octave mirbeau, « la guerra »

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  • 8/14/2019 Octave Mirbeau, La guerra

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    Octavio MIRBEAU

    LA GUERRA

    I

    Nuestro regimiento era lo que se llamaba entonces un regimiento en marcha.

    Haba sido formado en Mans, muy penosamente, con todos los restos de Cuerpos y

    e1ementos diversos que eran un obstculo en la poblacin : zuavos, moblots ,

    francotiradores, guardas forales, caballera desmontada, y, en fin, hasta gendarmes,

    espaoles y vlacos. Haba de todo, y ese todo iba mandado por un viejo capitn de Ad-

    ministracin, promovido por las circunstancas al grado de teniente coronel. En aquel

    tiempo, semejantes ascensos no eran raros. Haba que tapar los agujeros abiertos en la

    carne francesa por los caones de Wissembourg y de Sedn. Muchas compaas carecan

    de capitn ; la ma misma tena a la cabeza un tenientillo de movilizados, joven de veinte

    aos, dbil, plido y tan poco fuerte, que, despus de algunos kilmetros, sofocado,

    arrastrando las piernas, concluy la etapa en un furgn de la ambulancia. Pobre dablo

    ! Bastaba mirarlea la cara para que enrojeciese. Jams se permiti dar una orden, por

    temor de equivocarse y quedar en ridculo. Nosotros nos burlbamos de l a causa de su

    timidez y de su debilidad, y, sin duda, tambin, porque era bueno y distribua algunas

    veces a los hombres cigarros y suplementos de carne. Yo me hice rpidamente a esta

    nueva vida, animado por el ejemplo y sobreexcitado por la fiebre del medio. Al leer los

    aflictivos relatos de nuestras batallas perdidas, yo me senta como transportado en

    medio de una borrachera, sin mezclar en ella, sin embargo, la idea de la patria

    amenazada, Nos detuvimos en El Mans un mes para equiparnos y hacer el ejercicio,

    corriendo los cabarets y las casas de mujeres. En fin, el 3 de octubre partimos.

    Conjunto de soldados errantes, de destacamentos sin jefes, de vagabundos

    voluntarios, mal equipados, mal nutridos frecuentemente sin comer , sin cohesin,

    sin disciplina, cada uno pensaba nicamente en s y slo tena un sentimiento implacable

    de feroz egoismo : este llevaba un gorro de mecnica, aquel rodeaba su cabeza con un

    pauelo. otros iban vestidos con pantalones de artillero y blusas de rayadillo. As

    bamos por los caminos, desgarrados, harapientos, espantab1es. Al cabo de doce das nos

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    incorporamos a una brigada formada haca poco, y atravesamos los campos, alocados,

    por decirlo as, sin objeto. Un da hacia la derecha, otro hacia la izquierda ; un da

    haciendo etapas de 40 kilmetros ; al siguiente retrocediendo otro tanto, volviendo sin

    cesar sobre el mismo crculo, como un rebao desbandado que ha perdido a su pastor.

    Nuestra exaltacin decayen seguida. Tres semanas de sufrimiento bastaron para ello.

    Antes de que hubisemos odo el rugido del can y el silbido de las balas, nuestra

    marcha pareca la retirada de un ejrcito vencido, molestado por las cargas de la

    caballera, precipitado en el delirio de los atropellos y por el vrtigo del slvese que

    pueda ! Cuantas veces vi a los soldados deshacerse de sus cartuchos, sembrndolos a lo

    largo de los caminos !

    Para qu me sirve eso ? deca uno de ellos . Yo no tengo necesidad de

    uno solo para alcanzar el corbatn de capitn la primera vez que nos batamos.

    Por la noche, en el campo, acurrucados alrededor de la marmita o tendidos a lo

    largo del suelo hmedo, con la cabeza en la mochila, pensaban en la casa de donde

    haban sido violentamente arrancados. Todos los jvenes, los brazos robustos, haban

    salido de la campia : muchos dorman ya en la tierra, all abajo destripados por los

    obuses ; otros destrozados, espectros de soldados, andaban por las llanuras y los bosques

    esperando la muerte. En los campos de duelo no quedaban ms que los viejos inclinados

    hacia el suelo y las mujeres que lloraban. El ambiente de las eras, donde se aventaba el

    trigo, era mudo y callado ; en los campos desiertos, donde nacan hierbas estriles, no se

    distingua como antes, bajo la prpura del ocaso del sol, la silueta del labrador que

    regresaba a la granja al paso de sus fatigadas mulas. Y los hombres de grandes sables

    llegaban y tomaban un da un caballo, otro da otro, vacando los establos en nombre de

    la ley, porque no bastaba a la guerra atracarse de carne humana, sino que necesitaba

    tambin devorar las bestias, la tierra, todo lo que viva en la calma, en la paz del trabajo

    y del amor. Y en el fondo el corazn de todos esos miserables soldados, donde los

    siniestros fuegos del campo estallaban iluminando sus cenceas figuras y sus dobladas

    espaldas, reinaba una misma esperanza : la esperanza de la prxima batalla, es decir, la

    huda, cruzando el aire y la fortaleza alemana.

    Sin embargo, nos preparbamos a la defensa de los pases que atravesbamos y

    que an no estaban amenazados. Ideamos para ello cortar los rboles y echarlos sobre

    los caminos ; hicimos saltar los puentes, profanamos los cementerios a las entradas de

    los pueblos, so pretexto de hacer barricadas, y obligamos a los habitantes, bayoneta en

    ristre, a ayudarnos en la devastacin de sus bienes. Luego nos extendimos, dejando tras

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    de nosotros ruinas y odios.

    Recuerdo que una vez necesitamos arrasar hasta la ltima brizna de un hermoso

    parque, porque pensbamos colocar unas tiendas de campaa que no ocupamos jams.

    No hacamos nada para asegurarnos las gentes. As, cuando nos acercbamos, se

    cerraban las casas, y los aldeanos escondan sus provisiones. En todas partes los pueblos

    eran hostiles, ariscos y tacaos. Entre nosotros se promovieron risas sangrientas, porque

    encontramos en un rincn un puchero con desperdicios de cerdo, y el general hizo

    fusilar a un viejo que haba ocultado en su jardn, bajo un montn de estircol, algunos

    kilogramos de tocino.

    El 1o de Noviembre emprendimos la marcha al rayar el da y, despus de tres

    horas, llegamos a la estacin de La Loupe. Rein, desde luego, un gran desorden y una

    confusin inexplicable. Muchos abandonaron las filas, extendindose por el pueblo,

    distante un kilmetro, dispersndose por las tabernas inmediatas. Durante una. hora, lo

    menos, los clarines estuvieron llamando a compaa. Los de caballera fueron enviados a

    la poblacin para recoger a los fugitivos y se detuvieron a beber. Corri el rumor de que

    un tren formado en Nogent-le-Rotrou deba recogernos y llevarnos a Chartres,

    amenazado por los prusianos, los cuales haban saqueado a Maintenon, segn decan, y

    acampaban en Jouy. Interrogado un empleado por el sargento, respondi que no haba

    odo. decir nada. El general, un viejo pequeito, gordo, corra y gesticulaba,

    mantenindose a duras penas sobre el caballo, galopando a derecha e izquierda,

    movindose y removindose sobre la montura como un tonel, repitiendo sin cesar, con la

    cara congestionada y el bigote estufurrado :

    Ah, cabra !... Hijo de cabra !

    Ech pie a tierra, con ayuda de su ordenanza, desenredndose de las correas del

    sable, que le arrastraba hasta el suelo, y, llamando al jefe de estacin, que pareca

    asustado, entabl con l un animadsimo dilogo.

    Y el alcalde ? grit el general . Donde est ese cabra ? Que se me

    presente !... Es que me quiere fastidiar aqu ?

    Soplaba, murmuraba palabras ininteligibles, pataleando, insultando al jefe de la

    estacin. En fin, los dos, uno con la cabeza baja y el otro haciendo gestos furiosos,

    acabaron por entrar en el cuarto del telgrafo, de donde no tard en salir un ruido loco,

    encarnizado, vertiginoso, cortado de cuando en cuando por la voz del general. Uno se

    decidi a hacernos entrar en el anden por compaas ; all dejamos las mochilas en

    tierra y quedamos inmviles formados ante las armas. La noche se acercaba ; llova fra

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    y lentamente, y el agua atravesaba nuestros capotes, ya calados antes por los

    chaparrones. Aqu y a1l se vean algunas lucecillas plidas, haciendo ms obscuros los

    almacenes y la masa de los vagones, que los hombres que estaban en la estacin. El

    montacargas, erguido sobre su plataforma giratoria, destacaba bajo el cielo su largo

    cuello de girafa perdida.

