquier asunto defamilia, porque nadie se tomaría la molestia decuidarse de mí, pero Sir Walter Elliot tienependientes de él miradas que son muy difícilesde esquivar), yo apostaría, y no me sorprende-ría nada que a pesar de toda nuestra cautela sellegase a saber la verdad, en cuyo caso querríaobservar, puesto que sin duda alguna se nosharán proposiciones, que debemos esperarlasde alguno de nuestros enriquecidos jefes de laArmada especialmente digno de ser -atendido,

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y me permito añadir que en cualquier ocasiónpodría yo llegar aquí en menos de dos horas yevitarle a usted el trabajo de contestar perso-nalmente.

Sir Walter sólo meneó la cabeza. Pero pocodespués se levantó y, paseándose por el cuarto,dijo, sarcástico:

-Me figuro que habrá pocos señores en laArmada que no se maravillen de encontrarse enuna casa como ésta.

-Mirarían a su alrededor, sin duda, y bendeci-rían su buena suerte -dijo la señora Clay, que sehallaba presente y a quien su padre había lle-vado con él debido a que nada le sentaba mejorpara su salud que una visita a Kellynch-. Estoyde acuerdo con mi padre en creer que un mari-no sería un inquilino muy deseable. ¡He cono-cido a muchos de esa profesión, y además de sugenerosidad, son tan pulcros y esmerados entodo! Esos valiosos cuadros, Sir Walter, si quie-re usted dejarlos, estarán perfectamente segu-ros. ¡Cuidarían con tanto afán de todo lo que

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hay dentro y fuera de la casa! Los jardines yflorestas se conservarían casi en tan buen esta-do como están ahora. ¡No tema usted, señoritaElliot, que dejen abandonado su precioso jardínde flores!

-En cuanto a eso -replicó desdeñosamente SirWalter-, aun suponiendo que me decidiese adejar mi casa, no he pensado en nada que serefiera a los privilegios anexos a ella. No estoydispuesto en favor de ningún inquilino en par-ticular. Claro está que se le permitiría entrar enel parque, lo cual ya es un honor que ni los ofi-ciales de la Armada ni ninguna otra clase dehombre están acostumbrados a disfrutar; perolas restricciones que puedo imponer en el usode los terrenos de recreo son otra cosa. No mehago a la idea de que alguien se acerque a misplantíos y aconsejaría a la señorita Elliot quetomase sus precauciones con respecto a su jar-dín de flores. Me siento muy poco proclive ahacer ninguna concesión extraordinaria a losarrendatarios de Kellynch Hall, se lo aseguro a

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usted, tanto si son marinos como si son solda-dos.

Después de una breve pausa, Shepherd seaventuró a decir:

-En todos estos casos hay costumbres estable-cidas que lo allanan y facilitan todo entre eldueño y el inquilino. Sus intereses, Sir Walter,están en muy buenas manos. Puede estar ustedtranquilo; me cuidaré muy bien de que ningúnnuevo habitante goce de más derechos de losque le correspondan en justicia. Me atrevo ainsinuar que Sir Walter Elliot no pone en suspropios asuntos ni la mitad del celo que poneJuan Shepherd.

Al llegar a este punto, Ana terció:-Creo que los marinos, que tanto han hecho

por nosotros, tienen los mismos derechos quecualquier otro hombre a las comodidades y losprivilegios que todas las casas pueden propor-cionar. Debemos permitirles el bienestar por elque tan duramente han trabajado.

-Muy cierto, en efecto. Lo que dice la señorita

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Ana es muy cierto -apoyó el señor Shepherd.-¡Ya lo creo! -agregó su hija.Pero Sir Walter replicó poco después:-Esa profesión tiene su utilidad, pero lamen-

taría que cualquier amigo mío perteneciese aella.

-¡Cómo! -exclamaron todos muy sorprendi-dos.

-Sí, esa carrera me disgusta por dos motivos;tengo dos poderosos argumentos. El primero esque da ocasión a gente de humilde cuna a en-cumbrarse hasta posiciones indebidas y alcan-zar honores que nunca habrían soñado sus pa-dres ni sus abuelos. Y el segundo es que des-truye de un modo lamentable la juventud y elvigor de los hombres; un marino se vuelve vie-jo más pronto que cualquier otro hombre. Lo heobservado toda mi vida. Un hombre corre elriesgo en la Marina de ser insultado por el as-censo de otro a cuyo padre hubiese desdeñadodirigir la palabra el padre del primero, y deconvertirse prematuramente en un guiñapo,

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cosa que no sucede en ninguna otra profesión.Un día de la pasada primavera, en la ciudad,estuve en compañía de dos hombres cuyoejemplo me impresionó tanto que por eso lodigo: Lord St. Ives, a cuyo padre hemos conoci-do todos cuando era un simple pastor rural queno tenía ni pan que llevarse a la boca. Tuve queceder el paso a Lord St. Ives y a un cierto almi-rante Baldwin, el sujeto peor trazado que pue-dan ustedes imaginar: con la cara de color cao-ba, tosca y peluda en extremo, surcada de lí-neas y de arrugas, con nueve pelos grises a unlado de la cabeza y nada más que una manchade polvos en la coronilla. “¡Por Dios!, ¿quién esese vejete?”, pregunté a un amigo mío que es-taba allí cerca (Sir Basil Morley). “¿Cómo quevejete?”, exclamó Sir Basil. “Es el almiranteBaldwin. ¿Qué edad cree usted que tiene?”; yorespondí que sesenta o sesenta y dos años.“Cuarenta”, replicó Sir Basil, “cuarenta sola-mente”. Figúrense mi estupor; no olvidaré tanfácilmente al almirante Baldwin. Jamás vi una

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muestra tan lastimosa de lo que puede hacer elandar viajando por los mares. Me consta que,en mayor o menor grado, a todos los marinosles sucede lo mismo. Siempre andan golpeados,expuestos a todos los climas y a todos los tiem-pos, hasta que ya no se les puede ni mirar. Esuna lástima que no reciban un golpe en la cabe-za de una vez antes de llegar a la edad del al-mirante Baldwin.

-No tanto, Sir Walter -exclamó la señora Clay-; eso es demasiado severo. Un poco de compa-sión para esos pobres hombres. No todoshemos nacido para ser hermosos. Es cierto queel mar no embellece, y que los marinos enveje-cen antes de tiempo; lo he observado a menu-do; pierden en seguida su aspecto juvenil. Pero¿acaso no sucede lo mismo con muchas otrasprofesiones, tal vez con la mayoría? Los solda-dos en servicio activo no acaban mucho mejor;y hasta en las profesiones más tranquilas hayun desgaste y un esfuerzo del pensamiento,cuando no del cuerpo, que raras veces sustraen

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el aspecto del hombre de los efectos naturalesdel tiempo. Los afanes del abogado consumidopor las preocupaciones de sus pleitos; el médi-co que se levanta de la cama a cualquier hora yque trabaja, llueva, truene o relampaguee; yhasta el clérigo... -se detuvo un momento parapensar qué podría decir del clérigo- y hasta elclérigo, ya sabe usted, que se ve en la obliga-ción de acudir a viviendas infectas y a exponersu salud y su físico a las injurias de una atmós-fera envenenada. En otras palabras, estoy abso-lutamente convencida de que todas las profe-siones son a la vez necesarias y honrosas; sólolos pocos que no necesitan ejercer ningunapueden vivir de un modo regular, en el campo,disponiendo de su tiempo como se les antoja,haciendo lo que les da la gana y morando ensus propiedades, sin el tormento de tener queganarse el pan. Como digo, esos pocos son losúnicos que pueden gozar de los dones de lasalud y del buen ver hasta el máximo. No co-nozco otro género de hombres que no pierdan

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algo de su personalidad al dejar atrás la juven-tud.

Parecía que el señor Shepherd, con su afán deinclinar la voluntad de Sir Walter hacia un ofi-cial de la Marina, para inquilino, había sidodotado con la facultad de la adivinación, puesla primera solicitud recibida procedió de un talalmirante Croft, a quien conociera poco des-pués en las sesiones de la Audiencia de Taun-ton y que le había mandado avisar por mediode uno de sus corresponsales de Londres. Se-gún las referencias que se apresuró a llevar aKellynch, el almirante Croft era oriundo deSomersetshire y dueño de una respetable for-tuna, y deseando establecerse en tierra, habíaido a Taunton para ver algunas de las casasanunciadas, las que no fueron de su agrado.Por casualidad se enteró de que Kellynch Halliba a ser desalojado -pues ya Shepherd habíapredicho que los asuntos de Sir Walter no po-drían permanecer en secreto- y, sabiendo queShepherd tenía que ver con el propietario, se

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hizo presentar a él con objeto de requerir datosconcretos. En el curso de una grata y prolonga-da conversación manifestó por el lugar unainclinación todo lo decidida que podía ser envista de que sólo lo conocía por las descripcio-nes. Por las explícitas noticias de sí mismo quele dio al señor Shepherd, podía tenérsele porhombre digno de la mayor confianza y de seraceptado como inquilino.

-¿Y quién es ese almirante Croft? -preguntóSir Walter en tono de frío recelo.

El señor Shepherd le informó que pertenecíaa una familia de caballeros y nombró el lugarde donde eran naturales. Siguió una breve pau-sa y Ana agregó:

-Es un contralmirante. Estuvo en la batalla deTrafalgar y pasó luego a las Indias Orientales,donde permaneció, según creo, varios años.

-Si es así, doy por descontado -observó SirWalter- que tiene la cara anaranjada como lasbocamangas y cuellos de mis libreas.

El señor Shepherd se dio prisa en asegurarle

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que el almirante Croft era un hombre sano, cor-dial y de buena presencia; algo atezado, natu-ralmente, por los vendavales, pero no demasia-do; un perfecto caballero en sus principios ycostumbres y nada exigente en lo tocante a lascondiciones. Lo único que quería era tener unavivienda cómoda lo antes posible; sabía quetendría que pagarse el gusto y no se le ocultabaque una casa lista y amueblada de aquel modole costaría una buena suma, por lo que no seextrañaría que Sir Walter le pidiese más dinero.Preguntó por el propietario y dijo que le gusta-ría presentarse, desde luego, aunque sin insistirsobre este punto. Agregó que a veces tomabauna escopeta, pero que nunca era para matar.En fin, se trataba de todo un caballero.

El señor Shepherd derrochó elocuencia sobreel particular, señalando todas las circunstanciasrelativas a la familia del almirante que lo hacíanparticularmente deseable como inquilino. Eracasado pero no tenía hijos; el estado ideal. Elseñor Shepherd observaba que una casa nunca

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está bien cuidada sin una señora; no sabía si elmobiliario corría mayor peligro no habiendoseñora que habiendo niños. Una señora sinhijos era la mejor garantía imaginable para laconservación de los muebles. En Taunton vio ala señora Croft con el almirante, y estuvo pre-sente mientras ellos trataron del asunto.

-Parece una señora muy bien hablada, fina ydiscreta -siguió diciendo Shepherd-. Hizo máspreguntas acerca de la casa, de las condicionesy de los impuestos que el mismo almirante;creo que es más experta que él en los negocios.Y además, Sir Walter, descubrí que ni ella ni sumarido son extraños en esta comarca, pues sa-brá usted que ella es hermana de un caballeroque vivió pocos años atrás en Monkford. ¡Ay,caramba!, ¿cómo se llamaba? En este momentono puedo recordar su nombre, a pesar de quehace poco lo he oído. Penélope, querida, ayú-dame, ¿recuerdas tú el nombre del señor quevivió en Monkford, el hermano de la señoraCroft?

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Pero la señora Clay hablaba tan animadamen-te con la señorita Elliot, que no oyó la pregunta.

-No tengo idea de a quién puede usted refe-rirse, Shepherd; no recuerdo a ningún caballeroresidente en Monkford desde los tiempos delviejo gobernador Trent.

-¡Caramba, qué fastidio! A este paso prontovoy a olvidar mi propio nombre. ¡Un nombrecon el que estoy tan familiarizado! Conozco alseñor como conozco mis propias manos; lo hevisto cientos de veces; recuerdo que en unaocasión vino a consultarme acerca de un atro-pello de que le hizo víctima uno de sus vecinos:un labriego que entró en su huerto saltando porla tapia, para robarle unas manzanas y que fuecogido in fraganti. Luego, contra mi parecer, elhecho fue resuelto por amigables componedo-res. ¡Qué cosa más rara!

Se hizo una pausa y Ana apuntó:-¿Se refiere usted al señor Wentworth?Shepherd se deshizo en alardes de gratitud.-¡Wentworth! ¡Claro que sí! Al señor Went-

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worth me estaba refiriendo. Tuvo el curato deMonkford, ¿sabe usted, Sir Walter?, durantedos o tres años. Vino hacia el año 5, eso es. Es-toy seguro de que lo recuerdan ustedes.

-¿Wentworth? ¡Acabáramos! El párroco deMonkford. Me desorientó usted dándole el tra-tamiento de caballero. Pensé que hablaba ustedde algún propietario. Ese señor Wentworth noera nadie, ya recuerdo. Completamente desco-nocido, sin ninguna relación con la familia deStrafford. No puede uno menos que extrañarseal ver tan vulgarizados muchos de nuestrosnombres más ilustres.

Cuando el señor Shepherd se dio cuenta deque este parentesco de los Croft no impresio-naba a Sir Walter favorablemente, la dejó delado y volvió con el mayor celo a insistir en lasotras circunstancias más convincentes. La edad,el número y la fortuna de los componentes dela familia Croft; el alto concepto que tenían deKellynch Hall y su extremado empeño enarrendarlo; hasta tal punto que no parecía sino

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que para ellos no había en esta tierra más feli-cidad que la de llegar a ser inquilinos de SirWalter Elliot, lo cual suponía por cierto un gus-to extraordinario, que les hacía acreedores aque Sir Walter les considerase dignos de ello.

El arrendamiento se llevó a efecto. No obstan-te Sir Walter miraba con muy malos ojos a cual-quier aspirante a habitar en su casa, y que lohabría considerado infinitamente beneficiadopermitiéndole alquilarla en condiciones leoni-nas, se vio forzado a consentir en que el señorShepherd procediese a cerrar el trato, autori-zándolo a visitar al almirante Croft, que aúnresidía en Taunton, para fijar el día en que verí-an la casa.

Sir Walter no era muy listo, pero tenía la sufi-ciente experiencia de las cosas para compren-der que difícilmente podía presentársele uninquilino menos objetable en todo lo esencialque el almirante Croft. Su entendimiento nollegaba a más, y su vanidad encontraba ciertohalago adicional en la posición del almirante,

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que era todo lo elevada que se requería, perono demasiado. “He alquilado mi casa al almi-rante Croft” era una afirmación altisonante;mucho mejor que decir a cualquier señor X. Unseñor X (salvo, quizás, una media docena denombres de la nación) siempre necesita unaexplicación. La importancia de un almirante seexplica por sí misma y, al mismo tiempo, nuncapuede mirar a un baronet por encima del hom-bro. En todo momento Sir Walter Elliot tendríala preeminencia.

Nada podía hacerse sin que lo supiera Isabel;pero su inclinación a cambiar de lugar iba sien-do tan decidida que le encantó el que ya estu-viese fijado y resuelto con un inquilino a mano,por lo que se guardó muy bien de pronunciaruna sola palabra que pudiese suspender elacuerdo.

Se invistió al señor Shepherd de omnímodospoderes y tan pronto como quedó todo ultima-do, Ana, que había escuchado sin perderse pa-labra, salió de la habitación en busca del alivio

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del aire fresco para sus encendidas mejillas; ymientras paseaba por su arboleda favorita, dijocon un dulce suspiro:

-Unos meses más y quizá él se pasee por aquí.

CAPITULO IV

El no era el señor Wentworth, el otrora pá-rroco de Monkford, a pesar de lo que hayanpodido dictar las apariencias, sino el capitánFederico Wentworth, hermano del primero,que fuera ascendido a comandante a raíz de laacción de Santo Domingo. Como no lo destina-ron de inmediato, fue a Somersetshire en elverano de 1806, y, muertos sus padres, vivió enMonkford durante medio año. En aquel tiempoera un joven muy apuesto, de inteligencia des-tacada, ingenioso y brillante. Ana era una mu-chacha muy bonita, gentil, modesta, delicada ysensible. Con la mitad de los atractivos queposeía cada uno por su lado había bastante pa-ra que él no tuviese que esforzarse para- con-

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quistarla y para que ella difícilmente pudieseamar a alguien más. Pero la coincidencia de tangenerosas circunstancias había de dar frutos.Poco a poco fueron conociéndose y se enamora-ron el uno del otro rápida y profundamente.¿Cuál de los dos vio más perfecciones en elotro?, ¿cuál de los dos fue más feliz: ella, al es-cuchar su declaración y sus proposiciones, o él,cuando ella las aceptó?

Siguió un período de felicidad exquisita, aun-que muy breve. No tardaron en surgir los sin-sabores. Sir Walter, al enterarse del romance,no dio su consentimiento ni dijo si lo daría al-guna vez; pero su negativa quedó de manifiestopor su gran asombro, su frialdad y su declaradaindiferencia respecto de los asuntos de su hija.Consideraba aquella unión degradante; y LadyRussell, a pesar de que su orgullo era más tem-plado y más perdonable, la tuvo también poruna verdadera desdicha.

¡Ana Elliot, con todos sus títulos de familia,bella e inteligente, malograrse a los diecinueve

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años; comprometerse en un noviazgo con un jo-ven que no tenía para abonarle a nadie más quea sí mismo, sin más esperanzas de alcanzaralguna distinción que la que proporcionan losazares de una carrera de las más inciertas, y sinrelaciones que le asegurasen un ulterior en-cumbramiento en aquella profesión! ¡Era undesatino que sólo pensarlo la horrorizaba! ¡AnaElliot, tan joven, tan inexperta, atarse a un ex-traño sin posición ni fortuna; mejor dicho, hun-dirse por su culpa en un estado de extenuantedependencia, angustiosa y devastadora! Nodebía ser, si la intervención de la amistad y dela autoridad de quien era para ella como unamadre y que tenía sus derechos podían evitarlo.

El capitán Wentworth no tenía bienes. Habíasido afortunado en su carrera, pero gastó libe-ralmente lo que con igual liberalidad había re-cibido y no conservó nada. No obstante, con-fiaba en ser rico pronto. Lleno de fuego y devida, sabía que pronto podría tener un barco yque a poco andar llegaría el tiempo en que po-

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dría disponer de cuanto se le antojase. Siemprefue hombre de suerte y sabía que seguiría sién-dolo. Esta confianza, poderosa por su mismoentusiasmo y hechicera por el talento con quesolía expresarla, a Ana le bastaba; pero LadyRussell lo veía de otra manera. El tem-peramento sanguíneo y la atrevida fantasía deWentworth operaban en ella de un modo deltodo distinto. Le parecía que no hacían más queagravar el mal y añadir a los inconvenientes deWentworth el de un carácter peligroso. Era unhombre brillante y testarudo. A Lady Russell legustaba muy poco el ingenio, y cualquier cosaque se aproximase a la temeridad le causabahorror. Así, pues, las relaciones de Ana conWentworth le parecían reprobables desde todopunto de vista.

Semejante oposición y los sentimientos queprovocaba superaban las fuerzas de Ana; consu juventud y su gentileza todavía hubiese po-dido hacer frente a la malquerencia de su pa-dre; pero la firme opinión y las dulces maneras

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de Lady Russell, a la que siempre había queri-do y obedecido, no podían asediarla siempre envano. Se convenció de que aquel noviazgo erauna cosa disparatada, indiscreta, impropia, quedifícilmente podría dar buen resultado y queno convenía. Pero al romper el compromiso noactuó sólo inducida por una egoísta cautela. Sino hubiera creído que lo hacía en bien deWentworth más que en el suyo propio, no sindificultad habría podido despedirlo. Se imagi-nó que su prudencia y renunciación redunda-ban sobre todo en beneficio del capitán, y éstefue su mayor consuelo en medio del dolor deaquella ruptura definitiva. Precisó de todos losconsuelos, pues por si su pena fuese poca, tuvoque soportar también la de él, que no se dio porconvencido en absoluto y permaneció inflexi-ble, herido en sus sentimientos al obligársele aaquel abandono. A causa de ello se alejó de lacomarca.

En pocos meses tuvo lugar el principio y elfin de sus relaciones. Pero Ana no dejó en pocos

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meses de sufrir. Su amor y sus remordimientosle impidieron por mucho tiempo gozar de losplaceres de la juventud, y la temprana pérdidade su frescura y animación le dejaron impresauna huella que no se borraría.

Más de siete años habían pasado ya desde elfinal de esa pequeña historia de mezquinosintereses. El tiempo había suavizado mucho ycasi apagado del todo el amor del capitán; peroAna no había encontrado más lenitivo que eldel tiempo. Ningún cambio de lugar, exceptouna visita a Bath poco después de la ruptura, nininguna novedad o ampliación en sus relacio-nes sociales le ayudaron a olvidar. No entrónadie en el círculo de Kellynch que pudiesecompararse con Federico Wentworth tal comoella lo recordaba. Ningún otro cariño, quehubiese sido la única cura en verdad natural,eficaz y suficiente a su edad, fue posible, dadaslas exigencias de su buen discernimiento y loamargado de su gesto, en los estrechos límitesde la sociedad que la rodeaba. Al frisar en los

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veintidós años le solicitó que cambiase denombre un joven que poco después encontróuna mejor disposición en su hermana menor.Lady Russell lamentó que hubiera rehusado,pues Carlos Musgrove era el primogénito de unseñor que en propiedades y significación nocedía en la comarca más que a Sir Walter; yposeía, además, muy buenos aspecto y carácter.Lady Russell hubiese aspirado a algo máscuando Ana tenía diecinueve años, pero ya alos veintidós le habría encantado verla alejadade un modo tan honorable de la parcialidad einjusticia de su casa paterna, y establecida parasiempre a su vera. Pero esta vez Ana no hizocaso de los consejos ajenos. Y aunque LadyRussell, tan satisfecha como siempre de su pro-pia discreción, nunca pensaba en rectificar elpasado, empezaba ahora a sentir un ansia querayaba en la desesperación, de que Ana fueseinvitada por un hombre hábil e independiente aentrar en un estado para el cual la creía particu-larmente dotada por su ardiente afectividad y

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sus inclinaciones hogareñas.Ni la una ni la otra sabían si sus opiniones

respecto al punto fundamental de la existenciade Ana habían cambiado o persistían, porqueno volvieron a hablar de aquel asunto; peroAna, a los veintisiete años, pensaba de muydistinta manera que a los diecinueve. Ni censu-raba a Lady Russell ni se censuraba a sí mismapor haberse dejado guiar por ella; pero sentíaque si cualquier jovencita en similar situaciónhubiese acudido a ella en busca de consejo, deseguro no se habría llevado ninguno que leacarrease tan cierta desdicha de momento y tanincierta felicidad futura. Estaba convencida deque a pesar de todas las desventajas y oposi-ciones de su casa, de todas las zozobras in-herentes a la profesión de Wentworth y de to-dos los probables temores, dilaciones y disgus-tos, habría sido mucho más feliz manteniendosu compromiso de lo que lo había sido sacrifi-cándolo. Y eso se podía aplicar, estaba cierta deello, a la mayor parte de tales solicitaciones y

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dudas, aunque sin referirse a los actuales resul-tados de su caso, pues sucedió que podíahaberle procurado una prosperidad más prontode lo que razonablemente se hubiera calculado.Todas las sanguíneas esperanzas de Wentworthy toda su fe habían quedado justificadas. Pare-cía que su genio y su ánimo habían previsto ydirigido su próspero camino. Muy poco des-pués de la ruptura, Wentworth consiguió unaplaza; y todo lo que dijo que Ocurriría ocurrió.Su distinguida actuación le valió un rápidoascenso, y a la sazón, gracias a sucesivas captu-ras, debía haber hecho una buena fortuna. Anano podía saberlo más que por las listas navalesy los periódicos, pero no podía dudar de quefuese rico y, en razón de su constancia, no po-día creer que se hubiese casado.

¡Cuán elocuente pudo haber sido Ana Elliot -y cuán elocuentes fueron al fin y al cabo susdeseos en favor de un temprano y calurosoafecto y de una gozosa fe en el porvenir contraaquellas exageradas precauciones que parecían

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insultar el esfuerzo propio y desconfiar de laProvidencia! La obligaron a ser prudente en sujuventud y con la edad se volvía romántica,obligada consecuencia de un inicio antinatural.

Con todas estas circunstancias, recuerdos ysentimientos, no podía oír decir que la hermanadel capitán Wentworth viviría a lo mejor enKellynch sin que su antiguo dolor se reavivase.Y fueron necesarios muchos paseos solitarios ymuchos suspiros para calmar la agitación quedicha idea le producía. A menudo se dijo queera una insensatez, antes de haber apaciguadosus nervios lo bastante para resistir sin peligrolas continuas discusiones acerca de los Croft yde sus asuntos. La ayudaron, no obstante, laperfecta indiferencia y la aparente inconscien-cia de los tres únicos amigos que estaban altanto de lo pasado, y que parecían haberlo ol-vidado por completo. Reconocía que los moti-vos de Lady Russell fueron más nobles que losde su padre y su hermana, y justificaba su tran-quilidad; y, por lo que pudiese suceder, era

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preferible que todos hubiesen borrado de susmentes lo ocurrido. En caso de que los Croftarrendasen realmente Kellynch Hall, Ana sealegraba de nuevo con una convicción quesiempre le había sido grata: que lo pasado noera conocido más que por tres de sus familiaresa los que creía no se les había escapado la másmínima indiscreción, y con la certeza de queentre los de él, sólo el hermano con quienWentworth vivió tuvo alguna información desus breves relaciones. Ese hermano hacía mu-cho tiempo que había sido trasladado, y comoera un hombre delicado y además soltero, Anaestaba segura de que no habría dicho nada deello a nadie.

Su hermana, la señora Croft, había estadofuera de Inglaterra, acompañando a su maridoen unos viajes por el extranjero. Su propia her-mana María estaba en la escuela al ocurrir loshechos, y el orgullo de unos y la delicadeza deotros nunca permitirían que se supiese nada.

Con estas seguridades, Ana esperaba que su

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relación con los Croft, que anticipaba el hechode estar aún en Kellynch Lady Russell y Maríasólo a tres millas de allí, no ocasionaría ningúncontratiempo.

CAPITULO V

La mañana fijada para que el almirante Crofty su señora visitasen Kellynch Hall, a Ana lepareció más natural dar su acostumbrado paseohasta la casa de Lady Russell y quedarse allíhasta que la visita hubiese concluido. Aunqueluego le pareciera igualmente natural lamentarhaberse perdido la ocasión de conocerlos.

Esta entrevista de las dos partes resultó muysatisfactoria y con ella se dejó el negocio defini-tivamente resuelto. Ambas señoras estabandispuestas de antemano a llegar a un acuerdoy, por lo tanto, ninguna de las dos vio en la otramás que buenos modales. Entre los caballeroshubo tanta cordialidad, buen humor, franque-za, sinceridad y liberalidad por parte del almi-

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rante, que Sir Walter quedó conquistado, aun-que las seguridades que Shepherd le había da-do de que el almirante lo tenía por un dechadode buena educación, gracias a las referenciasque él le había entregado, lo halagaron y loinclinaron a hacer gala de su mejor y más cortéscompostura.

La casa, los terrenos y el mobiliario fueronaprobados; los Croft fueron también aproba-dos, y las condiciones y plazo, cosas y personas,quedaron arreglados. El escribiente del señorShepherd se sentó a trabajar sin que hubiese niuna mínima diferencia preliminar que modifi-car en todo lo que “este contrato establece...”

Sir Walter declaró sin vacilar que el almiranteera el marino más apuesto que había visto nun-ca, y llegó hasta decir que si su propio criado lehubiera ordenado un poco el pelo no se habríaavergonzado de que lo viesen con él en cual-quier parte. El almirante, con simpática cordia-lidad, comentó a su esposa, mientras paseabanpor el parque:

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-Estoy pensando, querida, que a pesar de to-do lo que nos contaron en Taunton, nos hemosentendido muy pronto. El baronet no es nadadel otro mundo, pero no parece un mal hom-bre.

Estos cumplidos recíprocos dejan a la vistaque ambos hombres habían formado el uno delotro el mismo concepto poco más o menos.

Los Croft debían tomar posesión de la casapor San Miguel y Sir Walter propuso trasladar-se a Bath en el curso del mes precedente, demodo que no había tiempo que perder en hacerlos preparativos de la mudanza.

Lady Russell, convencida de que no se permi-tiría a Ana tener ni voz ni voto en la elección dela casa que iban a tomar, sintió mucho verseseparada tan pronto de ella e hizo todo lo posi-ble por que se quedase a su lado hasta que fue-sen ambas a Bath pasadas las Navidades. Perounos compromisos, que la retuvieron fuera deKellynch varias semanas, le impidieron insistiren su invitación todo lo que hubiese querido. Y

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Ana, aunque temía los posibles calores de sep-tiembre en la blanca y deslumbrante Bath y laapesadumbraba renunciar a la dulce y melan-cólica influencia de los meses otoñales en elcampo, pensó que, bien mirado, no deseabaquedarse. Sería mejor y más prudente, y por lotanto la haría sufrir menos, irse con los otros.

No obstante ocurrió algo que dio a sus ideasun giro inesperado. María, que estaba a menu-do algo delicada, siempre ocupada en sus pro-pias lamentaciones, y que tenía la costumbre deacudir a Ana en cuanto le pasaba algo, se halla-ba indispuesta. Previendo que no tendría undía bueno en todo el otoño, le rogó, o mejordicho le exigió, pues a decir verdad no podíallamarse a eso un ruego, que fuese a su quintade Uppercross para hacerle compañía todo eltiempo que la necesitase en vez de irse a Bath.

-No puedo hacer nada sin Ana -argüía María.E Isabel replicaba:-Pues, siendo así, estoy segura de que Ana

hará mejor en quedarse, porque en Bath no

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hace la menor falta.Ser solicitada como algo útil, aunque sea en

una forma impropia, vale más, al fin y al cabo,que ser rechazada como algo inútil. Y Ana, con-tenta de que la considerasen necesaria y de te-ner que cumplir algún deber; segura además deque lo cumpliría con alegría en el escenario desu propia y querida comarca, accedió sin dila-ción a quedarse.

Esta invitación de María allanó todas las difi-cultades de Lady Russell; y, por consiguiente,se acordó que Ana no iría a Bath hasta que La-dy Russell la acompañase y que, entretanto,distribuiría su tiempo entre la quinta de Upper-cross y la casita de Kellynch.

Hasta aquí todo iba a pedir de boca; pero aLady Russell le faltó poco para desmayarsecuando se enteró del disparate que entrañabauna de las partes del plan de Kellynch Hall yque consistía en lo siguiente: la señora Claysería invitada a ir a Bath con Sir Walter e Isabelen calidad de importante y valiosa ayuda para

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esta última en todos los trabajos que les espera-ban. Lady Russell sentía muchísimo que hubie-sen recurrido a tal medida; la asombraba, laafligía y la asustaba. Y la afrenta que significabapara Ana el hecho de que la señora Clay fuesetan necesaria mientras ella no servía para nada,era una agravante aún más penosa.

Ana ya estaba acostumbrada a ese género deafrentas; pero sintió la imprudencia de aquelladecisión tan agudamente como Lady Russell.Dotada de una gran capacidad de serena ob-servación y con un conocimiento tan profundodel carácter de su padre, que a veces hubierapreferido no tener, se daba cuenta de que eramás que probable que aquella intimidad tuvie-se serias consecuencias para su familia. No po-día creer que a su padre se le ocurriese por elmomento nada semejante. La señora Clay erapecosa, tenía un diente salido y las muñecasgruesas, cosas que Sir

Walter criticaba severa y constantementecuando ella no estaba presente; pero era joven y

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muy bien parecida en conjunto, y su sagacidady asiduas y agradables maneras le daban unatractivo muchísimo más peligroso que el quepudiese tener una persona meramente agracia-da. Ana estaba tan impresionada por el gradode aquel peligro, que creyó indispensable tratarde hacérselo ver a su hermana. No esperabagrandes resultados, pero pensaba que Isabel,quien, si la catástrofe se producía, sería másdigna de compasión que ella, no podría repro-charle en modo alguno el no haberla puestosobre aviso.

Le habló, pero, al parecer, lo único que logrófue ofenderla. Isabel no pudo comprender có-mo le había pasado por la mente tan absurdasospecha, y le contestó, indignada, que cadacual sabe muy bien cuál es el lugar que ocupa.

-La señora Clay -dijo acaloradamente- nuncaolvida quién es; y como yo estoy mucho mejorenterada de sus sentimientos que tú, puedoasegurarte que sus ideas sobre el matrimonioson discretas, y que reprueba la desigualdad de

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condición y de rango con más energía que mu-chas otras personas. En cuanto a papá, no pue-do admitir, en verdad, que él, que ha permane-cido viudo tanto tiempo en atención a nosotras,tenga que pasar ahora por esta sospecha. Si laseñora Clay fuese una mujer muy hermosa, teconcedo que no estaría bien que anduviese de-masiado conmigo; no porque haya nada en elmundo, estoy segura, que indujese a papá ahacer un matrimonio degradante, sino porqueeso podría hacerlo desgraciado. ¡Pero la pobreseñora Clay, que, con todos sus méritos, nuncaha sido ni pasablemente bonita! Creo en verdadque la pobre señora Clay puede estar aquí biena salvo. ¡Cualquiera diría que nunca has oídohablar a papá de sus defectos, y lo has oídocincuenta veces!, ¡con aquel diente y aquellaspecas! A mí las pecas no me disgustan tantocomo a él; conocí a una persona que tenía lacara no del todo desfigurada por unas cuantas,pero papá las detesta. Ya debes haberle oído co-mentar las pecas de la señora Clay.

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-Rara vez se encuentra un defecto personal -repuso Ana- que la simpatía no nos haga olvi-dar poco a poco.

-Pues yo no pienso lo mismo -replicó Isabelvivamente-. La simpatía puede sobreponerse aunos rasgos hermosos, pero nunca puede cam-biar los vulgares. Sea como sea, y ya que estoymás enterada de este asunto que nadie, puedesahorrarte tus advertencias.

Ana había cumplido con su deber y se alegra-ba de ello, sin desesperar del todo de su efica-cia. Isabel se sintió molesta con la sospecha,pero en lo sucesivo estaría más atenta.

El último servicio de la carroza de cuatro ca-ballos fue conducir a Sir Walter, a la señoritaElliot y a la señora Clay a Bath. Los viajerospartieron animadísimos. Sir Walter dispensócondescendientes saludos a los afligidos arren-datarios y labriegos, a quienes se había avisadopara que fuesen a despedirlo. Y Ana se enca-minó con una especie de tranquilidad desoladaa la casita donde iba a pasar su primera sema-

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na.Su amiga no estaba de mejor humor que ella.

Lady Russell sentía con gran intensidad el tras-plante de la familia. Su respetabilidad le era tancara como la suya propia, y su cotidiano inter-cambio con los Elliot se le había hecho indis-pensable con la costumbre. La entristecía verlosabandonar aquellas tierras y más aún pensarque iban a dar a otras manos. Para huir de lasoledad y de la melancolía de aquel lugar tancambiado y no presenciar la llegada del almi-rante Croft y de su mujer, determinó ausentarsede su casa e ir a buscar a Ana a Uppercross.Acordaron las dos que partirían de allí, y Anase instaló en la quinta que sería la primera eta-pa del viaje de Lady Russell.

Uppercross era un pueblo relativamente pe-queño que pocos años antes aún conservaba -todo el viejo estilo inglés.

Ana había estado allí varias veces. Conocíalos caminos de Uppercross tan bien como losde Kellynch. Las dos familias estaban juntas tan

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constantemente y tenían tal costumbre de en-trar y salir de una y otra casa a todas horas, quese llevó una sorpresa al encontrar a María sola.Estar sola y sentirse enferma y malhumoradaeran casi la misma cosa para ella. Aunque demejor condición que su hermana mayor, Maríano tenía ni el entendimiento ni el buen carácterde Ana. Mientras se encontraba bien y se sentíafeliz y agasajada, estaba de muy buen talante yanimadísima; pero cualquier indisposición lahundía por completo; no tenía recursos para lasoledad; y habiendo heredado una parte consi-derable de la presunción de los Elliot, estabamuy dispuesta a añadir a sus otras congojas lade creerse abandonada y maltratada. Física-mente era inferior a sus dos hermanas, e inclu-so cuando estaba en lo mejor de su edad nollegó a ser más que regularcilla. Estaba tendidaen el desvencijado sofá del amable saloncillocuyo mobiliario elegante en un tiempo habíaido desluciéndose bajo la acción de cuatro ve-ranos y dos niños. Cuando vio aparecer a Ana

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la recibió, diciéndole:¡Vamos! ¡Por fin llegaste! Ya empezaba a

creer que no te volvería a ver. Estoy tan enfer-ma que apenas puedo hablar. ¡No he visto anadie en toda la mañana!

-Siento que no te encuentres bien -repusoAna-. ¡Pero si el jueves me mandaste decir queestabas como una rosa!

-Sí, saqué fuerzas de flaqueza, como hagosiempre. Pero no me sentía bien ni mucho me-nos, y creo que nunca en mi vida he estado tanmal como esta mañana. No estoy en situaciónde que se me deje sola. Supónte que me diesealgo horrible de repente y que no fuese capaz nide tirar de la campanilla. Lady Russell no debesalir de su casa. Me parece que en todo el vera-no ha venido tres veces a esta casa.

Ana dijo lo que hacía a propósito y preguntóluego a María por su marido.

-¡Ah! Carlos se fue de caza. No lo he vistodesde las siete. Se ha querido marchar, a pesarde que le dije lo enferma que estaba. Respondió

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que no estaría mucho fuera, pero todavía no haregresado y ya es casi la una. Es lo que te decía,no he visto un alma en toda esta larguísimamañana.

-¿No has estado con tus niños?-Sí, mientras he podido soportar su bullicio;

pero son tan traviesos que me hacen más malque bien. Carlitos no obedece en nada y Waltercrece igual de malo.

-Bueno; ahora te pondrás mejor -replicó Anajovialmente-. Ya sabes que siempre te curo encuanto llego. ¿Cómo están tus vecinos de laCasa Grande?

-No puedo decirte nada de ellos. Hoy no hevisto más que al señor Musgrove, que se hadetenido un momento y me ha hablado por laventana, pero sin bajar del caballo. Por muchoque les dije lo mal que estaba, ninguno de ellosse me acercó. Me figuro que habrá sido porquea las señoritas Musgrove no les venía de paso ynunca se salen de su camino.

-Tal vez los veas antes de que pase la maña-

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na. Es temprano todavía. --Ni falta que me hacen, puedes estar segura.

Encuentro que charlan y ríen demasiado. ¡Ay,Ana, qué mal estoy! ¿Cómo no viniste el jue-ves?

-Querida María, acuérdate de que me man-daste decir que estabas bien. Me escribiste conla mayor alegría diciéndome que te hallabasperfectamente y que no me diera prisa en venir.Por ello quise quedarme hasta el final con LadyRussell; y además del cariño que le tengo, estu-ve tan ocupada, y he tenido tanto que hacer quede ninguna manera hubiese podido salir antesde Kellynch.

-Pero, ¿qué es lo que tuviste que hacer?-Muchísimas cosas, te lo aseguro. Más de las

que puedo recordar en este momento, pero voya decirte algunas. Hice un duplicado del catá-logo de libros y cuadros de mi padre. Estuvevarias veces en el jardín con Mackenzie, tratan-do de entender y dándole a entender a él cuáleseran las plantas de Isabel que debían apartarse

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para Lady Russell. Tuve que arreglar muchaspequeñas cosas mías: libros y música que sepa-rar; y tuve que rehacer todos mis baúles, debi-do- a que no supe a tiempo lo que se había de-cidido acerca de los acarreos. Y tuve que haceruna cosa, María, más fatigosa aún: ir a casi to-das las casas de la parroquia en visita de des-pedida, pues así me lo encargaron. Todas estascosas llevan mucho tiempo.

-¡Sin duda!Y después de una pausa:-Pero no me has preguntado nada de nuestra

cena de ayer en casa de los Poole.-¿Conque fuiste? No te pregunté nada porque

me figuré que habías tenido que renunciar a lainvitación.

-Claro que fui. Ayer me encontraba muy bien;no he sentido nada hasta esta mañana. Habríaparecido muy raro si no hubiese ido.

-Me alegro de que estuvieses lo bastante bieny supongo que pasaste un rato muy agradable.

-Nada del otro mundo. Siempre se sabe de

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antemano lo que va a ser una cena y a quiénesvas a encontrar allí. ¡Y es tan incómodo no te-ner coche propio! Los señores Musgrove mellevaron en el suyo y anduvimos como sardinasen lata ¡Son tan corpulentos y ocupan tantoespacio! El señor Musgrove siempre se sientadelante. Yo iba aplastada en el asiento traseroentre Enriqueta y Luisa. No me extrañaría quetoda mi enfermedad de hoy se debiera a eso.

Con un poco más de perseverante paciencia yde forzada jovialidad consiguió Ana que Maríase restableciese prontamente. Al poco rato yapudo incorporarse en el sofá y empezó a acari-ciar la esperanza de poder dejarlo para la horade la comida. Luego olvidó su postración y sefue al otro extremo del salón para arreglar unramo de flores. Se comió unos fiambres y sesintió tan aliviada que propuso ir a dar un pa-seo.

-¿Adónde iremos? -preguntó en cuanto estu-vieron listas-. Me imagino que no querrás ir avisitar a los de la Casa Grande antes de que

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ellos hayan venido a verte.-No tengo ningún inconveniente -replicó

Ana-. Nunca se me ocurriría reparar en esasformalidades con gente como los señores y lasseñoritas Musgrove, a los que tanto conozco.

-Sí, pero son ellos los que deben visitarte a tiprimero. Deben saber cómo han de tratarte porser mi hermana. Sin embargo, podemos ir muybien y sentarnos con ellos un ratito, y cuandoya estemos satisfechas de la visita, nos distrae-mos con el paseíto de vuelta.

Ana siempre había considerado esa clase detrato como una gran imprudencia, pero desisti-do de oponerse porque creía que a pesar de quelas dos familias se inferían mutuamente conti-nuas ofensas, no podían estar la una sin la otra.Se dirigieron por tanto a la Casa Grande y es-tuvieron una buena media hora en el cuadradogabinete decorado a la antigua usanza, con supequeña alfombra y su lustroso suelo, al que lasactuales hijas de la casa fueron dando gra-dualmente su aire peculiar de confusión, con

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un gran piano, un arpa, floreros y mesitas adiestra y siniestra. ¡Ah, si los originales de losretratos colgados contra el arrimadero, si loscaballeros vestidos de pardo terciopelo y lasdamas envueltas en rasos azules hubiesen vistolo que pasaba y hubiesen tenido conciencia deaquel atentado contra el orden y la pulcritud!Aquellos mismos retratos parecían estar con-templando boquiabiertos todo a su alrededor.

Los Musgrove, al igual que su casa, estabanen un estado de mudanza que tal vez era parabien. El padre y la madre se ajustaban a la viejatradición inglesa, y la gente joven, a la nueva.El señor y la señora Musgrove eran de muybuena pasta, amistosos y hospitalarios, no muyeducados y nada elegantes. Las ideas y moda-les de sus hijos eran más modernos. Era unafamilia numerosa, pero los dos únicos hijoscrecidos, excepto

Carlos, eran Enriqueta y Luisa, jóvenes dediecinueve y veinte años, que tenían de unaescuela de Exeter todo el acostumbrado bagaje

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de talentos, y que ahora se dedicaban, comomiles de otras señoritas, a vivir a la moda, feli-ces y contentas. Sus trajes tenían todas las gra-cias, sus caras eran más bien bonitas, su humorexcelente y sus modales, desenvueltos y agra-dables; eran muy consideradas en su casa ymimadas fuera de ella. Ana siempre las habíamirado como a unas de las más dichosas criatu-ras que había conocido; no obstante, por esagrata sensación de superioridad que solemosexperimentar y que nos salva de desear cual-quier posible cambio, no habría trocado su másfina y cultivada inteligencia por todos los pla-ceres de Luisa y Enriqueta; lo único que lesenvidiaba era aquella apariencia de buena ar-monía y de mutuo acuerdo y aquel afecto ale-gre y recíproco que ella había conocido tan po-co con sus dos hermanas.

Las recibieron con gran cordialidad. Nada pa-recía mal en el seno de la familia de la CasaGrande; toda ella -como Ana sabía muy bien-era completamente irreprochable. La media

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hora transcurrió agradablemente, y Ana no sesorprendió en absoluto cuando al marcharseMaría invitó a las dos señoritas Musgrove a quelas acompañaran en su paseo.

CAPITULO VI

Ana no necesitaba visitar Uppercross parasaber que, cuando se traslada de un lugar aotro, aunque no sea más que a tres millas dedistancia, la gente suele cambiar de conversa-ciones, de opiniones y de ideas. Había estadoallí antes y siempre lo había notado, y hubiesequerido que los otros Elliot tuviesen ocasión dever_ cuán desconocidos y desconsiderados eranen Uppercross los asuntos que en Kellynch Hallse trataban con tanto interés y general aspa-viento. Pese a esta experiencia creía que iba atener que pasar por una nueva y necesaria lec-ción en el arte de aprender lo poca cosa quesomos fuera de nuestro propio círculo. Anallegó totalmente embargada por los aconteci-

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mientos que habían tenido en vilo durante va-rias semanas las dos casas de Kellynch, y espe-ró encontrar más curiosidad y simpatía de lasque hubo en las observaciones separadas perosimilares que le hicieron el señor y la señoraMusgrove.

¿Conque Sir Walter y su hermana se han mar-chado, señorita Ana? ¿Y en qué parte de Bathcree usted que van a radicarse?

Y esto sin prestar mucha atención a la res-puesta. En cuanto a las dos muchachas, agrega-ron solamente:

-Me parece que este invierno iremos a Bath;pero acuérdate, papá, de que si vamos, tendre-mos que vivir en un buen lugar. ¡No nos ven-gas con tus Plazas de la Reina!

Y María, ansiosa, comentó:-¡Caramba, pues sí que voy a lucirme mien-

tras todos ustedes se van a divertir a Bath!Ana determinó precaverse de allí en más con-

tra semejantes desilusiones y pensó con intensagratitud que era un don extraordinario gozar

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de una amistad tan sincera y afectuosa como lade Lady Russell.

Los señores Musgrove tenían sus propios afa-nes; vivían acaparados por sus caballos, susperros y sus periódicos, y las mujeres estabanpendientes de todos los demás asuntos delhogar, de sus vecinos, de sus trajes, de sus bai-les y de su música. Ana encontraba muy razo-nable que cada pequeña comunidad social dic-tase su propio régimen, y esperara convertirseen poco tiempo en un miembro digno de lacomunidad a que había sido trasplantada. Conla perspectiva de pasar dos meses por lo menosen Uppercross, se esforzaba por dar a su ima-ginación, memoria e ideas un giro lo más up-percrossiano posible.

Esos dos meses no la espantaban. María noera tan hostil ni tan despegada ni tan inaccesi-ble a la influencia de sus hermanas como Isabel.Y ninguno de los otros moradores de la quintase mostraba reacio al buen acuerdo. Ana habíaestado siempre en los mejores términos con su

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cuñado, y los niños, que la querían y la respe-taban mucho más que a su madre, eran paraella un objeto de interés, de distracción y desana actividad.

Carlos Musgrove era muy fino y simpático;su juicio y su carácter eran sin duda algunasuperiores a los de su mujer; pero no era capaz,ni por su conversación ni por su encanto, dehacer del pasado que lo unía a Ana un recuerdopeligroso. Sin embargo, Ana pensaba lo mismoque Lady Russell, que era una lástima que Car-los no hubiese hecho un matrimonio más afor-tunado, y que una mujer más sensata que Ma-ría habría podido sacar mejor partido de sucarácter, dando a sus costumbres y ambicionesmayor utilidad, razón y elegancia. A la sazón,Carlos no se interesaba más que por los depor-tes, y fuera de ellos desperdiciaba el tiempo sinbeneficiarse de las enseñanzas de los libros nide nada. Gozaba de un humor a toda prueba ynunca parecía afectarse demasiado por el tediofrecuente de su esposa, soportando a veces sus

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desatinos con gran admiración de Ana. Muy amenudo tenían pequeñas disputas (riñas en lasque Ana tenía que participar más de lo quehubiese querido, pues ambas partes reclama-ban su arbitraje), pero en general podían pasarpor una pareja feliz. Siempre estaban de acuer-do en lo tocante a su necesidad de disponer demás dinero y tenían una fuerte tendencia a es-perar un buen regalo del padre de él. Pero tantoen esto como en todo lo demás, Carlos quedabasiempre mejor que María, pues mientras éstaconsideraba un terrible agravio que tal regalono llegase, Carlos defendía a su padre, diciendoque tenía muchas otras cosas en que emplear sudinero y el derecho a gastárselo como le dierala gana.

En cuanto a la crianza de sus hijos, las teoríasde Carlos eran mucho mejores que las de sumujer y su práctica no era mala.

-Podría educarlos muy bien si María no semetiese -solía decir a Ana. Y ésta lo creía firme-mente.

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Pero luego tenía que escuchar los reprochesde María:

-Carlos malcría a los chicos de tal modo queme es imposible hacerles obedecer.

Y nunca sentía la menor tentación de decirle:“Es cierto”.

Una de las circunstancias menos agradablesde su residencia en Uppercross era que todos latrataban con demasiada confianza y que estabademasiado al tanto de las ofensas de cada casa.Como sabían que tenía alguna influencia sobresu hermana, una y otra vez acudían a ella o porlo menos le insinuaban que interviniese hastamás allá de lo que estaba en sus manos.

-Me gustaría que convencieras a María de queno esté siempre imaginándose enferma -le de-cía Carlos.

Y María, en tono compungido, exclamaba:-Carlos, aunque me viese muriéndome, no

creería que estoy enferma. Estoy segura, Ana,de que si tú quisieras podrías convencerlo deque estoy en verdad muy enferma, mucho peor

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de lo que parece.Luego María declaraba:-Me disgusta terriblemente mandar a los chi-

cos a la Casa Grande, a pesar de que su abuelalos reclama constantemente, porque los sublevay los mima demasiado además de darles unaporción de porquerías y dulces, con lo cual nohay día que no vuelvan a casa enfermos o car-gantes hasta que se acuestan.

Y la señora Musgrove aprovechaba la prime-ra oportunidad de estar a solas con Ana paradecirle:

-¡Ay, señorita Ana! ¡Ojalá mi nuera aprendie-se un poco de su manera de tratar a los niños!¡Son tan diferentes con usted esas criaturas!Porque no sabe usted cuán malcriados están. Esuna lástima que no pueda usted convencer a suhermana de que los eduque mejor. Son los chi-cos más guapos y sanos que he visto nunca;pobrecillos míos, la pasión no me ciega; pero lamujer de Carlos no tiene idea cómo debe edu-carlos. ¡Virgen santa! ¡A veces se ponen insufri-

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bles! Le aseguro, señorita Ana, que me quitan elgusto de verlos en casa tan a menudo comoquisiera. Sospecho que la mujer de Carlos estáun poco resentida porque no los invito a venircon más frecuencia; pero ¿usted sabe lo molestoque es estar con chiquillos cuando hay que bre-gar con ellos a cada momento diciéndoles: “Nohagas eso, no hagas aquello”? Y si una quiereestar un poco tranquila, no tiene otro recursoque darles más pasteles de los que les convie-nen.

Además, María le comunicó lo siguiente:-La señora Musgrove cree que sus criadas son

tan formales que sería un crimen abrirle losojos; pero estoy segura, sin exageración, de quetanto su primera doncella como su lavandera,en vez de dedicarse a sus tareas, se pasan todoel santo día correteando por el pueblo. Me lasencuentro adondequiera que voy, y puedo de-cir que nunca entro dos veces en el cuarto demis chicos sin ver allí a una o a la otra. Si Jemi-ma no fuese la persona más segura y más seria

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del mundo, eso sería suficiente para echarla aperder, pues me ha dicho que las otras la estánsiempre incitando a que se vaya de paseo conellas.

Por su parte, la señora Musgrove decía:-Me he prometido no meterme nunca en los

asuntos de mi nuera, porque ya sé que no ser-viría de nada; pero debo decirle, señorita Ana,ya que usted puede poner las cosas en su lugar,que no tengo en buen concepto al ama de Ma-ría. He oído contar de ella unas historias muyextrañas y decir que es una trotacalles. Por loque sé yo misma puedo decir que es una pícarade tomo y lomo capaz de estropear a cualquiersirvienta que se le acerque. Ya sé que la mujerde Carlos responde enteramente de ella, peroyo me limito a avisarle para que pueda vigilarlay para que si ve usted algo que le llame la aten-ción no tenga reparo en explicar lo que sucede.

Otras veces María se quejaba de que la señoraMusgrove se las ingeniaba para no darle a ellala precedencia que se le debía cuando comían

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en la Casa Grande con otras familias, y no veíapor qué razón se la tenía tan en menos en aque-lla casa para privarla del lugar que legítima-mente le correspondía. Y un día, mientras Anapaseaba a solas con las señoritas Musgrove,una de ellas, después de haber estado hablandodel rango, de la gente de alto rango y de la ma-nía del rango, dijo:

-No tengo reparo en observarle lo estúpidasque se ponen ciertas personas con la cuestiónde su lugar, porque todos sabemos lo poco quele importan a usted esas cosas; pero me gusta-ría que alguien le hiciese ver a María cuántomejor sería que se dejase de esas terquedades yespecialmente que no anduviese siempre ade-lantándose para quitarle el sitio a mamá. Nadieduda de sus derechos a la precedencia por en-cima de mamá, pero sería más discreto que noestuviese siempre insistiendo en eso. No es quea mamá la preocupe en lo más mínimo, pero séque muchas personas se lo han criticado.

¿Cómo podía Ana arreglar esas diferencias?

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Lo más que podía hacer era escuchar con pa-ciencia, suavizar las asperezas y excusar a losunos delante de los otros; sugerir a todos latolerancia necesaria en tan estrecha vecindad yhacer que sus consejos fuesen lo bastante am-plios para que alcanzasen a aprovechar a suhermana.

