pablo vi - la oración

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PABLO VI

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PABLO VI

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PABLO VI

LA ORACIÓN

Selección de textos y presentación

por

Nereo Silanes, O- SS. T.

SECRETARIADO TRINITARIO SALAMANCA

Page 3: PABLO VI - La Oración

Nada lo impide: JOSÉ ANTONIO ECHEVARRÍA, O. SS. T., Censor.

Imprímase: t MAURO, Obispo de Salamanca, 25 de marzo

de 1974.

C O N T E N I D O

PRESENTACIÓN 9

1. DIFICULTAD PARA LA ORACIÓN, HOY 17

Muchas crisis espirituales se deben hoy a la falta de oración 19

Es necesario despertar el sentido religioso del hom­bre moderno 25

La intimidad con Dios sigue siendo objetivo capi­tal, pero difícil 32

© EDICIONES "SECRETARIADO TRINITARIO", 1974

Héroes de Brúñete, 34 2. NECESIDAD DE LA ORACIÓN 35

SALAMANCA (España) L a oración, nuestra primera obligación 37

Es propiedad _ . . , , . , , . , „ El cristiano debe tener una oración personal propia. 38

La religión, vértice de nuestra vida individual y colectiva 44

Es necesario orar más y mejor 49

La oración, necesaria, ante la insuficiencia del pro­greso y la ciencia 50

Depósito legal: S. 255-1974 I.S.B.N. 84-400-7538-3

GRAFICESA.—Ronda de Sancti-Spíritus, 9.—Salamanca, 1974 5

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Hoy se reza menos y, sin embargo, nos es más

necesario orar 55

La Iglesia es la sociedad de los que oran 60

Vacaciones: tiempo propicio para que el hombre se encuentre a si mismo 64

Es necesario cultivar la oración litúrgica y la ora­ción personal 66

La oración es una actividad fundamental del hom­bre 73

La oración a María 74

3. ¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 77

Es necesario invitar a la oración, y educar en ella, a los hombres de nuestro tiempo 79

Contemplamos los albores de una aspiración es­piritual 85

La oración, como diálogo, reveladora de la pre­sencia de Dios 91

La liturgia nos enseña a orar con la Iglesia y por la Iglesia 95

La oración de las horas, alma de la renovación eclesial 100

Oración litúrgica y oración personal 1.12

La oración comunitaria no excluye la personal... 114

La acción litúrgica no suplanta la tensión per­sonal 119

Lo primero, vida interior 123

Nuestra plegaria no se pierde en el vacío 125

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4. EFICACIA DE LA ORACIÓN 127

El verdadero discípulo de Cristo debe ser hombre de oración 129

La oración en la actual sociedad del bienestar es

la palanca que eleva al mundo hacia Dios 132

La oración, fuente de eficacia apostólica 136

Debemos orar por la Iglesia 140

La oración, indispensable para lograr la unidad... 144

5. APÉNDICE 151

Inactualidad de la oración, HANS URS VON B"AL-

THASAR 153

Misión de oración, K. RAHNER 161

Soledad cordial, DANIEL GUTIÉRREZ 170

Necesidad de la oración, R. VOILLAUME 173

¿Por qué haces oración cada día?, G. HUYGHE... 180

La fuerza de la oración, WERNHER VON BRAUN... 186

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PRESENTACIÓN

Desde la atalaya del Vaticano, Pablo VI, pastor vi­gilante de la Iglesia, otea el horizonte del mundo mo­derno con sus angustias y esperanzas. Dentro de la euforia que en el hombre producen sus legítimas con­quistas, el Papa Montini observa esta ola de secularis-mo que, como espesa cortina de humo, ciega a tantos para que no vean más allá de las fronteras del tiempo. Muchos, hoy, no ven a Dios; han perdido la sensibili­dad para lo divino.

Pero lo más grave es que la Iglesia, inmeret en este mundo, aunque sin ser de este mundo, no puede por menos de sentir los efectos de esta invasión de hori-zontalismo. De ahí que Pablo VI no cese de llamar la atención sobre esta "tentación", la más grave que pue­de suceder al hombre y, de modo especial, al cristiano, de encerrarse dentro de sí mismo para no ver su ver­ticalidad y su dimensión trascendente.

Ha sido una constante en el magisterio pastoral de Pablo VI el poner en guardia a los cristianos sobre

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este asedio, que ha venido a eclipsar en muchos espí­ritus la dimensión religiosa de su existencia.

* * *

El hombre, sin embargo, es un ser creado para la comunión: con los hombres y, sobre todo, con Dios. Sólo se realiza en plenitud cuando acepta a Dios como interlocutor en su existencia. Y muchos miembros — sacerdotes, religiosos y seglares— de la Iglesia acom­plejados un poco ante el reto de anacronismo que les lanza el mundo actual y en un intento de conectar con este hombre secularizado, han sufrido el contagio. De ahí que Pablo VI no se canse de repetir que la dimen­sión religiosa es algo esencial a la existencia humana.

Pues bien; entre los diversos momentos que tejen la trama de la vida religiosa del hombre, está la ora­ción.

No pocos quedarán sorprendidos al ver un libro de Pablo VI sobre la oración. Y es que esta vertiente de la catequesis del Papa Montini ha podido pasar —y habrá pasado seguramente para muchos— desaperci­bida. Nosotros, sin embargo, hemos juzgado funda­mental este aspecto. De ahí que hayamos creído hacer un buen servicio al Pueblo de Dios, sobre todo en el momento actual, y de cara a la renovación que el Papa se promete como fruto del Año Santo, recogiendo y publicando todo cuanto en su no corto pontificado ha enseñado sobre la oración.

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El núcleo fundamental lo constituyen cuatro dis­cursos consecutivos que consagró al tema durante el verano de 1969, y que hicieron surgir la idea de su pu­blicación. Publicación que, por diversos motivos, ha debido retrasarse hasta hoy. En torno a estos discur­sos hemos recogido otros que ha ido pronunciando se­gún circunstancias, sobre todo durante el año 1973 y primer mes de 1974.

Este material lo hemos estructurado en cuatro sec­ciones: 1) Dificultades para la oración, hoy. 2) Necesi­dad de la oración. 3) ¿Qué es la oración? 4) Eficacia de la oración.

1) Dificultades para la oración, hoy.—Pablo VI es consciente de la dificultad que para el hombre de hoy, que manipula a su antojo el cosmos, supone el tras­pasar los lindes de lo sensible para remontarse al ám­bito de la fe.

"Se ha lanzado la sospecha sobre Dios; se ha califi­cado de alienación la búsqueda de Dios por sí mismo; un mundo ampliamente secularizado tiende a separar de su fuente y de su finalidad divina la existencia y la acción de los hombres".

(Carta al obispo de Bayeux con ocasión del centenario de Sta. Teresita de Lisieux)

Como consecuencia de este oscurecimiento del sen­tido religioso de la existencia, debido a la "solicitud del presente siglo" y ala "ilusión de las riquezas", ha sucedido en muchos cristianos el enfriamiento de la oración.

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"Queremos suponer que se acude todavía a la Iglesia; se reza todavía el breviario, se asiste al coro; pero ¿dónde está el corazón?"

Otros eluden la oración porque han cambiado la clave en su tabla de valores: ya no es Dios sino el hombre lo que hay que buscar en primer término. El amor de Dios —para éstos— hay que trocarlo en amor al prójimo.

"... dicen que es suficiente la caridad hacia el próji­mo en detrimento de la caridad hacia Dios.

Todos saben la fuerza negativa que ha tomado esta actitud espiritual, según la cual no sería la oración, sino la acción la que mantendría vigilante y sincera la vida cristiana".

(Audiencia General, 20-VIII-1969)

Y sigue Pablo VI evocando otras dificultades que el hombre moderno encuentra en su caminar hacia Dios: la de "la imagen fascinante del cinematógrafo, la televisión...", la del "trabajo industrial y burocrá­tico que reduce al hombre a una sola dimensión".

2) Necesidad de la oración.—La salvación del hombre es obra conjunta de la acción de Dios y de la colaboración del hombre. Dios llama, Dios ofrece la salvación. Dios ayuda incluso al hombre con su gracia para que éste responda a la llamada divina a la salva­ción. Pero es el hombre también quien, desde su liber­tad, tiene que abrirse a este Dios que se le ofrece. "... Se le pide al hombre una adhesión voluntaria" (Aud. Gen., 5-XII-1973).

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"En la práctica de nuestra vida espiritual, aquí se pondría la doctrina de la oración, como condición de nuestra religiosidad salvadora. Nos referimos a la ora­ción que abre al alma a la acción benéfica de la miseri­cordia de Dios..."

(Audiencia General, 5-XIM973)

La oración, en labios de Pablo VI, es, además, fru­to lógico y normal de esta abertura del hombre a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Pero, para que florezca la oración, es necesaria una auténtica "con­versión", es decir, salir "de'' y encaminarse "hacia". Dejar en cierto sentido la vida de sentidos, hacer si­lencio "exterior" y, sobre todo, "silencio interior". Só­lo en la medida en que haya este salir "de" puede ha­ber un auténtico encuentro del hombre con Dios. Por eso resulta difícil la oración. Nada de extraño, por lo mismo, que el Papa reconozca que hay tan pocos oran­tes, porque no se resuelven a hacer este vacío, exterior e interior, condición indispensable para el encuentro con Dios.

3) ¿Qué es la oración?—Supuesta la conversión, al menos en un cierto grado, o mejor, una actitud de conversión, el "Tú" de Dios o mejor, tres "Tú": el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, nos sale al encuentro (Cf. Aud. Gen., 13-VIII-1969).

"La oración es un diálogo, una conversación con Dios".

(Audiencia General, 14-11-1973)

"Orar es amar". (Audiencia General, 20-VIII-1966)

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El Papa Montini recuerda, además, la dimensión social del cristiano, como miembro de la familia de Dios, la Iglesia, y el deber que le incumbe de orar con la Iglesia y por la Iglesia. Por eso recalca el acento en la oración pública que, como oración de todo el Pue­blo de Dios, aventaja en dignidad a todo otro tipo de oración.

Pero insiste Pablo VI en que la oración pública de la Iglesia, lejos de orillar o poner sordina a la respon­sabilidad personal, debe ser más bien el clima en el que surja y se desarrolle.

"... erróneamente se tendrá como descargado de este esfuerzo personal, que podemos decir dirigido a la con­templación, a quien participa de la acción litúrgica, como si la acción litúrgica, por ser comunitaria, pudiera dis­pensar al fiel de la contribución individual, y participar en un coro dispensara a cada artista de sumar a él su voz".

(A los abades benedictinos, 30-IX-1966)

4) Eficacia de la oración.—En la realización de su plan salvífico Dios ha querido servirse de causas in­termedias. Tal es, en primer término, la Humanidad santa de Jesús, "sacramento universal de salvación", a través del cual se realiza la admirable comunión del hombre con Dios, en calidad de hijo suyo. Cristo es el único Mediador entre Dios y el hombre, "y no hay salvación en ningún otro, pues ningún otro nombre debajo del cielo es dado a los hombres para salvarnos" (Act., 4, 12). A esta salvación "objetiva" debe acom­pañar, para que sea eficaz en nosotros, la aceptación

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"subjetiva". En otras palabras: la aceptación e interio­rización por parte del hombre de esta salvación.

Es aquí precisamente donde se cifra la eficacia de la oración. Por que esta aceptación de la salvación es obra de la gracia divina, necesitamos pedirla. Dios po­día muy bien habernos dispensado de la oración y otorgarnos toda gracia sin nuestra súplica. Pero no ha querido. En su providencia adorable ha preferido vin­cular la gracia que necesitamos para aceptar la salva­ción, a nuestra petición. De suerte que si no pedimos, no tendremos gracia; y sin la gracia no podremos in­sertar en nosotros la salvación. "Sin mí nada podéis hacer" (Jn., 15, 5). Esta doctrina sobre la eficacia de la oración está implícita en todas las enseñanzas de Pablo VI sobre el tema que nos ocupa.

5) En un Apéndice nos ha parecido oportuno re­coger algunas páginas importantes sobre la oración, es­critas por personas cualificadas de la Iglesia en el mo­mento actual. En ellas se dan la mano para ponderar las excelencias de la oración, su necesidad y eficacia, un teólogo, un monje, un apóstol de vida activa y un hombre de ciencia. Estamos seguros que estos testi­monios vendrán a refrendar las páginas de Pablo VI sobre el tema.

No queremos cerrar esta presentación sin agrade­cer a la revista "Ecclesia" su deferencia para que pu­diéramos utilizar la transcripción de las palabras del Papa, tal y como aparecen en sus columnas.

Salamanca, 2 de febrero, en la Presentación del Se­ñor, de 1974.

NEREO SILANES, O.SS.T.

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MUCHAS CRISIS ESPIRITUALES SE DEBEN HOY

A LA FALTA DE ORACIÓN

(En la Audiencia General, 20-VIII-1969)

Una palabra de luz espiritual

Nuestra conversación se dirige hoy a vosotros, que­ridos visitantes, que habéis venido a esta audiencia, según pensamos, no por sola curiosidad turística, ni sólo por devoción filial, sino por un secreto deseo, casi diríamos por una necesidad y una esperanza de oír una palabra nuestra de luz espiritual.

No se puede ser cristiano sin oración

Decíamos en un encuentro anterior como éste, que es necesario hoy y siempre, pero hoy más que nunca, mantener un espíritu y una práctica de oración perso­nal, a causa de las presentes condiciones de nuestra existencia, tan absorbidas por la fascinación de la ex­terioridad y tan turbada por la profundidad y la rapi­dez de los cambios que se están realizando. Sin una propia, íntima y continua vida interior de oración, de

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fe, de caridad, no podemos mantenernos cristianos, no se puede, de una manera útil y provechosa, participar en el brillante renacimiento litúrgico, no se puede efi­cazmente dar testimonio de aquella autenticidad cris­tiana de que tanto se habla, no se puede pensar, res­pirar, actuar, sufrir y esperar plenamente con la Iglesia viva y peregrina: es necesario orar. Tanto la inteligen­cia de las cosas y de los acontecimientos como el mis­terioso pero indispensable auxilio de la gracia dismi­nuyen en nosotros y hasta tal vez llegan a faltar, por falta de oración. Pensamos que muchas de las tristes crisis espirituales y morales de personas, educadas e integradas, en diversos niveles, en el organismo ecle­siástico se deben al debilitamiento y quizá a la falta de una regular e intensa vida de oración, sostenida hasta ayer por sabias costumbres externas, que, una vez abandonadas, han hecho que cese la oración: y con ésta la fidelidad y la alegría.

El Concilio ha renovado las formas de orar

Hoy quisiéramos con estas sencillísimas palabras reforzar en vosotros la vida de oración, cualquiera que sea vuestra edad y vuestro estado. Suponemos que cada uno de vosotros descubre de alguna manera su propio problema relativo al deber y a la necesidad de la oración. Más aún, os creemos fieles a ella y deseo­sos de hacerla mejor, especialmente por la renovación ocasionada por el Concilio y nuevamente puesta en consonancia con la moderna y honesta profanidad de la vida moderna. Pero quisiéramos que cada uno de

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vosotros se clasificara a sí mismo en una de las cate­gorías que una observación elemental ofrece a la expe­riencia común.

Tibieza en ciertos espíritus y desgana en la oración

Se da una primera categoría, quizá la más extendi­da : es la de las almas espiritualmente adormecidas. El fuego no se ha apagado, pero está cubierto de cenizas. La semilla no ha muerto, pero, como dice la parábola evangélica, está sofocada por la vegetación que la ro­dea (Mí., 13, 7-22), por la "solicitud del presente siglo" y por la "ilusión de las riquezas". La tendencia a se­cularizar toda humana actividad va excluyendo gra­dualmente la oración de las costumbres públicas y de las privadas. ¿Se recita todavía la oración matutina y vespertina con la conciencia de infundir con ella un significado trascendente, un valor permanente al tiem­po fugitivo? Queremos suponer que se acude todavía a la Iglesia, se reza todavía el breviario, se asiste al coro; pero, ¿dónde está el corazón? Como indicio de esta languidez espiritual está el peso que la oración causa a la observancia privada de devoción; su dura­ción parece siempre demasiado larga, la forma de ha­cerla es acusada de incomprensible y extraña. Faltan alas a la oración; ya no es un gusto, un gozo, una paz del alma. ¿Estaremos nosotros en esta categoría?

Los enemigos de las novedades litúrgicas

Otra categoría, que ha aumentado en número y en inquietud después de las reformas litúrgicas concilia-

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res, en la de los suspicaces, de los críticos y de/los descontentos. Turbados en sus cuidadosas costumbres, estos espíritus no se resignan sino de mala gana a las novedades, no se esfuerzan en comprender sus razo­nes, no les parecen felices las nuevas expresiones del culto y se refugian en sus lamentaciones, que quita a las fórmulas de antes su antiguo sabor y les impide sa­borear el que la Iglesia, en esta primavera litúrgica, ofrece a las almas abiertas al sentido y al lenguaje de los nuevos ritos, recomendados por la sabiduría y la autoridad de la reforma postconciliar. Un esfuerzo no difícil de adhesión y de comprensión daría la experien­cia de la dignidad, de la sencillez y de la moderna antigüedad de las nuevas liturgias, y les comunicaría el consuelo y la vivacidad de la celebración comunita­ria en el santuario de cada personalidad singular. La vida interior alcanzaría una superior plenitud.

El sentido social quiere suplantar la religiosidad

Otra categoría es la de aquellos que dicen que es suficiente la caridad hacia el prójimo en detrimento de la caridad hacia Dios, a la que llegan a declarar superflua. Todos saben la fuerza negativa que ha to­mado esta actitud espiritual, según la cual no sería la oración, sino la acción, la que mantendría vigilante y sincera la vida cristiana. El sentido social suplanta al sentido religioso. Esta objeción perniciosa, con una literatura atrevida y hasta carente de prejuicios, se presenta a la opinión pública, a la mentalidad popular y se difunde también en algunos "grupos espontáneos",

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así se llaman, que mientras buscan inquietamente una propia religiosidad más intensa, distinta de la que era habitual en la Iglesia y que ellos califican de autorita­ria y artificiosa, acaban por perder una verdadera reli­giosidad, que es sustituida por una simpatía humana, bella y digna en sí misma, pero prontamente vaciada de verdad teológica y de caridad teologal.

En guardia contra los peligros

¿Qué consistencia real, qué mérito trascendente puede tener una religiosidad en la que la doctrina de la fe, de la relación con el Absoluto, con el Dios Uno y Trino, el drama de la Redención y el misterio de la Gracia y de la Iglesia, son ordinariamente omitidos y pospuestos a los comentarios de la situación social y del momento político e histórico? Habría mucho que decir sobre este tema, pero no ahora. Contentémonos por ahora con poner en guardia a los espíritus genero­sos, ávidos de Evangelio y de religión personal sobre el falso pensamiento de esta tendencia y sobre los peli­gros que ésta pueda acarrear con efectos totalmente opuestos, incluso en el plano humano a los intentados, como son: la libertad, la verdad, el amor, la unidad, la paz y la realidad religiosa infundida en la sociedad y en la historia.

Vigilancia y oración

Procuremos, pues, clasificarnos entre aquellos que Jesús quiere que sean portadores de lámparas encen­didas: "Que haya lámparas encendidas en vuestras

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manos" {Le., 12, 35). Aunque no fuera más que esto, la oración ilumina el camino, mantiene tensa la vigi­lancia y estimula la conciencia. Un célebre escritor de nuestro tiempo hace decir a uno de sus personajes, un cultísimo e infeliz sacerdote: "Yo había creído con de­masiada facilidad que podemos dispensarnos de esta vigilancia del alma, en una palabra, de esta inspección fuerte y sutil, a la que nuestros antiguos maestros dan el bello nombre de oración" (Bernanos, "L'impost.", p. 64). La oración vence la oscuridad y el cansancio de nuestro camino. No en vano el Señor nos ha dejado este binomio evangélico: "Vigilad y orad" (Mt., 26, 41). Y no sólo esto. La oración, la vida de oración, es decir, la habitual dirección del espíritu hacia Dios, mediante una conversación filial y el concentrado si­lencio con El conduce a aquella forma de espirituali­dad que está llena del don de la sabiduría del Espíritu Santo (cfr. Rom., 8, 14), y que podemos llamar, incluso en el simple fiel, vida contemplativa constituye en cierta manera un comienzo de la bienaventuranza (II-II, 180, 4); se refiere al episodio de Marta y María, en el que esta última, absorta en el diálogo con Cristo, me­rece de El estas palabras célebres: "María ha escogido la parte mejor, que no le será arrebatada" {Le., 10, 42) nunca más.

La oración, fuente de alegría y esperanza

Esta es, pues, la consolación que a todos vosotros deseamos: que podáis encontrar en la oración, cor-dialmente realizada, bien dosificada en su cantidad,

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siempre ferviente en la intención (cfr. Le., 18, 1), Ia

fuente de alegría y de esperanza de que tiene necesi­dad nuestra peregrinación terrena.

ES NECESARIO DESPERTAR EL SENTIDO RELIGIOSO

DEL HOMBRE MODERNO

(En la Audiencia General, 27-VIII-1969)

Hay que despertar el sentido religioso en el hombre moderno.

Os suplicamos que intentéis comprendernos. D e

comprendernos en una de las preocupaciones mayores de nuestro ministerio, la de despertar el sentido reli­gioso en el corazón de los hombres de nuestro tiempo-Lo que os decimos hoy se relaciona con cuanto decía­mos en otras audiencias, como ésta, sobre el deber y la necesidad de la oración. ¿Cómo se puede llevar al hombre moderno a la oración? ¿Y antes de orar a que tenga aquel sentido quizá vago, pero profundo, miste­rioso y estimulante de Dios, que es la premisa de la oración? La oración es un diálogo; un diálogo de nues­tra personalidad actualmente consciente con El, con el Interlocutor invisible, pero que descubrimos que es­tá presente, el sagrado Viviente, que llena de temor y de amor, el Divino Inefable, que Cristo (cfr. Mí., 11> 27), haciéndonos el grande e inestimable don de la re­velación, nos ha enseñado a llamar Padre, esto es, fuen­te necesaria y amorosa de nuestra vida, invisible e in-

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menso como el cielo, como el universo, donde El se encuentra, creándolo todo, penetrándolo todo y ac­tuando continuamente en todo. ¿Cómo despertar este sentido fundamental religioso, en el cual solamente nuestra voz insignificante, pero llena de significado, llena de espíritu, encuentra su atmósfera y puede ex­presarse gimiendo o cantando su palabra filial: Padre nuestro, que estás en los Cielos? ¿Cómo despertar, decíamos, en el hombre moderno este sentido religio­so? (cfr. Guardini, Introducción a la oración).

Se ha debilitado el sentido religioso en el mundo

Advertimos la enorme y gran dificultad que hoy la gente encuentra en el hablar con Dios. El sentido re­ligioso hoy parece haberse debilitado, apagado, desva­necido. Por lo menos así parece. Llamad como queráis a este fenómeno: desmitización, secularización, racio­nalismo, autosuficiencia, ateísmo, antiteísmo, materia­lismo..., pero el hecho es grave, sumamente complejo, aunque en la práctica se presente como tan sencillo, e invade las masas, encuentra propaganda y adhesión en la cultura y en las costumbres, llega a todas partes, como si fuera una conquista del pensamiento y del progreso; parece caracterizar la época nueva, sin re­ligión, sin fe, sin Dios, como si la Humanidad se hu­biera emancipado de una condición superflua y ofen­siva (cfr. Gaudium et Spes, n. 7).

La religión nos descubre el sentido de la vida

Esto no puede ser, vosotros lo sabéis; tal vez re-

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cordáis —para decirlo con una comparación— la pa­rábola del "hilo que viene de lo alto" de Joergensen, aquel hilo que sostiene toda la trama de la vida, roto el cual toda la vida se desorganiza y decae, pierde su verdadero significado, su estupendo valor; este hilo es nuestra relación con Dios, es la religión. Esta nos sostiene y nos hace experimentar en una gama riquí­sima de sentimientos, la maravilla de la existencia, la alegría y la responsabilidad de vivir. Estamos segurí­simos de esto. Nuestro ministerio está esencialmente comprometido en ello, y sufre observando cómo nues­tra generación siente fatiga cuando se trata de conser­var y alimentar este sentido religioso, sublime e indis­pensable. Comprendemos, hijos del siglo, vuestras di­ficultades, especialmente las de orden psicológico; y esto aumenta nuestro interés y nuestro amor hacia vosotros. Quisiéramos ayudaros, quisiéramos ofreceros el "suplemento de espíritu", que falta a la gigantesca construcción de la vida moderna. Nuestro oficio apos­tólico y pastoral va por ello en busca de la solución de los grandes problemas pedagógicos de nuestro tiempo.

La religión, en el vértice y en la raíz de la educación

Los problemas pedagógicos, decimos, los relativos a la formación y al desarrollo del hombre en su inte­gridad, en la interpretación de su verdadera y miste­riosa naturaleza, de sus facultades y, finalmente, de sus destinos. La pedagogía de la verdad y de la ple­nitud conduce al hombre hasta los umbrales de la re­ligión, a la necesidad de Dios y a la receptividad de la fe.

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Necesidad de encontrar métodos eficaces

La pedagogía es ciencia abierta a todos y en un arte que se ajusta muy bien con la vida genuina y ho­nesta. ¿Quién posee instintivamente mejor este arte que los padres? ¿Y quién debería conocer sus secre­tos si no los educadores? Y en general todos aquellos que hablan a los hombres, los publicistas, los artistas y los políticos. ¿Y no debería cada uno de nosotros ser un buen maestro de sí mismo? ¿De otra manera para qué sirven la conciencia y la libertad? Pues bien: la religión se encuentra en el vértice de la educación humana; más aún, antes que el vértice está en la raíz de aquélla; "fundamento y coronación" se le ha lla­mado en un texto célebre (art. 36 del Concordato), cuando la línea del desarrollo humano tiene su direc­ción lógica y finalística (cfr. Maritain, Por una filosofía de la educación).

Por eso llamamos en nuestra ayuda a todos vos­otros, y a todo aquel que ame de verdad al hombre y tenga la intuición de su necesidad religiosa. Vosotros podéis, examinando la experiencia misma de nuestro mundo, buscar y descubrir los senderos que conducen hacia el sentido religioso, hacia el misterio de Dios, y después hacia el diálogo y la unión con Dios.

El peligro de la civilización de la imagen

Pongamos un ejemplo que se puede decir que afec­ta a todos: el de la imagen fascinante del cinemató­grafo y de la televisión. Esta absorbe casi toda la dis­ponibilidad de vida interior, especialmente en la juven-

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tud. La imagen multiforme se graba en la memoria y después en la inteligencia; si se la busca con asidui­dad, a veces obsesionante, llega a sustituir el pensa­miento especulativo, la llena de fantasmas vanos (cfr. Sab., 4, 12), la estimula a la imitación, la exterioriza y la rebaja al nivel del mundo sensible. ¿Cómo puede encontrar lugar la vida espiritual, la oración, la eleva­ción al primer Principio, que es Dios, en una concien­cia llena de esta habitual importación de imágenes, frecuentemente inútiles y nocivas? Es necesario intro­ducir en esta conciencia un momento de descanso, de reflexión y de crítica. Un "cinefórum" bien orientado puede ser un primer paso para recuperar la autonomía liberadora de la sugestión de la imagen; el pensamien­to triunfa sobre el sueño fantástico; se forma un jui­cio, y si éste no se limita a medir las impresiones reci­bidas con un criterio técnico o estético, sino que las confronta con la idea de hombre, con la vida moral, es posible tal vez una elevación más fuerte hacia lo alto, hacia la esfera espiritual y después, en un momento dado, hacia la propiamente religiosa. "Los receptores, esto es, los espectadores, dice el Concilio, particular­mente los más jóvenes, acostúmbrense a un uso mo­derado y disciplinado de estos instrumentos de comu­nicación social; busquen también la manera de pro­fundizar en las cosas vistas, oídas, leídas y, discutien­do de ellas con sus educadores y con personas com­petentes, aprendan a formular un recto juicio" (ínter mirifica, n. 10). Es necesario recorrer de una manera ascendente el camino de la experiencia sensible, que por su atractivo y su objeto nos lleva a vivir de una

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manera descendente. A la diversión, en sentido pasca-liano (Pensamientos, 11), esto es, a la distracción, que nos lleva fuera de nosotros y frecuentemente nos con­duce a una experiencia malsana, hay que ponerle re­medio con un retorno a nosotros mismos y esperar el encuentro religioso, tonificante e inefable.

La vida religiosa en las clases trabajadoras

Podríamos considerar otro ejemplo, el del trabajo industrial y burocrático que reduce al hombre a "una sola dimensión": la dimensión limitada, uniforme, me­cánica, frecuentemente meramente física, inhumana y extenuante. Después de este trabajo el hombre queda agotado, vacío; ¿cómo puede tener el sentido de sí mismo y de Dios, del que estamos hablando? No basta el simple reposo físico. Es necesaria una terapia que lo eleve nuevamente: el silencio, la amistad, el amor hoga­reño, el contacto con la naturaleza, el ejercicio del pen­samiento y del bien. En estas condiciones la oración es fácil y viva. Tal vez nadie está más preparado que este hombre, si, a su secreta necesidad y a su actitud sufrida se le ofrece un momento religioso, inteligente y amigable: la breve y dulce oración en familia y la misa de los días festivos, pueden ser una ayuda pode­rosa. La vida conquista de nuevo de este modo su dig­nidad, y el corazón su capacidad de amar y de gozar. Este es el gran problema de la asistencia religiosa a las clases trabajadoras modernas. Cada uno puede en­contrar su propia manera de resolverla, y el camino seguro es el de integrarse por una hora en la comuni-

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dad eclesial, donde la Palabra de Dios pide nuestra respuesta suplicante y festiva, y donde la presencia sa­cramental de Cristo nos llena de fe, de esperanza y de amor.

Pedagogía y cultura moderna

Renunciamos de momento a considerar el caso de la mentalidad que nace de la cultura moderna, fundada en general sobre criterios de racionalidad científica y de pesimismo lógico y psicológico, y privada de los principios racionales que hacen posible la ascensión metafísica y la aceptación de fe, y por esto también de la vida religiosa adaptada a la cultura moderna. La mediación pedagógica puede intervenir en este caso —y éste es el caso de la "contestación" actual— en la búsqueda prudente de razones de vida, válidas para devolver la confianza al pensamiento especulativo y en el progreso del orden social: aquellas razones de vida fácilmente reclaman el sentido religioso y se lanzan gozosamente al descubrimiento del mensaje cristiano.

