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Estado Crítico 18 diálogos con protagonistas de la cultura la conversación infinita Mariano etkin guillermo saavedra Docente de extensa y reconocida trayectoria pero, por sobre todas las cosas, uno de los compositores argentinos más relevantes de todos los tiempos, Mariano Etkin es, además, un notable conversador, agudo y memorioso. Invitarlo a repasar su vida profesional es, también, propiciar un recorrido por la vida cultural argentina del último medio siglo, con sus esplendores y sus miserias. El cuerpo de los sonidos

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Estado Crítico18

diálogos con protagonistas de la cultura

la conversación infinita

Mariano etkin

guillermo saavedra

Docente de extensa y reconocida trayectoria pero, por sobre todas las cosas, uno de los compositores argentinos más relevantes de todos los tiempos, Mariano Etkin es, además, un notable conversador, agudo y memorioso. Invitarlo a repasar su vida profesional es, también, propiciar un recorrido por la vida cultural argentina del último medio siglo, con sus esplendores y sus miserias.

El cuerpo de los sonidos

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Mariano Etkin | Retrato de Rafael Calviño

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Dice que la primera experiencia musical la tuvo a los 3 ó 4 años de edad, cuando su padre, al comprobar su dificultad para pronunciar la

erre, le dijo que para poder pronunciarla bien “tenía que sentirla vibrar en todo el cuerpo”. La otra gran ex-periencia fue el ruido de sus padres discutiendo. “Y en especial”, dice, “la tensión que creaba en mí cada noche no saber si iba a haber o no una discusión”. Su educación como oyente le debe mucho a esos pa-dres que, además de discutir, supieron dejar en él huellas extraordinarias.Su madre, alumna dilecta de Alberto Williams, egresa-da de su célebre conservatorio con medalla de oro, por las noches tocaba Chopin en una vieja pianola reforma-da que estaba en el cuarto del futuro compositor. “Tenía un toque, un sonido de una musicalidad extraordina-ria. Seguramente no era una gran virtuosa, pero tenía una sensibilidad, un modo de atacar, de conducir las cosas, de hacer pausas, muy personal”, recuerda. Su padre –médico humanista, estudioso de la filoso-

fía y amante de la oratoria, figura central en el hogar del futuro músico, fundador del Partido Socialista ar-gentino junto a Alfredo Palacios y masón del más alto grado– lo llevaba al Colón cada vez que la ocasión era propicia –algo que en esos años dorados del primer coliseo sucedía a menudo. Aunque alguna vez se que-dó con las ganas de escuchar en vivo Erwartung, de Schoenberg, porque su padre no podía acompañarlo y no quería que volviera solo de noche. Una foto tes-timonia su enfado. Con la distancia que confieren los años, hoy puede afirmar, a pesar de ese y otros episodios: “Era un buen padre. Un poco cargoso, pero un gran personaje. Tam-bién escribía en el diario Democracia notas sobre me-dicina. Hace poco, las encontré en una caja y descubrí que dos de ellas eran sobre la relación entre la medici-na y la música. Unos años atrás, haciendo la cola para entrar al Colón, me encontré con un ex compañero de la primaria, Juan Behrend, a quien le agradeceré eternamente el recuerdo que me regaló ese día: ‘Siem-pre me acuerdo de tu papá, esperándote en la vereda de enfrente con un sombrero verde’. Mi papá entonces me daba un poco de vergüenza porque era un hombre mayor, comparado con los otros padres -yo fui un hijo tardío-, y creo que él se hacía eco de mi incomodidad”. Hacia sus trece años, el joven Etkin llevó a cabo su primera actividad sonora: “Los sábados, las radios transmitían los llamados conciertos bailables, con or-questas de jazz y tango en vivo. Yo aporreaba ollas y cacerolas con cuchillos y tenedores, tratando de se-guir el ritmo de lo que emitía la radio. Los vecinos se quejaban. Me ponía cerca de la pieza de servicio, junto al pozo de aire del edificio, pero era peor”.Vivían en un departamento de uno de los primeros edificios de propiedad horizontal de Buenos Aires, en la calle Charcas (hoy Marcelo T. de Alvear), entre Pa-raná y Montevideo, “en el mismo edificio que Tita Me-rello, que cada vez que me veía me acariciaba la cabeza; muy cerca de donde vivió Troilo, hacia un lado, y, hacia el otro, de donde vivía el general Aramburu”, apunta y luego agrega: “Desde la ventana de ese departamento, vimos pasar con mi hermano los aviones Gloster Me-teor que bombardearon Plaza de Mayo en el ‘55”.En ese universo teñido por la experiencia del primer peronismo –“mi padre era muy gorila, pero no era tonto: me llevó a ver desde un balcón del diario La El pequeño Etkin, cuando las erres eran un desafío

