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PRÍNCIPE Y MENDIGO Mark Twain Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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PRÍNCIPE YMENDIGO

Mark Twain

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2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Voy a contaros un cuento, tal como me fue relata-do por cierta persona que lo sabía por su padre, elcual, a su vez, se lo había oído igualmente explicar asu progenitor... y así sucesivamente, de generaciónen generación, durante más de trescientos años, lospadres lo transmitían a los hijos, y éstos lo conser-vaban en la memoria. Tal vez se trata de una histo-ria, quizá únicamente de una leyenda o de una tra-dición, pero pudo haber ocurrido. Es posible que lossabios y los perspicaces lo creyeran cierto, pero tam-bién puede ser que únicamente los ignorantes y losingenuos lo encontraran agradable y lo creyeranreal.

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1. Nacimiento del príncipe y del Mendi-go

En la antigua ciudad de Londres, cierto día deotoño del segundo cuarto del siglo m, nació unniño en el hogar de una familia pobre, apelli-dada Canty, que no lo deseaba. El mismo díanació otro niño inglés en una familia acaudala-da conocida por el nombre de Tudor, que sí lodeseaba. Y no lo esperaba con menos anhelotodo Inglaterra. Gran Bretaña lo había ansiadoy lo había pedido a Dios durante tanto tiempo,que el pueblo, al ver su ilusión realizada, sevolvió medio loco de alegría. Durante variosdías y varias noches, personas que apenas seconocían, se abrazaban y se besaban llorando,todo el mundo se tomó un día de jubilosa hol-ganza, aristócratas y vasallos, ricos y pobres locelebraron con festines, con danzas, canciones yborracheras. De día, Londres ofrecía un es-pectáculo digno de verse: alegres ondeaban lasbanderas en balcones y azoteas, y espléndidos

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desfiles recorrían las calles. Por la noche, habíaotro espectáculo no menos digno de admira-ción: grandes hogueras en todas las esquinas,rodeadas de gentío que armaba gran algazara.No se hablaba en toda Inglaterra más que delrecién nacido Eduardo Tudor, príncipe de Ga-les, que se hallaba tendido entre sedas y rasos,ignorante de todo aquel bullicio y de las aten-ciones y cuidados que le prodigaban grandeslores y distinguidas damas, ajenos por estarazón a la diversión general. Pero no se hablabaen absoluto del otro pequeño, Tom Canty, en-vuelto en miserables andrajos, excepto entresus familiares mendigos, a quienes venía a per-turbar con su presencia.

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2. La infancia de Tom

Pasemos por alto unos cuantos años.Londres contaba ya mil quinientos de exis-

tencia y era una gran ciudad, al menos paraaquella época. Tenía cien mil habitantes, ysegún algunos, el doble de esta cifra. Las calleseran muy angostas, sinuosas y sucias, particu-larmente en el barrio donde vivía Tom Canty,no lejos del Puente de Londres. Las casas erande madera, con el segundo piso más salienteque el primero, y el tercero asomando los codospor encima del segundo. Cuanto más altas, másanchas eran las casas. Eran esqueletos de grue-sas vigas entrecruzadas, con sólido materialintermedio, revestido de yeso. Dichas vigasestaban pintadas de rojo, de azul o de negro,según el gusto del dueño, y esto daba a aque-llas casas un aspecto muy pintoresco. Las ven-tanas, pequeñas y con vidrieras formadas porcristalitos en forma de rombo, se abrían hacia elexterior, sobre goznes, como las puertas.

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La casa en que vivía el padre de Tom estabasituada en un inmundo callejón sin salida, lla-mado Offal Court, cercano a Pudding Lane. Erapequeña, vetusta y destartalada, pero albergabanumerosas familias indigentes que vivían enella lamentablemente hacinadas. La tribu deCanty ocupaba una habitación en el tercer piso.La madre y el padre tenían una especie de ca-mastro en un rincón, pero Tom, la abuela deéste y sus dos hermanas, Bet y Nan, no sufríantal restricción, pues disponían de todo el cuartoy podían dormir donde mejor les parecía. Hab-ía allí los restos de una o dos, mantas y algunoshaces de paja vieja y sucia, pero a aquello nopodía llamársele propiamente camas, porqueno estaban dispuestas debidamente; eran mon-tones de paja, acumulada por la mañana a pun-tapiés y repartida por la noche en pilas paraque sirviera de lecho.

Bet y Nan eran gemelas y tenían quince años.Dos muchachitas de buen corazón, desaseadas,harapientas y muy ignorantes. Su madre se

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parecía a ellas, pero el padre y la abuela eranun par de demonios que se embriagaban siem-pre que tenían ocasión de hacerlo, y entonces sepegaban o dirigían sus golpes al primero que seinterponía entre ellos; borrachos o serenos blas-femaban y echaban maldiciones sin parar. JuanCanty era ladrón y su madre pordiosera. Con-virtieron en mendigos a sus hijos, pero no lo-graron que fueran ladrones. Entre la horriblechusma que vegetaba en aquella morada sehallaba un bondadoso sacerdote anciano, aquien el rey había dejado sin casa ni hogar, consólo una pensión de unos cuantos peniques;éste solía preocuparse de los niños y les ense-ñaba en secreto a encaminarse por la senda delbien. El padre Andrés enseñó también a Tomalgo de latín y a leer y escribir; y lo mismohubiera hecho con las niñas si éstas no hubierantemido la burla de sus jóvenes amigas, que nohabrían podido sufrir un beneficio moral tanpeligroso para ellas.

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Todo Offal Court era una colmena en todoigual a la casa de Canty. Las borracheras, laspeleas y los altercados estaban, no a la ordendel día, sino de toda la noche. Las cabezas rotaseran, en aquel lugar, cosa tan corriente como elhambre. Sin embargo, el pequeño Tom no eradesdichado. Lo pasaba muy mal, pero no sedaba cuenta de su situación. Todos los mucha-chos de Offal Court se hallaban en idénticascircunstancias y, por lo tanto, suponía queaquella vida era normal y agradable. Cuandopor la noche volvía a su casa con las manosvacías, sabía que su padre le maldeciría y lepropinaría una paliza en concepto de bienveni-da, y cuando él se hubiese cansado de azotarle,su repulsiva abuela repetiría el vapuleo corre-gido y aumentado; no ignoraba tampoco queen el silencio de la noche, su madre hambrientase acercaría cautelosamente a él para darle aescondidas algún miserable mendrugo quehubiera podido guardarle, aunque hambre nole faltaba para comérselo ella misma y a pesar

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de que era con frecuencia descubierta al llevar acabo aquella especie de traición y brutalmentegolpeada por su marido.

No, la vida de Tom transcurría bastante bien,particularmente en verano. Mendigaba única-mente lo necesario para comer, pues las leyescontra la mendicidad eran muy severas y laspenas muy graves, y pasaba largas horas escu-chando las encantadoras leyendas y los viejoscuentos y fábulas que le relataba el buen padreAndrés, pobladas de gigantes, hadas, enanos,genios, castillos encantados, y fastuosos reyes ypríncipes. Su cabeza se fue llenando de visionesfantásticas, y más de una noche, tendido en suyacija inmunda, en plena oscuridad, fatigado,hambriento y dolorido por la acostumbradapaliza, daba rienda suelta a su imaginacióninfantil y, olvidando su sufrimiento y sus pesa-res, pronto se representaba deliciosas escenasde la vida regalada de un príncipe mimado.Entonces comenzó a sentirse dominado, nochey día, por el deseo de ver por sus propios ojos

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un príncipe de carne y hueso. Comunicó unavez su ardiente anhelo a uno de sus compañe-ros de Offal Court, pero éstas le hicieron objetode tal rechifla, que desde entonces Tom decidióguardar para sí el secreto de sus sueños.

Leía con frecuencia los viejos libros del sacer-dote, y conseguía que éste se los explicara deta-lladamente. Poco a poco, los sueños y las lectu-ras produjeron un cambio en su temperamento.Los personajes que veía en sueños eran tan ele-gantes que empezó a lamentar su propio modode vestir tan harapiento y desaseado, y al com-pararse con ellos sintió el deseo de verse limpioy mejor trajeado. Pero siguió jugando y divir-tiéndose en el lodo. Sin embargo, en vez deecharse al Támesis únicamente para solazarsebraceando, como solía hacerlo, empezó ahora aconsiderar el baño como un medio de aseo muyapreciable.

Tom podía, pues, ir ahora a las ferias y fiestasde mayo de Cheapside y de otros distritos, y decuando en cuando, entre los habitantes de Lon-

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dres, tenía ocasión de ver alguna parada mili-tar, cuando algún personaje caído en desgraciaera llevado a la Torre, prisionero, por tierra oen bote. Cierto día de verano vio quemar a lapobre Ana Askew y a tres hombres en unahoguera en Smithfield. Y oyó el sermón de unantiguo obispo, que no le interesó en absoluto.Sí, en conjunto, la vida de Tom era variada ybastante agradable.

Poco a poco, las lecturas y los sueñas de Tomsobre la vida principesco produjeron a éste unefecto tan profundo que comenzó, inconscien-temente, a actuar como un príncipe. Su manerade hablar y sus modales se volvieron curiosa-mente corteses y ceremoniosos, lo cual produjosorpresa e hilaridad entre sus familiares. Perola influencia de Tom entre aquellos jovenzuelosiba en aumento de día en día, y con el tiempoacabaron por mirarle con cierto temor respe-tuoso, como a un ser superior. ¡Parecía tan ins-truido! ¡Y hablaba y obraba tan admirablemen-te! Y, además, ¡era tan reflexivo y sabio! Los

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consejos, advertencias y actos de Tom eran co-municados por los niños a sus padres, y éstoscomenzaron a contar todo lo que se refería almuchacho, considerando a Tom Canty comouna criatura extraordinaria y prodigiosa. Laspersonas mayores sometían sus dificultades aljuicioso criterio de Tom, y quedaban con fre-cuencia asombradas ante el acierto de sus sa-bias decisiones. Por ello se convirtió en unhéroe para todos los que le conocían, exceptopara su propia familia, porque ésta no sabíadescubrir en él nada extraordinario.

Por su cuenta, al cabo de algún tiempo, Tomorganizó una corte figurada, en la que él era elpríncipe, y sus compañeros más apreciadosactuaban de guardias de palacio, de escuderos,de cortesanos y de familia real. Diariamente elsupuesto príncipe era recibido con muy estu-diada ceremonia, que Tom había copiado desus lecturas novelescas. También eran debati-dos, cada día, los problemas de aquel reino depantomima en real consejo, y cotidianamente

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Su Alteza fingida, dictaba decretos a sus ejérci-tos, a su marina y a sus virreyes imaginarios.Después de todo lo cual se escabullía con susandrajos para ir a pedir limosna, para lograralgunos peniques y comer su acostumbradomendrugo, seguido de las consabidas maldi-ciones y de la paliza, para echarse, finalmente,encima del montón de paja nauseabunda don-de, en sueños, volvía a repetirse su delirio degrandezas.

Y día tras día, fue aumentando su deseo an-sioso de ver un príncipe verdadero, de carne yhueso, hasta que llegó a absorber todos susdemás anhelos y se convirtió en la única aspira-ción de su vida.

Cierto día de enero, en su habitual recorridode pordiosero, vagabundeando melancólica-mente por el distrito de Mincing Lane y de Lit-tle East Cheap, descalzo y aterido, contemplabalos escaparates de un fonducho y se extasiabaante las empanadas de cerdo y otros manjarestorturadores, puesto que todas aquellas cosas

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exquisitas estaban, indudablemente, destinadasa los ángeles, a juzgar por su delicioso aroma, yél nunca había tenido la suerte de poder comerninguna. Caía una lluvia helada, la atmósferaera sombría y el día en extremo desapacible;Tom, por la noche, llegó a su casa tan empapa-do, abatido y hambriento, que su padre y su,abuela no pudieron contemplar su deplorableestado sin sentirse conmovidos, aunque a sumanera, y se apresuraron a propinarle una granpaliza y le mandaron a la cama. Durante largorato, el hambre, el dolor que le producían losgolpes recibidos y las blasfemias que oía reso-nar en el edificio, le impidieron conciliar elsueño. Pero, por fin, sus pensamientos se eleva-ron, muy lejos, hacia países imaginarios y sedurmió en compañía de jóvenes príncipes ysoñó que vivían en vastos palacios, atendidospor criados que les halagaban constantemente oiban volando a ejecutar sus órdenes; y entonces,como de costumbre, soñó que él era tambiénpríncipe, y durante toda la noche se meció en el

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deleite esplendoroso de su condición regia; sehallaba rodeado de encopetados caballeros y dedistinguidas damas, en un ambiente de luz, deperfumes y de música religiosa, y correspon-diendo con sonrisas y ligeras reverencias prin-cipescas a las respetuosas cortesías de que lehacía objeto aquella multitud de cortesanos quese apartaba ceremoniosamente para permitirleel paso.

Y cuando se despertó por la mañana y se diocuenta de la miseria que le rodeaba, su sueñoprincipesco produjo el efecto habitual: intensi-ficó mil veces la sordidez de todo lo que le ro-deaba. Y entonces vino la amargura, el tormen-to del corazón y las lágrimas.

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3. El encuentro de Tom con el príncipe

Tom se levantó hambriento, y hambrientoabandonó también su pocilga, pero con el pen-samiento acariciado por los esplendores de susdulces sueños nocturnos. Vagabundeó de unlado a otro de la ciudad, sin fijarse apenas haciadónde se dirigía o en lo que ocurría a su alre-dedor. La gente le daba empujones y le prodi-gaba insultos, pero todo pasaba desapercibidopara aquel muchacho meditabundo. Poco apoco se fue alejando hasta llegar a Temple Bar,el distrito más apartado de su casa, que alcan-zaba la primera vez en aquella dirección. Sedetuvo y reflexionó un momento, y sumido denuevo en sus fantasías franqueó las murallas deLondres. Strand, en aquella época, había dejadode ser una carretera y se consideraba como unacalle, pero de construcción muy irregular, puesaunque tenía una hilera bastante compacta decasas en uno de sus lados, en el otro sólo habíaunos cuantos grandes edificios muy distancia-

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dos, palacios de nobles acaudalados, con her-mosos parques anchurosos que se extendíanhasta el río, parques que actualmente se hallancubiertos de vulgares casuchas de piedra y la-drillo.

Allí divisó Tom el villorio de Charing, y sequedó contemplando la espléndida cruz quehizo instalar en aquel lugar un amargado sobe-rano de tiempos antiguos. Luego siguió lenta-mente por una agradable carretera que, dejan-do atrás el majestuoso palacio del gran carde-nal, llevaba a otro palacio todavía mayor y másimponente, que se alzaba más allá de West-minster. Tom quedó asombrado ante aquellamole gigantesca de mampostería, con sus ex-tensas alas, los amenazadores bastiones y torre-cillas, la gran entrada de piedra con sus rejasdoradas, magníficamente ornamentada concolosales leones de granito y otros símbolos yemblemas de la realeza inglesa. ¿Iba por fin aver realizado el anhelo que atormentaba sualma? Aquello era, en efecto, el palacio de un

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rey. ¿ No le cabía ahora la esperanza de ver aun príncipe de carne y hueso, si tenía a bienconcedérselo la Providencia?

A cada lado de aquella verja dorada habíauna estatua viviente, es decir, un hombre enarmas, tieso, erguido, majestuoso e inmóvil,cubierto dé pies a cabeza por una armadura debruñido acero. A respetuosa distancia se halla-ban numerosos campesinos y gente de la ciu-dad, esperando la ocasión de ver Fugazmente aalgún personaje regio. Espléndidos carruajescon personas de calidad en el interior y elegan-tes lacayos llegaban y salían por otras variaspuertas suntuosas que daban paso al real recin-to.

El pobre Tom, con su aspecto harapiento, seacercó allí y, con el corazón palpitante, se desli-zaba poco a poco, tímidamente y con esperanzacreciente, por delante de los centinelas, cuandode pronto vio a través de las doradas rejas unespectáculo que casi le hizo prorrumpir en gri-tos de júbilo. Dentro del real recinto había un

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muchacho esbelto, de tez morena, curtida porlos ejercicios deportivos y los juegos al aire li-bre cuyo traje de seda y raso resplandecía cu-bierto de joyas. Llevaba espada y daga al cinto,calzaba lindas zapatillas con tacones rojos yostentaba en la cabeza un elegante sombreritocarmesí con graciosas plumas colgantes sujeta-das por relucientes gemas. Junto a él había va-rios caballeros que lucían vistosos trajes... yque, indudablemente, eran sus criados. ¡Oh!¡Era un príncipe, un príncipe de veras, vivo,real..., no cabía duda! ¡Por fin había escuchadola Providencia la plegarla de un desdichadoniño mendigo!

Tom no podía apenas respirar a causa de suextrema excitación y en sus ojos brillaban deste-llos de admiración y de delicia. En su espíritusólo quedó lugar para un único deseo, el deacercarse al príncipe y contemplarlo con mira-da devoradora. Antes de darse cuenta de lo quehacía, tenía ya la cara pegada a los barrotes dela reja, pero inmediatamente uno de los centi-

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nelas le apartó de allí con violencia y, de unempujón, lo mandó dando tumbos contra lamultitud de aldeanos babiecas y de ociososciudadanos londinenses.

¡Ten cuidado con lo que haces, mocoso por-diosero!

La muchedumbre hizo muecas y prorrumpióen carcajadas, pero el joven príncipe se preci-pitó hacia la verja con el rostro encendido y losojos echando chispas de indignación y exclamó:

¡Cómo te atreves a tratar de esta manera aun pobre muchacho! ¡Cómo te atreves, aunquefuese el más insignificante de los vasallos de mipadre! ¡Abre la verja y déjale entrar!

Entonces habríais visto cómo aquella multi-tud voluble se descubrió respetuosamente ycomenzó a aplaudir con gritos Tic: «¡Viva elpríncipe de Gales!»

Los soldados presentaron armas con sus albardas, abrieron la verja y volvieron a presentararmas cuando el pequeño príncipe de la pobre-

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za, cubierto de harapos, entró y estrechó la ma-no al príncipe de la abundancia ilimitada.

Eduardo Tudor dijo:Me parece que estás fatigado y hambriento y

que sufres malos tratos. Ven conmigo.Media docena de criados se abalanzaron pa-

ra... ignoro para qué; indudablemente para in-terponerse, pero el príncipe los hizo a un ladocon un gesto verdaderamente regio que les dejóclavados en el sitio donde se hallaban, como side otras estatuas se tratara. Eduardo acompañóa Tom a una rica estancia de palacio, que dijoera su gabinete, y, por orden suya trajeronmanjares como Tom no había saboreado ni vis-to jamás, a no ser en los libros que leía. Elpríncipe, con delicadeza y educación principes-cas, mandó a los criados que se retiraran conobjeto de que su humilde huésped no se sintie-ra avergonzado por sus miradas de reproba-ción; luego se sentó a su lado y empezó a hacerpreguntas a Tom mientras éste comía:

¿Cómo te llamas, muchacho?

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Tom Canty, para serviros, señor.Tienes un nombre extraño. ¿Dónde vives?En la ciudad, con vuestra venia, señor. En

Offal Court, cerca de Pudding Lane.¿Offal Court? Este nombre también es raro.

¿Tienes padres?Tengo padre y madre, señor, y, además, una

abuela que no me merece el menor aprecio, yDios me perdone si cometo pecado al decir talcosa... Tengo también dos hermanas gemelas,Nan y Bet.

Entonces, por lo que veo, tu abuela no semuestra muy bondadosa para contigo...

Ni para con nadie, y perdone Vuestra Alte-za. Tiene un corazón perverso y no pasa unmomento sin planear alguna fechoría.

¿Te maltrata?A veces no, porque está ebria o dormida, pe-

ro cuando recobra el juicio me lo compensa contremendas palizas.

Los ojos del príncipe brillaron de indignación,al mismo tiempo que exclamaba:

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¡Cómo! ¿Palizas?En efecto, señor.¡Propinarte palizas a ti, que eres tan peque-

ño y tan débil! Te aseguro que antes de anoche-cer esa vieja estará encerrada en la Torre. Mipadre, el rey...

Perdonad, señor, pero olvidáis su baja con-dición. La Torre es sólo para los grandes.

Es verdad. No he caído en eso. Meditaréotro castigo. ¿Y tu padre te trata con cariño?

Ni más ni menos que mi abuela, señor.Por lo visto, todos los padres se parecen. El

mío, por ejemplo, tampoco se queda manco.Corrige con mano dura, pero a mí no me casti-ga, aunque, a decir verdad, a veces me dedicaepítetos atroces. ¿Y tu madre, cómo te trata?

Es muy buena, señor, y no me da disgustosni me causa penas de ninguna clase. Y en estoNan y Bet son como ella.

¿Qué edad tienen?Quince arios, señor.

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La princesa Isabel, mi hermana, tiene catorceaños, y mi prima Juana Grey tiene la mismaedad que yo. Es muy bonita y graciosa. Encambio, mi hermana María, con su aspecto taci-turno y... Escucha. ¿Prohíben tus hermanas asus criados que sonrían para que el pecado nocorrompa sus almas?

¿Mis hermanas? ¡Oh, señor! Pero ¿creéis quemis hermanas tienen criados?

El príncipe se quedó contemplando al peque-ño mendigo y luego le dijo:

¿Y por qué no he de creerlo? ¿Quién las des-nuda al acostarse y quién las viste cuando selevantan?

Nadie señor. ¿Os parece que tendrían quequitarse su vestido y dormir desnudas como lasbestias?

¿Su vestido? Pero ¿es que no tienen más queuno?

¡Oh, Alteza! ¿Qué harían con más de uno?La verdad es que cada una de ellas no tienemás que un cuerpo.

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¡Vaya idea curiosa y sorprendente! Dispen-sa, chico, no lo he dicho en tono de mofa. Perotu buena Nan y tu Bet tendrán en breve exce-lentes trajes y lacayos; yo haré que mi mayor-domo se cuide de ello. Y no me des las gracias,porque no vale la pena. Té expresas con correc-ción y con gracia. ¿Estás bien instruido?

Ignoro si lo estoy o no lo estoy, señor. Unbuen sacerdote, a quien llaman el padreAndrés, tuvo la bondad de enseñarme lo queexplican sus libros.

¿Sabes latín?Sí, pero muy poco, señor.Apréndelo, muchacho. Es difícil solamente

al principio. El griego es más complicado, peroni éste ni ningún otro idioma son difíciles, creoyo, para la princesa Isabel y para mi prima. ¡Yaoirás cómo hablan! Pero explícame lo de OffalCourt. ¿Llevas allí una vida agradable?

Sí, en verdad, señor, excepto cuando pasohambre. Se dan representaciones de títeres y demonos... ¡Qué animalitos estrafalarios pero qué

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bien vestidos van! Además, hay comedias enlas que los actores vociferan y se pelean hastamatarse todos... Es un espectáculo muy bonitoy no cuesta más que un cuarto de penique,aunque muchas veces uno no puede disponerde esta moneda.

Cuéntame más cosas.De vez en cuando los chicos de Offal Court

nos liamos a palos con una estaca, a la manerade principiantes, señor.

Los ojos del príncipe centellearon.¡Caramba! Pues eso no me desagradaría –

contestó . Continúa, continúa.Nos desafiamos a correr, señor, para ver

cuál de nosotros es el más veloz.Eso también me gustaría mucho. Ve dicien-

do.En verano, señor, vadeamos y nadamos en

los canales y en el río, y nos chapuzamos y nosremojamos los unos a los otros a manotazos,sumergiéndonos entre gritos y piruetas, y...

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Daría yo todo el reino de mi padre para po-der disfrutar ahora mismo de todo eso. Contin-úa, continúa.

Bailamos y cantamos en torno de la alegoríade mayo en Cheapside; jugamos en la arena,cubriendo cada cual con ella a su vecino, y aveces hacemos tortas de barro. ¡Oh, qué barrodelicioso, no hay otro igual en el mundo paradivertirse jugando! Nos revolcamos casi en él, yperdone Vuestra Alteza.

¡Cállate, por favor! ¡Qué delicioso! Si yo pu-diera vestirme con unos harapos como los tu-yos, descalzarme y chapotear en el barro, aun-que no fuera más que una sola vez, una sola,sin que nadie me regañase, creo que sería capazde renunciar a la corona.

Y si yo pudiera vestirme como vos, señor,únicamente una vez...

¡Ah! ¿Te gustaría? Pues lo lograrás. Quítatetus andrajos y ponte mi ropa esplendoroso.Será una felicidad muy pasajera, pero no porello dejaremos de disfrutarla menos. Nos diver-

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tiremos los dos tanto como nos sea posible du-rante unas horas, y volveremos a cambiarnoslos trajes antes de que venga alguien a moles-tarnos.

Pocos minutos más tarde, el joven príncipe deGales se había ataviado con los lamentablesharapos de Tom y el pequeño príncipe de lapobreza vestía el lujoso traje y ostentaba lasplumas de la realeza. Los dos fueron a contem-plarse ante un espejo y, ¡oh, milagro!, no parec-ía haber cambio ni diferencia alguna entre am-bas. Se miraron uno a otro, dirigieron luego lavista al cristal, y se miraron de nuevo. Por fin,el príncipe, asombrado, dijo:

¿Qué te parece?¡Ah, generoso señor, no me pidáis que con-

teste! Un muchacho de mi condición no debe nipuede decir lo que piensa.

Pues ya te lo diré yo. Tienes el mismo cabe-llo, los mismos ojos, la misma voz, idénticasmaneras e igual perfil, estatura y rostro que yo.Si saliésemos por ahí desnudos, nadie sería

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capaz de reconocer cuál de los dos es el prínci-pe de Gales. Y ahora que llevo puesta tu ropame parece que mis sentimientos concuerdanmás con los tuyos cuando aquel soldado bru-to... Pero ¿qué es eso? Tienes una contusión enla mano...

Sí, pero no tiene importancia, y Vuestra Al-teza ya sabe que el pobre soldado...

¡Nada, nada! ¡Ha sido un gesto vergonzosoy cruel! exclamó el joven príncipe, golpeandoel suelo con el pie descalzo . Si el rey... Bueno,no des un paso hasta que yo vuelva. ¡Es unaorden!

En un abrir y cerrar de ojos cogió un pliegode importancia nacional que había encima de lamesa, lo guardó, cruzó el umbral, y echando acorrer por los jardines, salió de palacio cubiertocon sus guiñapos, con el rostro encendido y losojos brillantes. Al llegar a la verja, asió los ba-rrotes de la misma y, pretendiendo moverlosviolentamente, gritó:

¡Abrid, abrid la verja!

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El soldado que había maltratado a Tom obe-deció inmediatamente, y al cruzar el príncipe lapuerta, muy sofocado de indignación, el solda-do le dio un pescozón contundente, que le hizorodar dando tumbos hasta la carretera, al mis-mo tiempo que le decía:

Toma eso, demonio de mendigo, por lo quepor tu culpa me ha reprochado Su Alteza.

La multitud prorrumpió en una estrepitosarisotada. Entonces el príncipe se levantó delbarro donde había ido a caer y abalanzándosefurioso contra el centinela, gritó:

¡Soy el príncipe de Gales, mi persona es sa-grada, y te van a ahorcar por haberte atrevido aponerme la mano encima!

El soldado presentó armas con la alabarda ycon tono de mofa exclamó:

Saludo a Vuestra Alteza. Y en seguidaañadió, irritado : ¡Largo de ahí, rufián inmun-do!

En aquel momento la multitud se congregócon bulliciosa hilaridad en torno del príncipe y

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comenzó a darle empellones, carretera abajo, almismo tiempo que gritaba burlonamente: «¡Pa-so a Su Alteza! ¡Paso al príncipe de Gales!»

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4. Las primeras tribulaciones del príncipe

Después de varias horas de persecución yhostigamiento, el joven príncipe se vio por finlibre de la turba y quedó solo. Mientras pudoaplacar su cólera contra el populacho dirigién-dole amenazas de soberano y órdenes que pro-vocaban la hilaridad general, el príncipe refo-ciló extraordinariamente a la multitud, perocuando al fin la fatiga le obligó a guardar silen-cio, ya no sirvió de diversión a sus atormenta-dores, que fueron en busca de recreo a otra par-te. El príncipe, entonces, miró a su alrededor,pero no consiguió reconocer el distrito en quese encontraba; únicamente sabía que estaba enLondres. Continuó andando sin rumbo, y alcabo de un rato, las casas y los transeúntes em-pezaron a escasear. Bañó sus pies ensangrenta-dos en el arroyo que había en aquella época enel lugar que ocupa hoy la calle de Farringdon,descansó luego unos momentos, volvió des-pués a andar y no tardó en llegar a una gran

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explanada donde sólo había unas cuantas casasdiseminadas aquí y allí y una iglesia que era unverdadero prodigio. El jovencito reconocióaquel templo. Estaba ahora rodeado de anda-mios, por los que pululaban una multitud deobreros que estaban procediendo a reparar eledificio cuidadosa y minuciosamente. Elpríncipe se animó en seguida, pensando que sehabían acabado sus contratiempos, y dijo parasus adentros: «Esta es la antigua iglesia de losmonjes franciscanos, que el rey, mi padre, tomóa los referidos frailes para destinarla a asilo deniños pobres y abandonados, y que ahora esconocida por Hospicio de Cristo. Supongo queacogerán muy gustosamente al hijo del rey quetan generosamente se portó con ellos..., tantomás cuanto q e ese hijo se ve tan pobre y aban-donado como cualquiera de los que alberga hoyeste asilo, o de os que pueda albergar en lo su-cesivo. »

No tardó en hallarse en medio de una multi-tud de muchachos que corrían y brincaban ju-

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gando a la pelota y a saltacabrillas, y se entre-gaban a otras diversiones en extremo ruidosas.Todos iban vestidos de la misma manera ysegún la moda de aquellos tiempos entre loscriados y aprendices: se cubrían con gorra pla-na, del tamaño de un plato salsero, que no serv-ía para taparse, dadas sus escasas dimensiones,ni tampoco; de adorno; por debajo de ella lespendía el cabello hasta mitad de la frente, sinraya, y cortado alrededor; llevaban una cintamonacal a manera de cuello, una falda cortaazul, muy ceñida que llegaba sólo hasta lasrodillas, mangas completas, un ancho cinturónrojo, medias de color chillón, sujetadas por en-cima de las rodillas, y zapatos bajos con gran-des hebillas de metal. Era un uniforme de bas-tante mal gusto.

Los muchachos interrumpieron sus juegos yse agruparon en torno del príncipe que, con suinnata dignidad, dijo:

Escuchad, buenos chicos, decid al directorque Eduardo, príncipe de Gales, desea hablarle.

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Hubo una risotada general estentóreo, y unode aquellos mozalbetes, de aspecto rudo, ex-clamó:

¿Vas a ser tú, quizá, pobre mendigo, mensa-jero de Su Alteza?

El rostro del príncipe se puso encendido deindignación, y su mano hizo el gesto de empu-ñar la espada que, naturalmente, no llevaba. Seprodujo de nuevo una tempestad de risas yotro de aquellos muchachos dijo:

¿No os habéis fijado? Se figuraba que ceñíaespada... Tal vez sea verdaderamente el prínci-pe.

Estas palabras provocaron nuevas risotadas.Entonces el pobre Eduardo se irguió muy alta-nero y dijo:

Soy el príncipe, y hacéis muy mal en tratar-me de esta vergonzosa manera, precisamentevosotros que vivís de la bondadosa compasiónde mi padre.

Lo dicho por el príncipe provocó nueva hila-ridad demostrada por repetidas carcajadas. El

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muchacho que había hablado primeramentevociferó a sus compañeros:

¡Vamos a ver, cerdos esclavos, pensionistasdel padre de Su Alteza! ¿Qué hicisteis de vues-tros modales? ¡Postraos todos de rodillas yhaced completa reverencia a su aspecto regio ya sus reales andrajos!

Con gran bullicio burlesco cayeron a untiempo todos de rodillas y rindieron a su vícti-ma burlona pleitesía. El príncipe dio un punta-pié al muchacho más próximo y gritó, iracun-do:

Toma eso de momento, mientras llega el díade mañana en que te haré preparar la horca.

¡Ah! Aquello no era, pues, ya una chanza... eiba perdiendo el carácter de diversión. La risacesó instantáneamente para dar paso a la furia.

Una docena de muchachos gritaron: «¡Coged-le! ¡Al abrevadero de los caballos! ¿Dónde estánlos perros? ¡Búscalo, "León"! ¡Búscalo, "Colmi-llos"! »

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Y a estos gritos siguió un espectáculo nuncavisto hasta entonces en Inglaterra: la sagradapersona del heredero del trono maltratada pormanos plebeyas y atacada y mordida por losperros.

Cuando fue negra noche, el príncipe se en-contró muy en el interior de la parte populosade la capital. Tenía el cuerpo magullado, lasmanos ensangrentadas y sus andrajos conmúltiples salpicaduras de lodo. Siguió vaga-bundeando, cada vez más desorientado y ren-dido por la fatiga, tan débil que apenas podíadar un paso. Había cesado de hacer preguntas alos transeúntes, pues con ellas no conseguíamás que insultos en lugar de información. Nocesaba de repetir, muy quedo: «¡Offal Court!Este es el nombre. Si puedo llegar allí antes deque mis fuerzas estén completamente agotadasy me desplome al suelo, estaré salvado, porquela familia de Tom me llevará a palacio y demos-trará que no soy de los suyos, sino el verdaderopríncipe, y recobraré lo que me pertenecen Y de

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vez en cuando volvía a pensar en los malostratos de que le habían hecho objeto los mucha-chos salvajes del Hospicio de Cristo, y se decía:«Cuando yo sea rey, no solamente se les darápan y albergue, sino también enseñanza, por-que de poco sirve tener la tripa llena cuando elcerebro y el corazón están hambrientos. No seborrará nunca de mi memoria lo que me haocurrido hoy; será una lección que jamás olvi-daré. Mi pueblo sufre las consecuencias de suignorancia, y la instrucción enternece el co-razón e induce al hombre a ser noble y caritati-vo. »

Las luces de la ciudad comenzaron a parpa-dear, se puso a llover, sopló el viento y la nochese volvió cruda y tormentosa. El príncipe sinhogar, el desamparado heredero del trono deInglaterra continuaba andando, hundiéndosemás y más en el laberinto de destartalados ca-llejones en que se apiñaba un hormiguero depobreza y de miseria.

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De repente, un rufián robusto, borracho, leasió por el cuello y le dijo:

¡Otra vez por la calle a estas horas y sin traerni un céntimo a casa! ¡Ya me lo figuro! ¡Si es así,y no te rompo todos los huesos de tu cuerpomezquino, es que no soy Juan Canty!

El príncipe se desprendió de sus garras de untirón, y frotándose instintivamente su hombroprofanado, exclamó con angustiosa impacien-cia:

¡Ah! ¿Sois verdaderamente su padre? ¡Diosquiera que sea así, pues entonces iréis por él yme restituiréis a mi palacio!

¿Su padre? ¿Qué quieres decir con eso? Loque sí sé es que so tu padre, como vas en se-guida a comprobar...

¡Oh, no os burléis, no hagáis chanzas, ni osentretengáis! Estoy muy cansado y herido. Nopuedo resistir más. ¡Conducidme ante el rey,mi padre, y él os recompensará enriqueciéndo-os como nunca pudisteis soñar! ¡Creedme, no

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miento, digo la verdad! ¡Ayudadme y salvad-me! Soy el príncipe de Gales.

El hombre le miró asombrado, movió la cabe-za y masculló:

Se ha vuelto loco.Y cogiéndole otra vez por el cuello, con una

carcajada sarcástica y una blasfemia, añadió:¡Pero loco o cuerdo, yo y tu abuela Canty

encontraremos los sitios más blandos dondetienes los huesos, o no soy un hombre!

Dicho esto arrastró al príncipe, que no dejabade resistirse frenéticamente, y desapareció enun patio, seguido por una caterva de sabandijashumanas que expresaba su regocijo bulliciosa-mente.

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5. Tom en palacio

Tom Canty, al quedar solo en el gabinete delpríncipe, supo aprovechar la ocasión. Comenzóa contemplarse por un lado y por otro delantede un gran espejo, admirando su esbeltez y suelegancia. Luego anduvo de un lado para otroimitando al distinguido porte innato delpríncipe y sin dejar de observar el efecto queproducía en el cristal. Desenvainó después lapreciosa espada, hizo una reverencia, besó lahoja de acero y se la puso sobre el pecho, comohabía visto hacer a un caballero noble, que sa-ludó al lugarteniente de la Torre, hacía unascinco o seis semanas, cuando puso en sus ma-nos a los grandes lores de Norfolk y Surrey encalidad de prisioneros. Tom se puso a juguetearcon la daga adornada con piedras preciosas quependía de su cinto, examinó los fastuosos ador-nos de la estancia, probó uno por uno todos loslujosos sillones, y pensó cuán orgulloso se sen-tiría si la grey de Offal Court pudiera asomarse

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y verle rodeado de todas aquellas grandezas. Sepreguntaba si al volver a su casa creerían elrelato de aquella maravillosa circunstancia, o simoverían la cabeza dudando, y dirían quizáque su imaginación exaltada había al final tur-bado su razón.

Al cabo de media hora se dio cuenta súbita-mente de que hacía ya mucho rato que elpríncipe estaba ausente, y en el mismo instanteempezó a sentirse solo. No tardó en ponerse aescuchar ansioso y dejó de jugar con las bonitascosas que le rodeaban. Se iba sintiendo cadavez más inquieto, más a disgusto y más deses-perado. Si alguien se presentara en aquel mo-mento pensaba y lo encontrara allí ataviadocon los trajes del príncipe, sin que éste se halla-ra presente para explicar lo ocurrido, ¿no leahorcarían inmediatamente, sin contemplacio-nes, para averiguar después lo sucedido? Habíaoído decir que los grandes tenían procedimien-tos muy expeditivos en los asuntos de pocaimportancia. Sus temores fueron en aumento, y,

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tembloroso, abrió cautelosamente la puerta dela antecámara, decidido a huir para ir en buscadel príncipe y hallar con él protección y liber-tad. Seis criados distinguidos y lujosamentetrajeados y dos pajes de alto rango, vestidoscomo mariposas, se pusieron instantáneamentede pie y le hicieron grandes reverencias. Enton-ces el muchacho retrocedió precipitadamente ycerró la puerta, diciéndose:

«¡Oh! Se están burlando de mí. Ahora irán acontarlo todo. ¿Por qué vine aquí a perder lavida?»

Se puso a andar por el aposento, dominadopor indecibles temores, escuchando y sobre-saltándose al más ligero rumor. De pronto seabrió la puerta y un paje vestido de seda anun-ció:

La princesa Juana Grey.Se cerró de nuevo la puerta al mismo tiempo

que una linda joven, ricamente vestida, se diri-gió hacia Tom saltando alegremente, pero se

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detuvo de pronto, con acento compungido,preguntó:

¡Oh! ¿Qué es lo que os entristece, mi señor?A Tom le faltó casi el aliento, pero hizo un es-

fuerzo para balbucear:¡Oh! ¡Tenedme compasión! No soy señor, si-

no únicamente el pobre Tom Canty del barriode Offal Court. Os suplico que me permitáisver al príncipe, que tendrá a bien devolvermemis andrajos y me dejará salir de aquí indemne.¡Tened piedad y salvadme!

Y en esta imploración fervorosa, el muchachose postró de rodillas ante la joven, con los ojos ylas manos levantadas a tono con la vehemenciade sus palabras, La joven pareció horrorizada yexclamó:

¡Oh, mi señor! ¡De rodillas... y a mis pies!Dicho esto, huyó, asustada. Y Tom, anonada-

do por la desesperación, se desplomó al suelo,murmurando:

Nadie me ayuda, estoy perdido. Ahoravendrán y se me llevarán preso.

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Mientras yacía allí, paralizado por el terror,corrían por el palacio muy alarmantes noticias.El susurro (porque era siempre susurro) volabade criado en criado, de dama a caballero, porlos largos corredores, de piso en piso y de salónen salón. «¡El príncipe se ha vuelto loco!. »Pronto, en cada salón, en cada vestíbulo demármol formaron grupos los caballeros y lasseñoras encopetados y también las personas demenor rango, igualmente elegantes, conver-sando afanosamente, pero muy quedo, con airede desaliento.

En aquel momento apareció por entre losgrupos un pomposo oficial que pronunció lasolemne proclama:

¡En nombre del Rey! ¡Que nadie dé crédito ydivulgue o hable de esa torpe suposición, bajopena de muerte! ¡En nombre del rey!

Los cuchicheos cesaron instantáneamentecomo si los murmuradores hubieran quedadomudos.

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Poco después hubo un murmullo general a lolargo de los corredores:

¡El príncipe! ¡Mirad, viene el príncipe!El pobre Tom avanzó lentamente por entre

los grupos de palaciegos que le saludaban conrespetuosas reverencias, mientras él trataba decorresponder a la atención contemplando conhumildad aquella extraña escena con ojoslánguidos y llenos de asombro. A ambos ladosde él iban grandes caballeros nobles que leofrecían el brazo para sostener sus pasos. Trasdel muchacho venían los médicos de la corte yalgunos criados.

Luego Tom entró en una suntuosa sala delpalacio, cuya puerta se cerró así que hubo atra-vesado el umbral con sus acompañantes. Apoca distancia, delante de él, había un hombrerecostado muy alto y obeso, con cara ancha yabotargada y expresión severa. El pelo de suvoluminosa cabeza era completamente gris, y labarba, que le ceñía el rostro como un marco, eratambién canosa. Vestía traje de rica tela, pero

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vieja y algo deshilachado en alguno de suspliegues. Una de sus piernas hinchadas descan-saba apoyada sobre un almohadón y estabaenvuelta con vendas. Reinaba el silencio y nohubo cabeza que no se inclinara con reverencia,excepto la de aquel hombre. Aquel inválido derostro sereno era el temido Enrique VIII. Tomó,al empezar a hablar, una expresión afable ydijo:

¿Cómo va mi señor, mi príncipe Eduardo?¿Te has propuesto engañarme, burlar a tu pa-dre, el buen rey, que tanto te quiere y tan biente trata, con una lamentable chunga?

El pobre Tom prestó al comienzo de aquellaperoración toda la atención que le permitió laturbación de sus sentidos, pero al oír las pala-bras de «el buen rey», palideció y cayó ins-tantáneamente de rodillas, como alcanza o porun disparo. Entonces, alzando las manos, ex-clamó:

¿Sois vos el rey? ¡Así pues, estoy perdido!

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Estas palabras parecieron desconcertar almonarca. Sus ojos comenzaron a vagar de ros-tro en rostro, extraviados, y luego, atontado, sequedó mirando fijamente al muchacho, y dijopor fin, con tono de profunda decepción:

¡Ay! Me figuraba que el rumor no tenía vi-sos de verosimilitud, pero temo que no es así.

Y con un profundo suspiro y voz afable, pro-siguió:

Acércate a tu padre, muchacho, no te en-cuentras bien.

Sostenido por algunos de los presentes, Tompudo levantarse y se acercó, humilde y temblo-roso, a Su Majestad de Inglaterra. El rey cogióentre sus manos la cabeza de rostro asustadodel muchacho, la contempló un momento confijeza y cariño, como si buscara en ella algunaseñal de que recobraba la razón, y estrechándo-la después tiernamente contra su pecho, dijo:

¿No conoces a tu padre, hijo mío? No des-troces el corazón de este anciano; di que meconoces, ¿no es verdad?

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Sí, vos sois mi temido señor rey, que Diosguarde.

Es cierto, es cierto..., está muy bien..., cálma-te, no tiembles de esta manera. No hay nadieaquí que pretenda hacerte daño. Todos te que-remos... ¿Te encuentras mejor? Ha pasado ya lapesadilla, ¿verdad? Y sabes también quién erestú, ¿no es eso? ¿No volverás a olvidar quiéneres como dicen que te ha ocurrido hace pocorato?

Suplico a Vuestra Majestad que me crea. Hedicho la pura verdad, mi muy temido señor,pues soy el más insignificante de tus súbditos.Nací mendigo y me hallo aquí por casualidad ypor una muy sensible desgracia en la que nadahay que reprocharme. Soy demasiado jovenpara morir, y vos, señor, podéis salvarme conuna sola palabra. ¡Pronunciadla, señor!

¿Morir? Pero no digas eso, mi queridopríncipe... ¡Cálmate, tranquiliza tu corazón tras-tornado, no morirás!

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Tom volvió a caer de rodillas con un grito dealegría.

¡Dios os premie vuestra bondad, oh, reymío, y os salve para bien de vuestro reino!

Entonces se puso de pie de un brinco, mirócon cara, jubilosa a los dos palaciegos que leacompañaban y exclamó:

¿Lo habéis oído? No me matarán. Lo ha di-cho el rey.

Nadie hizo más movimiento que el de unarespetuosa reverencia, ni fue pronunciada unasola palabra. El muchacho vaciló, algo turbado,y volviéndose tímidamente hacia el monarca, lepreguntó:

¿Me puedo marchar ahora?¿Marcharte? Naturalmente, si éste es tu de-

seo... Pero ¿por qué no te quedas aquí un mo-mento? ¿Adónde quieres ir?

Tom, entornando los párpados, contestóhumildemente

Quizá no he comprendido bien, pero me cre-ía libre y me disponía a ir en busca de la pocil-

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ga donde nací y fui criado en la más completamiseria, pero alberga a mi madre y a mis her-manas, y por eso es mi hogar, mientras quetoda esta fastuosidad a la que no estoy acos-tumbrado... ¡Oh, señor, dejadme marchar!

El rey guardó silencio y estuvo largo rato taci-turno. Sus facciones dejaban traslucir la inquie-tud creciente. Por fin dijo con tono esperanza-do:

Quizá su locura se reduce a este punto, y entodo lo demás razona cuerdamente. ¡Dios lohaga! Tendremos que hacer la prueba.

Seguidamente hizo una pregunta a Tom enlatín y el muchacho le contestó débilmente en lamisma lengua. El rey expresó su satisfacción ylo mismo hicieron los lores y los médicos. Elmonarca dijo:

No lo ha hecho con la perfección que exigensu instrucción y su talento, pero la respuestademuestra que su cerebro está enfermo, perono completamente desquiciado. ¿Qué os parecea vos, doctor?

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El médico a quien el soberano consultabahizo una gran reverencia y contestó:

Estoy plenamente convencido, señor, de quehabéis adivinado la verdad.

Esta declaración alentadora pareció dejar almonarca muy complacido, oída de boca de au-toridad tan competente, y prosiguió, muy ani-mado:

Ahora fijaos bien todos; vamos a hacer otraprueba.

Dirigió a Tom una pregunta en francés. Elmuchacho guardó silencio un momento, turba-do al ver todos los ojos que le tenían fija la mi-rada, y luego dijo con timidez:

No tengo la menor noción de este idioma,Majestad.

El monarca se dejó caer de espalda en el sofá.Los criados corrieron en su auxilio, pero

apartándolos, dijo:No me molestéis. No es más que un desfa-

llecimiento sin importancia. Levantadme y na-da más. Acércate, pequeño. Apoya tu pobre

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cabeza perturbada sobre el corazón de tu padrey cálmate. Pronto te repondrás. Esto no es másque un ligero desvarío. No tengas miedo. Pron-to recobrarás la salud.

Y volviéndose hacia los presentes, cambié subondadosa actitud, y con ojos que lanzabanchispas de mal presagio, exclamó:

¡Oídme todos! Mi hijo está loco, pero su de-mencia no es permanente. Es el resultado de unexceso de estudio y también, tal vez, de su vidade confinamiento. ¡Basta, pues, de libros y deprofesores! Que cada cual cuide de lo que or-deno. Solazadle con juegos deportivos y entre-tenedle con toda clase de distracciones amenas,para que pueda recobrar la salud.

Luego, irguiéndose aún con más arrogancia,prosiguió, enérgico:

Está loco, pero es mi hijo y el heredero deltrono de Inglaterra. ¡Loco o cuerdo, reinará! Esmás, y oíd bien mis palabras y proclamadlaspor doquier: ¡todo el que comente su enferme-dad labora contra la paz y el orden de mis do-

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minios y será condenado a las galeras! Dadmede beber..., que me estoy abrasando. Esta penaagota mis fuerzas. Retirad la copa..., aguan-tadme. Así está bien. ¿Conque está loco? Puesaunque lo estuviera de remate, mil veces, nodejaría de ser el príncipe de Gales, y yo el rey loconfirmaré. Mañana mismo será consagrado ensu dignidad de príncipe con el ceremonial tra-dicional. Dad las órdenes oportunas inmedia-tamente, caballero Hertford.

Uno de los nobles palaciegos hincó la rodillaante el regio diván, y dijo:

Vuestra Majestad sabe que el gran heraldohereditario de Inglaterra se halla encarceladoen la Torre, y no conviene que un prisionero...

¡Silencio! ¡No ofendáis mis oídos con esenombre odioso! ¿Por ventura ese hombre ha devivir eternamente? ¿Se han de poner obstáculosa mi voluntad? ¿Y tiene que verse el príncipeprivado de su dignidad porque, ¡maldita sea!,no hay en el reino un heraldo sin la mácula dela traición para investirle de sus honores? ¡No,

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por la gloria de Dios! Ordenad a los miembrosde mi Parlamento que antes de la nueva aurorame traigan la sentencia de muerte de Norfolk,pues de lo contrario recaerá sobre ellos la sen-tencia.

La voluntad del rey es ley declaró lordHertford, y, levantándose, volvió a ocupar supuesto.

Gradualmente, la expresión de ira del viejomonarca se fue disipando y dijo:

Dame un beso, querido príncipe. Vamos,¿qué temes? ¿No soy tu padre cariñoso?

Sois demasiado bueno para conmigo y nosoy digno de vuestra generosidad. ¡Oh, pode-roso y magnánimo señor! Conozco vuestra be-nevolencia, pero... pero... me horroriza pensaren el que va a morir, y...

¡Ah! Esos son tus sentimientos, que dicenmucho en tu favor. Sé que tu corazón continúasiendo el mismo, aunque tu espíritu se hayaperturbado, porque siempre tuviste un tempe-ramento muy bondadoso, pero ese duque se

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interpone entre tú y los honores que te corres-ponden. Pondré en su lugar otro que no des-honre su elevado cargo. Consuélate, príncipemío, no tortures más tu cerebro con este asunto.

Pero ¿no soy yo el que precipita su muerte,señor? A no ser por mí, ¿cuánto tiempo hubieravivido?

No te preocupes por él, príncipe mío, que nolo merece. Bésame otra vez, y ve a jugar y adivertirle, porque mi enfermedad me hace pa-decer. Ve con tu tío Hertford y tu séquito, yvuelve a mi lado cuando mi cuerpo sientaalgún alivio.

Llevaron a Tom fuera de la presencia del mo-narca con el corazón oprimido, porque la últi-ma frase fue un golpe mortal para la esperanzade verse libre que tenía momentos antes. Nue-vamente oyó murmurar: «¡Viene el príncipe,viene el príncipe! »

Y su ánimo fue decayendo a medida que ibaavanzando entre las dos flamantes hileras derespetuosos cortesanos que le hacían reveren-

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cia, pues se dio cuenta de que ahora era verda-deramente un cautivo, y de que podía quedarpara siempre encerrado en su dorada jaula,como un príncipe abandonado y sin amigos, ano ser que Dios, siempre bondadoso, se apiada-ra de él y le dejara en libertad.

Y hacia dondequiera que se volviese le parec-ía ver flotando en el aire el rostro conocido delgran duque de Norfolk en la cabeza cortada deltronco, con los ojos mirándole fijamente conexpresión de profundo reproche.

¡Sus antiguos sueños habían sido muy agra-dables, pero la realidad era tan lúgubre!

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6. Tom recibe instrucciones

Tom fue conducido al aposento principal deuna serie de estancias fastuosas, donde le hicie-ron sentar, lo cual le repugnaba en gran mane-ra, puesto que se hallaban en presencia de caba-lleros ancianos y de personas de alto rango. Elmuchacho les suplicó que se sentaran también,pero todo el mundo permaneció de pie, li-mitándose a expresar las gracias muy quedo ycon repetidas reverencias. Se disponía a insistir,pero su «tío» el conde de Hertford susurró a suoído:

No insistáis, señor, la etiqueta cortesana noadmite que se sienten en vuestra presencia.

Anunciaron a lord Saint John, quien, despuésde rendir pleitesía a Tom, dijo:

Vengo por mandato del rey para un asuntoprivado. ¿Quiere Su Alteza real dignarse des-pedir a los presentes, excepto mi señor el condede Hertford?

