parlamento y partidos en la restauración
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Hispanla, LV/l, núm. 189 (1995), págs. 81-93.
LUIS ARRANZ y MERCEDES CABRERA Universidad Complutense. Madrid
EL PARLAMENTO DE LA RESTAURACIÓN
El régimen político de la Restauración (1875-1923) ofrece la experiencia constitucional
y parlamentaria más estable y prolongada de nuestra historia contemporánea, tras las profun-
das rupturas del siglo XIX y antes de la crisis política radical que acabaría por desatar el golpe
de estado de Primo de Rivera en 1923. Esa prolongada experiencia permite vislumbrar las difi-
cultades que en el caso español presentó el paso del liberalismo y la política de notables
decimonónica, a la democracia y la incorporación de "las masas" a la vida política. La histo-
riografía, cuando ha planteado así el problema, ha tendido a interpretar esas dificultades en
clave de resistencia de una oligarquía aupada en el poder, empeñada en impedir cualquier
apertura política y dispuesta a utilizar tanto la corrupción sistemática del sufragio mediante las
redes clientelares de los caciques, como, en último extremo, el recurso a la Corona o al
Ejército como instituciones salvadoras frente a la amenaza encarnada por las fuerzas
progresistas, equívocamente situadas, no obstante, entre la democracia y la revolución. En
este esquema, la atención de los historiadores se ha fijado, sobre todo, en estas fuerzas que
representaban el futuro -reformistas, republicanos, socialistas- y en todo aquello que discurría
fuera y al margen de las instituciones políticas centrales del sistema, desde el clientelismo
caciquil a los estallidos de la conflictividad social y laboral, el terrorismo y la violencia. No han
parecido requerir mayores investigaciones ni los dos partidos dinásticos, conservador y liberal,
"agentes al servicio" de aquella oligarquía, ni tampoco instituciones como el parlamento,
desdeñado por en absoluto representativo de la verdadera opinión pública. Estos presupues-
tos, que gran parte de la historiografía ha tomado prestados de los propios contemporáneos,
han contribuido, por un lado, a exagerar en sentido contrario las virtudes trasparentes y
democráticas de otros países europeos, frente a los cuales España aparecería como una
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aberración o, al menos, una anomalía; y, por otro lado, a no conceder al régimen de la
Restauración ninguna posibilidad de cambio o renovación desde dentro, condenándolo
irremediablemente a un fin como el que tuvo.
Es muy posible que los estudios de carácter parcial o monográfico que vienen
acumulándose en los últimos años sobre la Monarquía de la Restauración acaben abriendo
paso a una revisión de su significado en la historia contemporánea española. Lo que aquí nos
ocupa es una reconsideración sobre el Parlamento en el régimen de la Monarquía, con un
especial detenimiento en el Congreso de los Diputados durante los años de la crisis (1914-
1923), que nos permitirá, quizá, avanzar algunos comentarios en relación con lo anterior1.
I.-EL PARLAMENTO Y LA CONSTITUCION DE 1876.
Si bien es cierto que España fue uno de los primeros países europeos
en adoptar el rumbo constitucional, sobre todo una vez comprobada la
inviabilidad del Antiguo Régimen durante el reinado de Fernando VII, no lo es menos que llevó
medio siglo estabilizar y racionalizar la práctica del constitucionalismo. Las circunstancias de
la invasión francesa con las que se abrió en España la crisis del absolutismo favorecieron el
nacimiento de sendas tradiciones revolucionarias como el juntismo revolucionario y los
pronunciamientos militares. Una y otra eran incompatibles con los requisitos electorales y
parlamentarios del régimen constitucional, pero fueron asumidas por el liberalismo en su lucha
contra la reacción absolutista y a consecuencia de su propia condición minoritaria. Cuando la
actitud de la Corona hacia el régimen constitucional cambió, los liberales acabaron por
dividirse irreconciliablemente en torno a la concepción de la soberanía política y las relaciones
entre la Corona y las Cortes; a las leyes municipal y electoral y, sobre todo, en su actitud hacia
el recurso a los procedimientos revolucionarios. Los progresistas se atrincheraron tras la
bandera de la "insurrección legal", mientras los moderados encontraron en el apoyo de la 1.- Este trabajo se inserta en un proyecto de investigación en equipo que cuenta con financiación de la DGICYT, sobre "Parlamento, sistema de partidos y representación de intereses en España 1914-1936".
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Corona y la centralización administrativa el modo de perpetuarse en el poder y vaciar el
régimen constitucional, que mantuvieron, de cualquier riesgo de alternancia política que
respondiera a cambios de la opinión pública. Cánovas del Castillo, progenitor de la Monarquía
de la Restauración, perteneció a un grupo de políticos, tanto moderados como progresistas,
integrantes de la Unión Liberal, que si bien se formaron y llegaron al poder en la estela de un
pronunciamiento, estaban convencidos de que sólo un compromiso entre los partidos
alrededor de una constitución compartida podía dotar a la Monarquía de una base
parlamentaria estable. No obstante, hizo falta la intensa y riquísima experiencia política del
Sexenio revolucionario, para que el proyecto que alentaba Cánovas se abriera camino.
La Constitución de 1876 tuvo la finalidad esencial de establecer de manera estable las
relaciones entre las dos instituciones básicas que volvían a compartir la soberanía como en la
época moderada: las Cortes y la Corona. El Título II -"De las Cortes"- establecía que la
potestad de hacer las leyes residía en las Cortes con el Rey, y que las Cortes se componían
de dos cuerpos colegisladores, iguales en facultades: el Senado y el Congreso de los
Diputados. El Senado estaba integrado por senadores por derecho propio, senadores
vitalicios nombrados por la Corona, y senadores elegidos por las corporaciones del Estado y
mayores contribuyentes en la forma que determinara la ley; la suma de senadores por
derecho propio y vitalicios no podría exceder al número de senadores elegidos. En cuanto a la
elección de los diputados, la Constitución remitía a la ley electoral fijando exclusivamente un
diputado al menos por cada cincuenta mil habitantes. A lo largo de la historia de la Monarquía
se sucedieron tres leyes electorales: la de 1878 que restableció el sufragio censitario y
combinó en la geografía electoral los pequeños distritos rurales uninominales, y las
circunscripciones que elegían varios diputados y resultaban formadas por las principales
ciudades y amplias zonas rurales de su entorno; la ley de 1890 que restableció el sufragio
universal para todos los varones mayores de veinticinco años, multiplicando por seis el
número de electores, pero manteniendo el mismo procedimiento electoral; y la ley de 1907
que introdujo novedades sustanciales en dicho procedimiento, tanto en la formación y control
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del censo electoral, como en el establecimiento del voto obligatorio y secreto, la introducción
de la figura del candidato y la tipificación del delito electoral, así como la innecesariedad de la
elección cuando sólo se presentara un candidato en un distrito (art.29) y la remisión al
Tribunal Supremo de las actas protestadas (art.53) 2.
Correspondía al Rey la convocatoria, suspensión, cierre y disolución de las cámaras
(art.34). Aunque se establecía que las Cortes debían reunirse todos los años (art.32), nada se
decía sobre períodos mínimos de reunión salvo la obligación de convocar a los cuerpos
colegisladores en un plazo máximo de tres meses tras su disolución, o bien cuando vacara la
Corona o el Rey estuviera imposibilitado para gobernar (art.33). La reunión anual de las
Cortes quedaba reforzada al obligarse al gobierno a presentar todos los años ante las Cortes
el presupuesto general de gastos y el plan de contribuciones. Sin embargo, el mismo art.85
dejaba abierto un escape: si no pudieran ser votados los presupuestos antes del primer día
del año, regirían los del año anterior siempre que hubieran sido discutidos y aprobados por las
Cortes y sancionados por el Rey.
El Título VI ("Del Rey y sus ministros") establecía el carácter sagrado e inviolable de
la figura del Rey (art.48) y la responsabilidad de los ministros; ningún mandato del Rey podía
llevarse a efecto sin el refrendo de un ministro que, por eso mismo, se hacía responsable
(art.49). En el Rey residía el poder ejecutivo (art.50), además de la facultad de sancionar y
promulgar las leyes (art.51) y el mando supremo del ejército y de la armada (art.52). A él le
correspondía nombrar y separar libremente a los ministros (art.54, 9º), que podían ser
senadores y diputados y participar en las discusiones de ambos cuerpos colegisladores,
aunque sólo pudieran votar en aquél al que pertenecían (art.58).
Frente al derecho de disolución de las cámaras atribuido a la Corona, nada se decía
en el texto constitucional de la acción recíproca de las Cortes sobre el gobierno ni del papel 2.- Sobre la ley electoral de 1907 puede verse Javier Tusell: "Para la sociología política de la España contemporánea: el impacto de la ley de 1907 en el comportamiento electoral", Hispania, nº 116, Madrid, 1970.
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que los ministros como gabinete pudieran cumplir entre el Rey y las Cortes. Nada en la
Constitución reconocía la existencia como tal del gobierno o del presidente de gobierno, y, en
cuanto a su responsabilidad ante las cámaras, se restringía a la penal, según el art. 45,3º que
atribuía a las Cortes la facultad de hacer efectiva la responsabilidad de los ministros, los
cuales serían acusados por el Congreso y juzgados por el Senado. Dados estos vacíos, para
entender el funcionamiento del régimen es necesario tener en cuenta, junto a aquella
"constitución interna" que definía la soberanía compartida de las Cortes con el Rey, y la
Constitución escrita que la recogía, una tercera constitución -en palabras de Sánchez Agesta-
que descansaba en el derecho consuetudinario, en lo que se han llamado usos o
convenciones constitucionales 3.
Cualquier reflexión sobre el Parlamento en la Restauración pasa necesariamente por
lo que fueron los dos argumentos decisivos, entonces y ahora, para su descalificación: su falta
de representatividad por apoyarse en el entramado del clientelismo caciquil, por un lado; y, por
otro, su falta efectiva de soberanía dada la permanente intromisión del ejecutivo posibilitada
por el ejercicio de la prerrogativa regia y el otorgamiento del decreto de disolución. Una y otra
convertirían a las Cortes en una institución sin relieve político, hechura de los sucesivos
gobiernos y fiel reflejo del turno pacífico pactado entre conservadores y liberales, mera caja de
resonancia de discursos grandilocuentes condenada a ser cerrada o disuelta siempre que
fuera necesario.
Comenzaremos por hacer unos comentarios a cada una de esas dos críticas básicas
al Parlamento, para pasar después a considerar la organización interna de la cámara baja y la
presencia en ella de las diferentes fuerzas políticas.
3.- "Si la constitución interna definía una Monarquía hereditaria representativa y el texto escrito una Monarquía constitucional, esta tercera constitución consuetudinaria va a definirla como una variedad del régimen parlamentario muy inspirada en el constitucionalismo inglés, pero con definidos matices propios" (L. Sánchez Agesta: Historia del constitucionalismo español 1808-1936, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p.314-15).
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II.-PARLAMENTO Y CACIQUISMO.