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Prensa el impresionante cortejo fúnebre que despe-día los restos de Evita, como también los daños en las iglesias quemadas, pocos años después”–, y cargado de estímulos musicales, hubo un don que Mariano Etkin adquirió por sí solo: el interés por esa músi-ca nueva, despreciada en el Conservatorio Williams donde lo habían anotado para que estudiara piano, e ignorada prolijamente en los conciertos, los registros discográficos y las radios de la época. Esa curiosidad fue oportunamente alimentada por un hecho trascendental: “Mi padre atendía sin cobrarle al gerente de la Imprenta López; en agradecimiento, ese hombre le regalaba pilas de libros, que mi padre traía a casa. Una vez, entre esas carradas de textos de todo tipo, estaba la Introducción a la música de nuestro tiempo, de Juan Carlos Paz, la primera edición, con la tapa de un rojo furioso, de Nueva Visión. Me puse a leerlo y fue como descubrir otro planeta. Lo llevé al conservatorio y mis compañeros y los profesores dijeron que eso no era música sino una porquería. A pesar de mis 15 años, pensé que eso no podía ser una porquería, así que les dije a mis padres que no quería

ir más al conservatorio sino estudiar con alguien que me enseñara esa música de la que Paz hablaba en su libro. Al mismo tiempo, basado en lo que llegaba a entender vagamente leyéndolo, me puse a bosquejar mis primeros intentos de composiciones”.

–¿Con quién fuiste a estudiar?–Yo escuchaba un programa de radio muy interesante de Ernesto Epstein, un musicólogo muy importante cuyo interés por la música contemporánea llegaba hasta Webern –entonces, estaba mucho más cerca en el tiempo que hoy–, y decidí estudiar con él, a pesar de los reclamos de mi madre que me preguntaba qué iba a pasar con mis clases de piano. Con Epstein, enten-dí por primera vez cómo estaba construida la música. Entendí que era un objeto que se pensaba, se cons-truía y luego sonaba. Me enseñó a tocar Schoenberg, las Seis pequeñas piezas para piano, opus 19, Bartok... Vivía en un caserón de la calle Guatemala, en Paler-mo. Además de mi relación de alumno con él, entre su hija Ula y yo se creó un vínculo amoroso, totalmente platónico, porque yo era patológicamente tímido en

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esa época, sobre todo con las mujeres. Un día, al ter-minar mi clase, mientras caminaba hacia la avenida Santa Fe a tomar el colectivo, sentí ruido de pasos. Era ella que se acercaba a decirme, en relación con una obra mía que yo le había entregado a su padre: “¿Sabés una cosa? Mi papá dice que tenés talento”. Ese comentario tuvo en mí un impacto realmente tremen-do. Años después, Ernesto me convocó a dar clases de Estética musical en la carrera de Artes de la Facultad de Filosofía Letras de la UBA.

–¿Esa obra que le llevaste a Epstein sobrevivió?–Sí, es la primera obra mía que reconozco como tal, Tres piezas para piano, estrenada tiempo después por Gerardo Gandini. Es de 1959, yo tenía entonces 15 años. La opinión de Epstein fue una de las varias se-ñales que fui recibiendo, junto a las primeras idas al

