obra literaria (1898-1924) félix lorenzo

99
OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo Edición, transcripción: Julio Pollino Tamayo [email protected]

Upload: juliopollinotamayo

Post on 23-Jan-2018

129 views

Category:

Art & Photos


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

OBRA LITERARIA (1898-1924)

Félix Lorenzo

Edición, transcripción:

Julio Pollino Tamayo

[email protected]

Page 2: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

2

Page 3: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

3

ÍNDICE

1- Arrepentida.............................................................................5 2- Separémonos..........................................................................6 3- Bell Morir...............................................................................8 4- La humanidad doliente.........................................................10 5- El sueño de diciembre..........................................................13 6- Egoísta..................................................................................15 7- Perdurable............................................................................16 8- Epistolario veraniego...........................................................19 9- El antro de la República.......................................................20 10- Cuando los gatos miran......................................................22 11- Los rayos paralizantes........................................................25 12- El enigma...........................................................................30 13- De cómo España volvió a ser grande.................................33 14- Diario de un noticiero loco.................................................35 15- ¡Guarda, Tío Sam!..............................................................37 16- Sobre la doblez humana. Gedeón el espía ingenuo............38 17- Los geniecillos que viven en el humo................................41 18- La luz, el beso y otras consideraciones..............................43 19- Diálogos de acá y allá. El cómico y la muerte...................45 20- Adiós a mi gata..................................................................47 21- Un día, de esos hálitos se formará una nube......................49 22- El ángel caído del jardín botánico......................................52 23- El ocaso de las joyas..........................................................54 24- Los pies y las manos..........................................................56 25- Las ideas.............................................................................59 26- Los centenarios..................................................................63 27- Ejercicios de meditación....................................................65 28- Mirar y ver. Oír y escuchar................................................68 29- El retrato.............................................................................70 30- El horror de dormir............................................................73 31- El patio...............................................................................75 32- Lo inesperado.....................................................................77 33- La aventura de “Alcanzanidos”..........................................79 34- La tragedia del metro.........................................................82

Page 4: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

4

Page 5: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

5

ARREPENTIDA (1898)

Amargada tu vida por aquella palabra fementida que arrojó al lodazal de la impureza la delicada flor de tu belleza, a tu carne blanquísima ceñiste el áspero sayal con que se viste de la impudicia el pecador anhelo cuando se cansa de ofender al cielo. Y todos tus hechizos, el oro de tus rizos, el cándido alabastro de tu frente y el brillo refulgente de aquellos ojos que a la noche oscura daban, por su negrura, durísimos agravios, con la encendida rosa de tus labios fueron rico botín en un momento, de tu arrepentimiento. Sobre el fuego de aquellos desengaños, la pálida ceniza de los años lentamente posada, ha devuelto a tu mente acalorada el plácido pensar de otras edades, del claustro en las sombrías soledades. Y hoy sé que, arrepentida de haberte arrepentido de una vida de duelos y placeres, y viendo que las monjas son mujeres, ya declaras que es necio, y lo condenas, el renegar del mundo y de sus penas, y hallar al cabo con dolor profundo ¡un pedazo de mundo!...

Page 6: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

6

SEPARÉMONOS (1898)

Mis inveterados males me han puesto en un trance duro, porque, justos y cabales, necesito veinte reales para salir de un apuro. Reloj querido: ya sé que te hago llorar así; mas te juro por mi fe que hasta lo imposible haré para que vuelvas a mí. Yo no te abandonaría en manos del usurero, adorada prenda mía, si no instara en su porfía ese pícaro dinero. Me embarga ruda emoción cuando oigo, en tiempos iguales y en un mismo diapasón el tic-tac de tus metales y el tic-tac del corazón. ¡Y qué recuerdos me hieren al pensar en otros días cuyas páginas refieren de las que ya no me quieren las amantes alegrías!.... A mis ojos anhelantes dando respuesta cumplida tus manillas incesantes, han marcado los instantes más amables de mi vida; y en tus horas, consultadas con fiebre de enamorado y pupilas dilatadas, está escrita con miradas la historia de mi pasado.

Page 7: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

7

¿Recuerdas que, cuando amaba en mis edades de mozo a Inés, y en su cuarto entraba, yo siempre te retrasaba para prolongar mi gozo? Si un Mentor impertinente, con charla adormecedora me hartaba, tú, diligente, me decías dulcemente: «vete a casa, qué ya es hora»; y decías, si extasiado, adoraba un buen palmito, viéndome tan ocupado: —«sigue, sigue sin cuidado, porque voy muy despacito». Comprende, pues, que al dejarte mis sufrimientos son hartos, pero es forzoso empeñarte; de hoy más tendré que alabarte porque sabes dar los cuartos.

Page 8: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

8

BELL MORIR (1898)

(CUENTO ANDALUZ)

Fernanda, la del barrio de Maravillas, provocando tormentas de amor y envidia, con un salero que le llenaba de ansias al mundo entero; la mantilla terciada y el cuello erguido, suavemente enlazados los piececitos, acribillados a miradas por muchos enamorados; recostada en el fondo de una calesa que volaba, arrancando fuego a las piedras, entusiasmada por llevar una moza tan requebrada; bajo un sol de verano que derretía, a ver, aquella tarde, los toros, iba; que un tabardillo se tomaba con gusto por Pepe Hillo.

Page 9: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

9

¡Qué locura y qué gozo cuando Fernanda, escuchando requiebros, entró en la grada! ¡Si parecía que Dios centuplicaba la luz del día! ¡Si de aquellos ojazos, grandes y negros brotaban claridades y centelleos, rayos y luces que en su cielo no han visto los andaluces!... Salió bufando un toro de bella planta, y no había un valiente que lo matara, pues se veía que, aunque lo hicieran trozos no se moría. Ya gruñía la gente desesperada, cuando la astada bestia... miró a Fernanda, y al ver su busto, el pobre animalito, ¡murió de gusto!

Page 10: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

10

(1898)

Tenía la carne suficiente, nada más que la suficiente, para que no le sonaran los huesos. Era una escurridura, un desperdicio del barro humano; por eso le llamaban el Fideo. Siempre le sedujo el arte—o lo que sea—de los toros; y desde niño, en sus desvaríos de golfo hambriento, soñó con el vistoso capote y la trenzada coletilla. Algunas veces, el poder de sus ansias convertía en deslumbrador traje de luces, de grana y oro—colores que le enloquecían de placer—la extraña combinación de harapos que pendía de sus hombros. Todos los hombres sueñan; pero, tal, que columbró en su juventud la dorada presidencia de un consejo de ministros; hállase holgado, alegre con una plaza de sereno en sitio céntrico. Así, el pobre Fideo llegó a los treinta años sin conseguir arrancarse la blusa roja del mono-sabio, sin ceñirse la ambicionada taleguilla. Aquel terrible fracaso de sus imaginaciones de niño precoz le volvió del revés—como él decía;—le obscureció el alma, le cambió, de vivaracho en grave, de expansivo en taciturno. Cavilaba demasiado, a todas horas; dormía poco, trabaja menos, y bebía disparatadamente, "para emborrachar las fatigas..." aunque sí—confesaba—que no son las fatigas, precisamente, las que luego reclaman el consabido amoniaco de la préven. Una tarde, al acabarse la corrida, y oyéndole renegar del oficio, le ofrecieron una plaza de repartidor en un periódico taurino: ganaría 2 pesetas diarias, pero necesitaba tragarse de la cruz a la fecha el abecedario y juntar las letras, sólo juntarlas. ¡Psch! La colocación no era mala para Fideo y el jornal era decente; pero abandonar la carrera..., dejarse de toros, y, lo que resultaba peor, transigir con la mala sombra… No; aquello no le petaba. Ya que la flor de su vida se había marchitado en las abrasadas arenas del ruedo y en las cuadras mal olientes de la plaza, había que seguir. Era cuestión de amor propio, casi de honra. Lo de juntar las letras sí que le cayó en gracia. ¡Leer el Fideo! ¡Vaya un asombro para los amigos. En fin, si no costaba gran cosa de trabajo… ¿qué mejor para tríaca de sus malos humores? El corazón le daba que los papeles emborrachaban las penas como el vino, sólo que no tenían mano en aquellas borracheras los guardias ni el delegado. Pues era preciso arreglárselas, y "hacer algo…"

Page 11: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

11

Para juntar las letras, comenzó por hacer lo mismo con sus ratos de ocio que eran los más, como los de Quijana; y hala, hala, con tesón y buena voluntad, a los pocos meses no guardaba secretos, para él, la tinta de imprenta: leía de corrido. En su zaquizamí no había libros; es decir, por los rincones, manchado y roto, andaba un catecismo del inquilino anterior, alguna vieja beata; pero el Fideo, en treinta años de obscuridades espirituales, había aprendido a negar a tientas. Aquello, pues, no le gustaba. No quiso leer lo que le merecía desprecio; ya se ha indicado que no podía con las transigencias íntimas. Quemó el libro. ¡Abajo los curas! Logró al cabo hacerse con un libro, elegido al azar entre un montón de los que venden por la calle; una obra de alta moral y cristiana filosofía, que no se llamaba Catecismo; y, naturalmente, tales cosas eran para el mono manjares fuertes, langostinos filosóficos, y cayeron de mala manera en su debilísimo estómago. Mascullaba y deglutía páginas y más páginas, que no lograba digerir. Se descuajaringaba el mismo cerebro, y ni siquiera, cogiéndose la frente con las manos—como él veía pintados a los hombres de ciencia—conseguía desentrañar un párrafo. Pero si del espíritu—que dicen los legistas—no sacó nada en limpio, de la letra se le quedaron a reposar en la memoria algunas frases, que intercalaba él con mucha gravedad en las conversaciones con sus camaradas.

Page 12: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

12

A éstos, lejos de admirarles, inspirábales sangrientas burlas el novísimo e inesperado cambio del Fideo y su enfático lenguaje. Cierto domingo llegó a la plaza un picador, lastimosamente beodo, a pesar de lo cual, y guardando milagrosamente el equilibro—gracias a que, de puro gordo y achaparrado, le tenían preso los arzones—montó a caballo y se lanzó al redondel, seguido del mono nuestro amigo. —Mal toro, ¿eh, Fideo?—balbuceaba el picador, bamboleándose.—A ver si tú, que sabes ahora de letra, me lo preparas a discursos. Y no dijo más, porque la fiera, con el morrillo chorreando sangre, bufando espantosamente y echando fuego por los ojos, atendió a las excitaciones del mono sabio y arremetió furiosamente contra la escuálida cabalgadura del picador, el cual, perdida del todo la cabeza por los vapores del mosto, cayó al descubierto ante el toro y al alcance de sus astas. Entonces ocurrió lo que no esperaba nadie; y fue que el Fideo, con asombrosa rapidez, y sacando de sus músculos ignorada potencia, cogió la pesada mole del piquero, exponiendo resueltamente la vida, y la sacó a puñados, como quien dice, de aquel sitio de muerte, empapado ya con la sangre del jamelgo. Poco después, en la enfermería, y a presencia de todos, el espada se acercó al Fideo y le ofreció unas monedas. Y el mono, señalando solemnemente al picador, que se revolvía en la cama entre las bascas de la borrachera, y rechazando la dádiva con ademán de esqueleto: —Esas cosas... y otras —exclamó—las hago yo por... la humanidad doliente.

Page 13: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

13

EL SUEÑO DE DICIEMBRE (1898)

Cruzan silenciosos los helados vientecillos del vecino de Guadarrama atravesando los huesos del aterido transeúnte, y caen monótonos los hilillos fríos y delgados como estiletes de una lluvia de invierno. Madrid se recoge, porque ya es tarde; y solo el rodar estrepitoso de algún carruaje o el paso precipitado de algún trasnochador, logran arrancar ecos al silencio de la noche. Este, querido lector, es el momento preciso para que yo me introduzca descocadamente en tu bien abrigada alcoba, te sustraiga, despiadado y pertinaz, como suelo, del blando sueño en que te hallas, y encauce la función de tu pensamiento. Sabe, ante todo, que me llamo Esperanza, según las gentes sencillas, y Engañabobos, en lenguaje escéptico. Pongo, pues, mi dedo sobre tu frente, soplo tus ojos adormilados, descorro el velo que la fatiga tendiera sobre tus sentidos y te hablo. Escucha: Próxima está la sagrada Nochebuena, que para ti ha de serlo con toda esplendidez. Con algún esfuerzo, aunque no muy grande, por que las medidas de tu bolsa están poco menos que colmadas, comprastes ayer medio billete de la lotería que ha de jugarse en la víspera del próximo aniversario del Nacimiento del Señor. Y no lo compraste a ciegas, ciertamente, sino obedeciendo a no sabes tú que amable invitación misteriosa, cosa del presentimiento.

Page 14: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

14

Lo cierto es que, fiado en esos anuncios interiores, desde el momento de la que puede haber sido afortunada compra, tu gaveta no se ha cerrado un punto. Ya tu dulce compañera, pidiéndote un vestido, «que le hacía mucha falta»; ya tu hijo mayor, suplicándote cien duros para salir de un compromiso urgente en que habrá entrado sin pensar; ya los dos pequeñuelos, rompiendo botas y tacones con desacostumbrado furor, te han repetido mil veces el estribillo, sabroso como la miel de hibea. «Anda, que todo lo repondrás en cuanto cobres el premio». Y cuando ellos te lo decían, no podía ser que pensaran en aprovechar tu candidez, sino que tendrían, como tú, presentimientos felices. ¿No son, por tanto, demasiados presentimientos, y no parece digna de desprecio la idea de una equivocación? Ayer, sin ir más lejos, te probó tu aludido hijo mayor, como dos y dos son cuatro, que debes descansar ajeno a los desaires de la Fortuna. Te dijo, sino recordamos mal tu y yo: —«Mira, papá. Tu número tiene dos cuatros por extremos, y en el centro un dos. Sumadas las cinco cifras que lo componen, resultan otras dos, que sumadas a su vez, producen la que constituye el centro de tu número.» «Con estas cábalas, tan claras y precisas, queda probado que bien puedes darme esos veinticinco duros que necesito, sin que tu caja sufra. Además, del regalo que has de hacerme cuando cobres el premio de Nochebuena, puedes descontar esos veinticinco duros y los mil reales que necesitaré la próxima semana para un abrigo de moda.» Sí, esto dijo el nene, que está muy versado en nigromancia y brujerías de todo género. Tu mujer, igualmente, al solicitar de tu magnificencia un brazalete que la habrá enamorado, se ha servido recordarte que el día en que contrajisteis matrimonio, teníais en vuestro poder tantas pesetas como unidades compone el número de tu billete; y, por si era poco, ha demostrado que en cuatro años de bufete, has ganado justamente una cantidad que dividida por seis, da ese querido número que ha de labrar tu fortuna, o es un embuste la ciencia de las matemáticas. ¿Y cuándo cobrarás? Como la cantidad será muy grande, deberás meterte la impaciencia en el bolsillo, por unos días; pero en el mismo del sorteo, encargar aquella preciosa berlina de doble suspensión que has visto en el catálogo de una casa extranjera. Por supuesto, la casa que habitas aunque bien puesta, daría pobre idea de un millonario como tú. Habrás de mudarte a otra más lujosa, mientras te construyen un hotelito, con jardín y cocheras, en el Paseo de la Castellana. Es preciso que vayas hilvanando tus deseos y tus necesidades para satisfacerlas por su orden, y... pero ¡calla! Las cinco dan, y está rayando el día. Da media vuelta, retorna al sueño reparador que te poseía cuando yo vine, y hasta mañana. No me separaré de tu lado... hasta el 23 de Diciembre. (Ríe la Esperanza y váse. Telón rápido).

Page 15: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

15

EGOÍSTA (1899)

Ya se dobla ese cuerpo que algún día

se irguió con prodigiosa gallardía. Ya se enturbian tus ojos

y se cansan tus labios de ser rojos La vejez ha manchado tu cabello

que la inspira rencor porque fue bello, y tus manos, huesosas y amarillas, han llenado de surcos tus mejillas. Pura, vas a morir; más si tu alma

quiere alegar de su virtud la palma, del Hacedor ante el celeste trono,

Él, que es justo, dirá:—No te perdono Te hice bella sin par y no has querido

ser de los hombres, ni de Dios has sido. Habla, si quieres, y a decir empieza

lo que has hecho, mujer, de tu belleza.

Page 16: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

16

PERDURABLE (1900)

¡Cómo espanta escuchar el seco golpe del hacha de la Muerte en el frondoso bosque de la vida! ¡Bárbaro leñador, a cuya saña rodando por el polvo extremecidos dejan correr de sus rasgadas venas la savia creadora lo mismo el viejo tronco, en cuyas ramas ha susurrado el viento de otros siglos que el arbusto gentil de erguido talle, apenas arraigado y cuyas hojas se mecieron ayer al tierno soplo de las primeras brisas…! Un roble gigantesco, derribado por el furioso hendiente, con espantable choque viene al suelo; y en tanto que los ásperos guijarros desgarran su cortezas y se tronchan con lúgubre crujido sus brazos seculares alborotados y dispersos huyen los pájaros que hicieran en su copa blando nido de amor… Y al sacudir las invisibles ondas con penetrante grito, ¡quién pudiera saber si acongojados lloran la suerte de su hogar, perdido por fiar en mentidas fortalezas, o alzan plegaria fervorosa al Cielo que ha sembrado en la tierra tantos árboles donde puedan las aves sin amparo posar al fin la entumecida planta!

Page 17: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

17

De aquel trágico choque al pavoroso trepidar, la selva parece que murmura… Sus gigantes, como llenos de un pánico infinito, balancéanse locos, fustigando el aire con sus ramas que se juntan, se enlazan, se retuercen con chasquido siniestro. Diríase que intentan los colosos, trémulos de pavor y de congoja, desenterrar sus pies enmohecidos y correr empujados por los vientos en frenética huida; y al sentirse en horrible prisión, tuercen sus brazos y barbotan blasfemia… impronunciable con la dulce armonía de las hojas. Quisieran, insensatos cambiar de pronto en prepotente garra que detuviese el giro del planeta, las raíces que fueron el sustento de su orgullosa mole serpeando con obscura labor en las entrañas de la madre común… Y de instante en instante, retumba el bosque con tremendo hachazo y cae un nuevo tronco. Imperturbable y frío, obedeciendo a compás misterioso, más exacto, fijo y solemne que las mismas horas, el leñador sonríe satisfecho al rítmico blandir de su guadaña. ¿Qué importa que los aires ensordezca tanto grito de horror y que las nubes se tiñan con vapores sanguinosos? Ese chorro de savia que ha saltado de la herida de un cuerpo moribundo irá a formar con la caliente arenales el barro creador.

Page 18: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

18

Esas tiernas semillas que aventadas son juguete del aire, germinarán en él. Salve, Idea inmortal. Por ti he sabido que el último estertor de un ser fecundo es canto vigoroso de existencia.

Page 19: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

19

EPISTOLARIO VERANIEGO (1911)

Si existiese una «musa de las cartas», andaría la pobre afanadísima en esta época del año. ¡Qué de invocaciones, conjuros, llamamientos y conminaciones llegarían en tumultuoso tropel a sus oídos! ¡Y qué de fatigas pasaría, musa y todo, para guiar derechamente sobre el papel epistolar tantas plumas vacilantes, distraídas o medrosas; inspirar frases ardientes a corazones fríos y palabras juiciosas a imaginaciones desatadas; y arrancar de ojos brillantes y campechanos lagrimillas de dolor y nostalgia, de esas que deben correr la tinta de todo «filtro envenenado» que aspire a producir emoción! Porque esta es la época del año en que la moda o las exigencias de la salud, o simplemente las inquietudes del espíritu erradizo, separan a los novios, a los esposos y a los amigos. Hay una especie de «huelga de ligaduras» que, si no fuera por las cartas, degeneraría fatalmente en relajamiento de cariños. Es necesario que los cariños vivan y coleen y se conserven frescos para la invernada, y hay que mantenerlos a fuerza de cartas llenas de promesas, henchidas de recuerdos, rebosantes de ternura, atiborradas de amor, encendidas por el deseo, acongojadas por la melancolía de la separación. Es una tarea bastante difícil en la mayoría de los casos. Si echásemos mano de la estadística o inquiriésemos las revelaciones del cartero, podríamos demostrar incontestablemente que durante el estío se multiplica de una manera prodigiosa la correspondencia afectiva al paso que disminuye la comercial. Las sacas trascienden a perfumes y los sobrecitos rosados, azulados o violados, brillantes y coquetones, anulan a los toscos sobres grises o amarillentos con membrete de razón social y marca de fábrica. Es decir, que los novios, los esposos y los amigos soplan el fuego sagrado con verdadera fe... o con verdadero deseo de que parezca que soplan. Y sin embargo, esta debería ser la hora de callar, y que sesteara el sentimiento y se aquietasen en dulce modorra los Incómodos convencionalismos que en invierno nos fuerzan a amarnos los unos a los otros. Yo conozco más de cuatro plumas que, enmohecidas por el largo periodo de descanso epistolar, ahora rechinan furiosas sobre el papel y gimen bajo la obligación de expresar a distancia amores que la distancia ha casi desvanecido. ¡Son tantos los esposos, los amigos y aún los amantes que, precisamente al verse separados, advierten que no tenían nada que decirse estando juntos! Leed esos billetes comprimidos que publica NUEVO MUNDO en su sección de anuncios telegráficos. Todos, en estos días, son de ellos y todos lamentan en mil tonos apasionados, desde la súplica llorona hasta la detonante desesperación, el silencio de ellas, que no escriben desde sus puntos de veraneo, o escriben poco, o escriben mucho, pero inexpresivo, insuficiente para consuelo del alma que llora aquí sólita y atormentada por la sospecha... ¡Ay! En esto de las cartas, todas las mujeres son iguales, afligido Radamés. Unas, porque no sienten lo que escriben; otras, porque no escriben lo que no sienten; y otras, porque no saben escribir y sienten el terror de su propia ortografía. Por eso digo yo que si existiese una musa de las cartas habría de pasar muy mal verano. Pero al menos no serian tantos los hipos en la sección telegráfica de NUEVO MUNDO y fuera de ella, aunque durante el invierno la musa infeliz, avergonzada de haber inspirado tantas cartas bellas, tuviera que rasgarse las vestiduras.

Page 20: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

20

EL ANTRO DE LA REPÚBLICA (1912)

Apenas terminada la ovación a Soriano hubo un suceso muy significativo. Un grupo de carbonarios congestionados todavía de dar vivas al diputado radical, se plantó en el café Suizo (frontero a la estación del Rocío y al hotel donde el señor Soriano se hospeda), y preguntó en tonos airados al dueño, que es español, por qué no había izado en sus balcones, como saludo al ilustre amigo de Portugal, la bandera roja y gualda. El dueño del hotel contestó con humildad, pero firmemente, que no se creía obligado a izar la bandera de España más que en el caso de que fuera un representante de España el llegado a Lisboa. ¡No hubiera dicho tal! Cien republicanos se abalanzaron sobre él, y vociferando como energúmenos, le llamaron cuanto aquí se puede llamar a un miserable. Cuatro o cinco españoles rodearon al dueño del Suizo, dispuestos a defenderle… y esto es la hora en que yo no sé cómo «el día de Soriano» no ha terminado trágicamente. ¿Qué dicen ahora O Seculo y los demás periódicos que me insultaron cuando yo escribí que los españoles no estaban aquí de moda? ¿Tiene lo de hoy disculpa posible—y eso que lo he relatado con sordina y sin literatura?—¿Es así como piensa la República merecer la consideración de las gentes de afuera? Y conste—que este detalle se me olvidaba, con otros que quiero que se me olviden—que durante el vergonzoso espectáculo no se acercó al café Suizo un solo guardia de los 200 que plantados en mitad de la calle, contemplaban con arrobamiento las gesticulaciones de Soriano. En los periódicos sigue siendo sección principal una que casi todos llaman «A limpieza». Esta limpieza es el barrido de gentes sospechosas del país. Y estas gentes son todas aquellas que, a juicio de los carbonarios no sientan mucho entusiasmo por la República. Las delaciones, el espionaje, la persecución ejercitada por personas sin nombre de autoridad ni sentido moral, siguen a la orden del día, pese a Duarte Lerte, el pobre presidente del Consejo, víctima y presa de las turbas perturbadoras. Esto se llama una vergüenza en todos los idiomas europeos; menos en portugués republicano, que lo llama «una limpieza». A Madrid me vuelvo. He visto ya lo suficiente y un poco más de lo que yo quería ver. Aquí no pasa nada, por ahora, más que lo relatado. Entretanto, O Seculo abre una suscripción pública para regalar al Ejército escuadrillas de aeroplanos. ¡¡¡Escuadrillas de aeroplanos en un país todo litoral!!! Y apoya este descabellado propósito diciendo: «¡Oh, si hubiéramos tenido aeroplanos cuando la incursión de los conspiradores!» Luego dicen que aquello del portugués en el pozo es plaisanterie...

Page 21: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

21

Yo quisiera volver a Portugal en horas más dichosas: cuando los cafés no fuesen clubs de exaltados, ni las calles paseo de las mujeres de vida airada, ni los teatros antros de pornografía vil; cuando los carbonarios estuviesen donde les corresponde y no en la calle ejerciendo de autoridad; cuando, a falta de los aeroplanos de O Seculo, tuviera Portugal una escuadra formidable de buques de comercio; cuando este Tesoro, hoy misérrimo, estuviese enriquecido con los manantiales de la agricultura y la ganadería, hoy estrangulados por la interminable revolución… ¡Pero no! Yo volveré a Lisboa antes de un año a ser cronista de una revolución antipatriótica y antirrepublicana… ¡La próxima, la inminente revolución de los carbonarios!