Sobre el caciquismo como variante española del clientelismo político se ha escrito
mucho desde que Joaquín Costa consagrara el término y tuviera un éxito rotundo en su
identificación con el régimen de la Restauración. Nadie pone en duda la existencia del
caciquismo en la base del sistema. Sería absurdo teniendo en cuenta el predominio del
mundo rural en nuestro país y el considerable grado de analfabetismo. Significaría ignorar,
además, que la política de notables fue una fase común a todos los países europeos con
régimen constitucional, empezando por la Gran Bretaña. Ahora bien, sobre lo que ya no existe
un acuerdo generalizado es sobre su significado 4, tipología y las razones explicativas de
aquel fenómeno, ni sobre sus consecuencias políticas o su supuesta excepcionalidad al
compararlo con casos europeos coetáneos. No es tarea nuestra aquí el presentar un estado
de la cuestión. Sí lo es, en cambio, afirmar que, en nuestra opinión, lo inequívocamente
español fue el "encasillado", esto es, el turno entre los dos grandes partidos liberales y su
deseo de integrar y neutralizar las oposiciones hostiles al régimen. En ello pesaban más las
razones específicamente políticas a que nos hemos referido más arriba, que los condiciona-
mientos "estructurales".
Desde 1890 España tuvo sufragio universal, situándose así detrás de Francia entre los
países con más amplios derechos electorales. La aprobación del sufragio universal no fue la
consecuencia de la movilización social y política, sino el resultado de la necesidad de dar
4.- Las interpretaciones más convicentes nos siguen pareciendo los artículos de Joaquín Romero Maura, Javier Tusell y José Varela en Revista de Occidente, nº127,X, 1973, y los libros de estos dos últimos: Javier Tusell, Oligarquía y caciquismo en Andalucía, Barcelona, Planeta, 1976 y La crisis del caciquismo andaluz (1923-1931), Madrid, Cupsa Editorial, 1977, y José Varela, Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900), Madrid, Alianza, 1977- en los años setenta, sin perjuicio de sentir considerando especialmente sagaz el primero de todos. Entre los análisis más recientes podemos citar la propuesta de conceptualización Javier Moreno Luzón:" "El poder público hecho cisco". Caciquismo y política de clientelas en la España de la restauración" (paper mecanografiado presentado a discusión en el Seminario de Historia celebrado en el Instituto Ortega y Gasset en la sesión del 2 de noviembre de 1993), y la de Carlos Dardé, "Elecciones en España", paper presentado en el XVIII Congreso Internacional de la Latin American Studies Asociation, celebrado en Atlanta, Estados Unidos, en marzo de 1994, (y discutido en el mismo Seminario de Historia en la sesión de 23 de junio de 1994) en la línea y sistematización, con nuevos datos, de los tres autores citados en primer término.
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cumplimiento al programa del partido liberal y de integrar en la Monarquía restaurada los
ideales de la revolución de 1868, así como de resolver las luchas internas por el poder entre
los liberales. Los conservadores eran muy escépticos respecto al impacto de semejante
medida, y los más conscientes -como Silvela- se opusieron a él por su falta de adecuación a la
realidad de la cultura política del país; republicanos y socialistas contemplaron la medida con
una indiferencia pasmosa, seguros como estaban de que de la Monarquía y sus gobiernos
nada bueno podía salir. Lo trataron por tanto como un simple "asunto interno" del régimen sin
que les inmutara esta oportunidad, en principio fundamental, de democratización 5. Hay una
cierta coincidencia en la historiografía sobre lo poco que cambiaron las prácticas electorales
con la ampliación del sufragio (algo ya comprobado durante el Sexenio revolucionario), al
menos para bien; incluso se ha llegado a considerar el sufragio universal como causa directa
del reforzamiento del caciquismo 6.
Los estudios acumulados en los últimos años han venido a coincidir en mostrar el
fenómeno del caciquismo como algo más complejo y necesitado de análisis matizados, con el
fin de distinguir diferentes tipos de votos, de votantes y de distritos, así como para precisar las
razones -económicas y/o políticas- que tendieron a predominar en el establecimiento de estas
redes de clientelismo y patronazgo. La mayor parte de estos estudios han tendido a
profundizar en el análisis de las redes locales generadas en torno a las clientelas caciquiles y
en las prácticas estrictamente electorales. Poco o nada se ha hecho para intentar medir el
impacto de esa realidad de base en el funcionamiento efectivo del Parlamento o del sistema
político en su conjunto. Esa "complicada relación", en palabras de Javier Tusell, entre
intereses locales y poder central, se ha dado por supuesta, en lugar de investigarse, lo cual ha 5.- V. Carlos Dardé, "El sufragio universal en España: causas y efectos", Anales de la Universidad de Alicante Historia Contemporánea, nº 7, 1989-1990, pp.-85-100.
6.- Para los efectos perversos del sufragio universal, véase Carlos Dardé, op.cit.; para la inmutabilidad, v. Javier Tusell en su balance historiográfico al celebrarse el centenario de la ley del sufragio universal: "El sufragio universal en España (1891-19369: un balance historiográfico", Ayer, nº3, Madrid 1991.
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permitido seguir abusando de la afirmación tajante de la distancia entre el país real y el país
legal.
III.-EL PARLAMENTO Y LA PRERROGATIVA REGIA.
Las intromisiones del Gobierno y el ejercicio de la prerrogativa regia han sido
considerados, junto al caciquismo, como la causa del desprestigio y falta de soberanía de las
cámaras. Esta cuestión remite a la división y equilibrio de poderes tal y como los regulaba la
Constitución de 1876, según vimos más arriba. Pero conduce también a los usos y
costumbres constitucionales y a los reglamentos de Congreso y Senado, dado el silencio
constitucional sobre la acción parlamentaria en relación al gobierno y sobre éste, como
gabinete, situado entre la Corona y el Parlamento.
La prerrogativa regia consitía sustancialmente en aquella facultad de la Corona de
nombrar y separar libremente a los Ministros, junto con la de conceder o negar el decreto de
disolución del Parlamento al gobierno. Un ejercicio de la prerrogativa en relación directa con el
poder moderador que también se atribuía a la Corona, de armonizar a los poderes del Estado
entre sí y con la opinión pública. La Corona era, por tanto, como señaló Antonio María Calero
7, un poder eficaz, sustantivo, dotado de una gran capacidad de decisión. La confianza regia
era el criterio último de legitimidad del gobierno, frente a la cual la confianza de las Cortes que
pedía la doctrina tradicional de la doble confianza, parecía secundaria y derivada, al
sustentarse en una opinión electoral problemática.
Sin embargo, el propio Calero reconoce -refiriéndose especialmente al reinado de
Alfonso XII y a la Regencia-, que esa prerrogativa regia no se ejercía de manera arbitraria,
sino dentro de la Constitución, y conforme a una serie de normas no escritas y prácticas
establecidas, como la de evitar el capricho o el exclusivismo de un único partido; el que se
reunieran ciertos requisitos en cuanto a la unidad y representatividad del partido llamado a 7.- Antonio María Calero: "La prerrogativa regia en la Restauración: teoría y práctica (1875-1902)", Revista de Estudios políticos, nº55, enero-marzo 1987, pp.273-315.
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formar gobierno, y su capacidad para garantizar una mayoría parlamentaria. Tampoco decidía
el Rey solo; era costumbre la existencia de consultas previas al nombramiento de un presi-
dente de gobierno, consultas a las que acudían los líderes de las diferentes fuerzas políticas y
los presidentes de las cámaras legislativas, consultas a las que, desde 1897, solían
acompañar notas de prensa. En otro sentido, aunque la Constitución no dijera nada sobre ello,
no cabe duda del reconocimiento, en la práctica, de la figura del presidente del gobierno, así
como de la del gabinete.
Si descendemos a los reglamentos internos de las cámaras, podremos apreciar mejor
los mecanismos de control o fiscalización parlamentaria de los gobiernos. Aunque no figurara
en las Constituciones de 1845 o de 1876, el Reglamento del Congreso de los Diputados de
1847 que, con alguna interrupción y diversas modificaciones estuvo vigente hasta 1918,
recogía en su Título XVII el voto de censura 8. Pero no era ésta la única vía de fiscalización.
En el reglamento se especificaba la utilización de distintos recursos para expresar un voto de
desconfianza hacia el gobierno, como la elección del Presidente y de la Mesa del Congreso, o
el debate y votación de la respuesta al Mensaje de la Corona, que era el momento en que se
presentaba el programa de gobierno ante las cámaras y se medían los apoyos parlamenta-
rios; o las interpelaciones y proposiciones no de ley; o la formación de Comisiones especiales
para expresar la opinión de la Cámara ante determinadas actuaciones del ejecutivo, eran
todos ellos instrumentos de control parlamentario que se ejercían con profusión y que ningún
partido, ni el conservador ni el liberal, regatearon ni pusieron en cuestión en ningún momento.
Así, a aquella visión de la soberanía parlamentaria mermada por la permanente intromisión de
unos gobiernos que se debían tan sólo al ejercicio de la prerrogativa regia, se contrapone la
de unos gobiernos con aparente mayoría parlamentaria que, sin embargo, se veían
impotentes para sacar adelante ningún proyecto por la fiscalización y obstrucción que el
reglamento permitía a las minorías. Sin olvidar, en todo caso, que un gobierno, por muy alta 8.- Así lo interpreta María del Coro Cillán García de Iturrospe en Historia de los reglamentos parlamentarios en España 1810-1936, 2 vols. Dpto. de Historia del Derecho, UCM, 1985, p.126.
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que fuera la regia confianza, no podía mantenerse en el poder si perdía la mayoría
parlamentaria, de lo cual la suspensión de las sesiones de las cámaras no representaba sino
un efímero paliativo.
La enfrentada visión que de las relaciones y equilibrios existentes entre Gobierno y
Parlamento tenían las diferentes fuerzas políticas se manifestaba en casi todos los debates
parlamentarios. El debate sobre la reforma del Reglamento del Congreso propuesta bajo el
gobierno nacional presidido por Antonio Maura en 1918 fue uno de ellos. No hay razones para
dudar, dada la trayectoria parlamentaria de Maura, de que aquella reforma, como él mismo
dijo, era "un grito de amor al Parlamento, para salvar al Parlamento, para impedir que el
Parlamento pueda tener los interregnos parlamentarios y las invasiones de decretos que ha
padecido este Parlamento". La iniciativa coincidía con intentos parecidos en otros países
europeos de llevar a cabo una racionalización de la actividad parlamentaria: mayor disciplina
de grupo, profesionalización y especialización de los diputados y plena absorción de la
actividad legislativa por la iniciativa del gobierno, dotado de más estrictos y eficaces recursos
reglamentarios. La opinión, no sólo de las minorías de la oposición sino de algunos dinásticos,
fue, por ello, contraria, puesto que de lo que se trataba era de reforzar el control del gobierno
sobre el parlamento a través de restricciones a la libertad de tribuna de los diputados.
Unas y otras opiniones coincidían en partir del desprestigio de la institución
parlamentaria por su falta de eficiencia, pero discrepaban radicalmente en la interpretación del
origen de sus males y en las vías para curarlos. Para reformistas, republicanos, socialistas y
oposiciones en general, todos los males derivaban de la falta de representatividad del
parlamento y, como consecuencia de ello, de la permanente invasión del ejecutivo en las
tareas del legislativo. La única salida posible era prevenir reglamentariamente esa invasión
garantizando la absoluta libertad de las minorías e, incluso, bendiciendo la obstrucción
parlamentaria. Para Sánchez Guerra y Maura este tipo de prevenciones a lo único que
conducían era a dificultar el funcionamiento del régimen de mayorías y, con él, del propio
régimen parlamentario y de la Constitución. La sanción para el gobierno que abusara debía
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ser la exigencia de responsabilidad política y, en opinión de quienes presentaron y
defendieron la reforma del reglamento en 1918, las críticas al Parlamento por la deformación
de los resultados electorales no debía ser óbice para intentar un esfuerzo conjunto de todas
las fuerzas políticas con el objetivo de devolver a la institución el prestigio que le correspondía.