En otros aspectos, su visita empezó y conti-nuó sin tropiezos. Su estado de ánimo mejorócon sólo haberse alejado tres millas de Kellynchy con el cambio de lugar y de ocupaciones. Lasindisposiciones de María disminuyeron al teneruna compañía permanente; y las cotidianasrelaciones con la otra familia, como no teníanque interrumpir en la quinta ningún afecto,confianza o cuidado superior, eran más bienuna ventaja. Dicha comunicación era lo másfrecuente posible; todas las mañanas se veían yera raro que pasaran una tarde separados; Anacreía que ya no se habrían hallado sin ver lasrespetables humanidades del señor y de la se-ñora Musgrove en los sitios acostumbrados, o

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sin la charla, la risa y los cantos de sus hijas.Ana tocaba el piano mucho mejor que una u

otra de las señoritas Musgrove; pero como notenía voz ni conocimiento del arpa, ni padresembelesados sentados delante de ella, nadiereparaba en su habilidad más que por cortesía oporque permitía descansar a los demás ejecu-tantes, lo que a ella no le pasaba inadvertido.Sabía que cuando tocaba a nadie daba gustomás que a sí misma; pero esto no le era nuevo,exceptuando un corto período de su vida; nun-ca, desde la edad de catorce años, en que per-dió a su madre, había conocido la dicha de serescuchada o alentada por una justa apreciaciónde verdadero gusto. En la música se había teni-do que acostumbrar a sentirse sola en el mun-do; y el ciego entusiasmo del señor y de la se-ñora Musgrove por los talentos de sus hijas,con su total indiferencia hacia los de cualquierotra persona, le daba mucho más placer por laternura que significaba, que mortificación porsí misma.

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Las tertulias de la Casa Grande se engrosabana veces con la concurrencia de otras personas.La vecindad no era muy extensa, pero todo elmundo acudía a casa de los Musgrove, y teníanmás banquetes, más huéspedes y más visitantesocasionales o invitados que ninguna otra fami-lia. Eran los más populares.

Las muchachas morían por bailar, y las tardesfinalizaban muchas veces con un pequeño baileimprovisado. Había una familia de primos cer-ca de Uppercross, de posición menos desaho-gada, que tenía en casa de los Musgrove sucentro de diversiones; llegaban a cualquier horay tocaban, bailaban o hacían lo que se presenta-se. Ana, que prefería el oficio de pianista acualquier otro más activo, tocaba las contra-danzas a las horas de las reuniones; sólo poresta amabilidad, los señores Musgrove aprecia-ban sus dotes musicales, y a menudo le dirigíanestos cumplidos:

-¡Muy bien tocado, señorita Ana! ¡Muy bientocado por cierto! ¡Bendito sea Dios, cómo vue-

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lan esos deditos!Así transcurrieron las tres primeras semanas.

Llegó el día de san Miguel y el corazón de Anase apresuró otra vez por Kellynch. Su hogarestaba en manos de extraños; aquellas preciosashabitaciones con todo lo que contenían, aque-llas arboledas y aquellas perspectivas empeza-ban a pertenecer a otros ojos y a otros cuerpos...El 29 de septiembre no pudo pensar en nadamás, y por la tarde recibió una grata emocióncuando María, al detenerse en el día del mes enque estaban, exclamó:

-¡Querida!, ¿no es hoy el día en que los Croftvan a instalarse en Kellynch? Me alegra nohaberlo pensado antes. ¡Cómo me habría entris-tecido!

Los Croft tomaron posesión de la casa con unaparato completamente naval, y hubo que ir avisitarlos. Maria deploró verse obligada a aque-llo. Nadie podía imaginarse el sufrimiento queeso le causaba. Lo diferiría todo lo posible. Perono estuvo tranquila hasta que hubo convencido

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a Carlos de que la llevase cuanto antes, y cuan-do volvió estaba en un estado de agradableexcitación y de alborotadas fantasías. Ana secongratuló sinceramente de no haber ido conellos. Sin embargo, deseaba ver a los Croft y leencantó estar en casa cuando ellos devolvieronla visita. Cuando llegaron, el señor de la casano estaba, pero las dos hermanas se encontra-ban juntas. Sucedió entonces que la señoraCroft se apoderó de Ana, mientras el almirantese sentaba junto a María, deleitándola con suschistosos comentarios acerca de sus chiquillos.Y Ana pudo dedicarse a buscar un parecidoque, si no halló en las facciones, reconoció en suvoz y en su modo de sentir y de expresarse.

La señora Croft no era alta ni gorda, pero te-nía una arrogancia, una tiesura y una robustezque daban presencia a su persona. Sus ojos eranoscuros y brillantes, sus dientes hermosos, y enconjunto su rostro era agradable, aunque su tezenrojecida y curtida por la intemperie, a conse-cuencia de pasarse en el mar casi tanto tiempo

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como su marido, hacía creer que tenía variosaños más de los treinta y ocho que contaba. Susmodales eran francos, desenvueltos y decididoscomo los de una persona que confía en sí mis-ma y que no duda de lo que tiene que hacer, sinque eso significase ni asomo de rudeza ni nin-guna falta de buen carácter. Ana le agradeciósus sentimientos de gran consideración haciaella, en todo lo que le dijo de Kellynch; estuvomuy complacida y más porque se tranquilizópasado el primer medio minuto, en el mismoinstante de la presentación, al ver que la señoraCroft no daba ninguna- muestra de estar enantecedentes o de tener sospechas de algo quetorciese para nada sus intenciones. Estuvo deltodo descansada sobre el particular y por lomismo llena de fuerza y de valor, hasta que enun momento se heló al oír que la señora Croftdecía:

-¿De modo que fue usted y no su hermana aquien tuvo el gusto de conocer mi hermanocuando estuvo aquí?

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Ana estaba segura de que ya había pasado laedad del rubor, pero no la edad de la emoción,a juzgar por lo ocurrido.

-Puede que no haya usted oído decir que secasó -agregó la señora Croft.

Ana pudo contestar entonces como era debi-do; y cuando las siguientes palabras de la seño-ra Croft aclararon de cuál señor Wentworthestaba hablando, se alegró de no haber dichonada que no pudiese aplicarse a ambos herma-nos. Al momento comprendió cuán razonableera que la señora Croft pensara y hablara deEduardo y no de Federico, y avergonzada de suerror preguntó con el debido interés cómo leiba a su antiguo vecino en su nuevo estado.

El resto de la conversación fue ya tranquilí-sima; hasta el momento de levantarse, en queoyó que el almirante decía a María:

-Pronto va a llegar un hermano de la señoraCroft. Creo que usted ya lo conoce de nombre.

Lo interrumpió en seco el vehemente ataquede los chiquillos, que se prendieron de él como

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de un antiguo amigo y declararon que no se ibaa marchar. El les propuso llevárselos metidosen sus bolsillos, con lo cual aumentó el alborotoy ya no hubo lugar para que el almirante aca-base o se acordara de lo que había empezado adecir. Ana pudo, pues, persuadirse, en lo quecabía, de que se trataba aún del hermano encuestión. No logró, sin embargo, llegar a talgrado de certidumbre que no estuviese ansiosapor saber si los Croft habían dicho algo mássobre el particular en la otra casa en dondehabían estado antes.

La gente de la Casa Grande iba a pasar la tar-de aquel día a la quinta, y como ya estaba laestación muy avanzada para que semejantesvisitas pudiesen hacerse a pie, aguzaban el oídopara percibir el ruido del coche, cuando la me-nor de las chicas Musgrove entró en la habita-ción. La primera y negra idea que se les ocurriófue que venía a decir que no irían, y que tendrí-an que pasarse la tarde solas. Maria estaba apunto de sentirse ofendida, cuando Luisa res-

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tableció la calma anunciando que se había ade-lantado ella a pie con objeto de dejar espacio enel coche para el arpa que transportaban.

-Y además -agrego- voy a explicarles la causade todo esto. He venido para advertirles quemamá y papá están esta tarde muy deprimidos;mamá especialmente. No hace más que pensaren el pobre Ricardo. Y acordamos que seríamejor tocar el arpa, pues parece que la diviertemás que el piano. Y voy a decirles por qué estátan desanimada. Cuando vinieron los Croft estamañana (luego estuvieron aquí, ¿verdad?), dije-ron que su hermano, el capitán Wentworth,acaba de volver a Inglaterra o que ha sido li-cenciado o algo por el estilo, y que vendrá averlos de un momento a otro. Lo peor de todoes que a mamá se le ocurrió, cuando los Croftse hubieron ido, que Wentworth, o algo muyparecido, era el apellido del capitán del pobreRicardo un tiempo, no sé cuándo ni dónde,pero mucho antes de que muriera, pobre chico.Se puso a revisar sus cartas y sus cosas y cnfir-

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mó su sospecha; está absolutamente segura queése es el hombre de que se trata y no cesa depensar en él y en el pobre Ricardo. Tenemosque estar lo más alegres posible para distraerlade esos negros pensamientos.

Las verdaderas circunstancias de este patéticoepisodio de una historia de familia eran que losMusgrove tuvieron la mala fortuna de echar almundo un hijo cargante e inútil y la buenasuerte de perderlo antes de que llegase a losveinte años; que lo mandaron al mar porque entierra era la más estúpida e ingobernable de lascriaturas; que su familia nunca se había pre-ocupado mucho por él, aunque siempre más delo que merecía; y que rara vez se supo de él ypoco lo extrañaron, cuando dos años atrás llegóa Uppercross la noticia de que había muerto enel extranjero.

Aunque sus hermanas hacían por él todo loque estaba a su alcance, llamándolo ahora “po-bre Ricardo”, en realidad nunca había sido másque el muy mentecato, desnaturalizado e in-

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aprovechable Ricardito Musgrove, que nunca,ni vivo ni muerto, hizo nada que le hiciese dig-no de más título que aquel diminutivo en sunombre.

Estuvo varios años navegando y en el cursode esos traslados a que todos los marinos me-diocres están sujetos, y en especial aquellos aquienes todos los capitanes desean quitarse deencima, fue a dar por seis meses a la fragataLaconia del capitán Federico Wentworth. Abordo de la Laconia y a instancias de su capitánescribió las únicas dos cartas que sus padresrecibieron de él durante toda su ausencia; esdecir, las dos únicas cartas desinteresadas, puestodas las demás no habían sido más que sim-ples pedidos de dinero.

En todas ellas habló bien de su capitán; perosus padres estaban tan poco habituados a fijar-se en tales cuestiones y les tenían tan sin cuida-do los nombres de hombres o de barcos, queentonces apenas repararon en ello. El hecho deque la señora Musgrove hubiese tenido aquel

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día la súbita inspiración de acordarse de la re-lación que guardaba con su hijo el nombreWentworth parecía uno de esos extraordinarioschispazos de la mente que se dan de tarde entarde.

Acudió a sus cartas y encontró confirmadassus suposiciones. La nueva lectura de aquellascartas después de tan largo tiempo desde quesu hijo desapareciera para siempre y despuésque todas sus faltas hubieron sido olvidadas, laafectó sobremanera y la sumió en un gran des-consuelo que no había sentido ni cuando seenteró de su fallecimiento. El señor Musgrovetambién estaba afectado, aunque no tanto; ycuando llegaron a la quinta se hallaban en evi-dente disposición de que primero se escucha-sen sus lamentaciones, y luego de recibir todoslos consuelos que su alegre compañía pudiesesuministrarles.

Fue una nueva prueba para los nervios deAna tener que oírles hablar hasta por los codosdel capitán Wentworth, repetir su nombre, re-

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buscar en sus memorias de los pasados años ypor fin afirmar que debía ser, que probable-mente sería, que era sin duda el mismo capitánWentworth, aquel guapo joven que recordabanhaber visto una o dos veces después de su re-greso de Clifton, sin poder precisar si hacía deeso siete u ocho años. Pensó, sin embargo, quetendría que acostumbrarse. Puesto que el capi-tán iba a llegar a la comarca, le era preciso do-minar su sensibilidad en lo tocante a este pun-to. Y no sólo parecía que lo esperaban y muypronto, sino que los Musgrove, con su ardientegratitud por la bondad con que había tratado alpobre Ricardito y con el gran respeto que sentí-an por su temple, evidenciado en el hecho dehaber tenido seis meses al pobre muchachoMusgrove a su cuidado, quien hablaba de élcon grandes aunque no muy bien ortografiadoselogios, diciendo que era “un compañero muyvueno y muy brabo, sólo demasiado parecido almaestro de la ezcuela” , estaban decididos a pre-sentársele y a solicitar su amistad en cuanto

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supiesen que había llegado.Esta resolución contribuyó a consolarlos

aquella tarde.

CAPITULO VII

A los pocos días se supo que el capitánWentworth había arribado a Kellynch. El señorMusgrove fue a visitarlo y volvió haciendo deél los más encendidos elogios y diciendo que lohabía invitado a ir con los Croft a cenar a Up-percross a fines de la siguiente semana. Fue unagran contrariedad para el señor Musgrove nopoder celebrar antes dicha cena, tal era su im-paciencia por demostrar su gratitud al capitánWentworth, teniéndolo bajo su techo y dándolela bienvenida con todo lo más fuerte y mejorque hubiese en sus bodegas. Pero tenía queesperar una semana. “Sólo una semana”, sedecía Ana, para que, según suponía, volviesena encontrarse; y pronto empezó a desear sentir-se segura una semana siquiera.

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El capitán Wentworth devolvió sin tardanzala fineza del señor Musgrove, y por cuestión demedia hora no estuvo Ana presente. Estabanella y María preparándose para ir a la CasaGrande, donde, como más tarde supieron, se lohabrían encontrado sin poder evitarlo, cuandollevaron a la casa al chico mayor que había da-do una mala caída, y esto las retuvo. La situa-ción del niño dejó la visita completamente delado, pero Ana no pudo enterarse con indife-rencia del peligro del que había escapado, nisiquiera en medio de la grave ansiedad queluego les causara la criatura.

El pequeño se había dislocado la clavícula yhabía recibido tal contusión en la espalda quehizo concebir los más grandes temores. Fue unatarde de angustia y Ana tuvo que hacerlo todoa la vez: mandar por el médico, buscar e infor-mar al padre de lo ocurrido, atender a la madrey socorrer sus ataques de nervios, dirigir a loscriados, apartar al chico menor y cuidar y cal-mar al pobre accidentado. Y además, en cuanto

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se acordó, avisar a la otra casa de lo acontecido,lo que trajo una avalancha de gente que másque ayudar eficazmente no hizo otra cosa queaumentar la confusión.

El primer consuelo fue el regreso de su cuña-do, que se encargó de cuidar a su mujer, y elsegundo alivio fue la llegada del médico. Hastaque él llegó y examinó al pequeño, lo peor delos temores de la familia era su vaguedad; su-ponían que tenía una grave lesión, pero no sa-bían dónde. La clavícula fue en seguida repues-ta en su lugar, y aunque el doctor Robinsonpalpaba y palpaba, y volvía a tocar, mirandogravemente y hablando en voz baja con el pa-dre y la tía, todos se tranquilizaron y ya pudie-ron irse y comerse su cena en un estado deánimo algo más sosegado. Momentos antes departir, las dos jóvenes tías dejaron de lado lasituación de su sobrino para hablar de la visitadel capitán Wentworth; se quedaron cinco mi-nutos más, cuando ya sus padres se habíanmarchado, para tratar de expresar lo encanta-

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das que estaban con él, diciendo que lo encon-traban mucho más apuesto e infinitamente másagradable que ninguno de los hombres queconocían y que fueran antes sus favoritos; locontentas que se pusieron cuando oyeron quesu papá lo invitaba a quedarse a cenar; lo tristesque se quedaron cuando él contestó que le eraimposible y lo felices que volvieron a sentirsecuando, apremiado por las otras invitacionesque le hacían los señores Musgrove, prometió ira cenar con ellos al día siguiente. ¡Al día si-guiente! Y lo prometió de un modo cautivador,como si interpretase con acierto el motivo deaquellas atenciones. En suma, que había mira-do y hablado de todo con una gracia tan deli-ciosa que las niñas Musgrove podían ase-gurarles que las dos estaban locas por él. Y semarcharon tan alborozadas como enamoradas,y, en apariencia, más preocupadas por el capi-tán Wentworth que por el pequeño Carlitos.

La misma escena y los mismos arrebatos serepitieron cuando las dos muchachas volvieron

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con su padre al caer de la tarde, para saber có-mo seguía el niño. El señor Musgrove, disipadasu primera inquietud por su heredero, confir-mó las alabanzas al capitán y manifestó su es-peranza de que no hubiera necesidad de apla-zar la invitación que le habían hecho, lamen-tando únicamente que los de la quinta de segu-ro no querrían dejar al niño para asistir tambiéna la cena.

-¡Oh, no! ¡Nada de dejar al chico!El padre y la madre estaban demasiado afec-

tados por la seria y reciente alarma para poderni siquiera considerarlo una posibilidad. Y Ana,con la alegría de volver a librarse, no pudo me-nos que añadir sus calurosas protestas a las deellos.

Sin embargo, Carlos Musgrove manifestó mástarde deseo de ir. El chico iba tan bien y él teníatantas ganas de que le presentaran al capitánWentworth, que tal vez iría a reunirse con ellospor la tarde; no quería cenar fuera de casa, peropodía ir a dar un paseo de media hora. Al oír

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esto, su mujer puso el grito en el cielo:-¡Ah, no, Carlos, de ningún modo! No podría

soportar que te fueses. ¿Qué sería de mí si suce-diera algo?

El niño pasó una buena noche y al día si-guiente ya estaba mucho mejor. Era cuestión detiempo el cerciorarse si se le había lesionado laespina dorsal, pero el doctor Robinson no en-contraba nada que pudiese dar lugar a alarma,y por consiguiente Carlos Musgrove empezó apensar que no había ninguna necesidad de se-guir confinado. El niño tenía que quedarse encama y distraerse lo más quietamente posible,pero el padre ¿qué tenía que hacer allí? Era cosade mujeres, y le parecía muy absurdo que él,que en nada podía ayudar en la casa, tuvieseque permanecer recluido en ella. Su padre esta-ba deseoso de presentarle al capitán Went-worth y como no había ninguna razón de pesoen contra de ello, tenía que ir. Todo acabó enque al volver de su cacería, Carlos Musgrovedeclaró pública y audazmente que pensaba

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vestirse acto seguido e ir a cenar a la otra casa.-El chico no puede estar mejor -dijo- y por lo

tanto le acabo de decir a mi padre que iré y élha opinado que hago muy bien. Estando tuhermana contigo, amor mío, no tengo ningúntemor. Que tú no te separes del niño, santo ybueno; pero ya ves que yo no sirvo aquí de na-da. Si pasara algo, que Ana vaya a buscarme.

Las esposas y los maridos por lo general en-tienden cuándo son vanas las oposiciones. Ma-ría supo por el modo de hablar de Carlos, queéste estaba absolutamente resuelto a irse y quesería inútil contrariarlo. Por lo tanto no dijonada hasta que se hubo marchado, pero tanpronto estuvo a solas con Ana, exclamó:

-¡Vamos! Ya nos dejaron solas para que noslas arreglemos con este pobre enfermito y entoda la tarde no vendrá nadie a vemos. Ya sabíayo que esto pasaría. ¡Siempre me ocurre lomismo! En cuanto sucede algo desagradablepuedes estar segura de que van a esfumarse, yCarlos no es mejor que los demás. ¡Qué fresco!

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Hace falta no tener entrañas para abandonar deeste modo a su pobre hijito y decir, encima, queno le pasa nada. ¿Cómo sabe que no le pasanada o que no puede sobrevenir un cambiorepentino dentro de media hora? Nunca creíque Carlos fuera tan desalmado. Ahí lo tienes,largándose a divertirse y yo, como soy la pobremadre, no tengo derecho a moverme. Pues porcierto que yo soy la menos capaz de atender alchico. El hecho de que sea su madre es una ra-zón para que no se pongan mis sentimientos aprueba. No puedo resistirlo. Ya viste qué ner-viosa me puse ayer.

-Pero no fue más que el efecto de tu súbitaalarma, de la impresión. Ya no volverás a po-nerte nerviosa. Estoy casi segura de que noocurrirá nada que nos inquiete. He comprendi-do muy bien las instrucciones del doctor Ro-binson y no tengo ningún temor. No me extra-ña la actitud de tu marido. Cuidar a los chicosno es cosa de hombres; no es asunto de su in-cumbencia. Un niño enfermo debe estar siem-

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pre al cuidado de su madre, sus propios senti-mientos se lo imponen.

-Creo que quiero a mis hijos como la que más,pero no que sea más útil yo a la cabecera queCarlos, porque no puedo estar todo el tiemporegañando y contrariando a una pobre criaturacuando está enferma; ya has visto esta mañana:bastaba que le dijera que se estuviese quietopara que empezara a agitarse. Yo no puedosoportar estas cosas.

-Pero, ¿estarías tranquila si te pasaras toda latarde lejos del pobre niño?

-Sí; ya viste que su padre lo está; ¿por qué en-tonces yo no? ¡Jemima es tan diligente! Nospodría enviar información acerca del estado delchico a cada hora. Carlos podía haber dicho asu padre que iríamos todos. Carlitos ya no meinquieta tanto; lo mismo que a él. Ayer estabaasustadísima, pero las cosas han cambiado mu-cho hoy día.

-Está bien entonces; si no crees que es dema-siado tarde para avisar que irás, anda con tu

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marido. Yo cuidaré a Carlitos. Los señoresMusgrove no se ofenderán si yo me quedo conel niño.

-¿Lo dices en serio? -exclamó María con losojos brillantes-. ¡Hermana, ¡has tenido la mejoridea!, ¡magnífica! Puedes esta segura que final-mente es lo mismo si voy que si no voy, ya quenada soluciono quedándome aquí, ¿estás deacuerdo? Lo único que haría sería cansarme.Tú, que no sientes como una madre, eres la másindicada para quedarte. Tú logras que Carlitosobedezca; a ti siempre te hace caso. Es mejorque dejarlo solo con Jemima. ¡Por supuesto queiré! Pudiendo, conviene mucho más que vayayo que Carlos, porque está muy interesado enque conozca al capitán Wentworth, y ya sé quea ti no te importa quedarte sola. ¡Has tenidouna idea excelente, Ana! Voy a decírselo a Car-los y estaré lista en un minuto. Ya sabes quepuedes mandarnos recado en cualquier mo-mento si pasara algo, aunque te puedo asegurarque nada desagradable sucederá. Si no estu-

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viera tranquila del todo respecto de mi hijitoquerido, no iría; no lo dudes.

Un momento después, Maria llamaba al toca-dor de Carlos, y Ana, que subía por las escale-ras detrás de ella, llegó a tiempo para oír todala conversación, que empezó con María,hablando con gran excitación:

-¡Quiero ir contigo, Carlos, porque no hagomás falta en casa que tú! Si estuviera más tiem-po encerrada con el niño, no podría convencer-lo de hacer lo que debe hacer. Ana se quedarácon él; ha decidido permanecer en casa y ocu-parse del chico. Ella misma me lo ha propuesto;de modo que puedo ir contigo. Y será muchomejor, pues no he comido en la otra casa desdeel martes.

-Ana es muy amable -contestó el marido- yme encantaría llevarte; pero me parece un pocoduro dejarla sola en casa haciendo de niñera denuestro hijo enfermo.

Ana acudió a defender su propia causa y susinceridad no tardó en ser suficiente para con-

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vencer a Carlos, convicción que al fin y al caboera muy agradable, pues no tenía grandes es-crúpulos en dejarla comer sola. No obstante,todavía le dijo que fuese a pasar con ellos latarde cuando ya no hubiese que hacerle nada alchico hasta el día siguiente, y la animó afectuo-samente para que lo dejase ir a recogerla; perono hubo manera de persuadir a Ana, en vistade lo cual poco rato después tuvo el gusto dever partir a los dos contentos como unas pas-cuas. Iban a divertirse, pensaba Ana, por muyextrañamente tramada que semejante diversiónpudiese parecer. En cuanto a ella, se quedó conuna sensación de bienestar que tal vez nuncaantes había experimentado. Sabía que el niño lanecesitaba; y ¿qué le importaba que FedericoWentworth no estuviese más que a una millade distancia enamorando a las demás?

Le habría gustado saber qué sentiría el capi-tán al encontrarse con ella. Puede que lo dejaseindiferente, si la indiferencia cabía en semejan-tes circunstancias. Sentiría indiferencia o des-

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dén. Si hubiese deseado volver a verla, nohabría esperado hasta entonces; habría hecho loque Ana no podía menos que creer que ellahabría hecho en su lugar, desde mucho tiempoatrás, cuando los acontecimientos le proporcio-naron tan rápidamente aquella independencia,que era lo único que anhelaba.

Su hermana y su cuñado volvieron contentísi-mos de su nuevo amigo y de la reunión en ge-neral. Tocaron, cantaron, hablaron y rieron delmodo más agradable; el capitán Wentworth eraencantador, no había en él ni timidez ni reser-va; fue como si se hubiesen conocido desdesiempre, y a la mañana siguiente iba a ir a cazarcon Carlos. Iría a almorzar, pero no en la quin-ta, tal como al principio se le propuso, porquese le rogó que fuese a hacerlo en la Casa Gran-de, y él se mostró temeroso de molestar a laseñora de Carlos Musgrove, a causa del niño.

Fuese como fuese y sin que supieran exacta-mente cómo había ido la cosa, acabaron por re-solver que Carlos almorzaría con el capitán en

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casa de su padre.Ana lo comprendió. Federico quiso evitar

verla. Supo que había preguntado por ella alpasar, como si se hubiese tratado de cualquiervieja amistad sin mayor importancia, sin pare-cer conocerla más de lo que ella le había cono-cido, y procediendo, quizá, con la misma inten-ción de rehuir la presentación cuando se encon-trasen.

En la quinta siempre se levantaban más tardeque en la otra casa; pero al día siguiente, la di-ferencia fue tan grande que Ana y María empe-zaban sólo a desayunar cuando llegó Carlos adecirles que iban a salir en aquel momento yque había ido a buscar a sus perros. Sus her-manas venían tras él con el capitán Wentworth,pues las chicas querían ver a María y al niño, yel capitán deseaba también saludarla si nohabía inconveniente. Carlos le había dicho queel estado del chico no era de cuidado, pero elcapitán Wentworth no se habría quedado tran-quilo si él no hubiese corrido a prevenirla.

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María, halagadísima con esta atención, dijoque lo recibiría encantada. Mientras tanto, milencontrados sentimientos agitaban a Ana; elmás consolador de todos era que el trancepronto habría pasado. Y pronto pasó, en efecto.Dos minutos después de la preparación de Car-los, aparecieron en el salón los anunciados. Losojos de Ana se encontraron a medias con los delcapitán Wentworth, y se hicieron una inclina-ción y un saludo. Ana oyó su voz: estabahablando con María y diciéndole las cosas derigor; dijo algo a las señoritas Musgrove, lobastante para demostrar gran seguridad en símismo. La habitación parecía llena, llena depersonas y voces, pero a los pocos minutos to-do hubo terminado. Carlos se asomó a la ven-tana, todo estaba listo; los visitantes saludarony se fueron. Las señoritas Musgrove se fuerontambién, repentinamente resueltas a llegarsehasta el final del pueblo con los cazadores. Lahabitación quedó despejada y Ana logró termi-nar su desayuno como pudo.

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“¡Ya pasó! ¡Ya pasó!” se repetía a sí mismauna y otra vez, nerviosamente aliviada. “¡Yapasó lo peor!”

María le hablaba, pero Ana no la escuchaba.La había visto. Se habían encontrado. ¡Habíanestado una vez más bajo el mismo techo!

Sin embargo, no tardó en empezar a razonarconsigo misma y en procurar controlar sus sen-timientos. Ocho años, casi ocho años habíantranscurrido desde su ruptura. ¡Era tan absurdorecaer en la agitación que aquel intervalo habíarelegado a la distancia y al olvido! ¿Qué nopodían hacer ocho años? Sucesos de todas cla-ses, cambios, desvíos, ausencias, todo; todocabía en ocho años. ¡Y cuán natural y cierto eraque entretanto se olvidase el pasado! Aquelperíodo significaba casi una tercera parte de supropia vida.

Pero, ¡ay!, a pesar de todos sus argumentos,Ana se dio cuenta de que para los sentimientosarraigados ocho años eran poco más que nada.

Y ahora, ¿cómo leer en el corazón de Federi-

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co? ¿Deseaba huir de ella? Y en seguida se odióa sí misma por haberse hecho esa loca pregun-ta.

Pero todas sus dudas quedaron despejadaspor otra cuestión en la que su extrema perspi-cacia no había reparado. Las señoritas Musgro-ve volvieron a la quinta para despedirse, ycuando se hubieron ido, María le proporcionóesta espontánea información:

-El capitán Wentworth no estuvo muy galan-te contigo, Ana, a pesar de lo atento que estuvoconmigo. Cuando se marcharon, Enriqueta lepreguntó qué le parecías, y él le dijo que estástan cambiada que no te habría reconocido.

Por lo general, María no acostumbraba respe-tar los sentimientos de su hermana, pero notenía la menor sospecha de la herida que le in-fligía.

“¡Tan cambiada que no me habría reconoci-do!” Ana se quedó sumida en una silenciosa yprofunda mortificación. Así era, sin duda; y nopodía desquitarse, porque él no había cambia-

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do si no era para mejor. Lo notó al momento yno podía rectificar su juicio, aunque él pensarade ella lo que quisiera. No; los años que habíandistraído su juventud y su lozanía no habíanhecho más que darle a él mayor esplendor,hombría, y desenvoltura, sin menoscabar paranada sus dotes personales. Ana había visto almismo Federico Wentworth.

“¡Tan cambiada que no la habría reconocido!”Estas palabras no podían menos que obsesio-narla. Poco después comenzó a regocijarse dehaberlas oído. Eran tranquilizadoras, apaci-guadoras, reconfortaban y, por tanto, debíanhacerla feliz.

Federico Wentworth había dicho estas pala-bras u otras parecidas sin pensar que iban allegar a oídos de ella. Había pensado en ellacomo espantosamente cambiada, y en la prime-ra emoción del momento dijo lo que sentía. Nohabía perdonado a Ana Elliot. Ella le habíahecho mal; lo había abandonado y desilusiona-do; más aún: al hacer eso lo había hecho por

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debilidad de carácter, y un temperamento rectono puede soportar una cosa así. Lo había deja-do para dar gusto a otros. Todo fue efecto derepetidas persuasiones; fue debilidad y fue ti-midez.

El estuvo fuertemente ligado a ella, y jamásencontró otra mujer que se le pareciese, pero,aparte una sensación de natural curiosidad, nohabía deseado reencontrarla. La atracción queella ejerciera sobre él había desaparecido parasiempre.

Pensaba él a la sazón en casarse; era rico y de-seaba establecerse, y lo haría en cuanto encon-trase una ocasión digna. Deseaba enamorarsecon toda la rapidez que una mente clara y uncertero gusto pueden permitirlo. Las señoritasMusgrove hubieran podido atraerle, porque sucorazón se conmovía ante ellas. En una palabra,sus sentimientos se abrían para cualquier mujerjoven que cruzase su camino, con excepción deAna Elliot. Guardaba este secreto, mientrasrespondía a las suposiciones de su hermana

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diciendo:-Sí, Sonia, estoy pronto a contraer cualquier

matrimonio tonto. Cualquier mujer entre losquince y los treinta puede contar con mi posibledeclaración. Un poco de belleza, unas cuantassonrisas, unos elogios a la marina, y soy hom-bre perdido. ¿No es acaso bastante para con-quistar a un marino rudo?

Su hermana comprendía que decía esto espe-rando ser contradicho. SU orgulloso mirar de-cía a las claras que se sabía agradable. Y AnaElliot no estaba fuera de sus pensamientoscuando más en serio describía a la mujer conquien le agradaría encontrarse.

-Una mentalidad fuerte y dulzura en los mo-dales. -Eran el principio y el fin de su descrip-ción.

-Esa es la mujer que quiero -decía-. Transigi-ría con algo un poco inferior, siempre que no lofuera mucho. Si hago el tonto lo haré de ver-dad, porque he pensado en este asunto más quecuanto lo piensan muchos hombres.

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CAPITULO VIII

Por ese tiempo, el capitán Wentworth y AnaElliot frecuentaban un mismo círculo. Pronto seencontraron comiendo en casa de los señoresMusgrove, porque el estado del pequeño nopermitía a su tía una excusa para ausentarse.Esto fue el comienzo de otras comidas y nuevosencuentros.

Si los sentimientos antiguos se habían de re-novar, el pasado debía volver a la memoria deambos: estaban forzados a regresar a él.

El año de su compromiso no podía menosque ser aludido por él en las pequeñas narra-ciones y descripciones propias de la conversa-ción. Su profesión lo predisponía a ello; su es-tado de ánimo lo hacía locuaz:

“Eso fue en el año seis”, “Esto fue despuésque me hice a la mar en el año seis” -fueronfrases dichas en el transcurso de la primeratarde que pasaron juntos. Y a pesar de que su

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voz- no se alteró, y a pesar de que ella no teníarazón para suponer que sus ojos la buscaban alhablar, Ana sintió la completa imposibilidad,dado su carácter, de que existiera otra mujerpara él. Debía haber la misma inmediata aso-ciación de pensamiento, pero no supuso quepudiera haber el mismo dolor.

Sus conversaciones, sus expresiones, eran lasque exige la más elemental cortesía mundana.¡Tanto como habían sido una vez el uno para elotro! Y ahora nada. En cierta época de su vidales hubiese sido difícil pasar un momento sindirigirse la palabra, aun en medio de la másconcurrida reunión del salón de Uppercross.

Con excepción quizá del almirante y de Mrs.Croft, que parecían muy unidos y felices (Anano conocía otro caso, ni siquiera entre los ma-trimonios), no había habido dos corazones tanabiertos, dos gustos tan similares, más comuni-dad de sentimientos, ni figuras más recíproca-mente amadas. Ahora eran dos extraños. No;peor que extraños, porque jamás podrían llegar

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a conocerse. Era un exilio perpetuo.Cuando él hablaba, era la misma voz la que

ella escuchaba, y adivinaba los mismos pensa-mientos. Había gran ignorancia de asuntos na-vales entre los asistentes a la reunión. Lo inter-rogaban mucho, especialmente las señoritasMusgrove -que no parecían tener ojos más quepara él-, acerca de la vida a bordo, las órdenesdiarias, la comida, los horarios, etcétera, y lasorpresa ante sus relatos, al escuchar el nivel decomodidades que podía obtenerse, daban a lavoz de él cierto lejano y agradable tono burlón,que recordaba a Ana los lejanos días cuandoella también era ignorante y suponía que losmarineros vivían a bordo sin nada que comer,sin cocina para abastecerse, criados que aguar-dasen órdenes ni cubiertos que usar.

Mientras pensaba y escuchaba esto, se oyó unmurmullo de Mrs. Musgrove, quien, sobresal-tada por un profundo arrepentimiento, no pu-do menos que decir:

-¡Ah, señorita Ana, si el cielo hubiera permiti-

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do vivir a mi pobre hijo, sería igual a nuestroamigo en la actualidad!

Ana reprimió una sonrisa y escuchó bonda-dosamente, mientras Mrs. Musgrove aliviabasu corazón un poco más, y, por unos momen-tos, le fue imposible seguir la conversación delos demás.

Cuando pudo permitir a su atención seguirsus naturales deseos, encontró a las señoritasMusgrove revisando una lista naval (propiedadde ellas, y la única que jamás había sido vistaen Uppercross) y sentándose juntas para exa-minarla, con el propósito de encontrar los bar-cos que el capitán Wentworth había comanda-do.

-El primero fue el Asp, bien lo recuerdo; bus-quemos el Asp.

-No lo encontrarán ustedes ahí: estaba viejo ydesvencijado. Fui el último en comandarlo.Apenas servía ya entonces. Por un año o dosfue considerado bueno para servicios locales y,con este propósito, fue enviado a las Indias Oc-

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cidentales.Las muchachas miraron sorprendidas.-El Almirantazgo -prosiguió él- se entretiene

en enviar de vez en cuando algunos centenaresde hombres al mar en barcos que ya no sirven.Pero ellos tienen que cuidar muchísimas cosas,y entre los miles que de todos modos se irán alfondo, les es difícil distinguir cuál es el grupoque sería más de lamentar.

-¡Bah, bah! -exclamó el viejo almirante-. ¡Quécharlas sin sentido tienen estos jóvenes! Jamáshubo mejor goleta que el Asp en su tiempo.Entre las goletas de construcción antigua jamásencontrarán ustedes rival. ¡Dichoso quien latuvo! El sabe que debe haber habido veintehombres solicitándola por aquel entonces. ¡Di-choso quien obtuvo tan pronto algo semejante,no teniendo más interés que el suyo propio!

-Le aseguro, almirante, que comprendo misuerte -respondió muy serio el capitán Went-worth-. Estaba tan contento con mi destino co-mo usted habría podido estarlo. Era algo gran-

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de para mí, en aquella época, estar en el mar,algo muy grande. Deseaba hacer algo.

-Y por cierto lo hizo. ¿Para qué habría depermanecer en tierra seis meses un hombrejoven como usted? Si un hombre no tiene espo-sa, pronto desea volver a bordo.

-Pero, capitán Wentworth -exclamó Luisa-.¡Cuán humillado debe haberse sentido ustedcuando, llegando a bordo del Asp, vio el viejobarco que se le destinaba!

-Ya conocía el barco de antes -respondió élsonriendo-. No tenía más descubrimientos quehacer en él que los que tendría usted en unavieja pelliza, prestada entre casi todas sus amis-tades, y que un buen día se la prestaran a ustedtambién. ¡Ah! ¡Era muy querido el viejo Asppara mí! Hacía cuanto yo deseaba. Tuve siem-pre esa seguridad. Sabía que habíamos de irnosal fondo juntos o salir de él siendo algo; nuncatuve un día de mal tiempo mientras lo coman-dé; después de haber tomado suficientes corsa-rios como para pasarlo bien, tuve la buena

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suerte, a mi regreso el otoño siguiente, de to-parme con la fragata francesa que deseaba. Latraje a Plymouth, y esto también fue obra de labuena fortuna. Estuvimos sondeando seis horascuando súbitamente se levantó un vendavalque duró cuatro días y que hubiera terminadocon el viejo Asp en menos de lo que tardo endecirlo.

“Nuestro encuentro con la Gran Nación no hu-biera mejorado la situación. Veinticuatro horasmás y yo hubiera sido un valiente marino, elcapitán Wentworth, en un pequeño párrafo deuna columna de los periódicos. Y, habiendoperdido la vida en el primer viaje, nadie mehubiera recordado.

Ana debía ocultar sus sentimientos, mientraslas señoritas Musgrove podían ser tan sincerascomo lo deseaban en sus exclamaciones decompasión y horror.

-Y entonces -dijo Mrs. Musgrove quedamen-te, como pensando en voz alta- fue cuando sedirigió al Laconia y se encontró con nuestro po-

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bre muchacho. Carlos, querido mío -haciendoseñas para que le prestara atención-, preguntaal capitán Wentworth cuándo se encontró contu pobre hermano. Siempre lo olvido.

-Creo que fue en Gibraltar, madre. Dick fuedejado enfermo en Gibraltar con una recomen-dación de su anterior capitán para el capitánWentworth.

-¡Oh! Di al capitán Wentworth que no debetemer mencionar a Dick delante de mí; por elcontrario, para mí será un placer oír hablar deél a tan buen amigo.

Carlos, importándole más el asunto que a sumadre, asintió con la cabeza y se fue.

Las muchachas se habían puesto a buscar alLaconia y el capitán Wentworth no pudo evitartomar el precioso volumen en sus manos paraevitarles molestias, y una vez más leyó en vozalta su nombre y los demás pormenores, com-probando que también el Laconia había sido unbuen amigo, uno de los mejores.

-¡Ah, eran días muy gratos aquellos en que

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comandaba el Laconia! ¡Cuán rápidamente hicedinero en él! ¡Un amigo mío y yo tuvimos tanagradable travesía desde las islas occidentales!¡Pobre Harville! Ustedes saben cómo necesitabadinero, aun más que yo. Tenía mujer. Era unmuchacho excelente. Jamás olvidaré su felici-dad. Sufría todo por amor a ella. Deseé encon-trarlo nuevamente en el verano siguiente,cuando yo tenía todavía la misma suerte en elMediterráneo.

-Ciertamente, señor -dijo Mrs. Musgrove-, fueun día feliz para nosotros cuando lo hicieron austed capitán de aquel barco. Nunca olvidare-mos lo que usted hizo.

Sus sentimientos la hacían hablar en voz alta,y el capitán Wentworth, oyendo sólo parte delo que decía, y no teniendo probablemente ensu pensamiento a Dick Musgrove, quedó ensuspenso, como esperando algo.

-Habla de mi hermano -dijo una de las mu-chachas-. Mamá está pensando en el pobre Ri-cardo.

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-Pobre chico -continuó Mrs. Musgrove-. Sehabía puesto tan serio; sus cartas eran excelen-tes mientras estuvo bajo su mando. Hubierasido dichoso si nunca lo hubiese abandonado austed. Puedo asegurarle, capitán Wentworth,que hubiéramos sido muy felices todos noso-tros si así hubiese sido.

Una momentánea expresión del capitánWentworth, mientras hablaba, una rápida mi-rada de sus brillantes ojos, un gesto de su her-mosa boca, bastaron para probar a Ana que enlugar de compartir los deseos de Mrs. Musgro-ve respecto a su hijo, había tenido, a no dudar-lo, mucho deseo de verse libre de él; pero estofue un movimiento tan rápido que ninguno queno lo conociera tanto como ella pudo notarlo.Un instante después, dominándose, tomó aireserio y reposado, y casi de inmediato, encami-nándose al sofá, ocupado por Ana y Mrs. Mus-grove, se sentó al lado de ésta y empezó en vozbaja una conversación con ella, acerca de suhijo, haciéndolo con simpatía y gracia natura-

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les, mostrando la mayor consideración por todolo que había de real y sincero en los sentimien-tos de los padres.

Ocupaban, pues, el mismo sofá, porque la se-ñora Musgrove le hizo lugar en seguida. Sola-mente la señora Musgrove se interponía entreellos, y, en verdad, no se trataba de un obstácu-lo menor. Mrs. Musgrove era bastante robusta,mucho más hecha por la naturaleza para expre-sar la alegría y el buen humor que la ternura yel- sentimiento. Y mientras las agitaciones delesbelto cuerpo de Ana y las contracciones de supensativo rostro delataban sus sentimientos, elcapitán Wentworth conservó toda su presenciade ánimo, informando a una obesa madre sobreel destino de un hijo del cual nadie se ocupómientras estuvo vivo.

Las proporciones corporales y el pesar no de-ben guardar necesariamente relación. El cuerpomacizo tiene tanto derecho a estar profunda-mente afligido como el más gracioso conjuntode miembros finos. Pero, justo o no, hay cosas

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irreconciliables que la razón tratará de justificaren vano, porque el gusto no las tolera y porqueel ridículo las acoge.

El almirante, después de dar dos o tres vuel-tas alrededor del cuarto, con las manos detrás,y habiendo sido llamado al orden por su espo-sa, se aproximó al capitán Wentworth, y sin lamenor idea de que podía interrumpir algo diocurso a sus propios pensamientos diciendo:

-De haber estado usted en Lisboa, la primave-ra última, Federico, hubiera tenido que dar us-ted pasaje a Lady Mary Grierson y a sus hijas.

-¿En serio? ¡Pues me alegro de haber entradouna semana después!

El almirante le echó en cara su falta de galan-tería. El capitán se defendió, alegando, sin em-bargo, que de buena voluntad jamás consentiríamujeres a bordo, excepto para un baile o unavisita de algunas horas.

-Si usted conociera -dijo-, comprendería queno hago esto por falta de galantería. Es por sa-ber cuán imposible es, pese a todos los esfuer-

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zos y sacrificios que puedan hacerse, propor-cionar a las mujeres todas las comodidades quemerecen. No es falta de galantería, almirante; escolocar muy en alto las necesidades femeninasde comodidad personal, y esto es lo que yohago. Detesto oír hablar de mujeres a bordo, overlas embarcadas, y ninguna nave bajo micomando aceptará señoras, mientras puedaevitarlo.

Esto llamó la atención de su hermana.-¡Oh, Federico! No puedo comprender esto en

ti; son refinamientos perezosos. Las mujerespueden estar tan confortables a bordo como enla mejor casa de Inglaterra. Creo haber vivido abordo más que muchas mujeres, y puedo ase-gurar que no hay nada superior a las comodi-dades de que disfrutan los hombres de guerra.Declaro que jamás ha habido galanterías espe-ciales para mí, ni siquiera en Kellynch Hall -dirigiéndose a Ana-, que pudieran compararsea las de los barcos en los que he vivido. Y creoque éstos han sido unos cinco.

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-Eso no significa nada -replicó su hermano-;tú eras la única mujer a bordo y viajabas con tumarido.

-Pero tú mismo has llevado a Mrs. Harville,su hermana, su prima y sus tres niños desdePortmouth a Plymouth. ¿Dónde dejaste esaextraordinaria galantería tuya?

-Abusaron de mi amistad, Sofía. Ayudarésiempre a la esposa de cualquier oficial compa-ñero mientras pueda hacerlo, y hubiera llevadocualquier cosa de Harville hasta el fin del mun-do, si me la hubiesen pedido. Pero esto no quie-re decir que lo encuentre bien.

-Razón por la cual ellas estuvieron muy có-modas.

-Quizá sea por lo que no me gusta. ¡Las muje-res y los niños no tienen derecho a estar cómo-dos a bordo!

-Hablas tonterías, mi querido Federico. Di,¿qué sería de nosotras, pobres esposas de mari-nos, que a menudo debemos ir de un puerto aotro en busca de nuestros maridos, si todos sin-

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tieran como tú?-Mis sentimientos, tú lo sabes, no me impidie-

ron llevar a Mrs. Harville y toda su familia aPlymouth.

-Pero detesto oírte hablar tan caballerosamen-te, y como si las mujeres fueran todas damasrefinadas, en lugar de seres normales. Ningunade nosotras espera siempre buen tiempo al via-jar.

-Querida mía -explicó el almirante-, ya pen-sará de otro modo cuando tenga esposa. Si estácasado y si tenemos la suerte de estar vivos enla próxima guerra, ya lo veremos hacer comotú, yo y muchos otros hemos hecho. Estará muyagradecido de cualquiera que le lleve a su es-posa.

-¡Ay, así es!-Terminemos -exclamó el capitán Wentworth-

. Cuando los casados empiezan a atacarme di-ciendo: “Ya pensará usted de otro modo cuan-do se case”, lo único que puedo contestar es:“No será así”; ellos responden entonces: “Sí, lo

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hará usted”, y esto pone punto final al asunto.Se levantó y se alejó.-¡Qué gran viajera ha sido usted, señora! -dijo

Mrs. Musgrove a Mrs. Croft.-He viajado -bastante en mis quince años de

matrimonio, aunque algunas mujeres han via-jado aún más. He cruzado el Atlántico cuatroveces, y he estado en las Indias Orientales y hevuelto. Una vez estuve también en lugares cer-canos como Cork, Lisboa y Gibraltar. Pero nun-ca he pasado los estrechos o llegado hasta lasIndias Occidentales, Bermudas o las Bahamas;¿saben ustedes?, no son las Indias Occidentales,como se las suele llamar.

Mrs. Musgrove no pudo replicar nada. Porotra parte, jamás había oído mencionar aquelloslugares.

-Y puedo asegurarle, señora -continuó Mrs.Croft, que nada hay superior a las comodidadesque proporcionan los marinos. Hablo, por su-puesto, de los navíos de primera calidad.Cuando se viaja en una fragata, como es natu-

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ral, una está más confinada, pero cualquier mu-jer razonable puede ser perfectamente feliz enesta clase de barcos. Yo puedo afirmar que losperíodos más felices de mi vida los he pasado abordo.,Cuando estábamos juntos, ¿sabe usted?,no había nada que temer. A Dios gracias hetenido siempre excelente salud y los cambiosde clima no me afectan en absoluto. Unas pocasmolestias las primeras veinticuatro horas dehacerse a la mar es todo lo que he sentido, perojamás he estado mareada después. La única vezque en verdad sufrí, en cuerpo y alma; la únicavez que no me encontré del todo bien, o quetemí al peligro, fue el invierno que pasé sola enDeal cuando el almirante (capitán Croft, poraquel entonces) estaba en los mares del norte.Vivía en constante zozobra, llena de temoresimaginarios, sin saber qué hacer con mis horas,o cuándo tendría noticias de él. Pero en cuantoestamos juntos, nada me asusta, y jamás heencontrado el menor inconveniente.

-¡Ah, por supuesto! Estoy de acuerdo con us-

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ted, Mrs. Croft -fue la cálida respuesta de Mrs.Musgrove-. Nada hay tan malo como la separa-ción. Mister Musgrove asiste siempre a las se-siones, y puedo asegurarle que soy muy felizcuando éstas terminan y él regresa a mi lado.

La tarde terminó con un baile. Al pedirse mú-sica, Ana ofreció sus servicios como de costum-bre, y a pesar de que sus ojos estaban en algu-nos momentos llenos de lágrimas mientras to-caba el instrumento, se alegraba mucho de te-ner algo que hacer, pidiendo como sola recom-pensa no ser observada.

Era una reunión alegre, agradable, y ningunoparecía de mejor ánimo que el capitán Went-worth. Ana sentía que tenía condiciones que loelevaban sobre el resto, y que atraían conside-ración y atención; especialmente la atención delas jóvenes. Las señoritas Hayter, de la familiade primos ya mencionada, al parecer aceptabancomo un honor el aparecer enamoradas de él;en cuanto a Enriqueta y Luisa, parecían no te-ner ojos más que para él, y sólo la continua

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fluencia de atenciones entre ambas permitíacreer que no se consideraban rivales. ¿Se ufa-naba él de la admiración general que des-pertaba? ¿Quién podría decirlo?

Estos pensamientos llenaban la mente de Anamientras sus dedos trabajaban mecánicamente.Y así continuó por media hora, sin errores, perosin conciencia de lo que hacía. En un momentosintió que la miraba, que observaba sus faccio-nes alteradas, buscando quizás en ellas los res-tos de la belleza que una vez- lo había encanta-do; en un momento supo que debía estarhablando de ella, pero apenas lo comprendióhasta oír la respuesta. En un momento estuvocierta de haberle oído preguntar a su compañe-ra si miss Elliot no bailaba nunca. La respuestafue: “Nunca. Ha abandonado por completo elbaile. Prefiere tocar el piano”. En un momento,también debió hablarle. Ella había abandonadoel instrumento al terminar el baile, y él lo ocu-pó, tratando de encontrar una melodía quequería hacer escuchar a una de las señoritas

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Musgrove. Sin ninguna intención, ella volvió aun ángulo de la habitación. El se levantó deltaburete y, dijo con estudiada cortesía:

-Perdón, señorita, éste es su asiento -y a pesarde que ella rehusó ocuparlo otra vez, él no sevolvió a sentar.

Ana no deseaba más aquellos discursos yaquellas miradas. Su fría cortesía, su ceremo-niosa gracia, eran peores que cualquier otracosa.

CAPITULO IX

El capitán Wentworth había llegado a Ke-llynch como a su propia casa, para permanecerallí tanto como desease, siendo patente que erael objeto de la fraternal amistad del almirante yde su esposa. Su primera intención al llegarhabía sido hacer una corta estadía y luego en-caminarse sin demora a Shropshire a visitar asu hermano, establecido en aquel condado;pero los atractivos de Uppercross lo indujeron a

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posponer la idea. Había demasiado halago,demasiado calor amistoso, algo que realmenteencantaba en aquella recepción; los viejos eranmuy hospitalarios; los jóvenes, muy agradables;y así, pues, no podía decidirse a dejar aquellugar, y aceptaba sin discusión los encantos dela esposa de Eduardo.

Uppercross ocupó pronto todos sus días. Di-fícil era decir quién tenía más prisa: él por acep-tar la invitación o los Musgrove por hacerla.Por las mañanas en particular iba allí, porqueno tenía compañía, puesto que el matrimonioCroft pasaba fuera las primeras horas del día,recorriendo sus nuevas posesiones, sus llanurasde pasto, sus ovejas, pasando el tiempo en unaforma que se comprendía incompatible con lapresencia de una tercera persona. A veces tam-bién recorrían el campo en un birlocho quehabían adquirido no hacía mucho.

Los huéspedes de los Musgrove y éstos com-partían la misma impresión acerca del capitánWentworth: una admiración general y calurosa.

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Pero esta convicción unánime produjo muchodesagrado e incomodidad a un tal Carlos Hay-ter, quien al volver a reunirse con el grupo,pensó que el capitán Wentworth estaba absolu-tamente de sobra.

Carlos Hayter, un joven agradable y gentil,era el mayor de los primos, y entre él y Enri-queta había existido, según parecía, una consi-derable atracción antes de la llegada del capitánWentworth. Era pastor y tenía un curato en lasinmediaciones, en el cual no era imprescindibleresidir y, por lo tanto, lo hacía en casa de supadre, que distaba escasas dos millas de Up-percross.

Una corta ausencia había dejado a su damasin vigilancia, en un período crítico de sus rela-ciones, y al volver, tuvo el disgusto de encon-trar los modales de ella cambiados y de ver allíal capitán Wentworth.

Mrs. Musgrove y Mrs. Hayter eran hermanas.Ambas habían tenido dinero, pero sus matri-monios establecieron entre ellas una gran dife-

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rencia. Mr. Hayter poseía algo, pero su propie-dad era una nadería comparada con la de losMusgrove; por otra parte, los Musgrove perte-necían a la mejor sociedad del lugar, mientrasque a los Hayter, debido a la vida ruda y reti-rada de los padres, a los defectos de su educa-ción y al nivel inferior en que vivían, no podíaconsiderárseles como pertenecientes a ningunaclase, y el único contacto que tenían con la gen-te provenía de su parentesco con los Musgrove.Este hijo mayor, naturalmente, había sido edu-cado como para ser un culto caballero y, por lotanto, su educación y maneras eran muy dife-rentes a las de los demás.

Ambas familias habían guardado siempre lasmejores relaciones; sin orgullo de una parte ysin envidia de la otra. Cierto sentimiento desuperioridad de parte de las señoritas Musgro-ve se traducía en el placer de educar a sus-primos. Las atenciones de Carlos a Enriquetahabían sido observadas por el padre y la madrede ésta sin ninguna desaprobación. “No será un

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gran matrimonio para ella, pero si le agrada... yparece agradarle...”

Enriqueta también compartía esta opinión an-tes de la llegada del capitán Wentworth. A par-tir de entonces, el primo Carlos fue relegado alolvido.

Cuál de las dos hermanas era la preferida delcapitán Wentworth, era difícil de establecer, enlo que Ana podía ver al respecto. Enriqueta eraquizá más bella, pero Luisa parecía más inteli-gente y atractiva. Por otra parte, ella no podíadecir a la sazón si él se sentiría atraído por labelleza o por el carácter.

