mi abuelo y yo
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Relato de Jimena García Caro, 1º ESOTRANSCRIPT
Jimena García Caro1º C ESO
MI ABUELO Y YO
Son las diez en punto de la mañana. Estoy mirando tras la cortina del salón; oigo unos
pitidos fuertes y seguidos. Mi abuelo ha llegado en su coche verde y está tocando el claxon
para que salga rápido. Nos vamos a hacer surf a la playa.
Mi “güelo” es una persona maravillosa, siempre está ahí cuando le necesito, solo
tengo que llamarle por teléfono y él viene rápido. Cuando me ve, lo primero que hace es
mirarme con esos preciosos ojos grises, dibuja una amplia sonrisa en su cara y me dice:
-“Hola chuli” - Me da un fuerte abrazo, un beso, y yo empiezo a contarle mil historias. Él
me escucha atentamente mientras hacemos el camino hasta la playa. Me ayuda a sacar la
tabla y el traje, bromea conmigo y me dice que es mi mayordomo surfero. Mientras yo
estoy en el agua él se queda en la orilla atentamente, mirando cómo me peleo con el mar
y, cuando cojo una buena ola, le observo cómo celebra con orgullo ese pequeño triunfo que
es surfear.
Mi abuelo fue nadador y ganó muchas competiciones. También salvó vidas como
socorrista, y se mueve, aunque sea mayor, como un delfín en el agua. Él me enseñó a nadar
cuando yo era muy pequeñita. Yo siempre imagino a mi abuelo como al rey Neptuno
saliendo del mar con un gran bastón.
He vivido días maravillosos con mi abuelo. ¡Han sido tantos…..!
A él le encanta la naturaleza, me lleva al campo y me enseña los nombres de los
árboles, de las plantas, pero lo que realmente le entusiasma son las setas. Hemos ido a
muchos bosques de Cantabria y, mientras caminábamos, me enseñaba los hongos y me
explicaba cuáles eran venenosos y cuáles no. Tenía una gran imaginación y, entre seta y
seta, me contaba historias de duendes y de pequeñas hadas que vivían entre la vegetación.
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¡Cuenta tan bien estas historias, que yo llegué a oírlos y casi a verlos!
Joaquín, así se llama mi abuelo, me ha enseñado a disfrutar de muchos pequeños
momentos. Recuerdo que un día, mientras paseábamos, me dijo: -“Para, no te muevas”- y
yo me quedé casi paralizada. Después me dijo en voz muy baja: ¡Escucha!. Era el sonido
del río y de fondo todos los pajaritos cantando, parecía que hacían una gran orquesta.
Estuvimos en silencio casi diez minutos. Fue un momento mágico, y tras ese instante me
dijo: -“Esto es una maravilla, aprende a disfrutarlo”.
“Güelo” tiene una huerta pequeñita, y yo voy con él y con nuestra perra Kika muchas
tardes. Yo quiero ayudarle y lo que más me gusta es ponerme sus botas de goma, que me
quedan enormes, coger la manguera y regar todas las plantas. Me enseña cómo se hace,
porque no todas las plantas se riegan igual. A los pimientos se les riega por encima como
agua de lluvia, y a los tomates con un chorrito por el tallo, pero lo que más me gusta es
cojer las verduras para llevarlas a casa. Mi abuelo se ríe cuando me ve pringada de tierra y
con esas botas que me llegan casi hasta la cintura. Cuando terminamos solemos comer fruta
o un bocadillo y charlamos casi hasta que se pone el sol.
A mi abuelo le gusta mucho conducir y viajar. Me ha llevado a muchos sitios, pero
uno muy especial para los dos es el pueblo de Mogrovejo, en Liébana. Este pueblo tiene
una gran torre, y me contó toda su historia. Él todo lo hace divertido, y lo adorna con
leyendas de guerreros y princesas, hasta el punto de que me creía la protagonista del cuento.
Le encanta caminar, y yo nunca me canso a su lado. Después paramos en el único bar
del pueblo y tomamos un refresco y unas patatas fritas. ¡Qué rico sabe todo en este lugar!
“Güelo” me enseñó a pescar. Me regaló una caña y aprendí a poner las gusanas y a lanzar el
anzuelo. Tuvo un pequeño barquito, me paseaba en él, me enseñaba la ría, las marismas y
las aves.