No cabe duda de que en aquel régimen los gobiernos no salían de la mayoría o de las
coaliciones del Congreso, sino a la inversa; y que para ellos resultaba decisiva la confianza
regia, pero también era cierto, como hemos dicho, que sin la confianza del Congreso de los
Diputados los gobiernos no podían sobrevivir. Para que esa confianza de la Cámara fuera
estable, no solamente hacía falta una mayoría clara sino, según las bases del sistema, la
solidaridad constitucional de la oposición dinástica. Las dificultades crecientes en el
funcionamiento del régimen no provinieron tanto de la movilización política y de las amenazas
externas de los partidos antidinásticos, sino del fraccionamiento de los partidos dinásticos y de
la ruptura en la solidaridad constitucional a partir de la crisis abierta en 1909 con la caída del
gobierno largo de Maura y aparentemente cerrada con la formación del gobierno presidido por
Eduardo Dato a fines de 1913. Los cambios en los usos y costumbres políticos, ha escrito
García Canales, "inclinaban el régimen de la Restauración a una progresiva
parlamentarización, aún admitida toda la gama de corruptelas que los partidos turnantes
habían introducido en el sistema representativo y los intentos de recuperación de influencia
político-constitucional por parte del Rey Alfonso XIII" 9. Pero esa progresiva
parlamentarización era imposible sin el empeño mancomunado de los partidos políticos.
Mientras no hubiera un acuerdo amplio para afirmar las prerrogativas parlamentarias y la
responsabilidad efectiva de los gobiernos frente a un protagonismo excesivo de la prerrogativa
regia, no cabía semejante tarea. El mismo acuerdo amplio debía sostener la efectiva
democratización del régimen.
9.- Mariano García Canales, "Los intentos de reforma de la Constitución de 1876", en Revista de Derecho Político, nº 8, 1981, p.122. Véase, sin embargo, la opinión escéptica de Antonio María Calero en este asunto en la obra citada, nota 7.
1
IV.- LA ORGANIZACION INTERNA DEL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS.
El art.34 de la Constitución establecía que cada uno de los cuerpos colegisladores
formaría su respectivo reglamento para su gobierno interior, y examinaría las calidades de los
individuos que lo componían y la legalidad de su elección. Nada más se decía en el texto
constitucional sobre la organización interna de las cámaras, salvo que en el caso del
Congreso de los Diputados debía ser la propia cámara la que eligiera su presidente, vicepresi-
dente y secretarios, mientras que en el caso del Senado le correspondía al Rey designar el
presidente y los vicepresidentes. En la elección de los miembros de la Mesa del Congreso el
reglamento introducía un cierto margen de representación de minorías en las cuatro
secretarías, ya que cada diputado sólo podía votar dos nombres. El presidente nunca fue
nada parecido al speaker de los Comunes británicos, sino que era uno de los prohombres del
partido en el gobierno que participaba, en tanto que tal, en las consultas políticas de la
Corona. Sin embargo, también es cierto que debía gozar de un cierto predicamento entre
todas las minorías, pues se le atribuían en la práctica tareas de mediación y búsqueda de
acuerdos entre quienes actuaban como jefes de grupos parlamentarios. Los presidentes de la
cámara tenían a gala el estricto cumplimiento del reglamento y, a medida que la composición
del congreso se fue complicando, la más absoluta imparcialidad -generosidad y tolerancia en
muchos casos- para encauzar la marcha de los debates. Esa actitud no impidió, en ocasiones,
que los enfrentamientos verbales entre diputados de diferente signo llegaran al extremo de
obligar al presidente a cubrirse, gesto que implicaba el fin inmediato de la sesión, o, si el
tumulto era descomunal, a apagar las luces de la sala. De todas formas, los debates de
aquellas cámaras, más allá del verbalismo y la vaciedad que en tantas ocasiones se les
achacó, mostraban tanto una práctica de diálogo y una altura considerable, como el respeto
generalizado a unas modales y unas normas de convivencia que en raras ocasiones se
rompieron.
Durante la Restauración hubo dos reglamentos del Congreso de los Diputados. El
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primero de ellos fue el reglamento de las Cortes moderadas de 1847, que la Monarquía
restaurada retomó y que sufrió reformas menores, entre ellas una de las más importantes la
derivada de la ley electoral de Maura de 1907. El segundo, que conservó parte del anterior,
fue el reglamento de 1918, aprobado bajo el gobierno nacional presidido por Antonio Maura y
al que nos hemos referido ya, que introdujo cambios sustanciales en la organización de las
comisiones parlamentarias y en ciertos aspectos de procedimiento del debate parlamentario.
La primera novedad sustancial en el reglamento del Congreso de los diputados se
produjo como consecuencia de la ley electoral de Maura de 1907. Si hasta entonces el
reglamento establecía la soberanía absoluta de la cámara para examinar las actas de los
diputados, la nueva ley electoral introdujo la intervención del Tribunal Supremo en el examen
de las actas protestadas y limitó la capacidad de la cámara para debatir sobre ellas 10. Tanto
este como la introducción del famoso art.29 que suprimía el acto de la elección allí donde
hubiera un solo candidato, se hicieron, conforme al espíritu general que inspiró la reforma
electoral de 1907, con el propósito de poner coto a los desmanes caciquiles, y en su
propuesta y defensa intervinieron miembros destacados de la minoría reformista. Se
consideró que un dictamen del Tribunal Supremo estaría libre de las presiones y distorsiones
del clientelismo y la manipulación políticas. Sin embargo, los frutos no estuvieron a la altura de
lo esperado, y las críticas a estos cambios surgieron de manera inmediata, en boca muchas
veces de quienes las habían defendido en su origen como mecanismo de prevención. Se
puso en cuestión la merma de la soberanía parlamentaria que implicaba la intervención del 10 Las actas debían serle enviadas al Tribunal Supremo por la Junta Central del Censo directamente en un plazo de veinticuatro horas, y sobre las que dicho Tribunal debía emitir un dictamen que pasaba, a su vez, a la Mesa del Congreso para su discusión. En ese debate no podía haber más que un turno en contra y otro a favor; no podían formularse enmiendas ni adiciones ni, con motivo de ellas, presentarse proposiciones incidentales. En ningún caso podían ser devueltas al Tribunal Supremo. Si el Congreso rechazaba en votación nominal alguno de sus dictámenes, el presidente de la cámara, sin debate, sometía a votación por orden sucesivo, las opciones que la ley electoral dejaba al Congreso. La cámara podía declarar: 1. La validez de la elección y aptitud y capacidad del candidato proclamado; 2. La nulidad de la elección y necesidad de nueva convocatoria; 3. La nulidad de la proclamación hecha por la Junta de escrutinio y validez de la elección, y, por tanto, proclamación del candidato o candidatos que aparecían como derrotados; o 4. la nulidad de la elección y suspensión temporal del derecho de representación, cuando del expediente se depuren hechos que revelen la venta de votos. De no aprobarse ninguna de estas opciones, se entendía aprobada la segunda: la nulidad y necesidad de nueva convocatoria.
1
Tribunal Supremo y el peligro que se corría de involucrar a la máxima instancia jurídica en las
irregularidades que presidían las consultas electorales. Hubo varias propuestas de vuelta
atrás respecto a la intervención del Tribunal Supremo, la primera de ellas en la legislatura
liberal de 1916 y, de nuevo por iniciativa del liberal Santiago Alba, en 1921; las propuestas
llegaron a dictaminarse en comisión, pero no alcanzaron nunca a debatirse en el pleno de la
cámara.
No hubo novedad a lo largo de la Restauración respecto a la división de la cámara por
sorteo en siete Secciones, una vez que quedaba constituida definitivamente. Ni siquiera en
1918 se dio el paso al reconocimiento reglamentario de los grupos parlamentarios, aunque,
en la práctica, desempeñaban ya un papel importante en la ordenación de las tareas parla-
mentarias. Ni el proyecto gubernamental lo propuso ni las oposiciones lo apuntaron en ningún
momento. Las Secciones tenían como función principal la elección de los miembros de las
diferentes comisiones parlamentarias y la discusión y visto bueno de las proposiciones,
proyectos de ley o cualquier otro asunto que se les presentara antes de la formación de la
comisión parlamentaria correspondiente. El sorteo pretendía garantizar la máxima
independencia de los diputados respecto de los proyectos de ley en trámite y, sin embargo, en
1918 se estableció la renovación de las secciones cada dos meses porque de manera
repetida se había denunciado que el sorteo resultaba manipulado por los gobiernos, de tal
manera que luego, a la hora de que las Secciones eligieran de entre sus miembros a quienes
debían formar parte de las comisiones parlamentarias, éstas respondían siempre a la voluntad
gubernamental.
Este cambio resultó ser de menor alcance frente a la reforma más radical del sistema
de comisiones parlamentarias. Hasta 1918 la cámara tenía tres tipos de comisiones: una serie
de comisiones permanentes, casi todas ellas para asuntos relacionados con su vida interior,
con la única excepción de la comisión de presupuestos, que también se elegía al principio de
cada legislatura y que contaba con un número extraordinariamente elevado de miembros
(treinta y cinco). Junto a estas comisiones permanentes, el funcionamiento habitual de la
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cámara se apoyaba en comisiones especiales, integradas por siete diputados elegido cada
uno de ellos por cada una de las Secciones, y designadas ad hoc para dictaminar sobre los
proyectos presentados. El tercer tipo de comisiones derivaba del carácter colegislador de
Congreso y Senado, y eran aquellas comisiones mixtas de igual número de diputados y
senadores, que se formaban cuando alguna de las cámaras introducía cambios en proyectos
legislativos ya aprobados por las otra.
La reforma de 1918 sustituyó el sistema basado en comisiones ad hoc, por un nuevo
sistema basado en comisiones permanentes. Subsistían las ya existentes, pero a ellas se
añadían otras nuevas, integradas por veintiún miembros -tres por Sección-, elegidas también
a comienzo de cada legislatura y correspondiendo cada una de ellas a uno de los ministerios
del gobierno; la de presupuestos conservaba, sin embargo, sus treinta y cinco miembros. Los
proyectos de ley remitidos por el ejecutivo pasaban directamente a su comisión respectiva,
ahorrándose el paso por las secciones, con lo que podían agilizarse los trámites. El nuevo
reglamento preveía, de todas maneras, la existencia de comisiones especiales, nombradas
ex-profeso para la discusión y dictamen de una proposición o proyecto de ley concretos,
siempre que se decidiera por votación nominal en el pleno de la cámara. Se mantenían
también las comisiones mixtas Congreso-Senado.
En el debate parlamentario nadie se opuso al nuevo régimen de comisiones
permanentes, que los autores de la reforma justificaron por suponer la introducción de un
principio de profesionalidad y mayor eficacia en unas comisiones que, al ser permanentes,
podrían estar integradas por expertos en los diferentes temas y contribuir de esta manera a
prestigiar la labor legisladora de la cámara. Sí hubo voces, sin embargo, que pusieron en duda
el alcance de la reforma si no se acompañaba de un esfuerzo para evitar la intromisión del
ejecutivo en el sorteo de las Secciones y, de rebote, en la designación de las comisiones.