    Aparte del caf que habamos tomado rpidamente por la maana, no habamos

    comido nada durante el da y, ms an que la fatiga, que nos renda el cuerpo, el hambre

    nos morda las entraas. Nosotros nos decamos, consternados, que habra que pasarse

    sin comer. Nuestros estmagos estaban vacos, agotadas nuestras provisiones de galleta y

    el tocino, y los hornos de la intendenca, apagados desde la noche anterior, no echaban

    humo. Muchos de entre nosotros murmuraban, proferan en alta voz palabras de

    amenaza y de revuelta ; pero los oficales, que se paseaban, tambin entristecidos, ante

    las armas amontonadas, parecan no prestar atencin a ello. Yo me consolaba al pensar

    que el general haba quiz verificado una requisa de los vveres del pueblo. Vana

    esperanza ! Los minutos pasaban. La lluvia caa siempre sobre las escudillas vacas, y el

    general continuaba injuriando al jefe de estacin, que segua vengndose sobre el

    telgrafo, cuyos ruidos eran cada vez ms precipitados y dementes... De cuando en

    cuando los trenesse detenan atestados de tropa.

    Los movilizados, los cazadores de lnea, despechugados, con la cabeza al aire, la

    tirilla colgando, borrachos algunos y con el quepis de medio lado, escapaban de los

    coches donde venan hacinados, invadan la cantina, o se estiraban al aire libre con toda

    impunidad. De este hormigueo de cabezas humanas, de este azacane de rebao sobre el

    suelo de los vagones, partan juramentos, cantos deMarsellesa, refranes obscenos, que se

    mezclaban con los llamamientos de los mozos de equipo y el tintineo de las campanas, y

    el resoplido de las mquinas. Reconoc a un muchacho de Saint-Michel, cuyos prpados

    hinchados lloraban. Tosa y escupa sangre. Le pregunt dnde iban. No saban nada.

    Haban salido de Mans, estuvieron detenidos doce horas en Conner, a causa de la

    obstruccin de la va, sin comer, y demasiado hacinados para poderse alojar y dormir.

    Era cuanto poda decirme. Apenas si tena fuerzas para hablar. Se dirigi a la cantina,

    con objeto de limpiarse los ojos con un poco de agua tibia. Le estrech la mano y me dijo

    que esperaba que en el primer encuentro los prusianos le haran prisionero.

    El tren parti y se perdi a lo lejos, en lo negro, llevando todas aquellas figuras

    extenuadas, todos aquellos cuerpos ya vencidos, yo qu s a qu intiles y sangrientas

    carniceras.

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    Yo tiritaba. Bajo la lluva helada que me corra por la carne sentame invadido

    por el fro, y me pareca que mis miembros se anquilosaban. Aprovech un desorden

    motivado por la llegada de un tren, para ganar la valla abierta y huir sobre la va

    buscando un abrigo, una casa donde poderme ca1entar, encontrar un pedazo de pan y

    alguna cosa ms. Las casas y las cantinas inmedatas a la estacin estaban guardadas

    por centinelas, que tenan orden de no dejar pasar a nadie... A 300 metros de all

    distingu unas ventanas que lucan dulcemente en medio de la noche. Aquellas luces me

    hicieron el efecto de dos buenos ojos, dos ojos llenos de piedad que me llamaban, me

    sonrean y me acariciaban... Era una casita pequea, aislada a algunos pasos del camino.

    Corr hacia ella... Un sargento, acompaado de cuatro hombres, estaba all jurando y

    dando voces. Cerca del hogar apagado vi a un viejo sentado en una silla baja de enea,

    con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos. Una vela que arda en un

    candelero de hierro iluminaba la mitad de su semblante, surcado y arado por profundas

    arrugas.

    Nos das la lea, por fin ? grit el sargento.

    No tengo nada de lea respondi el viejo . Hace ya ocho das que est

    pasando tropa, ya os lo he dicho ; me lo han cogido todo.

    Se inclin sobre la silla y murmur con voz dbil :

    No tengo nada... nada... nada !...

    El sargento se encogi de hombros.

    No seas astuto, viejo canalla... Ah, t guardas tus troncos para calentar a

    los prusianos ! Pues bien ; yo te voy a fastidiar por los prusianos... Oyes ?

    El viejo sacudi la cabeza.

    Pero si no tengo nada de lea...

    Con un gesto de clera e1 sargento mand a los hmbres registrar la casa. De

    arriba abajo pasaron revista a todo. No haba nada, nada, sino seales de violenca y

    muebles rotos. En la despensa haba sidra derramada por el suelo ; los toneles estaban

    destapados, y por todas partes se extendan olores nauseabundos y penetrantes... Eso

    exasper al sargento, que hiri el suelo con la cu1ata del fusil.

    Vamos exclam vamos, viejo cochino ; dinos donde tienes la lea.

    Y sacudi rudamente al anciano, que vacil y fu a dar con su cabeza contra el

    bordillo de hierro de la cocina.

    No tengo nada de lea repiti senci1lamente el pobre hombre.

    Ah, t te emperras ! Conque no tienes lea ? Pues bien ; aqu tienes sillas,

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    una mesa, una cama... Si no dices dnde tienes la lea, har una hoguera con todo eso.

    El viejo no protest. Repiti de nuevo, inclinando su cabeza blanca :

    Yo no tengo lea.

    Quise interponerme y balbuce algunas palabras ; pero el sargento no me dej

    acabar ; me mir de arriba abajo, con una mirada de desprecio.

    Y quin te ha llamado, especie de galopin ? me dijo . Quin te ha

    dejado salir de las filas, mocoso ? Vamos ; meda vuelta y al paso gimnstico ! Tu, r,

    ta ta ta ta, ta !

    En seguida di 1a orden. En unos minutos, sillas, mesa, alacena, cama, fueron

    hechas pedazos. El buen hombre se alz penosamente y fu a recogerse en el fondo del

    cuarto ; y mientras arda la hoguera, y el sargento, cuyo capote y pantaln humeaban, se

    calentaba, riendo, delante del brasero crepitante, e1 viejo miraba quemarse sus muebles

    con un aire estoico, no cesando de repetir con obstinacin :

    Yo no tengo lea !

    Regres a la estacin.

    El general haba salido del cuarto del telgrafo ms animado, ms rojo, ms

    colrico que nunca. Murmur alguna cosa, y en seguida se oper un gran movimiento.

    Se oa el ruldo del sable ; las voces de llamada contestaban ; los oficia1es corran en

    todas direcciones. Sonaba la trompeta. Sin comprender nada de esta contraorden,

    tuvimos que ponernos la mochila y el fusil al hombro.

    Adelante... archen !...

    Con los miembros rgidos por la inmovilidad, cabeceando, nos dbamos unos

    contra otros, reprimiendo nuestra carrera jadeante bajo la lluva, sobre el barro, en

    medio de la noche. A derecha e izquierda, el campo desapareca, ahogado por las

    sombras, all donde las copas de los manzanos parecan tocar con el cielo. A veces, all,

    muy lejos, ladraba un perro... Despus venan bosques sombrios, apretadas arboledas,

    que suban de un lado y otro como murallas. Luego, los pueblos dormidos, donde

    resonaban lbregamente nuestros pasos, y donde asomaba por las entreabiertas

    ventanas la visin vaga de una forma blanca, asustada... Y ms campos, y ms bosques,

    y ms pueblos... Ni una cancin, ni una palabra ; un silencio enorme ritmado nica-

    meute por un sordo ruido de andar. Las correas de la mochila se me hundan en la carne

    ; el fusil me produca el efecto de un hierro candente sobre la espalda... Hubo un instante

    en que cre que yo era la acmila de un gran carro cargado de piedras de sillera, y que

    los carreteros sacudan sus ltigos en mis piernas. El mover de mis pies, la divisin de mi

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    espalda, lo tendido del cuello estrangulado por la cabezada, me hacan resoplar, me

    abatan. Bien pronto no tuve concienca de nada. Iba maquinalmente, embrutecido,

    como en un sueo. Extraas alucinaciones pasaban ante mis ojos... Vea un camino de

    luz que se hunda a lo lejos, lleno de palacios y de magnficas girandolas... Hermosas

    flores abiertas se balanceaban en el espacio con sus corolas encima de flexibles tallos ;

    una multitud alegre cantaba ante mesas llenas de frescas bebidas y de deliciosos frutos...

    Mujeres rodeadas de gasa danzaban sobre las praderas iluminadas, al son de una

    multitud de orquestas... Haba alfombras en los bosques, hojas hermossimas y estrellas

    de jazmines refrescadas por surtidores de agua.

    Alto ! dijo el sargento.

    Me detuve y, para no caer al suelo, hube de apoyarme en el brazo de un

    camarada... Todo era negro. Habamos llegado a una tienda de campaa. Me entretuve

    en curarme los pies, con algo que conservaba no s dnde y, como un pobre perro

    extenuado, me tend sobre la hmeda tierra y me dorm profundamente. Durante la

    noche, los camaradas, rendidos de fatiga y cados en el camino, no cesaron de acudir al

    campamento. De cinco de ellos no se volvi a oir hablar. Era una cosa que pasaba

    siempre en cada marcha penosa ; algunos, debilitados o enfermos, caan en las zanjas y

    moran all ; otros desertaban...