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Recuerdo que un día tuvimos mucha suerte porque vimos una pareja de garzas
reales. Eran preciosas, pero de lo que más me acuerdo era de la cara de mi abuelo
observándolas. Mi abuelo tiene una mirada muy especial. Cuando mira el paisaje y las
montañas, parece que se pierde en ellas, y a mí, me gusta mirarle a él.
Siempre me ha gustado estudiar con mi abuelo, es un hombre que sabe mucho, y le
encanta leer. Me pregunta las lecciones y las hace amenas porque me cuenta anécdotas y
cosas nuevas que no vienen en los libros. Quiere que yo estudie mucho y que sea una
persona preparada para tener independencia. Pero, lo que más me llama la atención de todo
lo que me dice, es cuando me habla sobre la libertad. Siempre me dice que una persona con
cultura, será una persona libre. Y cuando me ve la cara que pongo al escucharle, se ríe y me
dice que a medida que vaya creciendo lo entenderé mejor.
Recuerdo muchas frases de mi abuelo, y el momento en el que me las dijo.
A veces soy caprichosa, y mi abuelo se enfada un poco, pero muy poco y, en vez de
regañarme me dice: -“No es más feliz quien más tiene sino quien menos necesita”-. Ahora
entiendo mejor esta frase.
Podría escribir mucho más sobre mi abuelo y yo. A medida que escribo estas palabras
me vienen un motón de recuerdos…
* * *
Mi abuelo Joaquín ya no está con nosotros, se fue el pasado septiembre, casi de repente.
Ya no le puedo ver, ni tocar…, pero mi “güelo” está aquí conmigo, en mi mente y en mi
corazón, por eso le escribo en presente. Le veo en todo lo que él me enseñó. Ahora es un
pajarito, un delfín, un árbol….
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Mi “güelo” es el mar, las olas y el cielo que veo todos los días. Es el rey Neptuno.
Mi “güelo” es la música que a él tanto le gustaba; mi “güelo” es mi abuela, a la que le doy
todo mi amor por quererme tanto. Mi “güelo” forma parte de mí y vive en mí, porque todo
lo que aprendí de él vivirá siempre conmigo.
“Güelo”, te quiero con todo mi corazón.
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Sara García Fernández4º D ESO
RESPETO POR LAS CANAS
Mi abuelo es para mí un referente en la vida. Siempre me he sentido en deuda con él. El
primer recuerdo que tengo de él es de cuando yo tenía tres años. Estaba jugando con su
perro, Jacky, cuando de repente me mordió. Yo me puse a llorar, como es lógico, y mi
abuelo se acercó a mí. Me dio un beso y desaparecieron mis lágrimas, y con mis
lágrimas mi dolor, y con mi dolor mi tristeza. Entonces una larga riña mi abuelo
empezó. Me dijo que, si el perro me había mordido, seguro que era porque yo le había
hecho enfadar o le había molestado. Me quedé contemplándolo, sentada en el suelo,
pensando por qué nunca se enfadaba de verdad, por qué, aun cuando le sacaba
de quicio, siempre terminaba sonriendo y dándome un fresco caramelo de menta recién
sacado de su bolsillo. Cual paloma blanca, siempre llevaba la paz donde había guerra,
como cuando mis primos se peleaban. Solía susurrarles a oído una suave sintonía que
les sosegaba.
Vivía con mi abuela en una agradable finca, donde la verde hierba parecía estar siempre
fresca. Yo adoraba ese sitio, al igual que él. Fue allí donde me enseñó todo lo bueno que
tiene la naturaleza: los árboles, las plantas, la fruta, los animales, la tranquilidad, la
paz… e infinidad de cosa. Yo era como una esponja por aquel entonces y
aprendía rápido. Todo lo que me decía me resultaba interesante y útil. Me encantaba dar
de comer a las gallinas que tenía en un pequeño corral y ver cómo se movían ansiosas a
por el grano. Entre semana siempre estaba deseando que llegase el domingo para poder
ir a visitarle, y pedirle que me leyese un cuento, y oírle leer al calor de la chimenea en
invierno, y verle hablar con mi abuela para pedirle que nos hiciese un bizcocho, y oler el
dulce aroma de esa delicia irresistible, y pensar: “¡Dios mío, me encantaría quedarme
aquí para siempre!”
