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1� i, , -----------------LaEraloF----------------- NO ME COPIES, QUE ES PEOR Rosa Rivas N O ME COPIES, QUE ES PEOR (para mí, claro). Aún así, sé que lo vas a ha- cer, y luego reconocerán tu mérito, no el mío. Ya lo dijo una sabia señora de provincias: «Nunca hagas nada por primera vez». Y cuánta razón tenía. Ya de pequeña sentía tus perniciosos ectos. A mis tiernos cinco añitos, llevaba yo trenka y sombrerito como Rocío Dúrcal y las gansas cole- gialas de sus películas. A los pocos días de mi estreno, apareciste tú con el mismo atuendo, y las boquiadmiraciones de las vecinitas y sus ma- dres no se hicieron esperar, cuando a mí, que había sido la pionera, me habían regalado con una envidiosa (por aquel entonces entendí el concepto) luz de gas. Igual ocurrió cuando salí con el primoroso vestido blanco almidonado que me había hecho mi mamá inspirada en la vi- da tombolesca de Marisol. Tu vestidito blanco era más repollo, se notaba (sobre todo lo notaba yo) que te lo habían comprado en unos grandes almacenes, pero tú, otra vez, causaste sensación. Hasta mi supremo acto inntil de rebeldía, ha- cerme pis en el banco de la iglesia mientras las monjas nos tenían atrapadas en una novena ma- riana, e miserablemente secundado por tu atroz mimetismo. Yo no iba por buen camino, no podía ser ori- ginal. Tenía que anarme en el arte de copiar si no quería aguarme un seguro turo de pringa- dilla. Sin embargo, la insistente pulsión de mi ta- lento siguió jugándome malas pasadas-y propor- cionando (a ti y a otros espabilados) materia pri- ma de copieteo. No quiso el destino que eras miope, y tus ojos rasgados te cilitaban la tarea de silar mis exámenes. Tu potente reojo tografiaba sin piedad el contenido de mis hojas, y luego venía lo inevitable: tú sacabas sobresaliente y yo, no- table. Tu deschatez prosiguió hasta el umbral de la Universidad. Elegiste el mismo día, la misma mañana (no tuve más remedio que colarte), para acudir a la ventanilla y matricularte en Periodis- mo. A la salida, en la parada del autobús, nos encontramos al prosor de inglés del instituto, y el muy gracioso se le ocurrió decirme: «Ah lpero tú también quieres ser periodista?». iAr Siempre con el tú también. He de reconocer que yo también me uní a la tribu de los copistas. Tatuaba temporalmente mis muñecas y la superficie del apoyabrazo de la silla/mesa con las chas más liosas (mi memo- 109 ria siempre se enredaba con los puñeteros nú- meros). Pero bueno, e un desliz sin importan- cia, como aquel otro que nunca descubriste. Pues sí, mi paciencia se cobró una pequeña ven- ganza. Quizá e la humareda de tabaco reinan- te lo que cegó tus os, pero el caso es que pi- caste. Escribí en una de las hojas timbradas de examen un rollo cicutrino, con letra de agobio, para que no sospecharas, y tu sesgo ocular ab- sorbió tranquilamente esas treinta líneas de l- sedades. Te levantaste, entregaste lo tuyo. Hice yo un movimiento rápido, escondí la hoja entre el montón sobrante y presenté los lios que no habías visto, los que no habían estado estratégi- camente a tu alcance. Y por primera vez te obse- quiaron con un aprobado ramplón. Conseguí perderte de vista, que no la pista, y sé que no has abandonado la costumbre. Ahora escribes con nombre supuesto en una revista del corazón y que das en la cultad clases de redac- ción, adornadas con recortes articuleros de quie- nes imos tus compañeros de pupitre. Es un detalle. Probablemente sepas que en Francia han montado una exposición sobre la verdad de lo lso, sobre la autenticidad de las lsificaciones. Y no sólo se preocupan de ello las grandes fir- mas plagiadas; es un buen pastel al que los filó- sos le hincan el diente con apetito. No me ex- trañaría que hubieras estado allí tomando nota. Tampoco me sorprendería que hubieras ido a Corea, Hong Kong o Tailandia, reinos del buen copiar, donde los beneficios de la lsificación engrosan el producto nacional bruto y hacen que siga flotando la economía sumergida. Allí les dan en los morros a las supermarcas, con productos que lucen igual pero que cuestan mu- cho menos. Les roban la exclusividad, el privile- gio del club de los poseedores. Cualquier min- dungui puede llevar lo que exhibe la jet, y hasta lajet gasta bisutería y no se le caen los anillos al comprar media docena de Lacostes, a dos mil pelas unidad, en los puestos de gitanos a la puerta del mercado. Recuerdo que tú eras habitual consumidora de cosas sí-pero-no. Tu bolso Louis Vuiton era un remedo hecho en la provincia de Cádiz, tu Cartier era hongkonés puro, traído por un piloto amigo de tu padre. No hubiera estado mal que tuviérais colgado en el salón un cuadro de Elmir de Hory, el lsificador que casi superaba a los lsificados. Vivir del simulacro es todo un estilo. Ahí tie- nes a Michael Jackson, un chico que se parece a Diana Ross, un negro que hace de blanco, y a Carmel, una blanca que canta como una negra. No te olvides de los compositores estándar, diestros en bricar canciones llenas de ripios, con chin-pun-chaka-chan discotequero o balada sostenida, que cuando las oyes te suenan a mil melodías; pero ellos torean el plagio apurando al máximo esas cuatro notas de similitud que per- miten las normas. Bien está que algunas imagi-