Lo que importa, pues, es buscar el camino para en­contrar la vida que sólo el contacto con Dios puede darnos. Pensad en ello también vosotros con nuestra bendición apostólica.

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LA INTIMIDAD CON DIOS SIGUE SIENDO OBJETIVO CAPITAL, PERO DIFÍCIL

(Carta Pontificia al Obispo de Bayeux, con motivo del centenario de Santa Teresita del Niño Jesús)

En este año de 1973, el centenario del nacimiento de Teresa Martín se presenta como una luz providen­cial. ¡Que su proximidad a Dios y la sencillez de su oración arrastren los corazones a buscar lo esencial! ¡ Que su esperanza abra el camino a los que dudan de Dios o sufren sus limitaciones! ¡Que el realismo de su amor eleve nuestras tareas cotidianas y transfigure nuestras relaciones en un clima de confianza en la Igle­sia! Y, desde lo alto del Cielo, no lo dudemos, Santa Teresita del Niño Jesús, a lo largo de este año jubilar, no cesará de realizar sobre la tierra todo el bien que prometió.

En nuestra época, la intimidad con Dios sigue sien­do un objetivo capital, pero difícil. En efecto, se ha lanzado la sospecha sobre Dios; se ha calificado de alienación toda búsqueda de Dios por sí mismo; un mundo ampliamente secularizado tiende a separar de su fuente y de su finalidad divinas la existencia y la acción de los hombres. Y, por tanto, la necesidad de una oración contemplativa, desinteresada, gratuita, se deja sentir cada vez más. El mismo apostolado, a to­dos sus niveles, debe echar sus raíces en la oración, alcanzar el corazón de Cristo, bajo pena de disolverse en una actividad que no conservaría de evangélica otra cosa que el nombre.

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Camino de infancia, no pueril

Con la finura de su sensibilidad, la lucidez de su juicio, su deseo de simplificación, su adhesión a lo esencial, se puede decir que ella siguió al Espíritu San­to, llevó una vida original, desarrolló su propia perso­nalidad espiritual y permitió a muchas almas que al­canzasen un impulso nuevo y apropiado a cada una de ellas.

Necesidad de santidad en la Iglesia

Pero para hacer esto, ella no se alejó de la obedien­cia; supo utilizar con realismo los humildes medios que le ofrecía su comunidad y que la Iglesia ponía a su disposición.

No esperó en modo alguno para comenzar a actuar, un modo de vida ideal, un ambiente más perfecto; digamos, más bien, que ella contribuyó a cambiarlos desde dentro. La humildad es el espacio del amor. Su búsqueda del Absoluto y la trascendencia de su cari­dad la permitieron salvar los obstáculos o, mejor, transformar estas limitaciones. Con confianza ha con­seguido de una vez lo esencial de la Iglesia, su corazón, que ella no ha separado jamás del Corazón de Jesús. ¡Ojalá pueda ella obtener hoy día a todos sus herma­nos y hermanas católicas, este amor de la Iglesia nues­tra Madre!

Sí, de su ejemplo, de su intercesión, esperamos grandes gracias. Que los laicos beban allí el gusto de la vida interior, el dinamismo de una candad sin fisu­ras sin separar jamás su obra terrena de la realidad

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del cielo. Que los religiosos y las religiosas se sientan fortalecidos en su entrega total al Señor. Que los sa­cerdotes, por los cuales tanto oró, comprendan la be­lleza de su ministerio consagrado al servicio del amor divino. Y que los jóvenes, cuya generosidad o fe duda hoy día ante la perspectiva de una consagración abso­luta y definitiva, descubran la posibilidad y el valor inigualables de semejante vocación, ante la cual in­cluso antes de cumplir los quince años, se dispuso a renunciar a todo lo que no fuese Dios, para mejor con­sagrar su vida a "amar a Jesús y a hacerlo amar". Ella no se arrepintió y dijo en su lecho de muerte que "se había entregado al Amor". Dios Padre es fiel: el amor de Jesús no engaña; el Espíritu Santo viene con toda seguridad en ayuda de nuestra debilidad. Y la Iglesia necesita, ante todo, santidad.

Del Vaticano, 2 de enero de 1973. Pablo PP. VI.

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NECESIDAD DE LA ORACIÓN

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LA ORACIÓN, NUESTRA PRIMERA OBLIGACIÓN

(Discurso de Pablo VI, en la clausura de la segunda

etapa conciliar, 4-XII-1963)

Por lo demás, no ha quedado sin fruto la ardua e intrincada discusión, puesto que uno de los temas, el primero que fue examinado, y en un cierto sentido el primero también por la excelencia intrínseca y por su importancia para la vida de la Iglesia, el de la sagrada liturgia, ha sido terminado y es hoy promulgado por Nos solemnemente. Nuestro espíritu exulta de gozo ante este resultado. Nos rendimos en esto el homenaje conforme a la escala de valores y deberes: Dios en el primer puesto; la oración, nuestra primera obligación; la liturgia, la primera fuente de la vida divina que se nos comunica, la primera escuela de nuestra vida es­piritual, el primer don que podemos hacer al pueblo cristiano, que con nosotros cree y ora, y la primera invitación al mundo para que desate en oración dicho­sa y veraz su lengua muda y sienta el inefable poder regenerador de cantar con nosotros las alabanzas divi-

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ñas y las esperanzas humanas, por Cristo Señor en el Espíritu Santo.

Estará bien que nosotros apreciemos como un teso­ro este fruto de nuestro Concilio como algo que debe animar y caracterizar la vida de la Iglesia; es, en efec­to, la Iglesia una sociedad religiosa, es una comunidad orante, es un pueblo floreciente de interioridad y de espiritualidad promovidas por la fe y por la gracia. Si nosotros ahora simplificamos algunas expresiones de nuestro culto y tratamos de hacerlo más comprensible al pueblo fiel y más asequible a su lenguaje actual, no queremos ciertamente disminuir la importancia de la oración, ni posponerla a otros cuidados del ministerio sagrado o de la actividad pastoral, ni empobrecerla de su fuerza expresiva y de su encanto artístico. Sí que­remos hacerla más pura, más genuina, más próxima a sus fuentes de verdad y de gracia, más idónea para hacerse espiritual patrimonio del pueblo.

EL CRISTIANO DEBE TENER UNA ORACIÓN PERSONAL PROPIA

(En la Audiencia General, 22-IV-1970)

Grandeza y suntuosidad de la Basílica Vaticana

Quien entra en esta Basílica, por primera vez espe­cialmente, experimenta la fascinación del edificio: su grandeza, registrada incluso sobre el pavimento en

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comparación con las mayores iglesias del mundo, su carácter monumental, la suntuosidad de todos sus de­talles, su manifestación de grandeza y de arte por do­quier, la profundidad de sus dimensiones, el triunfo en altura y en belleza de su cúpula, todo atrae la mirada, todo concentra el espíritu en sí. El alma se derrama, se distrae. Impresiones de todo orden la encantan: re­cuerdos históricos, estímulos estéticos, contrastes ar­quitectónicos, maravillas extrañas, sentido de la cons­trucción perfecta y gigante... El alma casi se extravía: ¿estamos en un museo?, ¿en una casa incomprensible de admirar, pero no de habitar?, ¿en un templo in­comprensible?, ¿en un mundo de sueño, tanto más etéreo cuanto más se expresa en una solidez magní­fica? Esta es la primera impresión deslumbrante. Des­pués el alma se busca a sí misma: yo estoy aquí para rezar; pero ¿dónde?, ¿pero cómo puedo hacerlo en este espacio grandioso que parece no puede ofrecer al espíritu recogimiento ni descanso ni silencio?, ¿dón­de está su misterio?, ¿cómo establecer una sinfonía entre las notas de este poema triunfal y las tímidas voces de mi corazón?, ¿cómo expresar aquí mis hu­mildes deseos, mis dolores, mis dudas, mis gemidos, mis ingenuas jaculatorias?

Aquí está San Pedro

Y el alma permanece todavía perpleja y extraviada, y busca en la compleja configuración de la basílica un ángulo, un refugio donde recobrar el aliento y la voz para musitar una oración; pronto esta búsqueda que-

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da satisfecha: donde quiera que se dirija, allí hay una invitación a la plegaria, a una plegaria que se hace pronto intensa y volante en el plano ideal de la Basí­lica: aquí está San Pedro, el testimonio de la fe y el centro de la unidad y de la caridad; aquí está la Igle­sia, la Iglesia católica, la Iglesia universal, es decir, de todos, mi Iglesia, para mí, para mi mundo, más toda­vía, para todo el mundo; aquí está Cristo, presente e invisible, pero que habla de su reino, de su vida en los siglos, de su cielo.

¿Para qué sirve la Iglesia?

Es aún itinerario común; quien entra con ánimo piadoso en este mausoleo, que guarda la tumba y la reliquia de San Pedro, lo recorre rápidamente, con fa­tiga alegre, con estupor satisfecho, con deseo reavivado de llegar más adelante; y llega a la pregunta que nos planteamos: la Iglesia; ¿qué hace la Iglesia?, ¿para qué sirve la Iglesia?, ¿cuál es su manifestación carac­terística?, ¿cuál es su momento esencial?, ¿su activi­dad plena, que justifica y distingue su existencia? La respuesta brota de los mismos muros de la Basílica: la oración. La Iglesia es una sociedad de oración. La Iglesia es una "societas spiritus" (cfr. FU., 2, 1; San Agustín, Sermón 71, 19; P. L. 38, 462). La Iglesia es la humanidad que ha encontrado, por medio de Cristo único y Sumo Sacerdote, el modo auténtico de orar, es decir, de hablar a Dios, de hablar con Dios, de ha­blar de Dios. La Iglesia es la familia de los adoradores del Padre "en espíritu y en verdad" (Jn., 4, 23).

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Necesidad de Iglesias, lugares de culto

Sería interesante, a este propósito, volver a estudiar la razón de la coincidencia de la palabra "Iglesia" atri­buida al edificio erigido para la oración y atribuida a la asamblea de los creyentes, los cuales son "Iglesia", tanto si están fuera o dentro del templo, que los con­grega para la oración. Se puede entonces notar, entre otras cosas, que el edificio material, destinado a con­gregar a los fieles en oración, puede y en cierta me­dida (que aquí se hace majestuosa) debe ser no sólo lugar de oración "domus orationis", sino más bien se­ñal de oración, edificio espiritual y plegaria misma, ex­presión de culto, arte para el espíritu; de donde proce­de la necesidad práctica de la construcción de lugares de culto para dar al pueblo cristiano la oportunidad de reunirse y de orar y de donde procede también el mé­rito de cuantos trabajan afanosamente para construir aquellas "iglesias nuevas", que deben acoger y educar en la oración a las nuevas comunidades que carecen de sus indispensables "domus orationis", de las casas donde reunirse a fin de celebrar su oración comuni­taria.

Carácter esencialmente religioso de la Iglesia

Es decir: desearíamos en este lugar y en este mo­mento recordaros el apelativo que tan perfectamente define al catolicismo: "Ecclesia orans", Iglesia que ora. Este carácter esencialmente religioso de la Iglesia es esencial y providencial para ella. Lo enseña el Con-

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cilio con su primer constitución sobre la liturgia. Y nosotros debemos recordar este carácter de la Iglesia, su necesidad y su prioridad. ¿Qué será la Iglesia sin su oración?, ¿qué sería el cristianismo que no enseña­se a los hombres cómo pueden y deben comunicar con Dios?, ¿un humanismo filantrópico?, ¿una sociología puramente temporal?

Tendencia a "secularizar" todo

Es conocido que hoy existe la tendencia a "secula­rizar" todo, y que esta tendencia penetra incluso en la psicología de los cristianos; incluso en el clero y en los religiosos. De ella hemos hablado en otras ocasio­nes, pero es conveniente hablar de nuevo, porque hoy la oración está en decadencia. Concretemos inmedia­tamente: la oración comunitaria y litúrgica está reco­brando una difusión, una participación, una compren­sión, que es ciertamente una bendición para nuestro pueblo y para nuestra época. Debemos llevar adelante las prescripciones de las reformas litúrgicas en curso, las cuales han sido queridas por el Concilio, han sido estudiadas con sabio y paciente cuidado por los mejo­res liturgistas de la Iglesia y sugeridas por óptimos expertos de las exigencias pastorales. Será la vida li­túrgica, bien cuidada, bien asimilada en las concien­cias y en las costumbres del pueblo cristiano, la que tendrá vigilante y activo el sentido religioso en nuestra época, tan profana y tan profanada, y que dará a la Iglesia una nueva primavera de vida religiosa y cris­tiana.

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Toda alma es un templo

Pero al mismo tiempo debemos lamentar que la oración personal disminuye, amenazando de este modo la liturgia misma de empobrecimiento interior, de ri­tualismo exterior, de práctica puramente formal. El sentimiento religioso mismo puede decaer por la falta de un doble carácter indispensable a la oración: la interioridad y la individualidad. Es necesario que cada uno aprenda a orar también dentro de sí y por sí. El cristiano debe tener una oración personal propia. Toda alma es un templo. "¿No sabéis —dice San Pablo— que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?". ¿Y cuándo entramos en este templo de nuestra conciencia para adorar allí al Dios presente?, ¿seremos nosotros almas vacías, aunque cristianas, almas ausentes de sí mismas, olvidadas de la misteriosa e inefable cita que Dios, Dios Uno y Trino, se digna ofrecer a nuestro filial y embriagado coloquio, justamente dentro de nosotros? ¿No recor­damos la palabra final del Señor, en la última Cena: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y el Padre lo amará; y vendremos a él, y fijaremos en él nuestra morada"? (Jn., 14, 23). Es la caridad que ora (San Agustín): ¿tenemos nosotros el corazón animado por la caridad, que nos capacita para esta íntima oración personal?

La Iglesia nos quiere testigos y apóstoles

La "Ecclesia orans" es un coro de voces vivas sin­gulares, conscientes, amorosas. Una iniciativa espiri-

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tual interior, una devoción personal, una meditación elaborada con el propio corazón, un cierto grado de contemplación que piensa y adora, que gime y se ale­gra, ésta es la petición de la Iglesia que se renueva y que nos quiere después testigos y apóstoles.

Escuchemos el himno a Cristo, a Dios, que sube de esta Basílica, y procuremos secundarlo con nuestra propia y humilde voz. Ahora y aquí, y después en to­das partes y siempre. Con nuestra bendición apostólica.

LA RELIGIÓN, VÉRTICE DE NUESTRA VIDA

INDIVIDUAL Y COLECTIVA

(En la Audiencia General, 5-XII-1973)

¿Cuál es nuestro máximo problema? Es el de nues­tra relación con Dios. Todo está aquí, en este núcleo de cuestiones mentales, morales, espirituales, vitales. Nuestro concepto de la vida no puede prescindir de considerar esta relación, para negarla, para discutirla o para afirmarla, ya que son éstas las categorías sumas y sumarias en las que puede situarse esta problemática relación. Y todos saben hoy que nadie escapa a la ne­cesidad de una opción a tal respecto. La religión, quié­rase o no, en un sentido o en otro, está en el vértice de la definición de nuestra vida personal y colectiva. Limitémosnos ahora a la vida personal: la nota distin­tiva más importante calificadora se toma de la actitud

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religiosa que el hombre profesa en orden a la concep­ción de la propia vida.

Se debe recordar que nosotros, que creemos en Dios y profesamos la adhesión a la economía cristiana, es decir, al designio establecido por Dios mismo sobre nuestro destino e instaurado por Cristo (cfr. Efes., 1 ss.), somos los primeros en reconocer que tenemos necesidad de un auxilio trascendente, divino, previo y gratuito, la gracia, para entrar efectivamente en el plan salvífico de nuestra religión (cfr. Denz. Sch., 1.525-797). Es decir, no nos bastamos a nosotros mismos para re­solver positivamente el máximo problema, al que he­mos aludido, el problema de la relación con Dios, y por ello nos asemejamos, bajo este aspecto de la nece­sidad de ser salvados, por medio de la misericordia y del amor de Dios hacia el hombre, a todo ser huma­no, ya sea ateo o indiferente.

Necesidad de adhesión voluntaria

Pero, para disfrutar de esta inmensa fortuna de la intervención salvífica del Señor en el hombre adulto, se exigen algunas condiciones.

También ante el plan de la gracia, el hombre per­manece hombre, permanece libre; se le pide una adhe­sión voluntaria, y por ello, sin una disposición moral y una fidelidad sucesiva ("recepción voluntaria de la gracia"; ibíd., 1.528-799), la salvación religiosa no sería operante para nosotros.

Se abre, por tanto, un complejo y voluminoso ca­pítulo psicológico-subjetivo, sobre las disposiciones es-

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pirituales y morales, que el hombre debe presentar a la acción justificante y santificante de Dios: si quere­mos que el sol ilumine la estancia de nuestra alma de­bemos abrirle la ventana.

¿Cómo se llama, evangélica y teológicamente, esta ventana? Se llama conversión, la famosa metanoia (Mí., 3, 2; 4, 17; Hechos, 2, 28) del Evangelio, es de­cir, aquel cambio interior y luego exterior, que hace al hombre susceptible de la intervención divina. Tam­poco se produce la conversión sin una acción secreta de la gracia; pero, ahora, nosotros la consideramos al nivel de nuestra experiencia y de nuestra responsabili­dad, en las que el juego de la libertad, de la voluntad, de los estímulos exteriores pone la conversión en la fatal "aguja" de nuestro destino religioso, y acaso tam­bién eterno.

En la práctica de nuestra vida espiritual, aquí se pondría la doctrina de la oración, como condición fun­damental de nuestra religiosidad salvadora. Nos refe­rimos a la oración, que abre el alma a la acción bené­fica de la misericordia de Dios, y que es, más o menos, conocida de todos, bien en su definición esencial de acto racional del espíritu que se dirige voluntariamen­te a Dios, o bien como acto de tensión amorosa hacia El ("no existe más que la única caridad que ora", Bos-suet, Serm. 374), o bien como absorción contemplativa y mística de la presencia del interlocutor divino.

Oración y "orientación"

Pero la oración, así concebida, supone el conoci-

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miento y la fe en Dios, y frecuentemente también pro­cede de la voz interior de una palabra que por nosotros no sabremos formular y que el Espíritu Santo pronun­cia en nosotros con acentos inefables (Rom., 8, 26). Y supone una regularidad de vida espiritual, que des­graciadamente hoy muchos, muchísimos, no tienen: son mudos, son incapaces de emitir con sentimiento de piedad el simple nombre paternal, dulcísimo, santí­simo, de Dios.

¿Bajo qué punto, para esta gente, que es legión, puede la "conversión" presentarse?

Veámoslo: debemos tener en cuenta el "estado de ánimo" de aquella gente, digamos mejor, de aquel pue­blo, de aquellos hermanos, que, por incuria espiritual o por abuso crítico, no están por el momento en con­diciones de balbucir aquella mínima oración que esta­blecería inmediatamente una relación con Dios. ¿Có­mo debemos proceder?

Ciertamente no podemos resolver en este momento un problema espiritual de esta envergadura. Pero su­geriremos solamente dos palabras, las cuales pueden interesarse a nuestro caso. Es decir, antes de hablar de "conversión", en el sentido pleno y saludable de este término, intentemos hablar de "orientación"; pida­mos, a los que se encuentran todavía en los umbrales del mundo religioso, que dirijan, al problema que nos interesa y que debe interesar a todos, una simple mi­rada, una simple orientación de su atención. Es éste un acto humano superlativamente honrado, el de diri­gir al problema de Dios una reflexión, ya nazca de la interior necesidad de lógica y de verdad, o bien surja

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de alguna observación exterior que sugiere y exige una llamada a un Principio Supremo. Orientarse hacia el faro inextinguible del Dios escondido, del Dios vivo. El problema religioso merece siempre la pena.

El silencio, requisito para la escucha

La otra palabra, que sugerimos por su semejante condición espiritual, parece una contradicción, pero es una sencilla y razonable paradoja, y es la palabra si­lencio. Para comprender algo del problema religioso tenemos necesidad de silencio, de silencio interior, el cual exige también un poco de silencio exterior. Silen­cio: queremos decir suspensión de todos los rumores, de todas las impresiones sensibles, de todas las voces que el ambiente impone a nuestra escucha, y que nos hace extrovertidos, nos hace sordos, mientras nos lle­na de ecos, de imágenes, de estímulos que, quiérase o no, paralizan nuestra libertad interior de pensar, de orar. Silencio aquí no quiere decir sueño, quiere decir, en nuestro caso, un coloquio con nosotros mismos, una reflexión tranquila, un acto de conciencia, un mo­mento de soledad personal, un intento de recuperación de nosotros mismos. Diremos más: daremos al silen­cio la capacidad de escucha. Escucha, ¿de qué?, ¿de quién? No podemos decirlo; pero sabemos que la es­cucha espiritual nos permite captar, si Dios nos da la gracia de ello, su voz, aquella voz suya que rápidamen­te se distingue por dulzura y por vigor, por su palabra, la de Dios: el Dios que entonces, casi por impulso instintivo, nosotros comenzamos a llamar por dentro,

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con avidez de conocer y de comprender, con angustia y con confianza, con insólita emoción y con invasora bondad; el Dios-Verbo, convertido en maestro interior.

Hemos sido conducidos tras estas huellas por la estación litúrgica del Adviento: callar para escuchar, y por el apremiante motivo del Año Santo, que impone silencio y oración y prepara, para nuestras innumera­bles inquietudes modernas, la respuesta de Dios, la de su amor y de nuestra salvación.

ES NECESARIO ORAR MAS Y MEJOR

(En la Audiencia General, 7-III-1964)

Sí, la cuaresma nos ofrece la expresión apropiada para este momento. ¿Qué ha de decir el Papa a quie­nes lo visitan durante este período espiritual especial? Debe decirles, nos parece, ¡hijos, orad, orad un poco más, tratad de orar bien, procurad uniros a la oración de la Iglesia, que en este período de preparación pas­cual multiplica sus oraciones y les da una gama de ri­tos y fórmulas bellísimas y riquísimas!

Os confiaremos a este propósito un corto pero sig­nificativo episodio que ayer precisamente nos llenó el ánimo de gozo y admiración. Un señor, muy sabio e importante, que en los años siguientes a la guerra ha ocupado cargos de gran relieve y responsabilidad, ya anciano y cargado con una vasta y complicada expe­riencia acumulada en su larga vida profesional y polí-

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tica, nos decía, sacando casi del fondo del alma las palabras: "Santidad, ¿sabe lo que después de todo y sobre todo me parece lo más importante en la vida del hombre? La oración. ¡Sí, la oración!". Podemos ate­sorar tan abierto y precioso testimonio, que confirma la enseñanza recibida del Señor, que la Iglesia repite en estos días: "Es necesario orar siempre y no desfa­llecer jamás" (Le, 18, 1).

Que sea el recuerdo de esta audiencia haber reco­gido de la voz del Papa tan alto e importante precepto del Señor; la oración. Sabéis que el Concilio Ecumé­nico ha consagrado su primer pensamiento y su pri­mera Constitución precisamente a la oración. ¡Veamos si la podemos reavivar en nuestras almas! Será una fortuna para ellas y lo será para todo cuanto aprecia­mos en el mundo. Es el voto que os formulamos, en­riqueciéndolo con nuestra bendición apostólica.

LA ORACIÓN, NECESARIA, ANTE LA INSUFICIENCIA DEL PROGRESO Y LA CIENCIA

(En la Audiencia General, 10-V-1973)

Necesidad de la oración

Estamos convencidos de que el mundo moderno tiene necesidad de aprender de nuevo a orar. Es de­cir, a manifestarse a sí mismo delante de Dios: Dos misterios que se encuentran: la conciencia del hombre y el Ser infinito e inefable. Principio y Fin de todas

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las cosas. Que éste sea nuestro diálogo acostumbrado, cuando oramos, es sabido de todos, si bien frecuente­mente es malamente advertido; la oración es la acti­vidad característica del hombre religioso, del creyente, del que busca y siente su comunión con el Dios del universo, y que ha encontrado en Cristo el camino de expresión y de comunicación entre el microbio, que somos nosotros, y el cielo infinito, que es la pa­tria de Dios. Haremos bien en reanudar la reflexión so­bre esta actividad, que ejerce una influencia tan grande en nuestra personalidad cristiana, y en aprovecharnos del gran esfuerzo de la reforma litúrgica, promovida por el Concilio, para ratificar en nosotros las razones de la oración y para adaptar nuestro lenguaje espiritual a las fórmulas rituales, teológicas, comunitarias, que hoy nos ofrece la Iglesia.

La arreligiosidad del hombre moderno

Pero, en este momento, nuestra perspectiva es dis­tinta; tendremos que volver no una sino muchas ve­ces, sobre la oración del cristiano que vive de su fe; mas ahora pensamos, como decíamos, en el hombre moderno, es decir, en la mentalidad del que se ali­menta de la experiencia de la vida contemporánea, y que se considera autosuficiente, exento del recurso a Dios, a su Providencia, a su Presencia sobre y dentro de nosotros, a su Justicia, fuente para nosotros de te­mor y de responsabilidad, a su Paternidad, que apenas la consideramos, nos invita a deshacernos en amor y en alegría. Es decir, en el hombre dispensado de la

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relación religiosa, y solo consigo mismo y con la so­ciedad y la naturaleza que lo rodean. La idea de Dios está prácticamente extinguida en los que reciben la educación propia del secularismo contemporáneo, sín­tesis de todas las opiniones que niegan la Realidad trascendente y la Verdad, bajo determinadas formas, viviente e inmanente dentro de nosotros. El hombre-tipo, como debería ser y es el discípulo del ateísmo que podemos llamar oficial, de nuestra época, afirma que no tiene necesidad de Dios: basta la ciencia con todas sus conquistas prácticas; la ciencia, capaz de conocer y de explicar todas las cosas, y que satisface todas sus necesidades especulativas, prácticas, sociales y económicas.

En un discurso, tan sencillo y breve como éste, no podemos ciertamente resolver los problemas inmensos procedentes de esta deificación de la ciencia; diremos solamente que también nosotros, mejor dicho, nos­otros en primer lugar, tributamos a la ciencia el honor que le es debido, la promoción, la apología, de la que todavía puede eventualmente carecer. Viva la ciencia, viva el estudio que la busca y la exalta. Pero Nos pa­rece que podemos afirmar que ella sola no basta; más aún, decimos que exige también la relación superior a que acabamos de dar el nombre de oración.

Insuficiencia de la ciencia

Podríamos recurrir a la experiencia de las más jó­venes generaciones, a la de hoy: ¿Basta la ciencia?, con toda su incalculable abundancia de aplicaciones

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técnicas. La ciencia, en su momento puro, de análisis, de investigación, de experimento, de descubrimiento, no hace sino ampliar el campo del conocimiento; de un conocimiento que no explica su profunda razón de ser, y que suscita, cada vez más grave y amenazador, el rostro del misterio, el interrogante implacable del por qué primero y absoluto de lo que conocemos, y que se vuelve tormento deslumbrador para quien niega al pensamiento su lógico proceso, el vuelo hacia el Principio creador, hacia la Sabiduría revelada y escon­dida, casi como en un sacramento, en las cosas estu­diadas. En este punto es necesario observar un hecho capital con respecto al pensamiento científico moder­no; éste no sirve, prácticamente, a la contemplación, es decir, al descubrimiento, posterior al de su estudio específico, de las notas que proceden de las cosas co­nocidas, es decir, el orden, la complejidad, la ley, la grandeza, el poder, la belleza..., reflejos todos puestos en evidencia por la observación científica, reflejos de un pensamiento generador, ilimitado e inmanente; pe­ro pronto ha prevalecido una preocupación, la de uti­lizar para fines prácticos, es decir, para aplicaciones técnicas, las verdades arrancadas a las cosas. De este modo, el utilitarismo ha dominado a la ciencia, y la ha hecho opaca, y, bajo algunos aspectos, peligrosa; sin voz para el espíritu humano, si no es la legítima, pero insuficiente, del cálculo sobre su empleo en bene­ficio de la vida temporal del hombre, el cual ha usu­fructuado y gozado de todos los hallazgos científicos, que se han hecho disponibles por instrumentos téc­nicos muy geniales, pero sin que aumentase su verda-

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dera felicidad y se aplacase la sed misteriosa de vidí de su corazón.

Es necesario devolver a la ciencia sus alas; ella debe continuar apoyando el itinerario espiritual del hombre; debe invitarlo a la poesía y a la plenitud de la oración. "Los cielos narran la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos" {Salm., 18, 2).

Esto en el orden natural.

Necesidad de la gracia

Otra experiencia muy distinta nos conduce a una conclusión análoga; y es la del carácter ambiguo del progreso humano. ¿Verdaderamente el hombre se hace más bueno y más amable procediendo en la historia sólo con sus fuerzas? ¿Es verdaderamente capaz de instaurar un humanismo en el que los valores huma­nos de la persona humana sean garantizados y perma­nentes para todos? ¿O no sucede que la progresiva afirmación de dichos valores, si se dejan sin una de­fensa divina, pueden en ciertas circunstancias históri­cas contradecirse a sí mismos? La libertad, la justicia, la paz, ¿resisten a la prueba del tiempo y al conflicto de intereses antagónicos? El derecho ¿podrá sustituir a la fuerza, y la organización de la civilización con­vertirse verdaderamente en un bien común? Circulan, y justamente en estos días terribles y dolorosos, vien­tos de escepticismo sobre la capacidad de los hombres para ser y conservarse hermanos. La autosuficiencia del hombre para construir una civilización auténtica y universal está sometida a una triste impugnación. Los

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principios no son sólidos y válidos para todos; y en­tonces parece necesario el dominio de la fuerza, y ne­cesaria la guerra. Y si incluso algunos principios fue­sen y permaneciesen indiscutibles, ¿podemos decir que el hombre, en general al menos, tiene la virtud de aplicarlos con desinterés y sabiduría? ¿No es ne­cesario, también aquí, el suplemento de una ayuda superior, de una gracia divina? ¿Y, por tanto, de una súplica que nos vea, a humildes y grandes, reunidos en oración?