Mr. y Mrs. Musgrove, bien fuera por darsepoca cuenta de las cosas, bien por entera con-fianza en el buen criterio de sus hijas o de losjóvenes que las rodeaban, parecían dejar todoen manos del azar. En la Casa Grande no habíala más leve muestra de que alguien se ocupasede estas cosas; en la quinta era diferente: losjóvenes estaban más dispuestos a comentar yaveriguar. Debido a esto, apenas había el capi-

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tán Wentworth concurrido tres o cuatro veces,y Carlos Hayter había reaparecido, Ana tuvoque escuchar la opinión de sus hermanos acercade cuál sería el preferido. Carlos decía que elcapitán Wentworth sería para Luisa; María, quepara Enriqueta, pero convenían que a cual-quiera de las dos que se dirigiese Wentworth,les sería grato.

Carlos jamás había visto un hombre másagradable en su vida. Por otra parte, de acuer-do con lo que había oído decir al mismo capitánWentworth, podía afirmar que a lo menoshabía hecho en la guerra alrededor de veintemil libras. Esto ya ponía una fortuna de pormedio, además de las perspectivas de hacerotra en una siguiente guerra. Por otra parte,tenía la certeza de que el capitán Wentworthera muy capaz de distinguirse como cualquieroficial de la Armada. ¡Oh, por cierto sería unmatrimonio muy ventajoso para cualquiera desus hermanas!

-En verdad que lo sería -replicaba María-.

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¡Dios mío, si llegara a alcanzar grandes hono-res! ¡Si llegara a tener algún título! “LadyWentworth” suena grandioso. ¡Sería una grancosa para Enriqueta! ¡Ocuparía mi puesto en-tonces y Enriqueta estaría encantada! Sir Fede-rico y Lady Wentworth suena encantador; aun-que es verdad que no me agrada la nobleza denuevo cuño; jamás he considerado en mucho anuestra nueva aristocracia.

María prefería casar a Enriqueta con el fin dedesbaratar las pretensiones de Carlos Hayter,que jamás había sido de su agrado. Sentía quelos Hayter eran gente decididamente inferior, yconsideraba una verdadera desgracia que pu-diera renovarse el parentesco entre ambas fami-lias... en especial para ella y sus hijos.

-¿Saben ustedes? -decía-, no puedo hacerme ala idea de que éste sea un buen matrimoniopara Enriqueta; y considerando las alianzas quehemos hecho los Musgrove, no debe rebajarseella en esa forma. No creo que ninguna joventenga derecho a elegir a alguien que sea des-

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ventajoso para los mayores de su familia impo-niéndoles un parentesco indeseable. Veamos unpoco: ¿quién es Carlos Hayter? Nada más queun pastor de pueblo. ¡Una alianza muy conve-niente para la señorita Musgrove de Upper-cross! ...

Su marido discrepaba. Además de cierta sim-patía por su primo Carlos Hayter, recordabaque éste era primogénito, y siéndolo él mismo,veía las cosas desde este punto de vista.

-Dices tonterías, María -era su respuesta-; noserá un partido demasiado ventajoso para Enri-queta, pero Carlos puede obtener, por medio delos Spicers, algo del obispo dentro de un año odos; por otra parte, no debes olvidar que es elhijo mayor. Cuando mi tío muera, heredará unabuena propiedad. Los terrenos de Winthrop noson menos de cien hectáreas; además de lagranja cercana a Taunton, que es de las mejorestierras del lugar. Te aseguro que Carlos no seríaun matrimonio desventajoso para Enriqueta.Debe ser así: el único candidato posible es Car-

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los. Es un joven bondadoso y de buen carácter.Por otra parte, cuando herede Winthrop loconvertirá en algo muy diferente de lo que aho-ra es, y vivirá una vida muy distinta de la queahora lleva. Con esta propiedad no puede sernunca un candidato despreciable. ¡Una bonitapropiedad por cierto! Enriqueta haría muy malen perder esta oportunidad; y si Luisa se casacon el capitán Wentworth, te aseguro que po-dremos darnos por satisfechos.

-Carlos podrá decir lo que quiera -decía Ma-ría a Ana apenas éste dejaba el salón-, pero se-ría chocante que Enriqueta se casase con CarlosHayter. Sería malo para ella y peor aún para mí.Es muy de desear que el capitán Wentworth selo saque de la cabeza, como realmente creo queha sucedido. Apenas miró a Carlos Hayterayer. Me hubiera gustado que hubieses estadopresente para ver su comportamiento. En cuan-to a suponer que al capitán Wentworth le gusteLuisa tanto como Enriqueta, es ridículo. Le gus-ta Enriqueta muchísimo más. ¡Pero Carlos es

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tan positivo! De haber estado ayer habrías de-cidido cuál de nuestras dos opiniones era lajusta. No dudo que hubieses pensado como yo,a menos de estar deliberadamente en mi contra.

Esto había tenido lugar en una comida en ca-sa de los Musgrove en la que se había esperadoa Ana, pero ésta se excusó de concurrir so pre-texto de un dolor de cabeza y una leve recaídadel pequeño Carlos. Pero en verdad no habíaido para evitar encontrarse con Wentworth.

A las ventajas de la noche, que había pasadotranquilamente, se añadía la de no haber sido latercera en discordia.

En cuanto al capitán Wentworth, opinaba ellaque debía éste conocer sus sentimientos lo sufi-ciente como para no comprometer su honorabi-lidad, o poner en peligro la felicidad de cual-quiera de las dos hermanas, escogiendo a Luisaen lugar de Enriqueta o a Enriqueta en lugar deLuisa. Cualquiera de las dos sería una esposacariñosa y agradable. En cuanto a Carlos Hay-ter, le apenaba el dolor que podía causar la li-

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gereza de una joven, y su corazón simpatizabacon las penas que sufriría él. Si Enriqueta seequivocaba respecto a la naturaleza de sus sen-timientos, no podía decirse con tanta premura.

Carlos Hayter había encontrado en la conduc-ta de su prima muchas cosas que lo intranquili-zaban y mortificaban. Su afecto mutuo era de-masiado antiguo para haberse extinguido endos nuevos encuentros y no dejarle otra solu-ción que reiterar sus visitas a Uppercross. Pero,sin duda, existía un cambio que podía conside-rarse alarmante si se atribuía a un hombre co-mo el capitán Wentworth. Hacía sólo dos do-mingos que Carlos Hayter la había dejado yestaba ella entonces interesada (de acuerdo conlos deseos de él) en que obtuviera el curato deUppercross en lugar del que tenía. Parecía en-tonces lo más importante para ella que el doc-tor Shirley, el rector, -que durante cuarentaaños había atendido celosamente los deberes desu curato, pero que a la sazón se sentía dema-siado enfermo para continuar-, se sirviese de

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un buen auxiliar como lo sería Carlos Hayter.Muchas eran las ventajas: Uppercross estabacerca y no tendría que recorrer seis millas parallegar a su parroquia; tener una parroquia me-jor, desde cualquier punto de vista; haber éstapertenecido al querido doctor Shirley, y poderéste, por fin, retirarse de las fatigas que ya nopodían soportar sus años. Todas éstas erangrandes ventajas según Luisa, pero más aúnsegún Enriqueta, hasta el punto de que llegarona constituir su principal preocupación. Pero a lavuelta de Carlos Hayter, ¡vive Dios!, todo elinterés se había desvanecido. Luisa no mostra-ba el menor deseo de saber lo que había con-versado con el doctor Shirley: permanecía en laventana esperando ver pasar al capitán Went-worth. Enriqueta misma parecía sólo prestaruna parte de su atención al asunto, y parecíahaber apagado también toda ansiedad al res-pecto.

-Me alegro mucho de verdad. Siempre creíque obtendrías esto. Estuve siempre segura. No

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me parece que... En una palabra, el doctor Shir-ley debe tener un pastor con él, y tú has obteni-do su promesa. ¿Lo ves venir, Luisa?

Una mañana, después de la cena en casa delos Musgrove, a la cual Ana no había podidoasistir, el capitán Wentworth entró en el salónde la quinta en momentos en que no estabanallí más que Ana, y el pequeño inválido, Carli-tos, que descansaba sobre el sofá.

La sorpresa de encontrarse casi a solas conAna Elliot alteró la habitual compostura de susmodales. Se detuvo y sólo atinó a decir:

-Creí que miss Musgrove estaba aquí. La se-ñora Musgrove me dijo que podría encontrar-las...

Después se encaminó hacia la ventana paratranquilizarse un poco y encontrar la manerade reponerse.

-Está arriba con mi hermana; creo que ven-drán en seguida -fue la respuesta de Ana, enmedio de la natural confusión. Si el niño no lahubiese llamado en aquel momento, hubiera

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huido de la habitación, aliviando así la tensiónestablecida entre ambos.

El continuó en la ventana, y después de decircortésmente: “Espero que el niño esté mejor”,guardó silencio.

Ella se vio obligada a arrodillarse al lado delsofá y permanecer allí para dar gusto al peque-ño paciente. Esto se prolongó algunos minutoshasta que, con gran satisfacción, oyó los pasosde alguien cruzando el vestíbulo. Esperó verentrar al dueño de la casa, pero se trataba deuna persona que no habría de facilitar las cosas:Carlos Hayter, quien no pareció alegrarse másde ver al capitán Wentworth que éste de ver aAna.

Ana atinó a decir:-¿Cómo está usted? ¿Desea sentarse? Los de-

más vendrán en seguida.El capitán Wentworth dejó la ventana y se

aproximó, con aparentes deseos de entablarconversación. Pero Carlos Hayter se encaminóa la mesa y se sumió en la lectura de un perió-

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dico. El capitán Wentworth retornó a la venta-na.

Al minuto siguiente, un nuevo personaje en-tró en acción. El niño más pequeño, una fuertey desarrollada criatura de dos años, de segurointroducido por alguien que desde afuera leabrió la puerta, apareció entre ellos y se dirigiódirectamente al sofá para enterarse de lo quepasaba e iniciar cualquier travesura.

Como no había nada que comer, lo único quepodía hacer era jugar, y como su tía no le per-mitía molestar a su hermano enfermo, se pren-dió de ella en tal forma, que, estando ocupadaen atender al enfermito, no podía librarse de él.Ana le habló, lo reprendió, insistió, pero todofue en vano. En un momento consiguió recha-zarlo, pero sólo para que volviera a prendersede su espalda.

-Walter -dijo Ana-, déjame en paz. Eres muymolesto. Me enfadas.

-¡Walter! -gritó Carlos Hayter-, ¿por qué nohaces lo que te mandan? ¿No oyes lo que te

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dice tu tía? Ven acá, Walter, ven con el primoCarlos.

Pero Walter no se movió.De pronto, Ana se sintió libre de Walter. Al-

guien, inclinándose sobre ella, había separadode su cuello las manos del niño. Ana se encon-tró libre antes de comprender que era el capitánWentworth quien había cogido a la criatura.

Las sensaciones que tuvo al descubrirlo fue-ron intraducibles. Ni siquiera pudo dar las gra-cias: hasta tal punto había quedado sin habla.Lo único que pudo hacer fue inclinarse sobre elpequeño Carlos presa de una confusión de sen-timientos. La bondad demostrada al correr ensu auxilio, la manera, el silencio en que lo habíahecho, todos los pequeños detalles, junto con laconvicción (dado el ruido que comenzó a hacercon el niño) de que lo que menos deseaba erasu agradecimiento, y que lo que más deseabaera evitar su conversación, produjeron una con-fusión de múltiples y dolorosos sentimientos,de los que no lograba reponerse, hasta que la

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entrada de las hermanas Musgrove le permitiódejar el pequeño paciente a su cuidado y aban-donar el cuarto. No podía seguir allí. Hubierasido una oportunidad de atisbar las esperanzasy celos de los cuatro; era la oportunidad deverlos juntos, pero no podía soportarlo. Eraevidente que Carlos Hayter no estaba bien dis-puesto hacia el capitán Wentworth. Tenía ideade haber oído decir entre dientes, después de laintervención del capitán Wentworth: “Debistehaberme hecho caso, Walter. Te dije que nomolestaras a tu tía”, en un tono de voz resenti-da; y comprendió el enojo del joven porque elcapitán Wentworth había hecho lo que él debióhacer. Pero por el momento, ni los sentimientosde Carlos Hayter ni los de nadie contaban hastaque hubiera tranquilizado los suyos propios.Estaba avergonzada de sí misma, de estar ner-viosa, de prestar tanta atención a una niñería;pero así era, y requirió largas horas de soledady reflexión para recobrar la compostura.

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CAPITULO X

Ocasiones no faltaron para que Ana pudieraobservar. Llegó un momento en que estando encompañía de los cuatro, pudo formar su propiaopinión sobre aquel estado de cosas; pero erademasiado lista para darla a conocer al resto,sabiendo que no agradaría ni a la esposa ni almarido. A pesar de creer que Luisa era la prefe-rida, no lograba imaginar (por lo que recordabadel carácter del capitán Wentworth) que pudie-ra estar enamorado de ninguna de las dos. Ellasparecían estarlo de él; pero, a decir verdad, noera el caso hablar de amor. Se trataba más biende una apasionada admiración, que sin dudaterminaría en enamoramiento. Carlos Haytercomprendía que casi no contaba, no obstanteEnriqueta por momentos parecía dividir susatenciones entre ambos. Ana hubiera deseadohacerles ver la verdad y prevenir a todos encontra de los males a los que se exponían, sinembargo no atribuía malas intenciones a nin-

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guno. Y se sintió satisfecha al descubrir que elcapitán Wentworth no parecía consciente deldaño que ocasionaba. No había engreimiento nicompasión en sus modales. Es posible que nun-ca hubiera oído hablar o hubiera pensado enCarlos Hayter. Su único error consistía en acep-tar (que no es otra la expresión que puede em-plearse) las atenciones de las dos muchachas.

Tras breve lucha, Carlos Hayter pareció aban-donar el campo. Pasó tres días sin dejarse verpor Uppercross, lo que significaba un verdade-ro cambio. Hasta rehusó una formal invitacióna cenar. Mr. Musgrove, en una ocasión, lo en-contró muy ocupado con unos voluminososlibros, y consiguió que el señor y la señoraMusgrove comentaran que algo le ocurría, yque si estudiaba de tal manera acabaría pormorir. María creyó, aliviada, que había sidorechazado por Enriqueta, mientras su maridovivía pendiente de verlo aparecer al día si-guiente. A Ana, por su parte, le parecía bastan-te sensata la actitud de Carlos Hayter.

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Una mañana, mientras Carlos Musgrove y elcapitán Wentworth andaban juntos de cacería,y mientras las mujeres de la quinta estabansentadas trabajando sosegadamente, recibieronla visita de las hermanas de la Casa Grande.

Era una hermosa mañana de noviembre, y lasseñoritas Musgrove venían andando en mediode los terrenos sin otro propósito, según afir-maron, que dar un “largo' paseo. Suponían que,poniéndolo así, María no tendría deseos deacompañarlas. Pero ésta, ofendida de que no sela supusiera buena para las caminatas, respon-dió al instante:

-¡Oh!, me gustaría ir con ustedes; me gustamuchísimo caminar.

Ana se convenció, por las miradas de las doshermanas, que aquello era, ni más ni menos, loque deseaban evitar, y se asombró una vez másde la creencia que surge de los hábitos familia-res de que todo paso que damos debe ser co-municado y realizado en conjunto, a pesar deque no nos agrade o nos cree dificultades. Trató

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de disuadir a María de compartir el paseo delas hermanas, pero todo fue inútil. Y siendo así,pensó que lo mejor sería aceptar la invitaciónque las Musgrove le hacían también a ella, yaque por cierto era mucho más cordial. Con ellapodría volverse su hermana y dejar a las Mus-grove libres para cualquier plan que hubiesentrazado.

-¡No sé por qué suponen que no me gustacaminar! -exclamó María mientras subían laescalera-. Todos piensan que no soy buena paraello. Sin embargo no les hubiera agradado querechazara su invitación. Cuando la gente vieneexpresamente a invitarnos, ¿cómo podemosrehusar?

Justo al momento de partir, volvieron los ca-balleros. Habían llevado consigo-un cachorroque les había arruinado la diversión y a causadel cual regresaban a casa temprano. Su tiempodisponible y sus ánimos parecían convidarlos aeste paseo, que aceptaron sin vacilar. Si Ana lohubiese previsto, ciertamente se hubiera que-

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dado en casa; la curiosidad y el interés eran loúnico que la llevaba con gusto al paseo. Peroera demasiado tarde para echar pie atrás, y losseis se pusieron en marcha en la dirección quellevaban las señoritas Musgrove, quienes alparecer se consideraban encargadas de guiar lacaminata.

Ana no deseaba estorbar a nadie, y, por ello,en los recodos del camino se las ingeniaba paraquedarse al lado de su hermana. Su placer pro-venía del ejercicio y del hermoso día, de la vistade las últimas sonrisas del año sobre las man-chadas hojas y los mustios cercados, y del re-cuerdo de algunas descripciones poéticas delotoño, estación de peculiar e inextinguible in-fluencia en las almas tiernas y de buen gusto;estación que ha arrancado a cada poeta dignode ser leído alguna descripción o algunos sen-timientos. Se ocupaba cuanto podía en atraerestas remembranzas a su mente; pero era impo-sible que estando cerca del capitán Wentworthy de las hermanas Musgrove no hiciera algún

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esfuerzo por oír su charla. Nada demasiadoimportante pudo escuchar, sin embargo. Erauna plática ligera, como la que pueden sostenerjóvenes cualesquiera en un paseo más o menosíntimo. Conversaba él más con Luisa que conEnriqueta. Luisa, sin duda, le llamaba más laatención. Esta atención parecía crecer y hubounas frases de Luisa que sorprendieron a Ana.Después de otro más de los continuos elogiosque se hacían al hermoso día, el capitán Went-worth señaló:

-¡Qué tiempo admirable para el almirante ymi hermana! Tenían la intención de ir lejos en elcoche esta mañana; quizá los veamos aparecerdetrás de una de estas colinas. Algo dijeron devenir por este lado. Me pregunto por dóndeandarán arruinando su día. Me refiero, claroestá, al trajín del coche. Esto ocurre con muchafrecuencia y a mi hermana parece no importarlepara nada el traqueteo.

-¡Oh! Ya sé que a ustedes les gusta correr -exclamó Luisa-, pero en el lugar de su hermana,

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haría absolutamente lo mismo. Si amara a unhombre de la misma manera que ella ama alalmirante, estaría siempre con él; nada podríasepararnos, y preferiría volcar con él en un co-che que viajar sin peligro dirigida por otro.

Había hablado con entusiasmo.-¿Es verdad eso? -repuso él, adoptando el

mismo tono-. ¡Es usted admirable! -Despuésguardaron silencio por un rato.

Ana no pudo volver a refugiarse en la evoca-ción de algún verso. Las dulces escenas de oto-ño se alejaron, con excepción de algún suavesoneto en el que se hacía referencia al año quetermina, las imágenes de la juventud, de la es-peranza y de la primavera declinantes, el queocupó su memoria vagamente. Se apresuró adecir mientras marchaban por otro sendero:

-¿No es éste uno de los caminos que condu-cen a Winthrop? -Pero nadie la escuchó, o almenos, nadie respondió.

Winthrop, o sus alrededores, donde los jóve-nes solían vagabundear, era el lugar al que se

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dirigían. Una larga marcha entre caminos don-de trabajaban los arados, y en los que los surcosrecién abiertos hablaban de las tareas del labra-dor, iban en contra de la dulzura de la poesía ysugerían una nueva primavera. Llegaron en-tonces a lo alto de una colina que separaba aUppercross de Winthrop y desde donde se po-día contemplar una vista completa del lugar, alpie de la elevación.

Winthrop, nada bello y carente de dignidad,se extendía ante ellos; una casa baja, insignifi-cante, rodeada de las construcciones y edificiostípicos de una granja.

María exclamó:-¡Válgame Dios! Ya estamos en Winthrop. No

tenía idea de haber caminado tanto. Creo quedeberíamos volver ahora; estoy demasiado can-sada.

Enriqueta, consciente y avergonzada, no vien-do aparecer al primo Carlos por ninguno de lossenderos ni surgiendo de ningún portal, se dis-ponía a cumplir con el deseo de María.

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-¡Oh, no! -dijo Carlos Musgrove.-No, no -dijo Luisa con mayor energía y, lle-

vando a su hermana a un pequeño rincón, pa-reció argumentar con ella airadamente sobre elasunto.

Carlos, por otra parte, deseaba ver a su tía, yaque el destino los había llevado tan cerca. Eraasimismo evidente que, temeroso, trataba deinducir a su esposa a que los acompañara. Peroéste era uno de los puntos en los que la damamostraba su tenacidad, y así, pues, cuando se lerecomendó la idea de descansar un cuarto dehora en Winthrop, ya que estaba agotada, res-pondió:

-¡Oh, no, desde luego que no! -segura de queel descenso de aquella colina le ocasionaría unamolestia que no recompensaría ningún descan-so en aquel lugar. En una palabra, sus adema-nes y sus modos afirmaban que no tenía la másremota intención de ir.

Después de una serie de debates y consultas,convinieron con Carlos y sus dos hermanas que

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él y Enriqueta bajarían por unos pocos minutosa ver a su tía, mientras el resto de la partida losesperaría en lo alto de la colina. Luisa parecía laprincipal organizadora del plan; y como bajóalgunos pasos por la colina hablando con Enri-queta, María aprovechó la oportunidad paramirarla, desdeñosa y burlona, y decir al capitánWentworth:

-No es muy grato tener tal parentela. Pero leaseguro a usted que no he estado en esa casamás de dos veces en mi vida.

No recibió más respuesta que una artificialsonrisa de asentimiento, seguida de una desa-brida mirada, al tiempo que le volvía la espal-da; y Ana conocía demasiado bien el significa-do de esos gestos. El borde de la colina dondepermanecieron era un alegre rincón; Luisa vol-vió, y María, habiendo encontrado un lugarconfortable para sentarse, en los umbrales deun pórtico, se sentía por demás satisfecha deverse rodeada de los demás. Pero Luisa llevóconsigo al capitán Wentworth con el objeto de

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buscar unas nueces que crecían junto a un cer-co, y cuando desaparecieron de su vista, Maríadejó de ser dichosa. Comenzó a enfadarse hastacon el asiento que ocupaba...; seguramente Lui-sa había encontrado uno mejor en alguna otraparte. Se aproximó hasta la misma entrada delsendero, pero no logró verlos por ninguna par-te. Ana había encontrado un buen asiento paraella, en un banco soleado, detrás de la cerca endonde estaba segura se encontraban los otrosdos. María volvió a sentarse, pero su tranquili-dad fue breve; tenía la certeza de que Luisahabía encontrado un buen asiento en algunaotra parte, y ella debía compartirlo.

Ana, realmente cansada, se alegraba de sen-tarse; y bien pronto oyó al capitán Wentworth ya Luisa marchando detrás del cerco, en buscadel camino de vuelta entre el rudo y salvajesendero central. Venían hablando. La voz deLuisa era la más distinguible. Parecía estar enmedio de un acalorado discurso. Lo primeroque Ana escuchó fue:

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-Y por esto la hice ir. No podía soportar laidea de que se asustara de la visita por semejan-te tontería. Qué, ¿habría acaso yo dejado dehacer algo que he deseado hacer y que creojusto por los aires y las intervenciones de unapersona semejante, o de cualquier otra perso-na? No, por cierto que no es tan fácil hacermecambiar de idea. Cuando deseo hacer algo, lohago. Y Enriqueta tenía toda la determinaciónde ir a Winthrop hoy, pero lo hubiera abando-nado todo por una complacencia sin sentido.

-¿Entonces se hubiera vuelto, de no haber si-do por usted?

-Así es. Casi me avergüenza decirlo.-¡Suerte para ella tener un criterio como el de

usted a mano! Después de lo que me ha dicho,y de lo que yo mismo he observado la últimavez que los vi juntos, no me cabe la menor du-da de lo que está ocurriendo. Me doy cuenta deque no es sólo una visita de cortesía a su tía.Gran dolor espera a ambos, cuando se trate deasuntos importantes para ellos cuando se re-

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quieran en realidad certeza y fuerza de carác-ter, si ya ella no tiene determinación para im-ponerse en una niñería como ésta. Su hermanaes una criatura encantadora, pero bien veo quees usted quien posee un carácter decidido yfirme. Si aprecia la felicidad de ella, procureinfundirle su espíritu. Esto, sin duda, es lo queusted ya está haciendo. El peor mal de un ca-rácter indeciso y débil es que jamás se puedecontar con él enteramente. Jamás podemos te-ner la certeza de que una buena impresión seaduradera. Cualquiera puede cambiarla; deje-mos que sean felices aquellos que son firmes.¡Aquí hay una nuez! -exclamó, cogiendo una deuna rama alta-. Tomemos este ejemplo; unahermosa nuez, que, dotada de fuerza original,ha sobrevivido a todas las tempestades del oto-ño. Ni un punto, ni un rincón débil. Esta nuez -prosiguió con juguetona solemnidad-, mientrasmuchas de las de su familia han caído y hansido pisoteadas, es aún dueña de toda la felici-dad que puede poseer una nuez. -Luego, vol-

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viendo a su tono habitual, continuó-: Mi mayordeseo para todas aquellas personas que meinteresan es que sean firmes. Si Luisa Musgrovedesea ser feliz en el otoño de su vida, debe pre-servar y emplear todo el poder de su mente.

Al terminar de hablar sólo le respondió el si-lencio. Hubiese sido una sorpresa para Ana queLuisa hubiera podido contestar de inmediato aeste discurso. ¡Palabras tan interesantes, dichascon tanto calor! Podía imaginar lo que Luisasentía. En cuanto a ella, temía moverse pormiedo a ser vista. Al paso de ellos, una gruesarama la protegió y pasaron sin advertir su pre-sencia. Antes de desaparecer, sin embargo, vol-vió a oírse la voz de Luisa:

-María es muy buena en ciertos aspectos -dijo-, pero a veces me enfada con su estupidezy orgullo, el orgullo de los Elliot. Tiene dema-siado del orgullo de los Elliot. Hubiéramos pre-ferido que Carlos se casara con Ana. ¿Sabíausted que era a ésta a quien pretendía?

Después de una pausa, el capitán Wentworth

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preguntó:-¿Quiere decir que ella lo rechazó?-Eso mismo.¿Cuándo ocurrió esto?-No podría decirlo con exactitud, porque En-

riqueta y yo estábamos por entonces en el cole-gio. Creo que un año antes de que se casara conMaría. Hubiera deseado que Ana aceptara. Atodos nos gustaba ella muchísimo más, y papáy mamá siempre han creído que todo fue obrade su gran amiga Lady Russell. Ellos creen queCarlos no era lo suficientemente cultivado paraconquistar a Lady Russell, y que, por consi-guiente, ésta persuadió a Ana de rechazarlo.

Las voces se alejaban y Ana no pudo oír más.Sus propias emociones la mantuvieron quieta.El destino fatal del que escucha no podía apli-cársele enteramente. Había oído hablar de ellamisma, pero no había oído hablar mal y, sinembargo, aquellas palabras eran de dolorosaimportancia. Supo entonces cómo considerabasu propio carácter el capitán Wentworth. Y el

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sentimiento y la curiosidad adivinados en laspalabras de él la agitaban en extremo.

Tan pronto pudo, fue a reunirse con María, yambas se dirigieron a su primitivo puesto. Perosólo sintió un alivio cuando todos se encontra-ron de nuevo reunidos y la partida se puso enmarcha. Su estado de ánimo requería de la so-ledad y del silencio que pueden hallarse en ungrupo numeroso de personas.

Carlos y Enriqueta volvieron acompañados,como era de presumir, por Carlos Hayter. Losdetalles de todo este asunto Ana no podía en-tenderlos; hasta el capitán Wentworth parecíano estar del todo enterado. Era evidente, sinembargo, cierto retraimiento de parte del caba-llero, y cierto enternecimiento de parte de ladama, como asimismo que ambos se alegrabande verse nuevamente. Enriqueta parecía unpoco avergonzada, pero su dicha era evidente.En cuanto a Carlos Hayter, se le notaba dema-siado feliz, y ambos se dedicaron el uno a laotra casi desde los primeros pasos de la vuelta

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a Uppercross.Todo parecía indicar que era Luisa la candi-

data para el capitán Wentworth: jamás habíasido algo tan evidente. Si es que eran necesariasnuevas divisiones de la partida o no, no podíadecirse, pero lo cierto es que ambos caminaronlado a lado casi tanto tiempo como la otra pare-ja. En una amplia pradera donde había espaciopara todos, se habían dividido ya de esta mane-ra, en tres partidas distintas. Ana necesaria-mente pertenecía a aquella de las tres que mos-traba menos animación y complacencia. Sehabía unido a Carlos y a María, tan cansadaque llegó a aceptar el otro brazo de Carlos. PeroCarlos, pese a encontrarse de buen humor conrespecto a ella, parecía enfadado con su esposa.María se había mostrado insumisa, y ahoradebía sufrir las consecuencias, que no eranotras que el abandono que hacía del brazo deella a cada momento para cortar con su bastónalgunas ortigas que sobresalían del cerco. Maríacomenzó a quejarse, como siempre, arguyendo

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que el estar situada al lado del cerco hacía quese la molestase a cada instante, mientras queAna marchaba por el lado opuesto sin ser in-comodada; a esto respondió él abandonando elbrazo de ambas y emprendiendo la persecuciónde una comadreja que vio por casualidad; en-tonces casi llegaron a perderlo de vista.

La larga pradera bordeaba un sendero, cuyavuelta final debían cruzar; y cuando toda lacomitiva hubo llegado al portal de salida, elcoche que se había oído marchar en la distanciapor largo tiempo llegó hasta ellos, y resultó serel birlocho del almirante Croft. El y su esposaacababan de realizar el proyectado paseo y re-gresaban a casa. Después de enterarse de lalarga caminata hecha por los jóvenes, amable-mente ofrecieron un asiento a cualquiera de lasseñoras que se encontrara particularmente can-sada; de esta forma le evitarían andar una millay, por otra parte, proyectaban cruzar Upper-cross. La invitación fue general, pero todas ladeclinaron. Las señoritas Musgrove no se sentí-

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an fatigadas para nada; en cuanto a María, obien se sintió ofendida de que no le hubiesenpreguntado primero, o bien el orgullo de losElliot se sublevó ante la idea de hacer de terceroen la silla de un pequeño birlocho.

La partida había cruzado ya el sendero y su-bía por el declive opuesto, y el almirante habíapuesto en movimiento su caballo cuando elcapitán Wentworth se aproximó para decir algoa su hermana. Qué era pudo adivinarse por elefecto causado.

-Señorita Elliot, de seguro está usted cansada-dijo Mrs. Croft.Permítanos el placer de llevarlaa casa. Hay muy cómodamente lugar para tres,puedo asegurárselo. Si todos tuviéramos susproporciones diría que hay sitio para cuatro.Debe venir con nosotros. -Ana estaba aún en elsendero y, aunque instintivamente quiso negar-se, no se le permitió proseguir. El almiranteacudió en ayuda de su esposa, y fue imposiblerehusar a ambos. Se apretujaron cuanto fueposible para dejarle espacio, y el capitán

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Wentworth, sin decir palabra, la ayudó a treparal carruaje.

Sí, lo había hecho. Se encontraba sentada en elcoche, y era él quien la había colocado allí, suvoluntad y sus manos lo habían hecho; esto sedebía a la percepción que él tuvo de su fatiga ya su deseo de darle descanso. Se sintió muyafectada al comprobar la disposición de ánimoque abrigaba hacia ella y que todos estos deta-lles ponían de manifiesto. Esta pequeña cir-cunstancia parecía el corolario de todo lo quehabía ocurrido antes. Ella lo entendía. No podíaperdonarla, pero no podía ser descorazonadohacia ella. Pese a condenarla en el pasado, re-cordándolo con justo y gran resentimiento, apesar de no importarle nada de ella y de co-menzar a interesarse por otra, no podía verlasufrir sin el deseo inmediato de darle alivio. Erael resto de los antiguos sentimientos; un impul-so de pura e inconsciente amistad; una pruebade su corazón amable y cariñoso, y ella no po-día contemplar todo esto sin sentimientos con-

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fusos, mezcla de placer y dolor, sin poder decircuál de los dos prevalecía.

Sus respuestas a las atenciones y preguntasde sus compañeros fueron inconscientes alprincipio. Habían andado la mitad del rudosendero antes de que ella comprendiera de loque estaban hablando. Hablaban de “Federico'.

-Ciertamente está interesado en alguna de es-tas dos muchachas, Sofía -decía el almirante-;pero ni él mismo sabe en cuál de las dos. Ya lasha cortejado bastante como para saber a cuálescoger. Ah, esta indecisión es consecuencia dela paz. Si hubiera guerra ya habría escogidohace tiempo. Los marinos, señorita Elliot, nopodemos permitirnos el lujo de hacer un cortejolargo en tiempos de guerra. ¿Cuántos días pa-saron, querida, entre el primer día que te vi yaquel en que nos sentamos juntos en nuestraspropiedades de North Yarmouth?

-Mejor no hablar de ello, querido -dijo Mrs.Croft suavemente-, porque si miss Elliot oyeracuán rápidamente llegamos a entendemos,

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nunca entendería que hayamos sido tan felicesjuntos. Te conocía, sin embargo, de oídas desdemucho antes.

-Y yo había oído hablar de ti como de unamuchacha muy bonita. Por otra parte, ¿quéteníamos que esperar? No me gusta esperarmucho por nada. Desearía que Federico se di-ese prisa y nos trajese a casa una de estas dami-tas de Kellynch. Siempre habrá allí compañíapara ellas. Y en verdad son muy agradables,aunque apenas distingo a una de la otra.

-Muchachas sinceras y de buen carácter real-mente -dijo Mrs. Croft en tono de tranquilo elo-gio, con algo en la manera de hablar que hizopensar a Ana que no consideraba a ninguna delas dos hermanas dignas de casarse con suhermano- y de una familia muy respetable. Nose podría encontrar mejores parientes... ¡Miquerido almirante, ese poste! ¡Nos vamos co-ntra ese poste!

Pero, empuñando ella misma las riendas, evi-tó el peligro; más adelante evitó un surco y el

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caer bajo las ruedas de un coche grande; Ana,ligeramente divertida de la manera de conducirde ambos, unidos sobre las riendas, lo quetambién podía ser un-símbolo de su unión enotros aspectos, se encontró tranquilamente devuelta en su casa.

CAPITULO XI

Se acercaba el tiempo del regreso de LadyRussell. Ya estaba fijado el día. Ana deseabaunirse a ella tan pronto como volviera a esta-blecerse, y pensaba en su próxima partida deKellynch, preguntándose si su paz se veríaamenazada por ello.

Estaría en la misma villa que el capitán Went-worth, sólo a una milla de distancia; frecuenta-rían la misma iglesia y, sin duda, se establecerí-an relaciones entre las dos familias. Eso estabaen contra de ella, pero, por otra parte, él pasabatanto tiempo en Uppercross que el marcharsede allí era más bien como si lo dejara, en vez de

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aproximársele como en verdad ocurría. Por otraparte, en lo que a ella misma concernía, no po-día evitar pensar que salía ganando al cambiarla compañía de María por la de Lady Russell.

Hubiera deseado no ver para nada al capitánWentworth, especialmente en las habitacionesdel Hall, que tan llenas de dolorosos recuerdosestaban para ella, puesto que eran las de susprimeros encuentros. Más aún la preocupaba elposible encuentro del capitán Wentworth conLady Russell. No simpatizaban, y un reencuen-tro no podría acarrear nada bueno. Por otraparte, en caso de verlos juntos a ellos dos, LadyRussell iba a encontrar que él tenía gran domi-nio de sí mismo y ella, muy poco.

Estas cavilaciones eran su preocupaciónmientras preparaba su despedida de Upper-cross, donde creía haber estado ya bastante. Loscuidados que había prodigado al pequeño Car-los llenarían el recuerdo de esos dos meses concierta dulzura; había sido necesaria y útil. Peroel pequeño recobraba fuerzas día a día y ya

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nada justificaba que permaneciese allí.El final de su visita, sin embargo, fue distinto

de todo lo previsto por ella. El capitán Went-worth, después de dos días de ausencia de Up-percross, apareció, relatando los motivos que lohabían alejado. Una carta de su amigo el capi-tán Harville, que por fin había llegado a su po-der, informaba de sus proyectos de establecersecon su familia durante el invierno en Lyme; porconsiguiente, el capitán y sus amigos habíanestado, sin saberlo, a escasas veinte millas eluno del otro. El capitán Harville nunca habíarecobrado enteramente su salud después deuna seria herida recibida dos años antes, y laansiedad que el capitán Wentworth sentía porver a su amigo lo hicieron dirigirse de inmedia-to a Lyme. Estuvo allí veinticuatro horas. Susexcusas fueron aceptadas sin problema; su celoamistoso muy ponderado. Su amigo despertógran interés, y, por último, la descripción de lasbellezas de Lyme llamaron tanto la atención delos miembros de la reunión, que la inmediata

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consecuencia fue un proyecto para ir de excur-sión a ese lugar.

Los jóvenes estaban enloquecidos por conocerLyme. El capitán Wentworth hablaba de volver;Lyme distaba sólo diecisiete millas de Up-percross; a pesar de correr el mes de noviem-bre, el tiempo no era en modo alguno malo, ypor último, Luisa, que era la más ansiosa entrelas ansiosas, habiendo decidido ir, no logró quequebrantaran su propósito las insinuaciones desu padre y su madre para postergar la excur-sión hasta la entrada del verano. Así, pues, aLyme debían ir todos: Carlos, María, Ana, En-riqueta, Luisa y el capitán Wentworth.

La idea al principio fue partir por la mañanay volver por la noche; y así se hubiera hecho deno intervenir mister Musgrove, que pensaba ensus caballos. Por otra parte, pensándolo bien,en el mes de noviembre un solo día no iba adejar mucho tiempo para conocer el lugar, enespecial descontando las siete horas que el malestado de los caminos requería para ir y volver.

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Resolvieron entonces pasar la noche en Lyme yno volver hasta el día siguiente a la hora decenar. Esto fue considerado muchísimo mejorpor todo el grupo. Así, a pesar de haberse re-unido en la Casa Grande bastante temprano adesayunar, y de la puntualidad general, fuebastante después del mediodía cuando los doscarruajes, el de Mr. Musgrove conduciendo alas cuatro señoras, y el carricoche de Carlos, enque éste llevaba al capitán Wentworth, descen-dieron la larga colina en dirección a Lyme yentraron en la tranquila calle del pueblo. Eraevidente que no hubieran tenido tiempo derecorrerla antes que la luz y el calor del día des-aparecieran.

Después de encontrar alojamiento y ordenarla comida en una de las posadas, lo que corres-pondía hacer, por supuesto, era preguntar el ca-mino del mar. Habían llegado a una altura de-masiado avanzada del año para disfrutar decualquier entretenimiento o variedad que Lymepudiera proporcionar como lugar público. Las

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habitaciones estaban cerradas, los huéspedes,retirados; casi no quedaban más familias quelas de los residentes; y, como hay muy pocoque ver en los edificios por sí mismos, lo únicoque los paseantes podían admirar era la notabledisposición del pueblo, con su calle principalcayendo directamente hacia el mar, el camino aCobb, rodeando la pequeña y agradable bahíaque en el verano tiene la animación que le pres-tan las casillas de baños y la grata compañía dela gente; por último, Cobb, con sus antiguasmaravillas y nuevas mejoras, con la hermosalínea de los riscos destacándose al este de laciudad; esto, y no otra cosa, era lo que debíanbuscar los forasteros; y, en realidad, debía serun forastero muy extraño aquel que viendo losencantos de la población no deseara conocerlamejor para descubrir nuevas bellezas, como losalrededores, Charmouth, con sus alturas y sulimpia campiña, y, más aún, su suave bahíaretirada, detrás de negros peñascos, con frag-mentos de roca baja entre las arenas, en donde

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podían sentarse tranquilamente para contem-plar el flujo y reflujo de la marea.

Las gentes de Uppercross pasaron por delan-te de las hospederías, entonces desiertas y me-lancólicas; descendiendo más, se encontraron aorillas del mar, y deteniéndose lo necesariopara mirarlo, continuaron su marcha a Cobb,para cumplir con sus respectivos propósitos,tanto ellos como el capitán Wentworth. En unapequeña casa al pie de un viejo pilar, allí colo-cado desde tiempo inmemorial, vivían los Har-ville. El capitán Wentworth se volvió para visi-tar a su amigo, y los demás continuaron sumarcha hacia Cobb, donde éste habría de re-unírseles más tarde.

No estaban en modo alguno cansados de ad-mirar y vagar. Ni siquiera Luisa creía lejano eltiempo en que se habían separado del capitánWentworth, cuando vieran regresar a ésteacompañado por tres amigos, bien conocidosya para el grupo a través de las descripcionesdel capitán, como Mr. y Mrs. Harville y el capi-

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tán Benwick, que pasaba una temporada conéstos.

El capitán Benwick había sido primer tenientedel Laconia. Al relato que de su carácter habíahecho el capitán Wentworth, al cálido elogioque hizo de él, presentándolo como un joven yeximio oficial, a quien apreciaba muchísimo,habían seguido pequeños detalles sobre su vidaprivada que contribuyeron a volverlo intere-sante ante los ojos de las señoras. Había estadocomprometido en matrimonio con la hermanadel capitán Harville, y por entonces lloraba supérdida. Durante un año o dos habían esperadouna fortuna y una mejora de posición. La for-tuna llegó, siendo su sueldo de teniente bastan-te elevado, y la promoción finalmente, peroFanny Harville no vivió para verlo. Habíamuerto el año anterior mientras él se encontra-ba en el mar. El capitán Wentworth creía impo-sible que un hombre pudiera amar más a unamujer de lo que amó el pobre Benwick a FannyHarville, o alguien que hubiera sido más pro-

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fundamente afectado por la terrible realidad.Creía el capitán Wentworth que este joven erade aquellos que sufren intensamente, uniendosentimientos muy profundos a modales tran-quilos, serios y retirados, un decidido gusto porla lectura y una vida sedentaria. Para hacer aúnmás interesante la historia, su amistad con losHarville se había intensificado a raíz del sucesoque hacía imposible para siempre una alianzaentre ambas familias, y, a la sazón, podía afir-marse que vivía enteramente en compañía delmatrimonio. El capitán Harville había alquiladola casa por medio año; sus gustos, su salud ysus medios económicos no le permitían unaresidencia lujosa, y, por otra parte, estaba cercadel mar.

La magnificencia del país, el aislamiento deLyme en el invierno parecían igualmente apropósito para el estado de ánimo del capitánBenwick. La simpatía y la buena voluntad quetodos sintieron hacia él fue en realidad grande.

“Y sin embargo -pensó Ana mientras iban al

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encuentro del grupo- no creo que sufra másque yo. Sus perspectivas de dicha no puedenhaber terminado tan absolutamente. Es másjoven que yo; más joven de sentimientos encaso de que no lo sea por edad; más joven porser un hombre. Podrá rehacer su vida y ser felizcon alguna otra.”

Se encontraron, y unos y otros fueron presen-tados. El capitán Harville era un hombre alto ymoreno, con un rostro bondadoso y sensible;cojeaba un poco, y su falta de salud y sus fac-ciones más duras le hacían parecer de más edadque el capitán Wentworth. El capitán Benwickparecía, y era, el más joven de los tres, y com-parado con los otros dos era un hombre bajo.Tenía un rostro agradable y un aspecto melan-cólico, tal como le correspondía, y evitaba laconversación.

El capitán Harville, aunque no igualaba losmodales del capitán Wentworth, era un perfec-to caballero, sin afectación, sincero y simpático.Mrs. Harville, ligeramente menos pulida que su

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esposo, parecía igualmente bondadosa y nadapodía ser más grato que su deseo de consideraral grupo como amigos personales, puesto queeran amigos del capitán Wentworth, ni nadamás agradable que la manera de invitar a todospara que comiesen con ellos. La comida, yaordenada en la posada, fue finalmente aceptadacomo excusa, pero parecieron ofendidos de queel capitán Wentworth hubiese llevado un grupode amigos a Lyme sin considerar que debían,como cosa natural, comer con ellos.

Había en todo esto tanto afecto hacia el capi-tán Wentworth, y un encanto tan hechicero enesta hospitalidad tan desusada, tan fuera delcomún intercambio de invitaciones y comidaspor pura fórmula y aburrimiento, que Ana de-bió luchar contra un sentimiento al comprobarque ningún beneficio recibiría ella del encuen-tro con gentes tan encantadoras. “Estos hubie-ran sido mis amigos”, era su doloroso pensa-miento y tuvo que luchar contra una gran de-presión.

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Al salir de Cobb, se dirigieron a la casa encompañía de los nuevos amigos, y encontraronhabitaciones tan pequeñas como sólo aquellosque hacen invitaciones realmente de corazónpodrían haber supuesto capaces de alojar a ungrupo tan numeroso. Ana misma tuvo un mo-mento de sorpresa, pero bien pronto prevale-cieron los sentimientos agradables que surgíanal ver los acomodos y las pequeñas privacionesdel capitán Harville para conseguir el mayorespacio posible, para minimizar las deficienciasdel amueblado y defender ventanas y puertasde las fuertes tormentas que vendrían. La va-riedad en el arreglo de los cuartos, donde losutensilios menos valiosos de uso común con-trastaban con algunos objetos de raras maderas,excelentemente trabajados, y con algunos, cu-riosos y valiosos, provenientes de los distintospaíses que había visitado el capitán Harville,eran más que divertidos para Ana. Todo habla-ba de su profesión, era el fruto de sus labores,la influencia de sus hábitos, y esto, en un marco

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de dicha doméstica, le hacía sentir algo que encierto modo podía compararse con la gratitud.

El capitán Harville no era buen lector, perohabía hecho sitio para unos bonitos estantesque contenían los libros del capitán Benwick, ylos había adornado. Su cojera le impedía hacermucho ejercicio, pero su ingenuidad y su deseode ser útil lo hacían ocuparse constantementeen algo. Engomaba, hacía oficios de carpintero,barnizaba, construía juguetes para los niños,renovaba agujas y alfileres y remendaba, en losratos perdidos, su red de pescar, que descansa-ba en uno de los extremos del cuarto.

Cuando se fueron de la casa, Ana pensó quedejaba atrás una gran felicidad; y Luisa, mien-tras caminaban juntas, tuvo explosiones deadmiración y contento al referirse a la Marina -su manera de ser afectuosa, su camaradería, sufranqueza y su dignidad-, convencida de queeran los hombres mejores y más cariñosos deInglaterra; que solamente ellos sabían vivir,solamente ellos merecían ser respetados y

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amados.Regresaron a vestirse para la cena y el pro-

yecto había dado tan buenos frutos que nadaestaba fuera de lugar, a pesar de que “no era laestación”, y de “no ser tiempo de recorrer Ly-me”, y “de no esperar compañía”, como decíanlos dueños de la posada.

Por entonces se sintió Ana menos inclinada ala compañía del capitán Wentworth de lo queen un principio pudo imaginarse, y el sentarsea la misma mesa con él y el intercambio de cor-tesías propias de la ocasión (nunca fueron másallá) carecían para ella de todo significado. Lasnoches eran demasiado oscuras para que lasseñoras se visitaran a horas que no fueran lasde la mañana, pero el capitán Harville habíaprometido una visita por la noche.

Llegó con su amigo, que era una persona másimportante de lo que esperaban, estando todosde acuerdo en que el capitán Benwick parecíaperturbado por la presencia de tantos descono-cidos. Volvió entre ellos de nuevo, aunque su

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ánimo no parecía adecuarse a la alegría deaquella reunión.

Mientras los capitanes Wentworth y Harvillehablaban en un extremo del cuarto y, recordan-do viejos tiempos, narraban abundantes anéc-dotas para entretener al auditorio, sucedió queAna se sentó más bien lejos, con el capitánBenwick, y un impulso muy bueno de su natu-raleza la forzó a entablar relación con él. Ben-wick era tímido y con tendencia a ensimismar-se, pero la encantadora dulzura del rostro deella y la amabilidad de sus modales pronto sur-tieron efecto, y Ana fue recompensada en suprimer esfuerzo de aproximación. El joven gus-taba mucho de la lectura, sobre todo de la poe-sía, y, además de la certeza de haberle propor-cionado una velada agradable al hablar de te-mas por los cuales sus compañeros no sentíanposiblemente ninguna inclinación, ella tenía laesperanza de serle útil en algunas observacio-nes, como el deber y la utilidad de luchar co-ntra las penas morales, tema que había surgido

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con naturalidad de su conversación. Era tímido,pero no reservado, y parecía contento de notener que reprimir sus sentimientos, habló depoesía, de la riqueza de la actual generación, ehizo una breve comparación entre los poetas deprimera línea, procurando decidirse por Mar-mion, o La dama del lago, analizó el valor deGiauor y La doncella de Abydos, y además, señalocómo debía pronunciarse Giauor, demostrandoestar íntimamente relacionado con los más tier-nos poemas de tal poeta y las apasionadas des-cripciones de desesperado dolor en tal otro.Repetía con voz trémula los versos que descri-bían un corazón deshecho, o un espíritu heridopor la maldad, y se expresaba con tal vehemen-cia, que ella deseó que el joven no sólo leyerapoesía, y dijo que la desgracia de la poesia erael no poder ser gozada impunemente por aque-llos que de ella gozaban en verdad, y que k3sviolentos sentimientos que permitían apreciarlaeran los mismos sentimientos que debían acon-sejarnos la prudencia en su manejo.

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Como el rostro de él no pareciera afligido, si-no, por el contrario, halagado por esta alusión,Ana se atrevió a proseguir, y consciente delderecho que le daba una mayor madurez men-tal, se animó a recomendarle que leyera másobras en prosa, y al preguntarle el joven quéclase de obras, sugirió ella algunas obras denuestros mejores moralistas, algunas coleccio-nes de nuestras cartas más hermosas, algunasmemorias de personas dignas y golpeadas porel dolor, que le parecieron en ese momento in-dicadas para elevar y fortificar el ánimo pormedio de sus nobles preceptos y los ejemplosmás vigorosos de perseverancia moral y reli-giosa.

El capitán Benwick escuchaba con toda aten-ción y parecía agradecer aquel interés, y a pesarde que con una sacudida de la cabeza y algunossuspiros expresó su poca fe en la eficacia detales lecturas para curar un dolor como el suyo,tomó nota de los libros recomendados, prome-tiendo obtenerlos y leerlos.

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Al finalizar la velada, Ana no pudo menosque pensar con ironía en la idea de haber ido aLyme a aconsejar paciencia y resignación a unjoven que nunca había visto; ni pudo dejar depensar, reflexionando más seriamente, que se-mejando a grandes moralistas y predicadores,había sido ella muy elocuente sobre un puntoen el que su propia conducta dejaba algo quedesear.

CAPITULO XII

Ana y Enriqueta, las primeras en levantarseal día siguiente, acordaron bajar a la playa an-tes de desayunar. Llegaron a las arenas y con-templaron el ir y venir de las olas, a las que labrisa del sudeste hacia lucir con toda la bellezaque permitía una playa tan extensa. Alabaronla mañana, se regocijaron con el mar, gozaronde la fresca brisa y guardaron silencio, hastaque Enriqueta, súbitamente, empezó a hablar.

-¡Oh, sí! Estoy convencida de que, salvo raras

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excepciones, el aire de mar siempre es bueno.No cabe duda de que ha sido muy beneficiosopara el doctor Shirley después de su enferme-dad, que tuvo lugar hace un año en la primave-ra. El dice que un mes de permanencia en Lymele ayuda más que todas las medicinas, y que elmar lo hace sentirse rejuvenecido. Pienso quees una lástima que no viva siempre junto almar. Yo creo que debería dejar Uppercross parasiempre y fijar su residencia en Lyme. ¿No leparece, Ana? ¿No cree usted, como yo, que se-ría lo mejor que podría hacer, tanto para él co-mo para Mrs. Shirley? El tiene primos aquí, ymuchos conocidos que harían la estadía de ellamuy animada, y estoy segura de que ella esta-ría contenta de vivir en un lugar donde puedetener a mano los cuidados médicos en caso devolver a enfermar. En verdad, creo que es muytriste que personas excelentes como el doctor ysu señora, que han pasado toda su vida hacien-do el bien, gasten sus últimos días en un lugarcomo Uppercross, donde, aparte de nuestra

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familia, están alejados del mundo. Me gustaríaque sus amigos le propusieran esto al doctor:en realidad creo que deberían hacerlo. En cuan-to a obtener una licencia, creo que no habríadificultad, dados su edad y su carácter. Mi úni-ca duda es que algo pueda persuadirlo a aban-donar su parroquia. ¡Es tan severo y escrupulo-so! Demasiado escrupuloso, en realidad. ¿Nopiensa usted lo mismo, Ana? ¿No cree ustedque es un error que un clérigo sacrifique susalud por deberes que podrían ser igualmentebien cumplidos por otra persona? Por otra par-te, estando en Lyme a una distancia de diecisie-te millas, podría oír de inmediato las noticiasde cualquier irregularidad que sobreviniere.

Ana sonrió más de una vez para sí misma aloír estas palabras, y se interesó en el tema pro-curando ayudar a la joven como antes lo habíahecho con Benwick, aunque en este caso laayuda era sin importancia, pues ¿qué podíaofrecer que no fuera un asentimiento general?Dijo todo lo que era razonable y propio al res-

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pecto; estuvo de acuerdo en que el doctor Shir-ley necesitaba reposo; comprendió cuán desea-ble era que tomara los servicios de algún jovenactivo y respetable como párroco, y fue tan cor-tés que insinuó la ventaja de que el dicho pá-rroco estuviese casado.

-Me gustaría -dijo Enriqueta, muy halagadapor su compañera-, me gustaría que Lady Rus-sell viviera en Uppercross y fuera amiga deldoctor Shirley. He oído decir que Lady Russelles una mujer que influye fuertemente sobretodo el mundo. La considero una persona ca-paz de persuadir a cualquiera. Le temo, por sertan inteligente, pero la respeto muchísimo, yme gustaría tenerla como vecina en Uppercross.

A Ana le causó gracia el agradecimiento deEnriqueta, y que el curso de los acontecimien-tos y de los nuevos intereses de la joven hubie-ran puesto a su amiga en situación favorablecon un miembro de la familia Musgrove; notuvo tiempo, sin embargo, más que para daruna respuesta vaga y desear que tal mujer vi-

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viera en Uppercross, antes de que la charla fue-ra interrumpida por la llegada de Luisa y elcapitán Wentworth. Venían también a pasearantes del desayuno, pero al recordar Luisa, deinmediato, que debía comprar algo en unatienda, los invitó a volver al pueblo. Todos sepusieron a su disposición.

Al llegar a los peldaños por los que se bajabahasta la playa encontraron a un caballero que sepreparaba en ese momento a bajar y que cortés-mente se retiró para cederles el paso. Subierony lo dejaron atrás. Mas, al pasar, Ana observósus ojos, que la miraron con cierta respetuosaadmiración, a la cual no fue ella insensible.