Colón con mi padre, el estreno de Wozzeck, la visita de Stravinski…

–¿Cómo siguió tu formación?–Por esos mismos años, iba a los ensayos de grandes directores que llegaban a la Argentina para tratar de seguirlos con las partituras. Me colaba, si era necesa-rio. Y me afilié a la Asociación de Jóvenes Composi-tores de la Argentina, un grupete medio tristón que a Gerardo Gandini le repelía. Se reunían en un edificio hoy desaparecido que parecía el castillo de Drácula, en Bartolomé Mitre entre Paraná y Montevideo. Era de una señora llamada Cecilia De Benedetti, persona-je curioso que conoció a Macedonio Fernández y fue la primera editora de las partituras de Juan Carlos Paz. Ahora, cuando empecé a conocer las obras que compo-nían esos otros “jóvenes”, no lo podía creer: era el tipo

Carta de Alberto Ginastera a Karlheinz Stockhausen, pidiéndole que reciba a Etkin, en ocasión de su viaje a Europa, diciembre de 1961

Columna de Esteban Etkin, padre del compositor, sobre música y medicina, publicada en el diario Democracia, 11 de marzo de 1960

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de música que Paz, en su libro, consideraba perimida. Por otra parte, estaba el problema de conseguir par-tituras de aquellas obras nuevas que acá no se podía escuchar en vivo ni en grabaciones. Un empleado de Ricordi era nuestro dealer: hurtaba las partituras que nos interesaban y se quedaba con el dinero.

–¿Quiénes más le compraban?–Antonio Tauriello, Mauricio Kagel, Gerardo Gandi-ni… El primero que lo llamaba se hacía de la partitura, así que era una carrera desesperada entre nosotros.

–¿Ustedes ya se conocían entre sí?–Algunos sí, otros no. A Kagel, no lo conocía, por-que él pertenecía al bando de Paz… Yo estaba en un grupito que conformábamos con Gandini, Tauriello y Alcides Lanza, que fue casi simultáneo a ese otro gru-po un tanto estrafalario de la Asociación de Jóvenes Compositores. De hecho, a Gerardo lo conocí, creo, en alguna de las reuniones de este último grupo.

–O sea que, aunque le repelía, él también lo fre-cuentaba.–¡Desde luego, porque era el lugar donde se tocaban nuestras obras! Lo curioso es que todos sabíamos que los otros le compraban partituras a este hombre, pero nunca lo mencionábamos, era una especie de tabú. Después de que murió, nos enteramos de que todo lo que ganaba con esas partituras se lo jugaba a las cartas.Por otro lado, mi hermano, diez años mayor que yo, tenía una vida social intensa y, entre sus conocidos, estaba Mario Davidovsky. Le pedí que me conectara con él y Davidovsky, amablemente, me citó en el bar de la esquina del Colón, en Tucumán y Cerrito; y fue al grano: me dijo que tenía que estudiar con Guiller-mo Graetzer, que había sido su profesor. Le hice caso y Graetzer, después de entrevistarme, para mi sorpre-sa, me dijo: “Vamos a empezar por estudiar ritmo”, y me recomendó un libro que hoy le recomiendo a mis alumnos, de un compositor nada respetado por noso-tros en ese entonces, Paul Hindemith: Adiestramiento elemental para músicos. Es un libro de lectura ardua, que llegué a leer hasta el capítulo 3, con ejercicios de complejidad rítmica creciente.

–Te devolvía a tus comienzos, cuando golpeabas

cacerolas en tu casa.–Tal cual. Me dijo que me comprara un pandero para poder hacer mejor los ejercicios y me mandó a estu-diar armonía con la mujer de Ljerko Spiller, cosa que no llegué a hacer. Graetzer ya era un hombre muy ma-yor y a veces se quedaba como adormilado en medio de la clase, de modo que dejé de estudiar con él.

–Pero fue importante.–Desde luego, pero en ese momento no me di cuenta. A mí, la música de Graetzer no me interesaba en ab-soluto en ese entonces. Muchos años después, se hizo en Recoleta un concierto en su homenaje, con obras suyas grabadas y en vivo. Fui al concierto y, al escu-charla, me di cuenta de todo lo que no me gustaba en su música, pero también reconocí en ella algo que estaba presente en la mía. Me acerqué a saludarlo, se lo comenté, y él me agradeció, aunque debe haberlo entendido a medias porque no conocía mi música. A partir de entonces, nos vimos algunas veces y él me contaba anécdotas que le contaba su maestro en Vie-na, Paul Pisk, que había estudiado con Schoenberg.

