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Los Cuadernos de Literatura Virtual LA ARENOSA TIERRA Cuento dedicado a la hija de mi hermana vorita. Lourdes de Paz P or un instante, le pareció que la maña- na no tenía límites, que venía en su punto justo. El muro lateral de la casa estaba blanco como una pasta dentíi- ca, mitad radiante, mitad somnoliento. La pared era alta y poderosa. Ninguna ventana interrum- pía con curiosidades aquellas planicies vertica- les. Todo era plano, o mejor, hecho a muchos planos. La bruma se desperezaba entre los jun- cos y la arena. De cintura para abo, a ras de la tierra, hacía un ío de bodega que conservaba a la esca las sensaciones que se embotaban de cintura para arriba, en línea con el horizonte. Así se presentaba aquella mañana: como si e- ra un domingo en una casa sin animales, sin obligaciones. Mirar el cielo limpio, deleitarse más allá de sus ojos, más lejos que las montañas del ndo y más prondo que aquellas aguas que exhalaban un aliento helado, había constituido el principio del principio de cada mañana de domingo de los últimos años. A las diez tocarían las campanas, perdón, la campana, y correrían chorros de colo- nia lavanda inglesa sobre cabezas inntiles apresuradas. Sería el primer aviso. Luego sona- ría el campanilleo lejano del ultramarinos abriendo su oscuridad de galleta. Otra niña com- praría sal para la madre que tocaba los pucheros con manos de amianto y recetas soladas. iQué suerte de tensión! pensó Lourdes cuando volvió a escuchar a sus espaldas el tintineo lejano. Pisaba piedrillas sueltas y libres de la hume- dad de la arenosa tierra y seguía sin moverse de aquel tendido a sol y sombra porque estaba es- perando. Levantó la cabeza hacia tres partes de azul y una de blanco, más o menos en la misma proporción que lo que le habían dicho que era el mundo, y se sintió aliviada y tibia de cabeza y tronco, lo ndamental, como también le habían dicho. El tren vendría sin retraso ante semejan- tes condiciones. Sonó el segundo rebaño de campanas. Los hombres se quitaban la caspa del traje a rayas y las mujeres caminaban a paso trompicón mien- tras se desenroscaban las medias y se ajustaban la ja. Luego se dividirían: ellas hacia la ermita, ellos hacia el correo. Algunos, escasísimos, aullaban con sus miradas hacia los cuellos blan- cos de los otros varones que se diminaban en la distancia, enhebrados con nudo de matrona para la liturgia. Lourdes entró a la casa a servirse un tazón de leche caliente. Franqueado el blanco muro todo parecía iluminado con luz cerrada. Siempre que se sentaba a la mesa y miraba por la ventana, se 42 preguntaba qué diablos hacía aquella red mos- quitera raída cegando la húmeda estancia de la cocina. Las moscas entraban con el pleno permi- so de los agujeros a aquella escura de mora que lo invadía todo. Los colores tibios del exte- rior parecían marcados sin erza en un papel cuadriculado, lo cual le exigía un eserzo de concentración, enque y mal humor. Se acercó a la repisa de la ventana estirando el cuerpo por encima del gón, para alcanzar el puchero que contenía la leche. Abotel aire sobre el cír- culo de la cacerola para espantar a un par de moscas. Con sumo cuidado e separando la na- ta que se había adherido como una tela de araña a la orilla circular. En la última semana había re- petido esta tarea diariamente porque hoy do- mingo deseaba conseguir la cantidad de nata su- ficiente para hacer un bizcocho esponjoso y bri- llante para su sobrina. Entró, a través de l a ven- tana, el sonido de herrero liz del campanario. Ese galope de hierros borrachos comenzaba cuando el cura ya había sellado sus manos de ci- prés ente a la boca y esperaba que dejase de oírse el crujir de los pasos sobre la desvencijada madera de la iglesia. Entonces empezaba el ofi- cio. Las voces afinadas con el único diapasón del mismo texto litúrgico en un diálogo de eco; el ruido de descarga que los ligreses componían cuando se dejaban desplomar compactos sobre los bancos corridos de madera; las toses, las mantillas, los rapaces adheridos a la barandilla del coro de allí atrás y de allí en lo alto, la cam- panilla del monaguillo, un recogimiento de ca- beza sobre las manos entrelazadas, el respeto de la consagración y, enseguida, la luz cegadora del embudo de la puerta, las cinco escaleras desden- tadas del pórtico, las florecillas silvestres que crecían por los bajos de las grietas y otro repi- queteo de fiesta que hacía de la modesta campa- na una noria con volatineros celestiales. Si ya había concluido esta celebración, sólo le quedaba esperar la propia. Serían ya las once pa- sadas y en el ndo de su tazón nadaban subma- rinos de migas desguazados de la guerra líquida que había suido su semiesférico continente. Pensó cuánto tiempo podría pasar deslizando las palmas de sus manos sobre el hule de la mesa; pensando; recorriendo espacios próximos o dis- tantes con la consagrada sensación de que todo era de sí misma se teñía de una sombra ía. No era una sensación desagradable ni pesada, si- no todo lo reversible que se pueda imaginar. Ca- da instante poseía para Lourdes una investiga- ción solitaria que le producía una descompre- sión al cambiar el momento de identidad. Como si la sangre era un impermeable ío que uno se pone sobre el cuerpo desnudo, o un chorro gaz que cae veloz de la nuca a los tobillos sin que tenga que cambiar la expresión de la cara. Que nada se note. De pequeña le ocurría mu- cho. Cada vez que entraba a comprar pipas a la tienda y apostaba su esrzada bicicleta en el banco de madera si estaba vacío; en la carnice-