Tenía muy buen aspecto: sus facciones regu-lares y bonitas habían recobrado la frescura dela juventud por obra del saludable aire, y susojos estaban muy animados. Era evidente queel caballero -su aspecto así lo demostraba- laadmiraba muchísimo. El capitán Wentworth lamiró en una forma que evidenciaba haber no-tado el hecho. Fue una rápida mirada, una bri-

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llante mirada que parecía decir: “El hombreestá prendado de ti, y yo mismo, en este mo-mento, creo ver algo de la Ana Elliot de otrora”.Después de acompañar a Luisa en su compra ypasear otro rato, regresaron a la posada, y alpasar Ana de su dormitorio al comedor, casiatropelló al mismo caballero de la playa, quesalía en ese momento de un departamento con-tiguo. En un principio había pensado ella queera un forastero como ellos, suponiendo ade-más que un muchacho de buena apariencia,que habían encontrado arguyendo en las dosposadas que recorrieron, debía ser su criado. Elhecho de que tanto el amo como el presuntocriado llevaran luto parecía corroborar la idea.Era ahora un hecho que se alojaba en la mismaposada que ellos; esté segundo encuentro, pesea su brevedad, probó asimismo, por las mira-das del caballero, que encontraba a Ana encan-tadora, y por la prontitud y propiedad de susmaneras al excusarse, que se trataba de un ver-dadero caballero. Representaba unos treinta

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años, y aunque no puede decirse que fuerahermoso, su persona era sin duda agradable.Ana comprendió que le agradaría saber dequién se trataba.

Acababan de terminar el almuerzo, cuando elruido de un coche (el primero que habían escu-chado desde su llegada a Lyme) atrajo a todoshacia la ventana.

-Era el coche de un caballero, un cochecillo, -comentó un huésped-, que venía desde el esta-blo a la puerta principal. Alguien que se mar-cha seguramente. Lo conducía un criado vesti-do de luto.

La palabra “cochecillo” despertó la curiosi-dad de (arios Musgrove, que en el acto deseócomparar aquel coche con el suyo. l As palabras“un criado de luto” atrajeron la atención deAna, y así, los seis se encontraban en la ventanaen el momento que el dueño del coche, entrelos saludos y cortesías de la servidumbre, tomósu puesto para conducirlo.

-¡Ah! -exclamó el capitán Wentworth, y mi-

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rando de reojo a Ana, arguyó-: es el hombrecon quien nos hemos cruzado.

Las señoritas Musgrove convinieron en ello;todos miraron el coche hasta que desapareciótras la colina, y luego volvieron a la mesa. Elmozo entró en la habitación poco después.

-Haga usted el favor -dijo el capitán Went-worth-, ¿podría decirnos quién es el caballeroque acaba de partir?

-Sí, señor, es un tal Mr. Elliot, un caballero degran fortuna. Llegó ayer procedente de Sid-mouth; posiblemente habrán ustedes oído elcoche mientras se encontraban cenando. Ibaahora hacia Crewherne, camino de Bath y Lon-dres.

-¡Elliot! -Se miraron unos a otros y todos repi-tieron el nombre, antes de que este relato termi-nara, pese a la rapidez del mozo.

-¡Dios mío! -exclamó María-. ¡Este Mr. Elliotdebe ser nuestro primo, no cabe duda! Carlos,Ana, ¿no les parece a ustedes así? De luto, talcomo debe estar. ¡Es extraordinario! ¡En la

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misma posada que nosotros! Ana, ¿este misterElliot no es el próximo heredero de mi padre?Haga usted el favor -dirigiéndose al mozo-, ¿noha oído a su criado decir si pertenecía a la fami-lia Kellynch?

-No, señora; no ha mencionado ninguna fami-lia determinada. Pero el criado dijo que su amoera un caballero muy rico y que sería barónalgún día.

-¡Eso es! -exclamó María extasiada-. Tal comolo he dicho. ¡El heredero de Sir Walter Elliot! Yasabía yo que llegaríamos a saberlo. Es en ver-dad una circunstancia que los criados se encar-garán de difundir por todas partes. ¡Ana, ima-gina qué extraordinario! Me hubiera agradadomirarlo más detenidamente. Me hubiera agra-dado saber a tiempo de quién se trataba parapoder ser presentados. ¡Es en verdad una lás-tima que no hayamos sido presentados! ¿Lesparece a ustedes que tiene el aspecto de la fami-lia Elliot? Me sorprende que sus brazos no mehayan llamado la atención. Pero la gran capa

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ocultaba sus brazos; si no, estoy cierta de quelos hubiera observado. Y la librea también. Si elcriado no hubiera estado de luto lo habríamosreconocido por la librea.

-Considerando todas estas circunstancias -dijo el capitán Wentworth-, debemos creer- quefue la mano de la naturaleza la que impidió quefuésemos presentados a su primo.

Cuando pudo llamar la atención de María,Ana serenamente trató de convencerla de quesu padre y mister Elliot, por largos años, nohabían estado en tan buenas relaciones comopara hacer deseable una presentación.

Sentía al mismo tiempo la satisfacción de ha-ber visto a su primo y de saber que el futurodueño de Kellynch era sin discusión un caballe-ro y daba la impresión de poseer buen sentido.Bajo ninguna circunstancia mencionaría que lohabía encontrado por segunda vez. A Dios gra-cias, María no había intentado ningunaaproximación en su primer encuentro, pero eraindiscutible que no estaría conforme con su

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segundo encuentro, en el cual Ana había huidocasi del corredor, recibiendo sus excusas mien-tras que María no había tenido ocasión de estarcerca de él. Sí: aquella entrevista debía quedarsecreta.

-Naturalmente -dijo María-, deberás mencio-nar nuestro encuentro con Mr. Elliot la próximavez que escribas a Bath. Mi padre debe saberlo.Cuéntale todo.

Ana no respondió nada, porque se trataba deuna circunstancia que creía no sólo innecesariade ser comunicada, sino que no debía mencio-narse para nada. Bien sabía la ofensa que variosaños atrás había recibido su padre. Sospechabala parte que Isabel había compartido en esto. Y,por otra Parte, la sola idea de mister Elliotsiempre causaba desagrado a los dos. Maríajamás escribía a Bath; la tarea de mantener unainsatisfactoria correspondencia con Isabel reca-ía sobre Ana.

Hacía ya largo rato que habían terminado dedesayunar cuando se les reunieron el capitán

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Harville, su esposa y el capitán Benwick, conquienes habían convenido dar un último reco-rrido a Lyme. Pensaban partir para Uppercrossalrededor de la una, y mientras la hora llegabapasearían todos juntos al aire libre.

Ana encontró al capitán Benwick, aproximán-dosele tan pronto como estuvieron en la calle.Su conversación de la velada precedente lopredisponía a buscar la compañía de ella nue-vamente. Y marcharon juntos por cierto tiempo,conversando como la vez anterior de Mr. Scotty Lord Byron, y como la vez anterior, al igualque muchos otros lectores, no se hallaron capa-ces de discernir exactamente los méritos de unoy otro, hasta que un cambio general en la parti-da de caminantes trajo a Ana al lado del capitánHarville.

-Miss Elliot -dijo éste hablando en voz másbien baja-, ha hecho usted un gran bien hacien-do conversar tanto a este pobre muchacho. De-searía que pudiese disfrutar de su compañíamás a menudo. Es muy malo para él estar

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siempre solo, pero ¿qué podemos hacer noso-tros? No podemos, por otra parte, separamosde él.

-Lo comprendo -dijo Ana-. Pero con el tiem-po... bien sabe usted qué gran influencia tieneel tiempo sobre cualquier aflicción... Y no debeolvidar, capitán Harville, que nuestro amigohace poco tiempo que guarda luto... Creo quesucedió el último verano, ¿no es así?

-Así es; en junio... -dijo dando un profundosuspiro.

-Y es posible que haga menos tiempo aún queél lo supo... -Lo supo en la primera semana deagosto, cuando volvió del Cabo, en el Grappler.Yo estaba en Plymouth y temía encontrarlo. Elenvió cartas pero el Grappler debía ir a Ports-mouth. Hasta allí debieron llegarle las noticias,¿pero quién se hubiera atrevido a decírselo caraa cara? Yo no. Hubiera preferido ser colgado.Nadie hubiese podido hacerlo, con excepciónde ese hombre -señaló al capitán Wentworth-.El Laconia había llegado a Plymouth la semana

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anterior, y no iba a ser mandado a la mar nue-vamente. El había aprovechado la ocasión paradescansar.

“Escribió pidiendo licencia, pero sin esperarla respuesta, cabalgó día y noche hasta Ports-mouth, se precipitó en el Grappler y no abando-nó _ al desdichado joven desde aquel instantepor espacio de una semana. ¡Ningún otrohubiera podido salvar al pobre James! Ya pue-de usted imaginar, miss Elliot, cuánto lo esti-mamos por esto.

Ana parecía un poco confusa, y respondió se-gún se lo permitieron sus sentimientos, o mejordicho, lo que él podía soportar, puesto que elasunto era para él tan doloroso que no pudocontinuar con el mismo tema, y cuando volvióa hablar, lo hizo refiriéndose a otra cosa.

Mrs. Harville, juzgando que su esposo habríacaminado bastante cuando llegaran a casa, di-rigió al grupo en lo que había de ser su últimopaseo. Deberían acompañar al matrimonio has-ta la puerta de su residencia, y luego regresar y

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preparar la partida. Según calcularon, teníatiempo justo para todo eso; pero cuando llega-ron cerca de Cobb sintieron un deseo unánimede caminar por allí una vez más. Estaban tandispuestos, y Luisa mostró pronto tanta deter-minación, que juzgaron que un cuarto de horamás no haría gran diferencia. Así, pues, contodo el pesar e intercambio de promesas e invi-taciones imaginables se separaron del capitán yde la señora Harville en su misma Puerta; y,acompañados por el capitán Benwick, que pa-recía querer estar con ellos hasta el final, se en-caminaron a dar un verdadero adiós a Cobb.

Ana se encontró una vez más junto al capitánBenwick. Los oscuros mares azules de Lord Byronvolvían con el panorama, y así Ana, de buenavoluntad, prestó al joven cuanta atención le fueposible, porque pronto ésta fue forzosamentedistraída en otro sentido.

Había demasiado viento para que la parte al-ta de Cobb resultase agradable a las señoras, yconvinieron en descender a la parte baja, y to-

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dos estuvieron contentos de pasar rápida yquietamente bajo el escarpado risco, todos me-nos Luisa. Debió ser ayudada a saltar allí por elcapitán Wentworth. En todos los paseos quehabían hecho, él debió ayudarla a saltar lospeldaños y la sensación era deliciosa para ella.La dureza del pavimento amenazaba esta vezlastimar los pies de la joven, y el capitán temíaesto vagamente. Sin embargo, la esperó mien-tras saltaba y todo sucedió a la perfección, tantoque, para mostrar su contento, ella trepó otravez de inmediato para saltar otra vez. El la pre-vino, temiendo que la sacudida resultase muyviolenta, pero razonó y habló en vano; ella son-rió y dijo: “Quiero y lo haré”. El tendió pues losbrazos para recibirla, pero Luisa se apresuró lafracción de un segundo y cayó como muertasobre el pavimento de la baja Cobb.

No había herida ni sangre visibles, pero susojos estaban cerrados, no se escuchaba su respi-ración, y su semblante parecía el de un muerto.¡Con qué horror la contemplaron todos!

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El capitán Wentworth, que la había levanta-do, se arrodilló con ella en sus brazos, mirándo-la con un rostro tan pálido como el de ella, ensu agonía silenciosa.

-¡Está muerta!, ¡está muerta! -gritó Maríaabrazando a su esposo y contribuyendo con supropio horror a mantenerlo inmóvil de espanto.Enriqueta, desmayándose ante la idea de suhermana muerta, hubiera caído también al pa-vimento de no impedirlo Ana y el capitánBenwick, que la sostuvieron a tiempo.

-¿No hay quién pueda ayudarme? -fueron lasprimeras palabras del capitán Wentworth, entono desesperado y como si hubiera perdidotoda su fuerza.

-¡Acudan a él! -gritó Ana-. ¡Por el amor deDios, acudan a él! -Dirigiéndose a Benwick-: Yopuedo sostenerla. Déjeme y vaya a él. Frótenlelas manos, los miembros; aquí hay sales, tóme-las usted, tómelas.

El capitán Benwick obedeció y Carlos, librán-dose de su esposa, acudió al mismo tiempo.

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Luisa fue levantada entre todos, y todo lo queAna indicó se hizo, pero en vano. El capitánWentworth, apoyándose contra el muro, ex-clamaba en la más amarga consternación:

-¡Oh, Dios! ¡Su padre y su madre!-¡Un cirujano! -dijo Ana.El escuchó la palabra y su ánimo pareció re-

nacer de pronto, diciendo solamente:-¡Un cirujano, eso es, un cirujano!Se dispuso a partir, cuando Ana sugirió:-¿No será mejor que vaya el capitán Benwick?

El sabe dónde encontrar un cirujano.Cualquiera capaz de pensar en aquellos mo-

mentos había comprendido la ventaja de laidea, y al instante (todo esto pasaba vertigino-samente) el capitán Benwick había soltado enbrazos del hermano la pobre figura desmayaday partía a la ciudad a toda prisa.

En cuanto a los que quedaron, con dificultadpodría decirse de los que conservaban sus sen-tidos, quién sufría más, si el capitán Went-worth, Ana o Carlos, quien siendo en verdad

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un hermano cariñoso, sollozaba amargamente yno podía apartar los ojos de sus dos hermanasmás que para encontrar la desesperación histé-rica de su esposa, quien reclamaba de él con-suelo que no podía prestarle.

Ana, atendiendo con toda su fuerza, celo einstintos a Enriqueta, trataba aún a intervalos,de animar a los otros, tranquilizando a María,animando a Carlos, confortando al capitánWentworth. Ambos parecían contar con ellapara cualquier decisión.

-¡Ana!, ¡Ana! -clamaba Carlos-, ¿qué debemoshacer después? Por Dios, ¿qué debemos hacer?

Los ojos del capitán Wentworth estaban tam-bién vueltos a ella.

-¿No es mejor llevarla a la posada? Sí, lle-vémosla suavemente hasta la posada.

-Sí, sí, a la posada -repitió el capitán Went-worth, algo aliviado, y deseoso de hacer algo-.Yo la llevaré, Musgrove, encárguese usted delos demás.

Por entonces, el rumor del accidente había co-

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rrido entre los pescadores y boteros de Cobb,, ymuchos se habían acercado a ofrecer sus servi-cios, o a disfrutar de la vista de una jovenmuerta, mejor dicho, de dos jóvenes muertas,que eso parecían, lo que por cierto era una cosapoco usual, digna de ser vista y repetida. A losque tenían mejor aspecto les fue confiada Enri-queta, quien, a pesar de haber vuelto algo en sí,no era aún capaz de caminar sin apoyo. Así,con Ana a su lado y Carlos atendiendo a suesposa, se pusieron en marcha con sentimientosinenarrables, sobre el mismo camino por el quehacía tan poco, ¡tan poco!, habían pasado con elcorazón rebosante.

No habían salido de Cobb, cuando los Harvi-lle se les reunieron. Habían visto pasar a todaprisa al capitán Benwick con un rostro descom-puesto, y habían sido informados de todomientras se encaminaban al lugar. No obstantela conmoción, el capitán Harville conservabasus nervios y su sentido común, que desde lue-go se volvían inapreciables en el momento. Una

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mirada cambiada entre él y su esposa resolviólo que debía hacerse. La llevarían a casa deellos -todos debían ir a su casa- y esperar allí lallegada del doctor. No querían oír ninguna ex-cusa; fueron obedecidos. Luisa fue llevada arri-ba siguiendo las indicaciones de la señora Har-ville, quien le proporcionó su propio lecho, suasistencia, medicinas y sales, mientras su espo-so proporcionaba calmantes a los demás.

Luisa había abierto una vez los ojos, perovolvió a cerrarlos; parecía del todo inconscien-te. Esta prueba de vida había sido, sin embargo,útil a su hermana. Enriqueta, absolutamenteincapaz de permanecer en el mismo cuarto conLuisa, entre el miedo y la esperanza, no podíarecobrar sus sentidos. María, por su parte, pa-recía calmarse poco a poco.

El médico llegó antes de lo que parecía posi-ble. Todos sufrieron horrores mientras duró elexamen, pero el cirujano no perdió la esperan-za. La cabeza había recibido una seria contu-sión, pero había visto contusiones más graves

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que no habían resultado fatales; en modo algu-no parecía descorazonado: hablaba confiada-mente.

Nadie se había atrevido a concebir un desen-lace que no fuese desgraciado. De allí la dichaprofunda y silenciosa experimentada por todos,después de dar gracias al cielo.

El tono y la mirada con que el capitán Went-worth dijo: “¡A Dios gracias!”, fueron algo queAna jamás olvidaría. Tampoco habría de olvi-dar cuando, más tarde, con los brazos cruzadossobre la mesa, como vencido por sus emocio-nes, parecía querer calmarse por medio de laoración y la reflexión.

Los miembros de Luisa estaban a salvo; sólola cabeza había sido dañada. Era el momento,entonces, de pensar qué convenía hacer pararesolver la situación general planteada. Podíanahora hablar y consultarse. Que Luisa debíaquedarse allí, a pesar de la molestia que expe-rimentaban todos de abusar de los Harville, eraalgo que no admitía dudas. Llevársela era im-

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posible. Los Harville silenciaron todo escrúpu-lo, y, en cuanto les fue posible, toda gratitud.Habían preparado y arreglado todo antes quelos demás tuvieran tiempo de pensar. El capi-tán Benwick les dejaría su habitación y conse-guiría una cama en cualquier parte; todo estabaarreglado. El único problema era que la casa nopodía albergar a más gente. Sin embargo, “po-niendo a los niños en la habitación de la criada”o “colgando una cortina de alguna parte”, po-dían albergarse dos a tres personas si es quedeseaban quedarse. En cuanto a la asistencia dela señorita Musgrove, no debía haber ningúnreparo en dejarla enteramente bajo el cuidadode la señora Harville, quien era una enfermeraexperimentada, y también lo era su criada,quien la había acompañado a muchos sitios yestaba a su servicio desde hacía tiempo. Entrelas dos la atenderían día y noche. Todo esto fuedicho con verdad y sinceridad irresistibles.

Carlos, Enriqueta y el capitán Wentworthconsultaban algo entre ellos: Uppercross, la

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necesidad de que alguien vaya a Uppercross...dar las noticias..., la sorpresa de los señoresMusgrove a medida que el tiempo pasaba sinverlos llegar..., el haber tenido que partir hacíauna hora..., la imposibilidad de estar allí a unahora razonable... Al principio no podían másque exclamar, pero después de un rato dijo elcapitán Wentworth:

-Debemos decidirnos ahora mismo. Todo mi-nuto es precioso. Alguien debe ir a Uppercross;Musgrove, usted o yo debemos ir.

Carlos asintió, pero declaró que no deseaba ir.Molestaría lo menos posible a los señores Har-ville, pero de ninguna manera deseaba o podíaabandonar a su hermana en ese estado. Así lohabía decidido; Enriqueta, por su parte, declarólo mismo. Sin embargo, muy pronto se la hizocambiar de idea. ¡La inutilidad de su estadía!...¡Ella, que no había sido capaz de permaneceren la habitación de Luisa, o mirarla, con aflic-ciones que la tornaban inútil para cualquierayuda eficaz! Se la obligó a reconocer que no

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podía hacer nada bueno. Pese a ello no queríapartir hasta que se le recordó a sus padres; con-sintió entonces, deseosa de volver a casa.

Ya estaba el plan arreglado, cuando Ana, vol-viendo en silencio del cuarto de Luisa, no pudomenos que oír lo que sigue, porque la puerta dela sala estaba abierta:

-Está, pues, arreglado, Musgrove -decía el ca-pitán Wentworth-, usted se quedará aquí y yoacompañaré a su hermana a casa. La señoraMusgrove, naturalmente, deseará volver juntoa sus hijos. Para ayudar a la señora Harville noes necesario más que una persona, y si Anaquiere quedarse, nadie es más capaz que ella enestas circunstancias.

Ana se detuvo un momento para reponersede la emoción de oírse nombrar. Los demásasintieron calurosamente las palabras del capi-tán, y entonces entró Ana.

-Usted se quedará, estoy seguro -exclamó él-,se quedará y la cuidará. -Se había vuelto a ella yle hablaba con una viveza y una gentileza tales

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que parecían pertenecer al pasado. Ana se son-rojó intensamente, y él, recobrándose, se alejó.Ella manifestó al punto su voluntad de quedar-se. Era lo que había pensado. Una cama en elcuarto de Luisa, si la señora Harville deseabatomarse la molestia, era cuanto se precisaba.

Un punto más y todo estaría arreglado. Lomás probable era que los señores Musgroveestuvieran alarmados ya por la tardanza, y co-mo el tiempo que demorarían en llevarlos devuelta los caballos de Uppercross sería dema-siado largo, convinieron entre el capitánWentworth y Carlos Musgrove que sería mejorque el primero tomase un coche en la posada ydejase el carruaje y los caballos del señor Mus-grove hasta la mañana siguiente, cuando ade-más se pudieran enviar nuevas noticias delestado de Luisa.

El capitán Wentworth se apresuraba por- suparte en arreglar todo, y las señoras prontohicieron lo mismo. Sin embargo, cuando Maríasupo del plan, la paz terminó. Se sentía terri-

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blemente ultrajada ante la injusticia de quererenviarla de vuelta y dejar a Ana en el puestoque le correspondía a ella. Ana, que no era pa-rienta de Luisa mientras que ella era su herma-na, y le correspondía el derecho de permanecerallí en el lugar que debía ser de Enriqueta. ¿Porqué no había de ser ella tan útil como Ana?¡Tener que volver a casa, y, para colmo, sin Car-los..., sin su esposo! ¡No, aquello era demasiadopoco bondadoso! Al poco rato había dicho másde lo que su esposo podía soportar, y comodesde el momento que él abandonaba el planprimitivo nadie podía insistir, el reemplazo deAna por María se hizo inevitable.

Ana jamás se había sometido de más malagana a los celos y malos juicios de María, peroasí debía hacerse. El capitán Benwick, acompa-ñándola a ella y Carlos a su hermana, partieronen dirección al pueblo. Recordó por un momen-to, mientras se alejaban, las escenas que losmismos parajes habían contemplado durante lamañana. Allí había oído ella los proyectos de

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Enriqueta para que el doctor Shirley dejaseUppercross; allí había visto la primera vez aMr. Elliot; todo ahora desaparecía ante Luisa,para aquellos que se vieran envueltos en suaccidente.

El capitán Benwick era muy atento con Ana y,unidos por las angustias pasadas durante eldía, ella sentía inclinación hacia él y hasta ciertasatisfacción ante el pensamiento de que ésta eraquizás una ocasión de estrechar su conocimien-to.

El capitán Wentworth los esperaba, y un co-che para cuatro, estacionado para mayor co-modidad en la parte baja de la calle, estabatambién allí. Pero su sorpresa ante el cambio deuna hermana por la otra, el cambio de su fiso-nomía, lo atónito de sus expresiones, mortifica-ron a Ana, o mejor dicho, la convencieron deque tenía valor solamente en aquello en quepodía ser útil a Luisa.

Procuró aparecer tranquila y ser justa. Sin lossentimientos de una Ema por su Enrique,

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hubiera atendido a Luisa con un celo más alláde lo común, por afecto a él; esperaba que nofuera injusto al suponer que ella abandonabatan rápidamente los deberes de amiga.

Entre tanto ya estaba en el coche. Las habíaayudado a subir y se había colocado entre ellas.De esta manera, en estas circunstancias, llenade sorpresa y de emoción, Ana dejó Lyme. Có-mo transcurriría el largo viaje, en qué ánimoestarían, era algo que ella no podía prever. Sinembargo, todo pareció natural. El hablaba,siempre con Enriqueta, volviéndose hacia ellapara atenderla o animarla. En general, su voz ysus maneras parecían estudiadamente tranqui-las. Evitar agitaciones a Enriqueta parecía loprincipal. Sólo una vez, cuando comentaba éstael desdichado paseo a Cobb, lamentando haberido allí, pareció dejar libres sus sentimientos:

-No diga nada, no hable usted de ello -excla-mó-. ¡Oh, Dios, no debí haberla dejado en elfatal momento seguir su impulso! ¡Debí cum-plir con mi deber! ¡Pero estaba tan ansiosa y tan

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resuelta! ¡Querida, encantadora Luisa!Ana se preguntó si no pensaría él que muchas

veces vale más un carácter persuasivo que lafirmeza de un carácter resuelto.

Viajaban a toda velocidad. Ana se sorprendióde encontrar tan pronto los mismos objetos ycolinas que suponía más distantes. La rapidezde la marcha y el temor al final del viaje hacíanparecer el camino mucho más corto que el díaanterior. Estaba bastante oscuro, sin embargo,cuando llegaron a los alrededores de Upper-cross; habían guardado silencio por ciertotiempo. Enriqueta se había recostado en elasiento con un chal sobre su rostro, llorandohasta quedarse dormida. Cuando ascendíanpor la última colina, el capitán Wentworthhabló a Ana. Dijo con voz recelosa:

-He estado pensando lo que nos convienehacer. Ella no debe aparecer en el primer mo-mento. No podría soportarlo. Me parece que lomejor es que se quede usted en el coche conella, mientras yo veo a los señores Musgrove.

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¿Le parece a usted una buena idea?Ana asintió; él pareció satisfecho y no dijo

más. Pero el recuerdo de que le hubiera dirigi-do la palabra la hacía feliz; era una prueba deamistad, una deferencia hacia su buen criterio,un gran placer. Y a pesar de ser casi una despe-dida, el valor de la consulta no se desvanecía.

Cuando las inquietantes nuevas fueron comu-nicadas en Uppercross y los padres estuvierontan tranquilos como las circunstancias permití-an, y la hija, satisfecha de encontrarse entreellos, Wentworth anunció su decisión de volvera Lyme en el mismo coche. Cuando los caballoshubieron comido, partió.

CAPITULO XIII

El resto del tiempo que Ana había de pasaren Uppercross, nada más que dos días, los pasóen la Casa Grande, y la satisfizo sentirse útilallí, tanto como compañía inmediata, comoayudando a los preparativos para el futuro, que

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la intranquilidad de los señores Musgrove noles permitía atender.

A la siguiente mañana, temprano, recibieronnoticias de Lyme; Luisa seguía igual. Ningúnsíntoma grave había aparecido. Horas más tar-de, llegó Carlos para dar noticias más detalla-das. Estaba de bastante buen ánimo. No podíaesperarse una recuperación rápida, pero el casomarchaba tan bien como la gravedad del golpelo permitía. Hablando de los Harville, le pare-cía increíble la bondad de esta gente, en espe-cial los desvelos de la señora Harville comoenfermera. En verdad, no dejó a María nadapor hacer. Esta y él habían sido persuadidos devolverse a la posada a la mañana siguiente.María se había puesto histérica por la mañana.Cuando él salió, ella se disponía a salir de pa-seo con el capitán Benwick, lo que suponía leharía bien. Carlos casi se alegraba de qué nohubiese vuelto a casa el día anterior, pero laverdad era que la señora Harville no dejaba anadie nada por hacer.

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Carlos pensaba volver a Lyme en la mismatarde, y su padre tuvo un momento la intenciónde acompañarlo, pero las señoras no se lo per-mitieron. No haría sino aumentar las molestiasde los otros, e intranquilizarse más; un planmucho mejor fue propuesto y se siguió. Se en-vió un coche a Crewherne por una persona quesería mucho más útil; la antigua niñera de lafamilia, quien, habiendo educado a todos losniños hasta ver al mimado y delicado Harry enel colegio, vivía por entonces en la desiertahabitación de los pequeños, remendando me-dias, componiendo todas las abolladuras ydesperfectos que caían en sus manos y que,naturalmente, se sintió muy feliz de ir a ayudary atender a la querida señorita Luisa. Vagosdeseos de enviar allí a Sarah surgieron en laseñora Musgrove y en Enriqueta, pero sin Anaaquello podía resolverse difícilmente.

Al día siguiente quedaron en deuda con Car-los Hayter. Tomó como cosa propia el ir a Ly-me, y las noticias que trajo fueron aún más

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alentadoras. Los momentos en los que recupe-raba el sentido parecían más frecuentes. Todaslas noticias comunicaban que el capitán Went-worth continuaba inconmovible en Lyme.

Ana debía dejarlos al día siguiente y todostemían este acontecimiento. ¿Qué harían sinella? Muy mal podían consolarse entre sí. Ytanto dijeron en este sentido que Ana no tuvomás recurso que comunicar a todos su deseosecreto: que fueran a Lyme en seguida. Poco lecostó persuadirlos; decidieron irse a la mañanasiguiente, alojarse en alguna posada y aguardarallí hasta que Luisa pudiese ser trasladada. De-bían evitar toda molestia a las buenas gentesque la cuidaban: debían al menos aliviar a laseñora Harville del cuidado de sus hijos; y, engeneral, estuvieron tan contentos de la decisión,que Ana se alegró de lo que había hecho, ypensó que la mejor manera de pasar su últimamañana en Uppercross era ayudando a los pre-parativos de ellos y enviándolos allá a tempra-na hora, aunque el quedar sola en la desierta

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casa fuese la consecuencia inmediata.¡Ella era la última, con excepción de los niños

en la quinta, la última de todo el grupo quehabía animado y llenado ambas casas, dando aUppercross su carácter alegre! ¡Gran cambio, enverdad, en tan pocos días!

Si Luisa sanaba, todo estaría nuevamentebien. Habría aún más felicidad que antes. Nocabía duda, al menos para ella, de lo que segui-ría a la recuperación. Unos pocos meses, y elcuarto, ahora desierto, habitado sólo por susilencio, sería nuevamente ocupado por la ale-gría, la felicidad y el brillo del amor, por todoaquello que menos en común tenía con AnaElliot.

Una hora sumida en estas reflexiones, en unsombrío día de noviembre, con una lloviznaempañando los objetos que podían verse desdela ventana, fue suficiente para hacer más quebienvenido el sonido del coche de Lady Russelly, pese al deseo de irse, no pudo abandonar laCasa Grande, o decir adiós desde lejos a la

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quinta, con su oscura y poco atractiva terraza, omirar a través de los empañados cristales lashumildes casas de la villa, sin sentir pesadum-bre en su corazón. Las escenas pasadas en Up-percross lo volvían precioso. Tenía el recuerdode muchos dolores, intensos una vez, pero aca-llados en ese momento y también algunos mo-mentos de sentimientos más dulces, atisbos deamistad y de reconciliación, que nunca másvolverían y que nunca dejarían de ser un pre-cioso recuerdo. Todo esto dejaba tras de sí...todo, menos el recuerdo.

Ana no había regresado a Kellynch desde supartida de casa de Lady Russell en septiembre.No había sido necesario, y las ocasiones que sele presentaron las había evitado. Ahora iba aocupar su puesto en los modernos y elegantesapartamentos, bajo los ojos de su señora.

Alguna ansiedad se mezclaba a la alegría deLady Russell al volver a verla. Sabía quiénhabía frecuentado Uppercross. Pero felizmenteAna había mejorado de aspecto y apariencia o

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así lo imaginó la dama. Al recibir el testimoniode su admiración, Ana secretamente la compa-ró con la de su primo y esperó ser bendecidacon el milagro de una segunda primavera dejuventud y belleza.

Durante la conversación comprendió que ha-bía también un cambio en su espíritu. Los asun-tos que habían llenado su corazón cuando dejóKellynch, y que tanto había sentido, parecíanhaberse calmado entre los Musgrove, y eran ala sazón de interés secundario. Hasta habíadescuidado a su padre y hermana y a Bath. Lomás relevante parecía ser lo de Uppercross, ycuando Lady Russell volvió a sus antiguas es-peranzas y temores y habló de su satisfacciónde la casa de Camden Place, que había alquila-do, y su satisfacción de que Mrs. Clay estuvieseaún con ellos, Ana se avergonzó de cuánta másimportancia tenían para ella Lyme y LuisaMusgrove, y todas las personas que conocieraallí; cuánto más interesante era para ella laamistad de los Harville y del capitán Benwick,

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que la propia casa paterna en Camden Place, ola intimidad de su hermana con la señora Clay.Tenía que esforzarse para aparentar ante LadyRussell una atención similar en asuntos que, eraobvio, debían interesarle más.

Hubo cierta dificultad, al principio, al tratarotro asunto. Hablaban del accidente de Lyme.No hacía cinco minutos de la llegada de LadyRussell, el día anterior, cuando fue informadaen detalle de todo lo ocurrido, pero ella desea-ba averiguar más, conocer las particularidades,lamentar la imprudencia y el fatal resultado, ynaturalmente el nombre del capitán Wentworthdebía ser mencionado por las dos. Ana tuvoconciencia de que no tenía ella la presencia deánimo de Lady Russell. No podía pronunciar elnombre y mirar a la cara a Lady Russell hastano haberle informado brevemente a ésta de loque ella creía existía entre el capitán y Luisa.Cuando lo dijo, pudo hablar con más tranquili-dad.

Lady Russell no podía hacer más que escu-

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char y desear felicidad a ambos. Pero en su co-razón sentía un placer rencoroso y despectivoal pensar que el hombre que a los veintitrésaños parecía entender algo de lo que valía AnaElliot, estuviera entonces, ocho años más tarde,encantado por una Luisa Musgrove.

Los primeros tres o cuatro días pasaron sinsobresaltos, sin ninguna circunstancia excepcio-nal, como no fueran una o dos notas de Lyme,enviadas a Ana, no sabía ella cómo, y que infor-maban satisfactoriamente de la salud de Luisa.Pero la tranquila pasividad de Lady Russell nopudo continuar por más tiempo, y el ligero to-no amenazante del pasado volvió en tono deci-dido:

-Debo ver a Mrs. Croft; debo verla pronto,Ana. ¿Tendrá usted el valor de acompañarme avisitar aquella casa? Será una prueba para no-sotras dos.

Ana no rehusó; muy por el contrario, sus sen-timientos fueron sinceros cuando dijo:

-Creo que usted será quien sufra más. Sus

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sentimientos son más difíciles de cambiar quelos míos. Estando en la vecindad, mis afectos sehan endurecido.

Podrían haber dicho algo más sobre el asunto.Pero tenía tan alta opinión de los Croft y consi-deraba a su padre tan afortunado con sus inqui-linos, creía tanto en el buen ejemplo que recibi-ría toda la parroquia, así como de las atencionesy alivio que tendrían los pobres, que, aunqueapenada y avergonzada por la necesidad delreencuentro, no podía menos que pensar quelos que se habían ido eran los que debían irse, yque, en realidad, Kellynch había pasado a me-jores manos. Esta convicción, desde luego, eradolorosa, y muy dura, pero serviría para pre-venir el mismo dolor que experimentaría LadyRussell al entrar nuevamente en la casa y reco-rrer las tan conocidas dependencias.

En tales momentos Ana no podría dejar dedecirse a sí misma: “¡Estas habitaciones deberí-an ser nuestras! ¡Oh, cuánto han desmerecidoen su destino! ¡Cuán indignamente ocupadas

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están! ¡Una antigua familia haber sido arrojadade esa manera! ¡Extraños en un lugar que no lescorresponde!” No, por cierto, con excepción decuando recordaba a su madre y el lugar en queella acostumbraba sentarse y presidir. Cierta-mente no podría pensar así.

Mrs. Croft la había tratado siempre con unaamabilidad que le hacía sospechar una secretasimpatía. Esta vez, al recibirla en su casa, lasatenciones fueron especiales.

El desgraciado accidente de Lyme fue prontoel centro de la conversación. Por lo que sabíande la enferma era claro que las señoras habla-ban de las noticias recibidas el día anterior, yasí se supo que el capitán Wentworth habíaestado en Kellynch el último día (por primeravez desde el accidente) y de allí había despa-chado a Ana la nota cuya procedencia ella nohabía podido explicar, y había vuelto a Lyme,al parecer sin intenciones de volver a alejarsede allí. Había preguntado especialmente porAna. Había hablado de los esfuerzos realizados

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por ella, ponderándolos. Eso fue hermoso... y lecausó más placer que cualquier otra cosa.

En cuanto a la catástrofe en sí misma, era juz-gada solamente en una forma por las tranquilasseñoras, cuyos juicios debían darse sólo sobrelos hechos. Concordaban en que había sido elresultado de la irreflexión y de la imprudencia.Las consecuencias habían sido alarmantes yasustaba aun pensar cuánto había sufrido ella;con una rápida mirada alrededor después decurada, cuán fácil sería que continuara sufrien-do del golpe. El almirante concretó todo estodiciendo:

-¡Ay, en verdad es un mal negocio! Una nue-va manera de hacer la corte es ésta. ¡Un jovenrompiendo la cabeza a su pretendida! ¿No esasí, miss Elliot? ¡Esto sí que se llama romperuna cabeza y hacer una bonita mezcla!

Las maneras del almirante Croft no eran delagrado de Lady Russell, pero encantaban aAna. La bondad de su corazón y la simplicidadde su carácter eran irresistibles.

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-En verdad esto debe de ser muy malo parausted -dijo de pronto, como despertando de unensueño-, venir y encontrarnos aquí. No habíapensado en ello antes, lo confieso, pero debe deser muy malo... Vamos, no haga ceremonias.Levántese y recorra todas las habitaciones de lacasa, si así lo desea.

-En otra ocasión, señor. Muchas gracias, perono ahora.

-Bien, cuando a usted le convenga. Puede re-correr cuanto guste. Ya encontrará nuestros pa-raguas colgando detrás de la puerta. Es unbuen lugar, ¿verdad? Bien -recobrándose-, us-ted no creerá que éste es un buen lugar porqueustedes los guardaban siempre en el cuarto delcriado. Así pasa siempre, creo. La manera quetiene una persona de hacer las cosas puede sertan buena como la de otra, pero cada cual quie-re hacerlo a su manera. Ya juzgará usted por símisma, si es que recorre la casa.

Ana, sintiendo que debía negarse, lo hizo así,agradeciendo mucho.

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-¡Hemos hecho pocos cambios, en verdad! -continuó el almirante, después de pensar unmomento-. Muy pocos. Ya le informamos acer-ca del lavadero, en Uppercross. Esta ha sidouna gran mejora. ¡Lo que me sorprende es queuna familia haya podido soportar el inconve-niente de la manera en que se abría por tantotiempo! Le dirá usted a Sir Walter lo que hemoshecho y que mister Shepherd opina que es lamejora más acertada hecha hasta ahora. Real-mente, hago justicia al decir que los pocos cam-bios que hemos realizado han servido para me-jorar el lugar. Mi esposa es quien lo ha dirigido.Yo he hecho bien poco, con excepción de quitaralgunos grandes espejos de mi cuarto de vestir,que era el de su padre. Un buen hombre y unverdadero caballero, cierto es, pero... yo pienso,señorita Elliot -mirando pensativamente-, pien-so que debe haber sido un hombre muy cuida-doso de su ropa, en su tiempo. ¡Qué cantidadde espejos! Dios mío, uno no podía huir de símismo. Así que pedí a Sofía que me ayudara y

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pronto los sacamos del medio. Y ahora estoymuy cómodo con mi espejito de afeitar en unrincón y otro gran espejo al que nunca me acer-co.

Ana, divertida a pesar suyo, buscó con ciertaangustia una respuesta, y el almirante, temien-do no haber sido bastante amable, volvió almismo tema.

-La próxima vez que escriba usted a su buenpadre, miss Elliot, transmítale mis saludos y losde mistress Croft, y dígale que estamos aquímuy cómodos y que no encontramos ningúndefecto al lugar. La chimenea del comedorhumea un poco, a decir verdad, pero sólocuando el viento norte sopla fuerte, lo cual noocurre más que tres veces en invierno. En reali-dad, ahora que hemos estado en la mayor partede las casas de aquí y podemos juzgar, ningunanos gusta más que ésta. Dígale eso y envíelemis saludos. Quedará muy contento.

Lady Russell y Mrs. Croft estaban encantadasla una con la otra, pero la relación que entabló

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esta visita no pudo continuar mucho tiempo,pues cuando fue devuelta, los Croft anunciaronque se ausentarían por unas pocas semanaspara visitar a sus parientes en el norte del con-dado, y que era probable que no estuvieran devuelta antes de que Lady Russell partiera aBath.

Se disipó así el peligro de que Ana encontraraal capitán Wentworth en Kellynch Hall o deverlo en compañía de su amiga. Todo era segu-ro; y sonrió al recordar los angustiosos senti-mientos que le había inspirado tal perspectiva.

CAPITULO XIV

Aunque Carlos y María permanecieron enLyme mucho tiempo después de la partida delos señores Musgrove, tanto que Ana llegó apensar que serían allí necesarios, fueron, sinembargo, los primeros de la familia en regresara Uppercross, y apenas les fue posible se diri-gieron a Lodge. Habían dejado a Luisa comen-

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zando a sentarse; pero su mente, aunque clara,estaba en extremo débil, y sus nervios, muysusceptibles, y aunque podía decirse que mar-chaba bastante bien, era aún imposible decircuándo estaría en condiciones de ser llevada acasa; y el padre y la madre, que debían estar atiempo para recibir a los niños más pequeñosen las vacaciones de Navidad, tenían escasaesperanza de llevarla con ellos.

Todos habían estado en hospedajes. Mrs.Musgrove había mantenido a los niños Harvilletan apartados como le había sido posible, ycuanto pudo llevarse de Uppercross para facili-tar la tarea de los Harville había sido llevado,mientras éstos invitaban a comer a los Musgro-ve todos los días. En suma, parecía haber habi-do puja en ambas partes por ver cuál era másdesinteresada y hospitalaria.

María había superado sus males, y en con-junto, según era además evidente por su largaestadía, había hallado más diversiones que pa-decimientos. Carlos Hayter había estado en

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Lyme más de lo que hubiese querido. En lascenas con los Harville, no había más que unadoncella para atender y al principio la señoraHarville había dado siempre la preferencia a laseñora Musgrove, pero luego había recibidoella unas excusas tan gratas al descubrirse dequién era hija, y se había hecho tanta cosa todoslos días, tantas idas y venidas entre la posada yla casa de los Harville, y ella había tomado li-bros de la biblioteca y los había cambiado tanfrecuentemente, que el balance final era a favorde Lyme, en lo que a atenciones respecta.Además la habían llevado a Charmouth, endonde había tomado baños y concurrido a laiglesia, en la que había mucha más gente quemirar que en Lyme o Uppercross. Todo esto,unido a la experiencia de sentirse útil, habíacontribuido a una permanencia muy agradable.

Ana preguntó por el capitán Benwick. El ros-tro de María se ensombreció y Carlos soltó larisa.

-Oh, el capitán Benwick está muy bien, eso

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creo, pero es un joven muy extraño. No sé loque es, en verdad. Le pedimos que viniera acasa por un día o dos; Carlos tenía intencionesde salir de cacería con él, él parecía encantado,y yo, por mi parte, creía todo arreglado. Cuan-do, vean ustedes, en la noche del martes diouna excusa bastante pobre, diciendo que “nun-ca cazaba” y que “había sido mal interpretado”,y que había prometido esto y aquello; en unapalabra no pensaba venir. Supuse que tendríamiedo de aburrirse, pero en verdad creo que enla quinta somos gente demasiado alegre paraun hombre tan desesperado como el capitánBenwick.

Carlos rió nuevamente y dijo:-Vamos, María, bien sabes lo que en realidad

ocurrió. Fue por ti -volviéndose a Ana-. Pensóque si aceptaba iba a encontrarse muy cerca deti; imagina que todo el mundo vive en Upper-cross, y cuando descubrió que Lady Russellvive tres millas más lejos le faltó el ánimo; notuvo coraje de venir. Esto y no otra cosa es lo

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que ocurrió y María lo sabe.Esto no era muy del agrado de María, fuera

ello por no considerar al capitán Benwick lobastante bien nacido para enamorarse de unaElliot o bien porque no podía convencerse queAna fuera en Uppercross una atracción mayorque ella misma; difícil adivinarlo. La buenavoluntad de Ana, sin embargo, no disminuyópor lo que oía. Consideró que se la halagaba endemasía, y continuó haciendo preguntas:

-¡Oh, habla de ti -exclamó Carlos- de una ma-nera... !

Maria interrumpió:-Confieso, Carlos, que jamás le oí mencionar

el nombre de Ana dos veces en todo el tiempoque estuve allí. Confieso, Ana, que jamás hablóde ti.

-No -admitió Carlos-, sé que nunca lo hahecho, de manera particular, pero de cualquiermodo, es obvio que te admira muchísimo. Sucabeza está llena de libros que lee a recomenda-ción tuya y desea comentarlos contigo. Ha en-

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contrado algo en alguno de estos libros quepiensa... Oh, no es que pretenda recordarlo, eraalgo muy bueno... escuché diciéndoselo a Enri-queta y allí “miss Elliot” fue mencionada muyelogiosamente. Declaro que así ha sido, María,y yo lo escuché y tú estabas en el otro cuarto.“Elegancia, suavidad, belleza.” ¡Oh, los encan-tos de miss Elliot eran interminables!

-Y en mi opinión -exclamó María vivamente -que esto no le hace mucho favor si lo ha hecho.Miss Harville murió solamente en junio pasa-do. Esto demuestra demasiada ligereza. ¿Noopina usted así, Lady Russell? Estoy segura deque usted compartirá mi opinión.

-Debo ver al capitán Benwick antes de pro-nunciarme -contestó Lady Russell sonriendo.

-Y bien pronto tendrá usted ocasión, señora -dijo Carlos-. Aunque no se animó a venir connosotros y después concurrir aquí en una visitaformal, vendrá a Kellynch por su propia inicia-tiva, puede usted darlo por seguro. Le enseñé elcamino, le expliqué la distancia, y le dije que la

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iglesia era digna de ser vista; como tiene gustopor estas cosas, yo pensé que seria una buenaexcusa, y él me escuchó con toda su atención ysu alma; estoy seguro, por sus modales, de quelo verán ustedes aquí con buenos ojos. Así, yalo sabe usted, Lady Russell.

-Cualquier conocido de Ana será siemprebienvenido por mí -fue la bondadosa respuestade Lady Russell.

-Oh, en cuanto a ser conocido de Ana -dijoMaría- creo más bien que es conocido mío, por-que últimamente lo he visto a diario.

-Bien, como conocido suyo, también tendrésumo placer en ver al capitán Benwick.

-No encontrará usted nada particularmentegrato en él, señora. Es uno de los jóvenes másaburridos que he conocido. Ha caminado a ve-ces conmigo, de un extremo al otro de la playa,sin decir una palabra. No es bien educado. Lepuedo asegurar que no le agradará.

Yo discrepo contigo, María -dijo Ana-. Creoque Lady Russell simpatizará con él y que esta-

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rá tan encantada con su inteligencia que prontono encontrará deficiencia en sus modales.

-Eso mismo pienso yo -dijo Carlos-. Estoy se-guro de que Lady Russell lo encontrará muyagradable y hecho a medida para que ella sim-patice con él. Dadle un libro y leerá todo el día.

-Eso sí -dijo María groseramente-. Se sentarácon un libro y no prestará atención cuando unapersona le hable, o cuando a una se le caiganlas tijeras, o cualquier otra cosa que pase a sualrededor. ¿Creen ustedes que a Lady Russell legustará esto?

Lady Russell no pudo menos que reír:-Palabra de honor -dijo-, jamás creí que mi

opinión pudiera causar tanta conjetura, siendocomo soy tan simple y llana. Tengo mucha cu-riosidad de conocer a la persona que despiertaestas diferencias. Desearía que se le invitara aque viniese aquí. Y cuando venga, María, cier-tamente le daré a usted mi opinión. Pero estoyresuelta a no juzgar de antemano.

-No le agradará a usted; estoy segura.

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Lady Russell comenzó a hablar de otra cosa.María habló animadamente de lo extraordina-rio de encontrar o no a Mr. Elliot.

-Es un hombre -dijo Lady Russell- a quien nodeseo encontrar. Su negativa a estar en buenostérminos con la cabeza de su familia me parecemuy mal.

Esta frase calmó el ardor de María, y la detu-vo de golpe en medio de su defensa de losElliot.

Respecto al capitán Wentworth, aunque Anano aventuró ninguna pregunta, las informacio-nes gratuitas fueron suficientes. Su ánimo habíamejorado mucho los últimos días, como bienpodía esperarse. A medida que Luisa mejoraba,él había mejorado también; era ahora un indi-viduo muy distinto al de la primera semana.No había visto a Luisa, y temía mucho que unencuentro dañase a la joven, razón por la queno había insistido en visitarla. Por el contrario,parecía tener proyectado irse por una semana odiez días hasta que la cabeza de la joven estu-

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viese más fuerte. Había hablado de irse a Ply-mouth por una semana, y deseaba que el capi-tán Benwick lo acompañase. Pero, según Carlosafirmó hasta el final, el capitán Benwick parecíamucho más dispuesto a llegarse hasta Kellynch.

Tanto Ana como Lady Russell se quedaronpensando en el capitán Benwick. Lady Russellno podía oír la campanilla de la puerta de en-trada sin imaginar que sería un mensajero deljoven, y Ana no podía volver de algún solitariopaseo por los que habían sido terrenos de supadre, o de cualquier visita de caridad en elpueblo, sin preguntarse cuándo lo vería. Sinembargo, el capitán Benwick no llegaba. O bienestaba menos dispuesto de lo que Carlos ima-ginaba o era demasiado tímido. Y después deuna semana, Lady Russell juzgó que era indig-no de la atención que se le dispensara en unprincipio.

Los Musgrove vinieron a esperar a sus niñosy niñas pequeños, que volvían del colegioacompañados de los niños Harville, para au-

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mentar el alboroto en Uppercross y disminuirloen Lyme. Enriqueta se quedó con Luisa, perotodo el resto de la familia había regresado.

Lady Russell y Ana efectuaron una visita deretribución inmediatamente, y Ana encontró enUppercross la animación de otrora. Aunquefaltaban Enriqueta, Luisa, Carlos Hayter y elcapitán Wentworth, la habitación presentabaun violento contraste con la última vez que ellala había visto.

Alrededor de la señora Musgrove estaban lospequeños de la quinta, especialmente venidospara entretenerlos. A un lado había una mesa,ocupada por unas niñas charlatanas, cortandoseda y papel dorado, y en el otro había fuentesy bandejas, dobladas con el peso de los pastelesfríos en donde alborotaban unos niños; todoesto con el rumor de un fuego de Navidad queparecía dispuesto a hacerse oír pese a la algara-bía de la gente. Carlos y María, como era deesperar, se hicieron presentes, y mister Mus-grove juzgó su deber presentar sus respetos a

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Lady Russell y se sentó junto a ella por diezminutos, hablando en voz muy alta, debido algriterío de los niños que trepaban a sus rodillas;pero generalmente, se le oía poco. Era unahermosa escena familiar.

Ana, juzgando de acuerdo con su propio tem-peramento, hubiera presumido aquel huracándoméstico como un mal restaurador para losnervios de Luisa, que habían sido tan afectados;pero Mrs. Musgrove, que se sentó junto a Anapara agradecerle cordialmente sus atenciones,terminó considerando cuánto había sufridoella, y con una rápida mirada alrededor de lahabitación recalcó que después de lo ocurridonada podía haber mejor que la tranquila alegríadel hogar.

Luisa se recobraba con tranquilidad. Su ma-dre pensaba que hasta quizá fuese posible suvuelta a casa antes de que sus hermanos y her-manas regresaran al colegio. Los Harville habí-an prometido ir con ella y permanecer en Up-percross. El capitán Wentworth había ido a

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visitar a su hermano en Shropshire.-Espero que en el futuro -dijo Lady Russell

cuando estuvieron sentadas en el coche paravolver- recordaré no visitar Uppercross en lasfiestas de Navidad.

Cada quien tiene sus gustos particulares, enruidos como en cualquier otra cosa; y los ruidosson sin importancia, o molestos, más por sucategoría que por su intensidad. Cuando LadyRussell, no mucho tiempo después, entraba enBath en una tarde lluviosa, en coche desde elpuente Viejo hasta Camden Place, por las callesllenas de coches y pesados carretones, los gritosde los anunciadores, vendedores y lecheros, yel incesante rumoreo de los zuecos, por cierto,no se quejó. No, tales ruidos eran parte de lasdiversiones invernales. El ánimo de la dama sealegraba bajo su influencia, y, al igual que laseñora Musgrove, aunque sin decirlo, juzgabaque después de una temporada en el camponada podía hacerle tan bien como un poco dealegría.

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Ana no sentía igual. Ella seguía experimen-tando una silenciosa pero segura antipatía porBath. Recibió la nebulosa vista de los grandesedificios, nublados de lluvia, sin ningún deseode verlos mejor. Sintió que su marcha por lascalles, pese a ser desagradable, era muy rápida,porque, ¿quién se alegraría de su llegada? Yrecordaba con pesar el bullicio de Uppercross yla reclusión de Kellynch.

La última carta de Isabel había comunicadonoticias de algún interés. Mr. Elliot estaba enBath. Había ido a Camden Place; había vueltouna segunda vez, una tercera, y había sido ex-cesivamente atento. Si Isabel y su padre no seengañaban, había tomado tanto cuidado enbuscar la relación, como antes en descuidarla.Eso sería maravilloso en caso de ser cierto, yLady Russell se sentía en un estado de agrada-ble curiosidad y perplejidad acerca de Mr.Elliot, casi retractándose, por el sentimiento quehabía expresado a María, hablando de él comode un hombre a quien “no deseaba ver”. Sentía

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gran deseo de verlo. Si realmente deseabacumplir con su deber de buena rama, sería per-donado por su alejamiento del árbol familiar.

Ana no se sentía animada a lo mismo por es-tas circunstancias, pero sí que prefería ver a Mr.Elliot, cosa que en verdad podía decir de muypocas personas en Bath.

Descendió en Camden Place y Lady Russellse encaminó a su alojamiento en la calle River.

CAPITULO XV

Sir Walter había alquilado una buena casaen Camden Place, en una elevación, digna, talcomo merece un hombre igualmente digno yelevado. Y él e Isabel se habían establecido allíenteramente satisfechos.

Ana entró en la casa con el corazón desmaya-do, anticipando una reclusión de varios mesesy diciéndose ansiosamente a sí misma: “Oh,¿cuándo volveré a dejarlos?” Sin embargo, unainesperada cordialidad a su arribo le hizo mu-

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cho bien. Su padre y su hermana se alegrabande verla, por el placer de mostrarle la casa y elmobiliario, y fueron a su encuentro dandomuestras de cariño. El que fueran cuatro paralas comidas era además una ventaja.