Nos así lo creemos, y deseamos que la humanidad, en su conjunto, sea capaz de repetir con Cristo la oración enseñada por El: ¡Padre Nuestro, que estás en los cielos!

HOY SE REZA MENOS Y, SIN EMBARGO, NOS ES MAS NECESARIO ORAR

(En la Audiencia General, 14-VIII-1969)

Necesidad de volver a la oración

En nuestra breve exhortación del domingo pasado, a la hora del "Ángelus", recordábamos a nuestros vi­sitantes la oportunidad de reservar durante el período de las vacaciones estivales algún momento a la vida del espíritu, al silencio, a la reflexión, a la plegaria. Este mismo motivo queremos considerarlo hoy con vosotros, hijos carísimos, en este encuentro fugaz, pero quizá importante, bajo un aspecto más general, a sa­ber, el de la necesidad de retornar a la oración per­sonal.

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¿Sabe rezar el hombre moderno?

¿Por qué retornar? Porque creemos, creencia que quisiéramos ver desmentida por los hechos (como, por fortuna, lo está en muchos casos) que hoy también los buenos, también los fieles, también aquellos que están consagrados al Señor, rezan menos de un tiempo acá. Diciendo esto parece que deberíamos ofrecer las prue­bas y decir el porqué de ello. Pero no explicaremos ahora este deber; exigiría un muy largo discurso. In­vitamos más bien a cada uno de vosotros a hacerse esta reflexión: ¿Se reza hoy? ¿Sabe rezar el hombre moderno? ¿Siente la obligación de hacerlo? ¿Siente la necesidad? ¿Tiene el cristiano facilidad, tiene gusto, tiene empeño por la oración? ¿Siente afecto siempre por las formas de oración que la piedad de la Iglesia, aun no declarándolas oficiales, es decir, propiamente litúrgicas, nos ha enseñado y recomendado tanto, co­mo el rosario, el viacrucis, etc., y especialmente la me­ditación, la adoración eucarística, el examen de con­ciencia, la lectura espiritual?

La liturgia no sustituye ni empobrece la devoción per­sonal.

Nadie se permitirá atribuir la disminución de la oración personal, y sobre todo de la vida espiritual, de la religiosidad interior, de la "piedad", entendida co­mo devoción, como expresión del don del Espíritu San­to por el que nos volvemos a Dios en la intimidad del corazón con el nombre familiar y confiado de Padre, a la liturgia, es decir, a la celebración comunitaria y

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eclesial de la palabra de Dios y de los misterios de la redención; liturgia que, por obra de un intenso y extenso movimiento religioso, coronado, más aún, ca­nonizado por el reciente Concilio ha adquirido incre­mento, dignidad, accesibilidad y participación en la conciencia y en la vida espiritual del pueblo de Dios y que deseamos crezca en un próximo futuro. La litur­gia tiene su propia primacía, su propia plenitud, y por sí misma su propia eficacia que todos debemos reco­nocer y promover. Pero la liturgia, por su naturaleza pública y oficial en la Iglesia no sustituye, no empo­brece la devoción personal. La liturgia no es sólo rito; es misterio y como tal exige la adhesión consciente y fervorosa de cuantos en ella toman parte; supone la fe, la esperanza, la caridad, y tantas otras virtudes y sentimientos, actos y condiciones como la humildad, el arrepentimiento, el perdón de las ofensas, la inten­ción, la atención, la expresión interior y vocal que dis­ponen al fiel para sumergirse en la realidad divina que la celebración litúrgica hace presente y operante.

Devoción personal y participación litúrgica

La devoción personal, en cuanto a cada uno es po­sible, es condición indispensable para una auténtica y consciente participación litúrgica; y no sólo eso, ella es también el fruto, la consecuencia de tal participa­ción enderezada precisamente a santificar las almas y a corroborar en ellas el sentido de unión con Dios, con Cristo, con la Iglesia, con los hermanos de la hu­manidad entera.

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¿Por qué, hoy, es menos intensa la vida interior?

La disminución, si se da, de la religiosidad personal debe ser buscada en bien distinta dirección. Probad aún a preguntaros: ¿Por qué hoy la vida interior, es decir, la vida de oración, es menos intensa y menos fácil en los hombres de nuestros tiempos, en nosotros mismos? Pregunta que exigiría una respuesta extrema­damente compleja y difícil, pero que podemos ahora sintetizar así: nos hemos educado en la vida exterior que ha alcanzado un desarrollo y fascinación maravi­llosos, pero no tanto en la vida interior de la que co­nocemos poco sus leyes y satisfacciones; nuestro pen­samiento se desenvuelve principalmente en el reino sensible (se habla de la "civilización de la imagen": radio, televisión, fotografía, símbolos y esquemas men­tales, etc.), y en el reino social, es decir, en la conver­sación y en la relación con los demás; somos extrarre-flejos; incluso la teología cede a menudo el paso a la sociología; la misma conciencia moral está abrumada por la sicología y reivindica una libertad que, abando­nándola a sí misma, le hace buscar fuera de sí, a me­nudo en el mimetismo de la moda, la propia orienta­ción. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Cristo? ¿Dónde la vida religiosa de la que todavía y siempre sentimos oscura pero insatisfecha curiosidad?

Vosotros sabéis cómo este estado de cosas consti­tuye el drama espiritual, y, podríamos decir, humano y civil de nuestro tiempo.

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Dios está dentro de nosotros

Pero ahora, por lo que respecta a nosotros, hijos de la Iglesia, bástenos recordar, con un célebre pensa­miento de San Agustín (intus eras, et ego foras; Conf., 10, 27; P. L., 32, 795), que el punto de encuentro esen­cial con el misterio religioso, con Dios, está dentro de nosotros, está en la celda interior de nuestro espíritu, está en aquella actividad personal que llamamos ora­ción. Es en esta actitud de búsqueda, de escucha, de súplica, de docilidad (cfr. Jo., 6, 45) donde la acción de Dios nos llega normalmente, nos da luz, nos da sen­tido de las cosas reales e invisibles de su reino; nos hace buenos, nos hace fuertes, nos hace fieles, nos hace como El nos quiere.

Orad, hermanos

A vosotros, hermanos y hermanas, consagrados al Señor, os decimos que tenéis el derecho y el deber de mantener gozosa conversación con El; a vosotros, jó­venes ávidos de encontrar la llave del nuevo siglo; a vosotros, cristianos que queréis descubrir la síntesis posible, purificadora y beatificante de la vida vivida hoy de la fe que tenéis; a vosotros, hombres de nues­tro tiempo, lanzados a la vorágine de vuestras agobia-doras ocupaciones y sentís la necesidad de una certeza, de un consuelo que el mundo no os da; a todos os de­cimos: orad, hermanos, orate, fratres. No os canséis de intentar que surja del fondo de vuestro espíritu con vuestra íntima voz este: ¡ Tú!, dirigido al Dios inefa­ble, a ese misterioso Otro que os observa, os espera,

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nos ama. Y ciertamente no quedaréis desilusionados o abandonados, sino que probaréis la alegría nueva de una respuesta embriagadora: Ecce adsum; he aquí que estoy contigo (Is., 58, 9).

LA IGLESIA ES LA SOCIEDAD DE LOS QUE ORAN

(En la Audiencia General, 20-VIII-1966)

Vuestra visita nos encuentra de vacaciones. En ver­dad nos encuentra en esta residencia estival de los Pa­pas, donde el buen clima y la suspensión de algunos compromisos ordinarios de la acostumbrada actividad del Papa prometen el restablecimiento de nuestras es­casas fuerzas físicas (nos parece escuchar la invitación cortés que Cristo hizo en una ocasión a sus apóstoles: "Venid aparte, a un lugar solitario, y descansad un poco" (Me, 6, 31), y nos encuentra en un sitio donde al mismo tiempo podemos dedicarnos con mayor em­peño y tranquilidad a dos formas de actividad inhe­rentes a nuestro oficio apostólico: el estudio y la ora­ción.

Esta última especialmente, la oración. Cuando pen­samos en las palabras del Maestro, que nos recuerda que es deseo del Papa encontrar adoradores "en espí­ritu y en virtud" (Jo., 4, 24); y cuando recordamos que El fue ejemplo y guía en la oración, y que siempre ex­hortó a los suyos a esta primordial actividad espiri­tual; cuando recordamos la escuela de los Apóstoles,

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que educaban a los nuevos fieles en la oración con­tinua (dice, por ejemplo, San Pablo a los tesalonicen-ses: "Orad sin descanso" — 1 , 5, 17—); cuando tra­tamos de entrar en la visión global del cristianismo, de su esencia religiosa, de su diseño sobrenatural de las relaciones entre Dios y el hombre, de su mensaje de vivificación de las almas, de la vocación de cada fiel al sacerdocio real, que lo autoriza a entrar en diá­logo con Dios, llamándolo Padre (cfr. Rom., 8, 15; Gal., 4, 6); cuando observamos la vida cristiana en la Historia, como se ha manifestado en sus expresiones más elevadas y genuinas, y cuando miramos las más verdaderas, profundas y descuidadas necesidades de los hombres de nuestro tiempo, no podemos menos que concluir con la primacía de la oración en el cam­po de la múltiple actividad de la Iglesia.

La Iglesia es la sociedad de hombres que oran. Su fin primordial es enseñar a orar. Si queremos saber lo que hace la Iglesia, debemos advertir que es una es­cuela de oración. Recuerda a los fieles la obligación de la oración; despierta en ellos la actitud y la nece­sidad de la oración; enseña cómo y por qué se debe orar; hace de la oración el "gran medio" para la salva­ción, y al mismo tiempo la proclama fin sumo y pró­ximo de la verdadera religión. La Iglesia hace de la religión la expresión elemental y sublime de la fe: creer y orar se funden en un mismo acto, y al mismo tiempo hace de ella expresión de la esperanza: es la Iglesia que, consciente de la enseñanza de Cristo, nos recuerda continuamente cómo para obtener lo que de­seamos es necesario orar: "Pedid y recibiréis" (Jo., 16,

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24; Mt., 21, 22); y, finalmente, la Iglesia proclama la identidad de la oración con la caridad; Bossuet lo afir­ma : "Es evidente que es únicamente la caridad la que ora" (Serm., 1, 374). Orar es amar (cfr. Bremond, Fhil, de la priére, 21).

Todos conocéis cuanto se ha hablado, escrito y tra­bajado sobre la oración. Es tema de inagotable fecun­didad. Lo que importa ahora notar, si queremos co­nocer la misión de la Iglesia, es la importancia esencial y suprema que atribuye a la oración, tanto como acti­vidad personal, que brota del fondo del corazón hu­mano, o como culto divino, en el que se expresa la voz de la comunidad cristiana; contemplación y litur­gia son dos momentos indispensables y complemen­tarios de la expresión religiosa de la Iglesia, invadida por el influjo del Espíritu Santo y viviendo de Cristo, cuya vida persevera y actúa en ella (cfr. Maritain, Liturgie et contemplation; Desclée de Br.).

Todos conocéis también que la primera afirmación, que la primera reforma, la primera renovación, que el Concilio Ecuménico ha dado a la Iglesia ha tenido por objeto la Liturgia, es decir, la oración oficial y comuni­taria de la Iglesia misma. Recordémoslo bien.

¿Qué decir de quienes distinguen la actividad de la Iglesia en cultual y apostólica, separando una de otra, prefiriendo la segunda con menoscabo de la pri­mera? ¿Y qué decir de quienes creen artificiosa, eno­josa e inútil la vida interior, y prácticamente indican que es tiempo perdido y vano el esfuerzo consagrado al silencio exterior para brindar al diálogo interior su voz íntima? ¿Podrá alguna vez el cristianismo docu-

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mentarse a sí mismo ante el mundo necesitado de ver­dad vital, si no se presenta como arte de explorar la profundidad del espíritu, de conversar con Dios y de adiestrar a sus seguidores para la oración? ¿Habrá alguna vez un cristianismo, privado de una profunda, sufrida y amada vida de oración, la inspiración profé-tica, que le es necesaria para imponer entre las miles de voces que se oyen en el mundo la suya que grita, que canta, que apasiona y que salva? ¿Podrá tener los carismas indispensables del Espíritu Santo una activi­dad que pretendiese testimoniar a Cristo e infundir en la humanidad el fermento de la novedad regeneradora, que no encontrase en la humildad y en la sublimidad de la oración el secreto de su certeza y de su fuerza?

Os decimos estas cosas, queridos hijos, para que esté siempre en vosotros presente el concepto de la necesidad, de la prioridad de la oración, y para que sepáis corresponder a la solemne invitación del Con­cilio Ecuménico, que a todos invita a retornar a las aguas puras y vitales de la oración de la Iglesia; ya sabéis el esfuerzo que está realizando para devolverle al pueblo de Dios el sentido y la capacidad de orar con ella, y con ella celebrar y vivir sus misterios de gracia y de presencia divina.

Os decimos esto para que en el período veraniego cada uno de vosotros sepa encontrar algún momento de recogimiento interior, de fervor espiritual, de reno­vación religiosa. Que al descanso en las acostumbra­das fatigas profesionales vaya unida una vigilia espiri­tual; el tiempo libre también debe servir para esto.

Y puesto que vuestra visita nos ha conducido a es-

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ta consideración y nos ha surgido esta recomendación, confirmamos en vosotros el buen deseo de una reno­vación espiritual con nuestra bendición apostólica.

VACACIONES: TIEMPO PROPICIO PARA QUE EL HOMBRE SE ENCUENTRE A SI MISMO

(Durante el Ángelus, 15-VII-1973)

Nuestras palabras quieren ser hoy muy sencillas y cordiales, y ofrecer el deseo de buenas vacaciones a todos los que tienen la suerte de poder gozar de ellas; y, mientras Nos mismo damos gracias al Señor, que nos permite trasladar nuestra residencia veraniega des­de la ciudad al campo, inmediatamente nos ponemos a pensar cómo sacar provecho de esta estancia, si es posible, para un cierto descanso (el Señor mismo—lee­mos en el Evangelio— invitó a sus discípulos: "Venid aparte, y descansad unos instantes"; Me, 6, 31), para algún momento de silencio, de reflexión, de estudio, de oración; y querríamos justificar esta costumbre de disfrutar las vacaciones, ahora ya común, extendida y predominante sobre las exigencias de la severa disci­plina de la laboriosidad moderna.

Una página de filosofía humana se abre ante nos­otros, la que habla de la insuficiencia de nuestra ac­tividad ordinaria para satisfacer las necesidades espi­rituales del hombre, el cual, cuanto más oprimido se siente por los compromisos de su trabajo, tanto más

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sueña en poder evadirse de él y en tener un poco de "tiempo libre". El tiempo libre debería dar al hombre la satisfacción de encontrarse a sí mismo; y ello, por dos caminos distintos, pero que pueden hacerse con­vergentes si se recorren con inteligencia. El hombre desea encontrarse a sí mismo volviendo, en primer lu­gar, a un contacto directo y primordial con la natura­leza, con el grande, inmenso y estupendo cuadro del cosmos que nos rodea, del que frecuentemente nuestra vida ordinaria nos hace forasteros; y este contacto to­nificante debería ser el estímulo para una conciencia de las cosas y de nosotros mismos, que nos abre el se­gundo camino para la recuperación de nuestro ser per­sonal: el pensamiento y la oración, sobre todo, y en el logrado equilibrio de las propias facultades, el deseo del bien, el deber de amar y de atender libremente a las necesidades del prójimo.

De este modo, también hoy hemos sido llevados de nuevo a la visión realista de nuestra sociedad, de la cual acaso nos quería alejar el encanto de las vacacio­nes ; ahora bien, y sin duda alguna, en este instante de reposo físico y espiritual, nos hacemos más sensibles ante los sufrimientos de los demás; de todos aquellos, por ejemplo, que por compromisos de trabajo o por en­fermedad o por pobreza, no pueden gozar de la dis­tensión de las vacaciones; y de aquellos dramas atro­ces que todavía consuma el hombre sobre el hombre oprimido, o sorprendido por la delincuencia espantosa.

Por ello, "buenas vacaciones", pero jamás para el ocio o para el olvido de la realidad y del deber.

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ES NECESARIO CULTIVAR LA ORACIÓN LITÚRGICA Y LA ORACIÓN PERSONAL

(Al Congreso de Abades y Priores, l-X-1973)

Vuelta a lo primario para el humano existir

Sabemos que a la reunión que os congrega actual­mente le ha sido asignado un tema de gran importan­cia: el modo de sentir a Dios en la vida monástica. Dicho tema presenta varios aspectos, ya se considere según la doctrina bíblica, según la Sagrada Liturgia, según la Historia o según las condiciones y necesida­des de estos tiempos. Aprobamos claramente este te­ma, ya que, alterada esta época nuestra, no queda otro remedio que volver a los pensamientos grandes y pri­marios que conciernen a la existencia humana misma. El peligro de hoy consiste en que los hombres aparten lo sagrado de su espíritu y de la forma de conducirse y consideren que pueden prescindir de Dios, al menos en el empleo mismo de la vida. De este planteamiento secular pueden sentirse afectados, a veces, los que se entregaron al servicio divino y se adscribieron al mi­nisterio pastoral.

Vosotros, pues, en cuanto monjes declaráis, o con­viene que declaréis, por el aspecto, hábito y vuestro género de vida, ser vosotros hombres que no os dete­néis en las cosas inciertas y vanas de este mundo, sino que buscáis de todo corazón a Aquel que es Absolu­to; nos referimos a Dios solo, Dios sumo bien, Dios eterno. Brilla aquí, ciertamente, ante los ojos del espí­ritu la idea propia de la religión, por la cual el hombre

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arrepentido siente que está ordenado a Dios, creador, gobernador, fin último y autor de la salvación, al que rinde culto interno y externo. Así pues, esta religión abarca a todo el hombre y con mayor motivo arrastra a los que se consagran a Dios plenamente.

Excelencia de la oración

Así pues, vosotros, que "habéis elegido la mejor parte" (Le., 10, 42) como aquellos "cuyo principal de­ber es prestar a la divina majestad un humilde y al mismo tiempo noble servicio dentro de los muros del monasterio" (cfr. Conc. Vat. II, Decr. "Perfectae Cari-tatis", 9), afirmáis la fuerza preeminente de la vida in­terior, oponiéndoos a aquella secular inclinación por la que se mueven los mortales de salir como de su cen­tro y derramarse al exterior.

Para ser religiosos, a los que conviene plenamente este título singular, habéis de preocuparos por realizar un esfuerzo cotidiano y esforzaros igualmente median­te el plan de vida contemplativa por elevaros a Dios ya que estáis llamados a la profesión de sus consejos evangélicos. De este modo, no admitís el olvido de Dios y el curso profano de la vida que se extiende por el mundo en estos tiempos.

De todo lo que os hemos expuesto brevemente, bri­lla ya la excelencia de la oración que hay que elevar a Dios. Como ya sabéis perfectamente, conviene que to­dos los hijos de la Iglesia adoren al Padre "en espíritu y verdad" (confróntese Jn., 4, 23). Dado que en el mundo, en esta época, la oración está sometida a in-

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numerables asechanzas y sobre la misma se ciernen innumerables peligros, a vosotros, que estáis situados en una posición más afortunada está confiada la labor peculiar de llevar a cabo un estudio y una labor para que la Iglesia aparezca realmente como "Iglesia orante".

La liturgia y su renovación

Conocemos perfectamente cuánto os habéis preocu­pado con vuestro estudio del problema litúrgico en este Congreso. Nos alegramos sinceramente de vuestra diligencia y de vuestro deseo ardiente por conseguir que vuestra venerable tradición permanezca vigente en vosotros y se conserve, lo cual constituye la parte esencial de vuestra vida espiritual y que a lo largo de los siglos sirvió para potenciar la vida de la misma Iglesia. Sabemos también que os sentís afectados por cierta angustia sobre la fuerza vital, el alto significado y los beneficios que han surgido de la reforma litúrgi­ca llevada a cabo por vosotros; a esta ansiedad se une el temor de que los mismos beneficios no se interpre­ten rectamente, acaso más por el hecho de que, en tor­no al orden que debía observarse en la Liturgia de las Horas, aparecieron diversas inclinaciones de ánimo en la gran familia de San Benito; es decir, si conviene que en vuestros diversos monasterios el mismo orden sea uniforme o peculiar.

Dicho problema reviste gran importancia, ya en lo que concierne a vuestra constante tradición histórica y espiritual, ya en cuanto a vuestra unión monástica, que ya no se confirmaría con una sola fórmula de la Sagra-

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da Liturgia, sino que se expresaría con muchas y dis­tintas voces, de suerte que al cantar las alabanzas di­vinas ya no seríais "los que dicen con una sola voz". Por tanto, sobre este problema es necesario reflexionar de nuevo, ciertamente, con un plan que abarque todo de acuerdo con los votos emitidos por vosotros, antes de que se promulguen nuevas normas, que tengan fuer­za de precepto.

Atención también a la oración privada

Verdaderamente deseamos afirmar que así sucede­rá, a fin de que las dificultades surgidas se consideren de tal modo que se tenga la debida cuenta de los be­neficios ya conseguidos, mientras que trabajáis con un esfuerzo común por ofrecer a este mundo, que tiene el espíritu secularizado, el testimonio de la oración fervorosa y viva. Asegurándoos nuestra paternal solici­tud por el bien de vuestras comunidades monásticas, os prometemos que hemos de considerar atentamente el éxito y los frutos de la labor llevada a cabo por vos­otros en este asunto y os confesamos tenemos en gran estima la sabiduría con que os entregáis a este pro­blema.

Pero no solamente debéis ocuparos de cumplir el oficio de la oración litúrgica, cuya importancia es real­mente grande, sino también de la oración privada; de este tema el Concilio Vaticano II ha hablado claramen­te (cfr. Const. Sacrosanctum Concilium, 12), y el mis­mo San Benito, en su Regla, manda que se trate de ella en el capítulo titulado "De reverentia orationis":

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"Debemos orar al Señor Dios de todas las cosas con toda humildad y devoción de pureza" (cap. 20; con­fróntese P. Delatte, "Commentaire sur le Regle de San Benoit", París, p. 217).

Las exhortaciones de vuestro padre fundador en modo alguno son ajenas a estos tiempos, en los que las cosas cambian y progresan rápidamente. Como en otras épocas, también ahora os corresponde constituir "la escuela de servicio del Señor" (Reg. prol.); es de­cir, conviene que vuestros monasterios estén dispues­tos de tal suerte, que los hombres que ingresan en ellos aprendan a servir a Dios y se dediquen constan­temente a este servicio. Este servicio comprende, en primer lugar, el culto divino, por el cual la virtud de la religión conduce al efecto que arriba indicamos y a la santificación.

Eficacia apostólica del trabajo

En lo que concierne al culto, conviene ilustrar el mismo con una luz peculiar; mientras cultiváis cons­tante y piadosamente, como corresponde, la Sagrada Liturgia, debe resonar aquella voz suavísima de la Igle­sia que canta y no cesa nunca en vuestras sagradas re­sidencias. Pues también los hombres actuales perciben la fuerza inefable, que eleva los espíritus, contenida en el canto, el cual, con suave armonía, interpreta el sen­tido de la adoración, de la alabanza, de la penitencia y de la oración.

En lo que concierne a la santificación, debe tenerse

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presente esta sentencia de San Agustín: "No solamen­te tu voz ha de cantar las alabanzas de Dios, sino que tus obras deben estar de acuerdo con tu voz" (Enarr. in Psal. 2; "P. L.'\ 37, 1899).

Aunque estáis separados del mundo, para entrega­ros a Dios, sin embargo, "habéis sido separados para el Evangelio de Dios" (cfr. Rom., 1). De vuestros mo­nasterios debe brotar aquella secreta fecundidad apos­tólica, de la que habla el Concilio (cfr. Decr. "Perfectae Caritatis", 7) y derramarse en la misma Iglesia y en la sociedad de los hombre. Prepárese en ellos el fermento para conseguir que se renueve el mundo por la fuerza divina operante.

Además, esta santificación no sólo concierne a la vida del alma, sino también a aquellas cosas que ha-hacéis en el dominio del cultivo de la inteligencia, en cuanto que, por citar algunos ejemplos, os entregáis, para común provecho, a los estudios especiales de los problemas litúrgicos, bíblicos e históricos, o perseve­ráis en el trabajo, principalmente en el que se hace con las manos. Mediante él, ciertamente —permítasenos añadir esto—, podéis ayudar a los hombres que sufren pobreza y otras calamidades, sin dejar de observar, co­mo es natural, las normas de la institución monástica. Ello está de acuerdo con el criterio de los padres del Concilio, que exhortan a los religiosos en los siguien­tes términos: "lleven el alimento a los necesitados a todos los cuales deben amar en las entrañas de Cristo" (cfr. Decr. Perfectae Caritatis, 13; Constitución Gau-dium et Spes, 42).

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Valor de la vida en común

Finalmente, no sólo la vida de cada uno de vos­otros, sino, incluso, toda la vida común que os une con el dulce vínculo de la caridad, debe brillar con esta nota de santificación; por la sociedad vivida en co­mún, que se dirige a Dios, cada uno de vosotros sea ayudado a prestar el servicio del Señor, impelido a trabajar en favor de los hermanos, y defendido de los peligros. Así, verdaderamente ofrecéis al mundo el testimonio de la santidad de la Iglesia.

Por último, una comunidad de estas características es como un cierto noviciado, en el cual los religiosos, durante el curso de la vida, se preparan para el día sempiterno. Con razón, San Benito, entre los instru­mentos de las buenas obras, incluye éste: "Desear la vida eterna con todo deseo espiritual" (Reg. cap. 4).

Dé ejemplo de todo esto y excite a lo mismo a los hermanos que están confiados a su cuidado. Aunque la misión de gobernar se ha hecho más difícil en estos tiempos, sin embargo, aquel a quien "se considera hace las veces de Cristo... en el monasterio" (Reg. cap. 2), debe procurar, con todas sus fuerzas, que el vigor de la vida espiritual y de la disciplina monástica se con­firme, se aumente y, si es necesario, se recupere. El abad también debe aspirar constantemente a conser­var íntegra la unión con el magisterio de la Iglesia co­mo canal por el que debe manar el agua viva para él mismo y para los hermanos que preside.

Con espíritu amoroso teníamos que deciros estas cosas, y no dudamos de que trabajaréis a fin de que vuestra Orden goce para la edificación de la Iglesia de

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fuerzas espirituales, incluso en estos tiempos, y se adapte prudentemente a sus necesidades. A ello os aliente también el ya anunciado Año Santo, que, como sabéis, queremos que sea un tiempo de renovación in­terior.

Finalmente, como prenda de dones celestiales y como testimonio evidente de nuestro afecto, os impar­timos en el Señor la bendición apostólica, a vosotros, aquí presentes, y a todos los miembros de vuestras familias.

LA ORACIÓN ES UNA ACTIVIDAD FUNDAMENTAL DEL HOMBRE

(En la Audiencia General, l-IX-1965)

La oración y las relaciones entre Dios y el hombre

Descubriéndoos nuestros sentimientos sobre esta grande y especial necesidad de la oración común, cree­mos disponer vuestro pensamiento a una exploración bien conocida, pero en este caso muy instructiva y característica de la religión católica. Inmensa explo­ración para quien la quisiera realizar, como que nos introduce en la visión general de las relaciones entre Dios y el hombre; son relaciones que, mediante Cris­to, admiten nuestro diálogo con Dios, como palabras de hijos a su Padre; son relaciones que admiten, no solamente la Providencia vigilante sobre nuestra vida, sino que demuestran que el orden sobrenatural de tal

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forma penetra en nuestra vida, mediante la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo, que se han de atribuir a Dios y a nosotros, realizados en colabora­ción, nuestras acciones: "Somos cooperadores de Dios", dice San Pablo (1 Cor., 3, 9); son relaciones, por tanto, que exigen la combinación de los dos prin­cipios, estrictamente desiguales, Dios y el hombre, con­curriendo a un solo resultado, nuestro bien, nuestra salvación. Pero este concurso de Dios en círculo hu­milde de nuestra actividad personal, este encuentro de su voluntad con la nuestra, esta admirable y miste­riosa fusión de su amor con nuestro pobre amor, exi­ge, por nuestra parte, junto a la modesta pero total contribución de nuestra limitada eficacia, la mejor dis­posición para aceptar la eficiencia divina; exige un estado de deseo y súplica, que se llama oración. La oración abre la puerta de nuestros corazones a la ac­ción de Dios en nosotros; y si nosotros, creyentes y católicos, estamos convencidos de esta ordenación so­brenatural de las cosas de nuestra vida, instaurada por Cristo, nos persuadiremos de que la oración es una actividad fundamental, una actitud necesaria y normal para el recto y santo desarrollo de nuestra existencia presente y para la consecución de la futura.

LA ORACIÓN A MARÍA

(De la homilía del Papa con motivo de la festividad de la Asunción, 15-VIII-1964)

Finalmente, el diálogo, la oración. Debemos hon-

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rar a la Virgen. Bienaventurados si somos fieles en re­citar bien la oración popular y estupenda del Santo Rosario, que es como vaciar nuestro afecto en la in­vocación: Ave María, Ave María, Ave María... Será afortunada nuestra existencia si está engarzada esta serie de rosas en estas guirnaldas de alabanzas a María y a los misterios de su divino Hijo. Además, juntamen­te con el Rosario, la Iglesia pone en nuestros labios otras plegarias marianas. No debía de pasar nunca un día sin que todos los fieles dirigieran un saludo, un pensamiento a la Virgen, para conseguir de esta forma un rayo de luz y de sol sobre nuestra vida. Resueltos y fervorosos en la oración, descubriremos, precisamen­te en esta necesidad de invocación, las necesidades que tenemos; y sabiendo que llamamos a la puerta de un corazón de inagotable bondad y misericordia como es el de María, le expondremos todas nuestras nece­sidades dándonos cuenta de ellas —podríamos decir— precisamente por la esperanza que enciende su ayuda maternal.

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¿QUE ES LA ORACIÓN?

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ES NECESARIO INVITAR A LA ORACIÓN, Y EDUCAR EN ELLA, A LOS HOMBRES DE NUESTRO TIEMPO

(En la Audiencia General, 22-VIII-1973)

Cuando nos proponemos llevar a cabo una renova­ción religiosa, en virtud de la dinámica de las cosas, pensamos en una reanudación de la plegaria tanto in­dividual como colectiva. No en vano la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, es decir, sobre la oración oficial de la Iglesia, sobresale entre los documentos del reciente Concilio. La oración (o plegaria) es el acto característico de la religión (cfr. S. Tomás, II-II, 83, 3); por ello, deseando imprimir a la vida religiosa una conciencia y una expresión a tono con las necesidades y las actitudes de los hombres de nuestro tiempo, es indispensable que los invitemos y los eduquemos para orar. ¡Un tema realmente sin límites! Lo sabemos; pero séanos permitido reducir nuestro discurso a las más elementales observaciones.