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Observando que Tom parecía no saber cómosalir del paso, Hertford le dijo en voz baja quehiciera una seña con la mano y no se molestaseen hablar a menos que le pareciera bien hacerlo.Cuando se hubieron retirado los allí presentes,lord Saint John dijo:

Su Majestad ordena que, por poderosas ra-zones de Estado, Vuestra Alteza tiene que ocul-tar su enfermedad por todos los medios que sehallen a su alcance, hasta que recobre la salud yVuestra Alteza vuelva a ser el mismo de antes.Por lo tanto, Vuestra Alteza no negará a nadieque es el verdadero príncipe y heredero de lagrandeza de Inglaterra, mantendrá alta su dig-nidad principesco, y acogerá sin palabra niademán de protesta, la reverencia y pleitesíaque se le deben por derecho y por antigua cos-tumbre; no habrá de hacer mención a nadie deese origen y de esa vida miserables que su do-lencia ha creado falsamente en su imaginaciónsobrecargada; tendrá, además, que procurarurgentemente recordar los rostros conocidos, y

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cuando no lo consiga, guardará silencio, sindescubrir con expresión de sorpresa o en cual-quiera otra forma que los ha olvidado; y en lasceremonias de Estado, siempre que ignore loque tiene que hacer o decir, no demostrará lamenor inquietud a los espectadores curiosos,sino que habrá de pedir consejo sobre el parti-cular a lord Hertford o a mí mismo, vuestrohumilde servidor, que tenemos mandato delrey para tal servicio y que habremos de estarsiempre al lado de Vuestra Alteza hasta quequede anulada la presente orden. Así lo dispo-ne Su Majestad el rey, que envía sus saludos aVuestra Alteza Real y ruega a Dios que le con-ceda la gracia de devolver la salud prontamen-te a Vuestra Alteza y de teneros ahora y siem-pre bajo su santa protección.

Lord Saint John hizo una reverencia y seapartó a un lado. Tom contestó resignadamen-te:

El rey lo ha ordenado. Nadie puede desobe-decer los mandatos del soberano, ni ajustarlos a

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su propia conveniencia, como tampoco puedeburlarlos con pícaras evasivas cuando éstos leresultan enojosos. El rey será obedecido.

Entonces lord Hertford dijo:Respecto a lo que acaba de ordenar Su Ma-

jestad el rey sobre los libros y otras cosas serias,¿le sería W vez grato a Vuestra Alteza pasar eltiempo con tranquilas diversiones, con objetode que al asistir al banquete no se sienta fatiga-do?

Las facciones de Tom expresaron extrañeza ycierto rubor al ver que los ojos de lord SaintJohn se fijaban en él, apesadumbrados. Su Exce-lencia dijo:

La memoria os es todavía infiel, pues habéisdemostrado sorpresa, pero no os preocupéis,porque es un defecto que quedará corregidotan pronto como hayáis mejorado vuestra do-lencia. Milord de Hertford se refiere al banque-te de la ciudad, al cual Su Majestad el rey pro-metió que asistiría Vuestra Alteza, hará cosa dedos meses... ¿No os acordáis ahora?

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Lamento tener que confesar que lo he olvi-dado contestó el muchacho, vacilando y po-niéndose colorado.

En aquel preciso momento fue anunciada lapresencia de la princesa Isabel y de la princesaJuana Grey. Los dos lores cambiaron una mira-da significativa y Hertford avanzó rápidamentehacia la puerta. Cuando las jóvenes pasaron pordelante de él, les dijo muy quedo:

Os ruego, altezas, que no hagáis caso de suestado de ánimo y de sus extravagancias, puesos dolerá notar que tropieza con toda clase defutilezas.

Mientras tanto, lord Saint John susurraba aloído a Tom:

Os suplico, señor, que no olvidéis el deseode Su Majestad. Haced lo posible para recor-darlo todo... y fingid recordar lo que no os ven-ga a la memoria. Procurad que no se den cuen-ta de cuán cambiado estáis comparado convuestro modo de ser de antes, pues ya sabéiscuán tiernamente os tienen en su corazón vues-

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tros antiguos compañeros de juegos y cuál seríala pesadumbre que les causaríais. ¿Queréis,señor, que me quede a vuestro lado... y vuestrotío también?

Tom expresó su asentimiento con un ademány una palabra murmurada muy quedo, puesiba aprendiendo ya lo que tenía que hacer, y sucorazón ingenuo estaba decidido a salir lo másairosamente posible en lo que el rey le habíaordenado.

A pesar de todas las precauciones, la conver-sación entre los jóvenes fue en algunos momen-tos bastante embarazoso. En efecto, en más deuna ocasión, Tom estuvo a punto de confesarsu incapacidad para representar aquel papelterrible, pero le salvó el tacto de la princesaIsabel o una simple palabra de uno u otro delos dos lores vigilantes, pronunciada, aparen-temente, como por casualidad. Una de las ve-ces, la princesita Juana se volvió de cara a Tomy le aturrulló con esta pregunta:

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¿Habéis presentado ya hoy vuestros respe-tos a Su Majestad la reina, señor?

Tom vaciló, se mostró apurado, y estaba apunto de decir cualquier cosa, fuere o no acer-tada, cuando lord Saint John tomó la palabrapara contestar por él, con la soltura del cortesa-no acostumbrado a afrontar situaciones delica-das y a saber salir del paso.

Sí, en efecto, señora, y Su Majestad la reinale ha animado mucho respecto al estado desalud de Su Majestad el rey. ¿Verdad, señor?

Tom barboteó unas palabras muy confusasque fueron interpretadas como una aquiescen-cia a lo dicho por el cortesano, pero compren-dió que iba por un terreno peligroso. Poco des-pués se habló de que Tom abandonaría interin-amente sus estudios, y la princesita exclamó:

¡Qué lástima! ¡Qué lástima! ¡Tantos progre-sos que hacíais! Pero tened paciencia, porqueesto no durará mucho tiempo. No tardaréis entener tantos conocimientos como vuestro padre

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y en dominar tantos idiomas como él, mi buenpríncipe.

¡Mi padre! exclamó Tom, que estaba enaquel instante distraído . Estoy seguro que nosabe hablar ni su propia lengua más que paraque le entiendan únicamente los cerdos quehay en el cuchitril. Y en lo tocante a otra clasede instrucción...

Alzó los ojos y vio una solemne advertenciaen la mirada de milord Saint John.

Guardó silencio, se sonrojó, y luego prosiguiólenta y tristemente:

¡Ah, vuelve a perseguirme mi dolencia y miespíritu desvaría! No he pretendido manifestarirreverencia para con Su Majestad el rey.

Ya lo sabemos, señor repuso la princesaIsabel, cogiendo entre las suyas la mano de su«hermano», respetuosamente, pero con cariño .No os turbéis por eso. La culpa no es vuestra,sino de la enfermedad que sufrís.

Sois muy amable al consolarme de esta ma-nera, encantadora joven contestó Tom, agra-

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decido , y mi corazón me induce a daros lasgracias, si es que puedo ser tan atrevido.

Una vez la atolondrada princesita Juana dijoa Tom una sencilla frase en griego. La perspica-cia de la princesa Isabel comprendió en seguidapor la serena impasibilidad de la frente de Tomque la flecha no había dado en el blanco, y soltótranquilamente una verdadera andanada degriego a favor de Tom y en seguida desvió laconversación hacia otro tema.

En general, el tiempo transcurrió agradable-mente y sin dificultades. Los escollos y los arre-cifes fueron cada vez menos frecuentes, y Tomse sintió poco a poco más a sus anchas al verque todos estaban tan cariñosamente dispues-tos a auxiliarle y a pasar por alto sus equivoca-ciones. Cuando se traslució que las damitas leacompañarían por la noche al banquete ofreci-do al alcalde de la ciudad, el corazón le dio unsalto de consuelo y de alegría, pues pensó queahora, entre toda aquella multitud de extranje-ros, no se hallaría falto de amigos, mientras que

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una hora antes, la sola idea de que las dos prin-cesas iban a acompañarle le hubiera causado unterror insoportable.

Los ángeles guardianes de Tom, los dos lores,habían estado menos tranquilos durante la en-trevista que los demás personajes que a ellaasistieron. Les parecía que estaban gobernandoel timón de una gran embarcación por un canalmuy peligroso. Estaban ojo avizor constante-mente y se daban cuenta de que su misión noera un juego de niños. Por consiguiente, cuandola visita de las jóvenes tocaba ya a su fin, y fueanunciada la presencia de lord Guilford Dud-ley, no sólo pensaron que habían llevado a cabosu cometido suficientemente, sino que, además,no se hallaban en la mejor de las disposicionespara poner su barco rumbo al punto de partiday emprender de nuevo una angustiosa travesía.Por lo tanto, aconsejaron respetuosamente aTom que se excusara, lo que éste hizo de muybuena gana, aunque habría podido observarseuna leve sombra de decepción en el semblante

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de la princesa Juana, cuando oyó que le eranegada la admisión al elegante joven.

Hubo una pausa, un silencio expectante, queTom no acertó a comprender. Miró a lord Hert-ford, y éste le hizo una seña, pero tampocologró entenderla. Isabel acudió en su auxiliocon su despejada donosura habitual. Hizo unareverencia y dijo:

¿Tenemos permiso de Su Alteza, mi herma-no, para marcharnos?

Tom contestó:Vuestras señorías pueden obtener de mí to-

do cuanto gusten con sólo pedirlo, pero prefe-riría concederos cualquier otra cosa que estu-viera en mis pobres atribuciones antes que au-torizaros para privarme de la luz y el deleitebienhechor de vuestra presencia. ¡Dios os guíey esté siempre con vosotras!

Dicho esto, sonrió, pensando:«No en vano viví únicamente entre príncipes

en mis lecturas y aprendí en ellas el floridoléxico de la realeza. »

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Cuando las ilustres damitas se hubieron reti-rado, Tom se volvió con aire fatigado a susguardianes, y dijo:

¿Tendrán vuestras señorías la amabilidad depermitirme que me vaya a descansar en cual-quier rincón?

A Vuestra Alteza le corresponde mandarnosa nosotros obedecer. En efecto, es necesario quedescanséis, puesto que muy en breve tenéis queemprender el viaje a la ciudad.

Tocó una campanilla y se presentó un paje, aquien se dio orden de llamar a sir William Her-bert. Este caballero apareció inmediatamente ycondujo a Tom a un aposento interior. El pri-mer gesto de Tom fue alcanzar un vaso deagua, pero antes que él, lo cogió un criado ves-tido de seda y terciopelo que, hincando la rodi-lla, se lo ofreció en una bandeja de oro.

Luego, el fatigado cautivo se dispuso a qui-tarse las zapatillas, después de pedir permisocon una mirada tímida, pero otro criado,igualmente vestido de seda y terciopelo, se

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arrodilló también ante él y le ahorró aquellamolestia. El muchacho intentó dos o tres vecesmás servirse a sí mismo, pero como siempre sele anticipaban con presteza, acabó por cedercon un suspiro de resignación y murmuró:

¡Me asombra que no se empeñen también enrespirar por mi cuenta!

En babuchas y envuelto en lujosa bata, setendió por fin para descansar, pero no pudodormir, porque su cabeza bullía de pensamien-tos y la habitación estaba demasiado llena degente. Como no podía librarse de los primeros,éstos continuaron en su cerebro, y no teniendobastante tacto para despedir a los segundos,también éstos se quedaron allí con gran contra-riedad del príncipe... y de ellos mismos.

Al retirarse Tom habían quedado solos susdos guardianes, que estuvieron durante unmomento meditabundos, paseando por la es-tancia, moviendo repetidamente sus respecti-vas cabezas, y, de pronto, lord Saint John dijo:

Francamente, ¿qué estáis pensando?

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Pues francamente estoy pensando que el reyse halla en el umbral de la muerte. Mi sobrinoestá loco..., loco subirá al trono, y continuarádemente. ¡Dios proteja a Inglaterra, que mucholo necesitará!

Así parece, en verdad, pero... ¿no os asaltanlas dudas sobre si..., no presentís que... ?

El personaje vacilaba y acabó por guardar si-lencio. Evidentemente, se daba cuenta de quepisaba un terreno resbaladizo. Lord Hertford sequedó parado delante de él, le miró el rostrofijamente, con ojos de franqueza, y dijo:

Proseguid..., nadie puede oírnos..., ¿dudáisrespecto a qué?

Me repugna manifestar lo que estoy pen-sando, mucho más, puesto que vos sois de sumisma sangre, milord... pero después de pedi-ros disculpa, si es que os ofendo, me permitirépreguntamos: ¿no os parece extraño que la de-mencia pueda haber cambiado hasta tal puntosu porte y sus modales? No es que su actitud ysus palabras no corresponden a las de un

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príncipe, pero difieren siempre en una u otracosa insignificante de las que le eran peculiaresal príncipe anteriormente. ¿No os parece inex-plicable, por ejemplo, que la locura haya borra-do de su memoria las inconfundibles faccionesde su padre, las costumbres y las observanciasque a éste le deben todos los que le rodean, yque, dejándole el latín, le haya hecho olvidar elgriego y el francés? No os ofendáis, milord,pero calmad mi inquietud y recibid ya por ellomis más expresivas gracias. No puedo olvidarsu insistente afirmación de que no es el prínci-pe y, naturalmente...

Callad, milord, porque vuestras palabras in-dican traición. ¿Olvidasteis el mandato del rey?Recordad que al escuchaos me hago cómplicede vuestro crimen.

Saint John palideció y se apresuró a añadir:He faltado, lo confieso. Pero que vuestra

cortesía me conceda la gracia de no delatarme.No volveré a hablar de eso, ni siquiera a pen-

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sarlo. No os mostréis inclemente para conmigo,milord, pues de lo contrario estoy perdido.

Estoy satisfecho, milord, y si no faltáis denuevo, aquí o en presencia de otras personas,será como si no hubierais dicho ni una palabra.Pero no debéis sentir recelos; es hijo de mihermana. ¿No me son familiares desde quenació, su voz, sus facciones y toda su figura? Lalocura puede producir esos extraños fenómenosque notáis en él y muchos más todavía. ¿Porventura habéis olvidado que el viejo barónMarley, al volverse loco, olvidó su propio mo-do de ser, al que estaba acostumbrado desdehacía sesenta años, hasta el extremo de creerque sus maneras eran las de otra persona? Co-mo sabéis, afirmaba que era el hijo de MaríaMagdalena, y que su cabeza era de vidrio espa-ñol. Por cierto que no podía sufrir que nadie letocara, por temor de que una mano atolondra-da pudiera romperle la cabeza por inadverten-cia. Dejaos de presunciones y de sospechas, mibuen milord. Este es el príncipe auténtico... le

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conozco perfectamente, y no tardará en servuestro rey. Os conviene pensar más en estoque en lo otro...

Después de un rato más de conversación, du-rante la cual lord Saint John enmendó su yerrolo mejor, que pudo con repetidas protestas deque su fe quedaba desde aquel momento com-pletamente arraigada y que, por lo tanto, nopodría sentir nuevos recelos, lord Hertford re-levó a su compañero de custodia, y continuó lavigilancia solo. No tardó en quedar sumido enuna profunda meditación, y era evidente que,cuanto más reflexionaba, más aturrullado sesentía. De pronto, comenzó a pasear por la es-tancia y a murmurar para sí:

¡Ah, sí, debe ser el príncipe! ¿Puede haber enel reino alguien capaz de sostener la posibili-dad de que existan dos seres tan maravillosa-mente iguales sin haber nacido en la mismacuna ni ser le la misma sangre? Y aunque fueraasí, resultaría aún milagro más extraño que la

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casualidad hubiese puesto el uno en el lugardel otro. No, ¡es locura, locura, locura!

Y luego siguió diciendo para sus adentros:Porque si fuese un impostor y se llamara

príncipe, sería cosa muy natural, muy lógica,pero ¿hubo por ventura alguna vez en que al-guien, al ser llamado príncipe por el rey, portoda la corte y por todo el mundo, negara sudignidad y suplicase que prescindieran de suexaltación? ¡No! ¡Ni pensarlo! Decididamente,éste es el verdadero príncipe que se ha vueltoloco.

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7. La primera comida regia de Tom

Poco después de la una de la tarde, Tom su-frió resignadamente la tradicional costumbrepalaciega de que le vistieran para comer. Se viocubierto de ropas tan ricas como las que llevabamomentos antes, pero todas distintas, todascambiadas, desde la golilla hasta las medias.Luego fue conducido pomposamente a una salaespaciosa decorada con gran fastuosidad, en laque había ya una mesa preparada para una solapersona. El servicio era de oro macizo, embelle-cido con dibujos que le daban un valor incalcu-lable, puesto que eran obra del famoso Benve-nuto Cellini. La estancia estaba medio llena denobles servidores. Un capellán bendijo la mesa,y Tom se disponía a caer sobre ella con avidez,impulsado por el hambre, que era crónica en éldesde hacía mucho tiempo, cuando fue reteni-do por milord el conde de Berkeley, que le su-jetó una servilleta alrededor del cuello, porqueel elevado cargo de Mantelero de Su Alteza el

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Príncipe de Gales era hereditario en la familiade aquel noble. Se hallaba allí presente el cope-ro del príncipe que se anticipaba solícito a to-das las tentativas de Tom de servirse vino.También estaba allí el catador de Su Alteza elPríncipe de Gales, dispuesto a probar, si así selo ordenaban, cualquier manjar que parecierasospechoso, corriendo el riesgo de envenenarse.En la referida época no era más que un apéndi-ce decorativo, y eran muy raras las veces quetenía que cumplir el cometido que le imponíasu profesión; pero había habido épocas, y noprecisamente muy remotas, en que el oficio decatador tenía sus peligros y no era un alto cargomuy envidiable. Parece extraño que no echaranmano de un perro o de un plebeyo cualquiera,pero todas las costumbres de la realeza sonsingulares. Milord d'Argy, primer paje decámara, también se hallaba en la sala, Diossabrá el porqué de su presencia, pero allí esta-ba, y esto basta. El lord jefe despensero estabaigualmente allí, de pie detrás de la silla que

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ocupaba Tom, vigilando el servicio, bajo lasórdenes del lord primer mayordomo y del lordcocinero-jefe, también de pie a poca distancia.Además de éstos, Tom tenla a su servicio tres-cientos ochenta y cuatro criados, que no esta-ban, naturalmente, todos presentes en la sala, nisiquiera la cuarta parte, de los mismos y cuyaexistencia Tom ignoraba.

Todos los que se hallaban allí presentes hab-ían sido severamente advertidos de que no ten-ían que olvidar que el príncipe sufría demenciatemporal y no debían demostrar sorpresa antesus antojos extravagantes. Estos antojos no tar-daron en ponerse de manifiesto a los criados,en quienes no despertaron hilaridad, sino com-pasión y pesadumbre. Se sintieron profunda-mente afligidos al ver a su amado príncipe entan lamentable estado.

El pobre Tom comía casi siempre con los de-dos, pero sus modales vulgares no hacían son-reír a nadie y todos fingían no verlos. Se quedóobservando con interés y curiosidad su serville-

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ta, porque era una pieza de tejido muy hermosoy fino y dijo con ingenuidad:

Lleváosla, os lo ruego, porque tengo miedode mancharla distraídamente.

El mantelero hereditario retiró la servilletacon actitud respetuosa sin pronunciar palabra uobjeción de ninguna clase.

El muchacho examinó con mucho interés losnabos y la lechuga y preguntó qué era aquello ysi era comestible; y su ignorancia no era de ex-trañar, porque hacía poco tiempo que se habíacomenzado a cultivar aquella especie de vege-tales en Inglaterra, en vez de importarlos deHolanda1 como artículo de lujo. La pregunta de

1 Hasta el final del reinado de EnriqueVIII no se cultivaron en Inglaterra lechugas,zanahorias, nabos y otros tubérculos comesti-bles. Lo poco que se consumía de estos vegeta-les habla sido hasta entonces importado deHolanda y de Flandes. Cuando la reina Catali-

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Tom fue contestada con profundo respeto y sindemostrar sorpresa. Cuando hubo terminadolos postres, el muchacho llenó sus bolsillos denueces, pero nadie pareció prestar atención a loque estaba haciendo. Pero unos momentos des-pués, fue él quien se mostró contrariado, por-que se dio cuenta de que aquél había sido elúnico servicio que durante la comida le hablanpermitido llevar a cabo por sus propias manos,y no le cabía duda de que acababa de cometeruna incorrección impropia de un príncipe. Enaquel preciso instante, su nariz tuvo un temblornervioso, y en esta situación Tom comenzó adar señales de hallarse muy apurado. Miró conaire suplicante primero a uno y después a otrode los lores que se hallaban a su lado, y asoma-ron lágrimas en sus ojos. Los lores, acercándosemás a él con la ansiedad pintada en el rostro, le

na deseaba comer ensalada se vela obligada aenviar un recadero a dichos países.

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rogaron que les indicara cuál era el motivo desu disgusto. Tom dijo con verdadera angustia:

Pido vuestra indulgencia, pero la nariz mepica a rabiar... ¿Cuáles son los usos y costum-bres en este caso? ¡Contestad pronto, porque novoy a poder aguantarlo mucho rato!

Nadie sonrió. Todos se quedaron perplejos yse miraron unos a otros pidiéndose consejo,atribulados. No hay que olvidar que aquellacircunstancia era algo así como un muro enor-me y la historia inglesa no explicaba la manerade franquearlo. No se hallaba presente el maes-tro de ceremonias y no había nadie que seaventurara a meterse en aquel mar inexploradoo se atreviera a correr el riesgo de intentar solu-cionar un problema de tal trascendencia. ¡Ay,no había rascador hereditario! Entretanto, laslágrimas habían desbordado su dique y empe-zaban a deslizarse por las mejillas de Tom. Lanariz contraída de éste estaba pidiendo auxiliocon más urgencia que nunca. Por fin, la Natura-leza derribé las barreras de la etiqueta. Tom

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elevó mentalmente una plegaria de perdón porsi estaba obrando mal, y tranquilizó los angus-tiosos corazones de sus cortesanos decidiéndo-se a rascarse la nariz por sí mismo.

Al terminar la comida, se presentó un lordcon una ancha jofaina de oro que contenía fra-gante agua de rosas, para que el príncipe seenjuagara la boca y se lavara los dedos, y mi-lord el mantelero hereditario se acercó y leofreció una servilleta para secarse. Tom miróintrigado la jofaina durante unos dos segundos,y luego la cogió, y, acercándola a sus labios,bebió gravemente un sorbo. Pero se la devolvióen seguida al lord y le dijo:

No me gusta, milord. Tiene un aroma agra-dable, pero le falta fuerza.

Esta nueva extravagancia de la mente pertur-bada del príncipe dejó muy apesadumbradoslos corazones de todos los presentes, y el tristeespectáculo, a la vez grotesco, no despertó lahilaridad de nadie.

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La siguiente torpeza inconsciente de Tom fuelevantarse y abandonar la mesa en el precisomomento en que el capellán se situaba detrásde la silla del príncipe, y con las manos levan-tadas y los ojos en alto, pero con los párpadosmedio entornados, se disponía a comenzar laacción de gracias. Sin embargo, nadie pareciódarse cuenta de que el príncipe acababa de co-meter un acto indebido.

A petición suya, nuestro amigo fue conduci-do a su gabinete particular, donde le dejaronsolo y a sus anchas. De unos garfios que habíaen el friso de madera pendían varias piezas deuna bruñida armadura de acero, toda cubiertade hermosos dibujos exquisitamente incrusta-dos de oro. Aquella panoplia marcial pertenec-ía al verdadero príncipe, y era un regalo recien-te de madame Parr, la reina. Tom se puso lasgrebas, los guanteletes, el yelmo empenachadoy todas las demás piezas de que pudo revestir-se sin valerse de nadie y hubo un momento enque sintió la tentación de llamar para que le

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ayudaran a completar su singular atavío. Perode pronto se acordó de las nueces que se habíareservado durante la comida, y pensó conalegría que iba a poder comérselas sin que na-die le estuviera contemplando y sin grandeshereditarios que le importunaran con sus aten-ciones oficiosas que él no requería. Volvió,pues, a colocar las flamantes piezas en su lugarrespectivo, y en seguida se puso a cascar nue-ces, sintiéndose, naturalmente, feliz por prime-ra vez desde que Dios le había convertido enpríncipe como castigo por sus pecados. Cuandohubo terminado de comerse las nueces, se fijóen unos libros llamativos que había en una es-tantería, y entre los cuales figuraba uno relativoa la etiqueta en la corte de Inglaterra. Aquelloera un hallazgo afortunado. El muchacho cogióel volumen, se tendió en un suntuoso diván ycomenzó a hojearlo para instruirse con honradaintención y muy fervoroso celo. Dejémosle,pues, ahí por ahora.

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8. La cuestión del sello

A eso de las cinco, Enrique VIII despertó des-pués de una siesta agitada, y murmuró para sí:

«¡Pesadillas, pesadillas! Mi fin se acerca. Asílo anuncian esas advertencias de mal presagioy mi pulso débil lo confirma. »

Y con ojos que lanzaban chispas de perversi-dad, añadió:

«Sin embargo, no moriré antes de que él mepreceda. »

Al observar sus servidores que el monarca es-taba despierto, uno de ellos le preguntó qué sedebía hacer con el lord canciller que estaba es-perando.

¡Que pase, que pase! exclamó el rey, convehemencia.

El lord canciller entró y fue a arrodillarse anteel lecho del soberano, diciendo:

He dado las órdenes oportunas y, cum-pliendo los mandatos de Su Majestad, los paresdel reino, en traje de ceremonia, se hallan en

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estos momentos en los estrados de la Cámara,donde después de confirmar la sentencia contrael duque de Norfolk, esperan humildemente loque se digne disponer Su Majestad.

En las facciones del monarca se reflejó unaalegría feroz. Este dijo:

¡Levantadme! Quiero ir al Parlamento parasellar allí con mi propia mano la orden que hade librarme de

Su voz se fue apagando y una palidez ceni-cienta borró el color de sus mejillas. Sus servi-dores se apresuraron a recostarle cómodamentesobre sus almohadas y le administraron diver-sos reconstituyentes.

Al cabo de un rato, el monarca, apesadum-brado, dijo:

¡Ay! ¡Con qué impaciencia he estado espe-rando este momento delicioso! Y ahora llegademasiado tarde y me veo privado de aprove-char una ocasión tan anhelada. ¡Pero no tengotiempo que perder! ¡Que cumplan otros el felizcometido que yo no puedo realizar! Voy a en-

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tregar mi gran sello a la comisión, y a elegir loslores que han de formarla para que actúen in-mediatamente. ¡Pronto, pronto! Antes de que elsol salga y se ponga de nuevo, que me traigansu cabeza para que yo pueda verla.

Todo se hará de conformidad con lo que SuMajestad ordena dijo el lord canciller . Pero¿os dignaréis ordenar que me sea devuelto elsello para que yo pueda resolver el asunto?

¡El sello! ¿Quién guarda el sello sino vos?Recuerde Vuestra Majestad que me lo quitó

hace dos días y me dijo que no haría falta paranada hasta que la propia mano de Vuestra Ma-jestad lo empleara para sellar la sentencia con-tra el duque de Norfolk.

Sí, en efecto, así lo hice, lo recuerdo. Pero¿dónde guardé el sello? Estoy muy débil... Es-tos últimos días la memoria me falla muy amenudo. Es extraño, muy extraño...

El rey se puso a balbucear vocablos inarticu-lados, moviendo de vez en cuando ligeramentesu cabeza canosa, esforzándose en recordar qué

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había hecho del sello. Por fin milord Hertfordse aventuró a arrodillarse y a ofrecer detallesinformativos.

Perdonad mi atrevimiento, señor, pero va-rios de los presentes recordarán, sin duda, co-mo yo mismo, que pusisteis el gran sello enmanos de Su Alteza el príncipe de Gales paraque lo guardase hasta el día en que...

¡Es verdad, muy cierto! interrumpió elrey . ¡Id por él, corred, que el tiempo pasa vo-lando!

Lord Hertford salió aceleradamente en buscade Tom, pero no tardó en volver a presentarseante el rey, turbado y con las manos vacías, yexplicó lo siguiente:

Lamento profundamente, señor mío y rey,traeros tan malas noticias, pero la voluntad deDios es que la dolencia del príncipe subsistatodavía, y Su Alteza no puede recordar que lefue entregado el sello. Por eso he venido inme-diatamente a comunicároslo, pues creí que seríaperder un tiempo precioso intentar registrar la

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larga serie de gabinetes, dormitorios y salonesque pertenecen a Su Alteza...

Un quejido del rey vino a interrumpir al lorden este punto, y al cabo de un rato Su Majestaddijo, con tono de profunda melancolía:

¡No le molestéis más, pobre muchacho! Lamano de Dios pesa con fuerza sobre él, mi co-razón se deshace en cariñosa compasión y sufrohorriblemente al pensar que no me es posiblelibrarle de esa carga poniéndola sobre mis vie-jos hombros agobiados para devolverle la paz.

Cerró los ojos, se puso a murmurar y acabóguardando silencio. Al cabo de un rato volvió aabrirlos, miré vagamente a su alrededor, y alvean que el lord canciller estaba todavía allíarrodillado, su rostro se encendió de cólera ygritó:

¿Aún estáis aquí? Por la gloria de Dios, quesi no vais a escape a solventar el asunto de esetraidor, vuestra mitra holgará mañana por notener cabeza que ceñir.

El canciller contestó temblando:

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Imploro el perdón de Vuestra Majestad, pe-ro estaba esperando el sello.

¿Habéis perdido el juicio? El sello pequeñoque yo acostumbraba antes a llevar conmigocuando me ausentaba, está en mi tesoro, ypuesto que el gran sello se ha perdido, ¿no bas-tará el pequeño? ¿Habéis perdido el juicio? Idosy no olvidéis... que no tenéis que volver aquíhasta que me traigáis su cabeza.

El pobre canciller no tardó en alejarse deaquella peligrosa vecindad. Tampoco perdiótiempo la comisión en dar el beneplácito real ala obra del Parlamento esclavizado y en fijar lafecha del día siguiente para la decapitación delprimer par de Inglaterra, el infortunado duquede Norfolk.

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9. El festival en el río

A las nueve de la noche, toda la extensa ribe-ra del Támesis frente al palacio resplandecíacon vivos fulgores de iluminación fastuosa. Elmismo río, en toda la distancia que podía al-canzar la vista en dirección a la ciudad, estabatan lleno de botes y barcas de recreo, adornadoscon farolillos de colores y movido suavementepor las olas, que parecía un inmenso jardín deflores mecidas por el aire estival. La gran terra-za, cuya escalinata de peldaños de piedra servíade embarcadero, era lo bastante espaciosa paradar cabida a todo el ejército de un principadoalemán, era un espectáculo digno de verse, consus filas de alabarderos que ostentaban susbruñidas armaduras y toda una pléyade deservidores lujosamente trajeados, que iban deun lado a otro con la presteza de los preparati-vos urgentes.

De pronto se dio una orden e inmediatamenteno quedó ni un alma en los peldaños de la esca-

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linata. Había gran expectación. Hasta dondealcanzaba la vista, se observaba que los ocu-pantes de los botes se levantaban, y, protegien-do sus ojos contra el excesivo resplandor defaroles y antorchas, dirigían la mirada haciapalacio.

Una hilera de unas cuarenta a cincuenta bar-cas vino a atracar en el embarcadero de la te-rraza. Iban ricamente adornadas y sus proas ypopas encasilladas lucían primorosas escultu-ras. Algunas iban empavesadas con banderas ygallardetes, otras lucían brocados y tapices conescudos de armas, y en muchas flotaban bande-rolas de seda con innumerables campanillas deplata, formando una cascada de sones armonio-sos, y otras, en fin, de mayores pretensiones,pues pertenecían a nobles al servicio inmediatodel príncipe, tenían sus costados pintoresca-mente protegidos por flamantes escudos fas-tuosamente blasonados de armas e insignias.Cada una de estas suntuosas barcas iba remol-cada por un bote. Además de los remeros, iban

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en el bote cuatro hombres con cascos, corazas yarmas relucientes y también una banda demúsica.

Apareció luego un grupo de alabarderos,vanguardia del esperado desfile, que se situóen el amplio portal de la terraza. Formaban doslargas hileras que llegaban hasta el borde delagua. Luego fue extendida una grueso alfom-bra de rayas entre las dos referidas hileras dealabarderos, colocada allí cuidadosamente porcriados que iban ataviados con libreas escarlatay oro, colores distintivos del príncipe. Una vezhecho esto, resonó un toque armonioso detrompetas y siguió en seguida un alegre prelu-dio ejecutado por los músicos de las barcas.Dos ujieres con sendas varas blancas salierondel anchuroso portal con paso lento y solemne.Iban seguidos por un oficial que llevaba la ma-za cívica, detrás del cual iba otro con la espadade la ciudad. Luego varios sargentos de laguardia de la villa y el rey de armas, seguidosde varios caballeros de la Orden del Baño, que

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ostentaban un lazo blanco en la manga, y trasde ellos sus escuderos, después los jueces consus togas escarlata y sus pelucas, el lord grancanciller de Inglaterra, una comisión de regido-res y, finalmente, los jefes de las distintas com-pañías cívicas en traje de ceremonia. Bajarondespués por la escalinata doce caballeros fran-ceses que vestían ricos jubones de damascoblanco listado de oro y capas cortas de terciope-lo carmesí, forradas de tafetán violeta. Consti-tuían el séquito del embajador de Francia e ibanseguidos por doce caballeros del sé quito delembajador de España, con traje de terciopelonegro sin el menor adorno. Detrás de éstos ven-ían varios grandes nobles ingleses con toda suservidumbre.

Se dejó oír nuevamente el toque de las trom-petas, y el tío del príncipe, el futuro gran duquede Somerset, salió de la verja ataviado con unjubón negro bordado de oro y una capa de rasocarmesí con flores también de oro, ribeteada deredecilla de plata y, quitándose su sombrero de

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plumas, se volvió, hizo una muy parsimoniosoreverencia, y empezó a bajar de espaldas; salu-dando a cada paso. Siguió un prolongado ymuy sonoro toque de trompetas, y una vozgritó, « ¡Paso a Su Alteza Real, el lord Eduardo,príncipe de Gales! » En lo alto de los muros depalacio se vio en seguida una larga hilera derojas lenguas de fuego y, simultáneamente, sedejó oír un estruendo atronador; la multitudapiñada en el río prorrumpió en un griterío debienvenida entusiasta Y ensordecedora; y TomCanty, el admirado personaje objeto de todoaquel júbilo ruidoso, apareció a la vista de to-dos e hizo con su cabeza principesco una ligerareverencia.

Iba magníficamente ataviado, con un justillode raso blanco, pechera de púrpura y oro condiamantes y ribetes de armiño. Sobre el justillollevaba una capa de blanco brocado de oro,cubierto con un sombrero rematado por unpenacho de tres plumas, forrado de raso azul yadornado con perlas y piedras preciosas, y suje-

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tado con un broche de brillantes. De su cuellopendía la insignia de la Orden de la Jarretera yostentaba también varias condecoraciones ex-tranjeras, y cada vez que le daba la luz, las jo-yas resplandecían con deslumbrantes destellos.¡Oh, Tom Canty, nacido en una pocilga, criadoen el arroyo de Londres y familiarizado con losandrajos, la inmundicia y la miseria! ¿Qué es-pectáculo es ése?

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10. Los apuros del príncipe

Dejamos a Juan Canty arrastrando al verda-dero príncipe a Offal Court, seguido por la ple-be entregada al bullicio y a la hilaridad. Nohubo entre la turba más que una persona queelevara la voz en favor del cautivo, pero no fueescuchada, ni apenas pudo oírse en medio deaquel enorme barullo. Continuó el príncipeluchando por su libertad y protestando por elbrutal trato de que se le hacía objeto, hasta queJuan Canty perdió la poca paciencia que lequedaba y con repentino furor levantó su esta-ca de roble sobre la cabeza del príncipe, dispo-niéndose a asestarle un golpe. El único defensordel muchacho dio un salto para detener el bra-zo de aquel bruto y recibió el golpe en su pro-pia muñeca. Canty refunfuñó:

¿Pretendes entrometerte? ¡Pues ahí tienes turecompensa!

La estaca cayó sobre la cabeza del mediador.Se oyó un gemido, y un cuerpo se desplomó al

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suelo entre los pies de la multitud, y pocosmomentos después yacía allí solo en la oscuri-dad. La turba siguió dándose empellones sinque su algazara fuese interrumpida por aquelincidente.

Poco después, el príncipe se hallaba en la mo-rada de Juan Canty, con la puerta cerrada paraalejar a los curiosos. A la tenue luz de una bujíade sebo ajustada en una botella, contempló losdetalles del inmundo cubinche y sus morado-res. Dos muchachas desgreñadas y una mujerde edad madura estaban acurrucados en unrincón, apoyadas en la pared, con el aspecto deanimales acostumbrados a los malos tratos, queestán siempre esperando con temor. En otrorincón había una bruja cubierta de harajos, concabello enmarañado y mirada maligna.

Juan Candy, dirigiéndose a ésta, dijo:¡Espera! Vamos a divertirnos de lo lindo. No

lo vayas a echar a perder antes de empezar;después deja caer tu mano pesada tanto comote plazca. Ven aquí, pilluelo; repite tus majader-

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ías, si no las has olvidado. Dime cómo te lla-mas. ¿Quién eres?

El insulto a su dignidad hizo subir la sangre alas mejillas del príncipe, que miró con fijeza eindignación el semblante de aquel rufián y dijo:

La mala crianza propia de los individuos detu calaña se demuestra aquí en que me mandesa mí que hable. Te repito ahora, como ya te dijeantes, que soy Eduardo, príncipe de Gales, ybasta.

El asombro que causó a la bruja esta contesta-ción le dejó los pies clavados en el suelo y elpecho casi sin aliento. Se quedó contemplandoal príncipe con tal estupefacción, que el bergan-te de su hijo prorrumpió en una risotada estre-pitosa. Pero el efecto fue distinto en la madre yen las hermanas de Tom Canty. Su temor a losdaños corporales dio paso a una angustiosapreocupación de distinta índole. Se abalanza-ron sobre el príncipe con semblante compungi-do y exclamaron, lastimeras:

¡Oh, Pobre Tom! ¡Pobre muchacho!

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La madre cayó de rodillas ante el príncipe, lepuso las manos sobre los hombros y le miré lacara con fijeza, con los ojos llenos de lágrimas.

¡Oh, pobre hijo mío! –exclamó . ¡Tus desca-belladas lecturas te han llevado al final a estadesgracia! ¡Te han perturbado la razón! ¿Porqué no escuchaste mis advertencias? ¡Has des-trozado el corazón de tu madre!

El príncipe la miró a la cara y le dijo cariño-samente:

Tu hijo goza de perfecta salud, no ha perdi-do el juicio, buena mujer. Tranquilízate. Lléva-me a palacio, donde se halla ahora, y el rey mipadre te lo devolverá inmediatamente.

¡El rey tu padre! ¡Oh, hijo mío! No repitasestas palabras, que pueden acarrear tu muerte yla de todos los que te rodean. Aparta de tumente esa pesadilla horrible y, recobra tu per-dida memoria. Mírame. ¿No soy yo tu madre,la que te dio la vida y que tanto te quiere?

El príncipe movió ligeramente la cabeza y di-jo, apesadumbrado:

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Dios sabe cuánto lamento afligir tu corazón,pero la verdad es que nunca había visto tusfacciones.

La mujer se desplomó sobre el suelo, sentada,y ocultando los ojos entre sus manos, prorrum-pió en llanto desgarrador.

¡Siga la comedia! exclamó Canty . ¡A ver,Nan! ¡A ver, Bet! ¡Tías groseras! ¿Os atrevéis apermanecer de pie en presencia del príncipe?¡De rodillas, miserables pordioseras! ¡Hacedlereverencia!

Dicho esto, Canty soltó una carcajada. Lasmuchachas comenzaron tímidamente a inter-venir en favor de su «hermano».

Como quieras, padre dijo Nan , pero déja-le que se acueste, que descanse, y el sueño cu-rará su locura. Te lo suplico, déjale dormir.

¡Oh, sí, padre! intervino Bet . Está más fa-tigado que de costumbre. Mañana volverá a serel mismo, mendigará con diligencia y no vol-verá a casa con las manos vacías.

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Esta observación detuvo la hilaridad del pa-dre y le indujo a meditar sobre lo positivo. En-tonces, volviéndose, indignado, de cara alpríncipe, le dijo:

Mañana tendremos que pagar dos peniquesal dueño de este cubinche, óyelo bien, ¡dos pe-niques! Y todo ese dinero únicamente para elalquiler de medio año, de lo contrario nosecharán de aquí. ¡A ver, enséñame lo que haslogrado reunir con tu manera perezosa demendigar!

El príncipe contestó:No me ofendáis con vuestras sórdidas elu-

cubraciones. Os vuelvo a repetir que soy el hijodel rey.

Un manotazo brutal dado por Canty al hom-bro del príncipe hizo caer a éste, tambaleando,en brazos de la bondadosa mujer del bárbaroatropellador, que lo estrechó contra su pecho ylo defendió cuanto pudo de una verdadera llu-via de puñetazos y pescozones interponiendosu propia persona. Las muchachas, asustadas,

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fueron a acurrucarse en su acostumbradorincón, pero la abuela se apresuró, rabiosa, a ira ayudar a su hijo en el vapuleo. Entonces elpríncipe se separó de la madre de Tom y dijo:

No habéis de sufrir por mi culpa, señora.Dejadme solo que esos cochinos hagan conmi-go lo que se les antoje.

Estas palabras irritaron de tal manera a losaludidos cochinos, que, enfurecidos, pusieronmanos a la obra sin pérdida de tiempo. Entreambos zarandearon y golpearon a más y mejoral pobre muchacho, luego dieron también unatunda a las dos chicas y a su madre por haberdemostrado simpatía por la víctima.

Ahora dijo Canty ¡todo el mundo a la ca-ma! La diversión me ha cansado.

Apagaron la luz y todos se acostaron. Tanpronto como los ronquidos del cabeza de fami-lia y de la abuela demostraron que los dos esta-ban durmiendo, las muchachas se deslizaronsigilosamente hacia el rincón donde yacía elpríncipe y le resguardaron tiernamente del frío

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con paja y pingajos. También la madre llegófurtivamente hasta él, le acarició el cabello yvertió lágrimas sobre su cuerpo, al mismotiempo que le susurraba al oído palabras entre-cortadas de compasión y de consuelo. Le habíaguardado, además, un bocado para que se locomiera, pero los dolores que sentía el mucha-cho habían dejado a éste sin apetito..., por lomenos para comer mendrugos negros y sosos.Se sintió conmovido por la valiente y sufridaactitud de aquella buena mujer al defenderle ypor la conmiseración que le demostraba, y letestimonió su gratitud con palabras nobles yprincipescas, rogándole luego que se fuera adormir y olvidara sus sinsabores. Añadió que elrey su padre no dejaría sin recompensa su bon-dadosa abnegación y su lealtad. Esta vuelta asu «demencia» desgarró de nuevo el corazónde la buena mujer, que estrechó repetidamenteal muchacho contra su pecho y, por fin, volvióa su yacija sumida en lágrimas.

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Mientras se hallaba tendida meditando contristeza, empezó a sentir su espíritu atormenta-do por la idea de que aquel muchacho teníaalgo indefinible que no era por cierto lo quedistinguía a Tom Canty, loco o cuerdo. No leera posible determinar de qué se trataba y, sinembargo, su inteligente instinto maternal loobservaba y parecía descubrirlo. ¿Y si el mu-chacho no fuese realmente su hijo?. Pero no, esepensamiento era absurdo. Y esta idea casi lehizo sonreír, a pesar de su aflicción y de suspenas. Pero aquel pensamiento no se desvanec-ía y persistía en atormentarla. La perseguíacontinuamente, la acosaba, se pegaba a ella, ladominaba y se negaba a alejarse de su cerebro ya ser olvidado. Al fin comprendió que su espíri-tu no podría calmarse hasta que pudiera haceruna prueba con la cual le fuese dable compro-bar de una manera que no dejase lugar a dudassi aquel muchacho era o no su hijo. Ah, sí, ésteera el mejor modo de salir del atolladero. Sepuso, pues, a reflexionar cuál sería la mejor

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manera de llevar a cabo la prueba. Pero resul-taba más difícil el proyecto que la realización.Iba meditando distintas formas, pero se veíaobligada a desecharlas todas, pues ningunaofrecía una seguridad completa, y una pruebaimperfecta no podía satisfacerle. Evidentemen-te estaba atormentando en vano su cabeza yparecía indudable que iba a tener que desistirde su propósito. Pero mientras se sentía des-animada por esta preocupación, llegó hasta susoídos la acompasado respiración del muchacho,que venía a anunciarle que éste se había dor-mido. Luego, al escuchar su regular resoplido,el niño exhaló un grito tenue de espanto, comoel suspiro que interrumpe, a veces, la pesadillade un sueño agitado. Este hecho casual sugirióa la buena mujer una idea luminosa, mil vecesmejor que todos los planes que hasta entonceshabíase forjado. Se puso, pues, en seguida febrily silenciosamente manos a la obra: encendió denuevo la vela y dijo para sí: «Si entonces lehubiese visto, le habría reconocido. Desde

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aquel día, cuando era tan pequeño, en que seinflamó la pólvora en su cara, no se sobresaltó,tanto en sueños como despierto, sin taparse losojos con las manos, como lo hizo aquel día, y noprecisamente como lo harían otros chiquillos,con las palmas de la mano hacia dentro, sinosiempre con las palmas de la mano hacia fuera.Lo observé centenares de veces y nunca dejó dehacerlo de la misma manera. Sí, ahora podrécomprobarlo. »

Y con este pensamiento se deslizó hasta llegarjunto al muchacho dormido, ocultando con lamano la llama de la bujía que llevaba en la otra.Se inclinó sobre él muy cautelosamente, conte-niendo la respiración y la angustiosa excitaciónque lo dominaba y, súbitamente, acercó la luz ala cara del muchacho, al mismo tiempo quedaba un golpe suave en el suelo con los nudi-llos de sus dedos. Los ojos del príncipe se abrie-ron completamente y dirigieron la mirada a su,alrededor, pero no hizo ningún gesto singularcon sus manos.

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La pobre mujer se quedó anonadada de sor-presa y de dolor, pero logró disimular sus emo-ciones y tranquilizar al muchacho hasta hacerlenuevamente conciliar el sueño. Luego se apartóy se puso a meditar muy afligida sobre el des-astroso resultado de su experimento. Procurabaconvencerse de que la locura de Tom habíadisipado en éste su gesto habitual, pero no con-seguía admitir esta posibilidad.

«No decía para sus adentros , sus manos noestán locas y no pueden haberse desacostum-brado en tan poco tiempo a un gesto que le erahabitual desde hacía tantos años. ¡Oh, qué díaaciago para mí!» Pero la esperanza era tan per-sistente en la pobre mujer como lo había sidoantes la duda. No podía resignarse a admitir elveredicto de aquella prueba. Tendría que hacerotro ensayo porque tal vez el fracaso era debidoa un accidente. Despertó, pues, al muchachosegunda y por tercera vez, a intervalos, conidéntico resultado, y al fin se arrastró hasta su

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yacija y, profundamente afligida, acabó pordormirse, diciendo:

¡No puedo renunciar a él! ¡Tiene que ser mihijo!

Habiendo cesado las interrupciones de la po-bre madre y también, gradualmente, el dolor desu cuerpo vapuleado, el príncipe, con extremafacilidad, quedó sumido en un profundo sueñotranquilo. Transcurrió una hora tras otra y elmuchacho seguía tan inmóvil como si estuvieramuerto.

Pasaron así cuatro o cinco horas y, al fin, suestupor comenzó a aligerarse. De pronto, me-dio dormido y medio despierto, murmuró:

¡Sir William!Y al cabo de un rato, añadió:

¡Hola, sir William Herbert! ¿Estáis ahí?. Ve-nid y escuchad el sueño más raro que... ¿Meoís, sir William?. He soñado que me convertíaen mendigo y que... ¡Hola, guardias! ¡Sir Wi-lliam! ¿Cómo? ¿No hay aquí ningún caballerode servicio? ¡Ay! ¡Qué fastidio!

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¿Qué te pasa? susurró una voz junto a sulecho . ¿A quién estás llamando?

A sir William Herbert. ¿Quién eres tú?¿Quién voy a ser sino tu hermana Nan? ¡Oh,

Tom ¡Se me había olvidado! ¡Todavía estás lo-co! ¡Pobre chico! ¡Ojalá no hubiera despertadonunca más para no verte en este estado! Pero tesuplico que domines tu lengua para que no nosazoten a todos hasta matamos.

El príncipe, estupefacto, se incorporó de unsalto, pero el vivo dolor de sus contusiones lehizo darse cuenta de la realidad, y entonces,hundiéndose en el montón de paja inmunda enque descansaba, exclamó con un gemido:

¡Ay! ¡Entonces no era un sueño!Inmediatamente todo el pesar y la miseria

que el sueño había disipado volvieron a anona-darle, y comprendió que no era ya un príncipemimado en su palacio, con los ojos adoradoresde todo un pueblo fijos en él, sino un simplepordiosero, un paria cubierto de pingajos, pri-

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sionero en una guarida propia sólo para bestiasy en compañía de mendigos y de ladrones.

En medio de su aflicción empezó a notar granbarullo y voces de hilaridad que resonaban, alparecer, a una o dos travesías de distancia. Enaquel preciso momento se oyeron varios golpesdados a la puerta, y Juan Canty, cesando deroncar, preguntó:

¿Quién llama? ¿Qué quieres?Una voz contestó:

¿Sabes quién es la persona contra la cualdescargaste el golpe con tu estaca?

No lo sé ni me importa saberlo.Es posible que pronto cambies de parecer. Y

sólo con la fuga podrás salvar tu gañote. Eneste momento el agredido está entregando elalma a Dios. ¡Es el cura, el padre Andrés!

¡Válgame Dios! exclamó Canty.Despertó en seguida a su familia y ordenó,

bruscamente:

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¡Levantaos todos y huyamos! ¡A no ser quequeráis quedaros aquí para que nos maten atodos!

Apenas habían transcurrido cinco minutosque ya toda la familia Canty se hallaba en lacalle huyendo para salvar su vida. Juan llevabaal príncipe de la mano y, haciéndole correr porlos callejones sombríos, le iba diciendo, muyquedo:

¡Cuidado con tu lengua, maldito loco, y nopronuncies tu nombre! Yo tomaré otro nombrepara despistar a los sabuesos de la ley. ¡Cuida-do con tu lengua! ¡Y que, no tenga que repetír-telo!

Y dirigiéndose a los demás de su familia,añadió, refunfuñando:

Si por casualidad llegamos a separarnos,que cada cual vaya al puente de Londres, y elque se encuentre primero frente a la últimatienda de lencería que se ve desde el puente,que espere allí hasta que aparezcan los demás,

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para podernos escapar todos juntos haciaSouthwark.

En aquel momento, la atolondrada familia sa-lió de la oscuridad a la luz, y no sólo a la luz,sino en medio de una multitud que, en la orilladel río, cantaba, bailaba y vociferaba jubilosa-mente. Una línea interminable de hogueras seextendía a uno y otro lado del Támesis hastaperderse de vista. El puente de Londres y el deSouthwark estaban iluminados. Todo el ríoresplandecía con el fulgor continuamente va-riable de los farolillos de colores y de los fuegosartificiales que esparcían por el firmamento sucomplicada luminosidad multicolor entre unacopiosa lluvia de chispas deslumbrantes. Unainmensa muchedumbre invadía las calles.

Juan Canty lanzó una furiosa maldición y or-denó retirada, pero era demasiado tarde. El ysu tribu fueron engullidos por aquel inmensoocéano humano y separados irremediablemen-te en un abrir y cerrar de ojos.

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No incluimos, naturalmente, al príncipe alhablar de «tribu», pues Canty no lo soltaba niun momento. En aquellos instantes, el corazóndel muchacho latía vivamente con la esperanzade poder escapar. Un barquero robusto que a lasazón se hallaba muy exaltado por el exceso delicor, se vio rudamente empujado por Canty,que se esforzaba en abrirse paso entre la multi-tud, y poniendo su manaza sobre el hombro deéste, dijo:

¿Adónde vamos con tanta prisa, amigo?¿Está quizá tu alma gangrenándose por sórdi-das preocupaciones mientras los hombres lealesexpresan su sincera alegría?

Mis preocupaciones son cosa mía y nada teimportan a ti contestó Canty, con aspereza .Quita tu mano de mi hombro y déjame pasar.

Pues ya que demuestras tan mal humor, nopasarás hasta que hayas bebido y brindado a lasalud del príncipe de Gales replicó el barque-ro, cerrándole el paso resueltamente.

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¡Venga, pues, la copa, pero deprisa, deprisa!

Esta escena había llamado la atención devarios curiosos, que exclamaron:

¡La copa de los brindis! ¡La copa de los brin-dis! ¡Que beba ese rufián con la copa de dosasas, si no quiere que le echemos al río para quesea pasto de los peces!