Mrs. Clay estaba muy amable y sonriente, pe-ro sus cortesías y sus sonrisas no eran sino esomismo: cortesía. Ana sintió que ella haría siem-pre lo que más le conviniera, pero la buena vo-luntad de los otros era sorprendente y genuina.Estaban de excelente humor, y bien pronto su-po por qué. No les interesaba escucharla. Des-pués de algunos cumplidos acerca de haberlamentado las antiguas vecindades, tuvieronpocas preguntas que hacer y la conversacióncayó en sus manos. Uppercross no despertabainterés; Kellynch, muy poco; lo más importanteera Bath.

Tuvieron el placer de asegurarle que Bath ha-bía sobrepasado sus expectativas en varios as-pectos. Su casa era sin discusión la mejor deCamden Place; su sala tenía todas las ventajas

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posibles sobre las que habían visitado o queconocían de oídas, y la superioridad consistíaademás en lo adecuado del mobiliario. Busca-ban relacionarse con ellos. Todos deseaban visi-tarlos. Habían rechazado muchas presentacio-nes, y sin embargo, vivían asediados por tarje-tas dejadas por personas de las que nada sabí-an.

¡Qué cantidad de motivos para regocijarse!¿Podía dudar Ana de que su padre y su herma-na eran felices? Podía verse que su padre no sesentía rebajado con el cambio; nada lamentabade los deberes y la dignidad de un poseedor detierras y encontraba satisfacción en la vanidadde una pequeña ciudad; y debió marchar,aprobando, sonriendo y maravillándose de queIsabel se pasease de una habitación a otra, pon-derando su amplitud, y sorprendiéndose deque aquella mujer que había sido la dueña deKellynch Hall encontrara orgullo en el reducidoespacio de aquellas cuatro paredes.

_ Pero además tenían otras cosas que les hací-

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an felices. Tenían a Mr. Elliot. Ana tuvo que oírmucho sobre Mr. Elliot. No sólo le habían per-donado, sino que estaban encantados con él.Había estado en Bath hacía más o menos quincedías (había pasado por Bath cuando se dirigía aLondres, y Sir Walter, pese a que éste no estuvomás que veinticuatro horas, se había puesto encontacto con él), pero en esta ocasión había pa-sado unos quince días en Bath y la primeramedida que tomó fue dejar su tarjeta en Cam-den Place, seguida por los más grandes deseosde renovar la relación, y cuando se encontraronsu conducta fue tan franca, tan presta a excu-sarse por el pasado, tan deseosa de renovar larelación, que en su primer encuentro el contac-to fue plenamente reestablecido.

No hallaban ningún defecto en él. Había ex-plicado todo lo que parecía descuido de su par-te. Había borrado toda aprehensión de inme-diato. Nunca había tenido la intención de to-marse mucha confianza; temía haberlo hecho,aunque sin saber por qué, y la delicadeza le

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había hecho guardar silencio. Ante la sospechade haber hablado irrespetuosa o ligeramente dela familia o del honor de ésta, estaba indignado.¡El, que siempre se había enorgullecido de serun Elliot!, y cuyas ideas, en lo que se refiere a lafamilia, eran demasiado estrictas para el demo-crático tono de los tiempos que corrían. En ver-dad estaba asombrado. Pero su carácter y sucomportamiento refutarían tal sospecha. Podíadecirle a Sir Walter que averiguara entre la gen-te que lo conocía; y en verdad, el trabajo que setomó a la primera oportunidad de reconcilia-ción para ser puesto en el lugar de pariente ypresunto heredero fue prueba suficiente de susopiniones al respecto.

Las circunstancias de su matrimonio tambiénpodían disculparse. Este tema no debía serpuesto por él, pero un íntimo amigo suyo, elcoronel Wallis, un hombre muy respetable,todo el tipo del caballero (y no mal parecido,agregaba Sir Walter), que vivía muy cómoda-mente en las casas de Malborough y que había,

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a su propio pedido, trabado conocimiento deellos por intermedio de Mr. Elliot, fue quienmencionó una o dos cosas sobre el matrimonio,que contribuyeron a disminuir el desprestigio.

El coronel Wallis hacía mucho tiempo que co-nocía a mister Elliot; había conocido muy bien asu esposa y entendió a la perfección el proble-ma. No era ella una mujer de buena familia,pero era bien educada, culta, rica y muy ena-morada de su amigo. Allí residía el encanto.Ella lo había buscado. Sin aquella condición, nohubiera bastado todo su dinero para tentar aElliot, y además, Sir Walter estaba convencidode que ella había sido una mujer muy honrada.Todo esto hizo atractivo el matrimonio. Unamujer muy buena, de gran fortuna y enamora-da de él. Sir Walter admitía todo ello como unaexcusa en forma, y aunque Isabel no podía verel asunto bajo una luz tan favorable, se vioobligada a admitir que todo era muy razonable.

Mr. Elliot había hecho frecuentes visitas,había cenado una vez con ellos y se había mos-

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trado encantado de recibir la invitación, puesellos no daban cenas en general; en una pala-bra, estaba encantado de cualquier muestra deafecto familiar y hacía depender su felicidad deestar íntimamente vinculado con la casa deCamden.

Ana escuchaba, pero no entendía. Muy buenavoluntad había que poner por las opiniones delos que hablaban. Ella mejoraba todo lo que oía.Lo que parecía extravagante o irracional en elprogreso de la reconciliación podía tener su ori-gen nada más que en el modo de hablar de losnarradores. Sin embargo, tenía la sensación deque había algo más de lo que parecía en el de-seo de mister Elliot, después de un intervalo detantos años, de ser bien recibido por ellos. Des-de un punto de vista mundano, nada sacaría enlimpio con la amistad de Sir Walter, nada gana-ría con que las cosas cambiaran. Con seguridadél era el más rico y Kellynch sería alguna vezsuyo, lo mismo que el título. Un hombre sensa-to, y parecía haber sido, en verdad, un hombre

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muy sensato, ¿por qué había de poner objecio-nes? Ella podía presentar una sola solución; talvez fuera a causa de Isabel. Tal vez en un tiem-po hubo cierta atracción, aunque la convenien-cia y los accidentes los hubieran apartado, yahora que podía permitirse ser agradable po-dría dedicarle sus atenciones. Isabel era muyhermosa, de modales elegantes y cultivados, ysu modo de ser no era conocido por misterElliot, que la había tratado pocas veces, en pú-blico, cuando muy joven. Cómo habrían de re-cibir la sensibilidad y la inteligencia de él elconocimiento de su presente modo de vida, eraotra preocupación muy penosa. En verdad de-seaba Ana que no fuera él demasiado amable uobsequioso, de ser Isabel la causa de sus desve-los; y que Isabel se inclinaba a creer tal cosa yque su amiga mistress Clay fomentaba la idea,se hizo clarísimo por una o dos miradas entreambas mientras se hablaba de las frecuentesvisitas de Mr. Elliot.

Ana mencionó los vistazos que había tenido

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de él en Lyme, pero sin que se le prestara mu-cha atención. “Oh, sí, tal vez era Mr. Elliot.”Ellos no sabían. “Tal vez fuera él.” No podíanescuchar la descripción que ella hacía de él.Ellos mismos lo describían, sobre todo Sir Wal-ter. El hizo justicia a su aspecto distinguido, asu elegante aire a la moda, a su bien cortadorostro, a su grave mirada, pero al mismo tiem-po “era de lamentar su aire sombrío, un defectoque el tiempo parecía haber aumentado”; nipodía ocultarse que diez años transcurridoshabían cambiado sus facciones desfavo-rablemente. Mr. Elliot parecía pensar que él (SirWalter) tenía “el mismo aspecto que cuando sesepararon”, pero Sir Walter “no había podidodevolver el cumplido enteramente”, y eso lohabía confundido. De todos modos, no pensabaquejarse: mister Elliot tenía mejor aspecto quela mayoría de los hombres, y él no pondría ob-jeciones a que lo vieran en su compañía dondefuere.

Mr. Elliot y su amigo fueron el principal tema

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de conversación toda la tarde. “¡El coronelWallis había parecido tan deseoso de ser pre-sentado a ellos! ¡Y mister Elliot tan ansioso dehacerlo!” Había además una señora Wallis aquien sólo conocían de oídas por encontrarseenferma. Pero Mr. Elliot hablaba de ella comode “una mujer encantadora digna de ser cono-cida en Camden Place”. Tan pronto se restable-ciera la conocerían. Sir Walter tenía un altoconcepto de la señora Wallis; se decía que erauna mujer extraordinariamente bella, hermosa.Deseaba verla. Sería un contrapeso para las feascaras que continuamente veía en la calle. Lopeor de Bath era el extraordinario número demujeres feas. No quiere decir esto que nohubiese mujeres bonitas, pero la mayoría de lasfeas era aplastante. Con frecuencia había obser-vado en sus paseos que una cara bella era se-guida por treinta o treinta y cinco espantajos.En cierta ocasión, encontrándose en una tiendade Bond Street había contado ochenta y sietemujeres, una tras otra, sin encontrar un rostro

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aceptable entre ellas. Claro que había sido unamañana helada, de un frío agudo del que sólouna mujer entre treinta hubiera podido sopor-tar. Pero pese a ello... el número de feas eraincalculable. ¡En cuanto a los hombres...! ¡Eraninfinitamente peores! ¡Las calles estaban llenasde multitud de esperpentos! Era evidente, porel efecto que un hombre de discreta aparienciaproducía, que las mujeres no estaban muy acos-tumbradas a la vista de alguien tolerable. Nun-ca había caminado del brazo del coronel Wallis,quien tenía una figura arrogante aunque sucabello parecía color arena, sin que todos losojos de las mujeres se volviesen a mirarlo. Enverdad, “todas las mujeres miraban al coronelWallis”. ¡Oh, la modestia de Sir Walter! Su hijay mistress Clay no lo dejaron escapar, sin em-bargo, y afirmaron que el acompañante delcoronel Wallis tenía una figura tan buena comola de éste, sin la desventaja del color del cabe-llo.

-¿Qué aspecto tiene María? -preguntó Sir

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Walter, con el mejor humor-. La última vez quela vi tenía la nariz roja, pero espero que esto noocurra todos los días.

-Debe haber sido pura casualidad. En generalha disfrutado de buena salud y aspecto desdeSan Miguel.

-Espero que no la tiente salir con vientos fuer-tes y adquirir así un cutis recio. Le enviaré unnuevo sombrero y otra pelliza.

Ana consideraba si le convendría sugerir queun tapado o un sombrero no debían exponersea tan mal trato, cuando un golpe en la puertainterrumpió todo: “¡Un llamado a la puerta y aestas horas! ¡Debían ser más de las diez! ¿Y sifuera mister Elliot?” Sabían que tenía que cenaren Lansdown Crescent. Era posible que sehubiese detenido en su camino de vuelta parasaludarlos. No podían pensar en nadie más.Mrs. Clay creía que sí, que aquella era la mane-ra de llamar de Mr. Elliot. Mistress Clay tuvorazón. Con toda la ceremonia que un criado y...un muchacho de recados pueden hacer, mister

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Elliot fue introducido en la sala.Era el mismo, el mismo hombre, sin más dife-

rencia que el traje. Ana se hizo algo atrás mien-tras los demás recibían sus cumplidos, y suhermana las disculpas por haberse presentadoa hora tan desusada. Pero “no podía pasar tancerca sin entrar a preguntar si ella o su amigahabían cogido frío el día anterior, etcétera”.Todo esto fue cortésmente dicho y cortésmenterecibido. Pero el turno de Ana se acercaba. SirWalter habló de su hija más joven. “Mr. Elliotdebía ser presentado a su hija más joven” (nohubo ocasión de recordar a Maria), y Ana, son-riente y sonrojada, de manera que le sentabamuy bien, presentó a Mr. Elliot las hermosasfacciones que éste- no había en modo algunoolvidado, y pudo comprobar, por la sorpresaque él tuvo, que antes no había sospechadoquién era ella. Pareció tremendamente sor-prendido, pero no más que agradado. Sus ojosse iluminaron y con la mayor presteza celebróel encuentro, aludió al pasado, y dijo que podía

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considerársele un antiguo conocido. Era tanbien parecido como había semejado serlo enLyme, y sus facciones mejoraban al hablar. Susmodales eran exactamente los apropiados, tancorteses, tan fáciles, tan agradables, que sólopodían ser comparados con los de otra persona.No eran los mismos, pero eran así de buenos.

Se sentó con ellos y la conversación mejoró almomento. No cabía duda que de era un hom-bre inteligente. Diez minutos bastaron paracomprenderlo. Su tono, su expresión, la elec-ción de los temas, su conocimiento de hastadónde debía llegar, eran el producto de unamente inteligente y esclarecida. En cuanto pu-do, comenzó a hablar con ella de Lyme, de-seando cambiar opiniones respecto al lugar,pero deseoso especialmente de comentar elhecho de haber sido huéspedes de la mismaposada y al mismo tiempo, hablando de su ru-ta, sabiendo un poco la de ella, y lamentandono haber podido presentarle sus respetos enaquella ocasión. Ella informó en pocas palabras

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de su estancia y de sus asuntos en Lyme. Supesar aumentó al saber los detalles. Había pa-sado una tarde solitaria en la habitación conti-gua a la de ellos. Había oído voces regocijadas.Había pensado que debían ser personas encan-tadoras y deseó estar con ellos. Y todo esto sinsaber que tenía el derecho a ser presentado. ¡Sihubiera preguntado quiénes eran! ¡El nombrede Musgrove habría bastado! “Bien, esto servi-ría para curarle de la costumbre de no hacerjamás preguntas en una posada, costumbre quehabía adoptado desde muy joven, pensandoque no era gentil ser curioso.”

-Las nociones de un joven de veinte o veinti-dós años -decía- en lo que se refiere a buenasmaneras son más absurdas que las de cualquierotra persona en el mundo. La estupidez de losmedios que emplean sólo puede ser igualadapor la tontería de los fines que persiguen.

Pero no podía comunicar sus reflexiones aAna solamente; él lo sabía; y bien pronto se per-dió entre los otros, y sólo a ratos pudo volver a

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Lyme.Sus preguntas, sin embargo, trajeron pronto

el relato de lo que había pasado allí después desu partida. Habiendo oído algo sobre “un acci-dente”, quiso conocer el resto. Cuando pregun-tó, Sir Walter e Isabel lo hicieron también; perola diferencia de la manera en que lo hacían nopodía menos que quedar de manifiesto. Ellasólo podía comparar a Mr. Elliot con Lady Rus-sell por su deseo de comprender lo que habíaocurrido, y por el grado en que parecían com-prender también cuanto había sufrido ella pre-senciando el accidente.

Se quedó una hora con ellos. El elegante relo-jito sobre la chimenea había tocado “las oncecon sus argentinos toques”, y el sereno se oía ala distancia cantando lo mismo, antes de queMr. Elliot o cualquiera de los presentes creyeraque había pasado tan largo rato.

¡Ana nunca imaginó que su primera veladaen Camden Place sería tan agradable!

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CAPITULO XVI

Había algo que Ana, al volver entre los suyos,hubiera preferido saber, incluso más que si mis-ter Elliot estaba enamorado de Isabel, y era sisu padre lo estaría de Mrs. Clay. Después dehaber permanecido en casa algunas horas, másse intranquilizó a este respecto. Al bajar para eldesayuno a la mañana siguiente, encontró quehabía habido una razonable intención de ladama de dejarlos. Imaginó que mistress Clayhabría dicho: “Ahora que Ana está con ustedes,ya no soy necesaria”, porque Isabel respondióen voz baja: “No hay ninguna razón en verdad;le aseguro que no encuentro ninguna. Ella no esnada para mí comparada con usted”. Y tuvotiempo de oír decir a su padre: “Mi queridaseñora, esto no puede ser. Aún no ha visto us-ted nada de Bath. Ha estado aquí solamenteporque ha sido necesaria. No nos dejará ustedahora. Debe quedarse para conocer a Mrs.Wallis, a la hermosa Mrs. Wallis. Para su refi-

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namiento, estoy seguro de que la belleza essiempre un placer”.

Habló con tanto entusiasmo que Ana no sesorprendió de que Mrs. Clay evitase la miradade ella y de su hermana; ella podría parecerquizás un poco sospechosa, pero Isabel cierta-mente no pensaba nada acerca del elogio alrefinamiento de la dama. Esta, ante tales reque-rimientos, no pudo menos de condescender enquedarse.

En el curso de la misma mañana, encontrán-dose sola Ana con su padre, comenzó éste afelicitarla sobre su mejor aspecto; la encontraba“menos delgada de cuerpo, de mejillas; su piel,su apariencia habían mejorado..., era más clarosu cutis, más fresco. ¿Había estado usando al-go? No, nada.” “Nada más que Gowland”, su-puso él. “No, absolutamente nada.” Ah, esto lesorprendía mucho, y añadió: “No puedes hacernada mejor que continuar como estás. Estássumamente bien. Pero te recomiendo el uso deGowland constantemente durante los meses de

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primavera. Mrs. Clay lo ha estado usando bajomi recomendación y ya ves cuánto ha mejora-do. Se han borrado todas sus pecas”.

¡Si Isabel lo hubiera oído! Tal elogio le hubie-ra chocado, especialmente cuando, en opiniónde Ana, las pecas seguían donde mismo. Perohay que dar oportunidad a todo. El mal de talmatrimonio disminuiría si Isabel se casabatambién. En cuanto a ella, siempre tendría suhogar con Lady Russell.

La compostura de Lady Russell y la gentilezade sus modales sufrieron una prueba en Cam-den Place. La visita de Mrs. Clay gozando detanto favor y de Ana tan abandonada, era unaprovocación interminable para ella. Y esto lamolestaba tanto cuando no se encontraba allí,como puede sentirse molestada una personaque en Bath bebe el agua del lugar, lee las nue-vas publicaciones y tiene gran número de cono-cidos.

Cuando conoció a Mr. Elliot, se volvió máscaritativa o más indiferente hacia los otros. Los

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modales de éste fueron una recomendacióninmediata; y conversando con él encontró bienpronto lo sólido debajo de lo superficial, por loque se sintió inclinada a exclamar, según dijo aAna: “¿Puede ser éste Mr. Elliot?”, y en reali-dad no podía imaginar un hombre más agra-dable o estimable. Lo reunía todo: buen enten-dimiento, opiniones correctas, conocimiento delmundo y un corazón cariñoso. Tenía fuertessentimientos de unión y honor familiares, sinninguna debilidad u orgullo; vivía con la libera-lidad de un hombre de fortuna, pero sin dilapi-dar; juzgaba por sí mismo en todas las cosasesenciales sin desafiar a la opinión pública enningún punto del decoro mundano. Era tran-quilo, observador, moderado, cándido; nuncadesapareceria por espíritu egoísta creyendohacerlo por sentimientos poderosos, y con unasensibilidad para todo lo que era amable o en-cantador y una valoración de todo lo estimableen la vida doméstica, que los caracteres falsa-mente entusiastas o de agitaciones violentas

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rara vez poseen. Estaba cierta de que no habíasido feliz en su matrimonio. El coronel Wallis lodecía y Lady Russell podía verlo; pero no sehabía agriado su carácter ni tampoco (bienpronto comenzó a sospecharlo) dejaba de pen-sar en una segunda elección. La satisfacciónque Mr. Elliot le producía atenuaba la plagaque era mistress Clay.

Hacía ya algunos años que Ana había apren-dido que ella y su excelente amiga podían dis-crepar. Por consiguiente, no la sorprendió queLady Russell no encontrase nada sospechoso oinconsistente, nada detrás de los motivos queaparecían a la vista, en el gran deseo de recon-ciliación de Mr. Elliot. Lady Russell estimabacomo la cosa más natural del mundo que en lamadurez de su vida considerara Mr. Elliot lomás recomendable y deseable reconciliarse conel cabeza de la familia. Era lo natural al andardel tiempo en una cabeza clara y que sólo habíaerrado durante su juventud. Ana, sin embargo,sonreía, y al fin mencionó a Isabel. Lady Russell

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escuchó, miró, y contestó solamente: “¡Isabel!Bien: El tiempo lo dirá”.

Ana, después de una breve observación, com-prendió que ella también debía limitarse a es-perar el futuro. Nada podía juzgar por el mo-mento. En aquella casa, Isabel estaba primero yella estaba tan habituada a la general reverenciaa “miss Elliot”, que cualquier atención particu-lar le parecía imposible. Mr. Elliot, además -nodebía olvidarse-, era viudo desde hacía sólosiete meses. Una pequeña demora de su parteera muy perdonable. En una palabra, Ana nopodía ver el crespón alrededor de su sombrerosin imaginarse que no tenía ella excusa en su-ponerle tales intenciones; porque su matrimo-nio, aunque infortunado, había durado tantosaños que era difícil recobrarse tan rápidamentede la espantosa impresión de verlo deshecho.

Como fuere que todo aquello terminase, nocabía duda de que Mr. Elliot era la persona másagradable de las que conocían en Bath. No veíaa nadie igual a él, y era una gran cosa de vez en

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cuando conversar acerca de Lyme, lugar queparecía tener casi más deseos de ver nueva ymás extensamente que ella. Comentaron losdetalles de su primer encuentro varias veces. Eldio a entender que la había mirado con interés.Ella lo recordaba bien, y recordaba además lamirada de una tercera persona.

No siempre estaban de acuerdo. Su respetopor el rango y el parentesco era mayor que elde ella. No era sólo complacencia, era un agra-darle el tema lo que hizo que su padre y suhermana prestaran atención a cosas que. Anajuzgaba indignas de entusiasmarlos. El diariomatutino de Bath anunció una mañana la lle-gada de la vizcondesa viuda de Dalrymple y desu hija, la honorable miss Carteret; y toda lacomodidad de Camden Place número... des-apareció por varios días; porque los Dalrymple(por desgracia en opinión de Ana) eran primosde los Elliot, y las angustias surgieron al pensaren una presentación correcta.

Ana no había visto antes a su padre y a su

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hermana en contacto con la nobleza, y se desco-razonó un poco. Había pensado mejor acercade la idea que ellos tenían de su propia situa-ción en la vida, y sintió un deseo que jamáshubiera sospechado que podría llegar a tener...el deseo de que tuvieran más orgullo; porque“nuestros primos Lady Dalrymple y miss Car-teret”, “nuestros parientes, los Dalrymple”,eran frases que estaban todo el día en su oído.

Sir Walter había estado una vez en compañíadel difunto vizconde, pero jamás había encon-trado a la familia. Las dificultades surgían a lasazón de una interrupción completa en las car-tas de cortesía, precisamente desde la muertedel mencionado vizconde, acaecida al mismotiempo en que una peligrosa enfermedad de SirWalter había hecho que los moradores de Ke-llynch no hicieran llegar ninguna condolencia.Ningún pésame fue a Irlanda. El pecado habíasido pagado, puesto que a la muerte de LadyElliot ninguna condolencia llegó a Kellynch, yen consecuencia, había sobradas razones para

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suponer que los Dalrymple consideraban laamistad terminada. Cómo arreglar este enojosoasunto y ser admitidos de nuevo como primosera lo importante; y era un asunto que, biensensatamente, ni Lady Russell ni Mr. Elliot con-sideraban trivial. “Las relaciones familiares esbueno conservarlas siempre, la buena compa-ñía es siempre digna de ser buscada; Lady Dal-rymple había tomado por tres meses una casaen Laura Place, y viviría en gran estilo. Habíaestado en Bath el año anterior y Lady Russellhabía oído hablar de ella como de una mujerencantadora. Sería muy agradable que las rela-ciones fueran restablecidas, y si era posible, sinninguna falta de decoro de parte de los Elliot.”

Sir Walter, sin embargo, prefirió valerse desus propios procedimientos, y finalmente escri-bió dando una amplia explicación y expresandosu pesar a su honorable prima. Ni Lady Russellni Mr. Elliot pudieron admirar la carta, pero,sea como fuera, la carta cumplió su propósito,trayendo de vuelta una garabateada nota de la

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vizcondesa viuda. “Tendría mucho placer yhonor en conocerlos.” Los afanes del asuntohabían terminado y sus dulzuras comenzaban.Visitaron Laura Place, y recibieron las tarjetasde la vizcondesa viuda de Dalrymple y de lahonorable miss Carteret para arreglar entre-vistas. Y “nuestros primos en Laura Place”,“nuestros parientes Lady Dalrymple y missCarteret”, eran el tema obligado de todos loscomentarios.

Ana estaba avergonzada. Aunque Lady Dal-rymple y su hija hubieran sido en extremoagradables, se hubiera sentido avergonzada dela agitación que creaban, pero éstas no valíangran cosa. No tenían superioridad de modalesde dotes o de entendimiento. Lady Dalrymplehabía adquirido la fama de “una mujer encan-tadora” porque tenía una sonrisa amable y eracortés con todo el mundo. Miss Carteret, dequien podía decirse aún menos, era tan malca-rada y desagradable que no hubiera sido jamásrecibida en Camden Place de no haber sido por

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su alcurnia.Lady Russell confesó que había esperado algo

más, no obstante “era una relación digna” ycuando Ana se atrevió a dar su opinión a Mr.Elliot, él convino que por sí mismas no valíandemasiado, pero afirmó que como para tratofamiliar, como buena compañía, para aquellosque buscan tener personas gratas alrededor,valían. Ana sonrió y dijo:

-Mi idea de la buena compañía, Mr. Elliot, esla compañía de la gente inteligente, bien infor-mada, y que tiene mucho que decir; es lo queyo entiendo por buena compañía.

-Está usted en un error -dijo él gentilmente-;ésa no es buena compañía, es la mejor. La bue-na compañía requiere solamente cuna, educa-ción y modales, y en lo que a educación respec-ta se exige bastante poca. El nacimiento y lasbuenas maneras son lo esencial; pero un pocode conocimientos no hace mal a nadie, por elcontrario, hace bien. Mi prima Ana mueve lacabeza. No está satisfecha. Está fastidiada. Mi

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querida prima -sentándose junto a ella-, tieneusted más derecho a ser desdeñosa que cual-quier otra mujer que yo conozca. Pero ¿quégana con ello? ¿No es acaso más provechosoaceptar la compañía de estas señoras de LauraPlace y disfrutar de las ventajas de su conoci-miento en cuanto sea posible? Puede usted es-tar segura que andarán entre lo mejor de Batheste invierno, y como el rango es el rango, elhecho de que sean ustedes parientes contribui-rá a colocar a su familia (a nuestra familia) en laconsideración que merece.

-¡Sí -afirmó Ana-, en verdad sabrán que so-mos parientes de ellas! -Luego, recomponién-dose y no deseando una respuesta, continuó-:La verdad, creo que ha sido demasiado molestoprocurarse esta relación. Creo -añadió sonrien-do- que tengo más orgullo que ustedes, peroconfieso que me molesta que hayamos deseadotanto la relación, cuando a ellos les es perfec-tamente indiferente.

-Perdón, mi querida prima, es usted injusta

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con nosotros. En Londres quizá, con su tranqui-la manera de vivir, podía usted decir lo quedice, pero en Bath, Sir Walter Elliot y su familiaserán siempre dignos de ser conocidos, siempreserán una compañía muy apreciable.

-Bien -dijo Ana-, soy orgullosa, demasiadoorgullosa para disfrutar de una amistad que de-pende del lugar en que uno esté.

-Apruebo su indignación -dijo él-; es natural.Pero están ustedes en Bath y lo que importa esposeer todo el crédito y la dignidad que mereceSir Walter Elliot. Habla usted de orgullo; yo soyconsiderado orgulloso, y me gusta serlo, por-que nuestros orgullos, en el fondo, son iguales,no lo dudo, aunque las apariencias los haganparecer diferentes. En una cosa, mi queridaprima -continuó hablando bajo como si nohubiera nadie más en el salón-, en una cosaestoy cierto, de que nuestros sentimientos sonlos mismos. Sentimos que cualquier amistadnueva para su padre, entre sus iguales o supe-riores, que pueda distraer sus pensamientos de

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la que está detrás de él, debe ser bienvenida.Mientras hablaba miró el lugar que Mrs. Clay

había estado ocupando, lo que explicaba engrado suficiente su pensamiento. Y aunque Anano creyó que tuvieran el mismo orgullo, sintiósimpatía hacia él por su desagrado hacia Mrs.Clay y por su deseo de que su padre conocieranueva gente para eliminar a esa mujer.

CAPITULO XVII

Mientras Sir Walter e Isabel probaban fortu-na en Laura Place, Ana renovaba una antigua ymuy distinta relación.

Había visitado a su antigua institutriz y habíasabido por ella que estaba en Bath una antiguacompañera que llamaba su atención por habersido bondadosa con ella en el pasado y que a lasazón era desdichada.

Miss Hamilton, por entonces Mrs. Smith, sehabía mostrado cariñosa con ella en uno deesos momentos en que más se aprecia esta clase

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de gestos. Ana había llegado muy apesadum-brada al colegio, acongojada por la pérdida deuna madre profundamente amada, extrañandosu alejamiento de la casa y sintiendo, comopuede sentir una niña de catorce años, de agu-da sensibilidad, en un caso como ése. Y missHamilton, que era tres años mayor que ella, yque había permanecido en el colegio un añomás, debido a falta de parientes y hogar esta-ble, había sido servicial y amable con Ana, mi-tigando su pena de una manera que jamás po-dría olvidarse.

Miss Hamilton había dejado el colegio, se ha-bía casado poco después, según se decía, conun hombre de fortuna, siendo esto todo lo queAna sabía de ella, hasta que el relato de su insti-tutriz le hizo ver la situación de una maneramuy diferente.

Era viuda y pobre; su esposo había sido extra-vagante y, a su muerte, acaecida dos años an-tes, había dejado sus asuntos bastante embro-llados. Había tenido serias dificultades y, su-

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mada a tales inconvenientes, una fiebre reumá-tica que le atacó las piernas la había convertidoen una momentánea inválida. Había llegado aBath por tal motivo, y se alojaba cerca de losbaños calientes, viviendo de una manera muymodesta, sin poder pagar siquiera la comodi-dad de una sirvienta, y claro está, casi al mar-gen de toda sociedad.

La amiga de ambas garantizó la satisfacciónque una visita de Miss Elliot daría a Mrs. Smith,y Ana, por lo mismo, no tardó en hacerla. Nadadijo de lo que había oído y de lo que pensabanen su casa. No despertaría allí el interés quedebía. Solamente consultó a Lady Russell,quien comprendió perfectamente sus senti-mientos, y tuvo el placer de llevarla lo más cer-ca posible del domicilio de Mrs. Smith enWestgate.

Se hizo la visita, se restablecieron las relacio-nes, su interés fue recíproco. Los primeros diezminutos fueron embarazosos y emocionantes.Doce años habían transcurrido desde su sepa-

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ración, y cada una era una persona distinta dela que la otra imaginaba. Doce años habíanconvertido a Ana, de la floreciente y silenciosaniña de quince años, en una elegante mujer deveintisiete, con todas las bellezas salvo la loza-nía y con modales tan serios como gentiles; ydoce años habían hecho de la bonita y ya creci-da miss Hamilton, entonces en todo el apogeode la salud y la confianza de su superioridad,una pobre, débil y abandonada viuda, que reci-bía la visita de su antigua protegida como unfavor. Pero todo lo que fue ingrato en el en-cuentro pasó bien pronto y sólo quedó el en-canto de recordar y hablar sobre los tiemposidos.

Ana encontró en Mrs. Smith el buen juicio ylas agradables maneras de las que casi no podíaprescindir, y una disposición para conversar ypara ser alegre, que realmente la sorprendieron.Ni las disipaciones del pasado -había vividomucho en el mundo-, ni las restricciones delpresente, ni la enfermedad ni el pesar parecían

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haber embotado su corazón o arruinado su es-píritu.

En el curso de una segunda visita habló congran franqueza y el asombro de Ana aumentó.Difícilmente puede imaginarse una situaciónmenos agradable que la de Mrs. Smith. Habíaamado mucho a su esposo y lo había visto mo-rir. Había conocido la opulencia; ya no la tenía.No tenía hijos para estar por ellos unida a lavida y a la felicidad; no tenía parientes que laayudaran en el arreglo de embrollados nego-cios, y tampoco tenía salud que hiciera todoesto más llevadero. Sus habitaciones eran unaruidosa salita y un sombrío dormitorio detrás.No podía trasladarse de una a otro sin ayuda, yno había más que una criada en la casa paraeste menester. Jamás salía de la casa que nofuera para ser llevada a los baños calientes.Pese a esto, Ana no se equivocaba al creer quetenía momentos de tristeza y abatimiento enmedio de horas ocupadas y alegres. ¿Cómopodía ser esto? Ella vigiló, observó, reflexionó y

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finalmente concluyó que no se trataba nadamás que de un caso de fortaleza o resignación.Un espíritu sumiso puede ser paciente; un fuer-te entendimiento puede dar resolución, peroaquí había algo más; aquí había ligereza depensamiento, disposición para consolarse; po-der de transformar rápidamente lo malo enbueno y de interesarse en todo lo que veníacomo un don de la naturaleza, lo que la mante-nía olvidada de sí misma y de sus pesares. Eraéste el don más escogido del cielo, y Ana vio ensu amiga uno de esos maravillosos ejemplosque parecen servir para mitigar cualquier frus-tración.

En un tiempo -le informó Mrs. Smith-, su es-píritu había flaqueado. No podía llamarse a lasazón inválida, comparando su estado conaquel en que estaba cuando llegó a Bath. En-tonces era realmente un objeto digno de com-pasión, porque había cogido frío en el viaje yapenas había tomado posesión de su alojamien-to cuando se vio confinada al lecho presa de

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fuertes y constantes dolores. Todo esto entreextraños, necesitando una enfermera y no pu-diendo procurársela por sus apremios econó-micos. Lo había soportado, sin embargo, y po-día afirmar que realmente había mejorado.Había aumentado su bienestar al sentirse enbuenas manos. Conocía mucho del mundo paraesperar interés en alguna parte, pero su enfer-medad le había probado la bondad de la patro-na del alojamiento; tuvo además la suerte deque la hermana de la patrona, enfermera deprofesión y siempre en casa cuando sus obliga-ciones se lo permitían, estuvo libre en los mo-mentos en que ella necesitó asistencia. “Ade-más de cuidarme admirablemente -decía Mrs.Smith- me enseñó cosas valiosísimas. En cuantopude utilizar mis manos, me enseñó a tejer, loque ha sido un gran entretenimiento. Me ense-ñó a hacer esas cajas para guardar agujas, alfile-teros, tarjeteros, en las que me encontrará ustedsiempre ocupada, y que me permite los mediosde ser útil a una o dos familias pobres de la

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vecindad. Debido a su profesión, conoce muchoa la gente; conoce a los que pueden comprar, ydispone de mi mercadería. Siempre escoge elmomento oportuno. El corazón de todos se abretras haber escapado de grandes dolores y ad-quirido nuevamente la bendición de la salud, yla enfermera Rooke sabe bien cuándo es elmomento de hablar. Es una mujer inteligente ysensible. Su profesión le permite conocer lanaturaleza humana, y tiene una base de buensentido y don' de observación que la hacen co-mo compañía infinitamente superior a la demuchas gentes que han recibido `la mejor edu-cación del mundo', pero que no sabe en reali-dad nada. Llámelo usted chismes, si así le pare-ce, pero cuando la enfermera Rooke viene apasar una hora conmigo siempre tiene algo útily entretenido que contarme; algo que hace pen-sar mejor de la gente. Uno desea enterarse de loque pasa, estar al tanto de las nuevas manerasde ser trivial y tonto que se usan en el mundo.Para mí, que vivo tan sola, su conversación es

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un regalo.”Ana, deseando conocer más acerca de este

placer, dijo:-Lo creo. Mujeres de esta clase tienen muchas

oportunidades, y si son inteligentes, debe valerla pena escucharlas. ¡Tantas manifestaciones dela naturaleza humana que tienen que conocer...!Y no únicamente de las tonterías puedenaprender; también pueden ver cosas interesan-tes o conmovedoras. ¡Cuántos ejemplos veránde ardiente y desinteresada abnegación, deheroísmo, de fortaleza, de paciencia, de resig-nación...! Todo conflicto y todo sacrificio nosennoblecen. El cuarto de un enfermo podríallenar el mejor de los volúmenes.

-Sí -dijo, dudosa, Mrs. Smith-, alguna vez su-cede, aunque la mayoría de las veces los casosque esta mujer ve no son tan elevados comousted supone. Alguna vez la naturaleza huma-na puede mostrarse grande en los momentos deprueba, pero suelen primar las debilidades y nola fuerza en la habitación de un enfermo. Son el

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egoísmo y la impaciencia más que la generosi-dad y la fortaleza los que se ven allí. ¡Tan infre-cuente es la verdadera amistad en el mundo! Ypor desdicha -hablando bajo y trémulo-, ¡haytantos que olvidan pensar con seriedad hastaque es demasiado tarde...!

Ana comprendió la dolorosa miseria de estossentimientos. El marido no había sido lo quedebía, y había dejado a la esposa entre aquellagente que ocupa un peor lugar en el mundo delque merecen. Ese momento de emoción fue sinembargo, pasajero. Mrs. Smith se repuso y con-tinuó en tono inalterable:

-Dudo que la situación que tiene en el pre-sente mi amiga Mrs. Rooke sirva de muchopara entretenerme o enseñarme algo. Atiende ala señora Wallis de Marlborough, según creouna mujer a la moda, bonita, tonta, gastadora,y, naturalmente, nada podrá contarme sobreencajes y fruslerías. Sin embargo, quizá, yopueda sacar algún beneficio de Mrs. Wallis.Tiene mucho dinero, y pienso que podrá com-

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prarme todas las cosas caras que tengo ahoraentre manos.

Ana visitó varias veces a su amiga antes deque en Camden Place sospecharan su existen-cia. Finalmente se hizo necesario hablar de ella.Sir Walter, Isabel y Mrs. Clay volvían un día deLaura Place con una invitación de la señoraDalrymple para la velada, pero Ana estaba yacomprometida a ir a Westgate. Ella no lamen-taba excusarse. Habían sido invitados, no lecabía duda, porque Lady Dalrymple, a quienun serio catarro mantenía en casa, pensaba uti-lizar la amistad de los que tanto la habían bus-cado. Así, pues, Ana se negó rápidamente: “Heprometido pasar la velada con una antiguacompañera”. No les interesaba nada que serelacionase con Ana, sin embargo hicieron másque suficientes preguntas para enterarse dequién era esta antigua condiscípula. Isabel ma-nifestó desdén, y Sir Walter se puso severo.

-¡Westgate! -exclamó-. ¿A quién puede missAna Elliot visitar en Westgate? A Mrs. Smith;

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una viuda llamada Mrs. Smith. ¿Y quién fue sumarido? Uno de los miles señores Smith que seencuentran en todas partes. ¿Qué atractivostiene? Que está vieja y enferma. Palabra dehonor, miss Ana Elliot, que tiene usted unosgustos notables. Todo lo que disgusta a otraspersonas: gente inferior, habitaciones mezqui-nas, aire viciado, relaciones desagradables, songratas para usted. Pero tal vez podrás postergarla visita a esa señora. No está tan próxima amorirse, según creo, que no puedas dejar lavisita para mañana. ¿Qué edad tiene? ¿Cuaren-ta?

-No, señor; aún no tiene treinta y un años. Pe-ro no creo que pueda dejar mi compromisoporque es la única tarde en bastante tiempo quenos conviene a ambas. Ella va a los baños ca-lientes mañana, y nosotros, bien lo sabe usted,hemos comprometido ya el resto de la semana.

-Pero, ¿qué piensa Lady Russell de esta rela-ción? -preguntó Isabel.

-No ve en ella nada reprochable -repuso Ana-

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; ¡muy por el contrario, lo aprueba! Casi siem-pre me ha llevado cuando he ido a visitar aMrs. Smith.

-Westgate debe estar sorprendido de ver uncoche rodando sobre su pavimento -observó SirWalter-. La viuda de Sir Henry Russell no tienearmas que pintar, pero, pese a ello, es el suyoun hermoso coche, sin duda digno de llevar amiss Elliot. ¡Una viuda de nombre Smith quevive en Westgate!... ¡Una pobre viuda que esca-samente tiene con qué vivir y de treinta o cua-renta años! ¡Una simple y común Mrs. Smith, elnombre de todos en todo el mundo, haber sidoelegida como amiga de miss Elliot y ser prefe-rida por ésta a sus relaciones de familia de lanobleza inglesa e irlandesa! Mrs. Smith; ¡vayaun nombre!

Mrs. Clay, que había presenciado toda la es-cena, juzgó prudente en ese momento abando-nar el cuarto, y Ana hubiera deseado hacer endefensa de su amiga, algunos comentarios acer-ca de los amigos de ellos, pero el natural respe-

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to a su padre la contuvo. No contestó. Dejó quecomprendiera él por sí mismo que Mrs. Smithno era la única viuda en Bath entre treinta ycuarenta años, con escasos medios y sin nom-bre distinguido.

Ana cumplió su compromiso; los demás cum-plieron el de ellos, y, por supuesto, debió oír, ala mañana siguiente, que habían pasado unavelada encantadora. Ella fue la única ausente;Sir Walter e Isabel no solamente se habíanpuesto al servicio de su señoría, sino que habí-an buscado a otras personas, molestándose eninvitar a Lady Russell y a Mr. Elliot; y Mr. Elliothabía dejado temprano al coronel Wallis, y La-dy Russell había finalizado temprano sus com-promisos para concurrir. Ana supo, por LadyRussell, todos los detalles adicionales de la ve-lada. Para Ana, lo más importante era la con-versación sostenida con Mr. Elliot, quien, ha-biendo deseado su presencia, estimó compren-sibles sin embargo las causas que le impidieronir. Sus bondadosas y compasivas visitas a su

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antigua condiscípula parecían haber encantadoa Mr. Elliot. Creía éste que ella era una jovenextraordinaria; en sus maneras, carácter y alma,un prototipo excelente de femineidad. Las ala-banzas que de ella hacía igualaban a las de La-dy Russell, y Ana entendió claramente, por loselogios que de ella hacía este hombre inteligen-te, lo que su amiga insinuaba en su relato.

Lady Russell tenía ya una opinión muy firmesobre mister Elliot. Estaba convencida de sudeseo de conquistar a Ana con el tiempo y nodudaba de que la mereciera, y pensaba cuántassemanas tardaría él en estar libre de las atadu-ras creadas por su viudez y luto, para podervalerse abiertamente de sus atractivos paraconquistar a la joven. No dijo a Ana tan clara-mente cómo veía ella el asunto; solamente hizounas pequeñas insinuaciones de lo que bienpronto ocurriría, es decir, de que él se enamo-rase y de la conveniencia de tal alianza y la ne-cesidad de corresponderle. Ana la escuchó y nolanzó ninguna exclamación violenta; se limitó a

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sonreír, se ruborizó y sacudió la cabeza suave-mente.

-No soy casamentera, como tú bien sabes -dijo Lady Russell-, conociendo como conozco ladebilidad de todos los cálculos y determinaciónhumanos. Sólo digo que en caso que alguna vezMr. Elliot se dirija a ti y tú lo aceptes, tendrán laposibilidad de ser felices juntos. Será una unióndeseada por todo el mundo, pero, para mí seráuna unión feliz.

-Mr. Elliot es un hombre en extremo agrada-ble, y en muchos aspectos tengo una alta opi-nión de él -dijo Ana-, pero no creo que nos con-vengamos el uno al otro.

Lady Russell no dijo nada al respecto, y conti-nuó:

-Desearía ver en ti a la futura Lady Elliot, lacastellana de Kellynch, ocupando la mansiónque fuera de tu madre, ocupando el puesto deésta con todos los correspondientes derechos, lapopularidad que tenía y todas sus virtudes.Esto sería para mí una gran recompensa. Eres

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idéntica a tu madre, en carácter y en físico ysería fácil volver a imaginarla a ella si tú ocupassu lugar, su nombre, su casa; si presidieras ybendijeras el mismo sitio; solamente serías su-perior a ella por ser más apreciada. Mi queridí-sima Ana, esto me haría más feliz que ningunaotra cosa en el mundo.

Ana se vio obligada a levantarse, a caminarhasta una mesa distante y pretender ocuparseen algo para esconder los sentimientos que estecuadro despertaba en ella. Por unos momentossu corazón y su imaginación estuvieron fasci-nados. La idea de ser lo que su madre habíasido, de tener el nombre precioso de “LadyElliot” revivido en ella, de volver a Kellynch,de llamarlo nuevamente su hogar, su hogarpara siempre, tenía para ella un encanto inne-gable. Lady Russell no dijo nada más, dejandoque el asunto se resolviera por sí solo y pen-sando que Mr. Elliot no habría podido escogermejor momento para hablar. Creía, en una pa-labra, lo que Ana no. La sola imagen de Mr.

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Elliot trajo a la realidad a Ana. El encanto deKellynch y de “Lady Elliot” desapareció. Jamáspodría aceptarlo. Y no era sólo que sus senti-mientos fueran sordos a todo hombre con ex-cepción de uno. Su claro juicio, considerandofríamente las posibilidades, condenaba al señorElliot.

Pese a conocerlo desde hacía más de un mes,no podía decir que supiera mucho sobre sucarácter. Que era un hombre inteligente y agra-dable, que hablaba bien, que sus opiniones eransensatas, que sus juicios eran rectos y que teníaprincipios, todo esto era indiscutible. Cierta-mente sabía lo que era bueno y no podía encon-trarle ella faltas en ningún aspecto de sus debe-res morales; pese a ello, no habría podido ga-rantizar su conducta. Desconfiaba del pasado,ya que no del presente. Los nombres de anti-guos conocidos, mencionados al pasar, las alu-siones a antiguas costumbres y propósitos su-gerían opiniones poco favorables de lo que élhabía sido. Le era claro que había tenido malos

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hábitos; los viajes del domingo habían sido cosacomún; hubo un período en su vida (y posi-blemente nada corto) en el que había sido ne-gligente en todos los asuntos serios; y, aunqueahora pensara de otra manera, ¿quién podíaresponder por los sentimientos de un hombrehábil, cauteloso, lo bastante maduro como paraapreciar un bello carácter? ¿Cómo podría ase-gurarse que esta alma estaba en verdad limpia?

Mr. Elliot era razonable, discreto, cortés, perono franco. No había tenido jamás un arrebatode sentimientos, ya de indignación, ya de pla-cer, por la buena o mala conducta de los otros.Esto, para Ana, era una decidida imperfección.Sus primeras impresiones eran perdurables.Ella apreciaba la franqueza, el corazón abierto,'el carácter impaciente antes que nada. El calory el entusiasmo aún la cautivaban. Ella sentíaque podía confiar mucho más en la sinceridadde aquellos que en alguna ocasión podían deciralguna cosa descuidada o alguna ligereza, queen aquellos cuya presencia de ánimo jamás su-

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fría alteraciones, cuya lengua jamás se desliza-ba.

Mr. Elliot era demasiado agradable para todoel mundo. Pese a los diversos caracteres quehabitaban la casa de su padre, él agradaba atodos. Se llevaba muy bien, se entendía de ma-ravillas con todo el mundo. Había hablado conella con cierta franqueza acerca de Mrs. Clay,había parecido comprender las intenciones deesta mujer y había exteriorizado su menospre-cio hacia ella; sin embargo, mistress Clay estabaencantada con él.

Lady Russell, quizá por ser menos exigenteque su joven amiga, no observaba nada que pu-diese inspirar desconfianza. No podía encon-trar ella un hombre más perfecto que Mr. Elliot,y su más caro deseo era verlo recibir la manode su querida Ana Elliot, en la capilla de Ke-llynch, el siguiente otoño.

CAPITULO XVIII

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Comenzaba febrero, y Ana, después de unmes en Bath, se impacientaba por recibir noti-cias de Uppercross y Lyme. Deseaba saber másde lo que podían darle a conocer las comunica-ciones de María. Hacía tres semanas que nosabía casi nada. Sólo sabía que Enriqueta estabade nuevo en casa, y que Luisa, aunque se recu-peraba rápidamente, permanecía aún en Lyme.Y pensaba intensamente en ellos una tardecuando una carta más pesada que de costum-bre, de María, le fue entregada, y para aumen-tar el placer y la sorpresa, con los saludos delalmirante y de Mrs. Croft.

¡Los Croft debían pues estar en Bath! Una si-tuación interesante. Era gente hacia los quesentía una natural inclinación.

-¿Qué es esto? -exclamó Sir Walter-. ¿LosCroft han llegado a Bath? ¿Los Croft que alqui-lan Kellynch? ¿Qué te han entregado?

-Una carta de Uppercross, señor.Ah, estas cartas son pasaportes convenientes.

Aseguran una presentación. Hubiera visitado,

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de cualquier manera, al almirante Croft. Sé loque debo a mi arrendatario.

Ana no pudo escuchar más; no podía siquierahaber dicho cómo había escapado la piel delpobre almirante; la carta monopolizaba suatención. Había sido comenzada varios díasantes:

“1 de febrero“Mi querida Ana,“No me disculpo por mi silencio porque sé lo

que la gente opina de las cartas en un lugarcomo Bath. Debes encontrarte demasiado felizpara preocuparte por Uppercross, del que, co-mo bien sabes, muy poco puede decirse.Hemos tenido una Navidad muy aburrida; elseñor y la señora Musgrove no han ofrecidouna sola comida durante todas las fiestas. Noconsidero a los Hayter gran cosa. Las fiestas,sin embargo, han terminado: creo que ningúnniño las haya tenido más largas. Estoy segurade que yo no las tuve. La casa fue desalojadapor fin ayer, con excepción de los pequeños

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Harville. Te sorprenderá saber que durante estetiempo no han ido a su casa. Mrs. Harville debeser una madre muy dura para separarse así deellos. Yo no puedo entender esto. En mi opi-nión, no son nada agradables estos niños, peroMrs. Musgrove parece gustar de ellos tanto oquizá más que de sus nietos. ¡Qué tiempo tanespantoso hemos tenido! Quizá no lo hayansentido ustedes en Bath, debido a la pavimen-tación, pero en el campo ha sido bastante malo.Nadie ha venido a visitarme desde la segundasemana de enero, con la salvedad de CarlosHayter, quien ha venido más de lo deseado.Entre nosotras, te diré que creo que es una lás-tima que Enriqueta no se haya quedado en Ly-me tanto tiempo como Luisa; esto la hubieramantenido lejos de él. El carruaje ha partidopara traer mañana a Luisa y a los Harville. Nocenaremos con ellos, sin embargo, hasta un díadespués, porque la señora Musgrove teme queel viaje sea muy cansador para Luisa, lo que espoco probable considerando los cuidados que

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tendrán con ella. Por otra parte, para mí hubie-ra sido mucho mejor cenar con ellos mañana.Me alegro que encuentres tan agradable a mis-ter Elliot y yo también desearía conocerlo. Peromi suerte es así: nunca estoy cuando hay algointeresante; ¡soy siempre la última en mi fami-lia! ¡Qué larguísimo tiempo ha estado Mrs.Clay con Isabel! ¿Ha querido marcharse algunavez? Sin embargo, aunque ella dejara vacía lahabitación, no es probable que se nos invitase.Dime lo que piensas de esto. No espero que seinvite a mis niños, ¿sabes? Puedo dejarlos per-fectamente en la Casa Grande por un mes o seissemanas. En este momento oigo que los Croftparten casi ahora mismo para Bath; creo que elalmirante tiene gota. Carlos se ha enterado deesto por casualidad; no han tenido la gentilezade avisarme u ofrecerme algo. No creo quehayan mejorado como vecinos. No los vemoscasi nunca, y ésta es una grave desatención.Carlos une sus afectos a los míos, y quedo de ticon todo cariño,

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“María M.

“Lamento decir que estoy muy lejos de en-contrarme bien y Jemima acaba de decirme queel carnicero le ha dicho que abunda aquí el malde garganta. Imagino que voy a adquirirlo, ybien sabes que sufro de la garganta más quecualquier otra persona”.

Así terminaba la primera parte, que había si-do puesta en un sobre que contenía muchomás:

“He dejado mi carta abierta para poder decir-te cómo llegó Luisa, y me alegro de haberlohecho, porque tengo muchas más cosas que de-cirte. En primer lugar recibí una nota de la se-ñora Croft ayer, ofreciéndose a llevar cualquiercosa que quisiera enviarte; en verdad, una notamuy cortés y amistosa, dirigida a mí, tal comocorrespondía. Así, pues, podré escribirte tanlargamente como es mi deseo. El almirante noparece muy enfermo, y espero que Bath le haga

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mucho bien. Realmente me alegraré de verlos ala vuelta. Nuestra vecindad no puede perderesta familia tan agradable. Hablemos ahora deLuisa. Tengo que comunicarte algo que te sor-prenderá. Ella y los Harville llegaron el martesperfectamente bien, y por la tarde le pregunta-mos cómo era que el capitán Benwick no for-maba parte de la comitiva, porque había sidoinvitado al igual que los Harville. ¿A que nosabes cuál es la razón? Ni más ni menos que seha enamorado de Luisa, y no quiere venir aUppercross sin tener una respuesta de parte deMr. Musgrove, porque entre ellos arreglaron yatodo antes de que ella volviera, y él ha escrito alpadre de ella por intermedio del capitán Harvi-lle. Todo esto es cierto, ¡palabra de honor! ¿Es-tás atónita? Me pregunto si alguna vez sospe-chaste algo, porque yo... jamás. Pero estamosencantados; porque pese a que no es lo mismoque casarse con el capitán Wentworth, es infini-tamente mejor que Carlos Hayter; así pues, Mr.Musgrove ha escrito dando su consentimiento,

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y estamos esperando hoy al capitán Benwick.Mrs. Harville dice que su esposo añora muchí-simo a su hermana, pero, de cualquier manera,Luisa es muy querida por ambos. En verdad,yo y Mrs. Harville estamos de acuerdo en quetenemos más afecto por ella por el hecho dehaberla cuidado. Carlos se pregunta qué dirá elcapitán Wentworth, pero si haces memoria re-cordarás que yo jamás creí que estuviera ena-morado de Luisa; jamás pude ver nada seme-jante. Y puedes imaginar que también es el fin,de suponer que el capitán Benwick haya sidoun admirador tuyo. Cómo Carlos pudo creersemejante cosa, es algo que yo no comprendo.Espero que sea un poco más amable ahora.Ciertamente no es éste un gran matrimoniopara Luisa Musgrove, pero de todos modos unmillón de veces mejor que casarse con uno delos Hayter”.

María había acertado al imaginar la sorpresade su hermana. Jamás en su vida había queda-

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do más boquiabierta. ¡El capitán Benwick yLuisa Musgrove! Era demasiado maravillosopara creerlo. Y solamente haciendo un granesfuerzo pudo permanecer en el cuarto, conser-vando su aire tranquilo y contestando a laspreguntas del momento. Felizmente para ella,fueron bien pocas. Sir Walter deseaba saber silos Croft viajaban con cuatro caballos y si sehospedarían en algún lugar de Bath que permi-tiera que él y miss Elliot los visitaran. Era loúnico que parecía interesarle.