Todos los días que subía a su casa me decía que yo era su niña favorita, que yo era
como un sueño hecho realidad. Por ello, su finca tenía mi nombre y siempre me dijo que
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algún día mía sería. Tenía muchos nietos, tres por parte de mi tía y dos por parte de mi
padre, pero yo era su favorita, según él. Siempre supo que yo era muy inteligente, ya
que cuando aún no sabía leer, podría decirse que él me enseñó. Después de leerme un
libro dos veces, me lo daba y yo se lo leía a él, pero no porque supiese leer, sino porque
me lo aprendía de memoria. Y así libro tras libro, hasta que me aprendí de memoria
todos los libros infantiles que tenía mi abuelo en casa. Desde ese momento, él supo que
mi futuro eran las letras, aunque le hubiese encantado que fuesen las ciencias.
Mi abuela, mujer feliz que siempre estuvo dispuesta a hacer lo que fuese por su familia,
murió cuando yo tenía cinco años. Desde entonces los ojos de mi abuelo, gélidos y
grises como el hielo, se tornaron en una sombra casi permanente. La alegría de la casa
despareció para instaurarse el silencio y, sobre todo, la soledad. La cara de mi abuelo
expresaba la tremenda alegría que se había llevado al tener que despedir de
su vida a la mujer más amable que pisaba la tierra. Por supuesto, esa felicidad se
extendía a todos los miembros de mi familia paterna. Desde entonces, siempre que
llegaba a su casa y abría la puerta, un sonido suave, como el zumbar de una abejilla,
acariciaba mis oídos.
Un día, cuando yo tenía ocho años, sucedió algo inesperado. Estando yo dibujando en el
jardín le vi irse por la verja sin decir adiós y sin avisar. Pasadas cuatro horas yo estaba
de los nervios. Sentía miedo, pavor, terror, pánico ¡Qué sé yo! Presa de un ataque
histérico, salí a buscarlo con Jacky. Eran las nueve de la tarde y empezaba a anochecer.
Atacada por el nerviosismo, me puse a hablar con el viejo perro:
-¿Tú crees que lo encontraremos?
El perro se me quedó mirando, inquieto.
-¿Qué se supone que miras?- le espeté, enfadada.
-¡Guau!- fue su respuesta.
De pronto se puso a llover. Era una lluvia tan intensa como si no hubiese llovido en un
mes y que me caló hasta el tuétano. Me cobijé con Jacky debajo de un tejadillo y rompí
a llorar. Me sentía impotente. Mi abuelo me había dejado sola, llevaba horas
buscándolo, estaba cansada, tenía a Jacky bajo mi responsabilidad (el dichoso perro no
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se estaba quieto), no paraba de llover, estaba mojada, tenía frío y lo peor de todo: estaba
perdida. Con tanta lluvia me había desorientado y no sabía cómo volver a la finca. El
viento soplaba con fuerza y jugaba con las tejas viejas del techo que nos protegía del
temporal. Yo solo sabía llorar, llorar, llorar y llorar. Cuando ya pensé que todo estaba
perdido, me dejé vencer por el agotamiento y me quedé dormida, acurrucada junto a
Jacky. Cuando me desperté, estaba tumbada en el sofá de casa de mi abuelo. Al
principio estaba aturdida y no entendía nada. Poco a poco me fui dando cuenta de
donde estaba. Mi dulce finca. Mi abuelo se encontraba sentado a mi lado, con la cara
muy seria. Cuando se dio cuenta de que me había despertado, me dio un cálido abrazo,
me pidió perdón por haberse ido y me dio uno de sus ya famosos caramelos de menta.
Cuando le pregunté por qué me había dejado sola, me dijo que necesitaba reflexionar y
se había ido a dar un paseo. Al volver me vio tumbada en el suelo con Jacky y se asustó
mucho. Se culpó por haberse ido sin mí y me prometió que no volvería a hacerlo nunca
más. Y así fue. Por eso tengo tanto que agradecerle. Porque siempre ha estado a mi
lado; porque es la persona que mejor me entiende de este mundo; porque contar con él
siempre puedo; porque me hace sentir especial cada vez que hablo con él; porque
siempre que me escondo, él sabe donde encontrarme; porque es la persona más buena
del mundo; porque ama todo lo que hace y todo lo que tiene; porque respeta a todo
bicho viviente. Y, simplemente, por ser quien es, cúmulo de generosidad que irradia vida,
estoy agradecida de que forme parte de mi vida. No quiero otro mejor; él es perfecto.