Trajeron la copa tradicional de dos asas, conla cual en la antigüedad se obligaba al bebedora emplear sus dos manos, impidiendo así a ésteque pudiera llevar a cabo alguna añagaza conuna mano mientras bebía con la otra. El bar-quero, cogiendo la enorme copa por una de susasas y fingiendo sostener con la otra mano elextremo de una servilleta imaginaria, se la ofre-ció a Canty en la forma empleada en otrostiempos. Este tuvo que coger la otra asa y qui-tar la tapa, como se hacía en la antigüedad, locual dejó libre al príncipe durante un segundo,y éste, sin perder tiempo, se sumergió en el marde piernas que le rodeaba y desapareció. Un

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momento después no habría resultado másdifícil encontrar una moneda de seis peniquesperdida en el fondo del Atlántico que hallar almuchacho en medio de aquel enorme torbellinohumano.

El príncipe se dio pronto cuenta de esta cir-cunstancia, y olvidando en seguida a Juan Can-ty, se puso a reflexionar sobre su propia situa-ción. Inmediatamente pensó en otra cosa: queen toda la ciudad, y en su lugar, se estaba feste-jando a un falso príncipe de Gales, y dedujo deello que, sin duda, el golfillo pordiosero TomCanty había aprovechado deliberadamenteaquella preciosa ocasión para convertirse enusurpador. Por lo tanto, no había más que uncamino a seguir, y éste era el que conducía alAyuntamiento, donde él podría darse a conocery denunciaría al impostor. También resolvióque concedería a Tom un tiempo prudencialpara que pudiera pedir perdón a Dios y arre-pentirse, y luego sería ahorcado, arrastrado y

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descuartizado, como era costumbre para loscasos de alta traición en aquella época.

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11. En el Ayuntamiento

La gran barcaza real, remolcada y custodiadapor su fastuosa flotilla se encaminó por elTámesis hacia abajo entre la espesura de botesiluminados. Resonaba en el aire la música, ytoda la orilla del río resplandecía con el reflejode alegres llamaradas. La ciudad se veía a lalejos envuelta en una nube suavemente lumi-nosa producida por sus innumerables fogatasinvisibles. Por encima de ella se elevaban hastael cielo finas espirales incrustadas de brillanteslucecitas, que, a lo lejos, producían el efecto deenhiestas lanzas cubiertas de joyas. La suntuosaflotilla era continuamente saludada con vítoresentusiásticos y salvas de artillería.

Para Tom Canty, medio enterrado en almo-hadones de seda, aquellos sonidos y aquel es-pectáculo eran una sorprendente maravilla su-blime e indecible, pero para las dos amiguitasque tenía a su lado, la princesa Isabel y JuanaGrey, todo aquello no tenía nada de particular.

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Al llegar a Dowgate, la flotilla subió por ellímpido Walbrook (cuyo canal, durante dossiglos, ha ido quedando invisible entre unalarga extensión de compactos edificios) hastaBucklers-bury, dejando atrás una casa tras otray pasando por debajo de puentes repletos depúblico bullicioso y espléndidamente ilumina-dos. Por fin se detuvo en una ensenada, cono-cida hoy por Barge Yard (recinto de gabarras),que se halla en el centro de la antigua ciudadde Londres. Allí desembarcó Tom, y seguido desu fastuosa comitiva atravesó Cheapside y an-duvo poco trecho a través de la Old Jewry (Vie-ja Judería) y la Basinghall Street hasta el Guil-hall.

Tom y las jóvenes damas que le acompaña-ban fueron recibidos con la debida ceremoniapor el alcalde y los patricios de la villa, quelucían sus cadenas de oro y sus lujosas vestidu-ras escarlata. Fueron conducidos hasta un doselinstalado en lo alto del gran salón, precedidospor heraldos que iban dando voces para abrir

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paso, y por el portador de la maza y de la espa-da de la ciudad.

Los lores y las damas que hablan de atender aTom y a sus dos amiguitas se situaron detrás desus señores. Ante una mesa más baja tomaronasiento los grandes de la Corte y otros huéspe-des de alto rango y los magnates de la ciudad.Los parlamentarios ocuparon una porción demesas en el piso principal del vestíbulo. Desdesu elevado puesto, los gigantes Gog y Magog,antiguos guardianes de la villa, contemplabanaquel espectáculo al cual estaban ya acostum-brados los ojos de muchas generaciones. Huboun toque de clarín, y después de anunciarlo elheraldo, apareció el despensero, seguido de susayudantes transportando solemnemente unregio solomillo de buey, humeante y preparadopara el cuchillo.

Después de la oración de acción de gracias,Tom, que había sido ya oportunamente instrui-do, se levantó, y toda la concurrencia se pusotambién en pie. Bebió con la princesa Isabel en

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una espléndida copa de oro de dos asas. Luegola copa pasó de ellos a Juana Grey y despuésfue pasando por todas las manos de los allí re-unidos. Así comenzó el banquete.

A medianoche el festín alcanzó su puntoálgido. Entonces tuvo lugar uno de aquellospintorescos espectáculos tan admirados anti-guamente. Así lo describe en singulares pala-bras, el cronista que lo presenció:

«Se despejó el centro de la sala, e hicieron suentrada un barón y un conde ataviados a laturca, con largas túnicas bordadas en oro, tur-bantes de terciopelo carmesí con rodetes de oro,y que ceñían dos cimitarras. Detrás de ellosvenían otro barón y otro conde, vestidos contrajes de satén amarillo cruzados por franjas desatén blanco, al estilo ruso. Se tocaban con go-rros de piel gris, llevaban un hacha y calzabanbotas con una larga punta vuelta hacia arriba.Les seguía un caballero, y el lord almiranteacompañado de cinco nobles con escotadosjubones de terciopelo carmesí abrochados en el

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pecho con cadenas de plata; sobre ellos lleva-ban cortas capas del mismo color, y en la cabe-za, sombreros adornados con plumas de pavoreal, como los danzarines. Estos iban ataviadosal estilo de Prusia. Los portadores de antorchas,que serían unos cien, iban vestidos de saténrojo y verde, como los moros, y sus rostros es-taban ennegrecidos.

Después apareció una mommarye y luego losjuglares, también disfrazados, ejecutaron unadanza. Las damas y caballeros se pusieron asi-mismo a bailar con tal frenesí, que era un placercontemplarlos. »

Y mientras Tom presenciaba desde su eleva-do sitial aquellas danzas «salvajes», admirandoel destello deslumbrador de los colores cali-doscópicos de aquel impetuoso torbellino defiguras llamativas y vistosas, el harapiento,pero verdadero príncipe de Gales estaba expo-niendo sus derechos y sus agravios en el um-bral del Ayuntamiento, denunciando al impos-tor y rogando a gritos qué se le dejara franque-

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ar la verja de Guildhall. La multitud, extraordi-nariamente divertida con este episodio, se apre-tujaba afanosamente y estiraba el cuello hastadesnudarse para ver al pequeño alborotador.Los curiosos empezaron en seguida a dirigirleimproperios y a burlarse de él con objeto deexasperarle todavía más, lo cual aumentaba lahilaridad de aquella gente. Lágrimas de morti-ficación asomaron a los ojos del muchacho,pero se mantuvo firme y adoptó ante la plebeuna actitud regia muy retadora. Pero continua-ron las mofas, y el príncipe, cada vez, másofendido, exclamó:

¡Os repito, manada de perros de mala ralea,que soy el príncipe de Gales! Y a pesar de ver-me desamparado y sin amigos, sin ni siquieraalguien que pronuncie una sola palabra decompasión o de auxilio hacia mí, nadie me haráabandonar mi puesto, que conservaré a todacosta.

Tanto si eres príncipe como si no lo eres,pues lo mismo me da, me resultas un mucha-

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cho valiente y no te han de faltar amigos. Aquíestoy yo a tu lado para demostrarlo. Y he dedecirte que por más que anduvieras buscandollegarías a cansar tus piernas sin encontrar me-jor amigo que Miles Hendon. No te esfuercesen convencerles con tu palabrería, hijo mío. Yosé hablar perfectamente el lenguaje de esa re-pugnante jauría.

El que se expresaba en estos términos era unaespecie de hidalgo castellano, tanto por su trajecorno por su porte y todo su aspecto. Era alto,esbelto y musculoso. Su jubón y sus calzoneseran de tela rica, pero pelada y descolorida, ysus adornos de encaje de oro estaban lastimo-samente desastrados, Su golilla estaba estro-peada, y la pluma de su chambergo estaba rotay tenia un aspecto lamentable de suciedad y deabandono. Llevaba al costado un largo estoqueen una vaina de hierro oxidada, y tenía en con-junto la apariencia inmediata e inconfundiblede un espadachín pendenciero.

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Las palabras de aquel individuo estrafalariofueron acogidas por un estallado de exclama-ciones burlescas y carcajadas. Hubo alguienque gritó: «¡Es otro príncipe disfrazados «¡Do-mina tu lengua, amigo! ¡Parece ser peligroso!...¡Mira qué ojos tiene!» «¡Apartad al muchacho!»«¡Llevemos al zopenco al abrevadero!. »

Al instante, inducida por esta luminosa idea,una mano cayó sobre el príncipe, pero al propiotiempo el forastero desenvainó la espada y elmal intencionado instigador cayó al suelo aconsecuencia de un fuerte golpe de plano con lahoja de acero. Inmediatamente se oyeron mu-chas voces que gritaban a coro: «¡Matad a eseperro! ¡Matadlo, matadlo!» Y la turba se aba-lanzó sobre el valiente que, poniéndose de es-paldas a una tapia, comenzó a blandir la espa-da como un loco. Sus víctimas caían aquí y allí,pero la turba se precipitaba contra el campeóncon furia incesante. Los momentos de vida deéste eran contados, su muerte cierta, cuando,inesperadamente, sonó un toque de clarín y

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una voz gritó: «¡Paso al mensajero del rey!», ydicho esto se presentó en seguida un grupo dejinetes que realizando una carga contra la mu-chedumbre, la dispersó en un instante, puestodo el mundo corría a más y mejor para po-nerse a salvo. El intrépido desconocido tomó alpríncipe en sus brazos y pronto se halló lejosdel peligro y de la multitud.

Volvamos al interior del Ayuntamiento. Derepente, dominando la estrepitosa alegría po-pular y el bullicio atronador del festival, se dejóoír la nota aguda del clarín. Hubo un momentode silencio, un prolongado siseo, y luego unasola voz, la del mensajero de palacio, comenzóa pronunciar una proclama que fue escuchadade pie por toda la muchedumbre.

El mensajero anuncié solemnemente:¡El rey ha muerto!

Todo aquel gentío inclinó la cabeza sobre supecho y así permaneció unos momentos en si-lencio, hasta que todo el mundo cayó simultá-neamente de rodillas, y tendiendo las manos

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hacia Tom resoné un grito estruendoso quepareció hacer estremecer al edificio:

¡Viva el rey!Los ojos asombrados del pobre Tom vagaron

de una a otra parte ante el sorprendente es-pectáculo y, finalmente, se fijaron, soñadores,en las dos princesas que tenia junto a él, arrodi-lladas, y luego en el conde de Hertford. Susfacciones revelaron una intención repentina. Yacercándose al oído del conde le susurró muyquedo:

Contéstame lealmente, por tu fe y por tuhonor. Si yo diera ahora aquí una orden quesólo un rey pudiera tener el privilegio de dictar,¿sería obedecido mi mandato sin que nadieopusiera objeciones?

Nadie en todo este reino las opondría, señor.En vuestra persona reside la Majestad de Ingla-terra. Sois el rey y vuestra palabra es ley.

Tom contestó en voz alta, con energía y viva-cidad:

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Entonces, en lo sucesivo, la ley del rey seráley de perdón y nunca más ley de sangre. ¡Le-vantaos! Id a la Torre y anunciad que el rey hadecretado que el duque de Norfolk no sea eje-cutado.

Estás palabras pasaron rápidamente de bocaen boca de un extremo a otro del salón, y cuan-do Hertford salió a toda prisa para cumplir laorden, estalló otro grito unánime de entusias-mo:

¡El reinado sangriento ha terminado! ¡Vivael rey Eduardo de Inglaterra!

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12. El príncipe y su libertador

Tan pronto como Miles Hendon y el jovenpríncipe se vieron libres de la turba se dirigie-ron hacia el río por callejones angostos. Nohallaron obstáculos en el camino hasta que es-tuvieron cerca del puente de Londres, y enton-ces volvieron a meterse entre la multitud, peroHendon no soltó todavía al príncipe, es decir, alrey, que llevaba cogido de la mano. La grannoticia se había divulgado ya por doquier, yEduardo se enteré de ella por millares de vocesque exclamaban al unísono «¡El rey ha muer-to!» El anuncio de este importante suceso hizoestremecer el corazón, del pobre muchachodesamparado, que comenzó a temblar por efec-to de la intensa emoción. Dándose cuenta de supérdida incalculable, se sintió dominado por unmuy profundo pesar, porque el tirano cruel quehabía aterrorizado a todo su pueblo le habíademostrado siempre a él generosidad y cariño.Asomaron las lágrimas a sus ojos y le turbaron

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la vista. Durante unos instantes se juzgó la másabandonada e infeliz de las criaturas de Dios.Poco después resonó en la noche hasta muchasmillas a la redonda otro grito atronador de«¡Viva el rey Eduardo! » y esto hizo centellearlos ojos del muchacho y le estremeció de orgu-llo hasta las yemas de los dedos.

¡Ah! pensó . ¡Cuán extraordinario e inex-plicable parece! ¡ Soy rey! »

Nuestros héroes se abrieron paso lentamentepor entre la multitud que ocupaba por comple-to el puente. Aquella construcción, que contabaseiscientos años de existencia y había sido du-rante todo ese tiempo un lugar muy frecuenta-do y ruidoso, era curioso, porque había en éltoda una hilera de tiendas y de almacenes, conhabitaciones para las familias en su piso supe-rior, que se extendía a ambas orillas del río.Aquel puente constituía, por sí solo una especiede ciudad, con sus hosterías, sus mercados, suscervecerías y panaderías, sus manufacturas eincluso su iglesia. Se hallaba entre los dos dis-

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tritos vecinos que ponía en comunicación, Lon-dres y Southwark, a los que parecía considerarsus propios suburbios, sin concederles, desdeluego, particular importancia. Era una especiede sociedad cerrada, por así decirlo; era unaciudad estrecha, de una sola calle de una quintaparte de milla de largo; su población no eramás que la de un simple villorrio, y todo elmundo en ella conocía íntimamente a sus con-ciudadanos, y había tratado con igual intimi-dad a sus padres antes que a ellos, perfecta-mente enterado de los más ínfimos asuntosfamiliares del prójimo. Tenía, naturalmente,también su aristocracia, sus distinguidas y vie-jas familias de carniceros, panaderos y otroscomerciantes por el estilo que venían ocupandoaquellos mismos locales desde hacía quinientoso seiscientos años, y conocían de cabo a rabo lagran historia del puente, con todas sus extrañasleyendas. Aquella gente había acabado porhablar un lenguaje particular creado en elpuente, y hasta sus pensamientos y su afición

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peculiar a mentir eran también propias delpuente. Era una especie de población que porfuerza tenía que ser tan jactancioso como igno-rante. Los niños nacían en el puente, se criabanen él Y allí llegaban a viejos sin haber puestolos pies en ninguna parte del mundo que nofuera el Puente de Londres. La vecindad encuestión se imaginaba, naturalmente, que lainterminable procesión bulliciosa que circulabapor su calle noche y día, con su confuso barullode voces, gritos, relinchos y pateos, era la cosamás grande del mundo, y que ella, en ciertomodo, era la dueña de aquel lugar. Y así lo era,en efecto... o por lo menos como tales podíanconsiderarse sus moradores desde sus venta-nas, particularmente cuando un rey o un héroeque regresaban daban motivo a algunos feste-jos, pues no había mejor sitio que aquél parapoder presenciar perfectamente el desfile de laslargas y pomposas comitivas.

Los que habían nacido en el puente, cuandose alejaban de él, encontraban la vida aburrida

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e insoportable. La historia nos habla de uno deesos habitantes del puente que lo abandonó a laedad de setenta y un años para ir a vivir retira-do en el campo, pero el silencio de la campiñale puso nervioso, y como por la noche le imped-ía conciliar el sueño, desesperado y casi enfer-mo, decidió por fin volver a su antiguo hogar.Su carácter se había vuelto intratable y se habíaconvertido en un espectro macilento. Cuandose halló de nuevo en Londres, se entregó aldescanso reparador y a los sueños deliciosos,mecido por el agradable rumor de las aguas ypor el bullicio atronador del Puente de Lon-dres.

Por aquel entonces, el puente suministraba«lecciones prácticas» de historia de Inglaterra alos niños, al permitirles contemplar las lívidas yputrefactas cabezas de los hombres famosos,hincadas en las afiladas puntas de sus portalo-nes de hierro. Pero me estoy apartando de minarración.

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Hendon se hospedaba en la pequeña posadadel puente. Al acercarse, pues, al umbral deésta, acompañado de su amiguito, se oyó unavoz bronca que decía:

¡Ah! ¡Por fin has vuelto! ¡Ahora ya no vas aescaparte más! ¡Te lo aseguro! Y ten por ciertotambién que voy a machacarle los huesos hastahacerlos papilla para que aprendas a no hacer-me esperar en otra ocasión cualquiera.

Y dicho esto, Juan Canty alargó la mano conintención de agarrar al muchacho, pero MilesHendon se interpuso, diciendo:

No tan de prisa, amigo. Me parece que notienes necesidad de ser tan brusco. ¿Qué te im-porta a ti este muchacho?

Si tu ocupación es meterte en los asuntos delos demás, te diré que este chico es mi hijo.

¡Es mentira! exclamó, indignado, el reyeci-to.

Muy bien dicho y te creo, hijo mío, tanto situ cabecita está sana como si la tienes trastor-nada. Pero poco importa que ese rufián sea o

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no sea tu padre, pues no te entregaré a él paraque te pegue y te maltrate como amenaza, si esque prefieres quedarte conmigo.

¡Sí quiero quedarme con vos! ¡No conozco aese hombre, me repugna, y antes que ir con élprefiero morir!

Entonces, asunto concluido. No hay más quehablar.

¡Eso ya lo veremos! vociferó Juan Canty,acercándose a Hendon con intención de cogeral muchacho . De buen grado o por la fuerza.

Si te atreves a tocarlo, desperdicio viviente,te ensartaré como a un pato repuso Hendon,cerrándole el paso y empuñando la espada.

Canty retrocedió y Hendon continuó dicien-do

Te advierto que he tomado a este muchachobajo mi protección cuando una turba de indivi-duos de tu calaña pretendía maltratarlo y quizálo habría matado. ¿Te figuras, pues, que ahoravoy a entregarlo a un destino peor? Porquetanto si eres su padre como no... y me permito

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decir y creer que eso es una mentira, una muer-te decorosa e instantánea sería mucho mejorpara él que la vida en manos tan brutales comolas tuyas. Sigue, pues, tu camino y pronto, por-que no me gusta hablar en vano ni me sobra lapaciencia.

Juan Canty optó por alejarse refunfuñandomaldiciones y amenazas hasta que desaparecióentre la muchedumbre. Hendon subió tres tra-mos de escalera hasta llegar a su habitaciónacompañado del chiquillo, después de ordenarque les sirvieran de comer. Era un cuarto pobrecon una cama destartalada y alguna que otrapieza suelta de mobiliario viejo. Estaba muytenuemente iluminado por dos cabos de vela.El reyecito se arrastró hasta la cama y se tendióen ella, casi exhausto de hambre y de fatiga.Había estado de pie una gran parte del día y dela noche, pues eran entonces las dos o las tresde la madrugada y además, no habla probadobocado. Soñoliento, murmuró:

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Os ruego que me llaméis cuando esté puestala mesa. Y dicho esto se quedó profundamentedormido.

Hendon, con una sonrisa en los labios, mur-muró para sí:

¡Vaya con el pordioserillo ese! Se mete en elaposento del prójimo y le usurpa la cama conuna graciosa desenvoltura tan natural como sifuese el dueño, sin ni siquiera decir «con per-miso», «dispensadme» o algo por el estilo. En eldesvarío de su demencia, ha afirmado que erael príncipe de Gales, y lo cierto es que sostienegallardamente su rango. ¡Pobre ratoncillo sinamigos! Sin duda los malos tratos han pertur-bado su cerebro. Pues bien, yo seré su amigo.Le he salvado y hay en él algo que me atraeirresistiblemente. Siento cariño por ese golfilloprocaz. ¡Con qué actitud marcial ha hecho fren-te a la chusma y le ha lanzado su reto arrogan-te! ¡Y qué cara tan bonita, tan dulce y fina tieneahora que el sueño ha disipado sus contratiem-pos y sus pesares! Yo le educaré, curaré su en-

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fermedad... Sí, seré su hermano mayor, le cui-daré y velaré por él constantemente. ¡Y quienpretenda avergonzarse o hacerle algún daño,ya puede encargar su propia mortaja, porque lanecesitará, aunque por ello me condenen a serquemado vivo!

Se inclinó sobre el chiquillo, le contempló coninterés bondadoso y compasivo, le dio unossuaves golpecitos en la mejilla, y le desenma-rañó cuidadosamente los rizos con su manazade piel morena. Un ligero escalofrío recorrió elcuerpo del joven, y Hendon dijo para sus aden-tros: «¡Vaya torpeza la mía! ¡Dejarlo yacer aquísin taparlo, para que el reuma se apodere de sucuerpo! ¿Qué voy a hacer ahora? Si lo cojo y lometo dentro de la cama, se despertará; y necesi-ta, indudablemente, descansar. » Miró a su al-rededor en busca de ropa para cubrirlo, y noencontrando nada, se quitó el jubón y envolviócon él al muchacho, diciendo para sí: «Comoestoy acostumbrado a las punzadas del viento ya la falta de abrigo, no sufriré mucho por el frío.

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» Y se puso a andar por el cuarto con objeto demantener su sangre en continua moción, mien-tras seguía su monólogo.

«Su mente perturbada le hace creer que es elpríncipe de Gales. Será algo muy original con-tinuar teniendo aquí a un príncipe de Galesahora que el que era príncipe ha dejado de se-rio, para convertirse en rey. Porque su pobrecerebro tiene sólo una idea fija, y en su desvaríono razonará que ahora tiene que dejar de lla-marse príncipe y considerarse rey. Si mi padrevive todavía, después de estos siete años en queno he sabido nada de mi casa en mi mazmorraextranjera, acogerá bien al infeliz muchacho, yen atención a mí, consentirá en albergarlo encasa. Lo mismo hará mi buen hermano mayor,Arturo. Mi otro hermano, Hugo..., pero si seinterpone le voy a romper la crisma, por zorroy mal intencionado. Sí, hacia allí nos iremos, ymás que de prisa. »

Entró un criado con comida humeante; la co-locó encima de una mesita, arrimó a ésta las

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sillas y se retiró, dejando que los modestoshuéspedes se sirvieran ellos mismos. Cerré lapuerta tras de él con tal estrépito, que el mu-chacho se sentó en la cama y miró alegrementea su alrededor. Pero en seguida sus faccionesexpresaron una profunda aflicción y sus labiosmurmuraron:

¡Ay! ¡No era más que un sueño! ¡Qué des-graciado soy!

Se fijó luego en el jubón de Miles Hendon quele cubría, y mirando al dueño de la prenda,comprendió e sacrificio que éste había hechopor él, y le dijo, cariñosamente

Sois muy bueno para conmigo, sí, muy bue-no. Tomad esto y ponéoslo, yo ya no lo necesi-to.

Entonces se levantó, y dirigiéndose a unrincón donde había un palanganero, se quedóallí esperando. Hendon, muy animado, le dijo:

Bien, ahí tenemos una sopa sabrosa y unbuen bocado, todo humeante y oloroso. Eso y

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tu sueño reparador volverán a hacer de ti unhombrecito intrépido.

El muchacho no contestó y sólo dirigió unamirada de sorpresa y de cierta impaciencia alalto caballero de la espada. Hendon preguntóextrañado:

¿Qué te pasa?Buen señor, quisiera lavarme.¡Ah! ¿Nada más que eso? No pidas permiso

a Miles Hendon para nada que te apetezca.Bienvenido a esta casa. Puedes hacer lo que teconvenga con entera libertad.

Pero el muchacho seguía inmóvil, es más: unao dos veces pateó ligeramente con impaciencia.Hendon, perplejo, preguntó:

Pero ¿qué esperas?Os ruego que echéis el agua en el palanga-

nero y no gastéis tantas palabras.Hendon contuvo una risotada y dijo para sus

adentros: «¡Por todos los santos del cielo, eso esadmirable!» Se adelantó presuroso y cumplió laorden del pequeño insolente. Luego se quedó

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como atontado por una especie de estupefac-ción, hasta que una nueva orden le despertó desu azoramiento.

¡La toalla... pronto!Cogió la toalla bajo las mismas narices del

muchacho y se la entregó sin chistar. Despuésprocedió a lavarse, a su vez, la cara, y mientraslo estaba haciendo, su hijo adoptivo se sentó ala mesa y se dispuso a comer. Hendon terminósu aseo con presteza y luego, cogiendo otrasilla, se disponía a sentarse también cuando elmuchacho, indignado, le advirtió:

¿Qué es eso? ¿Te atreves a sentarte en pre-sencia del rey?

Este golpe llegó hasta lo más hondo del almade Hendon, pero pensó: «La locura de este po-bre chiquillo está a la altura de las circunstan-cias actuales. Ha variado con el gran cambiohabido en el reino, y ahora se le antoja que es elmonarca... Pero le seguiremos la corriente,puesto que no hay más remedio... ¡no vaya aser que me mande a la Torre!»

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Y encontrando esta broma agradable, apartóla silla de la mesa, se situó detrás del rey y sedispuso a servirle con los modales más cortesa-nos de que se viera capaz.

Mientras el rey comía, el rigor de su real dig-nidad disminuyó un poco, y con una satisfac-ción que iba en aumento, sintió el deseo dehablar y dijo.

Si no me equivoco, tengo entendido que osllamáis Miles Hendon.

Sí, señor repuso Miles mientras iba pen-sando: «Para seguirle la corriente a este mucha-cho loco tendré que llamarle "señor" y "majes-tad". No conviene hacer las cosas a medias y nohe de detenerme ante nada de lo que se refiereal papel que estoy representando, pues, de locontrario, cumpliré mal mi cometido y no ser-viré bien esta causa bondadosa y caritativas

El rey se reanimó con un nuevo vaso de vino,y dijo:

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Me gustaría saber quién eres. Cuéntame tuhistoria. Tienes un carácter generoso e hidalgo.¿Naciste noble?

Nos hallamos en la cola de la nobleza, Ma-jestad. Mi padre es barón, uno de los lores demenor importancia que obtuvo el título porservicios caballerescos. Se llamaba RicardoHendon, de Hendon Hall, junto a Monk'sHolm, en el condado de Kent.

No recuerdo tal nombre. Continúa. Cuén-tame tu historia.

No es muy larga, Majestad, pero tal vez ospueda distraer, a falta de otra. Mi padre, sirRicardo era muy rico, y de carácter en extremogeneroso. Mi padre falleció cuando yo era to-davía un niño. Tengo dos hermanos: Arturo, elmayor, con un alma igual a la del padre, yHugo, menor que yo, que es un espíritu mez-quino, codicioso, traidor, vicioso, astuto... unverdadero reptil. Así nació en su cuna, y tal vezera hace diez años, cuando le vi por última vez:un rufián de diecinueve años. En aquel enton-

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ces yo tenía veinte y Arturo veintidós. No tengomás familia, exceptuando a mi prima ladyEdith, que a la sazón era una joven de dieciséisabriles, hermosa y muy buena muchacha. Eshija de un conde, la última de su estirpe, here-dera de una gran fortuna y de un título prescri-to. Mi padre era su tutor. Yo le amaba y ellatambién me quería, pero quedó prometida aArturo desde la cuna; y sir Ricardo no consintióque se deshiciera el contrato. Arturo estabaenamorado de otra joven, y nos alentaba condulces esperanzas, prediciendo que con eltiempo la suerte favorecería nuestros propósi-tos. Hugo codiciaba la fortuna de lady Edith,pero fingía amar a mi prima. Siempre tuvo lacostumbre de decir lo contrario de lo que pen-saba. Pero su picardía no consiguió burlar a ladoncella. Pudo engañar a mi padre, pero a na-die más. Mi padre le quería más a él que a losdemás, y le tenía una confianza ciega, porqueera el hijo menor y los demás le odiaban, cir-cunstancias éstas que en todas las épocas fue-

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ron siempre suficientes para granjearse el amorde un padre. Hugo tenía una manera de hablarmuy afable y persuasiva y una disposición ex-traordinaria para la mentira, cualidades queconstituyen una buena ayuda para conseguir elmás acendrado de los afectos. Yo estaba furio-so..., podría decir más que furioso, furiosísimo,aunque era un furor salvaje, pero ingenuo,puesto que a nadie perjudicaba como no fuera amí mismo, ni trajo baldón ni pérdida, ni ger-men alguno de crimen o de bajeza que no al-canzara a mi noble condición.

»Sin embargo, mi hermano Hugo supo sacarpartido de estos defectos y de mi indignación,al ver que la salud de nuestro hermano Arturodejaba mucho que desear, pues esperaba que sumuerte podría beneficiarle si yo le dejaba elcamino expedito, de manera que..., pero éstesería un relato demasiado largo que no vale lapena explicar. Diré, pues, brevemente, que mihermano procuró exagerar mis defectos hastaconvertirlos en crímenes y terminó su labor

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miserable y calumniosa fingiendo haber halla-do en mi habitación una escalera de seda, queél mismo puso en mi dormitorio, y convenció ami padre con ella y con la falsa declaración dealgunos criados sobornados y otros villanos, deque yo proyectaba raptar a Edith para casarmecon ella, en manifiesto desacato a la voluntadpaterna.

»Como consecuencia de todo eso, mi padredijo que tres años de destierro lejos de mi hogary de Inglaterra podrían convertirme en un sol-dado, en un hombre entero y al mismo tiempoprudente. Sufrí duras pruebas en las guerrascontinentales, durante las cuales aprendí lo queeran los rudos golpes, las terribles privacionesy las arriesgadas aventuras, pero en la últimabatalla fui hecho prisionero, y durante los sieteaños que han transcurrido desde entonces, hevivido en tierra extraña encerrado en unamazmorra. Con ingenio e intrepidez logré eva-dirme y vine directamente aquí, donde acabode llegar falto de recursos, y de ropa, y más

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falto todavía de noticias relativas a HendonHall, de cuyos moradores no he sabido nadadurante esos siete años sombríos. Y con esto,señor, queda explicada mi insignificante histo-ria.

Os hicieron víctima de un vergonzoso ultra-je exclamó el pequeño monarca, con ojos cen-telleantes. Pero yo os vengaré... ¡Os lo juro porla cruz! ¡Lo ha dicho el rey!

Entonces, enardecido por el relato de losagravios de Miles, dio rienda suelta a su lenguay se vertió la historia de sus recientes desgra-cias en los oídos de su atónito interlocutor.Cuando hubo acabado, Miles se dijo para susadentros:

«¡Caramba, qué imaginación tiene el mucha-cho! Decididamente no es un espíritu vulgar,pues si lo fuera, loco o cuerdo, no le sería posi-ble pintar un cuadro tan real y pintoresco, nirepresentar una escena tan original. ¡Pobre ca-becita enferma! ¡No te faltará un amigo y unamparo mientras yo figure entre los vivos! Te

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tendré siempre a mi lado. Serás mi niño mima-do, mi pequeño compañero... Y recobrarás lasalud. Entonces se hará un nombre y yo podrédecir: Sí, este muchacho es mío, yo lo recogícuando era un miserable golfillo sin hogar, perocomprendí que anidaban en su alma ideas muyelevadas y que llegaría un día en que seria fa-moso... Miradle, observadle... ¿Tuve o no tuverazón?»

El rey habló con voz mesurada y semblantepensativo:

Me habéis librado de la injuria y de la ver-güenza y, tal vez, me habéis salvado también lavida, y con ello mi corona. Un favor como éstemerece muy espléndida recompensa. Dime quédeseas, y tu pretensión está al alcance de misatribuciones reales, será complacida.

Esta proposición fantástica sacó a Hendon desus meditaciones. Estaba ya a punto de dargracias al rey y dejar la cuestión de lado, mani-festando que no había hecho más que cumplircon su deber y que no anhelaba recompensa,

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cuando, de pronto, acudió a su mente una ideamás sensata, y pidió permiso para guardar si-lencio durante unos momentos y reflexionar lagenerosa oferta, a lo cual accedió gravemente elmonarca, considerando que era mejor no preci-pitarse en un asunto de tanta importancia.

Miles meditó durante breves instantes y dijopara sus adentros: «Sí, ese es. Por cualquier otromedio me sería imposible lograrlo... y por cier-to que la experiencia de estas últimas horaspasadas me ha demostrado que sería penosísi-mo e inconveniente seguir como ahora. Sí, lopropondré... Fue una casualidad afortunadaque no dejara perder la ocasión. »

Después de pensado esto, Miles hincó la rodi-lla y dijo:

Mi pobre servicio no ha llegado a más que alsimple deber de un vasallo y, por lo tanto, notiene ningún mérito; pero puesto que VuestraMajestad considera que merece una recompen-sa, voy a permitirme hacer una petición a talefecto: Hará cosa de unos cuatrocientos años,

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como Vuestra Majestad no ignora, estandoenemistados Juan, rey de Inglaterra, y el rey deFrancia, se decretó que dos campeones; tendr-ían que combatir en el palenque con objeto deponer fin a la disputa con lo que se dio en lla-mar juicio de Dios. Reunidos, pues, los dosmencionados monarcas y el rey de España paraser testigos del combate y juzgarlo, apareció elcampeón francés, tan temible, que nuestroscaballeros ingleses se negaron a medir sus ar-mas con él. Por ello, aquella cuestión, por ciertomuy grave, estuvo a punto de ser fallada encontra del soberano inglés por falta de contrin-cante en la lucha decisiva. Lord de Courcy, elmás potente brazo de Inglaterra, se hallaba a lasazón en la Torre, despojado de sus honores yde sus posesiones y consumiéndose en largocautiverio. Se recurrió, pues, a el, que accedió yse presentó armado de punta en blanco para elcombate, y apenas contempló el francés sucuerpo hercúleo y oyó su famoso nombre, huyómás que de prisa, y el rey de Francia perdió su

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causa. Entonces el rey Juan restituyó a DeCourcy sus títulos y sus posesiones y le dijo:«Dime lo que deseas y te lo concederé, aunquehaya de costarme la mitad de mi reino. » A locual De Courcy, hincando la rodilla como ahorayo estoy haciendo, contestó a su soberano: «Pi-do una sola cosa, señor, y es que yo y mis suce-sores tengamos y conservemos el privilegio depermanecer cubiertos delante del rey de Ingla-terra mientras perdure el trono. », Como Vues-tra Majestad no ignora, la merced fue concedi-da, y como en estos cuatrocientos años a la fa-milia nunca le ha faltado hasta el día de hoy eljefe de la antigua casa lleva ante la majestad delrey la cabeza cubierta con el sombrero o el yel-mo, sin la menor dificultad y sin que nadie máspueda hacerlo. Invocando, pues, este preceden-te, en apoyo de mi petición, suplico a VuestraMajestad que me otorgue esta gracia y privile-gio... como más que suficiente recompensa paramí... y ninguna otra cosa más, sino sólo que yoy mis herederos tengamos para siempre autori-

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zación para sentarnos en presencia del rey deInglaterra.

Levantaos, sir Afiles Hendon, caballero di-jo gravemente el rey, dando a aquél el espalda-razo con su propia espada . Levantaos y senta-os. Vuestra petición queda concedida. MientrasInglaterra exista y continúe su corona, vuestroprivilegio no desaparecerá.

Su Majestad se apartó y comenzó a andar porla habitación, cavilando, y Hendon, dejándosecaer en una silla, se quedó contemplándole,pensando: «Ha sido una idea acertada que meha procurado un gran consuelo, porque mispiernas están fatigadísimas. De no habérsemeocurrido, indudablemente habría tenido queestar de pie durante semanas enteras, hasta queel cerebro del pobre muchacho hubiera reco-brado la salud... ¡Y heme aquí convertido en uncaballero del reino de los sueños y de las som-bras! Para un hombre tan realista como yo, estasituación es, en verdad, muy particular y extra-ña. No quiero reírme, ¡Dios me libre!, porque

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esto que para mí es tan inverosímil, tan insus-tancial, para el muchacho es real. Y para mí, decierto modo, tampoco es una falsedad, porquerefleja fielmente el espíritu dulce y generoso deeste jovencito.

Y después de una pausa, reflexionó final-mente : ¡Ah, si me llamara con mi elevado títu-lo delante de la gente! ¡Vaya contraste entre migloria y mis pobres prendas de vestir! Pero noimporta, llámeme como quiera, si éste es sugusto, estaré muy contento. »

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13. La desaparición del príncipe

Una profunda modorra adormecía ahora a losdos compañeros.

Quitadme esos harapos dijo el reyecito, re-firiéndose a su lamentable atavío.

Hendon desnudó al muchacho sin objetarnada, sin pronunciar palabra, le tendió en lacama, lo arropó y, mirando en torno de la habi-tación, dijo para sus adentros, tristemente:

«¡Otra vez me vuelve a quitar mi cama! ¿Yqué hago yo ahora?»

El reyecito se dio cuenta, de su perplejidad yla disipó con la siguiente indicación que pro-nunció soñoliento:

Tú dormirás atravesado en la puerta y laguardarás celosamente.

Poco después se hallaba ya libre de sus desa-zones, sumido en un profundo sueño.

«¡Caramba con el muchacho! ¡Decididamentehabría tenido que nacer rey se dijo Hendon,

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admirado , pues representa su papel a las milmaravillas! »

Y se tendió en el suelo de parte a parte de lapuerta, pensando con alegre resignación: «Peorcama tuve durante siete años. Encontrar estoinsoportable sería una ingratitud hacia el Altí-simo. »

No concilió el sueño hasta el amanecer. Haciael mediodía se levantó, destapó muy cautelosamente a su protegido y tomó la medida de sucuerpo con un cordel. Pero no había terminadotodavía la operación cuando el rey se despertó,se quejó de frío y le preguntó qué estabahaciendo.

Ya he terminado, señor, repuso Hendon .Y ahora tengo que ir a hacer alguna diligencia,pero vuelvo en seguida. Dormid de nuevo, quebien lo necesitáis. Permitidme que os tape tam-bién la cabeza y así entraréis más pronto encalor.

No había Hendon terminado de hablar que elrey vagaba ya por la región de los sueños. En-

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tonces aquél salió silenciosamente y volvió, aentrar con gran sigilo al cabo de unos treinta ocuarenta minutos, con un traje completo deniño adquirido en una tienda de saldos: era detela de baja calidad y mostraba señales patentesde haber sido usado, pero limpio y apropiado ala estación del año. Se sentó y se puso a exami-nar su compra, al mismo tiempo que se decía:

Una bolsa más repleta habría comprado cosamejor, pero cuando uno no dispone de buencaudal se ha de contentar con lo que le permi-ten obtener sus medios...

»Había una mujer en nuestra ciudadEn nuestra ciudad habitaba...

Parece que se ha movido. Tendré que cantarmás quedo. No conviene turbar el sueño cuan-do le espera un viaje tan pesado y, además, elpobre chico está excesivamente cansado… Estaprenda está bastante bien; con un remiendoaquí y otro allí, quedará magnífica. Esta otra es

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mejor, pero no estará de más un pequeño repa-so. Estos zapatos están en buen estado, y conellos tendrá sus pies secos y calientes. Seránalgo nuevo para él, porque, indudablemente,está acostumbrado a ir descalzo en verano y eninvierno... ¡Ah, si el hilo fuese pan! ¡Con quépoco dinero se compra lo que se necesita paraun año! Y, además, regalan una aguja tan lindacomo ésta. Pero ahora me va a costar una eter-nidad enhebrarla.

Y, en efecto, así fue. Como les ha ocurridosiempre a los hombres y probablemente lesseguirá ocurriendo por los siglos y los siglos.Pero al cabo de muchas pruebas logró en-hebrarla y cogiendo la prenda se la puso enci-ma de las rodillas y comenzó a coser.

La posada está pagada, incluido el desayunoque nos han de traer y, aún me queda bastantedinero para comprar un par de borricos y su-fragar los pequeños gastos de viaje durante losdos o tres días de camino que nos separan de la

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abundancia que nos está esperando en HendonHall.

»Amaba a su es..

»¡Uy! Me he clavado la aguja en la uña..., perono importa; no me viene de nuevo, aunque nopor eso me hace mucha gracia... ¡Allí seremosmuy felices! No te quepa duda, pequeño... Tusdesazones se habrán acabado y tu malhumortambién.

»Amaba a su esposo con pasión,pero otro hombre...

»¡Eso sí que son puntadas magníficas! ex-clamó, admirando la prenda que remendaba .

Tiene una grandeza majestuosa a cuyo ladoesos puntos mezquinos del sastre tienen unaspecto desdeñable y plebeyo...

»Amaba a su esposo con pasión,

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pero otro hombre la amaba a ella…

»¡Vamos, ya está! No puede negarse que hasido un remiendo rápido y perfecto. Ahora voya despertar al pequeño, le vestiré, le refrescaré,le daré de comer y nos dirigiremos al mercadoque hay cerca de la posada del Tabardo, enSouthwark y... Dignaos levantaros, señor... ¡Nocontesta! ¿Qué es eso? Tendré forzosamenteque profanar su sagrada persona con mi tacto,puesto que su sueño le ha vuelto sordo...¡Cómo!

Apartó la ropa... ¡El muchacho había desapa-recido!

Hendon miró a su alrededor, anonadado ydurante unos momentos no pudo expresar enpalabras su estupefacción. Notó también enton-ces que faltaban las ropas harapientas de suprotegido y entonces comenzó a echar maldi-ciones y a llamar furioso al posadero. En aquelpreciso momento se presentó un criado con eldesayuno.

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¡Habla, aborto de Satanás! ¡Habla o ha lle-gado tu hora! rugió Hendon, al mismo tiempoque daba tan salvaje salto hacia el camarero,que éste quedó mudo de sorpresa y de espantodurante unos momentos ¿Dónde está el mu-chacho?

Balbuceando sílabas confusas y entrecortadas,el criado dio con voz temblorosa la informaciónque se le exigía.

Apenas habíais salido de aquí, señor, cuan-do se presentó un muchacho corriendo y dijoque vuestra voluntad era que el pequeño quedormía aquí fuese a reunirse con vos en el ex-tremo del puente, por el lado de Southwark. Yolo traje aquí, y cuando, el pequeño se despertóy le di el recado, se mostró algo contrariado porhaber sido despertado «tan temprano», segúndijo, pero se puso precipitadamente sus andra-jos y se marchó con el muchacho desconocido,murmurando que mejor hubiera sido que voshubierais venido en persona en lugar de enviara un extraño..., de modo que...

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¡De modo que eres un necio, un insensato,un bobo que se deja engañar fácilmente! ¡Mal-dita sea toda tu casta! Pero quizá no le hanhecho daño... Voy en su busca. Mientras tanto,prepara la mesa. Pero, espera... La ropa de lacama estaba puesta en forma que pareciera ta-par a alguien. ¿Fue casualidad o está hechoadrede?

Lo ignoro, señor. Yo he visto que el mucha-cho desconocido revolvía la ropa de la cama.

¡Rayos y truenos! Lo hicieron sin duda paraengañarme, y procuraron ganar tiempo. Oye,¿iba solo el rapaz en cuestión?

Completamente solo, señor.¿Estás seguro?Segurísimo.Reflexiónalo bien, procura recordar..., tóma-

lo con calma.Después de meditar un momento, el criado

declaró:Cuando ha llegado no iba nadie con él, pero

ahora recuerdo que al salir los dos, antes de

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confundirse entre la multitud que había en elpuente, un hombre con aspecto de rufián hasalido de un sitio próximo y en el preciso mo-mento en que se reunía con ellos...

¿Y qué ha ocurrido entonces? ¡Acaba de unavez! gritó Hendon, interrumpiéndole, con vozde trueno.

Pues que en aquel momento la multitud lesha rodeado y no me ha sido posible ver nadamás, porque me ha llamado mi amo, furioso aldarse cuenta de que había olvidado un cuartode pollo encargado por el escribano, aunque yotomo a todos los santos por testigos de que re-gañarme por tal distracción es como llevar ajuicio a un niño antes de nacer por sus futurospecados...

¡Quítate de mi vista, idiota! ¡Tu charla estú-pida me vuelve loco! Pero espera... ¿Adóndevas tan de prisa? ¿No puedes aguardar un ins-tante? ¿Se fueron hacia Southwark?

En efecto, señor..., pues como iba diciendo,respecto a aquel maldito cuarto de pollo, el

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niño que no ha nacido no tiene ni más ni menosculpa que. ..

¿Aún estás aquí? ¡Y todavía charlando! ¡Pro-cura desaparecer si no quieres que te estrangu-le!

El criado se retiró. Y tras de él salió Hendon,que pasó por su lado y le adelantó bajando losescalones de dos en dos, al mismo tiempo querefunfuñaba:

¡Ha sido ese villano ruin que lo reclamabacómo hijo suyo! ¡Te he perdido, mi pequeñoseñor demente... y ése es un pensamiento muyamargo! ¡Con lo que me había encariñado yacontigo! Pero, ¡no! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Note he perdido! No te he perdido porque voy aregistrar cada rincón de Inglaterra hasta encon-trarte... ¡Pobre muchacho! Allí ha quedado sualmuerzo... y el mío, pero ya no tengo apetito...que se lo coman los ratones... ¡De prisa, de pri-sa! ¡Esta es la palabra!

Mientras se abría paso hacia el puente entre lamultitud tumultuosa, dijo varias veces para sí,

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aferrándose a este pensamiento como si le re-sultara agradable:

«Regañó, se quejó, pero si se ha marchado esporque ha creído que Miles Hendon le llama-ba... ¡Simpático muchacho! Estoy seguro que nohubiera obedecido la indicación de nadie más...»

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14. «¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey! »

Aquella misma mañana, al amanecer, TomCanty despertó pesadamente de un profundosueño y abrió los ojos en las tinieblas. Permane-ció en silencio unos momentos, tratando deanalizar sus ideas confusas y sus impresiones yde encontrarles relación. De pronto, exclamó,con voz de exaltación feliz, pero contenida:

¡Ahora lo veo todo claro! ¡Lo veo todo claro!¡Por fin desperté, gracias a Dios! ¡Ven, alegría!¡Márchate, pesadumbre! ¡Oh, Nan, Bet! Aban-donad vuestra yacija y venid a mi lado paraque pueda hacer llegar a vuestros oídos in-crédulos el sueño más fantástico que forjaronjamás los espíritus de la noche para dejarasombrada la mente humana. ¡Nan, Bet!

Una forma confusa apareció a su lado, y unavoz dijo:

¿Os dignáis darme vuestras órdenes?¿Mis órdenes? ¡Oh, desdichado de mí! Co-

nozco vuestra voz. ¡Hablad! ¿Quién soy yo?

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¿Vos, señor? En verdad que ayer erais elpríncipe de Gales, pero hoy sois mi magnánimoy muy venerado rey Eduardo de Inglaterra.

Tom hundió su cabeza en la almohada y ex-clamó con voz lastimera:

¡Ay! ¡No era un sueño! Id a descansar y de-jadme con mis penas.

Tom se durmió nuevamente, y al cabo de unrato tuvo el siguiente sueño agradable: Su fan-tasía le transportó a la hermosa pradera llama-da Goodman's Fields donde se le antojó estarjugando en pleno verano. De pronto vio apare-cer un enano de sólo unos dos palmos de esta-tura, con larga barba y muy jorobado.

Cava junto a este tronco le dijo.Así lo hizo Tom y encontró doce peniques

nuevos y relucientes. ¡Una gran fortuna! Perono fue esto lo mejor, pues el gnomo prosiguió:

Te conozco. Eres un buen muchacho y me-reces ser dichoso. Tu existencia desgraciada haterminado. Ha llegado el día de la recompensa.Ven a cavar aquí cada siete días, y siempre en-

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contrarás el mismo tesoro: doce peniques nue-vos, y brillantes. No lo digas a nadie... guardael secreto.

Cuando hubo desaparecido el enano, Tomfue volando a Offal Court con su premio, di-ciendo para sus adentros: «Daré cada noche unpenique a mi padre. Se figurará que lo he ga-nado pidiendo limosna, estará contento y norecibiré más palizas. Cada semana daré un pe-nique al buen sacerdote que se dedicó a ins-truirme, y los otros cuatro peniques serán parami madre, Bet y Nan, ¡Basta ya de sufrir ham-bre y de llevar andrajos! ¡Se acabaron los temo-res, los apuros y las brutalidades!

Llegó en sueños a su sórdido hogar, jadeante,pero con los ojos centelleantes de entusiasmo yde gratitud. Echó cuatro de sus peniques en elhalda de su madre y dijo:

Todos son para ti y para Nan y Bet... obteni-dos honradamente, sin pedir limosna ni robar-los.

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La madre, feliz y asombrada, le estrechó con-tra su pecho y exclamó:

Se está haciendo tarde. ¿Quiere levantarseVuestra Majestad?

¡Ah, no era ésta la contestación que Tom es-peraba! El sueño se había disipado, estaba des-pierto... estaba despierto.

Abrió los ojos y vio al primer lord de cámaraarrodillado junto a su lecho, y ricamente vesti-do. El encanto del delicioso sueño se desvane-ció y el pobre muchacho se dio cuenta de quetodavía era cautivo y monarca. La estancia es-taba llena de cortesanos que lucían capas depúrpura, el color del luto en la corte, y de no-bles servidores del soberano. Tom se sentó en lacama, y por entre las gruesas cortinas de seda,observó el lujo de las personas allí reunidas.

Comenzó la complicada operación de vestiral rey, y mientras tanto uno tras otro, los corte-sanos fueron hincando la rodilla para rendirhomenaje y testimoniar al joven monarca elpésame por la irreparable pérdida sufrida. Al

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principio, el primer escudero del servicio tomóuna camisa, que pasó al primer lord de las jaur-ías, éste la entregó al segundo caballero decámara, quien, a su vez, la pasó al guarda ma-yor del bosque de Windsor, y éste al cancillerreal del ducado de Lancaster, quien la entregóal jefe del guardarropa, quien la pasó a uno delos heraldos jefes, y éste, al condestable de laTorre, quien la pasó al mayordomo jefe de ser-vicio, que, a su vez, la entregó al gran mantele-ro hereditario, quien la pasó al lord gran almi-rante de Inglaterra, y éste al arzobispo de Can-terbury, el cual la pasó al primer lord de cáma-ra, que tomó lo que quedaba de la prenda y sela puso a Tom. Al pobre muchacho esta escenale hizo pensar en el caso del cubo que pasa demano en mano cuando se pretende apagar unincendio.

Cada prenda tuvo que sufrir este solemneproceso lento, inacabable, y Tom se aburrió delo lindo con aquella fastidiosa ceremonia. Talera su tedio, que llegó a experimentar casi un

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sentimiento de gratitud cuando al fin vio queaparecían las largas medias de seda y supusoque tocaba ya a su fin toda aquella mojiganga.Pero se alegró demasiado pronto, pues el pri-mer lord de cámara recibió las medias y se dis-ponía ya a ponerlas en las piernas de Tom,cuando súbitamente su semblante se puso colo-rado, y devolviéndolas, avergonzado, al arzo-bispo de Canterbury, murmuró: «Mirad, señor.» Este palideció y pasó las medias al lord granalmirante, cuchicheando: «Fijaos, milord. » Asu vez, el gran almirante las entregó al granmantelero hereditario que, lleno de asombro,apenas le quedó aliento para decir: «¡Mirad,milord!», y de este modo, las medias, comohabía ocurrido con la camisa, comenzaron adesfilar por las manos de todos aquellos perso-najes, hasta que llegaron a manos del primerescudero del servicio, quien, contemplándolas,anonadado, balbució: «¡Cielo santo! ¡Se ha es-capado un punto! ¡A la Torre con el custodiomayor de las medias del rey!» Y dicho esto, se

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apoyó en el hombro del primer lord de las jaur-ías, mientras recobraba fuerzas y traían otrasmedias sin ningún defecto.

Pero todas las cosas tienen su fin, y por elloTom, Canty, después de tan engorrosa circuns-tancia, pudo abandonar el lecho. Entonces, elfuncionario encargado del servicio echó agua alpalanganero, otro funcionario de igual categor-ía presentó la toalla, después de lo cual, Tom sehalló preparado para recibir los servicios delpeluquero real. Cuando por fin el muchachosalió de las manos de aquel maestro del tocado,presentaba una bella figura, tan fina que parec-ía una niña, con su capa y su pantaloncito cortode raso púrpura y su sombrero con plumas delmismo color. Se dirigió fastuosamente al come-dor del desayuno, entre dos hileras de cortesa-nos que, a su paso, hincaban la rodilla. Despuésdel desayuno fue conducido con toda pompa alsalón del trono, donde comenzó a despacharlos asuntos de Estado. Su «tío», lord Hertford,

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se situó junto al trono para ayudar a la mentereal con prudentes consejos.

