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Nicho de Reyes

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E X T R A Í D O D E L L I B R O « M E S Á N I C O D E C I M O N O V E N O »D E L A S M E M O R I A S D E L C R O N I S T A

AÑO 4973 DE LA TERCERA EDAD DE ARGOS ILÍADA DEL REENCUENTRO CON LA SOMBRA

La negra borrasca se aproxima desde el Norte, desde más allá de los Desiertos Eternos, atravesando la alta cordillera de Nuz-Ungras y adentrándose en los inhóspitos territorios baldíos. Todos lo ignoran, pues la tierra del Norte ha permanecido olvidada durante demasiados siglos, pero es tiempo de que el durmiente despierte y la torre de obsidiana vuelva a encender sus fuegos en lo más recóndito de las Tierras Áridas, bajo el azufre incandescente de la llama volcánica y los afilados colmillos de los saurios fosilizados. La sombra arrastra consigo los gritos de la jauría, un enjambre de ecos que reverberan de un tiempo que se pierde en la memoria del hombre... de una época que significó la caída de los hacedores y el origen de los mitos y las leyendas que hoy enriquecen nuestra tierra. La oscuridad cubre los desiertos deshabitados que se yerguen más allá de los Montes de Tom-Bradil y de las inacabables llanuras de Forjad, Ventar y Lob. El horror se extiende por las ciénagas y los páramos cuyo dominio aún hoy pertenecen al innombrable, emergiendo por la cala occidental de la Tierra Baldía y arremolinándose entorno al prohibido Kathur.

La tierra que fue de los juzzrrianns, los ricos paganos adoradores del Alto Men-saka y cuya sangre hoy se halla al borde de la extinción, vuelve a estar poblada. Lo que antaño fueron ricas ciudades y hermosos reinos, dominados por orgullosos reyes y altos

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La tierra del dragón. Vol. I

gobernantes de vieja alcurnia, hoy son desiertos infranqueables, encrucijadas perdidas y ciénagas ponzoñosas. Los hombres olvidaron hace mucho tiempo el cataclismo que hundió la bella Luim-Nad y trajo consigo la más grande guerra que jamás ha acontecido entre las fronteras de Argos. Hoy, las tierras donde antaño combatieron los pendones de Luján, simbolizados por el escudo, la espada y la corona, hermanados con los herederos del Padre Sistrian y amparados por las naciones picapedreras de los grandes Uranos, vuelven a ser mancilladas por negros pies que ollan la roca y la grieta, buscando las fronteras de Ashgord y adentrándose en el tórrido infierno de Luduz Ungras. El espíritu de la contienda y la venganza despierta en una tierra olvidada por el hombre, y los hijos del innombrable abandonan los territorios libres para regresar a la cuna de su origen, allá donde su sangre fue forjada con dolor y su espíritu encumbrado por aberrantes violaciones a la gracia del omnisciente Miles Der Vand. Pero antaño la guerra no llegó de forma inesperada como amenaza a presentarse hoy, pues los augurios de los hados traían consigo el olor de la muerte y los oráculos anunciaban funestos presagios que hablaban de un ser que portaría la desgracia a Argos. Fue el impío Heimdall, segundo heredero de Eldever y sucesor de Groovas Moonrreak, el que se convirtió en el adalid de los apóstatas portadores del menzano; arcanos renegados de la magia propagada en la primera edad por Gibbon Suth y adoradores de las tinieblas invocadas por el innombrable desde el Abismo.

Sucedió tras el inicio de la Gran Guerra, cuyo origen se fragua con la caída de Luim-Nad y la desgracia de los juzzrrianns. Rondaba el invierno del año 3723, lo recuerdo perfectamente... como si apenas hubieran acontecido un par de días desde entonces. Mis ojos ya eran viejos, aunque todavía conservaban un triste hálito de mortalidad, sin embargo ya había tenido tiempo de vislumbrar el Levantamiento de la Fortaleza de Ankuz-Traz, las Batallas de Uduz-Ungras, que enfrentaron a los habitantes de Luim-Nad a los herederos del impío, y finalmente, el Acantonamiento en la ribera alta del Zoj. Y allí llegó Makaluín, el patriarca de los grandes dragones negros, cuyo progenitor había muerto bajo la lanza del Alto Mensaka, y cuya sangre provenía del mismísimo Kunna, rey de los dragones de linaje azabache. La estirpe de los grandes negros se unió a la de los nigromantes, y juntos trajeron de vuelta al innombrable, provocando que el caos profetizado en las viejas leyendas se hiciera realidad.

Luim-Nad cayó bajo la voluntad del tenebroso y toda la tierra de Argos se con-virtió en un campo de batalla donde los ejércitos de la luz y la oscuridad combatieron por muchos años. Los grandes rojos, convocados por el anciano Budgía, descendieron desde los altos riscos, donde habían pasado siglos cuidando de sus tesoros y riquezas, y se unieron a sus hermanos de sangre. Las tinieblas sobrepasaron la frontera desolada de los juzzrrianns y se expandieron más allá de la cuenca alta de Argos, adentrándose hasta el umbral del Río Grande y convirtiendo el mundo de los humanos en un hervidero

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de bestias ansiosas de cruentas batallas y devastación. La presencia del innombrable era incontenible, sus ejércitos, alimentados por siglos y siglos de esclavitud y persecu-ción, asolaban ciudades, pueblos y países, sin mostrar misericordia alguna. Incluso el Gran Enedgar, la Gran Muralla de Bradin, levantada por los enanos años antes del inicio de las hostilidades, estuvo a punto de ser derribada y sus dominios conquistados por el enemigo. La oscuridad se propagó rápidamente por todos los puntos cardinales de la tierra de Argos, e incluso los grandes blancos, primeros herederos de Miles Der Vand, observaron espantados como sus más antiguos adversarios tomaban la tierra de sus ancestros.

Fue en la pequeña ciudad de Vuharán donde el sabio gobernante Eneghas Luján, vigésimo quinto descendiente de Waldass Gris-Luhán, convocó la Asamblea de Razas, convirtiéndose este concilio en la última esperanza de las gentes libres contra el enemigo llegado del País Remoto, o en la lengua de los desaparecidos juzzrrianns: Luduz Ungras. Acuciados por los ejércitos del innombrable, acudieron a la tierra de los nobles caballeros los principales adalides del mundo. En los salones de la Fortaleza de la Ordenanza se reunieron doce de los más grandes señores de los tres hemisferios de Argos: Eneghas Luján, representante de los humanos del norte; Eleanor de Lin-Lain, monarca de los elfos sistrianos y descendiente legítimo del ívoles; la reina Nartisis, señora de los elfos ustrales y consorte de Helem el Rebelde; el príncipe Ali-Orao, gene-ral en jefe de los desiertos de Velad, capital de la Isla del Sol; Nao Nimbuss Orgurath, rey del hemisferio Sur y señor de Nivandia, capital de las tierras heladas de Krisak; Gralas Valdemmore, patriarca del Clan Maestro de Gératron y Sumo Magistrado de los magos; Vundun Os’Amarel, maestro del Gremio de Karas-Murdat y Ministro de los Clanes de Hechicería; Nunok Maestrazgo, representante de los cinco gremios enanos de Bradin; la emperatriz mestiza Liada Virgin, reina de Gumn y señora del país de Legos; el intrépido Lábakoss, vigesimonoveno hijo de Hummad, el Gran Dragón Blan-co; el venerable Vidda el marrón, último de los tres grandes dragones creados por las tres encarnaciones de los dioses supremos; y por último el rey sabio Ontress, señor de Tais y gobernante de la tierra mágica de Isanté. Durante todo un crepúsculo y durante algo más de un día, aquellos eruditos -que en el pasado estuvieron enfrentados por viejas rencillas y que aun hoy en día, muchos siglos después de la guerra, todavía si-guen distanciados- debatieron sobre la posición que debían tomar sus facciones en la que ya era conocida como la Gran Guerra de Argos. Mientras el fuego de los grandes negros y los grandes rojos amenazaba con extenderse más allá de la ribera baja del Río Grande, y la hegemonía del innombrable, auspiciada por su fiel lacayo Heimdall, se hacía inquebrantable, en Vuharán se forjaba la más extraordinaria alianza jamás vista por los pueblos sometidos de Argos. Se constituyó la Marca, señas de identidad de la nueva Ordenanza de Caballería de Luján, que con el tiempo se convertiría en

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Sagrada Entidad para todos los habitantes del viejo continente. Vuharán cambiaría su nombre por el de Luján en honor al magistrado -apelativo que en un futuro también recibiría el resto de la región en que se encontraba enclavada tan hermosa ciudad-, y el señor de Luján se convertiría en Lord Mariscal Supremo de aquella nueva orden de guerreros sabios y justos.