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Irene Gómez Arce2ºA Bachiller
“Cómo conocí a tu abuelo”
Hace algunos años, cuando tenía once, yo pensaba que las personas que hasta
entonces vivían a mi alrededor, como mis padres, mis abuelos, primos… “venían conmigo
de serie” para toda la vida, tan sólo por nacer. A partir de esa fecha fui consciente de que
muchos de mis acompañantes ya no estaban conmigo y me lamenté de no haberles
preguntado y escuchado más de lo que lo hice. Pero sobre todo, de lo que más me
arrepiento, es de no haber guardado los recuerdos de mi abuela, los muchos que me contó y
otros muchos que se llevó con ella.
Lejos del estereotipo de la “abuela batallitas”, mi abuela siempre consiguió
atraparnos con sus “chismes”, unas veces explicándonos una exquisita receta de tarta de
manzanas, otras revelándonos un viejo remedio casero para el resfriado, o entonando una
habanera de sus años mozos para demostrar que “eso era cantar de verdad y no lo de
ahora…” Pero lo que más esperaba de ella, sin disimular mi impaciencia, era la tertulia
alrededor de la mesa tras las comidas relajadas de los fines de semana. Allí, hijos y nietos
permanecíamos expectantes para escuchar un nuevo capítulo de nuestro pasado familiar. O
aquellas tardes lluviosas, en las que no nos quedaba más remedio que quedarnos en casa
con el único consuelo de poder alquilar un estreno del videoclub, y que cambiaban por
completo cuando ella nos las llenaba con su memoria.
Otras tardes entre semana, mientras mi madre trabajaba, mi abuela se convertía en mi
niñera y ambas nos dedicábamos a sacar una vieja caja de cartón del armario del salón.
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Estaba llena de fotografías: fotos viejas, fotos nuevas a todo color, fotos en blanco y negro,
cuando no de unos deslucidos colores sepia; unas grandes, otras pequeñas, algunas
agrietadas, y otras de formatos raros para mi gusto. Aquella caja que con tanto cariño
conservaba, y que guardaba la historia de mis antepasados en imágenes, se convertía
entonces en el guión de sus recuerdos.
Las que más abundaban eran las que retrataron durante años a mi madre y a mis tías.
Unas cuantas recordaban bodas o fiestas familiares; otras, bastante más escasas, mostraban
escenas de la infancia y juventud de mi abuela y sus hermanos o de sus amigos. Con estas
últimas me solía entretener especialmente, y a veces conseguía que mi abuela se enojase un
poco cuando me reía de los trajes y peinados con los que posaban para la posteridad.
Mi abuela me había contado una historia de casi todos los personajes que aparecían
representados en dichas fotos, aunque yo ahora no sabría hacerlas corresponder con sus
protagonistas. Pero otras me quedaron tan bien grabadas que aún hoy podría repetirlas
usando sus mismas palabras.
Una de las historias que mejor recuerdo, es la que me contó tras preguntarle por una
foto de su boda:
- ¿Cómo os conocisteis el abuelo y tú?
Entonces ella se acomodó en su sillón y la melancolía humedeció sus ojos. Creo que no
le costó nada retroceder en el tiempo porque comenzó a hablar como si yo no estuviera allí,
y ella… ¡Ella había regresado a sus diecisiete años!
- Siempre habíamos vivido en el mismo pueblo.- dijo ella, comenzando la historia-
En barrios alejados, sí, pero en el mismo pueblo. Todo comenzó un día de San Juan,
en la romería. Las fiestas populares eran, sin duda, lo mejor de aquellos veranos
para entablar conversación con los chicos con los que habitualmente no hablabas.
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- ¿Nunca habías hablado con él?- le pregunté.
- No- contestó ella-. Yo apenas tenía diecisiete años y él me llevaba tres… -se detuvo
un momento y enseguida continuó-. Él era un buen bailarín y siempre tuvo
admiradoras que esperaban ser su pareja de baile.
- Y tú, abuela ¿bailaste con él?