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Los Cuadernos de Literatura Virtual

LA ARENOSA TIERRA

Cuento dedicado a la hija de mi hermana favorita.

Lourdes de Paz

Por un instante, le pareció que la maña­na no tenía límites, que venía en su punto justo. El muro lateral de la casa estaba blanco como una pasta dentífri-

ca, mitad radiante, mitad somnoliento. La pared era alta y poderosa. Ninguna ventana interrum­pía con curiosidades aquellas planicies vertica­les. Todo era plano, o mejor, hecho a muchos planos. La bruma se desperezaba entre los jun­cos y la arena. De cintura para abajo, a ras de la tierra, hacía un frío de bodega que conservaba a la fresca las sensaciones que se embotaban de cintura para arriba, en línea con el horizonte. Así se presentaba aquella mañana: como si fue­ra un domingo en una casa sin animales, sin obligaciones.

Mirar el cielo limpio, deleitarse más allá de sus ojos, más lejos que las montañas del fondo y más profundo que aquellas aguas que exhalaban un aliento helado, había constituido el principio del principio de cada mañana de domingo de los últimos años. A las diez tocarían las campanas, perdón, la campana, y correrían chorros de colo­nia lavanda inglesa sobre cabezas infantiles apresuradas. Sería el primer aviso. Luego sona­ría el campanilleo lejano del ultramarinos abriendo su oscuridad de galleta. Otra niña com­praría sal para la madre que tocaba los pucheros con manos de amianto y recetas solfeadas. iQué suerte de tensión! pensó Lourdes cuando volvió a escuchar a sus espaldas el tintineo lejano.

Pisaba piedrillas sueltas y libres de la hume­dad de la arenosa tierra y seguía sin moverse de aquel tendido a sol y sombra porque estaba es­perando. Levantó la cabeza hacia tres partes de azul y una de blanco, más o menos en la misma proporción que lo que le habían dicho que era el mundo, y se sintió aliviada y tibia de cabeza y tronco, lo fundamental, como también le habían dicho. El tren vendría sin retraso ante semejan­tes condiciones.