Con una pregunta en primer lugar: ¿reza hoy el hom­bre?

Donde la Iglesia tiene vida, sí. La plegaria es la res-

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piración del Cuerpo místico, es su conversación con Dios, es la manifestación de su caridad, es el esfuerzo por llegar al Padre, es el reconocimiento de su provi­dencia en la dinámica de los acontecimientos en el mundo, es la súplica a su misericordia y a la interven­ción de su ayuda en la deficiencia de nuestras fuerzas, es la confesión de su necesidad y de su gloria, es la alegría del pueblo de Dios de poder aclamar a El, Dios, y a todo lo que de El recibimos, es la escuela de la vida cristiana. Es decir, la plegaria es una flor que ger­mina sobre una raíz doble viva y profunda: el sentido religioso (raíz natural) y la gracia del Espíritu Santo (raíz sobrenatural), que anima en nosotros la oración (cfr. Rom., 8, 26; H. Bremond, Intr. a la Phil. de la Priére, p. 224, etc.). Más aún, se puede decir que la plegaria es la expresión-vértice de la Iglesia, pero es también su alimento, su principio; es el momento clá­sico en el que la vida divina comienza a circular en la Iglesia; por ello deberemos tener el máximo cuidado y una elevadísima estima de ella, recordando clara­mente, como dice el Concilio, que '7a sagrada liturgia no agota toda la acción de la Iglesia; en efecto, es ne­cesario que antes..., los hombres sean llamados a la fe y a la conversión" (Cost. S. Conc. 9).

¿Cómo hacer orar a los hombres de nuestro tiempo?

Y ahora he aquí otro obstáculo colosal a la renova­ción religiosa augurada por el pasado Concilio y pro­gramada por el próximo Año Santo: ¿cómo hacer que recen los hombres de hoy?

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Porque debemos reconocer que la irreligiosidad de tantas personas de nuestro tiempo hace muy difícil el encender la plegaria fácil, espontánea, jubilosa, en las mentes de nuestros contemporáneos. Simplificando, hablaremos de objeciones de dos clases: primera, la que contesta radicalmente la razón de ser de una ple­garia, como si ella careciese del divino Interlocutor al que se dirige, y, por ello, es superflua, inútil, más aún, perjudicial para la autosuficiencia humana y, en con­secuencia, para la personalidad del hombre moderno; y segunda, la que olvida prácticamente medirse con esta experiencia y tiene los labios y el corazón cerra­dos, como quien no se atreve a expresarse en una len­gua extranjera desconocida y se ha acostumbrado a concebir la vida sin relación alguna con Dios (a la manera de Francisca Sagan, que dijo un día a un in­formador : "¡Dios! ¡Jamás pienso en El!". Ch. Moeller, L'homme moderne devant le salut, p. 18).

Obstáculo colosal, decíamos; pero no es insupera­ble. Por un motivo muy sencillo; porque, quiérase o no, la necesidad de Dios es innata al corazón huma­no. El cual tantas veces sufre o se degrada en escep­ticismo ilógico, porque ha vuelto a sentir dentro de sí la voz que, por infinidad de estímulos, desearía diri­girse al cielo no como a un cosmos vacío y terrible­mente misterioso, sino como al Ser primero, absoluto, creador, al Dios vivo (cfr. R. Guardini, Dieu vivant; P. C. Landucci, // Dio in cui crediamo; Simone Weil, Atiente de Dieu; muerta en Ashford, justamente hace treinta años, el 24 de agosto 1943). En efecto, por lo que valen al menos como fenómenos psico-sociales,

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se advierten en la presente generación juvenil expre­siones extrañas de misticismo colectivo, que no siem­pre es mistificación artificial, y que parece, en cam­bio, sed de Dios, desconocedora acaso todavía de la fuente verdadera en la que apagarse, pero sincera al pronunciarse silenciosamente tal como es; sed, sed profunda.

Atención particular a la plegaria en la renovación es­piritual.

Como quiera que sea, nosotros prestaremos al pro­blema de la oración, ya sea personal y, por tanto, gra­duada de acuerdo con las exigencias de la edad y del ambiente o ya sea comunitaria y, por tanto, proporcio­nada a la vida colectiva, una atención particular, jus­tamente en orden al renacimiento espiritual que esta­mos esperando y preparando.

Podemos reunir empíricamente como un decálogo de sugerencias dirigidas a nosotros por tantos valero­sos operarios en el campo contemporáneo del reino de Dios. Helas aquí, a título de sencilla, pero no acaso vana información.

I. Es necesario dar aplicación fiel, inteligente y diligente a la reforma litúrgica promovida por el Con­cilio y precisada por las autoridades competentes de la Iglesia. Quien la impide, o la retrasa inconsiderada­mente, pierde el momento providencial de una verda­dera reviviscencia y de una feliz difusión de la religión católica en nuestra época. Después se aprovecha de la

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reforma para entregarse a experiencias arbitrarias, des­pilfarra energías y ofende el sentido eclesial.

Ha llegado la hora de una observancia genial y concorde de esta solemne 'Vex orandi" en la Iglesia de Dios: la reforma litúrgica.

II. Siempre será oportuna una catequesis filosófi­ca, escritural, teológica, pastoral, sobre el culto divino tal como la Iglesia lo profesa hoy; la oración no es sentimiento ciego, es proyección del alma iluminada por la verdad y movida por la caridad (cfr. S. Th. II-II, 83, 1 ad 2).

La gravedad del "precepto festivo"

III. Voces autorizadas nos recomiendan aconsejar gran cautela en el proceso de reforma de costumbres populares religiosas tradicionales, cuidando no apagar el sentimiento religioso al revestirlo de nuevas y más auténticas expresiones espirituales; el gusto de lo ver­dadero, de lo bello, de lo sencillo, de lo comunitario e incluso de lo tradicional (donde merece ser honrado) debe presidir las manifestaciones exteriores del culto, tratando de conservar en ellas el afecto del pueblo.

IV. La familia debe ser una gran escuela de pie­dad, de espiritualidad, de fidelidad religiosa. ¡La Igle­sia tiene una gran confianza en la delicada, autorizada, insustituible labor pedagógico-religiosa de los padres!

V. Más que nunca conserva su gravedad, y su im­portancia fundamental, la observancia del precepto fesivo. La Iglesia ha concedido facilidades para hacer

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posible dicha observancia. Quien tiene conciencia del contenido y de la funcionalidad de este precepto de­bería considerarlo no solamente un deber primario, sino también un derecho, una necesidad, un honor, una suerte a la cual un creyente vivo e inteligente no puede renunciar sin motivos graves.

VI. La comunidad constituida afirma la prerroga­tiva de tener por sí la presencia de todos sus fieles, a algunos de los cuales, si les es permitida una cierta autonomía en la práctica religiosa en grupos distintos homogéneos, no debe faltar la comprensión del genio eclesial, que es el de ser pueblo, con un solo corazón y una sola alma, es decir, de estar también socialmente unida, de ser Iglesia.

Gran responsabilidad en la celebración de la misa

VII. El desarrollo de las celebraciones del culto divino, de la santa misa especialmente, es siempre un acto muy serio. Y por ello debe ser preparado y reali­zado con mucho cuidado, bajo todos los aspectos, in­cluido el exterior (gravedad, dignidad, horario, dura­ción, desarrollo, etc.; la palabra allí sea siempre sen­cilla y sagrada). Los ministros del culto tienen en este campo gran responsabilidad en la ejecución y en la ejemplaridad.

VIII. La asistencia de los fieles debe colaborar igualmente al digno cumplimiento del culto sagrado; puntualidad, compostura, silencio y, principalmente, participación; es éste el punto principal de la reforma

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litúrgica; todo se ha dicho, pero ¡cuánto queda por hacer!

IX. La oración debe tener sus dos momentos de plenitud, personal y colectiva, tal como se ha dicho de las normas litúrgicas.

X. ¡El canto! ¡Qué problema! ¡Animo! No es insoluble. Surge una nueva época para la música sacra. Por muchos se ha pedido que sea conservado para todos los países el canto latino y gregoriano del Glo­ria, Credo, Sanctus, Agnus Dei; Dios quiera que así sea. Se podrá volver a estudiar de qué forma conse­guirlo.

¡Cuántas cosas! ¡Pero qué hermosas, que senci­llas en el fondo! Y ¡cuánta fuerza tendría, si obser­váis, su nueva infusión espiritual en la comunidad de nuestros fieles para llevar a la Iglesia y al mundo la deseada renovación religiosa!

CONTEMPLAMOS LOS ALBORES DE UNA ASPIRACIÓN ESPIRITUAL

(En la Audiencia General, 30-1-1974)

Como la luz del cometa (que en estas noches he­mos admirado en el cielo), así también la luz de la Navidad, aunque clausurado el ciclo de sus festivi­dades, continúa iluminando nuestra reflexión sobre la renovación de nuestra vida espiritual. ¿Cómo la ilu-

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mina?, por medio de un razonamiento, de una teolo­gía que informa todo nuestro sistema religioso, espe­cialmente en orden a aquel acto religioso por excelen­cia, que llamamos oración, y que a nosotros, como a todos los que pretenden promover tal renovación (el Año Santo constituye uno de sus puntos de partida), nos urge muchísimo, ora como expresión individual, ora como voz colectiva del pueblo.

Veamos. La Navidad ha inaugurado y establecido una relación nueva, plena, directa, filial con Dios, me­diante la Encarnación, es decir, la venida entre nos­otros del Verbo de Dios hecho hombre. Esta humana presencia de Dios entre nosotros, instaurada en Je­sucristo, produce dos efectos primarios, propios para una convivencia y para la conversación que se deriva de la misma: primer efecto, el de escuchar; Jesús es mensajero de la Buena Nueva, del Evangelio de la palabra de Dios, expresada en lenguaje humano; hecho éste de incalculable e inagotable importancia, y que clasificamos bajo la gran palabra: fe. La fe es una escucha de la palabra de Dios. Segundo efecto, el de hablar, y que llamamos oración. No podemos perma­necer mudos e inertes después de escuchar la voz de Cristo; deberemos, al menos, hacer nuestro el comen­tario evangélico de algunos oyentes de su palabra: "¡Jamás hombre alguno habló como este Hombre!" (Jn., 7, 46); o exclamar, llenos de entusiasmo como la mujer anónima del Evangelio: "¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!" (Le, 11, 27). O bien, nos deberemos atrever, al igual que los apóstoles, a interrumpir el discurso del Señor

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para pedir alguna explicación: "Señor, enséñanos a orar, de la misma manera que Juan enseñó a sus dis­cípulos" (Le, 11, 1).

La oración, primer diálogo con Dios

La oración es el primer diálogo que el hombre pue­de desear tener con Dios. Admitida la existencia de una relación con Dios, es decir, una religión, nace es­pontánea y después, obligada, la necesidad de dirigir a El una palabra por nuestra parte. Esta palabra, más que del sentimiento, o de la ignorancia, o del interés, como frecuentemente se afirma, debe brotar de un fundamental acto de inteligencia, casi instintivo, casi intuitivo: si Dios existe, si Dios es accesible para mí yo le debo una palabra, una expresión por mi parte; es una necesidad espiritual y moral (confróntese Santo Tomás, II-II, 83, 2); es una actitud normal y habitual que procede de la relación metafísica de mi ser de creatura respecto a Aquel, que es Principio sumo y necesario, y que corresponde al precepto evangélico: "Es necesario orar siempre, y no desfallecer jamás" (Le, 18, 1).

Por otra parte, las dos formas esenciales, bajo las que se expresa la oración, justifican esta exigencia ha­bitual, al menos potencial, de oración; la alabanza y la súplica. Dios puede ser el objeto de nuestras ala­banzas, de nuestra "elevación de la mente" hacia El, una elevación que, de suyo, no debería desfallecer; forma parte de nuestro concepto de la vida, de nuestra conciencia de criatura, de nuestro conocimiento de

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estar siempre pendiente de la omnipotencia y gratuita acción generadora de la causa primera. De esta forma, Dios puede ser objeto de nuestra petición demandando la acción auxiliadora de la Divina Providencia.

Toda religión, bajo modos y medidas diversas, se expresa así. Nuestra religión, ¿qué añade a esto de suyo, de original?

Aquí sería necesario un tratado para responder. Nosotros consideramos ahora sencillamente la actitud fundamental de la oración cristiana, la actitud que pro­cede del hecho recordado, de la Navidad, de la En­carnación, de la relación única y felicísima que Cristo ha establecido entre Dios y la humanidad.

La negación actual de la oración y su necesidad

Vayamos por puntos. Primer punto: el hecho de la oración debe ser subrayado en nuestra vida cristiana. Notemos a este propósito dos hechos capitales que in­ciden en nuestra vida moderna; uno, negativo; no se quiere orar ya, no se sabe orar, y, de hecho, desgra­ciadamente, muchísimas gentes no rezan y por moti­vos terribles, pero falsos. Conocemos la gravedad de esta afirmación, la cual se refiere a la gran polémica con el ateísmo práctico y con el ateísmo teórico de nuestra época.

La ausencia de oración, la alergia a cualquier acto religioso, la ilusión de la autosuficiencia, el engrei­miento del progreso científico y técnico, como si dicho progreso desvaneciese la concepción religiosa del uni­verso y de la vida —mientras que la documenta y la

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reclama cada vez más—, el sometimiento a ciertas mentalidades dominantes, políticas y sociales, y así sucesivamente, parecen justificar la llamada "muerte de Dios"; pero que si nos fijamos detenidamente es más bien la muerte de la idea de Dios en el hombre y por ello de todo lo que da al hombre fundamento y riqueza de verdad, de dignidad, de esperanza. Dis­curso largo y dramático, pero bástenos ahora el ha­berlo identificado una vez más. El otro hecho, de di­mensiones distintas, pero de significado grande: en el corazón de la generación presente renace una necesi­dad, una orientación, una simpatía hacia cierta forma de oración. Estamos acaso todavía en los primeros al­bores de una aspiración espiritual, extraña quizá, pero humanística; y en aquellos que han dirigido sus pa­sos por el sendero de la auténtica espiritualidad cris­tiana resplandece ya el alba con luz matutina y prima­veral : ¡ cuan bello, cuan verdadero, cuan sabio es orar!

La esperanza, característica de nuestra oración

Y he aquí, entonces, el segundo punto: la caracte­rística intrínseca de la oración cristiana es la confianza. Se explica: si la relación entre el hombre y Dios es la relación inaugurada y establecida por Cristo, la oración no es un monólogo, no es ya una voz en las tinieblas, no es un intento que se resuelve en poesía desespera­da, sino que es verdaderamente un diálogo, es un re­curso no sólo a un precepto divino, sino también una promesa: "Orad y seréis escuchados..." (Mt., 7, 7). El

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concepto de una bondad que nos escucha, que nos quiere bien, que está dispuesta a atendernos se hace dominante en la mentalidad cristiana: "¿Quién, acaso, entre vosotros —enseña el Señor— cuando un hijo suyo le pide pan, le da una piedra?" (Mt„ 7, 9).

¡Palabras dulcísimas! ¡Este es el Evangelio! Este es el fundamento de nuestra oración.

Ciertamente, también aquí puede existir un peligro para nuestra mezquina psicología terrena, el peligro de pretender que la oración sea el remedio fácil para todas nuestras necesidades temporales. La religión, si se concibe como puramente utilitaria, puede hacer que nuestra oración degenere en fantasía, en superstición, en simonía. Pero si ella, incluso expresando a Dios nuestros males y nuestros deseos terrenos y buenos, se mantiene al nivel de una verdadera conversación con Dios, no perderá su característica confianza, aun cuando no consiga automáticamente las gracias que pide, y confirmará su optimismo descubriendo que "to­das las cosas cooperan al bien para los que aman a Dios" (Rom., 8, 28). También el dolor, y San Agustín añade: ¡hasta nuestros pecados!

Así pues, a esto queríamos llegar; crear en nos­otros, en nuestro pueblo, una mentalidad de confianza para la oración, para la esperanza. Que este binomio: oración y esperanza, sea nuestro programa.

Con nuestra bendición apostólica.

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LA ORACIÓN, COMO DIALOGO, REVELADORA DE LA PRESENCIA DE DIOS

(En la Audiencia General, 14-11-1973)

La oración en nuestro tiempo

También éste es un tema que se extiende sobre to­da la psicología del hombre de nuestro tiempo, y por ello lo examinamos, no ciertamente para haceros un estudio igual al mérito, tanto del objeto como de la amplia literatura que a él se refiere, ayer y hoy, sino sólo para identificar una de las líneas características y acaso esenciales del perfil humano moderno. ¿Se reza hoy? ¿Se advierte qué significado tiene la oración en nuestra vida? ¿Se siente el deber de la misma? ¿La necesidad? El consuelo? ¿Cuáles son los sentimientos espontáneos que acompañan a nuestros momentos de oración: la prisa, el aburrimiento, la confianza, la in­terioridad, la energía moral, o bien, incluso, el sentido del misterio? ¿Tinieblas o luz? ¿El amor, finalmente?

El sentido de la presencia de Dios

En primer lugar, cada uno por nuestra cuenta de­beremos intentar hacer esta exploración e inventar pa­ra uso personal una definición de la oración. Y podre­mos proponernos una definición muy elemental de la misma: La oración es un diálogo, una conversación con Dios. E inmediatamente vemos que la oración de­pende del sentido de presencia de Dios, que consegui­mos representar en nuestro espíritu, bien por la con-

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templación de la naturaleza, bien por una cierta ela­boración conceptual, bien por un acto de fe; nuestra actitud es como la de un ciego que no ve, pero que sabe tiene ante sí a un Ser real, personal, infinito, vivo, que observa, escucha y ama al que ora.

El diálogo de la oración

Entonces se inicia la conversación. Un Otro está aquí, y este Otro es Dios. Si faltase la advertencia de que Uno, es decir, de que El, Dios está en cierta me­dida en comunicación con el hombre que ora, éste se perdería en un monólogo, no tejería un diálogo; no se trataría para él de un verdadero acto religioso, que exige que sea entre dos, entre el hombre y Dios, sino de un monólogo, bello acaso, superlativo a veces, co­mo un supremo esfuerzo de volar hacia un cielo opaco y sin límites, pero que clama y, en este caso, llora con frecuencia en el vacío. Estaremos en el reino de la más lírica y más profunda fenomenología del espíritu, pero sin certeza, sin esperanza; más que nada, desola­ción, música apagada.

La trascendencia e inmanencia de Dios

No es así para nosotros, que sabemos que la ora­ción, es decir, el encuentro con Dios, es una comuni­cación posible y auténtica. Ponemos esta afirmación entre las certezas indiscutibles de nuestra concepción de la verdad, de la realidad en que vivimos. En térmi­nos sencillos: La religión es posible; y la oración es, por excelencia, un acto de religión (cfr. S. Th., II-II, 3).

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Henv-ks hablado de ello en otra ocasión, hasta sacando la conv"MSÍón de que existe no un Dios ausente e in­sensible, sino un Dios providencial, un Dios que cuida de nosotros, un Dios que nos ama (cfr. 1 Jn., 4, 10) y que, sobre todo, espera de nosotros ser amado (cfr. Deut., 6, 5; Mí., 22, 37). De aquí que un estado de ánimo primordial e importantísimo puede producirse en el que ora, resultante de la síntesis de esos senti­mientos diversos, aparentemente opuestos, el de la trascendencia de Dios deslumbrante, desbordante (cfr. Gen., 18, 27; Le, 5, 8), y el de su inmanencia, es decir, el de su inmediata vecindad, de su inefable presencia; dos sentimientos que se integran en la pequeña y po­bre celda de nuestro espíritu, e inmediatamente en­cienden en él un extraordinario ímpetu religioso, el cual puede balbucir pronto su doble expresión orante, la alabanza y la invocación, o bien puede, en algunas almas místicas, permanecer absorto en un silencio con­templativo, casi indescriptible (cfr. H. Bremond, Int. a la philosophie de la Priére).

La oración en el plano de la fe

Esta es la génesis de la oración, la cual, elevada al plano de la fe, dimanante de la escuela del Evangelio, adquiere una voz serena, dulce, casi connaturalizada con nuestro lenguaje humano, autorizado como está a llamar al Dios de los abismos con el amable y fami­liar nombre de Padre. "Pues así, nos enseña nuestro Maestro Jesús, oraréis: Padre Nuestro, que estás en los cielos." (Mt., 6, 9).

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Lecciones contra la espiritualidad, hoy

Sublime. Pero debemos admitir que el mundo de hoy no reza con gusto, no reza fácilmente; de ordina­rio no busca la oración, no la degusta, frecuentemente no la quiere. Haced por vuestra propia cuenta el aná­lisis de las dificultades que hoy tratan de eliminar la oración. La incapacidad: Donde no ha llegado una cierta instrucción religiosa es muy difícil que una ora­ción pueda de suyo formularse: El hombre, el mu­chacho, permanece mudo ante el misterio de Dios. Y donde la creencia en Dios ha sido declarada vana, su-perflua, perjudicial, ¿qué otras voces sustituyen a la oración? Y tras las insistentes lecciones contra la es­piritualidad, tanto la natural como la educada por la fe, lecciones de naturalismo, de secularismo, de paga­nismo, de hedonismo, es decir, lecciones que benefi­cian la deseada aridez religiosa, de las que una parte muy importante de la pedagogía moderna ha salpicado el alma de las muchedumbres, saturadas de materia­lismo, ¿cómo puede florecer en los corazones la poesía de la oración?

La sensualidad y el orgullo

Dos dificultades le serán hoy típicamente contra­rias; una de índole psicológica procedente de la abun­dancia, fantástica, profana y desgraciadamente con mu­cha frecuencia saturada de sensualidad y de libertinaje, profusión de imágenes sensibles, de las que los mo­dernos y por sí maravillosos instrumentos de comuni­cación social llenan la psicología social; el ámbito de

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la experiencia sensible no es, por sí, idóneo para la vida religiosa; puede servir de antecámara, si está sa­biamente unida a la vida del espíritu y a la reveren­cia de lo sagrado. La otra dificultad es el orgullo del hombre que ha avanzado por los caminos de la cien­cia y de la técnica, ciertamente maravillosas, pero también cargadas de la ilusión de la autosuficiencia. La oración, verdaderamente, es un acto de humildad, que exige una sabiduría superior, pero fácil de encon­trar su lógica justificación y su magnífica apología (cfr. S. Th., II-II, 82m. 3 ad 3).

Buenos ejemplos actuales

Pero, afortunadamente, ejemplos insignes, contem­poráneos, consuelan todavía nuestra tendencia innata a volver a buscar en Dios el complemento único, infi­nito de nuestros límites, y la realización bienaventu­rada de nuestros deseos y de nuestras esperanzas.

Nos, terminamos aquí. Pero confiamos en que que­rréis continuar el estudio sobre la oración; en un es­tudio sobre uno de los coeficientes de nuestra salva­ción. Que os acompañe nuestra bendición apostólica.

LA LITURGIA NOS ENSEÑA A ORAR CON LA IGLESIA Y POR LA IGLESIA

(En la Audiencia General, 3-IX-1969)

Necesidad de reavivar la fe

Desde hace algún tiempo estamos hablando de la

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necesidad para aquellos que desean mantenerse cris­tianos, y crecer de este modo en Cristo (Ef., 4, 15), de reavivar en sí mismos la fe sobrenatural, y de encender de nuevo así en el espíritu y en la práctica, la propia vida de oración.

La Liturgia y la piedad popular

Y estamos convencidos que tanto el culto divino, instituido y celebrado por la Iglesia jerárquica, es de­cir, la sagrada liturgia, cuanto la piedad popular y pri­vada que la Iglesia aprueba y favorece, pueden alimen­tar, "en espíritu y en verdad", como Cristo ha profe­tizado (Jn., 4, 23) la adoración del Padre, es decir, la auténtica y eficaz relación con Dios; pueden interpre­tar el corazón del hombre, no menos el de hoy que el de ayer, y ofrecerle expresiones más altas y más be­llas; pueden abrirle tanto el sendero de la especula­ción espiritual, contenta "en los pensamientos contem­plativos" (Par., 21, 117), cuanto el arte de traducir en oraciones las voces llorosas o triunfales de la humani­dad circunstante, y pueden ponerle sobre los labios las sílabas sencillas y profundas de los momentos decisi­vos de la vida.

Participación 'consciente en la Liturgia

Deberemos volver a leer, hijos queridísimos, aque­lla página grande del Concilio, que es la constitución sobre la sagrada liturgia, y procurar comprender lo que ella tiene de fiel a la tradición orante de la Iglesia, y lo que ella nos propone de nuevo, cuando especial-

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mente nos recuerda cómo en la celebración litúrgica se refleja y se cumple con plenitud el misterio de la Iglesia peregrina en el tiempo (cfr., n. 2), y cuando nos quiere no sólo asistentes, sino partícipes, "especial­mente en el divino sacrificio de la eucaristía", en el sagrado rito.

El movimiento litúrgico promovido por el Concilio

Bendecimos al Señor al observar que el movimien­to litúrgico, asumido y promovido por el Concilio, ha invadido la Iglesia y llega a la conciencia del clero y de los fieles. La plegaria coral del cuerpo místico, que es la Iglesia, se va extendiendo y animando al pueblo de Dios; se hace consciente y comunitaria; un aumento de fe y de gracia lo invade; y de este modo la fe so­brenatural se despierta, la esperanza escatológica guía la espiritualidad eclesial, la caridad adquiere de nuevo su primacía vivificante y operante, y justamente en este siglo sordo a las voces del espíritu, profano y casi pagano.

Importancia de la reforma litúrgica

Y deseamos estimular a los que prestan talento, obra y corazón, a este gigantesco esfuerzo para infun­dir en toda la comunidad católica nuevo y viviente aliento de sabia oración. La revisión en estudio de las formas y de los textos litúrgicos exige gran estudio y trabajo en quien la dispone, gran paciencia y asiduidad en quien debe realizarla, gran confianza y filial colabo­ración en quien debe adaptarse a ella, modificando los

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propios hábitos devotos y renunciando a los gustos propios.

Peligro de arbitrariedades en materia litúrgica

Esta reforma presenta algún peligro; uno especial­mente, el del arbitrio, y, por ello, el de una disgrega­ción de la unidad espiritual de la sociedad eclesial, de la excelencia de la oración y de la dignidad del rito. Os puede dar pretexto para ello la multiplicidad de los cambios introducidos en la oración tradicional y co­mún; y se produciría un daño inmenso si la solicitud de la madre Iglesia, al conceder el uso de la lengua vernácula, ciertas adaptaciones a deseos locales, cierta abundancia de textos y novedad de ritos, y no pocas otras formas del culto divino, crease la opinión de que no existe ya una norma común, fija y obligatoria en la oración de la Iglesia, y que cada uno puede presumir de organizaría y de desorganizarla a su capricho. No existiría ya pluralismo en el campo de lo permitido, sino deformidad, y a veces no sólo ritual, sino sustan­cial (como en las intercomuniones con quien no posee sacerdocio válido). Este desorden, que desgraciadamen­te se advierte por doquier, ocasiona un grave perjuicio a la Iglesia: por los obstáculos que opone a la reforma disciplinada, calificada y autorizada por ella; por la nota discordante que introduce en la armonía formal y espiritual del concierto de la oración eclesial; por el criterio religioso subjetivista, que alimenta en el clero y en los fieles; por la confusión y la debilidad que pro­duce en la pedagogía religiosa de las comunidades: un ejemplo ni fraternal ni bueno.

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Las misas para grupos particulares

Pretexto para tal arbitrariedad puede ser el deseo de tener un culto modelado sobre los gustos propios, un culto más reducido y más adecuado a las condicio­nes de quien participa en él, cuando incluso no se pre­tenda expresar un culto más espiritual. Deseamos ver en semejante deseo algún sentimiento bueno, que sa­brá tener en cuenta la sabiduría de los pastores. Nues­tra Congregación para el culto divino ha publicado una Instrucción sobre la celebración de las misas en am­bientes particulares, fuera de los edificios consagrados.

Necesidad de evitar los particularismos

Pero desearíamos exhortar a las personas de buena voluntad, sacerdotes y fieles, a no dejarse llevar por este indócil particularismo. Ofende, además de la ley canónica, el corazón del culto católico, que es la co­munión : la comunión con Dios y la comunión con los hermanos, de la cual es mediador el sacerdocio mi­nisterial autorizado por el obispo. Tal particularismo tiende a hacer la "iglesita", la secta, acaso; es decir, a apartarse de la celebración de la caridad total, a pres­cindir de la "estructura institucional" (como ahora se dice) de la Iglesia auténtica, real y humana, para ilu­sionarse con la posesión de un cristianismo libre y pu­ramente carismático, pero en realidad amorfo, difumi-nado y expuesto "a/ soplo de todo viento" (cfr. Ef., 4, 14) de la pasión o de la moda, o del interés temporal y político.

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No romper la comunión jerárquica

Esta tendencia a liberarse gradual y obstinadamen­te de la autoridad y de la comunión de la Iglesia, des­graciadamente, puede conducir lejos. No, como ha sido dicho por algunos a las catacumbas, sino fuera de la Iglesia. Puede, al fin, producir una fuga, una rotura y, por ello, un escándalo, una ruina. No construye, des­truye, ¿quién no recuerda las repetidas y todavía hoy vibrantes exhortaciones de Ignacio de Antioquía, el célebre mártir de los albores del siglo II: "Un solo altar, como un solo obispo" (ad Philad., 4); "nada ha­gáis sin el obispo" (ad Trall, II, 2); etc.? Porque el obispo es el principio y el fundamento de la Iglesia lo­cal, como el Papa lo es de toda la Iglesia (cfr. Denz., 1821-1826).

Orar con la Iglesia y por la Iglesia

Aquí se ve la relación entre Iglesia y oración. Aho­ra no hablamos; pero pensamos que para cuantos tie­nen, por un lado, el "sentido de la Iglesia", y, por otro, el deseo ardiente de una plegaria válida y viva es fácil intuirlo. Es necesario, hijos queridísimos, orar con la Iglesia y por la Iglesia.

