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Manuel A.Vidal El señuelo Narrativa M.A.R. Editor Un nuevo caso de Maldonado OBRA GANADORA DEL I PREMIO DE NOVELA NEGRA WILKIE COLLINS

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Manuel A.Vidal

El señuelo

Narrativa

M.A.R. EditorM

Narrativa

M.A.R. Editor

Un nuevo caso de Maldonado

OBRA GANADORA DEL I PREMIO

DE NOVELA NEGRA WILKIE COLLINS

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M

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M.A

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narrativa

ManuelA

.Vidal

El señuelo

Un nuevo caso de M

aldonado

Obra ganadora del I Prem

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ovela Negra W

ilkie Collins

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Todos lo

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A Piedad, a nuestros hijos H

éctor, Rodrigo y Sara. A todos los vecinos

y vecinas de Samir de los Caños y a mis alumnos y alumnas del InstitutoM

aría Zambrano, de Leganés.Y…A

todos aquellos que colaboraron en la realización de la película EL

CEBO, una de las joyas de la cinematografía española, como muchas otras,

no lo suficientemente valorada

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9

Regresarás a la tierra,com

o el polvo que trae la lluvia de verano.(M

anuel A. Vidal, «La fragilidad del ser»)

1

Volvíal pueblo. Padre quiso dorm

ir al lado de madre

para siempre. E

l coche fúnebre subió la cuestade la iglesia con carraspeo. E

ra mucha la inclinación. Fuera y

dentro del pórtico se arremolinaban los vecinos, que espera-

ban con resignación para decir adiós al último de los Cominos,

mote por el que se conocía a la fam

ilia de padre. Ni m

i hermana

mayor, Justa, ni m

i hermano pequeño, Ricardo, ni yo, habíam

osheredado su pequeño tam

año. Cuando bajam

os del coche, que había dispuesto la funera-ria para los fam

iliares, el grupo de rostros compungidos nos

rodeó y se lanzó a abrazarnos. Duró solo un m

omento. D

einm

ediato escuchamos el ruido de la portezuela trasera del coche

fúnebre y mi herm

ano, junto con otros familiares y am

igos,corrieron a sujetar el ataúd y llevarlo al interior de la iglesia don-de el cura aguardaba con su casulla m

orada. Las campanas de la

espadaña tocaban a muerto con im

pasible cadencia. Mayo entra-

ba al aviso del refrán: Cuando marzo mayea, mayo, marcea. Un vien-

to frío y fino se coló entre las ropas con indecoroso descaro.M

e apreté el abrigo al cuerpo al sentir la primera tiritera, nada

más cruzar el um

bral que separaba la casa de Dios del reino de

los hombres.

El interior del templo, apenas ilum

inado por un par de bom-

billas, ofrecía un silencio sobrecogedor, encumbrado en la

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10 penumbra. N

os movíam

os medio arrastrando los pies, ateridos

por el dolor que siempre provoca la m

archa de un ser querido. D

epositaron el ataúd sobre un catafalco construido con dosm

esas tapadas por una tela negra. Los de la funeraria abrieron latapa que dejaba al descubierto el rostro y se fueron. U

no a uno,los vecinos allí congregados, desfilaron para, en silencio, des-pedir a padre com

o Dios m

anda, cara a cara. Al térm

ino delatribulado desfile, el cura dio com

ienzo al funeral. Sus palabrascayeron com

o losas sobre mis recuerdos. N

o quise levantar losojos de los bloques de granito que configuraban el suelo de laiglesia. E

n su centro se advertían pequeñas muescas. Padre…

(la palabra me dolió de nuevo al rescatarla de la m

emoria), padre

me dijo una vez que eran para colocar los reclinatorios que traían

los vecinos para seguir la misa. N

o existían entonces las banca-das que hoy contribuyen al descanso de las posaderas de losfieles, porque no eran necesarias. Se pasaba todo el tiem

po queduraba el culto o de pie o de rodillas. Q

uizá, porque Dios no

quería acomodos innecesarios m

ientras su cuerpo se exponíaim

púdicamente por encim

a de la cabeza del sacerdote que ofi-ciaba el rito festivo.