Se presentaron los ilustres magnates nom-brados albaceas por el difunto rey, para solici-tar, por pura fórmula, la aprobación de Tomsobre determinados actos. El arzobispo de Can-terbury se refirió al decreto del consejo de alba-ceas relativo a las exequias de Su difunta Majes-tad, y acabó por dar lectura a las firmas de losalbaceas que eran: el arzobispo de Canterbury;el lord Canciller de Inglaterra; lord WilliamSaint John; lord John Rusell; conde Eduardo deHertford; vizconde John Lisle y el obispo deDurham, Cuthbert.

Tom no prestaba atención, porque estaba ab-sorto reflexionando una de las primeras cláusu-las del documento que le indujo a preguntar,muy intrigado y en voz baja a lord Hertford:

¿Qué día han dicho que ha quedado fijadopara el entierro?

El 16 del mes próximo, señor.

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¡Qué desatino! Pero ¿va a conservarse elcadáver?

El pobre muchacho desconocía las costum-bres de la realeza. Sólo sabía que en Offal Courtlos muertos eran sacados de allí en forma senci-lla y extraordinariamente expedita. Sin embar-go, lord Hertford le hizo comprender las cosascon dos palabras. Un secretario de Estado pre-sentó una orden del Consejo señalando el díasiguiente, a las once de la mañana, para la re-cepción de los embajadores extranjeros, y soli-citó la conformidad del rey.

Tom dirigió una mirada interrogadora aHertford, v éste le susurró al oído:

Vuestra Majestad tiene que dar su consen-timiento. Vienen a testimoniar el dolor de susrespectivos monarcas por el gran infortunioque aflige a Vuestra Majestad y a Inglaterra.

Así lo hizo Tom.Otro secretario de Estado expuso los gastos

de la casa del difunto monarca, que durante losseis meses anteriores, ascendieron a veintiocho

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mil libras esterlinas, cantidad fabulosa que dejóa Tom con la boca abierta, y más asombradoquedó todavía cuando oyó declarar que veintemil libras esterlinas estaban aún pendientes depago, pero su pasmo aumentó, si cabe, al ente-rarse de que las arcas estaban vacías y de quelos mil doscientos criados de la familia real sehallaban en grave apuro por falta de pago desus salarios.

Tom, muy preocupado dijo:No cabe duda que iremos a parar a la más

absoluta miseria. Conviene, pues, alquilar unacasa más pequeña y despedir a la servidumbre,porque los criados no sirven más que para de-morarlo todo y para fastidiarle a uno con servi-cios aparatosos e interminables, como si unofuese un muñeco con cabeza y manos, pero queno pudiera servirse de ellas. Ahora recuerdouna casita en Billingsgate, situada frente almercado de pescado...

Una fuerte presión en el brazo de Tom obligóa éste a interrumpir sus palabras y le hizo sen-

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tirse avergonzado, pero ninguno de los presen-tes pareció haberse dado cuenta de las extrañasconsideraciones del joven soberano.

Un secretario dio cuenta de que, en atención aque el difunto rey había dispuesto en su testa-mento que fuese conferido el título de duque alconde de Hertford y se elevara a su hermanosir Thomas Seymour a la dignidad de par, y alhijo de Hertford a la de conde, junto con simila-res concesiones a otros grandes servidores de lacorona, el Consejo había decidido celebrar, se-sión el 16 de febrero para la confirmación yentrega de dichos honores, y que, por lo tanto,no habiendo fijado el difunto rey, por escrito,cláusulas convenientes para el sostenimiento delas referidas dignidades, el Consejo, que sabíacuáles eran los deseos del monarca fallecidosobre este particular, había resuelto conceder aSeymour terrenos por valor de quinientas librasesterlinas, y al hijo de Hertford terrenos porvalor de ochocientas libras, y trescientas librasdel terreno del primer obispado que quedaría

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vacante..., si Su Majestad se dignaba dar su realconformidad.

Tom se disponía a decir algo relativo a laconveniencia de empezar por el pago de lasdeudas del difunto rey antes de malgastar todoaquel dinero, pero un suave golpecito oportunodado al brazo del muchacho por el previsorHertford evitó esta indiscreción; por consi-guiente, Tom dio el asentimiento real sin co-mentarios, aunque muy contrariado. Mientrasse hallaba sentado meditando sobre la facilidadcon que estaba realizando extraños milagrossorprendentes, cruzó por su cerebro una idealuminosa. ¿Por qué no nombrar a su madreduquesa de Offal Court y darle la correspon-diente hacienda? Pero instantáneamente unpensamiento triste borró esta idea. El no era reymás que de nombre, y aquellos sesudos ancia-nos y nobles encopetados eran sus amos. Comopara ellos su madre no era más que la criaturaimaginaria de una mente perturbada, escuchar-ían simplemente su proposición con increduli-

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dad y mandarían llamar al médico inmediata-mente.

La aburrida labor prosiguió con tedio exaspe-rante. Se dio lectura a peticiones, proclamas,patentes y a toda clase de fastidioso papelamenrelativo a asuntos públicos, y por fin Tom sus-piró patéticamente diciendo para sus adentros:«¿Qué pecado habré cometido para que Dioshaya decidido privarme de los campos, del airelibre y de la luz del sol, encerrándome aquípara convertirme en rey y desesperarme de estamanera?»

Su pobre cabeza trastornada se movió unmomento y acabó por inclinarse dormida sobreun hombro. Y los asuntos del reino quedaronen suspenso por falta del augusto factor: el po-der que tenía que ratificarlos. Se hizo el silencioen torno del jovencito dormido, y los sabios delreino interrumpieron sus deliberaciones.

Antes del mediodía, Tom pasó una hora deli-ciosa, con el consentimiento de sus guardianesHertford y Saint John, en compañía de la prin-

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cesa Isabel y la princesa Juana Grey, aunque elánimo de las dos muchachas estaba bastantedecaído por el gran infortunio que acababa decaer sobre la casa real. Al final de la visita, su«hermana mayor», que fue posteriormente«María la sanguinaria», de la cual nos habla lahistoria, le dejó perplejo con una solemne en-trevista que, a sus ojos, no tenía más que unmérito: la brevedad. Tom permaneció unosinstantes solo y luego fue admitido a su presen-cia un niño de unos doce años, cuyo traje, ex-cepto la nívea golilla y los encajes de las man-gas, era negro; con su jubón, sus medias v de-más. No ostentaba más señal de luto que unlazo de cinta morada en el hombro. Avanzó,vacilando, con la cabeza descubierta e inclinadaen reverencia. Hincó la rodilla delante de Tom.Este le contempló un momento y le dijo:

Levántate, muchacho. ¿Quién eres y qué de-seas?

El niño se levantó con graciosa desenvoltura,pero con semblante temeroso, y contestó:

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Por fuerza debéis acordaros de mí, señor.Soy vuestro «niño de azotes».

¿Mi «niño de azotes»?El mismo, señor. Soy Humphrey... Humph-

rey Marlow.Tom pensó que aquel muchacho era alguien

respecto al cual sus guardianes habrían tenidoque darle instrucciones. La situación era, pues,delicada. ¿Qué hacer? ¿Fingir que le conocíapara luego demostrar ya con las primeras pala-bras que no le había visto jamás? No, no resul-taba conveniente. Pero una idea vino a ayudar-le. Trances como aquél le ocurrirían probable-mente muy a menudo, cuando asuntos peren-torios apartaran de su lado a Hertford y a SaintJohn, que eran miembros del Consejo de alba-ceas. Por lo tanto, lo mejor sería quizá que pre-parara él mismo un plan para salir airoso detales apuros. Iba a probarlo ya con aquel mu-chacho. Se pasó, pues, la mano por la frente conaire de perplejidad y al cabo de un momentodijo:

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Ahora creo acordarme algo de ti..., pero elsufrimiento anubla mi memoria.

¡Ah, mi pobre señor! exclamó el «niño deazotes» con sentimiento compasivo. Y añadiópara sus adentros: «Entonces es verdad lo quedicen... ¡Se ha vuelto loco! Pero ¡desgraciado demí! ¡Olvidaba que me han indicado que estáabsolutamente prohibido demostrar que uno seha dado cuenta de su demencia!»

Es extraño cómo me falla la memoria estosdías dijo Tom . Pero no hagas caso..., ya voycorrigiéndome..., y a veces, con un pequeñoindicio cualquiera consigo recordar de nuevolas cosas y los nombres que había olvidado. (Yno sólo ésos pensó Tom , sino hasta los quenunca oí... como podrá ver este muchacho.)Dime qué motivo te trae aquí.

Es asunto de poca importancia, señor, perolo expondré a Vuestra Majestad si os dignáisescucharme. Hace dos días, cuando VuestraMajestad se equivocó tres veces en sus leccio-

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nes matinales de griego... ¿Se acuerda VuestraMajestad?

Sí..., me pa...rece que sí. (Y no miento mu-cho, porque si me llego a meter con el griego,no me habría equivocado sólo tres veces, sinocuarenta.) Sí, sí, ahora me acuerdo... Continúa.

El profesor, indignado por lo que él llamabavuestra desidia estúpida, dijo que me azotaríade lo lindo, y...

¿Azotarte a ti? exclamó Tom, asombradohasta perder su presencia de ánimo . ¿Por quéte han de azotar a ti por faltas mías?

¡Ah! Vuestra Majestad olvida nuevamente...Cuando no sabéis la lección me propinan unagran paliza

Cierto, cierto..., lo había olvidado. Tú me daslecciones particulares y, claro, si luego meequivoco, deducen que no tienes aptitud parainstruirme, y...

¡Oh, Majestad! ¿Qué palabras son ésas? ¿Yo,el más humilde de vuestros criados, iba a atre-verme a educaros a vos?

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Entonces, ¿qué te pueden reprochar? ¿Quéenigma es éste? ¿Me he vuelto loco de veras oeres tú el que ha perdido la razón? Explícate...,explícate.

Pero, Majestad, huelga toda explicación...Nadie puede poner la mano en la sagrada per-sona del príncipe de Gales; por lo tanto, cuandoél comete una falta, los golpes impuestos comocastigo los recibo yo, y así ha de ser y me con-viene a mí que así sea, porque éste es mi oficioy mi medio de vida2.

Tom se quedó contemplando al muchacho,pensando:

«Este es un caso extraordinario, una profesiónsingular y muy curiosa; me extraña que no

2 Jacobo I y Carlos II, en su infancia, tuvieron"niños de azotes" que sufrían el castigo enlugar de ellos cm no sabían sus lecciones. Mehe, pues, aventurado a dota un "niño de azo-tes" al héroe de mi novela. (N. del A.)

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hayan contratado también un muchacho paraque se peine y se vista por mí... ¡Ojalá lo hagan!Si así fuese, sería capaz de aceptar los azotes enmi cuerpo y daría gracias a Dios por el cambio.»

Y prosiguió, en voz alta:¿Y te han pegado, pobre amigo mío, de con-

formidad con la promesa?No, señor. Mi castigo fue fijado para hoy, y

tal vez será anulado en atención a los días deluto que atravesamos. Lo ignoro, y por esto mehe permitido venir para recordar a VuestraMajestad su generosa promesa de interceder enmi favor...

¿Con el maestro, para librarte de los azotes?¡Ah, Vuestra Majestad lo recuerda!Como puedes ver, mi memoria se enmienda

Puedes estar tranquilo... Ya me preocuparé deque tu espalda quede sana y salva.

¡Oh, gracias, mi buen señor! exclamó elchiquillo, hincando nuevamente la rodilla . Tal

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vez me he excedido en mi atrevimiento y, sinembargo...

Tom, al ver que Humphrey vacilaba, le animópara que continuara hablando, diciéndole quese sentía «inclinado a las concesiones».

Entonces voy a hablar sinceramente porquese trata de algo que me interesa en gran mane-ra. Puesto que no sois ya príncipe de Gales,sino rey, podéis ahora ordenarlo todo a vuestrocapricho y voluntad, sin que nadie se puedaoponer a vuestros deseos... Por lo tanto, no haymotivo para que, en lo sucesivo, os toméis lamolestia de estudiar fastidiosamente... Que-mad, pues, los libros y dejad que vuestro cere-bro piense cosas más divertidas. Pero entonces,naturalmente, yo quedaré en la miseria, y mispobres hermanas, huérfanas igualmente, en laindigencia conmigo.

¿En la miseria? ¿Por qué?Porque mi espalda es mi pan. ¡Oh, generosa

Majestad! Si quedo sin empleo voy a morir dehambre. Si vos dejáis de estudiar, perderé mi

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ocupación, puesto que no necesitaréis «niño deazotes». ¡No me despidáis!

Tom se sintió conmovido por esta súplicapatética, y con un arranque de regia generosi-dad, dijo:

No te preocupes por eso, muchacho. Tu ofi-cio será permanente y seguirá siendo siempretu especialidad.

Dicho esto, dio al muchacho el espaldarazocon la parte plana de su espada y exclamó:

¡Levántate, Humphrey Marlow, gran «niñode azotes» hereditario de la casa real de Ingla-terra! Cierra el paso a tus penas.. . Yo volveré ahojear mis libros, pero estudiaré tan mal, quetendrán, muy merecidamente, que triplicar tusalario, pues procuraré que tengas mucho tra-bajo.

El agradecido Humphrey contestó fervoro-samente:

¡Gracias, oh, nobilísimo señor! Vuestramagnanimidad de príncipe viene a cumplirsobradamente mis anhelos y ensueños de for-

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tuna. Ahora voy a ser dichoso durante toda mivida y también, después de mí, la casa de Mar-low.

Como Tom tenía suficiente perspicacia paracomprender que aquel muchacho podía serleútil, incitó a Humphrey a que siguiera hablan-do, a lo cual, el pobre chico no tenía el menorreparo que oponer, pues sentía una gran satis-facción al figurarse que contribuía a que el reyrecobrara la salud, pues siempre al acabar derelatar a éste los diversos detalles de su expe-riencia y aventuras en la regia sala de clase o encualquier otro lugar de palacio, observaba queSu Majestad, a pesar de su mente perturbada,recordaba todas las circunstancias con perfectaclarividencia. Al cabo de una hora, Tom sehalló perfectamente informado respecto a lospersonajes y a los asuntos de la Corte y, porconsiguiente, decidió enterarse cada día pormedio de la misma fuente. Y con este objeto dioorden de que Humphrey fuera admitido a laregia presencia siempre que lo deseara, excepto

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en las ocasiones en que Su Majestad de Inglate-rra se encontrara, ocupada con otras personas.Pero apenas había despedido a Humphrey,cuando entró lord Hertford con nuevas moles-tias para Tom.

Venía a comunicarle que los lores del Conse-jo, temiendo que algún informe exagerado so-bre la mente perturbada del rey hubiera tras-cendido al exterior y se hubiera divulgado, es-timaban conveniente que Su Majestad empeza-ra a comer en público uno e dos días después...ya que su aspecto sano y su paso firme, añadi-do a un talante sereno, a unos modales estu-diados y a una actitud gentil, tranquilizaríanseguramente la opinión general, en caso de quehubiesen circulado graves rumores, muchomejor que de cualquier otra manera que pudie-ra imaginarse.

Luego, el conde, muy discreta y delicadamen-te, procedió a instruir a Tom sobre el modo decomportarse en esta clase de ceremonias regias,con el pretexto bastante vulgar de «recordarle»

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cosas que él de sobra sabía. Pero, con gran sa-tisfacción, se dio cuenta de que Tom, sobre estepunto, necesitaba muy pocas instrucciones... Sehabía valido de Humphrey, que le comunicóque dentro de pocos días iba a tener que co-menzar a comer en público, pues lo había oídomurmurar por la Corte. Y Tom conservó estosdatos para su gobierno.

Al ver la memoria del rey tan mejorada, elconde se aventuró a hacer algunas pruebas,fingiendo no hacerlo adrede, con objeto de ob-servar hasta qué grado alcanzaba su mejoría.Los ensayos tuvieron un resultado feliz en lospuntos en que subsistían las huellas deHumphrey, y en conjunto el conde se sintiómuy satisfecho y animado, hasta el extremo deexclamar, con acento de completa confianza:

Ahora estoy persuadido de que si VuestraMajestad se digna poner un poco más a pruebasu memoria conseguirá descubrir el enigmadel gran sello, una pérdida de gran importanciaen días pasados, aunque no la tenga ahora por-

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que sus servicios terminaron al fallecer nuestrohoy difunto rey. ¿Quiere Vuestra Majestad dig-narse hacer la prueba?

Tom se encontraba entre la espada y la pared,porque el gran sello era para él un objeto com-pletamente desconocido. Después de estar unmomento vacilando, levantó inocentemente lavista, y preguntó:

¿Cómo era, milord?El conde se estremeció casi imperceptible-

mente y dijo para su adentros:¡Ay! ¡Su juicio ha vuelto a abandonarle! Ha

sido un desatino ponerlo a prueba.Y hábilmente encauzó la conversación hacia

otros asuntos, con el propósito de borrar eldesdichado sello de los pensamientos deTom..., lo cual consiguió fácilmente.

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15. Tom actúa como rey

Al día siguiente se presentaron los embajado-res extranjeros con sus fastuosas comitivas, yTom, despavorido, les recibió sentado en sutrono. Sin embargo, el esplendor de la escenadeleitó sus ojos y exaltó su imaginación, perocomo la audiencia fue larga y fastidiosa, consus interminables discursos y demás, lo que alprincipio resultaba agradable acabó poco a po-co por trocarse en extremo aburrimiento y pro-funda nostalgia. Tom, de vez en cuando, repet-ía las palabras que le dictaba Hertford, y procu-raba salir del aprieto lo más airosamente posi-ble; pero en tales cuestiones era un verdaderonovato, y estaba, además, demasiado descon-certado para conseguir siquiera un éxito regu-lar. Su aspecto era bastante regio, pero en sufuero interior no lograba sentirse rey. Su co-razón experimentó un gran alivio cuando huboterminado la engorrosa ceremonia.

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El tercer día del reinado de Tom transcurriómuy parecidamente a los demás, pero en ciertomodo se disipó algo la nube que envolvía almuchacho, y éste se sintió menos molesto yapurado que al principio, pues, poco a poco,iba acostumbrándose a las circunstancias y alambiente que le rodeaba. Le dolían aún las po-saderas, pero no continuamente, y encontrabaque la presencia y el homenaje de los grandes lecontrariaba y apuraba menos a cada hora quepasaba.

A no ser por cierto acto que temía, habría po-dido ver acercarse el cuarto día de su reinadosin gran sobresalto... : la comida en públicofijada para dicho día. Figuraban en el programagraves asuntos: iba a tener que presidir un con-sejo para exponer su parecer respecto a la polí-tica a seguir con las naciones extranjeras. Lue-go, Hertford tendría que ser elegido oficialmen-te para el importante cargo de lord protector.Pero todo lo que había de llevarse a cabo aqueldía no tenía gran importancia comparado con

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el engorro de tener que comer solo, ante unamultitud de curiosos que tendrían los ojos fijosen él mientras andarían cuchicheando comenta-rios respecto a sus actos y a sus errores, si pordesgracia llegaba a cometerlos.

Y como nada podía detener el cuarto día, éste,naturalmente, llegó y encontró al pobre Tomcabizbajo y abstraído, y sin poder dominar sumalhumor. Los deberes ordinarios de la maña-na le aburrieron extraordinariamente, y volvióa sentir la pesadumbre de su cautiverio.

Unas horas más tarde estuvo en la sala de laaudiencia conversando con el conde Hertford yesperando que sonara la hora señalada parauna visita de ceremonia de gran número decortesanos y de altos funcionarios de palacio.

Al cabo de un rato, Tom, que se había aso-mado a una ventana y contemplaba con interésla vida v el movimiento de la carretera real quepasaba junto a las puertas de palacio (y no coninterés ocioso, sino con ferviente anhelo de to-mar parte en aquel bullicio en plena libertad),

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observó la vanguardia de una turba alborotadade hombres, mujeres y chiquillos de la máspobre y baja ralea, que iba aproximándose porla carretera.

Quisiera saber qué ocurre exclamó con lacuriosidad de un niño ante tal suceso.

Sois el rey repuso solemnemente el condecon una reverencia . ¿Puedo contar con vuestravenia para actuar?

¡Oh, si, encantado! exclamó Tom con exal-tación, añadiendo para sí con viva satisfacción:«Verdaderamente, ser rey no significa siempreaburrimiento, pues tiene sus compensaciones ysus ventajas. »

El conde llamó a un paje y le encargó que lle-vara al capitán de la guardia la siguiente orden:

Que se cierre el paso a la muchedumbre y sepregunte el motivo de ese barullo. ¡De ordendel rey!

Unos segundos más tarde, una larga proce-sión de guardias reales, cubiertos de bruñidoacero, salió al exterior de las verjas, y quedaron

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formados a través de la carretera frente a lamultitud. Volvió un mensajero para anunciarque aquel gentío venía siguiendo a un hombre,a una mujer y a una niña que iban a ser ejecu-tados por delitos cometidos contra la paz y ladignidad del reino.

¡La muerte... y una muerte violenta... paraaquellos desgraciados! Esta idea conmovió lasfibras del corazón de Tom Se sintió dominadopor un sentimiento de piedad, con exclusión detoda otra clase de consideraciones. No pensó enla ley quebrantada, ni en el daño que aquellostres criminales habían causado a sus víctimas.No le era posible pensar en nada más que en lahorca y en el horrendo destino que pendía so-bre las cabezas de los condenados. Su interés lehizo olvidar durante unos momentos que noera más que la falsa sombra de un rey, no suesencia, y sin darse cuenta de lo que hacía diola orden vociferando:

¡TraedIos aquí!

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Luego se sonrojó. Iba a brotar de sus labioscierta excusa, pero al observar que su orden nohabía sorprendido al conde ni al paje que estibaesperando, contuvo las palabras que se dispon-ía a pronunciar. El paje, de la manera más natu-ral, hizo una profunda reverencia y salió de lasala para dar la orden. Tom experimenté enton-ces un sentimiento emocionado de orgullo, ymeditando sobre las ventajas compensadorasque ofrecía la profesión de monarca, se dijo:

«Realmente es lo que yo acostumbraba a figu-rarme cuando leía los cuentos del viejo sacerdo-te y se me antojaba que era príncipe y que dic-taba leves y daba órdenes a todo el mundo,diciendo: Hágase esto, hágase lo otro, sin quenadie opusiera objeciones a mi voluntad. »

Se abrieron las puertas de par en par, y, unotras otro, fueron, anunciándose varios títulosaltisonantes, a medida que iban entrando lospersonajes que los ostentaban. El aposentoquedó pronto lleno de gente noble y distingui-da. Pero Tom apenas se dio cuenta de la pre-

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sencia de aquellas personas encopetadas; tanabstraído estaba en aquel otro asunto más inte-resante. Tomó asiento en su regio sillón, conaire distraído, y dirigió la mirada a la puertacon muestras de expectación e impaciencia, envista de lo cual los allí presentes no se atrevie-ron a molestarle, y optaron por iniciar unacharla entre si, que era una mezcla de chismes yde consideraciones sobre los asuntos públicos.

Al cabo de poco rato se dejaron oír unos pa-sos mesurados de hombres de armas que ibanacercándose, y los reos entraron a presencia delrey, custodiados por un alguacil y un piquetede la guardia real. El funcionario civil hincó larodilla ante el monarca y se apartó a un lado.Los tres delincuentes se arrodillaron también yasí permanecieron mientras la guardia se situa-ba detrás del sillón de Tom. Este contempló conmirada escudriñadora a los prisioneros. En eltraje y en la apariencia del condenado habíaalgo que despertó en él algún recuerdo, «Meparece haber visto a ese hombre en otra oca-

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sión, pero no viene a mi memoria cómo nicuándo», pensaba Tom.

En aquel preciso momento el reo levantó lavista y volvió a bajar los ojos rápidamente,avergonzado de hallarse en presencia del mo-narca, pero aquel vistazo fugaz a su rostro fuesuficiente para que Tom le reconociera. Estedijo para sus adentros: «¡Ahora me acuerdo! ¡Esel desconocido que en aquel día crudo y vento-so de Año Nuevo se echó al Támesis y salvó lavida a Giles Witt! Fue un acto humanitario yvaleroso. ¡Lástima que haya ahora cometidoalguna acción tan baja que le ha conducido aesta triste situación! No he olvidado nunca ni eldía ni la hora en que llevó a cabo aquel actoheroico, porque, un poco más tarde, al dar lasonce, la abuela Canty me propinó una paliza detal magnitud, que todas las que me había dadoantes y las, que me dio después, comparadascon aquélla, resultaban tiernos mimos y cari-cias. »

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Tom ordenó, pues, que la mujer y la niña seretiraran un momento y, dirigiéndose al algua-cil, dijo:

¿Qué delito ha cometido este hombre?El alguacil hincó la rodilla y contestó:

Señor, ha envenenado a un súbdito de Vues-tra Majestad.

La compasión de Tom por el preso y la admi-ración que le inspiraba éste por el abnegadoarrojo que demostró al salvar al muchacho quese ahogaba experimentaron los lamentablesefectos de la decepción.

¿Se ha comprobado su culpabilidad? pre-guntó.

Con la mayor evidencia, señor. Tom suspiróy dijo:

Llévatelo, porque se ha hecho merecedor dela pena capital. Es una lástima, porque tenía uncorazón valeroso... bueno..., quiero decir queparece ser intrépido.

El preso juntó repentinamente las manos conenergía y, retorciéndolas con desesperación

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extrema, imploró al rey con frases de espanto,entrecortadas:

¡Oh, señor, mi rey! ¡Si podéis apiadaros delos perdidos, tened compasión de mí! ¡Soy ino-cente! Se me acusa de un crimen del que noexiste la menor prueba. Pero no me refiero aeso. Se ha dictado sentencia contra mí, y ésta nopuede ser alterada. Pero en los últimos momen-tos de mi destino aciago, os suplico una gracia,porque esto excede de lo que puede soportarse.¡Uña gracia, una gracia, oh, mi señor y rey!¡Que vuestra piedad regia acceda a mi ruego!¡Dad orden de que me ahorquen!

Tom quedó perplejo. No era esto ni muchomenos lo que esperaba.

Por mi vida que es bien extraña la gracia quepides. ¿No era, pues, ésta la muerte que te esta-ba reservada?

¡Oh, mi señor! ¡No era ésta! Se ha ordenadoque me hiervan vivo.

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La sorpresa, que le causó esta declaraciónhorrible casi hizo saltar a Tom de su asiento.Tan pronto como pudo serenarse, exclamó:

¡Se cumplirá tu deseo, pobre desdichado!Aunque hubieras envenenado a cien hombres,no tendrías que sufrir una muerte tan espanto-sa.

El prisionero se inclinó hasta dar con el rostroen tierra, y prorrumpió en apasionadas excla-maciones de gratitud, que terminaron con estaspalabras: ,

Si alguna vez, ¡Dios no lo quiera!, llegarais sa sufrir una desdicha, ¡ojalá el Todopoderosorecuerde vuestra buena acción para conmigo enel día de hoy y os recompense vuestra bondad!

Tom, dirigiéndose al conde Hertford, le dijo:Milord, ¿puede creerse que se haya dictado

una sentencia tan cruel contra ese hombre?.Así lo ordena la ley contra los envenenado-

res, señor. En Alemania los falsificadores demoneda son hervidos en aceite hasta que mue-ren, pero no echándolos de repente dentro de la

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caldera, sino sumergiéndolos poco a poco conuna cuerda. Primeramente los pies, luego laspiernas, luego.

¡Basta, milord! ¡Os ruego que no prosigáis!No puedo seguir escuchándoos exclamó Tom,tapándose los ojos con las manos, como paraborrar la visión de aquella horrible escena. Osruego que deis orden de que se cambie estaley... ¡Que no haya más infelices criaturas quepuedan sufrir semejante tortura!

Las facciones del conde expresaron una pro-funda satisfacción, porque era hombre de ins-tintos generosos y compasivos, cualidad pococorriente en su clase social en aquella época decostumbres feroces.

Vuestras nobles palabras, señor dijo Hert-ford , han sellado la derogación de esta ley. Lahistoria lo recordará en honor de vuestra realcasa.

El alguacil se disponía a llevarse al preso, pe-ro Tom le hizo una señal de que esperara, y ledijo:

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Quiero cerciorarme mejor sobre los detallesde este asunto. El acusado afirma que no exis-ten pruebas del crimen que se le imputa. Cuén-tame lo que sepas sobre el particular.

Con la venia de Vuestra Majestad: En el jui-cio quedó demostrado que ese hombre penetróen una casa de la aldea de Islington, en la quehabía un enfermo. Hay tres testigos que decla-ran que entró allí a las diez de la mañana, yotros dos afirman que fue unos minutos mástarde. El paciente se hallaba a la sazón solo ydurmiendo. El acusado no tardó en salir de lacasa y en proseguir su camino. Al cabo de unahora, el enfermo falleció entre horribles espas-mos y violentas convulsiones.

¿Vio alguien el líquido ponzoñoso? ¿Se en-contró el veneno?

No, señor.Entonces ¿cómo se sabe que murió intoxica-

do?Porque los doctores certificaron que nadie

muere con esos síntomas si no es por el veneno.

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En aquella época de credulidad esto equivalíaa la evidencia. Tom comprendió el carácter ex-traordinario de la declaración, y dijo:

Los doctores saben su oficio y, por consi-guiente, deben tener razón. El asunto se presen-ta mal para este hombre.

Pero no fue eso todo, señor. Hay algo más ypeor. Muchas personas declararon que unabruja, que después desapareció de la aldea ycuyo paradero se ignora, predijo que el enfer-mo moriría envenenado, es más: indicó que elenvenenador sería un desconocido de pelo cas-taño que vestiría ropa vulgar muy usada, y nocabe duda que esas señas coinciden exactamen-te con las del preso. Dígnese Vuestra Majestadreconocer el valor que tiene esta circunstancia,puesto que fue predicha por la bruja.

Era éste un argumento de gran consistenciaen aquellos tiempos de superstición. Tom con-sideró que el asunto estaba resuelto y que sipara algo servían las pruebas, la culpabilidadde aquel hombre quedaba bien demostrada. Sin

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embargo, ofreció al prisionero una esperanzade salvación, diciéndole:

Si puedes alegar algo en defensa propia,habla.

Es inútil, mi rey y señor. Soy inocente, perono puedo demostrarlo. No tengo amigos; si lostuviera podría probar que no estuve el día delcrimen en Islington. También podría probarque a la hora citada me hallaba a más de unalegua de distancia: estaba en la Antigua Escale-ra de Wapping. Es más señor: me sería dableprobar que cuando dicen que estaba quitandouna vida, estaba, al contrario, salvándola a un,muchacho que se ahogaba...

¡Calla! Alguacil, decidme en qué día se co-metió el delito.

El día primero de año, señor. A las diez de lamañana o unos minutos más tarde...

Sí es así, el preso queda libre. ¡Lo manda elrey!

Un nuevo sonrojo de Tom siguió a estas pala-bras tan impropias de un monarca, pero el mu-

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chacho disimuló su indiscreción lo mejor quepudo, añadiendo:

¡Me indigna que se pueda ahorcar a unhombre con pruebas de su culpa tan poco con-vincentes!

Un murmullo de admiración corrió por elauditorio. No era precisamente admiración porel decreto dictado por el «soberano», pues lanecesidad o la inconveniencia de perdonar a unpreso convicto y confeso era cosa que ningunode los presentes se habría creído con derecho adiscutir o a admirar, no. La admiración de losallí presentes era debida a que se daban cuentade la inteligencia y el ánimo que Tom acababade demostrar. Algunos de los comentaristasdecían muy quedo:

Este rey no está loco; está en su perfecto jui-cio

¡Con qué acierto ha hecho las preguntas!¡Y qué propia de su peculiar modo de ser ha

sido esta manera brusca e imperiosa de solven-tar el asunto!

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¡Alabado sea Dios! ¡Su enfermedad se ha cu-rado! Este no es un ser débil, sino un rey enér-gico. Ha obrado a semejanza de su difunto pa-dre.

Como reinaba en el ambiente una absolutaaprobación, forzosamente tuvieron que llegaralgunas de las ponderaciones a oídos de Tom,lo cual le tranquilizó y le causó una satisfaccióninmensa. Sin embargo, su curiosidad infantildominó pronto su satisfacción y sus agradablespensamientos, y le indujo a enterarse de quéclase de delito podían haber cometido la mujery la niña, también presas, y, por orden suya,trajeron a las dos desventuradas criaturas ate-rrorizadas y llorosas.

Y estás, ¿qué has hecho? – preguntó al al-guacil.

Se les acusa, señor, de un crimen tenebrosoy bien probado, por lo cual los jueces, con arre-glo a la ley, las han condenado a la horca. Sehan vendido al diablo. Este es su crimen.

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Tom se estremeció. Le habían enseñado aaborrecer a todos aquellos que cometían accióntan depravada. Pero como no quería privarsedel gusto de satisfacer su curiosidad, preguntó:

¿Dónde fue eso... y cuándo?En una noche de diciembre, señor, y en una

iglesia en ruinas.Tom se estremeció nuevamente.

¿Quién estaba presente? preguntó.Unicamente esas dos, señor..., y el otro.¿Se han confesado culpables?No, señor. Lo niegan.Entonces ¿cómo se sabe?Porque varios testigos las vieron encaminar-

se hacia allá, señor. Esto despertó sospechas, ylos hechos las han confirmado y justificado. Enparticular, es evidente que, con el maligno po-der que de este modo obtuvieron, invocaron yconsiguieron provocar una tormenta que de-vastó toda la comarca. Más de cuarenta testigoshan declarado que hubo, en efecto, tempestad,y se hubieran podido encontrar fácilmente, mil,

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porque todos tuvieron motivo para recordarla,puesto que fueron víctimas de la misma.

Verdaderamente es un caso muy grave.Tom estuvo meditando durante unos mo-

mentos aquel caso de truhanería y luego pre-guntó:

¿Y no fue también esa mujer víctima de latormenta?

Varias cabezas de personas ancianas allí pre-sentes se movieron indicando que aprobabanaquella pregunta juiciosa, pero el alguacil, queno acertó a comprender la importancia quetenía, contestó sin vacilar:

Sí, ciertamente, Majestad, y más que nadie.Su casa fue barrida por el agua y el viento, demodo que tanto ella como la niña quedaron sinalbergue.

A mi modo de ver las cosas, considero quele costó muy cara la facultad de poder provocarla tormenta. Por poco que pagara para tenerdicha facultad, le engañaron, y si pagó nadamenos que con su alma y la de su hija, esto de-

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muestra que está loca, y estando loca no sabe loque hace, y por lo tanto no comete crimen nipecado.

Los ancianos aprobaron de nuevo con la ca-beza la sensatez de Tom, y uno de ellos dijo:

Si el rey está loco, como dicen, su demenciame resulta de tal especie que la considero másapreciable que la cordura de algunos que, siDios lo permitiera, podrían mejorar su cerebrocambiándolo con el de Su Majestad.

¿Qué edad tiene la niña? preguntó Tom.Nueve años, señor.Según las leyes de Inglaterra, ¿puede una

niña realizar pactos y venderse a sí misma, mi-lord? preguntó Tom a un juez competente. .

La ley no permite que una niña establezcaningún convenio importante ni intervenga en elmismo, señor, pues considera que su juicio noestá capacitado para tratar con un cerebro ma-duro ni puede ser capaz de entender las inten-ciones perversas de los mayores. El diablo pue-de comprar una niña, si así se le antoja, y ella

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accede, pero no un inglés, pues en este últimocaso el trato no tendría ningún valor, sería nulo.

Parece una cosa impía y desatinada replicóTom, con exaltación honesta que la ley de In-glaterra niegue a los ingleses privilegios queconcede al diablo.

Esta nueva apreciación acertada del asuntohizo sonreír a muchos de los presentes y quedógrabada en su memoria para ser repetida des-pués en la corte como prueba de la originalidadde Tom y de los progresos de su mente, que ibarecobrando la razón.

La mujer culpable había dejado de llorar y es-taba ahora pendiente de, la palabra de Tom conexcitado interés y esperanza creciente. El mu-chacho lo notó en seguida y sintió una irresisti-ble simpatía hacia aquella mujer indefensa y ensituación muy peligrosa. De pronto, preguntó:

¿Cómo consiguieron provocar la tormenta?Quitándose las medias, señor.Esto dejó intrigado a Tom y aumentó su cu-

riosidad febril.

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¡Esto es prodigioso! exclamó con vehemen-cia . ¿Y produce siempre tan terribles efectos?

Siempre, señor. Por lo menos, si la mujer lodesea y pronuncia las imprescindibles palabrascon la lengua o sólo con el pensamiento.

Tom se volvió de cara a la mujer y le ordenócon tono de imposición absoluta:

¡Ejerce tu poder!... ¡Quisiera ver una tempes-tad!

Las mejillas de los supersticiosos circunstan-tes palidecieron súbitamente, y hubo entreéstos un deseo general muy vivo, aunque inex-presado, de huir de allí más que de prisa. Peroa Tom todo esto le pasó desapercibido, porquesólo pensaba en él cataclismo que acababa deproponer. Al ver el asombro de la pobre mujer,añadió, excitado:

No temas..., nadie te va a regañar. Además,quedarás libre y nadie te tocará... No sufrirásningún daño. ¡Demuestra tu poder!

¡Oh, señor, mi rey! ¡No tengo tal poder, seme ha acusado falsamente!

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Tienes miedo. Anímate. Te repito que no su-frirás ningún daño. Haz estallar la tormenta...,por pequeña que sea..., ¡no importa! No deseouna tempestad devastadora, más bien prefierolo contrario. Hazlo y salvarás tu vida; quedaréisen libertad tú y tu hija, con el perdón, del rey ya salvo de toda violencia o malignidad dequienquiera que sea del reino.

La mujer se prosternó ante Tom y protestó,sollozando, de que no tenía poder para produ-cir el milagro, pues de no ser así, salvaría an-helosamente la vida de su hija, resignándose aperder la suya, si por su obediencia al mandatodel rey, pudiera alcanzar tan preciada gracia.

Tom insistió con impaciencia, pero la mujerrepitió de nuevo su declaración de impotencia.Al fin el muchacho dijo:

Me parece que esta mujer ha dicho la ver-dad. Si mi madre estuviera en su lugar y asu-miera funciones del diablo, no habría vaciladoni un momento en desencadenar la tempestad yen dejar todo el país desolado, con tal de lograr

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la salvación de mi vida. Nadie ignora que todaslas madres fueron hechas con el mismo molde.Quedas libre, buena mujer..., y también tu hija,porque te creo inocente... Ahora ya no tienesnada que temer, una vez perdonada. ¡Quítatelas medias, y si puedes provocar una tormenta,serás rica!

La perdonada expresó su gratitud con voz deexaltación jubilosa y se dispuso a obedecer,mientras Tom la contemplaba con expectaciónansiosa y cierto temor. Al mismo tiempo, loscortesanos demostraban una intranquilidadperfectamente visible. La mujer desnudó suspies y los de la niña e hizo cuanto pudo confervor para recompensar la generosidad del reycon un terremoto, pero todo resultó un fracasoy una decepción completa. Entonces, Tom sus-piró y dijo:

No te molestes más, buena mujer. Está vistoque tu poder te ha abandonado. Vete en paz, ysi alguna vez vuelvo a verte, no me olvides yprovócame una tempestad.

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16. La comida regia

La hora de la comida se aproximaba, y aun-que parezca extraño, esta circunstancia no hacíasentir a Tom más que una ligera contrariedad,pero no le asustaba apenas. Lo que le habíasucedido por la mañana había aumentado pro-digiosamente su confianza. El pobre novatoestaba ya más acostumbrado a aquel singularambiente, después de cuatro días de entrena-miento, que lo hubiera estado una persona ma-dura después de un mes de prueba. Jamás sevio un ejemplo más extraordinario de la facili-dad de un niño para acomodarse a las circuns-tancias.

Aprovechando nuestro privilegio, apresuré-monos a pasar a la gran sala del banquete, paradar un vistazo mientras preparan a Tom parauna ocasión tan solemne. Es un aposento espa-cioso, con columnas y pilastras doradas y pare-des y techos con pinturas. En el umbral, unosguardias, gallardos mocetones, custodian la

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entrada, rígidos como estatuas, ataviados conricos y pintorescos trajes, y provistos de susflamantes alabardas. En una galería alta, quecircunda toda la sala, hay una orquesta y mu-cho público elegante. En el centro de la sala,encima de una plataforma, está instalada lamesa de Tom. Dejemos ahora que hable el viejocronista:

«Un caballero entra en la estancia con una va-ra, y tras de él va otro con un mantel. Despuésde haber hincado ambos la rodilla tres vecescon la mayor veneración, cubren la mesa con elmantel y se retiran luego después de arrodillar-se otra vez con profundo respeto. Entran se-guidamente otros dos, uno también ostentandola vara, y el otro con un salero, un plato y pan.Después dé la consabida genuflexión y de colo-car lo que llevan encima de la mesa, se retirancon la misma ceremonia que los anteriores. Porfin se presentan dos nobles ricamente vestidos,uno de los cuales lleva un trinchante, y despuésde haberse postrado tres veces con elegante y

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muy respetuosa reverencia, se acercan a la me-sa y la frotan con pan y sal con tan humildecautela como si en ella estuviera ya presente elrey. »

Así terminan los solemnes preliminares. Lue-go, en el fondo de los corredores resonantes,repercute el toque del clarín y el grito confusode: «¡Paso al rey! ¡Paso a Su Augusta Majes-tad!» Estos sonidos se van oyendo cada vezmás cerca y en seguida, casi junto a nosotros,retruena el toque marcial del clarín y se repiteel grito «¡Paso al rey!». Al momento, aparece labrillante comitiva y entra desfilando con medi-do paso. Dejemos que prosiga el cronista:«Primero vienen los caballeros, barones, condesy miembros de la Orden de la Jarretera, todosricamente vestidos y descubiertos; les sigue elCanciller, entre dos hombres, uno de los cualeslleva el cetro real y el otro la espada del Estadoen su vaina roja con flores de lis en oro. Luegose presenta el propio rey, que es saludado conel toque de doce trompetas y el redoble de nu-

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merosos tambores entre un gran clamor debienvenida. ¡Dios salve al rey! Tras él vienenlos nobles más ligados a su persona, y a iz-quierda y derecha marcha su guardia de honor,sus cincuenta caballeros becados, con doradashachas de combate. »

Era un espectáculo hermoso y agradable. Elcorazón de Tom latía con fuerza, y una miradade júbilo iluminaba sus ojos. Su porte era esbel-to y sus ademanes tenían una graciosa desen-voltura, tanto más puesto que no se daba cuen-ta de sus gestos, porque su pensamiento estabaabsorto y embelesado con todo el esplendor ylos sonidos armoniosos que le rodeaban. Re-cordando las instrucciones recibidas, corres-pondió a los saludos con una leve inclinaciónde cabeza y un cortés: «Gracias, mi buen pue-blo. »

Se sentó a la mesa sin quitarse el sombrero nimostrarse cohibido por ello, pues comer con lacabeza cubierta era la única costumbre regia enque los reyes y los Canty tenían en común, ya

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que ninguno de ellos aventajaba a los otros encuanto a la antigua familiaridad con la gorra yel sombrero. La comitiva se dispersó y vino aagruparse pintorescamente, con la cabeza des-cubierta.

Al son de alegre música entró luego la guar-dia de palacio, formada por los alabarderos,«los hombres más altos y más fornidos de In-glaterra, seleccionados por su apariencia»...,pero devolveremos la palabra al cronista paraque nos hable de, ello:

«Los alabarderos entraron descubiertos, ves-tidos de escarlata, con rosas doradas a la espal-da; comenzaron a ir y venir trayendo cada unode ellos un manjar distinto servido en vajilla deplata. El catador, entonces, daba a comer a cadaalabardero un bocado del plato que había traí-do, por temor al veneno. »

Tom comió magníficamente, a pesar de quese daba cuenta de que centenares de ojos esta-ban observando cada bocado que llegaba a suslabios, con un interés que no hubiera podido

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ser mayor si se hubiese tratado de un explosivomortífero v hubiera estado esperando que elrey saltara hecho añicos esparcidos por el regioaposento. Tuvo buen cuidado en no precipitar-se ni hacer nada por su propia iniciativa, sinoesperar que el funcionario competente hincarala rodilla y lo hiciera en su lugar. Salió, pues,del paso sin cometer el menor yerro... ¡impeca-ble e importantísimo triunfo!

Cuando por fin la comida hubo terminado ysalió de la estancia en medio de una brillantecomitiva, ensordecido por el clamor feliz de lasaclamaciones, de los tambores y de los clarines,Tom se dijo que si ya había pasado lo peor de lacomida en público, era aquélla una prueba queno tendría el menor inconveniente en sufrirvarias veces al día, con tal que con ella pudieralibrarse de alguna de las más formidables exi-gencias de su profesión real.

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17. Fufú I

Miles Hendon se dirigió apresuradamentehacia el extremo del puente por la parte deSouthwark, con los ojos muy abiertos en buscade las personas que perseguía y que confiabano tardaría en alcanzar. Sin embargo, sus espe-ranzas quedaron defraudadas, pues aunque afuerza de preguntar logró seguir sus huellashasta un buen trecho del camino a través deSouthwark, perdió allí la pista y se quedó per-plejo, sin saber qué hacer. Pero, a pesar de todo,continuó sus pesquisas lo mejor que pudo du-rante el resto del día. Al anochecer se encontrócon las piernas rendidas, medio muerto dehambre y con su deseo más lejos que nunca deverse realizado. En tal situación, cenó en la po-sada del Tabardo y se fue a acostar, decidido asalir muy temprano a la mañana siguiente pararegistrar la ciudad hasta sus últimos rincones.Entretanto, tendido en la cama, razonaba deesta manera:

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«Si le es posible, el muchacho se escapará demanos de aquel rufián que pretende ser su pa-dre, y tal vez volverá a Londres en busca de suantiguo albergue. Pero no, no lo hará, para evi-tar que le capturen nuevamente. Entonces ¿quéva a hacer? No habiendo tenido nunca amigosni protector alguno en el mundo hasta que meencontró a mí, procurará, naturalmente, vol-verme a hallar con tal que su tentativa no leobligue a acercarse a Londres, es decir, al peli-gro. Se dirigirá a Hendon Hall, sí, esto es lo queseguramente hará, porque sabe que yo me pro-pongo regresar a mi hogar y allí puede esperarencontrarme. »

Sí, para Hendon el caso era sencillo: No teníaque perder más tiempo en Southwark, sinoatravesar inmediatamente Kent, en dirección aMonk's Holm, registrando el bosque por todaspartes y sin dejar de preguntar a quienquieraque encontrara en su camino.

Volvamos ahora al desaparecido reyecito.

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El rufián a quien el mozo de la posada delpuente había visto «a punto de alcanzar» alrapaz desconocido y al rey, no se unió precisa-mente a ellos, sino que se quedó detrás y fuesiguiendo sus pasos sin pronunciar palabra.Llevaba su brazo izquierdo en cabestrillo y elojo también izquierdo tapado con un gran par-che verde. Iba cojeando un poco y se apoyabaen un bastón de roble. El rapaz condujo al reypor un camino sinuoso a través de Southwarkhasta más allá de la carretera real. El joven mo-narca, indignado, dijo que iba a detenerse allí,porque era a Hendon a quien tocaba ir tras deél y no él tras de Hendon. No toleraría semejan-te insolencia y se quedaría allí mismo. Entoncesel mozalbete dijo:

¿Quieres quedarte aquí, mientras tu amigoyace herido en aquel bosque de allá abajo? Estábien, como tú quieras...

El rey cambió de actitud instantáneamente yexclamó:

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¡Herido! ¿Y quién se ha atrevido a hacerledaño? Pero ésta es otra cuestión. ¡Sigamos! ¡Si-gamos! ¡Más de prisa! ¿Llevas zapatos de plo-mo? ¿Has dicho que está herido? ¡Aunque suagresor resulte ser el hijo de un duque, se arre-pentirá de lo que ha hecho!

Quedaba todavía alguna distancia hasta elbosque, pero la recorrieron rápidamente. Elrapaz miró a su alrededor, vio una rama quependía casi tocando al suelo y que tenía unharapo atado y siguió avanzando por el interiordel bosque buscando ramas en aquella mismaforma para guiarse en el camino. Las ibahallando de trecho en trecho. Indudablementeeran señales para encontrar el lugar hacia don-de se dirigían. Llegaron luego a un espaciodespejado, desde donde se distinguían las vie-jas paredes ruinosas de una granja y cerca deésta un granero que empezaba a desmoronarse.Por ninguna parte se notaban señales de vida yreinaba por doquier un profundo silencio. Elrapaz penetró en el granero, seguido muy de

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cerca por el rey lleno de angustia. No habíanadie allí. El monarca dirigió al mozalbete unamirada punzante de sorpresa y de sospecha ypreguntó:

¿Dónde está?La contestación fue una estrepitosa carcajada

burlona. El rey, súbitamente enfurecido, cogióun tronco y se disponía a atacar al golfo cuandollegó a sus oídos otra risotada de mofa lanzadapor el rufián que les venía siguiendo, cojeando,a cierta distancia. El rey se volvió, irritado, ypreguntó:

¿Quién eres tú? ¿Qué vienes a hacer poraquí?

No te hagas más el loco dijo aquel indivi-duo y cálmate. Mi disfraz no es tan perfectocomo para que me puedas hacer creer que noreconoces a tu padre.

Tú no eres mi padre, no te conozco, soy elrey. Si has secuestrado a mi criado, tráelo aquíen seguida o va a costarte muy caro lo que hashecho,

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Juan Canty replicó con voz mesurada y enér-gica:

Es evidente que estás loco, y me duele casti-garte, pero si me provocas te castigaré. Tu char-la aquí no puede perjudicarnos, porque no hayquien pueda oír tus necedades..., pero más tevaldrá que tu lengua se acostumbre a hablarcon cautela, para que no pueda perdernoscuando vayamos a vivir a otra parte. He mata-do a un hombre y no puedo permanecer encasa, ni tú tampoco, porque necesito tus servi-cios. Como medida de prudencia he cambiadode nombre. Ahora me llamo Hobbs, JuanHobbs, y tú vas a llamarte Jack... Procura noolvidarlo. Dime dónde está tu madre y tushermanas. No se presentaron en el lugar de lacita. ¿Sabes adónde fueron?

El rey contestó malhumorado:No me fastidies con esos acertijos. Mi madre

falleció, y mis hermanas están en palacio.El mozalbete soltó una carcajada burlona y el

rey le hubiera agredido, a no ser por Canty... o

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Hobbs, como se llamaba ahora, que lo impidió,diciendo:

Déjalo. Hugo, no le importunes. Su menteestá perturbada y tus cosas le exaltan. Siéntate,Jack, y cálmate, que pronto vas a comer un bo-cado.

Hobbs y Hugo se pusieron a hablar en vozbaja, y el rey se separó tanto como pudo de sudesagradable compañía. Se retiró a la semios-curidad del rincón más apartado del granerodonde encontró que el pavimento de tierra es-taba cubierto con un montón de paja de unpalmo y medio de altura. Allí se tendió y cubriósu cuerpo con la paja a manera de manta. Notardó en quedar abstraído con sus cavilaciones.Sufría muchas penas, pero las más leves que-daban casi olvidadas ante la más grande detodas ellas: la pérdida de su padre. El nombrede Enrique VIII producía escalofríos a todo elmundo, pues todos veían en él a un ogro, cuyasfauces respiraban destrucción y cuyas manosrepartían azotes y causaban la muerte, pero

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para aquel niño el nombre de su progenitortraía a su memoria sensaciones de placer. Lafigura cuyo recuerdo evocaba tenía una expre-sión de afecto y de bondad. Recordó una largaserie de escenas de cariño entre su padre y él, yse deleitó pensando en ellas, mientras asoma-ban las lágrimas a sus ojos, atestiguando cuánprofundo y sinceró era el dolor que torturabasu corazón. A medida que fue transcurriendo latarde, el muchacho, agobiado por sus pesares,se fue quedando sumido en un sueño tranquiloy reparador.

Al cabo de largo rato (no hubiera podido de-cir cuánto) sus sentidos pugnaron por volver ala realidad, y mientras, con los ojos cerrados, sepreguntaba a sí mismo vagamente dónde esta-ba y qué le había sucedido, notó un rumor con-fuso, el ruido de la lluvia que azotaba ininte-rrumpidamente el techo. Experimenté en aquelmomento una agradable sensación de bienes-tar, inmediatamente interrumpida por un corode chillidos burlescos y de bruscas risotadas.