-¿Cómo está María? -preguntó Isabel-. ¿Y quétrae a los Croft a Bath? -añadió sin esperar res-puesta.

-Vienen a causa del almirante. Parece que su-fre de gota.

-¡Gota y decrepitud! -exclamó Sir Walter-.¡Pobre caballero!

-¿Tienen conocidos aquí? -preguntó Isabel.-No lo sé; pero imagino que un hombre de la

edad y la profesión del almirante Croft debe detener muy pocos conocidos en un lugar como

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éste.-Sospecho -dijo fríamente Sir Walter- que el

almirante Croft debe ser mejor conocido enBath como arrendatario de Kellynch. ¿Crees,Isabel, que podemos presentarlos en Laura Pla-ce?

-¡Oh, no! No lo creo. En nuestra situación deprimos de Lady Dalrymple debemos cuidarnosde no presentarle a nadie a quien pudiere des-aprobar. Si no fuéramos sus parientes no im-portaría, pero somos primos y debemos cuidara quién presentamos. Será mejor que los Croftencuentren por sí solos el nivel que les corres-ponde. Abundan por ahí muchos viejos de as-pecto desagradable que, según he oído decir,son marinos. Los Croft podrán relacionarse conellos.

Este era todo el interés que tenía la carta parasu padre y hermana. Cuando Mrs. Clay hubopagado también su tributo, preguntando porMr. Carlos Musgrove y sus lindos niños, Ana sesintió en libertad.

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Al quedarse sola en su habitación trató decomprender lo acontecido. ¡Claro que podíaCarlos preguntarse qué sentiría el capitánWentworth! Quizás había abandonado el cam-po, dejando de amar a Luisa; quizás habíacomprendido que no la amaba. No podía so-portar la idea de traición o versatilidad o cual-quier cosa semejante entre él y su amigo. Nopodía imaginar que una amistad como la deellos diera lugar a ningún mal proceder.

¡El capitán Benwick y Luisa Musgrove! Laalegre, la ruidosa Luisa Musgrove y el pensati-vo, sentimental, amigo de la lectura, Benwick,parecían las personas menos a propósito la unapara la otra. ¡Dos temperamentos tan diferen-tes! ¿En qué pudo consistir la atracción? Prontosurgió la respuesta: había sido la situación.Habían estado juntos varias semanas, viviendoen el mismo reducido círculo de familia; desdela vuelta de Enriqueta, debían haber dependidoel uno del otro, y Luisa, reponiéndose de suenfermedad, estaría más interesante, y el capi-

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tán Benwick no era inconsolable. Esto ya lohabía sospechado Ana con anterioridad, y enlugar de sacar de los acontecimientos la mismaconclusión que María, todo esto la afirmaba enla idea de que Benwick había experimentadocierta naciente ternura hacia ella. Sin embargo,en esto no veía una satisfacción para su vani-dad. Estaba persuadida que cualquier mujerjoven y agradable que le hubiese escuchadopareciendo comprenderle hubiera despertadoen él los mismos sentimientos. Tenía un cora-zón afectuoso y era natural que amase a al-guien.

No veía ninguna razón para que no fueran fe-lices. Luisa tenía para empezar, entusiasmo porla Marina, y bien pronto sus temperamentos se-rian semejantes. El adquiriría alegría y ellaaprendería a entusiasmarse por Lord Byron yWalter Scott; no, esto ya estaba sin dudaaprendido; de seguro, se habían enamoradoleyendo versos. La idea de que Luisa Musgrovepudiera convertirse en una persona de refinado

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gusto literario y reflexiva era por cierto bastan-te cómica, pero no cabía duda de que así ocurri-ría. El tiempo transcurrido en Lyme, la fatalcaída de Cobb, podían haber influido en susalud, en sus nervios, en su valor, en su carác-ter, hasta el fin de su vida, tanto como parecíanhaber influido en su destino.

Se podía concluir que si la mujer que habíasido sensible a los méritos del capitán Went-worth podía preferir a otro hombre, nada debíaya sorprender en el asunto. Y si el capitánWentworth no había perdido por ello un ami-go, nada había que lamentar. No, no era dolorlo que Ana sentía en el fondo de su corazón, apesar de ella misma, y coloreaba sus mejillas elpensar que el capitán Wentworth seguía libre.Se avergonzaba de escudriñar sus sentimientos.¡Parecían ser de una grande e insensata alegría!

Deseaba ver a los Croft, pero cuando los en-contró, comprendió que éstos aún no sabían lasnovedades. La visita de ceremonia fue hecha ydevuelta, y Luisa Musgrove y el capitán Ben-

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wick fueron mencionados, sin que ni siquierasonrieran.

Los Croft se habían alojado en la calle Gay, loque Sir Walter aprobaba. Este no se sentía aver-gonzado en modo alguno de tal conocimiento.En una palabra, hablaba y pensaba más en elalmirante que lo que éste jamás pensó o hablóde él.

Los Croft conocían en Bath tanta gente comoera su deseo, y consideraban su relación con losElliot como un asunto de pura ceremonia, y queen lo absoluto les proporcionaba placer. Teníanel hábito campesino de estar siempre juntos. Eldebía caminar para combatir la gota y Mrs.Croft parecía compartir con él todo, y caminarjunto a ella parecía hacerle bien al almirante.Ana los veía en todas partes. Lady Russell lasacaba en su coche casi todas las mañanas y ellajamás dejaba de pensar en ellos y de encontrar-los. Conociendo como conocía sus sentimien-tos, los Croft constituían un atractivo cuadro defelicidad. Los contemplaba tan largamente co-

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mo le era posible y se deleitaba creyendo en-tender lo que ellos hablaban mientras camina-ban solos y libres. De la misma manera le en-cantaba el gesto del almirante al saludar con lamano a un antiguo amigo, y observaba la ve-hemencia de la conversación cuando Mrs.Croft, entre un pequeño grupo de marinos,parecía tan inteligente e interiorizada en asun-tos náuticos como cualquiera de ellos.

Ana estaba demasiado ocupada por LadyRussell para hacer caminatas, pero, pese a ello,ocurrió que una mañana, diez días después dela llegada de los Croft, en que decidió dejar a suamiga y al coche en la parte baja de la ciudad yvolver a pie a Camden Place. Caminando por lacalle Milsom tuvo la suerte de encontrarse conel almirante. Estaba parado frente a una vidrie-ra, con las manos detrás, observando atenta-mente un grabado, y no sólo hubiera podidopasar sin ser vista, sino que debió tocarlo yhablarle para que reparase en ella. Cuando lavio y la reconoció, exclamó con su habitual

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buen humor:-¡Ah!, ¡es usted! Gracias, gracias. Esto es tra-

tarme como a un amigo. Aquí estoy, ya ve us-ted, contemplando un grabado. No puedo pa-sar frente a esta vidriera sin detenerme: ¡Lo quehan puesto aquí pretendiendo ser un barco!Mire usted. ¿Ha visto algo semejante? ¡Quéindividuos curiosos deben ser los pintores paraimaginar que alguien arriesgaría su vida en esavieja y desfondada cáscara de nuez! Y, sin em-bargo, vea usted allí a dos caballeros muy có-modamente mirando las rocas y las montañas,sin preocuparse por nada, lo que a todas luceses absurdo. Pienso en qué lugar ha podidoconstruirse un barco semejante -riendo-. No meatrevería a navegar en ese barco ni en un estan-que. Bueno -volviéndose-, ¿hacia dónde va?¿Puedo hacer algo por usted o acompañarla talvez? ¿En qué puedo serle útil?

-En nada, gracias. A menos que quiera darmeusted el placer de caminar conmigo el corto tre-cho que falta. Voy a casa.

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-Lo haré con muchísimo gusto. Y si lo desea,la acompañaré más lejos también. Sí, juntosharemos más agradable el camino. Además,tengo algo que decirle. Tome usted mi brazo;así está bien. No me siento cómodo si no llevouna mujer apoyada en él. ¡Dios mío, qué barco!-añadió lanzando una última mirada al grabadomientras se ponían en marcha.

-¿Usted quería decirme algo, señor?-Así es. De inmediato. Pero allí viene un ami-

go: el capitán Bridgen. No haré más que decirle:“¿Cómo está usted?”, al pasar. No nos de-tendremos. “¿Cómo está usted?” Bridgen sesorprenderá de verme con una mujer que no esmi esposa. Pobrecita, ha debido quedarse ama-rrada, en casa. Tiene una llaga en el talón, ma-yor que una moneda de tres chelines. Si mirausted a la vereda de enfrente verá al almiranteBrand y a su hermano. ¡Unos desharrapados!Me alegro de que no vengan por esta acera.Sofía los detesta. Me hicieron una mala pasadauna vez... Se llevaron algunos de mis mejores

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hombres. Ya le contaré la historia en otra opor-tunidad. Allí vienen el viejo Sir ArchibaldoDrew y su nieto. Vea, nos ha visto. Besa la ma-no en su honor, la confunde a usted con miesposa. Ah, la paz ha venido demasiado aprisapara este señorito. ¡Pobre Sir Archibaldo! ¿Leagrada a usted Bath, miss Elliot? A nosotrosnos conviene mucho. Siempre nos encontramosalgún antiguo amigo; las calles están repletasde ellos cada mañana. Siempre hay con quienconversar, y después nos alejamos de todos ynos encerramos en nuestros aposentos, y ocu-pamos nuestras sillas y estamos tan cómoda-mente como si nos encontráramos en Kellyncho como cuando estábamos en el norte de Yar-mouth o en Deal. Uno de nuestros aposentos nonos agrada porque nos recuerda los que tenía-mos en Yarmouth. El viento se cuela por unode los armarios tal como que se colaba allá.

Cuando hubieron caminado un poco, Ana seatrevió a inquirir otra vez qué era lo que él de-seaba comunicarle. Ella había esperado que al

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alejarse de la calle Milsom su curiosidad se ve-ría satisfecha. Pero debió esperar aún más, por-que el almirante estaba dispuesto a no comen-zar hasta que hubieran llegado a la gran tran-quilidad espaciosa de Belmont, y como no erala señora Croft, no tenía más remedio que de-jarlo hacer su voluntad. En cuanto iniciaron elascenso de Belmont, él comenzó:

-Bien, ahora oirá algo que la sorprenderá. Pe-ro antes deberá usted decirme el nombre de lajoven de la que voy a hablar. Esa joven de laque tanto nos hemos ocupado todos. La señori-ta Musgrove, la que sufrió el accidente... sunombre de pila, siempre olvido su nombre depila.

Ana se avergonzó de comprender tan prestode qué se trataba; pero ahora podía sin proble-mas sugerir el nombre de “Luisa”.

-Eso es, Luisa Musgrove, éste es el nombre.Desearía que las muchachas no tuviesen talcantidad de lindos nombres. Nunca olvidaría sitodas se llamasen Sofía o algún otro nombre

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por el estilo. Bien, esta señorita Luisa, sabe us-ted, creíamos todos que se casaría con Federico.El le hacía la corte desde hacía varias semanas.Lo único que nos sorprendía algo era tanta de-mora en declararse hasta que ocurrió el acci-dente de Lyme. Entonces, por supuesto, supi-mos que él debía esperar hasta que ella se reco-brase. Pero aun así había algo curioso en sumanera de proceder. En lugar de quedarse enLyme, se fue a Plymouth y de allí se encaminóa visitar a Eduardo. Cuando nosotros volvimosde Minehead se había ido a visitar a Eduardo yallí permaneció desde entonces. No hemosvuelto a verlo desde el mes de noviembre. NiSofía puede entenderlo. Pero ahora ocurre lomás extraño de todo, porque esta señorita, estajoven Musgrove, en lugar de casarse con Fede-rico se va a casar con James Benwick. Ustedconoce a James Benwick.

-Algo. Conozco un poco al capitán Benwick.-Bien, ella se casará con él. Ya deberían estar

casados, porque no sé lo que están esperando.

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-Considero al capitán Benwick un joven muyagradable -dijo Ana- y tengo entendido quetiene excelente carácter.

-¡Oh, claro que sí! No hay nada que decir encontra de James Benwick. Es solamente coman-dante, ¿sabe usted? Fue ascendido el últimoverano, y éstos son malos tiempos para progre-sar, pero ésta es la única desventaja que le co-nozco. Un individuo excelente, de gran cora-zón, y muy activo y celoso de su carrera, puedoasegurarlo, cosa que por cierto usted no habrásospechado, porque sus ademanes suaves norevelan su carácter.

-En eso se equivoca usted, señor; jamás en-contré falta de entusiasmo en los modales delcapitán Benwick. Lo encuentro particularmenteagradable, y puedo asegurarle que sus modalesgustan a todo el mundo.

-Bien, las señoras son mejores jueces que no-sotros. Pero James Benwick es demasiado tran-quilo a mi manera de ver, y aunque puede serparcialidad nuestra, Sofía y yo no podemos

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evitar encontrar mejores maneras en Federico.Y creo que hay algo en Federico que está másde acuerdo con nuestro gusto.

Ana estaba en la trampa. Sólo había queridooponerse a la idea de que el entusiasmo y lagentileza eran incompatibles, sin decir por elloque los modales del capitán Benwick fueranmejores, y después de un momento de vacila-ción, dijo: “No he pensado comparar a los dosamigos...”, cuando el almirante la interrumpiódiciendo:

-El asunto es bien claro. No se trata de simplechismografía. Lo hemos sabido por el mismoFederico. Su hermana recibió ayer una carta deél en la que nos informa de todo, y él, a su vez,lo ha sabido por una carta de los Harville, escri-ta de inmediato, desde Uppercross. Creo queestán todos en Uppercross.

Esta fue una oportunidad que Ana no pudoresistir. Así, pues, dijo:

-Espero, almirante, que no haya en la cartadel capitán Wentworth nada que les intranqui-

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lice a ustedes. Parecía en verdad, el último oto-ño, que había algo entre el capitán y LuisaMusgrove. Pero confío en que haya sido unaseparación sin violencias para ninguna de lasdos partes. Espero que esta carta no trasunteamargura.

-En modo alguno, en modo alguno. No hay niun juramento ni un murmullo de principio afin.

Ana dio vuelta el rostro para ocultar su sonri-sa.

-No, no, Federico no es hombre que se queje;tiene demasiado espíritu para ello. Si a la mu-chacha le gusta más otro hombre, con seguri-dad ella está mejor destinada para éste...

-No hay duda de eso, pero lo que quiero decires que espero que no haya en la manera de es-cribir del capitán Wentworth nada que les hagapensar que guarda algún resentimiento contrasu amigo, lo que bien podría ser, aunque no lodijera. Lamentaría mucho que una amistad co-mo la que ha habido entre él y el capitán Ben-

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wick se destruyese o sufriese daño por unacausa como ésta.

-Sí, sí, comprendo. Pero no hay nada seme-jante en la carta. No lanza el menor dardo co-ntra Benwick, ni siquiera dice: “Me sorprende,tengo mis razones para sorprenderme”. No;por la manera de escribir jamás sospecharíausted que miss... (¿cómo se llama?) hubierapodido interesarle. Muy amablemente deseaque sean felices juntos, y no hay nada rencoro-so en ello, en mi opinión.

Ana no tenía igual convicción del almirante,pero era inútil continuar preguntando. Por con-siguiente, se dio por satisfecha, asintiendo ca-lladamente o diciendo alguna frase común a lasopiniones del almirante.

-¡Pobre Federico! -dijo éste por último-. De-bemos comenzar con alguna cosa. Creo que de-bemos traerlo a Bath. Sofía debe escribirle ypedirle que venga a Bath. Aquí hay muchasmuchachas, estoy cierto. Es inútil volver a Up-percross por la otra señorita Musgrove, porque

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según sé está prometida a su primo, el jovenpastor. ¿No cree usted, miss Elliot, que es mejorque venga a Bath?

CAPITULO XIX

Mientras el almirante Croft paseaba con Anay le expresaba su deseo de que el capitánWentworth fuese a Bath, éste ya se encontrabaen camino. Antes de que Mrs. Croft hubieraescrito, ya había llegado; y la siguiente vez queAna salió de paseo, lo vio.

Mr. Elliot acompañaba a sus dos primas y aMrs. Clay. Se encontraban en la calle Milsomcuando comenzó a llover; no muy fuerte, perolo bastante como para que las damas desearanrefugiarse. Para miss Elliot fue una gran ventajatener el coche de Lady Dalrymple para regresara casa, pues éste fue avistado un poco más le-jos; por tanto, Ana y Mrs. Clay entraron en Mo-lland, mientras Mr. Elliot se dirigía hacia elcoche para solicitar ayuda. Pronto se les unió

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nuevamente. Su intento, como era de esperar,había tenido éxito; Lady Dalrymple estaba en-cantada de llevarlos a casa y estaría allí en po-cos momentos.

En el coche de su señoría sólo cabían cuatropersonas cómodamente. Miss Carteret acom-pañaba a su- madre, y por tanto no podía espe-rarse que cupieran allí las tres señoras de Cam-den Place. Miss Elliot iría, eso sin duda; estabadecidida a no sufrir ninguna molestia. Así,pues, el asunto se convirtió en una cuestión decortesía entre las otras dos señoras. La lluviaera muy fina, de manera que Ana no tenía in-conveniente en seguir caminando en compañíade mister Elliot. Pero Mrs. Clay también encon-traba que la lluvia era inofensiva. Apenas llo-viznaba, y por otra parte, ¡sus zapatos eran tangruesos!; mucho más gruesos que los de missAna. En una palabra, estaba cortésmente ansio-sa de caminar con Mr. Elliot, y ambas discutie-ron tan educada y decididamente, que los de-más debieron solucionarles el asunto. Miss

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Elliot sostuvo que mistress Clay tenía ya unligero resfriado y, al ser consultado misterElliot, decidió que los zapatos de su prima Anaeran los más gruesos.

Se resolvió, por lo tanto, que Mrs. Clay ocu-paría el coche, y casi estaban ya decididoscuando Ana, desde su asiento cerca de la ven-tana, vio clara y distintamente al capitánWentworth caminando por la calle.

Nadie, salvo ella misma, se percató de su sor-presa. Y al instante comprendió también queera la persona más simple y absurda del mun-do. Durante unos minutos no pudo ver nada decuanto sucedía a su alrededor. Todo era confu-sión, se sentía perdida. Cuando volvió en sí, vioque los otros estaban aún esperando el coche yMr. Elliot, siempre gentil, había ido a la calleUnión por un pequeño encargo de Mrs. Clay.

Sintió Ana un intenso deseo de salir: deseabaver si llovía. ¿Cómo podía pensarse que otromotivo la impulsara a salir? El capitán Went-worth debía estar ya demasiado lejos. Dejó su

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asiento; una parte de su carácter era insensata,como parecía, o quizás estaba siendo mal juz-gada por la otra mitad. Debía ver si llovía. Tuvoque volver a sentarse, sin embargo, sorprendi-da por la entrada del mismo capitán Went-worth con un grupo de amigos y señoras, sinduda conocidos que había encontrado un pocomás abajo en la calle Milsom. Se sintió visible-mente turbado y confundido al verla, muchomás de lo que ella observara en otras ocasiones.Se sonrojó de arriba abajo. Por primera vezdesde que habían vuelto a encontrarse, se sintiómás dueña de sí misma que él. Es verdad quetenía la ventaja de haberlo visto antes. Todoslos poderosos, ciegos, azorados efectos de unagran sorpresa pudieron notarse en él. ¡Pero ellatambién sufría! Los sentimientos de Ana erande agitación, dolor, placer..., algo entre dicha ydesesperación.

El capitán le dirigió la palabra y entonces de-bió enfrentarse a él. Estaba turbado. Sus gestosno eran ni fríos ni amistosos: estaba turbado.

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Después de un momento, habló de nuevo. Sehicieron el uno al otro preguntas comunes. Nin-guno de los dos prestaba demasiada atención alo que decía, y Ana sentía que el azoramientode él iba en aumento. Por conocerse tanto,habían aprendido a hablarse con calma e indi-ferencia aparentes; pero en esa ocasión él nopudo adoptar este tono. El tiempo o Luisa lohabían cambiado. Algo había ocurrido. Teníabuen aspecto, y no parecía haber sufrido nifísica ni moralmente, y hablaba de Uppercross,de los Musgrove y de Luisa hasta con algunapicardía; pese a ello, el capitán Wentworth noestaba ni tranquilo ni cómodo ni era el que solíaser.

No la sorprendió, pero le dolió que Isabel fin-giera no reconocerlo. Wentworth vio a Isabel,Isabel vio a Wentworth y ambos se reconocie-ron al momento -de esto no cabe duda-, peroAna tuvo el dolor de ver a su hermana darvuelta la cara fríamente, como si se tratara deun desconocido.

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El coche de Lady Dalrymple, por el que ya seimpacientaba miss Elliot, llegó en ese momento.Un sirviente entró a anunciarlo. Había comen-zado a llover de nuevo, y se produjo una demo-ra y un murmullo y unas charlas que hicieronpatente que todo el pequeño grupo sabía que elcoche de Lady Dalrymple venía en busca demiss Elliot. Finalmente miss Elliot y su amiga,asistidas por el criado, porque el primo aún nohabía regresado, se pusieron en marcha. El ca-pitán Wentworth se volvió entonces hacia Anay por sus maneras, más que por sus palabras,supo ella que le ofrecía sus servicios.

-Se lo agradezco a usted mucho -fue su res-puesta-, pero no voy con ellas. No hay lugarpara tantos en el coche. Voy a pie. Prefiero ca-minar.

-Pero está lloviendo.-Muy poco. Le aseguro que no me molesta.Después de una pausa, él dijo:-Aunque llegué recién ayer, ya me he prepa-

rado para el clima de Bath, ya ve usted -

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señalando un paraguas-. Puede usted usarlo sies que desea caminar, aunque creo que es másconveniente que me permita buscarle un asien-to.

Ella agradeció mucho su atención, y repitióque la lluvia no tenía importancia:

-Estoy esperando a Mr. Elliot; estará aquí enun momento.

No había terminado de decir esto cuando en-tró mister Elliot. El capitán Wentworth lo reco-noció perfectamente. Era el mismo hombre queen Lyme se había detenido a admirar el paso deAna, pero en ese momento sus gestos y moda-les eran los de un amigo. Entró de prisa y pare-ció no ocuparse más que de ella; pensar sola-mente en ella. Se disculpó por su tardanza, la-mentó haberla hecho esperar, y dijo que desea-ba ponerse en marcha sin pérdida de tiempo,antes de que la lluvia aumentase. Poco despuésse alejaron juntos, ella de su brazo, con unamirada gentil y turbada. Apenas tuvo tiempopara decir rápidamente: “Buenos días”, mien-

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tras se alejaba.En cuanto se perdieron de vista, los señores

que acompañaban al capitán Wentworth sepusieron a hablar de ellos.

-Parece que a Mr. Elliot no le desagrada suprima, ¿no es así?

- ¡Oh, no! Esto es evidente. Ya podemos adivi-nar lo que ocurrirá aquí. Siempre está con ellos,casi vive con la familia. ¡Qué hombre tan bienparecido!

-Así es. Miss Atkinson, que cenó una vez conél en casa de los Wallis, dice que es el hombremás encantador que ha conocido.

-Ella es muy bonita. Sí, Ana Elliot es muy bo-nita cuando se la mira bien. No está bien decir-lo, pero me parece mucho más bella que su her-mana.

-Eso mismo creo yo.-Esa también es mi opinión. No pueden com-

pararse. Pero los hombres se vuelven locos pormiss Elliot. Ana es demasiado delicada para sugusto.

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Ana hubiera agradecido a su primo si éstehubiese marchado todo el camino hasta Cam-den Place sin decir palabra. Jamás había encon-trado tan difícil prestarle atención, pese a quenada podía ser más exquisito que sus atencio-nes y cuidados, y que los temas de su conversa-ción eran como de costumbre interesantes ycálidos; justos e inteligentes los elogios de LadyRussell y delicadas sus insinuaciones sobreMrs. Clay. Pero en esas circunstancias ella sólopodía pensar en el capitán Wentworth. No lo-graba comprender sus sentimientos; si realmen-te se encontraba despechado o no. Hasta nosaberlo, no podría estar tranquila.

Esperaba tranquilizarse, pero ¡Dios mío, Diosmío!... la tranquilidad se negaba a llegar.

Otra cosa muy importante era saber cuántotiempo pensaba él permanecer en Bath; o no lohabía dicho o ella no podía recordarlo. Era po-sible que estuviese solamente de paso. Pero eramás probable que pensase estar una tempora-da. De ser así, siendo como era tan fácil encon-

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trarse en Bath, Lady Russell se toparía con él enalguna parte. ¿Lo reconocería ella? ¿Cómo sedarían las cosas?

Se había visto obligada a contar a Lady Rus-sell que Luisa Musgrove pensaba casarse con elcapitán Benwick. Lady Russell no se había sor-prendido demasiado, y podía ocurrir por elloque, en caso de encontrarse con el capitánWentworth, ese asunto añadiera una sombramás al prejuicio que ya sentía contra él.

A la mañana siguiente, Ana salió con su ami-ga y durante la primera hora lo buscó incesan-temente en las calles. Cuando ya volvían porPulteney, lo vio en la acera derecha a una dis-tancia desde donde podía observarlo perfecta-mente durante el largo trecho de recorrido porla calle. Había muchos hombres a su alrededor;muchos grupos caminando en la misma direc-ción, pero ella lo reconoció en seguida. Miróinstintivamente a Lady Russell, pero no porquepensase que ésta lo reconocería tan pronto co-mo ella lo había hecho. No, Lady Russell no lo

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vería hasta que se cruzaran con él. Ella la mira-ba, sin embargo, llena de ansiedad.

Y cuando llegaba el momento en que forzosa-mente debía verlo, sin atreverse a mirar denuevo (porque comprendía que sus faccionesestaban demasiado alteradas), tuvo perfectaconciencia de que la mirada de Lady Russell sedirigía hacia él; de que la dama lo observabacon mucha atención. Comprendió la especie defascinación que él ejercía sobre la señora, ladificultad que tenía en quitar los ojos de él, lasorpresa que sentía ésta al pensar que ocho onueve años habían pasado sobre él en climasextraños y en servicios rudos, sin que por ellohubiera perdido su prestancia personal.

Por fin Lady Russell volvió el rostro... ¿Habla-ría de él?

-Le sorprenderá a usted -dijo- que haya esta-do absorta tanto tiempo. Estaba mirando lascortinas de unas ventanas de las que ayer mehablaron Lady Alicia y mistress Frankland. Medescribieron las cortinas de la sala de una de las

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casas en esta calle y en esa acera como unas delas más hermosas y mejor colocadas de Bath.Pero no puedo recordar el número exacto de lacasa, y he estado buscando cuál podrá ser. Perono he visto por aquí cortinas que hagan honor asu descripción.

Ana asintió, se sonrojó y sonrió con lástima ydesdén, bien por su amiga, bien por sí misma.Lo que más la enojaba era que en todo el tiem-po en que había estado pendiente de Lady Rus-sell había perdido la oportunidad de darsecuenta de si él las había visto o no.

Uno o dos días pasaron sin que ocurriera na-da nuevo. Los teatros o los rincones que él de-bía frecuentar no eran lo suficientemente ele-gantes para los Elliot, cuyas veladas transcurrí-an en medio de la estupidez de sus propiasreuniones, a las que prestaban cada vez másatención. Y Ana, cansada de esta especie deestancamiento, harta de no saber nada, y cre-yéndose fuerte porque su fortaleza no habíasido puesta a prueba, esperaba impaciente la

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noche del concierto. Era un concierto a benefi-cio de una persona protegida por Lady Dal-rymple. Como es natural, ellos debían ir. Enrealidad se esperaba que aquél sería un buenconcierto, y el capitán Wentworth era muy afi-cionado a la música. Si sólo pudiera conversarcon él nuevamente unos minutos, se daría porsatisfecha. En cuanto al valor para dirigirle lapalabra, se sentía llena de coraje si la oportuni-dad se presentaba. Isabel le había vuelto la cara,Lady Russell lo miraba de arriba abajo, y estascircunstancias fortalecían sus nervios: sentíaque debía prestarle alguna atención.

En cierta ocasión había prometido a Mrs.Smith que pasaría parte de la velada con ella,pero en una rápida visita pospuso tal compro-miso para otro momento, prometiendo unalarga visita para el día siguiente. Mrs. Smithasintió de buen humor.

-Sólo le pido -dijo- que me cuente usted todoslos detalles cuando venga mañana. ¿Quiénesvan con usted?

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Ana los nombró a todos. Mrs. Smith no res-pondió, pero cuando Ana se iba, con expresiónmitad seria, mitad burlona, dijo:

-Bien, espero que su concierto valga la pena.Y no falte usted mañana, si le es posible. Tengoel presentimiento de que no tendré más visitasde usted.

Ana se sorprendió y confundió. Pero despuésde un momento de asombro, se vio obligada, ypor cierto que sin lamentarlo mucho, a partir.

CAPITULO XX

Sir Walter, sus dos hijas y Mrs. Clay fueronesa noche los primeros en llegar. Y como debí-an esperar por Lady Dalrymple decidieron sen-tarse en el Cuarto Octogonal. Apenas se habíaninstalado cuando se abrió la puerta y entró elcapitán Wentworth; solo. Ana era la que estabamás cerca y, haciendo un esfuerzo, se aproximóy le habló. El estaba dispuesto a saludar y apasar de largo, pero su gentil: “¿Cómo está us-

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ted, lo obligó a detenerse y a hacer algunaspreguntas pese al formidable padre y a la her-mana que se encontraban detrás. Que ellos es-tuvieran allí era una ayuda para Ana, pues noviendo sus rostros podía decir cualquier cosaque a ella le pareciese bien.

Mientras hablaba con él un rumor de vocesentre su padre e Isabel llegó a sus oídos. Nodistinguió con claridad, pero adivinó de qué setrataba; y viendo al capitán Wentworth saludar,comprendió que su padre había tenido a bienreconocerlo y aún tuvo tiempo, en una rápidamirada, de ver asimismo una ligera cortesía departe de Isabel. Todo aquello, aunque hechotardíamente y con frialdad, era mejor que naday alegró su ánimo.

Después de hablar del tiempo, de Bath y delconcierto, su conversación comenzó a languide-cer, y tan poco podían ya decirse, que ella espe-raba que él se fuera de un momento a otro. Perono lo hacía; parecía no tener prisa en dejarla; yluego, con renovado entusiasmo, con una ligera

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sonrisa, dijo:-Apenas la he visto a usted desde aquel día

en Lyme. Temo que haya sufrido mucho por laimpresión y, más aún, porque nadie la atendióa usted en aquel momento.

Ella aseguró que no había sido así.-¡Fue un momento terrible -dijo él-, un día te-

rrible! -y se pasó la mano por los ojos, como siel recuerdo fuera aún doloroso. Pero al momen-to siguiente, volviendo a sonreír, añadió-: Esedía, sin embargo dejó sus efectos... y éstos noson en modo alguno terribles. Cuando ustedtuvo la suficiente presencia de ánimo para su-gerir que Benwick era la persona indicada parabuscar un cirujano, bien poco pudo usted ima-ginar cuánto significaría ella para él.

-En verdad no hubiera podido imaginarlo. Se-gún parece... según espero, serán una parejamuy feliz. Ambos tienen buenos principios ybuen carácter.

-Sí -dijo él, sin evitar la mirada-, pero ahí meparece que termina el parecido entre ambos.

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Con toda mí alma les deseo felicidad y me ale-gra cualquier circunstancia que pueda contri-buir a ello. No tienen dificultades en su hogar,ni oposición ni ninguna otra cosa que puedaretrasarlos. Los Musgrove se están portandosegún saben hacerlo, honorable y bondadosa-mente, deseando desde el fondo de su corazónla mayor dicha para su hija. Todo esto ya esmucho y podrán ser felices, mas quizá...

Se detuvo. Un súbito recuerdo pareció asal-tarlo y darle algo de la emoción que hacía enro-jecer las mejillas de Ana, quien mantenía suvista fija en el suelo. Después de aclararse lavoz, prosiguió:

-Confieso creer que hay cierta disparidad,mejor dicho una gran disparidad, y en algo quees más esencial que el carácter. Considero aLuisa Musgrove una joven agradable, dulce ynada tonta, pero Benwick es mucho más. Es unhombre inteligente, instruido, y confieso queme sorprendió un poco que se enamorase deella. Si éste fue efecto de la gratitud; que él la

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haya amado porque creyó ser preferido porella, es otra cosa muy distinta. Pero no tengorazón para imaginar nada. Parece, por el con-trario, haber sido un sentimiento genuino yespontáneo de parte de él, y esto me sorprende.¡Un hombre como él y en la situación en que seencontraba! ¡Con el corazón herido, casi hechopedazos! Fanny Harville era una mujer supe-rior, y el amor que por ella sentía era verdaderoamor. ¡Un hombre no puede olvidar el amor deuna mujer así! No debe... no puede.

Fuera que tuviese conciencia de que su amigohabía olvidado o por tener conciencia de al-guna otra cosa, no prosiguió. Y Ana, que, peseal tono agitado con que dijo lo que dijo, y pesea todos los rumores de la habitación, el abrirsey cerrarse constante de la puerta, el ruido depersonas pasando de un punto a otro, no habíaperdido una sola palabra, se sintió sorprendida,agradecida, confundida, y comenzó a respiraragitadamente y a sentir cien impresiones a lavez. No le era posible hablar de ese asunto; sin

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embargo, después de un momento, comprendióla necesidad de decir algo y no deseando enmodo alguno cambiar completamente de tema,lo desvió sólo un poco, diciendo

-Estuvo usted mucho tiempo en Lyme, presu-mo.

-Unos quince días. No podía irme hasta estarseguro de que Luisa se recobraría. El dañohecho me concernía demasiado para estar tran-quilo. Había sido mi culpa, sólo mi culpa. Ellano se hubiera obstinado de no haber sido yodébil. El paisaje de Lyme es muy bonito. Cami-né y cabalgué mucho, y cuanto más vi, máscosas encontré que admirar.

-Me gustaría mucho ver Lyme nuevamente -dijo Ana.

-¿De veras? No creía que hubiera encontradousted nada en Lyme que pudiera inspirarle esedeseo. ¡El horror y la intranquilidad en que sevio envuelta, la agitación, la pesadumbre!Hubiera creído que sus últimas impresiones deLyme habían sido ingratas.

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-Las últimas horas fueron en verdad muy do-lorosas -replicó Ana-, pero cuando el dolor hapasado, muchas veces su recuerdo produce pla-cer. Uno no ama menos un lugar por haber su-frido en él, a menos que todo allí no fuera másque sufrimiento, puro sufrimiento. Y no es pre-cisamente el caso de Lyme. Solamente sufrimosintranquilidad y ansiedad en las últimas horas;antes nos habíamos divertido mucho. ¡Tantanovedad y tanta belleza! He viajado tan pocoque cualquier sitio que veo me resulta en ex-tremo interesante... Pero en Lyme hay verdade-ra belleza. En una palabra -sonrojándose leve-mente al recordar algo-, en conjunto, mis im-presiones de Lyme son muy agradables.

Al terminar de hablar, se abrió la puerta delsalón y entró el grupo que estaban esperando.“Lady Dalrymple, Lady Dalrymple”, se oyómurmurar en todas partes, y con toda la pre-mura que permitía la elegancia, Sir Walter y lasdos señoras se levantaron para salir al encuen-tro de Lady Dalrymple, quien junto a miss Car-

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teret y escoltada por Mr. Elliot y el coronelWallis, que acababan de entrar en ese mismoinstante, avanzó por el salón. Los otros se unie-ron a éstos y formaron un grupo en el que Anase vio a la fuerza incluida. Se encontró separadadel capitán Wentworth. Su interesante, quizá,demasiado interesante conversación, debía in-terrumpirse por un tiempo; pero el pesar queexperimentó fue leve comparado con la dichaque tal conversación le había dado. Había sabi-do en los últimos diez minutos más acerca desus sentimientos hacia Luisa, más acerca detodos sus sentimientos de lo que se hubieraatrevido a pensar. Se entregó a las atencionesde la reunión, a las cortesías del momento, conexquisitas y agitadas sensaciones. Estuvo debuen humor con todos. Había recibido ideasque la predisponían a ser cortés y buena contodo el mundo, a compadecer a todo el mundo,por ser menos dichosos - que ella.

Las deliciosas emociones se apagaron un po-co cuando, separándose del grupo para unirse

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nuevamente al capitán Wentworth, vio que éstehabía desaparecido. Tuvo tiempo solamente deverlo entrar al salón de conciertos. Se habíaido... había desaparecido... sintió un momentode pesar. Pero volverían a encontrarse. El labuscaría..., la hallaría antes de que hubiera ter-minado la velada. Un momento de separaciónera lo mejor..., ella necesitaba una pausa pararecomponerse.

Con la llegada de Lady Russell poco después,el grupo se completó, y ya sólo les quedabadirigirse al salón de conciertos. Isabel, dando elbrazo a miss Carteret y marchando detrás de lavizcondesa viuda de Dalrymple, no deseabaver más allá de dicha dama y era perfectamentefeliz en ello: también lo era Ana, pero sería uninsulto comparar la felicidad de Ana con la desu hermana: una era vanidad satisfecha; la otra,cariño generoso.

Ana no vio nada, no pensó nada del lujo delsalón; su felicidad era interior. Sus ojos refulgí-an y sus mejillas estaban animadas, pero ella no

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lo sabía. Pensaba solamente en la última mediahora y mientras ocupaban sus asientos, en supensamiento repasaba los detalles. La eleccióndel tema de conversación, sus expresiones, ymás aún sus gestos y su fisonomía eran algoque ella podía ver sólo de una manera. Su opi-nión acerca de la inferioridad de Luisa Mus-grove, opinión que parecía haber dado con gus-to, su asombro ante los sentimientos del capitánBenwick, los sentimientos de éste por su primery fuerte amor -las frases dejadas sin terminar-,su mirada algo esquiva, y más de una rápida yfurtiva mirada, todo aquello hablaba de que alfin volvía a ella; el enfado, el resentimiento, eldeseo de evitar su compañía habían desapare-cido. Y sus sentimientos no eran simplementeamistosos; tenían la ternura del pasado; sí, algohabía en ellos de la antigua ternura. El cambiono podía significar otra cosa. Debía amarla.

Tales pensamientos y las visiones que aca-rreaban la ocupaban demasiado para que sepudiese percatar de lo que ocurría a su alrede-

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dor, y así pasó a lo largo del salón sin una mi-rada, sin siquiera tratar de verlo. Cuando en-contraron sus asientos y se hubieron ubicado,ella miró alrededor para ver si lograba encon-trarlo en aquella parte del salón, pero sus ojosno pudieron descubrirlo. Como el conciertocomenzaba, debió contentarse con una felicidadmás humilde.

El grupo fue dividido y ocuparon dos bancoscontiguos. Ana estaba en el frente, y Mr. Elliotse las arregló tan bien -con la complicidad de suamigo el coronel Wallis- que quedó sentadocerca de ella. Miss Elliot, rodeada por sus pri-mas y con las atenciones del coronel Wallis, sedaba por satisfecha.

El espíritu de Ana estaba favorablemente dis-puesto para disfrutar de la velada: era lo quenecesitaba. Tenía sentimientos tiernos, espíritualegre, atención para lo científico y pacienciapara lo tedioso. Jamás le había agradado másun concierto, al menos durante la primera par-te. Al terminar ésta, y mientras en el intermedio

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se .tocaba una canción italiana, ella explicó aMr. Elliot la letra de la canción. Entre ambosconsultaban el programa de la velada.

-Este -decía ella- es más o menos el significa-do de las palabras, porque el sentido de unacanción italiana de amor es algo que no debepronunciarse; éste es el sentido que le doy por-que no pretendo entender el idioma. He sidouna mala alumna de italiano.

-Sí, ya me doy cuenta; veo que no sabe ustednada. No tiene más conocimiento que para tra-ducir estas torcidas, traspuestas y vulgares lí-neas italianas en un inglés claro, comprensible,elegante. No necesita decir nada más acerca desu ignorancia. Me atengo a las pruebas.

-No diré nada a tanta cortesía, pero no meagradaría ser examinada por alguien fuerte enla materia...

-No he tenido el placer de visitar durante tan-to tiempo Camdem Place -contestó él- sin haberaprendido algo de miss Ana Elliot; la considerodemasiado modesta para que el mundo conoz-

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ca la mitad de sus dones, y está tan bien dotadapor la modestia, que lo que en ella es natural,sería exagerado en otra.

-¡Qué vergüenza, qué vergüenza... esto es pu-ra adulación! No sé lo que tendremos después -añadió, volviendo al programa.

-Quizá -dijo Mr. Elliot hablando bajo- conoz-co más su carácter de lo que usted supone.

-¿De verdad? ¿Cómo es eso? Me conoce ape-nas desde que vine a Bath, a menos que cuentelo que sobre mí oyó decir a mi familia.

-Oí hablar de usted mucho antes de que vi-niese usted a Bath. La he oído describir porpersonas que la conocen de cerca. Conozco sucarácter desde hace largos años; su persona, sutemperamento, sus maneras, todo me fue des-crito, todo se me detalló.

Mr. Elliot no se vio defraudado en el interésque pensaba despertar. Nadie podía resistir elencanto de aquel misterio. Haber sido descritadesde largo tiempo atrás a un nuevo conocido,por gente desconocida, era irresistible. Y Ana

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estaba llena de curiosidad. Ella dudaba y lointerrogó con interés, pero todo fue en vano. Aél lo deleitaba que le preguntaran, pero no pen-saba decir nada.

No, no..., tal vez en otra ocasión, pero no enese momento; no diría ningún nombre. Peroeso había sido en realidad cierto. Varios añosantes había oído tal descripción de miss AnaElliot, que desde entonces concibió la más altaidea acerca de sus méritos y tuvo el más ardien-te deseo de conocerla.

Ana no podía pensar en nadie más que habla-se con tanta parcialidad de ella, como no fueseMr. Wentworth, el de Monkford, el hermanodel capitán Wentworth. Elliot debía haber esta-do alguna vez en compañía de Wentworth,pero Ana no se atrevió a preguntar.

-El nombre de Ana Elliot -prosiguió él- teníapara mí desde largo tiempo atrás el más pode-roso atractivo. Por largo tiempo fue un extraor-dinario acicate para mi fantasía, y si me atrevie-ra, expresaría el deseo de que este nombre en-

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cantador nunca cambiase.Tales fueron, según le parecieron a ella, sus

palabras; pero apenas las oyó cuando escuchótras de sí otras palabras que hicieron que todolo demás pareciese no importar. Su padre yLady Dalrymple estaban hablando.

-Un hombre muy buen mozo -decía Sir Wal-ter-, muy buen mozo.

-Un hermoso hombre en verdad -decía LadyDalrymple-. Más porte que la mayoría de laspersonas que encuentra uno en Bath. ¿Es acasoirlandés?

-No, conozco su nombre. Es apenas un cono-cido. Wentworth, el capitán Wentworth de laMarina. Su hermana está casada con mi arren-datario de Somersetshire, Croft, que alquilaKellynch.

Antes de que su padre hubiera terminado dehablar, Ana había seguido su mirada y distin-guía al- capitán Wentworth en un grupo decaballeros a cierta distancia. Cuando ella lomiró, los ojos de él parecieron atraídos por otra

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causa. Tal parecía. Ella había mirado un segun-do más tarde de lo que debió, y mientras ellapermaneció con la vista fija, él no volvió a mi-rar. Pero la interpretación comenzaba nueva-mente y se vio obligada a prestar su atención ala orquesta y a mirar al frente.

Cuando miró de nuevo, ya se había retirado.El no hubiera podido aproximársele aunque lohubiera deseado -ella estaba rodeada de dema-siada gente-, pero hubiera podido cambiar mi-radas con él en caso de haberlo querido.

El discurso de Mr. Elliot también la inquieta-ba.

No deseaba ya hablar con él. Hubiera desea-do que no estuviese tan cerca de ella.

La primera parte había terminado y ella espe-raba algún cambio grato. Después de un mo-mento de silencio en el grupo, alguien decidióir a pedir té. Ana fue una de las pocas que pre-firió no moverse. Permaneció en su asiento y lomismo hizo Lady Russell. Pero tuvo la suertede verse libre de Mr. Elliot. En modo alguno

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pensaba evitar a causa de Lady Russell la con-versación con el capitán Wentworth, si es queéste venía a hablarle. Por el gesto de Lady Rus-sell comprendió que ésta lo había visto.

Pero él no se acercó. En algunos momentos lepareció a Ana verlo a distancia, pero él no seaproximó. El ansiado intervalo pasó sin queocurriera nada nuevo. Los demás volvieron, elsalón se llenó nuevamente, los asientos fueronreclamados y entregados, y otra hora de placero de disconformidad comenzaba; una hora demúsica que daría placer o aburrimiento segúnla afición a la música fuese sincera o fingida.Para Ana, sería una hora de agitación. No po-dría alejarse de allí tranquila sin haber visto alcapitán Wentworth una vez más, sin habercambiado con él una mirada amistosa.

Al acomodarse nuevamente hubo algunoscambios en los lugares, y eso la favoreció. Elcoronel Wallis rehusó sentarse de nuevo y Mr.Elliot fue invitado por Isabel y miss Carteret aocupar su puesto de una manera que no dejaba

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lugar a negarse; y, por otra serie de cambios yun poco de diligencia de su parte, Ana se en-contró mucho más cerca del final del banco delo que había estado antes, mucho más cerca delos que pasaban. No pudo hacer esto sin com-pararse a sí misma con miss Larolles -la inimi-table miss Larolles-, pese a lo cual lo hizo, perolos resultados no fueron felices. Con todo,haciendo lo que parecía cortesía para sus com-pañeros, se encontró al borde del banco antesde que el concierto terminase.

Allí se encontraba ella, con un gran espaciovacío delante, cuando volvió a ver al capitánWentworth. No se encontraba lejos. El tambiénla vio, pero su aire era ceñudo, irresoluto y sólopoco a poco llegó a acercarse hasta poderhablar con ella. Ana comprendió que algo ocu-rría. El cambio operado en él era indudable. Ladiferencia entre sus maneras en ese momento ylas del Cuarto Octogonal era evidente. ¿Quéhabía pasado?... Pensó en su padre, en LadyRussell. ¿Sería posible que hubieran cambiado

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algunas miradas de desagrado? Comenzó ahablar gravemente del concierto; no parecía elcapitán Wentworth de Uppercross. Había sidodefraudado en la representación; esperaba me-jores voces en los cantantes. En una palabra,confesaba que no le molestaba que ya todohubiese terminado. Ana respondió y defendióla representación tan bien y tan gentilmente,que el rostro de él se alegró y respondió conuna semisonrisa. Hablaron unos minutos másdurante los cuales sus relaciones mejoraron unpoco. El miraba al banco buscando un sitiodonde sentarse, cuando un golpecito en elhombro hizo volverse a Ana. Era Mr. Elliot.Pidió disculpas, pero necesitaba de ella paraotra traducción del italiano. Miss Carteret esta-ba ansiosa por tener una idea general de lo quese cantaría. Ana no podía rehusar, pero jamáshizo de tan mala gana un sacrificio en beneficiode la buena educación.

Unos pocos minutos, pese a hacerlos lo másrápidos posible, se perdieron. Cuando pudo

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volver a lo que quería encontró delante de ellaal capitán Wentworth listo para despedirse,como si tuviera mucha prisa. Debía despedirse;tenía que irse, llegar a casa cuanto antes.

-¿No se quedará usted para escuchar la próxi-ma canción? -preguntó Ana, repentinamenteasaltada por una idea que le daba valor parainsistir.

-No -respondió él enfáticamente-, no hay na-da por lo que valga la pena quedarse -y se reti-ró sin más.

¡Estaba celoso de Mr. Elliot! Era la única ra-zón posible. ¡El capitán Wentworth celoso deella! ¿Podía haberlo ella imaginado tres sema-nas antes... tres horas antes? Por un instante sussentimientos fueron deliciosos. Pero ¡ay, pen-samientos bien distintos brotaron después!¿Cómo haría para borrar aquellos celos? ¿Cómohacerle saber la verdad? ¿Cómo, en medio detodas las desventajas de sus respectivas situa-ciones, podría él llegar a saber jamás sus ver-daderos sentimientos? Era doloroso pensar en

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las atenciones de Mr. Elliot. El mal que habíancausado era incalculable.

CAPITULO XXI

Ana recordó complacida al día siguiente supromesa de visitar a Mrs. Smith. Esto la tendríafuera de casa cuando fuese Mr. Elliot; evitar aMr. Elliot era entonces lo más importante.

Ella sentía muy buena disposición hacia él. Apesar del daño causado por sus atenciones, ledebía ella cierta gratitud, y quizá también algode compasión. No podía evitar pensar en lascircunstancias poco corrientes en que se habíanencontrado por primera vez; en el derecho quetenía él de aspirar a su afecto por todas las cir-cunstancias, y por sus propios sentimientos.Todo eso era singular... era halagador, perodoloroso. Había mucho que lamentar. Cuáleshubieran sido sus sentimientos en caso de nohaber existido un capitán Wentworth, no valía

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la pena pensarlo. Pero existía un capitánWentworth, y con él la certeza de que cualquie-ra fuese el resultado de todo el asunto, el afectode Ana sería de él para siempre. El unirse a él,creía ella, no la alejaría más de todos los hom-bres que el separarse de él.

Más hermosas meditaciones de amor y cons-tancia eternos era difícil que hubieran recorridojamás las calles de Bath, y Ana se fue cavilandodesde Camden Place hasta Westgate. Esto erasuficiente para esparcir purificación y perfumeen todo el camino.

Estaba segura de que tendría un recibimientoagradable. Su amiga pareció esa mañana parti-cularmente agradecida de su visita; no parecíahaberla esperado, aunque ella había prometidoir.

De inmediato pidió a Ana que le hiciera unadescripción del concierto; y los recuerdos queAna tenía del mismo eran muy gratos y encen-dieron sus mejillas; la divirtió contarlos. Todolo que pudo decir lo relató de muy buenas ga-

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nas. Pero lo que podía decir era poco paraquien había estado allí y también poco parasatisfacer una curiosidad como la de Mrs.Smith, quien ya se había enterado, por mediodel mozo y de la planchadora, del éxito de lavelada, y de más cosas de las que ella podíacontar. La dama preguntaba por detalles sobrela concurrencia. Mrs. Smith conocía de nombrea todo el mundo de alguna fama o notoriedaden Bath.

-Las pequeñas Durands estaban allí, me ima-gino -dijo-, con sus bocas abiertas para escucharla música. Parecerían gorriones esperando seralimentados. Jamás faltan a un concierto.

-Así es. Yo no las vi, pero oí decir a Mr. Elliotque estaban en el salón.

-¿Los Ibbotsons estaban también? ¿Y las dosnuevas bellezas con el oficial irlandés quehablaba con una de ellas?

-No me fijé ... no creo que estuvieran allí.-¿Y la vieja Lady Maclean? Es inútil pregun-

tar por ella. Nunca falta, ya lo sé. Y usted debe

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haberla visto. Estaría muy cerca de ustedes,porque como fueron ustedes con Lady Dal-rymple, deben haber ocupado los sitios dehonor alrededor de la orquesta.

-No, esto me lo había temido. Hubiera sidomuy desagradable para mí en todos los aspec-tos. Pero felizmente, Lady Dalrymple prefieresituarse un poco más lejos. Por otra parte, estu-vimos maravillosamente bien ubicados en loque a oír se refiere. No digo lo mismo en cuantoa ver, porque en verdad pude ver bastante po-co.

-Oh, vio usted lo suficiente para divertirse.Entiendo bien. Hay cierta alegría en ser conoci-da aun en medio de un grupo, y usted pudodisfrutar de esa alegría. Eran ustedes un grupogrande y no necesitaban más.

-Pero debí mirar un poco más alrededor -dijoAna, al mismo tiempo que reparaba en que noera en realidad que hubiese dejado de mirar,sino que buscaba sólo a uno.

-No, no, su tiempo estuvo mejor ocupado que

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eso. No necesita decirme que se ha divertido.Esto se nota en seguida. Veo perfectamentecómo han pasado las horas... cómo tenía ustedalgo grato que oír. En los intervalos, natural-mente, la conversación.

Ana sonrió un poco y preguntó:-¿Puede usted ver esto en mis ojos?-Sí, puedo. Veo por su aspecto que anoche es-

taba usted en compañía de la persona a quienjuzga más amable del mundo, la persona que leinteresa más que todo el mundo reunido.

Ana se sonrojó y no pudo decir nada.-Y siendo éste el caso -continuó Mrs. Smith

después de una corta pausa-, usted podrá juz-gar cuánto aprecio su bondad al venir a vermeesta mañana. Es muy gentil de su parte venir aestar conmigo cuando posiblemente deben ir avisitarla personas más de su agrado.

Ana no oyó nada de esto. Estaba aún confun-dida y azorada por la penetración de su amiga,y no podía imaginar cómo había llegado a ente-rarse de lo del capitán Wentworth. Hubo otro

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silencio...-Por favor -dijo Mrs. Smith-. ¿Sabe Mr. Elliot

de su amistad conmigo? ¿Sabe que estoy enBath?

-Mr. Elliot -dijo Ana, sorprendida. Un mo-mento de reflexión le señaló el error en queincurría. Lo comprendió al instante, y reco-brándose al sentirse segura añadió más com-puesta-: ¿Conoce usted a mister Elliot?

-Le he conocido mucho -replicó Mrs. Smithgravemente-. Pero esto ya parece haber desapa-recido. Hace mucho-tiempo que nos conocimos.

-No lo sabía. Jamás me lo había dicho usted.De haberlo sabido hubiera tenido el placer deconversar con él acerca de usted.

-A decir verdad -dijo Mrs. Smith con su acos-tumbrado buen humor-, éste es un placer quedeseo que usted tenga. Deseo que hable de mícon Mr. Elliot. Deseo que se interese en hacerlo.El puede ser de gran utilidad para mí. Y natu-ralmente, mi querida miss Elliot, si usted seinteresa está de más decir que él hará por mí lo

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que pueda.-Tendré sumo placer... Creo que no puede us-

ted dudar de mi deseo de ser útil -replicó Ana-,pero creo que supone que tengo demasiado as-cendiente sobre mister Elliot, más razones parainfluir sobre él de las que realmente hay. Nodudo de que de una manera u otra esta versiónha llegado hasta usted. Pero debe considerarmesolamente como una parienta de Mr. Elliot. Sien esta forma cree que hay algo que una primapueda pedir a un primo, le ruego que no vacileen contar con mis servicios.

Mrs. Smith le lanzó una mirada penetrante y,sonriendo, añadió:

-Me doy cuenta de que he ido muy de prisa.Le ruego me disculpe. Debí esperar que ustedme lo comunicara. Pero ahora, mi querida missElliot, como a una vieja amiga, dígame cuándopodremos hablar del asunto. ¿La próxima se-mana? Seguramente la semana próxima todoestará arreglado y podré dedicarme a pensar enla felicidad que espera a miss Elliot.