En un estallido de esperanza que trajo el calor a los corazones ofuscados de los desahuciados, se produjo el retorno de los dragones benignos. Los grandes colosos blancos, verdes, dorados, amarillos, magentas y violetas condujeron a sus hermanos menores contra el enemigo, y fue en la primavera del año 3824, casi cien años después del inicio de la contienda, cuando las tropas del innombrable fueron expulsadas de su principal bastión, el Ojo de Dumas-Trae, en la frontera de Gallard, y condenados a la sombra de las Tierras Baldías, el oscuro páramo que tan traicioneramente habían arrebatado a los juzzrrianns. Pero la Gran Guerra aún duraría muchos años más, pues el enemigo era fuerte en sus territorios y mucho costó derrocarlo tras las fronteras de Ashgord. Finalmente, tras largas marchas bajo el frío hálito de las brumas negras y tras cruentas incursiones entre las ruinas de las grandiosas ciudades olvidadas de Luim-Nad, los vástagos del impío se vieron cercados y asediados en sus propias fronteras, entre las montañas que forman los límites del Valle del Zoj. Fue allí, tras los altos mu-ros de Ashgord, donde se produjo la última batalla que pondría fin a la Gran Guerra. Durante trescientos sesenta y cinco días, los heraldos de Luján combatieron en tierra extraña, afrontando las oleadas salvajes que el enemigo lanzaba en su contra. Pero el innombrable había perdido mucho poder y aunque durante mucho tiempo resistió las embestidas de los ejércitos invasores, acabó perdiendo el dominio de la ciudad de Uz-Guz, el puerto de Grunz, y finalmente su más preciada fortaleza: Ankuz-Traz.

La Batalla de Zoj, nombre con el que sería recordada en la posteridad aque-lla última contienda, feneció cuando los ejércitos de Luján tomaron la fortaleza de Kantross Wolfgood, primado de Luduz Ungras y prelado de los Señores Oscuros, y el innombrable fue arrojado a través de las Puertas de Enebros, umbral entre la tierra de los mortales y el Abismo donde fue desterrado por los hacedores en tiempos antiguos. Los gritos agónicos del innombrable se perdieron en lo más profundo de Luduz Ungras y el dolor de las gentes de Argos concluyó aquel feliz día. Pero todavía faltaba por llegar la mayor de las desgracias vistas por los mortales, pues con la caída de Ankuz-Traz, y la posterior obstrucción de las puertas de Kri-Santic, morada del Nigromante Supremo Heimdall, la más vieja de las razas de Argos se diluiría en la noche como un sueño demasiado hermoso que se resiste a desaparecer con la aurora. Como una bandada de aves migratorias, que huyen desesperadas del invierno helado, los grandes dragones, ya fueran blancos, negros o marrones, o cualquiera de los colores que distinguían a los diferentes clanes de saurios, abandonaron los cielos y partieron hacia el norte, más

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allá de los Vastos Arrecifes, adentrándose en alta mar, y desapareciendo rumbo a los Territorios Perdidos. Con ellos marcharon también los dragones, hermanos menores de los grandes colosos, cuya inteligencia y discernimiento jamás ha llegado a igualar a la de sus mayores. Así pues, los cielos de Argos quedaron despoblados de los más antiguos y orgullosos seres que han existido desde el génesis del mundo. Nadie supo jamás con certeza lo que ocurrió, ni qué les hizo marchar tan precipitadamente de una tierra que habían habitado desde mucho antes del nacimiento del ívoles o el gé-nesis de los primeros igídeos. ¿Huyeron... murieron... desaparecieron...? Las hipótesis y leyendas fueron distintas y variadas, pero lo cierto es que desde entonces jamás un habitante de Argos ha visto un dragón surcar los cielos durante el día o después de la puesta de sol.

Con la caída de Luduz Ungras, los escribas señalaron el inicio de una edad llamada Era Nueva, un hito que marcaba la tercera edad en el orden cronológico del Eccélion. Durante muchos años, los habitantes del viejo continente vivieron bajo la sombra de la Gran Guerra y las desdichas que trajo consigo la postguerra. Muchas ciudades del antiguo régimen se habían desmoronado estrepitosamente a causa de la pobreza, las plagas, las enfermedades o la hambruna. Los enanos, desconfiados y orgullosos, cerraron las puertas de Bradin y apenas se mezclaron con los humanos. Los sistrianos, gobernados por Darkennor, hijo de Eleanor, retornaron a la vieja Alamba y renegaron una vez más de la sangre ustral. Los humanos, ya viejos y sabios, extendieron sus fronteras a lo largo y ancho de los tres hemisferios de Argos, pero jamás osaron poner un pie en la tierra maldita de los juzzrrianns, convirtiéndose con el paso de los siglos en un lugar prohibido para los mortales. Al norte de los Montes de Tom-Bradil, y colindando con la vieja tierra de Gallard, del nuevo imperio de Luján y del vasto continente de Yentai, nació el reino de Abisinia la Costera, un nuevo país cuyo linaje se cree descendiente de la sangre de los juzzrrianns malditos.

Luján se convirtió en la más poderosa de las naciones, y la cofradía de los caba-lleros se extendió a lo largo y ancho de todo el continente, erigiéndose en una institución respetada y admirada allá donde se alzaran sus sedes. Fueron precisamente los Caballeros de Luján, descendientes de aquellos que habían combatido por salvaguardar la paz en Argos, los que trajeron consigo la defensa de los pueblos y el abastecimiento de las ciu-dades. Protegieron a los inocentes de los vástagos huidos del innombrable, cuidaron las fronteras de las poblaciones más pobres de bandidos, cuatreros y bandoleros, y la Marca se convirtió en un credo inquebrantable para todos aquellos candidatos que encomendaban su vida a la ordenanza y juraban su acatamiento. Pero la existencia de los humanos, a diferencia de la casta de los elfos, es corta y efímera, y con el paso del tiempo, los sucesos que marcaron el fin de la Era de la Oscuridad, quedaron olvidados en la mente de los orgullosos hombres, siendo muy pocos los capaces de recordar lo que aconteció en tiempos

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de la Gran Guerra. Los siglos, losas demasiado pesadas para la memoria de los humanos, borraron de la mente de las gentes de Argos la existencia de los dragones, convirtiéndose en mitos o cuentos que los mayores relataban a sus nietos antes de conciliar el sueño. La fe en los hacedores decayó tras el cataclismo de Luim-Nad. Los antiguos dioses, guardianes del Jardín de Grandia, fueron olvidados, y con ellos se perdió el recuerdo del nombre de aquél que no he osado pronunciar en todo el capítulo y que aun hoy en día soy incapaz de escribir sin que me tiemble el pulso.

Han pasado mil ciento treinta y tres años desde el final de la Gran Guerra, y aún me veo sorprendido ante la magnificencia que han mostrado los nuevos herederos del viejo mundo. Los humanos han poblado Argos desde la frontera de Tom-Bradil, en el norte, hasta los Pirineos Blancos de Krisak, en la cuenca oeste del hemisferio, al pelado Monte Guruorrún, en la cuenca este de las Tierras del Sur, allá donde un día se alzaron los bosques de Alamba y hoy se extienden las bastas extensiones calcinadas por el hálito ardiente de los olvidados dragones negros. Las viejas leyendas del génesis, las antiguas alianzas entre las razas perdidas, las guerras que marcaron el inicio de la existencia y su posterior evolución en el mundo moderno que hoy todos conocemos, han quedado olvi-dadas para los humanos, y tan solo los viejos elfos, los más antiguos moradores de Argos, conservan en su memoria una historia esplendorosa forjada con la sangre y el sacrificio de los pueblos. Pero la vieja magia de los hacedores todavía late en el seno de los reinos y ciudades del viejo continente. Las criaturas mitológicas siguen poblando la tierra, ya sea en la mágica Alamba, en los Bosques perdidos de las Ninfas, en los pasadizos oscuros de los Montes Uranos, en la Tierra Helada de los Ulid-Jai, habitada por los hombres blancos, en las montañas desérticas de La Frontera y las Tierras del Sur, donde deambulan los esquivos cambiantes, y sobre todo, en el más oscuro y tenebroso país de la vieja Argos: la Tierra Baldía, donde ningún ser racional o pensante ha puesto un pie jamás.

