morales, gracia -el difícil equilibrio
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Sobre las diversas formas de inquietar al público, pensando al teatro como hecho social comunitario.TRANSCRIPT
“El difícil equilibrio”
Hace pocos meses, cuando la guerra contra Irak y su interminable posguerra eran
todavía un desastre evitable, Juan Mayorga nos regalaba un artículo donde defendía la
vocación política del teatro e instaba a su gente y a todos los ciudadanos a no olvidar, a
no callar. “El teatro es un arte político. El teatro se hace ante una asamblea. El teatro
convoca a la polis y dialoga con ella. Sólo en el encuentro de los actores con la ciudad,
sólo entonces tiene lugar el teatro. No es posible hacer teatro y no hacer política.” Por
supuesto, me siento representada en las palabras de Mayorga; pero, en este caso, las he
querido utilizar como punto de partida, para avanzar hacia algunas otras reflexiones.
Afirmo: el teatro como arte político, por su vocación pública, por su necesidad de
dialogar con los ciudadanos; pero me pregunto: ¿el teatro como lenguaje “para” la
colectividad?, es decir, ¿hasta qué punto esa motivación pública-política que implica lo
teatral condiciona lo decible y lo in-decible? Sospecho que los comentarios que voy a
exponer a partir de ahora son aplicables no sólo a la dramaturgia, sino también a la
dirección, a la interpretación o a otros lenguajes teatrales, pero yo voy a ceñirme a mi
experiencia como autora.
El escritor se sitúa en un espacio paradójico: es, en la mayoría de los casos, el iniciador
solitario de un camino en el que luego van a ser otras manos, cada vez más plurales, las
que retomen el testigo para llegar a la que es la meta última: los espectadores. Trabajo
en soledad para un resultado con vocación pública.
Para eliminar esa contradicción se siguen proponiendo métodos de trabajo diferentes: el
autor trabajando con el director y los actores en sesiones a partir de las cuales diseñar la
obra, las creaciones colectivas donde es todo el equipo el que toma la responsabilidad
de construir un texto... Sin embargo, sigue existiendo (y me parece que estamos
asistiendo a un resurgir de esa figura) el autor, más o menos conectado con el mundo
del escenario, que opta por crear su pieza en privado, alzándose como único responsable
de todas las decisiones que la van perfilando. Yo me sitúo en esa opción, porque aunque
escribo en buena parte para mi grupo de teatro, Remiendo Teatro (en el que también
participo como actriz), en el proceso de búsqueda de un nuevo texto y su escritura me
siento absolutamente independiente, si acaso recogiendo opiniones o apuntes de los
otros integrantes de la compañía. Para mí, esa conciencia de “soledad” (y, por tanto,
“libertad”) es imprescindible, a la hora de que el resultado final mantenga su coherencia
y su lealtad.
Ahora bien, ¿es real esa independencia? Quiero decir, ¿hasta qué punto ese autor, que
intenta ser honesto consigo mismo y con sus personajes, puede desprenderse del hecho
de que ese texto va a ser presentado ante los espectadores? Y cuando hablo de
“espectadores” no me refiero a un colectivo abstracto, porque el escritor les conoce o les
intuye, son sus vecinos, sus contemporáneos. Sospecha hasta dónde alcanza su
horizonte de expectativa; entrevé cuánta aceptación va a tener un determinado tema;
sabe –las estadísticas son implacables- cuáles son sus intereses, a qué dedican el tiempo
libre, etc., etc...
Y esta presión de lo exterior, que podemos encontrar en cualquier artista, actúa con
mucha más fuerza en el caso del teatro, por esa vocación pública-política de la que
hablábamos al principio y por su realidad comercial. En España, la práctica teatral
depende, lo queramos o no, de su público y de las circunstancias del mercado. Recuerdo
en este sentido el artículo que Rodolf Sirera publicaba hace poco en esta revista, donde
dilucidaba las razones, más económicas que estéticas, por las cuales han proliferado en
los últimos años tantos espectáculos con un solo actor.