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Esto le sobresaltó desagradablemente y le hizoasomar la cabeza para ver de dónde procedía lainterrupción. Sus ojos contemplaron un es-pectáculo sombrío y repulsivo. Al otro extremodel granero, en el suelo, ardía con grandes lla-mas una fogata y en torno de ella, fantástica-mente iluminados por sus rojizos resplandores,chillaban, sacaban la lengua y se hacían caeruno a otro interponiendo las piernas, una por-ción de rufianes de ambos sexos que formabangrupos abigarrados, gente harapienta y soez, dela más baja calaña que el reyecito hubiera po-dido soñar o ver descritos en sus lecturas. Hab-ía hombres fornidos, de piel curtida por la in-temperie, con largas greñas y cubiertos de an-drajos; mozos de estatura regular y semblantetruculento; mendigos ciegos; lisiados con pier-nas de palo o muletas; enfermos y heridos cu-biertos de vendas; un buhonero, un afilador, unbarbero, y entre las mujeres, jovencitas, casiniñas; otras viejas, verdaderas brujas arruga-das, y tanto unas como otras, todas morenas,

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sucias, chillonas y deslenguadas. Además, tresniños enfermizos y un par de perros con cuerdaal cuello, que servían para guiar a los ciegos.

Había llegado la noche; la pandilla acababade cenar y comenzaba una orgía. El jarro deaguardiente pasaba de boca en boca. Se dejó oírun grito general: «¡Venga, una canción! ¡Quecanten Dick y el Murciélago y luego los demás!»

Uno de los ciegos se levantó y quitándose losparches que ocultaban sus excelentes ojos y latablilla que indicaba su fingida triste condición,se dispuso a cantar. A su vez, el Murciélago sequitó la pata de palo, y ostentando sus dospiernas sólidas, se acercó a su compañero y sepreparó también para el «concierto». Su can-ción fue coreada por todos los presentes enestado de semiembriaguez, con tal clamor di-sonante que aquel estruendo de voces hizotemblar las vigas del granero.

Después comenzó con gran barullo una pláti-ca en la que quedaba demostrado que el pre-tendido «Juan Hobbs» no era ni mucho menos

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un advenedizo, pues en otro tiempo se habíaadiestrado en la cuadrilla. Este les relató suúltima hazaña, y cuando manifestó que «poraccidente» había matado a un hombre, todosdemostraron gran alborozo, y al añadir que suvíctima era un sacerdote, hubo grandes aplau-sos y la consiguiente invitación general a labebida.

Los viejos amigos le saludaron jubilosamentey los que no le conocían se sentían orgullososde poder estrecharle la mano. Le preguntaronla razón de su prolongada ausencia, y él con-testó:

Londres es mejor que el campo, y, desdehace algunos años, se está allí más seguro. ¡Lasleyes son tan duras y se aplican con tanto rigor!A no ser por el referido accidente no me hubie-ra movido de la capital.

Preguntó cuántos eran los miembros de lapandilla y el jefe de ésta contestó:

Veinticinco pillastres redomados. La mayor-ía de ellos está aquí, pero los demás se han

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puesto en camino hacia el este. Nosotros em-prenderemos la marcha, para seguirles, al ama-necer.

No veo a Wen entre toda esta gente honradaque me rodea. ¿Dónde está?

¡Pobre chico! ¡Estiró la pata! Lo mataron enuna reyerta a mediados del verano último.

¡Qué mal me sabe! Era un hombre inteligen-te y valeroso.

Lo era, ciertamente. Black Bess, su fulana, estodavía de los nuestros, pero ahora está tam-bién de camino hacia el este; una linda mucha-cha, de impecable comportamiento y conductaordenada, nadie la ha visto nunca bebida másde cuatro días por semana.

Era muy estricta, lo recuerdo bien, muy tra-bajadora y digna de todo encomio. Su madreera más liberal y menos escrupulosa; una viejabruja enojosa y endiablada, pero de un ingeniofuera de lo común.

Por eso la perdimos. Su afición a la quiro-mancia y otras clases de adivinación acabaron

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por crearle fama de bruja. Un tribunal la con-denó a morir asada a fuego lento. Me enterne-ció ver la gallardía con la que fue al encuentrode su fin..., maldecía e insultaba a la muche-dumbre que la rodeaba en boquiabierta con-templación, mientras las llamas lamían su ros-tro y crujían alrededor de su vieja y gris cabe-za... ¿Maldecía, he dicho?..., ¡les maldecía!....podríais vivir mil años y no oirías maldicionestan impresionantes como aquéllas. Desgracia-damente su arte murió con ella. Pueden encon-trarse burdas imitaciones, pero no verdaderasblasfemias.

El jefe de la chusma suspiró, y una tristezageneral tuvo un momento en silencio a los con-currentes, pero pronto un buen trago hizo re-cobrar el ánimo a los plañideros.

¿Hay algún otro amigo más en desgracia?preguntó Hobbs.

Sí, alguno. Particularmente los recién llega-dos, hambrientos y sin hogar. Vagaban por elmundo porque les quitaron las tierras para

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convertirlas en campos de pasto para las ovejas.Pedían limosna y fueron azotados, atados en laparte posterior de una carreta, desnudos decintura para arriba, hasta hacerles manar san-gre. Luego, a pesar de esto, volvieron a mendi-gar, y esta vez sufrieron nuevos azotes y les fuecortada una oreja. Como reincidieron por terce-ra vez (¿qué otra cosa podían hacer los pobresdiablos?), fueron señalados en las mejillas conhierro candente y luego vendidos como escla-vos. Se evadieron, los pillaron de nuevo y mu-rieron en la horca. Es una historia breve quepronto está contada. Otros lograron escapar...Aquí los tenemos: Yokel, Burns, Hodge, venidy enseñad vuestros adornos.

Estos avanzaron, se acabaron de rasgar susharapos y dejaron al descubierto su espaldaflagelada por el látigo, otro se levantó el cabelloy dejó ver el lugar donde antes había tenidouna oreja, luego otro mostró el estigma en for-ma de V, marcado con hierro candente en su

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hombro y también una oreja mutilada. El terce-ro dijo:

Yo soy Yokel, antiguo granjero que en otrotiempo supo lo que era la prosperidad y la di-cha. Tenía una esposa que me amaba y varioshijos. Ahora mi situación es muy distinta. Mimujer y mis hijos fallecieron. Tal vez estén en elcielo, o quizá... en otro sitio..., pero graciaspueden ser dadas a Dios porque no viven ya enInglaterra. Mi buena madre, que era una mujerde conducta intachable, procuró ganarse el pancuidando enfermos, pero uno de ellos muriósin que los, médicos supieran la causa y mi po-bre madre fue condenada a morir quemada porbruja en presencia de mis hijos que llorabanamargamente al ver el horrible suplicio. ¡Lasleyes inglesas! ¡Brindemos, amigos, por las le-yes misericordiosas que libraron a mi madredel infierno de Inglaterra! ¡Gracias, camaradas,gracias a todos! Yo fui pidiendo limosna decasa en casa, con mi mujer y mis hijos ham-brientos, pero como en Inglaterra tener hambre

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es un delito, nos desnudaron y nos llevaron portres ciudades dándonos azotes. ¡Bebamos todospor las piadosas leyes inglesas, pues su látigoabsorbió la sangre de mi María, así vino prontosu bendita libertad! Ahora ella y mis hijos, quemurieron de hambre, duermen en la tierra aco-gedora a salvo de todo daño. Como más tardevolví a mendigar, aquí, en la mejilla, me marca-ron con hierro candente una E que es el estigmadel esclavo, y que podríais ver claramente si melavara esta mancha que la cubre para disimu-larla.. ¡Esclavo! ¿Comprendéis esta palabra?¡Me he escapado de mi amo y si me encuentranme ahorcarán!

De pronto, en aquel ambiente lóbrego se dejóoír una voz vibrante:

¡No serás ahorcado! ¡Y desde hoy esta leyquedará abolida!

Todos se volvieron y se quedaron contem-plando la fantástica figura del reyecito que seacercaba presuroso. Cuando salió a la luz y se

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le pudo ver con claridad, hubo una explosióngeneral de preguntas.

¿Quién es?¿Qué está diciendo ése?¿Quién eres tú, muñeco?

El muchacho se plantó serenamente en mediode todos aquellos ojos que le miraban con sor-presa y curiosidad, y con dignidad regia, con-testó:

Soy Eduardo, rey de Inglaterra. Estas pala-bras provocaron un barullo ensordecedor decarcajadas, en parte de mofa y en parte de satis-facción alegre por lo graciosa que resultaba lachanza. El joven monarca se sintió espoleado yreplicó severamente:

¿Es así como agradecéis la merced real queacabo de prometeros, vagabundos groseros?

Dijo mucho más, con voz indignada y ade-manes violentos, pero todo se perdió en el tor-bellino de risotadas y de exclamaciones burlo-nas. Juan Hobbs, intentó varias veces hacerse

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oír en medio de aquella algarabía, y por fin lologró, diciendo:

¡Compañeros! ¡Es mi hijo, un soñador, undesequilibrado, un loco de remate! No le hagáiscaso. Se le antoja que es rey.

Lo soy, en efecto replicó Eduardo, volvién-dose de cara a él , como vas a saberlo oportu-namente y a tu pesar. ¡Has confesado un ases¡nato y por, este crimen vas a ser ahorcado!

¿Tú me harás traición? ¿Tú? Si llego a poner-te la mano encima...

¡Basta! ¡Basta! gritó el fornido jefe de lapandilla, interponiéndose a tiempo para salvaral joven monarca y acentuando este serviciocon un tremendo puñetazo que derribó aHobbs . ¿No tienes respeto ni a reyes ni a jefes?Si vuelves a ofenderme te estrangularé con mispropias manos.

Luego, dirigiéndose a Su Majestad, añadió:Haces mal en dirigir amenazas a tus compa-

ñeros, muchacho. Ten la lengua y guárdate dedecir mal de ellos sea donde fuere. Sé rey, si eso

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satisface tu locura, pero no te conviertas en undemente peligroso. No vuelvas a atribuirte elsupremo título que acabas de mencionar, por-que es traición. Nosotros podemos ser malos enalgunas cosas de poca importancia, pero nollegamos al extremo de cometer la villanía detraicionar al rey. Sobre este punto somos per-fectamente leales. Fíjate si digo la verdad. Aho-ra... gritemos todos juntos: ¡Viva Eduardo, reyde Inglaterra!

¡Viva Eduardo, rey de Inglaterra!El grito estentóreo de la abigarrada cuadrilla

fue tan estridente que el desvencijado recintorepitió el eco. Las facciones del reyecito expre-saron una viva satisfacción, y con una ligerainclinación de cabeza, dijo con grave sencillez:

Gracias, mi buen pueblo.Esta respuesta inesperada provocó nueva-

mente la hilaridad bulliciosa de los allí reuni-dos. Cuando de nuevo reinó algo parecido alsilencio, el jefe dijo con firmeza, pero con ciertaafabilidad tosca:

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No me vuelvas a salir con ésas, chico, queesto no es prudente ni está bien. Si quieres salir-te con la tuya, escoge al menos otro título.

Un calderero dio a gritos una idea singular:¡Fufú, rey de los bobos!

El título tuvo éxito instantáneo y todos voci-feraron con un bramido atronador:

¡Viva Fufú I, rey de los bobos!A lo cual siguió una gritería mezclada con

carcajadas, maullidos e interjecciones de todaespecie:

¡Traedle aquí y coronadle!¡Ponedle el manto real!¡Dadle el cetro!¡Sentadle en el trono!

Estos y veinte gritos más resonaron a untiempo, y casi antes de que la pobre víctimapudiera tomar aliento, se vio coronado por unajofaina de hoja de lata, envuelto en una mantahecha jirones, entronizado encima de un tonel,y provisto, a guisa de cetro, de la barra de hie-

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rro que utilizaba el calderero para las soldadu-ras.

Luego cayeron todos de rodillas ante él y pro-rrumpieron en un coro de irónicas lamentacio-nes y súplicas burlonas, mientras se enjugabanlos ojos con sus mangas y delantales sucios yandrajosos.

Sé benigno para con nosotros, ¡oh, bondado-so rey!

¡No pisotees a estos gusanos que te implo-ran! ¡Oh, noble Majestad!

¡Ten piedad de tus esclavos y consuélaloscon un real puntapié!

¡Alégranos caliéntanos con tus rayos bien-hechores, oh sol refulgente de soberanía!

¡Santifica el suelo con el contacto de tu pie,para que podamos comer la mugre y ennoble-cernos!

¡Dígnate escucharnos, señor, para que loshijos de nuestros hijos puedan hablar de tu realcondescendencia y se sientan orgullosos y feli-ces á través de los siglos!

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Y el calderero humorista dio prueba aquellanoche de su mejor rasga de ingenio llevándoselos correspondientes honores. Arrodillándose,pretendió besar el pie del rey, y fue rechazadocon una patada de indignación. Entonces fuepidiendo a todos un harapo para ponérselo enla cara, en el sitio tocado por el pie del monar-ca, declarando que tendría que preservar aque-lla señal del contacto del aire vulgar y que iba ahacer fortuna enseñándola, por la carretera real,a todos los transeúntes, al precio de cien cheli-nes por exhibición. Y se mostró tan divertida-mente burlesco y chistoso que provocó la envi-dia y la admiración de aquella gentuza sarnosa.

Los ojos del monarca se inundaron de lágri-mas de vergüenza y de indignación, mientrasiba pensando: «Si les hubiera causado un tre-mendo agravio, no podrían mostrarse máscrueles... Y sin embargo, no he hecho más quetestimoniarles mi bondad... ¡Y es así como de-muestran su gratitud!. »

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18. El príncipe de los vagabundos

La pandilla de vagabundos se despertó alamanecer y se puso en camino. El cielo estabaencapotado, el suelo cubierto de cieno y el aireinvernal era punzante. La alegría de aquellachusma se había desvanecido. Alguno de aque-llos sujetos se mostraba silencioso y huraño,otros enojados y quisquillosos y ninguno deellos estaba de buen humor. Todos tenían sed.

El jefe dio breves instrucciones a Hugo paraque se encargara de «Jack» y ordenó a JuanCanty que se mantuviera alejado del muchachoy le dejara en paz. También advirtió a Hugoque no tenía que tratar al jovencito con dema-siada rudeza.

Al cabo de un rato mejoró el tiempo y las nu-bes desaparecieron en parte, La cuadrilla dejóde sentir escalofríos y su mal humor mejoró enseguida. Todos se fueron alegrando poco a po-co y, al final, comenzaron a gastarse bromas losunos a los otros y a insultar a los transeúntes

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que circulaban por la carretera. Esto demostra-ba que despertaban de nuevo a la exacta apre-ciación de la vida y sus alegrías. El temor queinspiraban a todo el mundo se descubría cla-ramente en el hecho de que todo transeúnte lescedía el paso y toleraba sus impúdicas insolen-cias sin aventurarse a replicar. Una de sushazañas consistía en arrancar la ropa blancatendida en los setos, la mayor parte de las ve-ces, con toda desfachatez, en presencia de sudueña, que nunca protestaba y parecía agrade-cer a aquellos malhechores que no se llevarantambién los setos.

Luego invadieron una pequeña masía, se ins-talaron en ella como Pedro por su casa, y mien-tras el modesto granjero tembloroso y su fami-lia se apresuraban a preparar cuanto tenían enla despensa para dar de comer a los intrusos,éstos se entretenían en acariciar la cara de lamujer y de sus hijas mientras recibían el ali-mento de sus manos, con ademanes y dichara-chos insolentes respecto a ellas, acompañados

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de epítetos injuriosos y de burdas carcajadas.Mientras iban comiendo tiraban huesos y vege-tales al granjero y a sus hijos y les dedicabancontinuamente indirectas mortificantes, yaplaudían estrepitosamente cuando la burla seconsideraba muy graciosa. Acabaron por darun pescozón a una de las hijas, que se indignópor sus insolencias. Al despedirse amenazaroncon volver y prender fuego a la casa, con lafamilia dentro de ella, si llegaba a oídos de lasautoridades la menor noticia relativa a sus fe-chorías.

A eso de las doce del mediodía, después deuna larga caminata aburridísima, la pandillahizo un alto detrás de un seto en las afueras deuna población importante. Se dio una hora depermiso para descansar, y todos se disemina-ron para penetrar en el pueblo por distintospuntos, con objeto de dedicarse allí a sus res-pectivas profesiones. «Jack» fue enviado conHugo, y ambos vagaron largo rato en busca deuna ocasión propicia para hacer algún «nego-

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cio», pero como la oportunidad no se presenta-ba, acabó por declarar:

No veo nada para robar. Este es un lugarmezquino y desdeñable. Tendremos, pues, quepedir limosna.

¿Pedir limosna? Sigue tú un oficio, que biente cuadra, pero yo no haré de pordiosero.

¿Que no vas a hacer de pordiosero? ex-clamó Hugo contemplando al rey, asombrado .Pero, dime, ¿desde cuándo has cambiado demodo de ser?

¿Qué quieres decir?¿No fuiste durante toda tu vida pidiendo

limosna por las calles de Londres?¿Pedir limosna yo, idiota?Déjate de cumplidos; resérvalos para otra

ocasión. Tu padre afirma que mendigaste todatu vida. ¿Por ventura mintió? ¿Vas a atreverte adecir que lo que dijo es falso? refunfuñóHugo.

Ese a quien tú llamas mi padre, sí, ha men-tido.

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Bueno, amigo, deja al menos por un rato derepresentar tu gracioso papel de loco. Procuraemplearlo para divertirte, pero no para perjudi-carte a ti mismo. Si le cuento lo que acabas dedecirme, te va a tostar la piel de mala manera.

No te molestes. Se lo diré yo mismo.Aprecio tu valor, de veras, pero no admiro

tu juicio. Bastantes palizas y trasiegos sufre unoen esta vida sin apartarse de su camino para ira su encuentro. Pero dejemos correr este asun-to. Yo creo lo que dice tu padre. No me cabeduda que es capaz, de mentir cuando lo creeconveniente, como lo hacemos todos cuandonos interesa, pero, ¿qué iba a sacar de mentir enesta ocasión? Un hombre inteligente no gastaen vano un recurso tan apreciable como lo es lamentira. Pero marchémonos de aquí, y puestoque no estás de humor para pedir limosna, ¿enqué nos ocuparemos? ¿En robar cocinas?

El rey contestó con impaciencia:¡Basta ya de insensateces! ¡Me estás fasti-

diando!

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Entonces Hugo replicó con aspereza:Oye, compañero: No pedirás limosna, no

robarás puesto que te niegas a hacerlo, pero meservirás de añagaza mientras yo vaya «actuan-do». ¡Niégate también a eso si te atreves!

El rey se disponía a replicar despectivamente,cuando Hugo le interrumpió, diciendo:

¡Calla! Por ahí viene un hombre de semblan-te bonachón. Ahora voy a dejarme caer al suelocomo si me hubiera dado un ataque. Cuandoese hombre se haya acercado a nosotros, túempezarás a gemir y caerás de rodillas junto amí, fingiendo que lloras desesperadamente.Luego prorrumpirás en gritos estentóreos comosi tuvieras todos los diablos metidos en el cuer-po, y dirás con voz plañidera: «¡Oh, señor, esmi pobre hermano que está enfermo y estamoscompletamente desamparados! ¡Por el amor deDios! ¡Tened compasión de este pobre enfermoque están contemplando vuestros ojos abando-nado aquí en su horrible desgracia! ¡Dad unmiserable penique a un ser desamparado de

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Dios, que se halla a punto de perecer! ... » Y noolvides que no has de cesar de gemir hasta quenos haya dado el penique, pues, de lo contrario,te arrepentirás.

Inmediatamente Hugo comenzó a gemir, agruñir, a poner los ojos en blanco y a tambale-arse, y cuando el desconocido se hubo acerca-do, se dejó caer al suelo delante de él, al mismotiempo que lanzaba un chillido y se retorcía enel polvo, como si estuviera en los estertores dela agonía.

¡Oh, pobrecito, pobrecito! exclamó el com-pasivo forastero bondadoso, ¡Cómo debe estarsufriendo! ¡Espera..., déjame auxiliarte , infelizmuchacho!

¡Oh, noble caballero! ¡Dios os bendiga porser de tan elevado linaje y tan generoso! Perocuando me da el ataque sufro horribles doloressi alguien me toca. Mi hermano podrá explicara vuestra excelencia cuál es mi angustia cuandome hallo en este estado. ¡Un penique, señor, un

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penique para comprar algo que comer y de-jadme con mi amargura!

¿Un penique? Te voy, a dar tres, pobre chicodijo el desconocido metiéndose la mano en el

bolsillo con apresuramiento nervioso . Tóma-los, pobrecillo, y que te sirvan de alivio. Ahoratú, ven acá, muchacho, y ayúdame a llevar a tuhermano a aquella casa, donde...

Yo no soy su hermano repuso el rey, inte-rrumpiéndole.

¡Cómo! ¿Que no eres su hermano?¡Oh! ¡Hay que oírle! Reniega de su hermano

gruñó Hugo, sin dejar de rechinar los dientescuando éste está con un pie en el sepulcro...

Verdaderamente, muchacho, has de tener elcorazón muy duro si éste es tu hermano. ¿No teda vergüenza? ¿No ves que apenas puede mo-ver la mano o el pie? Si no es tu hermano, en-tonces, ¿quién es?

¡Un mendigo y un ladrón! Se ha quedadocon las monedas que le habéis dado y al mismotiempo os ha robado lo que llevabais en el bol-

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sillo. Haríais un verdadero milagro de curaciónsi golpearais con vuestro bastón sus espaldas yconfiarais lo demás a la Providencia.

Pero Hugo no esperó el milagro. En un abriry cerrar de ojos se levantó y huyó rápido comoel viento perseguido por el caballero y sin dejarde dar gritos mientras corría. El rey, dandogracias al cielo por haber conseguido la liber-tad, huyó en dirección opuesta, y no aflojó lacarrera hasta que se consideró fuera de peligro.Tomó el primer camino que se le ofrecía ypronto se halló muy lejos de aquella pequeñapoblación. Siguió andando a paso ligero, tan deprisa como podía, durante varias horas, miran-do a cada momento ansiosamente hacia atráspara convencerse de que no le perseguían, peropor fin sus temores dieron paso a una sensaciónde seguridad que le tranquilizó. Entonces notóque tenía hambre y que estaba muy fatigado. Sedetuvo en una masía, pero cuando se disponíaa hablar fue interrumpido y despedido brus-camente. Su ropa le desfavorecía. Comenzó a

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vagar de una parte a otra indignado y decididoa no volver a sufrir un trato tan despectivo.Pero el hambre domina al orgullo, y por eso, alanochecer hizo una nueva tentativa en otragranja, pero esta vez le dio todavía peor resul-tado, pues fue insultado y le amenazaron conhacerle prender como merodeador si no se ale-jaba de aquellos parajes inmediatamente.

Vino la noche nublada y fría, y el pobre mo-narca seguía andando despacio con los piesdoloridos. Se veía obligado a estar continua-mente en movimiento, porque cada vez que sesentaba para descansar el frío le penetraba has-ta los huesos. Todas sus sensaciones y lo que leiba ocurriendo a través de la melancólica oscu-ridad y de la extensa vacuidad de la noche, erapara él nuevo y extraño. Oía a intervalos pala-bras y voces que se iban acercando y luego sedisipaban en el silencio, y como no distinguíade los cuerpos de las personas que las pronun-ciaban más que una sombra informe y móvil,todo aquello tenía algo de espectral y pavoroso

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que le hacía estremecer. De vez en cuando divi-saba a lo lejos una lucecita oscilante, siempremuy lejana, como si estuviera en otro mundo.Cuando oía el sonido del cencerro de una oveja,era también vago, distante, confuso. De cuandoen cuando se dejaban oír los ladridos quejum-brosos de un perro a través de una gran exten-sión invisible de campos y de bosques. Aque-llos sonidos lánguidos y lejanos hacían pensaral reyecito que toda la actividad de la vida sehallaba muy lejos de él y que se encontrabaahora extraviado y sin amigos en una soledadinconmensurable.

Siguió avanzando con la espeluznante fasci-nación de aquella nueva aventura, con frecuen-tes sobresaltos causados por el suave murmullode la hojarasca, que producía el efecto de cuchi-cheos humanos. De pronto se encontró ante laluz de un farol que se hallaba al alcance de sumano. Retrocedió hasta la penumbra y sequedó esperando. El farol alumbraba la puertaabierta de un granero. El rey dejó pasar unos

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momentos. No se oía el menor ruido ni se nota-ba el menor movimiento. El estar allí quieto lehizo sentir un frío tan intenso, y aquel granerohospitalario era tan tentador, que el muchacho,al fin, decidió arriesgarlo todo y entrar. Penetróen él ligero y de puntillas y oyó voces a su es-palda. Se acurrucó detrás de un tonel dentrodel granero y vio entrar a dos labradores quellevaban el farol y que comenzaron a trabajarmientras iban hablando. El rey, mientras losdos hombres iban y venían con el farol, observódetenidamente lo que parecía ser un establobastante anchuroso en el extremo del granero, yse prometió ir hasta allí a tientas tan prontocomo estuviera solo. Se fijó también en unmontón de mantas para caballo a mitad deltrecho que tendría que recorrer para llegar alestablo, y pensó cogerlas para el servicio de lacorona de Inglaterra por una noche.

Por fin, los dos hombres terminaron su labory se retiraron, llevándose el farol y cerrando lapuerta. El rey, tiritando, se dirigió hacia el lugar

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donde se hallaban las mantas, con toda la pres-teza que le permitía la penumbra. Las cogió y,sin tropezar, llegó a tientas al pesebre. Con dosde ellas se preparó una cama y se tapó con lasotras dos. En aquel momento se consideraba unmonarca feliz, a pesar de que dichas mantaseran viejas y delgadas y, por consiguiente, deescaso abrigo y, además, exhalaban un sofocan-te hedor de caballo.

Aunque el rey estaba hambriento y muerto defrío, se sentía al mismo tiempo tan cansado ysoñoliento que estas dos últimas influenciasempezaron pronto a aventajar a las primeras, yel pequeño monarca quedó en seguida en unestado de semiinconsciencia. Y luego, cuandoestaba a punto de quedar completamente dor-mido, notó que le tocaban. Aquella impresiónle desveló instantáneamente por completo y diounas boqueadas para tomar aliento. El horrorfrío de aquel misterioso contacto en la oscuri-dad detuvo los latidos de su corazón. Se quedóinmóvil y escuchó, sin respirar apenas, pero no

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oyó el menor ruido; todo estaba quieto. Siguióescuchando y esperó ansioso durante unosmomentos, que le parecieron interminables,pero nada se movía tampoco, y continuaba re-inando el silencio más absoluto. Volvió, pues, alfin, a quedar sumido en el sopor, pero, súbita-mente, sintió de nuevo el misterioso contacto.Resultaba espantoso aquel ligero contacto deuna presencia silenciosa e invisible que llenó almuchacho de terror a los espectros. ¿Qué iba ahacer? He aquí una pregunta a la que no acer-taba a hallar contestación. ¿Abandonaría aquelrefugio confortable para huir del insondablehorror que le rodeaba? Pero, ¿adónde iría? Nopodría salir del granero, y la idea de ir andandoa ciegas de un lado para otro en la penumbra,dentro de aquel cautiverio de cuatro paredes,perseguido continuamente por aquel fantasma,que a cada momento le amedrentaría con suespeluznante contacto en las mejillas o en loshombros, le resultaba intolerable. ¿Sería verda-deramente mejor quedarse allí y soportar la

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tortura de pasar una noche de muerte en vida?No. Pero, ¿qué podía hacer? ¡Ah, no había másque una solución, y era alargar oportunamentela mano para agarrar aquel cuerpo invisible!¡No había otro remedio, lo sabía perfectamente!

La idea resultaba muy sencilla, pero lo difícilera tener valor para llevarla a cabo. Tres vecesextendió un poco la mano muy tímidamente enla oscuridad, pero la retiró en seguida con unespasmo de terror, no porque hubiera tocadoalgo, sino porque estaba seguro de que iba ahacerlo. Pero la cuarta vez estiró algo más elbrazo y su mano tropezó con algo suave y ca-liente. Esto le dejó casi petrificado de espanto.Tal era su estado de ánimo que le era imposiblesuponer que aquello podía ser otra cosa másque un cadáver todavía caliente... Pensó quepreferiría morir antes que atreverse a tocarlootra vez, pero discurría de esta manera porqueignoraba la fuerza irresistible de la curiosidadhumana. Al cabo de poco rato, su mano tem-blorosa volvía a palpar instintivamente y con

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persistencia. Entonces encontró un mechón depelo largo. Se estremeció, pero continuó pal-pando y encontró algo que parecía una cuerdacaliente. Siguió tanteando cuerda arriba y des-cubrió que ¡se trataba de una inocente ternu-ra!... porque la supuesta cuerda no era tal cuer-da, sino la cola del animal.

Entonces el rey se sintió muy avergonzadopor haber experimentado terror a causa de algotan natural y desdeñable como lo es una terneradormida. Sin embargo, se alegró de aquellainesperada compañía, que le daba calor y con-suelo en su soledad, pues se había sentido tanabandonado que agradeció la presencia de tanhumilde animal. Había sido tan maltratado ymortificado por sus semejantes, que era un con-suelo la compañía de aquel ser de buen naturaly temperamento apacible, por más que carecie-ra de atributos más elevados. Así pues, decidióolvidar su rango y hacerse amigo del animal.

Mientras acariciaba el lomo cálido y lustroso(pues la ternera yacía junto a él al alcance de la

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mano), se le ocurrió que podría serle útil enmuchos sentidos. Trasladó su camastro junto ala bestia, y se tapó con la frazada extendiéndolaasimismo sobre su nueva amiga, con lo cual sehalló al cabo de un momento tan caliente y con-fortable como en los blandos canapés del pala-cio real de Westminster.

En seguida acudieron a su mente pensamien-tos agradables que venían a alegrar su existen-cia. Se veía libre de las repugnantes ligadurasde la servidumbre y del crimen, lejos de bruta-les y villanos malhechores, cobijado bajo untecho y con calor, en una palabra, era dichoso.Comenzó a soplar impetuosamente la borrascanocturna que hacía temblar el viejo granerodestartalado. Luego la fuerza del huracán dis-minuía a intervalos, pero el viento seguía sil-bando y gimiendo por las rendijas y las esqui-nas. Pero todo aquello era para el rey puramúsica, ahora que estaba cómodo y bien abri-gado. Se arrimó más a la ternera y quedó dor-mido como un bendito, sumido en un sueño

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profundo y sin pesadillas, sereno y tranquilo.Se oía a lo lejos el aullido de los perros, el mu-gido melancólico de las vacas, el lúgubre silbi-do del vendaval y la furia del chubasco queazotaba el tejado, pero la Majestad de Inglaterrasiguió durmiendo imperturbable, y otro tantohizo la ternera, un animal manso que no se de-jaba turbar por la tormenta ni sentía reparo endormir con un rey.

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19. El príncipe de los campesinos

Cuando el rey se despertó a la mañana si-guiente, muy temprano, se encontró con queuna rata mojada, pero comodona, se había re-fugiado en el granero durante la noche, y juntoa su pecho se había procurado una confortablecama, pero al ver su reposo turbado por el des-pertar del monarca, huyó veloz, mientras el reysonreía, diciendo para sus adentros. «¡Pobretonta! ¿Por qué tanto miedo? Yo estoy tan des-amparado como tú. Sería vergonzoso que cau-sara daño a un ser desvalido hallándome en lamisma situación que él. Además, he de agrade-certe el buen presagio de tu presencia, porquecuando un rey ha ido a caer tan bajo que hastalas ratas aprovechan su cuerpo para formar conél su cama, eso significa que su suerte tiene quecambiar forzosamente, pues no cabe duda queno le es posible ir a parar a una situación másmiserable. »

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Se levantó y salió del establo en el momentoen que oía voces infantiles. La puerta del grane-ro se abrió y entraron dos niñas, que al verledejaron de hablar y reír, se detuvieron y sequedaron inmóviles, contemplándole con ver-dadera curiosidad. Luego se susurraron unaspalabras al oído, se acercaron más al monarca,volvieron a detenerse, le miraron de nuevo conojos escudriñadores y siguieron con sus cuchi-cheos. Poco después se mostraron más atrevi-das y comenzaron a hablar en voz alta.

Tiene una cara muy bonita dijo una de ellasY el cabello precioso repuso la otra.Pero va bastante mal vestido.¡Y qué aspecto tan hambriento tiene!

Se le acercaron todavía más, rodeándoletímidamente y examinándole de pies a cabeza,como si se tratara de una nueva especie extrañade animalito, y por si llegaba el caso, pudieramorder, le observaban con cautela. Finalmentese detuvieron delante de él, y dándose la manopara protegerse mutuamente le estuvieron mi-

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rando largo rato con ojos inocentes. Entoncesuna de ellas, armándose de valor, se decidió apreguntarle con honesta franqueza:

¿Quién eres, muchacho?Soy el rey contestó éste, con gravedad. Las

niñas experimentaron un pequeño sobresalto,abrieron desmesuradamente los ojos y perma-necieron medio minuto sin pronunciar palabra.Pero la curiosidad rompió el silencio.

¿El rey? ¿Qué rey?El rey de Inglaterra.

Las niñas se miraron la una a la otra, despuésle miraron a él y volvieron a mirarse entre sícon admiración y asombró.

Una de ellas exclamó:¿Lo has oído, Margarita? Dice que es el rey.

¿Será cierto?¿Por qué no va a ser verdad, Prissy? ¿Por

qué tendría que mentir? Porque, oye, Prissy, sino fuese cierto, sería falso... Claro que lo sería.

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Piénsalo bien. Pues todas las cosas que no sonverdad, son mentira... Y no puedes figurarteque no sea así.

Era éste un argumento que no admitía répli-ca, y las dudas de Prissy no tenían base dondeapoyarse. Reflexionó un momento y luego hizoal rey todo el honor con estas simples palabras:

Si eres verdaderamente el rey, te creo.Sí, en efecto, soy el rey.

El asunto quedó, pues, resuelto. La realezade, Su Majestad fue admitida sin más pregun-tas ni objeciones, y las dos chiquillas comenza-ron en seguida a preguntarle cómo había ido aparar a su casa, por qué iba tan mal trajeado,adónde se dirigía y otras muchas cuestionessobre el particular. Fue un gran consuelo parael monarca poder confiar sus sinsabores a al-guien que le escuchara sin dudar de sus pala-bras y sin burlas. Relató, pues, su historia contodo detalle y ardor, hasta el extremo de olvi-dar por un momento que tenía hambre. Las dospequeñas le escuchaban con profunda y tierna

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simpatía. Pero cuando les explicó la última eta-pa de sus aventuras, y se enteraron de las lar-gas horas que había pasado sin comer, le inte-rrumpieron para salir corriendo del granero enbusca de alimento.

El rey se sentía ahora alegre y feliz y pensaba:«Cuando vuelva a ocupar mi puesto en pala-

cio, honraré siempre a los niños, porque recor-daré que estas dos muchachas me han tenidoconfianza y me han socorrido, mientras que laspersonas de más edad, y que se creen más inte-ligentes se han burlado de mí y han creído queyo era un impostor. »

La madre de las niñas recibió al rey con afabi-lidad y se mostró muy compasiva, porque sudesamparo y su inteligencia, al parecer pertur-bada, conmovieron su corazón de mujer. Eraviuda y bastante pobre, circunstancia que lehabía hecho conocer el dolor de la penuria de-masiado de cerca, para no tener piedad de losdesgraciados. Se figuró que el niño loco se hab-ía extraviado y procuró averiguar su proceden-

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cia para devolverlo a su familia. Pero todas susdiligencias con este objeto resultaron infructuo-sas. La expresión del muchacho y sus contesta-ciones demostraban que todo aquello a que labuena mujer aludía le era completamente des-conocido. El monarca hablaba con gravedad ysencillez de los asuntos de la corte, y más deuna vez el llanto entrecortó sus palabras alhacer referencia al difunto rey su padre. Ysiempre que la conversación versaba sobreotros temas menos elevados, el muchacho nosentía interés por la plática y guardaba silencio.

La buena mujer estaba en extremo intrigada;pero no desistía en su empeño, y mientras coci-naba empezó a meditar sobre cuál sería la me-jor manera de inducir al jovencito a que revela-ra su verdadero secreto. Le habló de las vacas,de las ovejas, de los distintos rebaños, pero elmuchacho le escuchó con indiferencia. Por lotanto, su suposición que pudiera ser un pastorera equivocada. Le mencionó los molinos, lostejedores, los caldereros, los herreros y toda

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clase de oficios y profesiones, pero el resultadofue también negativo; hizo referencia a Bedlam,a las cárceles y a los asilos, pero con todo fraca-saba. Sin embargo, no se daba por vencida,pensando que no le había hablado todavía delservicio doméstico. Sí, ahora estaba segura deque se hallaba sobre una buena pista. Proba-blemente el muchacho era un criado. La buenamujer encauzó la conversación sobre este pun-to, pero quedó igualmente decepcionada. Eltema de encender fuego y del aseo de la casapareció fastidiarle, y, finalmente, la buena mu-jer, perdida ya casi toda esperanza, le habló dela cocina. Con gran sorpresa y no menor satis-facción vio que las facciones del, rey se anima-ban instantáneamente.

«¡Ah! pensó . ¡Por fin le he cazado», y sesintió orgullosa de su perspicacia y del tactocon que había conseguido su objetivo.

Ahora, su lengua, cansada de tanto charlar,aprovechó la ocasión para descansar un mo-mento, porque el rey, inducido por el hambre y

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por el aroma que esparcían las sartenes y lasollas, tomó entusiasmado la palabra y detallócon tal exactitud elocuente ciertos platos exqui-sitos, que al cabo de tres minutos la buena mu-jer dijo para sus adentros: «Esta vez estoy segu-ra que he acertado... ¡Ha sido pinche de coci-na!»

Entonces se extendió sobre los manjares contal exaltación y tanto acierto, que la buena mu-jer pensó: «¡Dios mío! Pero ¿cómo puede estarenterado de tantos y tan exquisitos platos? Por-que los que él cita sólo se comen en la mesa delos potentados y de la gente de alto rango. ¡Ah!¡Ya comprendo! A pesar de lo harapiento, tieneque haber servido en palacio antes de perder larazón. No cabe duda que habrá sido pinche enla cocina del propio rey... Voy a ponerlo aprueba. »

Ansiosa de convencerse de su astucia, dijo alrey que podría cuidarse durante un rato de lacocina y añadir, si le parecía bien, uno o dosplatos a su elección y antojo. Luego, haciendo

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una seña a sus hijas para que le siguieran, salióde la estancia. Entonces el monarca murmuró:

Hubo en la antigüedad otro rey de Inglate-rra que tuvo también que encargarse de untrabajo como el que yo voy a hacer ahora. Norebaja, pues, mi dignidad una ocupación que elgran Alfredo se vio obligado a desempeñar.Pero voy a procurar cumplir mí cometido mejorque lo hizo él, puesto que dejó que se quema-ran los pasteles. »

La intención era buena, pero el resultado norespondió a sus esperanzas, pues este monarca,como el de antaño, no tardó en quedar abstraí-do con sus importantes preocupaciones y leocurrió el mismo contratiempo: sus viandas sequemaron. La buena mujer llegó a tiempo parasalvar el almuerzo de su pérdida más completa,y pronto sacó de su ensimismamiento al reycon una viva reprimenda. Pero al ver lo turba-do que estaba el pobre muchacho por habercumplido tan mal el encargo, trocó en seguida

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sus frases de censura por palabras de cariño yde bondad.

Comió luego el niño espléndida y satisfacto-riamente, y se sintió con ello reconfortado yalegre. Fue una comida que se distinguió porun detalle curioso, y es que ambas partes pres-cindieron de todo cumplido, pero sin que nin-guna de ellas se diera cuenta de dicha omisión.

La bondadosa mujer tenía intención de nutrira aquel «vagabundo» con restos de comida,como se hace con un perro, pero se arrepentíatanto de haberle regañado, que hizo cuantopudo para compensar su violencia, y con esteobjeto permitió que el muchacho se sentara a lamesa con la familia y comiera con sus «superio-res» en términos de igualdad muy ostensibles,y el rey por su parte lamentaba tanto habercumplido mal su cometido, después de habersemostrado tan bondadosa para con él la familia,que se propuso hacerse dispensar su poco cui-dado humillándose ahora hasta el nivel de ésta,en lugar de exigir a la mujer y a las niñas que

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permanecieran de pie y le sirvieran mientras élocupaba su mesa en solitario, como corres-pondía a su nacimiento y dignidad. A todosnos favorece prescindir de cuando en cuandode la altanería. La buena mujer se sintió satisfe-cha de su propia condescendencia generosapara con un vagabundo, y el rey, por su parte,se sintió también muy complacido por su pro-pia humildad benigna ante una modesta cam-pesina.

Cuando el almuerzo hubo terminado, lahacendosa mujer dijo al rey que lavara los pla-tos. Esta orden hizo vacilar al soberano, queestuvo a punto de rebelarse, pero pensó: «Al-fredo el Grande se encargó de los pasteles, yseguramente habría también lavado los pla-tos..., por lo tanto, probaré de hacerlo. »

Y lo hizo bastante mal, con gran sorpresa su-ya, porque el lavado de cucharas de madera yde cuchillos le había parecido a primera vistacosa muy fácil. Era una faena fastidiosa, pero alfin la terminó. Comenzaba a impacientarse por

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continuar su viaje; sin embargo, no tenía queabandonar tan precipitada y desdeñosamentela compañía de aquella amable mujer. Esta leencargó cosas de poca importancia que él llevóa cabo con bastante lentitud y con éxito regular.Después le puso en compañía de las niñas amondar manzanas de invierno, pero el monar-ca demostró tan poca traza en aquella ocasión,que la mujer le retiró de aquella faena y le dioun cuchillo de carnicero para que lo afilara.Luego le tuvo cardando lana tanto rato que elmuchacho empezó a darse cuenta que habíahecho extraordinariamente la competencia alrey Alfredo... Y decidió «dimitir» de su cargo.En efecto, cuando después de la comida, la mu-jer le presentó un cesto con unos gatitos paraque los ahogara, consideró que aquélla era laocasión oportuna para negarse a cumplir elencargo..., pero sobrevino una inesperada inte-rrupción: Juan Canty, con una caja de baratille-ro a cuestas y en compañía de Hugo.

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. El rey descubrió a aquellos perillanes cuan-do se acercaban por la verja de la fachada, antesde que ellos pudieran darse cuenta de su pre-sencia. Por consiguiente, dejó correr lo de ladimisión, cogió el cesto con los gatitos y saliópor la puerta posterior sin decir palabra. Dejólos animalitos en un cobertizo contiguo a lacasa y salió a escape por una angosta callejuela.

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20. El príncipe y el ermitaño

El alto seto le ocultaba ahora a la vista dequienes estaban en la casa y, bajo el impulso deun terror implacable, el muchacho echó a corrercon todas sus fuerzas en dirección a un bosquelejano. No miró hacia atrás hasta que hubo al-canzado el refugio de la floresta. Entonces, alobservar la lejanía, divisó a gran distancia dosfiguras, que no se entretuvo en examinar deta-lladamente, pues su aparición fue suficientepara que el monarca reemprendiera la carrerasin aflojar su velocidad hasta que estuvo muyadentrado entre la arboleda y en la semioscuri-dad del crepúsculo. Entonces se detuvo, con-vencido de que estaba bastante a salvo. Es-cuchó atentamente y pudo comprobar un silen-cio profundo y solemne..., que incluso causabapavor. Agudizando continuamente el oído,percibía, con largos intervalos, algún sonido,pero tan remoto, hueco y misterioso, que noparecía ser un rumor real, sino el gemido de

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algún espectro que venía a aumentar el horrorde aquella quietud imponente.

Al principio, la intención del monarca eraquedarse allí hasta el amanecer, pero pronto unescalofrío recorrió su cuerpo sudoroso, y pararecobrar el calor se vio obligado a seguir an-dando. Avanzó por el bosque en línea recta,esperando encontrar un camino, pero su con-fianza quedó defraudada. Continuó avanzan-do, y cuanto más andaba, la espesura del bos-que parecía ser más densa. Aumentaba la pe-numbra y el rey comprendió que llegaba la no-che oscura, y se estremeció al pensar que tendr-ía que pasarla en un lugar tan sombrío y solita-rio. Procuró, pues, acelerar el paso, pero avan-zaba menos aún, porque como no veía lo bas-tante para saber dónde ponía los pies, tropeza-ba continuamente con multitud de raíces y seenredaba en un sinfín de matorrales.

¡Cuál no fue su júbilo al divisar, por fin, eldestello de una luz! Se acercó a ella cautelosa-mente, deteniéndose una y otra vez para mirar

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a su alrededor y escuchar. La luz procedía deuna ventana sin cristales de una pequeña caba-ña destartalada. El muchacho oyó una voz y sedisponía a echar de nuevo a correr y a ocultar-se, pero se tranquilizó y no lo hizo, al darsecuenta de que aquella voz estaba rezando. Elmonarca se deslizó silenciosamente hasta laventana, se puso de puntillas y miró al interiorde la choza. La estancia era pequeña y el pavi-mento de tierra endurecido a fuerza de ser pi-sado. En un rincón se veía un camastro de jun-co con una o dos mantas hechas jirones, y juntoa él un cubo, un cazo, una jofaina y varias ollas,cacerolas y sartenes. También había en aquelcuarto un banco estrecho y un taburete de trespatas, en el hogar quedaba el rescoldo de unafogata de leña. Ante una capillita, iluminadapor una sola vela, un anciano, arrodillado, es-taba orando. Tenía a su lado, encima de unacaja de madera vieja, un libro abierto y unacalavera. Era un hombre alto y huesudo, decabello y barba blancos como la nieve. Vestía

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una túnica de pieles de cordero que le cubría elcuerpo desde la garganta hasta los pies.

«¡Un santo ermitaño! dijo el rey para sí . Es-ta vez he estado verdaderamente de suerte. »

El ermitaño se levantó y el monarca llamó a lapuerta. Una voz grave contestó:

Entrad, pero dejad fuera el pecado, porquela tierra donde vais a poner el pie es santa.

El monarca entró y se detuvo. El ermitaño ledirigió una mirada inquieta y centelleante y lepreguntó:

¿Quién eres?Soy el rey repuso el muchacho con plácida

sencillez.¡Bien venido, rey! exclamó el ermitaño, con

entusiasmo. Y con actividad solícita, y sin dejarde repetir: «¡bien venido!, ¡bien venido!», pre-paró el banco, hizo sentar al rey junto al fuego,echó al rescoldo algunos troncos, y finalmentese puso a pasear de uno a otro lado de la estan-cia . ¡Bien venido! ¡Bien venido! añadió . Fue-ron muchos los que se presentaron aquí en bus-

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ca de santo asilo, pero como no eran dignos dehospitalidad, no fueron admitidos... Pero unrey que desdeña su corona y los vanos esplen-dores de su alta dignidad y se viste de andrajospara dedicar su vida a la santidad y a la morti-ficación de la carne, un monarca de este carác-ter sí que es digno de penetrar en este santuariopara permanecer en él hasta la hora de sumuerte. ¡Bien venido!

El rey se apresuró a interrumpirle con inten-ción de explicarle el caso, pero el ermitaño no leescuchaba, ni parecía oírle, y prosiguió su pláti-ca con energía creciente:

Aquí podrás estar tranquilo. Nadie encon-trará tu refugio y, por lo tanto, no te molestaráncon súplicas para que vuelvas a esa vida insus-tancial y necia que Dios te ha inducido a aban-donar. Te dedicarás a la oración y leerás la Bi-blia; meditarás sobre las locuras y las decepcio-nes de este mundo y sobre la existencia sublimedel venidero; te alimentarás de mendrugos y dehierbas y te martirizarás cada día dándote azo-

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tes para purificar tu alma. Llevarás una camisade esparto que te toque a la piel, beberás úni-camente agua y podrás vivir en paz. Sí, podrásestar completamente tranquilo, porque el quevenga en tu buscase marchará chasqueado. Nole será posible hallarte y no te podrá molestar.El viejo ermitaño, sin dejar de pasear de unlado a otro, cesó de hablar en voz alta y co-menzó a murmurar muy quedo, El monarcaaprovechó la ocasión para relatar sus aventu-ras, con una elocuencia inspirada por la inquie-tud y el temor, pero el anciano siguió musitan-do entre dientes sin escucharle. De pronto,acercándose al rey, le dijo gravemente:

¡Chist! Voy a revelarte un secreto.Se inclinó para comunicárselo, pero se contu-

vo y se puso en actitud de estar escuchando. Alcabo de un rato se aproximó de puntillas almarco de la ventana, asomó la cabeza y miró enla oscuridad. Luego volvió otra vez de punti-llas, acercó su cara a la del rey y le susurró aloído:

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¡Soy un arcángel!El rey experimentó un violento sobresalto y

dijo para sus adentros:«¡Dios quiera que me vuelva a hallar con los

malhechores porque ahora esto es peor, me veoprisionero de un loco!»

Sus temores se acentuaron y se traslucieronen sus facciones. El ermitaño siguió diciendo envoz baja, muy excitado:

Veo que percibes mi halo. Tu semblante re-vela temor. Nadie puede permanecer en esteambiente sin, sentirse afectado de este modo,porque es el mismo éter del cielo. Yo voy alparaíso y vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.Hace cinco años que en este mismo lugar fuiconvertido en arcángel por unos ángeles envia-dos del cielo para conferirme esta excelsa dig-nidad. Su presencia inundó este sitio de irresis-tible luz.. ¡Y se arrodillaron ante mí, rey! ¡Sí, searrodillaron ante mí porque yo era más grandeque ellos! Yo he andado por las regiones celes-tiales y he hablado con los patriarcas. Toca mi

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mano; no temas... ¡Acabas de tocar una manoque fue estrechada por Abraham, Isaac y Jacob!¡Anduve por los ámbitos celestes y vi la divini-dad cara a cara!

Hizo una pausa como para dar mayor solem-nidad a sus palabras, y cambiando de expre-sión, exclamó, indignado:

Sí, soy un arcángel, ¡un simple arcángel!... ¡Yoque hubiera podido ser papa! Es cierto. Me lodijeron en sueños desde el cielo, hace veinteaños... ¡Tenía que ser papa! ¡Pero el rey disolviómi institución religiosa, y yo, pobre anciano,ignorado y sin amigos, me vi desamparado ysin hogar en el mundo, privado de mis eleva-dos destinos!

Dicho esto volvió otra vez a murmurar muyquedo, y comenzó a golpearse la frente con elpuño, con una furiosa exaltación tan sinceracomo inútil, profiriendo de vez en cuando al-guna maldición rabiosa y repitiendo patética-mente:

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¡Y no soy más que un arcángel, yo quehubiera podido ser papa!

Y así continuó durante una hora, mientras elpobre reyecito estaba sentado sufriendo. Derepente, cesó el frenesí del anciano, y se mostróde nuevo muy afable. Su voz bajó de tono, ycomo cayendo de las nubes, comenzó a charlarcon tanta sencillez y tal humanidad que prontocautivó el corazón del rey. El viejo devoto hizoacercar más el muchacho al fuego para queestuviera más confortable, le curó los rasguñosy contusiones con mano experta y cariñosa, y sepuso a preparar la cena, todo ello sin cesar decharlar agradablemente, y acariciando de vezen cuando las mejillas o la cabeza del mucha-cho con tanta ternura, que poco después todo eltemor y la antipatía que el monarca había sen-tido al principio para con el arcángel se troca-ron en respeto y afecto hacia el anciano.

Este estado de felicidad siguió sin interrup-ción mientras los dos estuvieron cenando. Lue-go, después de una oración ante la capilla, el

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ermitaño acostó al muchacho en un cuartitocontiguo, y lo arropó con tanto celo como unamadre; y así, con una caricia de adiós, le dejó,fue a sentarse junto al fuego y comenzó a atizarlas brasas con aire abstraído. De pronto sequedó quieto y, reflexionando un instante, segolpeó varias veces la frente con la mano comosi tratara de recordar algún pensamiento quehabía huido de su memoria. Al parecer, no pu-do lograrlo y, levantándose vivamente, entró enel cuarto de su huésped y preguntó:

¿Eres el rey?Sí contestó el jovencito soñoliento.¿Qué rey?

El de Inglaterra.¡De Inglaterra! Entonces, ¿Enrique ha muer-

to?¡Ay! Así es, en efecto. Yo soy su hijo.