Page 22: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

22

CUANDO LOS GATOS MIRAN… (1914)

Dibujo de Regidor

CUANDO el gato desierta, de súbito, y, con los ojos iluminados por ascuas interiores, mira tenazmente a un punto de la estancia, ¿qué misterioso contacto ha sacudido sus nervios, qué imperceptible llamamiento ha sobresaltado su atención? Nuestros sentidos no han observado ruido ni movimiento. No ha crujido un mueble, no ha volado un insecto, no ha vibrado una hoja de papel rozada por la brisa. El gato parece petrificado. No hay en sus ojos ansias de acecho, sino un deslumbramiento extraño; no corre por su espina dorsal el temblor característico que le producen siempre las sensaciones inesperadas. Al cabo de unos segundos sale de su éxtasis; se recoge, vuelve a dormir… Lo habréis visto mil veces. ¿Y no ha oscurecido ese vulgarísimo suceso familiar vuestro pensamiento con un temor vago y confuso, como si proviniese de insondables lejanías psíquicas? Desde que, por primera vez, Hipócrates y Galeno atisbaron que el cerebro podía ser habitación del alma, los sabios vienen desfibrando minuciosamente el laberinto de nuestra cabeza, y los últimos descubrimientos de la psicofísica han llegado a concretar en tangibles fórmulas matemáticas una gran parte de la vida inmaterial. Pero hay algo, ¡oh, varones clarividentes!, que no sabréis nunca. Cuando el gato recorre los estantes de mi librería y va oliendo displicente volumen por volumen, paréceme que sonríe con ese desdén aristocrático que es privilegio de su raza. Le vi un día posar suavemente su mano de negro terciopelo sobre una obra inmortal mientras me miraba mefistofélicamente, como diciendo: “¿Y esto es todo?”

Page 23: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

23

Salió mi familia, y me quedé solo en casa con propósito de trabajar. Había leído poco antes páginas de Maupassant y Poe, y sentía el alma a flor de piel; algo así como verse en carne viva y gozar con ello. Me dejé caer en un butacón, encendí un cigarrillo y contemplé el retrato de mi hija, una gran retrato de mi hija muerta. No hay duda: los retratos de las personas amadas que murieron sonríen plácidamente cuando se los mira con amor. Aquella tarde, como otras muchas, el retrato y yo hablamos mucho tiempo sin palabras. Al pie del retrato había una silla, y en la silla dormía el gato con sueño profundo. No sé por qué, la inquietante bestezuela tenía la costumbre de reposar allí, bajo la efigie de la pobre criatura cuyas manos le acariciaron tanto. Pronto la confluencia de las dos imágenes provocó en mi el inevitable fenómeno. Mi fantasía evocó escenas en que tantas veces se habían recreado mi ojos. Cuando mi hija recorría la casa con su gatito en brazos, apretándole contra su pecho, y él forcejeaba por desasirse y la mordisqueaba los deditos… Era absoluto el silencio; era ese silencio de la casa vacía, que es para el espíritu lo que la atmósfera muy clara y muy oxigenada para el cuerpo. Afínase en él la percepción, destacándose más vivos los recuerdos, la imaginación vibra más ágil, más elástica… Era sentir como si el corazón fuese incorpóreo, y latiese dentro de una campana de cristal, y lanzase a las arterias soplos de éter, y no corrientes de sangre roja, espesa y turbulenta. De repente, el gato despertó; se irguió; se quedó mirando a no sé qué; a algo inmóvil, porque sus ojos estaban quietos en las órbitas… ¿Miraba, acaso, sin ver, como los hombres cuando buscamos algo en la tiniebla de nuestro interior? Y en sus pupilas magnetizadas chispeaba, no obstante, algún misterio… Quise en vano inquirir el objeto de su atención. Un terror instintivo me tenía clavado en la butaca. Sentí algo difícilmente definible, que el silencio de la casa se había cuajado dentro de mi en niebla helada… Sin desviar el rumbo de su mirada, bajó pausadamente de la silla, anduvo unos pasos, creo que automáticamente, cual si le atrajese un fantasma hipnotizador. Y entonces… Aun el espanto me alucina y ara mis carnes como una aguja de nieve… Entonces su cuerpo se tomó ingrávido y se elevó del suelo, impulsado poco a poco por algo que podía ser una brisa ultranatural. A la altura del pecho de un niño como mi hija muerta, se quedó en dulce recogimiento, en la postura del gato que duerme en brazos cariñosos… Vi que sus orejas se abatían y se erguían alternativamente bajo la suave presión de la caricia de manos invisibles… Aniquilado por la angustia más horrenda que me poseyó jamás, buscando instintivamente auxilio, volví los ojos al retrato. La figura de la niña se había disuelto en un vapor luminoso. El lienzo me pareció la luna de un espejo en que se reflejase un cielo de tempestad. Violentamente surgió mi amor de padre y se sobrepuso a mi horror. Mi hija estaba allí. Corrí como un loco a abrazarla, a reencarnar su espíritu con mis besos… El gato descendió de golpe, lanzado al suelo por la sombra fugitiva; se estiró perezosamente, subió de un brinco a su silla, volvió a dormir.

Page 24: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

24

Regresó a casa mi familia. Mis hijos me besaron alborozadamente. Mi mujer, viéndome pálido, desencajado el rostro, bañado aún en frío sudor, pasó su mano por mi frente, que fue como aplicar una hoja fresca de azucena a una herida sangrante, y me dijo: “¡Pobre! ¡Has trabajado mucho!” Mis ojos buscaron suplicantes los ojos del retrato, que no sonreían, que miraban graves, melancólicos. ¡Ah, sí! Las sombras familiares que deambulan por el hogar y nos acompañan hasta la muerte no son invisibles para el gato.

Page 25: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

25

LOS RAYOS PARALIZANTES

(1914)

COMO la historia del mundo, día por día y hora por hora, hasta la desaparición de todo bicho viviente y la extinción del último luminar del cielo, está puntualmente escrita en el libro del Destino, yo me pregunto si esto que voy a contar según me lo dicta una voz misteriosa que sale de los obscuros senos de mi espíritu será copia exacta de una página futura. Los hombres, vanidosos, creen escribir su historia, cuando en realidad, no hacen más que ir descifrando línea a línea, con penoso deletreo, el párrafo en que su vida ha sido trazada tan inexorablemente como la órbita de un astro. Igual que yo piensan los árabes, hombres que se diferencian de los otros en que saben esperar a que el porvenir se les desvele por sí mismo, y no se escaldan los ojos de hurgar con la mirada en las tinieblas. Los hombres que no tienen esa virtud de la resignación quieren leer en su porvenir demasiado de prisa, y, como los niños, tropiezan y se equivocan, y frecuentemente no aciertan a comprender el sentido de lo que leyeron, porque todo pasa ante sus pupilas, turbadas por la avidez, como la imagen errante de las nubes por la superficie de los mares. Yo creo que ha podido serme revelada una página de lo porvenir—la que luego copiaré—por singular merced de la Providencia o por un fenómeno, apenas presentido todavía, que podría llamarse radiotelegrafía del espíritu, y que cierto sabio, mi amigo y maestro, anda estudiando con el fin de explicar a las gentes demasiado crédulas el don de la profecía. —Es indudable—suele decirme el preclaro varón—que algunas veces los hombres, y aun los sabios, sienten bañada en luz su alma. Y esa luz, que tan crudamente fulgura en las obras de los místicos, no es inmaterial, puesto que produce efectos apreciables en nuestra red nerviosa. Hora llegará en que podamos encerrarla, como hemos hecho con la luz del sol, en una sencilla teoría. Entonces, concretaremos el fantástico privilegio de los videntes en fórmulas algebraicas. Sería esto tan sencillo si llegase a ser palpable verdad, que debéis, lectores, siquiera provisionalmente, dar fe a mi relato, aunque yo quede reducido al pobre papel de un aparato receptor de radiotelegramas ultratelúricos. Esto que vais a leer está escrito dentro de tres mil años y es lo que sabrán los hombres que apenas conserven memoria de nosotros. Lo mismo pudo haber un antropopiteco erecto que adivinase nuestra vida. Es que hay—como afirma mi amigo el sabio—una especie de ósmosis y endósmosis a través de las horas no vividas. No de otro modo pasa la luz planetaria a través del vacío absoluto. Todo en la creación es claro. Basta tener oídos para oír y ojos para ver. Allí donde vemos algo es que hay luz. Allí donde nada vemos es que hay exceso de luz para nuestras pupilas. Somos tan imperfectos, tan insuficientes, que el deslumbramiento nos parece obscuridad. Decimos a menudo que las ideas nuevas tardan en abrirse camino, y es al contrario. La idea nueva es como súbita inflamación del firmamento que sorprendiese al caminante en noche obscura; como torrente de luz cegadora que irrumpiese de pronto en la mazmorra lóbrega del preso. Primero ciega; después alumbra y guía.

Page 26: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

26

He aquí mi revelación:

LA MUERTE DE JUAN GONZÁLEZ

Allá por el año 1914, la tierra estaba dividida en parcelas que se llamaban naciones, y sus habitantes en manadas, con idioma y hábitos distintos y a veces incompatibles. De tal disparidad nacían querellas, que se procuraba dirimir por medio de las armas; armas tan perfectas, que mejores no habría podido soñarlas un demonio poseído del frenesí homicida. Aquellos hombres se consideraban ya civilizados, y hasta empezaban a obtener algún provecho de la electricidad. Desconocían, sin embargo, el interés común, esta maravillosa ecuación humana, que no se pudo resolver hasta el año 2500, y que hoy nos parece cosa tan sencilla como a ellos pudieron parecerles, después de descubiertas, la fuerza motriz del vapor del agua o la ley de la gravitación universal. Tenían por base de la existencia individual y de las organizaciones sociales un inconmovible sentimiento de autoestimación, que en los individuos se llamaba “dignidad” o “amor propio”, y en las naciones, “patriotismo”. Este sentimiento solía ser, antes que fe en las propias virtudes, desconocimiento o menosprecio de las virtudes ajenas. Vivían bajo el régimen oligárquico, sin más que esta variante: en los pueblos atrasados, los oligarcas eran pocos: el Rey y sus ministros; y en los pueblos de vanguardia, los oligarcas eran muchedumbre, y se llamaban parlamentarios. El arte de la elocuencia era poderoso, y fulgía, embelleciendo las horas estériles, como el rielar de las estrellas poetiza el fondo de los charcos dormidos. Se hablaba demasiado de la paz, que era como pensar mucho en la guerra, y, así, más araban la tierra las ruedas de los cañones que las rejas de los arados. Siempre ha ocurrido, como ahora, que la multitud es fuerte y el individuo es débil; pero en aquellos tiempos, como todo iba a contrapelo de la lógica, la fuerza acumulada de la multitud no se movía sino a impulso de la debilidad enfermiza del individuo. Obsérvase a simple vista que había una perfecta unidad en el error. Por ejemplo: las máquinas se movían como las naciones, o las naciones como las máquinas, por un sistema fundado en el mayor producto con el mínimo esfuerzo. El más ingente cañón de un acorazado—y eran monstruos artilleros—funcionaba por la simple presión de una débil mano de mujer. Un calambre en la mano o un relajamiento en el frágil mecanismo motor, y el cañón ya no servía para nada. Al llegar el año de 1914 sobrevino entre los pueblos mejor educados una conflagración, que se resolvió con horribles matanzas. La explosión de antiguos rencores abrasó extensos territorios. El suelo se empapó de sangre y el cielo se veló con nubes de pólvora. Los pueblos sufrieron injusticia y hambre, y una conmoción tan honda como jamás se había conocido transformó gran parte del planeta. Se inició el primer ensayo de cofradía universal, y el espíritu de los hombres, aniquilado por la angustia, se abrió como una flor a la luz de la esperanza.

Page 27: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

27

Aquel largo suspiro del mundo se concretó en una idea, y la idea tomó forma sensible en el cerebro de un hombre. Este hombre tenía el nombre de Juan González y había nacido en un país que se llamaba España. Juan González concibió un sublime invento que en lo sucesivo haría imposible la guerra entre sus semejantes. Rudas penas hubo de sufrir. Los españoles eran seres enamorados de lo extraordinario, y ninguno quiso creer de buenas a primeras que un hombre que se llamaba González, como casi todos su compatriotas, pudiese idear cosa de provecho. Luego, eran tan soberbios, que la misma paz les parecía execrable si les venía impuesta y no por elección. Hasta entonces, los sabios más esclarecidos no habían hallado inconveniente en combinar substancias e imaginar instrumentos de espantable fuerza destructiva. Para tranquilizar su conciencia, argüían que la guerra serían impracticable cuando un solo proyectil pudiese pulverizar un ejército. No es fácil explicarse hoy aberración tamaña. El cataclismo de 1914 demostró que cada cosa cumple en el mundo la misión para que fue creada, excepto el hombre. Juan González padeció no sólo el menosprecio de la muchedumbre, sino la desautorización previa de los cultos, tan seguros de su ciencia, que no necesitaron conocer el invento para certificar que era la obra de un visionario. A máquina de paz de Juan González había nacido, sin embargo, de un corazón verdaderamente enemigo de la guerra. No servía para matar un mosquito. No era la afirmación de la fuerza, sino su negación. Fundábase, pues, en un principio inconciliable con el que había inspirado hasta aquella sazón todas las ideas de su misma tendencia. Cuando menos se esperaba, sorprendió a las gentes la noticia de que Juan González iba, por fin, a demostrar públicamente la eficacia de su invento. Lo que no habían logrado su perseverancia ni la decidida protección de unos cuantos hombres discretos, pero pobres, lo consiguió la heroica liberalidad de un general gloriosamente vencido en numerosas batallas y que mil veces había soñado bajo la tienda de campaña con un rayo celestial que paralizase las armas enemigas. No podía menos de hallar cobijo amante en el corazón de tal hombre un descubrimiento que así correspondía a sus ansias. Gracias al generoso caudillo, cuyo nombre han dejado injustamente en el olvido así la historia de la paz como los anales de la guerra, pudo contar Juan González con el radio suficiente (un gramo de radio valía entonces una fortuna, y esto hará sonreír a los que hoy lo emplean para cocinar), y fabricó su aparato. Una mañana, cuando en las calles de Madrid vibraba la vida bulliciosamente, ocurrió una cosa inconcebible. Hombres y animales, súbitamente dominados por una fuerza invisible e impalpable, quedáronse paralizados. Los carruajes eléctricos detuviéronse bruscamente. En las fábricas y talleres, las máquinas se inmovilizaron de pronto, como si una mano todopoderosa estrujara sus resortes.

Page 28: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

28

Los hombres petrificados en la misma postura en que les sorprendiera el fenómeno, conservaban su conciencia despierta y creíanse víctimas de una angustiosa pesadilla. Sus músculos desoían el grito de la voluntad; su garganta, paralizada, no podía articular un sonido. Sus ojos, fijos en las órbitas, no podían revolverse. Durante unos minutos, la vida de la gran ciudad estuvo en suspenso; la gran ciudad no fue más que un cadáver que se daba cuenta de la muerte. La vuelta a la vida empezó por un espasmo de terror, que produjo muy diversos efectos en hombres y animales. Los animales corrieron a ocultarse en sus refugios; los hombres se precipitaron en busca de sus allegados. Las máquinas reanudaron su marcha. Aquella tarde, todos los periódicos lanzaron ediciones extraordinarias, que el público leía con avidez desenfrenada; porque el lector de periódicos era en tales tiempos un hombre que gustaba de leer sobre tofo las cosas de que estaba tan enterado como el periodista. Pero los periódicos tratan una novedad: el fenómeno se había producido, como en Madrid, en toda España, y aun en sus mares. Los trenes y los barcos habíanse quedado quietos, presas de una fuerza incomprensible. Articulistas sagaces hicieron notar que el fenómeno había dado la vuelta a la nación, girando sobre un punto fijo, que era la capital; es decir: del mismo modo que el cono de luz de un reflector gigantesco que desde Madrid iluminase sucesivamente toda España. Varios astrónomos se apresuraron a probar que aquello había sido efecto del paso de un cometa, que cada uno bautizó con su propio nombre. Mas pronto se supo la verdad. Y la verdad era que Juan González había proyectado desde su laboratorio los rayos paralizantes. A los primeros momentos de estupor sucedió una oleada de entusiasmo; a la oleada de entusiasmo; a la oleada de entusiasmo, un período de recogimiento. Y del recogimiento surgió una aspiración general, que se manifestó con el peligroso carácter de embriaguez patriótica. Un ansia atávica se apoderó de todos los españoles. Quisieron volver a dominar el mundo. Era cosa fácil. Una tropa cualquiera, precedida de los rayos paralizantes, establecería rápidamente el imperio español en todo el planeta. Ejército que intentara resistir, sería impunemente destrozado. Los estadistas cesantes vieron un seguro y espléndido porvenir; los literatos soñaron con imponer su lengua a los esquimales mismos; los comerciantes imaginaron negocios estupendos. La fiebre patriótica inflamó todos los cerebros y acarició todos los bolsillos exhaustos. Juan González, hombre de alto espíritu, se aterró y sintió que su alma se sublevaba, arrebatada de amor a la Humanidad y a la Justicia. ¡Cómo! ¿Aquel sueño de eterna paz que le había sostenido y alentado en sus largas horas de desesperanza iba a traducirse en el indescriptible horror de una expoliación gigantesca gigantesca, la más cruel que conocieran las edades? ¿Su invento sublime sólo serviría para arrastrar a millones de hombres al dolor y acaso a la muerte? ¿Conque los seres humanos eran incapaces de la verdadera libertad? Juan González lloró sobre sus ilusiones perdidas; lloró sobre los destinos de la humanidad, que acababa de entrever en la hora más amarga de su vida.

Page 29: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

29

Cuando se supo que pretendía dar a su invento tales aires de universalidad, se le llamó vanidoso. Cuando dijo que antes destruiría su máquina que ponerla al servicio de la rapacidad de su patria, el grito ¡traición! Corrió como el estruendo de un terremoto de punta a punta de la Península. Vio su casa cercada por una muchedumbre enloquecida que pedía su muerte. Pudo lanzar sus rayos paralizantes sobre aquel mar hirviente de cabezas y huir; pero se dijo: “¿Adónde iré que no haya seres humanos?” Y destruyó su invento, y dio su vida a los verdugos, y se llevó su secreto a la tumba, para no dejar un arma fratricida en manos de los hombres. Los otros países, que habían pasado unos días de horrible angustia, se lanzaron vengativos sobre España y la destrozaron sin piedad. Llegó la hora de repartirse los trozos de la oveja, y riñeron los lobos. Volvió a desencadenarse la conflagración universal, y esta vez no quedó libre de ella un solo pueblo. Y así produjo Juan González, hombre bueno y pacifista práctico, la más horrenda guerra que ha conocido el mundo, junto a la cual había sido un juego de niños inocentes aquel cataclismo de 1914.

Page 30: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

30

EL ENIGMA (1915)

ESTO sucedió en un país de Oriente o de Occidente, del Meridión o del Norte, lejano en el tiempo, indeterminado en el espacio. No lo nombraré, porque fue patria y albergue de la vaguedad, y conviene que, al sospecharle errante entre las brumas del recuerdo, no sepamos decir cómo se llamaba ni en qué lugar del mundo lo había puesto Dios. Pintado en los mapas, parecía jirón, desgarrado de un continente. Preso de una punta por un broche de montañas, flameaba al desgaire sobre los mares, bien como queriendo irse por ellos a la ventura, bien como diciendo: ¡tanto monta! Los literatos y los filósofos indígenas, maestros en retórica, sacaban de ahí muy lindas imágenes que deslumbraban la imaginación popular. Los escépticos decían: “Nuestro territorio es un pingajo que cuelga de la espléndida túnica del Continente. Sería cosa de arrancarle y dejar que las olas se lo llevaran”. Los optimistas: “Es cándido lienzo que este Continente agita saludando al otro. ¡Noble misión fraternal!” Los belicosos: “Es gallardete de guerra, guión de este grupo de naciones”. Nadie sabía a punto fijo lo que era su país; pero las bibliotecas se henchían y los partidos políticos se multiplicaban, porque cada tropo engendraba un partido político, y cada partido era como puñado de semillas, que sólo aventándolo fructifica bien. Formábanse los partidos más por aluvión que por afinidad; pero cada uno tenía su núcleo directivo. Así, en el escéptico predominaban los intelectuales jóvenes, profunda y prematuramente convencidos de que su país era el peor; en el de la bandera, pañizuelo de saludo o pendón fraternal, los comerciantes, y en el que veía en la facha geográfica de su tierra un estandarte de batalla, los militares de poca graduación y los exportadores. Los políticos profesionales figuraban en todos los partidos alternativamente. Pues en este país reinaba un anciano bondadoso y algo torpe, el cual recogíase a menudo para pensar que en tantos años de vida y de imperio no había podido hacer felices a sus súbditos. Todo instante venía a acrecentar sus pesares y su remordimiento. Lentas e inagotables, al ritmo de las horas, fluían sus lágrimas. Cada mañana, al iniciarse el sol, observaba dolorido que la noche le había dejado otro surco en las mejillas y otro hilo blanco en las barbas. Y clamaba, elevando al cielo los tiernos ojos, cansados de llorar: “¡Dios mío! Bien está que los reyes nos hagamos viejos, porque tú has mandado que la nieve cuaje mejor en las cumbres. Pero no quisiera morir sin haber contemplado la dicha de mis compatriotas.” Y en seguida cambiaba de Gobierno.

Page 31: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

31

Todo los gobernantes eran sabios y amantes de su patria. Todos consumían doce horas cada veinticuatro en estudiar a conciencia libros sesudos. Todos tenían programa, y todos los programas era largos y estaban llenos de excelentes propósitos. Cuando un partido se encargaba del Gobierno borraba inmediatamente la obra del anterior, que no había traído el bienestar a los gobernados. De este modo, ninguna reforma llegaba a su término natural; pero tampoco hubo país en que se emprendiesen tantas. Nacían los proyectos en manojos, pero con absoluta independencia, como los cabellos, y como los cabellos caían periódicamente al filo de la tijera revolucionaria. El pueblo podía estar seguro de que en cualquier momento de su vida se hallaba en camino de la solución de sus problemas, y también de que la solución de sus problemas no podía llegar en ningún momento de su vida. Esta fluctuación eterna parecía providencial, porque hacía inmarcesible la esperanza. El Monarca tenía un hijo, heredero del trono; pero, absorbido por el examen de libros sabios que hablaban de la gobernación del país y por la lectura de los programas de todos los partidos, no había tenido tiempo de educarle. El príncipe pasaba sus horas haciendo la vida vulgar de las gentes que no llevan sobre sí la responsabilidad del reino. Jugaba con los chicos en la calle, bebía con los cargadores en el muelle, amaba a las mujeres dondequiera y escuchaba sin hartarse el charloteo insubstancial de sus conciudadanos. El Rey, el pueblo y los gobernantes temían que llegase la hora de entronizar a semejante botarate. Los del pingajo habrían amenazado con la revolución, si creyesen que la revolución servía para algo. Una tarde, el viejo Rey a firmar un decreto admitiendo la dimisión al Gobierno nombrado el día antes, cuando sintió que se le cerraban los ojos, y se quedó dormido para siempre. A lo mejor ocurre que los más poderosos monarcas mueren así, sencillamente, como si el peso de la corona les hubieses tronchado el cuello. También sin pompa tomó posesión del trono el príncipe real. No fue sentarse en el sitial de sus antecesores, sino dejarse caer en él con ese aire despreocupado del hombre que se va a afeitar. No fue ceñirse la corona, sino meter en ella la cabeza como si fuese un gorro de dormir. No hubo fiestas populares, ni saraos en Palacio, ni desfiles marciales, ni un mal concurso literario. Murmuró el pueblo, murmuraron los palaciegos, murmuraron los militares guapos. Lo poetas murmuraron también, pero no dejaron de publicar sus versos. Las esposas de los políticos, que se habían hecho trajes para la coronación, declararon que la rusticidad del Rey era abominable; y eran tantas, que el temblor de sus labios coléricos zumbó amenazadoramente, como si una inmensa nube de palomas cubriese, aleteando, el cielo nacional. Pero faltaba lo peor. Porque estaban de moda entonces tales certámenes y porque sólo en esas naderías había gastado el príncipe su primera juventud, hizo que todos sus heraldos anunciasen de punta a punta del país que le sería confiada la gobernación del Estado al ciudadano que antes y mejor descifrase un enigma. Y este enigma era: ¿Cuántas cabezas, cuántos brazos y cuántas piernas tiene un rey? Aunque tamaña majadería fue acogida por la corte con un mohín de desprecio, presentáronse innumerables concurrentes, y primero los políticos, en quienes el hábito de gobernar había creado el órgano.

Page 32: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

32

Pero el enigma era tan sencillo, que nadie sabía descifrarlo. Hombres encanecidos en el servicio de la patria vacilaban al pensar cuántas cabezas tiene un rey. No había nacido Cromwell, para demostrar, hacha en mano, que un rey sólo tiene una cabeza. “Alguna dificultad insuperable hay en esto—se decían todos—cuando ha de pagarse con tan alto premio.” ¿Qué había querido preguntar el Rey? ¿Qué insondable problema se disfrazaba con aquella fórmula demasiadamente sencilla? El jefe de los liberales, siempre dispuesto a hermanar las necesidades y conveniencias de la Corona con el respeto a las leyes fundamentales del país, insinuó una respuesta que valía por otro programa: “Un rey—dijo—puede tener tantas cabezas como quiera, dentro de la Constitución”. El jefe de los intelectuales pronunció estas frases importantísimas: “Un rey tiene tantas cabezas como partes tiene el organismo de su nación; tantos brazos como súbditos, porque cada súbdito ha de sentir sobre su cabeza la mano protectora del rey; tantas piernas como pies cuadrados su territorio, para que en ninguno de ellos falte la presión paternal de su planta”. La muchedumbre de concursantes se confesó vencida. El del pingajo había triunfado en aquella lid de ingenio. Pero, con sorpresa de todos, el Rey hizo una mueca de descontento, y, asomándose al balcón, llamó a un buen hombre que iba a sus negocios. El buen hombre llegó a las gradas del trono con el desembarazo de quien no sabe qué alfombras pisa, y apenas le hubieron hecho la pregunta, soltó un chorro de risa fresco e inagotable como un manantial de puras aguas. —¡Qué tontería—exclamó sin previa meditación—. Un rey tiene una cabeza, dos piernas y dos brazos, como yo y como todos los presentes, si no es cojo ni manco! Los cortesanos quisieron expulsar al villano a pescozones. Pero el Rey le dijo: —Tú gobernarás en nombre del sentido común. Porque no tienes talento, pero sabes ver las cosas como son, y no como crees que deben ser o como crees que yo me las figuro. Y al día siguiente, los del pingajo proclamaron la República, y la presidió el jefe de los conservadores.