–¿Qué te aportó haber estudiado con Graetzer?–Epstein me enseñó que, como decía Schoenberg, no se puede enseñar a componer, se puede enseñar lo que hicieron otros. Y Graetzer me enseñó que yo podía ha-cer por mí mismo algo que no estaba hecho por otros. En esa época en que estudiaba con Graetzer, Gandi-ni, Lanza, Armando Krieger y yo formamos la Agru-pación Eufonía. Como yo era bastante más joven que la mayoría de ellos –que también fueron decisivos para que yo siguiera estudiando y tomara clases con Graetzer–, era una especie de asistente del grupo y me encargaba de llevar a los diarios las gacetillas de nuestros conciertos. Así conocí a García Morillo, Pompeyo Camps (con quien años después tuve un intercambio bastante lamentable), Napoleón Cabre-ra, Jorge D’Urbano y toda una galería de seres pecu-liares que a veces escribían cosas muy curiosas sobre nuestra música. También me ocupaba de presentar los conciertos porque, según los otros, yo era el que mejor hablaba, y a mí no me disgustaba hacerlo. En 1962, viajé a Europa con mi madre. Se había se-parado de mi padre y con mi hermano pensábamos que le iba a venir bien un cambio de aire.

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–No era usual entonces que los padres se separaran. Debe haber sido un cataclismo.–Un auténtico cataclismo. Fueron años muy duros. Iba de uno a otro, llevando y trayendo celos, rencores, mensajes velados. –¿Cómo fue el viaje?–Fuimos en barco. El tour hizo escala en Viena, donde yo esperaba encontrar muchas grabaciones y partitu-ras de Schoenberg, Berg, Webern y otros, pero no fue así. En una disquería que me recomendaron, había menos discos de Schoenberg que en la Argentina. De-cepcionado, fui a las oficinas de Universal Edition, la editora de las partituras de los músicos de la Escuela de Viena, entre otros. Me atendió el lector de la edi-torial, un compositor llamado Roman Haubenstock- Ramati. Me dio unas pocas partituras y me dijo: “¿Así que usted viene de la Argentina? ¿Sabía que allí vive una de las hijas de Anton Webern? Por aquí tengo la dirección”. Sacó un papel y escribió: “Montes de Oca…”. Una de las hijas de Webern, casada con un ex oficial de las SS, emigró con su marido a nuestro país. Y desde que llegó aquí hasta su muerte, nunca qui-so hablar conmigo ni con los músicos del círculo de Francisco Kröpfl sobre su padre, la guerra, o cualquier otra cosa relacionada con Europa. En la Argentina, también vivió una hermana de Erik Satie. Este es un país de parientes de gente famosa. La otra cosa destacable de ese viaje fue mi encuentro con Luigi Nono. Yo le había pedido a Ginastera cartas de presentación para algunos compositores con los que él tenía contacto, entre ellos, Nono. Cuando llegué a Venecia, donde él vivía, lo llamé por teléfono con el pretexto –cierto– de entrevistarlo para una revista es-tudiantil. Inmediatamente me dijo que sí, y me dio su dirección, en la Giudecca, una islita maravillosa. Me recibió él, altísimo y muy simpático, con unos panta-lones de pescador con tiradores rojos. Nos sentamos a una mesa redonda, le mostré la carta de presentación de Ginastera y, al ver la hoja con membrete de la Uni-versidad Católica Argentina en la que Ginastera la ha-bía escrito, la dejó a un lado con desprecio y me dijo: “Primo di tutto, io sono comunista”. Entonces empezó una charla muy amable en la cual, entre otras cosas, lo defenestró a Stockhausen, dijo que había publicado un análisis de una obra suya en el que estaba todo mal. Con su madre rumbo a Europa, enero de 1962

Autoridades y becarios del CLAEM, durante la visita de Iannis Xenakis (segunda fila, centro). En primera fila, segundo desde la izquierda: Alberto Ginastera; segundo desde la derecha: Etkin

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Me dio algunos consejos, más que nada relacionados con Inglaterra, que era mi próxima escala. Un tipazo. Fue muy aleccionador. Sobre todo, porque uno desde acá tenía la idea de que el grupo de los popes de la música europea de esos años era un bloque homogé-neo integrado por él, Boulez, Stockhausen… y no era así. Nono me hablaba pestes de Stockhausen, no de Boulez porque por entonces se habían reconciliado, y no decía una palabra de Berio, pero era obvio que no se querían. Aunque a Berio no lo quería nadie. ¿Sabías que fue mi maestro en la Juilliard School?