Pero el Equilibrio y el Caos tienden a alternarse en el devenir del universo, así lo manda el orden del Cosmos. Las leyes del bien, el mal y la neutralidad, dotes a la que nos acogemos cada uno de los seres vivos que pueblan este mundo, tienden a entremezclarse unas con otras, creando ciclos de existencia alterna. Bien sabido es que tras un periodo de paz llega un tiempo de dolor y de oscuridad, así ha sido desde que los tres omniscientes unieron sus manos y crearon el mundo y su errático devenir. Durante más de mil años ha habido paz... ahora cierro los ojos y siento como un poder ancestral despierta entre las altas montañas de Nuz-Ungras y las Tierras Áridas. Es un poder que deriva de mi propia sangre y que durante mucho tiempo ha permanecido dormido. Todavía es vago y lejano, pero tal como he dicho antes, el fuego vuelve a arder en la torre de obsidiana y el maleficio erigido a los pies del Eremor de Luim-Nad, y que mancilló para siempre la conciencia de los juzzrrianns, sangra con más fuerza que nunca en una tierra olvidada por sus hermanos humanos.

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Antaño el mundo fue precavido, y los sabios gobernantes observaron con ojo avizor el mal que se propagaba, como negra plaga, por las tierras del norte. Hoy en cambio, el mundo moderno tiende a prestar más atención a las banalidades siempre etéreas de sus propios intereses, que a lo que realmente debería hacer estremecer a todos cuanto han descendido de la vieja estirpe golpeada y vilipendiada por la Gran Guerra. La Sagrada Orden de Caballería de Luján se halla inmersa en el litigio continuo de su cúpula rectora, más atenta a saciar los intereses personales de sus arrogantes integrantes, que a respetar y cumplir los dogmas y preceptos por los que fueron constituidos en su día a través de la honorífica Marca. Los reyes y gobernantes cuidan de sus tierras y tan solo prestan atención a las riquezas de sus vecinos o a los tributos prohibidos que se hallan al alcance de una frugal conquista o una desquiciada contienda. Pero el mal no deja de alimentarse con el orgullo de los pueblos, y mientras la indiferencia crece en las tierras libres, el mal se expande por el árido suelo de los desiertos baldíos. El innombrable, siempre atento, despliega sus piezas por el campo de batalla y aguarda a que sus peones, demasiado tiempo dormidos, despierten de una vigilia atormentada. Los lacayos del mal abren los ojos y comienzan la errática partida hacia el norte, siguiendo la ordenanza de los mariscales de la oscuridad. Las brumas negras se vuelven más densas en el norte y avanzan hacia las montañas y hacia los llanos. El inicio de un nuevo cambio se aproxima, y la sangre de los juzzrrianns mucho tendrá que decir en esa nueva época que está por llegar.

Me siento cansado... demasiado cansado... Las viejas heridas duelen más que nunca, y mi vista se nubla sobre el pergamino. Necesito reposar y recapacitar con cal-ma, pues veo como los peones mueven sus fichas y la ilíada de las tinieblas comienza a entretejer su pérfida maraña sobre todos aquellos que algo tendrán que decir en pos de los tiempos que están por llegar. Pero antes de dejar de escribir y aguardar a que mi tiempo en este juego de intereses comience, debo de dar constancia de un último pensamiento: Muchos años han transcurrido desde que las alas de los dragones dejaran de batir en los cielos de Argos. Es tiempo de que los señores de los cielos retornen y traigan consigo el secreto que han guardado durante demasiados siglos. Presiento que tres acontecimientos deben acaecer en el remoto país de Abisinia para que el adveni-miento se produzca: una traición bajo los árboles... la caída en desgracia del heredero llamado a gobernar... y un amor imposible entre dos seres cuyo linaje dispar jamás podrá ser concebido o aceptado por los habitantes de esta vieja patria... Entonces, y solo entonces, un dragón volverá a poner sus pies en la lejana y perdida Argos.

DÍA VIGÉSIMO PRIMERO DE LA DÉCIMA CUENTA OTOÑAL DEL AÑO 4973FIRMADO,

El Cronista

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Los malditos despiertan hoy

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nce dioses olvidados del pasado rendían cuentas más allá de la tierra de los mortales, en el Palacio Dorado de Casalthûrr, por encima de los verdes prados de Grandia. Siete de ellos originales y uno pagano e impío. De los once, dos eran

de ascendencia mortal, el resto eran arcaicos señores surgidos del olvido y la eternidad. Junto a ellos, y habitando los jardines de Grandia, dieciocho semidioses menores se postraban ante su amo El Enned, señor de las Islas Negras.

De los once, tres habían sido supremos y creadores: Miles Der Vand, el Cami-nante, hacedor de la luz y de la eternidad entre los mortales, Gibbon Suth, paladín de la neutralidad y de la magia en la esfera menor del Eccélion, y por último, y el más temido de todos, el desterrado en el Abismo, aquél cuyo aborrecible pié está vedado en el jardín de los sueños desde su ascensión.

Sus nombres fueron olvidados por los mortales tras la Era de la Sombra, cuando Rubb, heraldo del señor del Abismo, sopló su viento tórrido sobre la Pila Sagrada, vórtice entre los Jardines de Grandia y el Eccélion, y su aliento, fogoso y somnoliento, recorrió millas y millas de tierras desoladas por la Gran Guerra. Las creencias de los antiguos pobladores de Argos quedaron enterradas en lo más profundo de sus limitadas mentes, y el tiempo más remoto vivido por los igídeos quedó enquistado por la enfermedad del olvido. Los legajos de los humanos se perdieron, y las creencias impartidas por los druidas y los magistrados dejaron de hablar de los Once y se desviaron hacia religiones apócrifas que veneraban a los altos señores de la magia, y a los eternos gobernadores de las tierras dominadas por las viejas dinastías. Sin embargo todavía quedaban algunos que rendían plei-tesía a los dioses, la mayoría habitantes de la perdida Alamba, elfos ahogados en

LOS MALDITOS DESPIERTAN HOY

Capítulo IV

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El príncipe destronado

la inmensidad del tiempo, desde que la antiquísima contienda de los hermanos de sangre disgregó la primitiva estirpe de los sistrians.

Cuenta la leyenda que en el génesis, cuando la luz y la oscuridad cubrieron el firmamento, Gibbon Suth quiso traer a Argos algo de la gracia que había convertido en omniscientes a los ascendidos. Creó un gran telar sobre la bóveda celeste del mundo y permitió su acceso a los primeros herederos de aquel maravilloso paraíso. Era la magia, el Telar ambarino y multicolor de Gibbon Suth, invocado por las palabras y la fuerza de voluntad de sus practicantes, y moldeada y regenerada a través de las eras y el porvenir. Aquel poder, compuesto por los elementos primarios que movían el mundo: agua, luz, fuego, vida, viento y marea, era muy diferente a las enseñanzas naturales que Arankadas, la Dama Blanca, otorgó al ívoles, primero de los señores sistrianos que surgió del Gran Padre Sistrian. El Telar Ambarino de Gibbon Suth estaba al alcance de todas las criaturas mortales, y según las intenciones para las que fuera empleado, la ciencia derivada de él podía ser considerada magia o hechicería, o lo que es lo mismo: bien o neutralidad.

Pero el equilibrio en el Universo está compuesto por una balanza que se mece, aún hoy, sobre tres puntos: el bien, la neutralidad y el mal. No existe paz sin caos, y caos sin ecuanimidad. Son las leyes fundamentales del Universo, e incluso los grandes dioses, en el génesis, estuvieron sujetos a ellas. El arte arcano derivado del telar mágico se desvió hacia una tercera vertiente más siniestra y oscura que muy pocos osaron practicar en su origen: la nigromancia. Aquel arte, mancillado por el impío susurro del innombrable, se basaba en la oscuridad y lo oculto, en las tinieblas y en la noche. Era un basto poder corrupto capaz de ensombrecer el alma del arcano y pervertir todos los valores que dignificaban al practicante. Parte del Telar Ambarino se volvió negro como el averno y el innombrable pudo ejercer su influencia desde el destierro. Fue la nigromancia lo que trajo a los bulug-bar al mundo, y lo que desataría con el tiempo a un enjambre de razas apócrifas que rendían culto al olvidado dios de la locura y la muerte. La nigromancia se convirtió en un arte opuesto a la magia y a la hechicería, y tuvo su sima en la Torre de Kri-Santic, bastión donde habitó el último de los Nigromantes Supremos, cuya dinastía nació en Eldever y se transmitió generación tras generación, hasta los fastuosos tiempos de Luim-Nad y su posterior caída en la desgracia.