Sonó el segundo rebaño de campanas. Los hombres se quitaban la caspa del traje a rayas y las mujeres caminaban a paso trompicón mien­tras se desenroscaban las medias y se ajustaban la faja. Luego se dividirían: ellas hacia la ermita, ellos hacia el correo. Algunos, escasísimos, aullaban con sus miradas hacia los cuellos blan­cos de los otros varones que se difuminaban en la distancia, enhebrados con nudo de matrona para la liturgia.

Lourdes entró a la casa a servirse un tazón de leche caliente. Franqueado el blanco muro todo parecía iluminado con luz cerrada. Siempre que se sentaba a la mesa y miraba por la ventana, se

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preguntaba qué diablos hacía aquella red mos­quitera raída cegando la húmeda estancia de la cocina. Las moscas entraban con el pleno permi­so de los agujeros a aquella frescura de mora que lo invadía todo. Los colores tibios del exte­rior parecían marcados sin fuerza en un papel cuadriculado, lo cual le exigía un esfuerzo de concentración, enfoque y mal humor. Se acercó a la repisa de la ventana estirando el cuerpo por encima del fogón, para alcanzar el puchero que contenía la leche. Abofeteó el aire sobre el cír­culo de la cacerola para espantar a un par de moscas. Con sumo cuidado fue separando la na­ta que se había adherido como una tela de araña a la orilla circular. En la última semana había re­petido esta tarea diariamente porque hoy do­mingo deseaba conseguir la cantidad de nata su­ficiente para hacer un bizcocho esponjoso y bri­llante para su sobrina. Entró, a través de la ven­tana, el sonido de herrero feliz del campanario. Ese galope de hierros borrachos comenzaba cuando el cura ya había sellado sus manos de ci­prés frente a la boca y esperaba que dejase de oírse el crujir de los pasos sobre la desvencijada madera de la iglesia. Entonces empezaba el ofi­cio. Las voces afinadas con el único diapasón del mismo texto litúrgico en un diálogo de eco; el ruido de descarga que los feligreses componían cuando se dejaban desplomar compactos sobre los bancos corridos de madera; las toses, las mantillas, los rapaces adheridos a la barandilla del coro de allí atrás y de allí en lo alto, la cam­panilla del monaguillo, un recogimiento de ca­beza sobre las manos entrelazadas, el respeto de la consagración y, enseguida, la luz cegadora del embudo de la puerta, las cinco escaleras desden­tadas del pórtico, las florecillas silvestres que crecían por los bajos de las grietas y otro repi­queteo de fiesta que hacía de la modesta campa­na una noria con volatineros celestiales.

Si ya había concluido esta celebración, sólo le quedaba esperar la propia. Serían ya las once pa­sadas y en el fondo de su tazón nadaban subma­rinos de migas desguazados de la guerra líquida que había sufrido su semiesférico continente. Pensó cuánto tiempo podría pasar deslizando las palmas de sus manos sobre el hule de la mesa; pensando; recorriendo espacios próximos o dis­tantes con la consagrada sensación de que todo fuera de sí misma se teñía de una sombra fría. No era una sensación desagradable ni pesada, si­no todo lo reversible que se pueda imaginar. Ca­da instante poseía para Lourdes una investiga­ción solitaria que le producía una descompre­sión al cambiar el momento de identidad. Como si la sangre fuera un impermeable frío que uno se pone sobre el cuerpo desnudo, o un chorro fugaz que cae veloz de la nuca a los tobillos sin que tenga que cambiar la expresión de la cara. Que nada se note. De pequeña le ocurría mu­cho. Cada vez que entraba a comprar pipas a la tienda y apostaba su esforzada bicicleta en el banco de madera si estaba vacío; en la carnice-

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Los Cuadernos de Literatura Virtual

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ría, donde siempre pensaba que a tanta carne desnuda le faltaba ropa interior, que toda carni­cería era una exhibición de las novias del capi­tán Garfio; cuando entraba en el jardín salvaje y despeinado de la Campa de la Cruz para posar su culo en los bancos helados de láminas de hie­rro ametralladas. Si la vuelta en bicicleta había pasado por la entrada de la fábrica de arenas del pueblo, entonces el despliegue de fuerzas en sus piernas la dejaba sin habla. Era tanto el freno y tan frágil su equilibrio que casi siempre optaba por bajarse del sillín y afrontar aquella muralla de arena prensada con huellas de camión a pie.