Page 33: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

33

DE CÓMO ESPAÑA VOLVIÓ A SER GRANDE (1915)

ALLÁ en el siglo vigésimo, después de la llamada guerra europea, vieron los hombres cuánto mal habían ido capaces de hacer y se espantaron de su obra. Sus hogares, en ruinas; sus tierras, sembradas de hierro o aniquiladas por el trajín de los ardientes escuadrones; el porvenir, entenebrecido; los ideales, yertos. Vibró la conciencia universal con un grito de angustia. Perdido el Oriente, los hombres se agruparon como asustadas ovejuelas, temerosos de la cólera de Dios y temerosos de sí mismos. Todos estaban cojos, mancos o ciegos; todas las mujeres, enlutadas y marchitas; todos los niños, enloquecidos de terror. Pero como Dios mandaba inexorablemente que la maltrecha humanidad siguiese su camino, los cojos se apoyaron en los mancos; los ciegos se guiaron de los cojos; las mujeres siguieron en pos de los ciegos, y los niños se asieron, temblando, a las negras sayas de las mujeres. Y la siguiente procesión continuó peregrinando. Los corazones cantaban este himno: “Venimos del dolor. Vamos en busca de la esperanza. No más sacrificios de sangre, no más crímenes estériles. Líbranos, Señor, para siempre del estigma de Caín.” Las lágrimas de la humanidad se evaporaron y formaron nubes. Estas nubes, convertidas en lluvia fecundante, vinieron a regar, entre otras cosas, el cráneo de un sociólogo. En el cráneo del sociólogo floreció una idea. Y la idea fue como un resplandor de aurora en la noche de la humanidad. El sociólogo cayó en la cuenta de que hasta entonces había habido guerras porque existían intereses encontrados. Cada país y cada hombre habían exaltado desaforadamente su personalidad, con daño y, humillación de la personalidad del vecino. Las gentes daban crédito a una ley natural, ferozmente individualista, que establecía la impenetrabilidad de los cuerpos. Si se quería paz y concordia en lo porvenir, era necesario que las naciones, las regiones, las ciudades y los individuos borrasen de una vez sus atributos particulares; que cada cual se olvidara de sí mismo y se resignara a ser una ruedecilla invisible de la gran máquina social. Todos para todos y nadie para sí ni para nadie. Diluida la personalidad y hasta extinguido su recuerdo, morirían la soberbia, la vanidad, los celos; todos los hijos del egoísmo, todos los vicios y deformidades sociales que habían traído la catástrofe. La idea del sociólogo se parecía a todas las ideas de todos los sociólogos en que era antigua como el vivir; pero las ideas parecen nuevas cuando resurgen oportunamente. Imperó a escape. Las naciones, como ya no tenían armas con que singularizarse, se apresuraron a renunciar hasta a su nombre. Los hombres, como estaban todos tullidos o inválidos, se dejaron absorber por el monstruo informe de la comunidad sin resistir apenas. Las mujeres, como el dolor y el luto las habían dejado impresentables, se cubrieron, sumisas, con el velo del anónimo. Sólo hubo que vencer la rebeldía de los literatos y las actrices.

Page 34: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

34

Bajo el implacable rasero ideal, la vida humana se convirtió en inmensa llanura silenciosa, como la superficie de un mar muerto. Todo fue paz, igualdad e insignificancia entre los hombres. Mas al cabo de unos años, y cuando parecía ya consolidado el sistema, sobrevino un incidente. El sociólogo de marras, satisfecho y orgulloso de haber traído al mundo la felicidad, quiso que le erigiesen una estatua. Su voz resonó como un trompetazo en el templo. Ya es hora de decir que era español; de una raza incontinente en la ideación y reñida siempre con la realidad organizada; de una ralea turbulenta y paradójica. Los españoles era unos hombres que se parecían a los niños en que hacían las cosas sin saber por qué y luego las destruían para ver lo que tenían dentro, absolutamente nada. La humanidad se sublevó contra su redentor, que había osado lanzarla al rostro este breve manifiesto: “Yo, Juan Pérez de Vallecas, salvador vuestro quiero que se perpetúe mi memoria, porque habiendo sido capaz de anular vuestra personalidad, soy el único que merece conservar la suya. Y firmo Vallecas, orgulloso del pueblo en que nací; Pérez, orgulloso de los padres que me engendraron, y Juan, orgulloso de mí mismo.” Muchos años más tarde, los filósofos y los historiadores hallaron que en la conducta de Juan Pérez de Vallecas había habido una contradicción. Pero los hombres se anticiparon a este fallo y metieron al sociólogo perturbador en una mazmorra, donde es fama que se le pudrieron las ideas regeneradoras primero y el cerebro después. Mas la semilla germinaba. Tanto se hablaba de Juan Pérez de Vallecas, que, al mismo tiempo que se combatía sañudamente su intento de personalizarse, su personalidad crecía, se determinaba y se esclarecía. Pronto la humanidad se partió en dos bandos y anduvo otra vez en guerra. Los guerreros del bando de la obscuridad procuraron que relumbrasen sus hazañas; y un día, habiendo notado que la vanidad refulgía en ellos poderosamente y que la lucha ya no tenía objeto, se les cayeron las espadas de las manos como las hojas caen de los árboles. Se firmó la paz y se erigió en el centro del mundo, un monumento inmarcesible a Juan Pérez de Vallecas. Y arrastrados por un entusiasmo que les parecía nuevo, todos los hombres quisieron ser de Vallecas y llamarse Juan Pérez. Fue como una invasión del mundo en el espíritu de España. La humanidad se llamó española en honor de un redentor que no había redimido nada. De este modo, un país personalísimo, que había siempre deseado parecerse los demás, vino a ser patria común de todos lo seres e impuso, sin saberlo ni quererlo, su personalidad a toda la tierra.

Page 35: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

35

DIARIO DE UN NOTICIERO LOCO (1915)

INFORMACIONES SOBRENATURALES

(Me he apoderado del cuaderno de notas que usó en vida un noticiero compañero mío. El pobre murió loco, yo creo que del mucho trabajar, el poco comer y el continuo sufrir visiones terroríficas. Cuando se le agotaba la información callejera, soñaba informaciones fantásticas y las escribía. No apareció ninguna publicada en su periódico. Yo las aprovecharé. Ahí va la primera.)

EL HOMBRE QUE TODO LO VE

“No sé cómo ha podido vivir; pero lo cierto es que ha llegado a la edad madura. Se diferencia apenas de los otros hombres. Viste pobremente—¡ y podía ser emperador del mundo!—; su andar es silencioso y receloso, a lo digitigrado. Cúbrele el rostro una manigua de pelos hirsutos, y entre ella fulguran algunas veces sus ojos como los de un felino en la selva obscura. Es difícil encontrarle, porque huye de los seres humanos; pero acaso un día toparéis con él en lo más sombrío de un parque abandonado o en una de esas calles solitarias donde crece la hierba y resuenan como voz de otro mundo el canto de una mujer y el gemido de un perro. Camina arrimado a la pared, como los canes fugitivos; quisiera incrustarse en ella, temeroso del espacio libre. Si os mira al pasar, luego cerrará los ojos y apretará los párpados, para aplastar entre ellos una imagen martirizadora; le veréis temblar y retorcerse las manos, presa de un dolor invencible. También vosotros quedaréis paralizados por inefable turbación, como si un relámpago interior os hubieses deslumbrado los ojos del alma. Yo soy un noticiero de vocación, como hay pocos. No trabajo para satisfacer la curiosidad de mis lectores, aunque me gusta infundirles intensamente mi emoción. Trabajo por placer, investigo arrastrado por una proclividad irrefrenable. Como escudriño los sucesos corrientes, quisiera sondear las cosas inmateriales. Muchas veces, muchas, muchas, cuando trazaba aceleradamente líneas trémulas en la blanca cuartilla—esta blanca cuartilla que tiene la avidez cruel de un pozo sin fondo—, he visto, visto con los ojos de la cara, que le nacían a mi pluma dos alitas, dos vibrantes alitas azules, que la hacían volar a los cielos del misterio. Volaba mi pluma, y yo asido a ella, y mi cuerpo se volvía ingrávido. Subíamos, subíamos… El director suele reprenderme en esos casos. Dice que escribo disparates… ¡Qué sabe el director…! Esta información de ahora me la guardo.

Page 36: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

36

Hace pocos días cacé al hombre que lo ve todo. Nos cruzamos en una encrucijada sombría. Su mirar, rápido y centelleante como una estocada, sublevó dentro de mí no sé qué fríos resplandores. Le seguí. Huía. Le perseguí. Corría. Él, bruscos e incongruentes ziszás, como una rata. Yo, raudos deslizamientos y fieros saltos gatunos. Le cogí por las muñecas se las trituré, le puse de espaldas contra un paredón, le clavé una rodilla en el pecho. Me faltó poco para asesinarle; pero me miró, y recordé entonces que yo era un noticiero y que aquel hombre me había interesado por eso, por ser yo un noticiero y él una noticia. Hablamos largamente, tuteándonos desde el principio, como dos hombres que están más allá y por encima de las fórmulas mundanas. No recuerda cómo se llama ni cuántos años tiene. Estas son minucias que sólo sirven para andar por la vida, y él no anda por la vida, sino por dentro de ella. Los peces que habitan las profundidades del mar no saben de qué color es el mar ni cómo son ellos. Mucho antes de darse cuenta de que lo veía todo, le ocurrieron cosas terribles. Recién nacido, no podía tomar el pecho de su madre, porque veía a su madre por dentro: un horror de vísceras informes y palpitantes, un tumultuoso fluir de corrientes sanguinosas… Cuando, ya mozo, comprendió, empezó por espantarse. Luego quiso explotar su don singular. Puesto que todo lo veía, podía ser dueño del mundo. Corrió tierras y más tierras, viendo lo que no veía nadie, pensando lo que nadie podía pensar. Si miraba al cielo, veía el vertiginosa girar de los mundos deslumbrantes por la impenetrable obscuridad. Si miraba a la tierra, aparecíansele las entrañas profundas, que cruzan aguas torrenciales y raudales ígneos, y, contrastando con este vértigo de fuerzas desatadas, el lento laborar de hombres y animales ciegos en las concavidades tenebrosas. Sus ojos perforaban los muros, las profundidades del cielo y del mar. Pero como Dios, que le había dado el don de ver ilimitadamente, no quiso otorgarle una inteligencia capaz de comprenderlo todo, volvió a sentir el espanto de sí mismo que le había sobrecogido en sus primeros años. Intentó refugiarse en el Amor: pero no podía amar a una mujer a quien veía por dentro. Quiso buscar un refugio en la amistad; pero observó en la corteza cerebral de su primer amigo unas como guaridas de hienas del pensamiento, que le amedrentaron. Se habría matado; pero veía más allá de la muerte… Corté mi entrevista con el hombre que todo lo ve porque mi razón empezaba a zozobrar. Le dejé ir, con la promesa de que un día, cuando ya no pueda resistir, nos reuniremos, y le haré el gran favor de vaciarle los ojos pinchándole con un punzón las pupilas. Luego dirán que esto ha sido un crimen; me llevarán a la cárcel, me ahorcarán. Y el hombre que todo lo ve me ha dicho como discurrirán mis jueces, cómo vibrará de ira el pueblo generoso, cómo surcará mi espíritu libre las alturas donde luce la suprema justicia… Y esto es lo que peor me ha parecido, porque no es así, no es así, no es así como se horroriza al público, no es así como se escribe un suceso… ¡Ah! Nunca habrá periodistas como yo los sueño...”

POR LA COPIA.

Page 37: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

37

¡GUARDA, TÍO SAM!…

(1915)

Un hermoso artículo de El Mundo, nos trae la amarga noticia de que Cuba, instigada por los yanquis, va a alzar en la Habana un monumento a la memoria de las víctimas del Maine. Tan verosímil hallamos la iniciativa como increíble su realización. Monumento sería ese que perpetuara, juntamente con la más inicua usurpación que cometieron los hombres, la ruin bellaquería con que se intentó justificarla. ¿Y Cuba dará un pedazo de su noble tierra para asiento de semejante injuria a la verdad, de tan cínico ultraje a la justicia? Limpia está España de culpa en la catástrofe del Maine, y ello quedó hace mucho tiempo juzgado en la conciencia de cuantos hombres tienen para guía esta preciosa luz del alma. ¿Y no bastará que sobre mentira tan cruel se alzase la usurpación, sino que ahora la mentira se erija a sí misma un monumento, perdurable baldón de bronce y mármol? ¿Y eso habrá de ocurrir allí donde España sembró su espíritu, dio su habla y vertió su sangre? En estos días precisamente va por la mar con rumbo a Cuba, en un buque español, la estatua de Maceo, por manos españolas labrada y hecha de bronce que la madre España ha regalado generosamente para dar una prueba de amor y ensalzamiento a la que fue su hija predilecta. Madre que tan delicadamente contribuye a consagrar a sublimar dolores que la desgarraron, ¿ha de recibir en pago un oprobio que sólo a mal intencionados terceros aprovecha? Pueden los yanquis inmortalizar como quieran en su propio territorio aquella grande y no superada hazaña con que dieron cima a la expoliación de un pueblo casi indefenso; justo es que quieran añadir a su blasón el brillo de las armas ya que en esta actual y desaforada contienda de gigantes sólo ha podido su esforzado ánimo fomentar la gloria de las letras… comerciales. Déjense, pues que esto no lo añadiría esplendor ni ganancia, de llevar la cizaña a las familias que, aun divididas, no están desamoradas ni piensan renegar de sus comunes grandezas. Y vosotros, cubanos, no queráis manchar con serviles homenajes al extraño la próxima hora de Cervantes, que ha de dar con solemne sonoridad dentro de vuestra alma, que es la nuestra. No pongáis frente a la estatua de aquel Maceo, en quien todo fue verdad, la idea y el sacrificio por ella, una tan vil glorificación de la impostura. Esperad, al menos, a que los Estados Unidos consigan ver frente al Palacio del kaiser siquiera un cenotafio de las víctimas del «Lusitania», del cual se han olvidado tan fácilmente… ¡porque era podenco! ¡Quién sabe si esto que está pasando en las enloquecidas patrias de por ahí vendrá a enseñarles que los podencos son mucho!...

Page 38: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

38

SOBRE LA DOBLEZ HUMANA. GEDEÓN; EL ESPÍA INGENUO (1915)

¿POR qué la profesión de espía es mal mirada? Porque el espía debe ser disimulado y cauteloso. ¿Pero son punibles el disimulo y la cautela? Voltaire escribió esta frase: “Todo país bien organizado tiene en los otros países embajadores y espías menos honorables.” Y luego, ¿quién no ha labrado alguna vez en su espíritu trincheras sinuosas y obscuras donde pudieran agazaparse sus malas intenciones? Si los compatriotas de Gedeón, cuando Gedeón fue espía, hubiesen tenido un poco más de perspicacia; es decir, hubiesen sido menos complicados—porque los hombres sencillos ven con más claridad que los otros—, hoy podrían ser espías los embajadores y embajadores los espías. Y acaso las relaciones internacionales se desenvolverían plácida y suavemente y reinaría el amor entre los hombres. No penséis que Gedeón era tal como le pintan los caricaturistas ahora. Encarnación del buen sentido, no se prestaba al chirigoteo gráfico. Era un hombre que procedía llanamente, y, por lo tanto, lógicamente. Su ludibrio viene del descrédito de la lógica, o, si queréis, de que la lógica se ha hecho superior al común pensar de las gentes. Vestía con correcta elegancia, andaba con firme y armonioso isocronismo y hablaba con cortesía; señales todas de ponderación interior. No ostentaba floripondios en el ojal ni se ceñía el pescuezo con chalinas desaforadas. Se parecía a todos los hombres en su apariencia y valía más que todos por la transparencia de su alma. Gedeón, enamorado de su patria, quiso ser espía, ya que por falta de blasones no podía ser embajador. Y el primer ministro le colmó las medidas, nombrándole jefe de los espías del reino. Aquel primer ministro era un hombre, tan vulgar que ya había dado otras pruebas de clarividencia. Lanzóse nuestro Gedeón, con su mejor indumentaria y sus maneras más amables, al cumplimiento de su deber, y empezó por el pueblo rival del suyo, que era, como sigue sucediendo al cabo de los años, el vecino. Su primer paso fue un traspiés. Suele pasarles eso a los hombres selectos. No olvidéis que Federico el Grande huyó como una gacela en su primera batalla y que le hallaron sus generales temblón y lloroso en una choza. El traspiés del espía Gedeón también debía ser la base de su fortuna. En cuanto se vio en la nación rival, Gedeón reflexionó un instante, no más de un instante, porque en su almacén cerebral estaban las ideas bien ordenadas e ingenuamente distribuidas. “¿Adónde voy? Puesto que soy un previsor de la guerra, al ministerio de la Guerra.” Preguntó por el señor ministro y fue recibido en el acto. El señor ministro, que era, como debía ser, un hombre de bigotes hirsutos, ojos centelleantes y ademanes rápidos—un caudillo—, le interrogó: —¿Quién es usted? —Gedeón, señor ministro. —¿Qué quiere usted? —Espiar, señor ministro. —¡Cómo!

Page 39: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

39

—Mi Gobierno, señor ministro, me ha nombrado jefe de espías de mi nación. No pretendo que el Rey me reciba ceremoniosamente, ni que las tropas me rindan honores, ni que la aristocracia me festeje. Sólo quiero un permiso para visitar las fortalezas, inspeccionar las fábricas de armas, fisgar los arsenales, enterarme de los planes y los planos de vuestro Estado Mayor; tomar notas de todo y enviárselas a mi Gobierno. Nada más. Estupefacto, el general mandó que encerrasen a Gedeón en un calabozo. Y Gedeón, en la obscuridad desapacible de su encierro, se puso a reflexionar: —Pero, señor, ¿qué he hecho? Lo más natural. ¿No vengo a enterarme de la situación militar de este país? Pues, ¿a quién iba a interrogar? ¿Y he podido hacerlo más mesuradamente? Sí; Gedeón había procedido con mesura e ingenuidad. No merecía ser castigado. Cuando el ministro de la Guerra estudió el caso fríamente, devolvió la libertad a nuestro espía. Pero no se la devolvió, cual Gedeón habría hecho en lugar de él, arrepentido de habérsela arrebatado sin motivo, sino como el malhechor que, despechado por haberle echado la garra a una joya de bisutería, la restituye desdeñosamente. A menudo se hace justicia con ese espíritu. Porque todos los que conocían el suceso dijeron al ministro, y propalaron por la nación, que el supuesto espía no era sino un tonto incurable. De tal modo la sinceridad se había hecho virtud rara, que nadie creía en su existencia. Libre Gedeón, volvió a sus tareas concienzudamente. Recorrió fortalezas, cuarteles, arsenales. Dondequiera le recibían con agrado. Su fama de mentecato hazmerreír le precedía. Y mientras él sacaba apuntes, dibujaba croquis, desentrañaba proyectos y sorprendía enjuagues, todos le miraban y se reían, se reían… “¡Qué tonto más gracioso!” En cualquiera de esos lugares en que se fragua la muerte del prójimo para la defensa nacional, donde cualquier espía habría sido fusilado, Gedeón era acogido con alborozo. —Vengo—decía muy finamente—a conocer bien el nuevo cañón que acaban ustedes de inventar. Ustedes perdonen, pero soy espía… Los militares, contentísimos de la visita, le llevaban ante el cañón, le explicaban el mecanismo secreto… Gozaban indeciblemente, y él cumplía su misión encantado de aquellas gentes tan confiadas y tan amables. Volvió a su país con cien baúles llenos de planos e informes exactísimos. Iba allí hasta el más recóndito secreto militar del pueblo enemigo. Era un loco tan original, que ni siquiera le cobraron derechos de Aduanas. ¡Se reían poco los vistas...! Cuando inflado de alientos patrióticos se presentó a su primer ministro con aquel tesoro inapreciable, el primer ministro le bufó esta frase mortal: —¡Bien ha hecho usted el burro!

Page 40: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

40

Gedeón palideció y se permitió insinuar que, según sus averiguaciones, la guerra era inminente. Luego salió del despacho del primer ministro y tuvo que pasar entre una oble fila de espías acreditados que murmuraban al verle: “¡Es tonto de capirote! ¡Tendrán que ver sus datos! Ha dicho en todas partes que era espía y se han reído de él...” Los datos del espía Gedeón se publicaron en todos los periódicos satíricos y alcanzaron un éxito loco. Y poco más tarde sobrevino la guerra entre los dos pueblos vecinos. Apenas había un oficial compatriota de Gedeón que no llevase en su maleta, para matar las horas de ocio, las revelaciones del infeliz espía. Y así se combatía alegremente. “En esta plaza, Gedeón señala las baterías a la derecha… Tiremos a la izquierda.” Y así se hizo, hasta que llegó el desastre. La patria de Gedeón desapareció del mapa. La posteridad hizo justicia a aquel hombre discreto y esclavo de la lógica. A seguir sus consejos, su patria se habría engrandecido. Sí, esto era verdad. Pero quedó para siempre el dicho de que “Gedeón es tonto”. Porque para que Gedeón fuese listo, había que reconocer la tontería de todos sus compatriotas. Y como el régimen de las mayorías imperaba ya...

Page 41: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

41

LOS GENIECILLOS QUE VIVEN EN EL HUMO (1916)

EL trabajo es malo porque gravita sobre el espíritu y le oprime. Pero no todos los hombres tienen un espíritu digno de vivir en libertad. Por eso el trabajo es para unos penitencia y para otros disciplina necesaria. Esto es lo que cuentan los seres misteriosos que pueblan el humo. Humo es todo, o casi todo, según los poetas; humo la vida, humo sus deleites y sus torturas, humo la gloria y el bien y el mal, humo el humo. Antes de conocer los hombres el fuego, ya flotaban, pues, en la humareda. Había amor y orgullo; pechos henchidos de suspiros y cabezas llenas de ensueños. Con el primer hombre nació la vanidad del humo; y el humo se hizo humano. Pero no he de arrojarme ni arrastraros hoy a tan sutil filosofía. Quiero hablar tan sólo del humo real, gas o vapor visible, y de los seres incorpóreos que viven indudablemente en él y vienen a ser como su alma. Y lo he visto con los ojos de la imaginación, y me han dado los peores y los más dulces ratos de mi vida. Los vi hace muchos años, cuando era niño, porque únicamente los niños ven ciertas cosas; y pensé revelar su existencia en un poema muy largo y muy triste que, por fortuna, se quedó sin escribir, como suelen quedarse todos los poemas de los niños. Creen los hombres que el humo es un sobrante inútil y enojoso… Si tal fuese, no se elevaría al cielo. Los verdaderos sobrantes de la vida son los que descienden, como nuestros cuerpos materiales, inertes piedras lanzadas a un mar sin fondo. El humo negro que se derrama en lentas olas de las altas chimeneas, el humo azul de los habanos, el letal humo amarillento de las bombas asfixiantes están poblados de geniecillos aviesos y maldicientes, invisibles e ingrávidos, que danzan con él con danzas diabólicas. Son los gnomos de nuestra alma. Si alguien quisiere darles forma corporal, póngales diminutos ojos fulgurantes, como el agujero de un rayo de luna en el manto tenebroso de la noche; barbitas de llamas y una gentil caperucilla negra.

No es el humo sino exhalación materializada del espíritu humano. Negro, espeso y turbulento en la boca de la chimenea de las fábricas, parece el áspero suspiro con que alivian su pecho y descargan su cólera los hombres que quedan allá abajo atados a la tierra. Sus geniecillos se retuercen atormentados y rugen himnos de redención. El humo del cigarro es el aliento visible de la imaginación. Sus geniecillos son lánguidos y torvos, como hombres hastiados: ora sonríen sarcásticos, ora revolotean burlones, ora desmayados siguen su espiral, como el fumador sigue la línea ondulante de sus horas, dejándose ir… Los geniecillos de los humos bélicos—humo de pólvora, gases deletéreos—no son, como habréis pensado, furiosos diablejos, epilépticos y centelleantes. Son, al contrario, de continente sereno, y en sus ojos, como en el seno de las aguas profundas, se agita una promesa inquietante…

Page 42: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

42

Hay un humo de paz y amor: el que se alza, leve y tranquilo, en columnitas unánimes, de las aldeas calladas, cuando el sol va poniéndose. Es el suspiro de paz y descanso de los humildes, de los hombres buenos que hablan todos los días con la tierra, su madre, y labran en ella amorosamente surcos que son remedo de sepulturas. Sus geniecillos son dulces y amables, y cuando llegan a lo alto y contemplan la ciudad, sonríen y sonríen y siguen subiendo. Y allá arriba, sobre las nubes, sobre el mentido azul que ven nuestros ojos, todos los humos se confunden y neutralizan. Y unas veces triunfan los geniecillos buenos, y el suspiro de la tierra se alza hasta las gradas del trono de Dios; y otras veces triunfan los malos, y el suspiro se hace trueno, y el fulgor de los ojillos furiosos se suma en un relámpago, y el coro del maldiciones se resuelve en nubes asoladoras, y una vez más se cumple aquella sentencia, según la cual a quien escupe al cielo le cae la saliva en la frente. ¿Quién ha fraguado la guerra europea? No han sido los Monarcas ni los pueblos actuales, sino la asamblea de geniecillos del humo, que exhaló una chimenea a cuyo amor maduraba Napoleón sus planes, y el que proyectó, al deflagrar, la bomba de un anarquista contemporáneo nuestro.

Page 43: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

43

LA LUZ, EL BESO Y OTRAS CONSIDERACIONES (1916)

A un jovenzuelo inocente que sueña con saber escribir.