Antes era el gobierno quien nombraba una comisión de apoyo a sus proyectos, dijo Antonio
Maura; ahora, sería el Congreso quién desde el primer momento organizaría sus comisiones
por materias. No se quiso en ningún momento, sin embargo, que las comisiones fueran
1
elegidas directamente por la cámara y se mantuvieron las Secciones por sorteo como punto
de partida. Sin embargo, como consecuencia de enmiendas presentadas por la minoría
reformista, se aceptó que estas comisiones continuaran con su trabajo aunque se suspendie-
ran las sesiones e incluso después de concluida una legislatura, con lo que trataba de paliarse
la carencia de períodos obligatorios de sesiones. De forma semejante, se introdujo el principio
de proporcionalidad en la elección de sus miembros, al no poder votar cada diputado en sus
secciones respectivas más que dos nombres para designar los tres miembros que habían de
ir a cada comisión; también se castigaba el absentismo, se garantizaba la cobertura inmediata
de las vacantes y se impedía que los diputados acapararan puestos en más de dos
comisiones.
No contamos con ningún estudio sobre la actuación posterior de estas comisiones
permanentes y resulta por tanto imposible hacer balance del éxito o el fracaso de la reforma
introducida en 1918. Los comentarios que en más de una ocasión hicieron los propios
diputados fueron muy negativos, aunque el período de tiempo trascurrido desde su
implantación fue demasiado breve. Las discrepancias sobre la eficacia de las comisiones
parlamentarias obedecieron, en algunos casos, a discrepancias mucho más hondas sobre el
significado del régimen parlamentario. Por ejemplo, en abril de 1922 se produjo en la cámara
una discusión entre el diputado albista marqués de Buniel y el conservador José Sánchez
Guerra, cuando el primero atribuyó la falta de arraigo de las comisiones permanentes al
"divorcio, al aislamiento en que parece que de propósito mantiene al Parlamento español el
Gobierno", en contraste con el aumento de participación del parlamento en la función ejecutiva
perceptible en otros países; los diputados españoles no se sentían realmente "asociados a la
obra de gobierno", sino inutilizados en el normal ejercicio de la función de representantes del
país por la "existencia de esas cámaras consultivas, integradas por los jefes de minorías que
más recuerdan las antiguas y funestas camarillas que los órganos vivos y fecundos de los
Parlamentos modernos" 11. 11.- DSC, nº23, 20 abril 1922, pág.820.
1
En su respuesta Sánchez Guerra recordó los dos fines para los que habían sido
creadas las comisiones parlamentarias: para la preparación y habilitación por individuos
especialmente cualificados de los proyectos que sometiera el gobierno al parlamento, y para
que, por otro lado, el gobierno se encontrara asistido por un organismo que actuara como
ponencia del parlamento, sin las dificultades de las comisiones puramente políticas. Pero en
ningún momento podía buscarse la colaboración de una parte del parlamento en una obra de
gobierno, porque eso era contrario al régimen vigente y a la doctrina de la división de poderes.
El parlamento perdería con ello su función fiscalizadora y su capacidad para exigir
responsabilidades políticas a los gobiernos. El régimen monárquico español, "parlamentario y
constitucional", era distinto en esto al parlamentarismo francés de la Tercera República 12. El
escaso arraigo alcanzado por las comisiones parlamentarias, dijo el líder conservador, era
achacable a los diputados, inconscientes de la importancia de pertenecer a ellas, y a la
carencia de un verdadero esfuerzo presupuestario y organizativo de la cámara. Pero, en
ningún momento, a que no pudieran desempeñar tareas para las que no solamente no
estaban diseñadas, sino que pretenderlo, entrometiéndose en tareas propias del ejecutivo,
supondría un grave quebranto del régimen parlamentario de mayorías. Para el marqués de
Buniel las opiniones de Sánchez Guerra pertenecían a "una teoría clásica propia de los
tiempos de Pitt y de Palmerston", ya que en aquellos momentos ya no podía hablarse de
separación de poderes porque "cada día iban fundiéndose en el Parlamento la mayor parte de
las funciones que correspondían al ejecutivo"13.
En la reforma del reglamento de 1918 se intentó poner coto a la incapacidad de la
cámara para sacar adelante los proyectos, con la prolongación interminable de los debates y a
la falta de límites reglamentarios a la extensión y el número de las intervenciones, con lo que
ello significaba de amenaza de una obstrucción que podía poner en práctica cualquier
12.- DSC, nº23, 20 abril 1922, pág. 821.
13.- DSC, nº24, 21 abril 1922, págs.855-861.
1
minoría. El espectáculo dado por el debate y fracaso final del programa de reforma económica
y financiera de Santiago Alba en 1916, seguido de las crisis de la primavera-verano de 1917,
durante las que permanecieron cerradas las cámaras, lo cual estimuló la reunión de la
Asamblea de parlamentarios, fueron razones de peso para emprender la reforma reglamenta-
ria de 1918 y la introducción de ciertas restricciones en el procedimiento de los debates.
Figuraban entre ellas la posibilidad de votar el señalamiento de una fecha para poner fin a un
debate -la "guillotina"-, la prohibición de enmiendas que implicaran aumento de gastos o
creación de servicios sin la previa aquiescencia del gobierno, o la imposibilidad de interrumpir
el debate de un proyecto con enmiendas presentadas más tarde de anunciarse su discusión.
No sólo las oposiciones antidinásticas, sino miembros señalados de ambos partidos dinásticos
se opusieron radicalmente a lo que consideraban una merma drástica de la libertad de tribuna
y de la capacidad fiscalizadora de la cámara. La "guillotina" sólo salió adelante tras recoger
ciertas garantías para su aplicación y, desde luego, hubiera sido imposible si no hubiera
estado en el poder un gobierno "nacional" como el que presidía Maura, con el compromiso de
todos los jefes de minoría con aquella reforma. Aún así, fueron casi exclusivamente las voces
de Maura y Sánchez Guerra las que se oyeron para justificarla.
Tampoco contamos con información suficiente para medir su efectividad. La
"guillotina" no era un recurso fácil para los gobiernos, pues exigía para decidirse un quórum
extraordinario de ciento cuarenta diputados y una serie de plazos para su aprobación y
ejecución, y sólo fue aplicada en cuatro ocasiones. De todas maneras, el simple hecho de que
fuera un recurso posible pudo introducir en la cámara un dinamismo mayor, disuadiendo a
quienes acariciaban la posibilidad de la obstrucción. Quizá no fue una casualidad que los
primeros presupuestos que se aprobaron desde los de 1914 fueran los 1920 o, todavía más,
que las cámaras permanecieran abiertas a partir de 1919 más tiempo de lo que lo habían
estado en años anteriores.
La organización de la cámara en comisiones permanentes y estos cambios en los
procedimientos de discusión fueron las reformas más importantes introducidas por el
1
reglamento de 1918. No se abordaron otros a los que, sin embargo, se había aludido en
alguna ocasión. Por ejemplo, la fijación de un período mínimo obligatorio de sesiones al año -
como exigió la Asamblea de parlamentarios y recogió en su programa la concentración liberal
en 1922-, o la exigencia de quórum para comenzar las sesiones, aunque esto fue de hecho
suplido por la exigencia de aprobar el acta de la sesión anterior, para lo que era necesaria la
presencia de setenta diputados. El absentismo en la cámara era otra de las lacras que
contribuía al desprestigio de la institución, y que las oposiciones estaban dispuestas a utilizar
siempre que pudieran para poner en aprietos al gobierno, aunque en alguna ocasión pudiera
volverse contra ellas.
No se aceptó tampoco en la reforma de 1918, pese a la enmienda en este sentido
defendida por el diputado republicano Barriobero, la introducción de dietas para los diputados
por asistencia a las sesiones. Con ello, argumentó Barriobero, cambiaría el aspecto de la
representación parlamentaria. Las Cortes españolas -dijo-, habían sido siempre un Estamento
de Próceres más que unas verdaderas Cortes; la oligarquía gobernante durante más de cien
años no se había conformado sólo con asignar a la aristocracia una de las dos cámaras, sino
que la cámara popular también se cerraba al pueblo. Sánchez Guerra le replicó que no podía
aceptarse la enmienda porque iba en contra de la ley electoral que declaraba gratuito el cargo
de diputado, pero Barriobero no consideraba la gratuidad incompatible con las dietas. El
problema, afirmó, era que se quería "que siguieran gobernando las aristocracias". Sánchez
Guerra lo negó: "no somos tan asustadizos. Somos todos honda y esencialmente demócratas;
pero somos respetuosos, a un tiempo, de nuestras prerrogativas y de las ajenas, y creemos
que estamos obligados aquí a dar ejemplo de respeto a las leyes" 14. No se aceptó el
principio, pero desde la legislatura de 1921 los diputados disfrutaron de una indemnización
mensual por franquicia, lo que venía a ser una especie de dietas encubiertas.
En julio de 1922 volvió a surgir el debate, esta vez por una proposición ante la 14.- DSC, nº36, 7 mayo 1918, pág.951.
1
comisión de gobierno interior de la cámara firmada en primer lugar por el diputado liberal-
demócrata Julián Van-Baumberghen, en la que se proponía una remuneración mensual con
reducciones en razón de la inasistencia. La proposición citada se convirtió en un acuerdo
adicional al presupuesto del Congreso, a cambio de la supresión de la franquicia postal de
que disfrutaban. El debate sobre la proposición, que comenzó en sesión secreta y pasó a
sesión pública a petición del diputado maurista Prudencio Rovira, dio pie a una serie de
intervenciones que mostraron un cierto acuerdo sobre la inoportunidad del momento para
plantear aquello. Se oponían, de un lado, los recortes en los gastos forzadas por la situación
económica y, de otro, la impopularidad que conllevaría la remuneración. Había que contar
también con la conveniencia de abordar aquella cuestión con todo el rigor necesario, mediante
una proposición de ley, y no por la puerta falsa de una enmienda a los presupuestos de la
cámara. La escasa presencia de diputados en el momento de votarse la proposición -sólo
estaban presentes 57 diputados, de los cuales 38 votaron en contra y 19 a favor- 15, hizo que
se repitiera al día siguiente, cuando resultó aprobada por 43 votos contra 41. El procedimiento
seguido sirvió, no obstante, de excusa al senador integrista conde de Rodezno para
descalificar en una sesión del Senado el comportamiento de los diputados. Rodezno utilizó
términos tan despectivos que fueron considerados intolerables y atentatorios contra el régimen
parlamentario por el diputado independiente Augusto Barcia, quien instó al presidente del
Congreso a pedir explicaciones al del Senado.
V.- LOS PARLAMENTARIOS.
Hubo aportaciones significativas de proposopografía parlamentaria en la segunda
mitad del siglo pasado y los primeros años de éste, pero esa tradición se interrumpió en los
años inmediatamente anteriores al golpe de Primo de Rivera y no volvió a resurgir. En las dos
últimas décadas se han acumulado estudios de carácter local y regional que, en un futuro,
15.- DSC, nº98, 20 julio 1922, págs. 3953-3973.