–¿Cuándo?–En los años ‘69, ‘70. No iba nunca, dejaba la clase en manos de un mexicano que nos daba ejercicios de contrapunto… Era evidente que no le gustaba ense-ñar. Una sola vez me dijo una cosa que me dejó pen-sando hasta hoy.

–¿Qué te dijo?–En mi obra Muriendo entonces, hay una tensión que se resuelve de una manera rara, digamos, que es tocar dos tumbadoras con escobillas. A Berio, eso le pateó el hígado. “¿Y esto qué es, música gestual?”, me dijo.

–Te hizo pensar en ese aspecto kageliano, digamos, del intérprete en escena.–Sí. En verdad, a mí siempre me interesó el cuerpo del músico tocando. En Caracas, hace unos años, se interpretó mi obra Música ritual (1974) y en el inter-valo del concierto se me acercó uno de los músicos y me dijo: “Maestro, le queremos hacer una consulta, no se ofenda. Nos pareció que en esta obra suya hay una connotación sexual”. “Que yo sepa, no la hay”, le dije. “Pero posiblemente lo que ustedes perciben es que hay una corporeidad implícita”. Me alegró mu-cho que se notara ese rasgo.

–¿Cómo fue tu acercamiento al Centro Latinoa-mericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) del Di Tella?–Cuando dejé de estudiar con Graetzer, a fines del 59, estuve un par de años a la deriva. En 1962, cuando se crea el CLAEM, bajo la dirección de Alberto Gi-nastera, mis amigos compositores me insisten que me presente a la beca. Yo decía que era demasiado joven

–la edad mínima exigida era 25 años–, y ellos que eso no era un problema; además, Gandini estaba tomando clases con Ginastera, Lanza y Krieger también… Por otro lado, en 1964, mi padre, que era jefe de audito-ría médica del Banco Hipotecario Nacional, como yo le había dicho que quería trabajar, me consiguió allí un trabajo de pocas horas diarias, fuera del horario bancario. Al mismo tiempo, no dejaba de insistirme que siguiera una carrera universitaria: “¿Por qué no estudiás medicina, que es maravillosa?”. Para mí no lo era, así que, como solución de compromiso, empecé a estudiar Derecho. Llegué a cursar dos materias, pero no era lo mío, se lo planteé a mi padre y dejé la carrera. En el Banco, yo tenía que tipear todos los días unas cuantas cosas y después me quedaba mucho tiempo para mis cosas, en una enorme oficina vacía, de modo que me dediqué a componer las obras necesarias para presentarme a la beca, a fines del ‘64, ante un jura-do que integraban Luigi Dallapiccola, el compositor chileno León Schidlowsky y el propio Ginastera. Me aceptaron, y ese hecho me cambió la vida, me hizo ver que podía ser un compositor hecho y derecho, dedi-carme a componer y vivir de eso. El dinero que me daban por la beca era una fortuna: ¡doscientos dóla-res mensuales! Como aún vivía con mis padres, buena parte lo ahorré y unos años después, cuando me casé, me compré un departamento.

–¿Qué significó esa etapa en el Di Tella?–Ante todo, confirmar que yo era realmente un com-positor, estar por primera vez en contacto con figu-ras de la música con las que hasta entonces se habían relacionado mis compañeros de grupo, mayores que yo. Y también que podía dirigir, porque en ese mo-mento aún no estaba seguro de si iba a dedicarme a la composición o a la dirección. De hecho, dirigí va-rias obras de cámara de mis compañeros de beca. Las obras de los becarios se tocaban en dos conciertos al final de cada uno de los dos años que duraba la beca y, además, se hacía un Festival de Música Contemporá-nea, cuya programación estaba a cargo de Ginastera. Gandini metía la cuchara y, a veces, me preguntaba a mí. Pude hacer las cosas más estrafalarias desde el punto de vista de la instrumentación. Por ejemplo, es-trené una obra mía para metales. Eso no era lo extra-vagante, porque Lanza ya había compuesto una obra

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para cuatro cornos; pero mi obra era para trompeta, dos trombones, dos cornos y tuba. Recuerdo que el tubista, solista de la Sinfónica Nacional, en el primer ensayo me dijo: “Joven, ¿por qué escribe estas cosas?”. Como acá no había sordinas para tuba, tuve que usar un sombrero de cowboy que había sido de mi herma-no cuando era chico.