Sermón en el desierto para los que piensan como él.

LAS gentes iletradas, pero imaginativas, y aun las que saben discurrir y no tienen el arte de precisar su pensamiento en frases escritas, suelen exclamar, dándose palmadas en la frente o suspirando con aire desgarrador: “¡Ah, si yo pudiera expresar lo que siento…! ¡Si yo supiera escribir…!” Y este lamento encierra la más vana aspiración del hombre. Más vale no saber. Porque “saber escribir” equivale con frecuencia a “no saber lo que se escribe”, y alguna vez, lo cual es peor, a “creer que se sabe”. Casi siempre, esas ideas fulgentes y fugaces que invitan a escribir, apenas esclarecen un instante el espíritu en que nacieron, y no sirven para iluminar otros espíritus porque, al sufrir la presión del aire, estallarían como las pompas de jabón. Las ideas son luces inmateriales. Las hay como el sol, con prepotencia lumínica y soberano calor radiante, y éstas son las grandes ideas expansivas que fecundan el mundo; las hay metódicas, perseverantes, nobles en su regularidad y su eficacia, como bombillas eléctricas; las hay majestuosas, pero efímeras, como relámpagos, que pueden alumbrarlo todo y pueden deslumbrar no más los ojos de los hombres; las hay inconsistentes y veleidosas, como fuegos fatuos, que se arrastran por la tierra a merced del giro caprichoso de los vientos; calladas, maternales y orientadoras, como la luz del faro; grotescas, crepitantes y estériles, como el escándalo de los fuegos de artificio. Todas tienen el inconveniente de la luz: que hacen la sombra más intensa. La luz torrencial, la luz del sol, se derrama y triunfa por sí. La luz creada por el hombre necesita cauces. Creemos haber dominado la electricidad, cuando es ella la que nos domina. La presentimos en libertad y no podemos verla sino mediante un conductor que nos la muestre. Para comprender la verdad hemos de encerrarla en una fórmula, en un mísero molde de palabras. Para que no llegue la luz, hemos de crear el hilo previamente. No influyen en nuestro espíritu las libres esencias de la Naturaleza sino presas y prostituidas en una cárcel material. Si no tuviésemos esta vil carne que envuelve y perturba nuestra alma, nada sabríamos de nuestra alma. Ciertamente, el pecado fue anterior a la vergüenza; pero hoy, si no fuese por la vergüenza, ignoraríamos el pecado. Y si todo esto es indudable, ¿por qué los iluminados por un intenso resplandor impoluto, puro y amable queréis darle tormento, obligándole a disminuirse, encauzarse, adelgazarse y destilarse dolorosamente por este filamento metálico de la pluma del escritor? Fabricaréis, como yo, un artículo, bombilla de dos bujías; como Galdós, un arco voltaico; como Cervantes, un sol artificial. Pero pensad que el sol mismo, obra de Dios, nunca ha logrado iluminar simultáneamente los dos hemisferios de la tierra, lo cual quiere decir que Dios concedió a la luz poderes ilimitados.

Page 44: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

44

E impuso la misma ley a ambas hermanas, la luz material y la luz del espíritu. Porque si supierais escribir veríais que los destellos mentales, como los efluvios luminosos, nacen disminuidos, y muchas veces desnaturalizados, por el dolor del camino. Cristo, porque era Cristo, llegó con el alma pura y sublimada al Calvario; pero aun siendo Él, de sus pies brotaba la sangre y de su frente el frío sudor de la agonía. Entre el cerebro y los puntos de la pluma hay una espantable serie de obstáculos materiales, en los que la idea va dejándose jirones de su vestidura ideal, deformándose, adulterándose, hasta llegar a la cándida cuartilla siempre con un poco de fango del camino. Yo me la figuro descendiendo penosamente desde el cráneo a las yemas de los dedos por un intrincado sistema de montañas óseas, ríos sanguíneos, bosques nerviosos, que la asustan, la fatigan, la seducen o la pervierten. Si no sabéis escribir, alegraos, pensando que poseéis la idea improfanable. Entre la idea concebida y la idea escrita hay la misma diferencia que entre la túnica inconsútil y el traje de sastre. No escribáis ni cartas a la novia. Un beso es más breve y más sincero. Yo no escribiría para la multitud si pudiese dejar levemente en los labios de la multitud un beso alado, en vez de este beso largo, desmayado, frío e interesado que llamamos “un artículo”.

Page 45: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

45

DIÁLOGOS DE ACÁ Y DE ALLÁ. EL CÓMICO Y LA MUERTE (1916)

EL cómico llega al hospital en visita de estudio. Es deshora, pero como lleva una tarjeta de recomendación para la Muerte, se le abre paso. Le acogen con cordialidad los doctores; le rodean, inquietos de curiosidad, alumnos y enfermeros; y le miran recelosas y cohibidas las Hermanas, en cuyos labios se inicia el temblor de un conjuro. Llevado de la mano por la Muerte, pasa entre dos hileras de lechos blancos, bajo cuyas sábanas se adivinan crispaturas dolorosas. Un enfermo intenta incorporarse y cae otra vez, como herido súbitamente. Se paran allí la Muerte y el Cómico y se colocan a diestra y siniestra de la almohada. El que va a morir yace inmóvil, aniquilado por el reciente esfuerzo. En sus ojos se ha cuajado el fulgor de la fiebre; sus manos esqueléticas arañan el embozo; suda y jadea, y en el silencio de la sala suena su estertor como esos silbidos lejanos de las noches campesinas. El Cómico se inclina sobre la almohada, y la Muerte lanza sobre él los raudales de sombra de sus ojos vacíos. Como en un espejo, se reproducen en la faz lívida del Cómico los gestos del agonizante, esos gestos avinagrados del que gusta, ya casi inconscientemente, las últimas heces de la vida. —¿Ya…?—murmura la Muerte. Y el Cómico, devorando al enfermo con la mirada, responde:

—Espera, espera… Pasa un enfermero, presuroso, con unos hierros relumbrantes entre las manos. De una cama surge un brazo que le llama acompasadamente. Acude el enfermero. —¿Qué hay?—le dice una voz—. Nada, que el 43 se muere… El brazo cae desmayado sobre las sábanas. El enfermero se va. A la cabecera del “sujeto” hay una ancha vidriera, por donde la luz del nuboso cielo cae sobre las sábanas. De pronto, un reyo de sol, pálido y efímero, escarba el cerebro del moribundo y le arranca unas palabras confusas… —¡Eso quería yo!—clama el Cómico triunfante. —¡Basta!—dice la Muerte. Viene un enfermero, y con el embozo tapa la cara del cadáver y sus abiertos ojos de blando vidrio, de vidrio recién fundido. El Cómico y la Muerte salen de bracero. Él taconea de firme. Ella araña las losas con sus calcañares. ÉL.—No me has visto temblar. Te ha mirado cara a cara en una de tus obras. Ya sé morir, vieja marrullera. Las gentes me verán perder la vida en el escenario con tan rigurosa propiedad, que se asombrarán de verme luego vivo. ELLA.—Del que ha muerto sabes muy poco. De mí, no sabes nada. ÉL.—Me glorificarán. ELLA.—Te glorificarán los que no esperan morir, porque verán en ti una mentira que los desvía de mi verdad.

Page 46: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

46

ÉL.—Mi arte supremo consiste en suplantarte. ELLA.—Tu arte supremo acaba en mí. Y ella se ríe de la mirada luminosa de él; y él se siente sumergido en las cuencas vacías y tenebrosas de ella. El Cómico muere; muere verdaderamente en su lecho. De los muros penden marchitas coronas de laurel. Una mujer, arrodillada a su cabecera, llora sin mirarle. Muchos cómicos, apiñados al pie de la cama, le contemplan fríamente. La Muerte se acerca pasito, arañando el piso con sus calcañares. Huele la alcoba a tisanas frías, a materia en descomposición, a ansiedad humana. El rostro del moribundo está inmóvil. La Muerte le ordena: —¡Gesticula! Él gesticula y ella insiste, riendo con todos los huesos de su calavera: —¡No es así! Recuerda lo que aprendiste. El Cómico no recuerda nada, no puede recordar. Bruscamente se vuelve hacia la pared y cierra los ojos. La Muerte sonríe y se va. La mujer llora sobre el muerto. Los otros cómicos se marchan lentamente y salen a la calle, donde el viento juega con los obscuros ropajes de la noche y hace parpadear a las estrellas. Y se dicen unos a otros: —¡Qué mal ha muerto! Tan ensayado como lo tenía...

Page 47: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

47

ADIÓS A MI GATA (1916)

Dibujo de Regidor

UN adiós a mi perro, a mi pájaro o a mi caballo no lo escribiría yo más que en mi libro de memorias, donde tienen acogida misericordiosa los desvaríos y las puerilidades. Pero el adiós a mi gata acaso merece publicarse para conocimiento de todas las gatas y sus dueños. El caballo, el pájaro y el perro son seres semihumanos. Tan suavemente se adaptan a nuestra vida y hay tan clara inteligencia entre ellos y nosotros, que un literato capaz de estimarse, lo cual quiere decir deseoso de que se le estime, no puede nombrarlos sino de pasada, so pena de incurrir en aquel irredimible pecado de trivialidad que solemos echar en cara a los ingenuos autores de odas “A ella” y sonetos “Al bautizo de mi primogénito”. Para conmover al lector con lloros de esta clase hay que ser tan desquiciado como Espronceda, tan insistente como Petrarca o más cínico que Byron. Pero en hablar del gato—o de mi gata—nunca se pierde el tiempo propio ni se malbarata el ajeno. Todo escritor que tiene gato debe inspirarse en él, y si no lo tiene, debe procurarse uno, porque esa enigmática bestiecilla es quien nos trae la fecunda alarma al espíritu, quien crea y atiza en nuestra mente el fuego creador.

Page 48: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

48

Es el gato, como la criada, enemigo natural, de quien no puede prescindir nuestra flaca y viciosa naturaleza. Destroza los muebles, prefiriendo los mejores: roba los manjares, araña nuestras manos y pone en peligro los ojos de nuestros pequeñuelos. Es taimado, ladrón, desagradecido, egoísta, y tan contrario a la ley del amor, tan disonante de la armonía universal, que Dios le ha impuesto el amor doloroso, amor-penitencia, y sus plañidos de amor y sus arrullos son lúgubres ululatos ultraterrenos. Y, sin embargo, nos embelesa con su aristocrática elegancia, nos recrea con la nobleza de su gracia, incomparablemente eurítmica; nos seduce con su pulcritud y nos fascina con su mirada diabólica. Es de terciopelo y tiene uñas aceradas, como la rosa, que es también una misteriosa contradicción. ¿Por qué los poetas no dan el mismo valor simbólico a las uñas del felino que a las espinas de la flor? Porque el gato no huele, o no huele bien. Pero si el olor es vibración, y la luz es vibración, y vibración el color, y si las mudas sonoridades que, como auroras, despiertan a veces nuestra alma no proceden sino de vibraciones del exterior, ¿qué más les da a los poetas un gato que una rosa? ¿Acaso los poetas son organizaciones primitivas, sin más olfato que el de esa membrana feamente llamada pituitaria? ¿Quizá el divino canto a la rosa se engendró en el vértice de la nariz argensolesca? Mi gata se va. Incurablemente enferma, la he buscado un retiro grato y seguro donde muera en paz. Tantas veces la flecha de luz verde de sus ojos exploró mi espíritu, que estoy cierto de que se lleva mil secretos míos. La seguridad de que no ha de revelárselos a nadie no me quita de presentir que su marcha conturba y desgarra algo íntimo de mi vida, impenetrable para todos los seres que no son gatos, y aun para los gatos que no han sido míos. Cuando me miraba sin verme, como si entre los dos vagase una sombra invisible para mí; cuando me apartaba del estudio acostándose muellemente sobre las páginas del libro que absorbía mi atención; cuando, al cabo de un rato de mirar atentamente mi trabajo, me desviaba la pluma con un manotazo súbito, rompiéndome el hilván de las palabras y enmarañándome el telar de los pensamientos, ¿no era que su espíritu sagaz iba delante del mío y les prevenía y le guiaba? Huido de ella, o habiéndola echado de mi mesa, lejos de su amparo, libre, en fin, de su áspero celo, hice y escribí las más estériles tonterías de mi vida. Alguna vez si, rebelándose contra sus insinuaciones, seguía mi pluma yendo y viniendo locamente por el papel, se encolerizaba justamente y me clavaba la garra. Y al ver que bajo la suave felpa de su mano brotaba la roja sangre de la mía, volvía yo a la realidad. Siempre la vi pasiva y reflexiva ante esas imágenes errabundas que arrancan aullidos y erizan los pelos al can bicho semihumano y, por consiguiente, embaucadizo; y siempre la vi enloquecer de ansia siguiendo el vuelo de una mosca o un pájaro, porque la mosca y el pájaro son la realidad definible, tangible y comestible. ¡Muchas lecciones me ha dado! Mi gata se va. ¿Quién, cuando yo vuelva a casa, olfateará lo jirones de atmósfera humana que traigo adheridos, como jirones de impalpable niebla, a mis ropas y a mis carnes? ¿Quién proyectará luz de pupilas verdes y sombra de espíritus flotantes sobre mis cuartillas? ¿Quién me infundirá sueños melancólicos llorando el amor con trágicos alaridos a la puerta de mi dormitorio? ¿Quién arañará y abrirá las venas de mi mano cuando mi mano me haga traición y escriba necedades que ni siquiera tendrán la disculpa de servir para ganar la cordilla de cada día?

Page 49: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

49

UN DÍA, DE ESOS HÁLITOS SE FORMARÁ UNA NUBE

(1919)

Tipos hurdanos

¿LE dicen a usted algo estas fotografías? Un segundo de vacilación, no ante las fotografías, sino ante la pregunta. —Sí. Me dicen éstas, y todas las fotografías, —Escriba usted algo acerca de ellas... Nada más gustoso, en las horas de desesperanza o languidez, que dejar la pluma suelta para que corra a su placer sobre las vírgenes cuartillas insinuantes. Está uno harto de escribir con el pulso trémulo y el corazón trepidante. Estas páginas suaves y lucientes de LA ESFERA son el día de fiesta del escritor diario... —¿Le dicen a usted algo estas fotografías? —¡Oh, sí! Discurriré, soñaré, deliraré sobre ellas. Quizá, a fuerza de contemplarlas, me apasionen. Y entonces haré, a pretexto de ellas, mi poquito de revolución de cada día.

Page 50: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

50

El barrio de la Guindalera, de Cuenca (Fotografías de Hielscher) Las palabras, como los pájaros, cuando pasan junto a nosotros en bandada chiante y bulliciosa, no excitan nuestra sensibilidad. Nos envuelven la cabeza, y hasta parece que nos dan aletazos en las mejillas; pero no se nos entran por los oídos ni rebullen en nuestra conciencia. Suelen sobrecogernos y seducirnos las palabras lentas y graves como tañidos de corazón: las que vienen solas entre el silencio. Estas son las que, unas veces, nos encienden o iluminan, y otras, proyectan sombras apacibles sobre nuestros abrasados desiertos interiores. Las fotografías son palabras o gritos lejanos. A menudo vienen de mundos desconocidos..., de mundos desconocidos que están al alcance de nuestra voz. Hojeando una revista de éstas que las publican profusamente, las vemos desfilar como grupos de gente extraña o como rumor de tráfago callejero. Cada persona es apenas una silaba, y todas juntas tal vez una frase sin sentido.

Page 51: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

51

Pero las hay como palabras encinta. Absórbenlas, ávidos, nuestros ojos, y se ponen a resonar, hasta soliviantar sonoridades tumultuosas, dentro de nuestra conciencia. De un discurso, raudal gárrulo y espumoso de voces, nunca esperéis una revolución, sino, la más, una catarata de alaridos. La revolución, en su tenor más noble y amplio, esa generosa revolución que todos querríamos hacer dentro de nosotros mismos, puede esperarse de un grito solo, de una sola voz «como ruido de muchas aguas», hermana de la que oyó en Patmos el mísero solitario. He aquí unas fotografías de la España exangüe. Tienen, sobre su elocuencia propia, un valor representativo. Nos impresionan amargamente porque sabemos que en el mismo día, y a la misma hora, mil, cien mil retratos instantáneos habrían sorprendido en todo el ámbito español la misma escena. Escena que se resume en esta única palabra: quietud: pero quietud nuestra, que no es inercia ni reposo ni sosiego, sino marasmo final. Esos hombres abatidos, tronchados sobre una piedra, sin la cual yacerían por el suelo, y esas mujerucas transidas de estupor han recibido ya el primer soplo álgido de la muerte. Ya pasa por ellos la vida como la sombra de un recuerdo. Hambre sentirían si el hambre no fuese tan piadosa que anestesia a sus víctimas. Sentirían cólera si esta llamarada espiritual pudiese surgir de la ceniza inerte. La agonía de un pueblo es algo tremebundo. De sus resoplidos se forma el trueno social. Un día estos hálitos estertorosos llenarán e incendiarán la atmósfera que todos respiramos. Porque si las almas limpias y leves vuelan al cielo, las almas irredentas, nubladas, henchidas de rencor permanecen gravitando sobre nosotros, y forman esas nubes tempestuosas que no saben perdonar.

Page 52: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

52

PASEOS POR MADRID

EL ÁNGEL CAÍDO DEL JARDÍN BOTÁNICO (1919)

Foto Salazar

NUESTRO Jardín Botánico tiene pocos ejemplares extraordinarios. No hay en él un trozo siquiera de selva libre. Es un concurso grandioso, pero académico, de árboles correctos y solemnes, cohibidos por la mirada de las estatuas de Clemente, Quer, Lagasca y Cavanilles. Estos cuatro sabios, erguidos en sus pedestales de piedra, presiden con excesivo rigor a los pobres viejos vegetales, y parece que los reprenden de continuo: —¡Eh! Orden y compostura, que somos un jardín oficial y nos mira la gente. Cuidado con retorcerse las ramas, ni crujir, ni contonearse demasiado, que es de mala educación. Los más desaforados gigantes soportan humildemente, prendida al pecho su cédula de identificación: «Soy un olmo común; soy una paulonia de hojas azules; soy una sófora japonesa; soy un árbol del amor...» Todos—tan grandes, tan poderosos, tan soberbios—, antes de tomar puesto en las filas, han pasado por una oficina donde se les tomó la filiación y se les preguntó la procedencia. Algunos hay que todavía alzan los brazos al cielo con un ademán tragicómico de protesta inútil.

Page 53: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

53

Hay centenarios de corteza arrugada y tronco jiboso que parecen mendigos inmóviles en el borde del paseo. Diríase que en sus cartelas se va a leer una imploración: «Manco, tullido y ciego. Tengan piedad, señores.» Apenas desentonan en el grave congreso esos almeces enormes, de piel de plata y curvas femeninas. Son túrgidos y tersos, y presiente uno qué, al palparlos, se le hundirán los dedos como en carne. Sus ramas corpulentísimas semejan brazos y muslos y axilas de pesadilla de sádico. Debieron de ser, en el reinado de los dioses, titanesas impuras, condenadas por Júpiter a exponer a los hombres, perdurablemente, sus miembros mutilados en contorsiones lascivas. Sólo hay un árbol asombroso, un coloso alucinante que por sí solo merecería un parque-palacio y una corte de artistas. ¿Es posible que no haya cautivado los ojos de un escultor o de un poeta, primero que los de este sencillo periodista contemplador? Cierto que yo también habría pasado ante él mil veces, cuando una tarde me quedé sobrecogido al verle, como si fuese una aparición. Dudé de mis ojos, y hasta temí encontrarme en un instante de delirio. Id a mirarle si os ha interesado la fotografía que acompaña a este artículo y que se publica como inapelable fe notarial. Está detrás de la estatua de Clemente, un poco a mano derecha. No parece árbol salido de la tierra, sino monstruo caído del cielo. Si la Naturaleza no lo ha esculpido. Dios lo ha arrojado de lo alto. De todas suertes, este es el Ángel Caído, y no el que adorna el paseo de Coches del Parque de Madrid. Tiene figura de hombre, con proporciones titánicas. Cayó con tal violencia, impulsado por la divina cólera, que hincó en el suelo la cabeza, los hombros y los brazos. Emergían el torso y las piernas, convulsos de ira. Aun quería el rebelde insultar a su Creador, amenazándole con las plantas de los pies. Entonces, para inmovilizarle y probarle su impotencia, fue convertido en árbol. Quizá su boca aun ruge en lo profundo, y sus brazos, hechos raíces ásperas, arañan con furor los senos tenebrosos. Perdonadme por haber fantaseado un poco. Según la mitología griega, Eco se convirtió en peñasco, y el pino no es otra cosa que cierta ninfa esquiva castigada por el celoso Bóreas. Esta fábula del olmo maravilloso del Jardín Botánico no parecería menos bella si hubiera caído en otras manos. Lo cierto—y yo querría que los artistas lo comprobaran—es que en mi monstruo puede verse un cuerpo de gigante, sin gran esfuerzo de imaginación; y lo que me parece indudable es que mi escultor de genio hallaría en él motivos de inspiración nunca sospechados. Yo juro que este ingente corpachón de madera milenaria, debelado por Dios o vomitado de los abismos del planeta, esculpido por un misterioso cincel o amasado a manotadas por los siglos, me parece una escultura; y que la mayoría de las esculturas que se yerguen por ahí, tan relamidas y presuntuosas, no me parecen sino ingentes corpachones o piedras de sillería malogradas.

Page 54: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

54

EL OCASO DE LAS JOYAS (1920)

(PROFECÍA)

LOS poderosos se aperciben a resistir la ola roja. Venden los palacios, los parques, los cazaderos, y convierten el oro en diamantes y perlas. Un tesoro en perlas y diamantes puede llevarse holgadamente en el seno, adonde no llegarán las miradas hambrientas de la inquisición revolucionaria. Cuando los hombres rojos inunden la haz de la tierra clavarán sus pendones sangrientos en los bosques señoriales y en el ápice de los palacios majestuosos; más no verán fulgor de joyas en las gargantas desnudas de las mujeres. Como las estrellas en un cielo tempestuoso, el brillo de las piedras preciosas se habrá ahogado bajo una niebla de dolor. Las llamas devorarán, impávidas, las ricas mansiones. Nada hay en la Naturaleza tan servil, bajo la mano del hombre o de la fatalidad, como el fuego. Purifica, destruye, funde, crea, ilumina, según el soplo que le anima, y sin preguntar cual es su misión. Agitándose como demonios entre las ruinas humeantes, los hombres rojos buscarán ávidamente el oro y no lo encontrarán. El oro se habrá fundido y correrá en ríos estériles a buscar otra vez las entrañas obscuras de donde salió. Los ricos mendigarán de puerta en puerta el sustento de cada día. Llevarán un puñado de diamantes en la mano cerrada y nadie les querrá poner en la palma de la mano abierta un pedazo de pan. Entonces abrirán la mano cerrada y la tenderán temblando, con un ademán que tanto será de oferta como de súplica. Pero nadie querrá perlas ni diamantes. Severas leyes suntuarias los habrán despojado de todo su valor. Nadie será bastante salvaje para dejarse fascinar por su brillo, ni bastante espiritual para rendirse a su belleza pura. La luz del sol, para llegar nuestras pupilas, ha de vencer dos grandes obstáculos: el tenebroso mar sin límites del vacío y el espeso cristal de la atmósfera terrestre. Como la del sol, la luz de las piedras preciosas ha de atravesar, para hacerse valer, el mar de la vanidad humana y la densa y turbia atmósfera del cálculo mercantil. Se adquiere una joya porque seduce… y porque puede venderse cualquier día: es un halago para los sentidos, una patente de superioridad social y una letra a la vista. Habrá mendigos con los bolsillos henchidos de perlas, como ahora los hay con los bolsillos llenos de migajas de pan. Los niños jugarán con ellas como juegan ahora con las chinas. El aljófar humano reinará entre los pobres hombres y las perlas serán el aljófar de las mujeres pobres. Transcurrirá una noche larga y sombría.

Page 55: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

55

Pero los ojos nos han sido dados para embriagarse de fulgores. Los ojos de las gentes rojas sentirán sed de luz y de dominio. El salvaje, que, como buen disociado espiritual, es dominante y exclusivista, ama los vidrios porque le permiten recoger en su mano la luz celeste y tenerla por propia. Cuando puede mandar en un reflejo cree haber esclavizado a la luz natural. Querrán algo que disipe las sombras de su mundo, que tendrá toda la honda tristeza de la justicia humana. Y las mujeres suspirarán por joyas que realcen su belleza descaecida y obscurecida por una época de igualdad. Buscarán, ansiosas, las gemas perdidas, como en el día del juicio hemos de buscar todos nuestros huesos dispersos; y, entretanto, se entronizará el vidrio de color y la hojalata, porque las horas de transición siempre han sido horas de espurios. Y renacerá el gusto poco a poco, salvando obstáculos y atravesando nieblas. Otra vez los hombres bajarán a los obscuros y alevosos senos de la tierra en busca de cristales lucientes que adornen el pecho y los brazos de sus amantes; otra vez las amantes preferirán al que más llena traiga la mano de cristales; otra vez un brillante podrá ser, a la vez, alma, fuego y lágrima, y espejo donde se reflejen los resplandores del sol y los rayos negros de la codicia humana. Los descendientes de los ricos de hoy lamentarán que sus antecesores no conservarán siquiera, en vez de las piedras preciosas, un noble sillar de su palacio donde sentarse a llorar melancolías. Y alguien dirá entonces que, para seguir lo mismo, no valía la pena de haber vuelto a empezar.