    A la maana siguiente son el toque de da al salir el Sol. La noche haba sido

    muy fra, no haba cesado de llover y, para dormir, no habamos podido procurarnos el

    menor montn de paja o de heno. No menos dificultad hube de experimentar para salir

    de la tienda, por un momento hube de mantenerme de rodillas, andando a cuatro patas,

    pues las piernas se negaban a llevarme. Mis miembros estaban ateridos, rgidos como

    barras de hierro ; me fu imposible mover la cabeza sobre mi cuello paralizado, y mis

    ojos, que se hubiese dicho que haban sido pinchados por una infinidad de agujas, no

    cesaban de lagrimear. Al mismo tiempo, senta en las espaldas y en los riones un dolor

    vivsimo, lacerante, intolerable. Observ que mis camaradas no estaban mejor que yo.

    Con seales de cansancio y el color terroso, avanzaban, unos cojeando terriblemente,

    otros inclinados y vacilantes, tropezando a cada paso en los terrones de barro

    endurecido ; todos lisiados, lamentables, horriblemente sucios.

    Vi muchos de ellos, atacados de violentos clicos, retorcerse y gemir llevndose

    las manos al vientre ; otros, sacudidos por la fiebre, castaetear los dientes. En torno

    mo oa toses secas, desgarraciones de pecho, respiraciones anhelantes, quejas y

    ronquidos. Una liebre sa1i escapada de su madriguera, con las orejas hacia atrs, pero

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    nadie pens en perseguirla, como lo hubisemos hecho en otro tiempo. Termin la

    llamada y hubo distribucin de vituallas, porque la intendenca acab por encontrar a la

    brigada... Nos hicimos la sopa, que comimos tan glotonamente como los perros

    hambrientos.

    Yo sufra siempre. Despus de la sopa experiment un atontamiento, al que

    siguieron muy pronto vmitos y los tiritones de la fiebre. Todo a mi alrededor giraba ;

    las tiendas, el bosque, las llanuras, el pueblo, all abajo, con sus chimeneas echando

    humo en la bruma, y el cielo mismo, donde giraban gruesas nubes pardas y bajas. Ped

    permiso al sargento para ir a la visita.

    Las tiendas se alineaban en dos filas, adosadas al bosque, a cada lado del camino

    de Senonches, que desemboca en la campia conun magnfico portillo en las encinas,

    atraviesa a trescientos pasos de all la carretera de Chartres y ms lejos el burgo de

    Bellomer, para continuar su curso hacia La Loupe. En la encrucijada hecha por los dos

    caminos haba una casa miserable cubierta de rastrojo ; era una especie de cobertizo

    abandonado que serva de abrigo a los camineros durante la lluva. All fu donde el

    cirujano haba establecido una ambulanca improvisada, reconocible por la bandera de

    Ginebra, plantada en una hendidura del muro. Delante de la casa esperaban muchos.

    Una larga fila de heridos, de extenuados ; stos, de pie, con los ojos grandes y fijos ;

    aquellos, sentados en el suelo, tristes, con las claviculas cosidas y remendadas y la cabeza

    entre las manos.

    La muerte haba extendido ya sobre sus demacrados semblantes su horrible

    garra ; sus espaldas descarnadas y sus miembros colgantes estaban ya vacos de sangre.

    En presenca de estos horrores, olvidando mis propios sufrimientos, me enternec. As,

    tres meses habran bastado para aniquilar todos aquellos cuerpos robustos, hechos a las

    fatigas y al trabajo, sin embargo... Tres meses ! Y aquellos jvenes que amaban la vida,

    aquellos hijos de la tierra que haban crecido, soadores, en la libertad de los campos,

    confiados en la bondad de la naturaleza nutridora, iban a terminar... Al marino que

    muere se le da el mar por sepultura ; desciende en la noche eterna con el balanceo de las

    armoniosas olas... Pero aquellos, dentro de algunos das y acaso pronto, caeran

    descamisados contra el suelo, al borde de una zanja, como carroas entregadas al

    colmillo de los perros abandonados o al pico de las aves de la noche. Yo experiment tan

    fraternal y tan dolorosa conmiseracin, que habra querido estrechar a todos aquellos

    tristes hombres contra mi pecho en un solo abrazo, y deseaba con qu fervor ! ,

    deseaba tener como Isis cien senos de mujer llenos de leche para ofrecerlos a todos

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    aquellos labios exanges. Entraron uno por uno a la casa, y volvieron a salir en seguida

    perseguidos por un gruido y un juramento. Desde luego, el cirujano no se ocupaba de

    ellos. Muy colrico, reclamaba a un enfermero su botiqun de campaa, que no lo haba

    encontrado en el bagaje.

    Mi botiqun, Dios mio gritaba. Dnde est mi botiqun ? Y mi

    estuche ? Qu se ha hecho de mi estuche ? Ah, Dios mo !

    Un pequeo movilizado que sufra un absceso en las rodillas, volvi renqueando,

    llorando, arrancndose el pelo de desesperacin.

    No le haban querido visitar. Cuando me toc el turno, temblaba muchsimo. En

    el fondo de la habitacin, en la sombra, cuatro enfermos roncaban, acostados sobre la

    paja ; un quinto gesticulaba, pronuncando en el delirio palabras incoherentes ; otro

    ms, a medio levantar, con la cabeza inclinada sobre el pecho, se quejaba y peda de

    beber con voz dbil, con una voz de nio. Acurrucado ante la chimenea, un enfermero

    presentaba a la llama, colgado en un extremo de un palo, un pedazo de morcilla

    grasiento, Ilenando el cuarto con un olor hediondo de grasa.

    El mdico no me mir. Grit :

    Qu es eso ; an hay ms ?... Hatajo de podridos !... Diez leguas en las

    piernas es lo que te falta... Vamos ! Archen ! Meda vuelta !

    En la puerta me cruc con una mujer, que me pregunt :

    Es aqu dnde est el cirujano ?

    Mujeres ahora ? gru el mdico Que es lo que quereis ?

    Perdn, perdonad, seor cirujano dijo la aldeana, que avanz

    tmidamente . Yo yengo por mi hijo, que es soldado.

    Oiga usted. ta vieja : Usted cree que yo estoy encargado de cuidar de su

    hijo ?

    La mujer, con las manos cruzadas sobre el puo de su paraguas, toda temerosa,

    examin la habitacin en torno de ella.

    Parece que est malo, mi hijo ; bien, bien malo... Y he venido a ver si usted le

    ha visto, seor cirujano .

    Cmo os llamais ?

    Yo me llamo la mujer de Riboulleau.

    Riboulleau... Riboulleau ! Es posible...

    Ved en aquel sitio.

    El enfermero queasaba la morcilla volvi la cabeza.

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    Riboulleau, dice ? Pero si ha muerto hace tresdas...

    Cmo ? Que dics grit la aldeana, cuya figura curtida palideci de

    repente Dnde ha morto ? Por qu ha morido mi querido ?

    El mdico intervino y, colocando a 1a vieja la puerta brutalmente, dijo :

    Vamos, vamos ! Aqu ningn espectculo, eh ?... Ha muerto ? Pues bien ;

    eso es todo.

    Mi hijo ! Mi hijo ! gema la aldeana, partiendo el alma.

    Me alej con el corazn hinchado, y tan desalentado, que me deca si no valdra

    ms acabar pronto colgndome de un rbol o saltndome la tapa de los sesos. Mientras

    regresaba a la tienda rodaban por mi cabeza los ms negros pensamientos, y apenas si

    fij mi atencin en el pequeo movilizado detenido al pie de un pino, que se haba

    abierto por s mismo el absceso con su cuchillo y, sudoroso, vendaba la llaga por donde

    corra la sangre.

    II

    La maana fu mucho mejor de lo que haba imaginado. Tuve la suerte de no

    tomar parte alguna en ningun servicio, y despus de limpiar mi fusil, rodo por el orn,

    goc algunas horas de descanso. Echado sobre mi manta, con el cuerpo entorpecido en

    un semisueo delicioso que me permita oir, percib distintamente los ruidos del campo,

    los toques de la corneta y el relincho de los caballos a lo lejos. So entonces en las cosas

    y en los seres de que me haba alejado. Mil figuras y mil paisajes desfilaron rpidamente

    ante mis ojos... Volv a ver al Prior, a mi madre muerta, y a mi padre, con su gran

    sombrero de paja ; al mendigo de los cabellos de estopa y a F1ix acurrucado en 1as

    lindes, en medio de las lechugas, acechando a un topo. Vi, ante m, mi cuarto de

    estudiante, mis compaeros de colegio y, dominando el tumulto de Bullier, a Nini, gris y

    erizada, con sus labios bermejos, su caperuza roja y sus medias de rosa, saliendo como

    flores lascivas de sus faldas levantadas por la danza. Luego, la imagen de una mujer

    desconocida, con traje de color malva, que vi una tarde en el teatro, en la sombra de un

    cuarto, se me present como una visin obstinada y dulce.