Apenas escuché nada de lo que el oficiante decía, leído de un

papel amarillento. Se ve que, cuando joven, había escrito la hom

i-lía perfecta para la ocasión y no dudaba en repetirla cada vezque fallecía uno de sus feligreses. M

e sonó a antiguo, como

traído de otro tiempo, de la época en que las m

ujeres llevábamos

velo y no nos mezclábam

os con los hombres durante la cerem

o-nia. Tam

bién me pareció falso y poco sentido; palabrería rutina-

ria. Padre llevaba fuera del pueblo cerca de cuarenta años y,aunque era de m

isa frecuente, acudía para hablar con Dios per-

sonalmente. N

unca le vi rezar el padrenuestro o el credo en voz

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alta, como hacíam

os los demás. Pero no paraba de m

over loslabios, com

o si quisiera expresar lo que sentía al oído del Señor.Por eso fue norm

al que el cura se equivocase al decir su nombre.

No era su feligrés, aunque fuera m

ás del pueblo que la ermita de

Nuestra Señora del Recuerdo o las ortigas que orillaban la güe-

ra de las huertas. Porque padre llevaba su lugar de nacimiento

muy adentro, com

o las tripas o el corazón. Volvió a repicar lacam

pana a muerto m

ientras el sacerdote echaba hisopazosal féretro y luego, cuando lo sacam

os de la iglesia y lo llevamos

al cementerio.Las lápidas se disponían en hileras guardando un

cierto orden. Las más antiguas se arracim

aban contra el costadonorte de la iglesia, cerca del saliente de la sacristía. Las m

ásm

odernas estaban más allá, en el lado de la am

pliación que sehabía hecho recientem

ente. Madre había m

uerto, cuando éramos

unos niños, de una mala enferm

edad. Mi herm

ana Justa, lam

ayor tenía doce años, Ricardo seisy yo acababa de cum

plironce. Padre no estaba en el pueblo. V

ino de Baracaldo en cuan-to recibió la noticia. Su rostro parecía un poem

a inacabado deLeón Felipe al abrazarnos, nada m

ás dar tierra a madre. Siem

prese culpó de su m

uerte. Hasta unos m

eses después no supimos el

motivo.

Después de aguantar a pie firm

e las paladas de tierra quecaían sobre el ataúd, haciendo un ruido com

o el crujido queresulta al pisar una cucaracha, nos quedam

os a recibir el pésame

de los vecinos. Uno a uno,pasaron, estrechando nuestras m

anoso besándonos y dejando suspendido en el aire el consabido teacompaño en el sentimiento. N

o sé cuántas veces soltamos un gracias,

rutinario, pero a buen seguro que no tantos como las hilazas

de nubes algodonosas que aderezaban el cielo. Para el final, que-daron los fam

iliares más cercanos. M

i tía Josefa, que se había11

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resistidoa abandonar el pueblo, pese a que sus hijos hacía años

que habían ido a Barcelona a ganarse la vida. Y las prim

as,Inm

aculada y Soledad, que esperaban con sus maridos para

darnos un sentido abrazo. Las dos vivían en Zam

ora. Am

baseran prim

as carnales por parte de padre. Las dos nos superabanen edad y en altura. Buenas m