Hoy Kri-Santic, al igual que los grandes dioses, yacía olvidada en lo más profundo de las Tierras Baldías, más allá del Mot-Kol y de las Ciénagas de Mughor, en el oscuro erial llamado las Tierras Áridas. Allí habitaba una mente vívida que se alzaba en la cúspide más alta de la torre orgánica. Una inteligencia, que durante mucho tiempo permaneció dormida, pero que aún hoy era capaz de arrastrase a través de un plano etéreo más allá de la Franja de No Retorno y campar a sus anchas por los territorios libres de Argos. Un ser desterrado a una dimensión paralela que surcaba el tiempo entre lo eterno y lo mortal, que permanecía anclado en un negro trono situado en lo más profundo de una

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Los malditos despiertan hoy

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sala dominada por tinieblas, pudriéndose y enfermando con el transcurso de los siglos. Hoy, ese maestro de lo oculto, mantenía aferrado a un nuevo ser que lo arrancaría del olvido, una entidad peligrosa por su potencial, pero demasiado incauta y joven para llegar a comprender lo que se escondía más allá de sus alocados pensamientos. Era maleable y estaba a su alcance, y el señor de Kri-Santic no lo iba a dejar escapar jamás.

Elvor observó el gran pentagrama dibujado en el suelo, a los pies de su lecho. Constaba de un gran círculo en cuyo interior aparecía una estrella de cinco puntas. Era el rabbath del Abismo, el cuerpo celeste que incandescente y supremo, teñía de fuego el cielo del infierno. Las líneas, irregularmente trazadas sobre las viejas baldosas, aparecían ante sus ojos rojas y brillantes, apenas perceptibles bajo la oscuridad que se condensaba dañina a su alrededor. Había necesitado la sangre de siete gatos negros, mezclada con las amígdalas y el corazón de un cuervo caza-ratones, para terminar el dibujo. En el interior del rabbath podía vislumbrarse el Ojo de Heimdall, un enorme párpado, alargado y grueso, cuyo iris, rojo como un rubí, discernía en las tinieblas de la celda. El círculo era amplio y espacioso, lo suficiente como para que dos personas cupiesen holgadas en su interior, sin embargo solo una ocuparía su epicentro aquella noche.

El príncipe Elvor, aunque temeroso, contempló satisfecho la obra que había confeccionado a lo largo de toda la tarde.

Horas antes, cuando su hermana Ikra había irrumpido tan precipitadamente en la estancia, había temido ser descubierto. La doncella se había situado justo en el centro del gran rabbath, y allí habían discutido durante mucho tiempo, por suerte, la oscuri-dad que dominaba en la estancia había sido suficiente para ocultar el fúnebre trazado a los ojos de la mujer. Nadie en Gravad-Zuhar, y quizás en toda Abisinia, podía llegar a imaginar lo que tramaba el joven hechicero. Quizás, el único capacitado para llevar sus sospechas a lo más alto era el viejo Izelgood, antiguo maestro de Elvor y consejero del rey, no obstante, el decrépito anciano jamás había arrastrado sus difamaciones más allá del distraído oído de su progenitor, con la consecuencia de ser ignorado o simplemente recibir una respuesta inadecuada para satisfacer sus temores.

Elvor odiaba a su señor padre, odiaba al príncipe Galendor, odiaba a Izelgood, odiaba a todo cortesano que osara hablar a sus espaldas o que lo contemplase con aquella mirada en la que se llegaba a atisbar esa mezcla de temor y desconfianza que tan bien conocía. Incluso había ocasiones que llegaba a odiar a su propia hermana. Era consciente de que todos y cada uno de aquellos míseros bellacos le habían dado la espalda en algún momento u otro de su existencia. Cierto era que su padre, aunque adusto y orgulloso, le dedicó durante mucho tiempo la mediocre cortesía propia de un príncipe llamado a la deshonra, sin embargo Elvor era consciente que su progenitor jamás le había perdonado la mayor afrenta cometida: la muerte de la señora de Abisinia tras su nacimiento.

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El príncipe destronado

La reina Negrianna de Lekesville, cuyo apellido de soltería era Hatchet, y cuya procedencia derivaba de la nobleza instaurada en la ciudad de Itata, había muerto desangrada horas después de que el último de sus tres vástagos viera la luz. El parto se había complicado demasiado y nada pudieron hacer las matronas para auxiliarla. Murió entre estertores de dolor, y Theorn de Lekesville, más preocupado por la suerte de su amada señora que del recién nacido, permaneció junto a su lecho hasta el ocaso de su vida, sin prestar mayor atención al retoño que lloraba amargamente en la cuna, bajo los cuidados de las criadas y observado atentamente por su, en aquel entonces joven hermana, que veía al pequeño con una mezcla de estupor y sobresalto.

Elvor había escuchado aquella historia no de labios del rey, sino del joven mozo Culquin de Manacor, hijo de los afamados condes de Manacor. Culquin, al igual que tantos otros, odiaba al solitario joven en que acabó convirtiéndose Elvor. Aunque no osaba hablar mal de él cuando estaba presente, era el precursor del mal fario que en-sombrecía el nombre del príncipe deshonrado. Murmuraba a sus espaldas y promulgaba falsos rumores sobre él, que rápidamente eran extendidos por la corte. Una mañana de invierno, cuando Elvor no era más que un niño, Culquin se reunió con el infante en las caballerizas, y escondidos entre el heno, le relató la historia de su triste nacimiento.

«... vuestro padre renegó de vos en cuanto los ojos de vuestra madre se cerraron para siempre. Dicen que el rey recorrió los pasillos de Gravad-Zuhar maldiciendo la hora en que fuisteis engendrado. ¡La puta madre! Si incluso el día del entierro de la reina, dijo a voz en grito que el «engendro» que había traído la desgracia a la familia de los Lekesville no podía estar presente en el sepelio.»

En aquel entonces Elvor había escuchado aquellas palabras con el corazón encogido. No era más que un niño de cinco años, demasiado inocente, y las falacias derramadas por el joven primogénito del conde mellaron lo más hondo de su corazón por mucho tiempo. Ni tan siquiera la intervención de su hermana Ikra o de su hermano Galendor, pudieron traer paz al alma perturbada del príncipe. Desde entonces el deshonrado vagó por los pasillos del bastión de Galador como una sombra tortuosa, provocando que sirvientes y cortesanos se apartaran de su camino, y siendo la diana de todos los comentarios de mal gusto que concernieran a la familia real.

Cuando Izelgood decidió acogerlo entre sus pupilos y encaminar su vida hacia la magia, Elvor encontró algo de paz. El aprendiz tenía un talento innato para lo arcano, progresaba con la rapidez de un niño prodigio, y muy pronto se convirtió en uno de los alumnos más avezados del viejo maestro. Pero una vez más la oscuridad prendió en su existencia cuando decidió renunciar al mesal de los magos e investirse con la clámide de los hechiceros. Izelgood montó en cólera y llamó la atención de sus superiores y el rey. El muchacho había desafiado su mandato, como tantas otras veces, y había vestido la túnica roja prohibida de los representantes de la neutralidad. Era demasiado joven

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para semejante acto, no más que un novicio, y su aprendizaje todavía no le otorgaba la suficiente sabiduría como para emprender un camino que desaconsejaba su maestro y que le llevaría inevitablemente por terrenos que todavía no estaba preparado para transitar. Pero el rey desoyó las protestas de Izelgood, y únicamente Ikra, que sentía una extraña fascinación por su apuesto hermano, sintió como la zozobra por el destino de éste arraigaba en su corazón al escuchar las advertencias del maestro, al tiempo que ese mismo temor la llevaba a mantenerlo vigilado.

Sin embargo el más joven de los príncipes de Abisinia era astuto como un zorro, tanto como lo pudiera ser el intrépido Galendor, y tan cuidadoso como lo era su prudente hermana. Tras renunciar al mesal e investirse con el manto rojo de los hechiceros, se volvió aún más introvertido y meticuloso que nunca. Renunció a sus amistades, las pocas que tenía, y dejó de asistir con asiduidad a las clases de Izelgood, renunciando a la mayor pasión de su vida. Pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en sus aposentos, en lo más alto de la torre este de Gravad-Zuhar, estudiando libros comprados a los mercade-res llegados de Tais, y memorizando hechizos y fórmulas de los legajos sustraídos a su antiguo tutor. Fue entonces, en la debilidad y en la oscuridad, cuando llegó la voz del nuevo mentor. Arribó del confín más alejado del mundo, retumbando desde las enormes montañas y arrastrando tras de sí un eco que hablaba de tierras muertas y pantanos ponzoñosos. Al principio Elvor se sintió atemorizado, y durante muchos días fue reacio a admitir en su cabeza a aquel extraño ente que tanta desazón provocaba en su corazón, pero la voz del maestro, ronca y sibilina, hablaba de un futuro alentador y de esperanzas casi divinas. Aquella voz acabó subyugando el alma del muchacho y lo atrapó bajo una férrea voluntad, seduciendo sus sentidos, pero a la vez esclavizando su destino.