    Mientras tanto, las ms tiles de entre nosotros haban ido a merodear por la

    campia alrededor de las granjas. De ellas regresaban contentos, cargados con haces de

    paja, gallinas, pavos y patos. Uno llevaba ante s, a fuerza de puetazos. un gran cerdo

    que grua ; otro se bamboleaba con un cordero a la espalda ; aquel conduca de una

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    soga a rn ternero que se resista cmicamente sucudiendo sus morros y bramando. Las

    aldeanos acudan al campamento para quejarse de haber sido robados, y se les gritaba o

    se les daba caza.

    El general, acompaado de nuestro teniente coronel, que estaba a su derecha,

    rgido, con la pupila inmvil, vino a pasarnos revista al medio da. Su mirada brillante,

    su color encendido y su voz pastosa decan claramente que haba almorzado bien.

    Chupaba un cigarro medio apagado, escupa, resoplaba y muga no se sabe contra

    quin y par qu, porque no se diriga a nadie directamente. En frente de nuestra

    compaa, estaba el teniente coronel con un aire severo. O que el general grua :

    Ah, cabra ! Que sucios esos hombres !...

    Despus se alej, llevando todo el peso de su vientre sobre sus cortas piernecillas,

    calzadas con botas amarillas, sobre las cuales caan los pantalones rojos hinchados y

    pomposos como una falda.

    El resto de la jornada se consagr a paseos por las albergues de Bellomer. Por

    todas partes haba el mismo estorbo y el mismo ruido. Yo conoca ya perfectamente

    aquellas ocupaciones y asaltos de los mesones, aquellos violentos acosos de alcohol que

    degeneraban con frecuencia en pelea general, y prefer irme, con algunos camaradas

    pacficos, par el camino, lejos de las albarotos. Precisamente el cielo ofreca una gran

    belleza, y un sol plido caa de l, desgajando las nubes. Nos sentamos sobre un talud, de

    espaldas a las caliginosos rayos solares, como un gato bajo la mano que le acaricia.

    Pasaban vehculos, pasaban constantemente pesadas carretas, banastas, carros

    adornados con su toldo y chirriones conducidos por borriquillos. Eran los aldeanos de la

    llanura de Chartres que huan de los prusianos. Alocados por los relatas llevados de

    pueblo en pueblo de incendios, de violaciones, de matanzas, de las diversas

    atrocidades que los prusianos infligan en los territorios invadidos, se llevaban

    precipitadamente cuanto posean de valor, abandonando los campos y las casas, y

    perdidos iban por los caminos, sin saber hacia dnde. Por la noche se detenan al azar en

    las mrgenes del camino, cerca de un pueblo o a campo raso. Las caballeras, sueltas o

    trabadas, coman la hierba de los prados, y las gentes se alimentaban y dorman a la

    ventura, con la guardia de los perros, a la intemperie y bajo la lluvia, en la frescura de

    las noches brumosas. Despus, por la maana temprano, se extendan de nuevo.

    Rebaos de bestia y de hombres se sucedan interminablemente. Pasiban, y sobre la

    amarilla carretera se vea alejarse la fila negra ydolente de los fugitivos, hasta trasponer

    el horizonte. Se hubiera dicho que aquello era el xodo de un pueblo. Yo pregunt a un

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    viejo, que conduca un carro con unasno, y en el fondo del cual llevaba paja y algunos

    los envueltos en pauelos, zanahorias, berzas, una mujer chata, dos cerdos y parejas de

    aves atadaspor las patas.

    Han tenido ustedes a los prusianos ?

    Oh ! Los ladrones !... respondi e1 viejo . No me hablis de ellos ! Una

    maana lleg una bandada con plumas en los sombreros. Traan un escndalo ! Jesus

    me valga ! Cogieron todo ! Desde luego, yo creo que eran les prusanos ; salieron

    despus de los francotiradores.

    Pero los prusanos ?

    Los prusanos !... Porque les prusianos, son los prusianos les que hemos visto

    seguramente... Y deben estar cerca de nosotros a estas horas, cuidado !... La Jaquelina

    creo que ha visto uno hoy detrs de un seto... El era alto, muy alto, de pelo rojo, como

    dicen que es el del diablo... De dnde se han destacado, esos salvajes aparecidos ?... En

    fin, en fin, es este justo ?

    Esos son los alemanes, buen hombre, como nosotros somos franceses.

    Armanes ?... Ya entiendo... pero que tenemos que ver nosotros con esos

    diablos armanes, decidme, seor militar ?... Nosotros hemos podido salvar estes dos

    cerdos y la hija y algo de los corrales y a... Bdame.

    El aldeano continu su camino repitiendo :

    Los armanes ! Los armanes ... Que les hemos hecho nosotros a estos

    diablos de armanes ?...

    Aquella noche se encendieron los fuegos en toda la lnea del campo y alrededor de

    las buenas marmitas, llenas de carne fresca, se cant alegremente, como alrededor de los

    hornos improvisados con tierra y guijarros. Aquello fu para nosotros ura hora de

    espera y de delicioso olvido. Una gran tranquilidad pareca descender del cielo ; la luna

    era de plata y brillaban todas las estrellas : los campos que se extendan con suaves

    ondulaciones de ola, tenan no s que tierna dulzura, que nos penetraba en el alma ;

    corra por nuestros membros doloridos 1a sangre menos acre y

    tenamos nuevas fuerzas. Poco a poco se borraba el recuerdo, por lo dems tan prximo,

    de nuestras desolaciones, de nuestros desfallecimientos, de nuestros martirios, y la

    necesidad de obrar se apoderaba nuevamente de nosotros, al mismo tiempo que se

    despertaba en todos la conciencia del deber. Una animacin inusitada reinaba en el

    campamento. Cada uno emprenda cualquier ocupacin voluntaria. Unos corran con un

    tizn en la mano para reanimar los fuegos moribundos, otros soplaban sobre las brasas

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    a fin de avivarlas, o bien mondaban legumbres y cortaban trozos d carne. Algunos

    camaradasn formando un crculo alrededor de los 1eos humeantes, se preguntaban con

    una voz agria : Has visto t a Bismarck ? La revuelta, hija del hambre, se funda al

    hervor de las marmitas y al ruido de las escudillas.

    Al da siguiente, cuando el 1timo de nosotros hubo respondido Presente ! al

    ser llamado por su nombre :

    Formen el crculo... archen ! orden el teniente.

    Y con voz anunciadora, marcando las palabras, saltando sobre las frases, el

    furriel lev una pomposa orden del da del general. En aquel trozo de literatura

    militar, se deca que un cuerpo del ejrcito prusiano, hambriento, mal vestido y sin

    armas, despus de haber ocupado a Chartres, avanzaba sobre nosotros a marchas

    forzadas. Era menester impedirle el paso, rechazarle hasta los muros de Pars, donde el

    valiente Ducrot no esperaba, del mismo modo que nosotros, ms que salir y acabar de

    una vez con todos los invasores. El general recordaba las victoras de la Revolucin, la

    expedicin a Egipto, Austerlitz, Borodino. Afirmaba que sabramos mostrarnos dignos

    de nuestros gloriosos antepasados de Sambre y Meusa. En su consecuencia, daba

    instrucciones precisas para la defensa del pas : establecer una barricada infranqueable

    sobre la ruta de Chartres delante del cruce ; almenar los muros del cementerio, talar los

    rboles del bosque, de manera que la caballera enemiga, lo mismo que los infantes, se

    viesen en la imposibilidad de volver por Senonches, entretenindose en las arboledas en

    vigilar a los espas ; en fin, abrid el ojo y alerta... La patra contaba con nosotros... Viva

    la Repblica !

    Ese grito qued sin eco. El tenientillo que se paseaba con las manos a la espalda,

    mirndose obstinadamente las puntas de las botas, no levant la cabeza. Nosotros nos

    miramos, pasmados, con una especie de angusta en el corazn, al saber que los

    prusianos estaban tan cerca, que la guerra iba a comenzar para nosotros al da siguiente,

    aquel mismo da acaso. Yo tuve la visin sbita de la muerte, de la muerte roja, de pie

    sobre un carro que arrastraban caballos encabritados, que se precipitaba hacia nosotros

    hundiendo en nuestras carnes su guadaa. Mientras que la batalla estaba lejos, nosotros

    la habamos deseado, primero por entusasmo patritico, despus por fanfarronada, ms

    tarde por enervamiento, por laxitud, como trmino a nuestras miseras, en fin. Ahora

    que se presentaba, la tenamos miedo, temblbamos a su nombre. Instintivamente mis

    ojos se dirigieron hacia el horizonte, en direccin de Chartres. Y la campia me pareca

    contener un misterio terrible, algo desconocido y formidable que prestaba a las cosas

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    aspectos nuevos de lo inexorable. All. abajo, por encima de la lnea azulada de los

    rboles, crea ver, de pronto, surgir cascos, brillar las bayonetas y aparecer la boca

    tonante de los caones. Un campo de labor, completamente rojo bajo el sol, me hizo el

    efecto de un mar de sangre ; los setos se despiegaban, se unan y entrelazaban como un

    regimiento erizado de armas, de banderas, preparndose para el combate. Los man-

    zanos se alejaban como jinetes arrastrados en la derrota.