ozas, como todas las U

rracas.M

ientras aguardaba mi turno para el consuelo efím

ero, dejéque m

i mirada se perdiera en la ladera que había m

ás allá delE

scobal. El trigo, alto y verde, se m

ecía al compás del viento,

como si fuera un dim

inuto lago de hierba, formando olas que

recorrían su irregular superficie, yendo a morir en las escobas y

retamas que lo lim

itaban. D

e repente, el rostro de mi prim

a Inmaculada m

e tapó laluz del sol, y el lago de olas esm

eraldas desapareció, quedandoarrinconado en la m

emoria. Sus ojos se posaron en los m

íossuavem

ente, como si fueran a alim

entarse de su néctar. Nos

abrazamos. Y, sin saber por qué, rom

pí a llorar. No lo había

hecho desde que padre murió. Bastantes lágrim

as había derrama-

do durante su enfermedad. D

espués, se fue y, desde entonces,com

o si la desesperanza se me hubiera aferrado a la garganta,

impidiendo que brotara el m

ás mínim

o gemido, m

e sequé pordentro. Y

ahora, de nuevo, recuperando el dolor, dejé que mis

esfuerzos por mantenerm

e fuerte se derrumbaran com

o un cas-tillo de naipes. N

os separamos y nos m

iramos. Sentí un estrem

e-cim

iento que me recorrió todo el cuerpo, com

o una descargaeléctrica. La tristeza de su rostro era tan infinita com

o el tiempo,

y tan áspera y caliente como las arenas del desierto en plena

canícula. Vi unas lágrim

as diminutas aflorar a sus ojos, observé

cómo le caían por las m

ejillas y morían en am

bas comisuras de

la boca. No hizo nada por quitárselas. Y

supe por qué.

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Su mirada se desvió hacia la puerta del cem

enterio, la quedaba a la m

oral de la capilla de la Virgen. La otra, la que había

frente por frente con el portalón de la iglesia, se empeñaba en

vivir, caída como estaba hacia el prado de la tía Rem

edios y des-gajada por la m

itad por el mucho peso de su copa. E

nmarcado

en la puerta, que ya apenas se usaba, distinguí la silueta de unhom

bre. Tenía que haber seguido la ceremonia desde el princi-

pio, de forma discreta, sin hacer ruido. Y

ahora debía de estaresperando a que todo term

inase para dar media vuelta y m

archar-se. Lo reconocí. H

abía perdido parte del cabello por el amargo

camino de la vida. Los hom

bros le caían vencidos, perdiendosu antigua esbeltez y, bajo el pecho, todavía firm

e, le asomaba una

barriga de cincuentón poco cuidado. Era el guardia civil que

tanto nos hacía reír en la escuela cuando, de vez en cuando,venía a m

ostrarnos la crudeza de la vida con ejemplos reales,

vividos en su mayoría por él m

ismo.

Intercambiam

os las miradas y sonrió. Luego,se fue,dejan-

do el umbral de la puerta vacío.

Entonces, com

encé a recordar.

13

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No habían cum

plido años ni la rosa ni el arcángel.Todo, anterior al balido y al llanto.Cuando la luz ignoraba todavíasi el m

ar nacería niño o niña.Cuando el viento soñaba m

elenas que peinary claveles el fuego que encender y m

ejillasy el agua unos labios parados donde beber.Todo, anterior al cuerpo, al nom

bre y al tiempo.

Entonces, yo recuerdo que, una vez, en el cielo...(Rafael A

lberti, «Muerte y juicio»)

2

Padrevolvió a Baracaldo, dejándonos con los abue-los. E

sa primavera nevó. Por encim

a del man-

to blanco, las retamas m

ostraban sus flores amarillas con juvenil

atrevimiento, las jaras hendían la nieve con sus pétalos blancos

de fondo púrpura y los rosáceos destellos de las urces, salpica-ban la blancura de frescor. M

ás abajo, en las Llameras, los code-

sos, cadenciosos, dejaban desplomar su fulgor am

arillento haciael cauce sem

ivacío del arroyo de las Cicuteras. Desde lo alto, los

alisos y sauces, que daban sombra a los arroyos, parecían un

reguero de hormigas sobre la nieve.

Nos despertam

os. Los cristales de las ventanas estaban hela-dos. E

mpañam

os su superficie con el vaho de nuestro aliento ycom

enzamos a hacer figuras con los dedos. A

Ricardo le habíanenseñado a hacer el rostro de una m

ujer, utilizando dos núme-

ros, el seis y el cuatro. Yo dibujé una montaña con un sol al fon-

do. Justa,borró todo. Quería ver la nieve cubriendo los tejados

de las casas y los carámbanos colgando de sus aleros. Por un15

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mom

ento olvidamos la m

uerte de madre, dejándonos llevar por

la felicidad que solo es capaz de transmitir la naturaleza.