Page 56: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

56

LOS PIES Y LAS MANOS (1920)

PIES y manos son las partes más humildes del cuerpo del hombre. Son aquéllas en quien la voluntad manda con más cruda tiranía. Si no es por conveniencia, por comodidad o por presunción, no se las atiende ni acaricia. Cuídaselas como a servidores insustituibles de cuya ciencia y docilidad se tiene menester. Y son, en efecto, los fieles criados del humano edificio: harto trabajados, mal queridos y nunca pagados con generosidad. Sobre ellos caen, si se muestran débiles o torpes, los anatemas del cerebro que no supo mandarlos y guiarlos acertadamente. Para expresar nuestra cólera, estrellamos el pie contra el suelo o el puño contra los muebles. Si vamos a mal sitio: «¡Estos malditos pies que me llevaron!» Si hacemos algo contrario al interés o al gusto: «¡Estas torpes manos que merecían ser cortadas!» Manos y pies nos obedecen siempre; y contentos o doloridos, allá van y bullen donde el deseo despótico les manda. Si alguien se los limpia y monda, le tenemos por esmerado y pulcro; si se los acicala con desvelo, nos parece elegante y extremoso. De ninguno decimos: Ama a sus pies y sus manos con devoción y ternura. Y si de alguno pudiéramos decirlo, la gente se reiría de él. No obstante, en una sociedad cristiana no debe haber esclavos, y las manos y los pies pueden, además, ostentar un noble abolengo, no menos brillante que el de la cabeza, su natural señora, como reina que es de todo el cuerpo.

Page 57: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

57

Habéis de saber, madamas y madamiselas devotas, que cuando abandonáis a la manicura o pedicura la mano o el pie, deberíais poner en esa operación que os parece despreciable un poco de unción. El día de Pentecostés, o sea al cumplirse cincuenta de la Resurrección de Jesucristo, dice el libro de los Hechos de los Apóstoles, redactado por San Lucas, que ocurrió lo siguiente: « Como estuviesen todos juntos (los Apóstoles) en un mismo lugar, de repente vino un estruendo del cielo como de un viento recio que corría, el cual hinchió toda la casa donde estaban reunidos. Y se les aparecieron lenguas como de fuego, separadas unas de otras, las cuales se asentaron sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar en varias lenguas.» Así fue, y no puede describirse con más sencillo ni sublime estilo la llegada del Espíritu Santo la tierra. Pero la Divina Gracia no podía concretarse a unos cuantos hombres perecederos. Dios la enviaba para que fuese legable y transmisible, y así la administraron los Apóstoles. ¿Y de qué medio se valían? No de la voz ni de la mirada, sino de las manos. Al abatirse sus manos semidivinas sobre la cabeza humillada de un neófito, infundían en él el Espíritu Santo, que muy luego solía manifestarse con raras y maravillantes atribuciones, como el don de lenguas, por ejemplo. El filósofo francés Fontenelle acostumbraba decir, enseñando el puño cerrado: «Le tengo lleno de verdades.» Y no le abría; y si le abrió alguna vez, no sabemos que se escaparan de él verdades de mucha transcendencia. Los Apóstoles eran más generosos, como suelen se los poderosos verdaderos. Tenían siempre las manos llenas de gracia divina y la derramaban sin regateo sobre las frentes menesterosas. Algo así—salvada reverentemente la diferencia—como los sabios que hoy curan ciertas enfermedades con pases magnéticos. Sólo que aquello era medicina del alma. Y hoy mismo, los sacerdotes, desde el Sumo Sacerdote de Roma hasta el más pobre cura de aldea, bendicen con la mano, y con la ano transmiten la Gracia. ¡Todos, aun los más reacios y empedernidos pecadores, recordamos con emoción cómo alguna vez nos dio paz y alegría una de esas manos que no había de tendérsenos después en demanda del precio! Y a los pies, ¿por qué mirarlos como el vehículo del pobre, asenderado, descuidado y con frecuencia maltrecho? En tal desdén se los tiene, que cuando se dice: «¡Bonito pie!», sólo se ha querido decir: «¡Bonito zapato!» No hay ultraje de que se libren ni molestia que se les ahorre. Algunos seres racionales hasta los usan para cocear. Pues si una santa mujer enjugó la faz de Cristo, otra santa mujer le ungió los pies llagados y polvorosos y se los secó con sus cabellos. En el áspero caminar por la vida, ¡cuánto nos sirven y nos protegen! ¡De cuántos malos pasos nos libran en la obscuridad plagada de asechanzas! ¡Cómo se identifican con nuestra ansia o nuestro temor, ágiles o desfallecidos, a la medida de nuestro mandato!

Page 58: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

58

Persistió en España hasta hace poco una conmovedora costumbre que, una vez al año, enaltecía a los pies: el Lavatorio de Palacio, que se hacía con cierta realidad. Poco a poco va borrándose del ceremonial de Semana Santa, o desnaturalizándose. Lavar los pies al pobre no es obra de caridad, como aquí se viene entendiendo. No es donación ni rendimiento del poderoso al mísero, ni prueba de humildad, ni sacrificio. También se llama caridad a la limosna, que no es un símbolo o simulacro de restitución debida. El Lavatorio es simplemente un acto de fraternidad cristiana. Franz de Champagny lo describe así al hablar de las venerables costumbres de la cristiandad primitiva: «Un extranjero llega de noche a un hogar cristiano. Es pobre, desconocido. Saca de debajo de su capa un viejo papiro con el sello de otro pobre a quien los cristianos llaman el obispo de tal o cual ciudad. Hay veces que no llevan nada, porque las cartas, los sellos, todo, ha sido falsificado por los herejes. Se le reconoce por la consigna. Levántase la familia y se lavan los pies polvorientos del extranjero.» Es lo que San Pablo decía «lavar los pies de los santos.» Fijaos bien y no hagáis mohines, lindos mohines, por cierto, madamas y madamiselas: Antes de brindarle cena y proporcionarle abrigo, se le lavaban los pies al extranjero, y se le lavaban de verdad; ¡pobres y buenos amables pies que le habían traído de noche, quizás con frío y lluvia, por desnudos arenales y sendas guijarrosas, al refugio de los hermanos! ¡Manos y pies, silenciosos e irresponsables servidores nuestros! Mirémoslos con cariño y hasta con veneración. No los visitamos, como al criado mercenario, con libreas ostentosas, pregoneras de nuestra vanidad. Pulamos su piel y conservemos su vida, porque son hermanos menores o hijos pequeños. Sin nuestra voluntad y nuestro amor, los pies serían cojos, las manos serían mancas; las manos y los pies serían ciegos. Y aunque no fuese más que por mandarlo la Religión, siquiera en estos días...

Page 59: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

59

LAS IDEAS (1920)

EL anciano ejecutor de la justicia de H**, humilde, bella y candorosa ciudad, con más árboles que casas y más casas que vecinos, vuelve de su habitual paseo a la hora de comer. Trae el ánimo sereno y alegre, y el cuerpo tranquilo. Ha paseado por el parque, iluminado y caldeado por un sol de precoz primavera. Ha echado pan a los cisnes y a los peces del estanque; se ha sentado en un ancho banco de piedra, bruñido por muchas generaciones de paseantes, en un espacioso y sombrío oquedal que allí llaman «la plazoleta», donde las niñeras cantan y juegan al corro, mientras los pequeñuelos, ceñudos y graves, como todos los varones de H**, las oyen y las miran chupándose el dedo o arrancándose concienzudamente los botones del gabán. Ha intentado leer el periódico de la localidad, que habla principalmente de los sucesos de Rusia, con un galimatías de nombres estropeados por el telégrafo que no hay quien lo descifre. Ha dejado caer displicentemente el periódico sobre las rodillas, ha echado la cabeza atrás, y así ha permanecido un buen rato, no se sabe si sumido en meditaciones o contemplando el caprichoso dibujo del laberinto de ramas cobrizas sobre el cielo de intenso azul. Luego, como hemos dicho, ha regresado a su hogar, donde ya le tiene listo el cocido y puesta la mesa su ayudante, un viejo, tan viejo como él, que, sin embargo, espera sucederle, y mientras tanto le sirve como un criado, así en la vida privada como en los ásperos y difíciles menesteres de la profesión.

Page 60: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

60

Sobre la mesa, y junto al plato, hay una carta, cuyo sobre gris azulado se destaca del blanco mantel. El ejecutor de la justicia de H** no suele recibir cartas, no tiene quién le escriba. Si le queda familia, lo ignora, y además no le interesa. Amigos, no los ha conocido nunca, ni en los tiempos en que sólo era médico de partido. Sus convecinos no le saludan siquiera. Una carta es todavía para algunos españoles lo que un telegrama para casi todos: cosa insólita que no traerá nada bueno; un grito confuso, misterioso, lejano, de origen desconocido, que viene a romper el silencio y la soledad del hogar; una intención oculta, una desdicha embozada, a la vez que un secreto tentador. Nuestro hombre coge el sobre con las yemas de los dedos, le mira, le revuelve frunciendo los labios con escepticismo y arrugando el entrecejo con temor, y vuelve a dejarlo. Se pone a comer la sopa, y su mirada, sin quererlo, va del plato al sobre y del sobre al plato con un inquieto vaivén. ¿Quién le escribirá? ¿Qué habrá allí dentro? Es más fácil leer que adivinar; pero todos los hombres, incluso los ejecutores de la justicia, gustan de amar el misterio antes de violarlo. El sobre trae un sello de Correos, donde se lee en letras tan negras, que parecen de relieve, el nombre de la gran ciudad de Z**. El no conoce allí a nadie. Ni de allí ni de ningún otro sitio tiene nada que esperar ni que temer. Por fin lee la carta. No vibra un músculo de su rostro ni tiembla su mano. Debe de ser cosa de poco más o menos. Leámosla también por cima de su hombro. Está escrita en papel comercial, con letra firme, apretada y cursiva, de mano acostumbrada a guiar la pluma, en largas y penosas caminatas, sobre campo sin limites del papel en resmas. Y dice: «Z** a tantos de Enero de 1920. Distinguido señor: (Perdóneme si no añado «y compañero», por condescendencia con los prejuicios sociales y por respeto a su proverbial delicadeza de sentimientos.) Soy el ejecutor de la justicia de Z**, puesto superior sin duda a mis méritos, ya que se trata de Audiencia tan importante y de funcionario tan dudosamente experto. En plena juventud, pero abrumado por la cerrazón de mi horizonte, dejé la carrera de abogado, que apenas me daba de comer, y solicité la plaza de ejecutor de la justicia de Z**, que obtuve en reñido concurso y en virtud, claro está, no de mi aptitud, sino de la recomendación de un ex-ministro a quien había ayudado como pasante. De esto hace pocos años y, gracias a Dios, mis manos conservan la relativa virginidad del hombre de toga. Pude en mi anterior profesión poner a muchos hombres al borde de la sepultura, y aun dentro de ella; pero directa y mediatamente no he enviado a nadie todavía al otro mundo. Y no es que por aquí falten criminales bastantes a fatigar brazos más diestros y diligentes que los míos, sino que la piedad o la sensiblería imperan cada día con más omnipotencia sobre los jueces y las más altas personas que tienen derecho sobre ciertas vidas. Pero vamos al caso. Parece que ese mismo criterio de caridad o blandura que conserva la vida a los reos de muerte, va a aplicarse a prolongar la de los condenados por Dios a vivir en este mísero mundo. Usted, que vegeta solitario y abstraído en un villorrio plácido, acaso no sabe que ya, en España, el que no tiene es porque no pide. Con eso de que la subsistencia es cara, no hay empleaducho que no logre aumentos y gabelas ni obrero que no gaste gabán. Y yo me he dicho: Puesto que la lluvia de justicias y mercedes viene de lo alto, ¿por qué no ha de alcanzarnos a nosotros como a los demás? Unámonos, sindiquémonos si fuere necesario, y reclamemos un aumento de sueldo que allane el escabroso camino de nuestra vida y amortigüe un poco esta amargura indecible que acompaña a nuestra posición social.

Page 61: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

61

Dibujos de Penagos

Las cosas van de mal en peor. Se acercan horas de epilepsia social a las cuales seguirán inexorablemente otras muchas de camisa de fuerza. Quiero insinuar que muy pronto esta justicia humana, que ahora nos regatea cuellos, quizás nos los entregue en haces. No es que me importe el trabajo ni me asuste la molestia. Confío en no conducirme torpemente cuando suene la hora de mi ministerio. Pero el Estado, que delega en nosotros una de sus funciones más augustas, no debe olvidarnos o repudiarnos como la ingrata sociedad que nos desprecia, tal vez porque es demasiado cobarde para estimarnos. Esperando, señor y amigo, su aquiescencia, etcétera.» El ejecutor de la justicia de H** tiró la carta desdeñosamente, como si fuese la circular de un fabricante de géneros de punto o un manifiesto electoral. Despachó su abundante ración de tiernos y dorados garbanzos, presididos por una robusta y sangrienta longaniza; paladeó el café, sorbió poquito a poco una fragante copa de cazalla, encendió un cigarro y se puso a escribir muy despacito, como quien dibuja las letras, no como quien piensa las palabras. A veces se le caía la ceniza sobre la escritura fresca, y la sacudía de un negligente papirotazo que se llevaba la ceniza y un par de frases a la vez. Pero no cambió de postura, ni el cigarro se le apagó, ni tuvo que levantarse a dar un paseito por la habitación, como les sucede a los profesionales de la pluma, que a veces andan por su despacho cazando ideas, con el mismo desasosiego y el mismo sobresalto de actitudes que si cazaran moscas dañinas. Se veía que su pensamiento era un chorro claro y permanente, que caía del cerebro y salía por los puntos de la pluma. Y escribió lo que sigue:

Page 62: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

62

«H**, a tantos de Enero de 1920. Distinguido compañero: (Le llamo compañero a pesar de que es usted un novicio a prueba, según su confesión.) Lo único que me ha impresionado de su carta es eso de la epilepsia social que, en opinión de usted, nos va a dar mucho trabajo. Lo de la mejoría de sueldo no me importa. Gano lo suficiente, voy a vivir muy poco, y en esta ciudad que usted llama villorrio, no sé con qué motivo, se come bastante y bien por poco dinero. No tengo vicios costosos ni virtudes caras, y, por lo tanto me hallo a gusto. He ejercido mi ministerio muchas veces. He administrado la muerte a casi tantos hombres como años llevo de profesión. He cumplido mi deber sin reparos ni remordimientos, como un brazo que soy, en comunicación, sin duda, con la cabeza, pero tan lejos de ella, que nunca he sentido sus dolores ni sus alegrías. Muchas condenas me han dado que hacer, y me han defraudado no pocos indultos que a mí me parecían inconvenientes. Hace años que mis instrumentos tienen herrumbre y mi mano pereza. No sale un cuello digno de mí. Pensaba, pues, retirarme a criar gallinas en mi corral, plantar lechugas en mi huerta y leer novelas en mi alcoba. Ahora lo haré con mayor razón y con más prisa. Yo soy, señor mío, un hombre avanzado. No apretaré ningún gaznate por donde hayan salido gritos de libertad. Me parecería que ahorcaba mi propio pensamiento. Ejecutor de la justicia, sí; estrangulador de ideas, nunca. No cuente usted, pues, conmigo, para su sindicato.» Ya con la pluma en la mano, el ejecutor de la justicia de H** escribió otra carta presentando su dimisión, fundada en escrúpulos de conciencia. Su ayudante retiró los manteles, y con los ojos centelleantes de júbilo, suscribió una instancia en solicitud de la plaza vacante y una carta al ejecutor de la justicia de Z** adhiriéndose a la petición de mejoras.

Page 63: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

63

LOS CENTENARIOS (1920)

Dibujo de Matania HACE poco murió un hombre de ciento treinta años, el cual había asistido a acontecimientos históricos de esos que se aparecen a los ojos de nuestra imaginación envueltos en borrosidades lejanas. «Recuerdo—creo que decía—la batalla de Waterlóo...» Quieto y firme en la orilla, había visto varias veces el flujo y el reflujo del mar humano, como el que mira venir y tornar los arcaduces de la noria. ¿Murió este hombre como se suele morir, o es que al soplo de una ráfaga violenta se deshizo en polvo? Los hombres, desde que entran en la penumbra de la muerte, ¿no van ya muertos dentro de sí mismos? Yo he preguntado a amigos y amigas:—¿Querríais vivir tanto? Casi todos me han dicho que sí: unos por miedo de la muerte; otros, por glotonería de la vida; los más, por sumisión a la rutina, por no cambiar de postura. A mí me espanta una vejez dilatada, igual que me abruma un camino interminable. Caminar para llegar; vivir para morir. Esto es lo bueno, y, sobre todo, lo tolerable. Por una vez sí me gustaría verme rodeado de centenarios, como en uno de esos bosques muertos, cuyos troncos carcomidos ya no tienen hojas, como si hubiese pasado sobre ellos un viento asolador.

Page 64: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

64

Los centenarios son eso: troncos secos, libros viejos, pomos exhaustos. Hablar con un anciano que casi no ve, ni casi oye, ni casi recuerda, es como interrogar al pétalo seco hallado entre las hojas de un devocionario; como destapar el frasco de perfume que agotó la abuela; como preguntar al peregrino que llega cansado y consumido de esos países remotos por cuyos cielos ha volado nuestro pensamiento muchas veces. No hay savia en la hoja, ni fragancia en el pomo, ni emoción en la voz del peregrino. Hemos de infundirles nuestra propia alma, trémula y ansiosa para soñar en ellos algo que no existe; como si al mirarnos al espejo no buscamos en el espejo nuestra imagen, sino en nuestras mismas pupilas reflejadas en él. Las palabras de los viejos alivian y refrescan el corazón. Las palabras de los viejos muy viejos, de los viejos seculares, la ensombrecen y la hielan. Caen sobre él lentas, temblantes y esfumadas, como las horas nocturnas del lejano reloj en los oídos del enfermo insomne. ¡Y ese grotesco horror de la impotente avidez de vivir más! ¡El querer seguir siendo viejo, ciego, sordo, telarañoso, balbuciente, desdentado! ¡El necio espantarse de un breve agujero tenebroso como la tumba cuando ya la vida no puede ser sino tránsito de un túnel a otro, y a otro, y a otro, y al mar insondable de la sombra! ¡La abdicación, la humillación, la indignidad irredimible de querer seguir siendo residuo de los demás y reflejo de sí mismo! La luz que salió de una estrella hace cien años y llega hoy a nuestros ojos, es bella porque no sabe que es luz, ni de dónde viene. Las ruinas tienen la grandeza de su impasibilidad. Nos sobrecogen y nos inspiran porque son insensibles y mudas. Si aun alentasen, decrépitos, los hombres que vivieron entre ellas, las harían aborrecibles. Viva la juventud—exclamaba Lamartine, hablando de Musset—, pero con tal que no dure toda la vida. Viva la vejez, con tal que no se sobreviva a sí misma.

Page 65: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

65

DIVAGACIONES DE ESTÍO EJERCICIOS DE MEDITACIÓN

(1920)

Dibujo de Echea

SENTADO en una ancha roca cercada de olas férvidas, me he consagrado a la meditación. Hay meditadores de oficio. Yo, desgraciadamente, no lo soy. Os lo advierto por si mi meditación resulta defectuosa o poco profunda. Cuando se medita bien, con talento y con método, se debe llegar a la entraña de las cosas. Pero yo he conocido meditadores que, si bien llegaban siempre a la entraña de las cosas, sabían quedarse en ella. Luego oía uno sus revelaciones sin entenderlas bien, como se oye la voz del que habla desde el fondo de un pozo. Salvando reverentemente las distancias, hay pensadores comparables con esos chiquillos marinos que os gritan; «¡Écheme dinero al agua y me verá sacarlo!» Por el gusto de verlos nadar a maravilla, tiráis al agua una moneda envuelta en un papel. Saltan como delfines, se zambullen, bucean, llegan al fondo, lo escarban y levantan una nube de cieno. Han llegado al fondo, en efecto; lo podéis ver a través de la clara cortina verde de las aguas: han llegado al fondo y le han removido, pero la moneda no aparece.

Page 66: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

66

Hay pensadores, repito, que se sumergen hasta lo más hondo, levantan el cieno y rebuscan la verdad. Pero el propio cieno les impide ver la verdad y, a veces, nos impide verlos a ellos mismos. Como yo no soy meditador de oficio, ni sé meditar casi, sólo os brindo la espuma de mi pensamiento, como el mar os brinda sus olas, que son la espuma de su frivolidad. El objeto de mi meditación es feo y humilde: una bestezuela conchuda y patuda, de andares torvos y mirar desparramado; en castellano, un cangrejo de mar; en andaluz, un cámbaro; en vasco, un carramarro. Cuanto yo diga de él vale para su familia, numerosa y variada: el ástaco, o cangrejo de río; la langosta, el langostino, la cochinilla, el camarón y muchos más. Y si he de hablaros con franqueza, cuando parece que medito sobre el carramarro, en quien pienso realmente es en el ástaco. ¿Por qué esto? Porque he nacido tierra adentro, donde los cangrejos son alargados y no redondos, tienen cola y viven en los ríos. Es la fuerza de la costumbre o la influencia del primer ambiente en que uno respiro y comió paella: si se quiere dar a este fenómeno un nombre más conmovedor, diré que es patriotismo. A un amigo de Enrique Heine le encargaron que pintase, para una muestra, un ángel de oro.—Es inútil—contestó—que me encarguéis un ángel de oro. Tengo tan arraigado el hábito de pintar leones encarnados, que aunque quiera pintar un ángel de oro, ya veréis cómo es un león encarnado lo que me sale.—No hay que establecer inmerecido parentesco intelectual entre este artista, víctima de un prejuicio, de un hábito o de una obsesión, con aquel otro que, al poner el pincel en el lienzo, no sabía a punto fijo si le resultaría un San Antón o una Purísima. Para este desgraciado, las barbas, cosa adjetiva y deleznable, tenían importancia absoluta. El amigo de Heine sabía que un león encarnado nunca podrá pasar por un ángel de oro, así se le pongan alas y otros atributos angelicales. Pero no divaguemos, como dicen todos los meditadores cuando están hartos de divagar. Yo veo al carramarro deslizarse a mis pies, en un hueco de la peña que la marea dejó rebosante. Bajo la delgada lámina de agua transparente, se mueve y corre ligero y desembarazado, como yo bajo la mole diáfana e incoercible del aire. Por ahí empiezo a fundamentar relaciones entre el hombre y el cangrejo. Y anoto una diferencia en favor del crustáceo; el hombre no puede soportar sobre su cabeza una lámina de agua del grosor de un papel, ni es capaz de asomarse a ver qué viene por cima del aire que le envuelve. En seguida hallo entre el hombre y el cangrejo otra relación, que puede ser también de diferencia y puede ser de semejanza; acaso depende todo de que yo la ponga barbas o deje de ponérselas: el cambio de color. Entendámonos. En vivo, hay muchos animales que, como el hombre, cambian de color: el calamar y el camaleón, entre ellos; pero este cambio significa dolor, conveniencia, miedo: una emoción cualquiera, en resumen. El calamar, además, es incongruente y estúpido. Es el único pez que se pesca sin cebo, y su nombre viene de calamarium, tintero: es el tintero de los mares, donde nadie sabe escribir. ¡Un absurdo perturbador!

Page 67: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

67

El cangrejo cambia de color, porque tiene, como el hombre, un afán suntuario de ultravida. Durante su existencia, viste severamente de negro ceniciento, y no es que en lo profundo del «centro frío» le falten tentaciones y ejemplos de fantasía indumental, sino que guarda sus galas para más alta ocasión. Un cangrejo no quiere confundirse con un pececillo de color, como, entre nosotros, un médico o un magistrado huyen de parecerse a los pisaverdes o a las cupletistas. Pero hacedle morir y echadle en esas calderas de Pedro Botero que nuestros cocineros llaman simplemente ollas de agua hirviendo, y veréis cómo se despoja de su levita negra y se viste una magnífica casaca de púrpura. Ha llegado la hora de su suprema dignidad. Entre este carramarro, tal como yo lo veo, y el mismo carramarro que mañana devorarán los cervezófilos de la plaza de Santa Ana, hay algo más que una grosera manipulación culinaria: hay, si bien se mira, todo un proceso psicológico. Escarbar en una cazuela de arroz con cangrejos es lo mismo que remover un camposanto, si fuésemos capaces de tal desaprensión y tamaña irreverencia. A los hombres que en vida fueron sencillos y modestos en el vestir, los encontraríamos disfrazados con brillantes uniformes, bandas y cruces. Diderot, que era pobre y austero como buen filósofo, se puso muy turbado y triste cuando un admirador, queriendo engalanarle, le regaló una bata escarlata. Escribió un artículo lleno de congoja. Aquella bata le parecía la mortaja de sus ideas. El cangrejo no acepta regalos semejantes, que puedan disminuirle. Tiene su bata escarlata, pero la guarda para presentarse ante el hombre que se le va a comer. Entre los hombres, no recuerdo sino un caso de abnegación comparable: el de los gladiadores, que buscaban la postura más bella para caer; pero lo que en el gladiador era un alarde postrero, en el cangrejo es un prurito de buen gusto y una demostración de aristocrática altanería. Tanto, que yo propondría, en honor de los cangrejos, un nuevo modo de servirlos, en lugar de esa acostumbrada presentación promiscua que los infama. En el comedor, profusamente iluminado, entrarían uno a uno, pasando bajo los suntuosos cortinajes y a los acordes de una orquesta. La luz rutilaría sobre sus casacas granas, y ellos irían colocándose en los platos de las damas más bellas en actitud de galante rendimiento. El hombre no me hará caso; el hombre, que iguala al cangrejo en lo peor que el cangrejo tiene, en no saber alimentarse más que de cadáveres, no hará a mi bestezuela esa honra póstuma. El hombre es capaz de deleitarse con los tziganes, cangrejos a sueldo, cangrejos de circunstancias, y no sabe admirar a un cangrejo legítimo que, para entregarse a él, se envuelve, como César, en su toga, convertida en sudario.