    Romped el crculo... Archen ! grit el tenieute...

    Todos atontados, con los brazos bailando, anduvimos bastante tiempo

    por la plaza, presos de un vago ma1estar, tratando de franquear con el

    pensamiento aquella terrible lnea del horizonte, ms all de la cual se cumpla

    el secreto de nuestro destino. Solos en este inquietante silencio, en esta

    inmovilidad siniestra, carros y rebaos pasaban por el camino cada vez ms

    numerosos, ms precipitados y ms anhelantes. Una bandada de cuervos que

    vino de all lejos, como negra vanguarda, toc el cielo, se extendi, gir, se

    alej, torn de nuevo y flot por encima de nuestras cabezas como un crespn

    funerario, desapareciendo entre las encinas.

    Por fin vamos a ver a esos famosos prusianos ? dijo con voz insegura un

    gran dablo, plido y que se daba aires de perro viejo, inclinando su kepis sobre una

    ceja.

    Ninguno respondi y muchos se alejaron. Sin embargo, nuestro cabo se encogi

    de hombros. Era un hombre pequeo, desvergonzado, con rostro esculido y lleno de

    granos.

    Oh yo !... dijo l.

    Y explic su pensamiento con un gesto cnico ; sentndose luego sobre el barro,

    llen su pipa y la encendi.

    Y despus... m... ! concluy lanzando una bocanada de humo, que se

    desvaneci en el aire.

    Mientras tanto, una compaa de cazadores se diriga al cruce de la carretera, a

    fin de establecer las barreras infranqueables , y mi compaa penetraba en el bosque

    con objeto de talar cuantos rboles pudiera . Todas las hachas, podaderas y azuelas

    del pas fueron reclamadas con urgenca : se serva uno, no importaba con qu

    instrumento. Durante toda la jornada retumbaron los golpes y cayeron los rboles. Para

    excitarnos, el general asisti a la tala.

    Ah, cabra ! gritaba a cualquier cosa, sacudiendo las manos. Ah, ah,

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    valientes !... Echdmelos para ac !

    Sealaba al propio tiempo, entre los rboles, los ms altos, aquellos que estaban

    lisos y derechos como las columnas de un templo. Era una locura de criminal

    destruccin, salvaje, una alegra brutal cada vez que los rboles caan los unos sobre los

    otros con gran estruendo. La arboleda se aclaraba : se hubiera dicho que haba sido

    segada por una gigantesca hoz. Dos hombres fueron muertos por la cada de una encina.

    Valientes !

    Los rboles que quedaban en pie, huraos, en medio de los troncos cortados,

    echados en tierra y de las ramas torcidas que se dirigan hacia ellos, como brazos

    suplicantes, mostraban grandes heridas, grietas profundas y rojas, por donde lloraba la

    savia.

    El conservador de los bosques, advertido por un guarda, lleg de Senonches, y,

    con una mirada, se di cuenta de la intil devastacin. Yo estaba cerca del general,

    cuando aqul le abord respetuosamente, kepis en mano :

    Perdn, mi general dijo , habis cortado

    las rboles sobre las bordes de los caminos para hacer barricadas, yo lo

    comprendo, pero que hayais cortado los del corazn del bosque, eso me parece un poco...

    Pero elgeneral le interrumpi :

    Eh ? Qu ? Qu os parece eso ? Quin os mete en esto ?... Yo hago lo que

    me da la gana... Es que manda usted en m ?

    Pero en fin... balbuce el encargado.

    No hay ms en fin, seor... Ya me fastidais.. Idos inmediatamente a Senonches,

    u os har meter en uno... Valientes !...

    El general volvi la espalda al pasmado funcionario y parti arrastrando delante

    de l, con la punta del bastn, algunas hojas secas y trozos de lea.

    A su vez, durante nuestras profanaciones en el bosque, los cazadores no se daban

    punto de reposo, y la barricada se levantaba formidable y alta , cortando el paso delante

    el cruce. Eso se ejecut sin dificultad y, sobre todo, sin alegra. Sbitamente detenidos

    por una trinchera que les impeda la huda, protestaron los aldeanos. Sus carros y sus

    rebaos se aglomeraban en el camino encallejonado, y en aquel sitio haba un ruido

    indescriptible. Ellos se lamentaban, las mujeres lloraban, mugan las vacas, los soldados

    se rean de aquellas caras asustadas de los hombres y de las bestias, y el capitn que

    mandaba el destacamento no saba qu resolucin tomar. Muchas veces los soldados

    hicieron retroceder a los aldeanos a bayonetazo limpio, pero aquellos que lograban pa-

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    sar, invocaban su cualidad de franceses. Despus de haber dado su vuelta por el bosque,

    el general vino a visitar los trabajos de la barricada. Pregunt qu era lo que queran

    aquellos sucios y qu lo que deseaban. Y se le expuso el caso.

    Est bien exclam . Apresad todos esos carros y almacenadlos sobre la

    barricada.

    Los soldados, felices con estas algaradas, se arrojaron sobre los primeros

    carros que fueron abandonados, con los que ya contaban, y los hicieron aicos

    con unos cuantos azadonazos... Entonces se apoder el pnico de los aldeanos. El

    escombro lleg a ser tal, que les era imposible avanzar o retroceder. Azotando a

    sus mulas con furia y tratando de arrastrar sus carros cados, vociferaban, se

    empujaban y se injuriaban sin adelantar un paso. Los que llegaron los ltimos

    retrocedieron sobre sus pasos y huyeron al galope de sus caballos excitados por el

    clamoreo ; los otros, viendo que no podan salvar sus carretas y provisiones,

    tomaron el partido de escalar el talud y de atravesar los campos, lanzando gritos

    de indignacin, perseguidos por las pelotas de barro que les arrojaban los

    soldados. Se amontonaron los carros destrozados unos sobre otros, se taparon los

    agujeros con sacos de arena, con colchones, con envoltorios de ropa y con piedras.

    En la cspide de la barricada, un cazador coloc un ramo de novia encontrado en

    el botn.

    Por la noche, bandadas de movilizados llegaron de Chartres, completamente

    desordenados, y se extendieron por Bellomer y por los campos. Referan cosas

    espantosas. Los prusianos eran ms de cien mil, todo un ejrcito. Ellos, dos mil apenas,

    sin caballera y sin caones, no tuvieron ms remedio que replegarse. Chartres arda ;

    los pueblos de su alrededor humeaban ; las granjas haban sido destrudas. El grueso del

    destacamento francs, que sostena la retirada, no poda tardar, sin duda. Se interrogaba

    a los fugitivos, se les preguntaba si haban visto a los prusianos y cmo eran, insistiendo

    en los detalles sobre sus uniformes. De cuarto en cuarto de hora se presentaban otros

    movilizados, por grupos de tres o cuatro, plidos, agotados, rendidos. La mayor parte no

    traan mochila, algunos ni siquiera fusil, y referan historas ms terribles todava que

    los otros. Ninguno de ellos estaba herido. Se decidi alojarlos en la iglesa, con gran

    escndalo del cura que, elevando las manos al cielo, exclamaba :

    Virgen Santa !... En mi iglesia !... Ah, ah ! Los soldados en mi iglesia !

    Hasta entonces, ocupado nicamente en las fantasas de la destruccin, el general

    no haba tenido tiempo de pensar en la defensa del campo, sino por un pequeo puesto

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    establecido a un kilmetro de distancia de Bellomer, sobre el camino de Chartres, en una

    casucha frecuentada por los carreteros. Este destacamento, mandado por un sargento,

    no haba recibido ninguna instruccin precisa, y los hombres no haban nada, excepto

    calentarse, beber y dormir. Sin embargo, el fraccionario, que se paseaba, descuidado,

    con el fusil a la espalda delante del albergue, detuvo a un mdico del pas, tomndolo por

    espa alemn, a causa de su barba rubia y de sus 1entes azules. El sargento, antiguo

    cazador furtivo de profesin, se burlaba del tercero y del cuarto , entretenindose en

    poner lazos a los conejos en los setos vecinos.

    La llegada de los movilizados y la amenaza de las prusanos, haban sembrado el

    desorden entre nosotros. De minuto en minuto se sucedan los jinetes portadores de

    pliegos cerrados, de rdenes y contrardenes. Las oficales corran alocados, sin saber

    por qu, perdiendo la cabeza. Tres veces se nos mand levantar el campo y otras tres se

    nos hizo poner otra vez las tiendas de campaa. Durante toda la noche sonaron las

    trompetas y los clarines y brillaron grandes hogueras, alrededor de las cuales, con un

    rumor cada vez ms creciente, pasaban y volvan a pasar sombras agitadas, extraadas,

    y siluetas demonacas. Las patrullas exploraban el campo en todas direcciones, se

    hundan en los recodos y desaparecan en el bosque. La artillera colocada ya mirando a

    la poblacin, deba llevarse arriba, sobre lo alto, pero estorbaba para ello la barricada.