1
permitirán una recapitulación general de los grandes rasgos de la elite parlamentaria a todo lo
largo de la Monarquía restaurada. Una de las escasas reconsideraciones globales, no
exactamente prosopográfica, sino sobre la continuidad y discontinuidad de la élite política en
la historia de España, la realizó J.J. Linz hace ya bastantes años 16. Señalaba Linz, a partir de
un análisis de los parlamentarios de la Monarquía, la continuidad personal en las primeras
Cortes de la Restauración respecto al pasado, una continuidad indispensable para la creación
de vínculos personales, relaciones de amistad y respeto mútuo que, superando las diferencias
ideológicas permitían la colaboración y facilitaban el consenso. El cambio de siglo y la
desaparición del liderazgo de Cánovas y Sagasta pudo introducir ciertos cambios, a los que
se sumó el impacto de la ley electoral de 1907. Así como su análisis le permite a Linz señalar
parecidos estrechos entre el grado de renovación y de oligarquía en la clase parlamentaria
española con la de la III República francesa y la Monarquia italiana para los años 1910-1923,
la información manejada no permite una caracterización más personal y profesional de esa
élite.
Precisamente sobre el período 1914-1923 han elaborado Fernando del Rey y Javier
Moreno un primer análisis sobre las características de aquellos diputados que fueron
reelegidos para las seis legislaturas habidas esos años o, al menos, cinco de ellas; ciento
sesenta y siete diputados, en total 17. No hay por tanto sino resumir sus principales
observaciones, a la espera de que trabajos similares permitan llevar a cabo comparaciones
con otras etapas de la propia Restauración.
Por lo que hace a lo que los autores llaman el "perfil socio-profesional" de la elite
parlamentaria seleccionada, predominaban los diputados de edad mediana, entre los 36 y los
16 J.J. Linz: "Continuidad y discontinuidad en la élite política española: de la Restauración al régimen actual" en Estudios de Ciencia Política y Sociología. Homenaje al profesor Carlos Ollero, Madrid 1972, pp.361-423.
17.- Fernando del Rey Reguillo y Javier Moreno Luzón, Semblanza de la elite parlamentaria en la crisis de la Restauración (1914-1923), 23 págs., en curso de publicación. Estos 167 diputados forman parte de un censo más amplio que comprende a todos los diputados de las citadas legislaturas, algo más de mil, elaborado en el marco del proyecto de investigación ya citado.
1
55 años, a la altura de 1914. Tan sólo algo más del 15 por ciento de ellos había vivido en su
juventud la experiencia del Sexenio revolucionario y conocido las vicisitudes del proceso de
implantación y consolidación del régimen; una memoria histórica, en todo caso, importante.
Rebasaban el treinta por ciento los diputados pertenecientes a familias de diputados, las
cuales se caracterizaban por una fuerte influencia local. Desde el punto de vista geográfico,
Madrid, en primer término, Andalucía y, a algo más de distancia, Cataluña y Galicia, figuraban
en el origen del mayor número de diputados de la elite.
La cuestión de la procedencia geográfica sirve a los autores para acotar el asunto del
cunerismo y, por contra, del arraigo de los diputados en su distrito electoral. El hecho de que
un 60 por ciento de ellos representara a la región en la que había nacido, y otro 40 por ciento
hubiera salido elegido fuera de aquélla, no permite caracterizar de cuneros a éstos últimos ni
necesariamente arraigados a aquéllos. Primero, porque en la geografía y la práctica electoral
de la Restauración, lo importante era el distrito y la provincia, sin que la región contara;
segundo, porque el origen foráneo no impedía que el diputado, a menudo de Madrid, tuviera
intereses importantes y vínculos de todo tipo con su distrito. Parece claro, no obstante, que
Madrid exportaba políticos, al mismo tiempo que la circunscripción de la capital era muy poco
estable en su representación. Los diputados nacidos en otros sitios se mostraban muy
duraderos en la representación de su terruño, con la excepción de Valencia. La clasificación
regional por el número de esta elite de diputados, con independencia del lugar de nacimiento,
situaba a Andalucía, claramente destacada, seguida de Galicia, Castilla y León y Cataluña.
Si de la edad, el lugar de nacimiento y las relaciones con el territorio representado,
pasamos a los conocimientos de los diputados, "resulta que estamos hablando de una elite en
general muy cualificada", afirman del Rey y Moreno. Casi el noventa por ciento eran
licenciados en Derecho, y era significativa la cantidad de doctores y poseedores de otra titula-
ción. El pequeño grupo de apenas veinte diputados sin estudios universitarios estaba
integrado por militares un 2,5 por ciento), algunos propietarios e industriales y tres periodistas.
Todo esto configuraba "una clase política profesional integrada por expertos en leyes,
1
funcionarios y publicistas", entre los que los miembros de otras profesiones liberales no
llegaban al dos por ciento, y los que se declaraban ocupados como propietario de tierras,
industrial, comerciante o banquero, representaban un 25 por ciento. El carácter burgués de la
élite parlamentaria se veía reforzada por el hecho de que tan sólo 26 de sus 167 miembros
ostentaban la condición de noble, cuyo abolengo, por otra parte, era escaso. Todos ellos
declaraban, además, una profesión, entre las que destacaban propietario agrario y abogado.
Ambos autores parecen llevarse mal con el conocido como bloque de poder, de antiguo
protagonismo en estas lides.
El estudio de del Rey y Moreno introduce también modificaciones interesantes sobre
descripciones anteriores del cursus honorum del político profesional. Al menos para la elite
parlamentaria (salvo una cuarta parte), el escaño del Congreso, y no ayuntamientos ni
diputaciones provinciales, constituía el primer paso. De ahí, a los gobiernos civiles pero, sobre
todo, a los altos cargos de la administración. No en vano se trataba a menudo de los jefes de
fila de los grupos que integraban los partidos dinásticos, sus estados mayores y hombres de
confianza.
El citado trabajo proporciona también importantes datos que nos permiten abordar
algunas de las características del sistema de partidos. No puede sorprender que casi el
noventa por ciento de esta elite parlamentaria perteneciera a unos u otros de los grupos que
integraban los dos grandes partidos dinásticos, el conservador y el liberal. Aunque los autores
incluyen a reformistas y regionalistas catalanes en las magras filas antidinásticas, éstas no
superaban el 12 por ciento de los diputados reelegidos durante las cinco o seis últimas
legislaturas de 1914 a 1923. La política coincidía, por otra parte, con los números y, así, las
dos minorías dinásticas más importantes eran la datista, entre los conservadores, y la
demócrata, entre los liberales. Seguían luego los liberales romanonistas, los albistas y
cerraban los conservadores mauristas, todos ellos grupos de diputados con porcentajes
superiores al cinco por ciento de la cámara. Las notas profesionales acompañaban a las
políticas, de manera que el predominio general de los abogados se rompía a favor de los
1
periodistas en el caso de los liberales,
sobre todo romanonistas, y de los republicanos, entre los que también era posible encontrar a
los dos únicos maestros. Los propietarios agrarios, propendían a ocupar las filas
conservadoras, mientras que los industriales y comerciantes destacaban en las filas
regionalistas; los banqueros, por su parte, parecían preferir las distintas familias liberales y la
compañía de Eduardo Dato, coincidiendo en esto último con la mayoría de los nobles.
Una de las observaciones políticas que más destacan del Rey y Moreno, consiste en
que la gran mayoría de esta elite parlamentaria no corría el menor riesgo de quedarse en paro
hasta que apareció Primo de Rivera. Entre el setenta y más del ochenta por ciento de los
diputados liberales demócratas y romanonistas, en primer término, seguidos por los
conservadores datistas, contaban con distritos rurales propios, en los que todavía iban a
tardar mucho en aparecer los modos de la política organizada y competitiva, ideologizada y
anónima. Esto no significa que los modernizadores miembros de la oposición antidinástica,
los republicanos y, con mayor razón los reformistas, no contaran con la misma situación
electoral confortable en medios rurales, aunque a un nivel mucho más modesto. Tampoco fue
imposible conseguir situaciones de fuerte arraigo electoral en el medio urbano, relativamente
más competitivo, aunque las situaciones de este tipo sólo representaron el 27 por ciento del
total. Algo bastante congruente, por lo demás, con el grado de desarrollo social y económico
del país. Los regionalistas catalanes combinaban una y otra situación al cincuenta por ciento
y, junto con ellos, los grupos políticos con un perfil urbano más acentuado y, no en vano,
mucho más abiertos a las nuevas formas de hacer política, eran los mauristas, los ciervistas y
los socialistas, aunque el peso específico de éstos último era todavía especialmente modesto.
VI.- PARTIDOS Y SISTEMA DE PARTIDOS.
De las observaciones anteriores cabe deducir que la política de notables gozó en
España de apreciable salud hasta las postrimerías del régimen constitucional de la
Monarquía. Si no fuera por la extraordinaria carga ideológica peyorativa que arrastra el
1
término de caciquismo, el fenómeno no tendría nada de particular, pues, dada su correlación
con las características sociales, económicas y culturales de una sociedad predominantemente
agraria, la política de notables constituyó una etapa por la que atravesaron todos los países
europeos que se dotaron tempranamente de un régimen constitucional. Uno de los principales
equívocos a que arrastra el intimidante vocablo patentado por Costa, es que parece que
estuviera representado lo que no debiera estarlo, mientras quedaba sin representación lo que
sí debería tenerla. Una ficción ésta que se disipa cuando se piensa que Costa no estaba
pensando en cómo organizar en aquellas condiciones una democracia, sino en el presiden-
cialismo autoritario y confuso del cirujano de hierro que, finalmente, llegó.
Otro equívoco era convertir España en una aberración. El aragonés y demás
regeneracionistas podían haberse puesto a comparar las reglas y costumbres electorales
españolas de comienzos de siglo con las de otros países europeos. Incluso podían haberse
tomado la molestia de familiarizarse con las primeras manifestaciones de una política
democrática organizada, ideologizada y anónima, que podía ya observarse en Gran Bretaña
y, sobre todo, en Alemania; sin olvidar las discusiones y análisis -algunos de los cuales se
harían clásicos- que estos cambios desencadenaban, en el modo de funcionar, la autenticidad
y autonomía de la representación parlamentaria 18. De haberlo hecho, tal vez, alguno de ellos
hubiera podido llegar a la conclusión, primero, de que no existía ningún abismo entre la
realidad electoral española y muchos aspectos sustantivos, por ejemplo, de la francesa 19,
aunque sí variaran y fueran específicas las formas e instrumentos de intervención del Estado,
18.- Un resumen de todo este debate puede verse en Paolo Pombeni, Introduzione alla storia dei partiti politici, Bologna, Il Mulino, 1990, cap. V. Bastantes de los clásicos que terciaron en este debate, antes y después de la Primera Guerra mundial, Mosca, Pareto, Ostrogorski, Michels, Weber, Kelsen, Schmitt..., siguen disponibles y siendo leídos hoy. Costa, sorprendentemente, no figura entre ellos. El debate sobre el caciquismo en el Ateneo de Madrid que él organizó en 1901, aparte un puñado de opiniones sensatas, ni apunta en la dirección del debate constitucional y politológico europeo ni, menos, en el sentido de una sociología electoral, sino, más bien, en el del castizo arbitrismo y la fobia tradicionalista contra el régimen constitucional. V. Oligarquía y caciquismo, ed. de Alfonso Ortí, 2 vols., Madrid, Revista de Trabajo, 1975.
19.- V. un resumen de los análisis de Eugen Weber sobre la vida política local francesa en "Another Look at Peasant Politicization", en My France. Politics, Culture Myth, Harvard University Press, 1991, pp.- 159-189.
1
el sistema de partidos y el régimen político. Segundo, que la pregunta más interesante
consistía en analizar los factores de diversa índole -económicos, sociales, culturales-, pero,
sobre todo, políticos, del atraso relativo de la movilización política española, para empezar
urbana, de la que los políticos se dolían constantemente y, lo que no es menos importante, la
manera de encauzarla en un sistema constitucional compartido en el caso de que se
produjera 20.