Nos volvim

os al escuchar la voz de abuelo. Antes de ir a la

escuela, teníamos que echar de com

er a las vacas y a la burra,m

irar si las gallinas habían puesto huevos y subir leña a la coci-na. Padre nos había dicho que obedeciéram

os en todo mom

en-to a sus padres, que eran m

uy buenos y que cuidarían denosotros tan bien com

o lo había hecho madre. Pero, ya a los

pocos días, comenzaba a dudarlo. A

buela te daba con el barre-dero en cuanto te descuidabas, dejándonos arañazos en las pier-nas. Y

abuelo… m

ejor no pensar en lo que nos hacía abuelo.A

unque era lo normal en aquella época de palo y tente tieso, no

se comparaba, ni de lejos, al trato que siem

pre nos dio madre,

cuyas mejillas se arrebolaban cuando hacíam

os alguna trastada,pero no pasaba de ahí. N

os hablaba y nos hablaba y nos hacíaentrar en razón, tanto que, en ocasiones, parecíam

os personas.E

n la escuela nos enteramos de que habían cogido a dos

furtivos que estaban a la espera del jabalí. Don Rufino, el m

aes-tro, nos explicó que nos estábam

os portando muy m

al con losanim

ales, que los estábamos extinguiendo y que había que pro-

tegerlos por mucho daño que hicieran a las cosechas. Los caza-

dores eran de Lober y de inmediato alzó el brazo Z

acarías paradecir que su padre los conocía. M

enudo sabiondo de mierda.

Parecía tener en el brazo un muelle y siem

pre que el maestro

preguntaba algo, ahí estaba él para responder. Todos los demás

le teníamos m

anía, aunque me supongo que por aquél entonces

sería más envidia que otra cosa. E

n el recreo, fuimos a casa a

por una rebanada de pan con tocino. Después m

e llené los bol-sillos de pequeñas chinas con las que rellenar las bolas de nieve;para que tuvieran m

ás peso e hicieran más daño. A

Justa le pegué

16

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en la coronilla con todas mis fuerzas, se volvió, m

e persiguiópor toda la calle y cuando m

e atrapó, me tiró al suelo para restre-

garme la cara con el hielo em

barrado. Al acostarm

e la teníatodavía tan colorada,que parecía que hubiese estado todo el díatom

ando el sol. M

e acuerdo de todo lo que pasó ese día porque la prima

Inmaculada, que ya había dejado la escuela, venía de llevar las

vacas al prado de sus padres de Valdetolilla y pasó junto a nosotrossin decir nada. Traía el pelo m

edio alborotado y restos de surcosdejados por las lágrim

as en la cara. Me crucé con su m

irada detristeza cuando le di con una bola de nieve bien cargada en laespalda y se volvió para ver quien había sido. Fue solo un instan-te. A

l pronto, continuó su camino. Se lo com

enté a Justa, conquien com

partía pupitre. Nos pilló don Rufino cuchicheando

y nos sacó a las dos a la pizarra para que le dijéramos cuáles

eran los cabos más im

portantes de la vertiente norte de España.

Yo solo me acordaba del M

achichaco, porque me hacía gracia el

nombre. Justa los dijo com

o si rezara una letanía, pero errótodos y cada uno, porque se equivocó de costa y el Topo nosdevolvió al pupitre con una fuerte regañina en la conciencia.A

lregresar a casa, abuela ya estaba enterada de todo. Se lo habíadicho la m

adre de Zacarías quien, adem

ás de un sabiondo dem

ierda, era un chivato de mierda. N

os dejó sin merendar. Y

allíquedam

os las dos, en el astro, sentadas en el escaño, mientras

nuestro hermano Ricardo se zam

paba una rebanada de pan conm

anteca y miel rebajada con agua. Luego nos m

andó a voltear lapaja de la cuadra, con lo m

al que olía, y tuvimos que acom

pañara abuelo a por las vacas hasta el Caño. A

unque no fue eso lopeor. D

urante el camino de ida, el padre de padre, al que todos

en el pueblo llamaban el «tío Com

inos», nos soltó una retahíla de17

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consejos aburridos, poniendo siempre de ejem

plo a su hermano

Matías, el cura, el que habían m

atado los rojosdurante la guerray que debía de ser el m

ás espabilado de la familia, aunque de

poco le sirviera, porque toda su sabiduría se la llevó la intole-rancia del tiem

po. Seguro que ahora estaba en el cielo dandoserm

ones a los ángeles sobre cómo tendrían que com

portarsepara ser buenos. ¡Ya ves tú! ¡A

los ángeles! Justa, que estaba más

que harta de las reprimendas, aderezadas con cachetazos, de

abuelo y de lo sabio e inteligente que era su hermano el cura,

no aguantó más, se plantó y com

enzó a decir:—

Abuelo, que estam

os en el siglo veinte y…N

o pudo acabar la frase. Recibió tal guantazo que cayó al sue-lo de culo.Las lágrim

as se le secaron de rabia.Ya de regreso, nos rezagam

os y volví a sacar el tema de la pri-

ma Inm

aculada. —

¿Tú qué piensas? —pregunté.