    Para dejarle paso, fu, pues, preciso quitarlo todo pieza por pieza y rehacerlo de nuevo

    despus.

    Al despuntar el da, mi compaa sali de vanguarda. Encontramos movilizados

    y francotiradores tristes que estiraban las piernas lamentablemente. Ms lejos, el

    general, acompaado de su escolta, vigilaba las maniobras de la artillera. Tena

    desplegado sobre el cuello de su caballo un mapa del estado mayor ybuscaba en vano el

    molino de Sawsaie. Al inclinarse sbre el mapa, ste por los movimientos de la cabeza

    del cabal1o, se mova a cada instante. De pronto, grit el general :

    Dnde est este pijotero molino ?... Pongoin... Courville... Es que imaginan

    que yo conozco todos esos malditos molinos ?

    Despus orden hacer alto y nos pregunt :

    Hay alguno de vosotros que sea del pas ?... Quin de vosotros sabe dnde

    est el molino de Sawsaie ?

    Nadie respondi.

    No ?... Y qu dablo importa !...

    Arroj el mapa a un ojical de su escolta, que se puso a doblarlo cuidadosamente.

  • 8/14/2019 Octave Mirbeau, La guerra

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    Nosotros continuamos la marcha.

    Se instal la compaa en una granja y yo fui puesto de centinela, cerca el

    camino, a la entrada de un bosquecillo, desde donde descubra la llanura inmensa y rasa

    como el mar. Aqu y all pequeos bosques emergan del Ocano de tierra, semejantes a

    las islas. Los campanarios de las aldeas y las granjas se esfumaban por la bruma,

    tomando el aspecto de cuadros lejanos. Haba, en aquella extensin enorme, un gran

    silencio, una gran soledad, en la que el menor objeto, al moverse, tena no s qu

    misterio que llenaba el alma de angusta. Arriba, puntos negros en el cielo : eran los

    cuervos ; abajo, otros puntos negros, sobre la tierra, que avanzaban engruesando : eran

    los movilizados fugitivos ; y de tiempo en tiempo, el ladrar lejano de los perros, que se

    respondan de Este a Oeste y de Norte a Sur, pareca la queja de los campos desiertos.

    Los centinelas deban relevarse cada cuatro horas, pero el tiempo corra lento, infinito e

    inacabable y nadie vena a reemplazarmc. Sin duda me haban olvidado. Con el corazn

    encogido interrogaba el horizonte de los prusianos y el horizonte de los franceses. Yo no

    vea nada ; nada, sino una lnea implacable y dura que trazaba el cielo gris en torno m.

    Despus de un gran rato, los cuervos cesaron de volar y los movilizados de huir. Por un

    momento escuch una carreta que se aproximaba, pero torci por otro camino

    confundindose con el gris del terreno. Por qu me dejaran asi tanto tiempo ? Tena

    hambre y fro. Mi vientre gritaba, mis dedos se ponan torpes... Intentaba dar algunos

    pasos sobre el camino y me contena. Llam... y nadie me respondi... Estaba solo,

    abandonado en aquella llanura vada... Un escalofro corri por mis venas y mis ojos se

    llenaron de lgrimas... Llam otra vez. Nada !... Entonces entr en el bosque, me sent

    al pie de una encina, puse mi fusil entre las piernas y escuch... Ah ! el da descendi

    poco a poco, el cielo amarillo se ti ligeramente de prpura y luego rein un. silencio de

    muerte. Y cay la noche sin estrellas y sin luna sobre los campos, mientras una bruma

    helada se levantaba en la sombra.

    III

    Desde que habamos salido, cansado por las fatigas y ocupado siempre en algo,

    jams haba estado solo ni haba tenido tiempo de reflexionar. As fu como ante los

    extraos y crueles espectculos que tena. sin cesar ante mis ojos sent despertarse en mi

    la nocin de la vida humana hasta entonces adormecida por el atontamiento de mi

    infanca y las torpezas de mi juventud. S ; aqulla despertaba confusamente,

  • 8/14/2019 Octave Mirbeau, La guerra

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    hacindome salir de una larga y dolorosa pesadilla. Pero la realidad de ahora me pareca

    an ms espantosa que mis sueos.

    Al pasar del pequeo grupo de hombres errantes que ramos a toda la

    sociedad nuestros intentos, las pasiones y los apetitos que nos movan ; recordando las

    visiones tan rpidas y solamente fisicas que haba tenido en Pars viendo las

    multitudes salvajes empujndose entre s, comprend que la lucha era la ley del

    mundo, inexorable ley que se muda en el homicidio, y que no se contenta con armar a los

    pueblos entre s, lanzndolos unos contra otros, sino que tambin empuja a la lucha a los

    hijos de una misma raza, de una misma familia, de un mismo vientre. No record nin-

    guna de esas abstracciones sublimes el honor, la justicia, la caridad y la patria, que

    llenan los libros clsicos, con les cuales nos educan, nos arrullan y nos hipnotizan para

    engaarnos mejor, para hacernos resignados y pequeos, para subyugarnos ms

    fcilmente y ms fcilmente degollarnos. Qu era, pues, esa patria en cuyo nombre se

    cometan tantas locuras, tantas infamias, y de la que nos haban arrancado, llenos de

    amor a la naturaleza materna, para arrojarnos repletos de odio, hambrientos y

    desnudos sobre la tierra madrastra ? Qu era, pues, esa patria, que encarnaba para

    nosotros en aquel general imbcil y bandido que se ensaaba con los ancianos y los

    rboles seculares ; en aquel mdico que daba puntapies a los enfermos y maltrataba a

    las viejecitas madres enlutadas por sus hijos ? Qu patra era esa que a cada paso

    enseaba una fosa ; donde en un instante el agua tranquila de los ros se cambiaba en

    sangre ; donde crecan cada vezms profundamente los osarios donde iban a pudrirse

    los mejores hijos de los hombres ? Experiment un doloroso sentimiento de estupor,

    pensando todo esto per primera vez, viendo que slo eran los ms gloriosos y ms

    aclamados los que haban robado ms, matado ms, e incendado ms, hombres y cosas.

    Se condena a muerte al asesino tmido que acuchilla al transeunte al doblar una esquina

    y se arroja su cuerpo decapitado a un infamado sepulcro. Pero ante elconquistador que

    ha quemado las aldeas y diezmado 1os pueb1os, toda la locura y la cobarda humanas se

    coaligan para levantar sobre el pavs monstruoso, en honor suyo, arcos de triunfo y

    columnas de bronce ; y en las catedrales se arrodillan las multitudes alrededor de su

    tumba de mrmol, bendecida, guardada por los ngeles y los santos bajo el ojo

    encantado de Dios. Qu remordimientos me asaltaron de pronto, por haber pasado

    hasta entonces ciego y sordo por una vida preada de enigmas inexplicables !...

    Jams haba abierto un libro ; jams me haba detenido un instante ante esos

    signos de interrogacin que son las cosas y los seres. No saba nada. Y he aqu que, de

  • 8/14/2019 Octave Mirbeau, La guerra

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    pronto, la curiosidad de saber, el deseo de arrancar a la vida alguno de sus misterios me

    atormentaba. Quera conocer la razn humana de las religiones que embrutecen, de los

    gobiernos que oprimen, de las sociedades que matan ; senta que no acabase esta guerra

    para poder entonces consagrarme a esos trabajos ardientes, a esos magnficos y

    admirables apostolados. Iba mi pensamiento hacia quiz imposibles filosofas del amor,

    hacia locuras de inextinguible fraternidad. Vea a todos los hombres inclinados bajo

    pesos aplastantes, parecidos al armado San Miguel, con los ojos llorosos, tosiendo y escu-

    piendo sangre, y sin comprender la necesidad de las leyes superiores de la naturaleza.

    Una ternura infinita me suba a la garganta en comprimidos sollozos. Observ que

    nunca se enternece uno tanto por los dems como cuando se es desgracado. No era de

    m mismo de quien me apiadaba ? En aquella noche tan fra, tan cerca del enemigo que

    aparecera quiz entre las brumas de la madrugada, amando tanto a la humanidad, no

    era a m solo a quien amaba y a quien hubiera querido substraer al sufrimiento ? Las

    tristezas del pasado, los proyectos del porvenir, aquella pasin sbita por el estudio,

    aquella obstinacin que me llevaba a representarme ms tarde, en mi cuarto de la calle

    Oudinot, en medio de mis libros y papeles, con los ojos encendidos por la fiebre del

    trabajo, no eran para separarme de las amenazas de aquellos instantes, para

    apartarme de las imgenes terribles imgenes de

    Muerte que sin cesar se me aparecan lvidas en medio del horror de las

    tinieblas ?