Era todo impreciso, salvo la hora. Era extraño volver a ver a Silvia, imaginársela bajando del tren por sus propias piernas, con sentido común, con dientes de leche y con siete años. La última vez era sólo un bebé con la boquita abierta, ba­beándole el cuello con su tibieza. Sentirse su tía le provocaba una alegría nerviosa. Poder obser­var una nueva infancia, le hacía olvidar los espe-

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jos con su cara mudada de todos estos años; le hacía olvidarse, para querer mirarla a ella. Tenía miedo de aquellos quince días que pasarían jun­tas en el pueblo, reencontrarse con un pergami­no de sensaciones olvidadas que ella misma ha­bía venido desmenuzando con su propio y re­cién perdido papel de sobrina.

La razón para regresar al pueblo fue la enfer­medad de su tía Rosario, que había existido sola en aquella casa de paredón blanco que ahora era la suya. Recordaba sus brazos harinados y lo que le gustaba claxonar con su pequeña mano los músculos blandos y tiernos de sus extremida­des. Le gustaba su sonido dislocado. Aquellas conversaciones de visionaria de su propia vida que se repetían con la necesidad atemporal de sacarlas a la garganta. Para Lourdes, su tía zurcía sus recuerdos, ateridos de futuro inexistente, a la menor ocasión. Siempre. Era esa repetición de cauce insensato lo que le daba una visión particular, de otro mundo, un planeta sin inter-

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Los Cuadernos de Literatura Virtual

ferencias donde compartían historias nítidas de tente-tiesos, como si cada versión constituyera el cu-cú mecánico de personajes con nombre y vocación. A Lourdes le vinculaba una extraña solidaridad con aquel infierno perdido; más que un vínculo, lo percibía como un cruce de alian­zas. Plantarse ante aquella irradiación, cálida y acogedora como una mujer esponjosa con tacto de duna, le servía de horizonte.

Su tía Rosario había nacido en el Casco Viejo Bilbaíno de una madre que le enunció once her­manos más. Desde pequeña le había hecho co­nocer el temor, no el miedo, sino el pánico a crear sufrimiento ajeno, y su carácter cósmico convirtió el vino de sacrificio en espumoso du­rante sus 67 años de vida. Murió viva o con la esperanza de que su manual de errores sirviera a alguien.

Lourdes se revolvió dentro de sus prendas. El sol estaba más alto que un tacón de fiesta y una gota se le escurrió con prisa entre el canalillo de sus pequeños senos de lentejuela. Hoy era un día feliz. Olvidaría la pesada carga de lo que no se tiene o de lo que no se puede carecer. Olvida­ría la invasión de la nada, lo que uno lava e in­troduce dentro de un tambor que gira y gira pe­ro no hay jabón sino lodo pantanoso ... Se acercó a la fregadera y se apresuró a coger un vaso del escurridor, abrió el grifo y bebió con avidez siete tragos de agua del vaso que acababa de llenar. El hipo le había sobrevenido sin provocarlo. Eso era algo que le divertía.

Oyó gritos y zancadas de los niños que baja­ban por la escalera de la casa. Serían los hijos de Saturio con sus trajes de baño y su colección de chapas que se dirigían como cada día soleado hacia el puente roto. Eso no había cambiado desde su infancia; el puente se destruía cada día más y cuervos juguetones seguían cazando itu­rris de las botellas de refresco que los rapaces lanzaban al vuelo.