LA ORACIÓN DE LAS HORAS, ALMA DE LA RENOVACIÓN ECLESIAL

(Constitución Apostólica Laudis Ccmticum, por la que se promulga el Oficio Divino Reformado según

el Concilio Vaticano)

El Cántico de alabanza, que resuena eternamente

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en las moradas celestiales, y que Jesucristo, Sumo Sa­cerdote, introdujo en esta tierra de destierro, ha sido continuado siempre por la Iglesia a lo largo de muchos siglos, con constancia y fidelidad, en la maravillosa va­riedad de sus formas.

La Liturgia de las Horas se desarrolló poco a poco hasta convertirse en oración de la Iglesia local, en la que, en tiempos y lugares establecidos, bajo la presi­dencia del sacerdote, se convertía en un complemento necesario para todo el culto divino contenido en el Sacrificio Eucarístico que influyera y llegase a todas las horas de la vida de los hombres.

El libro del Oficio Divino, incrementado gradual­mente por numerosas añadiduras en el correr de los tiempos, se convirtió en instrumento apropiado para la acción sagrada a la que estaba destinado. Sin em­bargo, toda vez que en las diversas épocas se introdu­jeron modificaciones notables en el modo de celebrar las horas, entre las cuales la celebración hecha por ca­da uno, no debe maravillarnos si el libro mismo, lla­mado después breviario, ha sido adaptado a las diver­sas formas, que exigían diversa composición.

El Concilio Tridentino, por falta de tiempo, no con­siguió terminar la reforma del Breviario, y confió el en­cargo de ello a la Sede Apostólica. El Breviario Roma­no, promulgado por nuestro predecesor San Pío V, en 1568, se preocupó, sobre todo, de acuerdo con el co­mún y ardiente deseo, de la uniformidad de la oración canónica, que había decaído en aquel tiempo en la Iglesia latina.

En los siglos posteriores fueron introducidas di-

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versas innovaciones por los Sumos Pontífices Sixto V, Clemente VIII, Urbano VIII, Clemente XI y otros.

San Pío X, en el año 1911, hizo publicar el nuevo Breviario, preparado a requerimiento suyo. Restable­cida la antigua costumbre de recitar cada semana cien­to cincuenta salmos, se renovó totalmente la disposi­ción del Salterio, se suprimió toda repetición y se tuvo la posibilidad de acompasar el Salterio ferial y el ciclo de la lectura bíblica con los oficios de los santos. Ade­más, el oficio dominical creció en importancia y fue valorizado ampliamente, para poder anteponerlo la mayoría de las veces a las fiestas de los santos.

Todo el trabajo de la reforma litúrgica fue reanu­dado de nuevo por Pío XII. El concedió el uso de una nueva versión del Salterio preparada por el Pontificio Instituto Bíblico, tanto en la recitación privada como en la pública; y, constituida en el año 1947 una comi­sión especial, le encargó que estudiase el problema del Breviario. Sobre el mismo tema, a partir del año 1955, fueron consultados los obispos de todo el mundo. Co­menzaron a gozarse los frutos de tan cuidadoso traba­jo con el "Decreto sobre la simplificación de las rúbri­cas", del 23 de marzo de 1955, y con "las normas so­bre el Breviario", que Juan XXIII publicó en el Có­digo de Rúbricas de 1960. Pero, a pesar de haber aten­dido sólo la mente en parte a la reforma litúrgica, el Sumo Pontífice Juan XXIII consideraba que los gran­des principios puestos como fundamento de la liturgia tenían necesidad de un estudio más profundo. El con­fió tal encargo al Concilio Ecuménico Vaticano II, que, por entonces, fue convocado por él.

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La reforma del Vaticano II

El Concilio trató de la liturgia en general y de la oración de las horas de forma difusa, bálida bajo un punto de vista espiritual, hasta tal punto que nada se­mejante se puede encontrar en toda la historia de la Iglesia. Durante el desarrollo del Concilio fue nuestra preocupación ocuparnos de la actualización de los de­cretos de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, inmediatamente después de su promulgación.

Por este motivo, en el mismo "Consejo para la Ac­tualización de la Constitución sobre la Sagrada Litur­gia", instituido por Nos, se creó un grupo especial, que ha trabajado durante siete años con gran diligencia e interés en la preparación del nuevo libro para la Li­turgia de las Horas, sirviéndose de la aportación de los doctos y expertos en materia litúrgica, teológica, espi­ritual y pastoral.

Después de haber consultado al Episcopado univer­sal y a numerosos pastores de almas, a religiosos y lai­cos, el citado Concilio, como igualmente el Sínodo de los Obispos, reunidos en 1967, aprobaron los princi­pios y la estructura de toda la obra y de cada una de sus partes.

Es conveniente, por tanto, exponer de forma deta­llada lo que concierne a la nueva ordenación de la Li­turgia de las Horas y a sus motivaciones.

1. Como se ha solicitado en la constitución "5a-crosanctum Concilium", se han tenido en cuenta las condiciones en las que actualmente se encuentran los sacerdotes comprometidos en el apostolado.

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Toda vez que el oficio es oración de todo el pueblo de Dios, ha sido dispuesto y preparado de suerte que puedan participar en él no solamente los clérigos, sino también los religiosos y los mismos laicos. Introdu­ciendo diversas formas de celebración, se ha querido dar una respuesta a las exigencias específicas de per­sonas de diverso orden y condición: la oración puede adaptarse a las diversas comunidades que celebran la Liturgia de las Horas, de acuerdo con su condición y vocación.

2. La Liturgia de las Horas es santificación de la jornada y, por tanto, el orden de la oración ha sido renovado de suerte que las horas canónicas puedan adaptarse más fácilmente a las diversas horas del día, teniendo en cuenta las condiciones en las que se des­arrolla la vida humana de nuestra época.

Por esto, ha sido suprimida la hora de prima. A las laudes y a las vísperas, como las partes fundamentales de todo el oficio, se les ha dado la máxima importan­cia: estas horas se presentan como verdaderas oracio­nes de la mañana y de la tarde. El oficio de la lectura, incluso conservando su nota característica de oración nocturna para aquellos que celebran las vigilias, puede adaptarse a cualquier hora del día. En lo que concier­ne a las demás horas, la hora media ha sido suprimida, de suerte que quien escoge una sola entre las horas de tercia, sexta y nona, pueda adaptarla al momento del día en el que la celebra, y no deba olvidar parte alguna del Salterio distribuido en las diversas semanas.

3. A fin de que en la celebración del oficio el espí-

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ritu esté de acuerdo con más facilidad con la palabra y la Liturgia de las Horas sea verdaderamente fuente de piedad y alimento para la oración personal'; en el nuevo libro de las horas la parte de oración fijada ca­da día ha sido reducida un tanto, mientras ha sido au­mentada notablemente la variedad de los textos y se han introducido diversas ayudas para la meditación de los salmos. Tales son los títulos, las antífonas, las ora­ciones sálmicas, los momentos de silencio que deberán introducirse oportunamente.

4. Según las normas publicadas por el Concilio'", el Salterio, suprimido el ciclo semanal, queda distri­buido en cuatro semanas, según la nueva versión lati­na preparada por la Comisión para la Nueva Vulgata de la Biblia, constituida por Nos. En esta renovada dis­tribución del Salterio han sido omitidos unos pocos salmos y algunos versículos de significado más bien duro, teniendo presentes las dificultades que pueden encontrarse, principalmente, en la celebración hecha en lengua vulgar.

A las laudes de la mañana para aumentar su rique­za espiritual han sido añadidos otros cánticos nuevos, tomados de los libros del Antiguo Testamento, mien­tras que otros cánticos del Nuevo Testamento, como perlas preciosas, han sido introducidos en las vísperas.

lecturas de la Biblia y de los Santos Padres

5. En el nuevo "ordo" de las lecturas tomadas de

1 Conc. Vat. II: Const. de Sacra Liturgia Sacro sane tum Concilium, núm. 90; AAS 50 (1964) p. 122.

- Ibid., núm. 91, pp. 122-123.

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\ñ Sagrada Escritura se extiende más copioso el tesoro de la palabra de Dios, y ha sido dispuesto a fin de que se corresponda con el orden de las lecturas en la misa.

Las perícopas presentan en su conjunto una cierta unidad temática, y han sido seleccionadas a fin de que reproduzcan a lo largo del año los momentos culmi­nantes de la gloria de la salvación.

6. Lectura cotidiana de las obras de los Santos Padres y de los escritores eclesiásticos, dispuestas se­gún los decretos del Concilio Ecuménico, presentan los mejores escritos de los autores cristianos, en particular de los padres de la Iglesia. Pero, para ofrecer en me­dida más abundante las riquezas espirituales de estos escritores, será preparado otro leccionario facultativo, a fin de que puedan obtenerse de él frutos más co­piosos.

7. De los textos de la Liturgia de las Horas ha sido eliminado todo lo que no responde a la verdad histórica. Igualmente, las lecturas, especialmente las hagiográficas, han sido revisadas a fin de exponer y colocar en su justa luz la fisonomía espiritual y el pa­pel ejercido por el Santo en la vida de la Iglesia.

8. A las laudes de la mañana han sido añadidas las preces, en las cuales se quiere consagrar la jornada, y se hacen invocaciones para el comienzo del trabajo cotidiano. En las vísperas se hace una breve oración de súplica, estructurada como la oración universal.

Al término de las preces ha sido restablecida la oración dominical. De este modo, teniendo en cuenta

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el rezo que se hace de ella, incluso en la misa, queda restablecido en nuestra época el uso de la Iglesia an­tigua de recitar esta oración tres veces al día.

Renovada, pues, y restaurada totalmente la oración de la Santa Iglesia, según la antiquísima tradición y habida cuenta de las necesidades de nuestra época, es verdaderamente deseable que anime profundamente to­da la oración cristiana, se convierta en su expresión y alimente con eficacia la vida espiritual del pueblo de Dios.

Por esto, confiamos mucho en que se despierte la conciencia de aquella oración que debe realizarse "sin interrupción" 3, que nuestro Señor Jesucristo ha orde­nado a su Iglesia. De hecho, el libro de la Liturgia de las Horas, distribuido en el tiempo apropiado, está destinado a sostenerla continuamente y ayudarla. La misma celebración, especialmente cuando una comu­nidad se reúne por este motivo, manifiesta la verdadera naturaleza de la Iglesia en oración, y aparece como su señal maravillosa.

Oración comunitaria

La oración cristiana es, ante todo, oración de toda la familia humana, a la que Cristo se asocia *. En la celebración de estas plegarias participa cada uno, pero es propia de todo el cuerpo; por ello se funden juntos la voz de la amada Esposa de Cristo, los deseos y los

:i Cf. Le. 18, 1; 21, 36; 1 Jim. 5, 17; Efes. 6, 18. 4 Cf. Conc. Vat. II: Const. de Sacra Liturgia Sacrosanc-

tum Concilium, núm. 83; AAS 50 (1964) p. 121.

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votos de todo el pueblo cristiano, las súplicas y los ruegos por las necesidades de todos los hombres.

Esta oración recibe su unidad del corazón de Cris­to. Quiso, en efecto, nuestro Redentor "que la vida iniciada en el cuerpo mortal con sus oraciones y su sacrificio continuase durante los siglos en su Cuerpo Místico que es la Iglesia"'; de donde se sigue que la oración de la Iglesia es "oración que Cristo, unido a su Cuerpo, eleva al Padre" 6. Es necesario, pues, que, mientras celebramos el oficio, reconozcamos el eco de nuestras voces en la de Cristo y la voz de Cristo en nosotros T.

A fin de que después brille más claramente esta característica de nuestra oración, es necesario que flo­rezca de nuevo en todos "aquel suave y vivo conoci­miento de la Sagrada Escritura" 8, que transpira de la Liturgia de las Horas; de suerte que la Sagrada Escri­tura se convierta realmente en la fuente principal de toda la oración cristiana. Sobre todo, la oración de los salmos, que acompaña y proclama la acción de Dios en la historia de la salvación, debe ser tomada con renovado amor por el pueblo de Dios; lo que se rea­lizará más fácilmente, si se promueve con mayor dili­gencia ante el clero un conocimiento más profundo de los salmos, según el sentido entendido por la Sa­grada Liturgia, y se hacen partícipes de ello todos los

•"' Pío XII: Carta encíclica Mediator Dei, 20 noviembre 1947, núm. 2; AAS (1947) p. 522.

6 Conc. Vat. II: Const. de Sacra Liturgia Sacrosanctum Concilium, núm. 84: AAS 56 (1964) p. 121.

7 Cf. SAN AGUSTÍN: Narraciones en salmo, 85, n. 1. " Conc. Vat. II: Const. de Sacra Liturgia Sacrosanctum

Concilium, núm. 24; AAS 56 (1964) pp. 106-107.

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fieles con una catequesis oportuna. La lectura más de­tallada de la Sagrada Escritura no sólo en la misa, sino también en la nueva Liturgia de las Horas, hará, cier­tamente, que la historia de la salvación se conmemore ininterrumpidamente y se anuncie eficazmente su con­tinuación en la vida de los hombres.

Oración de la Iglesia y oración personal

Puesto que la vida de Cristo en su Cuerpo Místico perfecciona y eleva también la vida propia o personal de todo fiel, debe rechazarse cualquier oposición entre la oración de la Iglesia y la oración personal; e incluso deben ser reforzadas e incrementadas sus mutuas re­laciones. La meditación debe encontrar un alimento continuo en las lecturas, en los salmos y en las demás partes de la Liturgia de las Horas. El mismo rezo del oficio debe adaptarse, en la medida de lo posible, a las necesidades de una oración viva y personal, por el he­cho, previsto en la "Institución general", que deben escogerse tiempos, modos y formas de celebración que respondan mejor a las situaciones espirituales de los que oran. Cuando la oración del oficio se convierte en verdadera oración personal, entonces se manifiestan mejor los lazos que unen entre sí a la liturgia y a toda la vida cristiana. La vida entera de los fieles, durante cada una de las horas del día y de la noche, constituye como una "leitourgia", mediante la cual ellos se ofre­cen en servicio de amor a Dios y a los hombres, adhi­riéndose a la acción de Cristo, que con su vida entre nosotros y el ofrecimiento de Sí mismo ha santificado la vida de todos los hombres.

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La Liturgia de las Horas expresa con claridad y confirma con eficacia esta altísima verdad inherente a la vida cristiana.

Por esto, las oraciones de las horas son propuestas a todos los fieles, incluso a aquellos que legalmente no están obligados a recitarlas.

Mandato de la Iglesia

Aquellos, en cambio, que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrar la Liturgia de las Horas cum­plan todos los días religiosamente su compromiso con el rezo integral, haciéndolo coincidir, en la medida de lo posible, con el tiempo verdadero de cada una de las horas; y den la debida importancia, en primer lugar, a las laudes de la mañana y a las vísperas.

Al celebrar el oficio divino, aquellos que por el or­den sagrado recibido están destinados a ser de forma particular la señal de Cristo Sacerdote, y aquellos que con los votos de la profesión religiosa se han consa­grado al servicio de Dios y de la Iglesia de manera especial, no se sientan obligados únicamente por una ley a observar, sino, más bien, por la reconocida e in­trínseca importancia de la oración y de su utilidad pastoral y ascética. Es muy deseable que la oración pública de la Iglesia brote de una general renovación espiritual y de la comprobada necesidad intrínseca de todo el Cuerpo de la Iglesia, la cual, a semejanza de su Jefe, no puede ser presentada, sino como Iglesia en oración.

Por medio del nuevo libro de la Liturgia de las

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Horas, que ahora, en virtud de nuestra autoridad apos­tólica, establecemos, aprobamos y promulgamos, resue­ne cada vez más espléndida y hermosa la alabanza di­vina en la Iglesia de nuestro tiempo; se una a la que los santos y los ángeles hacen sonar en las moradas celestiales y, aumentando su perfección, en los días de este destierro terreno, se aproxime cada vez más a aquella alabanza plena, que eternamente se tributa "a Aquel que se asienta sobre el trono y al Cordero"".

Establecemos, pues, que este nuevo libro de la Li­turgia de las Horas pueda ser empleado inmediatamen­te después de su publicación. Correrá a cargo de las Conferencias Episcopales hacer preparar sus ediciones en las lenguas nacionales y, tras la aprobación o con­firmación de la Santa Sede, fijar el día en que las ver­siones puedan o deban comenzar a utilizarse, tanto en su totalidad como parcialmente. Desde el día en que se deberán utilizar las traducciones para las celebra­ciones en lengua vulgar, incluso aquellos que conti­nuarán utilizando la lengua latina, deberán servirse únicamente del texto renovado de la Liturgia de las Horas.

A aquellos que, por su edad avanzada, u otros mo­tivos particulares, encontrasen graves dificultades en el empleo del nuevo "ordo", se les autoriza, con el permiso del propio ordinario, y solamente en el rezo individual, conservar en todo o en parte el uso del pre­cedente Breviario Romano.

Deseamos que cuanto hemos decretado y prescrito tenga efecto permanente ahora y en el futuro, no obs-

s Cf. Apoc. 5, 13.

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tante las constituciones contrarias y las disposiciones apostólicas promulgadas por nuestros predecesores, co­mo igualmente otros decretos, aunque dignos de par­ticular mención.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de noviem­bre, solemnidad de todos los Santos, del año 1970 octavo de nuestro Pontificado.

ORACIÓN LITÚRGICA Y ORACIÓN PERSONAL

(Del discurso a los Abades de las diversas Congre­gaciones Benedictinas, 30-IX-1970)

Consagrados a la oración litúrgica

Pero la oración litúrgica es el máximo valor que no puede ser sustituido por ningún otro; da contextura a la vida interior y la alimenta constantemente.

El monje benedictino se dedica a esta oración, que encuentra su centro en la celebración del Sacrificio Eucarístico y en el rezo del Oficio Divino, o sea, de la alabanza divina, que se llama generalmente la obra de Dios, y se entrega a ella como si se tratase de la cosa más sublime y deseada, en la cual está versado por mo­tivos muy especiales. Pues si todo hombre consagrado a Dios debe ser, para decirlo con un vocablo corriente, "especialista en Dios", esto os corresponde principal­mente a vosotros, queridos hermanos de la Orden de San Benito, que durante largas horas dedicados al Ofi­cio Divino, de tal modo os entregáis a esta tarea que

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os acercáis a la Majestad divina con alma libre de las cosas pasajeras, con alma silenciosa y austera, y enta­bláis coloquio con Dios de forma espontánea, alegre y en espíritu de adoración, como seducidos por la vo­luntad de Cristo. Por tanto, como nuestro predecesor de feliz memoria, Pío XII, dijo en la Carta Encíclica Mediator Dei: "Al tomar el Verbo de Dios la natura­leza humana, trajo a este destierro terrenal el himno que se canta en los cielos por toda la eternidad. El une a sí mismo toda la comunidad humana y se asocia en el canto de este himno de alabanza. Hemos de con­fesar humildemente que "no sabemos qué hemos de pedir como conviene", pero "el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos inefables" (Rom., 8, 26). Y también Jesucristo ruega al Padre en nosotros por me­dio de su Espíritu... A la excelsa dignidad de esa ora­ción de la Iglesia ha de corresponder la intensa piedad de nuestra alma...". La Encíclica continúa con estas palabras tomadas de vuestra Regla: "Entonemos los Salmos de suerte que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz" (c. 19). No se trata, pues, de un simple rezo, ni de un canto, que, aunque sea perfectísimo se­gún las normas de la música y de los sagrados ritos, pueda sólo llegar a los oídos, sino sobre todo de la elevación de nuestra mente y de nuestro espíritu a Dios, para consagrarle, en unión con Jesucristo, nues­tras personas y todas nuestras acciones" (A. A. A., 39, 1947, pp. 573-574).

El contacto con la Sagrada Escritura

Pero esta elevación del alma y de la mente a Dios,

K

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que la oración litúrgica realiza, no se hará bien si no va acompañada del uso diario y familiar de la Sagrada Escritura, cuyo gusto debe percibirse tanto en vuestro esforzado estudio como en los diversos actos de la Comunidad.

El rezo divino es, pues, la tarea, el solaz y el refu­gio del monje de la Orden de San Benito, pero al mis­mo tiempo es alimento, nervio y fuerza vital de su dis­ciplina espiritual. De la Sagrada Escritura aprende a referir toda su vida a Cristo, saca de ella el sentido que contiene la consagración hecha por él a Dios, encuen­tra en ella la razón que dirige toda su actividad. Re­sultan muy apropiadas para el monje benedictino estas palabras de San Ambrosio: "Bebe a Cristo, si quieres beber su doctrina; su doctrina es el testamento viejo, su doctrina es el testamento nuevo, se bebe la escritu­ra divina y se asimila la escritura divina, pues el ali­mento del Verbo eterno penetra en las venas de la mente y en las fuerzas del alma" (Expos. ps., 1, 33).

LA ORACIÓN COMUNITARIA NO EXCLUYE LA PERSONAL

(En la Audiencia General, 3-XI-1971)

Actitudes contrapuestas al observar los defectos de la Iglesia.

Una vez más nos disponemos a hablar del rostro de la Iglesia, es decir, de la Iglesia tal como se presenta

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ante nuestros ojos, para ver lo que es, lo que hace en concreto, en su realidad humana e inmediatamente cognoscible. Conocéis el motivo que nos sugiere esta observación intuitiva, esta mirada inmediata; es el de­seo de ver su rostro solaz, su hermosura innata; es la necesidad de confortar a muchos espíritus buenos e inteligentes, que sufren en el descubrimiento conti­nuo e inagotable de los defectos, de las deformidades, de los escándalos, que la crítica actual, fuera y dentro de nuestra casa, encuentra en tantos aspectos de la Iglesia, hasta el extremo de que se difunde la antipatía hacia esta vieja institución, y surge en muchos el triste propósito de abandonarla y de combatirla, como inútil, como superada, como infiel, como armazón endurecido, o bien, surge en otros no pocos el propósito, acaso ge­neroso, pero presuntuoso, de reanimarla y de reformar­la en su designio constitutivo y tradicional, atribuyén­dole una forma nueva e imaginaria, la cual fluctúa entre un esplritualismo carismático refinado, que no se considera firme, y un conformismo humanístico a las realidades presentes y huidizas, propias de la so­ciedad temporal.

La Iglesia, una sociedad religiosa ante todo

Esta nuestra otra y realista visión de la Iglesia no dice hoy, en cambio, algo nuevo; antes se limita a una observación tan obvia y empírica que parece ba­nal: ¿qué es la Iglesia? Es una comunidad que reza. Pensad: es un pueblo que reza salmodias y ora, un pueblo de Dios. Esta es la señal de su filosofía y de su

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teología; es el hombre, que tiene necesidad de Dios {cfr. 2 Cor., 3, 5); y que a Dios debe todo (cfr. Mí., 22, 38). Por ello, su actitud fundamental y característica es la cultural. La Iglesia es, ante todo, una sociedad religiosa, ya que lo que más la urge es la oración. La Iglesia se propone un objetivo primario: el de poner a los hombres en comunicación, mejor dicho, en comu­nicación con Dios; ella es como dice el Concilio: "Señal e instrumento de la unión íntima con Dios" {Lumen Gentium, n. 1). La Iglesia une a los hombres fieles a sí mismos, para hacerlos fieles a Dios. La Igle­sia actualiza en la historia, con la palabra, con la ca­ridad y con los sacramentos al Cristo del Evangelio, al único mediador válido e indispensable entre Dios y los hombres. Esta es su misión fundamental, la religiosa. Y para esta misión colectiva, interior y exterior, son necesarias unas estructuras firmes y sólidas. La Iglesia pretende, además, y con todo derecho, ofrecer a la humanidad la solución definitiva del problema religio­so, que, como todos saben, ha interesado y fatigado extraordinariamente a la humanidad. Ella sostiene tam­bién frente a la amplísima indiferencia y la encarniza­da negación de nuestro siglo que no solamente la reli­gión tiene siempre, y hoy más que nunca, razón de ser, sino que la fórmula religiosa ofrecida por ella, es el "fundamento y la coronación" de la vida humana, del saber y del actuar del hombre; es la luz, es el sostén, es el término, es la bienaventuranza de nuestra exis­tencia sobre la tierra, es la primera y última palabra, el alfa y el omega del mundo. Por este su concepto general y supremo, humano y cósmico de la religión

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católica, es decir, por su fe, la Iglesia está organizada, existe, ama, trabaja, sufre, y siempre desarrollando su doble coloquio con Dios y con el hombre, orando.

Guste o no, la Iglesia adora al Padre

Gustará o no gustará, pero éste es el rostro de la Iglesia, el del inmenso coro ordenado y glorificante de la humanidad, que adora al Padre "en espíritu y en verdad" (]n., 4, 23). Es un rostro espléndido, que irra­dia espiritualidad y sociabilidad, fortaleza moral y bon­dad caritativa, misterio y claridad, como ninguna otra institución terrena puede o pretende ofrecer a las gen­tes de nuestra época. Y esta irradiación se derrama del rostro de la Iglesia como un reflejo del rostro de Dios (cfr. Ps., 4, 7). Así es la Iglesia orante.

La oración impulsada por la renovación litúrgica no es un hecho de sacristía.

La Iglesia orante, como se sabe, ha tenido en el Concilio su magnífica exaltación. No lo podemos ol­vidar, incluso por el hecho estimulante de la reforma litúrgica. Esta reforma con la intención misma que la ha provocado, la pastoral, de reavivar la oración del pueblo de Dios, una oración pura y participada, es de­cir, interior y personal y, al mismo tiempo, pública y comunitaria, merece la máxima consideración, incluso frente a las condiciones espirituales del mundo moder­no. No es un simple hecho ritual, de sacristía, o de erudición arcaica y puramente litúrgica: es una afir­mación religiosa, llena de fe y de vida, es una escuela

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apologética para todos los buscadores de la verdad vivificante, es un desafío espiritual en medio del mun­do ateo, pagano, secularizado.

La oración comunitaria no excluye la personal

Con motivo de la reciente publicación del nuevo Breviario, recibimos, entre otras muchas, una carta confidencial, pero singularmente expresiva, que dice, entre otras cosas, cuan útil sería exhortar a los fieles "en momentos de general tensión de los espíritus, a recordar la excelencia de la lectura, de la exposición, de la meditación de la palabra de Dios, con la certeza de que tal exhortación sería saludablemente acogida por todas las almas, como sello para el nuevo Libro Sa­grado, y digna memoria, al mismo tiempo, de la opor­tunidad de una oración, para cuya composición han trabajado siglos y siglos, y en la cual padres, doctores, teólogos y santos de la Iglesia dejan oír su voz peren­ne...". Es verdad; y es lo que Nos, con estas palabras familiares, hacemos también ahora, especialmente para el clero y para los religiosos, a los que de forma par­ticular corresponde el honor y la obligación de man­tener encendida la llama de la oración en medio de la Iglesia, y para aquellos sus hijos fervorosos, que cono­cen perfectamente que toda renovación en la Iglesia misma, toda su vitalidad, toda su superación de difi­cultades y de crisis, toda su capacidad de servir para la liberación y la salvación de los hermanos próximos y lejanos está alimentada por la oración; por la oración íntima y personal (cfr. Mt., 6, 4), y no menos por

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aquella comunitaria sacerdotal y pública que llamamos

liturgia.

Petición de oraciones por el buen final del Sínodo

Deseamos creer que todos vosotros estáis persua­didos de esto, y con vosotros lo están todos los que reciben el eco de estas palabras; por ello, ponemos inmediatamente en práctica la confianza común en la oración pidiendo a todos que oren por el feliz resul­tado del Sínodo Episcopal, ahora ya en sus etapas fi­nales, a fin de que obtenga provecho de gracia y de gozo, de fortaleza y de santidad el ministerio sacerdo­tal en la Iglesia, y recibamos de él la luz y consuelo, la justicia y la paz en el mundo, a cuyos temas el Sínodo ha consagrado su estudio amoroso y sabio.

Orad, pues; oremos. De este modo debemos ser Iglesia.

LA ACCIÓN LITÚRGICA NO SUPLANTA LA

TENSIÓN PERSONAL

(Alocución del Papa a los Abades de toda la Orden

monástica de San Benito, 30-IX-1966)

Excelencia de la vocación a la vida contemplativa

Sois monjes; es decir, hombres singulares que sa­liendo, en cierto modo del consorcio de la vida profa-

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na, os habéis refugiado en la soledad, no sólo exterior, sino también interior, en el recogimiento; sois hom­bres de silencio y oración, y cada uno de vosotros, como vuestro patriarca y fundador "deseando agradar solamente a Dios" (San Gregorio, Dial, 11, 1) se ha plegado sobre sí mismo, pagado solamente de las ri­quezas del espíritu; sois buscadores de Dios, y en esta búsqueda ha sido probada vuestra vocación, como dice vuestra regla: "Si en realidad busca a Dios" (c. 58). Estáis, por tanto, consagrados al estudio de la presen­cia divina y al arte del diálogo inefable con Cristo y con Dios; sois expertos en las cosas invisibles, las más verdaderas, las más reales. Por ello quisiéramos escucharos a vosotros, vigías del crepúsculo de la vida actual y profetas de la aurora que aguarda a los fieles.

Pero si en este momento no es posible que Nos callemos y que habléis vosotros, que os baste el reco­nocimiento de vuestra profesión específica de religio­sos contemplativos para que tengáis la seguridad del crédito, de la consideración, de la confianza que gozáis ante Nos, y que gustosamente os dirigimos las palabras que el Concilio reserva, en primer lugar, a los sacer­dotes, como también sois vosotros: "Orgullo de la Iglesia. Orando por su grey y por todo el pueblo de Dios, ofreciendo el sacrificio, perdonando sus peca­dos e imitando sus virtudes..., nutriendo y fomentando su acción de la contemplación en favor de toda la Igle­sia de Dios" (Lumen Gentium, 41). Y a vosotros os repetimos el elogio, que el "Decreto sobre la debida renovación de la vida religiosa" tributa a los seguido­res silenciosos y sumisos de Cristo. Dice el Concilio:

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"Las instituciones que están ordenadas totalmente a la contemplación, para dedicarse en la soledad y en el silencio, en la oración asidua y vigorosa penitencia únicamente a Dios, tendrán siempre en el Cuerpo mís­tico, en el cual no todos los miembros tienen la misma acción (Rom., 12, 4), una parte importante. Pues ofre­cen a Dios un eximio sacrificio de alabanza, dan brillo con fecundos frutos de santidad al pueblo de Dios y lo mueven con el ejemplo y lo dilatan con su arcana fecundidad apostólica. Por ello, son gloria de la Iglesia y propiciadores de las gracias celestiales..." (c. 7).