    La noche se deslizaba impenetrable. Bajo el cielo, que los cubra con un aspecto

    avaro y odioso, se extendan los campos, como un mar vastsimo de sombra muy lejana.

    Vagas blancuras de largos rastros de bruma flotaban por encima, en la altura, en lo

    lejano invisible, y all donde haba grupos de rboles, que parecan ms negros aquella

    noche. Yo no me mov en mucho tiempo del lugar donde estaba sentado ; el fro

    entorpeca mis miembros y me cortaba los labios. Me levant penosamente y escudri

    el bosque. Mis propios pasos sobre el suelo me asustaron ; me pareci que alguien iba

    siempre detrs de m. Avanzaba con cautela, de puntillas, como si hubiera temido des-

    pertar a la tierra de su sueo ; escuchaba y trataba de ver en la obscuridad, porque no

    haba perdido la esperanza, a pesar de todo, de que viniesen a relevarme. Ni un ruido, ni

    un soplo, ni un aliento, ni una sombra perciba en aquella obscuridad silenciosa. Dos

    veces, sin embargo, cre oir claramente un ruido de pasos, y el corazn me lati con

    violenca... Pero el ruido pareci alejarse, disminuirse poco a poco, cesar ; y rein de

    nuevo el silencio ms pesado, ms terrible y ms desesperado... La rama de un rbol me

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    azot el rostro y retroced con miedo. Otra vez, una elevacin del terreno me produjo el

    efecto de un hombre que, inclinando el cuerpo, se me acercaba ; entonces cargu el fusil.

    La visin de un arado abandonado, cuyas manceras se dirigan al Cielo como los

    cuernos amenazadores de un monstruo, me cort la respiracin y me hizo caer en

    tierra... Tena miedo de la sombra, del silencio, de cualquier objeto que sobrepasara la

    lnea del horizonte y que mi imaginacin exaltada animaba con un movimiento siniestro

    de vida.

    A pesar del fro, el sudor me corra en gruesas gotas por la piel. Tuve idea de

    abandonar mi puesto, de volver a la granja, persuadindome a m mismo, per ingeniosos

    y cobardes razonamientos, de que los compaeros me haban olvidado y que se

    alegraran de verme. Evidentemente, puesto que no se me haba relevado de la guardia

    ni haba visto pasar ninguna ronda ofical, es que se haban marchado. Pero, si por

    casualidad me equivocaba, como me recibiran entonces ? Pensaba ir a la granja,

    donde estaba apostada mi compaa desde la madrugada anterior. Con qu disculpa ?

    A pedirles noticas ? Lo meditaba... Pero en mi trastorno haba perdido el sentido de la

    orientacin y me encontraba indefectiblemente extraviado en aquella llanura tan

    inmensa como obscura. Entonces, un abominable pensamiento asalt mi espritu. S ;

    por qu no dispararme un tiro en un brazo y huir en seguida, sangrando, herido, a

    contar que haba sido atacado por los prusanos ? Hice un esfuerzo violento sobre m

    mismo para recobrar mi razn, que escapaba, y procur reunir todo lo que haba en mi

    de fuerza moral a fin de substraerme a aquella cobarde y odiosa sugestin, a aquella

    maldita borrachera de miedo, y me obstin en encontrar en mi recuerdos de otros

    tiempos, en evocar dulces y sonrientes imgenes de perfume embalsamado y alas

    blancas. Imgenes y recuerdos me llegaron como un sueo penoso, deformadas,

    incompletas, alucinadas, mezcladas. La Virgen de San Miguel, con sus carnes de rosa y

    su manto azu1, constelado de estrellas, la vea impdica, prostituyndose sobre un lecho

    de miseria con soldados ebrios ; los rincones preferidos del hosque de Tourouvre, tan

    tranquilos, donde yo gustaba tanto de estar horas enteras tendido sobre la hierba, se

    desfiguraban y trastocaban blandiendo sobre m sus rboles gigantes ; luego, en el aire

    se cruzaban los obuses, representando caras conocidas que se rean, con una risa de

    burla y de sarcasmo. Uno de actuellos proyectiles despleg de pronto sus grandes alas

    color de fuego y empez a circular en torno mo. Yo d un grito... Seor !, iba a

    volverme loco. Deba estar ms plido que un cadver. Me palp la garganta, el pecho,

    los riones y las piernas. Sent fro y como si del corazn al cerebro me subiese una

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    barrena de acero. Vamos, vamos ! me dije en voz alta para asegurarme de que no

    soaba, de que exista... Vamos, vamos ! Vaci de dos sorbos el resto del aguardiente

    que tena en mi cantimplora, y ech a andar de prisa, aplastando los terrones de barro

    seco bajo mis pies, con energa, silbando una cancin de soldado que entonbamos a

    coro, para engaar lo largo de las marchas. Entonces pens en mi padre. Tan solo en La

    Priora ! Haca cerca de tres semanas que no haba recibido carta suya Ah, qu triste y

    afligida era la ltima ! El no se lamentaba de nada, pero se senta en ella un

    descorazonamiento profundo, un cansancio enorme de estar en aquella casa vaca y un

    gran terror por saberme errante, con la mochila al hombro, expuesto a la suerte de los

    combates... Pobre padre ! No haba sido feliz con mi madre, enferma, siempre irritada,

    que no le amaba ni poda soportar su presenca cerca de ella. Y jams opuso a los gestos

    airados de ella, terribles y duros, una respuesta colrica, una palabra de reproche. Se

    encoga un poco, y como un buen perro se marchaba. Cmo me arrepenta de no

    haberle amado bastante ! Quizno me haba educado como deba. Pero qu importa !

    Haba hecho cuanto le fu posible !

    El mismo no tena experienca de la vida : sin fuerza contra el mal, era de una

    bondad tmida y perezosa. Y a medida que se presentaban ante m las facciones de mi

    padre hasta en sus ms pequeos detalles, el rostro de mi madre se obscureca, se

    borraba, y no poda recordar sus contornos, que fueron por m tan queridos. En aquel

    momento, todas las ternuras que yo haba tenido para mi madre las haca recaer sobre

    mi padre. Me acord, conmovido, del da de la muerte de mi madre, cuando tomndome

    sobre sus rodillas, me dijo mi padre : Eso es quiz lo mejor. Y comprend entonces

    todo lo que encerraba aquella frase, llena de dolores del pasado y de terrores del

    porvenir. Era por ella por quien lo deca, por m tambin, que tanto me pareca a mi

    madre, y no por l, hombre desgraciado, que se resignaba a sufrirlo todo. Despus, en

    tres aos, envejeci mucho y se encorv un poco : su rostro, saludable y con vivos

    colores, palideci y se llen de arrugas ; sus cabellos se volvieron casi todos blancos. Ya

    no acechaba a los pjaros del parque ; dejaba a los gatos afilarse las uas en las lianas y

    jugar con el agua de la fuente, y apenas si se interesaba en sus estudios, cuya direccin

    dejaba al cura, persona de su confianza, y a quien estimaba. No se ocupaba tampoco de

    sus pequeos asuntos locales, parte otros das de su ambicin. No era posible hacerle

    salir o moverse de su silln, que hizo bajar a la cocina para no estar solo, sin que Mara,

    llevndole el bastn y el sombrero, le dijese :

    Vamos, seor, es preciso moverse un poco. Est usted siempre en ese rincn...

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    Bien, bien, Mara ; voy a ir... Ir a la orilla del ro si t quieres.

    No, seor, es al bosque donde es preciso que vaya usted. El aire es lo que le

    conviene.

    Bueno, Mara, ir al bosque.

    A veces, vindole amodorrado, sooliento, dndole palmadas en la espalda, le

    deca :

    Por qu no cogis vuestra escopeta, seor ? Precisamente hay unos pinzones

    en el parque...

    Mi padre la miraba con un aire de reproche, y murmuraba :

    Pinzones !... Pobrecillos !

    Por qu no me escribira ms mi padre ? No le 1legaran mis cartas ? Me

    reproch el haber puesto demasiada sequedad en ellas, y me promet escribirle en cuanto

    pudiese una carta larga, afectuosa y tierna en la que yo derramara todo mi corazn.

    El cielo se aclaraba lentamente ; all abajo, el horizonte se destacaba ya con

    precisin, con un resplandor azulado. Era todava de noche, y los campos estaban an

    obscuros, pero se adivinaba la proximidad del alba. El fro era ms punzante ; la tierra

    cruja bajo mis pies, y la humedad cristalizaba en las ramas de los rboles. Poco a poco

    el cielo se iluminaba con una rfaga de oro plido que iba en aumento. Con lentitud iban

    surgiendo formas de las sombras, algo inciertas y nebulosas todava. El negro opaco de

    la llanura se tornaba en un color violado, con claridades que aumentaban por

    momentos. De pronto o un ruido, dbil desde luego, como el redoble lejano de un tam-

    bor. Escuch ; el corazn me lata con una fuerza inusitada. El ruido ces por un

    instante, o se confundi con el canto de los gallos, que saludaban al nuevo da. Al cabo de

    diez minutos volva oir el ruido, pero ya ms fuerte, ms claro, como si se aproximase.