Había ocasiones en las que el propio Elvor se sentía maldito por la presencia invi-sible del maestro. Al principio supo muy poco de él; no comprendía ni sus intenciones, ni por qué había escogido precisamente a su persona. Tampoco el maestro colaboraba para traer paz al corazón de su pupilo. La voz prometía mucho, pero respondía a muy pocas preguntas. Hablaba de un gran pacto entre maestro y alumno, un bautismo de fuego que uniría sus almas en la oscuridad y provocaría una comunión eterna entre ambos. Con el tiempo, el extraño empezó a confiar más en el joven hechicero, y Elvor comenzó a recibir un nombre que causaba temblor en sus piernas y nauseas a su estómago: ivdreah.

Así fue como el príncipe hechicero olvidó por completo aquel mundo de luz que tanto había anhelado, y que por circunstancias del destino, la vida se había encargado de arrebatárselo una y otra vez. Se encerró entre los macizos muros de su habitación y acabó consagrándose a una existencia de sacrificios y resignación que día tras día imponía su nuevo maestro. Aprendió a ignorar, o cuanto menos desterrar en lo más profundo de su mente, las sensaciones mundanas y los deseos propios de cualquier adolescente,

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convirtiendo el arte de lo arcano en la obsesión que cada día movía su vida. Se hizo más y más poderoso, al tiempo que se volvía engreído y tenebroso. Ni tan siquiera sus hermanos llegaron a comprender el cambio, fastuoso pero a la vez siniestro, que en él se estaba produciendo.

Pero lo cierto era que una parte de Elvor seguía anhelando la libertad que en otra hora tuvo, y aquella oscura noche, cuando el rumor de la guerra corría por las calles de Galador bajo la encarnación de un cansado jinete llegado del este, el miedo a lo desconocido prendía en el corazón del ivdreah, pues solo él era consciente de las grandes revueltas que se avecinaban en el mundo.

La voz del maestro rompió el silencio y apagó el fragor de la tormenta que se desataba en el exterior. De pronto la oscuridad que lo rodeaba cobró vida y Elvor sintió un escalofrío que trajo aún más miedo a su mente.

«Todo está dispuesto para que se cumpla el bautismo de las almas. Tal como predijimos, el fuego se desata en el este, consumiendo hogares y casas. El jinete ha llegado a la ciudad, negros ojos lo han seguido en su largo viaje, y muy pronto se reunirá con vuestro padre el rey.»

Elvor sintió mucho miedo ante aquellas palabras. Estaba tan cansado, que lo único que deseaba era que aquella noche concluyese cuanto antes, sin embargo no había hecho más que comenzar y se presentaba demasiado larga y tortuosa.

«Tu padre te hará llamar, ivdreah, para entonces debe de haberse producido la unción.»

—El rabbath ya está listo— respondió con voz temblorosa, pero el maestro ni afirmó ni mostró su satisfacción por la labor realizada por su novicio. Nunca lo hacía.

«En ese caso no nos demoremos más. El tiempo es nuestro más preciado aliado y mañana ya será demasiado tarde para todo. Pronuncia el salmo que encienda el rabbath.»

Elvor respiró hondo y se situó ante el gran círculo rojo, de inmediato sus fosas nasales captaron el agrio olor de la sangre derramada, un hedor que quedó adherido a su garganta como una costra demasiado amarga. Trató de desechar todo el miedo que sentía, una tarea ardua pero a la vez imprescindible para acometer con éxito el gran sacrificio que se le exigía. Por la mente se le pasó la idea de huir, de abandonar aquella habitación y no volver jamás, abandonar para siempre a ese maléfico ser que últimamente no le traía más que dolor. Por desgracia durante demasiados años había permanecido bajo su tutela, y aunque ahora lo odiaba con toda el alma, también se aferraba desesperado a sus enseñanzas y presagios, soñando con una vida diferente a la que había llevado hasta entonces.

Era una suerte que el maestro todavía no pudiese discernir con mayor claridad en su mente. De no ser así, hubiera sido severamente castigado, pues los sentimientos

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de miedo y debilidad no estaban contemplados por su férreo mandato. Tras la unción ya no habría secretos. El maestro entraría en él y el vínculo entre el ivdreah y su señor aunque incompleto, sería muy poderoso.

Elvor postró su rodilla en el suelo, agachó la cabeza ante el rabbath y habló con voz monótona, pero impregnada por una pizca de miedo hacia lo desconocido.

—Alto sitial perdido en el infierno, donde la llanura toca el cielo en llamas, y la tierra infértil se pudre con el paso del tiempo infinito. Me postro ante tus pies, oh señor del Abismo, y ruego tu santificación para dar vida a este pacto que hoy llevaremos a cabo en esta remota morada.

El hechicero se incorporó de pronto y la larga túnica revoloteó a su alrededor como una hoguera bien alimentada. Sus brazos se izaron hacia el cielo y su voz atronó la estancia, retumbando entre las negras paredes como un trueno sofocado por el clamor de las almas en pena.

Trono de Mecrator, llanura de la Guardia,bajo la estrella de fuego de rabbath,y bajo la estrella negra de kunnuth,salpicado por la espuma roja del Tridente de la Demencia.Arrecifes de Valoss Vulgarad,cerro del álamo negro,donde se halla el perdido,condenado tras los postigos de Enebros,rodeado de malditos, demonios, y cuervos negros.

Oorun entre los enanos,Culebril entre los elfos,Zindalo Urrún entre los antiguos y primeros,Gil-Tonás entre las driadas,Señor del Abismo en el Jardín de Grandia. Ser cuyo nombre hace mucho tiempo dejó de ser convocadoy hoy se halla olvidado en la lengua de los humanos.

Oh, Yeresath, yo te invoco,en nombre de la sangre perdida,en nombre del pacto que nos unió ayer,cuando la estirpe vivía,y vistes forma en nombre del hermano.Acude a nosotros Yeresath,

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y unce con tus negros labios nuestro sello,que como pacto de honor acogerá nuestro juramento,por el devenir del tiempo y las estaciones negrasque faltan por llegar.

De pronto las líneas rojas del rabbath cobraron vida e incandescentes llamas de luz verdosa emergieron de las grietas del suelo. Elvor retrocedió espantado, lo cual le llevó a tener que soportar una severa reprimenda de su mentor por perder la concentración. El fuego, que no desprendía apenas calor, y cuyo resplandor fantasmagórico tiñó de un tono esmeralda los desnudos muros de roca maciza, perduró durante varios minutos. El búho aleteó espantado en su jaula, abandonando su sueño casi milenario, y los pergaminos y libros se agitaron en las estanterías, como si una brisa misteriosa, surgida de la nada, zarandease toda la estancia. Finalmente, con una última deflagración, el incendio perdió mecha y las llamas se extinguieron, desapareciendo entre las frías losas del suelo.

Elvor, cegado por la inesperada llamarada, se aproximó cabizbajo al círculo y sintió como su estómago se revolvía a causa de un hedor insoportable. Cuando puso sus ojos en el rabbath comprobó que las líneas rojas se habían borrado y en su lugar había un rastro de tiznajos negros que formaban la escabrosa marca de la estrella de cinco puntas.

«El rabbath ha sido conjurado, podemos comenzar la ceremonia.» Anunció el maestro.

El muchacho sentía ahora más miedo que nunca. La tormenta batía con una fuerza inhumana contra Gravad-Zuhar, golpeando el viento los altos muros de piedra y provocando que el Lorenord lanzara sus olas contra el atolón de rocas sobre el que se alzaba la fortaleza. La borrasca era de una intensidad extrema, inaudita en aquellos lares, sin duda era la peor que había azotado la costa de Galador desde hacía mucho tiempo. Sin embargo Elvor sentía como tras aquella fuerza desatada había algo inusual que distinguía a tan desmedido turbión. Era una presencia mucho mayor que la de su maestro, un empuje descomunal que arreciaba las negras nubes y provocaba que los rayos hendiesen el firmamento con el ímpetu de una lanza plateada forjada con el mejor acero de Bradin. Una fuerza que sometía a los mares y derramaba la noche perpetua sobre los minúsculos hogares galardenses.

Elvor, abandonado a la oscuridad de la celda, y rodeado por una quietud pertur-badora, podía cerrar los ojos, dejar que sus sentidos se agudizaran al máximo y percibir la extraña voz, que como susurro del viento, traspasaba la ventana y se apoderaba de toda la habitación:

... druf guz-nuz radruz azuth... druz guz-nuz radruz azuth... druz guz-nuz...