En la política de notables el partido era el grupo parlamentario. Los miembros de una
misma agrupación política se conocerían, probablemente, sólo al sentarse en el escaño. Los
medios que la política de notables tenía para disciplinar a los diputados eran, no obstante,
escasos y frágiles. Si se disfrutaba de la mayoría, el estímulo cohesivo más importante era el
de mantener al gobierno en el poder. Si, por el contrario, se pertenecía a la oposición, lo era el
dar muestras de la disciplina suficiente para aspirar al relevo. Los diputados, de todas formas,
no debían su escaño a ningún aparato de partido, aunque, según los casos, el apoyo del
gobierno desde la administración provincial y local y el dejar hacer de los jueces podía resultar
decisivo; tampoco recibían un sueldo ni del Estado ni del partido del que dependiera su
subsistencia; ni los grupos parlamentarios ni sus órganos de prensa vivían encorsetados por
ninguna ortodoxia ideológica que permitiera someter y depurar a los disidentes. El papel del
liderazgo parlamentario que, dadas las circunstancias no podía pasar de la de un primus
inter pares, se demostraba, pues, aún más fundamental que el derivado de los triunfos
electorales en la política del parlamentarismo racionalizado 21.
Sabemos muchas cosas del lento y trabajoso proceso en virtud del cual se constituyó
20.- Y podrían formularse todavía algunas otras preguntas como ¿de verdad era tan impuesta, indiferente e irracional la conducta del campesino que votaba por el notable de su distrito? ¿Por qué hubiera debido un campesino de Guadalajara sentirse más atraído por las disquisiciones abstractas de Pablo Iglesias sobre la lucha de clases, que por los favores concretos y la protección que le ofreciera el conde de Romanones?
21.- Un estudio cuantitativo del esfuerzo que costó imponer la disciplina de partido a los diputados en un parlamento de tanta alcurnia como el británico, en el que la política de notables seguía teniendo gran influencia a finales del siglo anterior, puede verse en, John D. Fair, "Party Voting Behaviour in the British House of Commons 1886-1918", Parliamentary History, vol. 5, 1986, pp.- 65-82.
1
un partido conservador, dirigido por Cánovas, distanciado críticamente del viejo partido
moderado, y otro liberal fusionista, con Sagasta de personaje principal, cuajado también en el
distanciamiento de la trayectoria seguida por el antiguo progresismo. Sin embargo, y como
demuestra el citado de trabajo de Dardé sobre la reintroducción del sufragio universal, sólo la
explotación del rico venero del Diario de las Sesiones del Congreso de los Diputados
permitirá reconstruir en toda su complejidad la fase inicial de desarrollo del régimen que
culminó en 1890, aunque el criterio más convencional dé a entender que éste salió ya perfecto
de la cabeza de Cánovas en 1876.
Si la Restauración superó sin graves quebrantos todos los obstáculos hasta 1898, fue
porque contó con un liderazgo sólido en ambos partidos lo que, en ninguno de los dos, quiso
decir indiscutido. Esta fortaleza dependía, a su vez, de que conservadores y liberales tenían
una estrategia clara y coincidente, lo cual no impedía que tuvieran papeles diferenciados. Los
conservadores debían impedir la vuelta al exclusivismo moderado y el aislamiento político
consiguiente de la Corona. Los liberales abandonaban el camino de la conspiración y la
revuelta para asegurar el carácter constitucional de la Monarquía a cambio del término de los
vetos para el acceso al poder. El objetivo común de ambos partidos era impedir la vuelta a los
conflictos civiles de la primera mitad del siglo, la intromisión política de los militares y afianzar
el Estado y la economía surgidos de la liquidación del Antiguo Régimen.
El fracaso republicano, no ya para restablecer la República como forma de gobierno
por medios revolucionarios, sino para convertirse en una fuerza democratizadora dentro del
nuevo régimen, aunque fuera combatiéndolo, contribuyó sin duda a ese condominio de
conservadores y liberales en la forma en que se estableció. Un fracaso de movilización que
afectó también, aunque con características muy distintas, a los carlistas y a todo el catolicismo
político y que, igualmente, afianzó el tipo de funcionamiento de la Restauración, alrededor de
la política de notables, el turno y el "encasillado". El recurso a la violencia, a la conspira-
ción y al pronunciamiento militar para conseguir el cambio de régimen nunca quedaron
proscritos inequívocamente. El discurso republicano no se volcaba en la movilización e
1
integración nacional de las capas populares mediante el ejercicio político del sufragio como
fuente exclusiva de la soberanía, para, desde ahí, proyectarse hacia el futuro. Oscilaba entre
la moderación y la radicalización políticas en relación con tópicos y símbolos convencionales
de los males de España, por definición fruto siempre de la herencia histórica. A diferencia de
los dinásticos, que aprendieron de las duras expericencias del reinado de Isabel II y del
Sexenio revolucionario 22, los republicanos no hicieron nunca balance de la I República y
continuaron mitificando la forma republicana de gobierno sin tener en cuenta los profundos
cambios que habían tenido lugar en el país desde comienzos de siglo.
Si la fuerza del localismo y del provincialismo fue el principal desafío para el Estado
liberal durante el siglo anterior, los republicanos se dieron menos maña todavía que los
partidos dinásticos a la hora de convertirse en una organización verdaderamente nacional. O,
dicho en otros términos, en integrar por abajo a los ciudadanos de un Estado que los liberales
estaban, mal que bien, construyendo por arriba 23. Constituían, en realidad, una constelación
de grupos locales con un liderazgo enfrentado en taifas, cuyos integrantes competían entre sí
tirándose a la cabeza estrategias encontradas, sin perjuicio de involucrarse en el "encasillado"
de los partidos monárquicos. Unicamente en algunas ciudades, como Barcelona y Valencia,
llegaron a crear una subcultura política de verdadera importancia. La primera República
pereció en la disgregación cantonal, última etapa del juntismo revolucionario progresista,
mientras el sufragio universal, recién estrenado, languidecía. A lo largo de toda la
Restauración, los republicanos no lograron reconstruirse como representantes de un naciona-
lismo democrático y, ni siquiera, como una prolongación y apoyo eficaz del liberalismo
dinástico 24.
22 V. Jorge Vilches. "Cánovas, político del sexenio revolucionario", trabajo presentado en el seminario de Historia del Instituto Ortega y Gasset, en la sesión celebrada el 9 de marzo de 1995.
23.- V. Juan Pablo Fusi, "Introducción" a España/Autonomías, Madrid, Espasa-Calpe, 1989.
24.- V. los trabajos de Carlos Dardé, José Alvarez Junco y Ramir Roig, en Nigel Townson (ed.), El republicanismo en España (1830-1977), Madrid, Alianza Editorial, 1994.
1
Las organizaciones obreras que, junto con los partidos nacionalistas catalán y vasco,
fueron una de las novedades políticas de la Restauración, tampoco contribuyeron
decisivamente a la movilización democrática. No hay que olvidar que las dos tendencias en
que se dividió, a poco de nacer, la Sección española de la AIT, rivalizaron entre sí a ver cuál
se mostraba más indiferente ante la suerte de la primera República 25. La aportación de
anarquistas y sindicalistas, cuya cultura política era básicamente igual a la republicana,
consistió en identificar la participación electoral y parlamentaria con la corrupción y la traición a
los ideales revolucionarios. Esos ideales no apuntaban ya al cambio de la forma de gobierno,
sino a su abolición. La práctica del antipoliticismo como marchamo de radicalidad no produjo
mejores resultados que en el caso de los republicanos a la hora de librarse de los
condicionamientos del localismo, la confusión programática y la falta de control organizativo
sobre unos líderes conflictivos e irresponsables. La ambigüedad hacia la violencia, en el mejor
de los casos, fue igualmente endémica.
Parece claro que el modelo de partido adoptado por los socialistas, sí consiguió paliar
gran parte de los problemas que asediaban a republicanos, sindicalistas y anarquistas. Pero al
precio de un estrechamiento tan riguroso de la acción política que mantuvieron treinta años de
"guerra constante y ruda" contra los republicanos por el control de su clientela obrera, antes
de aceptar una alianza con ellos que les proporcionó el primer escaño parlamentario. Pese a
la dura rivalidad y profundo desdén que presidía las relaciones entre anarquistas y sindicalis-
tas, por un lado, y socialistas, por otro, los objetivos revolucionarios de éstos últimos guarda-
ban estrecho parentesco con los de los primeros. Por eso, aunque en la teoría pudiera
parecer otra cosa, en la práctica, el partido estaba subordinado al sindicato, el PSOE a la UGT
26. Los hitos de la propia tradición socialista no remiten nunca a acontecimientos políticos ni
electorales, sino a huelgas revolucionarias (1909, 1917, 1934), aunque fueron las elecciones ( 25.- V. los dos trabajos de Michel Ralle en los nºs. 8-9 de Estudios de Historia Social, Madrid, Enero-Junio de 1979
26.- V. Santos Juliá, "Sindicatos y poder político en España", Sistema, nº 97, Madrid, Julio 1990.
1
1910, 1918, 1931 y 1936), y no las huelgas, las que aumentaron la influencia política del
PSOE.
En el otro extremo, la Iglesia católica prefirió los goces de la confesionalidad y del
concordato, a los riesgos de la movilización política de sus fieles. En esa situación influía no
sólo la desconfianza e inhabilidad de la jerarquía eclesiástica que, de todas formas, había
buscado un modus vivendi con el régimen de la Restauración frente al carlismo derrotado,
sino las profundas divisiones de los propios católicos. La mayoría de éstos era rotundamente
hostil a la posibilidad de promover una política católica sobre la base del régimen
constitucional, al que preferían contraponer como único Estado legítimo el basado en la
unidad religiosa e integrado por las instituciones corporativas de una Edad Media idealizada.
De modo que, como señalamos más arriba, la fortaleza del liderazgo de los partidos
dinásticos, la consistencia de una estrategia política compartida por ambos y la ineptitud y
debilidad de las fuerzas contrarias para llevar adelante formas de acción distintas a la política
de notables, hicieron que el régimen de la Restauración cubriera todo un ciclo de definición,
asentamiento y estabilidad hasta 1898 sin especiales dificultades. La derrota de aquel año
consistió no tanto en perder la guerra con Estados Unidos -un conflicto que ningún país
europeo hubiera podido ganar en parecidas circunstancias- cuanto en llegar a aquella
confrontación sin haber encontrado alguna forma de autonomía para Cuba o bien asumido y
hecho asumir a los militares lo inevitable de su independencia. El caso fue que la guerra vino
precedida del asesinato de Cánovas en 1897, mientras Sagasta murió pocos años después,
recién inaugurado el reinado de Alfonso XIII. En el intervalo, los intelectuales hicieron acto de
presencia en la escena política. Proyectaron una dudosa claridad sobre los problemas
políticos españoles (aunque cambiaron el lenguaje político) y plantearon, como en otros
países europeos, la crisis del liberalismo, la de la cultura positivista y todavía hubieran podido
añadir la del marxismo, de lo que atisbos hubo, aunque entre nosotros claramente prematuros
27. 27.- V. Rafael Pérez de la Dehesa, El grupo "Germinal": una clave del 98, Madrid, Taurus, 1970; Antonio
1
El final del liderazgo de los constructores del régimen al frente del partido conservador
y del partido liberal, respectivamente, se fue convirtiendo hasta 1909 y, sobre todo entre 1909
y 1913, en una crisis de eficacia 28. La solidaridad entre los dos partidos del liberalismo cons-
titucional y de la Monarquía se vio quebrantada y, sobre todo, no tuvo lugar el acuerdo
estratégico entre ambas fuerzas políticas sobre los nuevos objetivos que había que alcanzar
para dar a la Restauración renovados impulsos. Las cosas empezaron a desequilibrarse
porque en el partido conservador fue posible conseguir un liderazgo de relieve, primero con
Silvela, y luego con Maura. En el partido liberal, por el contrario, el relevo de Sagasta se
demostró imposible tras el efímero mandato de Canalejas. A esta última desdicha se añadió
que, mientras entre los conservadores el nuevo liderazgo fue acompañado de una revisión del
programa y del estilo del partido, en el partido liberal este asunto tendía a perderse en medio
de la confusión y continuas rivalidades.