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Page 1: NO ME COPIES, QUE ES PEOR · aun a riesgo de volvernos mudos s1 nuestra cam panilla interior nos avisa de que se lleva ser co mo Harpo Marx. Aunque las locuras locas no son material

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NO ME COPIES, QUE ES PEOR

Rosa Rivas

NO ME COPIES, QUE ES PEOR (para mí, claro). Aún así, sé que lo vas a ha­cer, y luego reconocerán tu mérito, no el mío. Ya lo dijo una sabia señora de

provincias: «Nunca hagas nada por primera vez». Y cuánta razón tenía.

Y a de pequeña sentía tus perniciosos efectos. A mis tiernos cinco añitos, llevaba yo trenka y sombrerito como Rocío Dúrcal y las gansas cole­gialas de sus películas. A los pocos días de mi estreno, apareciste tú con el mismo atuendo, y las boquiadmiraciones de las vecinitas y sus ma­dres no se hicieron esperar, cuando a mí, que había sido la pionera, me habían regalado con una envidiosa (por aquel entonces entendí el concepto) luz de gas. Igual ocurrió cuando salí con el primoroso vestido blanco almidonado que me había hecho mi mamá inspirada en la vi­da tombolesca de Marisol. Tu vestidito blanco era más repollo, se notaba (sobre todo lo notaba yo) que te lo habían comprado en unos grandes almacenes, pero tú, otra vez, causaste sensación. Hasta mi supremo acto infantil de rebeldía, ha­cerme pis en el banco de la iglesia mientras las monjas nos tenían atrapadas en una novena ma­riana, fue miserablemente secundado por tu atroz mimetismo.

Y o no iba por buen camino, no podía ser ori­ginal. Tenía que afanarme en el arte de copiar si no quería fraguarme un seguro futuro de pringa­dilla.

Sin embargo, la insistente pulsión de mi ta­lento siguió jugándome malas pasadas-y propor­cionando (a ti y a otros espabilados) materia pri­ma de copieteo.

No quiso el destino que fueras miope, y tus ojos rasgados te facilitaban la tarea de fusilar mis exámenes. Tu potente reojo fotografiaba sin piedad el contenido de mis hojas, y luego venía lo inevitable: tú sacabas sobresaliente y yo, no­table.

Tu desfachatez prosiguió hasta el umbral de la Universidad. Elegiste el mismo día, la misma mañana (no tuve más remedio que colarte), para acudir a la ventanilla y matricularte en Periodis­mo. A la salida, en la parada del autobús, nos encontramos al profesor de inglés del instituto, y el muy gracioso se le ocurrió decirme: «Ah lpero tú también quieres ser periodista?». iArff! Siempre con el tú también.

He de reconocer que yo también me uní a la tribu de los copistas. Tatuaba temporalmente mis muñecas y la superficie del apoyabrazo de la silla/mesa con las fechas más liosas (mi memo-

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ria siempre se enredaba con los puñeteros nú­meros). Pero bueno, fue un desliz sin importan­cia, como aquel otro que nunca descubriste. Pues sí, mi paciencia se cobró una pequeña ven­ganza. Quizá fue la humareda de tabaco reinan­te lo que cegó tus ojos, pero el caso es que pi­caste. Escribí en una de las hojas timbradas de examen un rollo cicutrino, con letra de agobio, para que no sospecharas, y tu sesgo ocular ab­sorbió tranquilamente esas treinta líneas de fal­sedades. Te levantaste, entregaste lo tuyo. Hice yo un movimiento rápido, escondí la hoja entre el montón sobrante y presenté los folios que no habías visto, los que no habían estado estratégi­camente a tu alcance. Y por primera vez te obse­quiaron con un aprobado ramplón.

Conseguí perderte de vista, que no la pista, y sé que no has abandonado la costumbre. Ahora escribes con nombre supuesto en una revista del corazón y que das en la facultad clases de redac­ción, adornadas con recortes articuleros de quie­nes fuimos tus compañeros de pupitre. Es un detalle.