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Aquella lengua era impía y maligna, gutural como el averno e insidiosa como el siseo de la serpiente. Hacía muchos siglos que había caído en desuso, pues nadie tenía ni la sabiduría necesaria, ni el valor suficiente para pronunciarla sin que el corazón se le congelara en el pecho o la lengua se convirtiera en un saco de piedras en lo más pro-fundo de la garganta. Pero el joven pupilo la había estudiado en los últimos años y había desentrañado en parte su secreto. Elvor sintió un escalofrío al reconocer su significado: «Los malditos despiertan hoy».

Una vez más se sintió sin ánimo para acometer el encantamiento para el que se había preparado todos esos años. La magia, en cualquiera de sus tres vertientes, era una ciencia exacta, que exigía a su practicante la máxima concentración y la unificación de su alma, su espíritu y su fuerza. Un mago debía de ser sabio para pronunciar cada verso o cada palabra del hechizo en el tono y la intensidad necesaria como para que el sortilegio cobrara vida y manara con la energía justa que demandaba el invocante. Pero no solo concentración era lo que se le exigía, sino también fuerza y resistencia. La magia primaria que conjuraban los elementos básicos era sencilla de invocar para alguien con experiencia, en cambio, los sortilegios más complejos, los salmos de invocación, los conjuros de varios elementos y los hechizos elaborados por los grandes maestros, demandaban el sacrificio corporal del arcano, pues su puesta en práctica repercutía en el estado físico del individuo, forzando su cuerpo hasta lo indecible y sometiéndolo a diversos grados de tensión. La magia invocada por el hechicero surgía del telar ambari-no de Gibbon Suth, manando de sus ingrávidas y eternas púas y entrando en el cuerpo del invocante como catalizador. En ese momento un estallido de fuerza incontrolable recorría las venas y los músculos del arcano, surcando su cuerpo como un torrente enardecido de adrenalina, y amenazando con quebrantar todos sus huesos. El practi-cante, además de sabio, debía de ser lo suficientemente fuerte como para canalizar hacia fuera toda esa energía desatada, manteniéndola en su interior el tiempo justo para que el hechizo ganara en intensidad, y derivándola a su vez a través de todo su cuerpo para que la tensión no se acumulara en un solo punto y provocara excesivos daños internos. En más de una ocasión, algún novicio mal preparado o demasiado osado, que trataba de abarcar más de lo que realmente estaba capacitado, se había enfrascado en algún hechizo demasiado poderoso, y su maestro lo había hallado muerto en el mismo punto donde había invocado la magia, con los músculos retorcidos, los huesos quebrados y una intensa máscara de dolor deformando su rostro.

Aquel día Elvor tenía miedo, no por el hecho de enfrentarse a un encantamiento que desconocía. Sabía que su mentor se hallaba presente, y aunque no físicamente, podría entrar en su interior y prestarle la ayuda necesaria para canalizar el gran torrente de poder que se adentraría en su cuerpo, otorgándole a la vez vigor para finalizar el salmo. El miedo que sentía el joven hechicero repercutía más en su futuro, en lo que derivaría

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su persona cuando el hechizo fuera pronunciado y se hiciese efectiva la unción a la que tanto se refería su maestro. Temía en lo que acabaría convirtiéndose, pasando a formar parte de toda aquella oscuridad que hoy le rodeaba y que tanta inquietud despertaba en su corazón.

Una vez más sintió ganas de huir de aquella habitación y dejar atrás para siempre aquel siniestro lugar. Todavía no era demasiado tarde: tenía a una familia esperándole, un futuro por delante, quizás no como rey, pero sí como señor de las tierras que su her-mano deseara a bien otorgarle en un futuro. Aquel pensamiento hizo que se estremeciera asqueado. Recibir bendición o prebendas de manos de su repudiado hermano Galendor; el canalla que acreditó honores por adelantársele un año. El inútil que ocuparía el trono de Abisinia sin haber hecho méritos ni sacrificios. Elvor agachó la cabeza y lanzó un gruñido ahogado que desató toda su rabia. Recordaba los días en que rodeado de pilas y pilas de polvorientos libros, se asomaba a la ventana de la biblioteca y contemplaba el patio de la fortaleza. El sol brillaba sobre cielo raso, tiñendo de luz la inmensidad del Lorenord, y otorgando de una belleza inusual a los férreos muros de Gravad-Zuhar, que se recortaban altos y plomizos contra el horizonte azul. En el patio los caballeros andaban arriba y abajo enfrascados en sus propias tareas, los escuderos corrían de los establos a la armería, y de los altos murallones al gran portón de la fortaleza. Los aldeanos llegaban atravesando la rampa y llevando consigo ofrendas para el señor de Lekesville, la mayoría de las veces cerdos, gallinas, perros de caza y ovejas. Animales que serían encerrados en los corrales y dispuestos para su crianza; y que más tarde satisfacerían el ávido apetito de los comensales que se reunieran en faustos festejos en honor al rey. Pero de toda aquella actividad frenética, lo que sacaba de sus casillas al joven príncipe, era el momento en que Galendor, armado con su coraza de lino y láminas de bronce, y portando en mano su espada larga y el gran escudo con forma de ocho, recubierto de piel y con el dibujo del broquel de siete rejillas, combatía al viejo Tully Manodiestra, maestro armero del rey y tutor en el arte de la esgrima del príncipe heredero.

Rodeado por la oscuridad de la biblioteca, y sintiendo como el polvo se acumulaba sobre su regio atuendo, Elvor contemplaba con estupor como su hermano combatía al fornido caballero durante horas y horas, cintando y atacando a la orden del tutor. A su alrededor la gente se congregaba y observaba con admiración al futuro rey de Abisinia. Elvor odiaba con toda su alma aquellas expresiones estúpidas y mojigatas que aparecían en esos rostros deslumbrados que no dejaban de ensalzar a su hermano, y en más de las ocasiones que hubiera deseado, se sorprendía a sí mismo al pensar que debía de ser él el que se encontrara en aquel patio soleado y Galendor el que tuviera que pasar los días encerrados en los oscuros cuchitriles que el joven hechicero solía frecuentar.

Por suerte, cuando llegó a su vida el maestro y su pérfida lengua envenenó los encrespados pensamientos del novicio, Elvor olvidó la suerte de Galendor y suspiró por

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un futuro mucho más grandioso e increíble que el que pudiera aguardar a su hermano. Aquel pensamiento hizo que el hechicero, tan tenebrosa noche, diera un paso al frente y echara mano al bolsillo de su túnica. Allí, en lo más profundo de su atuendo, aguardaba la hoja ondulada, aserrada y nociva como la garra de un huargo, cuyo puño de acero representaba a un dragón dorado y de bronce que devoraba entre sus dientes la fría hoja. Su mano, temblorosa, sujetaba la empuñadura cuando se posó ante el rabbath y se arrodilló ante él.

—Pongo mi voluntad en manos de mi maestro— pronunció lentamente, y agachando la cabeza sobre el círculo mágico, extrajo del bolsillo el arma y la elevó hacia el techo en señal de ofrenda. Un rallo estalló fuera de palacio, y su resplandor argento iluminó toda la estancia, provocando que miles de sombras escabrosas danzaran en círculos alrededor de las paredes desnudas de la celda. Sobre todas ellas se encontraba Elvor, postrado ante el rabbath y dispuesto a condenar su alma.

Aguardó unos segundos a que el resplandor desapareciera y después colocó la daga justo en el centro del círculo, allá donde se dibujaba el Ojo de Heimdall, acto seguido abrió sus sentidos a la magia y comenzó a recitar el ensalmo que noche tras noche, desde hacía casi seis años, su maestro le había hecho memorizar, susurrando los versos malditos en su oído mientras estudiaba o cuando dormía en su lecho, perturbando sus sueños y llenándolos de horrores y pesadillas.

... druf guz-nuz radruz azuth... druz guz-nuz radruz azuth... druz guz-nuz...

La voz de la bestia seguía llamando a los muertos, despertándolos de un letargo apacible y haciendo que se revolvieran angustiados en sus tumbas. Elvor sentía aquella voz a flor de piel y unida a la de su maestro, que le instigaba a comenzar el hechizo, se convirtió en un eco que perduró en su mente durante muchos minutos. Era la primera vez que ponía en práctica la nigromancia, pero Elvor se sorprendió a si mismo al com-probar con qué facilidad surgían los versos de sus labios, emergiendo en un torrente maldito que irrumpía de su garganta con vida propia y brotando al exterior en un extraño tono que incluso despertaba el miedo en su subconsciente. Pensó que podía tratarse de la voz del maestro, pero conforme pasaron los segundos y el hechizo tomó fuerza, escuchó el eco lejano del maestro en su propia cabeza, resaltando y dando énfasis a las partes más importantes del conjuro.