El dilema, entonces, es el siguiente: ¿renunciar a la complejidad, a la experimentación, a
la plurisemanticidad, para poder acceder así a un público más amplio o, por el contrario,
mantener siempre el riesgo, la crueldad, que toda obra de arte debe poseer?
Evidentemente, en esta dicotomía cada quien debe elegir su propia posición, la cual
puede variar de una etapa creativa a otra. Pero creo que todos los que nos dedicamos a
la escritura teatral hemos tenido que plantearnos seriamente esta circunstancia y
encontrar nuestro propio espacio. El problema, en mi opinión, es la falta de claridad o
de sinceridad: si uno aspira a llegar a un público muy numeroso, tendrá que renunciar a
explorar determinados caminos en su creación artística; si, por el contrario, defiende a
ultranza la independencia del arte, seguramente resultará inaccesible para un porcentaje
muy alto de espectadores y habrá de estar preparado para aceptar esa incomprensión.
¿Cuál es mi opción, actualmente al menos? Desde que empecé a escribir teatro
reconozco una intención, renovada en cada uno de mis textos: la de in-quietar al
público, la de desconcertarle y hacerle que se interrogue por algún aspecto de nuestra
sociedad y ponga en tela de juicio este supuesto “bienestar” en el que vivimos. Abrir
grietas, favorecer pequeños terremotos...
Ahora bien, para conseguir esto, ¿cómo renunciar a la inteligibilidad? Si mi discurso,
por su propia exigencia estética, se vuelve oscuro y de difícil acceso, ¿cómo voy a
conseguir que se produzca algún efecto en los espectadores? Pero, por otra parte, soy
muy consciente de que la preocupación excesiva por facilitar esa comunicación puede
hacerme caer en el simplismo o la vacuidad.
Creo que cada uno de mis textos ha supuesto un pulso entre esas dos nociones: por una
parte, el deseo de probar nuevos lenguajes, la tendencia hacia lo lírico, lo no-explícito,
lo metafórico, y, por otra, el intento de mantener el interés del público, de divertirle o
golpearle, haciendo posible un diálogo con él. En algunos momentos he tenido la
sensación de que ese espacio en el que, sin perder el contacto con los espectadores, el
autor puede desarrollar toda su creatividad, era demasiado estrecho, de que caminaba
sobre un hilo y que era muy fácil perder el equilibrio y caer hacia uno y otro lado; en
cambio, en otras ocasiones, he tenido la certeza de que era posible ensanchar mucho ese
lugar de encuentro.
Ciertamente, esta situación brevemente descrita se vuelve más compleja cuanto más
cerca se encuentra el autor del proceso posterior de puesta en escena y distribución del
espectáculo. Desde que pertenezco a Remiendo Teatro soy aún más consciente de los
esfuerzos que hay que hacer para “vender” un espectáculo contemporáneo, crítico, y de
lo tentador que resulta caer en una propuesta menos exigente, más preocupada por la
recaudación en taquilla que por el resultado sobre el escenario.
Sin embargo, creo que el autor –y, por supuesto, también el director, el actor, el
iluminador, etc.- debe reclamar esa “soledad”, esa “independencia” de la que hablaba al
principio. Sé que no es fácil mantenerse al margen de las tendencias más comerciales,
pero si verdaderamente queremos que nuestro teatro perdure, que nos trascienda, que
siga teniendo validez para otras generaciones, es forzoso arriesgarse, buscar nuevos
registros, proponer siempre la interrogación y la incertidumbre como formas de
acercarse a la realidad...
Porque sólo así favoreceremos la creación de un público lúcido, crítico, pensante, capaz
de resistir la tendencia hacia el adormecimiento y la pasividad. Porque sólo así la
palabra seguirá siendo “un arma cargada de futuro”.
Gracia Morales.