–¿Ya conocías la música de Pérez Prado? ¿Tu obra tenía algo que ver con la sonoridad peculiar de los metales de su orquesta?–Sí. Y mi obra tenía que ver con eso, absolutamente. Pero, ante todo, tenía que ver con un compositor que a nosotros nos partió la cabeza en esos años: Iannis Xenakis.

–Les cambió el tema de conversación.–Exacto, y el nuevo tema era el sonido. No la nota, ni el intervalo, sino el sonido. Otro cataclismo. Igual que Earle Brown, otro que vino a cambiarnos la conversa-ción con su concepto de música aleatoria. Para noso-tros, fue fundamental. Sobre todo para Gandini, aun-que él nunca lo haya reconocido abiertamente. Brown estuvo un mes en la Argentina, fue al Festival IKA en Córdoba, donde Gerardo y yo tocamos una obra suya, con unos ceniceros que llevamos del Di Tella porque eran semiesferas, como decía Gerardo, y hacían unos glissandos rarísimos al aplicarlos sobre las cuerdas. Fue una conmoción ese concierto, más de 500 perso-nas, y gente afuera de la sala tratando de entrar. Simón Blech dirigió mi obra para bronces, Entropías. La ma-sacró, pero la dirigió.

–La relación entre compositores e intérpretes: un áspero capítulo de la música contemporánea.–Sí, deberíamos dedicarle una entrevista entera. No me fue más fácil con la obra mía que tocaron el se-gundo año de mi beca. Era otra obra de instrumenta-ción rara: tres contrabajos, dos percusionistas, clave (aproveché que había uno en el Di Tella), armonio y dos trombones. Se llamaba Estáticamóvil I. Pero lo realmente complicado era que yo pedía un tipo de percusión que se llama water gongs. Era algo que no descubrí yo, sino Cowell y Cage: unos grandes gongs que, luego de percutidos, se sumergen en el agua y se los saca, lo que produce un glissando peculiar. El tema

era que, como los gongs eran muy grandes, hubo que llevar unos enormes bidones de petróleo para poder sumergir los gongs en ellos, subirlos un piso por es-calera, luego al escenario, llenarlos de agua… Anto-nio Yepes, uno de los primeros grandes percusionistas argentinos, casi se cae dentro de uno de esos tanques en un ensayo. Fue una aventura enloquecida. La obra, naturalmente, no se volvió a tocar nunca más. Así fue mi primer paso por el Di Tella. Volví en el ‘71, cuando hubo un llamado a concurso a ex becarios y resulté elegido. En esa ocasión, estrené la obra Divi-dido dos, también algo extravagante, para acordeón y sonidos electrónicos. Una obra un tanto aleatoria, con una parte librada a la improvisación del acordeonista.

–¿Qué pasó cuando terminó tu beca en el Di Tella? –Por un tiempo, hice algunos programas de música para Radio Nacional, y aprendí algunos secretos sobre la mecánica y el lenguaje de la radio. Más allá de eso, estaba desorientado. Nuevamente, fui a verlo a Ginas-tera y él me sugirió que fuera a ver al agregado cultural de Holanda, que era compositor. Así fue como obtuve una estrecha beca para estudiar dirección orquestal en Utrecht desde de mediados del ‘68 a mediados del ‘69. Fue una época muy sacrificada, vivíamos con mi mu-jer en un departamentito mínimo, sin heladera. Ella trabajaba como ilegal en una fábrica de pilas, mientras yo estudiaba como loco porque al terminar la beca iría a hacer un curso con Boulez en la Academia de Músi-ca de Basilea. El curso de Boulez duraba tres semanas, pero era de una intensidad tal que en esos días perdí cinco kilos. Y aprendí muchísimo.