El ermitaño frunció el entrecejo y crispó susmanos huesudas con energía vengativa. Per-maneció unos momentos de pie, respirando

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afanosamente y tragando saliva repetidas ve-ces, y luego dijo con voz ronca:

¿No sabes que él nos dejó sin casa ni hogaren este mundo?

No obtuvo contestación. El anciano se inclinóy contempló con mirada escudriñadora el sem-blante plácido del muchacho, y su respiraciónacompasada.

«Duerme, duerme profundamente dijo parasí. Y dejando de fruncir el ceño, su semblantedio paso a una expresión de satisfacción malig-na. Por las facciones del jovencito dormido va-gaba una sonrisa. El ermitaño murmuró : Asípues, su corazón se siente dichoso. »

Y se apartó de allí. Comenzó entonces, furti-vamente, a dar vueltas buscando algo, dete-niéndose de vez en cuando para escuchar opara dirigir una mirada rápida a la cama delmuchacho, sin dejar de refunfuñar. Por fin en-contró lo que, al parecer, necesitaba: un cuchillode carnicero viejo y enmohecido y una piedrade afilar. Se agachó después junto al fuego y se

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puso a afilar el cuchillo suavemente mientrasiba gruñendo, mascullando, refunfuñando sincesar. El viento gemía en aquel lugar solitario, ylas voces misteriosas de la noche flotaban por elespacio hasta muy lejos. Los ojos brillantes dealgunas ratas y ratones atrevidos contemplabanal viejo a través de diversas grietas y rendijas,pero el ermitaño continuaba su labor, comple-tamente abstraído y sin parar mientes en lo quele rodeaba.

A largos intervalos pasaba el dedo pulgar porel filo del cuchillo y movía la cabeza con aire desatisfacción.

Se va afilando decía , sí, se va afilando...No parecía darse cuenta del paso del tiempo

y seguía trabajando tranquilamente, absorto ensus pensamientos que, a veces se traducían enfrases coherentes.

¡Su padre nos causó mucho daño, nos des-truyó y ha sido arrojado al fuego eterno! ¡Sí, alfuego eterno! Se nos escapó..., pero fue la vo-luntad de Dios y no tenemos que quejarnos.

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Pero no se ha librado del fuego eterno..., deldevorador, inconmovible y cruel juego... y allísufrirán ellos eternamente.

Y así seguía afilando y afilando; murmura-ba... de vez en cuándo reía entre dientes o pro-fería nuevas frases:

Su padre fue nuestra desgracia... Yo no soymás que arcángel; si él no lo hubiera impedido,sería papa.

El rey se movió y el ermitaño se acercó sigilo-samente a su lecho y se arrodilló, inclinándosesobre el cuerpo del muchacho con el cuchillolevantado. El muchacho volvió a moverse y susojos se abrieron un instante, pero sin mirar, sinver nada. Inmediatamente su respiración pau-sada demostró que su sueño volvía a ser pro-fundo.

El ermitaño observó y escuchó un instante sincambiar de actitud y sin respirar apenas. Luegobajó lentamente el brazo y se apartó, diciendo:

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Ya es mucho más de medianoche... A lo me-jor se le antoja ponerse a gritar en el precisomomento en que pase alguien.

Se deslizó a otra habitación, recogiendo aquíun harapo, allá una correa y más allá otro hara-po, y luego volvió, y con mucho cuidado, con-siguió atarle los pies. Intentó después atarletambién las manos, pero el muchacho apartabaa cada momento una u otra mano cuando elviejo se disponía a juntarle las muñecas parasujetarlas con la ligadura. Por fin, cuando elarcángel comenzaba ya a desesperarse, el reycruzó las manos por sí mismo y poco despuésestaban ya atadas. Luego le pasó una venda pordebajo de la barbilla y por encima de la cabeza,donde la ató fuertemente y con tanto cuidado ysuavidad, despacio Y haciendo los nudos contal mafia, que el muchacho siguió durmiendotranquilamente durante la operación, sin hacerel menor movimiento.

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21. Hendon acude a rescatarlo

El viejo, agachado, se apartó deslizándosecomo un gato acercó el banco. Luego se sentóen él, con medio cuerpo iluminado por la débilluz oscilante y la otra mitad medio oculta en lassombras; y así, con los ávidos ojos fijos en eljovencito dormido, siguió velando allí, sin pre-ocuparse del tiempo que pasaba y sin dejar deafilar suavemente el cuchillo, mientras seguíamurmurando y haciendo muecas. Por su aspec-to y su actitud se hubiera dicho que era unahorrible araña monstruosa que se estaba ensa-ñando contra un pobre insecto indefenso apri-sionado en su tela.

Después de largo rato, el anciano, que conti-nuaba escudriñando con la mirada, aunque nolograba ver nada, porque su espíritu habíaquedado sumido en una ausencia soñolienta,notó de pronto que los ojos del muchacho esta-ban abiertos y que contemplaban el cuchillocon indecible espanto. Una sonrisa de satisfac-

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ción diabólica animó el semblante del viejo, quesin cambiar de actitud ni de ocupación, ex-clamó:

Hijo de Enrique VIII, ¿has rezado?El muchacho luchó inútilmente contra sus li-

gaduras y al mismo tiempo pronunció unaspalabras confusas entre dientes, pues tenía lasmandíbulas sujetas, que más bien eran sonidosincoherentes, pero que el ermitaño interpretócomo contestación afirmativa a su pregunta.

Entonces reza de nuevo, di la oración de losmoribundos.

El muchacho se estremeció y su rostro se pu-so pálido, Renovó sus esfuerzos para quedarlibre, retorciéndose hacia un lado y hacia otrofrenética y desesperadamente para romper susligaduras, pero todo fue inútil. Entretanto, elviejo ogro no dejaba de contemplarle sonriendoy moviendo la cabeza, mientras iba afilandotranquilamente el cuchillo.

De vez en cuando murmuraba:

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Los momentos que te quedan son contados;son pocos y preciosos. ¡Reza, reza la oración dela hora de la muerte!

El muchacho lanzó un gemido de desespera-ción y, jadeante, cesó en sus esfuerzos. Asoma-ron las lágrimas a sus ojos y fueron deslizándo-se una tras otra por sus mejillas, pero aquelcuadro lastimero no conmovió al anciano salva-je.

Se acercaba ya la hora del amanecer. El ermi-taño lo advirtió y habló con dureza, pero tam-bién con cierto temor nervioso en la voz:

¡No puedo permitir este éxtasis por mástiempo! La noche ha transcurrido ya. Pareceque haya sido un momento..., sólo un instante.¡Ojalá hubiese durado un año! Semilla del ex-poliador de la Iglesia, cierra esos ojos que van aperecer... Y si temes levantar la vista...

Lo demás que iba diciendo se perdió en unmurmullo inarticulado. El anciano cayó de ro-dillas, cuchillo en mano, y se inclinó, amenaza-dor, sobre el jovencito quejumbroso.

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¡Cuidado! Se oía un murmullo de voces juntoa la choza, y el cuchillo cayó de manos del er-mitaño. Este echó una piel de cordero sobre elmuchacho y se levantó tembloroso. El murmu-llo iba en aumento, y pronto las voces se con-virtieron en roncos gritos de indignación. Si-guieron a éstos otros gritos de socorro, ruido degolpes y de pasos rápidos que se alejaban. In-mediatamente resonaron en la puerta de la ca-baña unos tremendos aldabonazos seguidos deuna voz que exclamó:

¡Ea! ¡Abrid! ¡Y más que de prisa, en nombrede todos los diablos!

¡Ah, bendita voz, mucho más agradable quetoda la música que había llegado hasta enton-ces a oídos del rey, porque era la voz de MilesHendon!

El ermitaño, rechinando los dientes con la ra-bia de la impotencia, salió del cuarto precipita-damente, cerró la puerta tras de sí, e inmedia-tamente el rey oyó el siguiente diálogo que ten-ía lugar delante de la «capilla»:

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Recibid mi homenaje y mi saludo, reverendoseñor. ¿Dónde está el muchacho? ¿Dónde estámi muchacho?

¿Qué muchacho, amigo?¿Qué muchacho? No me vengáis con menti-

ras ni con engaños, señor ermitaño, que no es-toy de humor para aguantar gazmoñerías. Pillépor estos alrededores a los truhanes que me lorobaron, y les he obligado a confesar que elchico se les había escapado nuevamente y quele habían seguido hasta la puerta de esta caba-ña. Me han enseñado las huellas de los pies delmuchacho. Y no os entretengáis, porque si nome lo entregáis en seguida... ¿Dónde está?

¡Oh, buen señor! ¿Tal vez os referís al vaga-bundo harapiento que vino aquí ayer noche?Puesto que una persona como vos se interesapor un granujilla como ése, sabed, pues, que lehe enviado a un recado y que no tardará envolver.

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¿Cuánto tardará? ¿Cuánto tardará? Vamos,no perdamos el tiempo. ¿No puedo alcanzarle?¿Cuánto tardará en volver?

No hay necesidad de que os molestéis. Vol-verá en seguida.

Está bien. Procuraré esperar. Pero vamos aver..., un momento. ¿Decís que le habéis envia-do a un recado? Eso es mentira, porque estoyseguro que él no habría ido. Si os hubieseisatrevido a tal insolencia, os habría tirado devuestras viejas barbas... Y no hubiera ido a re-cado de ninguna especie, ni por vos ni por na-die. ¡Habéis mentido!

Por otro hombre no lo hubiera hecho, pero yono soy un hombre.

¿Qué sois, pues, en nombre de Dios, quésois?

Es un secreto... Tened cuidado en no divul-garlo. Soy un arcángel.

Miles lanzó una exclamación exaltada, segui-da de estas palabras:

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Esto explica perfectamente su complacencia.De sobra sabía yo que no iba a mover ni pie nimano para servir a ningún mortal, pero inclusoun rey ha de obedecer cuando un arcángel le dauna orden. Permitidme... ¡Silencio! ¿Qué hasido este ruido?

Entretanto, el reyecito había estado en sucuarto temblando alternativamente de terror yde esperanza, poniendo en sus gemidos de de-sesperación toda la fuerza que podía dar a suvoz, confiando en hacerla llegar a oídos deHendon, pero viendo siempre con amarga an-gustia que no daban ningún resultado. Por esoesta última observación de su protector llegó asus oídos y le produjo el mismo efecto que eldel hálito vivificante de la campiña en flor a unmoribundo. Hizo pues, un esfuerzo supremo,en el preciso instante en que el ermitaño decía:

¿Ruido? No he oído más que el viento.Quizá fue el viento. Sí, habrá sido el viento.

Lo he estado oyendo débilmente mientras...

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¿Otra vez? Entonces no es el viento. ¡Qué soni-do tan extraño! ¡Vamos a ver qué es!

La alegría del rey era casi irresistible. Suspulmones agotados hicieron un terrible esfuer-zo con la última esperanza, pero las quijadassujetas y la piel de cordero que le cubría ahoga-ron el grito. El corazón del pobre chico quedósumido en la desesperación al oír que el ermi-taño decía:

¡Ah! Ha venido de fuera... Creo que de esosmatorrales cercanos. Venid, yo os guiaré.

El rey oyó que los dos salían hablando y queel rumor de sus pasos se perdía muy pronto, yse quedó solo en un silencio lúgubre de mal,presagio.

Le pareció un siglo entero el largo rato quetranscurrió hasta que se acercaron de nuevo lospasos y las voces, y esta vez oyó, además, elchoque de las herraduras de un caballo, y pocodespués a Hendon que decía:

No espero más, no puedo esperar más. Se-guramente se habrá extraviado por la espesura

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de ese bosque. ¿Qué dirección ha tomado?Decídmelo en seguida.

Se ha dirigido..., pero esperad; iré con vos.Bueno, bueno. La verdad es que sois más

buen hombre de lo que parecéis. Me figuro queno hay otro arcángel con mejor corazón que elvuestro. ¿Queréis montar? Podéis subir en elasno que he traído para mi muchacho o ceñircon vuestras santas piernas el lomo de estadespreciable mula que me he procurado. Y porcierto que me hubiera considerado engañadocon ella, aunque me hubiese costado menos deun penique.

No. Montad vuestra mula y conducid el as-no. Yo voy más seguro a pie.

Entonces hacedme el favor de cuidaros delanimalito mientras yo arriesgo mi vida con miintento de cabalgar encima del animal mayor.

Siguió a este diálogo un fuerte barullo de co-ces, saltos y maldiciones.

Luego, con dolor indecible, el rey preso ymaniatado, notó que las voces y los pasos se

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alejaban y se extinguían. Entonces perdió todaesperanza y sintió su corazón terriblementeoprimido por una desesperación profunda.

«Mi único amigo ha sido engañado pensó .Ahora volverá el ermitaño y... »

Suspiró y se puso en seguida a forcejear conafán frenético para deshacerse de sus ligaduras,hasta lograr apartar la piel de cordero que leestaba asfixiando.

De pronto, oyó que se abría la puerta y se leheló la sangre de espanto, pues le parecía sentirya el cuchillo en su garganta. El pánico le hizocerrar los ojos, y el mismo terror se los hizoabrir de nuevo... ¡y vio delante de él a JuanCanty y a Hugo!

De haber tenido libres las quijadas, habría ex-clamado: «¡Gracias a Dios!»

Un momento después, sus miembros estabandesatados, y sus capturadores, asiéndole cadacual de un brazo, se lo llevaron a toda prisa através del bosque.

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22. Víctima de una traición

Nuevamente «el rey Fufú I» se halló entre losvagabundos y malhechores, de cuyas burlas ybromas soeces volvió a ser blanco otra vez, y,de cuando en cuando, víctima del despecho deCanty y de Hugo, tan pronto como el jefe volv-ía la espalda. Sólo estos dos le odiaban, puestodos los demás forajidos le admiraban por suvalor y firmeza, e incluso había alguno que lequería. Durante dos o tres días, Hugo, a cuyocargo y custodia se hallaba el rey, hizo oculta-mente todo lo que pudo para fastidiar al mu-chacho, y por la noche, durante las orgías habi-tuales, divirtió a los reunidos, causándole pe-queñas molestias malignas, siempre fingida-mente por casualidad.. Dos veces pisó los piesdel rey, como sin querer, y el monarca, comoconvenía a su realeza, aparentó desdeñosamen-te no darse cuenta de los pisotones pero a latercera vez que Hugo repitió la mofa, el, rey lederribó al suelo de un garrotazo, con gran

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alegría de la tribu. Hugo, enfurecido y aver-gonzado, dio un salto, cogió a su vez una estacay se lanzó furiosamente contra su pequeño ad-versario. Se formó inmediatamente un corro entorno de los gladiadores y comenzaron lasapuestas y los vítores. Pero el pobre Hugo esta-ba de mala suerte. Su esgrima vulgar e inhábilno podía servirle de nada al contender con unbrazo que había sido adiestrado por los prime-ros maestros de Europa en el arte de las para-das, ataques a fondo y toda clase de bastonazosy estocadas. El reyecito, alerta, desviaba y pa-raba la copiosa lluvia de golpes con tal graciosay ágil desenvoltura, y con una facilidad y preci-sión tales, que causaron la admiración y el en-tusiasmo de los espectadores; y de vez encuando, tan pronto como sus ojos escudriñado-res hallaban la ocasión, rápido como un relám-pago, descargaba un golpe sobre la cabeza deHugo, con lo cual había que oír la tempestad deaplausos y risas que se desencadenaba entreaquella turba maravillada.

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Al cabo de quince minutos, Hugo, apaleado,lleno de chichones, magullado y convertido enel blanco de un inclemente bombardeo de befasy escarnios, abandonó el campo, y el héroe in-demne de la lucha fue cogido y llevado enhombros alegre y tumultuosamente por aquellachusma hasta el puesto de honor, al lado deljefe, donde con aparatosa ceremonia fue coro-nado rey de los gallos de pelea3.

Luego se anunció solemnemente que su títuloanterior de «Rey Fufú» quedaba suprimido yque quien, en lo sucesivo, lo pronunciara incu-

3 La lucha de gallos, llamada en inglés "cocksfight" o “cocks game", es un espectáculomuy popular en Inglaterra. Tiene lugar enun pequeño "ring"; los animalitos van pro-vistos de espolones metálicos, y las apuestasno se pagan hasta que el gallo vencedor en-tona el canto de la victoria, señal segura deque el contrincante ha muerto, (N. del T.)

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rriría en la pena irremisible de ser expulsado dela cuadrilla. Sin embargo, fracasaron todas lastentativas de aquellos perillanes para que el reyprestara su colaboración en sus numerosas fe-chorías, pues éste se negaba a hacer nada, ycontinuamente intentaba escapar. El primer díadespués de su regreso, fue arrojado a la cocinay dejado allí sin ningún género de vigilancia, yno sólo salió de ella con las manos vacías, sinoque trató de soliviantar a sus compañeros. Lue-go le mandaron a ayudar a un calderero, perono quiso trabajar y amenazó a éste con el hierrode soldar. Hugo y el artesano se pasaron el ratoforcejeando con él para impedir que huyera. Nohacía sino lanzar amenazas, con toda la fuerzade su real autoridad, a todo aquel que coartarasus derechos o quisiera darle órdenes. Juntocon Hugo, una mujer harapienta y un niño en-fermo, fue enviado a mendigar por las calles,con muy pobre resultado, pues rehusó tomarparte en las actividades del grupito.

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Transcurrieron algunos días, y todas las mise-rias, la vulgaridad, el cansancio y la bajeza deaquella existencia errante llegaron a hacerse taninsoportables para el cautivo, que éste comenzóa pensar que el haberse librado del cuchillo delermitaño, era todo lo más un breve aplazamien-to de la muerte.

Pero por la noche, en sueños, lo olvidaba todoy disfrutaba con la ilusión de verse de nuevogobernando, sentado en su trono. Esto, natu-ralmente, aumentaba el desespero ante la dolo-rosa realidad al despertar, y así la mortificaciónde cada nueva mañana, de las pocas que trans-currieron entre su vuelta a la esclavitud y lapelea con Hugo, fue cada vez más amarga ymás insoportable.

A la mañana siguiente después de la referidacontienda, Hugo se levantó con el corazón hen-chido de deseos de venganza contra el rey. En-tre sus mal intencionados propósitos, tenía enparticular dos planes: Uno de ellos consistía eninfligir a aquel muchacho una humillación sin-

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gular a su espíritu altanero y a su pretendidarealeza «imaginaria»; y en caso de fracasar, suotro plan era acusar al rey de haber cometidoun crimen de cualquier índole y entregarlo a lasimplacables garras de la justicia.

Para llevar a cabo su primer plan, se propusoponer un «clima» en la pierna del rey, lo cualcomprendió que le mortificaría extraordina-riamente, y tan pronto como el referido «clima»surtiera su efecto, pensaba lograr la ayuda deCanty para obligar al rey a exponer la pierna alos transeúntes de cualquier camino y pedirlimosna. «Clima» era el término de la jerigonzaque hablaban los perillanes para designar unallaga artificial que producían por medio de unapasta o cataplasma de cal viva, jabón y mohode hierro viejo, extendida sobre un pedazo decuero y atada después fuertemente en contactocon la pierna. Esta aplicación hacía saltar pron-to la piel dejando a la vista la carne viva y muyirritada. Después frotaban sangre sobre la partellagada que, al secarse, quedaba con un color

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oscuro y repugnante, y por último, aplicabanun vendaje de trapos manchados muy hábil-mente, para que asomara la asquerosa úlcera einspirara compasión a los transeúntes.

Hugo consiguió la colaboración del caldereroa quien el rey había amenazado con el solda-dor. Lleváronse al muchacho a una fingida co-rrería en busca de trabajo, y tan pronto comoconsideraron que nadie podía verles desde elcampamento de la cuadrilla, le derribaron alsuelo, y mientras el calderero le sostenía fuer-temente Hugo le aplicó la cataplasma en lapierna.

El rey, enfurecido y entre una tempestad deprotestas y de amenazas, prometió rabiosamen-te que les haría ahorcar a los dos tan prontocomo tuviera de nuevo el cetro en sus manos.Pero los dos rufianes le sujetaron todavía conmás fuerza y se divirtieron haciendo mofa desu impotente indignación y de sus amenazas.

Así continuaron hasta que comenzó a produ-cir sus efectos la cataplasma, y poco rato des-

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pués el resultado hubiera sido completo si nohubiese habido interrupción... Pero la hubo,pues el esclavo que había pronunciado el dis-curso censurando las leyes de Inglaterra apare-ció en escena y puso término a la indigna ope-ración, arrancando y rasgando las vendas y lacataplasma.

Entonces el rey pretendió coger el palo quellevaba su libertador para calentar inmediata-mente la espalda de los dos rufianes, pero elhombre aquel le aconsejó que no lo hiciera,porque su actitud podría causar disgustos ymejor sería dejar el asunto para por la noche,puesto que entonces, cuando toda la tribu estu-viera reunida, la gente extraña no se arriesgaríaa venir a interrumpirles para intervenir en susasuntos. Volvieron los cuatro al campamento yel libertador del rey relató al jefe todo lo ocu-rrido.

Este escuchó, meditó, y finalmente decidióque no dedicaran al jovencito a mendigar, pues,evidentemente, era digno de una ocupación

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mejor y más elevada... Por consiguiente, le as-cendió a la categoría de ladrón.

Hugo estaba más que satisfecho, pues habíaprocurado que el rey robara sin conseguirlo,pero ahora no podría negarse a hacerlo, puesera una orden del jefe y no iba a atreverse adesobedecer. Planeó, pues, una correría paraaquella misma tarde, con el propósito de hacercaer al muchacho en manos de la ley, en formatan hábil que pareciese casualidad y no cosahecha adrede, porque el «rey de los gallos depelea» era ya popular, y la cuadrilla segura-mente no trataría con mucha consideración auno de los suyos que cometiese la grave trai-ción de entregar a un compañero al enemigocomún, que era la justicia.

Hugo salió, pues, oportunamente, con suvíctima en dirección a un pueblo vecino, y losdos fueron andando lentamente de calle encalle, uno de ellos esperando la ocasión propi-cia que ofreciera la seguridad de consecuciónde su miserable propósito, y el otro esperando

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con no menos interés ansioso el momento favo-rable de poder huir y librarse para siempre desu infamante cautiverio.

Ambos se dejaron perder algunas ocasionesbastante prometedoras, porque en su fuero in-terior el uno y el otro estaban decididos a pro-ceder aquella vez con toda seguridad y a nodejarse llevar nunca más por febriles impulsosde resultado dudoso.

Fue a Hugo a quien se le presentó primero laocasión anhelada, porque al fin apareció unamujer que llevaba un gran paquete en un cesto.Los ojos de Hugo lanzaron destellos de júbiloperverso. Este dijo para sus adentros:

«¡Magnífico! ¡Si puedo acusarte de este delito,estarás bien fresco, "rey de los gallos de pelea!"»

Aguardó al acecho, al parecer con paciencia,pero en realidad con gran excitación interior,hasta que hubo pasado la mujer y consideróque había llegado ya el momento. Entoncesdijo, muy quedo:

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Espera aquí hasta que yo vuelva. Y fue, cau-telosamente, al encuentro de su víctima.

El corazón del rey se llenó de alegría, pues siel proyecto de Hugo llevara a éste algo lejos, élpodría escaparse. Pero no tuvo esta suerte.

Hugo se deslizó detrás de la mujer, le arre-bató el paquete, y volvió corriendo mientras loenvolvía en un pedazo de manta vieja que lle-vaba en el brazo. La mujer, al notar la disminu-ción de peso del contenido de su cesto, se diocuenta del hurto comenzó a dar gritos. Hugo,sin detenerse, puso el paquete en manos delrey, diciéndole:

Ahora echa a correr tras de mí gritando:«¡Ladrones! ¡Ladrones!», pero procura despis-tarlos.

Un momento después, Hugo dio vuelta a unaesquina, penetró en un callejón, y volvió a apa-recer en seguida ostensiblemente, con perfectaindiferencia y aire inocente, y, situándosedetrás de un poste, se quedó observando elresultado de su añagaza.

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El ofendido rey tiró el paquete al suelo y lamanta lo dejó al descubierto en el preciso mo-mento en que llegaba la mujer robada, seguidade un tropel de gente. La mujer asió con unamano la muñeca del rey, cogió con la otra elfardo que recuperaba y comenzó a dirigir unaserie de improperios al jovencito que se esfor-zaba en vano para desasirse. Hugo acababa depresenciar lo suficiente. Su enemigo había sidocapturado y la ley se encargaría ahora del resto.Se escurrió, pues, satisfechísimo y sonriente yse encaminó hacia el campamento de la cuadri-lla, mientras iba ideando una versión verosímildel suceso para contársela al jefe.

Seguía el rey forcejeando para que la mujer lesoltara, y muy indignado, exclamaba:

¡Suéltame de una vez, estúpida! No he sidoyo el que te ha quitado esas mezquindades detu pertenencia.

La multitud se agrupó en torno del rey y ledirigió un sinfín de insultos y amenazas. Unherrero muy robusto, con delantal de cuero y

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arremangado hasta los codos, pretendió aba-lanzarse sobre él, declarando que, como lección,iba a darle una buena paliza, pero en aquel pre-ciso momento brilló en el aire el acero de unaespada que cayó de plano, contundentemente,sobre el brazo del mal intencionado herrero, almismo tiempo que el fantástico individuo quela blandía, exclamaba:

¡Vamos a ver, almas bondadosas! Obremoscon nobleza y no con mala sangre y palabrassoeces. Este es un caso que tiene que ser resuel-to por la justicia y no como se le antoje a cual-quiera. Soltad al muchacho, buena mujer.

El herrero se quedó un momento observandoa aquel soldado fornido y se alejó refunfuñandoy frotándose el brazo. La mujer soltó de malagana la muñeca del reyecito, y el gentío miró aldesconocido con poca simpatía, pero por pru-dencia, guardó silencio. El monarca saltó allado de su libertador, y con mejillas encendidasy ojos centelleantes, exclamó:

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Es lamentable que hayáis tardado tanto envenir, pero al menos os habéis presentado enun momento oportuno, sir Miles. ¡Despedazada toda esa chusma!

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23. El príncipe prisionero

Hendon disimuló una sonrisa, mientras se in-clinaba y susurraba al oído del rey:

Poco a poco, poco a poco, príncipe. Mesuradvuestras palabras, aunque mejor será que nodigáis nada en absoluto. Confiad en mí... quetodo saldrá bien al final. Y prosiguió, diciendopara sus adentros: «¡Sir Miles! ¡Es verdad! ¡Yahabía olvidado que yo era un caballero! ¡Esmaravilloso ver cómo quedan grabadas imbo-rrablemente en la memoria de ese muchachosus propias locuras! Mi título es ficticio y risi-ble, y, sin embargo, es algo de lo cual me hehecho merecedor, porque a mi modo de ver esmás alto honor que le consideren a uno dignode ser el espectro de un caballero en el reino delos sueños y sombras de ese muchacho, que serlo bastante rastrero para figurar como conde enalgunos de los reinos reales de este bajo mun-do. »

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El gentío se apartó para dar paso a un algua-cil que se disponía a asir al rey por el hombro,cuando Hendon dijo:

Andad con tiento, amigo, y retirad la manoporque él irá dócilmente. Yo respondo de ello.Andad delante y os seguiremos.

El alguacil emprendió la marcha al lado de lamujer y su paquete, y Miles y el rey fueron trasde ellos, seguido; por la muchedumbre. Él mo-narca sentía la tentación irresistible de rebelar-se, pero Hendon le susurró al oído:

Reflexionad, señor, que vuestras leyes son elhálito salutífero de vuestra propia realeza. Si elque las dicta se rebela contra ellas, ¿cómo va apoder obligar a los demás a respetarlas? Cuan-do el rey vuelva a ocupar su trono, ¿podrá porventura humillarle pensar que cuando era, apa-rentemente, un particular se resignó lealmentea trocar el rey en, ciudadano y se sometió a laautoridad de las leyes?

Tenéis razón; no digáis más. Vais a ver comosea cual fuere el padecimiento que, con arreglo

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a la ley, pueda imponer el rey de Inglaterra auno de sus súbditos, lo sufrirá él mismo mien-tras se halle en el lugar de un vasallo.

Cuando la mujer robada fue llamada a pre-sencia del juez municipal, juró y perjuró que elpreso que se hallaba en el banquillo era la per-sona que había cometido el hurto, y como nohabía nadie que pudiera demostrar lo contrario,la culpabilidad del reo quedó probada. El pa-quete fue desenvuelto, y cuando se vio quecontenía un cerdito rollizo y condimentado, elJuez se sintió turbado, y Hendon palideció, almismo tiempo que experimentaba algo así co-mo una corriente eléctrica por todo su cuerpo yluego una sensación de desmayo, pero el reyquedó impasible porque ignoraba el caso.

El juez reflexionó un momento y preguntó ala mujer:

¿A cuánto calculáis que asciende el valor deeso

La mujer hizo una reverencia y contestó:

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Tres chelines y ocho peniques, señor. Sí hede decir honradamente lo que vale, no puedorebajar ni un penique. El juez dirigió una mira-da intranquila al público, y luego, haciendo unaseñal al alguacil, le ordenó:

Despejad la sala y cerrad las puertas.Así se hizo, y no quedó en la sala más que el

juez, el alguacil, el acusado, la acusadora y Mi-les Hendon. Este último estaba rígido y pálido,y de su frente brotaban gotas de sudor frío quese deslizaban ininterrumpidamente por su ros-tro.

El juez, dirigiéndose nuevamente a la mujer,dijo con voz compasiva:

Ese chico es un pobre ignorante que obró talvez inducido por el hambre, porque atravesa-mos unos tiempos muy penosos para los queno tienen fortuna. Fijaos en que no tiene cara demalvado..., pero cuando se está hambriento...¿Sabéis, buena mujer, que si se roba algo cuyovalor exceda de trece peniques y medio, la leycondena al ladrón a la horca?

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El monarca se estremeció y abrió desmesura-damente los ojos con consternación, pero logródominarse y guardó silencio. En cambio, lamujer se puso en pie de un salto, y llena de es-panto exclamó con voz temblorosa:

¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Por nada delmundo querría yo que ahorcaran al infeliz mu-chacho! ¡Oh, salvadle, señor! ¿Qué tengo quehacer yo para favorecerle? ¿Qué puedo hacer?

El juez mantuvo su actitud solemne y con-testó sencillamente:

Indudablemente se puede revisar el valor delo robado, puesto que éste no está todavía escri-to en los autos.

Entonces, en nombre de Dios repuso lamujer , haced constar que el cerdito vale sóloocho peniques, y ¡bendiga Dios el día en queme he visto con la conciencia libre de tan graveremordimiento!

Miles Hendon, loco de alegría, olvidó tododecoro y comedimiento, y sorprendió al rey ehirió su dignidad echándole los brazos al cuello

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y estrechándolo contra su pecho. La mujer sedespidió muy agradecida y se marchó con sucerdo. El alguacil le abrió la puerta y la siguióhasta el vestíbulo. El juez se puso a escribir ensus papeles, y Hendon, siempre ojo avizor,creyó conveniente averiguar por qué el alguacilhabía seguido a la mujer, y con este objeto salióde puntillas hasta el oscuro vestíbulo y se pusoa escuchar atentamente. Lo que logró oír fuepoco más o menos lo siguiente:

Es un cerdo muy rollizo y ha de estar muysabroso... Os lo voy a comprar. Aquí tenéis losocho peniques.

¡Ocho peniques! ¡Estáis de guasa! Me cuestatres chelines y ocho peniques, en buena mone-da del último reinado. ¡Id a paseo con vuestrosocho peniques!

Son éstas vuestras razones, ¿eh? Entonceshabéis jurado en falso al declarar que no valíamás que ocho peniques. Venid en seguidaconmigo ante el juez a responder de vuestrodelito... y el muchacho será ahorcado.

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Está bien, está bien. Me conformo con todo.Dadme los ocho peniques y no digáis ni unapalabra.

La buena mujer se marchó corriendo y Hen-don volvió a la sala del tribunal, donde el al-guacil no tardó en aparecer, después de haberescondido su adquisición en un lugar conve-niente. El juez estuvo escribiendo un momentomás y después leyó al rey una sentencia muyprudente y bondadosa, condenándole a un cor-to encarcelamiento en un calabozo común, des-pués del cual sería azotado públicamente. Elmonarca, perplejo, abrió la boca y probable-mente se disponía a ordenar que el buen juezfuese decapitado en el acto, pero notó una señaque le hizo Hendon y consiguió dominarse ycerrar la boca antes de que saliera de ella unasola palabra. Hendon le cogió de la mano, hizouna reverencia al juez y ambos se dirigieronhacia la cárcel, seguidos y vigilados por el al-guacil. En el momento en que llegaron a la ca-

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lle, el rey, indignado, se detuvo, desprendió sumano de la de Hendon, y exclamó:

¡Idiota! ¿Os figuráis que voy a entrar vivo enun calabozo común?

Hendon se inclinó reverente y repuso concierta dureza:

¿Queréis confiar en mí? ¡Silencio! No com-pliquéis nuestra delicada situación con palabraspeligrosas. Sucederá lo que Dios quiera... Perotened paciencia y esperad... que ya tendremostiempo de sobra para rabiar o para alegrarnoscuando lo que haya de suceder haya sucedido.

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24. La evasión

El corto día invernal tocaba casi a su fin. Lascalles estaban desiertas. Sólo circulaban porellas algunos transeúntes desperdigados, queandaban presurosos con el aire del que llevaintención de cumplir su misión lo más prontoposible para refugiarse en seguida en su casaprotegido contra el vendaval creciente y la os-curidad cada vez más densa. No miraban ni aderecha ni a izquierda, ni se fijaban en nuestrospersonajes que, al parecer, les pasaban comple-tamente desapercibidos. Eduardo VI se pregun-taba si el espectáculo de un rey conducido a lacárcel podía haber sido contemplado algunavez por el público con tan asombrosa indiferen-cia. No tardaron en llegar a un mercado desier-to, que el alguacil se dispuso a cruzar, perocuando éste llegó al centro del mismo, Hendonle puso la mano en el hombro y le dijo en vozbaja:

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Esperad un momento, buen hombre. Ahoraque nadie nos oye, he de deciros unas palabras.

Mi deber me prohibe escucharos. No me en-tretengáis, que se acerca la noche.

A pesar de todo, esperad un momento, por-que el asunto os interesa mucho. Volveos unmomento de espalda y fingid que no veis. Dejadque ese muchacho se escape.

¿A mí con ésas, señor? Os voy a prenderen…

No, no os precipitéis... Tened cuidado y nocometáis una insensatez. Y, tan quedo, al oídodel alguacil, que su voz no era más que undébil susurro, Hendon añadió : El cerdo quehabéis comprado por ocho peniques os puedecostar la cabeza.

El pobre alguacil, pillado por sorpresa, sequedó mudo de estupefacción, pero instantá-neamente, reaccionando, comenzó a proferiramenazas. Hendon, tranquilamente, esperóhasta que el infeliz hubo agotado todas sus la-mentaciones, y entonces dijo:

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Me habéis caído simpático, amigo, y no qui-siera que os ocurriera nada desagradable. Lo oítodo... Os lo puedo demostrar.

Y dicho esto, le repitió al pie de la letra todala conversación que el alguacil sostuvo con lamujer en el vestíbulo, y terminó diciendo:

¿Os lo he contado bien? ¿No os parece quepodría comunicárselo al juez si las circunstan-cias lo exigieran?

El alguacil se quedó un momento callado, lle-no de turbación y de miedo, pero recobrandoánimo, dijo con forzada desenvoltura:

Dais mucha importancia a una broma. Nohice más que sobornar a una mujer para diver-tirme.

¿Y es también para divertiros que guardáisel cerdo?

Unicamente por eso, buen señor contestó elalguacil sutilmente . Ya os he dicho que no fuemás que una broma.

Empiezo a creeros repuso Hendon, con to-no que expresaba media mofa y media convic-

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ción . Pero esperad aquí un momento, mientrascorro a preguntar al señor juez, quien, induda-blemente, por ser un hombre práctico en leyes,en chungas y en...

Se dispuso a alejarse sin dejar de hablar, peroel alguacil titubeó, lanzó una o dos maldicio-nes, y finalmente exclamó:

¡Aguardad, aguardad un momento, buenseñor! ¡El juez tiene tan poca simpatía a losbromistas como puede tenerla un cadáver! Ve-nid y continuaremos hablando. ¡Maldita sea!Sin duda me he metido en un lío... y todo poruna simple guasa inocente... Soy padre de fami-lia; y mi mujer y mis hijos... Atended a mis ra-zones,, señor. ¿Qué queréis de mí?

Unicamente que seáis ciego, mudo Y paralí-tico, mientras cuento hasta cien mil... Contarédespacio añadió Hendon, con la expresión deun hombre que no pide más que un favor razo-nable y de muy escasa importancia.

¡Eso es mi perdición! exclamó el alguacil,desesperado . ¡Por Dios, buen señor, sed razo-

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nable! Considerad el asunto en todos sus aspec-tos y os convenceréis de que se trata de purachacota, de una burla sencilla y evidente. Y sialguien pretendiera demostrar que no se tratade una chanza, la mayor sanción que me podríaimponer sería una amonestación de labios deljuez.

Hendon replicó con una solemnidad que dejóhelado el aire que respiraba el alguacil:

Vuestra chunga tiene un nombre en la ley.¿Sabéis cuál es?

Lo ignoro... ¡Tal vez cometí una impruden-cia! Jamás pude pensar que tuviera un nom-bre... ¡Cielo santo! Me figuraba haber tenidouna idea original.

Sí, tiene un nombre. En la ley este delito secalifica de la siguiente manera: Non compos men-tis lex talionis sic transit gloria mundi.

¡Oh, Dios mío!¡Y se castiga con la pena de muerte¡Dios se apiade de este pobre pecador!

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Aprovechándoos de la situación de una per-sona considerada culpable y en peligro, y quese hallaba en vuestras manos, os habéis apode-rado de algo cuyo valor excede de trece peni-ques y medio y por lo cual no habéis pagadomás que una miseria, y eso, a los ojos de la jus-ticia, de conformidad con la ley, es una fechoríaque se califica: ad hominem expurgatis in statuquo, y la pena es la muerte en manos del verdu-go, sin rescate posible, conmutación o beneficioeclesiástico.

¡Por favor, buen señor, sostenedme, que meflaquean las piernas! ¡Tened compasión de mí!Libradme de esta sentencia, y me volveré deespaldas y no veré nada de cuanto ocurra.

Está bien. Ahora veo que entráis en razón ysois prudente. ¿Y devolveréis el cerdo?

Sí, lo devolveré, lo devolveré... y no tocarénunca ninguno más, aunque me lo envíe el Cie-lo por mediación de un arcángel. Marchaos,que para vosotros soy ciego..., no veo nada enabsoluto. Diré que me habéis atacado y que me

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habéis arrancado al prisionero de las manos porla fuerza. Es una puerta muy vieja... yo mismola derribaré después de medianoche.

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25. Hendon Hall

Tan pronto como Hendon y el rey se vieronlibres del alguacil, Su Majestad recibió instruc-ciones para que corriera hacia un lugar deter-minado, en las afueras de la población y espe-rara allí mientras Hendon iba a la posada conobjeto de pagar la cuenta. Media hora más tar-de, los dos amigos se encaminaban alegrementey a trote corto hacia el este, montados en lostristes solípedos de Hendon. El rey iba ya abri-gado y cómodo, porque había abandonado susropas harapientas para vestirse con el traje delance que Hendon había comprado en el puentede Londres.

Hendon quería evitar que el muchacho secansara en exceso, pues comprendía que lasexcursiones fatigosas,, las comidas irregulares yla falta de reposo habían de perjudicar a sumente perturbada, mientras que el descanso, laregularidad y el ejercicio moderado, favorecían,indudablemente, su rápida curación. Sentía el

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deseo ferviente de ver bien sentada aquellainteligencia hoy desquiciada, y disipadas parasiempre las fantásticas visiones de aquella ca-becita trastornada. Por lo tanto, se dirigió, enetapas cortas, hacia el hogar paterno de dondese había ausentado hacía tanto tiempo, en vezde obedecer al impulso de su impaciencia yencaminarse hacia él aceleradamente, sin inte-rrumpir su viaje ni de día ni de noche.

Cuando hubieron recorrido unas diez millas,llegaron a una población importante, donde sedetuvieron para pernoctar en una buena posa-da. Se reanudaron entonces las acostumbradasrelaciones anteriores, y Hendon volvió a situar-se detrás de la silla del rey mientras éste comía,atendiéndole en todo, desnudándole al ir aacostarse, y tendiéndose él en el suelo paradormir envuelto en una manta y con el cuerpoatravesado en la puerta.

Al día siguiente y también al otro día conti-nuaron su viaje lentamente, hablando de lasaventuras que habían vivido desde su separa-

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ción, y disfrutando extraordinariamente con losdetalles respectivos que se relataban él uno alotro. Hendon refirió todas sus andanzas enbusca del monarca, describió cómo el arcángelle condujo por todo el bosque, hasta llevarlootra vez a la cabaña cuando al fin se convencióde que no podría librarse de él.

Entonces prosiguió Hendon el ancianoentró en el cuarto y volvió a salir en seguidatambaleándose y en extremo decaído y me ma-nifestó que confiaba en que el chico habríavuelto y que estaría descansando, pero no eraasí. Aguardé durante todo el día en la cabaña, ycuando perdí la esperanza de vuestro regreso,fui de nuevo en vuestra busca. Y el viejo Sanc-tum sanctorum estaba verdaderamente desespe-rado por la desaparición de Vuestra Majestad.Lo comprendí por la cara que ponía.

Indudablemente repuso el rey.Y seguidamente, relató sus aventuras. Hen-

don, al oírlas, se arrepintió de no haber estran-gulado al arcángel.

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Durante el último día del viaje, Hendon, de-mostró estar muy alegre. Su lengua no paraba.Mencionó su padre anciano, su hermano Artu-ro y explicó cosas que ponían de manifiesto elcarácter generoso de ambos. Tuvo palabras deapasionamiento amoroso para su Edith y, enfin, estaba tan de buen humor y tan optimista,que hasta llegó a decir algo muy afable y fra-ternal para con Hugo. Se extendió en intermi-nables consideraciones relativas a. su próximallegada a Hendon Hall. ¡Qué sorpresa para to-dos y qué explosión de gratitud y de satisfac-ción feliz habría en la familia!

Era una región hermosa, llena de masías y dehuertos, y la carretera se alargaba infinitamentea través de vastas praderas, cuyos puntos másalejados ofrecían la agradable perspectiva desuaves colinas y depresiones que hacían pensaren las tranquilas ondulaciones del océano.

Por la tarde, el hijo pródigo, de regreso alhogar, se desviaba continuamente de su camino

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con objeto de ver si subiendo a alguna loma,podría, a lo lejos, descubrir su casa.

Por fin lo consiguió, y exclamó con excitaciónentusiástica:

¡Ahí tenemos al pueblo, príncipe, y allá se vemi casa! Desde aquí se pueden contemplar lastorres... Y aquel bosque es el parque de mi pa-dre. ¡Ah! ¡Ahora vais a ver qué fastuosidadimponente! ¡Una mansión con setenta habita-ciones! ¡Figuraos! ¡Y con veintisiete criados!Una morada propia para nosotros, ¿verdad?¡Venid, apretemos el paso... mi impaciencia noadmite más demora!

Se apresuraron, pues, todo lo posible, pero apesar de su velocidad, ya habían dado las trescuando llegaron al pueblo. Mientras cruzabansu calle, Hendon no cesaba de hablar:

Esta es la iglesia..., cubierta por la mismahiedra de antes. Allí está la posada El viejo leónrojo, y más allá el mercado... y el llamado«árbol de mayo»... Todo está igual, excepto lagente, pues en diez años, las personas cambian.

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Creo reconocer a algunos, pero a mí no me re-conoce nadie.

Llegaron al extremo del pueblo, tomaron porun camino angosto metido entre elevados setos,y avanzaron por él, ligeros, cerca de media mi-lla, luego penetraron en un anchuroso jardínpor una verja espléndida, cuyos sendos pilaresde piedra ostentaban blasones. Se hallaban enuna mansión de la nobleza.

¡Bien venido a Hendon Hall, mi rey! ex-clamó Miles . ¡Ah! Este es un gran día. Mi pa-dre, mi madre y Edith estarán tan locos dealegría que no tendrán ojos y lengua más quepara mí en los primeros momentos de emociónpor el encuentro. Por ello quizá os parecerá quesois recibido con frialdad..., pero no hagáis ca-so, pronto os convenceréis de lo contrario, puescuando les manifieste que sois mi pupilo, y lesexplique el gran cariño que os profeso, ya ver-éis como os estrecharán contra su pecho, porconsideración a mí, y os ofrecerán su casa y suscorazones para siempre.

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Dicho esto, Hendon se apeó delante del am-plio portal, ayudó al rey, a poner también pie atierra, y cogiendo a éste la mano, penetró con élen la casa precipitadamente. A los pocos pasosse hallaron en una sala espaciosa. Hendon hizosentar al rey con más prisa que ceremonia, ycorrió hacia un joven que estaba sentado delan-te de una mesa-escritorio, junto a una buenafogata.

¡Dame un abrazo, Hugo, y dime que te ale-gras de volverme a ver! Llama a nuestro padre,porque esta casa no será mi casa hasta que yoestreche su mano, vea su rostro y vuelva a oírsu voz...

Pero Hugo, después de demostrar una sor-presa momentánea, se echó hacia atrás, y sequedó contemplando fijamente al intruso, conuna mirada que, al principio, reveló la digni-dad algo ofendida, pero como respondiendo aun pensamiento y a un propósito secreto, cam-bió de expresión, demostrando curiosidad y

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asombro, mezclados con un aire de compasión,y dijo, con dulzura:

¡Tu mente parece perturbada, pobre foraste-ro! Indudablemente habrás sufrido privacionesy malos tratos en el mundo, a juzgar por tusemblante y por tu ropa. ¿Por quién me tomas?

¿Por quién te tomo? ¿Quién puedo figurar-me que eres sino quien eres realmente? Te tomopor Hugo Hendon repuso Miles, indignado.

Entonces el otro prosiguió con el mismo tonosuave:

¿Y quién te imaginas que eres?No se trata ahora de imaginaciones. ¿Vas a

pretender que no conoces a tu hermano MilesHendon?

Las facciones de Hugo expresaron una agra-dable sorpresa:

¿Es posible? ¿No te burlas? exclamó éste .¿Pueden resucitar los muertos? Si es así... ¡Ala-bado sea Dios! ¡Nuestro pobre muchacho per-dido vuelve a nuestros brazos después de todosesos años crueles! ¿Será verdad tanta felicidad?

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¡Te suplico que tengas piedad de mí y no mehagas víctima de tus burlas! ¡Pronto!... Ven a laluz y deja que te mire bien.

Asió a Miles por el brazo, le arrastró hasta laventana, y comenzó a devorarlo con los ojos depies a cabeza, volviéndole de uno y otro lado, yhaciéndole girar vivamente para examinarlodesde todos los puntos de vista, mientras el hijopródigo, lleno de gozo, sonreía, reía y no cesabade mover la cabeza, diciendo:

Continúa, hermano, continúa y no temas.No encontrarás miembro ni facción que nopueda soportar la prueba. Obsérvame hasta elúltimo detalle tanto como te plazca, mi buenHugo. Soy, en efecto, tu hermano Miles, elhermano perdido... ¿No es eso? ¡Hoy es ungran día! ¡Dame la mano, acerca tu cara! …¡Dios mío, parece que vaya a morir de alegría!

Iba a echarse a los brazos de su hermano, pe-ro Hugo levantó la mano para detenerle, conaire de objeción, y dejó caer la cabeza sobre elpecho, apenado, y dijo con emoción dramática:

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¡Ah, Dios con su bondad me dará fuerzaspara sobrellevar esta terrible decepción!

Miles, perplejo, estuvo un momento sin poderhablar, pero recobró luego el uso de la palabray exclamó:

¿Qué decepción es ésa? ¿Por ventura no soytu hermano?

Hugo movió la cabeza tristemente y replicóPido a Dios que lo que dices sea cierto, y que

otros ojos encuentren la semejanza que no des-cubren los míos. Pero ¡ay! Mucho me temo quela carta dijo una verdad dolorosa...

¿Qué carta?La que vino hace seis o siete años de ultra-

mar. En ella se nos comunicaba que mi her-mano había muerto en el campo de batalla.

¡Era mentira! Llama a nuestro padre... él mereconocerá.

No se puede llamar a los muertos.¿Muerto? preguntó Miles, con voz apagada

y labios temblorosos . ¡Mi padre muerto!... ¡Oh,ésta es una noticia terrible! Mi júbilo se ha casi

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desvanecido. Te ruego que me permitas ver ami hermano Arturo... Él me reconocerá y sabráconsolarme.

También falleció Arturo.¡Dios tenga piedad de mí! ¡Soy un hombre

desgraciado! ¡Murieron los dos dignos y quedéyo, que soy el indigno! ¡Oh, te lo imploro! Nome digas que Edith también murió...

No Edith vive.Entonces, ¡alabado sea Dios!, renace mi

alegría. Corre, hermano, hazla venir aquí... Y sidice que yo no soy yo... Pero no lo dirá, no, no...Me reconocerá. Sería un estúpido si lo pusieraen duda. Tráela, y haz venir también a los anti-guos criados, que seguramente también van areconocerme.

. Murieron todos menos cinco... Pedro, Hal-sey David, Bernardo y Margarita.

Dicho esto, Hugo salió de la estancia y Milesse quedó un rato pensativo y comenzó a ir deun lado para otro del aposento, murmurandopara sí:

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Los cinco archivillanos han sobrevivido a losveintidós leales y honrados... Me parece cosaextraña.

Siguió dando pasos de una parte a otra yhablando para sus adentros pues se había olvi-dado del rey, pero de pronto, Su Majestad dijogravemente y con tono de sincera compasión,aunque sus palabras podían interpretarse comouna ironía:

No os preocupéis por vuestro infortunio,buen hombre. Hay otros en el mundo cuyaidentidad se niega y cuyos derechos se tomanen broma. No estáis solo en la desgracia.

¡Ay, rey mío! exclamó Hendon, sonroján-dose ligeramente . No me condenéis. Esperady vais a ver. No soy un impostor. Ella lo dirá.Oiréis la verdad de los más dulces labios deInglaterra. ¿Yo un impostor? Conozco esta viejamansión, esos retratos de mis antepasados ytodo lo que nos rodea, como conoce un niño supropio cuarto. Aquí nací y aquí me criaron,señor. Digo la verdad; a vos no os engañaría. Y

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aunque nadie me creyera, os ruego que vos nodudéis de mí, porque no podría soportarlo.

No dudo de vos repuso el rey, con sincerasencillez infantil.

Os lo agradezco de todo corazón contestóHendon, con un fervor que revelaba que estabaemocionado.

Entonces el monarca añadió con la mismasencillez benévola:

¿Y vos dudáis de mí?Hendon se sintió dominado por una turba-

ción culpable, respiró aliviado al ver que seabría la puerta para dar paso a Hugo, lo cual lelibró de la necesidad de contestar a la preguntadel muchacho.

Una hermosa dama ricamente ataviada segu-ía a Hugo Y detrás de ella venían varios criadoscon flamante librea. La dama avanzó lentamen-te, con la cabeza baja y la mirada fija en el sue-lo. Sus facciones revelaban una profunda triste-za. Miles Hendon se precipitó hacia ella y ex-clamó:

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¡Oh, Edith mía, mi adorada... !Pero Hugo le apartó con gravedad, al mismo

tiempo que decía a la dama:Miradle. ¿Le conocéis?

Al oír la voz de Miles aquella mujer tuvo unligero sobresalto; todo su cuerpo temblaba ysus mejillas se colorearon. Guardó silencio du-rante una pausa impresionante de breves mo-mentos y luego levantó despacio la cabeza y fijólos ojos en Hendon, con una mirada fría y deespanto. La sangre fue retirándose de su, rostrogota a gota, hasta que no quedó en él más quela lividez gris de la muerte; y al fin dijo la da-ma, con voz tan apagada como su semblante:

No le conozco...Y dicho esto dio media vuelta y se retiró de la

estancia, temblorosa, ahogando un gemido yreprimiendo el llanto.

Miles Hendon se dejó caer en una silla y secubrió la cara con las manos, sumido en la de-sesperación.

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Al cabo de un rato, su hermano preguntó alos criados:

Ya le habéis observado bien. ¿Le conocéis?Todos movieron la cabeza negativamente, y

entonces el amo dijo:Los criados no os conocen, señor. Temo que

en esto hay algún error... Ya habéis visto que mimujer tampoco os conoce.

¿Tu mujer?Hugo se vio instantáneamente clavado en la

pared, con una mano de hierro en la garganta.¡Ah, truhán abominable! ¡Ahora lo com-

prendo todo! ¡Escribiste tú mismo la carta falsa,y mi novia y mis bienes robados han sido sufruto! ¡Largo de ahí, pillastre! ¡Porque no quieromancillar mi honorable condición de soldadomatando a un miserable muñeco tan desprecia-ble!