Page 68: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

68

MIRAR Y VER - OÍR Y ESCUCHAR (1920)

ENTRE mirar y ver hay la misma diferencia que entre oír y escuchar. Todos los animales, salvo los ciegos y sordos, ven y oyen. Sólo los animales inteligentes escuchan y miran. Ver y oír son funciones puramente mecánicas. En el mirar y en el escuchar hay una función cerebral deliberada, y muchas veces llena de complicaciones. Como que es frecuente en los animales pensantes mirar con los oídos y escuchar con los ojos. Una viuda sorda hacía labor mientras su hija hablaba con el novio, y solía exclamar: «¡Cuidado con lo que se dice! ¡Os estoy oyendo con el rabillo del ojo!» A ser ciega, podría haber dicho con igual perspicacia: «¡Ojo, que os estoy viendo con el oído!» Linceo, el argonauta de vista buída y esclareciente, no era tal vez el que mejor veía, sino el que mejor sabía mirar. Yo prefiero adivinar en él un símbolo, antes que una perfección física vulgar, de que disfrutan casi todas las bestias que no lloran ni leen. Ahora decimos «ojos de lince», y la Academia lo atribuye a la extraordinaria penetración de la mirada de esa fiera. Pese a la Academia, mejor sería decir «ojos de Linceo». De ahí debe de venir la frase, frase inquietante y sugeridora.

Page 69: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

69

Y si no viene de ahí, los hombres debemos desecharla. En el ver clara y distinta la lejanía se igualan el lince y el águila, el marino y el labriego, que ven aunque no miren. Hay ojos-flechas, como hay ojos-lagos y ojos-sumideros. Los ojos estáticos del místico; los ojos anegados del amante; los ojos succionantes del lascivo; los ojos «claros y serenos» de las vírgenes; los ojos opacos del beodo; esos ojos pasivos que son como charcos por donde pasan las nubes, como mares por donde resbalan las olas, como conciencias quietas donde no subleva espuma el viento de los pecados…, esos ojos todo lo ven, pero no han mirado nunca. Ojos que no han oído, junto a orejas que no miraron jamás. El salmista lo dijo: «Tienen ojos y no ven; tienen orejas y no oyen; boca, y no hablan; manos, y no tocan.» Y Cristo solía advertir: «Quien tenga oídos, oiga.» Ya sabía Él que no todos los oídos saben escuchar, aunque sean todos capaces de oír. Cuando los ojos saben mirar, poco importa la torpeza del oído; mirad atentamente, inteligentemente, y oiréis mejor. Mirad a través de vuestro espíritu, si está limpio y claro como una lente, y se os revelarán las cosas invisibles e inaudibles. La niebla espiritual enturbia los sentidos. Un tumulto de corazón nos priva de ver; un deslumbramiento interno no nos deja oír. Antes de mirar o escuchar, hay que dejar que un viento fuerte y rápido limpie la atmósfera del alma. Todos los animales, en la hora del celo, cantan a su modo. El poeta, en permanente celo psíquico, canta también, y suele cantar los ojos de su amada. Sólo los poetas reflexivos cantan la mirada y no los ojos. La mayoría de los ojos de mujer no son, sin embargo, sino lindas gemas que tiñe la luz del cielo. Rebuscad por las playas durante la bajamar, y hallaréis muchos ojos de mujer más bellos que los vivos y que, cual los vivos, no saben mirar. Los poetas no los cantan; pero los niños, que son poetas, los buscan y los aman, preparándose ya para amar símbolos perturbadores. En las entrañas de la tierra hay azabaches, esmeraldas, zafiros y carbunclos como ojos humanos, que no saben brillar hasta que los miran otros ojos. Habrá asimismo oídos que no saben escuchar. Cuando la tierra ruge profundamente, ruge para que ellos la oigan, para que oigan algo y se den cuenta de que son oídos. Hay hombres así, que no saben si ven, no saben si oyen y no saben que tienen corazón hasta que se llaman fuertemente a él o se lo encuentran un día descerrajado. Pero tampoco hay que mirar más allá de lo sensible ni obstinarse en oír las armonías siderales. Esto es para los delirantes y los sabios, y conviene que de ambas especies no haya en el mundo sino un reducido número de ejemplares. Se nos ha dado vista y oído suficientes para llenar el almacén de nuestro cerebro de primeras materias elaborables y transformables. Un exceso de acumulación haría estallar el almacén. Todos los cerebros rotos han visto u oído, siquiera durante un instante, más de lo necesario y mucho más de lo prudente.

Page 70: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

70

EL RETRATO (1921)

Dibujos de Echea

GUARDO en mi casa un gran retrato de hombre, tan viejo y descolorido, que todo el mundo me pregunta al verle: —Pero esto, ¿qué es? Es curioso que le guste a usted conservar tan sucio jeroglífico. Sí que parece raro, pero cada cual tiene sus extravagancias. Además, la imagen que debía verse en ese lienzo, es la de cierto antepasado mío, que fue filántropo. De que fue filántropo, no hay duda: todavía hay gentes vivas que pueden atestiguarlo. Pero también los filántropos y su memoria están sujetos a enjuiciamiento. En la misma familia hay diferentes versiones, y no todas favorables, sobre el antepasado y su filantropía. Hay parientes que le tienen por un bandolero arrepentido, y parientes que le tienen por un bandolero sin arrepentir. Probablemente, en esta excesiva severidad influyen dos cosas: una, el retrato, porque un retrato así irrita, verdaderamente, a cualquiera que sea un poco bilioso; un traje negro que se esfuma en las tinieblas del fondo para no revelar su hechura ni su clase, y un rostro que se ha cubierto con una máscara de mugre, no pueden inspirar buenas ideas. La otra cosa es que el antepasado murió sin blanca. Temeroso, tal vez, de que sus descendientes no fuesen tan filántropos como él, los dejó a la luna de Valencia. Yo creo que un filántropo no está obligado a amar a todos los hombres en absoluto, incluso a los parientes. El caso es que él empleó su fortuna y sus muchas horas de ocio en hacer el bien tal como él lo entendía: por medio de obras de caridad y beneficencia.

Page 71: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

71

En un pueblucho donde poseía alguna hacienda, emprendió una obra de carácter social que le ha sobrevivido y marcha prósperamente; compró una fábrica y se la regaló a los obreros, que siguen explotándola por su cuenta. Por cierto que el meterse a hombre de más allá de su tiempo, le costó graves disgustos, que Dios, sin duda, le habrá tomado en descargo. Reconocidos los obreros, mandaron pintar su retrato, y para tenerle siempre a la vista y constantemente envuelto en el incienso espiritual de su gratitud, le colocaron en la nave principal. Hasta creo que adoptaron la bella costumbre de despedirse de la efigie todas las tardes, al cesar en la labor. Gorra en mano, iban desfilando ante ella y diciendo en tono de oración: —Muchas gracias, don Fulano, por el pan de mañana. Pero ahí no había sólo incienso espiritual. Había también humo negro y espeso. Los obreros salían a la calle con el rostro tiznado, y se lavaban. Don Fulano no salía a la calle, ni se lavaba. Y como la transformación era lenta, nadie notaba que mi antepasado iba cambiando de color y hasta de expresión, o mejor dicho, que iba quedándose sin expresión, como si fuese envolviéndose en velos obscuros, más densos cada día. Transcurrieron los años, y la fundación de mi pariente fue pasando a manos de los hijos y de los nietos de sus primeros poseedores. Se extinguió la costumbre de agradecer, gorra en mano, a don Fulano, el pan de cada día, y también la gratitud fue enfriándose, decolorándose, convirtiéndose, de efusión cordial, en cosa formularia y fría, como esas flores secas que a veces hallamos en los libros viejos de nuestra biblioteca y sólo sirven para recordarnos que en nuestra familia hubo delicadas manos femeninas, El pueblo entró en las corrientes modernas y tuvo Ayuntamientos republicano socialistas, sindicatos y oradores de mitin. Todo esto favorecía a mi antepasado y refrescaba su memoria. Así vino a surgir la idea de rendirle un homenaje que sirviese para avergonzar al capitalismo egoísta y esterilizador.

Page 72: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

72

La fiesta había de celebrarse en el teatro del pueblo, pero faltaba algo esencial: un retrato de don Fulano, que, envuelto en guirnaldas y terciopelos rojos, la presidiese desde el escenario. Con el de la fábrica no se podía contar: aquello era un borrón; y como a todos los oradores se les había de ocurrir, de fijo, exclamar arrebatados: «Este hombre que aquí veis, de noble fisonomía, etc.», o cosas por el estilo, la gente se iba a reír, porque aquella noble fisonomía bien la de un negro con antifaz. El secretario municipal, hombre ducho en hacer pasar gato por liebre, encontró la solución. En el desván del Ayuntamiento estaba todavía el retrato del cacique derrotado últimamente. Era un lienzo muy grande y muy decorativo y venía pintiparado, porque nadie en el pueblo recordaba ya las facciones de don Fulano, ni tenía noticia de ellas. «Además—decía el secretario—se trata más bien de un símbolo.» El símbolo fue desempolvado y conducido con todos los honores al lugar de la ceremonia. Yo la presencié sin darme a conocer, es claro, para evitar que como descendiente del grande hombre, descargaran sobre mis hombros, tan débiles como indignos, una parte de su gratitud y de sus discursos; y todavía no he salido del asombro que me embargó al ver que usurpaba el puesto de don Fulano un jaque vestido de gentilhombre, con patillas largas y un puro en la mano; ni se me había acabado la gana de reír que me entraba cada vez, que los oradores, muy serios, e inocentes de la superchería, se dirigían a aquel adefesio, ensalzando su filantropía, su ciudadanía y su amor al progreso. Al día siguiente reclamé el retrato hollinoso, y me lo traje a casa. Yo ignoro sí mi antepasado fue tan bueno o tan malo como dicen los parientes; pero sé que no merecía una pena tan grande. Después he sabido que en la nave de la fábrica le ha reemplazado el retrato del cacique. Los obreros no querían, pero el secretario los convenció fácilmente como habría convencido a cualquiera, diciéndoles: —¡Dentro de un año estará lo mismo que el otro!

Page 73: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

73

EL HORROR DE DORMIR (1921)

CUANDO niños, se nos dice que el lecho es el teatro de las sábanas blancas, y nos acostumbran a llamar al sueño Fernandito. ¿Para qué han inventado los hombres las imágenes risueñas, sino para revestirse de valor frente a las cosas temibles? Instintivamente, los niños tiemblan ante la cuna, porque allí está la soledad, y ante el sueño, que puebla su imaginación de fríos fantasmas. Dormir, para ellos, es caer en el desamparo. Su instinto les aconseja bien. Seducidos por sus padres, o más bien anestesiados por la costumbre, van poco a poco perdiendo el temor. Hombres ya, y doloridos, no sólo han perdido el temor primero, el temor natural, sino que piensan con placer en la hora del sueño, que es descanso y reparación y olvido. Y es más aún, y ahí está su hechizo menos gustado: es igualdad. Dormidos, no hay diferencia entre el soberbio y el acongojado. El sueño hace palpable lo imposible. Es falaz. Si queréis vivir siempre alerta y que no pase la vida por vosotros como la luz por el cristal, sin dejaros claridad no calor, desconfiad del sueño; rechazadle como hábito; deslindad lo que hay en él de hábito y de necesidad imperiosa; colocaos frente a él como adversarios vencidos, pero no le recibáis como amigos leales. Acostaos todas las noches como quien hace una cosa nueva que no ha hecho nunca; como quien emprende un viaje a lo desconocido o se ve ante un problema amenazador. El espíritu se para sobrecogido al borde de los problemas como el cuerpo al borde de los abismos. Tan temeroso es decir ¿qué habrá en lo hondo de esta sima?, como ¿qué habrá en el fondo de esta duda? Al tendernos en el lecho realizamos una acción que sería heroica si no fuese inevitable; que sería un magnífico encabritamiento del espíritu si no fuese un mortal desmayo de la voluntad. Sumergirse en el sueño es lanzarse a un precipicio colmado de tinieblas. Cuando soñáis que vuestro cuerpo cae como una piedra en obscuras profundidades insondables es cuando el sueño os habla con su propia voz. Hay otra ocasión en que el sueño no es hipócrita: cuando le esperáis en el campo. En los dormitorios tibios y sin luz, entre los lienzos limpios y suaves, os sorprende y os engaña. Os acaricia los párpados con sus dedos impalpables, dedos de sombra; os habla con voz fingida, voz de máscara, alucinante y misteriosa; oprime dulcemente vuestro corazón, como si se hubieses apoyado sobre él la cabeza de una mujer amada. Pero tendeos en el campo, cara al cielo, envueltos en el fulgor funeral de la luna, asaeteados por las miradas rehilantes de las estrellas, mecidos por la lenta y profunda palpitación terrestre. El sueño es entonces «la imagen espantosa de la Muerte»; se os revela como una emboscada tal vez irremediable; como un zarpazo en las tinieblas.

Page 74: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

74

A las primeras luces del día, el enfermo despierta y suspira, con un suspiro que conmueve todas sus entrañas: «¡Aún vivo!...» El sueño huye despechado, disimulando el último temblor de la avidez en sus garras del terciopelo. A la primera luz del día, el hombre fuerte se incorpora feliz como quien acaba de esquivar un peligro. Antes que los resplandores del sol, le iluminan los ojos los resplandores del espíritu, liberado al fin. La luz de dentro y la luz de afuera se juntan en sus pupilas y cantan en ellas el cotidiano himno del dichoso vivir. Pero el sueño sonríe. Sabe que volverá a triunfar. Y sabe que la vida no puede vencerle nunca y que, al final de cuentas, habrá dejado entre sus manos un precioso botín. Cuando creemos haber vivido sesenta años no hemos vivido, en realidad, sino cuarenta. ¡Veinte años entregados al sueño! Horrenda usura… Y, al fin, morir; caer en el sueño para siempre. Dios es enemigo del sueño, porque cuando Dios alumbró en nosotros la conciencia, el sueño quiso anularla periódicamente y lo consiguió. Y después de haberlo conseguido, enajenado por el orgullo, aún quiso hacer más, y se dio a violar y descifrar la subconsciencia, un arcano que Dios creara en el alma del hombre para ir depositando en él secretos que sólo la Muerte podría revelar y sacar a luz lejos del mundo, en los divinos laboratorios. Cuando dormimos, la subconsciencia, excitada por el sueño, habla; habla con un lenguaje de palabras torpes, de sensaciones confusas, de imágenes monstruosas, de ideas inconexas. Es que el sueño, en su incurable vanidad, se ha puesto a revolver, con zafia mano, las más secretas y puras reconditeces de nuestro espíritu. Allí están, sin duda, los materiales con que Dios hará un día nuestra frase definitiva; pero el sueño no sabe ordenarlos y obra a la manera de un niño inexperto que juntase a capricho las letras de una caja tipográfica. Dios es enemigo del sueño. Ha establecido una guardia contra él. Siempre hay un hemisferio alumbrado por el sol. Media Humanidad vela el dormir de la otra media. Hay dos cosas perennes: la luz del sol, ahuyentadora del sueño, y el fuego espiritual de los hombres alumbrados por el sol; fuego de ara, sagrada hoguera en que se rinde sin tregua a la Vida el sacrificio de las horas vibrantes, horas de amor o de dolor, nunca horas de letargo sombrío y estéril. Los jóvenes no deberían dormir. El sueño es refugio de hombres desalentados, de almas fugitivas. Dormir es consumirse en una hoguera de llamas frías. En realidad, todas las noches morimos y todas las mañanas renacemos. Los primeros rayos del sol no alumbran sino un vasto Cementerio sobre el cual vuelan y danzan los ensueños de los hombres como fuegos fatuos.

Page 75: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

75

EL PATIO (1921)

EN Madrid hay ya pocos patios como este que ahora da recreo y descanso a mis ojos. Pertenece a una antigua casa señorial—antigua de poco más de un siglo—; una casona de espesos muros, de espaciosos y sombríos aposentos, majestuosa, callada y sencilla como un viejo hidalgo. El día menos pensado caerá para dejar el sitio a una de estas moradas ultramodernas, pretenciosas, retumbantes, emperifolladas de horribles molduras de hormigón, pobladas como una ciudad, gárrulas como una pajarera. El patio es anchuroso y apacible. Nunca le ha visitado un rayo de sol, ni han llegado a él más ruidos que las voces familiares. Tiene árboles que jamás han dado sombra ni fruto: tres humildes fresnos muy viejos y muy tristes, a pesar de sus hojas barnizadas de un verde lustroso, siempre frescas y limpias. En el centro hay un surtidor, obstruido hace muchos años, y en cuya taza de piedra han ido echando los vecinos circunstanciales cajones vacíos, juguetes inservibles, alguna cacerola harta de lañas, ladrillos rotos, los mil lamentables restos del spoliarium de las cosas. Con tal grotesco embarazo se ha cegado aquel ojo de agua cristalina que miraba trémula y dulcemente al cielo, a su trocito de cielo.

Page 76: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

76

El piso es de tierra, y la hierba crece en manojillos dispersos y aborrascados; siempre está húmedo y mullido, aun en las horas abrasadoras de Agosto. Los muros son blancos, de un blanco patinoso, y por algunos crueles desgarrones enseñan el rojo ladrillo, como si fuese carne viva. No hay ventanas, sino grandes balcones asimétricos, como horadados al azar, con recias barandillas y fuertes postigos, gruesos como poternas, que, al cerrarse por la noche con golpazos secos y agrio rechinar de herrajes, llenan el patio por unos momentos de sonoridades lúgubres, y le dejan luego más aislado aún y más melancólico. Antes tenía un huésped, un mastín corpulento y hosco, que de día se paseaba gravemente, y de noche, al soñar con los lobos, se removía colérico y hacía sonar su cadena. Algunas veces se llenaba de niños, bulliciosos y chiantes como un jabardillo de vencejos. Por Pascuas, le invadía una abigarrada población de gallinas, pavos, gansos y algún corderillo. Entonces solían asomarse a los balcones las doncellas, se encendía el patio en risas, llovían mendrugos y montaduras que los bichos se disputaban con gran alboroto de ladridos, balidos y cacareos. Poco a poco, la alegre fauna iba desapareciendo. La casona se la tragaba. De las habitaciones profundas, lejanas, llegaban al patio alaridos desgarradores… Al fin volvían a quedarse solos el mastín, que gruñía; el surtidor, que murmuraba su fría canción interminable, y los viejos fresnos, que movían su copa con cierto aire solemne de dolorida experiencia… Pronto pasarás, pronto morirás, ¡oh, buen patio evocador! Sin que tú lo sepas, la ciudad se ha dilatado, se ha henchido, se ha vuelto loca de ganas de vivir de prisa. Porque fuera de esos muros que te guardan del sol y del ruido, que por no turbarte ni siquiera se estremecen cuando la misma tierra tiembla, hay una bestia bramadora y trepidante, que se llama «la ciudad», y que devora uno tras otro a todos los patios callados, apacibles e inofensivos como tú, y aun a los hombres que tienen el alma ingenua, tranquila y sombreada como viejos patios. Llegará un día en que los hombres se horroricen de haber vivido en ciudades como mundos y en casas como ciudades; en el hacinamiento, en la promiscuidad, en el estrépito, revolcándose entre sus propios detritos; respirando su propio aliento, con una tira estrecha de cielo azul sobre la cabeza y otra tira de pedruscos hostiles bajo los pies; enloquecidos en la busca de lo inútil, divorciados de lo bello y de lo puro; profanándose, atropellándose, hiriéndose como los guijarros en una riada, como las ovejas en una huida, en perenne ansiedad del alma, en eterno espasmo del cuerpo. Pero antes, la hipertrofia de las viviendas habrá de llegar al último extremo de lo monstruoso, hasta que lo atormentador de ahora pueda pasar por candoroso y apacible. Los hombres se apiñarán en atroces jaulas babélicas, constantemente estremecidas por el fragor de los vehículos rodantes y volantes. Siempre arrebatados en máquinas veloces, conocerán el infierno del vértigo y el ruido, y la angustia espantosa de girar eternamente, entre el torbellino humano, por una órbita sin fin ni remisión. Su pobre corazón se irá rompiendo poco a poco; su pobre cerebro se irá vaciando; su pobre espíritu se irá secando. Mucho habéis de sufrir antes de que un patio como éste, con sus arbolillos enclenques, su eterna penumbra y su paz perdurable despierte en vosotros la vaga fragancia de una ilusión perdida.

Page 77: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

77

IMAGINACIONES LO INESPERADO

(1921)

“Pueblo levantino”, cuadro del pintor inglés Darsie Japp

DEJA el lecho a los primeros resplandores del alba. Tu cuerpo está fresco y ligero; tu espíritu, transparente. Báñate con delicia en la luz de la vida, como respiras el aire puro y alzas los ojos al cielo azul al salir de un túnel; que el sueño es un túnel largo y negro, lleno de peligros acechantes y misterios turbadores. Y luego, mira con serenidad y esperanza a tu paisaje interior. En tu alma también amanece, y tal vez asoman por su oriente, como vaporosas nubes de rosa y oro, unos celajes do buen presagio. ¡Un nuevo día del alma!... ¡Cómo serán sus horas? ¡Alegres y fugaces? ¡Lentas y torvas? ¡Cómo será la próxima noche de tu espíritu? ¿Luminosa y clara? ¿Tenebrosa y relampagueante? Sólo de pensarlo, parece que empieza a flotar sobre tu frente la sombra de una angustia; una sombra vaga e indefinible, que te oprime el corazón. No eres poderoso, no eres feliz, no eres inocente: conoces la humillación, conoces la amargura y el pecado... La sombra se espesa y se obscurece. El nuevo día será un nuevo combate; ni eso siquiera, sino un episodio más del combate eterno... Eso es lo que te anuncia la razón. Pero no te dejes subyugar. Por encima de la razón hay también cosas razonables. No hay colmo para el dolor, como no hay saciedad para la dicha. Los que sufren desesperanza tienen un amigo fiel: lo inesperado.

Page 78: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

78

Lo inesperado es casi siempre una ilusión; pero una ilusión eterna o inmarcesible. Y es casi siempre una ilusión, porque los hombres no saben convertirlo en realidad; en realidad incoercible, siquiera: en fantasma real de la vida interior, No basta esperar lo inesperado, porque no gusta de acudir a los pasivos ni a los desmayados. Hay que salir a su encuentro, perseguirlo y provocarlo, como hacía Don Quijote. Pero tampoco confundas el culto de lo inesperado con el amor de lo desconocido o el afán de aventuras. Lo inesperado no quiero aventureros, sino creyentes; ni el camino donde se le encuentra es el de la audacia, sino el de la inquietud. Los hombres no suelen sentir la pasión de la inquietud. Antes la temen y la repudian. Han querido trazar su vida sobre reglas fijas o indeclinables y hasta se creen hijos de sus obras, hijos de sí mismos. Se les ha imbuido que lo inesperado no existe, y lo inesperado irrumpe en su vida y se la desconcierta, para vengarse. Para las pobres amarguras humanas, tiene lo inesperado una risa de dios. Cuando voy en el tren no se me ocurre pensar en lo que llamamos descarrilamiento dentro de las normas dinámicas corrientes. Pero sí sueño que la vertiginosa mole se sustrae de pronto al rígido imperativo de los rieles, y al tomar una curva se lanza por la tangente ideal, y corre ya siempre, ávido de nuevas lejanías, en busca de una estación que vuela delante de él. Es lo inesperado, que va en pos de sí mismo. Mientras alentamos penosamente en la armadura angosta de lo regular y lo previsto, de lo razonable, lejos de nosotros se urde la invisible red de hilos de luz con que el azar ha de cazarnos en la hora menos pensada, esa divina hora en qué nos sentiremos incorpóreos e ingrávidos, arrebatados por un soplo sin rumbo, súbitamente exonerados de nuestra pobre lógica de seres uncidos. ¡Ay de ti si no empleas una parte de tu vida en sacudir las rejas y golpear los muros de tu cárcel; en arrojar nubes de sombra sobro tu estela y nubes de polvo sobre el camino que se extiende ante tu vista! Y si no puedes borrar el camino, cierra los ojos, avanza intrépido y provoca a lo inesperado con una voluntaria desorientación llena de fe. La Muerte misma, para ser más bella y más digna del hombre, se aparta en ocasiones de su frío y solemne cortejo protocolario y se nos aparece en las encrucijadas con el disfraz hechizante de lo inesperado. Y esos cometas que a veces inflaman con su cabellera de llamas el seno obscuro de la noche, son lo inesperado, que se burla con su carcajada de fuego de los hombres, de los infelices hombres obstinados en convertir con sus cálculos el Universo en un inmenso aparato de relojería. Busca, busca en el cielo de tu vida el cometa repentino que ha de destruir tus previsiones sabias, que ha de deslumbrar tus ojos y ha de llenar tu espíritu de un fervor nuevo.

Page 79: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

79

LA AVENTURA DE “ALCANZANIDOS” (1922)

Alcanzanidos vivía en su pueblo—un lugarejo de Castilla—casi de la caridad pública. Había ya pasado la triste divisoria de los cincuenta; no tenía hacienda ni oficio, y sólo cuando algún convecino requería su ayuda para un trabajo del momento lograba poseer unas monedas de cobre, que prontamente absorbía en forma de buenos tragos, como la tierra sedienta y ansiosa se bebe las lluvias de Agosto. No le llamaban Alcanzanidos porque tuviese la cruel costumbre de arrebatar a los pájaros sus crías, sino porque entre los hombres de su tierra, menudos y sarmentosos, sobresalía casi como un gigante. Y ahora conviene añadir que, a semejanza del hidalgo manchego, era «de complexión recia, seco de carnes y enjuto de rostro». Lo de la sequedad de carnes no le venía de natura. Recordaba él tiempos mejores en que tuvo los huesos mejor forrados de lo que era menester, cuando había en su alcancía buenas onzas y en su mesa blanco pan sin tasa y tajadas tiernas. «Cuerpo más agradecido que éste no lo hay—solía decir, dándose cariñosas palmadas en la tripa hueca—. Yo soy de los que engordan en un abrir y cerrar de ojos si les dan de comer bien y con sosiego. Si me veis trasijado es de pura necesidad.»