–¿Qué le agregó a tu formación?–La minuciosidad. Boulez se detenía, por ejemplo, en un problema de un compás de Ives y trataba de resol-verlo desde el punto de vista de la dirección. Aprendí realmente a hacer análisis musical.

–¿De Basilea fuiste directamente a Nueva York?–Sí, por medio de otra beca de la OEA. Allí fue cuando estudié con Berio, como dije. No fue una buena expe-riencia porque, además, Nueva York era por entonces una ciudad muy peligrosa. Lo mejor fue retomar mi relación con Alcides Lanza, mi amigo y protector en mis comienzos. Gracias a él, llegué a tocar teclados en

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un disco con obras de Earle Brown y músicos latinoa-mericanos; y aprendí algunas cosas de tipo práctico sobre lápices y papeles más adecuados para escribir música, copias heliográficas, y otros asuntos del oficio.

–Al finalizar esa beca volviste al país y, poco des-pués, surgió tu trabajo como docente en Tucumán.–Así es. Me vine en barco, con 9 valijas. Al poco tiem-po Hugo Caram, profesor del departamento de Arte de la Universidad de Tucumán, le preguntó al pianista Jorge Zulueta si no conocía un profesor y él me reco-mendó. Me contrataron y fui a vivir allá con mi mujer. Después de seis meses de penurias burocráticas, nos dieron una casa en un auténtico paraíso. Me dije que en medio de esa placidez subtropical iba a componer muchísimo, pero en los cuatro años que estuve com-puse una sola obra (Música ritual), porque no había nada que agregar a toda esa hermosura. Fue mi pri-mera experiencia en la docencia universitaria, aprendí muchas cosas. Sobre la enseñanza y sobre la Argenti-na. Conocí palmo a palmo el paisaje del noroeste, que recorría con mi Citroen; y conocí el alma norteña, su morosidad, su incapacidad para decir no… Padecí la falta de buena carne y de medialunas dulces, pero el paisaje era extraordinario. Musicalmente, el ambiente era más bien pobre, la universidad estaba copada por el Opus Dei y el director de la Escuela de Música era un tipo rígido y desconfiado. Aproveché para estudiar, me dediqué mucho al análisis de partituras.

–Volviste a Buenos Aires en 1975…–…en medio de una situación confusa e inquietante. A fines de ese año, me llama el mayor Torino, director del departamento de Artes de la Facultad –aclaremos que no es un chiste de Les Luthiers– y me dice: “Pro-fesor, no se ande metiendo en cosas raras, a ver si me aparece un día tirado en un zanjón”. Yo no tenía mili-tancia alguna, pero ese mismo día le dije a mi mujer: “Con lo que tenemos puesto, nos tomamos lo primero que salga para Buenos Aires”.

–¿Cómo atravesaste los años de la dictadura?–Dando clases en la Universidad del Litoral, en Santa Fe. Dirigí allí mi primer proyecto de investigación, or-ganicé conciertos, me puse en contacto con músicos que nunca habían oído hablar de música contempo-

ránea, con compositores de la región… Hubo un par de años, ‘74, ‘75, en que todavía estaba en Tucumán y ya daba clases en Santa Fe. En el ‘75, también dí clases en Río Cuarto, hasta que la universidad fue interveni-da por Ivanissevich. Me la pasaba viajando.

–¿Cuándo te fuiste a Canadá?–A fines de los ‘70, cuando la Argentina ya era total-mente irrespirable. Primero fui por un año, invitado por la Universidad McGill. Me renovaron otro año más como profesor visitante; y después concursé y obtuve un cargo estable en la Universidad Wilfried Laurier. La verdad es que la generosidad de los cana-dienses conmigo fue extraordinaria. Además, aprendí

Foto: Rafael Calviño

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mucho sobre docencia, sobre música y sobre la vida. Y antes de volverme, por las dudas, me hice ciuda-dano canadiense, jurando sobre un libro de Adorno. Tomé contacto con compositores canadienses, sobre todo anglófonos, y también con compositores nortea-mericanos. Ante todo, claro, con Morton Feldman, especialmente cuando él daba clases en Buffalo, una ciudad realmente miserable y entonces él, cada vez que podía, se iba a comer a Toronto. Era muy ama-ble, extremadamente inteligente y generoso. De vez en cuando, yo le mandaba alumnos.

