marisa recuerda aquel cansancio

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  • 8/19/2019 Marisa Recuerda Aquel Cansancio

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    Marisa recuerda aquel cansancio.

    Entraba a trabajar a las nueve, pero el despertador sonaba a las seis y media. Diez minutos para

    espabilarse, cinco en el baño, y estallaba la guerra. En hora y media preparaba el desayuno, levantaba a su

    marido, desayunaba a toda prisa y empezaba con la comida. Él se tomaba otro caf é antes de emprender su

    parte de la ofensiva, despertar a los niños, vestirlos y llevarlos a la cocina. El segundo round, leche

    caliente, cacao soluble, tostadas para uno, cereales para el otro, solí a pillarla con la comida enjaretada.Mientras preparaba los bocadillos para el recreo, la olla rápida ya habí a empezado a pitar. ¿Otra vez

    lentejas?, preguntaba alguno, pero ella contraatacaba implacablemente, ¿llevas todos los cuadernos?,

    ¿hoy te toca gimnasia?, ¿has cogido el dinero para la excursión? Luego los abrigaba bien, les daba

    muchos besos y gritaba las últimas instrucciones, acordaos de que hoy va la abuela a buscaros, no salgáis

    tarde, haced los deberes, que si no, me enfado… Cuando bajaban las escaleras trotando en pos de su

    padre, que los dejaba en el cole antes ir al trabajo, Marisa volví a a su dormitorio, se poní a la ropa que

    habí a dejado preparada la tarde anterior, cogí a el bolso y salí a pitando. Esa operación, que tení a

    perfectamente cronometrada, rara vez le llevaba más de cinco minutos. Después se pintaba en la parada

    del autobús, en el autobús o en el baño de la primera planta. Y a las nueve en punto de la mañana entraba

    en su despacho como una campeona.

    Los dí as de Marisa siguen teniendo veinticuatro horas, pero le sobran más de las que le faltaban entonces

    Cuando empezaba a trabajar, ya estaba cansada, pero eso era una ventaja y no un inconveniente. La rutina

    de la casa, los niños, las reuniones de padres de alumnos, los disfraces de Navidad, de carnaval, de fin de

    curso, las citas con los tutores, el calendario de vacunaciones y todo lo demás la agotaba de tal manera

    que los dí as laborables no se lo parecí an tanto. Ella era una trabajadora capaz, concienzuda, y cuando las

    cosas salí an bien, su trabajo representaba un oasis de paz en medio de la vorágine. Pero no se consideraba

    una persona desgraciada. Se sentí a, al contrario, una mujer con suerte, con una vida plena, llena de cosas,

    demasiado llena, eso sí . Ese era su problema, porque le gustaba su trabajo, le gustaba su marido, le

    gustaban sus hijos, no los cambiarí a por ninguna otra opción de sus respectivas categorí as, pero

    necesitaba que los dí as fueran un poco más largos, disponer de dos o tres horas de más para sentir que

    tení a tiempo, para perderlo, para tirarse un rato en un sof á a no hacer nada. Eso era lo único que echaba

    de menos. De vez en cuando, alguna amiga le contaba que habí a descubierto las sales del Mar Muerto, losaceites esenciales, las velas relajantes, tú llenas la bañera hasta arriba, le decí an, y en ese punto Marisa

    detení a su relato con una carcajada y un aspaviento. Dé jalo, anda, añadí a, ¿tú sabes la cantidad de tiempo

    que hace que no me meto en una bañera...? La ducha también la tení a cronometrada. Entre dos y tres

    minutos diarios, explicaba, ni uno más.

    Ahora todo eso le parece mentira. Recuerda aquella vida vagamente, como si la hubiera visto en una

    pelí cula, una comedia femenina y amable, con un final tan feliz como el que ella ya no espera. Y la

    memoria de aquel cansancio fecundo, que nací a de una actividad incesante para producir cosas buenas,

    útiles, le duele como un remordimiento, la cicatriz de una culpa inexistente. Porque ahora que se acuesta

    sin poner el despertador para levantarse cuando se cansa de estar acostada, nada le resulta tan duro, tan

    amargo como la tentación de sentirse culpable por lo que le ha pasado. ¿Quién me mandarí a a mí  

    quejarme tanto?, se pregunta, sin acordarse de que en realidad jamás llegó a quejarse en voz alta.

    Los dí as de Marisa siguen teniendo veinticuatro horas, pero le sobran más de las que le faltaban entonces.

    Y le bastarí a con abrir los grifos de la bañera para sumergirse en el agua caliente hasta que se enfriara,

    pero no le da la gana. Serí a como dar su brazo a torcer, ahora que ha pasado todo lo que no podí a pasar.

    Porque Marisa tení a un contrato indefinido en una empresa pública, uno de esos empleos que parecí an

    eternos por siempre jamás, pero un ERE le pasó por encima como las orugas de un carro blindado, y le

    tocó una indemnización de veinte dí as por año trabajado, y la repartió entre sus hijos, que buscan todaví a

    su primer empleo.

    Hoy, en la cola del Inem, Marisa recuerda su cansancio como la época dorada de su vida, y la rabia puede

    más que la tristeza.