El "ars orandi" en la plenitud y en el esplendor de la liturgia.

Con esto queremos confirmar la bondad; más aún, la excelencia de vuestra vocación y, consiguientemen­te, la función que tiene tanto en la vida religiosa de las almas, en la espiritualidad de la comunidad cris­tiana como en el diseño, complejo y armónico, de la vitalidad con que es animada la Iglesia de Dios por el Espíritu Santo.

Contemplar, es decir, dirigirse a Dios con el pen­samiento y el corazón es propio, en cierta medida, de todos en cuanto que todos deben empeñar sus facul­tades más elevadas del espíritu, la especulación y el amor en la oración. No se concibe un acto de culto que no saque su elemento esencial del esfuerzo per­sonal del orante; erróneamente se tendrá como des­cargado de este esfuerzo personal, que podemos decir dirigido a la contemplación, a quien participa en la

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acción litúrgica como si la acción litúrgica, por ser co­munitaria, pudiera dispensar al fiel de la contribución individual, y participar en un coro dispensara a cada artista de sumar a él su voz. Vosotros sabéis muy bien que la liturgia exige y produce esa tensión personal del orante hacia la contemplación, y recordáis las palabras, siempre dignas de memoria, de la encíclica Mediator Dei: "Nada más ajeno a la Sagrada Liturgia que re­primir los sentimientos íntimos de cada cristiano, por­que, al contrario, los estimula y fomenta" (AAS, 1947, p. 567). Y esto que ha de ser propio de todo fiel autén­tico, vosotros lo realizáis de forma plena y ejemplar, irradiando esa belleza de la vida contemplativa (cfr., S. Th., II-II, 180, 2 ad 3), que estimula y conforta a todo el pueblo de Dios para buscar "las cosas de arri­ba" (Col, 3, 2), y a recibir la benéfica fascinación de vuestra "ars orandi".

Ved, pues, reivindicada vuestra misión apostólica, resultante más que del ejercicio de algunas funciones pastorales o culturales adaptadas al ejercicio de vues­tra vocación (pensamos especialmente en el lema de los benedictinos "ora et labora", y en las escuelas que dirigís, en las misiones que asistís) resultante, decimos, de vuestra exclusiva, o prevalente, consagración a la oración y a la ascética.

Una presencia que manifiesta y anuncia la del Señor

En un mundo como el nuestro, olvidado de Dios, alejado de Dios, indiferente a Dios, negador de Dios, vosotros dais testimonio de El, tranquilos, austeros y gentiles, recogidos en vuestros monasterios llevando

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a cabo una especie de encantamiento religioso. Os lo sugiere vuestra regla: "Creemos que en todas partes está la presencia divina". Vuestra presencia resulta una prueba de la presencia de Dios entre los hombres. Cantáis, ¿quién os escucha? Celebráis, ¿quién os ob­serva? Parece como si os rodeara la incomprensión y os mortificara la soledad. Pero no es así. Cualquiera puede descubrir que habéis encendido un fuego; que vuestro claustro difunde luz y calor; alguno se detie­ne, mira y piensa. Sois un reclamo para el mundo de hoy. Un principio de reflexión que es con frecuencia saludable y regenerador. Con una condición, que vues­tra vida monástica sea perfecta. Perfecta de estilo, cual supo delinear la antigua regla benedictina; per­fecta en virtudes morales; especialmente en gravedad {cfr., Herwegen), en bondad (cfr. Ryelandt), caracte­rísticas de vuestro austero, humano y gran padre Be­nito; sobre todo, perfecta en religiosidad (cfr. Mar-mion), que hace anteponer el amor a Cristo a todo, como lo repite vuestra regla: "no anteponer nada al amor a Cristo" (c. 4 y 72); perfecta, finalmente, en la adhesión a la Santa Iglesia (cfr., Schuster).

LO PRIMERO, VIDA INTERIOR

(A los alumnos del Seminario romano, abril de 1971)

Me gustaría deciros dos cosas.

Llevad una vida interior

Primera cosa: tratad de tener una vida interior, de

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ser, decíamos, "reduplicativamente" vivientes: en con­tacto con la vida exterior y después con la conciencia personal, la cual tiene para quien la escucha sus voces múltiples: psicológica, moral, espiritual...

A esta última especialmente la llamamos vida inte­rior, que después se diría mejor una voz escuchada, un eco del Espíritu Santo "que habla en vosotros", la vocación, el coloquio secreto, delicado y delicioso del Señor con nuestro corazón, y que por parte del alma se expresa en un lenguaje de fe y de plegaria religiosa. ¡Oh!, sí. Tratad de orar al Señor. No oréis mecánica­mente. No dejéis el encuentro habitual y prescrito con Dios sin sacar de vosotros un grito personal de sin­ceridad y un instante afectuoso de coloquio con El. Así, pues, recordad: lo primero, vida interior.

Y, segunda: la segunda cosa es ésta. Procurad im­primir un carácter fuerte, austero y recto a vuestra conducta, dad a vuestra existencia, cuando sea nece­sario, una capacidad de resistencia severa, no "burgue­sa", no muelle, no distraída, no disipada. Sed verda­deramente enérgicos, aunque tengáis que someteros a veces a alguna disciplina de nuestro ambiente, a alguna obediencia, a alguna mortificación, a alguna penitencia cristiana. El sacerdote debe tener un carácter templa­do en esta energía espiritual y moral. Y en primer lu­gar sobre sí mismo para poder señalar después a los demás con palabras humanas, e incluso dulces y con­vincentes, los caminos difíciles del reino de Dios: "Mi senda es estrecha: ha dicho el Señor. No se puede marchar cómodamente, como si se caminase por las buenas, con el mínimo esfuerzo, perezosa y tristemen-

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te. Es necesario caminar heroicamente tras las hue­llas de Cristo".

NUESTRA PLEGARIA NO SE PIERDE EN EL VACIO

(Durante el Ángelus, 30-XI-1969)

¿De qué os podemos hablar hoy, si no es de la oración? Sabéis que hoy, primer domingo de Advien­to, es decir, de preparación a la Navidad, la Iglesia comienza de nuevo su ciclo litúrgico, reanuda desde el principio su conversación con Dios; repiensa y repre­senta en sus razones, tanto espirituales, como finales, el grande, el supremo problema, el problema religioso, el de nuestras relaciones con el misterio de Dios. La Iglesia resuelve este problema viviendo, es decir, orando.

Y ora la Iglesia —es decir, nosotros—, hijos queri­dísimos —nosotros que somos la Iglesia— partiendo de una verdad básica: nuestra insuficiencia, nuestra necesidad de vivir, de alcanzar aquello que más de­seamos y de lo que más necesitados estamos: la luz, la verdad, la seguridad de ser al fin salvos y felices. Aquí está todo el hombre, en el drama de su grandeza y de su miseria, en la apertura de su humildad, hacia el infinito. Es su De profundis; su búsqueda, como la del ciego que camina por el desierto.

Pero he aquí otra verdad fundamental para nues­tro "sistema" religioso: nuestra búsqueda no es vana, nuestra plegaria no se pierde en el vacío. Hay quien

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nos espera; hay quien nos escucha; hay quien sale al encuentro. Existe una Providencia, existe una bon­dad infinita pendiente de nosotros. Existe Dios, existe el Padre, que espera nuestro coloquio. Rezar no es inútil. Rezar es una conversación, extremadamente ale­gre y consoladora. Es una conversación que dice todo de nuestra grande, compleja, atormentada y pobre vi­da; puede decirlo todo; y de forma frecuentemente inesperada, es correspondida; no queda defraudada. Consuelos, dones, gracias y promesas, experiencias su­perlativas, la llenan siempre; hasta tal punto que ter­mina, como se vio obligado a decir un alma grande, por "adorar, callar, gozar" (Rosmil).

Pero esta relación religiosa, para ser válida y para tener la certeza de resolverse en plenitud de vida, se consolida por una tercera verdad: la de un mediador, Cristo, vosotros lo sabéis, que es nuestra vida, nuestro sacerdote, el "Puente" (Santa Catalina). Con él cele­bramos nuestra oración comunitaria, la liturgia; la cual, justamente hoy se manifiesta con un nuevo rito, que espera ser comprendido y seguido.

Está bien; esto es lo que os decimos como algo muy importante: recemos; recemos siempre, recemos bien, recemos juntos.

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EL VERDADERO DISCÍPULO DE CRISTO DEBE SER HOMBRE DE ORACIÓN

(Carta del Papa al Cardenal Patriarca de Lisboa con motivo del IV Congreso Portugués del Apostolado

de la Oración, 5-V-1965)

Si de esa hermosa capital partieron en otros tiem­pos tantas carabelas en busca de nuevos mundos y en ellas iban tantos misioneros para conquistar almas pa­ra Cristo, no podía dejar de ser ése el lugar más pro­picio para la realización del IV Congreso Nacional del Apostolado de la Oración, que queda incluido en las festividades centenarias, celebradas el año pasado. Sa­bemos que el episcopado portugués ha publicado una hermosa pastoral colectiva, dedicada a la grandeza y profundidad de la oración.

No queriendo repetir aquí lo que ha sido ya ex­puesto con tanta claridad, solamente queremos, que­rido hijo, tocar el aspecto de la oración como medio de apostolado. La oración que pide el establecimiento del Reino de Cristo entre los hombres: "Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra

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como en el cielo", salió de los mismos labios del Di­vino Maestro, que la enseñó a los Apóstoles, cuando le pidieron: "Señor, enséñanos a orar" (Le, 11, 1). La Iglesia, por la misión divina que ha recibido, la ha transmitido a los fieles y le ha dado un lugar de honor en el acto litúrgico por excelencia: el santo sacrificio de la misa.

Encierra, como dice Santo Tomás, un significado pleno de amor y deseo en todo buen cristiano de que todos los hombres que Cristo redemió entren en su Reino: "Venga a nosotros tu reino, no se dice porque Dios no reine; sino, como Agustín dice a Proba, para excitar nuestro deseo, para que venga ese reino y rei­nemos en él" (II, LI, q. 83, a. 9).

Toda la vida del Señor fue una continua oración: "Vengo para hacer, Dios, tu voluntad" (Hebreos, 10, 7). Su pasión, el sacrificio de su vida por la redención de la Humanidad se desarrolló como una liturgia ini­ciada con la hermosa oración de la última cena, con­tinuada con la de Getsemaní y completada con la sú­plica del último aliento: "Padre, en tus manos enco­miendo mi espíritu" (Le, 23, 46).

Cristianos, hombres de oración

El verdadero discípulo de Cristo debe ser un hom­bre de oración. A través de ella se abre, el Cielo, es­tableciéndose un diálogo de amor entre Dios y los hombres. ¡Cuánto mejor sería el mundo si todos los hombres supiesen orar bien! San Juan Crisóstomo, traduciendo los sentimientos de la Iglesia afirmó:

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"Nada hay más poderoso que la oración. No hay nada que se le pueda comparar" (Contra Anomoeos PG, 48, col. 766).

Los miembros del Apostolado de la Oración, según se lee en sus estatutos: "Procurarán su salvación y también con la oración y el sacrificio apostólico traba­jarán en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo, esto es, en la propagación de su Reino en la tierra" (art. 1).

La oración por el advenimiento del Reino de Dios, origina, mantiene y hace fructificar el espíritu misio­nero tan propio del pueblo portugués. Auxilia y fe­cunda todas las demás obras de apostolado.

Hemos querido ilustrar este espíritu misionero, en un momento en que la Iglesia tanto lo necesita para la evangelización de los pueblos. Esperamos que el Apos­tolado de la Oración en Portugal renueve en sus hijos ese entusiasmo de otros tiempos en favor de la con­quista de las almas para Cristo.

Hacemos votos para que este Congreso contribuya a la intensificación y expansión de la oración como medio de apostolado en la comunidad portuguesa y surja de ello un aumento de las vocaciones misioneras, fortificadas en la caridad por la oración incesante al Señor de la mies. Como prenda de ello, os concede­mos, querido hijo, a ti, a los pastores, al clero, a los religiosos y religiosas, a los organizadores y partici­pantes de este Congreso, a todos los miembros del Apostolado de la Oración, y a todos nuestros queridos hijos de Portugal nuestra paternal bendición apostólica.

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LA ORACIÓN EN LA ACTUAL SOCIEDAD DEL BIENESTAR ES LA PALANCA QUE ELEVA AL

MUNDO HACIA DIOS

(Carta del Cardenal Secretario de Estado, en nombre del Papa, a Monseñor José Almici, Presidente de la Federación Italiana de Ejercicios Espirituales,

30-VI-1970)

Excelencia reverendísima:

Por su carta del 26 de mayo último, V. E. ha teni­do la delicadeza de informar al Santo Padre sobre la V Asamblea nacional que la Federación Italiana de Ejercicios Espirituales celebrará próximamente en Ca-maldoll sobre los aspectos fundamentales de la ora­ción.

Tal comunicación, llegada en la vigilia del quincua­gésimo aniversario de su sacerdocio, ha constituido un motivo de verdadera satisfacción para Su Santidad, que ha evocado, por una analogía fácil y espontánea, el ejemplo de su predecesor Pío XI, de venerada me­moria, que, justamente en el año de su jubileo sacerdo­tal, quiso dedicar un documento a la práctica saluda­ble de los ejercicios espirituales (cfr. encíclica Mens N'ostra, en A AS, vol. XXI, 1929, pp. 689-706).

No se trata de una referencia común: las palabras meditadas, que aquel gran Pontífice dirigió entonces a los hermanos en el Episcopado y, por su mediación, a todo el pueblo de Dios en torno a la importancia y a la utilidad de los retiros, conservan intacto su va-

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lor cuando ya han transcurrido más de cuarenta años. Por esta causa, el Vicario de Cristo, respondiendo gus­toso al deseo manifestado por vuestra excelencia, sien­te la alegría de expresarle su paternal complacencia por esta iniciativa y de formular ya desde ahora los más fervientes votos a fin de que sea capaz de produ­cir no solamente en aquellos que estén presentes en la reunión, sino también en los fieles, a los que llegará noticia de la misma a través de la información, los frutos esperados.

Muy oportunamente anunciado este Congreso, se centrará sobre la oración, que, al igual que es alimento y sustancia de los santos ejercicios, así también es y sigue siendo una necesidad primaria para el hombre y, con mayor motivo, para el cristiano. Es evidente, en efecto, que la sociedad contemporánea, por su carác­ter disperso y alienante, por el fascinante alboroto de su vida, constituye un ambiente en modo alguno favo­rable a la oración, entendida en el sentido más noble de elevación de la mente y del corazón a Dios. Pero hay más. Un obstáculo muy temible la aparta de la ci­vilización moderna, eminentemente científica y técni­ca: es el sentido creciente de la independencia del hombre frente a Dios, que induce al culto de la perso­nalidad humana y a la conquista exclusiva de los bie­nes terrenos. Piensan muchos que el hombre se basta a sí mismo y que la fe en la divina providencia debe ser sustituida por la conciencia, creadora y exaltadora de la capacidad humana.

Esta no puede ser, ciertamente, la posición del hombre verdaderamente sabio ni, con mayor motivo,

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cristiano, porque conduce a la idolatría práctica y al ateísmo. La criatura tendrá siempre necesidad de la ayuda de Dios, incluso para construir, en la justicia y en la paz, la ciudad de este mundo: "Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan sus constructores" {Sal, 127, 1).

Es Dios la primera e insustituible causa de todo ser y de todo bien. Pero, sobre todo, para la construc­ción de la ciudad de Dios en este mundo y para la eterna felicidad en el otro, el hombre debe sentir la necesidad absoluta e incesante del auxilio de Dios: no tenemos, en efecto, una ciudad permanente, sino que buscamos una ciudad futura (Hebr., 13, 14).

Según esta panorámica, la oración sublime del "Pa­drenuestro", con la que el Divino Maestro enseñó a pedir al Padre celestial, en primer lugar, la santifica­ción de su Nombre, la venida de su reino, el cumpli­miento de su voluntad, y, en segundo lugar, los bienes de este mundo, el perdón de las culpas y la liberación del mal, se impone como un precepto y como un có­digo de sabiduría para todos los creyentes, tanto re­ligiosos como laicos. Sigue siendo válido para todos los cristianos el mandato evangélico de orar siempre, sin cansarse (Le, 18, 1), no ya en el sentido de deber de hacer una oración ininterrumpida (esto sería impo­sible a nuestra naturaleza de caminantes en esta tierra), sino en el sentido de unión continua de amor con Dios y con el prójimo, de la cual brota el deseo y el propó­sito de hacer y sufrir todo para mayor gloria de Dios y para el bien espiritual propio y de los hermanos (cfr. Santo Tomás, Sum. Teol. II-II; q. 83, aa. 3, 7, 14); sin

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una semejante forma de oración, no es posible corres­ponder eficazmente a aquella vocación a la santidad que es propia de todos los cristianos.

Motivos actuales para la oración

Estos, por otra parte, no pueden olvidar que, por haber sido hechos en el santo bautismo partícipes del sacerdocio eterno de Cristo, siempre vivo para inter­ceder en su favor {Hebr., 7, 25; cfr. LG, 11), tienen el deber de asociarse a la plegaria de su Cabeza por la prosperidad de todo el Cuerpo Místico y de todo el gé­nero humano, compartiendo en la caridad y con toda forma de oración "las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy, de los pobres principalmente, y de todos aquellos que su­fren", porque "son las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los discípulos de Cristo, y nada hay auténticamente humano que no encuentre eco en su corazón" (Gaudium et Spes, 1).

Se deberá, pues, concluir que, si diversos son los motivos por los que la sociedad contemporánea aparta al hombre de la oración, muchos más numerosos y más urgentes son los motivos que deben estimular al hombre, pero, principalmente, al cristiano, a elevarse a Dios, para encontrar en Jesucristo, luz del mundo (Jn., 8, 12), consuelo y paz para el espíritu e implorar de él toda clase de ayuda para las inmensas necesida­des de la humanidad, que los modernos medios de co­municación hacen más manifiesta, descubriendo en los individuos y en los pueblos un sentido más maduro de solidaridad y corresponsabilidad.

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La oración, por tanto, en función de su valor sobre­natural y eclesial está destinada a ser también hoy, hoy incluso más que ayer, en la actual sociedad del bienestar, asediada por las tentaciones del materialis­mo y de la secularización, la misteriosa palanca que eleva al mundo a las cumbres serenas y bienaventura-radas de la divinidad.

Con estos pensamientos, que quieren ser exhorta­ción y estímulo, el Santo Padre renueva sus auspicios por el éxito de los trabajos y de todo corazón imparte a los señores cardenales y obispos, a usted y al vice­presidente de la Federación, a los sabios ponentes y a cuantos intervengan en el remanso de paz de Camal-doli la implorada y propiciatoria bendición apostólica.

Aprovecho esta feliz circunstancia para expresarle mis sinceros auspicios y reiterarme con sentimientos de respetuosa atención.

LA ORACIÓN, FUENTE DE EFICACIA APOSTÓLICA

(A un grupo de nuevos sacerdotes Salesianos, 4-IV-1971)

Nos sentimos dichosos al dedicar también a vos­otros, en esta mañana, una parte de nuestro tiempo, desgraciadamente tan escaso, para dirigiros nuestro saludo y nuestro augurio. Os lo dedicamos de todo corazón, ya que os es debido por un doble motivo: sois sacerdotes nuevos y, además, salesianos, es decir, miembros de una familia religiosa a la que nos unen

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recuerdos tan dulces y tantos vínculos de afecto y estima.

Es natural que una circunstancia tan hermosa y confiada como ésta suscite en Nos una ola de senti­mientos a los que difícilmente podemos aludir, pero que vosotros podréis intuir con toda facilidad.

Al recibiros en compañía de los superiores que os han orientado hacia el altar y rodeados por vuestros familiares jubilosos y emocionados al ver que habéis llegado ya a la meta ansiada del sacerdocio, nos parece leer en vuestros corazones un deseo que Dios no ha dejado de encender en la agitada vigilia de vuestra ordenación: el deseo de saber qué espera la Iglesia hoy de vosotros, a fin de que podáis vivir de manera plena, eficaz y auténtica la total entrega de vosotros mismos al Señor y a las almas.

Creemos nuestro deber responderos recordándoos las palabras dirigidas por Jesús a sus apóstoles en la última cena: "Permaneced en mi amor" (Jn., 15, 9). Esta invitación expresa el ideal de las aspiraciones del Señor con respecto a sus sacerdotes. Esta es la con­signa que os entregamos: Cultivad, hijos queridísi­mos, la intimidad con Cristo por medio de una since­ra y profunda vida interior. Es el primero y el más dulce deber de vuestra vida sacerdotal. Es la actitud más característica de quien ha recibido la investidura sacramental de "dispensador de los misterios de Dios" (1 Cor,, 4, 1). Es la respuesta lógica a quien os ha es­cogido de antemano, mediante un singular acto de amor, para ser sus amigos (cfr. Jn., 15, 16) y ha pedido vuestras vidas, vuestros talentos, vuestra total dispo-

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nibilidad, para servirse de vosotros como sus instru­mentos vivos, como los cénales de su gracia, como los transmisores de sus ejemplos y de sus palabras, como su prolongación en el mundo.

No creáis jamás que el ansia del coloquio íntimo con Cristo detenga o reduzca el dinamismo de vuestro ministerio; es decir, demore el desarrollo de vuestro apostolado exterior, o incluso acaso sirva de pretexto para no comprometerse a fondo en el servicio de los demás, y para sustraerse a las propias responsabilida­des terrenas. Es verdad, exactamente lo contrario. Lo que se da a Dios no se pierde jamás para el hombre; más bien es estímulo a la acción y fuente fecunda de energías apostólicas.

Os da una luminosa confirmación de ello vuestro santo fundador. En efecto, no se comprendería el apos­tolado social de San Juan Bosco si no se reconociese que justamente en su vida interior encontraba alimen­to aquel su ardiente celo que lo ha comprometido en una actividad realmente prodigiosa al servicio de los demás.

Desgraciadamente, en el momento que la Iglesia está atravesando, se advierten voces insidiosas que tienden a desconocer la primacía de Dios en la vida y en la acción del sacerdote. Y esto se hace en nom­bre de una adaptación a los tiempos, que es, en cam­bio, conformidad al espíritu del mundo, suscitando dudas e incertidumbres sobre la verdadera naturaleza del sacerdote, sobre sus funciones primarias, sobre su justa colocación en medio de la sociedad.

Hijos queridísimos, os repetimos con Nuestro Se-

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ñor: "No se inquiete vuestro corazón" (fn., 14, 1, 27). No os dejéis sugestionar por teorías y por ejemplos que ponen en duda vuestra fe, vuestra elección, vuestra irrevocable entrega a Dios. Las profundas exigencias de la espiritualidad y del ministerio sacerdotal perma­necen, en su esencia, inmutables en los siglos, y ma­ñana, como hoy, se llamarán: unión con Dios, amor a la cruz, desprendimiento de los bienes de la tierra, es­píritu de oración, castidad generosa y vigilante, obe­diencia plena a los representantes de Dios y entrega total al servicio del prójimo.

Este es el espíritu de San Juan Bosco. Y éste es el testimonio que la gran familia salesiana continúa dan­do en el mundo, infatigable en el celo y santamente orgullosa de colocar en el amor y en la obediencia al Papa su nota distintiva y su más hermoso título de gloria. Este mismo testimonio pide la Iglesia hoy de vosotros, jóvenes queridísimos. Ofrecédselo siempre franco y abierto, activo y sencillo, y con serenidad y alegría, siguiendo las huellas de vuestro fundador. Y es hermoso que este compromiso sea corroborado por vosotros aquí, delante del Papa, en la aurora de vues­tro sacerdocio, tan lleno de tantas promesas para el futuro de vuestro Instituto.

Os alentamos, pues, a ocupar vuestro puesto en la Iglesia con espíritu de fe y de sacrificio. Rezaremos por vosotros, a fin de que vuestros santos propósitos no decaigan y os aseguramos vuestra benevolencia con una particular bendición apostólica, que gustosos ex­tendemos a vuestros superiores y a todos vuestros fa­miliares.

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DEBEMOS ORAR POR LA IGLESIA

(En la Audiencia Genera), 1-IX-1965)

Si una visita, como lo es la vuestra para Nos, es un encuentro espiritual que hace leer en el corazón de la persona visitada, vosotros podéis hoy fácilmente leer en el nuestro pensando en la exhortación apostólica, que en estos días hemos dirigido a la Iglesia de todo el mundo, invitándola a hacer especiales oraciones con ocasión de la ya próxima reapertura del Concilio ecu­ménico, que llega a su cuarta y última sesión; y ex­hortándola a dirigir estas oraciones de forma especial a la cruz de Cristo, a la que está dedicada, de acuerdo con el calendario litúrgico, una de las festividades con que es honrada la cruz, es decir, el 14 de septiembre, para que todos puedan recordar que de la Pasión del Señor nos viene a nosotros la salvación, y que, me­diante la oración y la penitencia, debemos acercar nuestros corazones a la Pasión del Señor, para conse­guir para nosotros, para toda la Iglesia, para el mundo entero, las gracias, las luces, las virtudes, que el Con­cilio va buscando con un esfuerzo casi supremo.

Es decir, la intención de corroborar y santificar la última fase del Concilio Ecuménico con una fervorosa y común oración penitencial ocupa en este período nuestro pensamiento, y os lo manifestamos también a vosotros, queridos hijos e hijas que venís a visitarnos, para que estéis cada vez más estrecha y piadosamente asociados a nuestros pensamientos, a nuestros deseos y a nuestras esperanzas. Confiamos que aceptaréis

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nuestra confianza y secundaréis nuestra invitación: orar, apoyados en Cristo crucificado, por el feliz éxito del Concilio Ecuménico. Lo haréis, ciertamente; y os lo agradecemos. Lo harán los obispos, los sacerdotes, los religiosos, los fieles; y Nos nos sentimos muy con­solado por este coro mundial de súplicas acordes. Es­peramos esta adhesión de colaboración espiritual, espe­cialmente de las almas consagradas a la oración y em­peñadas en la participación de la vida orante y activa de la Iglesia.

No es nueva esta invitación a la oración unánime del pueblo de Dios; pero la repetición de este acto no quita nada a su importancia; más aún, demuestra que la oración colectiva es un acto vital de la santa Iglesia; es su aliento que se hace suspiro; es un acto de docilidad a la exhortación de Cristo que tanto nos recomendó la perseverancia en el pedir, en el implo­rar, en suplicar cuanto esperamos de Dios para nues­tra salvación; y la recomendación del Señor vale tan­to para la duración de la oración como para su repe­tición {Le., 21, 36; Mt., 7, 7) y su insistencia (Mí., 6, 7), aunque haya de ser con gravedad y sobriedad en las palabras (Mt., 6, 7), para indicar que no ha de pre­valecer la cantidad verbosa y formal sobre la calidad interior y moral de la oración.

La oración y las relaciones entre Dios y el hombre

Descubriéndoos nuestros sentimientos sobre esta grande y especial necesidad de la oración común, creemos disponer vuestro pensamiento a una explo-

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ración bien conocida, pero en este caso muy instruc­tiva y característica de la religión católica. Inmensa ex­ploración para quien la quisiera realizar, como que nos introduce en la visión general de las relaciones en­tre Dios y el hombre; son relaciones que, mediante Cristo, admiten nuestro diálogo con Dios, como pala­bras de hijos a su Padre; son relaciones que admiten, no solamente la Providencia vigilante sobre nuestra vida, sino que demuestran que el orden sobrenatural de tal forma penetra en nuestra vida, mediante la gra­cia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo, que se han de atribuir a Dios y a nosotros, realizadas en colaboración, nuestras acciones: "Somos cooperadores de Dios", dice San Pablo (1 Cor., 3, 9); son relaciones, por tanto, que exigen la combinación de los dos prin­cipios, estrictamente desiguales, Dios y el hombre, concurriendo a un solo resultado, nuestro bien, nues­tra salvación. Pero este concurso de Dios en círculo humilde de nuestra actividad personal, este encuentro de su voluntad con la nuestra, esta admirable y mis­teriosa fusión de su amor con nuestro pobre amor, exige, por nuestra parte, junto a la modesta pero to­tal contribución de nuestra limitada eficacia, la me­jor disposición para aceptar la eficiencia divina; exi­ge un estado de deseo y súplica, que se llama oración. La oración abre la puerta de nuestros corazones a la acción de Dios en nosotros; y si nosotros, creyentes y católicos, estamos convencidos de esta ordenación sobrenatural de las cosas de nuestra vida, instaurada por Cristo, nos persuadiremos de que la oración es una actividad fundamental, una actitud necesaria y normal

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para el recto y santo desarrollo de nuestra existencia presente y para la consecución de la futura.

Así es. Y esta consideración sencillísima pero fun­damental, nos sugiere otras dos, que se pueden referir a una audiencia como ésta.

¿Habéis pensado alguna vez en el centro de la Igle­sia católica, en el Vaticano —como se dice ordinaria­mente— como en una fuente inagotable de deseos? ¿Como en un corazón que siempre espera y siempre ora? La imagen común que la gente se forma del Pa­pado, es la de un puesto de mando, de autoridad, de gobierno; y lo es para la dirección pastoral y doctri­nal de la Iglesia; pero no se piensa lo suficiente en que aquí, más que en ninguna otra parte, se advierte, se experimenta, se sufre el sentido de la poquedad humana, el sentido de la necesidad de ayuda divina, el sentido humilde de nuestra radical insuficiencia, el tormento del mucho desear, con el consuelo de la mu­cha esperanza; y no se ve que aquí los deseos adquie­ren proporciones inmensas, mundiales.

Precisamente porque la misión de la Iglesia es mi­sión de caridad, y aquí la misión de la Iglesia se hace universal, la fuerza, la multiplicidad, el ardor de los deseos se despliegan aquí con todo el vigor posible del corazón humano; y dado que la capacidad humana no puede satisfacer estos supremos deseos, aquí, más que en ninguna parte, los deseos se convierten en oración. Escuchad estas precisas palabras de Santo Tomás: "El desear entra dentro del precepto de la caridad; el pedir en el precepto de la religión" (S. Th. II, II, 83, 3 ad 2).