La posibilidad de que Maura lograra movilizar un amplio voto conservador, de
procedencia católica en su mayoría, atraído por sus reformas electoral y de la administración
local, y también por su intransigencia en materias de orden público, bastó para que contra él
se acabara formando un llamado "Bloque de izquierdas". Coincidieron en él republicanos
moderados, como Gumersindo de Azcárate y Melquíades Alvarez, y los elementos que,
dentro del partido liberal, encabezaba Segismundo Moret. Todos ellos parecían temer la
perpetuación de los conservadores en el poder, legitimados por el sufragio universal, con lo
cual los liberales pasarían a ocupar una posición política marginal comparable a la de los
republicanos 29. Los sucesos de Melilla, sus consecuencias revolucionarias en Barcelona,
durante el verano de 1909, y la represión posterior de lo acontecido, permitieron al "Bloque"
Robles Egea, , "Socialismo y democracia: Las alianzas de izquierdas en Francia, Alemania y España en la época de la II Internacional", Historia Contemporánea, nº 3, 1990, y con carácter general para el momento, Serge Salaün y Carlos Serrano, 1900 en España, Madrid, Espasa Calpe, 1991.
28.- V. Juan J. Linz, La quiebra de los regímenes democráticos, Madrid, Alianza, 1987.
29.- V. Joaquín Romero Maura, Apéndice a Raymond Carr, España 1808-1939, Barcelona, Ariel, 1969.
1
lograr sus objetivos. Después de un debate tempestuoso en el Congreso entre Maura y Moret,
la solidaridad dinástica se rompió. Moret negó al gobierno toda colaboración, incluso para la
guerra de Africa, y Alfonso XIII dio por sentado que Maura dimitía.
Las consecuencias políticas y electorales del "Bloque" para el partido liberal se
manifestaron lo bastante negativas como para que una coalición de monteristas y canalejistas,
con el refuerzo de Romanones, consiguiera el apoyo de la Corona para reemplazar a éste por
Canalejas. El nuevo dirigente liberal hizo un gran esfuerzo para restablecer la colaboración
con los conservadores. Maura se mantuvo intransigente y, en vísperas del asesinato del
primero, no puede decirse que ese objetivo estuviera conseguido. La principal propuesta
política que el dirigente conservador reiteró en los debates parlamentarios durante los años
del gobierno de Canalejas y mientras mantuvo la jefatura del partido conservador hasta 1913,
hundía sus raíces en la discrepancia fundamental que ya había enfrentado a Silvela con
Cánovas 30: el sufragio universal no era sinónimo de subversión revolucionaria y colectivismo,
sino que, como demostraba la experiencia europea, podía ser el mejor modo de sancionar
una política conservadora. No debía limitarse a confirmar, de la mano de los notables, los
resultados previos de los acuerdos del turno y del "encasillado", sino que tenía que
precederlos, lo cual conllevaba atenuar el papel moderador de la Corona. Para Maura ésta era
la forma de dar todo su significado y proyectar hacia el futuro el compromiso histórico entre la
Constitución de 1876 y la legislación heredada del Sexenio, que los liberales habían rein-
troducido en la legislación fundamental durante el gobierno largo de Sagasta.
La profunda desconfianza y hostilidad que sus planes de movilización democrática de
la ciudadanía conservadora, tildados de grave amenaza a las libertades constitucionales por
el "Bloque de izquierdas", provocaron entre muchos liberales y los republicanos logró incluso
sacar a los socialistas de su irreductible aislamiento político. Moret entendía que la razón de 30.- Silvela constituye otro de los tantos agujeros biográficos que empobrecen nuestra historia política de los siglos XIX y XX. Sobre su significado en la evolución del partido conservador y su enfrentamiento con Cánovas, V., Florentino Portero, "Francisco Silvela, jefe del conservadurismo español", en Revista de Historia Contemporánea, nº 2, Diciembre de 1983.
1
ser del partido liberal y el contenido de la democracia era el replanteamiento de las relaciones
entre el Estado y la Iglesia, aunque sin llegar a la separación. Canalejas relativizó este
aspecto de la política del liberalismo, y abrió la acción del liberalismo a nuevos horizontes
como la política social y fiscal y la descentralización administrativa. Canalejas, por sus
orígenes republicanos y por su experiencia de lucha electoral con éstos ya de liberal dinástico
enfrentado a Sagasta, tras el espectáculo del "Bloque" y el modo mismo como había llegado
al poder, creía más en la Corona como garante del régimen constitucional e instrumento de
reformas, que en los resultados que pudieran derivarse de una revisión del papel jugado hasta
entonces por el sufragio universal 31.
El proyecto de Maura fracasó no sólo por la hostilidad, la desconfianza o el desinterés
de los liberales. Las consultas electorales que tuvieron lugar entre 1909 y 1913 no sirvieron
para confirmar las esperanzas de movilización conservadora. Los notables del partido se
negaron a poner en sordina la política de clientelas y arriesgarse a sustituirla por otra de
comités basada en la difusión y adhesión a un programa. Fue significativo que la
aproximación de Canalejas a los conservadores se manifestara, entre otras cosas, en
otorgarles ventajas en el "encasillado" de las elecciones municipales de 1911 32. No está
claro, por otra parte, que Maura se diera cuenta que el tipo de cambios que él propugnaba
para la actuación de su partido en un país todavía demasiado agrario, significaba primar
drásticamente el voto urbano, lo cual, aparte de su compatibilidad con un sufragio universal
mínimamente igual, hubiera exigido una modificación de la ley electoral mucho más honda
que la introducida por él en 1907. Elementos muy influyentes, apoyados por una mayoría del
partido conservador entendían, que la actitud de Maura hacia los liberales era demasiado
intransigente e impositiva y comprometía a la Corona. Solamente en Cambó encontró Maura
31.- Para el Canalejas anterior a su llegada a la Presidencia del gobierno y su actitud hacia la Corona y el sufragio universal, v. Salvador Forner Muñoz, Canalejas y el partido liberal-democrático, Madrid, Cátedra, 1993.
32.- V. Manuel Burgos y Mazo, Para unas páginas históricas. El verano de 1919 en Gobernación, vol. II, Cuenca, 1920; María Jesús González, Ciudadanía y acción, Madrid, Siglo XXI, 1990, y Andrée Bachoud, op. cit.
1
una recepción favorable a sus propuestas y, aun así, el político de la Lliga cuestionó la condi-
ción esencial de Maura de pactar la democratización con los liberales, pues lo que más le
atraía de la política maurista era, precisamente que, de un modo u otro, rompía con el turno 33.
Las izquierdas antidinásticas vinculaban la democratización al cambio de régimen. La
República, por su mera forma, sería democrática y al ser su propio régimen, ellas habrían de
tener en él la mayoría. Su política consistía, pues, en enfrentar a los liberales con los
conservadores y en preferir aquéllos a éstos, a la espera de una crisis lo suficientemente
grave como para provocar la revuelta popular y la intervención de los militares. Este
enfeudamiento de la democratización al cambio de régimen y los medios de alcanzarlo
generaba, sin embargo, en las heterogéneas fuerzas antidinásticas, roces y divisiones, no
menores que las que hubiera instigado la preferencia por una política reformista. El ala
derecha republicana describió una asombrosa trayectoria desde el "Bloque" contra Maura a la
Conjunción republicano-socialista, para terminar involucrada, como partido reformista, en las
divisiones y luchas por el poder del liberalismo dinástico 34. Los radicales no compartieron la
hostilidad de sus aliados hacia Canalejas, por lo que éste mereció duros ataques de la
extrema derecha; tampoco aceptaron disolver su organización en la general de la Conjunción.
Las vacilaciones socialistas a la hora de enfrentarse con los riesgos de la huelga general
enturbiaron, por su parte, hasta la ruptura, las relaciones entre el PSOE y la UGT y la recién
nacida CNT 35.
El régimen de la Restauración tuvo que afrontar de este modo las profundas
modificaciones económicas y sociales que suscitó en España la Primera Guerra mundial, sin
haber resuelto la crisis de eficacia que afectaba al turno, y con el problema del liderazgo 33.- Sobre los debates parlamentarios acerca de las crisis de gobierno entre 1909 y 1913, v. Luis Arranz, "El debate parlamentario sobre las crisis de gobierno 1909-1913. Una crisis de eficacia". (Trabajo presentado en el Seminario de Historia del Instituto Ortega y Gasset, el 18-X-1994.)
34.- V. Manuel Sánchez Cortina, El reformismo en España, Madrid, Siglo XXI, 1986.
35.- V. Xavier Cuadrat, Socialismo y anarquismo en Cataluña. Los orígenes de la CNT, Madrid, Revista de Trabajo, 1976.
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agravado, porque a la pérdida de Canalejas se añadió el despido de Maura de la dirección del
partido conservador. El régimen fue capaz, de todas maneras, de hacer frente a la segunda
crisis más importante desde 1898: la de la primavera y verano de 1917. Esta última puso de
relieve, como ya había ocurrido con la crisis del Cucut y la Ley de jurisdicciones once años
antes, que el control político y constitucional del ejército y de la Corona estaba en proporción
inversa al grado de unidad y entendimiento de y entre ambos partidos dinásticos. La crisis
dejó, claro asimismo, que la oposición antidinástica seguía ligando, y mejor confundiendo, el
cambio de régimen con el problema de la democratización, y que sus métodos en esa
dirección conservaban una fuerte impronta decimonónica36.
El efecto político más destacado de la crisis de 1917 consistió en que, por primera vez,
se rompió el régimen del turno y hubo que ir a la fórmula de gobiernos de concentración. El
cambio no llegó a concretarse, sin embargo, en el abandono definitivo del sistema bipartidista
en el que la Restauración se había inspirado, y el paso a un modelo más próximo a las
coaliciones parlamentarias de centro, centro derecha y centro izquierda, característico de la
Tercera República francesa. Aunque algunos intentaron teorizar la nueva situación al margen
del turno 37, los grupos más importantes de ambos partidos dinásticos, los datistas, entre los
conservadores, y los demócratas de García Prieto, entre los liberales, seguían propugnando la
reconstrucción del turno. Y en esa dirección parecieron orientarse las cosas con los últimos
gobiernos de Sánchez Guerra y García Prieto, conservador y liberal, respectivamente.
Es mucho lo que queda por analizar, de todas maneras, pues la crisis política,
agudizada desde 1913, reforzó el problema de la formación de mayorías estables y eficaces
sobre el que confluía la característica, apuntada por la prosopografía, de la práctica
36.- Sobre los años finales de la Restauración existe un excelente balance de sus diferentes aspectos, presentado por Ignacio Olábarri Gortázar, como ponenecia, al I Congreso de Historia Contemporánea, celebrado en la Universidad de Salamanca en Marzo de 1992, y titulada La crisis de la Restauración.