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-No -respondió Ana-, ni la semana que viene,ni la que vendrá después, ni la siguiente. Leaseguro que nada de lo que imagina se arregla-rá en el futuro. No me casaré con Mr. Elliot. Meagradaría saber por qué se ha hecho usted se-mejante idea.

Mrs. Smith la miró fijamente, sonrió y sacu-diendo la cabeza añadió:

-¡Vamos, no la comprendo a usted! ¡Cómo mehubiera gustado conocer su punto de vista!Pero espero que no será tan cruel cuando llegueel momento. Hasta que este instante llegue,sabe usted que las mujeres no tenemos en rea-lidad a nadie. Entre nosotras, todo hombre esrehusado... hasta que se declara. Pero ¿por quéhabía de ser usted cruel? Déjeme abogar pormi... no puedo llamarlo amigo ahora..., por miantiguo amigo. ¿Dónde podrá encontrar ustedun matrimonio más ventajoso? ¿Dónde encon-trará un hombre más caballero o más gentil?Deje que le recomiende a mister Elliot. Estoyconvencida de que no oirá usted más que elo-

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gios de él de parte del coronel Wallis, y, ¿quiénpuede conocerle mejor que el coronel Wallis?

-Mi querida Mrs. Smith, la esposa de Mr.Elliot murió hace poco más de medio año. Nodebiera nadie imaginar que él anda cortejandoaún a alguien más.

-¡Oh, sí! ¡Este es el único inconveniente...! -dijo Mrs. Smith con vehemencia-. Mr. Elliot estáa salvo y no me preocuparé más por él. No seolvide de mí cuando se haya casado, es todocuanto le pido. Hágale saber que soy amigasuya y entonces pensará que es muy poca lamolestia que yo le ocasione, lo que indudable-mente ocurriría ahora con tanto negocio ycompromisos como él tiene, tantas cosas e invi-taciones de las que se ve libre como puede. Elnoventa y nueve por ciento de los hombresharía lo mismo. Naturalmente él no puede sa-ber cuánta importancia pueden tener ciertascosas para mí. Bien, mi querida miss Elliot,quiero y espero que sea muy feliz. Mr. Elliot eshombre que comprenderá lo que usted vale. Su

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paz no se verá turbada como se vio la mía. Es-tará usted a resguardo de todo y podrá confiaren su carácter. No será un hombre que se dejellevar por otros hacia su ruina.

-Sí -dijo Ana-, creo muy bien todo lo que us-ted dice de mi primo. Parece tener un tempera-mento sereno y decidido, poco abierto a impre-siones peligrosas. Tengo gran respeto por él.No tengo motivo para hacer otra cosa, deacuerdo con lo que en él he podido observar.Pero lo conozco muy poco, y no es hombre, almenos así me parece, que pueda conocerse asícomo así. ¿No le convence a usted mi manerade hablar de que él no significa nada especialpara mí? Mi discurso es bastante tranquilo. Y ledoy mi palabra de honor de que él no es nadapara mí. En caso que se me declare (y tengobien pocos motivos para pensar que lo hará) nolo aceptaré. Le aseguro que no lo aceptaré. Leaseguro que Mr. Elliot no ha tenido nada quever en el placer que usted ha creído que expe-rimenté anoche. No, no es Mr. Elliot quien...

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Se detuvo, ruborizándose profundamente ycomprendiendo que había dicho demasiado.Pero este demasiado fue en el acto entendido.Mrs. Smith no hubiera entendido el fracaso deMr. Elliot de no imaginar que había otra perso-na. Cuando comprendió esto, sin dilación ad-mitió el fracaso de su protegido, y no dijo nadamás. Pero Ana, deseosa de pasar por alto elincidente, estaba impaciente por saber de dón-de había sacado Mrs. Smith la idea de que elladebía casarse con mister Elliot o de quién lahabía oído.

-¿Quiere usted decirme cómo se le ocurriópensar tal cosa?

-Al principio dijo Mrs. Smith- fue al sabercuánto tiempo pasaban ustedes juntos, y meparecía que era, además, lo más deseable paracualquiera de ustedes dos. Y puede dar porsentado que todos sus conocidos piensan lomismo que yo pensaba. Pero nadie me habló deello hasta hace dos días.

-¿En realidad se ha hablado de ello?

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-¿Observó a la mujer que le abrió la puertacuando vino usted ayer?

-No. ¿No era Mrs. Speed, como de costumbre,o bien la doncella? No vi a nadie en particular.

-Era mi amiga Mrs. Rooke, la enfermera Roo-ke, quien, naturalmente, tenía gran curiosidadpor verla a usted, y estuvo encantada de abrirlela puerta. Regresó de Malborough el domingo,y fue ella quien me dijo que usted se casaríacon Mr. Elliot. Ella se lo ha oído decir a la mis-ma señora Wallis, quien debe estar bien infor-mada. Estuvo aquí el lunes durante una hora, yme contó toda la historia.

-¡Toda la historia! -dijo Ana-. No puede haberhecho una larga historia de un asunto tan pe-queño y mal fundado.

Mrs. Smith no respondió.-Pero -prosiguió Ana- aunque no sea cierto

que tenga algo que ver con Mr. Elliot, harécuanto pueda por usted. ¿Debo decirle que seencuentra en Bath? ¿Desea usted que le dé al-gún mensaje?

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-No, gracias. No. En el calor del momento ybajo una circunstancia equivocada yo puedo talvez haber pedido su interés en estos asuntos.Pero ahora ya no. Le ruego que no se molestepor esto.

-Creo que ha dicho que conoce a Mr. Elliotdesde hace largos años, ¿no?

-Así es.-No antes de que él se casara, imagino.-No estaba casado cuando lo conocí.-Y... ¿eran ustedes muy amigos?-Intimos.-¡De veras! Dígame, entonces, qué clase de

persona era él. Tengo gran curiosidad por sabercómo era mister Elliot en su juventud. ¿Se pare-cía a lo que es hoy?

-Hace tres años que no veo a Mr. Elliot -dijomistress Smith con su natural cordialidad-. Leruego me perdone las cortas respuestas que lehe dado, pero he dudado sobre lo que tenía quehacer. He dudado si debía decirle algo a usted.Hay muchas cosas que deben ser tenidas en

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cuenta. Es odioso ser demasiado oficioso, cau-sar malas impresiones, causar mal. Pero laamistad de los parientes merece ser conserva-da, aun cuando no haya nada bajo la superficie.Pero de cualquier manera, estoy resuelta, y creoque hago bien. Creo que debe usted conocer elverdadero carácter de Mr. Elliot. Aunque por elmomento no parece usted tener la menor inten-ción de aceptarlo, nadie puede decir lo quepuede ocurrir. Quizás alguna vez sienta de otramanera con respecto a él. Oiga, pues, la verdad,ahora que ningún prejuicio turba su mente.Mister Elliot es un hombre que no tiene ni cora-zón ni conciencia; un ser egoísta, de sangre fría,que no piensa más que en sí mismo y que, porsu propio interés, no vacilaría en cometer cual-quier crueldad, cualquier traición, cualquiercosa que no se vuelva más tarde contra él. Notiene sentimientos por los demás. A aquellos delos cuales ha sido él el principal motivo de rui-na puede dejarlos y abandonarlos sin el menorproblema de conciencia. Está más allá de todo

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sentimiento de justicia o compasión. Oh, sucorazón es negro. ¡Negro y vacío!

La sorpresa de Ana y sus exclamaciones desorpresa la hicieron detenerse, y con aire mástranquilo prosiguió:

-Mis expresiones la sorprenden. Creerá ustedque soy una mujer enfurecida e injuriada, perotrataré de hablar más tranquila: no lo calumnia-ré. Le diré solamente lo que yo sé de él. Loshechos hablarán por sí solos. El era el íntimoamigo de mi difunto esposo, en quien confiaba,y a quien quería y creía tan bueno como él. En-contré yo al casarme que eran íntimos amigos,y yo también simpaticé muchísimo con Mr.Elliot, y tenía el mejor concepto de él. A losdiecinueve años, sabe usted que uno no piensamuy en serio. Pero Mr. Elliot me parecía tanbueno como cualquier otro, y más agradableque muchos, y siempre estábamos juntos. Está-bamos en la ciudad y vivíamos en gran estilo.El era entonces inferior a nosotros; él era el po-bre; tenía habitaciones en el Temple, y esto era

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lo más que podía hacer para mantener su apa-riencia de caballero. Venía a parar en nuestracasa siempre que lo deseaba; era siempre bien-venido allí; era para nosotros como un herma-no. Mi pobre Carlos, que tenía el corazón másbondadoso y más generoso del mundo, hubieracompartido con él hasta el último céntimo; meconsta que sus bolsillos estaban siempre abier-tos para su amigo; estoy segurísima de que envarias ocasiones le prestó ayuda.

-Este debe ser el período de la vida de Mr.Elliot -dijo Ana- que ha excitado siempre mi cu-riosidad. Debe haber sido en este tiempo cuan-do se hizo desconocido de mi padre y mi her-mana. Yo no lo conocía entonces, solamente oíahablar de él; pero algo hubo en su conducta enaquella época, en lo que concernía a mi padre ya mi hermana, y poco después al casarse, con loque nunca he podido reconciliarme hasta aho-ra. Parecía como si se tratara de un hombredistinto.

-Ya lo sé, ya lo sé -exclamó Mrs. Smith-. El fue

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presentado a Sir Walter y a su hermana antesde que yo lo conociera, pero le oí hablar muchode ellos. Sé que fue invitado y solicitado, y sétambién que jamás acudió a una invitación.Puedo darle a usted, quizá, detalles que ni sos-pecha. Por ejemplo, respecto a su matrimonio,estoy enterada de todas las circunstancias. Co-nozco todos los pros y los contras. Yo era laamiga a quien él confiaba sus esperanzas y pla-nes, y aunque no conocí a su esposa con ante-rioridad (su situación inferior en sociedad hacíaesto imposible), la conocí mucho después, enlos dos últimos años de su vida, y así, puedoresponder a cualquier pregunta que deseehacerme.

-No -dijo Ana-, no tengo ninguna preguntaparticular que hacerle acerca de ella. He sabidosiempre que no eran un matrimonio feliz. Perome gustaría saber por qué razón, por aquellaépoca, él evitaba la relación con mi padre. Mipadre tenía hacia él la mejor buena voluntad.¿Por qué lo rehuía Mn Elliot?

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Mr. Elliot -respondió Mrs. Smith- tenía poraquel entonces una sola idea: hacer fortuna, ypor cualquier medio y rápidamente. Se habíapropuesto hacer un matrimonio ventajoso. Y séque creía (si con razón o no, no puedo asegu-rarlo) que su padre y su hermana con sus invi-taciones y cortesías deseaban una unión entre elheredero y la joven; y como es de suponer, di-cho matrimonio no satisfacía sus aspiracionesde bienestar e independencia. Este fue el moti-vo por el que se mantenía alejado, puedo ase-gurárselo. El mismo me lo ha contado. No teníasecretos para mí. Es curioso que, luego dehaberla dejado a usted en Bach, el primer y másimportante amigo que tuve después de casadahaya sido su primo, y que por él haya tenidoconstantes noticias de su padre y de su herma-na. El me describía a una miss Elliot y esto meparecía muy afectuoso de su parte.

-Quizá -dijo Ana asaltada por una súbitaidea-, habló usted de mí algunas veces con Mr.Elliot.

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-Ciertamente, y con mucha frecuencia. Acos-tumbraba alabar a Ana Elliot y a asegurar queera usted una persona bien diferente a...

Se detuvo a tiempo.-Esto tiene que ver con algo que Mr. Elliot di-

jo anoche -exclamó Ana-. Esto lo explica todo.Me enteré de que se había acostumbrado a oírhablar de mí. No pude saber cómo o por quién.¡Qué imaginación loca tenemos cuando se tratade cualquier cosa relacionada con nuestra que-rida persona! ¡Cuánto podemos equivocamos!Pero le ruego que me perdone; la he interrum-pido. ¿Así, pues, Mr. Elliot se casó por dinero?Fue esta circunstancia, imagino, la que porprimera vez le hizo a usted entrever su verda-dero carácter.

Mrs. Smith vaciló un momento.-Oh, estas cosas suelen suceder. Cuando se

vive en el mundo no es nada sorprendente en-contrar hombres y mujeres que se casan pordinero. Yo era muy joven; éramos un grupoalegre e irreflexivo, sin ninguna regla de con-

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ducta seria. Vivíamos para divertimos. Piensomuy de otra manera ahora; el tiempo, la enfer-medad y el pesar me han dado otras nocionesde las cosas; pero por aquel entonces debo con-fesar que no vi nada reprobable en la conductade Mr. Elliot. “Hacer lo mejor para uno mis-mo”, era casi nuestro deber.

-Pero, ¿no era ella una mujer muy inferior?-Sí, y yo puse ciertas objeciones por esto, pero

él no las tomó en cuenta. Dinero, dinero, era loúnico que deseaba. El padre de ella había sidoganadero, y su abuelo, carnicero, pero ¿qué im-portaba esto? Ella era una buena mujer, teníaeducación; había sido criada por unos primos.Conoció por casualidad a Mr. Elliot y se ena-moró de él. Y por parte de él no hubo ni unavacilación ni un escrúpulo en lo que respecta alorigen de ella. Su único interés era saber acuánto ascendía la fortuna antes de comprome-terse en serio. Si juzgamos por esto, cualquierasea la opinión que sobre su posición en la vidatiene ahora Mr. Elliot, cuando joven la conside-

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raba bien poco. La posibilidad de heredar Ke-llynch era algo quizá, pero en general, en lo queconcierne al honor de la familia, lo colocababien bajo y poco limpio. Muchas veces le heoído decir que si las baronías fuesen vendiblesél vendería la suya por cincuenta libras, con lasarmas, el lema, el nombre y la tierra incluidos.Pero no le repetiré la mitad de las cosas quedecía sobre este asunto. No estaría bien que lohiciera. Y sin embargo, debería tener ustedpruebas, porque, ¿qué es esto sino simples pa-labras? Debería tener usted pruebas.

-En verdad, mi querida Mrs. Smith, no necesi-to ninguna -exclamó Ana-. No ha dicho ustednada que parezca contradictorio con lo que Mr.Elliot era en esa época. Esto más bien confirmalo que nosotros creíamos y oíamos. Lo que des-pierta mi curiosidad es saber por qué es ahoratan diferente.

-Encantada; no tiene usted más que llamar aMaría. O mejor aún, le daré a usted la satisfac-ción de que traiga por sí misma una pequeña

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caja que está en el estante más alto de mi rope-ro.

Ana, viendo que su amiga deseaba esto vehe-mentemente hizo lo que se le pedía. Llevó ycolocó la caja delante de ella, y Mrs. Smith, in-clinándose y abriéndola, dijo:

-Esto está lleno de papeles pertenecientes a él,a mi marido; sólo una pequeña parte de lo queencontré cuando quedé viuda. La carta quebusco fue escrita por mister Elliot a mi esposoantes de nuestro matrimonio, y felizmente pu-do salvarse. ¿Cómo? No sabría decirlo. El eradescuidado y negligente, como muchos otroshombres, en esta materia. Y cuando examinosus papeles encuentro una porción de cosas sinimportancia, cuando otros realmente valiososhan sido destruidos. Aquí está. No la he que-mado porque aun conociendo por aquel enton-ces poco de Mr. Elliot, decidí guardar pruebasde la amistad que hubo entre nosotros. Tengoahora otro motivo para alegrarme de haberlohecho.

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La carta estaba dirigida a “Charles Smith,Esq. Tunbridge Wells”, y estaba fechada enLondres en julio de 1803.

“Querido Smith,“He recibido su carta. Su bondad me abruma.

Desearía que la naturaleza hubiese hecho máscorazones como el suyo, pero he vivido veinti-trés años en el mundo sin encontrar a nadie quese le iguale. En estos momentos, se lo aseguro,no necesito sus servicios porque dispongo otravez de fondos. Felicíteme usted: me he vistolibre de Sir Walter y de su hija. Han vuelto aKellynch y casi me han hecho jurar que los visi-taré este verano; pero mi primera visita a Ke-llynch será con un agrimensor, lo que me indi-cará la manera de obtener la mayor ventaja. Elbarón, posiblemente, no se casará de nuevo. Esun imbécil. En caso de hacerlo, sin embargo medejarían en paz, lo cual sería una compensa-ción. Está aún peor que el último año.

“Desearía llamarme de cualquier manera me-

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nos Elliot. Me fastidia este nombre. ¡El nombrede Walter puedo dejarlo a Dios gracias! Desea-ría que nunca volviera a insultarme usando misegunda W. también. En tanto quedo por siem-pre afectísimo amigo.

“Wm. Elliot.”

Ana no pudo leer esta carta sin exaltarse ymistress Smith, observando el color de sus me-jillas, dijo:

-Este lenguaje, bien lo comprendo, es suma-mente irrespetuoso. Aunque había olvidado laspalabras exactas, tenía una impresión generalimborrable. Pero ahí tiene usted al hombre.Señala también el grado de amistad que teníacon mi difunto esposo. ¿Puede haber algo másfuerte que esto?

Ana no podía recobrarse del dolor y la morti-ficación que le causaban las palabras referidas asu padre. Debió recordar que el haber visto estacarta era en sí una violación de las leyes del

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honor, que nadie debe ser juzgado por testimo-nios de esta naturaleza, que ninguna corres-pondencia privada debe ser vista más que poraquellas personas a quienes está dirigida. Todoesto debió recordarlo antes de recobrar su cal-ma y poder decir:

-Gracias. Esta es una completa prueba de loque usted estaba diciendo. Pero ¿a qué se debesu amistad con nosotros ahora?

-También esto puedo explicarlo -dijo Mrs.Smith sonriendo.

-¿Puede en realidad?-Sí. Le he enseñado a usted cómo era Mr.

Elliot hace doce años y le demostraré ahoracuál es su carácter actual. No puedo proporcio-narle esta vez pruebas escritas, pero mi testi-monio oral será tan auténtico como usted quie-ra. La informaré sobre lo que desea y buscaahora. No es hipócrita actualmente. Es verdadque desea casarse con usted. Sus atencioneshacia su familia son ahora sinceras, brotan enverdad del corazón. Le diré por quién lo sé: por

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su amigo el coronel Wallis.-¡El coronel Wallis! ¿También lo conoce?-No, no lo conozco. Las noticias no me han

llegado tan directamente. Han dado algunasvueltas: nada de importancia. La fuente de in-formación es tan buena como al principio, y lospequeños detalles que puedan haberse agrega-do son fáciles de discernir. Mr. Elliot ha habla-do con el coronel Wallis sin ninguna reservasobre usted. Lo que el coronel Wallis le puedahaber dicho acerca de este asunto imagino debeser algo sensato e inteligente; pero el coronelWallis tiene una esposa bonita y tonta a quienle dice cosas que debiera guardar para sí. Esta,en la animación del restablecimiento de unaenfermedad, le contó todo a su enfermera, y laenfermera, conociendo su amistad conmigo, notardó en traerme las nuevas. En la noche dellunes, mi buena amiga mistress Rooke me reve-ló los secretos de Marlborough. Así, pues,cuando le relate a usted una historia de ahoraen adelante, puede tenerla por cierto bien in-

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formada.-Mi querida Mrs. Smith, me temo que su in-

formación no sea suficiente en este caso. Elhecho de que mister Elliot tenga ciertas preten-siones o no con respecto a mí no basta parajustificar los esfuerzos que ha hecho para re-conciliarse con mi padre. Estos fueron anterio-res a mi llegada a Bath. Encontré que él eramuy amigo de mi familia a mi llegada.

-Ya lo sé, lo sé muy bien, pero...-En verdad, Mrs. Smith, no creo que por este

camino obtengamos información fidedigna. He-chos u opiniones que tengan que pasar por bo-ca de tantos pueden ser tergiversados por al-gún tonto, y la ignorancia que puede haber poralguna otra parte contribuye a que de la verdadquede muy poco.

-Le suplico que me escuche. Bien pronto po-drá juzgar si puede o no darse crédito a todoesto cuando conozca algunos detalles que ustedmisma podrá confirmar o negar. Nadie suponeque haya sido usted su objeto al principio. Ver-

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dad es que la había visto y la admiraba antes deque usted llegase a Bath, pero no sabía quiénera usted. Al menos así dice mi narradora. ¿Esverdad? ¿Es cierto que la vio a usted el veranoo el otoño pasado “en algún lugar del oeste”para emplear sus palabras, sin saber que ustedera usted?

-Ciertamente. Eso es exacto. Fue en Lyme; to-do esto sucedió en Lyme.

-Bien -continuó Mrs. Smith triunfante- ya co-mienza usted a conocer a mi amiga. El la vio enLyme y tanto le gustó que tuvo una gran satis-facción al volver a verla en Camden Place, ysaber que era usted miss Ana Elliot, y a partirde entonces ¿quién puede dudarlo? tuvo dobleinterés en visitar su casa. Pero antes hubo unmotivo y se lo explicaré. Si encuentra en mihistoria algo que le parezca falso o improbablele ruego que no me deje seguir adelante. Mirelato dice que la amiga de su hermana, esaseñora que es huésped de ustedes actualmente,y de la que le he oído hablar a usted, vino con

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su padre y con su hermana aquí en el mes deseptiembre, cuando ellos llegaron, y ha estadoaquí desde entonces. Es una mujer hábil, insi-nuante, hermosa y pobre. En una palabra, porsu situación hace pensar que podría aspirar aser Lady Elliot y llama la atención que su her-mana esté tan ciega como para no verlo.

Aquí se detuvo Mrs. Smith, pero Ana no teníanada que decir, y así, continuó:

-Esta era la opinión de los que conocían a lafamilia, mucho antes de la llegada de usted. Elcoronel Wallis opinaba que su padre tendríabuen criterio en este asunto, aunque por aquelentonces el coronel no se relacionaba con los deCamden Place. Pese a ello, el interés que teníapor su amigo Mr. Elliot lo hizo poner atenciónen todo lo que allí pasaba, y cuando Mr. Elliotvino a Bath por un día o dos, un poco antes deNavidad, el coronel Wallis lo puso al corrientede la marcha de las cosas según los comentariosque andaban de boca en boca. Comprenderáque por entonces las opiniones de Mr. Elliot

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respecto al valor del título de barón eran biendistintas. En todo lo que se relaciona con losvínculos sanguíneos y a las relaciones es unhombre completamente distinto. Haciendo yabastante tiempo que tiene todo el dinero quedesea, y nada que desear desde este punto devista, ha aprendido a estimar y a poner su feli-cidad y aspiraciones en la familia y en el títulodel que es heredero. Esto lo había yo presentidoantes de que terminara nuestra amistad, peroahora es un hecho evidente. No puede soportarla idea de no llamarse Sir William. Puede, pues,comprender que las noticias que le comunicósu amigo no fueron para él nada agradables, ypuede imaginar también los resultados queprodujeron. La resolución de volver a Bath loantes posible; de establecerse aquí por algúntiempo, de renovar la amistad y enterarse por símismo del grado de peligro y de obstaculizarlos planes de la tal señora en caso de creerlonecesario, fueron la inmediata consecuencia.Entre los dos amigos convinieron ayudar en

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cuanto fuese posible. El y la señora Wallis serí-an presentados, y habría presentaciones entretodo el mundo. En consecuencia, Mr. Elliotvolvió; se reclamó una reconciliación y se envióel mensaje a la familia. Y así, su principal moti-vo y su único propósito (hasta que la llegada deusted añadió un nuevo interés a sus visitas) eravigilar a su padre y a Mrs. Clay. Ha estado conellos en cuanta ocasión ha podido; se ha inter-puesto entre ellos; ha hecho visitas a todas ho-ras..., pero no tengo por qué darle detalles so-bre este particular. Puede imaginar todas lasartimañas de un hombre hábil; quizás ustedmisma, estando avisada, pueda recordar algo.

-Sí -dijo Ana-, no me ha dicho nada que no es-tuviera de acuerdo con lo que he visto e imagi-nado. Hay siempre algo ofensivo en los mediosempleados por la astucia. Las maniobras delegoísmo y de la duplicidad son repulsivas, perono me ha dicho nada que me sorprenda. Com-prendo que hay muchas personas que concep-tuarían chocante este retrato de Mr. Elliot y que

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les costaría tenerlo por acertado. Pero yo jamáshe estado satisfecha. Siempre he sospechadoque había algún motivo oculto en su conducta.Me gustaría conocer su opinión acerca delasunto que tanto teme. Si cree que hay aún pe-ligro o no.

-El peligro disminuye según creo -replicómistress Smith-. Piensa que Mrs. Clay le teme;que comprende que él adivina sus intencionesy que no se atreve a actuar como lo haría encaso de no estar él presente. Pero como él ten-drá que irse alguna vez, no sé en qué formapueda estar seguro mientras Mrs. Clay conser-ve su influencia. La señora Wallis tiene unaidea muy divertida según me ha informado laenfermera amiga mía. Esta consiste en poner enlos artículos del contrato matrimonial entreusted y Mr. Elliot que su padre no se case conMrs. Clay. Es ésa una idea digna en todos losaspectos de la inteligencia de la señora Wallis, yMrs. Rooke ve claramente cuán absurda es.“Seguramente, señora -me dice-, esto no evita-

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ría que pudiera casarse con cualquier otra.” Y, adecir verdad, no creo que mi amiga la enfer-mera sea enteramente contraria a un segundomatrimonio de Sir Walter. Ella es una gran ca-samentera, y ¿quién podría decir si no tieneaspiraciones de entrar al servicio de una futuralady Elliot merced a una recomendación de laseñora Wallis?

-Me alegro de saber todo esto -dijo Ana des-pués de reflexionar un momento-. Me será mo-lesto cuando esté en compañía de Mr. Elliot,pero sabré a qué atenerme. Sé ya adónde dirigirmis pasos. Mr. Elliot es un hombre falso ymundano que jamás ha tenido como guía másprincipio que sus propios intereses.

Pero Mrs. Smith no había terminado aún conmister Elliot. Ana, interesada en todo lo rela-cionado con su familia, había distraído a suamiga del primitivo relato. Y, debió entoncesescuchar una narración que si bien no justifica-ba del todo el rencor actual de Mrs. Smith, pro-baba que la conducta de Mr. Elliot para con ésta

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había sido despiadada e injusta.Supo así (sin que la amistad se hubiese altera-

do por el matrimonio de Mr. Elliot), que la in-timidad de las familias había continuado y Mr.Elliot había prestado a su amigo cantidades queiban mucho más allá de su fortuna. Mrs. Smithno deseaba echarse ninguna culpa encima y consuma ternura achacaba toda la culpa a su espo-so. Pero Ana pudo percibir que su renta nuncahabía sido igual a su tren de vida, y que desdeel principio hubo grandes extravagancias. Porel retrato que de él hacía su esposa adivinabaAna que Mr. Smith era un hombre de tiernossentimientos, carácter fácil, hábitos descuida-dos, no muy inteligente, mucho más amableque su amigo y muy poco parecido a éste. Pro-bablemente había sido dirigido y despreciadopor él. Mr. Elliot, a quien su matrimonio hacíarico y ponía a su alcance todas las vanidades yplaceres que podía sin comprometerse por ello(puesto que con toda su liberalidad siemprehabía sido un hombre prudente), y en-

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contrándose rico en el preciso momento en quesu amigo comenzaba a ser pobre, parecíanhaberle importado muy poco las finanzas de suamigo, por el contrario, le había alentado a gas-tos que solamente podían conducirlo a la ban-carrota. Y en consecuencia, los Smith se habíanarruinado.

El marido había muerto a tiempo como parano conocer la verdad completa. Ya habían sinembargo encontrado ciertos inconvenientes consus amigos, y la amistad de Mr. Elliot era deaquellas que convenía no probar. Pero hasta lamuerte de Mr. Smith no se supo enteramente eldesastroso estado de sus negocios. Con con-fianza en los sentimientos de Mr. Elliot más queen su criterio, mister Smith lo había nombradoa ejecutor de sus últimas voluntades. Pero Mr.Elliot se desentendió de ellas y las dificultadesy los trastornos que ellos ocasionaron a la viu-da, unido a los sufrimientos inevitables en sunueva situación, eran tales que no podían sercontados sin angustia o escuchados sin indig-

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nación.Ana tuvo que ver algunas otras cartas, res-

puestas a urgentes pedidos de Mrs. Smith, quemostraban una decidida resolución de no to-marse inútiles molestias, y en las cuales, bajouna fría cortesía, aparecía una completa indife-rencia por todo lo que pudiese ocurrirle a ésta.Era una espantosa pintura de ingratitud e in-humanidad. Y en algunos momentos Ana sintióque ningún crimen verdadero podía haber sidopeor. Tenía mucho que escuchar: todos los de-talles de tristes escenas pasadas, todas las mi-nucias, una angustia tras otra; todo lo que sólohabía sido sugerido en anteriores conversacio-nes era ahora relatado con todos sus pormeno-res. Ana comprendió el alivio que esto propor-cionaba a su amiga y solamente se admiró de lahabitual compostura y discreción de ésta.

Había una circunstancia en el relato de suspesares particularmente irritante. Tenía ellacierta razón para creer que algunas propieda-des de su esposo en las Indias Occidentales,

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que durante mucho tiempo no habían pagadosus rentas, podían dar este dinero en caso deque se emplearan medidas adecuadas. Estaspropiedades, aunque no fueran muy importan-tes eran suficientes como para que Mrs. Smithpudiese disfrutar de una posición desahogada.Pero no había nadie que se hiciera cargo deello. Mr. Elliot no quería hacer nada y Mrs.Smith estaba incapacitada para ocuparse de ellopersonalmente, por su debilidad física o parapagar los servicios de otra persona, por su esca-sez de recursos. No tenía ella relaciones quepudieran ayudarla ni siquiera con un sano con-sejo y no podía asumir el gasto de un abogado.Esta era la consecuencia de los fines extremos aque había llegado. Sentir que podía encontrarseen mejores circunstancias, que un poco de mo-lestia podría mejorar su situación y que la de-mora podía debilitar sus derechos, eran paraella una constante zozobra.

Deseaba que Ana la ayudase en este asuntocon mister Elliot. Había temido en algún mo-

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mento que este matrimonio le hiciese perder asu amiga. Pero sabiendo luego que Mr. Elliotno haría nada de esta naturaleza, desde el mo-mento que hasta ignoraba que ella se encontra-ba en Bath, se le ocurrió que quizá la mujeramada podría conmover a Mr. Elliot, y así, seapresuró a buscar la simpatía de Ana, tantocomo podía permitirlo su conocimiento delcarácter de Mr. Elliot, y en esto estaba cuandoAna, al rehusar tal matrimonio, cambiaba porentero las perspectivas, y si bien todas sus es-peranzas desaparecían, tenía al menos el con-suelo de haber podido desahogar su corazón.

Después de haber oído toda la descripcióndel carácter de Mr. Elliot, Ana estaba sorpren-dida de los términos favorables en que Mrs.Smith se había expresado al comienzo de laconversación. Parecía haberlo elogiado y reco-mendado.

-Mi querida amiga -respondió a esto Mrs.Smith-, no. podía hacer otra cosa. Considerabasu boda con Mr. Elliot como cosa segura, aun-

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que él no se hubiese declarado todavía, y nopodía hablar de él considerándolo como lo con-sideraba casi su marido. Mi corazón sangrabapor usted mientras hablaba de felicidad. Y pesea todo, él es inteligente, es agradable, y con unamujer como usted no deben perderse nunca lasesperanzas. Mr. Elliot fue muy malo con suprimera esposa. Fue un matrimonio desastroso.Pero ella era demasiado ignorante y burda parainspirar respeto y él nunca la amó. Estaba yopronta a pensar que quizá con usted las cosasserían distintas.

Ana sintió en lo hondo de su corazón un es-tremecimiento al pensar en la desdicha quepudo haber tenido en caso de casarse con unhombre así. ¡Y era posible que Lady Russellhubiese llegado a persuadirla! Y en tal caso, ¿nohubiese sido aún mucho más desdichada cuan-do el tiempo lo revelase todo?

Era necesario que Lady Russell no siguieseengañada; y una de las consecuencias de estaimportante conversación que preocupó a Ana

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buena parte de la mañana, fue que quedó enlibertad de comunicar a su amiga cualquiercosa relativa a Mrs. Smith en la cual el procederde Mr. Elliot estuviese involucrado.

CAPITULO XXII

Ana se dirigió a casa para reflexionar sobrelo que había oído. De alguna manera se sentíamás tranquila al conocer el carácter de Mr.Elliot. Ya no le sugería ninguna ternura. Apare-cía él, frente al capitán Wentwork, con toda sumalintencionada intromisión. Y el mal causadopor sus atenciones de la noche anterior, el irre-parable daño, la dejaba perpleja y llena de sen-saciones incalificables. Ya no sentía ningunapiedad por él. Pero solamente en esto se sentíaaliviada. En otros aspectos, cuanto más buscabaalrededor y más profundizaba, más motivosencontraba para temer y desconfiar. Se sentíaresponsable por la desilusión y el dolor quetendría Lady Russell, por las mortificaciones

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que sufrirían su padre y su hermana, y por to-das las cosas imprevistas que llegarían y que nopodría evitar. A Dios gracias conocía a Mr.Elliot. Nunca había considerado que tuvieraderecho a aspirar a ninguna recompensa por sutrato hacia una antigua amiga como mistressSmith, y pese a esto había sido recompensada.Mrs. Smith había podido decirle lo que nadiemás. ¿Debía comunicar todo a su familia? Peroésta era una idea tonta. Debía hablar con LadyRussell, decirle todo, consultarla, y después,esperar con tanta tranquilidad como fuese po-sible; al fin y al cabo, donde necesitaba mássosiego era en aquella parte de su alma que nopodía abrir a Lady Russell, en aquel fluir deansiedades y temores que era para ella sola.

Al llegar a casa comprobó que había podidoevitar a Mr. Elliot. El había estado allí y leshabía hecho una larga visita. Pero apenas secomenzaba a felicitar de estar a salvo hasta eldía siguiente, cuando se enteró de que misterElliot regresaría por la tarde.

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-No tenía la menor intención de invitarlo -dijoIsabel con afectado descuido-, pero él lanzómuchas indirectas; al menos eso dice Mrs. Clay.

-Lo digo en serio. Jamás he visto a nadie es-perar con tanto interés una invitación. ¡Pobrehombre! Realmente me ha entristecido. Porquela dureza del corazón de Ana ya está parecien-do crueldad.

-Oh -dijo Isabel-, estoy demasiado acostum-brada a esta clase de juego para que me sor-prendieran sus indirectas. Sin embargo, cuandome enteré cuánto lamentaba no haber encon-trado a mi padre esta mañana, me vi en ciertomodo interesada, porque jamás evitaré unaoportunidad de que él y Sir Walter se reúnan.¡Parecen beneficiarse tanto de su mutua com-pañía! ¡Se conducen tan amablemente! ¡Mr.Elliot lo mira con tanto respeto!...

-¡Es realmente delicioso! -exclamó Mrs. Clay,sin atreverse a mirar a Ana-. Parecen padre ehijo. Mi querida miss Elliot, ¿no puedo acasollamarlos padre e hijo?

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-No me preocupan las palabras... ¡Si ustedpiensa así...! Pero palabra de honor que apenashe notado si sus atenciones son más que las decualquier otro.

-¡Mi querida miss Elliot! -exclamó Mrs. Claylevantando las manos y alzando los ojos al cieloy guardando de inmediato un conveniente si-lencio para manifestar su extremo azoramiento.

-Mi querida Penélope -prosiguió diciendo Isa-bel-, no debe alarmarse tanto. Yo lo invité avenir, ¿sabe usted? Lo eché con sonrisas, perocuando supe que todo el día de mañana lo pa-saría con unos amigos en Thomberry Park, mecompadecí de él.

Ana no pudo menos que admirar los talentosde comedianta de Mrs. Clay, quien era capaz demostrar tanto placer y expectación por la llega-da de la persona que estorbaba su principalobjetivo. Era imposible que los sentimientos deMrs. Clay hacia Mr. Elliot fueran otros que losdel más enconado odio, y sin embargo podíaadoptar una expresión plácida y cariñosa, y

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parecer muy satisfecha de dedicar a Sir Walterla mitad de las atenciones que le hubiera prodi-gado en otras circunstancias.

Para Ana era inquietante ver entrar a Mr.Elliot en el salón; doloroso verlo acercarse yhablarle; se había acostumbrado a juzgar susactos como no siempre sinceros, pero a la sazóndescubría la falsedad en cada gesto. La defe-rencia que mostraba hacia su padre, en contras-te con su lenguaje anterior, resultaba odiosa;cuando pensaba en lo cruel de su conductahacia Mrs. Smith, apenas podía soportar la vis-ta de sus sonrisas y su dulzura o el sonido desus falsos buenos sentimientos. Deseaba ellaevitar que cualquier cambio de maneras provo-case una explicación de parte de él. Deseabaevitar toda pregunta, pero tenía la intención deser con él tan fría como lo permitiera la cortesíay echarse atrás tan rápidamente como pudierade los pocos grados de intimidad que le habíaconcedido. En consecuencia, estuvo más retraí-da y en guardia que la noche anterior.

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El deseó despertar nuevamente su curiosidadacerca de cuándo y por quién había sido ellaelogiada. Deseaba ardientemente que le pre-guntara. Pero el encanto estaba roto: compren-dió que el calor y la animación del salón deconciertos eran necesarios para despertar lavanidad de su modesta prima; comprendió quenada podía hacerse en esos momentos por nin-guno de los medios usuales para atraer la aten-ción de las personas. No llegó a imaginar quehabía entonces algo en contra de él que cerrabael pensamiento de Ana a todo aquello que nofueran sus actos más sucios.

Ella tuvo la satisfacción de saber que en ver-dad se iba de Bath al día siguiente temprano yque sólo volvería dentro de dos días. Fue invi-tado nuevamente a Camden Place en la mismatarde de su regreso; pero de jueves a sábado suausencia era segura. Bastante incómodo era yaque Mrs. Clay estuviera siempre delante deella, pero que un hipócrita mayor formara partede su grupo bastaba para destruir todo sosiego

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y bienestar. Era humillante pensar en el cons-tante engaño en que vivían su padre e Isabel yconsiderar las mortificaciones que se les prepa-raban. El egoísmo de Mrs. Clay no era ni tancomplicado ni tan disgustante como el de Mr.Elliot, y Ana de buena gana hubiera accedido almatrimonio de ésta con su padre de inmediato,pese a todos sus inconvenientes, con tal de ver-se libre de todas las sutilezas de Mr. Elliot paraevitar la mentada boda.

En la mañana del viernes se decidió a verbien temprano a Lady Russell y a comunicarlelo que creía necesario; hubiera ido inmediata-mente después del desayuno, pero Mrs. Claysalía también en una diligencia que tenía porobjeto evitar alguna molestia a su hermana, ydebido a esto decidió aguardar hasta verse librede tal compañía. Mistress Clay partió antes deque ella hablase de pasar la mañana en la calleRiver.

-Muy bien -dijo Isabel-, no puedo mandarmás que mi cariño. Oh, puedes además llevar

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contigo el aburrido libro que me ha prestado ydecirle que lo he leído. Realmente no puedopreocuparme de todos los nuevos poemas yartículos que se publican en el país. Lady Rus-sell me aburre bastante con sus publicaciones.No se lo digas, pero su vestido me pareció de-testable la otra noche. Pensaba que ella teníacierto gusto para vestirse, pero sentí vergüenzapor ella en el concierto. Es a veces tan formal ycompuesta en sus ropas. ¡Y se sienta tan dere-cha! Dale cariños, naturalmente.

-Y también los míos -dijo Sir Walter-. Mis me-jores saludos. Puedes decirle también que iré avisitarla pronto. Dale un mensaje cortés. Perosolamente dejaré mi tarjeta. Las visitas matuti-nas no son nunca agradables para mujeres desu edad, que se arreglan tan poco como ella. Sisolamente usara colorete no debería temer servista; pero la última vez que fui observé que lascelosías fueron cerradas inmediatamente.

Mientras su padre hablaba, golpearon a lapuerta. ¿Quién podía ser? Ana, recordando las

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inesperadas visitas de mister Elliot a todashoras, hubiera supuesto que era él, de no saberque se hallaba a siete millas de distancia. Des-pués de los usuales minutos de espera se oye-ron ruidos de aproximación y... Mr. y Mrs.Musgrove entraron en el salón.

La sorpresa fue el principal sentimiento queprovocó su llegada; pero Ana se alegró sincera-mente de verlos y los demás no lamentarontanto la visita que no pudieran poner un agra-dable aire de bienvenida, y tan pronto comoquedó claro que no llegaban con ninguna ideade alojarse en la casa, Sir Walter e Isabel se sin-tieron más cordiales e hicieron muy bien loshonores de rigor. Habían ido a Bath por unospocos días, con la señora Musgrove, y se aloja-ban en White Hart. Esto se entendió pronta-mente; pero hasta que Sir Walter e Isabel no seencaminaron con Maria al otro salón y se delei-taron con la admiración de ésta, Ana no pudoobtener de Carlos una historia completa de lospormenores de su viaje, o alguna sonriente ex-

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plicación de los negocios que allí les llevaban yque María había insinuado, con algunos datosconfusos acerca de la gente que formaba sugrupo.

Se enteró entonces de que estaban allí, ade-más del matrimonio, la señora Musgrove, Enri-queta y el capitán Harville. Carlos le hizo unsomero relato, una narración de acontecimien-tos sumamente natural. Al principio había sidoel capitán Harville quien necesitaba viajar aBath por algunos negocios. Había comenzado ahablar de ello hacía una semana, y por haceralgo, porque la temporada de caza había termi-nado, Carlos propuso acompañarlo, y a Mrs.Harville parecía haberle agradado la idea, queconsideraba ventajosa para su esposo; Maria nopudo soportar quedarse, y pareció tan desdi-chada por un día o dos, que todo quedó ensuspenso o en apariencia abandonado. Peroluego el padre y la madre volvieron a insistir enla idea. La madre tenía algunos antiguos ami-gos en Bath, a los que deseaba ver; era pues,

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una buena oportunidad para que fuese tambiénEnriqueta a comprar ajuares de boda para ella ypara su hermana; al final su madre organizó elgrupo y todo resultó fácil y simple para el capi-tán Harville; y él y María fueron también in-cluidos para conveniencia general. Habían lle-gado la noche anterior, bastante tarde. Mrs.Harville, sus niños y el capitán Benwick queda-ron con su madre y Luisa en Uppercross.

La sola sorpresa de Ana fue que las cosashubiesen ido tan rápido como para que ya pu-diera hablarse del ajuar de Enriqueta; habíaimaginado que las dificultades económicas re-trasarían la boda; pero se enteró por Carlos quehacía muy poco (después de la carta que reci-biera de María) Carlos Hayter había sido reque-rido por un amigo para ocupar el lugar de unjoven que no podría tomar posesión de su car-go hasta que transcurrieran algunos años, yesto, unido a su renta actual y con la certidum-bre de obtener algún puesto permanente antesdel término de éste, las dos familias habían ac-

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cedido a los deseos de los jóvenes que se casa-rían en pocos meses, casi al mismo tiempo queLuisa. Y era un hermoso lugar -añadía Carlos-,a sólo veinticinco millas de Uppercross y enuna bella campiña, cerca de Dorsetshire, en elcentro de uno de los mejores rincones del reino,rodeados de tres grandes propietarios, cadacual más cuidadoso. Y con dos de éstos CarlosHayter podría obtener una recomendación es-pecial. “No estima esto en lo que vale -observó-; Carlos es muy poco amante de la vida al airelibre. Este es su mayor defecto.”

-Me alegro de verdad -exclamó Ana-, y deque las dos hermanas, mereciéndola ambas porigual, y habiendo sido siempre tan buenas ami-gas, tengan su felicidad al mismo tiempo; quelas alegrías de una no opaquen las de la otra yque juntas compartan la prosperidad y el bien-estar. Espero que el padre y la madre seanigualmente felices con estas bodas.

-¡Oh, sí! Mi padre estaría más contento si losdos jóvenes fueran más ricos, pero ésta es la

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única falta que les encuentra. El casar dos hijasa un mismo tiempo es un problema importanteque preocupa por muchos conceptos a mi pa-dre. Sin embargo no quiero decir que no tenganderecho a esto. Es lógico que los padres doten alas hijas; siempre ha sido un padre generosoconmigo. María está descontenta con el matri-monio de Enriqueta. Ya sabes que nunca loaprobó. Pero no le hace justicia a Hayter ni con-sidera el valor de Wenthrop. No ha podidohacerle entender cuán costosa es la propiedad.En los tiempos que corren es un buen matri-monio. A mí siempre me ha gustado CarlosHayter y no cambiaré mi opinión.

-Tan excelentes padres como los señores Mus-grove -exclamó Ana- deben ser felices con lasbodas de sus dos hijas. Hacen todo por hacerlasdichosas, estoy segura. ¡Qué bendición para lasjóvenes estar en tales manos! Su padre y sumadre parecen estar libres del todo de esosambiciosos sentimientos que han acarreadotantos malos procederes y desdichas tanto entre

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los jóvenes como entre los viejos. Espero queLuisa esté ahora completamente repuesta.

El respondió, con alguna vacilación:-Sí, creo que lo está. Pero ha cambiado: ya no

corre ni salta, baila o ríe; está muy distinta. Siuna puerta se cierra de golpe, se estremece co-mo el agua ante el picotazo débil de un pájaro.Benwick se sienta a su lado leyendo versos todoel día o murmurando en voz baja.

Ana no pudo evitar reírse.-Esto no es muy de su gusto, bien lo com-

prendo -exclamó-, pero creo que Benwick es unexcelente joven.

-Ciertamente, nadie lo pone en duda. Y su-pongo que no creerá usted que todos los hom-bres encuentren gusto y placer en las mismascosas que yo. Aprecio mucho a Benwick ycuando se pone a hablar tiene muchas cosasque decir. Sus lecturas no lo han dañado por-que ha luchado también. Es un hombre valien-te. He llegado a conocerlo más de cerca el lunesúltimo que en cualquier otra ocasión anterior.

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Tuvimos una cacería de ratas esa mañana en lagranja grande de mi padre, y se desempeñó tanbien que desde entonces me agrada aún más.

Fueron aquí interrumpidos para que Carlosacompañara a los otros a admirar los espejos ylos objetos chinos; pero Ana había oído bastan-te para comprender la situación de Uppercrossy alegrarse de la dicha que allí reinaba. Y aun-que también se entristecía por algunas cosas, ensu tristeza no había la menor envidia. Cierta-mente, uniría sus bendiciones a las de los otros.

La visita transcurrió en medio del generalbuen humor. María estaba de excelente ánimo,disfrutando de la alegría y del cambio, y tansatisfecha con el viaje en el carruaje de cuatrocaballos de su suegra y con su completa inde-pendencia de Camden Place, que se sentía conánimo para admirar cada cosa como debía, y almomento comprendió todas las ventajas de lacasa en cuanto se las detallaron. No tenía nadaque pedir a su padre y a su hermana y toda subuena voluntad aumentó al ver el hermoso

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salón.Isabel sufrió bastante durante un corto tiem-

po. Sentía que Mrs. Musgrove y todo su grupodebían ser invitados a comer con ellos, pero nopodía soportar que la diferencia de estilo, lareducción del servicio que se revelaría en unacomida, fueran presenciados por aquéllos queeran inferiores a los Elliot de Kellynch. Fue unalucha entre la educación y la vanidad; pero lavanidad se llevó la mejor parte, e Isabel fuenuevamente feliz. Para sus adentros se dijo:“Viejas costumbres... hospitalidad campesina...no damos comidas... poca gente en Bath lohace... Lady Alicia jamás lo ha hecho, no invitani a la familia de su hermana, aunque han esta-do aquí un mes; y creo que será un inconve-niente para Mrs. Musgrove... echará por tierrasus planes. Estoy segura de que prefiere novenir... no se sentiría cómoda entre nosotros.Les pediré que vengan para la velada; esto serámucho mejor; será novedoso y cortés. No hanvisto dos salones como éstos antes. Estarán en-

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cantados de venir mañana por la noche. Seráuna reunión bastante regular... pequeña peroelegante.” Y esto satisfizo a Isabel, y cuando lainvitación fue cursada a los dos que estabanpresentes y se prometió la presencia de los au-sentes, María pareció muy satisfecha. Deseabaparticularmente conocer a mister Elliot y serpresentada a Lady Dalrymple y a miss Carteret,que habían prometido asistencia formal paraesa velada; y para María ésta era la más grandesatisfacción: Miss Elliot tendría el honor de visi-tar a Mrs. Musgrove por la mañana y Ana seencaminó con Carlos y María para ver a Enri-queta y a Mrs. Musgrove inmediatamente.

Su idea de visitar a Lady Russell debería pos-tergarse por el momento. Los tres entraron enla casa de la calle River por un par de minutos,pero Ana se convenció a sí misma de que lademora de un día en la comunicación que debíahacer a Lady Russell no haría gran diferencia, ytenía prisa por llegar a White Hart para ver alos amigos y compañeros del otoño, con una

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vehemencia que provenía de muchos recuer-dos.

Encontraron solas a Mrs. Musgrove y a suhija, y ambas hicieron el más amable recibi-miento a Ana. Enriqueta estaba en ese estadoen el que todos nuestros puntos de vista hanmejorado, en el que se forma una nueva felici-dad que le hacía interesarse por gentes de lasque apenas había gustado antes. Y el cariñoverdadero de Mrs. Musgrove lo había obtenidoAna por su utilidad cuando la familia se encon-tró en desgracia. Había allí una liberalidad, uncalor y una sinceridad que Ana apreciaba mu-cho más por la triste falta de tal bendición en suhogar. Se la comprometió a que pasaría conellos cuantos momentos libres tuviera, invitán-dola para todos los días; en una palabra, se lepedía que fuese como de la familia. Y, natural-mente, ella sintió que debía prestar toda suatención y buenos oficios, y así, cuando Carloslas dejó solas, escuchó a Mrs. Musgrove contarla historia de Luisa, y a Enriqueta contar la su-

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ya propia; le dio su opinión sobre varios asun-tos y recomendó algunas tiendas. Hubo inter-valos en los que debía prestar ayuda a María,quien pedía consejo sobre la clase de cinta quedebería llevar hasta en cuanto al arreglo de suscuentas; desde encontrar sus llaves y ordenarsus chucherías hasta tratar de convencerla deque no era antipática para nadie; cosas que Ma-ría, entretenida como estaba siempre que sesentaba en una ventana a vigilar la entrada dela habitación, no imaginaba siquiera.

Era de esperarse una mañana de mucha con-fusión. Un gran grupo en un hotel presenta unaescena de alboroto y desorden. En un momentollega una nota, en el siguiente un paquete, y nohacía ni media hora que Ana estaba allí cuandoel comedor, pese a ser espacioso, estaba casilleno. Un grupo de viejas amigas se hallabasentado alrededor de la señora Musgrove, yCarlos volvió con los capitanes Harville yWentworth. La aparición del segundo fue lasorpresa del momento. Era imposible para Ana

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no sentir que la presencia de sus antiguos ami-gos los aproximaría de nuevo. El último en-cuentro había dejado a la vista los sentimientosde él; ella tenía esa deliciosa convicción; perotemió, al ver su expresión, que la misma desdi-chada persuasión que le había alejado del salónde conciertos aún lo dominara. Parecía no de-sear acercarse y conversar con ella.

Ana quiso calmarse y dejar que las cosas si-guieran su curso. Trató de darse tranquilidadcon este argumento poco razonable: “Segura-mente si nuestro afecto es recíproco, nuestroscorazones se entenderán. No somos un par dechiquillos para guardar una irritada reserva, sermal dirigidos por la inadvertencia de algúnmomento o jugar como con un fantasma connuestra propia felicidad”. Y, sin embargo, unmomento después sintió que su mutua compa-ñía en esas circunstancias sólo los exponía ainadvertencias y malas interpretaciones de lapeor especie.

-Ana -exclamó María desde su ventana-, allí

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está Mrs. Clay parada debajo de la rotonda y laacompaña un caballero. Los veo dar la vuelta ala calle Bath en este mismo momento. Parecenmuy entretenidos en su charla. ¿Quién es él?Ven y dímelo. ¡Dios mío! ¡Lo reconozco! ¡Es Mr.Elliot!

-No -se apresuró a decir Ana-, no puede sermister Elliot, te lo aseguro. Debía dejar Bathesta mañana y no volver hasta dentro de dosdías.

Mientras hablaba sintió que el capitán Went-worth la estaba mirando y eso la turbó, hacién-dola sentir que había dicho mucho pese a suspocas palabras.

María, lamentando que se pudiera sospecharque no conocía a su propio primo, comenzó ahablar acaloradamente acerca del aire de fami-lia, y a afirmar, rotunda, que se trataba de Mr.Elliot, y llamó una vez más a Ana para que seacercase a comprobarlo por sí misma. Pero Anano tenía intención de moverse, y fingió frialdade indiferencia. Pero su incomodidad volvió al

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percibir miradas significativas y sonrisas entrelas damas visitantes, como si estuvieran entera-das del secreto. Era evidente que ya todos ha-blaban del asunto; siguió una corta pausa por laque podía esperarse que aquello no se prolon-garía.

-Ven, Ana -exclamó María-, ven y mira. Lle-garás tarde si no te apresuras. Se están despi-diendo, dándose la mano. El se aleja. ¡Si no co-noceré a Mr. Elliot!

Para tranquilizar a María y quizá también pa-ra cubrir su propia turbación, Ana se acercó deprisa a la ventana. Llegó a tiempo para conven-cerse de que, en efecto, se trataba de Mr. Elliot(lo que ni por un instante había imaginado)antes de que éste desapareciera por un extremoy Mrs. Clay por el opuesto. Y reprimiendo lasorpresa que le producía ver conversar a dospersonas de intereses tan dispares, dijo sosega-damente:

-Sí, en verdad, se trata de Mr. Elliot. Habrácambiado la hora de su partida. Esto debe ser

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todo. Tal vez me equivoque. No debo aguardarmás -y volvió a su silla tranquilizada y con laesperanza de haberse justificado bien.

Los visitantes comenzaron a retirarse, y Car-los, habiéndolos acompañado cortésmente has-ta la puerta y luego de haber hecho un gestosignificando que no volviesen, dijo:

-Mamá, he hecho por ti algo que sin dudaaprobarás. He ido al teatro y he conseguido unpalco para mañana por la noche. ¡Qué buenchico! ¿verdad? Sé que te divierten las come-dias. Y hay lugar para todos. Estoy seguro deque Ana no se arrepentirá de acompañamos.Podemos ir nueve. He comprometido tambiénal capitán Wentworth. A todos nos agrada lacomedia. ¿No he hecho bien, mamá?