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Y prosigue: "Debemos pedir en la oración lo que debemos desear; y debemos desear el bien, no sólo para nosotros, sino para todos los demás" (S. Th. II, II, 83, 7).

Ved ahí por qué oramos por el Concilio, y por qué invitamos al pueblo de Dios a orar con Nos. El amor a la Iglesia y al mundo, nos estimula a orar. El inte­rés que reviste el Concilio para la Iglesia y para el mundo, nos estimula a orar. La confianza que tene­mos en que la oración nos grangea la misericordia divina, nos invita a ella.

La certeza de que la contribución de la oración es eficaz para el bien de todos los corazones buenos y piadosos, nos sugiere el invitar a todos a orar en co­mún.

¿Oraréis también vosotros con Nos y con la Igle­sia? Con esta confianza os bendecimos a todos.

LA ORACIÓN, INDISPENSABLE PARA LOGRAR

LA UNIDAD

(En la Audiencia General, 25-1-1973)

Con íntima y profunda alegría espiritual hemos querido unirnos a la oración por la unidad de los cris­tianos, organizada en nuestra querida diócesis, y en­contrarnos aquí entre vosotros, clero y fieles, para orar juntos al Señor, para repetir su misma oración al Padre Celestial: "Ut unum sint, ut mundus credat"

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—para que sean una sola cosa, para que el mundo crea— (Jn., 17, 21).

La celebración anual de la Semana universal de oración por la unidad de los cristianos nos recuerda el deber de ser perseverantes y vigilantes en la oración, el deber de renovar al Señor nuestra súplica, nuestra confianza, nuestra esperanza; ella nos hace renovar nuestro compromiso para rezar cada vez mejor y cada vez más.

"Señor, enséñanos a orar" (Le., 11, 1), pedían con sencillez los primeros discípulos de Jesús. Y El les en­señó el Padrenuestro, modelo de la oración cristiana. La oración es, pues, don de Dios. Si el cristiano, arran­cado a su pecado y elevado a la dignidad de hijo de Dios (Jn., 1, 12), vive intensamente este don, enton­ces es el Espíritu Santo, operante en él, quien se di­rige al Padre, "porque nosotros no sabemos lo que nos conviene pedir, pero el Espíritu Santo intercede por nosotros con gemidos indecibles" (Rom., 8, 26).

Nuestro discurso es muy breve y muy sencillo, y se puede resumir en este esquema lineal: primeramen­te, la restauración de la unidad integral de los cristia­nos es asunto de la máxima importancia. Porque es querida desde siempre por nuestro Señor; nos lo di­cen las palabras compendiosas de sus deseos divinos sobre la misión de Salvador y de Mediador entre Dios Padre y la humanidad creyente; ésta debe ser una, y debe reflejar en su unión, que la define como Iglesia, el misterio mismo de unidad que existe, más aún, que identifica en una misma naturaleza divina al Hijo y al Padre (cfr. Jn., 17, 11, 12). Y, además, porque todo el

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Nuevo Testamento está dominado por esta exigencia de unidad entre los que son no sólo verdaderos discí­pulos de Cristo, sino que viven a Cristo en el Espíritu Santo. Y también porque las contrariedades históricas que han fraccionado a la cristiandad a lo largo de los siglos se revelan hoy a la reflexión y a la experiencia como intolerables, desproporcionadas —a la luz de la fe— a las causas que les dieron origen, perniciosas pa­ra la causa de la religión en el mundo moderno, in­sostenibles frente al designio divino, totalmente orien­tado a hacer del esparcido y multiforme rebaño de Cristo "un solo rebaño y un solo Pastor" (Jn., 10, 16). Podríamos discurrir sin fin sobre este punto; el Con­cilio nos prestaría sus inagotables razones; repetire­mos sus mismas palabras: "El restablecimiento de la unidad, que debe promoverse por todos los cristianos, es una de las principales intenciones del Sagrado Con­cilio Ecuménico" (Decr. sobre el ecumenismo, n. 1). Recordemos: la restauración de la unidad de los cris­tianos es asunto de máxima importancia.

Segundo punto: es cosa muy difícil. También a este respecto, los argumentos son numerosos; y, más o menos, todos los reconocen; son, a primera vista, graves y complejos, aunque hoy, por fin, entre las ti­nieblas de dificultades que parecen hacer insoluble el problema de la reunificación de los cristianos —sepa­rados entre sí— en la única Iglesia católica, es decir, universal y orgánica, y por ello diversamente compues­ta, pero solidaria en una sola y unívoca fe, en una sola expresión, visible y social de caridad, igual para miem­bros diversos, pero que componen un solo cuerpo (Ef.,

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4, 3-7), el cuerpo comunitario, jerárquico y místico jun­tamente de Cristo, aunque, digamos, alguna luz muy consoladora llegue a encender y a reavivar nuestras esperanzas.

Problema dificilísimo, repetimos: se trata, podría­mos decir, de cambiar la geografía religiosa del mun­do cristiano; pero más todavía que la geografía, la psicología; se trata de superar la formidable y atávica objeción antirromana, en nuestra opinión, injustificada, pero siempre resistente, especialmente en el frente teo­lógico y canónico. ¿Cómo establecer la restauración de la unidad de los cristianos reconociendo las exigen­cias intrínsecas de una verdadera unidad eclesiástica, sin superar obstáculos que el genio de la división se ha esforzado durante siglos por hacer insuperables? Es necesaria, ciertamente, una mentalidad nueva, una re­novación espiritual, una reforma de deseos y de con­ductas que la voluntad puramente humana no conse­guiría alcanzar sin una intervención sobrenatural, sin una ayuda divina. La unidad que estamos buscando no puede ser alcanzada si no es con una gracia del Señor.

Eficacia de la oración

He aquí, luego, un tercer punto. ¿Cómo podemos obtener esta gracia, que en el problema ecuménico no puede dejar de tomar las dimensiones de un aconteci­miento extraordinario, incluso misteriosamente madu­rado? ¡Rezando! ¡Rezando, hermanos e hijos queri­dísimos! ¡Rezando, amigos todos! La oración abrirá al prodigio el camino de su realización. La unidad de

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los cristianos debe descender de la caridad de Dios, a lo largo de los caminos que nuestra oración está empeñada en abrir.

Aquí se orientaría el discurso sobre la eficacia de la oración, recordando la lección de San Alfonso Ma­ría de Ligorio sobre el "Gran medio de la oración" (1759), y aplicándola a nuestro caso mediante el aná­lisis de las dos definiciones clásicas que los maestros dan de la oración. La oración, la plegaria, ante todo, es una elevación de nuestra mente a Dios, por Cristo Señor, en el Espíritu Santo. Ahora bien, si esta eleva­ción a Dios de cristianos separados entre sí converge en El, se funde en El, genera una unidad de espíritus en el vértice ultraterreno de la divinidad; en Dios se vuelven a encontrar, se aman, vuelven a ser hermanos; éstos, al encontrarse después al nivel de las realidades humanas y terrenas, ¿es acaso posible que olviden el momento de éxtasis en la verdad y en la caridad, que es justamente la oración, y que no pretendan con cora­zones nuevos en la experiencia histórica y vivida la unidad gozada en el vertical encuentro de la cumbre espiritual?

Nuestras debidas disposiciones

Y la otra definición de la plegaria, es decir, la pe­tición de aquellos bienes, los cuales no nos pueden llegar sino de la mano misericordiosa de Dios, y de los cuales tenemos primaria necesidad. ¿No nos en­seña cuan apta puede ser ella, la plegaria, para consu­mar en la unidad nuestro gran esfuerzo ecuménico?

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"Si uno de vosotros, enseña Jesús, pide a su Padre p^ ¿acaso le dará una piedra?" {Le, 11, 10-13). Recorde­mos cuántas veces en la economía del Evangelio el Señor mismo nos recomienda tener confianza en l a

eficacia de la plegaria (cfr. Mt., 7,7; 19, 26; 21, 22; Jn., 15, 5; 16, 23, etc.). La causalidad divina se inserta en el curso de las vicisitudes humanas, no mediante (que la gracia permanece siempre incondicionada y gratuita), sino a través de las disposiciones producidas en nosotros, tanto individual como colectivamente, por la oración.

A veces, hoy, se puede tener la impresión de que en algunas partes la plegaria va perdiendo éste su pa­pel central en la vida del cristiano, y se convierte para algunos en algo secundario o superado. No desearía­mos que semejante impresión encontrase correspon­dencia en la realidad. Mientras tanto, destacamos con satisfacción que en la vida de la Iglesia se está produ­ciendo también un fecundo despertar espiritual y una verdadera renovación de la plegaria a base del Evan­gelio y de las grandes tradiciones litúrgicas; en mu­chos ambientes se descubre nuevamente también el valor de la contemplación, lo cual es motivo de con­suelo para Nos.

Insistencia en pedir oraciones

Si la oración expresa nuestra relación con Dios —la relación íntima con el Padre—, ella es esencial para el cristiano y para el hombre de todo tiempo y toda circunstancia. "Sin Mí nada podéis hacer" (Jn.,

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15, 5) —nos advierte con claridad el Señor—. ¿Cómo sería nuestra vida sin la oración? La oración es nece­saria para nuestra existencia; es necesaria para hacer­nos vivir en la gracia, para acrecentar en nosotros ca­da día más nuestra fe; la oración es condición para nuestro obrar y nuestro actuar, para poder predicar el Evangelio.

La oración es, pues, indispensable para la restaura­ción de la unidad de todos los cristianos. El Concilio Vaticano II ha colocado las oraciones, privadas y pú­blicas, en aquel núcleo central que, con la conversión del corazón y la santidad de vida, "se debe considerar como el alma de todo el movimiento ecuménico" ("Unitatis Redintegratio"', n. 8).

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INACTUALIDAD DE LA ORACIÓN

HANS URS VON BALTHASAR

El cristiano que ya no reza debe buscar motivos que lo excusen, más aún, que lo justifiquen, como, por ejemplo: la oración pertenece a una época pasada; era, sobre todo, una magia pedir las cosas de que se tenía necesidad.

O también: la oración pertenece al Antiguo Tes­tamento: una vez que Dios, por medio de Cristo, se ha hecho hombre, ya no debe el hombre en adelante elevar al cielo palabras vacías, sino, con Dios, bajar hacia sus semejantes. El amor activo no es un suce­dáneo de la oración sino que, cristianamente pensando, es su verdadera y propia imagen.

O también: la oración, para dar frutos, presupone la calma de la contemplación, el mundo del silencio y de la naturaleza: sólo en tal caso Dios podría estar vivo y disponible; y, al contrario, en un mundo de in­cesantes ruidos, de la técnica, de la obligada sociali­zación, el lujo de la oración no encuentra ni lugar ni

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tiempo; donde se hace la prueba, el resultado negativo demuestra que el Dios de la oración está muerto, que esta práctica —como fuente interior que actualmente se ha secado— con razón es abandonada. Los jóvenes lo expresan de la manera más concisa: practicar lo que no se sabe hacer, sería para mí una cosa no sincera.

No se es cristiano sin oración

Digámoslo en seguida: el cristiano sin oración no es cristiano. Su fe tiene un contenido bien concreto: Dios ha amado y continúa amándole a él y a todos; no solamente a todos de una manera anónima, sino también a cada uno como persona singular.

La elección de Israel fue una preparación: Tú y nadie más debe ser mi Tú —dijo Dios al pueblo— y no porque Tú seas hermoso o grande o poderoso, sino porque yo te he escogido, con absoluta libertad por el amor, para el amor recíproco. Es un acontecimiento que impone encontrarse cara a cara delante de Dios. Israel habría querido mirar en otra dirección, pero sus miradas desviadas son desenmascaradas como miradas de meretriz.

Una palabra de profundísima libertad se dirige ha­cia Israel: los mandatos, la sabiduría del Señor. Y Dios jura que su palabra no volverá a El desde la tie­rra sin el fruto de la respuesta de Israel (Is., 55, 10 s.).

Al pueblo le gusta expresar la respuesta en salmos litúrgicos: himnos de alabanza, acción de gracias, sú­plicas, protección bajo las alas de Dios. Así es siempre

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justo, lo será y deberá ser. Pero Cristo, Dios hecho hombre, no se dirige globalmente a un pueblo, sino que —de una manera más impetuosa que en los lla­mamientos de los profetas— se dirige a cada uno. "Sigúeme. Sobre ti descansa todo el peso de mi mano, que escoge, exige y bendice".

El llamado lo abandona todo y le sigue; él no tiene seguro alguno o reserva para el caso en que algo no resultara bien. En caso de posible separación, dirá: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabra de vida eterna". Sobre estas palabras, que resuenan desde la eternidad, yo he fundado mi vida: ¿cómo podrían que­dar sin respuesta? Respuesta, no a través de acciones que se propagarán, según la misión de Cristo, a los hombres y al mundo; sino una respuesta inmediata; de suerte que el corazón —oída la llamada desde la eternidad dirigida al "Tú"— está contenida en palabras expresadas hacia otro "Tú", hacia el amor eterno.

Todas las misiones de este mundo, como las reali­zaban los apóstoles, eran el eco de este "Tú" origina­rio, que había resonado en el corazón del enviado.

¿Dónde se reza más personalmente que en las car­tas de San Pablo? Frecuentemente El toma la plegaria litúrgica de la comunidad y la transforma en una ple­garia de su propio corazón. Y ello no porque El haya conservado hábitos de oración propios de su prece­dente vida farisaica; sino porque el Señor —del cual es siervo y que vive en él— es palabra de Dios, del Padre, palabra eterna, subsistente, que será siempre "eucaristía", respuesta de alabanza y de acción de gra­cias al Padre.

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Jesús ora siempre, continuamente. Especialmente en San Lucas, El se retira a lugares apartados para una oración personal; su bautismo, su transfiguración, el comienzo de sus sufrimientos tiene lugar durante la oración {3, 21; 5, 16; 6, 12; 9, 18-21; 1, 1).

En San Juan, Jesús resume toda su misión en la "oración solemne", como era uso de los sumos sacer­dotes del templo. Hasta sus últimas palabras, inme­diatamente antes de la muerte, son un diálogo de Jesús con Dios.

No hay sucedáneos para la oración

El cristiano de todos los tiempos tiene que entre­garse a la oración. En modo alguno puede desviarse de esto, no tiene otra salida, ni con la pura acción, ni con la pura liturgia, ni con la pura unión solidaria con aquellos que no saben orar o que se han desentendido ya de la oración.

Pura acción

Ciertamente, algunos, en el pasado, con el fin de evitar los esfuerzos de la acción, se refugiaban en el goce de la contemplación, considerándola como una pregustación del cielo o también, simplemente, como una más fácil anticipación de Dios (Juan de la Cruz y el padre de Foucauld pueden demostrar cómo la "verdadera" vía para la contemplación exige un es­fuerzo inmenso).

Es posible que los apóstoles —y muchos de sus

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sucesores— hayan subestimado este esfuerzo, cuando, recogidos en Jerusalén, permanecieron unidos en la oración, salvo pequeñas peregrinaciones apostólicas a los alrededores. (Sólo más tarde Pablo les demostró en qué consistía el verdadero apostolado mundial).

Que hoy los jóvenes cristianos quieran testimonios, principalmente a través de la acción —a saber, acción que verdaderamente cambie y revolucione las estruc­turas de la sociedad— es cosa comprensible y justifi­cada, especialmente cuando se observa que ante los horrores del mundo muchos asisten pasivamente, dé­bilmente y sin fantasía.

En vez de decir "Señor, Señor"; y "hágase la vo­luntad de Dios"; en vez de pasar junto al desgraciado rezando rosarios y breviarios, éstos deberían bajar de su montura, como hizo el samaritano. Hacer al más pe­queño de los hermanos de los países subdesarrollados lo que Cristo quiere que se le haga a El mismo.

Sin embargo —y esto se le dice a cristianos cons­cientes— la acción cristiana, para ser digna de este nombre y distinguirse de una acción puramente mun­dana, más que de un sentimiento humano debe pro­venir de más lejos, esto es, del reconocimiento, de gratitud y simpatía con Cristo en la Cruz; y debe es­tar dispuesta a avanzar mucho más, esto es, hasta el sufrimiento y la participación de la Cruz.

La acción cristiana ocupa un lugar intermedio en­tre el ofrecimiento personal y la oración y la entrega del propio ser, que se ha hecho totalmente disponible para Dios.

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Pura liturgia

Con motivos justos, la Edad Media construyó ca­tedrales mayores que las que la liturgia podían llenar. Sólo en una época en la que el hombre abandona la oración personal para transformarla en comunitaria, se pueden proyectar iglesias concebidas de un modo pu­ramente funcional para el servicio divino de la comu­nidad.

El retorno al comunitarismo litúrgico, después de radicales reformas en la lengua, textos, homilías, etc., y la adaptación de nuevos y antiguos ambientes a estas nuevas exigencias, constituyen, sin más, una cosa justa e importante. Sin embargo, es necesario evitar que esto dé lugar a un cómodo pretexto para una acción clerical que se mueva en el vacío y sin finalidad: inversión de altares, uso de incienso, creación de nuevos ornamen­tos para los ministros del culto, etc.

De esta manera, nuevamente se pone el acento en cosas secundarias: con dos minutos de silencio, des­pués de la predicación y después de la comunión, ¿có­mo se puede satisfacer la necesidad elemental del alma de la paz en Dios, del diálogo de corazón con El? ¿Y quién, después de recibida la comunión, puede "reali­zar" de tal manera los significados de la sagrada comu­nión? ¿El cristiano no tiene incluso necesidad de la no funcional y silenciosa "adoración ante el Santísi­mo", o de la meditación silenciosa y personal de la Sa­grada Escritura?

Que no se engañe el clero joven ni el clero mayor: la palabra de la predicación, aunque sea moderna, exe-

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gética, pastoral, sociológica (supuesto que haya tiempo para hacer todo esto), no es suficiente. Los fieles se dan cuenta en seguida si las palabras del predicador pro­vienen de su profunda oración personal o si, por el contrario, son ligeras y superficiales como artículo de periódico. A la comunidad de los fieles se le pueden dar piedras en vez de panes.

La ley y la liturgia

Dos cosas del Antiguo Testamento han sido supe­radas por Cristo: la esclavitud de la ley y la liturgia del templo. Lo primero lo ha demostrado San Pablo, la segunda, la carta a los hebreos. La primera es salu­dada hoy hasta casi los límites de un dualismo mani-queo entre ley y Evangelio, y este dualismo no provie­ne del Evangelio, sino que fue inventado por Lutero, y ya Kierkegaard se ha burlado de esto. Así se ha ha­blado tanto del "Evangelio" y del "Espíritu", que no ha quedado nada de la obediencia a la ley.

La segunda, que la liturgia del templo igualmente haya sido superada, se advierte quizá poco en nuestra primavera litúrgica.

El hombre moderno y la oración

Finalmente, la fuga en solidaridad con los que no oran. Estos han elaborado amplias teorías para expli­car que ya "el hombre moderno" ya no sabe orar, teo­rías que son miradas con sorpresa por muchos cris­tianos.

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Porque Dios ha muerto. Y como Dios no es obje-tivable, no se le puede imaginar como otro Tú que está delante de ti, a quien se pueda dirigir la conver­sión. O también, de una manera más moderada: la voluntad de Dios se realiza de todas maneras (El es el Absoluto); por esto es infantil intentar detenerla o querer cambiarla. Otros afirman que han intentado orar, pero que sus oraciones han caído en el vacío, han chocado contra un muro, sin el mínimo indicio de una respuesta, a lo más con el eco inquietante de su propia voz.

Oscurecimiento del sol; alejamiento temporal de Dios y ausencia de Dios. Este es el destino de la mayor parte de nuestros hermanos: ¿podríamos nosotros per­manecer tranquilos juntos a ellos, viviendo "los con­suelos de la oración"?

¿Pero se trata verdaderamente de consuelos? ¿No es más bien una excusa para no asumir responsabilida­des? ¿Qué cristiano querría orar para él, sin pensar —delante de Dios— en su hermano que no reza? Des­de que Cristo oró y sufrió por todos, la oración sólo puede ser católica, esto es, universal.

Debemos volvernos bocas locuaces por todos aque­llos que están mudos delante de Dios. Ofrecerse para llevar el peso por todos aquellos que son un peso para sí mismos y tal vez para Dios. Si el cristiano se toma esto en serio, también Dios le tomará a él muy en serio. ¿De qué sirve a aquellos que viven en la oscu­ridad el hecho de que yo tantee con ellos en vez de encenderles la luz que yo llevo conmigo? En mi peque­ñísimo lugar "yo resplandezco como las estrellas del

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universo" (Filiph., 2, 15). Si muchos, si todos los cris­tianos juntos, de la manera que saben, hicieran luz se descubriría algo incluso en una noche sin luna.

Es, en realidad, solidario el que pone a disposición del bien de todos el don que ha recibido.

Tal hombre orará por gratitud hacia Dios y por responsabilidad con sus semejantes. No se preocupará de lo que siente o de lo que no siente; de cuanta au­sencia o presencia de Dios percibe. Quizá le sucederá que descubra el sentimiento de ausencia de Dios de quien no ora; de manera que este último pueda ser superado por una idea de la presencia de Dios.

Así sucede en la comunión de los santos, que en el sentido más amplio es la comunidad de todos aque­llos por los cuales Dios ha padecido la total soledad en la Cruz.

(Ecclesia, n. 1450 (1969) pp. 1012-1013)

MISIÓN DE ORACIÓN

K. RAHNER

¿Creemos nosotros, los cristianos, en el poder de la oración? ¿En su poder en esta tierra y no sólo en los lejanos cielos de Dios? ¿Somos todavía tan "an­tropomorfos" en nuestro modo de pensar, que nos atre­vemos a creer que con nuestros gritos y lágrimas po-

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demos mover el corazón de Dios para que obre en este mundo? ¿O nuestro pensamiento se ha hecho tan abstracto y cobarde que sólo podemos entender la vi­gencia de la oración como "tranquilización de nosotros mismos" o como afirmación de nuestra esperanza en un éxito más allá de la historia?

La oración de petición es realmente una cosa cu­riosa. Está en uso casi sólo entre el pueblo. Allí donde reina la "religiosidad primitiva", que —en opinión de los avisados— no ha comprendido todavía que no se puede suplicar a Dios, porque en el fondo Dios es un destino inexorable. Los otros, los avisados, que no per­tenecen a este pueblo de rosarios, peregrinaciones, ro­gativas, etc., sólo se hacen primitivos cuando están en las últimas. Entonces rezan... O si ni aún entonces lo­gran rezar..., se desesperan (con plena razón y muy lógicamente). Después, si contra toda previsión salen airosos del apuro (de la enfermedad, de la amenaza de ruina, etc.), dejan inmediatamente de pedir o se dan al nihilismo existencialista. Por esto es —visto en cris­tiano— enteramente lógico que en los juicios de la historia los "cultos", los "intelectuales" y gente pare­cida tengan más posibilidades de sentir el curso (apa­rentemente) inexorable en la historia con más amar­gura que la gente sencilla, que no tiene por completa­mente superfluo ni por poco espiritual pedir el pan de cada día y el bienestar terreno.

En serio: ¿Creemos o no creemos en la carne del Verbo eterno de Dios? Si creemos, el verdadero Dios tiene que poder sentir muy humanamente, y la tierra y lo que ocurra en ella no puede ser tan poco impor-

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tante. Sin embargo, las cosas no marchan necesaria­mente en paz y felicidad aquí abajo (en definitiva, aquel Dios murió en la Cruz). Pero no puede ser del todo insignificante lo que ocurre aquí abajo entre nos­otros. Y si es cierto que Dios es el Señor del mundo y nos enseñó el Padrenuestro con la petición del pan de cada día y la del "líbranos del mal", hay que suponer, evidentemente, que también la oración de petición a este Dios antropomorfo y poderoso pertenece a los poderes reales de este mundo. Podemos dejar aquí tranquilamente de lado las discusiones y opiniones de los teólogos sobre la compatibilidad de la oración de petición y la soberanía, libertad absoluta e inmutabili­dad de Dios. Sin tener que opinar ni sospechar que los teólogos al hacer estas especulaciones piensan siempre un poco en la época "antes de Cristo" y no del todo —sólo en esta cuestión naturalmente— en que el Ver­bo de Dios se ha hecho carne y, por tanto, muy capaz de ser conmovido y accesible en las oraciones (él, por quien ocurren todas las cosas), en todo caso es cierto y seguro lo siguiente: hay una oración de petición que se dirige a Dios, que no es sólo un conjuro del propio corazón, y que se atreve a pedirle con toda decisión pan, paz, derrota de sus enemigos, salud, difusión de su reino sobre la tierra y mil cosas terrenas problemá­ticas en sumo grado. El hecho de que esta oración sea a la vez suma "terquedad" (se relatan a Dios los pro­pios deseos) y suma resignación (se reza SL aquel a quien no se puede forzar, ni obligar, ni encantar, sino sólo pedir), el hecho de que en ella se reúnan el más elevado ánimo y la humildad más profunda, la vida y

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la muerte, y se unifiquen incomprensiblemente, hace que la oración de petición en cierto sentido sea no el inferior, sino el más perfecto modo humano-divino de orar. ¿Y por qué otra razón la oración del Señor no es un himno, sino siete peticiones? La cristiandad debe­ría rezar más, más terca y humildemente, en voz más alta y con más insistencia. Debería pedir también eso que a nosotros, miopes, nos parece importante, pedir también la realización del reino de Dios tal como ne­cesariamente lo imaginamos. Pues la oración de peti­ción, la concreta, realísima y clara oración de petición, es un poder en el mundo y en su historia, en el cielo y en la tierra.

Y ahora imaginemos por un momento que los cris­tianos están convencidos de la eficacia de la oración de petición, no tan en general ni tan teóricamente, sino concreta y prácticamente, es decir, que ese con­vencimiento se ha hecho en ellos carne y sangre. Pen­semos en que están convencidos de que esa oración de petición tiene que ser a la vez muy celestial y muy terrena, es decir, que debe socorrer celestialmente las necesidades de la tierra en cuanto que el reino de Dios viene a ellas y en la medida en que viene, y convenci­dos de que el reino de Dios es algo muy terreno, por­que es justamente Iglesia en el tiempo, conversión, dis­ciplina moral, honra del nombre de Dios y de Cristo en la vida pública, cristianismo activo, etc. Suponga­mos por un momento que los cristianos de hoy, los interesados por lo religioso, los cultos e intelectuales sobre todo, además de hablar del cuerpo místico de Cristo y hacer teología, vivieran esta verdad, es decir,

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que se dieran verdaderamente cuenta con temor y tem­blor de que cada uno, el día del juicio, tendrá que ren­dir cuentas del eterno destino del otro. Amontonemos (de manera global) todas estas bienaventuradas hipó­tesis, sueños y deseos, agradables a Dios: que todos están convencidos, porque son muy humildes, es decir, muy realistas, de que no es lícito que todas esas acti­tudes no pasen de ser un lejano ideal, con el que uno disfruta religiosamente en las horas buenas (deleitán­dose en sus propias ideas sublimes), sino que esas ac­titudes tienen que ponerse en práctica. Que hay que adoptarlas de nuevo cada día; que hay que dejar que otros nos las recuerden; que se necesitan determina­dos gestos, usos, acciones, en los que se incorporen —como ya previamente existentes— esas actitudes, porque no todos los días pueden subir desde el cora­zón con el mismo empuje creador ni tan poderosas que no necesiten esas prácticas preformadas y previas. Y además que todos están convencidos de que la ora­ción y la vida tienen que compenetrarse; de que hay que rezar en todo tiempo, es decir, de que la voluntad de pedir por la salvación de todos a Dios en Cristo tiene que convertirse en poder configurador de toda la vida y de la vida diaria; de que la oración intercesora de cada miembro de Cristo por toda la santa Iglesia debe transformarse en la penitencia de la vida, en pa­ciencia y amor, en ayunos y limosnas, en valiente y alegre renuncia, que prescinde serenamente de ciertas "alegrías" y placeres de la vida. Todavía más: que to­dos están convencidos de que las autoridades eclesiás­ticas no son exclusivamente controladoras de una gran

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máquina, de una administración eclesiástico-burocrá­tica, sino los padres de nuestras almas, cuya palabra nos amonesta, paternal y fraternalmente a la vez, in­cluso más allá de los nuevos preceptos "obligatorios".

Si todo fuera así —¡sería bello!— ¿qué ocurriría? Muchas cosas, naturalmente. Pero nosotros vamos a fijarnos en determinadas consecuencias, que serían más o menos las siguientes: los cristianos rezarían por to­da la santa Iglesia, para que Dios, el Señor, le dé la paz, la unifique y guarde, la proteja contra todos los poderes de las tinieblas y para que en medio de una paz, que el mundo no puede dar, dé a sus hijos la po­sibilidad de glorificar a Dios. Rezarían por el papa, por los obispos y sacerdotes (¡ de veras lo necesitan!), por las autoridades políticas (de las que nos quejamos en vez de rezar por ellas), por todos los buscadores de la verdad, por toda la cristiandad dividida y separada, por los judíos y paganos, por los pobres y enfermos, por los fugitivos y encarcelados. Rezarían diariamente. Entenderían toda su vida como una vida empeñada e implicada en ese llevar la carga de los demás y en el cuidado de las almas de aquellos de cuya actividad y destino tendrán que responder algún día. En medio de los dolores del cuerpo y de las oscuras necesidades del corazón y del espíritu dirían, valientemente y consola­dos, con el Apóstol: "Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia" {Col., 1, 24). No rezarían sólo en general por la llegada del reino de Dios; su corazón sería ancho como el mundo y tendría en cuenta muy en concreto las particularidades de la humanidad y de la Iglesia en

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el drama de la salvación entre la luz y las tinieblas: los fugitivos de Corea, los sacerdotes de Dios encarcelados y en campos de concentración detrás del telón de ace­ro, la importancia del cine para la educación y seduc­ción de las masas, las iniciativas aisladas de la caridad cristiana, la callada desesperación de los solitarios, que han perdido a Dios y a los hombres, y miles de cosas más. Se alegrarían de que otros les recordaran esta o la otra intención. Y aceptarían esas "intenciones de ora­ción" propuestas como el oremus, dilectissimi nobis, pro... del sacerdote en las oraciones del Viernes San­to, con un corazón desinteresado y lleno de amor.