–En Canadá, a diferencia de lo que te ocurrió en Tucumán, pudiste componer, ¿verdad?–Sí. Ayudado por el frío, terminé algunas obras; en particular, una que quiero mucho: Aquello (1982), para dos pianos, que la tocó muy bien un dúo canadiense. Por otro lado, en la Sociedad de Música Contemporá-nea de Quebec, tocaron Muriendo entonces (1969).

–Si pudieras hacer un análisis retrospectivo de tu trayectoria, ¿cómo la describirías?–Creo que he sido un tipo a la deriva. Con mucho es-fuerzo, pero también con mucha suerte. Hice lo que pude pero, dentro de eso que pude, hice lo que quise. Soy un privilegiado.

–¿En qué momento comenzaste a sentir que lo que componías llevaba tu sello personal?–Puede sonar vanidoso pero, desde 1965, cuando se estrenó mi primera obra para bronces en el Di Tella, sentí que estaba haciendo algo diferente; que tenía al-guna influencia, a lo mejor de Xenakis, pero sabía que por ahí iba lo mío. El año pasado, tocaron en Bahía Blanca una obra mía de la década del ‘70 que no había vuelto a escuchar en décadas. Y fue extraordinario, porque me di cuenta entonces de todo lo que había absorbido del entorno y de lo que era indudablemente mío. Y lo que era mío en esa obra es lo que es mío hoy cuando me siento a escribir. Creo que desde muy temprano empecé a entender qué era lo que no me gustaba y a desprenderme de todo eso. Acabo de ter-minar una obra para piano que me encargó el pianista Emanuele Torquati en la que uso un intervalo tabú en la música contemporánea, la octava. Alguno dirá que en el minimalismo se usa mucho (En Do, de Terry Ri-

ley, comienza con una octava), pero yo la uso de otra manera. Y me sentí muy libre usándola. No tengo que rendir cuentas a nadie, no sé de qué estilo es, no me interesa. Creo que soy yo.

–¿Cómo surgen tus obras? ¿Es diferente en cada caso?–Sí, varía según las obras. En el caso de Cifuncho (1992), la idea nació de estar en esa bahía maravillo-sa al norte de Chile, viendo cómo llegaban las olas y volvían, una y otra vez, a un ritmo siempre diferente, como ocurre en el mar. Debussy se dio cuenta mucho antes que yo, pero en mi caso imaginé, no sé por qué ni cómo, viendo ese movimiento continuo, el brazo del violinista. Otras veces, mis obras pueden surgir de emociones que me llevan a determinados registros, a oscuridades, a texturas. Lágrimas, por ejemplo, es un conjunto de obras surgido del sufrimiento, del dolor provocado por ciertas situaciones de mi vida, tradu-cido de diferentes maneras. De la idea de la lágrima como realidad física, surgieron los parámetros de la obra; porque las lágrimas tienen peso, densidad, un cierto ritmo de caída y otras variables que conseguí traducir en algo sonoro.

–¿En algo sonoro, o en algo más abstracto? Me refie-ro a aquello que dice Ives de que puede imaginar un acorde de piano de doce notas y no es su problema que el pianista tenga diez dedos.–Son las dos cosas, que van en simultáneo. Imagino un comienzo, por ejemplo, y me interesa saber cómo sigue, sobre la base de factores comunes, teniendo en cuenta semejanzas y diferencias. Creo que esa es la ta-rea de un compositor.

–¿Se puede enseñar a escuchar música, se puede en-señar a componerla?–Se puede enseñar a escuchar música, pero hay que ver si el otro aprende. Y en cuanto a enseñar a componer, es como si en cada uno hubiese un núcleo de fuego. El profesor puede ayudar a acercarse lo más posible des-de diferentes lugares, pero no puede enseñar a meterse en ese núcleo de fuego. Vuelvo a lo de Schoenberg: no se puede enseñar a componer, se puede enseñar cómo lo hicieron otros en el pasado. Por eso siempre digo que el maestro es un pornógrafo: le muestra algo a otros, y después cada uno sigue su ruta.