En el fondo, qué había cambiado de verdad. Su imaginación seguía inmaculada también en la superficie, y ella se sentía funcionando. La distancia con las cosas le había obsesionado des­de pequeña. El temor de hacer algo mal se había grabado en su memoria que sólo registraba el sentimiento, de forma que las resoluciones posi­tivas se reducían a la cruz del punto de mira de un teleobjetivo infinito.

Dejó de hilvanar en blanco las oleadas de sen­timentalismos respecto a sí misma cuando oyó golpear unos nudillos tras su puerta. La madera del pasillo crujió como si avanzara sobre muchas cabezas de delfines alineados. Del otro lado es­taba Pepín, con su pañuelo a cuadros vivos, res­tregándoselo a ojos cerrados por su cara perlada. Cuando asentó su cabeza giratoria le dijo que venía a avisarle que el tren llegaba adelantado y que, dadas las circunstancias, le gustaría saberlo. Lourdes le devolvió gracias plurales que se ele­varon con el botijo de barro helado que le ten­dió.

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Cuando cerró la puerta, colocó de nuevo el botijo sobre la fregadera de granito situada en el norte más aciago de la cocina, se abrochó el cin­turón de su pantalón vaquero y se calzó el talón de lona de sus playeras. Iría a la estación por un atajo, como se había conducido por su vida en los momentos apremiantes. En realidad odiaba decidir, su entrenamiento principal había sido la negación, porque era siempre la vía más rápida. Necesitaba controlar el entorno, prevenir las eventualidades y las contradicciones que le so­brevenían de forma inesperada. No conocía la falta de voluntad cuando se proponía alcanzar algo, pero siempre le escaseaba el tiempo. Quizá su error había consistido en aferrarse a muchas pautas, al tiempo que desechaba todas ellas. Ahora cada segundo se le convirtió en una gran zancada. Dejó atrás el garaje, que se inundaba siempre que se excedían las lluvias dentro del pantano y ya sólo se dedicaba a reparar peque­ñas lanchas. Tomó el camino de los indios por la calle de los cuchillos, a pesar de que las corrien­tes de aire que por allí se disparaban habían des­plumado el culo de más de una gallina y dado origen al apelativo. Se peleó con la resistencia de sus hombros al avance, e invocó a la disper­sión natural que poseía para que la ayudase a concentrar sus esfuerzos en la próxima calle perpendicular. Odiaba lo que estaba haciendo, introducirse por una calle hostil, pero el tiempo cerraba el puño junto a sus caderas. Se sentía presa del origen de su propia libertad. Lo que más deseaba era ver llegar a Silvia y buscarla, y que la buscase a ella también. No quería retra­sarse por nada de su imaginación.

Cuando nació Silvia hace siete años de suerte, atravesaba un desfiladero de cambios y su llega­da supuso una baza de sensaciones arraigadas. La niña nació con dedos larguísimos como los de su madre y con la misma expresión que Lourdes recordaba de su hermana cuando le da­ba el sol de frente de pequeña. Todo lo que le parecía su vida de arranques, de situaciones inestables y de salidas truncadas, se le volteaba con las ganas de dedicarse tan sólo a que se le calentara la mano como cuando le agarró el de­do, una hora después de nacer.

Después de la venida de Silvia a su mundo aquel uno de enero, su situación mejoró por ar­te de casualidad y sintió que su mal sentimental estaba curado. Cuando Silvia empezó a crecer, Lourdes dejó de necesitar espejos para verse dis­torsionada. Intuyó que alguna vez tendría que dedicarse a no forzar nada y ella le ayudó a olvi­darse un poco de sí misma, a dejar de comer mi­gajas de crítica disolvente para seguir entera.

Llegó al andén con la respiración acelerada. Lejos, un saltamontes de hierro cortó la pradera arrastrándose lentamente como un búfalo con las dos patas traseras inutilizadas. Llegó elo negro y lo blanco. El tren con su cara dentro.