Mi abuela mostró una pequeña sonrisa en su rostro al oír aquella pregunta:
- Lo cierto es que nunca tuve muchas esperanzas. Entonces me sentía como un “patito
feo”. La belleza de mi madre la heredaron mis hermanas. Y tampoco heredé su
porte… yo era tan delgada, que lo disimulaba con dos sayas bien almidonadas bajo
el vestido. Pero sí, a pesar de todo, él me invitó a bailar, y yo, con las mejillas
encendidas, le dije que sí.
- ¡Qué emocionante! – exclamé, con ganas de saber más sobre la historia de mis
abuelos.
- Bueno, realmente fue un poco desconcertante. Todas las parejas comenzaron a
bailar al ritmo de una canción siguiendo un conocidísimo ritual: el hombre cogía
con la mano izquierda la mano derecha de la mujer, colocando a su vez su mano
derecha en la espalda de ésta, y la mano izquierda de la mujer en el hombro derecho
del hombre. Después el hombre movía su pie izquierdo hacia la izquierda, hasta
que él y su pareja sintonizaban el ritmo, y entonces él avanzaba con su pie izquierdo
hacia adelante y la chica con su pie derecho hacia atrás, y así sucesivamente.
- ¿Y qué tuvo de desconcertante? – pregunté a mi abuela sin entender muy bien que
me estaba queriendo decir.
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Ella paró un momento. Necesitaba beber un poco de agua. Después, me miró, sonrió, al
recordar ese momento tan feliz con mi abuelo, y prosiguió:
- Pues que nosotros empezamos al revés. Tu abuelo se sentía más cómodo bailando
así y yo me dejé llevar… titubeando al principio… uno, dos, tres, pasos adelante…
uno, dos, tres pasos hacia atrás… Y bailamos toda la tarde… y otras tardes que
vinieron después.
- ¿Y así comenzó todo? ¡Qué bonito! – dije a mi abuela, entusiasmada.
- Bueno,- continuó - no todo fue bonito, las herencias de las guerras son unos
obstáculos muy difíciles de superar. Y nosotros habíamos salido de una hacía
apenas unos años….por lados diferentes.
- Pero…viendo donde yo estoy… eso no os separó.- dije orgullosa de mi existencia.
- No. Pero al principio no fue fácil.- dijo, con un tono algo más serio - La semilla de
esta guerra dio como fruto un gran rencor, familias enfrentadas… En definitiva, una
realidad dolorosa.
La sonrisa de oreja a oreja de mi rostro desapareció. Estaba desconcertada por la
situación, sin entender muy bien qué pasaba con sus familias, y quise resolver mis dudas.
- ¿Las vuestras se enfrentaron? – pregunté.
- No, enfrentamiento no hubo. – me dijo ella, dándome la mano. - Pero nos lo
pusieron difícil. Sin embargo, a pesar de todas las complicaciones, nosotros
continuamos con nuestro “baile”, unas veces para un lado y otras para el contrario;
demostrando que con respeto se puede convivir, aun pensando diferente.
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Hubo un momento en que enmudeció y decidí no interrumpir sus pensamientos. Mi
abuela tenía la costumbre de ausentarse unos instantes para recordar con exactitud lo que
quería decir o simplemente para permanecer a solas con sus pensamientos.
- Sin embargo,- prosiguió tras una pequeña pausa- a pesar de los años, mucha gente
aún se empeña en convertir aquello en una enfermedad latente para la que no hay
tratamiento…
Luego me miró, y una mueca de tristeza quiso convertirse en sonrisa, sin mucho éxito:
- Ya ves. Esto fue el principio de una larga historia. Y cuando la cuentas ves que el
tiempo pasa ante de ti con la fugacidad de una estrella.
Me quedé observándola, me apoyé sobre su hombro y noté cómo poco a poco, perdía el
hilo de su historia, mezclando pasado y presente, aunque ella hacía tiempo que se había
instalado en el atardecer de su vida.
Mi abuela no fue abogada, ni empresaria, ni enfermera. Ni tan siquiera era una abuela
moderna con quien “chatear” o jugar a la “play”. Pero sabía transmitir esa gran experiencia
que llevaba a sus espaldas convirtiéndose en la mejor “contadora” de historias y, para mí, la
mejor abuela del mundo.
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