Probablemente sepas que en Francia han montado una exposición sobre la verdad de lo falso, sobre la autenticidad de las falsificaciones. Y no sólo se preocupan de ello las grandes fir­mas plagiadas; es un buen pastel al que los filó­sofos le hincan el diente con apetito. No me ex­trañaría que hubieras estado allí tomando nota. Tampoco me sorprendería que hubieras ido a Corea, Hong Kong o Tailandia, reinos del buen copiar, donde los beneficios de la falsificación engrosan el producto nacional bruto y hacen que siga flotando la economía sumergida. Allí les dan en los morros a las supermarcas, con productos que lucen igual pero que cuestan mu­cho menos. Les roban la exclusividad, el privile­gio del club de los poseedores. Cualquier min­dungui puede llevar lo que exhibe la jet, y hasta lajet gasta bisutería y no se le caen los anillos al comprar media docena de Lacostes, a dos mil pelas unidad, en los puestos de gitanos a la puerta del mercado.

Recuerdo que tú eras habitual consumidora de cosas sí-pero-no. Tu bolso Louis Vuiton era un remedo hecho en la provincia de Cádiz, tu Cartier era hongkonés puro, traído por un piloto amigo de tu padre. No hubiera estado mal que tuviérais colgado en el salón un cuadro de Elmir de Hory, el falsificador que casi superaba a los falsificados.

Vivir del simulacro es todo un estilo. Ahí tie­nes a Michael Jackson, un chico que se parece a Diana Ross, un negro que hace de blanco, y a Carmel, una blanca que canta como una negra. No te olvides de los compositores estándar, diestros en fabricar canciones llenas de ripios, con chin-pun-chaka-chan discotequero o balada sostenida, que cuando las oyes te suenan a mil melodías; pero ellos torean el plagio apurando al máximo esas cuatro notas de similitud que per­miten las normas. Bien está que algunas imagi-

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naciones no dan para mucho, pero hasta el mismísimo Mick Jagger, supuestamente libre de toda sospecha, ha tenido más que palabras con un señor negro que reclamaba la autoría de la canción Undercover, que el Rolling «se había atrevido» a sacar por los hits con su nombre gra­bado, siendo gloria ajena.

Otro que ha tenido lucha por quítame allá un hit ha sido Peter Süskind, autor del muy olido li­bro El peifume. Su puesto en una editorial como lector de originales le da un cierto tufillo sospe­choso y detentador.

Y es que paseamos nuestros cuerpos light por la era de la copia, incluso de la fotocopia. lQué mayor rizamiento de rizo que imitar, y por dos veces, la firma del missing Nani tomando como referencia un papelillo xerox? No es de extrañar que las empresas de fotocopiadoras presuman de hacer más realidades que la realidad.

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Otros que compiten con la materia misma son los fabricantes de limpiacristales, al inventarse los muros transparentes, los ventanales engaño­sos, las lunas fantasmales, continuamente besa­dos/as, chichoneados/as por labios y frentes in­cautas.

Son tan insistentes como los manueles luques y compañía. Qué obsesión con la blancura. Y ahora les ha dado por la bolita en el tambor de la lavadora. Primero, que el detergente en polvo araña y gasta la ropa; luego, que si el líquido la acaricia; ahora, que la bola expulsa el chorro limpiador con tanta potencia que penetra hasta en la sociedad más difícil. lEn qué se habrán fi­jado para llegar a ese punto?

Debe ser eso de «culo veo, culo quiero». Lo que hace uno, lo hacen todos. Como ocurre con el comportamiento de los famosos de película, siempre ( o casi, a pesar de los cruzados por vida

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saludable) con el cigarrillo en la comisura de los labios y el vaso de whisky pegado a la mano. Los espectadores (ya se sabe lo del corte �ub�imin�l y todo eso) entonces van y se contagian 1rrem1-siblemente. Los altísimos hábitos de imitación son inexcrutables. Y a ver si no por qué las gen­tes beben y fuman como posesas y no les da por copiar el uso habitual del cinturón de seguridad en calles y carreteras. lAcaso no se han percata­do de que Bruce Willis-Luna siempre lleva su pecho atravesado por el aquí odiado cinto? lNohan visto que se molesta en ponérselo aunque tenga mucha prisa y vaya persiguiendo a alguien con su coche?

En nuestras retinas quedan fijadas muchas cosas, pero el almacén mental sólo . re�iene loque le da la gana, especialmente s1 tlene un componente malsano o perverso. De todas for­mas, allá fuera, provocando a nuestros filtros, circulan en total promiscuidad bondades y mal­dades.

Por más que corran o se arrastren los tiempos, siempre hay un cosmos tentador que dice «có­piame, cópiame». Y nosotros sole1:1os obedecer, aun a riesgo de volvernos mudos s1 nuestra cam­panilla interior nos avisa de que se lleva ser co­mo Harpo Marx.