No, desde luego no era la voz del maestro aquel sonido aberrante que entre siseos y gorgoteos, llenaba de ecos la celda. Era su propia voz. La voz del ivdreah que despertaba por primera vez en el mundo. Ya por entonces la magia fluía por su cuerpo como un enjambre de púas y agujas erizadas que rasgaban sus capilares y retorcía sus miembros. Todo comenzó como una suave marejada que traspasa la superficie del mar calmado,

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pero conforme los versos del hechizo fueron siendo pronunciados, y el encantamiento cobró vida a su alrededor, la marejada se convirtió en una fuerte marea y finalmente en una tormenta incontrolable que desató el dolor en el interior del joven hechicero.

Nuevos susurros de ultratumba surgieron de la nada, y Elvor, siguiendo las ór-denes impartidas por el maestro, que no dejaban de burbujear en su cabeza, se movió al ritmo de un lamento incesante, uniendo su torso al canturreo de voces ahogadas que cada vez resonaban con mayor ímpetu en lo más profundo de su cerebro. La voz del muchacho, emitiendo palabras que jamás podrían ser pronunciadas por un ser humano, se elevó más y más en la habitación, formando un coro fantasmagórico con el maestro. Sus brazos se extendieron sobre el círculo mágico y comenzaron a rotar rítmicamente, al compás del resto de su cuerpo. Poco a poco la magia que manaba en su interior se apoderó del resto de su ser. Elvor podía sentir el poder fluyendo por sus brazos y sus piernas, por su abdomen, por su espalda, por cada uno de los capilares que recorriendo todo su cuerpo, llegaban hasta su corazón y hacían que latiera como una inmensa bomba sobrecargada, impulsando sangre y esquirlas de pura magia, que como hielo afilado desgarraban dolorosamente su pecho. De pronto su cabeza se elevó turbada hacia el techo y sintió como la voz de su señor clamaba cada vez con más fuerza en su cerebro, exigiendo y ordenando el cumplimiento de su voluntad. Sus ojos se cerraron cuando un espasmo de dolor recorrió su vientre, haciendo que las tripas le ardieran como lombrices pegajosas, y sus brazos extendidos se encresparan hasta la extenuación, crujiendo sus huesos como palillos demasiados estirados. Una profunda vena se marcó en todo su cuello y la sangre latió por ella como una escuadra de caballos desquiciados que trotan furibundos en el llano. La presión se le antojó insoportable, pues ahora la magia bullía por sus venas con tanta fuerza que amenazaba con desgarrar cada uno de sus tendones. Pero el novicio quería seguir demostrando que era digno de la confianza del maestro, e incluso cuando el tormento era más insoportable y se veía incapaz de soportar la presión de la magia, continuó altivo y perseverante.

Sumido en la más completa oscuridad, incapaz de recobrar la consciencia, sentía como su corazón palpitaba aún con más fuerza que antes, bombeando sangre una y otra vez. Fue entonces cuando siniestras dudas plagaron su mente: ¿Y si no estaba preparado todavía para llevar a cabo semejante prueba? ¿Y si no era capaz de cumplir el mandato? Temeroso de que su señor fuera consciente de todos aquellos pensamientos, pues la unción de las almas cada vez estaba más y más próxima, los borró raudo de su cabeza y continuó recitando el salmo al tiempo que soportaba estoico el dolor y el embate de la tensión. Entonces las líneas que componían el pentagrama mágico se iluminaron una vez más, emitiendo una aureola maligna y rojiza. Fue como si un reguero de sangre luminosa se vertiera por las paredes del símbolo y profundizase en los hondos surcos. La luz bañó el rostro congestionado del hechicero y la presión que sentía se multiplicó por mil.

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Elvor, enloquecido por la fricción, apretó los dientes hasta casi resquebrajarlos como frágiles cristales, y sus encías, blancas como el mármol, estuvieron a punto de reventar. Su corazón ya por entonces era incapaz de soportar el continuo flujo de sangre que corría por sus venas. Había perdido la facultad del habla, en cambio su maestro seguía entonando aquella impía salmodia de versos oscuros, reverberando su voz ca-vernosa enérgicamente en su cabeza.

Sujeto a una fuerza invisible, el puñal se elevó sobre el círculo mágico, y la hoja comenzó a vibrar con una luz verde mortecina. Tan solo fueron unos segundos, pero a Elvor se le antojaron horas inacabables de dolor y suplicio, después la voz del maestro sonó como un tridente afilado en su cerebro, más próxima y poderosa que nunca, y todo cesó tan repentinamente como había comenzado. El pentagrama se apagó, el cuchillo cayó ruidosamente al suelo y el muchacho notó como un peso gigantesco abandonaba su cuerpo, liberándolo de la tremenda opresión. En el acto se desplomó exhausto sobre las baldosas, aturdido y jadeando a causa del esfuerzo realizado. Estaba al borde de la extenuación.

Al cabo de unos segundos, cuando sus pulmones fueron capaces ventilar una bocanada de aire fresco, fue consciente de su logro: había realizado su primer conjuro oscuro y había acometido la empresa con éxito. Una intensa sensación de euforia recorrió su cuerpo dolorido, pero en ningún momento recibió felicitación alguna por parte del maestro. La voz había desaparecido de su cabeza, dejando tras de sí un intenso vacío. Lentamente, fue recobrando las fuerzas y pudo estirar el brazo hasta agarrar el cuchillo por la empuñadura con forma de dragón, pero en cuanto sus dedos tocaron el mango, una ola de fuego abrasó todo su brazo. El joven gritó horrorizado mientras veía como las llamas prendían en su piel, quemando la carne como ascuas en el hogar. Sus fosas nasales podían percibir claramente el olor a podrido de la carne quemada. Se retorció sobre las frías y sucias losas jadeando a causa del dolor y la angustia, pero los férreos muros de hormigón acallaron sus gritos, sumiendo su agonía en el más completo de los olvidos.

De pronto la tortura concluyó. Su cabeza, embotada por la presión, dejó de latir y pudo comprobar con sus irritados ojos que su brazo estaba perfectamente... ¿o no? Un escalofrío recorrió su piel erizada cuando atisbó en el antebrazo izquierdo un trozo de carne roja que palpitaba agónicamente. Finas líneas de cicatrices ensangrentadas se entrelazaban unas con otras hasta formar una histriónica figura. Agonizando por el dolor, Elvor buscó el círculo mágico en el suelo, pero tal era la oscuridad que predominaba en la estancia que no halló más que sombras a sus pies.

— Maud — gritó con todas sus fuerzas, y su voz se vio teñida por un tinte de histerismo que era incapaz de dominar.

Las cinco velas se encendieron al unísono, iluminando nuevamente la estancia con un resplandor fantasmagórico, casi tétrico.

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Entonces buscó desesperado en el suelo, pero no halló más que un montón de cenizas y la daga, fría y solitaria, que le devolvía la mirada como una víbora venenosa. El rabbath había desaparecido... ¿o quizás no?

Temblando horrorizado, Elvor se remangó la túnica roja y contempló con mayor atención la quemadura de su brazo izquierdo. Sus ojos se abrieron desquiciados al seguir las cicatrices sanguinolentas que formaban la estrella de cinco puntas, coronada por el Ojo de Heimdall y rodeada por el círculo mágico. Una vez más el corazón del joven discípulo latió apresuradamente, ventilando sus pulmones con dificultad el poco aire que cruzaba su obturada traquea. No podía ser cierto lo que veía... el rabbath ahora estaba en él... en su propio cuerpo...

Quiso gritar, pero no pudo hacerlo. Se sentía tan mareado y engañado, que una vez más se desplomó en el suelo y su cabeza, apoyada contra las baldosas, giró en una incontenible vorágine de acontecimientos pasados y futuros. Entonces el maestro volvió a hablar y su voz retumbó con tal fuerza en su mente, que el joven arcano se estreme-ció derrotado y sus uñas se clavaron en el suelo hasta quebrarse como si fueran fina corteza de haya.

«Eres mío.»Elvor, incapaz de pronunciar palabra alguna, negó con la cabeza, pero ahora la

presencia del maestro le abordaba, adentrándose en sus pensamientos, discerniendo en sus secretos, desvelando todas sus intimidades, provocando que el joven novicio se sintiera desnudo ante sus ojos invisibles.

«Nada ni nadie podía evitarlo, el destino se escribió hace mucho tiempo.»Trató de aullar y resistirse, de expulsar a aquella mente tan vil de su propia cabeza

y volver a ser el que era. No pudo. Él mismo le había otorgado la llave de entrada a tan lascivo y decrépito ser.

«Ya no podrás resistirte. Tu destino es el mismo que el mío. Solo uno prevalecerá.»Elvor, cerró los ojos y sintió como las lágrimas surgían agrias y marchitas de sus

ojos, acentuando el dolor que desgarraba sus dedos ensangrentados, el latido incesante de su brazo izquierdo, y el suplicio que atormentaba su cabeza.