Hugo, con el rostro encendido y casi sinaliento, fue tambaleándose a apoyarse en lasilla más próxima y ordenó a los criados que

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asieran y maniataran al criminal forastero, peroéstos vacilaron y uno de ellos dijo:

Va armado, señor, y nosotros no tenemosarmas…

¡Armado! ¿Y qué tiene que ver siendo tantoscomo sois vosotros? ¡Sujetadle, os digo!

Pero Miles les advirtió que tuvieran cuidadocon lo que hacían, y añadió:

Todos me conocéis desde hace mucho tiem-po... No he cambiado. Acercaos, si os parece.

Esta evocación del pasado no consiguió daránimo a los criados, que siguieron mantenién-dose alejados.

Entonces id a armaros, cobardes, y guardadlas puertas mientras yo envío a uno a buscar alos guardias gritó Hugo.

Y dirigiéndose a Miles, desde el umbral, le di-jo:

Mejor será que no intentéis escaparos.¿Escaparme? No te molestes por eso, si es

sólo esto, lo que te preocupa, porque MilesHendon es el dueño de Hendon Hall y de todo

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lo que abarca esta hacienda. Se quedará, pues,aquí..., no lo dudes.

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26. Repudiado

El rey estuvo sentado unos momentos, pensa-tivo, y luego levantando la vista, dijo:

Es extraño... verdaderamente extraño. Nome lo explico.

No, no es extraño, señor. Conozco a mi her-mano y considero que su conducta es natural.Ha sido un truhán desde que nació.

¡Oh! No hablaba de él, sir Miles.¿No hablabais de él? Pues ¿de quién? ¿Y qué

es lo que no acertáis a explicaros?Que no echen de menos al rey.¿Cómo? ¿Qué rey? No comprendo.¿De veras? ¿No os causa asombro que el

país no esté lleno de emisarios, heraldos y pro-clamas describiendo los detalles de mi personapara descubrir mi paradero? ¿Por ventura no esmotivo de conmoción y de dolor que el jefe delEstado haya desaparecido? ¿No tiene impor-tancia que yo me haya disipado, que mi pueblome haya perdido?

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Tenéis razón, mi rey, lo había olvidado re-puso Hendon, suspirando, al mismo tiempoque pensaba: «¡Pobre cerebro desquiciado!¡Persiste en su pesadilla patética!»

Pero tengo un plan que nos favorecerá a losdos. Escribiré un mensaje en tres idiomas: enlatín, en griego y en inglés... Y mañana por lamañana lo llevarás con toda urgencia a Lon-dres. No lo entregues a nadie más que a mi tío,lord Hertford; cuando lo vea, sabrá que yo lohe escrito, y mandará que vengan a buscarme.

¿No sería mejor, príncipe, que esperásemosaquí hasta que yo demuestre quién soy y ase-gure mi derecho a mi hacienda? De esta manerame hallaría en mejor situación para...

El rey le interrumpió imperiosamente, di-ciendo:

¡Callaos! ¿Qué representan vuestros pobresfines, vuestros intereses triviales, comparadoscon un asunto en el que está comprometido elbienestar de una nación y la integridad de untrono? Y con voz más dulce, como si se arre-

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pintiera de su severidad, añadió : Obedece yno temas, que yo me ocuparé de que se te hagajusticia y se te restituya todo lo que te pertene-ce, todo... y más que todo. No olvidaré tu con-ducta y te demostraré mi gratitud.

Dicho esto, tomó la pluma y se puso a escri-bir. Hendon se quedó contemplándole un mo-mento cariñosamente y dijo para sus adentros:

«Si estuviéramos a oscuras me figuraría que,efectivamente, ha sido un rey el que ha habla-do. Es innegable que cuando se le antoja lanzarayos y truenos como un verdadero monarca.¿De dónde habrá sacado esta habilidad? Mirad-le trazar pretensiosamente unos garabatos sinsignificado de ninguna clase, figurándose queson párrafos en latín y en griego... Y como miingenio no me inspire un recurso afortunadopara disuadirle de su propósito descabellado,mañana tendré forzosamente que fingir quesalgo a cumplir el fantástico encargo que hareservado para mí. »

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Al cabo de un momento, los pensamientos desir Miles volvieron a fijarse en el reciente epi-sodio, y tan absorto estaba con sus cavilaciones,que cuando el rey le entregó el papel que aca-baba de escribir, o cogió maquinalmente y se lometió sin darse cuenta en el bolsillo.

¡Qué actitud tan extraña ha sido la de Edith!dijo Hendon entre dientes, Yo creo que me ha

conocido, pero por otra parte me parece que nome ha reconocido... Comprendo perfectamenteque estas opiniones son contradictorias, sinembargo, no me es posible reconciliarlas nidesechar ninguna de las dos. El caso se presen-ta simplemente de esta manera: ha de haberreconocido mis facciones y mi voz... ¿Cómo noiba a ser así? Y no obstante, dijo que no me co-nocía, y esto es una prueba irrefutable, porqueno puede mentir. Pero, reflexionemos... Creoque empiezo a ver las cosas claras. Tal vez élhabrá influido en ella, y le habrá ordenado...,obligado a mentir. Es eso, no cabe duda. Elenigma está descifrado. Parecía muerta de te-

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rror... Sí, se hallaba bajo la coacción de Hugo.La buscaré, la encontraré. Ahora que él estáfuera, podré hablar con ella y me confesará laverdad, pues siempre fue honrada y leal.

Se dirigió hacia el umbral ansiosamente, y enaquel preciso momento la puerta se abrió yapareció lady Edith. Estaba muy pálida, peroandaba con paso firme, y aunque seguía con elmismo aire de profunda tristeza, su continenteofrecía su gracia peculiar y su gentil dignidad.

Miles se precipitó hacia ella lleno de confian-za, pero ella le contuvo con un gesto casi im-perceptible, y él se quedó como clavado en elsuelo. La joven tomó asiento e invitó a Hendona que también se sentara. En esta forma sencillahizo perder a éste la sensación de compañeris-mo y le convirtió en un desconocido y en unhuésped.

Señor dijo lady Edith , he venido parahaceros una advertencia: los locos no puedenquizá ser disuadidos de sus ilusiones maniáti-cas, pero no hay duda de que se les puede con-

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vencer de que eviten los peligros. Supongo quevuestro sueño os parece sinceramente realidady, por consiguiente, no cometéis delito, pero noos empeñéis en quedaros aquí con vuestra ideainsensata, porque es peligroso... Y añadió contono impresionante y mirándole a Miles la caracon fijeza . Tanto más cuanto que os parecéisextraordinariamente al que hubiera sido nues-tro hermano, si hubiera vivido.

Pero ¡por Dios, señora, si soy precisamenteel mismo!

Creo sinceramente que lo decís de buena fe,caballero. No pongo en duda vuestra honradez,pero os aviso, y nada más... Mi esposo es elamo de esta región; su poder es casi ilimitado;la gente, aquí, prospera o muere de hambresegún sea su voluntad. Si no os parecierais alhombre que pretendéis ser, mi marido podríapermitiros disfrutar de vuestro sueño fantásti-co, pero le conozco bien y sé lo que hará: dirá atodo el mundo que no sois más que un impos-tor demente, y todos, al unísono, irán por do-

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quier repitiendo lo mismo. Volvió a contem-plar el rostro de Miles con la misma fijeza, yañadió : Si fueseis Miles Hendon y él lo supie-ra, y estuviera también enterada de ello toda lacomarca... reflexionad bien lo que digo y aqui-latad mis palabras; correríais el mismo riesgo yvuestro castigo no sería menos cierto. Mi espo-so renegarla de vos y os denunciaría, y nadie seatrevería a salir en vuestra defensa.

Estoy convencido de ello repuso Milesamargamente . El que puede ordenar a unamujer que traicione Y reniegue de un amigo detoda la vida, y es obedecido por ella, bien pue-de esperar obediencia de aquellos que al des-aten derle se jugarían el pan y la vida, sin teneren cuenta vínculos de lealtad y de honor, másfrágiles que telarañas.

Un débil rubor coloreó un momento las meji-llas de la dama, que bajó la vista al suelo, perosu voz, al proseguir, no reveló la menor con-moción:

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Os he advertido, y tengo todavía que acon-sejaros que os vayáis de aquí, de lo contrarioese hombre será vuestra perdición. Es un tiranoque desconoce lo que es la piedad. Yo, que soysu esclava encadenada, lo sé perfectamente. Elpobre Miles, y Arturo, y mi querido tutor, sirRichard están libres de su sujeción y descansanen paz. Más os valdría estar donde están ellosque quedaros aquí, entre las garras de ese ma-landrín inclemente. Vuestras pretensiones sonuna amenaza para su título y sus bienes.Además, le habéis agredido en su propia casa...Si os quedáis aquí, estáis perdido. Marchaos, novaciléis. Si os hace falta dinero, tomad esta bol-sa, y os suplico que sobornéis a los criados paraque os dejen salir... ¡No desoigáis mi consejo,pobre desgraciado, y huid antes de que seatarde!

Miles rechazó la bolsa con un ademán resuel-to, y se levantó diciendo:

Concededme una cosa. Fijad vuestros ojosen los míos, para que yo pueda comprobar que

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están serenos. Así... Ahora contestadme: ¿SoyMiles Hendon?

No, no os conozco.¡Juradlo!

La contestación fue pronunciada muy quedo,pero muy claramente:

¡Lo juro!¡Oh, esto es inconcebible!¡Huid! ¿Por qué desperdiciáis un tiempo

precioso? ¡Huid y salvaos!En aquel preciso momento entraron los al-

guaciles y se entabló una lucha violenta, peroHendon no tardó en ser dominado y preso. Elrey fue también detenido, y ambos, fuertemen-te maniatados, fueron conducidos a la cárcel.

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27. En la cárcel

Como las celdas de la cárcel estaban todasocupadas, los dos amigos fueron encadenadosy pasaron a una sala espaciosa donde se teníaencerradas a las personas acusadas de delitosleves. Tenían compañía, porque había allí unosveinte reclusos de ambos sexos y distintas eda-des, con esposas y grilletes, una chusma soez ytumultuosa. El rey se lamentaba amargamentede la indignidad a que se veía sometida su rea-leza, pero Hendon estaba irritable y taciturno.Se sentía completamente desconcertado. Habíallegado a su hogar, como un hijo pródigo feliz yjubiloso, con la esperanza de que todos le ibana recibir locos de alegría al verle regresar, y enlugar de eso se veía acogido con frialdad yconducido a la cárcel. Su ilusión y la realidaderan tan distintas, que el contraste le dejabaaturdido; no hubiera podido decir si resultabatrágico o grotesco. Su caso era algo así como elde un hombre que hubiera estado bailando

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gozoso, en espera de ver aparecer el arco iris, yse sintiera inesperadamente herido por un rayo.

Pero gradualmente sus pensamientos confu-sos y revueltos comenzaron a adquirir ciertahilación, y entonces todo su espíritu se con-centró en Edith. Reflexionó sobre su actitud entodos sus aspectos, pero no consiguió ponernada en claro. Sin embargo, finalmente, com-prendió que la joven le había reconocido, perole repudiaba por razones interesadas. Hubieraquerido maldecir su nombre, pero éste habíasido tanto tiempo sagrado para él, que su len-gua se negaba a profanarlo.

Envueltos en mantas de calabozo, sucias yhechas jirones, Hendon y el rey pasaron unanoche terrible. Un carcelero sobornado procurólicores a algunos de los presos, naturalmenteéstos empezaron cantando canciones obscenasy acabaron peleándose y gritando con una alga-rabía ensordecedora. Por fin, poco después demedianoche, un hombre agredió a una mujer, yla dejó medio muerta, golpeándole la cabeza

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con las esposas, antes de que el carcelero tuvie-ra tiempo de acudir para salvarla. Este restable-ció el orden propinando al preso un tremendovapuleo, y entonces cesó el barullo y pudierondormir todos los que no hacían el menor casode los lamentos de los dos heridos.

Durante la semana siguiente, los días y lasnoches fueron de una igualdad monótona en loque concierne a los acontecimientos. Individuoscuyas facciones recordaba Hendon más o me-nos distintamente, se acercaban de día paracontemplar al «impostor» y para repudiarle einsultarle; y por la noche la gran juerga con susriñas consiguientes se repetía con regularidadmatemática. Sin embargo, por fin se produjo unhecho nuevo. El carcelero hizo entrar a un an-ciano, y le dijo:

El villano está en esta sala. Mira a todo elgrupo y a ver si consigues dar con él.

Hendon levantó la vista y experimentó unasensación agradable por primera vez desde queestaba en la cárcel. «Este es Black Andrews di-

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jo para sí que fue toda la vida criado de la fa-milia de mí padre. Es un hombre honrado, ytiene buen corazón; es decir, lo era antes, por-que ahora todos se han vuelto embusteros. Mereconocerá, pero negará mi personalidad comolo han hecho todos los demás. »

El viejo dirigió una mirada escudriñadora portoda la sala, observando uno a uno todos losrostros de los allí presentes, y al final dijo:

No veo aquí más que rufianes, la inmundi-cia de las calles... ¿Quién es él?

El carcelero se echó a reír y exclamó:Fíjate bien en ese animalote y dime qué te

parece.El anciano se acercó a Hendon, le examinó de

pies a cabeza durante largo rato y dijo:Este no es Hendon ni lo ha sido nunca...Exacto. Tus ojos, aunque viejos, ven clara-

mente todavía. Si yo fuese sir Hugo, agarraría aese perillán y...

El carcelero terminó su frase haciendo unruido gutural que imitaba la estrangulación, al

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mismo tiempo que se ponía de puntillas comosí le levantara una cuerda imaginaria. El viejoexclamó con tono rencoroso:

Ya podrá dar gracias a Dios si no le cae ensuerte algo peor... Si yo fuese el encargado dedarle su merecido, o no soy hombre o le haríamorir tostado.

El carcelero soltó una carcajada perversa y di-jo:

Entiéndetelas con él, amigo..., como lo hacentodos, y te divertirás de lo lindo.

Dicho esto, salió de la sala y desapareció. En-tonces el anciano cayó de rodillas y susurró aloído de Hendon:

¡Gracias a Dios que habéis vuelto, amo mío!¡Durante siete años os creí muerto, y ahora osveo vivo! Os he reconocido en cuanto os hevisto, y muy difícil me ha sido conservar elsemblante impasible, fingiendo que únicamenteveía a truhanes y la hez de la calle. Soy viejo ypobre, sir Miles pero dadme una orden y saldré

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a proclamar la verdad a los cuatro vientos,aunque corra el peligro de que me ahorquen.

No replicó Hendon , no lo hagáis. Os per-deríais y favoreceríais muy poco mi causa. Peroos doy las gracias porque habéis hecho quevuelva a tener un poco de fe en el génerohumano.

El viejo criado resultó ser muy útil a Hendony al rey, pues se presentaba varias veces para«insultar» al primero y siempre entraba de con-trabando algunos manjares exquisitos para me-jorar la bazofia de la cárcel. También le traía lasnoticias que circulaban por la población.

Hendon reservaba aquellos buenos bocadospara el rey, pues, de lo contrario, Su Majestadno habría sobrevivido, porque le era imposiblecomer la mezquindad de odiosas vituallas querepartía el carcelero.

Con objeto de no despertar sospechas, An-drews tenía que contentarse con visitas breves,pero en cada una de ellas se las compuso astu-tamente para dar bastantes noticias; informa-

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ción que procuraba en voz muy baja y que di-simulaba intercalando entre ella epítetos insul-tantes que profería a gritos para que los demáslos oyeran.

De esta manera, poco a poco, Hendon fue en-terándose de la historia de su familia. Hacíaunos seis años que Arturo había fallecido. Estapérdida, unida a la falta de noticias de Hendon,empeoró la frágil salud del padre, el cual, alcomprender que sus horas de vida eran conta-das, quiso ver a Hugo y a Edith unidos en lazomatrimonial antes de su muerte. La joven su-plicó fervorosamente un aplazamiento de laboda, confiando en el regreso de Miles... Y fueentonces que se recibió la carta con la noticiadel fallecimiento de éste. El terrible disgustodejó a sir Richard postrado en cama, y dándosecuenta de que iba a expirar, insistió con Hugosobre la conveniencia de celebrar la boda in-mediatamente. Entonces Edith rogó que espe-raran un poco más, y le fue concedido un mesde demora, luego otro, y finalmente otro, pero

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por fin el matrimonio se celebró junto al lechode muerte de sir Richard. No fue un matrimo-nio feliz. Se decía por la comarca que poco des-pués de las nupcias, la recién casada encontróentre los papeles de su esposo un borrador in-completo de la fatal misiva, y le acusó de haberprecipitado la boda y también la muerte de sirRichard con una miserable falsificación. Todo elmundo andaba dando detalles sobre el modocruel que Hugo trataba a Edith y a los criados,pues desde el fallecimiento de su padre se hab-ía quitado la careta que le hacía parecer amable,y se mostró tal como era en realidad: un amoinclemente para con todos aquellos que de unmodo u otro dependían de él o tenían que ga-narse la vida prestando servicio en sus domi-nios.

Hubo una parte de las revelaciones de An-drews que el rey escuchó con vivo interés.

Corre el rumor de que el rey está loco, pero,¡por Dios!, guardaos de hablar de este asunto ode decir que yo os lo he comunicado, pues la

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sola mención de este caso se castiga, según di-cen, con la pena de muerte.

Su Majestad miró al anciano y dijo:El rey no está loco, buen hombre, y más os

valdrá hablar de cosas que os conciernan másde cerca que esta charla sediciosa.

¿Qué quiere decir este muchacho? pre-guntó Andrews, sorprendido ante aquel vivoataque que surgía de un lugar insospechado.

Hendon le hizo una seña y el viejo no insistióen su pregunta y siguió dando sus noticias.

El difunto rey será enterrado en Windsordentro uno o dos días... el 16 de este mes. .. y elheredero será coronado el día 20 en Westmins-ter.

Me parece que ante todo tendrán que encon-trarlo dijo Su Majestad entre dientes, y luegoañadió confiado : Pero ya se preocuparán dehallarle... y de eso también me preocuparé yo...

En nombre de...

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Pero el anciano no terminó su frase al ver queHendon volvía a hacerle una seña para llamarlela atención, y continuó su serie de noticias.

Sir Hugo asistirá al acto de la coronacióncon grandes esperanzas, pues confía en volvera su hacienda convertido en todo un Par4, por-que cuenta con el apoyo del lord protector.

¿Qué lord protector? preguntó Su Majes-tad.

Su gracia el duque de Somerset.¿Qué duque de Somerset?¡Toma, pues no hay más que uno! ... Sey-

mour, conde de Hertford.¿Desde cuándo es duque y lord protector?

preguntó indignado el rey.Desde el último día de enero.

4 Peer, traducido al español por Par, es, enInglaterra, un título nobiliario de alta digni-dad, equivalente al Grande de España. (N.del T.)

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¿Y quién le confirió tal nombramiento?El mismo y el Gran Consejo... con el be-

neplácito del rey.¿Del rey? exclamó Su Majestad con violen-

cia . ¿Qué rey, buen hombre?¡Cómo qué rey! (Pero, ¡Dios mío! ¿Qué le

pasa a ese muchacho?) Puesto que no tenemosmás que uno, la contestación no es difícil. Susacratísima Majestad el rey Eduardo VI, queDios guarde... Sí, y es un joven muy gentil ysimpático. Y tanto si está loco como si no loestá; además, dicen que va mejorando de día endía, todo el mundo le dedica las mayores ala-banzas, le bendice y reza para que reine duran-te mucho tiempo en Inglaterra, porque ha co-menzado a gobernar humanamente, salvándolela vida al viejo duque de Norfolk, y ahora sepropone abolir las leyes más crueles que empo-brecen y oprimen al pueblo.

Esta noticia dejó a Su Majestad mudo deasombro y sumido en una cavilación tan pro-funda y melancólica, que no ovó nada más de

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lo que iba diciendo el anciano. Se preguntaba siel joven gentil y simpático sería el pordioseroque dejó en palacio vestido con sus propiasropas. No lo creía posible, porque pronto susmodales y su lenguaje le hubieran descubiertosi hubiese pretendido hacerse pasar por elpríncipe de Gales, y en seguida le hubieranechado fuera de palacio para ir en busca delverdadero príncipe. ¿Sería posible que la cortehubiese puesto en su lugar a cualquier vástagode la nobleza? No, porque su tío no lo habríaconsentido, mucho más puesto que era omni-potente y querría y podría desbaratar semejantesedición. Las reflexiones del muchacho no lesirvieron de nada, pues cuanto más procurabadescubrir el misterio, mayor era su pasmo, másle dolía la cabeza y más intranquilo era su sue-ño. Su impaciencia por llegar a Londres iba dehora en hora en aumento, y su cautiverio se lehacía insoportable.

Todas las artes de Hendon fracasaron con elinconsolable rey. Mejor consiguieron calmarle

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dos mujeres que se hallaban cerca de él enca-denadas, y en cuyas tiernas palabras y buenosconsejos encontró sosiego y cierto grado depaciencia. Les preguntó por qué estaban en lacárcel, y cuando le manifestaron que eran ana-baptistas, sonrió y exclamó:

¿Por ventura es eso un delito para que le en-cierren a uno en la cárcel? Ahora me entristezcoal pensar que voy a perder vuestra compañía,porque no os tendrán mucho tiempo aquí poruna culpa tan leve.

Ellas no contestaron, pero el rey se sobresaltópor algo que notó en su semblante, y les pre-guntó con viveza:

No habláis... Sed buenas conmigo y decid-me: ¿No habrá otro castigo? No hay cuidado,¿verdad?

Las dos mujeres trataron de cambiar de con-versación, pero los temores del rey se habíandespertado y siguió diciendo:

¿Tal vez os azotarán? No, no serán tan crue-les. Decid que no...

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Las mujeres se mostraron confusas y apena-das, pero como no había manera de esquivar lacontestación ` una de ellas dijo:

¡Oh, nos estás destrozando el corazón, almainocente!... Pero Dios nos ayudará a soportar...

¡Con esto quieres decir que esos verdugosempedernidos van a azotarte! dijo el monar-ca . Pero no llores, porque no puedo sufrirlo.Ten valor... Volveré a ocupar mi puesto a tiem-po para salvarte de esta amargura.

Cuando el rey se despertó a la mañana si-guiente, las dos mujeres habían desaparecido.

¡Se han salvado! exclamó lleno de júbilo,pero añadió en seguida, melancólicamentePero ¡ay de mí!, ellas eran mi consuelo.

Cada una de las reclusas había dejado un pe-dazo de cinta prendido en las ropas del rey,como recuerdo. El joven monarca se dijo queconservaría siempre aquellos dos testimoniosde simpatía y que no tardaría en poder buscar aaquellas dos buenas amigas para ponerlas bajosu protección.

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En aquel preciso momento se presentó el car-celero con algunos de sus ayudantes, y dispusoque los presos fueran conducidos al patio de lacárcel. El rey se sintió alborozado porque erauna cosa sublime y deliciosa volver a ver elazul del firmamento y respirar de nuevo el airefresco. Se impacientó y, refunfuñó por la lenti-tud de los carceleros, pero por fin le tocó el tur-no y se vio libre de sus cadenas, con orden deseguir con Hendon a los demás reclusos.

El patio era cuadrado con pavimento de pie-dra y descubierto. Los presos penetraron en elmismo por una maciza arcada de mamposteríay fueron colocados en fila, de pie y con la es-palda contra la pared. Fue tendida una cuerdadelante de ellos, y quedaron custodiados porlos carceleros. La mañana era fría y desapacible,y una ligera nevada, que había caído durante lanoche, había dejado cubierto de blanco aquelgran espacio vacío, añadiendo una nota triste alaspecto general de aquel recinto.

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Soplaba de vez en cuando una ráfaga de vien-to invernal, que esparcía la nieve en pequeñosremolinos.

Había en el centro del patio dos mujeres ata-das a dos postes. Con una sola mirada com-prendió el rey que se trataba de sus dos buenasamigas, y pensó: «¡Ay! ¡No han sido liberadascomo yo creía! ¡Es indigno que dos mujerescomo éstas sufran el castigo del látigo en Ingla-terra, no en la cafrería sino en la Inglaterra cris-tiana! Van a azotarlas, y yo, a quien ellas hanconsolado y alentado bondadosamente, habréde presenciar esta vergüenza exasperante. Esinexplicable, completamente inexplicable queyo, que soy la misma fuente del poder en esteextenso reino, me vea imposibilitado de prote-gerlas. Pero dejemos ahora que se recreen esosrufianes perversos, que ya llegará el día en queyo les pediré estrecha cuenta de su procederinhumano. Por cada golpe que den ahora reci-birán después ellos cien azotes. »

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Una gran verja se abrió para dar paso a unamultitud de ciudadanos que se agruparon entorno de las dos mujeres, ocultándolas a la vistadel rey. Entró un sacerdote que avanzó entre lamuchedumbre y quedó también oculto por ella.Luego el rey oyó hablar en frases que parecíanser preguntas y respuestas, pero no pudo con-seguir saber lo que se decía. Poco después seprodujo gran barullo con los preparativos y lasidas y venidas de los carceleros. Luego se pro-dujo un fuerte siseo, se hizo el silencio y, aten-diendo una orden, el gentío se separó a amboslados del anchuroso patio. Entonces el rey pre-senció una escena que le heló la sangre en lasvenas. Fueron amontonados unos haces de leñaen torno de las dos mujeres, y unos individuos,arrodillados, les prendían fuego.

Las desdichadas mujeres tenían la cabeza in-clinada y se cubrían el rostro con las manos.Las llamas empezaron a trepar por entre la leñaque chisporroteaba, y unas guirnaldas de humoazul se elevaron en el espacio y se disiparon

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con el viento. En el preciso momento en que elsacerdote alzaba las manos y comenzaba a re-zar una oración, llegaron dos niñas que atrave-saron corriendo la gran verja, y lanzando gritosdesgarradores, se abalanzaron hacia las dosinfelices que iban a ser quemadas. Inmediata-mente los carceleros las arrancaron de allí, yuna de ellas fue sujetada fuertemente, pero laotra consiguió desasirse, gritando que queríamorir con su madre, y antes de que pudierandetenerla quedó de nuevo abrazada al cuello deuna de las víctimas. Fue instantáneamentearrancada de allí con su ropa en llamas, pero laniña pugnaba por liberarse y voceaba desespe-radamente que quedaba sola en el mundo yrogaba que la dejaran morir con su madre. Lasdos pequeñas gritaban sin cesar y se esforzabanen desasirse, pero de pronto aquel tumulto fueahogado por unos gritos desesperados de mor-tal agonía. El rey miró a las dos muchachitasfrenéticas y a los postes fatales, y luego, apar-

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tando la vista, ocultó su rostro lívido contra lapared y no volvió a mirar.

«Lo que acabo de ver en este momento se di-jo el rey no se borrará jamás de mi memoria.Lo estaré viendo todos los días y lo soñaré to-das las noches hasta la hora de mi muerte.¡Ojalá Dios me hubiese hecho ciego!»

Hendon, que no había dejado ni un momentode observar al monarca, pensó con satisfacciónfeliz: «Su enfermedad mental mejora. Su carác-ter ha cambiado, es más afable. Si su maníahubiese persistido, seguramente habría colma-do de improperios a esos sayones, proclaman-do que él era el rey y que ordenaba que dejaranlibres a las dos pobres mujeres. Pronto su ilu-sión quedará olvidada y su lamentable cerebrosanará. ¡Dios quiera que esto sea pronto!»

Aquel mismo día entraron varios presos quesólo tenían que pasar la noche en la cárcel paraluego ser trasladados quién sabe dónde. El reyhabló con varios de ellos y se sintió indignadopor la injusticia de sus condenas inhumanas.

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Como la de una pobre mujer medio idiota quehabía robado unos metros de tela a un tejedor,e iba a ser ahorcada por ello; o la de un hombre,acusado de robar un caballo, que había queda-do en libertad por falta de pruebas, pero encuanto se creyó a salvo, fue arrestado de nuevopor matar un venado en el parque real, y estavez con testigos, por lo que era enviado al ca-dalso. El caso de un aprendiz de mercader eraaún más triste; éste le explicó al rey que,habiendo encontrado un halcón, al parecer sindueño, se lo había llevado a casa creyendo po-der apropiárselo con todo derecho, pero el tri-bunal le había hallado culpable de robo y lehabía condenado a muerte. El monarca; furioso,quería evadirse de la cárcel con Hendon para ira Westminster a ocupar su trono y blandir sucetro, movido de compasión hacia aquellosdesventurados, a quienes anhelaba salvar lavida.

«¡Pobre muchacho! suspiró Hendon . Lasterribles historias que le han contado esos nue-

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vos reclusos, han hecho que se recrudezca sulocura... ¡Ay! A no ser por esta desdichada cir-cunstancia, habría recobrado la salud en muypoco tiempo. » Entre aquellos presos había unabogado viejo, un hombre de rostro enérgico.Hacía tres años que escribió un libelo contra ellord canciller; fue acusado de prevaricación, ypor ello se le castigó con la pérdida de ambasorejas en la picota y degradación del foro y,además, con la multa de tres mil libras. Algúntiempo después reincidió en el delito, y, porconsiguiente, se le había sentenciado ahora aperder lo que le quedaba de las orejas, a pagar unamulta de cinco mil libras, a ser marcado con elestigma en ambas mejillas y a cadena perpetua.

Estas cicatrices me honran le dijo apartan-do el cabello canoso y enseñándole los restoscompletamente mutilados de lo que habíansido sus orejas.

Los ojos del rey centellearon de indignación.Nadie cree en mí dijo , ni tú creerás tam-

poco, pero no me importa. Dentro de un mes

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estarás libre. Las leyes que te han deshonrado yque deshonraron también el nombre de Inglate-rra serán abolidas. El mundo está mal consti-tuido. Los reyes tendrían que ir a la escuela aestudiar sus propias leyes y, al mismo tiempo, aaprender un poco de caridad.

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28. El sacrificio

Mientras tanto Miles se iba sintiendo cadavez más irresistiblemente cansado del confina-miento y la inacción, pero por fin llegó la vistade su causa, con gran satisfacción suya, y pensóque cualquier sentencia le sería grata, con talque no consistiera en un nuevo encarcelamien-to, pero en esto iba equivocado, y se enfureciócuando se vio acusado de ser un vagabundoprofesional y sentenciado a estar sentado du-rante dos horas en la picota por esta razón ypor haber agredido al dueño de Hendon Hall.Lo que alegó respecto a que era hermano de superseguidor y heredero legítimo de los títulos yde la hacienda de Hendon fue objeto de unadesatención desdeñosa, pues ni siquiera fuerontomadas en consideración por el tribunal.

De nada le valió ir rabiando y amenazandocuando le conducían al castigo. Los alguacilesque le custodiaban le contenían rudamente, y

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de vez en cuando le atizaban una bofetada porsu conducta irreverente.

El rey no pudo atravesar por entre la chusmaque se agrupaba detrás de ellos, y se vio obli-gado a ir detrás de ella, separado de su amigo yfiel servidor. El rey estuvo a punto de ser con-denado también a la picota por ir con tan malacompañía, pero en atención a su corta edad,quedó libre, después de una severa reprimen-da. Cuando al fin se detuvo la turba, el rey fuefebrilmente de un lado a otro en busca del mo-do y del lugar por donde poder atravesarla y,por fin, después de muchas dificultades y de-moras logró cruzar la compacta multitud. Allíestaba su pobre servidor, sentado en la deni-grante picota, expuesto a la chunga y a las bur-las de un gentío inmundo. ¡El, el servidor del,rey de Inglaterra! Eduardo había oído pronun-ciar la sentencia, pero no entendió ni la mitadde lo que verdaderamente significaba. Su iraiba en aumento a medida que se percataba de lanueva indignidad de que le hacían objeto, y

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llegó al paroxismo cuando vio que un huevocruzaba el aire y venía a estrellarse en la mejillade Hendon, mientras la multitud rugía alboro-zada ante aquel episodio. El rey cruzó el círculoabierto en torno del preso, y poniéndose delan-te del alguacil que le custodiaba, le gritó:

¡Esto es vergonzoso! ¡Es mi criado! ¡Dejadlelibre! Yo soy el...

¡Callad, por Dios! exclamó Hendon aterro-rizado . ¡Callad, que vais a perderos! No lehagáis caso, alguacil. Está loco.

No os preocupéis por si le hago o no caso,buen hombre, porque no me interesa. Por loque sí siento interés es por darle una lección...

Y volviéndose a un subordinado, le dijo :Hazle probar el látigo a ese pequeño idiota, unao dos veces, para que aprenda a comportarsemejor.

Más valdrá hacéroslo probar media docenade veces intervino sir Hugo, que acaba de lle-gar a caballo para ver cómo imponían el casti-go.

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El rey fue sujetado sin oponer resistencia,pues quedó paralizado por la perplejidad antela mera idea del monstruoso ultraje que, se pre-tendía infligir a su sagrada persona. La historiaya había sido mancillada con el recuerdo de unrey inglés azotado con el látigo... Y resultabaintolerable que él tuviera que ser la segundaedición de aquella vergonzosa página. Lo ten-ían aprisionado, y no había quien le defendiera.No tenía, pues, más remedio que resignarse asufrir el castigo o suplicar que se le perdonara...¡Terrible dilema! Recibiría los azotes, porque,un rey puede sufrirlos, pero jamás debe implo-rar.

Pero, mientras tanto, Miles Hendon estaba re-solviendo la dificultad.

¡Dejad en libertad al pobre muchacho..., pe-rros desalmados! ¿No veis cuán joven y frágiles ese pobre niño? ¡Dejadle marchar y dame amí los azotes que pretendíais atizarle a él,

¡Bravo! ¡Excelente idea que hay que agrade-cer! exclamó sir Hugo, con el rostro iluminado

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por una satisfacción sarcástica . Dejad a esegolfillo en paz y propinadle a ese hombre unadocena de azotes contundentes.

Se disponía el rey a formular una enérgicaprotesta, pero sir Hugo le redujo al silencio conesta observación:

Sí, habla y desahógate, pero no olvides quepor cada palabra que pronuncies recibirá seislatigazos más.

Hendon fue sacado de la picota y le desnuda-ron la espalda, y mientras le daban los tremen-dos azotes, el pobre reyecito volvió la cara ydejó que unas lágrimas poco propias de unmonarca rodaran por sus mejillas.

«¡Ah, corazón intrépido y generoso! se dijo .Este acto de lealtad no se borrará jamás de mimemoria. Nunca lo olvidaré..., pero ellos tam-poco», añadió, iracundo.

Mientras meditaba, el proceder magnánimode Hendon iba adquiriendo en su mente ungrado cada vez más alto de admiración y degratitud. Y de pronto, dijo para sus adentros:

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«El que salva a un príncipe de cualquier heridao de la muerte probable..., y eso es precisamen-te lo que ha hecho él por mí... lleva a cabo ungran servicio, pero eso no es nada, menos quenada, comparado con una acción que salva alpríncipe de la más bochornosa de las vergüen-zas. »

Hendon sufrió los azotes sin proferir ni un so-lo grito, resistiendo los terribles latigazos conuna entereza marcial. Esto, unido al hecho dehaber librado al pequeño del sufrimiento, so-metiéndose voluntariamente a aquel tormento,le valió el respeto de aquella gentuza abyecta ybrutal, reunida allí, y sus mofas e improperioscesaron hasta tal punto que se hizo el silencio ysólo se oía el chasquido de los latigazos. Laquietud que reinaba en aquel lugar, cuandoHendon se encontró de nuevo en la picota,formaba extraordinario contraste con el clamorinsultante que poco antes había atronado elespacio. El monarca se acercó cautelosamente aHendon y le susurró al oído:

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Los soberanos no pueden ennoblecerte, ¡oh,alma grande y generosa!, porque un Ser queestá más alto que los reyes lo ha hecho ya, peroun rey puede confirmar tu nobleza ante loshombres.

Dicho esto, cogió el látigo del suelo, tocó lige-ramente con él la espalda ensangrentada deHendon, y murmuró:

Eduardo, rey de Inglaterra, te confiere eltítulo de conde.

Hendon se sintió conmovido y sus ojos se ba-ñaron en lágrimas, pero al propio tiempo, rela-tivamente tragicómico de la situación y de lascircunstancias minó de tal manera su gravedad,que tuvo que hacer grandes esfuerzos para queno se trasluciera al exterior ninguna señal de sujúbilo interno. Verse súbitamente desnudo yensangrentado, elevado desde la picota de losdelincuentes hasta la altura alpina y el esplen-dor de un condado, se le antojaba la cosa másdescabellada entre todas las posibilidades de logrotesco. «¡Bonitamente adornado con inespe-

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rados oropeles me veo ahora! se dijo . El caba-llero espectral del reino de los sueños y de lassombras se ha convertido en un conde fantas-magórico... ¡Vaya vuelo vertiginoso para unasalas entumecidas! Si esto continúa, no tardaréen ir más adornado que el árbol de mayo5, llenode fantásticos colorines y colmado de honoresostentosos. Pero sabré apreciarlos, a pesar de lovanos que son, por amor al que me los concede.Esas ilusorias dignidades mías que vienen sinpedirlas de unas manos puras y de un espírituequitativo, son más apreciables que las digni-dades verdaderas, generalmente compradas

5 El árbol de mayo o May-pole, en Inglaterraconsiste en un árbol parecido al de Navidad(Christmas-tree), que se adorna con plantassilvestres, cintas y serpentinas, como alegor-ía de la primavera, al llegar esta agradableestación. (N. del T.)

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por servilismo a un poder perverso e interesa-do. »

El temido sir Hugo hizo dar vuelta a su caba-llo, y mientras se iba alejando, la murallahumana se separó en silencio para darle paso, ycon la misma quietud volvió luego a unirse yasí permaneció, callada, y aunque nadie seaventuraba a hacer ni una sola advertencia enfavor del preso, ni a pronunciar una palabra deponderación a su noble actitud, el hecho de quese hubieran suprimido los insultos era ya unhomenaje muy significativo y suficiente. Uncurioso rezagado que se presentó en aquelmomento, ignorando las circunstancias concu-rrentes, se permitió dirigir una frase de escar-nio al «impostor», arrojándole al mismo tiempoun gato muerto, y fue derribado al suelo ins-tantáneamente y despedido a. puntapiés enmedio del más completo mutismo. Y volvió areinar la más profunda calma.

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29. Hacia Londres

Cuando hubo terminado el tiempo fijado pa-ra el castigo de Hendon en la picota, éste se violibre y recibió la orden de salir de la comarca yno volver más por aquellos parajes. Le fue de-vuelta su espada y también su mula y su asno.Se puso, pues, en marcha seguido del rey, porentre la multitud que les abrió paso con silen-cioso respeto. Esta se dispersó luego y cadacual se fue por su lado.

Hendon quedó pronto absorto en sus pensa-mientos. Tenía que contestarse a sí mismo pre-guntas de gran importancia: ¿Qué iba a hacer?¿Adónde podría dirigirse? Era necesario encon-trar en alguna parte una ayuda poderosa o re-nunciar a su herencia y resignarse a sufrir laacusación de impostor. ¿Dónde podía esperarhallar aquella ayuda poderosa? Esta era la pre-gunta más difícil de contestar. De pronto, se leocurrió un pensamiento que parecía ofreceruna posibilidad... la posibilidad más dudosa, en

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efecto; pero, a pesar de todo, digna de tenerseen cuenta, a falta de otra más esperanzadora.Recordó lo que Andrews había manifestadorelativo a la bondad del joven rey y de la gene-rosidad que demostraba al convertirse en pa-ladín de los desgraciados y de los perseguidosinjustamente. ¿Por qué no intentar verle parapedirle justicia? ¡Ah, sí! Pero ¿sería posible queun pobre estrafalario fuese admitido a la augus-ta presencia del soberano? Mas ¿qué importa?Ya se vería luego lo que resultaría de su tenta-tiva... porque era un puente que no se hacíanecesario cruzarlo hasta que se llegaba al piedel mismo. Hendon estaba de antiguo acos-tumbrado á las campañas y a idear toda clasede estratagemas, artimañas y expedientes. Nocabía duda que hallaría la manera de llevar acabo su propósito. Se dirigiría a la capital.Quizá le ayudaría sir Humphrey Marlow, elantiguo amigo de su padre, el bondadoso sirHumphrey, lugarteniente jefe de la cocina deldifunto rey, o de las caballerizas, o de algo por

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el estilo, porque Miles no podía recordar lo queera con toda exactitud.

Ahora que tenía algo en qué dedicar susenergías, un fin concreto que cumplir, la nieblade humillación y de desánimo que envolvía suespíritu se disipó... Levantó, pues, la cabeza ymiró a su alrededor. Le extrañó ver la gran dis-tancia que habían recorrido, porque la aldeaquedaba muy atrás. El rey seguía a su lado,montado en el asno, cabizbajo, porque, comoHendon, iba absorto en sus planes y cavilacio-nes. Una preocupación recelosa vino a turbar lareciente jovialidad de Hendon. ¿Consentiría elmuchacho en regresar a la ciudad donde subreve vida no había sido más que una serieininterrumpida de malos tratos y de necesida-des apremiantes? Pero tenía forzosamente quepreguntárselo; no era posible evitarlo.

Olvidé preguntaros adónde vamos, señordijo Hendon . Estoy a vuestras órdenes.

A Londres.

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Reemprendió Hendon la marcha, muy satis-fecho de la contestación del jovencito, pero nomenos extrañado de la misma.

Hicieron todo el viaje sin aventura digna demención, pero al final surgió una, inesperada-mente: Serían alrededor de las diez de la nochedel 19 de febrero cuando llegaron al puente deLondres, en medio de un gentío imponente queno cesaba de vitorear, y cuyos semblantes, ale-grados por la bebida, se veían claramente ilu-minados por un sinfín de antorchas... y enaquel momento la cabeza desmedrada de un exduque o noble de otro título fue a caer entreellos, chocando contra el codo de Hendon yrebotando entre toda la confusión de pies deaquella muchedumbre. ¡Tan pasajeras e inesta-bles son las obras humanas en este mundo! Sólohacía tres semanas que el rey había fallecido yúnicamente tres días que estaba enterrado y yacaía la efigie de la gente elevada que él con tan-to celo había mandado colocar en su noblepuente... Un ciudadano tropezó con dicha ca-

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beza y dio con la suya contra la espalda de al-guien que tenía delante, el cual se volvió y de-rribó de un puñetazo a la primera persona quese puso a su alcance. Era la mejor ocasión parauna lucha al aire libre, porque las festividadesdel día siguiente, en que se celebraba la corona-ción del «príncipe heredero», comenzaban ya.Todo el mundo se sentía henchido de patrio-tismo y, sobre todo, de bebidas fuertes. A loscinco minutos la batalla campal tenía lugar enun gran espacio de terreno, y a los diez o doceminutos alcanzaba una considerable extensióny se había convertido en un loco tumulto frago-roso. En tal momento desconcertante, Hendony el rey se vieron inevitablemente separados yperdidos en medio de aquel impetuoso torbe-llino humano. Y en esta situación vamos a de-jarles.

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30. Los progresos de Tom

Mientras el verdadero rey vagaba por susdominios, miserablemente vestido y alimenta-do, unas veces con esposas, otras burlado portruhanes o en compañía de ladrones y asesinosen una cárcel, y con frecuencia calificado deidiota y de impostor por toda una multitud,Tom Canty, el falso rey, era el héroe de aventu-ras muy distintas.

Cuando le vimos por última vez, la realezacomenzaba a tener para él un aspecto favorabley brillante. Era una fase de esplendor que cadadía iba volviéndose más deslumbrante y deli-ciosa. El muchacho se veía ahora libre de lostemores que sentía al principio, y todos susrecelos se habían por fin desvanecido. Su carác-ter cohibido y sus reparos dieron paso a unadesenvoltura v una confianza absolutas. Cadadía aumentaba para él el beneficio que le repor-taba la mina representada por el «niño de losazotes. »

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Mandaba llamar a su presencia a la princesaIsabel y a la princesa Juana Grey, cuando de-seaba jugar o pasar el rato conversando, vcuando creía haber estado ya bastante con ellaslas despedía en la forma peculiar del que estáfamiliarizado en tales relaciones. No le dejaba,pues, confundido como antes ver que aquellasjóvenes encopetadas, al retirarse, le besaban lamano.

Empezó a sentirse muy complacido con quetodas las noches le acompañaran al lecho pom-posamente y le vistieran por la mañana condiversas ceremonias complicadas y fastuosas. Ira comer acompañado de una brillante comitivade funcionarios del Estado y de gente armadale era tan sumamente agradable, que llegó alextremo de doblar su escolta, que consistía aho-ra en un centenar de caballeros marciales.

Le gustaba el son de las trompetas y clarinesque resonaba por los largos corredores y la vozde «¡Paso al rey!» que repercutía solemne.Llegó incluso a aficionarse a sentarse en el tro-

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no para presidir el Consejo, durante cuyas se-siones experimentaba ahora la satisfacción deser algo más que el mero portavoz del lord pro-tector Hertford. Gozaba con las recepciones ycon los mensajes que le enviaban ilustres mo-narcas que le llamaban «hermano»; disfrutaba,en fin, con toda la grandeza cortesana que leparecía color y música de cielo. ¡Oh, feliz TomCanty, ex vecino mísero de Offal Court!

Estaba encantado con sus espléndidas vesti-duras, y mandó que le hicieran más. Encontróque cuatrocientos servidores eran pocos parasu grandeza, y los triplicó. La adulación de loscortesanos era música celestial para sus oídos.

Siguió siendo bondadoso para con todos losinfelices honrados y enemigo implacable de lasleyes injustas, y al enojarse sabía volverse decara a un conde, o aunque fuera de un duque,para dirigirle una mirada de reproche que lehacía temblar.

¿Tom Canty no se preocupaba ya por el pobrepríncipe legítimo, que tan bondadosamente le

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había tratado y que con tan fervoroso celo selanzó a vengarle contra el insolente centinelaque le maltrató en las puertas de palacio? Sí.Durante los primeros días y las primeras no-ches de su reinado cruzaron por su cerebro milpenosos recuerdos del príncipe desaparecido, yansiosos deseos sinceros de que regresara apalacio para verle dichosamente recobrar susderechos y sus honores de cuna real, pero amedida que fue transcurriendo el tiempo sinque se presentara el heredero del trono, el espí-ritu de Tom fue viéndose cada vez más embar-gado por sus nuevas aventuras de magnificen-cia fantástica, y poco a poco acabó por olvidaral pequeño monarca perdido. Finalmente,cuando alguna vez volvía a pensar en él, se leantojaba que era un espectro molesto porque lehacía sentirse culpable y avergonzado.

La pobre madre y las hermanas de Tom si-guieron el mismo camino para alejarse y des-aparecer de su memoria. Al principio se con-sumía por ellas, pero más tarde, la idea de que

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un día podrían presentarse con sus andrajos ysu suciedad y descubrirían su baja condicióncon sus besos, arrancándole de su puesto ele-vado y arrastrándole a la miseria y a la ver-güenza de su situación primitiva, le hacía es-tremecer. Por fin dejaron casi por completo deturbar sus pensamientos, y el muchacho se sin-tió contento y hasta satisfecho, porque cada vezque sus semblantes tristes y acusadores se alza-ban ante él le hacían sentirse cada vez más des-preciable que los gusanos.

El 19 de febrero, a medianoche, Tom Cantyestaba dormido en su rico lecho, custodiadopor sus vasallos leales y rodeado de toda lapompa de la realeza; un niño feliz, porque eldía siguiente era el señalado para su solemnecoronación como rey de Inglaterra. A aquellamisma hora, Eduardo, el verdadero rey, ham-briento y sediento, sucio y tiznado, rendido porel cansancio del largo viaje y envuelto en ropasandrajosas, completamente hechas jirones aconsecuencia de la pelea general, se veía apre-

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tujado entre una turba y observaba con vivointerés algunas cuadrillas de obreros presuro-sos que entraban y salían de la abadía deWestminster, atareados como hormigas. Esta-ban llevando a cabo los últimos preparativospara el acto de la coronación.

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31. El desfile de la coronación

Cuando Tom Canty se despertó al día si-guiente por la mañana, resonaba por el espacioun bullicio atronador, que en todas direccionesalcanzaba muy larga distancia. Aquello erapara el muchacho una música muy agradable,porque tal bullicio significaba que el puebloinglés se había lanzado a la calle para festejar elgran día con júbilo y lealtad.

No tardó Tom en verse de nuevo convertidoen la primera figura de un magnífico festivalflotante sobre las aguas del Támesis, porquepor tradición el desfile de la ceremonia teníaque empezar en la Torre, a la que se dirigíaTom para luego atravesar la capital.

Cuando llegó a ella, los muros de la venerablefortaleza parecieron agrietarse de pronto en millugares y por cada hendedura asomó una rojalengua de llamas y una nube blanca de humo.Se oyó luego una explosión ensordecedora, queahogó las aclamaciones de la multitud e hizo

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temblar la tierra. Los fogonazos, las detonacio-nes y la humareda se repitieron una y otra vezcon celeridad asombrosa, hasta tal punto, que alos pocos momentos la silueta de la vieja Torredesapareció en la bruma espesa de su propiohumo, excepto el pináculo de la llamada TorreBlanca. Esta, con sus banderas, se erguía sobrela densa masa de vapor, como sobresale porencima de las nubes la cúspide puntiaguda deuna montaña.

Tom Canty, espléndidamente ataviado,montó en un fogoso corcel de guerra, cuyosricos arreos tocaban casi al suelo. Su «tío», ellord protector Somerset, montado en idénticaforma, se situó detrás de él. La guardia del reyformó en hileras a ambos lados, ostentando susbruñidas armaduras. Seguía al protector unaprocesión al parecer interminable de noblesencopetados, acompañados de sus vasallos;luego venía el alcalde y el cuerpo de regidorescon sus túnicas de terciopelo carmesí y con lacadena de oro en el pecho, y por fin los digna-

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tarios y miembros de todos los gremios deLondres, elegantísimos portadores de los lujo-sos estandartes de las diversas corporaciones.Figuraba en el cortejo, como guardia de honorespecial, la antigua y honorable compañía deartilleros, cuerpo que contaba ya en aquellafecha trescientos años de antigüedad, y era elúnico organismo militar de Inglaterra que go-zaba del privilegio (aún conservado en nues-tros días) de ser independiente de los mandatosdel Parlamento. Era un espectáculo brillante,que fue acogido con estruendosas aclamacionesentusiásticas durante todo el curso de la proce-sión. Dice el cronista:

«Al entrar en la ciudad, el rey fue recibidopor el pueblo con oraciones, gritos de bienve-nida, palabras cariñosas y con toda clase dedemostraciones que revelaban un amor fervien-te de los súbditos para con su soberano; y elrey, con su semblante de satisfacción para quelo vieran todos los que se hallaban a distancia,y con palabras afables para los que estaban cer-

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ca, se mostró muy complacido por aquel ardo-roso testimonio popular de simpatía al monar-ca.

«A los que exclamaban ¡Dios salve al rey!,contestaba ¡Dios os salve a todos!, y daba a ca-da cual las gracias de todo corazón. El pueblose sentía verdaderamente entusiasmado por lascariñosas contestaciones y por los ademanes deafecto que le dedicaba Su Majestad. »

En la calle Fenchurch habían construido unestrado, sobre el cual un niño, «ricamente ata-viado», dio la bienvenida al monarca. Los últi-mos versos de su alocución fueron los siguien-tes:

Te damos la bienvenida, oh rey,del fondo de nuestros corazones.Te damos la bienvenida,con nuestras mejores palabras.Con frases alegres y animosos corazones,rogamos a Dios que te protejay te dé felicidad.

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El pueblo prorrumpió en un grito de entu-siasmo, repitiendo al unísono las palabras delniño.

Tom Canty contempló aquel agitado mar derostros exaltados y sonrientes y su corazón sellenó de orgullo. Pensó en aquel momento quelo único por lo cual valía la pena de vivir eneste mundo era ser rey y ser el ídolo de unanación. Súbitamente descubrió a cierta distan-cia dos de sus camaradas harapientos de OffalCourt; uno de ellos era el que representaba elpapel de lord gran almirante en su corte fantás-tica de otros tiempos, y el otro, el lord de laalcoba real en la misma pantomima. Al verlos,su orgullo aumentó más que nunca. ¡Ah, si pu-dieran reconocerle ahora! ¡Qué gloria indeciblesería si vieran que el monarca fingido de losbarrios miserables se había convertido en unverdadero soberano! Pero tenía que cuidar deque no le reconocieran si no quería perderlotodo, y por ello apartó la cabeza y dejó que los

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dos golfos siguieran gritando con entusiasmosin sospechar a quién prodigaban sus aclama-ciones.