Page 80: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

80

En esto llegó al lugar un viajero chocante. Era un hombre desaliñado en el vestir, de mirada luciente y buscadora, aunque querían ensombrecerla las anchísimas alas de un desaforado chambergo, bajo el cual flotaban al viento unas melenas indisciplinadas. El desconocido se pasaba el día recorriendo los campos y husmeando por las callejas, entrando y saliendo en los figones y hasta asomándose descaradamente por las ventanas que hallaba abiertas al paso, como si buscase alguna cosa que le apremiase y le desazonase mucho. A la oración se plantaba en el camino por donde regresaban de su labor los labriegos, y les pasaba revista sin pestañear, clavando en cada uno una mirada que parecía un padrón de vecindad. «¡A la paz de Dios!», iban diciéndole, humildes y un poco atemorizados. Y él, sin soltar la pipa ríe entre los dientes, contestaba con unos gruñidos obscuros e informes. Una tarde vio a Alcanzanidos que, arrendado circunstancialmente por un labrantín, venía de la ora, y se quedó como pasmado. Mirábale entornando los ojos y poniéndose la mano sobre ellos a guisa de pantalla, y luego los abría desmesuradamente y enarcaba, con un gesto do admiración, las cejas de tal modo, que se le metían bajo el ala del sombrero. Por fin so lo oyó exclamar: «No hay duda. Este es.» Alcanzanidos, que ya empezaba a amoscarse, sintió un miedo súbito y trató de escabullirse suavemente; pero ya el forastero lo había puesto una mano en el hombro con ademán campechano y con la otra le ofrecía un duro; el duro—decía luego Alcanzanidos—más reluciente que se había visto en el pueblo desde que el nació. Acaso—tal era su penuria—le pareció también el duro más grande que se había acuñado. En seguida corrió la noticia por el pueblo. El forastero era un artista que recorría Castilla en busca de modelos para una colección de fotografías del Quijote, y había encontrado en el lugareño cincuentón su tipo principal. Alcanzanidos marchaba a la capital de la provincia contratado por tiempo indefinido, con cuatro pesetas diarias y la mantención y sin más quehacer que dejarse retratar en diferentes posturas y con diferentes trajes. Por primera vez en su vida se vio el buen hombre envidiado y hasta admirado, y aún no conocía toda su buena ventura. Cuando se vio en la capital vestido de limpio, hospedado en una fonda como los señores, con un cuarto para él solo, donde había una cama que le pareció lujosa, un aguamanil muy cuco y hasta un armario que tenía un espejo casi tan grande como él, creyó que soñaba. Jamás niño alguno disfrutó tanto con un juguete nuevo como él con cada nueva sorpresa que iba deparándole su nueva vida. Dióse, pues, a gozar sin tasa ni reserva. ¡Qué mesa, Santo Dios! Tres o cuatro platos lo ponían, todos tan apetitosos y tan abundantes, que sólo de mirarlos se hacía agua la boca. Alcanzanidos devoraba. Las mil hambres atrasadas se erguían ahora en su estómago pidiendo satisfacción, y él se la daba, claro está, con alma y vida. Si lo vieran los del pueblo, ahora se convencerían de que a buen diente no lo había ganado nadie nunca. El artista salió a nuevas rebuscas y Alcanzanidos pasó ocho días solo. Es decir, no completamente solo, porque allí estaba Sancho Panza para hacerlo compañía. Sancho comía, bebía y triunfaba como él. A Sancho no lo había matado el hambre, porque no la tenía; era cargador de la estación y ganaba su jornal; pero lo habían dado holganza, que es la cosa de sabor más rico cuando se come con pan. De echarse baúles a la espalda a ponerse ante el objetivo montado en un burro, iba diferencia.

Page 81: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

81

Dibujos de Penagos Diez días llevaba nuestro héroe de aquella dichosa vida cuando regresó el artista y se fue derecho a la fonda en busca de sus modelos. A Sancho no le hizo caso apenas; pero al ver a Alcanzanidos, se puso a hacer gestos de estupefacción, más exagerados aún que los de aquella tarde cuando se topó en el pueblo con su hombre. Y no se contentó con gesticular, sino que, acercándose a Alcanzanidos, empezó a palparle, a volverle y revolverle como si examinase una moneda falsa. Al fin rompió a hablar con una voz que temblaba de emoción y de cólera: —Pero, ¿qué demonios has hecho? —Nada, señor, nada. Que lo diga éste. Sancho no dijo nada. Contemplaba la escena con la boca abierta. El artista se tiraba de las barbas y descargaba violentas patadas en el suelo. Alcanzanidos había perdido la demacración del semblante. Tenía casi mofletes y la mirada más brillante y alegre del mundo. Había desaparecido el ligero encorvamiento que le daba la oquedad y tristeza del estómago. Bien erguido y casi echado para atrás, mostraba insolentemente un vientre poderoso. ¡¡Don Quijote había engordado!! Hubo que ponerle a régimen. Un austero condumio de vegetales y cortezas de pan substituyó a los banquetes camachescos. Pero no adelgazaba ni aun así. En realidad, le habrían hecho falta para volver a su primitivo estado otros cuantos años de hambre canina; pero es que, además, con sus cuatro pesetas se resarcía sigilosamente de la forzada sobriedad de la fonda. Hubo que enviarle al pueblo, adonde llegó tan cargado de pesadumbre como Don Quijote de su último viaje. —Si yo hubiera servido para Sancho—decía a sus convecinos—, me habrían dejado comer hasta henchirme; cuanto más gordo, mejor. Es fuerte cosa que por haber nacido para Don Quijote tenga uno que roerse los codos. Nunca supo el pobre Alcanzanidos cuánta verdad decía.

Page 82: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

82

LA TRAGEDIA DEL METRO (1924)

Dibujo de Izquierdo Durán

Sr. D. Rodolfo Viñas, Redactor-jefe de LOS CONTEMPORÁNEOS. En lugar de la novelita que le prometí, querido Viñas, y que, decididamente, no soy capaz de hacer, le envío esas cuartillas que un semiloco me entregó hace tiempo para que se las publicara en alguna parte. Como él no aspiraba a firmar, nada usurpamos con suscribirlas usted y yo; y cumplimos la voluntad, última acaso, de un pobre hombre que creía en la conveniencia de participar sus pensamientos a los otros pobres hombres. Periodista al fin, me parecen superiores a cuantas pueda urdir un literato de buena imaginación las novelas que teje la realidad. Y ésta es una, y de ella podríamos decir lo que decían de sus heroínas los novelistas de nuestra niñez: “pobre, pero honrada”. Usted verá si también la encuentra estimable. Le abraza,

FÉLIX LORENZO

Page 83: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

83

I

LAS COSAS

Me sulfuran esos hombres que todo lo quieren resolver a razonamiento limpio; no menos insensatos que esos otros que todo lo arreglan a mojicones. Para ellos no existen las aprensiones supersticiosas, y hasta se ríen de los fantasmas. No han visto, cual yo, un gato en el aire, acostado y dormido en un regazo invisible, ¡y cómo se abatían y enderezaban acompasadamente sus orejas, revelando la presión suavemente acariciadora de una mano de sombra! ¡Pobres hombres! Si se les apaga la luz de súbito cuando están leyendo, o cenando rodeados de la familia, exclaman llenos de cómica convicción: —¡Una avería! Sí, sí, avería. Tuvieran ojos capaces de atravesar la tiniebla y verían cómo se retuerce de risa el filamento de la lámpara; y si tuviesen un tímpano acostumbrado a impresionarse con las ondas del silencio oirían una alegrísima carcajada que va trepidando a lo largo del flexible hasta verterse en el contador, que palpita entonces aceleradamente, con el ritmo violento de un corazón emocionado. Todo lo quieren saber y no saben que las cosas tienen un alma diabólicamente burlona, y a veces cruel, y que los hombres vivimos sometidos a ellas como unos infelices y somos víctimas de sus caprichos y sus venganzas. ¡Y qué venganzas tan justas! Porque a nadie se le ocurre tener lástima, por ejemplo, de las suelas de sus botas, que en vano gimen doloridas o rechinan irritadas al verse todo el día en martirio y toda la noche en abandono. ¿Y el reloj? A mí se me han saltado las lágrimas muchas veces viéndole trabajar a todas horas sin descanso. ¡Tan delicado, tan débil! Y tan obediente, y tan discreto. En las noches inclementes, cuando buscamos ansiosos el tibio refugio del lecho, ¡con qué bestial insensibilidad le abandonamos sobre el mármol helado de la mesilla de noche! Y él sigue, tic-tac, tic-tac, vigilante laborioso, arrullándonos, cuidándonos, velando por nosotros, bárbaros egoístas. ¡Pobres hombres! Todo lo quieren saber y no saben por qué cruje la silla cuando se sientan, por qué se para algunas veces el reloj sin causa aparente, por qué se desprende sola la hoja del calendario o se raja, sin motivo visible, la copa del vino… Todo se lo explican por causas físicas o químicas o filosóficas… Todo se lo explican y no entienden nada los muy desventurados… ¿Mala suerte? ¡Bah! ¿Combinaciones inextricables del acaso? ¡Qué bobada! Todo depende de uno mismo, según ellos. Si me rompe una teja el cráneo, yo tengo la culpa por haber pasad debajo. Si descarrila mi tren, torpeza mía, pues pude tomar otro. ¡Majaderos! ¡Vanidosos! Únicamente les falta atribuirse la lluvia y el viento, y el vómito de los volcanes, y el rayo y el terremoto… ¡Todo a razonamiento limpio! Se atreverían a pensar que depende de su buena conducta, de su juicioso pensamiento o de su esforzada voluntad el giro de los planetas por el espacio… ¡Todo lo quieren saber y no saben nada, los míseros mentecatos!

* * *

Page 84: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

84

¿Me van a decir a mí que no hay días aciagos? ¡Como hay días felices! Días en que lo adverso y lo favorable no vienen alternativamente, sino en rachas sin solución de continuidad. Pero los días aciagos son más acusados y firmes; tienen una fisonomía inconfundible, inalterable e inexorable. Se manifiestan desde primera hora. Cuando uno abre los ojos al amanecer siente que la atmósfera tiene una gravitación y una densidad de mal agüero. Los ojos, atemorizados querrían refugiarse otra vez en el sueño, y los pulmones rechazan el aire, cargado de gérmenes dañinos, y le producen a uno atroz angustia. Yo he aprendido a adivinar o presentir esos días desde el instante en que despierto. Me tiro de la cama y no encuentro más que una zapatilla. ¿Por qué, si las dejé juntas al acostarme? La otra se la ha llevado el perro para jugar, y me la traen desgarrada y empapada en babas. O se ha ido ella sola y ha pasado la noche revolcándose debajo de los muebles, y la recobro llena de pelusa. Esas zapatillas de fieltro que llamamos “silenciosas” son las más joviales y las más indisciplinadas; son las que más frecuentemente huyen de los pies de la cama. Las antiguas, de terciopelo bordado en sedas de colores, eran más leales y más serias. Unas tuve yo, heredadas de mi padre y bordadas por mi abuela, que jamás me jugaron una mala pasada. Apenas comienzo a vestirme se desata la serie de contrariedades que ya no ha de interrumpirse en todo el día. Si llamo a la criada, se ha ido a la compra; el grifo del agua caliente se ha obstruido; al afeitarme, me corto; al peinarme, me corto; al peinarme, saltan tres púas del peine. Resbalo en las escaleras al bajar y, ya en la calle, no encuentro más que tuertos y viejas gordas. Las viejas gordas me han exasperado siempre. Ya me explicaré después. ¡Ay! ¡Hartos motivos tengo! Pero lo más temible es la noche de esos días. En tales noches he sentido mil veces que se me iba la razón, de ira o de miedo. Es cuando se revela el alma perversa de las cosas, enemiga del hombre. Primera dificultad, entrar en casa. La puerta de la calle quiere se infranqueable muralla y se presenta más hosca, más inhospitalaria que nunca. Todas las puertas de calle, por lo demás, suelen tener ese gesto displicente que parece decir al transeúnte—y más si llueve o hiela—: —¡Pase usted de largo! ¡Aquí no cabe nadie más! Los hombres que en alguna ocasión se han visto sin hogar ni abrigo, conocen bien el desdén impasible de las puertas de calle y ese hostil fruncimiento de cejas de las fachadas que tienen todos los balcones cerrados. La casa ocupada, como el portero de librea y el perro bien cuidado, desprecia y hasta odia al peregrino de la vida. Quiero abrir y no puedo; el ojo de la cerradura hace guiños a la llave; se estira, se encoge, se desvía, se cierra; y cuando logro sorprenderle al fin, rechina maldiciones. Al subir la escalera, los peldaños huyen bajo mis pies y me hacen caer de bruces. Refunfuño maltrecho, y oigo risitas mal contenidas: son los fantasmas que pueblan la oscuridad.

Page 85: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

85

¿Podré, al fin, respirar tranquilo dentro de mi cuarto? ¡Ni pensar en ello! ¿Cómo encender la luz, si la llave se escapa de entre mis dedos? Inútilmente palpo la pared arrebatado por la impaciencia, con los nervios ya en tensión martirizadora: la llave se burla de mí subiendo, bajando, revoloteando, escondiéndose en el cortinaje. Corro a otra habitación y siento que me tiran violentamente de la ropa: son los picaportes que, al verme pasar desesperado, me atrapan por la manga, por las solapas, por los bolsillos. Rendido, abrumado por el desaliento, me dejo caer en la cama y el colchón me recibe con una sorda, lúgubre vibración metálica, que vagamente me recuerda al tañido de las campanas funerales… Y me sumerjo en un sueño crepuscular que da reposo a mis miembros, pero enciende mi imaginación con un fulgor deslumbrante. ¡Qué bien percibe entonces la sarcástica hostilidad de las cosas familiares! ¡Qué el hombre se crea dueño de sí mismo y dominador de la electricidad cuando el maligno resorte de un conmutador puede burlarse de él y el llevarme al paroxismo de la rabia o al abismo del abatimiento! Estos son los días aciagos en que todo lo malo puede suceder, días en que las cosas se ponen de acuerdo y acometen al hombre en orden de batalla; pero hay, además, los ataques aislados, la asechanza de cada cosa por sí, y de ahí esos mil menudos incidentes cómicos o dolorosos que los hombres achacamos a nuestra imprevisión; el cigarro que se vuelve disimuladamente en nuestros dedos para que nos llevemos la lumbre a los labios; el cordón del zapato que se rompe precisamente cuando estamos vistiéndonos con más prisa; la cabeza de la cerilla encendida, que se deja caer como desmayada en la palma de nuestra mano… Y tanto, y tanto más que sabríais, pobres hombres, si fuéseis un poco menos vanidosos, y un poco más observadores y desconfiados. ¿Quién mata más gente, los automóviles o los limpiabotas? Os reís, ¿verdad? Es una pregunta grotesca, ¿no? Pues sabed que de cien víctimas de atropello, en días lluviosos, noventa caen bajo las ruedas de los carruajes por ir mirándose las botas recién lustradas para no meterlas en los charcos.

II

LA VIEJA GORDA

A las seis y media en punto, sin excusa posible, había de estar en los Cuatro Caminos para resolver un asunto que me importaba más que la misma vida. Y eran las seis y cuarto. Corrí a la más próxima estación del Metro y bajé las escaleras a saltos. Por primera vez dejé de parar mientes en ese soplo mal intencionado con que nos reciben las galerías del Metro, soplo de muerte, porque, al fin, los hombres no somos más que cerillas encendidas. Tengo tiempo—me decía—. Dos minutos para tomar el tren, diez para llegar, uno para subir a flor de tierra…

Page 86: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

86

Cuando me acerqué a la taquilla estaba tomando billete una vieja gorda, tan gorda y tan vieja como no había visto otra en mi vida. Ya he dicho que las viejas gordas me inspiran una aversión profunda. Cuando, por desgracia, va una delante de mí por la calle me siento enloquecer. ¡Qué indecente manera de colgar y balancearse las enormes posaderas y los globos medio desinflados de los senos! ¡Qué grasientas argollas de carne en las muñecas y en el pescuezo! ¡Qué lunares de pelo! ¡Qué verrugas! ¡Y cuánta estupidez en sus ojos hinchados y sin brillo! ¡Y pensar que un hombre desventurado, bueno y trabajador tal vez, ha de acompañarles en la mesa y en el lecho, sufrir sus humores y sus caprichos… y olerlas! Esto último es lo más espantoso. Porque una vieja gorda no puede ser por dentro sino un amasijo informe de entrañas en putrefacción que flota en una atmósfera pestilente. Cuando veo una vieja gorda y siento deseos casi irrefrenables de arrojarla al suelo y pisotearla, me contengo al pensar que por nada del mundo sería capaz de apoyar el pie en su vientre. La gorda del Metro, además de ser gorda y vieja, y la más horrenda criatura que ha hecho Dios, se me había puesto delante para tomar billete y me hacía perder tiempo, cuando yo lo tenía tan estrictamente tasado. ¿Comprendéis mi desesperación? Llevaba cuatro o cinco paquetes y no acertaba a abrir el bolsillo. Cuando por fin lo consiguió extrajo pausadamente de entre los pliegues hediondos del pañuelo una moneda de plata. —Aquí se debe traer calderilla—gruñí sin poder contenerme. Me miró de reojo despectivamente y yo la clavé la mirada con una insolencia que quería ser asesina. La taquillera miró y remiró la moneda, la palpó, la sonó en el mármol y por fin dijo: —Esta peseta es falsa. —Es nos faltaba—rezongué cambiando ya de color. El maldito hipopótamo no se inmutó. Vuelta a abrir con mil dificultades el bolsillo, vuelta rebuscar con sus dedos amorcillados entre los pliegues del sucio pañuelo… ¡y otra peseta! No pude más. Pedí mi billete con tal gesto que la taquillera me sirvió antes que a la vieja. Si me hace esperar un segundo más, desde allí mismo voy a la cárcel. Bajé como un rayo, pero en aquel instante sonó un silbato, se cerraron con estrépito las portezuelas y arrancó el tren para los Cuatro Caminos. ¡Y eran las seis y veintitrés minutos! Empecé a pasearme por el andén como una fiera enjaulada. La turbulencia de mis pasiones era tan grande, que milagrosamente no arremetí contra cualquiera. Necesitaba imperiosamente desahogar mis rabias: la rabia de haber perdido el tren y la rabia contra la vieja gorda, durante tantos años acumulada y contenida en mi pecho. Tardaba en llegar el otro tren. Siempre tardan los trenes cuando se los espera, en el Metro y fuera del Metro. Hay una conjura inexplicable entre hombres y máquinas para desesperar al impaciente. Se me fue pasando el ataque de cólera y empecé a fijarme en lo que me rodeaba. Pero ¡con qué intenso odio y con qué amargo escepticismo!

Page 87: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

87

Hasta entonces no se me había ocurrido pensar que cada hombre elige el medio de locomoción más apropiado a su carácter. Del mismo modo que elige la habitación, la mujer, la ropa… No es aprensión mía. Todos los que viajan en el Metro son seres siniestros, lo mismo las mujeres que los hombres. Les atrae lo obscuro, lo subterráneo, el olor a humedad, el ambiente de catacumba. Estoy seguro de que en las estadísticas de la Policía hay un número enorme de delincuentes aficionados al Metro. Después de este descubrimiento yo he presenciado en el Metro verdaderos dramas, pero nadie se ha dado cuenta más que yo. He visto amantes que subían del brazo mirándose amorosamente y se odiaban al llegar la próxima estación. He visto madres que sentían la tentación de arrojar a sus hijos por la ventanilla; he visto hombres de apariencia pacífica que a poco de ir en el Metro revelaban claramente por los ojos, por la crispatura de los labios y por la erección del cabello, el ansia de matar. Esta locomoción subterránea se ha hecho para los hombres futuros que no serían más que máquinas o para los hombres pasados, que no eran sino bestias. Hay que ver a cuántas cosas renuncia un hombre cuando desciende a los subterráneos lóbregos con la idea fija de trasladarse a un punto. Hallábame distraído con estos pensamientos cuando vi que la vieja gorda bajaba las escaleras dando tumbos. Casi me había olvidado de ella. Tal es la rapidez con que se suceden mis sensaciones cuando estoy enajenado de este modo. ¡Qué odiosa se presentaba a mi vista! Bajaba tanteando los escalones con sus pies de elefante calzados con botas de paño. Le colgaba el vientre, le colgaban las inmundas ubres. Era como una enorme masa de carne pútrida que venía a mi encuentro. ¡Las seis y veinticinco! Llegó un nuevo tren. Entraba en la estación resoplando como una bestia fatigada. Todos los que esperaban se precipitaron en los coches. Yo, que estaba obsesionado por el monstruo, entré el último. No…; el último, no. Porque apenas había puesto el pie en el vagón cuando sentí que alguien me empujaba. Era la vieja. La vieja gorda. Sudaba, soplaba, gruñía. Nunca pudo ser más repugnante que en aquel momento. Sonó el pito del jefe de estación. Pude ayudarla a entrar. No sólo no lo hice sino que con cierto disimulo, pero no con tanto que no se trasluciese mi odio, la empujé hacia fuera. Se cerraron las puertas súbitamente. Vi que se quedaba enganchada por las faldas. El tren se puso en marcha y la arrastró. Cerré los ojos y por si no era bastante me tapé la cara con las manos. Ya sabía yo que así habían muerto otras personas en el Metro, enganchadas por las ropas, arrastradas, caídas entre dos vagones, trituradas, machacadas, pulverizadas por las ruedas. Nunca he experimentado una sensación tan rara, mezcla de alegría y de espanto. Me había vengado de la vieja gorda, pero ¡pobre vieja!

Page 88: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

88

III

¡SOY UN ASESINO!

Ya sabía yo, por haberlo leído algunas veces en los periódicos, que el Metro no perdona y cuán bárbaramente destroza a sus víctimas. Es el alarde feroz del ferrocarril urbano, lindo juguete de la ciudad, que quiere erguirse y agigantarse para que le respeten los grandes trenes que tienen una locomotora de fuego. El Metro mata, descuartiza y aventa los restos. Veía yo, con los ojos cerrados, los miembros de la vieja gorda esparcidos por el túnel tenebroso. Aquí la cabeza, con el horrible guiño postrero, allá un brazo, a los cien metros una pierna y charcos de sangre y montones de entrañas aplastadas… Las ruedas—pensaba—van tiñendo de rojo los rieles y despidiendo piltrafas a diestro y siniestro. Sin quitarme las manos de la cara, me atreví a atisbar por entre los dedos. Me pareció que todos los viajeros me miraban, unos ardiendo en cólera vengativa, otros transidos de compasión. ¡Asesino!—me gritaban todos los ojos. Volví a cerrar los míos, y se me desbordaron de ellos las lágrimas. Iba a caer de rodillas y a pedir perdón cuando oí una voz tonante:—¡Cuatro Caminos!—Era la acostumbrada voz del guardafreno, que aquella vez resonaba en mis oídos como nunca; para mí, la voz de la trompeta del juicio final. Aquel “¡Cuatro Caminos!” quería decir: “¡A la horca!” —¡A la horca, sí!—exclamé. En el andén había un guardia civil. No sé por qué, siempre hay un guardia civil en los Cuatro Caminos. Antes de que nadie pudiera delatarme quise delatarme yo mismo. Me fui derecho al hombre del tricornio y le dije: —Yo soy el que ha matado a la vieja. Bien sabe Dios que puse en esta confesión toda mi fuerza de voluntad y toda la disciplina moral, no escasa, que me infundieron mis padres. El guardia me miró con una expresión indefinible, mezcla de sorpresa y de recelo. —¿Qué dice usted? —Que yo soy el que ha matado a la vieja, a una vieja gorda que se me había cruzado en la estación del Metro como se me podía haber cruzado en el camino de la vida. Que me prenda usted y me lleve a la horca directamente si es posible. El guardia tenía una cara de persona bondadosa que no suelen tener los hombres investidos de autoridad. Se resistía a aceptar mi confesión. —¿Dice usted que ha matado a una vieja? —Sí, señor. En la estación del Progreso. Puede usted ir allí y verá sus trozos desperdigados por la vía. Ya no dijo más. Me cogió de un brazo y musitando un leve “Venga usted conmigo” me arrastró fuera del andén.

Page 89: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

89

Caminamos un rato silencioso. Yo sentía en mi brazo la presión de la garra de la justicia y no me atrevía a levantar los ojos del suelo. Parece mentira, pero en aquel instante no lamentaba ir en derechura a las mazmorras de una cárcel, para mí antesala de a muerte. Lo que sentía era abandonar para siempre aquella Glorieta de los Cuatro Caminos tan iluminada, tan llena de gentes que trajinaban con la sonrisa en los labios. Para mayor dolor eran días de verbena. Sonaban los organillos por todas partes; olía a aceite frito; los chicos se revolcaban en el arroyo como diciendo: “Puesto que hay verbena tenemos el derecho de estar más sucios que de costumbre”. Sin que yo me diese cuenta de las calles de mi amargo tránsito llegamos a la Comisaría y me vi en una habitación nublada de humo de tabaco en la cual había un hombre de fiero mirar y barbas hirsutas sentado tras de una de esas mesas viejas, despintadas y carcomidas que la administración española parece haber buscado en el rastro del mundo. Aquel hombre que a mí me pareció terriblemente feroz era el comisario; y el guardia y yo tuvimos con él una breve conversación que no sé si me pareció incongruente porque lo era en realidad o porque los papeles estaban invertidos puesto que a mí no me acusaba nadie y el verdadero comisario parecía yo. —El señor—dijo el guardia, soltándome y apuntándome con el dedo índice de tal modo que me sentí fusilado por un dedo—, se me ha presentado en la estación de los Cuatro Caminos. Y está confeso de haber matado a una mujer. —A una vieja gorda—rectifiqué yo apresuradamente. (Declaro que en aquel instante todavía me parecían las viejas gordas unos animales distintos de todos los animales racionales que conozco.) El comisario no pareció dar mucha importancia ni a las palabras del guardia ni a las mías. O estaba muy entretenido en asuntos de mayor cuantía o no creía que el matar a una vieja gorda fuese delito suficiente para hacerle levantar los ojos. Refunfuñó ligeramente: —¿Dónde ha sido eso? —En la estación del Progreso—dijo el guardia. —¿Y cómo? Entonces yo hablé. Y conté mi crimen punto por punto sin omitir las poderosas razones que yo tenía para asesinar fríamente a una mujer como aquella que me había impedido tomar el tren a punto. Debió de ser mi relato muy interesante y hasta conmovedor porque el comisario tocó un timbre y preguntó al agente que acudió a la llamada: —¿Qué noticias hay del crimen de la estación del Progreso? El agente me miró a mí, miró al guardia, miró al comisario, reflexionó un instante y como si todo aquello le hubiera inducido a saber que no sabía nada, dijo: —No lo sé. —Está bien—replicó el comisario. Y dirigiéndose al guardia añadió: —Llevéselo usted. Otra vez sentí la garra del guardia en mi brazo y otra vez me vi arrastrado a no sabía dónde con el más absoluto abandono de la propia voluntad que he conocido nunca.