«Sin embargo ahora podré otorgarte aquello que más has deseado en el mundo...»

Ya no lo quería. No quería nada que pudiera entregarle. Solo deseaba paz, solo paz.

«... porque ahora eres mío...»Pero ya no habría paz...«... solo mío...»... nunca más...«... ivdreah.»

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El príncipe destronado

Despertó en su lecho sobresaltada, empapada en sudor y rodeada de un intenso manto de negrura. Sus manos temblorosas recogieron la yesca del aparador, pero no acertó a encender la fina mecha de la vela. Fuera la tormenta batía con intensidad, el viento golpeaba los ventanales de su celda, clamando y maldiciendo a todos los habitantes de aquella pequeña comunidad costera.

En la más completa oscuridad, Ikra se hundió en la inmensidad de su cama y sintió como las mantas de seda y lana rozaban su cuerpo. Le gustaba dormir desnuda, acariciada por el suave tacto de las sábanas al deslizarse sobre su piel templada y sintiendo el contacto de la seda cada vez que se removía entre los mullidos almohadones.

Se agitó inquieta sobre el colchón mientras las últimas imágenes de la pesadilla rezumaban en su mente con una viveza aterradora, y sintió como el sudor caliente se espesaba sobre su piel, formando un cosquilleo que comenzaba en la base de la columna y recorría toda su espalda. Se estremeció entumecida ante el sonido continuo del aguacero y su mirada se desvió hacia el techo de la alcoba. La oscuridad lo velaba todo, era un manto impenetrable que ofuscaba sus sentidos y la hacía sentir débil y temerosa. De vez en cuando, bajo el destello cegador de algún relámpago ocasional, el techo se llenaba de luces diamantinas que dibujaban extrañas formas rocambolescas y siniestras. La joven cerró los ojos y trató de conciliar el sueño, pero ahora el reposo se le resistía, estaba demasiado excitada. En cambio, y una vez más, las imágenes perturbadoras que habían interrumpido su plácido letargo, retornaron a su mente y se mostraron más vívidas que nunca. Vio un valle tormentoso, rodeado de volcanes y grietas que rezumaban fuego y azufre. Vislumbró las grandes vértebras, emergiendo del tórrido suelo como enormes dientes que desgarraban el mundo con sus afiladas quijadas. Asistió al final del día y al inicio de la noche perpetua; un ocaso en donde las nubes negras cubrían la cúpula celeste y rezumantes de vida, amenazaban con vomitar de su seno tormentoso un ente aborrecible surgido del más espantoso infierno. Y en aquel clímax apoteósico y perverso, se erigía monumental y siniestra la gran torre de obsidiana, un enorme colmillo negro que se alzaba sobre las montañas y ríos de lava, y dominaba toda aquella tierra muerta con su interminable sombra.

Ikra gimió y se removió desesperada en un tortuoso letargo que rozaba el sueño y la efímera realidad. Se hizo a un lado, y el mundo cambió de nuevo, llenándose de sombras derramadas por espesos árboles que cercaban un claro en mitad del bosque. Seguía siendo de noche, en cambio ahora un hálito de viento frío acariciaba su piel desnuda, erizándola y provocándole incontrolables temblores. Se hallaba en un extremo del claro, bajo el tupido manto de los árboles y entre un nudo de raíces que se retorcían a su alrededor como un lúgubre laberinto. Cuando miraba al corazón del bosque, sentía un agudo pinchazo en el corazón, como si un dedo afilado y pétreo se clavara en lo más profundo de su pecho y le provocara un intenso dolor.

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Los malditos despiertan hoy

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Sabía que estaba sumergida en un sueño profundo e ingrávido, pues aquella imagen estaba grabada en su mente de otras tantas noches, cuando desquiciada y con la garganta reseca, había despertado de golpe para encontrarse mano a mano con la cruda realidad. Sin embargo era incapaz de escapar de aquella fantasía, por más que lo desease o lo necesitara, no podía rasgar el frágil velo que separaba lo onírico de lo real.

Trató una vez más de dar la espalda al claro, pues sabía perfectamente que allí se ocultaba algo maligno; algo abominable que estremecía su alma y hería todos sus sentidos. Pero no podía hacerlo, por más que volviese la cabeza, una fuerza superior a su voluntad la obligaba a girar el cuello hacia el llano y vislumbrar aquello que, fuese lo que fuese, allí se resguardaba. No obstante siempre se encontraba con un lugar vacío y deshabitado. La hierba crecía espesa, impregnada por las gotas de rocío, el viento agitaba el lugar, y el resplandor de la luna bañaba el mundo, creando un foco argento que diezmaba la noche. Pero Ikra seguía sintiendo un intenso dolor en el pecho al vislumbrar aquel paisaje, un dolor demasiado agudo que rasgaba su corazón de parte a parte y la hacía caer al suelo desequilibrada y marchita. Incapaz de explicar el porqué, sentía como las lágrimas corrían por sus mejillas y un poderoso nudo estrechaba su garganta. Entonces el viento sonaba con más fuerza en sus oídos, arrastrando consigo un lamento sofocado de jadeos y llantos que calaba en lo más profundo de su alma y le causaba una agonía extrema. Eran voces conocidas, murmullos de conversaciones deslavazadas que creía reconocer. Aún así, cuando trataba de concentrarse y desentrañar aquel misterio era incapaz de aislar cada una de las voces y desvelar su origen.

La agonía iba creciendo en su interior a la par que el lamento. El susurro se convertía en una cacofonía de gargantas desgarradas que aullaban y gemían de dolor; era un grito unánime que rompía el silencio perpetuo del claro y despertaba la agonía en todos aquellos que pudieran llegar a escucharlo. E Ikra, incapaz de salvar aquel delirio, se tapaba los oídos con ambas manos y alzaba la cabeza hacia el cielo en una muda plegaria... Entonces la veía, como siempre, como cada noche, allá entre las ramas de los árboles que cercaban el claro maldito, tejiendo y trabajando incansable, rápida y hábil, moviéndose arriba y abajo por su tupida red de finas hebras: la araña negra, grande y peluda, sinuosa y amenazadora. Ikra se revolvía asqueada, pero no tenía mucho tiempo para sobreponerse a aquella imagen... dos manos tiraban de ella y la arrastraban por la espesura, perdiéndose para siempre en la oscuridad.

Una vez más se sentó sobre el colchón, y su cuerpo, envuelto en una densa capa de sudor, tiritó de frío. La tormenta rugía y los rayos estallaban con fuerza. El mundo parecía haber enloquecido en aquella tortuosa noche. Ikra lloró amargamente durante mucho tiempo mientras las últimas imágenes de la pesadilla latían en su cabeza una y otra vez... insalvables, desquiciantes, dolorosas... Tenía miedo de volver a dormirse y ser maltratada de nuevo por tan abominables pesadillas. Temía volver a cerrar los ojos

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El príncipe destronado

y que el sueño volviera a atraparla. No tuvo que hacerlo. El repiqueteo en la puerta hizo que su atención se desviara hacia el umbral y olvidara, para su alivio, la cruel tortura de tener que volver a cerrar los ojos y conciliar el sueño. Ni tan siquiera se extrañó ante la hora intempestiva de aquella llamada. Tan solo sentía desahogo por la oportunidad de distraer la mente de tantos horrores.

—¿Quién es?— Trató de que su voz sonara con fuerza y determinación, en cambio de sus labios tan solo brotó un tenue jadeo que se diluyó dubitativo y tenue.

Del otro lado de la puerta le llegó una respuesta sofocada.—Padre la hace llamar, señorita.Era la voz de Mara, su vieja nodriza. La mujer que la había cuidado desde el día

en que vio la luz y su madre se diluyó en un sueño demasiado lejano para ser recordado. Ikra la conocía perfectamente, había pasado toda una vida bajo sus atentos cuidados, ocupando un lugar que el justo rey Theorn le había ofrecido por los años de fidelidad y constancia que había pasado como sirvienta de confianza de la muy llorada reina Negrian-na. Ikra de inmediato distinguió en su voz un destello de alarma que no hacía presagiar nada bueno. Era muy tarde, y su padre hacía muchas horas que se había retirado a sus aposentos privados. ¿Por qué la sacaba de su lecho de forma tan inesperada?

Abandonó la cama precipitadamente, y temblando a causa del frío y del miedo, pues sentía más vívidas que nunca cada una de las pesadillas que cada noche habían agitado sus sueños, se aproximó al armario y sacó una túnica de seda que cubriera su desnudez, después se apresuró a abrir la puerta a la vieja aya.