A cada momento se dejaba oír la súplica de:«¡Una dádiva! ¡Una dádiva!» y Tom corres-pondía lanzando un puñado de monedas relu-cientes para que el populacho se las disputarafrenéticamente.

El cronista sigue relatando: «En el extremosuperior de la calle Gracechurch, frente al em-blema del águila imperial, había sido erigidoun flamante arco de triunfo, bajo el cual podíaverse una tarima que se extendía de uno a otrolado de dicha calle. Había allí una representa-ción histórica de los inmediatos progenitoresdel joven monarca: Isabel de York y a su ladoEnrique VII. Ambos, con las manos entrelaza-das, mostraban ostentosamente su respectivoanillo de boda. Había también los retratos deEnrique VIII, de Juana Seymour, madre delnuevo rey, y del mismo Eduardo VI, sentado enel trono con imponente majestad. Toda la ale-

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goría iba adornada con guirnaldas de rosasrojas y blancas. »

Este insólito y colorido espectáculo entu-siasmó de tal modo a la jubilosa multitud, quesus aclamaciones cubrieron la voz del niño en-cargado de describírselo al rey en elogiosasrimas. Pero a Tom Canty no le importó, puespara él ese cordial alboroto era una música másdulce que la mejor de las poesías.

Cada vez que en medio del júbilo de la mu-chedumbre Tom volvía la cara a uno u otrolado, el pueblo reconocía la exactitud del pare-cido de su efigie y estallaban nuevas salvas deaplausos inacabables.

«En todo Cheapside cada ventana estabaadornada con banderas y gallardetes y los másricos tapices, alfombras y brocados cubrían elpavimento y las paredes de las calles, comodemostración de la gran magnificencia de sustiendas, y aquel lujo de la vía pública era imita-do y, a veces, superado en otros barrios. »

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«¡Y todo ese maravilloso boato me lo dedicana mí!», pensaba Tom Canty.

Las mejillas del falso rey estaban coloreadaspor la excitación, sus ojos centelleaban y todossus sentidos se abandonaban a un placer deli-rante. En aquel punto se hallaban las cosas,cuando en el momento de levantar la manopara echar un puñado de monedas, se fijó, depronto, en un rostro pálido y perplejo que aso-maba en la segunda hilera de personas queformaban aquella multitud inmensa, y que lemiraba con fijeza. El muchacho se sintió domi-nado por una terrible consternación. ¡Habíareconocido a su madre! Y ocultó sus ojos conlas manos con un gesto involuntario que le erahabitual en su época de miseria. Poco despuéssu madre salió de entre el gentío y avanzó pordonde había los guardias. Se echó a los pies delmuchacho y abrazándole apasionadamente laspiernas, las cubrió de besos y exclamó:

¡Oh, hijo mío, amor mío!

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Y volvió hacia él su cara transfigurada por eljúbilo y el entrañable cariño maternal. Inmedia-tamente un oficial de la guardia real la arrancóde allí con una maldición y la envió de un em-pujón, tambaleándose, al sitio de donde habíasalido. Los labios de Tom Canty estaban balbu-ceando las palabras: «No te conozco, mujer...»cuando el guardia brutal tuvo el ademán in-clemente, pero se lo partió el corazón al veraquellos malos tratos a su madre, y cuando éstale volvió a mirar por última vez, mientras ibadesapareciendo entre la muchedumbre, pareciótan herida, tan desconsolada, que el muchachose sintió dominado por una vergüenza que re-dujo instantáneamente su orgullo a cenizas ydeslució su usurpada realeza. Toda aquellafastuosidad quedaba sin valor y parecía des-prenderse de él como harapos inmundos.

La comitiva regia se puso de nuevo en movi-miento entre esplendores cada vez más des-lumbrantes y aclamaciones más y más atrona-doras, pero Tom Canty no veía ya ni oía. La

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realeza había perdido su encanto y su dulzura;su pompa se había convertido en un reproche.El remordimiento roía el corazón del mucha-cho.

«¡Ojalá me viera libre de mi cautiverio!», de-cía Tom para sus adentros.

Inconscientemente había vuelto a la fraseo-logía y a los sentimientos que le animaban enlos primeros días de su grandeza obligada.

El brillante cortejo seguía su marcha, peroTom, con los ojos extraviados, no veía otra cosamás que la expresión afligida de su madre.

«¡Una dádiva, una dádiva!», repetía la gente.Pero ahora esta súplica iba dirigida a unos oí-dos sordos.

«¡Viva Eduardo Rey de Inglaterra!»La tierra parecía estremecerse con aquel es-

truendo, pero no se obtenía respuesta algunadel monarca.

Este estaba absorto; en su conciencia acusa-dora no cesaban de resonar aquellas vergonzo-sas palabras: «No te conozco, mujer...»

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Esta frase martilleaba el alma del «rey» comoel tañido fúnebre, de una campana martillea elalma de un amigo infiel recordándole secretastraiciones de que hizo víctima al difunto.

Nuevos esplendores se ofrecían a cada esqui-na... Retumbaban los estampidos de las bateríasy arreciaba el entusiasmo de la multitud impa-ciente, pero el rey no daba señales de enterarsede nada y la voz acusadora que seguía repro-chando en su cerebro era el único son que lle-gaba a sus oídos.

Repentinamente, el júbilo que demostraba laplebe cambió y se convirtió en algo así comouna ansiedad angustiosa. Al mismo tiempopudo observarse que las ovaciones iban dismi-nuyendo. El lord protector no tardó en notarloy en descubrir su causa. Por ello corrió al ladodel «monarca», se inclinó ante él con la cabezadescubierta, y dijo:

Señor, ésta no es ocasión propicia para so-ñar. El pueblo está observando vuestra cabezainclinada, vuestro semblante preocupado y lo

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interpreta como un mal presagio. Sed prudente;descubrid el sol de la realeza y dejad que brillesobre esos nubarrones sombríos y los disperse.Levantad la cabeza y sonreíd a las gentes.

Y dicho esto, el duque esparció a derecha eizquierda un puñado de monedas, después delo cual volvió a ocupar su puesto. El falso reyhizo maquinalmente lo que le habían aconseja-do que hiciera, pero su sonrisa era forzada,aunque pocos los ojos que estaban lo bastantecerca para observarlo o que tenían la suficientepenetración para descubrirlo, Los movimientosde su sombrero de plumas al saludar a sussúbditos estaban llenos de gracia y de gentilezay las dádivas que su mano prodigaba eran ver-daderamente espléndidas. De esta manera sedesvaneció la ansiedad del pueblo que volvió aprorrumpir en aclamaciones tan entusiásticascomo antes.

Nuevamente, cuando la procesión iba a ter-minar, el duque se vio obligado a acercarse alrey para dirigirle un reproche.

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¡Oh, poderoso y temido soberano! Apartadde vos vuestro fatal mal humor, porque los ojosdel mundo están clavados en vos, señor.

Y añadió con marcada energía : ¡Malditasea esa pordiosera loca! Ha sido ella la que havenido a perturbar vuestro espíritu.

El falso rey miró al duque fijamente, pero conojos sin brillo, y dijo, con voz apagada:

¡Era mi madre!¡Dios mío! suspiró el protector, tirando de

las riendas de su caballo para volver a su pues-to . ¡La predicción resultó cierta! ¡Se ha vueltoloco otra vez!

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32. El día de la coronación

Retrocedamos algunas horas y situémonos enla abadía de Westminster a las cuatro de la ma-ñana de aquel memorable día de la coronación.No nos faltará compañía, porque si bien todav-ía es de noche, encontraremos las galerías ilu-minadas por medio de antorchas, llenas ya degente que va colocándose poco a poco y se dis-pone a quedarse allí siete u ocho horas espe-rando precisar lo que no espera ver dos vecesen su vida: la coronación de un rey. Sí, Londresy Westminster han comenzado a agitarse desdeque ha resonado el estampido de los cañonazosde aviso a las tres de la mañana, y ya una granmultitud de personas acaudaladas, pero sintítulo, que han adquirido el privilegio de unlugar en las galerías, se agrupan ahora afanosasante la entrada reservada a su clase.

Las horas transcurren con bastante aburri-miento. Hace ya largo rato que ha cesado todaactividad y movimiento, porque las galerías

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están ya llenas de bote en bote. Ahora podemossentarnos y mirar y pensar a nuestras anchas.En el vago crepúsculo de la catedral, podemosdivisar por doquier porciones de numerosasgalerías y balcones repletos de público, porquelas demás partes nos las impiden ver las co-lumnas y salientes arquitectónicos que se nosponen por delante. Tenemos ante los ojos latotalidad del gran crucero de la parte norte,vacío aún, y que ha de ser ocupado por los pri-vilegiados de Inglaterra. Vemos también la an-churosa plataforma cubierta de rica alfombrasobre la cual se alza el trono. Este se halla en elcentro de la referida plataforma a la que danacceso cuatro anchos escalones. En el asientodel trono va ajustada una piedra plana, llamada«la piedra de Scone» en la que muchos reyes deEscocia se sentaron para recibir la corona, porlo cual, con el tiempo, se la ha considerado lobastante sagrada para que los príncipes herede-ros ingleses la hicieran servir con el mismo ob-jeto.

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Por fin amanece y comienzan a verse clara-mente todos los nobles rasgos del gran edificio,pero de un modo suave y lento, como entresueños, porque el sol está ligeramente veladopor las nubes. A las siete se produce la primerainterrupción en aquella monotonía soporífera,porque al dar la hora entra la primera damanoble en el crucero, ataviada con tanto esplen-dor como Salomón, y es conducida al lugar quele ha sido destinado por un dignatario vestidode raso y terciopelo, mientras otro dignatariova sosteniendo la cola del vestido de la dama.Luego, cuando ésta se ha sentado, coloca elescabel conforme a sus deseos y pone su coronaal alcance de su mano para cuando llegue laocasión de la coronación simultánea de los no-bles

La escena es ya bastante animada. Las damasvan desfilando en brillante séquito y los oficia-les van de un lado a otro, solícitamente,sentándolas e instalándolas a su comodidad.Por todas partes hay movimiento, vida y colo-

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rido. Al cabo de un rato, renace la calma: todaslas damas se hallan en su lugar. Forman comoun parterre de flores variopintas en el cual res-plandece, aquí y allá, el fulgor de las piedraspreciosas, brillantes como estrellas. Se ven mu-jeres de todas las edades, incluso viudas arru-gadas y canosas que pueden retroceder en elcamino del tiempo y recordar la coronación deRicardo III; hay hermosas señoras de edad ma-dura y lindas doncellas inexpertas que proba-blemente se pondrán sin gesto elegante su en-joyada corona cuando llegue el momento so-lemne, porque aquella ceremonia será cosanueva para ellas y sus nervios constituirán ungran obstáculo. Sin embargo, es posible queesto no suceda, porque el cabello de todas lasdamas ha sido peinado en forma especial quepermite la colocación rápida y garbosa de lacorona cuando se dé la señal convenida.

Los rayos del sol bañan ahora toda la hilerade damas llenas de joyas, lo cual produce unmaravilloso centelleo deslumbrante y, de pron-

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to un enviado de algún país del lejano Oriente,que llega con el cuerpo de embajadores extran-jeros, cruza aquella esplendorosa franja de luzsolar y nosotros quedamos anonadados ante elfulgor que irradia en torno de él, porque va, depies a cabeza, cubierto de gemas, y al menormovimiento produce un bailoteo de mil coloresrefulgentes que deslumbran.

Cambiemos ahora el tiempo del verbo paramayor comodidad y mejor efecto de nuestrorelato. Transcurrió una hora, dos horas, dos ymedia, y, súbitamente, el estampido del cañónanunció que por fin había llegado el rey y subrillante comitiva. Entonces, la multitud queesperaba impaciente se entregó al jolgorio. To-do el mundo sabía que aún había para rato,porque el monarca tenía que prepararse para lasolemne ceremonia, pero esta demora no iba aresultar aburrida con la aparición de los paresdel reino con sus magníficos trajes de gala. Es-tos fueron conducidos solemnemente a susasientos y se les puso su respectiva corona al

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alcance de la mano. Mientras tanto, la muche-dumbre que ocupaba las galerías ardía de in-terés, porque muchos de los allí presentes veíanpor vez primera todos aquellos encopetadospersonajes, cuyos nombres ilustres figurabanya en la historia desde hacía cinco siglos. Unavez todos se hubieron aposentado, el espectá-culo, visible desde las galerías y todos los pun-tos elevados, quedó completo.

Luego los altos dignatarios de la iglesia, consus ropajes y mitras, desfilaron junto a sus acó-litos y tomaron asiento en los lugares reserva-dos para ellos. Detrás iban el lord protectorHertford y otras autoridades, seguidos de undestacamento de guardias acorazados.

Hubo una pausa de espera. Después, obede-ciendo una señal, sonó una música triunfal, yTom Canty apareció en el umbral con largomanto de brocado y subió a la plataforma deltrono. Toda la multitud, de pie, presenció, res-petuosa, la ceremonia de la coronación. Unainspirada antífona llenó la abadía con la sober-

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bia armonía de sus notas solemnes, y así prece-dido y saludado, Tom Canty fue conducido altrono. Tuvieron entonces efecto las antiguasceremonias con fastuosidad emocionante, ycuando iban a tocar a su fin, Tom Canty se pu-so cada vez más pálido, y un profundo remor-dimiento invadió su alma y su corazón y le hizosentir un malestar y una desesperación irresis-tibles.

Llegó por fin el acto final. El arzobispo deCanterbury levantó la corona de Inglaterra delalmohadón en que estaba colocada y la pusoaparatosamente sobre la cabeza temblorosa delfalso rey. En aquel mismo momento una radia-ción de arco iris recorrió el espacioso crucero,producida por todos los nobles que levantaronsu respectiva corona de título nobiliario y, po-niéndosela en la cabeza se quedaron en aquellapostura. Un prolongado siseo se dejó oír portoda la abadía. En aquellos instantes de emo-ción apareció súbitamente en escena un inespe-rado personaje, cuya presencia no notó la mu-

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chedumbre absorta hasta que, de pronto, sepresentó en la gran nave central. Era un mu-chacho con la cabeza descubierta, mal calzado ycubierto de prendas plebeyas ordinarias y quependían de su cuerpo hechas jirones. El mucha-cho levantó la mano con una solemnidad queno concordaba con su lamentable aspecto, ypronunció serenamente estas palabras:

Os prohibo poner la corona de Inglaterra aesa cabeza indigna. Yo soy el rey.

Instantáneamente varias manos de personasairadas cayeron sobre el jovencito, pero inme-diatamente, Tom Canty, con sus regias vestidu-ras, dio un paso hacia adelante con viveza yexclamó con voz vibrante:

¡Deteneos y soltadle! ¡Es el rey!Una especie de pánico y de perplejidad se ex-

tendió por toda la asamblea. Todos se levanta-ron de sus asientos, se miraron unos a otrosasombrados, aturdidos como preguntándose siestaban soñando. El lord protector estaba tur-

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bado como los demás, pero se repuso en segui-da y con voz imperiosa, exclamó:

¡No hagáis caso a Su Majestad, pues su do-lencia le ha vuelto a atacar! ¡Prended a ese va-gabundo!

Habría sido obedecido, pero el falso rey gol-peó enérgicamente el suelo con el pie y gritó:

¡Guardaos de hacerlo! ¡No le toquéis! ¡Repi-to que es el rey!

Todo el mundo quedó como paralizado, sinsaber qué hacer ante tan extraña situación.Mientras todos los presentes trataban de sere-narse, el muchacho siguió avanzando con fir-meza, con aire arrogante y expresión llena deconfianza. No se había detenido ya desde unprincipio y mientras los cerebros trastornadosseguían vacilando sin saber qué hacer ni quépensar, Eduardo subió a la plataforma y el falsorey salió a su encuentro con semblante jubiloso,y, postrándose de rodillas ante él, dijo:

¡Oh, mi señor y rey! Dejad que el pobre TomCanty sea el primero que os jure fidelidad y os

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diga: «Ceñid la corona y recobrad lo que ospertenece. »

Los ojos del lord protector se clavaron conaguda severidad en el rostro del recién llegado,pero instantáneamente la severidad se desva-neció para dar paso a una, expresión de pasmomaravillado. Lo mismo les ocurrió a los demáspalaciegos. Miráronse unos a otros y retroce-dieron un paso por un impulso común e instin-tivo. Todos pensaban en aquel momento lomismo:

¡Qué extraño parecido!Con vuestra venia, señor, deseo haceros

ciertas preguntas que...Yo las contestaré milord.

El duque le hizo entonces diversas preguntasrelativas a la corte del difunto rey, al príncipe ya las princesas, y Eduardo las contestó conacierto y sin vacilar. Describió las habitacionesy salas de recepción de palacio, y los aposentosde Enrique VIII y los del príncipe de Gales.

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¡Qué caso extraño! ¡Qué cosa inexplicable sedecían todos los que acababan de oír lo queEduardo había detallado! Y comenzaba denuevo la marea y a aumentar la esperanza deTom Canty, cuando el lord protector movió lacabeza y dijo:

No se puede negar que es maravilloso, perono es ni más ni menos que lo que puede hacernuestro señor el rey.

Esta observación y esta referencia a Tom to-davía como monarca entristecieron al mucha-cho que vio con pesar que sus esperanzas sedisipaban.

Esas no son pruebas suficientes añadió ellord protector.

La marea volvía aceleradamente, en extremorápida, pero hacia otra dirección, y dejaba alpobre Tom Canty atascado en el trono y al otronadando desesperadamente en pleno oleaje. Ellord protector reflexionó un momento e indu-cido por una idea que le preocupaba, movió lacabeza y dijo:

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Resulta altamente peligroso para el Estado ypara nosotros que continúe sin descifrarse unenigma como éste, que podría dividir a la na-ción y socavar el trono. Luego, volviéndose,añadió resueltamente : Sir Thomas, prended aese... Es decir, no, ¡esperad! acabó diciendocon voz animada. Y dirigiéndose al candidatoharapiento le preguntó : ¿Dónde está el GranSello? Contestando exactamente a esta pregun-ta, el enigma quedará descifrado, porque sólopuede responder sobre este punto el príncipede Gales. De una cosa tan fútil depende nadamenos que un trono y una dinastía.

Fue una pregunta, afortunada, una idea lu-minosa. Que así lo consideraban los altos dig-natarios, lo demostró la mirada de absolutaaprobación que dirigieron éstos al lord protec-tor. Sí, nadie más que el verdadero príncipepodía poner en claro el misterio del Gran Sellodesaparecido. Aquel pequeño impostor habíaaprendido muy bien su lección, pero en estepunto iba a fracasar porque ni su mismo maes-

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tro era capaz de contestar a tal pregunta: «¡Ah,excelente idea! ¡Ahora vamos a vernos libres deeste engorroso asunto que ofrece tanto peli-gro!» Y pensando así, movieron todos la cabezade un modo casi imperceptible y sonriendo consatisfacción. Todas las miradas quedaron fijasen el muchacho para ver si se manifestaba ata-cado por la parálisis de la confusión culpable.Pero cuál no fue su sorpresa al observar que noexperimentaba ninguna turbación y que, por elcontrario, contestaba con voz serena y confiada:

La solución de esto que llamáis enigma notiene nada de difícil.

Y sin pedir autorización a nadie, se volvió ydio la siguiente, orden, con la desenvolturapropia del que está acostumbrado a ser obede-cido:

Milord Saint John, id a mi gabinete particu-lar, pues nadie lo conoce mejor que vos, y muycerca del suelo, en el rincón del lado izquierdomás distante de la puerta que da a la antecáma-ra, encontraréis en la pared la cabota de un cla-

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vo de bronce. Apretadlo y se abrirá un cofrecitode joyas que ni siquiera vos conocéis ni conocenadie en el mundo más que yo y el artesanoleal que lo construyó por orden mía. Lo prime-ro que veréis, al abrirlo, será el Gran Sello.TraedIo.

Todos los allí presentes quedaron perplejos aloír estas palabras, y más aún al ver que el mu-chacho se dirigía a, aquel alto personaje sinvacilación ni aparente temor de equivocarse, yle llamaba por su nombre, con la plácida con-vicción de conocerle de toda la vida. El par sequedó tan pasmado que se dispuso casi a obe-decer, y llegó incluso a hacer un ademán comopara alejarse, pero no tardó en recobrar sutranquila actitud habitual y un ligero sonrojo ensus mejillas vino a confesar su torpeza. TomCanty se volvió hacia él y le dijo con aspereza:

¿Por qué vaciláis? ¿No habéis oído el man-dato del rey? ¡Id!

Entonces lord Saint John hizo una profundareverencia, que se notó hacía con significativa

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cautela, pues no la dirigía verdaderamente aninguno de los dos dudosos monarcas, sino alespacio neutral que quedaba entre ellos, y seretiró discretamente.

Se produjo un movimiento lento y apenasperceptible entre aquel grupo oficial ostentoso,pero tenaz y persistente; un movimiento comoel que produce un calidoscopio cuando se hacegirar lentamente, y con el cual los componentesde un grupo se disgregan y se unen uno a otrogrupo, un movimiento que, poco a poco, en elcaso que nos ocupa, dispersó los grupos quehabía junto a Tom Canty para reagruparlos entorno del recién llegado. Tom Canty se quedó,pues, casi solo. Hubo luego una pausa, unabreve espera impaciente, durante la cual lospocos que todavía se hallaban al lado de TomCanty fueron gradualmente armándose de va-lor para atreverse a deslizarse uno por uno yunirse a la mayoría. Tom, con su manto real ysus joyas, se quedó, pues, por fin, solo y aislado

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del mundo, era una figura conspicua que ocu-paba un vacío muy elocuente.

De pronto se vio aparecer de nuevo a lordSaint John, y cuando éste avanzó por la navecentral, el interés que todos sentían era tan in-tenso, que el tenue murmullo de las conversa-ciones de la concurrencia se apagó por comple-to y fue sustituido por un siseo, general y unaquietud absoluta que permitía oír el rumor delas pisadas del que todos esperaban ansiosa-mente. Todas las miradas se clavaron en élmientras avanzaba.

Lord Saint John llegó a la plataforma, se de-tuvo, un momento y dirigiéndose a Tom Canty,dijo con tono de profunda obediencia:

Señor, en el lugar indicado, no está el Sello.No se aparta nunca un grupo de gente de un

apestado con más rapidez que el bando depálidos y temerosos cortesanos se alejó del ladodel andrajoso pretendiente a la corona. En unabrir y cerrar de ojos se quedó éste completa-mente solo sin un amigo ni paladín, y como

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blanco contra el cual era lanzado ahora un fue-go graneado de miradas de odio y de despre-cio.

El lord protector exclamó, furioso:¡Sacad de aquí a ese mendigo! ¡Echadle a la

calle y azotadle por toda la ciudad sin ningunaclase de consideración, pues no la merece!

Unos oficiales de la guardia se precipitaronhacia Eduardo, obedeciendo la orden, peroTom Canty los apartó con un gesto enérgico ydijo:

¡Atrás! ¡El que le toque, pone en peligro supropia vida!

El lord protector, asombrado en grado sumo,dijo a lord Saint John:

¿Habéis mirado bien? Pero huelga pregun-tarlo... No obstante, todo esto es muy extraño.Las cosas de poca importancia, las futilezas, sele escapan a uno de la memoria, pero ¿cómopuede haber desaparecido una cosa tan impor-tante como el Sello de Inglaterra, sin que nadielogre saber dónde fue a parar? Sobre todo

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tratándose de un objeto voluminoso... Un discode oro macizo.

Tom Canty, con ojos centelleantes, avanzó yse puso a vociferar:

¡Callad! ¡Con esto ya basta! ¿Era redondo ygrueso y tenía grabados emblemas y letras?Entonces ya sé lo que es el Gran Sello de quetanto se ha venido hablando. Si me lo hubieraisdescrito detalladamente, haría ya tres semanasque obraría en vuestro poder. Ahora sé perfec-tamente dónde está.

Pero no fui yo quien lo puse allí por primeravez.

¿Quién lo puso, pues?Ese jovencito que está ahí, el verdadero rey

de Inglaterra. Y él mismo podrá deciros dóndeestá el Sello, y os convenceréis de que lo sabeporque fue él mismo quien lo colocó en aquellugar. Recordad, rey mío, haced memoria... Fuelo último, lo último que hicisteis aquel día antesde salir de palacio vestido con mis andrajos

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para castigar al soldado que me había maltra-tado.

Se hizo el silencio, que no interrumpió ni unmovimiento ni un cuchicheo, y todos los ojosfijaron sus miradas en Eduardo, que frunciendoel ceño y cabizbajo, se esforzaba en hacer venira su memoria, entre el tumulto de desagrada-bles recuerdos que absorbían su pensamiento,un hecho sencillo del que no conseguía acor-darse y del que dependía la recuperación deltrono, pues teniéndolo olvidado seguiría siendoun pordiosero, un miserable proscrito. Trans-currían los minutos y el muchacho seguía cavi-lando, esforzándose en silencio, sin dar señalesde éxito.

Pero al fin movió lentamente la cabeza, y dijocon labios temblorosos y voz afligida:

Recuerdo la escena. Hizo una pausa, y le-vantando los ojos, añadió, con dignidad : Milo-res y caballeros, si queréis despojar a vuestroverdadero soberano de lo que le pertenece porla falta de una prueba que no puede presenta-

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ros, no me opondré a vuestras pretensionesporque me veo en la imposibilidad de hacerlo,pero...

¡Oh, eso es un tremendo desatino, rey mío!exclamó Tom Canty, dominado por el terror,

¡Esperad, pensad, no desmayéis, que vuestracausa no está perdida! No lo está, no. Escuchadlo que os digo y fijaos bien en mis palabras...Voy a recordaros aquella mañana y todo lo queocurrió entonces: Os hablé de mis hermanasNan y Bet... ¡Ah, sí! Eso lo recordáis... Y de miabuela anciana y de los juegos de los chiquillosde Offal Court... Sí, también lo recordáis... Se-guid escuchando mi relato y acabaréis poracordaros de todo. Me disteis de comer y debeber, y con regia cortesía despedisteis a vues-tros servidores para que no me avergonzara yodelante de ellos por mi mala crianza. Sí, todoeso lo recordáis.

A medida que Tom Canty exponía estos deta-lles y Eduardo movía la cabeza asintiendo, elelevado auditorio les miraba y oía con asom-

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bro. Aquello parecía ser una historia verdadera,pero ¿cómo había tenido lugar el casi imposibleencuentro entre un príncipe y un muchachopordiosero? Jamás se vio gente reunida másaturrullada, más intrigada y estupefacta queaquélla.

Cambiarnos en broma nuestros vestidos,príncipe, y luego nos pusimos delante de unespejo y éramos tan iguales que los dos nosdijimos que parecía que no hubiéramos cam-biado... Sí, indudablemente, recordáis todo eso.Después os fijasteis en que el soldado me habíaherido en una mano. Mirad, aquí está todavíala señal y ni siquiera puedo escribir, porquetengo los dedos rígidos. Entonces disteis unsalto, señor, y corristeis hacia la puerta... Pasas-teis junto a una mesa en la cual había eso quellamáis el Sello... Lo cogisteis y mirasteis ansio-samente a vuestro alrededor, buscando un sitiodonde esconderlo... Entonces os fijasteis en...

¡Esto me basta! Este detalle es suficiente...¡Alabado sea Dios! exclamó el pretendiente

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harapiento, muy excitado . Id, mi buen SaintJohn añadió , y en un brazo de la amaduramilanesa que pende de la pared encontraréis elSello.

¡Eso es, rey mío, perfectamente! exclamóTom . Ahora el cetro de Inglaterra os pertene-cerá. Id, mi buen lord Saint Jolin, poned alas envuestros pies.

Todos los presentes estaban de pie, con unaexpectación ansiosa y un temor inquieto que lestorturaba. Se produjo en seguida un barulloensordecedor de conversaciones frenéticas, ytranscurrieron unos minutos sin que nadie oye-ra, supiera o se interesara por nada, como nofuese por lo que su vecino le decía a. grandesgritos al oído o lo que uno indicaba, voceando,al vecino. Por fin se extendió por todo el recintoun prolongado susurro, y en el mismo momen-to apareció en la plataforma lord Saint John,enarbolando el gran Sello del Estado. De repen-te, todo el mundo dio el grito de:

¡Viva el verdadero rey!

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Durante cinco minutos resonaron en el espa-cio ininterrumpidas aclamaciones y los sonidosarmónicos de numerosos instrumentos demúsica, al mismo tiempo que se velan flotar enel aire millares de pañuelos, y en medio de todaaquella exaltación entusiástica, un muchachoandrajoso, situado en el centro de la anchurosaplataforma del trono, permanecía de pie, arro-gante, rodeado de los vasallos que ante él hin-caban la rodilla. Luego todos se levantaron, yTom Canty declaró solemnemente:

Ahora, ¡oh, rey! ¡Recobrad estas prendas re-ales y devolved al pobre Tom, vuestro humildí-simo servidor, esos andrajos que le pertenecen.

Desnudad a ese rufián y metedIo en la Torredijo el lord protector, enojado.

Nada de eso replicó el verdadero monar-ca , a no ser por él yo no hubiera recobrado lacorona. Que nadie le ponga la mano encimapara hacerle el menor daño. Y en cuanto a vos,mi buen tío y lord protector, vuestro procederno demuestra gratitud para con ese pobre mu-

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chacho, porque según tengo entendido, os con-firió el título de duque (el lord protector se ru-borizó), a pesar de que no era todavía rey. Porlo tanto, ¿de qué vale ahora tu elevado título?Mañana, por mediación de él, me pediréis queos lo confirme, de lo contrario no seréis duque,sino sencillamente conde.

Ante tales reproches, Su Gracia el duque deSomerset se retiró un momento de la primeralínea.

El rey entonces se volvió a Tom y le dijo cari-ñosamente:

Querido muchacho, ¿cómo pudo ser que re-cordaras, dónde escondí el Sello, si ni yo mismolograba recordarlo?

¡Ah, rey mío! Me fue muy fácil, porque lo heestado utilizando con frecuencia.

¿Lo utilizaste y no podías explicar dónde es-taba?

Ignoraba lo que era. No me lo describieron,Majestad.

Entonces ¿para qué lo usabas?

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Las mejillas de Tom se colorearon de rubor,bajó los ojos y guardó silencio.

Habla, muchacho, y no temas prosiguió elsoberano . ¿Para qué utilizaste el Gran Sello deInglaterra?

Tom Canty vaciló un momento, y por fin, conpatética turbación, declaró:

¡Para cascar nueces!¡Pobre chico! La tempestad de risas que pro-

vocó esta confesión ingenua y graciosa le dejóanonadado de vergüenza. Y si quedaba algunaduda en la mente de alguno de los cortesanosrespecto a que Tom Canty no era el verdaderorey de Inglaterra, esta contestación chocante ladisipó por completo.

Entretanto, el suntuoso manto real había sidoretirado de los hombros de Tom para pasar alos del rey, cuyos harapos quedaron cubiertos ydisimulados por el mismo. Se reanudaron lasceremonias de la coronación, y el verdadero reyfue ungido. Le fue puesta la corona en la cabe-za, mientras los cañones atronaban el espacio

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con su estampido anunciador del magno acon-tecimiento y toda la ciudad de Londres vibrabaen medio de continuas aclamaciones.

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33. Eduardo, rey

Miles Hendon ya tenla un aspecto bastantepintoresco antes de meterse en la bullangahabida en el puente de Londres, pero éste seacrecentó mucho más cuando salió de ella. Po-co dinero tenía al entrar en el alboroto, pero niun céntimo al salir del mismo, pues los rateros,en el río revuelto, le habían robado hasta laúltima moneda. Pero poco importaba con talque consiguiera encontrar al muchacho. Comoera soldado, no se dispuso a emprender susdiligencias y su busca al azar, sino que preparómeditada y meticulosamente todo su plan decampaña. ¿Qué era lo natural que hiciera elmuchacho? ¿Y adónde podía lógicamente haberido? Lo natural se decía Miles es que sehubiese dirigido a su antigua pocilga, porquetal es el instinto de los dementes cuando se vensin hogar ni amparo, como el de los cuerdos.¿Dónde se hallaba situada su primitiva cova-cha? Sus andrajos, unidos al recuerdo del ru-

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fián que parecía conocerle y que incluso pre-tendía ser su padre, indicaban que el lugar deb-ía encontrarse en alguno de los barrios másmiserables de Londres. ¿Iba a ser larga y difícilla busca? No, al parecer resultaría fácil y breve.No se lanzaría a la caza del chico, sino a la cazade la muchedumbre, Porque no cabía duda queen el centro de una multitud, pequeña o gran-de, tendría, tarde o temprano, que encontrar asu amiguito, pues el populacho sarnoso segu-ramente se entretendría molestando e insultan-do al pequeño, que, como de costumbre, se leantojaría proclamarse rey. Entonces Miles Hen-don dejaría maltrechos a algunos de los malintencionados perillanes y se llevaría a su pro-tegido, a quien, como otras veces, consolaría yalegraría con palabras cariñosas y del cual yano volvería a separarse.

Emprendió, pues, Miles sus pesquisas, y horatras hora, fue recorriendo angostos callejones ycalles inmundas, a la zaga de grupos y de mul-titudes, y los encontró incontables, pero no des-

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cubrió en ninguna parte ni una sola huella delmuchacho. Esto le extrañó muchísimo, pero nologró desanimarle, porque no influía en su plande campaña. Lo único mal calculado era queésta iba a resultar bastante más larga de lo quese figuró al principio.

Había recorrido en un día numerosas calles yobservado muchos grupos sin más resultadoque un gran cansancio, bastante hambre y nomenos sueño. Necesitaba desayunar, pero nohallaba medio de conseguirlo. No se le ocurriópedirlo como limosna, y en cuanto a empeñarsu espada, antes habría consentido en despojar-se de su honor. Podía prescindir de alguna desus ropas... sí, pero sería más fácil encontrar uncliente para una enfermedad que para prendascomo las que él usaba.

Al mediodía andaba aún por entre la multi-tud de curiosos que seguía a la comitiva regia,convencido de que aquella fastuosidad de larealeza tenía que llamar la atención y atraer alpobrecito muchacho demente. Siguió, pues, al

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real cortejo por todo el camino hasta llegar aWestminster y a la abadía. Iba de un lado a otroentre la muchedumbre que se apretujaba enaquellas inmediaciones, y quedó siempre chas-queado y estupefacto hasta que finalmente de-cidió alejarse de allí para modificar y mejorarsus pesquisas. Cuando despertó de sus medita-ciones observó que la ciudad quedaba muyatrás y que se aproximaba el crepúsculo. Seencontraba cerca del río y en el campo, en unacomarca pintoresca, llena de hermosas fincas, y,por consiguiente, no era un distrito adecuado allamentable traje que él vestía.

Como no hacía frío, se tendió en el suelo jun-to a un seto, con objeto de descansar y poderreflexionar tranquilamente. No tardó en sentir-se dominado por el sueño. Pero oyó unas salvasatronadoras y se dijo: «Están coronando al nue-vo rey... » e inmediatamente se quedó dormido.Hacía más de treinta horas que no dormía nidescansaba. No volvió a despertarse hasta me-dia mañana del día siguiente.

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Se levantó cojeando, entumecido y hambrien-to; se lavó en el río, dio a su estómago el «con-suelo» de unos sorbos de agua y se dirigióhacia Westminster, regañándose a sí mismo porhaber perdido tanto tiempo inútilmente. Elhambre le indujo a trazar un nuevo plan, queconsistía en procurar ponerse al habla con elviejo sir Humphrey Marlow v pedirle unasmonedas con las cuales... Pero de momentoaquello ya era bastante, como primera parte desu proyecto; luego ya vendría lo demás...

A eso de las once se acercó a palacio, y aun-que se vio rodeado por un grupo de personasencopetadas que seguía el mismo camino, nopasó, naturalmente, desapercibido, pues sutraje se encargó de llamar la atención. Milesobservó atentamente las facciones de todaaquella gente en la confianza de hallar un almacaritativa que se prestara bondadosamente acomunicar al viejo teniente su deseo de entre-vistarse con él, porque era en vano penetrarpersonalmente en palacio.

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De pronto, pasó por su lado el «niño de losazotes» que dio media vuelta, y quedándosemirándole con ojos escudriñadores, se dijo:

«Si éste no es el vagabundo que tanto pre-ocupa a Su Majestad, soy un asno..., aunquecreo que también lo he sido antes. Responde ala descripción exacta de un harapiento. Si en-contrase una excusa para hablarle...»

Pero Miles Hendon le sacó del apuro, porque,como ocurre cuando alguien se siente magneti-zado por un hipnotizador que le mira insisten-temente por la espalda, se volvió de cara al mu-chacho, y al notar el interés con que le mirabaéste, se encaminó hacia él y le dijo:

Acabas de salir de palacio, ¿verdad? ¿Vivesen él?

Sí, señor.¿Conoces a sir Humphrey Marlow?

El chiquillo se sobresaltó y dijo para susadentros:

¡Santo Dios! ¿Mi difunto padre? Y contestóen voz alta : Le conozco mucho, señor.

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¡Magnífico! ¿Está dentro?Sí repuso el muchacho. Y añadió para sí:

«¡Dentro de la tumba!»¿Puedo pedirte el favor de que vayas a decir

e que deseo hablar con él, y le digas mi nom-bre?

Voy inmediatamente, señor.Entonces manifiéstale que Miles Hendon,

hijo de sir Richard, está esperando aquí fuera.Te lo agradeceré mucho.

«El rey no le ha citado por este nombrepensó el muchacho, desilusionado . Pero no

importa, porque éste ha de ser su hermano ge-melo, y apuesto a que puede dar noticias delotro a Su Majestad. »

Así pues, dijo a Miles:Esperad aquí un momento, señor, hasta que

yo vuelva para daros una contestación.Retiróse Hendon al lugar indicado, que for-

maba como un hueco el muro de palacio, conun banco de piedra que servía de garita a loscentinelas cuando hacía mal tiempo. Apenas se

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había sentado cuando pasaron por allí unosalabarderos al mando de un oficial. Este le vio,detuvo a sus hombres y ordenó a Hendon quele siguiera. Obedeció éste y fue inmediatamentedetenido como sospechoso que merodeaba porlos alrededores de palacio. Las cosas empeza-ban a ponerse feas. El pobre Miles se disponía aexplicarse, pero el oficial le impuso silencio conbrusquedad y mandó a sus hombres que ledesarmaran y le cachearan.

«¡Dios haga que encuentren algo en mis bolsi-llos! pensó el infortunado Miles , pues yo pormás que los registre no encuentro nada en ellos,a pesar de que mi necesidad es mucho mayorque la de esos guardias.»

No le encontraron más que un documento. Eloficial lo desplegó, y Hendon reconoció los ga-rabatos trazados por su amiguito desaparecidoaquel día desgraciado que estuvieron ambos enHendon Hall. Las facciones del oficial se en-sombrecieron al leer los párrafos ingleses, y

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Miles palideció al oír las palabras que aquélpronunciaba:

¿Un nuevo pretendiente a la corona? dijo eloficial . Parece que éstos crecen hoy como co-nejos. Sujetad a ese perillán, muchachos, y pro-curad que no se mueva de aquí mientras yovoy a entregar este precioso papel a Su Majes-tad.

Y dicho esto entró precipitadamente en pala-cio, dejando al preso en manos de los alabarde-ros.

«Ahora se habrá acabado, por fin, mi malasuerte se dijo Hendon , porque seguramentevoy a ser ahorcado a causa de ese maldito pa-pelucho. ¿Y qué será entonces de mi pobreamiguito? ¡Sólo Dios lo sabe!»

De pronto vio que el oficial volvía corriendo,y se armó de valor para afrontar ja situacióncomo corresponde a un hombre valiente y se-reno. El oficial ordenó a los alabarderos quesoltaran al detenido y devolvió a éste su espa-

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da. Luego, saludándole respetuosamente, éldijo:

Dignaos seguirme, señor.Hendon le siguió mientras iba pensando:«Si no me viera camino de la muerte y del

Juicio Final, y por consiguiente, ante la conve-niencia de evitar los pecados, le apretaría elgaznate a ese bellaco por su cortesía burlona. »

Atravesaron los dos un patio lleno de gente yllegaron a la entrada principal de palacio, don-de el oficial, con otro saludo, entregó a Hendonen manos de un cortesano lujosamente atavia-do, quien, después de recibirle con profundorespeto, le condujo a través de un anchurosovestíbulo a cuyos lados se alineaban elegantes yrígidos lacayos (que a su paso, hicieron unagran reverencia, pero se partieron de risa disi-muladamente al ver aquel estrafalario espanta-jo tan pronto como éste volvió la espalda) y lellevó por una escalera en medio de un gentíoricamente trajeado, hasta que, finalmente, leintrodujo en un gran salón, donde le hizo pasar

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por entre los grandes nobles de Inglaterra allícongregados; luego, con extrema afabilidad, leindicó que tenía que descubrirse y le dejó depie en medio de la espléndida sala, donde fueel blanco de todos los ojos, que le dirigían mi-radas de indignación o de mofa.

Miles Hendon estaba completamente azora-do. Allí se hallaba el joven monarca bajo unsuntuoso dosel a cinco pasos de distancia, conla cabeza inclinada hacia un lado y conversan-do con una especie de ave humana del paraíso,quizá un duque.

Hendon pensaba que ya era bastante terribleverse sentenciado a muerte en la flor de la vida,sin sufrir aquella humillación pública tan bo-chornosa. Deseaba que el rey despachara pron-to, pues alguno de los encopetados personajesque le rodeaban se estaba poniendo ya in-aguantable. En aquel momento, al levantar elrey ligeramente la cabeza, Hendon pudo verlela cara y experimentó tal impresión que sequedó sin poder apenas respirar. Se quedó con-

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templando al monarca, como paralizado, y ex-clamó:

¡Caramba! ¡El gran señor de los sueños y delas sombras en su trono!

Murmuró algunas frases entrecortadas, sindejar de mirar y de asombrase, y luego volviólos ojos a su alrededor para ver la brillante con-currencia y el efecto deslumbrante de aquelsalón fastuoso.

«Pero ésos son de veras se dijo , no cabeduda que son seres reales. No es un sueño. » Ymirando de nuevo al soberano, pensó: «¿Es unsueño o se trata, en efecto, del rey de Inglaterray no del pobre vagabundo desdichado que yoequivocadamente le creía? ¿Quién me va a re-solver este jeroglífico?»

Cruzó su cerebro una idea repentina que leindujo a dirigirse hacia la pared, y allí, cogien-do una silla, la plantó con firmeza en el suelo ytomó asiento.

Inmediatamente se oyó un murmullo de in-dignación, y una mano asió con brusquedad un

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hombro de Hendon, al mismo tiempo que unavoz exclamaba:

¡Levántate, payaso mal educado! ¿Te atrevesa sentarte en presencia del rey?

Este incidente llamó la atención de Su Majes-tad, que extendió al mano y dijo:

¡No le toquéis! ¡Está en su perfecto derecho!Los cortesanos apiñados retrocedieron estu-

pefactos. El rey prosiguió:Sabed todos, damas, lores y caballeros, que

éste es mi leal y muy querido servidor, MilesHendon que interpuso su excelente espada ysalvó a su príncipe de un daño corporal y talvez de la muerte... Por esta razón es caballeropor nombramiento del rey. Sabed también to-dos que por un servicio más elevado, con elcual salvó de los azotes y de la vergüenzapública a su monarca haciéndose dar los latiga-zos que correspondían a éste, le ha sido confe-rido el título de par de Inglaterra y de conde deKent y tendrá el oro y las tierras a que le daderecho su dignidad. Es más: el privilegio que

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acaba de ejercer le corresponde también porconcesión real, porque hemos ordenado quetanto él como sus condescendientes y sucesoreslegítimos gocen y conserven el derecho de sen-tarse en presencia de Su Majestad de Inglaterra,en lo sucesivo, de generación en generación,mientras subsista la corona. No le molestéis.

Dos personas que por retraso no habían lle-gado del campo hasta aquella mañana y nohacía más que cinco minutos que se hallaban enel gran salón, se quedaron escuchando aquellaspalabras y mirando alternativamente al monar-ca y al espantajo estrafalario con extraordinarioazoramiento. Eran sir Hugo y Edith. Pero elnuevo conde no les vio porque estaba todavíacontemplando al soberano completamenteatontado, y murmurando entre dientes:

«¡Torpe de mí! ¡Este es el mendigo, éste es elloco! ¡Este es aquel a quien pretendía yo de-mostrar lo que era la grandeza, haciéndole verlas setenta habitaciones de mi casa y sus veinti-siete criados! ¡Este es el que yo creía que nunca

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había tenido por traje más que andrajos, pun-tapiés por consuelo y despojos por alimento!¡Este es el que yo quería adoptar para hacerlerespetable! ¡Dios me dé un saco para poderocultarme en él, avergonzado!»

De pronto, pensó en sus modales y se postróde rodillas ante el trono, con las manos entrelas del rey, y le juró fidelidad y le rindió pleites-ía y homenaje por sus tierras y sus títulos. Selevantó luego y se retiró respetuosamente a unlado, pero continuó siendo el blanco de todoslos ojos, la mayor parte de los cuales le mirabancon envidia

En aquel momento el rey se fijó en sir Hugo yexclamó con voz solemne y ojos centelleantes:

Despojad a ese ladrón de sus falsas prendase insignias ostentosas, y metedle entre rejashasta que yo tome la resolución conveniente.

Sir Hugo fue sacado de la sala del trono cus-todiado por guardias.

De pronto se oyó barullo en el otro extremodel salón. Todos los cortesanos se separaron

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para dar paso a Tom Canty que, ricamente ata-viado, aunque de una manera muy singular,avanzó entre dos muros vivientes, precedido deun ujier. Hincó la rodilla ante el rey, y éste ledijo:

Me he enterado de todo lo ocurrido duranteestas últimas semanas y estoy muy satisfechode ti. Has gobernado el reino con acierto y be-nignidad. ¿Encontraste de nuevo a tu madre y atus hermanas? En este caso se les procuraránlos medios para que puedan vivir holgadamen-te, y si tú lo deseas y la ley lo permite, tu padreserá ahorcado. Todos los que estáis oyendohabéis de saber que, desde hoy, los que estánasilados en el Hospicio de Cristo y disfruten losbeneficios de la bondad del rey, serán educadosdel mismo modo que son alimentados, y estemuchacho vivirá allí toda su vida y presidirá lahonorable junta de aquella institución benéfica.Y teniendo en, cuenta que ha actuado de sobe-rano, es justo que goce de ciertos privilegios, ypor ello, fijaos en que lleva traje de gala distinto

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de los demás para que con él sea reconocido,traje que nadie podrá copiar y que recordará alas gentes que este joven actuó de rey durantealgunos días. Nadie podrá negarle el más reve-rente respeto ni dejar de rendirle homenaje.Cuenta con la protección del trono y ostentaráel honroso título, de «pupilo del rey».

Tom Canty, orgulloso y feliz se levantó, besóla mano del monarca y se retiró con humildadrespetuosa.

No quiso desperdiciar ni un momento y fuevolando a ver a su madre para relatarle lo su-cedido lo que contó también a Nan y a Bet, paraque compartieran con él la alegría de aquellacircunstancia dichosa.

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CONCLUSIÓNJusticia y recompensa

Cuando quedaron aclarados todos los miste-rios, se supo, por propia confesión de HugoHendon, que la esposa de éste había repudiadoa Miles por imposición suya y que, igualmente,obedeciendo bajo amenaza de muerte la ordende su marido, Edith tuvo que fingir que no co-nocía a Miles cuando éste se presentó última-mente en Hendon Hall. En los primeros mo-mentos la joven se rebeló contra aquella crimi-nal exigencia, diciendo que prefería perder lavida, que en nada apreciaba, antes que renegarde Miles. Pero entonces Hugo replicó que noera a ella a quien mataría, sino a su hermano, alcual haría asesinar. Esta última amenaza fue laque le decidió a dar palabra de consentimientoy a cumplirla exactamente.

Hugo no fue perseguido por sus amenazas nipor la usurpación de los bienes y títulos de suhermano, pues ni éste ni su esposa quisieron

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acusarle, y al primero no le hubieran permitidodeclarar aunque ella lo hubiese requerido.Hugo abandonó, pues, a su esposa y partiópara el continente, donde no tardó en morir, ypoco tiempo después, el conde de Kent se casócon la viuda.

Se celebraron en el pueblo de Hendon gran-des fiestas cuando los novios hicieron su pri-mera visita a la casa solariega.

Del padre de Tom Canty no se volvió a sabernada en absoluto.

El rey hizo buscar al labriego que fue marca-do y vendido como esclavo, le separó de lacuadrilla, y apartándole de su camino de perdi-ción, le puso en situación de poderse ganar lavida honradamente.

También sacó de la cárcel al viejo abogado, aquien perdonó la multa que le había sido im-puesta. Mandó que se dispusieran hogares con-fortables para las hijas de las dos desgraciadasmujeres anabaptistas que vio quemar vivas ycastigó severamente al alguacil que descargó

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los inmerecidos azotes sobre la espalda de Mi-les Hendon. Salvó de las galeras al muchachoque capturó al halcón perdido y testimonió sugratitud al juez que se compadeció de él cuan-do fue acusado de haber robado un cerdo. Tuvomás tarde la satisfacción de verle adquirir famaentre las gentes y convertirse en un hombreequitativo e insigne.

El rey, durante toda su vida, gustó de relatarsus aventuras muy detalladamente, desde elmomento en que el centinela le apartó de unempujón de las verjas de palacio hasta la nochefinal en que astutamente se mezcló con un gru-po de obreros atareados que trabajaban en laabadía, y así penetró allí y se ocultó junto a latumba del Rey Confesor, donde estuvo dur-miendo tanto rato que poco faltó para que lle-gara tarde a la ceremonia de la coronación. De-claraba que el recuerdo de lo que ocurrió iba aservirle de provechosa lección, cuyas enseñan-zas veía claro que beneficiarían notablemente asu pueblo; y así, mientras viviera, seguiría con-

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tando la historia con objeto de conservar susignificado en la memoria y la piedad en sucorazón.

Miles Hendon y Tom Canty fueron los favori-tos del rey durante el breve reinado de éste, ycuando falleció, lo lloraron sinceramente. Elbondadoso conde de Kent tenía sobrado talentopara abusar de sus privilegios especiales, perolos ejerció en dos ocasiones, después del ejem-plo que hemos visto, antes de su muerte: unacuando el advenimiento al trono de la reinaMaría, y otra cuando la coronación de la reinaIsabel. Uno de sus descendientes lo ejerciótambién cuando fue coronado Jacobo I. Trans-currió casi un cuarto de siglo antes que al hijode este descendiente le fuera dable usar de suderecho, por lo cual el «privilegio de los Kent»se había borrado de la memoria de la mayorparte de la gente de aquella época. Así pues,cuando el Kent de aquellos tiempos se presentóante Carlos I y su corte y se sentó en presenciadel monarca, con objeto de afirmar y perpetuar

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el derecho de su noble familia, se produjo granrevuelo, pero pronto fue explicado el caso y elderecho en cuestión quedó confirmado. Elúltimo conde de aquella vieja estirpe cayó lu-chando en defensa del rey en las guerras de larepública, y con él tocó a su fin el singular pri-vilegio.

Tom Canty vivió hasta una edad muy avan-zada que le daba un aspecto grave y benigno deanciano simpático, con todo el cabello canoso.Durante toda su vida, después de su infancia,se le tributaron los debidos honores y reveren-cias porque su traje llamativo y peculiar recor-daba a todo el mundo que de joven actuó derey; y por ello, dondequiera que se presentaba,todos los que se hallaban en su presencia leabrían paso y se decían entre sí: «Descubríosante él... ¡Es el pupilo del rey!» Y le saludabanrespetuosamente, a lo cual él correspondía conuna sonrisa amable que todos tenían en muchaestima, dada la honrosa historia de aquel cuyoslabios la perfilaban.

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Sí, el rey Eduardo VI vivió pocos años, el po-bre, pero los vivió provechosa y dignamente.Más de una vez, cuando algún gran dignatario,algún encumbrado vasallo de la corona, oponíaalguna objeción a la lenidad del soberano, ale-gando que alguna de las leyes que éste se pro-ponía modificar era ya lo bastante suave parasu objeto, y no podía decirse que ocasionarasufrimiento ni opresión dignas de considera-ción, el joven monarca le dirigía una miradaelocuente y melancólica y con tono de emocióncompasiva, le decía:

¿Y qué sabéis vos de los sufrimientos y de laopresión? De eso sólo podemos dar razón yo ymi pueblo, pero vos no.

El reinado de Eduardo VI resultó ser muyclemente en aquellos tiempos rigurosos. Y aho-ra que, terminada la historia, vamos a dejar dehablar de él, procuremos conservar en nuestramemoria el recuerdo imperecedero de su ele-vada figura.

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FIN