    Patapl, patapl ! Era el galopar de un caballo en la carretera de Chartres.

    Instintivamente me ech la mochila al hombro y procur cerciorarme de si mi fusil

    estaba cargado. Me encontraba profundamente conmovido ; las venas de mis sienes

    latan con fuerza. Patapl, patapl ! Aquello deba estar muy cerca de m, porque yo

    casi perciba los resoplidos del caballo y los tintineos de los aceros... Patapl, patapl !

    Apenas haba tenido tiempo para acurrucarme detrs de la encina, cuando, a unos

    veinte pasos de m, sobre la carretera, vi una gran sombra derecha, paralizada, como

    una estatua ecuestre de bronce. Y aquella sombra, que se ergua por completo, enorme

    en medio de la luz de un cielo oriental, era terrible.

    El hombre me pareci sobrehumano, agrandado desmesuradamente

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    bajo el cielo. Llevaba el casco plano de los prusianos y una gran capa negra,

    bajo la cual se ocultaba un pecho fuerte y redondo. Era un oficial o un

    soldado ? No lo saba, porque no distingua ninguna insigna sobre la sombra

    del uniforme. Los rasgos, primeramente indecisos, se iban precisando. Tena

    los ojos claros, lmpidos ; la barba rubia y un continente de pujante juventud ;

    respiraba su rostro fuerza y bondad, y tena no s qu de noble y audazmente

    triste que me sorprenda. Con la mano apoyada sobre un muslo, miraba la

    campia que tena ante s. El caballo, de cuando en cuando, araaba el suelo

    con sus cascos y resoplaba dilatando las narices, arrojando humaredas de

    vapor. Evidentemente, aquel prusiano estaba all explorando ; vena a darse

    cuenta de nuestras posiciones, el estado del terreno, y todo un gran ejrcito, sin

    duda, deba venir detrs de 1, y esperara alguna seal suya para precipitarse

    sobre el campo en que mis compaeros deban estar. Bien oculto tras mi rbol,

    inmvil, con el fusil preparado, le examinaba. Era verdaderamente guapo i

    estaba pleno de vida. Qu lstima ! El hombre miraba atentamente el campo,

    y yo creo que ms con ojos de poeta que con ojos de soldado. Sorprend una

    emocin en aquellos ojos. Quiz se olvidaba del motivo por que estaba all, y se

    dejaba ganar por la belleza de aquel amanecer juvenil, virginal y triunfante.

    Los campos, con la llegada del da, se despertaban, se descubran, saliendo uno

    tras otro de sus velos de vapor rosa y azul, que flotaban como grandes

    columnas, dulcemente agitadas por manos invisibles. Y de ese rosa y ese azul se

    destacaban los rboles escarchados, y las casitas, y el palomar de una granja,

    cuyas tejas nuevas comenzaban a brillar sobre elcono blanquecino, bajo la luz

    prpura del Oriente... S, aquel hombre, guiado por las ideas de matanza, se

    haba detenido, conmovido y piadosamente emocionado, ante los esplendores

    del renacer de la luz, y su alma, por unos momentos, estaba dominada por el

    Amor.

    Es un poeta ; quiz un artista me dije a m mismo ; es bueno, puesto que

    se enternece.

    Y, fijo en su rostro, segua una por una todas las sensaciones que le

    animaban, todos los estremecimientos, todos los delicados y emocionantes

    reflejos de su corazn conmovido y encantado. Ya no me asustaba. Al con-

    trario, algo como un vrtigo me llevaba hacia l y hube de subir a mi rbol

    para no estar tan cerca de aquel hombre. Yo hubiera deseado hablarle ; decirle

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    que haca bien en contemplar as el cielo y que yo amaba esos xtasis. Su rostro

    se obscurec, y sus ojos se velaron melanclicamente. Ah, el horizonte que

    abarcaba estaba tan lejos, tan lejos, tan lejos... y ms all de aqul, otro, otro y

    otro todava !... Tendra que conquistar todo aquello. Cundo acabara de una

    vez de llevar su caballo por aquellas tierras abandonadas, de abrirse paso a

    travs de ruinas de cosas, y de muerte de hombres ; de matar siempre y de ser

    siempre maldecido ! Luego, pensaba, sin duda, en lo que haba dejado en su

    casa, llena por las risas de los nios, y de su mujer, que le aguardaba rezando a

    Dios. Los volvera a ver ? Estoy seguro de que, en aquel mismo momento,

    evocaba los detalles ms insignificantes, las cosas ms deliciosamente infantiles

    de su existenca en su pas... ; una rosa cogida un da despus de comer, y que

    haba ornado la cabellera de su esposa ; el vestido que ella llevaba cuando l

    parti ; un lazo blanco del sombrero de su hija menor ; un caballo de madera,

    un rbol, un recodo del ro, un cortapapeles... Todos los recuerdos de sus

    benditas alegras se le presentaban entonces y, con esa pujanza y potenca

    visual que tienen los desterrados, abarcaba con una sola mirada,

    descorazonado, nostlgico, todo aquello por lo cual hasta entonces haba sido

    dichoso. El sol sala, lamiendo an la llanura, lejos, muy lejos del horizonte. Yo

    tena lstima de aquel hombre ; yo le amaba ; s, os lo juro : le amaba !

    Entonces, cmo ocurri el hecho ? Estall una detonacin, y al mismo tiempo

    entrev en el aire, entre una masa de humo, un avance, el flotar de un capote y

    unas crines enmaraadas que volaban hacia el camino... despus, nada ; o el

    rodar de un sable y el caer de un cuerpo pesado, mientras galopaba un

    caballo... Nada !... Mi arma estaba ardiendo y humeaba todava ; la dej caer

    en tierra. Era yo juguete de una alucinacin ? Ah, no ! De aquella gran

    sombra que se ergua en medio de la carretera como una estatua de bronce, no

    quedaba ms que un cadver ennegrecido, cado de bruces contra el suelo, con

    los brazos en cruz. Me acord del pobre gato que haba matado mi padre una

    vez porque el animal con ojos fascinadores, persegua en el espacio el vuelo de

    una mariposa. Yo, estpida e inconscientemente, haba matado a un hombre, a

    un hombre que amaba, a un hombre que acababa de confundir en mi alma :

    A un hombre que, al desperezarse el sol naciente, despertaba en s mismo los

    ms puros sueos de su vida ! Lo haba matado quiz en el preciso instante en

    que se deca acaso : Y cuando yo regrese a mi pas... Cmo ? Por

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    qu ? Yo, que le amaba ; yo que, si los soldados le hubiesen amenazado, le

    habra defendido de ellos, yo mismo le haba asesinado. En dos saltos me

    acerqu a l ; le llam ; pero no se mova... Mi bala le haba atravesado la

    cabeza por debajo del oido, y la sangre le corra, saliendo de alguna vena rota,

    con un ruido de gluglu, y, extendindose, roja, le cubra ya todo el rostro.

    Con las manos temblorosas le sacud un poco, le oscil la cabeza, que cay en

    seguida, inerte y pesada. Le palp el pecho para ver si le lata el corazn ; pero el

    corazn no lata... Entonces le inclin un poco y, tomando su cabeza entre mis rodillas, vi

    sus ojos, dos ojos claros que me miraban tristemente, sin odio, sin reproches. Aquellos

    dos ojos me parecan vivos. Cre desfallecer ; pero recogiendo todas mis fuerzas, con un

    supremo esfuerzo, cog el cadver del prusano, lo puse en pie delante de m y, poniendo

    mis labios sobre su ensangrentado rostro, del que caan gotas de prpura, le abrac

    extravado.

    A partir de ese momento, no me acuerdo de nada. Vuelvo a ver el humo, las

    llanuras solitarias y las ruinas que ardan sin cesar ; las hudas tristes ; las marchas

    alucinadas en la noche. Recuerdo los empujones en los cruces de los caminos

    escombrados con los furgones de los municionarios, donde los dragones, con los sables

    en el aire, echaban sus caballos sobre nosotros y trataban de abrirse paso a travs de los

    carros ; recuerdo las carretas fnebres atestadas de cadveres de jvenes que

    enterrbamos al amanecer en la tierra yerta, pensando que al da siguiente nos tocara a

    nosotros ; recuerdo, cerca de los caones destrozados por los obuses, los grandes

    esqueletos de los caballos, rgidos, mondados, sobre las cuales de noche nos

    encarnizaramos bajo nuestras tiendas, disputndonos sus restos como lobos

    hambrientos... Y recuerdo al mdico con su ropa manchada de sangre y la pipa entre los

    dientes, desarticulando sobre la mesa de una granja, a la luz humosa de un candil, el pie

    de un soldado, trincado como una bestia...

    El calvario (1886)