necesidad de la ironía - valeriano bozal

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naturaleza en la que se ha convertido la historia y es ya indiscernible del acartonamiento pétreo de las estatuas retóricas o de la masa que aclama. El proletario real de la URSS en los años treinta tiene bien poco que ver con las dos figuras de Mukhina, pero debe verse como ellas, pues tal es su decreta­do sentido. El heroísmo ficticio encubre una vida penosa, legitimada, precisamente, en ese heroísmo que la desatiende y que, además, es falso, pues el proletario sólo marca el paso de la historia, no la hace. El ciudadano alemán se entrega a la fanfarria de un pasado de pureza racial que le conduce a la mayor catástrofe en la historia de Alemania y pro­clama la degeneración de todo aquello que no está sometido a esa pretendida pureza. En uno y otro caso, la necesidad declarada en la imagen es la necesidad proclamada de forma sublime como destino.

A diferencia de los proletarios que se postraron ante la estatua de Mukhina -ante lo que ella representaba (nunca hubiera estado la iconoclastia más justificada que entonces)- o de los «arios» que vitorearon al Führer, sabemos nosotros las trágicas consecuencias de todo aquello. Es lógico que nos mostremos reacios al sublime -aunque en otros campos siga campando por sus respetos-, e inclu­so que prefiramos el sublime pompier, aunque no podamos estar muy seguros de que éste no siga los pasos de sus maestro, tal como se ha puesto de relieve en algunos acontecimientos históricos recientes. Como decía Hannah Arendt, a propósi-

Francisco Goya, Esto es peor (Desastre núm. 37), h. 1810-20, Madrid, Calcografía Nacional.

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to de una cuesti6n diferente de esta, sentimos el espanto ante algo que es como uno mismo y que bajo ninguna circunstancia debería ser como uno mismo, ese espanto que representó Goya en algu­nos de sus Desastres, en Esto es peor!, por ejemplo, una estampa que elimina el heroísmo y la digni­dad, y hace de la crueldad y de la muerte no s610 moneda corriente, sino moneda que todos pode­mos hacer circular, y que bajo ninguna circuns­tancia deberíamos hacer circular.

Ese espanto recupera, aunque sea traumática­mente, la distancia. En la conciencia de lo que sucedió sabemos que no debemos entregarnos al sublime. Es cierto que las reflexiones posteriores a Auschwitz son ya lejanas, pero todavía nos golpean con contundencia cuando leemos en Steiner cómo es posible que aquello sucediera -y que fuera posible en un pueblo culto, amante de la música y de la literatura ... -, y sobre todo cuando, al mirar a nuestro lado, comprobamos que sigue sucediendo. Recuperar la distancia perdida parece la primera de las recomendaciones, una recomen­dación que nos conduce a la ironía. Allí donde kitsch y sublime cabalgan arrollándolo todo, sólo la ironía parece capaz de fundamentar una resis­tencia posible ... , sólo resistencia, pero nada menos que eso.

No puedo ir más allá, mostrar optimismo. El mercado es dueño y señor, y exige la entrega. La legitimaci6n de la modernidad ha cambiado sus parámetros, que ahora se basan en el mercado y

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mía estética que sobre este placer se funda, pero lo hace con un costo elevado, pues ya nada verdade­ro o falso podía decirse del mundo. El libre juego de las facultades en el que Kant centró el placer estético ponía fuera de lugar cualquier atisbo de conocimiento: el juicio de gusto era desinteresa­do, nada decía de la naturaleza del objeto.

Sin embargo, ya desde los primeros momentos de la modernidad se resistió el arte a este silencio, por gozoso que fuere, y habló de los motivos representados, incluso pretendió decir su verdad. También ejerce aquí la ironía sus derechos y nos hace ver la distancia entre el objeto y su imagen a la vez que la condición (estética, artística, lingüís­tica ... ) de esa distancia: el mundo representado en imágenes no es sino una propuesta sobre el mundo, y no su verdad. Recupera la ironía el requisito sobre el que se había fundado la autono­mía, pero no lo hace como un simple volver atrás, pues en esto que ahora contempla no niega la cer­teza, la pone en duda, sustituye verdad por verosi­militud. Verdad y certeza, autenticidad, no son sino las posibilidades de lo que se propone, posi­bilidades que no pueden verificarse en su propio terreno, el del arte, y que, por ello mismo, no pue­den ser sino eso, propuestas.

Si las estatuas de Mukhina no nos dicen que el proletariado es así, si únicamente se plantean como una propuesta sobre la condición del prole­tariado, entonces podemos verlas con ojos bien distintos de aquel que se entrega (a su verdad) y

Francisco Goya, Perro 5emihundido, h. 1819-1823, Madrid, Prado.

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