Mrs. Musgrove comenzaba de buen ánimo aexpresar su agrado de concurrir, si a Enriquetay a los demás les venía bien, cuando María in-terrumpió:

-¡Dios mío, Carlos!, ¿cómo puedes pensarlosiquiera? ¡Tomar un palco para mañana por la

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noche! ¿Ya olvidaste que tenemos un compro-miso en Camden Place para mañana? ¿Y quenos han invitado especialmente para conocer aLady Dalrymple y a su hija y a Mr. Elliot -losprincipales vínculos de familia-, a quienes se-remos presentados mañana? ¿Cómo has podidoolvidarlo?

-¡Bah! -replicó Carlos-, ¿qué importa una re-unión? Nunca valen nada. Tu padre podríahabernos invitado a comer si es que deseabavernos. Puedes hacer lo que quieras, pero yo iréa la comedia.

-Pero, Carlos, eso sería imperdonable. ¡Hasprometido asistir!...

-No; no he prometido nada. Sonreí y asentí ydije algo como “encantado”, pero eso no es pro-meter.

-Debes venir, Carlos. Sería una grosería faltar.Se nos ha pedido expresamente que vayamospara ser presentados. Siempre hubo una granvinculación entre los Dalrymple y nosotros.Nada sucedió en las familias que no fuera al

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momento comunicado. Somos parientes muycercanos, ya sabes. Y también Mr. Elliot, aquien debes particularmente conocer. Debemosatenciones a Mr. Elliot. ¿Olvidas acaso que es elheredero de nuestro padre, el representante dela familia?

-No me hables de representantes y herederos-exclamó Carlos-. No soy de los que abandonanel poderío actual para saludar al sol naciente. Sino voy por el placer de ver a tu padre me pare-cería estúpido ir por su heredero. ¿Qué me im-porta a mí el tal Mr. Elliot?

Estas expresiones descuidadas fueron vivifi-cantes para Ana, que estaba observando que elcapitán Wentworth escuchaba con atención,poniendo toda su alma en cada palabra que sedecía. Y las últimas palabras desviaron su mi-rada interrogante de Carlos a ella.

Carlos y María conversaban aún de la mismamanera; él mitad en broma mitad en serio, ysosteniendo que debían ver la comedia, y ella,oponiéndose tenazmente y procurando hacerle

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sentir que si bien ella estaba decidida a cual-quier costa a ir a Camden Place, consideraríabastante feo hacia ella que los demás se mar-chasen a la comedia. Mistress Musgrove inter-vino.

-Es mejor que lo posterguemos. Puedes vol-ver, Carlos, y cambiar el palco para el martes.Sería una lástima separarnos y además perde-ríamos la compañía de miss Ana, puesto que setrata de una reunión de su padre; y estoy ciertade que ni Enriqueta ni yo disfrutaremos de lacomedia si miss Ana no nos acompaña.

Ana sintió agradecimiento por tal bondad y,aprovechando la oportunidad que se le presen-taba, dijo decididamente:

-Si depende de mi gusto, señora, la reuniónde casa (con excepción de lo que atañe a María)no será ningún inconveniente. No disfruto paranada esta clase de reuniones y gustosa la cam-biaré por la comedia y por estar en su compa-ñía. Pero quizá sea mejor no intentarlo.

Lo dijo temblando mientras hablaba, cons-

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ciente de que sus palabras eran escuchadas yno atreviéndose a observar su efecto.

Finalmente optaron por el martes. Y solamen-te Carlos continuó bromeando con su esposa,insistiendo en que iría a la comedia solo si na-die quena acompañarlo.

El capitán Wentworth dejó su asiento y se en-caminó a la chimenea; posiblemente con la ideade encaminarse después a un lugar más próxi-mo al ocupado por Ana.

-Sin duda no ha estado usted suficiente tiem-po en Bath -dijo- para disfrutar de las reunionesde aquí.

-¡Oh, no! El carácter de estas reuniones no meatrae. No soy buena jugadora de cartas.

-Ya sé que usted no lo era antes... No le agra-daban a usted las cartas, pero el tiempo noscambia, ¿no es así?

-¡Yo no he cambiado tanto! -exclamó Ana. Yse detuvo de inmediato, temiendo algún mal-entendido. Después de esperar unos momen-tos, él dijo, como respondiendo a sentimientos

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inmediatos:-¡Un largo tiempo, en verdad! ¡Ocho años son

un largo tiempo!Si pensaba proseguir, era cosa que Ana debió

reflexionar en horas de más tranquilidad; por-que mientras ella escuchaba aún sus palabras,su atención fue atraída por Enriqueta, que de-seaba aprovechar el momento para salir, y pe-día a sus amigos que no perdieran tiempo antesde que llegasen nuevos visitantes.

Se vieron obligados a retirarse. Ana dijo estarlista y procuró parecerlo; pero sentía que de ha-ber conocido Enriqueta el pesar de su corazónal dejar la silla, al dejar la habitación, hubierasentido verdadera piedad por su prima.

Pero los preparativos se vieron de súbito inte-rrumpidos. Ruidos alarmantes se dejaron oír: seaproximaban otras visitas y la puerta se abriópara dejar paso a Sir Walter y a miss Elliot, cu-ya entrada pareció helar a todos. Ana sintió unainstantánea opresión y dondequiera miró en-contró síntomas parecidos. El bienestar, la ale-

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gría, la libertad del salón, se habían esfumado,alejados por una fría compostura, estudiadosilencio, conversación insípida, para estar a laaltura de la helada elegancia del padre y de lahermana. ¡Qué torturante era sentir así!

Su avisado ojo tuvo una satisfacción. Sir Wal-ter e Isabel reconocieron nuevamente al capitánWentworth, e Isabel fue aún más amable que lavez anterior. Se dirigió a él y lo miró a los ojos.Isabel estaba haciendo un gran juego, y lo quevino en seguida explicó su actitud. Después deperder unos pocos minutos diciendo formalida-des, formuló la invitación que debía cancelartodo otro compromiso de los Musgrove: “Ma-ñana por la noche nos reunimos unos pocosamigos; nada serio”. Esto lo dijo con muchagracia. Sobre una mesa dejó, con una cortés ycomprensiva sonrisa para todos, las tarjetas conlas que se había provisto: “En casa de missElliot”. Una sonrisa y una tarjeta especialesentregó al capitán Wentworth. La verdad eraque Isabel había vivido en Bath lo suficiente

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como para comprender la importancia de unhombre con su apariencia y su físico. El pasadono importaba. Lo importante en ese momentoera que el capitán Wentworth adornaría su sa-lón. Entregadas las tarjetas, Sir Walter e Isabelse levantaron para retirarse.

La interrupción había sido breve pero severa,y la alegría volvió a casi todos los presentescuando quedaron de nuevo solos, con excep-ción de Ana. Sólo podía pensar en la invitaciónde la que había sido testigo; y de la forma enque tal invitación había sido recibida, con sor-presa más que con gratitud, con cortesía masque con franca aceptación. Ella lo conocía yhabía visto el desdén en su mirada, y no seatrevía a suponer que él aceptaría concurrir,alejado aún por toda la insolencia del pasado.Ella se sentía desfallecer. El aún conservaba latarjeta en la mano, como considerándola aten-tamente.

-¡Pensar que Isabel invita a todo el mundo! -murmuró María de manera que todos pudieron

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oírla-. No me sorprende que el capitán Went-worth esté encantado. No puede dejar de mirarla tarjeta.

Ana vio su expresión, lo vio ruborizarse y suslabios, tomar una momentánea expresión dedesprecio, y se retiró ella entonces, para no verni oír más cosas desagradables.

La reunión se deshizo. Los caballeros teníansus intereses, las señoras debían proseguir consus afanes, y pidieron encarecidamente a Anaque fuese luego a cenar o pasara con ellos elresto del día, pero el espíritu de ella había esta-do tanto tiempo en tensión, que entonces sólodeseaba estar en casa, donde al menos podríapensar y guardar silencio si así lo deseaba.

Prometiendo estar con ellas toda la mañanasiguiente, terminó las fatigas de esta mañana enuna larga caminata hasta Camden Place, dondedebió oír los preparativos de Isabel y Mrs. Claypara el día siguiente, la enumeración de laspersonas invitadas y los detalles embellecedo-res que harían de dicha reunión una de las más

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elegantes de Bath, mientras se atormentaba ellapreguntándose si el capitán Wentworth asistiríao no. Ellas daban por segura su asistencia, peroa Ana esta certidumbre no le duraba dos minu-tos seguidos. A veces pensaba que iría, porcreer que tenía el deber de hacerlo. Pero nopodía asegurarse que esto fuera un deber paraél, lo que le hubiera permitido estar a cubiertode sentimientos más desagradables.

Solamente salió de esta agitación para hacersaber a mistress Clay que había sido vista encompañía de mister Elliot tres horas después deque se suponía que él había dejado Bath. Por-que, habiendo esperado en vano que la señorahiciera alguna indicación con respecto al en-cuentro, decidió mencionarlo ella misma; y lepareció que una sombra de culpa cubría la carade mistress Clay al escucharlo. Todo fue muyrápido, desapareció en seguida, pero Ana ima-ginó que por alguna intriga compartida o por laautoridad que él ejercía sobre ella, ésta se habíavisto obligada a escuchar (quizá, durante media

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hora) discursos y reprensiones acerca de susdesignios con Sir Walter. Pero Mrs. Clay excla-mó con afectada naturalidad:

-Así es, querida. ¡Imagine usted mi sorpresaal encontrarme con Mr. Elliot en la calle Bath!Nunca me he sorprendido tanto. El me acom-pañó hasta Pumpyard. No ha podido partirpara Thornberry, no recuerdo por qué razón,porque llevaba prisa no llegué a prestar muchaatención, y sólo pude comprender que se pro-ponía regresar mañana lo antes posible. Nohacía más que hablar de “mañana”; y fue evi-dente que yo ya estaba bien enterada de estomucho antes de entrar en casa, y cuando escu-ché los planes de ustedes y todo lo que habíaocurrido, mi encuentro con Mr. Elliot se meborró de la cabeza.

CAPITULO XXIII

Sólo un día había pasado desde la conversa-ción de Ana con Mrs. Smith, pero ahora tenía

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un interés más inmediato y se sentía poco afec-tada por la mala conducta de Mr. Elliot, exceptoporque debía aún una visita de explicación aLady Russell, que de nuevo debió postergar.Había prometido estar con los Musgrove desdeel desayuno hasta la cena. Lo había prometido,y la explicación del carácter de Mr. Elliot, aligual que la cabeza de la sultana Scherazada,tendría que dejarse para otro día.

Sin embargo, no pudo ser puntual; el tiempose presentó malo y se lamentó de ello por susamigos y por ella antes de intentar salir de pa-seo. Cuando, llegando a White Hart, se enca-minó a la casa encontró que no sólo había lle-gado tarde, sino que tampoco era la primera enestar ahí. Los que habían llegado antes eranMrs. Croft, que conversaba con Mrs. Musgrove,y el capitán Harville, que conversaba con elcapitán Wentworth, y de inmediato supo queMaría y Enriqueta, sumamente impacientes,habían aprovechado el momento en que la llu-via había cesado, pero volverían pronto, y

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habían comprometido a Mrs. Musgrove a nodejar partir a Ana hasta que ellas volvieran. Nole quedó más remedio que acceder, sentarse,adoptar un aspecto de compostura y sentirse denuevo precipitada en todas las agitaciones depenas que había probado la mañana anterior.No había tregua. De la extrema miseria pasabaa la mayor felicidad, y de ésta, a otra extremamiseria. Dos minutos después de haber llegadoella, decía el capitán Wentworth:

-Escribiremos la carta de la que hemos habla-do ahora mismo, Harville, si me proporcionausted los medios para hacerlo.

Los materiales estaban a mano, sobre unamesa apartada; allí se dirigió él y, casi de es-paldas a todo el mundo, comenzó a escribir.

Mrs. Musgrove estaba contando a Mrs. Croftla historia del compromiso de su hija mayor,con ese tono de voz que quiere ser un murmu-llo, pero que todo el mundo puede escuchar.Ana sentía que ella no era parte de esa conver-sación, y sin embargo, como el capitán Harville

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parecía pensativo y poco dispuesto a hablar, nopudo evitar oír una serie de detalles: “Comomister Musgrove y mi hermano Hayter se en-contraron una y otra vez para ultimar los deta-lles; lo que mi hermano Hayter dijo un día, y loque Mr. Musgrove propuso al siguiente, y loque le ocurrió a mi hermana Hayter, y lo quelos jóvenes deseaban, y como lo dije en el pri-mer momento que jamás daría mi consenti-miento, y como después pensé que no estaríatan mal”, y muchas más cosas por el estilo; de-talles que- aun con todo el gusto y la delicadezade la buena Mrs. Musgrove no debían comuni-carse; cosas que no tenían interés más que, paralos protagonistas del asunto. Mrs. Croft escu-chaba de muy buen talante y cuando decía al-go, era siempre sensata. Ana confiaba en quelos caballeros estuvieran demasiado ocupadospara oír.

-Considerando todas estas cosas, señora -de-cía Mrs. Musgrove en un fuerte murmullo-,aunque hubiéramos deseado otra cosa, no qui-

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simos oponernos por más tiempo, porque Car-los Hayter está loco por ella, y Enriqueta más omenos lo mismo; y así, creímos que era mejorque se casaran cuanto antes y fueran felices,como han hecho tantos antes que ellos. En todocaso, esto es mejor que un compromiso largo.

-¡Es lo que iba a decir! -exclamó mistressCroft-. Prefiero que los jóvenes se establezcancon una renta pequeña y compartan las dificul-tades juntos antes que pasar por las peripeciasde un largo compromiso. Siempre he pensadoque...

-Mi querida Mrs. Croft -exclamó Mrs. Mus-grove, sin dejarla terminar-, nada hay tan abo-minable como un largo compromiso. Siemprehe estado en contra de esto para mis hijos. Estábien estar comprometidos si se tiene la seguri-dad de casarse en seis meses, o aun en un año...pero ¡Dios nos libre de un compromiso largo!

-Sí, señora -dijo Mrs. Croft-, es un compro-miso incierto el que se toma por mucho tiempo.Empezando por no saber cuándo se tendrán los

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medios para casarse, creo que es poco seguro ypoco sabio, y creo también que todos los padresdebieran evitarlo hasta donde les fuera posible.

Ana se sintió de pronto interesada. Sintió queesto se podía aplicar a ella. Se estremeció depies a cabeza y en el mismo momento en quesus ojos se dirigían instintivamente a la mesaocupada por el capitán Wentworth, éste dejabade escribir, levantaba la pluma y escuchaba, almismo tiempo que volviendo la cabeza cam-biaba con ella una rápida mirada.

Las dos señoras continuaron hablando de lasverdades admitidas, y dando ejemplos de losmales que la ruptura de esta costumbre habíaacarreado a gentes conocidas, pero Ana no pu-do oír bien; solamente sentía un murmullo y sumente daba vueltas.

El capitán Harville, que nada había escucha-do, dejó en este momento su silla y se acercó ala ventana; Ana pareció mirarlo aunque la ver-dad es que su pensamiento estaba ausente. Porfin comprendió que Harville la invitaba a sen-

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tarse a su lado. La miraba con una ligera sonri-sa y un movimiento de cabeza que parecía de-cir: “Venga, tengo algo que decirle”, y sus mo-dales sencillos y llenos de naturalidad, pare-ciendo corresponder a un conocimiento másantiguo, invitaban también a que se sentara asu lado. Ella se levantó y se aproximó. La ven-tana donde él estaba se encontraba al ladoopuesto de la habitación donde las señoras es-taban sentadas y más cerca de la mesa ocupadapor el capitán Wentworth, aunque bastantealejada de ésta. Cuando ella llegó, el gesto delcapitán Harville volvió a ser serio y pensativocomo de costumbre.

-Vea -dijo él, desenvolviendo un paquete ysacando una pequeña miniatura-, ¿sabe ustedquién es éste?

-Ciertamente, el capitán Benwick.-Sí, y también puede adivinar quién es el au-

tor. Pero -en tono profundo- no fue hecho paraella. Miss Elliot, ¿recuerda usted nuestra cami-nata en Lyme, cuando lo compadecíamos? Bien

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poco imaginaba yo que... pero esto no viene alcaso. Esto fue hecho en El Cabo. Se encontró enEl Cabo con un hábil artista alemán, y cum-pliendo una promesa hecha a mi pobre herma-na posó para él y trajo esto a casa. ¡Y ahora ten-go que entregarlo cuidadosamente a otra! ¡Vayaun encargo! Mas ¿quién, si no, podría hacerlo?Pero no me molesta haber encontrado otro aquien confiarlo. El lo ha aceptado -señalando alcapitán Wentworth-; está escribiendo ahorasobre esto. -Y rápidamente añadió, mostrandosu herida-: ¡Pobre Fanny, ella no lo habría olvi-dado tan pronto!

-No -replicó Ana con voz baja y llena de sen-timiento-; bien lo creo.

-No estaba en su naturaleza. Ella lo adoraba.-No estaría en la naturaleza de ninguna mujer

que amara de verdad.El capitán Harville sonrió y dijo:-¿Pide usted este privilegio para su sexo?Y ella, sonriendo también, dijo:-Sí. Nosotras no nos olvidamos tan pronto de

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ustedes como ustedes se olvidan de nosotras.Quizá sea éste nuestro destino y no un méritode nuestra parte. No podemos evitarlo. Vivi-mos en casa, quietas, retraídas, y nuestros sen-timientos nos avasallan. Ustedes se ven obliga-dos a andar. Tienen una profesión, propósitos,negocios de una u otra clase que los llevan sintardar de vuelta al mundo, y la ocupación con-tinua y el cambio mitigan las impresiones.

-Admitiendo que el mundo haga esto por loshombres (que sin embargo yo no admito), nopuede aplicarse a Benwick. El no se ocupaba denada. La paz lo devolvió en seguida a tierra, ydesde entonces vivió con nosotros en un pe-queño círculo de familia.

-Verdad -dijo Ana-, así es; no lo recordaba.Pero, ¿qué podemos decir, capitán Harville? Siel cambio no proviene de circunstancias exter-nas debe provenir de adentro; debe ser la natu-raleza, la naturaleza del hombre la que ha ope-rado este cambio en el capitán Benwick.

-No, no es la naturaleza del hombre. No cree-

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ré que la naturaleza del hombre sea más in-constante que la de la mujer para olvidar aquienes ama o ha amado; al contrario, creo enuna analogía entre nuestros cuerpos y nuestrasalmas; si nuestros cuerpos son fuertes, así tam-bién nuestros sentimientos: capaces de soportarel trato más rudo y de capear la más fuerte bo-rrasca.

-Sus sentimientos podrán ser más fuertes -replicó Ana-, pero la misma analogía me autori-za a creer que los de las mujeres son más tier-nos. El hombre es más robusto que la mujer,pero no vive más tiempo, y esto explica mi ideaacerca de los sentimientos. No, sería muy duropara ustedes si fuese de otra manera. Tienendificultades, peligros y privaciones contra losque deben luchar. Trabajan siempre y estánexpuestos a todo riesgo y a toda dureza. Sucasa, su patria, sus amigos, todo deben aban-donarlo. Ni tiempo, ni salud, ni vida puedenllamar suyos. Debe ser en verdad bien duro -suvoz falló un poco- si a todo esto debieran unirse

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los sentimientos de una mujer.-Nunca nos pondremos de acuerdo sobre este

punto -comenzó a decir el capitán Harville,cuando un ligero ruido los hizo mirar hacia elcapitán Wentworth. Su pluma se había caído;pero Ana se sorprendió de encontrarlo máscerca de lo que esperaba, y sospechó que lapluma no había caído porque la estuvieseusando, sino porque él deseaba oír lo que elloshablaban, y ponía en ello todo su esfuerzo. Sinembargo, poco o nada pudo haber entendido.

-¿Ha terminado usted la carta? -preguntó elcapitán Harville.

-Aún no; me faltan unas líneas. La terminaréen cinco minutos.

-Yo no tengo prisa. Estaré listo cuando ustedlo esté. Tengo aquí una buena ancla -sonriendoa Ana-; no deseo nada más. No tengo ningunaprisa. Bien, miss Elliot -bajando la voz-, comodecía, creo que nunca nos pondremos deacuerdo en este punto. Ningún hombre y nin-guna mujer lo harán probablemente. Pero dé-

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jeme decirle que todas las historias están encontra de ustedes; todas, en prosa o en verso. Situviera tan buena memoria como Benwick, lediría en un momento cincuenta frases para re-forzar mi argumento, y no creo que jamás hayaabierto un libro en mi vida en el que no se dije-ra algo sobre la veleidad femenina. Canciones yproverbios, todo habla de la fragilidad femeni-na. Pero quizá diga usted que todos han sidoescritos por hombres.

-Quizá lo diga... pero, por favor, no ponganingún ejemplo de libros. Los hombres tienentoda la ventaja sobre nosotras por ser ellosquienes cuentan la historia. Su educación hasido mucho más completa; la pluma ha estadoen sus manos. No permitiré que los libros meprueben nada.

-Pero, ¿cómo podemos probar algo?-Nunca se podrá probar nada sobre este asun-

to. Es una diferencia de opinión que no admitepruebas. Posiblemente ambos comenzaríamoscon una pequeña circunstancia en favor de

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nuestro sexo,- y sobre ella construiríamos cuan-to se nos ocurriera y hayamos visto en nuestroscírculos. Y muchas de las cosas que sabemos(quizá aquéllas que más han llamado nuestraatención) no podrían decirse sin traicionar unaconfidencia o decir lo que no debe decirse.

-¡Ah -exclamó el capitán Harville, con tono deprofundo sentimiento-, si solamente pudierahacerle comprender lo que sufre un hombrecuando mira por última vez a su esposa y a sushijos, y ve el barco que los ha llevado hasta élalejarse, y se da vuelta y dice: “Quién sabe sivolveré a verlos alguna vez”! Y luego, ¡si pu-diera mostrarle a usted la alegría del alma deeste hombre cuando vuelve a encontrarlos;cuando, regresando de la ausencia de un año yobligado tal vez a detenerse en otro puerto,calcula cuánto le falta aún para encontrarlos yse engaña a sí mismo diciendo: “No podránllegar hasta tal día”, pero esperando que seadelante doce horas, y cuando los ve llegar porfin, como si el cielo les hubiese dado alas, mu-

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cho más pronto aún de lo que los esperaba!¡Si pudiera describirle todo esto, y todo lo que

un hombre puede soportar y hacer, y las gloriasque puede obtener por estos tesoros de su exis-tencia! Hablo, por supuesto, de hombres decorazón -y se llevó la mano al suyo con emo-ción.

-¡Ah! -dijo Ana-, creo que hago justicia a todolo que usted siente y a los que a usted se pare-cen. Dios no permita que no considere el calor yla fidelidad de sentimientos de mis semejantes.Me despreciaría si creyera que la constancia yel afecto son patrimonio exclusivo de las muje-res. No creo que son ustedes capaces de cosasgrandes y buenas en sus matrimonios. Los creocapaces de sobrellevar cualquier cambio, cual-quier problema doméstico, siempre que... si seme permite decirlo, siempre que tengan unobjeto. Quiero decir, mientras la mujer que us-tedes aman vive y vive para ustedes. El únicoprivilegio que reclamo para mi sexo (no es de-masiado envidiable, no se alarme) es que nues-

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tro amor es más grande; cuando la existencia ola esperanza han desaparecido.

No pudo decir nada más, su corazón estaba apunto de estallar, y su aliento, entrecortado.

-Tiene usted un gran corazón -exclamó el ca-pitán Harville tomándole el brazo afectuosa-mente-. No habrá más discusiones entre noso-tros. En lo que se refiere a Benwick, mi lenguaestá atada a partir de este momento.

Debieron prestar atención a los otros. Mrs.Croft se retiraba.

-Aquí debemos separamos, Federico -dijoella-; yo voy a casa y tú tienes un compromisocon tu amigo. Esta noche tendremos el placerde encontrarnos todos nuevamente en su reu-nión -dirigiéndose a Ana-. Recibimos ayer latarjeta de su hermana, y creo que Federico tienetambién invitación, aunque no la he visto. Túestás libre, Federico, ¿no es así?

El capitán Wentworth doblaba apresurada-mente una carta y no pudo dar una respuestacomo es debido.

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-Sí -dijo-, así es. Aquí nos separamos, peroHarville y yo saldremos detrás de ti. Si Harvilleestá listo, yo no necesito más que medio minu-to. Estoy a tu disposición en un minuto.

Mrs. Croft los dejó, y el capitán Wentworth,habiendo doblado con rapidez su carta, estuvolisto, y pareció realmente impaciente por partir.Ana no sabía cómo interpretarlo. Recibió el máscariñoso: “Buenos días. Quede usted con Dios”,del capitán Harville, pero de él, ni un gesto niuna mirada. ¡Había salido del cuarto sin unamirada!

Apenas tuvo tiempo de aproximarse a la me-sa donde había estado él escribiendo, cuando seoyeron pasos de vuelta. Se abrió la puerta; eraél. Pedía perdón, pero había olvidado los guan-tes, y cruzando el salón hasta la mesa de escri-bir, y parándose de espaldas a Mrs. Musgrove,sacó una carta de entre los desparramados pa-peles y la colocó delante de los ojos de Ana conmirada ansiosamente fija en ella por un tiempo,y tomando sus guantes se alejó del salón, casi

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antes de que Mrs. Musgrove se hubiera dadocuenta de su vuelta.

La revolución que por un instante se operó enAna fue casi inexplicable. La carta con una di-rección apenas legible a “Miss A. E.” era evi-dentemente la que había doblado tan aprisa.¡Mientras se suponía que se dirigía únicamenteal capitán Benwick, le había estado escribiendoa ella! ¡Del contenido de esa carta dependíatodo lo que el mundo podía ofrecerle! ¡Todo eraposible; todo debía afrontarse antes que la du-da! Mrs. Musgrove tenía en su mesa algunospequeños quehaceres. Ellos protegerían su so-ledad, y dejándose caer en la silla que habíaocupado él cuando escribiera, leyó:

“No puedo soportar más en silencio. Debohablar con usted por cualquier medio a mi al-cance. Me desgarra usted el alma. Estoy entre laagonía y la esperanza. No me diga que es de-masiado tarde, que tan preciosos sentimientoshan desaparecido para siempre. Me ofrezco austed nuevamente con un corazón que es aún

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más suyo que cuando casi lo destrozó haceocho años y medio. No se atreva a decir que elhombre olvida más prontamente que la mujer,que su amor muere antes. No he amado a nadiemás que a usted. Puedo haber sido injusto, dé-bil y rencoroso, pero jamás inconsciente. Sólopor usted he venido a Bath; sólo por ustedpienso y proyecto. ¿No se ha dado cuenta? ¿Noha interpretado mis deseos? No hubiera espe-rado estos diez días de haber podido leer sussentimientos como debe usted haber leído losmíos. Apenas puedo escribir. A cada instanteescucho algo que me domina. Baja usted la voz,pero puedo percibir los tonos de esa voz cuan-do se pierde entre otras. ¡Buenísima, excelentecriatura! No nos hace usted en verdad justicia.Crea que también hay verdadero afecto y cons-tancia entre los hombres. Crea usted que estasdos cosas tienen todo el fervor de

“F. W.

“Debo irme, es verdad. Pero volveré o me re-

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uniré con su grupo en cuanto pueda. Una pala-bra, una mirada me bastarán para comprendersi debo ir a casa de su padre esta noche o nun-ca”.

No era fácil reponerse del efecto de semejantecarta. Media hora de soledad y reflexión lahubiera tranquilizado, pero los diez minutosque pasaron antes de ser interrumpida, contodos los inconvenientes de su situación, nohicieron sino agitarla más. A cada instante cre-cía su desasosiego. Era, la que sentía, una feli-cidad aplastante. Y antes de que hubiera tras-puesto el primer peldaño de sensaciones, Car-los, María y Enriqueta ya estaban de vuelta.

La absoluta necesidad de reponerse produjocierta lucha. Pero después de un momento nopudo hacer nada más. Comenzó por no enten-der una palabra de lo que decían. Y alegandouna indisposición, se disculpó. Ellos pudieronnotar que parecía enferma y no se hubieranapartado de ella por nada del mundo. Eso era

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terrible. Si se hubieran ido y la hubieran dejadotranquilamente sola en su habitación, se hubie-se sentido mejor. Pero tener a todos alrededorparados o esperando era insoportable; y en suangustia, ella dijo que deseaba ir a casa.

-Desde luego, querida -dijo Mrs. Musgrove-,vaya usted a casa y cuídese, para que esté bienesta noche. Desearía que Sara estuviese aquípara cuidarla, porque yo no sé hacerlo. Carlos,llama un coche; no debe ir caminando.

¡No era un coche lo que necesitaba! ¡Lo peorde lo peor! Perder la oportunidad de conversardos palabras con el capitán Wentworth en sutranquila vuelta a casa (y tenía casi la certeza deencontrarlo), era insoportable. Protestó enérgi-camente en contra del coche. Y Mrs. Musgrove,que solamente podía imaginar una clase deenfermedad, habiéndose convencido de que nohabía sufrido ninguna caída, que Ana no habíaresbalado y que no tenía ningún golpe en lacabeza, se despidió alegremente y esperó en-contrarla bien por la noche.

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Ansiosa de evitar cualquier malentendido,Ana, con cierta resistencia, dijo:

-Temo, señora, que no esté perfectamente cla-ro. Tenga la amabilidad de decir a los demáscaballeros que esperamos ver a todo el grupoesta noche. Temo que haya habido algún equí-voco; y deseo que asegure particularmente alcapitán Harville y al capitán Wentworth; desea-mos ver a ambos.

-Ah, querida mía, está todo muy claro, se loaseguro. El capitán Harville está decidido a nofaltar.

-¿Lo cree usted? Pues yo tengo mis dudas, ylo lamentaría mucho. ¿Promete mencionar estocuando los vea de nuevo? Me atrevo a decirque verá a ambos esta mañana. Prométamelousted.

-Desde luego, si ése es su deseo. Carlos, si vesal capitán Harville en alguna parte, no olvidesde darle el mensaje de miss Ana. Pero de ver-dad, querida mía, no necesita intranquilizarse.El capitán Harville casi se ha comprometido, y

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lo mismo me atrevería a decir del capitánWentworth.

Ana no podía decir más; su corazón presentíaque algo empañaría su dicha. Pero de cualquiermanera, el equívoco no sería largo; en caso queél no concurriera a Camden Place, ella podríaenviar algún mensaje por medio del capitánHarville.

Otro inconveniente surgió: Carlos, con su na-tural amabilidad, quería acompañarla a casa;no había manera de disuadirlo. Esto fue casicruel. Pero no podía ser malagradecida; él sacri-ficaba otro compromiso para serle útil; y partiócon él, sin dejar traslucir otro sentimiento queel de la gratitud.

Estaban en la calle Unión, cuando unos pasosdetrás, de sonido conocido, le dieron sólo unosinstantes para prepararse para ver al capitánWentworth. Se les unió, pero como dudaba siquedarse o pasar de largo, no dijo nada y selimitó a mirar. Ana se dominó lo bastante comopara refrenar aquella mirada sin retirar la suya.

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Las pálidas mejillas de él se colorearon y susmovimientos de duda se hicieron decididos. Sepuso al lado de ella. En ese instante, asaltadopor una idea repentina, Carlos dijo:

-Capitán Wentworth, ¿hacia dónde va usted?¿Hasta la calle Gay o más lejos?

-No sabría decirlo -contestó el capitán Went-worth sorprendido.

-¿Va usted hasta Belmont? ¿Va cerca de Cam-den Place? Porque en caso de ser así no tendréinconveniente en pedirle que tome mi puesto yacompañe a Ana hasta la casa de su padre. Nose encuentra muy bien y no puede ir sin com-pañía; yo tengo una cita en la plaza del merca-do. Me han prometido mostrarme una escopetaque piensan vender. Dicen que no la empaque-tarán hasta el último momento. Y yo debo ver-la. Si no voy ahora, ya no tendré oportunidad.Por su descripción, es muy semejante a la míade dos cañones, con la que tiró usted un díacerca de Winthrop.

No podía hacerse ninguna objeción. Solamen-

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te hubo demasiada presteza, un asentimientodemasiado lleno de gratitud, difícil de moderar.Y las sonrisas reinaron y los corazones se rego-cijaron en silencio. En medio minuto Carlosestaba otra vez al extremo de la calle Unión ylos otros dos siguieron el camino juntos; prontocambiaron las suficientes palabras como paradirigir sus pasos hacia el camino enarenado,donde por el poder de la conversación, esa horadebía convertirse en bendita y preparar los re-cuerdos sobre los que se fundarían sus futurasvidas. Allí intercambiaron otra vez esos senti-mientos y esas promesas que una vez parecie-ron haberlo asegurado todo, pero que habíansido seguidas por tantos años de separación.Allí volvieron otra vez al pasado, más exquisi-tamente felices quizá en su reencuentro quecuando sus proyectos eran nuevos. Tenían másternura, más pruebas, más seguridad de loscaracteres de ambos, de la verdad de su amor.Actuaban más de acuerdo y sus actos eran másjustificados. Y allí, mientras lentamente dejaban

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detrás de ellos otros grupos, sin oír las noveda-des políticas, el rumor de las casas, el coqueteode las muchachas, las niñeras y los niños, pen-saban en cosas antiguas y se explicaban princi-palmente las que habían precedido al momentopresente, cosas que estaban tan llenas de signi-ficado e interés. Comentaron todas las vicisitu-des de la última semana. Y apenas podían dejarde hablar del día anterior y del día en curso.

Ella no se había equivocado. Los celos porMr. Elliot habían demorado todo, produciendodudas y tormentos. Eso había comenzado en suprimer encuentro en Bath. Habían vuelto, des-pués de una breve pausa, a arruinar el concier-to, y habían influido en todo lo que él habíadicho y hecho o dejado de decir o de hacer enlas últimas veinticuatro horas. Habían destrui-do todas las esperanzas que las miradas o laspalabras o las acciones de ella hicieran esperara veces. Finalmente fueron vencidos por lossentimientos y el tono de voz de ella cuandoconversaba con el capitán Harville, y bajo el

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irresistible dominio de éstos, había cogido unpapel y escrito sus sentimientos.

Lo que allí, en el papel, había declarado era locierto y no se retractaba de nada. Insistía en queno había amado a ninguna más que a ella. Ja-más había sido reemplazada. Jamás había creí-do encontrar a nadie que pudiera comparársele.Verdad es -debió reconocerlo- que su constan-cia había sido inconsciente e inintencionada.Había pretendido olvidarla y creyó poderhacerlo. Se había juzgado a sí mismo indiferen-te, cuando solamente estaba enojado; y habíasido injusto para con sus méritos, porque habíasufrido por ellos. El carácter de ella era a la sa-zón para él la misma perfección, teniendo almismo tiempo la encantadora conjunción de lafuerza y la gentileza. Pero debía reconocer quesolamente en Uppercross le había hecho justi-cia, y solamente en Lyme había empezado aentenderse a sí mismo. En Lyme había recibidomás de una lección. La admiración de Mr. Elliotlo había exaltado, y las escenas en Cobb y en

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casa del capitán Harville habían demostrado lasuperioridad de ella.

Cuando procuraba enamorarse de Luisa Mus-grove (por resentido orgullo) afirmó que jamáslo había creído posible, que nunca le había im-portado o podría importarle Luisa; hasta aqueldía cuando -reflexionó luego- entendió la supe-rioridad de un carácter con que el de Luisa nopodía siquiera compararse; y el enorme ascen-diente que tales cualidades tenían sobre supropio carácter. Allí había aprendido a distin-guir entre la tranquilidad de los principios y laobstinación de la voluntad, entre los peligrosdel aturdimiento y la resolución de los espíritusserenos. Allí había visto él que todo exaltaba ala mujer que había perdido; y allí comenzó alamentar el orgullo, la locura, la estupidez delresentimiento, que lo habían mantenido apar-tado de ella cuando volvieron a encontrarse.

Desde entonces comenzó a sufrir intensamen-te. Apenas se había visto libre del horror y delremordimiento de los primeros días del acci-

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dente de Luisa, apenas comenzaba a sentirsevivir nuevamente, cuando se sintió vivo, escierto, pero no ya libre.

-Encontré -dijo- que Harville me considerabaun hombre comprometido. Que ni Harville nisu esposa dudaban de nuestro mutuo afecto.Me quedé sorprendido y disgustado. En ciertomodo podía desmentir eso de inmediato, perocuando comencé a pensar que otros podríanimaginar lo mismo... su propia familia, Luisamisma, ya no me sentí libre. Para honrarla es-taba dispuesto a ser suyo. No estaba prevenido.Nunca pensé en eso seriamente. No supuse quemi excesiva intimidad podría causar tanto da-ño, y que no tenía derecho a tratar de enamo-rarme de alguna de las muchachas, a riesgo deno dejar bien parada mi reputación o causarmales peores. Había estado estúpidamenteequivocado y debía pagar las consecuencias.

En una palabra, demasiado tarde comprendióque se había comprometido en cierto modo. Yeso, justo al momento de descubrir que no le

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importaba nada de Luisa. Debía considerarseatado a Luisa si los sentimientos de ella eran losque los Harville suponían. Esto lo decidió aalejarse de Lyme y a esperar en otra parte elrestablecimiento de la joven. De la manera másdecente posible, estaba dispuesto a disminuircualquier sentimiento o inclinación que hacia élpudiese sentir Luisa. Y así, fue a ver a su her-mano, esperando después volver a Kellynch yactuar de acuerdo con las circunstancias.

-Pasé tres semanas con Eduardo, y verlo felizfue mi mayor placer. Me preguntó por ustedcon sumo interés. Me preguntó si había cam-biado usted mucho, sin sospechar que para míserá usted siempre la misma.

Ana sonrió y dejó pasar esto. Era un despro-pósito demasiado halagador para reprochárse-lo. Es grato para una mujer de veintiocho añosoír afirmar que no ha perdido ninguno de losencantos de la primera juventud; pero el valorde este homenaje aumentaba además para Anaal compararlo con palabras anteriores y sentir

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que eran el resultado y no la causa de sus nue-vos y cálidos sentimientos.

El había permanecido en Shrospshire lamen-tando la ceguera de su orgullo y de sus desati-nados cálculos, hasta que se sintió libre de Lui-sa por el sorprendente compromiso con Ben-wick.

-Ahí -añadió- terminó lo peor de mi pesadilla.Porque entonces al menos podía buscar la feli-cidad otra vez, podía moverme, hacer algo.Pero estar esperando tanto tiempo y no tenien-do más perspectiva que el sacrificio, era espan-toso. En los primeros cinco minutos me dije:“Estaré en Bath el miércoles”, y aquí estuve. ¿Esperdonable que haya pensado en que podíavenir? ¿Y haber llegado con ciertas esperanzas?Usted estaba soltera. Era posible que tambiénconservara los mismos sentimientos que yo.Además tenía otras cosas que me alentaban.Nunca dudé que usted había sido amada ybuscada por otros, pero seguramente sabía quehabía rehusado por lo menos a un hombre con

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más méritos para aspirar a usted que yo y nopodía menos que preguntarme: “¿Será por mí?”

Tuvieron mucho que decirse sobre su primerencuentro en la calle Milsom, pero más aúnsobre el concierto. Aquella velada parecía estarhecha de momentos deliciosos. El momento enque ella se paró en el Cuarto Octogonal parahablarle, el momento de la aparición de Mr.Elliot llevándosela, y uno o dos momentos másmarcados por la esperanza o el desaliento, fue-ron comentados con entusiasmo.

-¡Verla a usted -exclamó él- en medio deaquellos que no podían quererme bien; ver a suprimo a su lado, conversando y sonriendo, yver todas las espantosas desigualdades e in-convenientes de tal matrimonio! ¡Saber que ésteera el íntimo deseo de cualquiera que tuvieseinfluencia sobre usted! ¡Aunque sus sentimien-tos fueran de indiferencia, considerar cuántosapoyos tenía él! ¿No era todo aquello bastantepara hacer de mí el idiota que parecía? ¿Cómopodía mirar y no agonizar? ¿No era acaso la

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vista de la amiga que se sentaba a su lado bas-tante para recordar la poderosa influencia, lagran impresión que puede producir la persua-sión? ¡Y todo esto estaba en mi contra!

-Debió comprender -dijo Ana-; ya no debiódudar de mí. El caso era distinto y mi edad,también otra. Si hice mal en ceder a la persua-sión una vez, recuerde que fue por temor ariesgos, no por temor a correrlos. Cuando cedí,creí hacerlo ante un deber; pero ningún deberse podía alegar aquí. Casándome con un hom-bre al que no amaba hubiera corrido todos losriesgos y todos mis deberes hubieran sido vio-lados.

-Quizá debí pensar así -replicó él-, pero nopude. No podía esperar ningún beneficio delconocimiento que tenía ahora de su carácter.No podía pensar: estaban estas cualidades su-yas enterradas, perdidas entre los sentimientosque me habían hecho sufrir durante tantosaños. Solamente podía pensar de usted comode alguien que había cedido, que me había

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abandonado, que había sido influida por otrapersona que no era yo. La veía a usted al ladode la persona causante de aquel dolor. No teníamotivo para creer que tuviera ahora menosautoridad. Además debía añadirse la fuerza delhábito.

-Yo creía -dijo Ana- que mis modales paracon usted lo habrían salvado de pensar esto.

-No; sus modales tenían la facilidad de quienestá ya comprometida con otro hombre. La dejéa usted creyendo esto y sin embargo estabadecidido a verla de nuevo. Mi espíritu se reco-bró esta mañana y sentí que tenía aún motivopara permanecer aquí.

Al fin Ana estuvo de vuelta en casa, más felizde lo que ninguno podía imaginar. Toda la sor-presa y la duda y cualquier otro penoso senti-miento de la mañana se habían disipado conesta conversación, y volvió tan contenta, conuna alegría en la que se mezclaba el temor levede que aquello no durara para siempre. Des-pués de un intervalo de reflexión, toda idea de

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peligro desapareció para su extrema felicidad;y dirigiéndose a su habitación' se entregó delleno a dar gracias por su dicha sin ningún te-mor.

Llegó la noche, se iluminó la sala y llegaronlos invitados. Era una reunión para jugar a lascartas; una mezcla de gente que se veía dema-siado con gentes que jamás se habían visto.Demasiado vulgar, con demasiada gente paraestablecer intimidad y demasiado poca paraque hubiese variedad, pero Ana jamás encontróuna velada más corta. Brillante y encantadorade felicidad y sensibilidad, y más admirada delo que creía o buscaba, tenía sentimientos ale-gres y cariñosos para todas las personas que larodeaban. Mr. Elliot estaba allí; ella lo evitó,pero podía compadecerlo. Los Wallis: la diver-tía entenderlos. Lady Dalrymple y miss Carte-ret pronto serían primos inocuos para ella. Nole importaba Mrs. Clay y tampoco los modalesde su padre y su hermana la hacían sonrojar.Con los Musgrove la charla era ligera y fácil;

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con el capitán Harville existía el afecto de her-mano y hermana. Con Lady Russell, intentos decharla que una deliciosa culpabilidad cortaba.Con el almirante y con mistress Croft, una pe-culiar cordialidad y un ferviente interés que lamisma conciencia parecía querer ocultar. Y conel capitán Wentworth siempre había algúnmomento de comunicación, y siempre la espe-ranza de más momentos de dicha y ¡la idea deque estaba allí!

En uno de los esos breves momentos en losque parecían admirar un grupo de hermosasplantas, ella dijo:

-He estado pensando acerca del pasado, y tra-tando imparcialmente de juzgar lo bueno y lomalo en lo que a mí concierne. Y he llegado a laconclusión de que hice bien, pese a lo que sufrípor ello; que tuve razón en dejarme dirigir porla amiga que ya aprenderá usted a querer. Paramí, ella era mi madre. Por favor no se equivo-que al juzgarme; no digo que ella haya hecho locorrecto. Fue uno de esos casos en que los con-

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sejos son buenos o malos según lo que ocurramás adelante. Y yo, por mi parte, en igualdadde circunstancias, jamás daré un consejo seme-jante. Pero digo que tuve razón en obedecerle yque de haber obrado en otra forma hubierasufrido más en continuar el compromiso que enromperlo, porque mi conciencia hubiera sufri-do. Ahora, dentro de lo que la naturaleza hu-mana nos permite, no tengo nada que repro-charme. Y si no me equivoco, un gran sentidodel deber es una buena cualidad en una mujer.

El la miró, miró a Lady Russell, y volviendo amirarla exclamó fría y deliberadamente:

-Todavía no. Pero puede tener ciertas espe-ranzas de ser perdonada con el tiempo. Esperotener piedad de ella pronto. Pero yo también hepensado en el pasado, y se me ha ocurrido quequizá tenía un enemigo peor que esa señora. Yomismo. Dígame usted si cuando volví a Inglate-rra en el año ocho, con unos pocos cientos delibras, y se me destinó al Laconia, si yo le hubie-se escrito a usted, ¿hubiera contestado a mi

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carta? ¿Hubiera, en una palabra, renovado elcompromiso?

-Lo habría hecho -repuso ella; y su acento fuedecisivo.

-¡Dios mío -dijo él-, lo habría renovado usted!No es que no lo hubiera yo querido o deseado,como coronamiento de todos mis otros éxitos.Pero yo era orgulloso, muy orgulloso para pe-dir de nuevo. No la comprendía a usted. Teníalos ojos cerrados y no quería hacerle justicia.Este recuerdo me hace perdonar a cualquieraantes que a mí mismo. Seis años de separacióny sufrimiento habrían podido evitarse. Es éstauna especie de dolor nuevo. Me había acos-tumbrado a sentirme acreedor a toda la dichade que pudiera disfrutar. Había juzgado quemerecía recompensas. Como otros grandeshombres ante el infortunio -añadió sonriendo-,debo aprender a humillarme ante mi buenasuerte. Debo comprender que soy más feliz delo que merezco.

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CAPITULO XXIV

¿Quién no adivina lo que siguió? Cuando ados jóvenes se les mete en la cabeza casarse,pueden estar seguros de triunfar por medio dela perseverancia, aunque sean pobres al extre-mo, o imprudentes, o tan distintos el uno delotro que bien poco puedan servirse de mutuaayuda. Esta puede ser una mala moral, pero esla verdad. Y si tales matrimonios se realizan aveces, ¿cómo un capitán Wentworth y una AnaElliot, con la ventaja de la madurez, la concien-cia del derecho y con fortuna independiente,podrían encontrar alguna oposición? En unapalabra, hubieran vencido obstáculos muchomayores que los que tuvieron que enfrentar,porque poco hubo que lamentar o echar de me-nos con excepción de la falta de calor y amabi-lidad. Sir Walter no opuso ninguna objeción, eIsabel tomó el partido de mirar fríamente ycomo si no le interesara el asunto. El capitánWentworth, con veinticinco mil libras y un

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grado tan alto en su profesión como el mérito yla actividad podían otorgar, no era ya un “na-die”. Se le consideraba entonces digno de diri-girse a la hija de un tonto y derrochador barónque no había tenido principios ni sentido co-mún suficientes para mantenerse en la posiciónen que la providencia lo había colocado, y que ala sazón sólo podía dar a su hija una pequeñaparte de la herencia de diez mil libras que másadelante habría de heredar.

Sir Walter, aunque no sentía gran afecto porAna, y su vanidad no encontraba ningún moti-vo de halago que lo hiciera feliz en esa ocasión,distaba mucho de considerar que su hija reali-zaba un matrimonio desventajoso. Por el con-trario, cuando vio más a menudo al capitánWentworth a la luz del día y lo examinó bien,se sintió impresionado por sus dotes físicas, ypensó que la superioridad de su aspecto erauna compensación para la falta de superioridaden rango. Todo esto, ayudado por el buennombre del capitán, preparó a Sir Walter para

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inscribir de muy buena gana el nombre del ma-trimonio en el volumen de honor.

La única persona cuyos sentimientos hostilespodían causar cierta ansiedad era Lady Russell.Ana comprendía que su amiga tendría que su-frir cierto desencanto al conocer el carácter deMr. Elliot, y que debería vencerse un poco paraaceptar esto tal cual era y hacer justicia al capi-tán Wentworth. Debía admitir que se habíaequivocado con respecto a ambos; que las apa-riencias le habían jugado una mala pasada; queporque los modales del capitán Wentworth noestaban de acuerdo con sus ideas, se habíaapresurado a sospechar que éstas indicaban unpeligroso temperamento impulsivo; y que pre-cisamente porque los modales de Mr. Elliot lehabían agradado por su propiedad y correc-ción, su cortesía y su suavidad, precipitada-mente había supuesto que éstos indicaban opi-niones correctas y espíritu lleno de cordura.Lady Russell no tenía nada más que hacer; esdecir, debía reconocer que se había equivocado

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en todo y cambiar el objetivo de sus opinionesy esperanzas.

Hay en algunas personas una rapidez de per-cepción, una precisión en el discernimiento deun carácter, una penetración natural, que laexperiencia de otras gentes no alcanza jamás, yLady Russell había sido menos bien dotada eneste terreno que su joven amiga. Pero era unabuena mujer, y si su primer objetivo era serinteligente y buen juez de la gente, el segundoera ver feliz a Ana. Amaba a Ana más de lo queapreciaba sus propias cualidades; y cuando eldesagrado del primer momento hubo pasadono le fue difícil sentir afecto maternal por elhombre que aseguraba la felicidad de quienconsideraba su hija.

De toda la familia, la más satisfecha fue Ma-ría. Era conveniente tener una hermana casada,y podía imaginarse que ella había contribuidoalgo a ello, teniendo a Ana consigo durante elotoño; y como su hermana debía ser mejor quesus cuñadas, era también grato pensar que el

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capitán Wentworth era más rico que el capitánBenwick o Carlos Hayter. No tuvo nada quelamentar cuando vio a Ana restituida a los de-rechos del señorío, como dueña de una bonitapropiedad. Había además una cosa que la con-solaba poderosamente de cualquier pesar quepudiese sentir. Ana no tenía un Uppercrossdelante de ella, no tenía tierras ni era cabeza deuna familia; y si ocurría que el capitán Went-worth no era nunca hecho barón, no tendríaella motivos para envidiar la situación de Ana.

Hubiera sido un bien para la hermana mayorcontentarse de igual manera, pero poco cambiopodía esperarse de ella. Pronto tuvo la mortifi-cación de ver alejarse a Mr. Elliot; y desde en-tonces nadie en situación aceptable se presentópara salvar las esperanzas que se desvanecie-ron al retirarse este caballero.

Las noticias del compromiso de su prima Anacayeron inesperadamente sobre Mr. Elliot. Des-arreglaba esto su ilusión de felicidad domésti-ca, sus esperanzas de mantener soltero a Sir

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Walter en favor de los derechos de su presuntoyerno. Pero, molesto y desilusionado, pudohacer aún algo por sus propios intereses y feli-cidad. Pronto dejó Bath; poco después tambiénse fue mistress Clay y bien pronto se oyó decirque se había establecido en Londres bajo la pro-tección del caballero, con lo que se evidencióhasta qué punto había éste jugado un doblejuego, y cuán determinado estaba a no dejarsevencer por las artes de una mujer hábil.

El afecto de Mrs. Clay había sido más podero-so que su interés y había sacrificado al caballeromás joven sus esperanzas de casarse con SirWalter. Esta dama tenía, sin embargo, habili-dades que eran tan grandes como sus afectos, yno era fácil decir cuál de los dos astutos triunfa-ría al final. Quién sabe si al impedir que se con-virtiera Mrs. Clay en la esposa de Sir Walter, nose preparaba a ésta el camino para convertirseen esposa de Sir William.

No cabe duda que Sir Walter e Isabel sufrie-ron un terrible disgusto al perder a su compa-

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ñera y al desilusionarse de ella. Tenían susprimos para consolarse, es cierto, pero bienpronto comprenderían que seguir y adular aotros sin ser a la vez seguidos y adulados essólo un placer a medias.

Ana, muy fuertemente satisfecha con la inten-ción de Lady Russell de amar como debía alcapitán Wentworth, no tenía más sombra en sudicha que la que provenía de la sensación deque no había en su familia una persona conméritos suficientes para ser presentada a unhombre de buen sentido. Allí sintió poderosa-mente su inferioridad. La desproporción de susfortunas no tenía la menor importancia; no sin-tió esto en ningún momento; pero no tener fa-milia que lo recibiera y lo estimara como mere-cía; ninguna respetabilidad, armonía, buenavoluntad que ofrecer a cambio de la digna ypronta bienvenida de sus cuñados y cuñadas,era un manantial de pesares, bajo cir-cunstancias, por otra parte, extremadamentefelices. Sólo dos amigas podía presentarle: Lady

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Russell y Mrs. Smith. A estas dos, él pareciódispuesto a dedicar inmediato afecto. A LadyRussell, pese a sus resentimientos anteriores,estaba él dispuesto a recibirla de todo corazón.Mientras no se viera obligado a confesar queella había tenido razón en separarlos al princi-pio, estaba presto a hacer grandes alabanzas dela dama; en cuanto a Mrs. Smith, había variascircunstancias que lo inclinaron pronto y parasiempre a apreciarla como merecía.

Sus recientes buenos oficios con Ana eran yamás que suficientes; y el matrimonio de ésta, enlugar de privarla de una amistad, le otorgó dos.Fue ella la primera en visitarlos apenas sehubieron establecido; y el capitán Wentworth,encargándose de los negocios para que reco-brase las propiedades de su esposo en las Indi-as Occidentales, escribiendo por ella, actuandoy ocupándose de todas las dificultades del caso,con la actividad y el interés de un hombre va-liente y un amigo solícito, devolvió todos losservicios que ésta hiciera o hubiese intentado

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hacer a su esposa.Las buenas cualidades de Mrs. Smith no des-

merecieron con el aumento de su renta. Con lasalud recobrada y la adquisición de amigos quepodía ver a menudo, continuó valiéndose de superspicacia y de la alegría de su carácter; y te-niendo estas fuentes de bienestar habría hechofrente a cualquier otro halago mundano. Habríapodido estar más sana y ser más rica, siendosiempre dichosa. La fuente de su felicidad esta-ba en su espíritu, como la de su amiga Ana re-sidía en el calor de su corazón. Ana era la ter-nura misma, y había encontrado algo digno deella en el afecto del capitán Wentworth. La pro-fesión de su marido era lo único que hacía de-sear a sus amigas que aquella ternura no fuesetan intensa, por miedo a una futura guerra quepudiera turbar el sol de su dicha. Su gloria eraser la esposa de un marino, pero debía pagar elprecio de una constante alarma por pertenecersu esposo a aquella profesión que es, si fueseello posible, más notable por sus virtudes do-

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mésticas que por su importancia nacional.