37.- V. Romanones, "Influencia de la guerra en la transformación de los partidos y en la composición de los gobiernos". Discurso en el Ateneo de Madrid, 18-I-1919, Madrid, 1919.
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inamovilidad por sus raíces locales de un importante número de diputados 38. Aunque la falta
de reglamentación de los grupos parlamentarios dificulta el establecimiento riguroso del peso
de unas y otras fracciones en la cámara baja, no cabe ninguna duda de que la fragmentación
de ésta desde, al menos, 1918 aconsejaría la utilización de métodos de análisis que no se
empeñaran en reducirse al enfrentamiento entre dinásticos y antidinásticos. Es muy probable
que una reconstrucción de los grupos parlamentarios en el Congreso de los Diputados del
reinado de Alfonso XII y de la regencia, en la medida en que fuera posible hacerse, arrojara
una imagen de la cámara muy distinta a aquella a la que estamos habituados, con sus
aplastantes mayorías conservadoras y liberales. Pero lo que sí está claro es que, tras las
rupturas de 1909-1913, ni siquiera en 1920 y 1923 consiguieron conservadores y liberales
alcanzar las mayorías estables anteriores. Tanto los discursos de los presidentes de la
cámara al tomar posesión de su cargo, como los comentarios desgranados en la mayor parte
de los debates, muestran una conciencia clara de la dispersión que no siempre se comentaba
en sentido peyorativo. Más de un dinástico se felicitó de que aquello era en gran medida
resultado de la incorporación a la cámara de todas las opiniones políticas, incluso de aquellas
que hasta entonces venían optando por la lucha extraparlamentaria. Eran conscientes, sin
embargo, de que la novedad exigía cambios y adaptaciones en el funcionamiento del
parlamento. El conservador Gabino Bugallal, por ejemplo, al tomar posesión de la presidencia
del Congreso en marzo de 1922, llegó a proponer la introducción del voto de censura
constructivo, para evitar las disoluciones repetidas de la cámara; sólo así el poder moderador
de la Corona podría volver a su sitio, el gobierno del país sería más fácil y las cámaras
recuperarían su plena soberanía.
Los problemas anteriores coexistieron de todos modos con la capacidad del régimen,
no sólo de aprobar grandes leyes, sino también de absorber paulatinamente los efectos más 38.- Para ésta relación entre el gobierno y las mayorías parlamentarias, v. Miguel Martorell: "Una aproximación a la crisis de gobernabilidad en los últimos años de la Restauración: las relaciones gobierno-parlamento" (Trabajo manuscrito presentado para su discusión en el seminario de Historia celebrado en el Instituto Universitario Ortega y Gasset en febrero de 1995).
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graves de la crisis abierta en 1917 y de las secuelas negativas de la Primera Guerra mundial.
Ocurrió así con el problema de las Juntas militares y también con la liquidación de la flagrante
ilegalidad con que se afrontó una determinada etapa de la conflictividad laboral barcelonesa.
Mayores dificultades presentaba la resolución del pleito catalán y la política respecto al
protectorado en Marruecos. Los grupos dinásticos conservaron, mal que bien, su capacidad
de atracción política y, tanto los regionalistas catalanes de la Lliga, como los reformistas
pasaron a integrarse en el área gubernamental de la Monarquía. Los republicanos entraron en
un manifiesto estado de debilidad, mientras los socialistas, que les hacían una creciente
competencia electoral, asediados por la rivalidad, violenta no pocas veces, de los anarcosindi-
calistas y de los recién escindidos comunistas, volvieron a replegarse en el aislamiento
político. Subsistía, no obstante, la crisis de eficacia que uno de nosotros ha descrito en algún
momento como "bloqueo de legitimidades" 39, esto es, la inexistencia de un proyecto político
de democratización capaz de trascender la legitimidad específica de cada partido, o grupos
dentro de un partido, dinásticos y antidinásticos, ante su respectiva clientela. Esta situación
representaba un importante factor de debilidad y desmoralización, que se añadía a la
abrumadora carga que la intervención en Marruecos representó para todos los proyectos
reformistas en la Monarquía restaurada. Aunque políticos dinásticos, como Romanones,
estaban convencidos de que el régimen de la Restauración podría superar la depuración
parlamentaria del desastre de Annual, que, de hecho, había sido abordada con todas las
consecuencias políticas, aquella desmoralización se manifestó cuando un Rey ciego a la
completa dependencia de la Corona respecto a su condición constitucional, transigió con el
golpe militar de Primo de Rivera, sin cuya aceptación no hubiera podido triunfar, y del que
demasiada gente se hizo la ilusión de que su vigencia sería corta y, encima, regeneradora.
VII.- ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES 39.- V. Luis Arranz, "El bloqueo de legitimidades", en J.L. García Delgado (ed.), La crisis de la Restauración, Madrid, Siglo XXI, 1986.
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Nuestra experiencia con la utilización del Diario de las Sesiones del Congreso de los
Diputados, que dista de ser exhaustiva y se concentra en los años finales de la Restauración,
nos permite, no obstante, aducir, brevemente, algunas consideraciones para el trabajo
posterior.
La riqueza de la fuente, en primer lugar, la hace particularmente apta para el estudio,
no ya sólo del papel de la cámara en el régimen constitucional, sino de los partidos y, en
particular, de las relaciones entre éstos, esto es, para el tipo de sistema que forman. Puesto
que los partidos constituyen el gozne que relaciona la opinión con el sistema político de arriba
abajo y a la inversa, su realidad interna y sus relaciones mutuas constituyen un elemento
clave en el estudio de las crisis políticas y, destacadamente, de las crisis de régimen, como
bien argumenta Linz en la obra citada. Hay que citar todavía otro aspecto no menos
fundamental que es su valor para el conocimiento del liderazgo político, del que sería inútil
insistir en la importancia de su vertiente parlamentaria en toda nuestra política contemporánea
anterior a la guerra civil. La historia parlamentaria reafirma, en este último sentido, la
importancia insustituible de la biografía como parte fundamental de la historia política. Las
lagunas de nuestra historiografía se multiplican desde estas perspectivas. La historia de los
partidos liberales monárquicos del siglo XIX y primer tercio del XX, lo mismo que la de los
grupos republicanos, no se hará sin la estudio de la fuente parlamentaria, puesto que
parlamentaria era la organización de estas fuerzas políticas fundamentales en el gobierno y la
oposición, respectivamente, de la España liberal. Faltan también demasiadas biografías, en
particular para todas las principales figuras del reinado de Isabel II y el Sexenio revolucionario,
así como actualizar algunas de las clásicas con las que contamos para etapas posteriores.
Las dificultades de funcionamiento entre nosotros del régimen constitucional, aparte las
razones económicas, sociales y culturales conocidas, necesitan de una explicación política
más refinada y compleja que se vería enriquecida, lógicamente, con las aportaciones
anteriores.
Los problemas de la transición del liberalismo a la democracia constituye la hipótesis,
1
en segundo lugar, desde la que abordamos el estudio de los últimos años del régimen de la
Restauración. Especificamos dicha hipótesis con la observación que fueron aquellos países
europeos que no introdujeron ninguna ruptura política entre una etapa y la otra, los que
consiguieron resultados políticos más sólidos. La tarea era cualquier cosa menos sencilla,
tanto desde el punto de vista intelectual como político. Requirió, en definitiva, siempre de
compromisos entre las fuerzas que se resistían a los cambios y las que los propugnaban. No
debería substituirse, sin embargo, el relato y análisis políticos de un proceso tan complicado
por un determinismo de gruesos trazos "estructurales", como si el Estado de bienestar, al
menos últimamente, debiera ser la conclusión única y necesaria de dicho proceso y la fuente
exclusiva de legitimidad desde la cual enjuiciar los antecedentes. Entre otras cosas, porque
estaba lejos de ser un proceso asegurado, y el cuestionamiento político radical de los funda-
mentos liberales de la democracia llevó al convencimiento de amplísimos sectores sociales en
muchos países europeos, durante los años veinte y particularmente en los treinta de este
siglo, de que aquélla representaba un régimen muerto y el futuro correspondía al comunismo
o al fascismo 40. La última de nuestras consideraciones se refiere a la necesidad de
evitar el reduccionismo como la peor servidumbre de la historia política.
Los historiadores económicos más rigurosos han sido, por fortuna, quienes mejor han
contribuído a terminar con el esencialismo "económico-social" que reducía lo político a simple
epifenómeno 41. Pero sigue siendo muy fuerte la tendencia a no explicar lo político, ante todo,
por lo político y limitarse a utilizar otros factores como información valiosa pero no causal.
Parece, por el contrario, que, si es posible esgrimir alguna otra causa de apariencia "material",
la explicación resultará más "científica" que si ésta se circunscribe a la política.
No ya la información económica y social tiene valor para la historia política, también se
40.- V. Juan J. Linz, "La crisis de las democracias", en Mercedes Cabrera, Santos Juliá y Pablo Martín Aceña (Comps.), Europa en crisis 1919-1939, Madrid, Editorial Pablo Iglesias, 1991.
41.- V. el prólogo de Gabriel Tortella a Francisco Comín, Hacienda y economía en la España contemporánea (1800-1936), Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, vol. 1, Madrid, 1988.
1
hace necesaria la referida a tasas de alfabetización, a la movilidad y horizontes de la
población medida por desplazamientos, volumen de correspondencia y objetos postales, por
no mencionar la que está completamente inédita entre nosotros, como el tipo de cultura
política sobre la cual debían asentarse los valores y usos del régimen constitucional y de
partidos, y las actitudes que al respecto podía difundir la Iglesia, la escuela, y otras institu-
ciones en contacto directo con la población, sin olvidar las propagadas por los sindicatos entre
las organizaciones populares.
Tampoco tendría duda el interés de que a la gran cantidad de información local,
provincial y regional que se ha acumulado sobre las redes electorales de la política de
notables y su utilización de las clientelas con fines políticos, se añadieran conocimientos más
sintéticos y generales, como la historia intelectual y política del sufragio en España, la cual
arrojaría notable luz sobre la naturaleza y evolución de nuestro régimen representativo 42, o
bien la evolución de las prácticas electorales, de forma que el fraude y la corrupción quedaran
incluidos en el marco jurídico y administrativo de las elecciones; incluso disponer de una
historia de las campañas electorales. Trabajos como el de Ballbé sobre la gestión del orden
público en la España constitucional, muestran sin lugar a dudas la capacidad explicativa de
este tipo de investigaciones, dentro del campo cada vez más vasto de la historia política, que
ni siquiera del de la historia económica o social.
Ahora bien, lo específico de la política en un régimen constitucional consiste en
asegurar la representación de intereses de muy distinta índole, pero hacerlo de una forma
política, es decir, a través de individuos que representan a toda la nación y lo hacen en
nombre de opiniones de raíz filosófica, lo cual da lugar a la formación de partidos, en primer
término parlamentarios (aunque no siempre ni necesariamente), en los que el liderazgo es un
aspecto fundamental. Las decisiones que la administración canaliza y las leyes que los jueces
aplican, son el fruto de lo que ocurre en ese nivel irreductible de la política, con el cual
42.- V. la exelente obra de Pierre Rosanvallon, Le sacre du citoyen, Gallimard, 1992.
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empezábamos estas consideraciones.
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