Page 90: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

90

Cuando me quise dar cuenta estaba una mazmorra oscura y húmeda como deben ser las mazmorras, como han sido todas las mazmorras cuya descripción he encontrado yo en mis lecturas más prolongadas y provechosas. No sé cuanto tiempo pasé allí. Lo que sé únicamente es que experimenté durante el tiempo que fuese y que desde luego me pareció muy largo, la sensación de un hombre inerme y desmayado de espíritu que se ve entre los fuegos de un defensor y un fiscal. El defensor y el fiscal estaban dentro de mi conciencia. Los dos hablaban apasionadamente y a gritos. Y a veces se contradecían a un tiempo de tal manera que yo sufría una tremenda turbación de espíritu. El defensor era un hombre que pensaba como yo exactamente. Examinaba mi vida desde sus comienzos hora por hora y dolor por dolor y no encontraba argumento posible para demostrar que el asesinato de una vieja gorda pudiese constituir ni una transgresión de la ley ni un agravio a la humanidad. El fiscal, en cambio, creía, o aparentaba creer firmemente, que mi víctima era respetable por ser vieja y por ser gorda. No queráis saber lo que decía de la ancianidad; cosas muy bellas, seguramente. Pues en elogio de la obesidad tampoco se quedaba corto. Son flacos—decía—los biliosos, los envidiosos, los fracasados, los consumidos por una torva inquietud. La gordura es señal inequívoca de bondad. El que odia a los gordos, odia lo más noble que existe en la vida. El gordo es amable, sonriente, bondadoso, dispuesto siempre a hacer bien al prójimo. Si el crimen pudiera medirse como se mide un objeto material, matar a un gordo merecería doble pena que matar a un flaco.” Yo desvariaba aturdido entre esta silenciosa discusión que se mantenía dentro de mí. Tan pronto me colocaba al lado del defensor y cobraba fuerzas para matar otra vez a la vieja gorda como me inclinaba de parte del fiscal y me entraban deseos de suicidarme antes de que me sacrificase la justicia. De pronto se abrió la puerta del calabozo y me mandaron salir. Me llevaron otra vez ante el comisario y salí temblando como si me llevaran al patíbulo. El hombre de los ojos fieros y la barba hirsuta seguía en su silla y leyendo sus papeles. —¿Cómo?—me preguntaba yo—. ¿Pero no ha pasado un siglo desde que nos vimos por primera vez? ¿Es posible que este hombre no se haya muerto todavía? No había pasado un siglo. Habían pasado dos horas. Pero nadie sabe los siglos que pasan en dos horas para una imaginación que vuela en la oscuridad. —¿De qué dice usted que se acusa?—oí que me preguntaban. —De haber matado a una vieja. —¿Dónde? —En la estación del Progreso. —¿A qué hora? —A eso de las seis y veinticinco de la tarde. —¿Cómo?

Page 91: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

91

Volví a relatar mi crimen. Y esta vez con tonos más sombríos, con expresiones más patéticas, saliéndoseme la emoción y el remordimiento por todos los poros de mi cuerpo y de mi alma. —¡Está usted fresco!—dijo el comisario. Le miré entre interrogante y estupefacto. —¡Qué está usted fresco!—Volvió a repetir—. Otra vez que se le ocurran tonterías no venga a molestarme porque le saldrá a usted cara la broma. Me atreví a implorar una aclaración y el comisario me echó con cajas destempladas. Fuera del despacho, un guardia se apiadó de mí y me lo explicó todo. La vieja estaba viva, viva y gorda como antes de que la matara yo. Las portezuelas del Metro no le habían hecho más perjuicio que arrancarle un pedazo de la falda. No siempre es capaz del Metro de arrastrar así como así una masa de cien kilos. Todo lo demás había sido una alucinación mía. Una de estas malditas alucinaciones que padecemos los seres noblemente imaginativos. Cualquier hombre habría sentido la suprema felicidad al verse libre de la cárcel, del garrote y, lo que es peor, del remordimiento. Yo no. Yo me sentí defraudado. Salí de la Comisaría deprimido y entristecido. Me había hecho a la idea del sacrificio y me dolía intensamente volver a ser un hombre como los demás, como todos estos hombres con quienes uno se cruza a diario en la calle y que no han sido capaces de cometer un crimen. En mis dos horas de calabozo había aprendido que para el propio orgullo todos los heroísmos son iguales; que tanto da ofrecer la vida en honor de la Patria como expiar en la horca un delito; que la calificación de los heroísmos corresponde sólo a la sociedad, a una sociedad que se equivoca casi siempre. ¡Y como a mí la sociedad, acertada o equivocada, no me importa!

IV

EXPIACIÓN

Pasé mucho tiempo dolorido y avergonzado. ¿De haberme sentido criminal, de no haber matado a una vieja gorda, efectivamente? No lo sé. Todo era confusión en mi espíritu, excepción hecha de un poco de dolor, un poco de despecho, un poco de arrepentimiento y un poco de ira; ira contra las viejas gordas, contra los comisarios, contra las guardias, contra la justicia humana y, acaso, contra la justicia divina que coloca a los hombres en trances de fracaso. Recuerdo que fue entonces cuando yo caí en la cuenta, sin haberlo leído en parte alguna, porque, además, no sé si alguien lo ha escrito, de que las cosas tienen importancia porque nos hemos acostumbrado a llamarlas de un modo excesivamente dramático. Es decir, con palabras que tienen un sentido dramático, muchas veces tomado a préstamo. Si en vez de “matar”, por ejemplo, dijésemos “eliminar”, el “crimen”, lo que llamamos “crimen”, no existiría casi nunca.

Page 92: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

92

Cualquiera de los animales irracionales que asesinan, y son casi todos, podría emplear el verbo matar si tuviese nuestro lenguaje. Eliminar es cosa de seres en quienes predomina la razón. Se mata por instinto. Se elimina mediante un raciocinio. Matar es suprimir rápida y bárbaramente; eliminar es simplemente apartar de nuestro camino lo que estorba, lo que perjudica, lo que entristece, lo malo o lo feo. Pero todas estas reflexiones no me sacaban de aquella sombría abstracción en que yo había caído desde que el comisario dijo al guardia: “¡Llévese usted a este hombre!”; es decir, desde aquel punto en que yo vi que no podía ser un héroe, ni un asesino, ni un mártir, en que yo me sentí para toda la vida irremediablemente empleado del ministerio de Instrucción pública. Cobré horror hasta a la casa en que vivía, porque los mismos muebles me acusaban. Todos ellos eran superiores a mí en no haberse apartado nunca de su papel, por lo menos; en no haber intentado un vuelo audaz hacia la región ideal donde fraternizan los grandes criminales o los supremos eliminadores de la historia. La plana de anuncios baratos de un periódico me aconsejó la huída. En uno de los callejones oscuros y solitarios que todavía existen en Madrid, lóbregos pasadizos pavimentados con losas en cuyos flancos se yerguen altas filas de casas enmohecidas que se miran eternamente en silencio, se ofrecía una habitación con asistencia a caballero solo. Allá fui palpitando de ansia por lo desconocido. Subí una escalera estrecha y húmeda, cuyos peldaños crujían de un modo siniestro bajo la presión del pie; llamé a una puerta después de curiosear un tarjetón pegado en ella, que decía: “Damiana, modista de sombreros.” Y me franquearon el paso… No me lo franquearon del todo. En el hueco de la puerta apareció una masa informe que apenas dejaba pasar entre su contorno y las jambas unos rayos de la luz del interior. Al verme encogido y temeroso, la masa giró sobre su eje invisible y me dejó entrar. Entré y creí morir de angustia. Aquella montaña de carne no era sino mi víctima, la vieja gorda a quien yo había visto, con los ojos de la imaginación, despedazada entre las ruedas del Metro. —Entre usted—me dijo, sin preguntarme a qué iba. Entré, o me arrastré hacia adentro como un perro apaleado. Sentía en la nuca un resoplido feroz y el suelo templaba bajo las pisadas del monstruo. Me invitó a sentarme y se sentó frente a mí. El tumulto de mis sensaciones, el vaivén de mis ideas me tenían como ciego y sordo para todo lo que no fuese mi vida interior. A todo asentí sin pestañear. Además, nunca he sido hábil para tratar y contratar con patronas. Atento a investigar los misterios que el resto de los hombres desconoce, apenas sé distinguir entre un mal cocido y una merluza manida. Pago religiosamente mi pensión, sin darme exactamente cuenta de si es cara o barata, y sólo pido que me dejen en paz meditar a solas y que no me mezclen en chismes y enredos de casa de huéspedes.

Page 93: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

93

Cuando estuvimos, según parece, de acuerdo, la vieja gorda me condujo a un gabinetito muy luminoso y muy limpio, y allí me dejó diciéndome: —Este es su cuarto. Bonito, ¿verdad?, y muy independiente. Vivirá usted en familia. ¡En familia! ¡En familia con ella! Lo primero que hice fue examinar mi nueva habitación. Era, como he dicho, amable y alegre. Los muebles muy antiguos, sólidos y lustrosos: una cómoda, una mesita con algunas sillas de cuero, dos sillones de venerable damasco amarillo bastante raído y un lecho de caoba cubierto con blanquísima colcha. Las paredes, forradas de papel gris perla con finas rayas verticales y floripondios de un rojo mortecino. Estaba bien todo aquello para mi gusto. Me recordaba mi primer hogar. El empapelado, especialmente, reverdecía mi niñez. Toda habitación nueva requiere dos cosas: la instalación de los útiles que nos ayudan a vivir—¿dónde pondré el baúl? ¿dónde colocaré, de un modo definitivo, el cepillo de la ropa?—y el acomodamiento del espíritu. Es otra prueba de la inferioridad del hombre. El es quien tiene que adaptarse a los muros y a los muebles. Ellos le esperan impasibles. No son siervos que aguardan las órdenes del amo, sino señores que reciben al visitante desconocido. De él dependerá que la amistad se consolide o que el primer intento de amistad sea el punto de partida de una desavenencia irreductible. Esas amas de casa nerviosas y amigas de novedades, que a cada paso cambian de sitio los muebles y alteran sin piedad la fisonomía característica de las habitaciones, suelen ser víctimas de rabiosas venganzas. El sofá que llevaba diez años recostado en la misma pared, mirándose en el espejo frontero, se quiebra intencionadamente una pata cuando ve que le quieren trasladar. Y el espejo se suicida tirándose al suelo. En mi casa hubo un piano que no sonaba fuera del gabinetito de mi madre. Un día de recepción le llevaron a la sala y nos puso en ridículo ante los convidados. Gruñía como un cerdo, y hasta hubo un instante en que, arrebatado de cólera, cometió la mas grande incorrección. Le habían alzado la tapa, para explotar mejor sus menguadas sonoridades, y se la cerró de repente, como un señor enfadado que se pone el sombrero en pleno sarao. Tuvo hasta el malévolo refinamiento de pillar los dedos a una damisela que, apoyada en él, cantaba el vorrei morire. Ya ha dejado entender que mi adaptación fue rápida, obra de instantes: primero, porque el tono general de mi nueva morada aconsonantaba perfectamente con el tono medio de mi espíritu; y luego, porque soy un hombre que ha aprendido a no rebelarse en vano contra la tiranía de las cosas. Nunca, por ejemplo, me dejo caer en un sillón con la tranquilidad y en la certeza de que está obligado y dispuesto a recibirme. Sé demasiado que si él quisiera me pondría en ridículo dejándome caer o cruzaría sus brazos de madera sobre mi pecho y me ahogaría. En este repentino enfurecimiento de los muebles está el secreto, aparentemente inexplicable, de muchas muertes repentinas. ¡Si yo fuera juez!

Page 94: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

94

Tan pronto como me hallé a gusto en mi vivienda, me puse a recapacitar sobre mis aventuras del día. Claro está que a aquella casa me había llevado de la mano la Fatalidad. Porque si no, ¿quién me había impulsado a cambiar de domicilio? ¿Quién me había aconsejado buscar morada en un callejón, siendo yo hombre que ama los espacios libres, las calles anchurosas y arboladas, y pobladas de ruidos familiares que traen un descanso al ánimo acongojado en sus averiguaciones introspectivas? ¿Y no era evidente que había una relación entre mi caída en aquella casa y el remordimiento, o ansia de expiación, que venía minándome sordamente desde la triste tarde del Metro? Millones de veces había yo deseado ofrecer el sacrificio de mi vida a la mujer a quien pude asesinar, y, en general, a todas las viejas gordas. De esta noble preocupación descendí bruscamente a otra harto ruín, si se juzga a primera vista. Me ocurre esto a menudo: que hilvano las cosas magnas con las cosas mínimas, y en seguida las mínimas se agigantan y las magnas se empequeñecen. A esto lo llamo yo “jugar a las perspectivas”, y me divierte mucho. Este juego artificioso de las perspectivas es uno de los pocos recursos que tiene el hombre para mantenerse en su trono de naipes. En la puerta había visto un tarjetón que decía: “Damiana, modista de sombreros.” ¡Letrero perturbador! —Esta mujer—pensaba yo—sí puede llamarse Damiana. No hay ninguna razón para atribuir ese nombre a una criatura esbelta, delicada e inteligente. Es corriente que cada cual se llame como debe llamarse. Cuando los padres eligen nombre para sus hijos, es que presienten, sin saberlo, cómo van a ser sus hijos. Se puede llamar Damiana y aún podría llamarse algo peor. Pero me resisto a creer que sea modista de sombreros. Si una modista de sombreros pudiera llamarse Damiana, se cambiaría el nombre. Pero es que una mujer que tiene tal nombre no puede haberse dedicado a tal oficio. Sin embargo, yo debía admitir la realidad; y con ello se acrecía inmensamente mi piedad por la que pudo ser mi víctima. A la hora de comer se despejó la incógnita. Damiana era la hija. Damiana, sí, efectivamente; ¡¡pero modista de sombreros!! Hay cosas incomprensibles. ¿Y por qué cuando conocí a Damiana dejó de sonarme su nombre tan ásperamente? Tal vez porque era una joven delgada, pálida, noblemente pensativa. Tenía la nariz demasiado larga, acaso; sus ojos eran pequeños, pero no sin gracia, una gracia melancólica. Me la figuré desde luego confeccionando pacienzudamente sombreros de pensionista; sombreros adornados con terciopelos marchitos y plumas descaecidas, de esas plumas que parecen haberse desprendido por sí solas de un ala tronchada. Observé durante la comida—¿por qué no sometí aquellos detalles a mi laboratorio interior?—que Damiana corregía cuidadosamente toda infracción del orden que se cometía en la mesa. Sus dedos iban y venían diligentes rectificando la colocación de las copas, las botellas, el salero si su madre y yo las cambiábamos de sitio. —Es usted muy ordenada—dije, queriendo explorar su ánimo. —No—me contestó con mucha viveza—. Hago esto por comodidad. Me gusta saber siempre dónde están las cosas, para encontrarlas a cierraojos.

Page 95: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

95

—Perdone usted—repliqué, interesado en lo más íntimo—. Perdone usted, pero no basta que coloquemos las cosas en su sitio. Falta que ellas quieran permanecer en él. —¿Cómo? No comprendo… —Sí, señorita. Hay noches, pongo por caso, en que las cosas me juegan a mí muy malas pasadas. Damiana y su madre se miraron con cierta inquietud. —No lo dude—proseguí, contento de haberlas impresionado, porque impresionar a las mujeres es tanto como interesarlas—. La hablo a usted en serio. Con frecuencia, cuando quiero abrir la puerta de la calle, se cierra obstinadamente el ojo de la cerradura; y muchas noches, la llave de la luz se va de entre mis dedos y corretea por la pared… La muchacha me contempló un rato; luego volvió a mirar a su madre y esta vez vi claramente que flotaba en sus pupilas una interrogación. La vieja resopló de un modo estruendoso que, según supe luego, era su peculiar expresión de desconfianza. Damiana habló, por fin, y me dijo suavemente, tiernamente, con un acento tan pálido como el terciopelo que solían manejar sus manos: —¿Usted bebe? Pues, mira, lector: no me irrité. Es verdad que me habían preguntado: “¿Usted bebe?”; pero me lo habían preguntado con una voz muelle, dulce, sedante… No me irrité, no. Al contrario, me sentí lleno de compasión por aquella inocente muchacha incapaz de prevenirse contra la mala fe de las cosas. Ignoro por que me entró un deseo irrefrenable de demostrar a Damiana que yo no era un alcohólico alucinado. Siempre que mis ocupaciones me dejaban, la invitaba a pasear o al teatro, y hasta emprendíamos excursiones a dos o tres horas de Madrid. Claro está que, por el bien parecer, nos acompañaba su madre, gruñendo y jadeando casi siempre. Comíamos o merendábamos y yo bebía agua. Me creyeron por fin. ¡Ojalá no me hubieran creído! Entonces empezaron a sospechar que mi cerebro estaba un poco turbio. Y todo se volvían preguntas capciosas. Hasta inquirían antecedentes de mis antepasados. —¡Es raro, es raro!—acababan diciendo siempre—. ¿Y esas cosas le ocurren a usted siempre de noche? —¿Cómo de noche?—replicaba yo—. Y de día, y a toda luz. Lo que hay es que las cosas esquivan nuestra vigilancia. No es que nos teman, precisamente, sino que gozan más burlándose de nosotros que atacando cara a cara. Son falaces y tienen un alma ondulante y escurridiza. A veces me entretenía viendo a Damiana trabajar y procuraba ilustrarla con mis observaciones. En ocasiones me atendía; otras, se reía mucho; otras, se me quedaba mirando fija y penetrantemente. Me miraba tanteándome, como quien quiere calcular la profundidad de un río antes de arrojarse.

Page 96: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

96

Este modo de mirar me agradaba; me parecía una señal de inteligencia. Hay quien mira como si estuviera escuchando con los ojos: menos mal, esto revela un espíritu atento. Hay quien mira como si estuviera escuchando con los ojos: menos mal, esto revela un espíritu atento. Hay quien mira como si estuviera siempre esperando una orden: desconfiad de estas miradas. Hay quien mira de un modo insignificante; pone los ojos en su interlocutor con la misma expresión que los pone en el sombrero cuando va a alcanzarle de la percha. De esto de las miradas hay mucho que decir, y yo lo diría si me decidiese a vivir un poco más. He conocido hombres de esos que se deshacen de gratitud por todo: por un cigarrillo, por un saludo. Son excesivamente agradecidos y excesivamente humildes; tienen la mirada perruna; cuando miran, se les ve mover el rabo. —¿Por qué—preguntaba yo a Damiana—, siendo inteligente, se ha dedicado usted a modista de sombreros? —Porque esto da comer. —Esa contestación no es inteligente. Hay muchas cosas que dan de comer con más dignidad. Para hacer sombreros de mujer hay que someterse a las más necias extravagancias, a las más perversas coqueterías, a los caprichos más extraviados de la media humanidad más perturbadora. El sombrero femenino engaña a los hombres y trastorna a las mujeres. Observe usted que las mujeres, al cambiar de sombrero cambian inevitablemente de cráneo. No piensa lo mismo una mujer con sombrero azul que con sombrero verde. Cuando yo decía estas cosas, Damiana no me miraba de ningún modo. Sonreía ligeramente sin levantar los ojos de su labor, y todo lo más decía. —¡Qué entiende usted de eso! Cuántas veces me han dicho: “¡Qué entiende usted de eso!” por entender de todo demasiado, y más que nadie! A veces intervenía la vieja gorda de un modo soez. —¡Qué empeño tiene usted en calentar los cascos a la chica con sus gansadas! ¿Qué quiere usted? ¿Qué las señoras vayan por la calle con el pelo suelto? Damiana comprendía mi dolor y aplacaba a la furia; pero no dejaba luego de decirme: —Mamá tiene razón. Usted no ve más que visiones. Hay que mirar las cosas como son. —¡Como son, como son!—pensaba yo sin decirlo. ¿Sabes tú cómo son las cosas, desventurada? ¡Y te reirías de una mujer salvaje si la vieras cubrirse de plumas la cabeza o adornarse los cabellos con espinas de pescado! ¡Y no sabes que dentro de ti está aullando una mujer cafre que se pone a dar brincos cada vez que añades un adorno a ese sombrero!

Page 97: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

97

IV

CON EL PIE EN EL ESTRIBO

Simpatizamos y Damiana fue mi mujer. Lo es todavía, y muy pronto será mi viuda. Me he preguntado en mil ocasiones si me casé porque me gustaba Damiana o porque quería yo ofrendar a su madre el sacrificio de mi libertad. Sinceramente, no lo sé. Pero mi vida se ha hecho imposible. He vuelto a odiar a mi suegra y creo que el horror de las viejas gordas me llevaría otra vez al crimen. Ni me serviría huir de la madre, porque mi mujer y yo somos incompatibles. A cada paso me dice que “ella es una mujer normal”, y me lo dice con un tono insultante. Nadie la hará creer que los saleros se vuelcan por propio impulso, para infundirnos el temor de una desgracia, ni que cuando los gatos maúllan en la obscuridad de la noche es porque alguna banqueta los persigue a la pata coja o porque las tenacillas del azúcar los tiran de los pelos. Me insulta, me desprecia, me martiriza. Ha llegado a decirme que se alegrará de no concebir un hijo por si resulta un guillado como yo… No puedo ser asesino otra vez. Prefiero arrancarme la vida y escribo estas palabras con el pie en el estribo. Me obsesiona el Metro. Buscaré la muerte en él, y mi espíritu navegará eternamente por las tinieblas del túnel.

V

DESPUÉS…

Escritas las anteriores líneas, he soñado que todo estaba hecho: consumado mi suicidio y sepultados mis restos bajo una lápida que decía con letras de oro:

NUNCA TE OLVIDARÁ DAMIANA

Este letrero es posible. Cierto que Damiana me aborrece, pero por eso mismo: la hipocresía siempre escribe con letras de oro. Es natural que uno busque la mejor moneda cuando quiere sobornar a sus propios remordimientos y, de paso, quedar lucidamente con la sociedad. Esa, mi etiqueta sepulcral, es posible, pero, además, es posible y hasta seguro todo lo que he visto en sueños. El sueño no nos cierra los ojos de la cara si no para abrirnos los del espíritu. El sueño es lo único lúcido de nuestra vida mortal.

Page 98: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

98

Gracias a lo que he visto soñando, no me será dolorosa la hora de la muerte. Ya sé que no se sufre. Cuando vi llegar el tren y me arrojé a la vía, ya había dejado de ser un hombre de carne sangrante y hueso quebradizo. El solo hecho de lanzarme al espacio me convirtió en espíritu invulnerable al dolor. Sentí que pasaban sobre mí las ruedas trepidando y rompiéndome como rompen los niños, ante la indulgente sonrisa de sus padres, un polichinela de serrín. La gente, sin embargo, vociferaba y gemía. Muchas mujeres, tal vez aspirantes a viudas, se acongojaron. Yo me divertía mucho con toda aquella farsa. Un señor muy agrio, con aspecto de viejo militar, daba gritos coléricos porque mi suicidio le impedía llegar oportunamente a su quehacer. —¡Si los empleados tuviesen más vigilancia!—decía. Yo le miraba compasivo y reflexionaba: —¡Así me enfadé yo con la vieja gorda! Este hombre también es capaz de asesinar a cualquiera que le corte el paso. A todo esto, mi espíritu andaba flotando desorientado por el anchuroso andén, y buscaba la salida sin encontrarla. ¡Es curioso que uno se desoriente así en la otra vida y que el espíritu padezca tal incapacidad para tomar un ascensor! Al fin, logré escaparme y lo hice con profunda alegría; sobre todo porque el espectáculo de mis miembros desparramados por la vía me causaba demasiada repugnancia, y porque el encorajinado militar me recordaba las peores horas de mi vida. Lo primero que se me ocurrió fue ir a casa. No lo dudéis. Lo último que pierde el hombre es la querencia. Mucho tiempo después de morir sigue uno yendo a su hogar a las horas en que está reunida la familia y frecuentando la cervecería en el apogeo de la tertulia. Y se divierte uno pellizcando a su viuda o derribando de un manotazo la caña de cerveza que un amigo va a beber. Y se divierte uno más todavía viendo que la viuda y el amigo atribuyen estos menudos accidentes a la casualidad. ¡Cosa más cómoda y complaciente que la casualidad! Cuando entré en casa, Damiana estaba confeccionándose un sombrero de luto: sedas negras, terciopelos negros, plumas negras, unos azabaches, unas gasas… Estaba lívida y macilenta. Sus finos dedos, ora laboraban incansables, ora reposaban inmóviles sobre su obra, como si meditaran. Entró en la habitación mi suegra y se sentó frente a su hija. Se miraron fijamente y durante un rato pareció que se hablaban en silencio. Luego murmuró la vieja: —Debía habérmelo figurado. Pero, sobre todo, no hay que decir a nadie que estaba loco… ¡Ah, si yo hubiera podido reír en voz alta! Porque sentí que me henchía el regocijo. ¡Loco! Y antes que eso, borracho. ¡Estas gentes siempre buscan la explicación más sencilla, y no aciertan jamás. ¡Todo lo quieren saber y no saben nada!… He despertado completamente resuelto. Esta tarde sin falta...

Page 99: OBRA LITERARIA (1898-1924) Félix Lorenzo

99

Noviembre - 2016