—N

o lo sé.—

¿Se habrá peleado con alguien? —insistí.

—Tú sabrás. Tú fuiste quien la vio.

—Com

o te dije en la escuela, tenía el pelo algo alborotadoy se notaba que había llorado, pero no le vi ningún golpe. N

isiquiera un rasguño.

—E

ntonces puede que haya discutido con Paco, que es más

bruto que un arado.Y

aquí cambió la conversación porque pregunté:

—Pero, ¿es que sigue con ese?

—Se m

uere por sus huesos.—

Pues no lo acabo de entender, siendo tan bruto.—

No te preocupes, que ya crecerás y entonces lo com

pren-derás todo.

18

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Mira quien fue a hablar. E

n mi fuero interno m

e indigné,Justa sólo era año y m

edio mayor que yo y todavía no le habían

crecido las tetas, así que, ¿qué podría saber que yo no supiera?E

s verdad que mi herm

ana siempre había sido m

ás remilga-

da. Apenas le gustaba juntarse con los niños del pueblo, por-

que decía que todos eran unos bestias. Pero a mí m

e chiflabaenredarm

e con ellos. Ir de gorriones o de ranas, jugar a la estor-nija o al clavo o correr en la m

atanza detrás de quien llevase lavejiga del m

arrano en los pies para quitársela. De hecho, Justa m

ellam

aba marim

acho y yo señoritinga, porque una vez se lo habíaoído al m

édico, refiriéndose a la madre de Paula, quien se creía

el ser más especial del pueblo. A

buelo le llamaba la divina, por-

que en cierto modo le recordaba a Sara M

ontiel, con sus aires dem

arquesa de medio pelo y sus m

odales arrabaleros. Ni m

e gus-taba Paula, ni su m

adre;ahora, su hermano Josué, era otra cosa.

Se sentaba detrás de mí en la escuela y se pasaba todo el tiem

popasándom

e la regla por el pelo. Decía que de m

ayor quería serpeluquero, yo m

ás bien creía que sería ingeniero, porque detodos, era con m

ucho el más inteligente. A

veces sorprendíacon la resolución de un problem

a de matem

áticas sin haberestudiado nada. Z

acarías también lo resolvía, pero le costaba

más trabajo y, adem

ás, se pasaba el día estudiando,porque sum

adre pensaba que tenía en casa una lumbrera que, de m

ayor, lesiba a sacar de pobres. ¡Cuántas ilusiones depositan los padresen los hijos! ¡Y

cuántas frustraciones se llevan!Llegam

os a mesa puesta, con los pies encharcados. E

n eltranscurso del día, la nieve se había ido derritiendo, em

barrandolos cam

inos.Únicam

ente permanecía en las zonas de som

brade los valles o en los altos de Coreige, el E

ncino o Bouzas. En el

Aliste, la nieve es tan bonita com

o efímera, especialm

ente la19

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que cae de improviso en prim