Aunque las locuras locas no son material de fabricación en serie, en su vertiente moderada sí son aceptadas-mercantilizadas por la masa ab­sorbente. Lo que una vez pudo tener visos de escándalo (fíjate en la minifalda), años después puede ser signo de elegante modernez, exhibido incluso en bodas y recepciones de alta alcurnia (fíjate en las ilustres invitadas al enlace en Sevi­lla del heredero de la casa de Alba o en la anfi­triona del aterrizaje en Madrid de la colección de arte Von Thyssen).

Por si no lo sabías, todo se renueva, luego to­do permanece. Cuando se están recogiendo las escurriduras del posmodernismo y los pijos (los nuevos pijos) crecen desaforadamente como hongos el pop (neo por aquí, neo por allí) se resiste 'a abandonarnos. La estética repetitiva ataca sin piedad, aunque el disfraz sea horrendo; tan horrendo como la comida basura, falso plás­tico que pretende ser milagro de pan, carne y peces. Dicen que lo último en Londres es el su­per bad, la recuperación de la horterada, de las camisas y chaquetas-casacas con grandes cuellos y solapas, en estampados y colores chirriantes, los zapatos de plataforma, los pantalones pata de elefante, los pelos afro a lo Cleopatra Jones, y la música pegajosa de Shaft. También dicen que no saldrá de los cuatro clubes y que es preferible el petardeo (todo lo demás, según estos ini­ciados).

Sin embargo, los gustos y apetencias son im­predecibles. Era igualmente cosa de círculos ce­rrados lo del pendiente en la oreja; otros signos de gays, hace unos años lo adoptaron los moder­nos y ahora si te descuidas lo lleva ya tu padre.

No existe lo exclusivo, siempre hay alguien 11l

dispuesto a repetir lo único, a difundir el se­creto.

Que se lo digan a la Prensa, a los mass media.Sus hacedores casi se han olvidado de la rim­bombante palabreja de scoop, del nervio de la exclusiva. Viven, vivimos, en una gran sala de espejos. Todo se sabe. Si vas de explorador, te llevarás el chasco de que otro Amundsen ya pu­so la bandera en el hielo. Tú puedes saber algo inédito, se lo das a tu terminal para que lo digie­ra· pasan 15 días de digestión, porque suponga-

' . . mos que estás en un semanano, y en ese tiem-

po algún diario, aunque sea de segunda divi­sión, alguna emisora de radio, aunque sea de ámbito local, ya se adelantó. Pero no pasa nada, no sufras. En todas las redacciones se manejan y diseccionan ejemplares de la competencia, antes o después de su salida a la calle (los viejos espia­dores nunca mueren). Las radios (sí, ellas másque otros medios) fusilan reportajes enteros sincitar las fuentes. Los formatos de revistas deéxito se reproducen sin ningún pudor, letras decabecera incluidas. Si a alguno/a le da por lalínea clara, por meter muchos blancos, otroscuantos finos le seguirán. Si se dan fotones asangre, con rostros vivos, a pura arruga, grano oespinilla, pues todos a ello. Que gusta cucara­chear las páginas de negritas, con gente a tope,allá van nombres y personajillos (los mismos,contando lo mismo) por todas partes. Si toca ne­gritas en las producciones de moda, de cada cua­tro blancas, una modelo es oscura. Si es el turnode las memorias (amnesias, según se mire), lasportadas se inundan de caras con aires de confe­sión, hasta tiernos adolescentes como los Igle­sias-Preysler se asoman al escaparate recorda­torio.

Como podrás ver, querida enemiga, el estilo ajo (el insistente sabor de lo sabido) nos posee como una maldición. Y no me niegues que tus ojos, como los míos y los de _Il!uchos otros, se clavan en las sobremesas telev1s1vas para ver por decimonona vez Fama u Hotel, por más que se­pamos que nos van a servir siempre el mismo plato. Los seriales se nutren de idénticas fórmu­las, ya sean norteamericanos, mexicanos o aus­tralianos· tan sólo los británicos parecen apartar­se de lo; dinásticos guiones dal/as-crest paridos por el ordenador, y siempre tienen limpio de mohos y telarañas un trozo de época para ser­virnos.

Y para no cambiar de disco, pues no quiero agotar mi capacidad de sorpresa, iré dentro de un rato a ver la tercera parte de Viernes 13 o la cuarta (lquizá la quinta?) de Loca academia depolicía. El caso es que no sé si ir al cine, porque en el videoclub de al lado de casa tienen piratea­do todo lo del mundo, y además barato; no se cortan un pelo y han puesto un cartelito con esa coplilla jabonbsa y popular que dice e «busque, compare, y si encuentra algo mejor, cómprelo».