De esas oraciones surgiría en su vida un poder transformador: su piedad sería menos egoísta y me­nos introvertida. No se extrañarían de tener que beber el cáliz de la amargura, del que todos tienen que beber la salvación de su existencia. Y entonces empezarían a hacer por sí mismos lo suyo, por Dios y por su rei­no; en el testimonio, en la ayuda al prójimo (hay que buscar primero con el corazón, rezando, para que los pies lo encuentren), en la ayuda a los lejanos (en las misiones), etc. Poco a poco barruntarían algo de la bienaventurada necesidad del amor, que tiene que gas­tarse en servicio y obediencia a los demás, hasta que se haya devorado y agotado a sí mismo; y entonces empezarían tal vez a entender poco a poco el Corazón del Señor, el misterio de su amor que brota del in­comprensible centro, llamado corazón, de quien es el Verbo de Dios en la carne: insondable, juez y salva­dor, existencia inútilmente transcurrida y sin embargo maravilloso centro de atracción de todas las cosas.

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Entonces se atreverían (todavía más despacio, casi con vergüenza y humildemente) a esperar que los senti­mientos y aspiraciones del propio corazón, inclinado de suyo al mal, fueran un poco poseídos y configurados por el amor de ese Corazón que mueve el sol y las de­más estrellas del mundo-tiempo. Tal vez se consagra­rían a este amor con recogido corazón al principio de cada jornada, le consagrarían su vida y el don del nue­vo día (o al menos lo intentarían; pues, naturalmente, tal consagración no queda hecha con sólo usar su fórmula).

¿No sería bueno que hubiera más cristianos que continuaran así la apostólica oración de petición y que, en cierto modo, a cada hora del eterno Viernes Santo de este mundo oyeran la invitación del oremus, do­blaran su rodilla y rezaran por todos los grados de la Iglesia y todas sus necesidades, y que al oír el Uvate volvieran a la vida con un corazón que ha rezado así? A cada hora del eterno Viernes Santo de este mundo, porque el Hijo de Dios es crucificado continuamente en todos sus miembros y con él son crucificados los que dicen "acuérdate de mí", y aun aquellos de quie­nes no escuchamos tal grito. Y esta "práctica" (sobre todo en sus formas concretas) no sería todavía el único método santificante de la vida espiritual. Hay muchos caminos hacia el reino de los cielos. Y muchas mora­das en la casa del Padre. Pero sólo hay verdadero Cristianismo —esto es cierto, aunque a menudo se ol­vide— cuando el amor a Dios y a los hombres en Je­sucristo y en la Iglesia habita en el corazón. Y la ora­ción es más importante que los sacramentos; pues sin

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sacramentos hay quien se ha salvado, pero nadie se ha salvado sin oración. Ni en su comienzo ni en su fin, la gracia de Dios puede ser merecida. Pero cuando pre­cede gratuitamente a nuestra actividad, despierta en primer lugar un movimiento del corazón, cuyo nom­bre más sobrio y pleno es "oración". Y si la oración es la actividad, despierta en primer lugar un movi­miento del corazón, cuyo nombre más sobrio y pleno es "oración". Y si la oración es la actividad en que el hombre se entrega de lleno a Dios, y el hombre es el ser que sólo puede existir trascendiéndose en el tú (o se queda condenado a sí mismo), y sólo se tiene como tú al Dios invisible cuando se ama al tú a quien se ve, una oración sólo puede ser oración cuando está abierta y dispuesta a incorporar a los demás en la pro­pia entrega de toda la persona a Dios, cuando es tam­bién oración pastoral. (Está bien, por tanto, que los hombres aprendan a rezar unos por otros: la madre en el cuidado por sus hijos, etc. Y ha habido alguno que ha rezado ya, gracias a Dios, sin saberlo, porque su corazón tenblaba de verdadero amor por los demás y porque en la silenciosa infinidad de Dios gritó su "SOS a todos", aparentemente a nadie dirigido). Por tanto, esa oración por los demás y por nosotros englo­bados con ellos en una comunidad de culpa y salvación es un proceso absolutamente esencial para el Cristia­nismo. Ser conscientes de ese acontecer y cuidarlo atenta y expresamente tiene que significar en todo caso la realización de un "Cristianismo esencial". Y esto basta para comprender la dignidad de la oración apos­tólica, si bien no es necesario afirmar que toda práctica

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del Cristianismo tenga que partir de este punto (llegar a él es sin duda indispensable).

(Escritos de teología, III. Madrid, Taurus, 1961, pp. 239-245)

SOLEDAD CORDIAL

DANIEL GUTIÉRREZ

Hace ya mucho tiempo que se ha subrayado la ne­cesidad de pensar hasta tal punto que se dijo: el mun­do estaba desolado —las almas desoladas, inquietas, angustiadas, infelices— porque hay pocos que sepan recogerse y pensar \ Hay pocos capaces de recogerse consigo mismo, a solas en el santuario de su intimidad personal, para lograr unas ideas claras y seguras que entren y se claven en el corazón para presidir la vida. No se trata de retirarse a una soledad territorial, la Tebaida no es posible ahora, de ordinario, necesita­mos retirarnos a una "soledad cordial", que nos per­mita en medio de las cosas encontrarnos a nosotros mismos2.

El Concilio —lo hemos recordado ya— nos exhor­ta a profundizar en el conocimiento de Cristo al con­tacto con el texto sagrado. No sería pequeño nuestro conocimiento de El si llegásemos a captar y compene­trarnos de aquella realidad profunda que fue la "sole-

1 "Toda la tierra es desolación por no haber quien reca­pacite en su corazón" (Jer. 12, 11b).

2 A. ORTEGA GAISÁN : Valores humanos, vol. II, tercera edic. (Vitoria 1959) p. 187.

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dad cordial" de Cristo en la que se ha pensado poco y que, sin embargo, resume su actividad humana y orienta la entereza de su carácter íntegro y hermoso.

Darse a las cosas y a las almas, acariciando la crea­ción que es obra de su Padre. Pero darse de tal ma­nera que ninguna criatura rompa el secreto de su "so­ledad de corazón", donde nada creado se asienta, don­de mana la fuente de su energía y de su paz. Y llenar esa soledad del corazón con la inmensa luz de la con­vicción de su misión como enviado de Dios. Por eso, Jesucristo nos da la impresión de que estando solo nunca está solo. Y estando en medio de la multitud parece que está solo en su corazón 3.

San Lucas deja escapar de su pluma algo de aque­lla soledad cordial que envolvía a la Santísima Virgen al presentárnosla recogiendo cuidadosamente los mis­terios que salían de los labios de su Hijo y de su Dios4. Modelo a imitar en esos momentos callados de la liturgia, en que Dios ha hablado a su Pueblo.

El silencio sagrado, encuentro con Dios y con el her­mano.

En lo que antecede hemos podido descubrir algunas de las razones profundas que han movido a la Iglesia a introducir el "silentium sacrum": necesitamos en­trar dentro de nosotros mismos, hacer callar nuestras propias ideas, para que la Palabra de Dios, Dios mis-

3 Ibid., pp. 187-188. * "Su madre conservaba todas estas cosas en su corazón"

(Luc. 2-51b).

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mo, no quede sofocado, como la semilla evangélica caí­da entre espinas, por los cuidados temporales5. Estos momentos tienden a ser otros tantos descansillos en la ruta de nuestra vida, para un reajuste interior de nuestra actividad ascensional hacia el encuentro con Dios.

En este nuestro tiempo de extraversión de las ideas y de las cosas, de naturalización de la vida, necesita­mos afianzar nuestras convicciones cristianas, profun­dizar en las realidades de nuestra fe, dejar que inva­dan el alma, para abrirla después al Dios que quiere dialogar, más, darse al hombre, a ese hombre que es también mi hermano. Estos momentos de recogimien­to personal junto al hermano dentro de la celebración, permitiendo nuestro diálogo con Dios permitirán tam­bién tomar conciencia del hermano que deberá estar, no sólo presente junto a nosotros, sino también den­tro de nosotros, de nuestras preocupaciones y solicitu­des. Si la liturgia no alimentara la plegaria íntima, si no suscitara la renovación interior, si no provocara la entrega apostólica, difícilmente verían en ella la fuente de toda vida cristiana que nos dice el Concilio 6, quie­nes deseen una vida auténtica y profundamente apos­tólica. La asamblea litúrgica, por tanto, deberá estar preparada para pasar del canto jubiloso, por la venida del Señor y su presencia entre nosotros, a una atmós­fera de recogido silencio, que favorezca el diálogo ín­timo y el encuentro personal con el Señor. De aquí brotará espontánea la aclamación alegre de la familia

5 Cf. Mí. 13. 22; Me. 14, 18; Luc. 8, 14. 5 C.D.S.L., n. 10.

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de Dios en torno al único altar, a la misma fe, al mis­mo Señor y Padre nuestro (£"/., 4, 5-6).

(Del silencio sagrado al encuentro con Dios, en Cistercium 23 (1971) pp. 110-112)

NECESIDAD DE LA ORACIÓN

R. VOILLAUME

Hemos de estar totalmente disponibles para la ora­ción. Y no lo estaremos si no creemos firmemente en la importancia vital de la oración. Porque ¿cómo exi­gir de alguien que esté disponible para una tarea de cuya importancia no está firmemente convencido? No pensemos que estamos convencidos de la importancia de la oración por el mero hecho de haber sido fieles, con mucha dosis de buena voluntad, a la regla que nos impone unas horas de oración. Mientras no com­prometamos nuestro ser y nuestra vida en la oración, de una manera personal, empeñando nuestra responsa­bilidad, a pesar del cansancio del trabajo, a pesar de las solicitaciones de las personas y de las cosas, y a pesar de la fuerza con que nos atraen las actividades de este mundo, es muy posible que no estemos dis­ponibles para la oración y que nos hagamos ilusiones en este punto.

Nuestra vida de oración reviste dos modalidades: los momentos de oración pura, momentos de retiro, de silencio, de suspensión absoluta de toda actividad y de todo trabajo, y la permanencia del estado de ora-

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ción, en medio de todas las actividades de trabajo o de relaciones.

Hablaré antes de la primera forma de oración, que, por otra parte, condiciona a la segunda, a pesar de lo que se cree. En nuestros días, los hombres viven en medio de una intensa y excesiva actividad. Los sacerdotes y los religiosos no se ven libres de esta actividad, solicitados por tareas apostólicas urgentes y tan numerosas que no pueden hacer frente a todas. En este desbordamiento de vida y de actividad, las horas de oración corren el riesgo de parecemos mo­mentos vacíos, paradas en el trabajo. Respetaremos quizá estas horas por un resto de escrúpulo o porque nos han dicho repetidas veces que no seremos verda­deros apóstoles si no oramos en estos momentos in­tensamente y con toda la plenitud de nuestro ser. Pero con frecuencia no tenemos la sensación de hacerlo así, y en cambio sentimos enriquecernos con la actividad apostólica y la entrega a los otros. Como las solicita­ciones externas nos urgen y apremian, llegamos a con­siderar estos momentos de soledad y silencio como verdaderas pérdidas de tiempo, y acabaremos por creer más perfecto entregarnos totalmente a la actividad externa con tal que la unión permanente a Dios la transforme en oración ininterrumpida. Pero si no es falso —lejos de mí tal cosa— pretender hacer de toda la vida una oración permanente, sí es error grave pen­sar que la pura oración puede ser inútil. Es obligato­ria, no sólo como origen de lo que hoy se llama "ora­ción difusa", sino como una actividad superior, indis­pensable en nuestras relaciones con Dios, de las que

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ningún poder puede dispensarnos. ¿Quién mejor que Cristo Jesús vivió permanentemente ante su Padre, en estado de adoración y de oración, puesto que la visión de Dios moraba en su alma en medio de todas sus ac­tividades humanas? Y, sin embargo, vemos que apro­vechaba las ocasiones de entregarse en silencio y sole­dad a la oración más pura: "Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar" (Mí., 14, 23), "de madrugada, cuando aún estaba muy oscuro, se levantó ,salió, y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar" (Me, 1, 35). Jesús encontraba tiempo para es­tos ratos de oración en sus días cargados de trabajo, en los que pertenecía a sus discípulos, a los enfermos, a la multitud que le buscaba y acosaba. Al atardecer, por la noche o de madrugada huye para orar. Jesús, como hombre, sentía la necesidad de momentos de ora­ción, libres de toda actividad humana.

Un alma que tiene el sentido de lo divino, no pone en duda la necesidad de estos momentos. Sólo cuando el hombre pierde ese sentido de lo divino, y por con­siguiente, el de su ser de criatura, pierde también el sentido de la oración "en pura pérdida de sí ante Dios". La adoración, que es la esencia de la oración, no sirve de nada, en el sentido propio de la palabra, y mientras no realicemos esto en toda su verdad, no sabremos orar. ¿Qué utilidad puede resultar de las tres primeras peticiones del Padre nuestro!

¡Qué fuerza y qué luz sacaríamos de esta verdad, si, prácticamente convencidos de ella, obráramos en consecuencia! A pesar de todo lo que pensamos en teoría de la oración de adoración y de nuestras rela-

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ciones con Jesús y con Dios, posiblemente seguiremos orando, más o menos conscientes, para obtener algún provecho tangible, para cobrar ánimo y rehacernos. Y siguiendo así, si de pronto llegamos a experimentar una oración de fe, en la sequedad de los sentidos y el vacío de la inteligencia, nos desconcertaremos total­mente. Habrá bastado para ello con un cambio de ambiente, con la dureza y el cansancio del trabajo, habrá bastado con que Jesús deje de atraernos con favores externos a El, para desalentarnos y hastiarnos de la oración, y para que no creamos en su importan­cia con la convicción necesaria para ser fieles a ella. No habrá en nosotros la disponibilidad para la oración.

Entrega en el desasimiento

Tenemos que convencernos de que vamos a la ora­ción no para recibir, sino para dar; y lo que es más, para dar sin saber qué damos, sin ver lo que damos. Vamos a entregar a Dios, en la noche, todo nuestro ser. Tenemos que realizar todo lo que estas palabras: entregar a Dios todo nuestro ser contienen de fe os­cura, de sufrimiento a veces, de riqueza de amor siem­pre. La adoración no es ni una idea ni un sentimiento, es un reconocimiento de la toma de posesión de Dios y de todo nuestro ser, hasta lo más recóndito del alma. Y este reconocimiento es lo más grande y lo más ab­soluto de que podamos tener conciencia. Es un acto que exige mucho valor y un total abandono de nues­tro ser a la acción de Cristo, que a veces es muy do-lorosa. La experiencia nos hará comprender mejor has-

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ta qué punto exige la oración un desprendimiento ra­dical de todo lo creado. Durante la oración tiene que actualizarse en nosotros la muerte a todo lo que no es Dios. Por esta razón, tantas personas, religiosos y sa­cerdotes, se apartan de la oración verdadera y se refu­gian en una simple formalidad de oraciones vocales, con las que tratan de engañarse, o derivar hacia un tema moral cualquiera. Con frecuencia son huidas, conscientes o inconscientes, que tienen por causa la ausencia del acto fundamental de entrega, necesario como condición previa de la oración. No quiere esto decir que haya que abandonar las oraciones vocales o las reflexiones de fe sobre el Evangelio y sobre las ver­dades eternas. Sin embargo, en algunos casos pueden ser una coartada para un alma que se resiste.

Nuestra disponibilidad para la oración supone, por tanto, no sólo fe en la importancia de la oración, sino un gran trabajo de desprendimiento interior, acepta­do y querido en principio como radical y sin límites, a la medida de nuestro amor. La fe en la importancia de la oración ha de traducirse en actitudes muy con­cretas.

En primer lugar tenemos que desear la oración. Es evidente que si los momentos de oración representan para nosotros la entrega total a Cristo, los deseare­mos en la medida de nuestro amor. Pero este deseo no nace por sí solo. No es natural al hombre en su estado actual. No es fácil ni espontáneo, sino median­te una gracia sobrenatural. Normalmente es un ejer­cicio de fe. Y un acto de fe quiere decir un acto de voluntad, que impone a nuestro ser, con frecuencia

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a pesar de su resistencia y en la oscuridad, una acti­tud que responda a las realidades invisibles. Por esto, nada hay más verdadero que una actitud del alma o una acción impuesta por la voluntad a la luz de la fe. No hay que creer, por el contrario, que una actitud no es verdadera sino cuando es espontánea. Sólo la fe nos hace desear los ratos de oración. Pero el mejor modo de desear el encuentro con Jesús en la oración es ir a ella. Cuanto más oremos, más la desearemos. Y sentiremos que se establece y se acentúa en nos­otros la separación entre Jesús y los hombres, que es la señal del alma contemplativa.

Hay que llevar a la práctica todos estos principios con una disponibilidad total para la oración, no sólo interior, sino real y efectiva. Si nunca sentimos el de­seo y la necesidad de orar un rato más "gratuitamen­te", por amor a Jesús que nos espera, y si creemos que hemos cumplido con Dios por haber llenado las horas de oración prescritas, sería prueba de que aún no estamos disponibles para la oración. Es una verdad que un alma de oración encuentra siempre tiempo para orar.

Nuestra oración debe ser también adoración. El contacto demasiado continuo con los hombres nos ex­pone a olvidarlo. No nos dejemos arrastrar bajo el peso de los sufrimientos de la humanidad, a ceder a la tentación de los apóstoles, testigos del despilfarro inútil de la Magdalena, al derramar el perfume valioso sobre el cuerpo del Señor. Jesús merece ser adorado y amado, merece que se pierda el tiempo por El, aun habiendo en el mundo seres que lloran y que sufren.

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Perder el tiempo por amor: a veces se nos presenta bajo esta forma el acto de la oración pura, cuando en realidad es el medio de medir el valor de nuestra fe en la trascendencia divina, y de purificar nuestras re­laciones con los hombres. Rara vez se comprenderá este aspecto de nuestra vida que "no sirve para nada y a nadie es útil", sobre todo en un ambiente en el que la eficiencia es un criterio de valor absoluto. Sin embargo, me parece que aun entonces nuestra oración no podrá aspirar a la contemplación del misterio de Dios, como un solitario; porque nosotros no podemos separarnos de la carga de los hombres y de sus mise­rias, que gravitan sobre nosotros. Nuestra oración es­tará más próxima de la de Jesús, cuando, cansado del trabajo, subía al monte a orar en secreto. En su alma de Redentor llevaba la carga de los sufrimientos mora­les y físicos que habían pasado ante su vista durante el día. Llegaremos así a una adoración tal vez más pura. La adoración es la admiración del misterio su­premo y oculto de la divinidad. Sabemos por Jesús que este misterio es de amor y de misericordia, porque su más perfecta expresión fueron la Encarnación y la Re­dención. La adoración que brota de un corazón total­mente disponible para el prójimo es la verdadera y pura adoración (Ermita de Mar-Elias, Siria, 13 de ju­nio de 1950).

{R. VOILLAUME : Orar para vivir. Madrid, Nar-cea, S. A. de Ediciones, 1972, pp. 107-113 y 133-134)

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¿POR QUE HACES ORACIÓN CADA DÍA?

G. HUYGHE

Pregunta indiscreta, no cabe duda, cuando se hace a un alma de oración. Pero la hemos planteado a sa­cerdotes o religiosas en perspectiva de la redacción de este capítulo. La experiencia prueba a todos los que se hallan en contacto con los apóstoles modernos que la causa principal del abandono de la vida de oración, y hasta de la simple oración, reside en una motivación falsa o incompleta de la oración.

Hemos recibido cuatro respuestas a la pregunta in­discreta :

1. "No sabemos"

Por extraordinaria que parezca tal respuesta nos ha sido dada con frecuencia en diversas formas. En realidad, los que la han enviado no tienen idea del lugar de la oración en el organismo espiritual. ¿Cuán­do, pues, se la habrían explicado?

Así es que la consideran como unida a una especie de misteriosa ley de ritmo binario: trabajo durante el día, ejercicios de piedad por la mañana y por la noche; en los "ejercicios" están "encajados" en una mezcla, la oración, la misa, el oficio (o el rosario), los exáme­nes, la lectura espiritual en común, etc. Lo mismo que la existencia humana entera está dividida en dos tiem­pos, la noche que sucede al día, el sueño al trabajo, las vacaciones al curso escolar, y la muerte a la vida, así

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la oración (y los otros "ejercicios") sucede a la acti­vidad.

No insistimos, pero subrayamos el "ritualismo" de los elementos de la jornada religiosa. La letra se ense­ña bien y hay que reconocer que presenta cierta gran­deza la fidelidad para "recargar los acumuladores".

2. "La oración nos es provechosa"

Estas respuestas son imperfectas y aun falsas. En primer lugar, hacen de la oración una especie de depó­sito de fuerzas espirituales, de ideas generosas, de ac­tos de amor, depósito del que se puede extraer a lo largo del día. Es un juicio falso sobre el apostolado e incluso sobre el trabajo material ordenado por la obe­diencia, porque se les considera como causas del em­pobrecimiento de las reservas espirituales, amasadas en la oración. El apostolado, al contrario, debe sostener y alimentar la oración, y en este sentido debe prepa­rarse a las postulantes porque, de otro modo, su vida se convertirá en un compartimiento de cajones en tiempos fuertes y en tiempos muertos.

Además, la oración y sus efectos se consideran en el plano de la experiencia psicológica, en el plano de la clara consciencia y no en el plano de la fe. La clara consciencia tiene poco que ver con la calidad y la profundidad de la oración.

Aquellos que nos han transmitido esta respuesta nos ayudan a comprender por qué tantas almas consa­gradas abandonan la verdadera oración para refugiarse

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en la meditación, la lectura o... el sueño, o, cuando está en su mano, en la abstención. La experiencia más común nos demuestra que la oración es con frecuencia árida, difícil, penosa para la sensibilidad, que es un momento en el cual se corre sin éxito en persecución de una imaginación por completo vagabunda, que deja a menudo la impresión de pérdida de tiempo y de fra­caso. Y sin embargo, si tenemos fe y si nos situamos en las condiciones de una oración auténtica, sabemos que la impresión de fracaso no está justificada y que el diálogo dirigido por el Espíritu Santo tiene una pro­fundidad que escapa a la percepción de la clara cons-ciencia.

3. "La oración es de utilidad para las almas que nos están confiadas".

Esto quería expresar un sacerdote cuando afirma­ba : "si no hago una hora de oración diaria mis ovejas se verán defraudadas". Para los que así responden, la oración es el momento en que se ejerce la actividad apostólica más intensa y más eficaz. Puesto que están consagradas al apostolado, creen firmemente que no hay apostolado más eficaz que la oración y que a la oración deben llevar las almas que les están confiadas.

Nos apresuramos a añadir que la respuesta es pro­fundamente exacta pero que es incompleta. Es exacta y hay que grabarlo también muy hondo en las mentes de los candidatos al sacerdocio o a la vida religiosa.

La causa de los numerosos abandonos de la oración reside a menudo en la convicción de que los proble-

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mas a resolver son más importantes que la oración y que las actividades apostólicas son más eficaces que la oración para la salvación de las almas. La oración, en particular cuando es dificultosa, produce de tal mane­ra la impresión de que es pérdida de tiempo mientras tantos problemas se acumulan reclamando una solu­ción urgente... Si los sacerdotes y las religiosas cre­yesen firmemente en la eficacia apostólica de la ora­ción, tendrían valor (es la palabra indicada) y hallarían tiempo para hacer oración.

La tradición cristiana en su totalidad, arraigada en el Evangelio, nos lo confirma: "Este linaje con nada puede salir si no es con oración y ayuno" (Me, 9, 29).

"...Una sola cosa es necesaria: con razón María escogió para sí la mejor parte" (Le, 10, 42) ha otorga­do siempre la primacía a la oración contemplativa so­bre la actividad apostólica más eficaz en apariencia. La enseñanza de la Iglesia es constante, y entre los textos pontificios de nuestro siglo nos basta citar el de Pío XI en la Constitución Apostólica Umbratilem del 8 de julio de 1924, "Aquellos cuyo celo asiduo se consagra a la oración y a la penitencia, contribuyen al progreso de la Iglesia y a la salvación del género humano mucho más que los operarios aplicados a cul­tivar el campo del Señor; porque si no hiciesen des­cender del cielo la abundancia de las gracias divinas para regar la tierra, los operarios evangélicos no reti­rarían de su trabajo más que frutos muy escasos".

El tiempo que consagramos a la oración y, muchas veces, en apariencia, en pura pérdida, nos recuerda co-

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tidianamente que solamente Dios salva y cura a las almas. La prioridad de la gracia de Dios sobre cual­quier actividad apostólica, aun puramente espiritual, no se graba en nuestro espíritu reacio y activista sino por el holocausto diariamente ofrecido, de los treinta o sesenta minutos transcurridos en una pasividad apa­rente.

Afirmado esto, y bien explicado, podemos añadir que la oración no se justifica completamente, ni siquie­ra en primer lugar, por los solos motivos apostólicos. ¿Cuál es, pues, el motivo principal por el cual hemos de orar tanto?

A esta pregunta ha respondido la última categoría de personas interrogadas.

4. "La oración es un homenaje a Dios"

Sí, Dios es la primera y la última justificación de la oración. Hacemos oración para Dios sólo por su amor, de una manera absolutamente desinteresada. Y así es también respecto a todos los momentos de la vida espiritual y del apostolado... No hacemos tal ac­ción, aun espiritual, por un simple fin humano aunque sea muy noble. El bien de nuestra alma, la salvación de las almas, son profundamente deseables con tal que veamos claramente que no tienen valor sino en el or­den del Fin Supremo. En esta forma, Jesús obraba y vivía. Su actividad apostólica, tan intensa algunas ve­ces, su amor a los hombres, probado con tantas deli­cadezas y que expresó "in finem" por la muerte de la Cruz, eran expresiones siempre renovadas de su amor

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al Padre. Y ésa es la única actividad auténtica por la cual los apóstoles de hoy permitirán a Jesús continuar en ellos por el Espíritu Santo su obra de evangeliza-ción.

Teniendo una justa idea de la grandeza del Padre celestial y de su inmenso amor por nosotros, nos da­remos a la oración por El solo, sin pretender resulta­dos, aunque fuesen de orden sobrenatural. Dios es bas­tante grande para que nos ocupemos de El, y bastante poderoso para que le otorguemos nuestra confianza ofreciéndole una libación cotidiana de nuestro tiempo precioso (tan fácilmente malgastado en otras cosas). El ejemplo de Jesús puede servirnos de estímulo pues­to que el Evangelio nos lo muestra tantas veces en oración al atardecer, o la noche entera, o antes de la aurora (Mí., 14, 23; Me, 1, 35).

Teniendo una justa idea de Dios comprenderemos que nuestro tiempo le pertenece en forma que, de al­gún modo, nos veamos precisados a perderlo por El.

Nuestra oración debe ser tan desinteresada como las tres primeras peticiones del Padrenuestro. No ha­cemos oración para adquirir fuerzas, sino para ofrecer nuestras fuerzas a Dios. Hacemos oración, no para re­cibir, sino para dar a Dios, dar sin calcular lo que da­mos, dar sin alegría, si es necesario, y entregar en la noche nuestro ser y nuestra vida.

{GERARD HUYGHE: Equilibrio y adaptación,

pp. 116-120)

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LA FUERZA DE LA ORACIÓN

WERNHER VON BRAUN

Por pertenecer a un grupo de ingenieros y técnicos que necesitan hechos racionales para sus estudios y material férreo para su trabajo, no me resulta fácil ex­presar los sentimientos e incidentes no fundados en la razón. Me siento más tranquilo cuando tengo que in­formar acerca de lanzamiento de "missiles" o sobre la posibilidad de realizar un viaje al espacio que cuando tengo que revelar sentimientos íntimos. Para mí, las plegarias son sublimes y preferiría dejar en manos de un sacerdote o de un gran teólogo lo de disertar sobre el poder de la oración.

No creo haber experimentado ninguno de esos ca­sos sorprendentes en los que las súplicas se hacen rea­lidad en el instante en que se pronuncian, ni que el número de los acontecimientos poco importantes de su vida, en los que las oraciones fueron una ayuda pa­ra mí, puede ser tan grande y sus resultados tan sor­prendentes y convincentes como para ser menciona­dos aquí. Pero sé por propia experiencia que rezar pro­porciona alivio, verdadero e inmediato ante las preo­cupaciones y personalmente creo que la Humanidad actual necesita hoy más que nunca de la fuerza de la oración. Permítaseme dar dos razones para demostrar mis ideas.

Rezar es concentrarse. ¿Es necesario consultar a un psicólogo para averiguar lo importante que es ol­vidar nuestro pasado y las preocupaciones presentes y

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concentrarnos en nuestras ideas o en cualquier otra cosa? La creciente carga de trabajo y las responsabi­lidades de nuestras actividades profesionales, la nece­sidad de mantener o mejorar el nivel de vida de nues­tras familias, la apremiante necesidad de cumplimentar los deberes cívicos y, por último, aunque no lo menos importante, nuestro fácil exceso de complacencia en el campo de las diversiones actuales, nos dejan cada vez menos tiempo libre para la autovaloración y la auto-rreflexión. Dicho con brevedad: cada vez tenemos me­nos tiempo para concentrarnos en nuestro yo, en nues­tras insuficiencias y en nuestros fracasos. Creo since­ramente que debiéramos dedicar más tiempo a nues­tro propio análisis, dando de ese modo el primer paso en dirección a un mejoramiento moral y hacia una éti­ca más completa.

Rezar es esperar. ¿Quién se atrevería a dudar de que la esperanza es uno de los factores más importan­tes para el éxito, el que nos da calor, resistencia y energía para llevar a cabo las tareas más difíciles? Siempre que nos hallamos desalentados y dispuestos a rendirnos, la esperanza moviliza nuevas energías, nos ayuda a cruzar la barrera de nuestra insuficiencia y, finalmente, contribuye al éxito.

Muchas otras razones debieran añadirse a esta lista para obtener el cuadro completo de los efectos y resul­tados de la oración. La necesidad de rezar es tan an­tigua como la propia humanidad.

Y más importante aún que todos los beneficios per­sonales que podamos recibir de la oración es que no

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nos olvidemos de rezar por nuestros amigos, por los vecinos e incluso por nuestros enemigos, y por encima de todo para honrar a Dios que creó el gran universo, el que estamos a punto de explorar con el respeto y la reverencia más profundos.

(ABC)

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