avera. Ricardo había ayudado aabuela a hacer la cena. Tuvo una tem

porada que le dio por sercocinero y, siem

pre que podía, se plantaba ante los pucheros arem

over el guiso. Abuela le dejaba, pero abuelo le llam

aba mari-

cón, porque las cosas de las mujeres no deben tentar a los hom

-bres.La casa estaba por encim

a de las Huertonas, casi enfrente de

la Iglesia; separadas ambas por el pequeño valle que había forja-

do el arroyo de la Ribera con el paso de los años. Desde el ven-

tano del sobrado, se veía el ala oeste del diminuto cem

enterio, quese pegaba a ese lado del tem

plo como una lapa. U

na cerca de pie-dras, encaladas con m

ortero, de unos dos metros de altura lo

circundaba e impedía la visión de su interior. Pero nosotros,

como estábam

os en alto, veíamos desde nuestra habitación las

lápidas, dispuestas en hileras irregulares. A Ricardo, que era con

mucho el m

ás sensible de los tres, le habían metido el m

iedo enel cuerpo con el cuento de las apariciones de los m

uertos duran-te la noche y corría siem

pre la cortina antes de acostarse. En

cambio, a m

í, me gustaba ver las estrellas desde la cam

a. Me

pirraba contarlas cuando el sueño no me vencía nada m

ás acos-tarm

e. A Justa le daba igual, su cam

a estaba apoyada en la paredde la ventana y no podía verlas fácilm

ente. Pero aquella noche, justo en el m

omento en que m

i herma-

no corría la cortina, vio una luz en el cementerio.

20

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Tan honda era la noche,la oscuridad tan densa,que ciega la pupilasi se fijaba en ella,creía ver brillando entre la espesa som

bracom

o en la inmensa altura las pálidas estrellas.

¡Qué cosas tan extrañas se ven en las tinieblas!

(Rosalía de Castro, «A la Luna»)

3

Ricardose m

etió temblando,debajo de las sába-

nas de la cama que com

partíamos.

—¿Q

ué te pasa? — pregunté, m

ientras le arropaba con mi

cuerpo.Justa se incorporó al escuchar m

i voz, cogiéndose las rodi-llas con am

bas manos.

—¿Q

ué sucede? —curioseó.

—E

s Ricardo, no sé qué le pasa… E

stá temblando —

res-pondí.

—Baja la voz —

me dijo en un susurro—

o quieres queabuelo se entere.

—Ven aquí y así podrem

os hablarnos al oído.Justa recorrió la distancia que separaba am

bas camas con

los pies descalzos y se acostó con nosotros, dejando a Ricardo enel m

edio. Mi herm

ano pareció calmarse y em

pezó a hablar.—

He visto una luz en el cem

enterio.—

Sería un reflejo de la luna o de alguna de las bombillas

que hay en este lado de la calle —le corrigió Justa.

—La luz se m

ovía.

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Page 23: Manuel A.Vidal El señuelo · mesas tapadas por una tela negra. Los de la funeraria abrieron la tapa que dejaba al descubierto el rostro y se fueron. Uno a uno, los vecinos allí

—¿Cóm

o que se movía? —

insistió mi herm

ana.—

Sí —respondió Ricardo—

iba de un lado para otro.—

Pero eso no puede ser, en el cementerio…

No la dejé term

inar, me quité la sábana y la m

anta de enci-m

a y me acerqué sin hacer ruido a la ventana. E

n la negrura dela noche, apenas disim

ulada por unas cuantas bombillas, desta-

caba un punto de luz, que se movía nervioso por lo que debía de

ser el cementerio. N

o estaba segura y así se lo hice saber a mi her-

mana. Justa se levantó y m

e relevó en la ventana, mientras yo vol-

vía con Ricardo.—

Hay una luz —

susurró—, pero es posible que sea un

poco más allá, hacia el Carballo. Igual es un pastor que trae las

ovejas de regreso.—

Por ese lado no hay ninguna parición —repliqué.

—Pues no sé que será, así que lo m

ejor es olvidarlo.—

Pero la luz estaba en el cementerio. Yo la vi —

intervinoRicardo m

edio enfurecido.—

Pues ya no está —concluyó Justa, y luego, cargándose de

razones por ser la mayor, ordenó—

¡A dorm

ir!E

l ruido de la puerta del sobrado al abrirse nos hizo arrebu-jarnos bajo las sábanas y hacernos los dorm

idos. Abuela subió,

dio unos pasos por la habitación y se fue con el mism

o sigilo conel que había entrado. M

i hermano ya no tem

blaba, pero tenía losojos m

uy abiertos.A

la mañana siguiente, la nieve había desaparecido. D

es-pués de realizar nuestras tareas cotidianas y antes de desayunar,fuim

os a ver lo que quedaba del muñeco de nieve que había-

mos plantado delante de la puerta de la erm

ita. Sólo quedabaun bulto inform

e y alguien se había llevado el sombrero de paja

que le hicimos y la patata que le pusim

os como nariz. Los boto-

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