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PEDRO V. DE SAN MARTIN LOS SU 8T ERRA.NEOS DE BUENOS AIRES CRÓ)iICAS DE ANTAXO, BASADc\S EX Ef'l:,ODIOS VERtDICOS O,. f!:MILIO DE: J'iÁ.r<.SICO, EDITOR BUENOS AIRES Imp., lib. y ene. de Los LtuJiantcs, 297 Pen' 53') t888

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PEDRO V. DE SAN MARTIN

LOS

SU 8T ERRA.NEOS DE

BUENOS AIRES

CRÓ)iICAS DRA.7v[ATIc.~s DE ANTAXO,

BASADc\S EX Ef'l:,ODIOS VERtDICOS

O,.

f!:MILIO DE: J'iÁ.r<.SICO, EDITOR

BUENOS AIRES

Imp., lib. y ene. de Los LtuJiantcs, 297 Pen' 53')

t888

PRIMEI\..A PA~TE

CAPITULO. PRIMERO

La. casa m.isteriosa

1

Existía allá por el año 1865, ell la plazuela llamada entonces de Boladeoro y ahora del Cármen, un antíguo edificio de arquitectura indefinible, situado en la acera de la calle Par¡tguay, con vasto terreno de dos man­zanas unidas, que cercaban altas pitas y enmarañada zarzamora. Era una casa-quinta solitaria, al parecer sin habitantes. Al frente tenía cuatro ventanas espa­ciosas y en el centro la puerta dando comunicacion á un zaguan tan estenso y oscuro que más bien pare­cia.el comienzo de una galería subterránea. Coronaban el frontis vatios pequeños pilares, encima de los que se veían gl·andes macetas de tielTa cocida, cubiertas de c1avelinas.

6 LOS SUBTERRÁNEOS

Esta casa,permanecía siempre rodeada de mi8terioso silencio. A e~tar á lo que decían los vecin08, hacía mucho tiempo que no se habían abierto las ventanas sinó para quitarles el polvo y cerrarlas en scguiJa. La puerta de calle solía abrirse de vez en cuando para dar entrada ó saliJa á un caballero de unos treinta y ocho años, un hombre hermuso, de larga barba ne­gra, ojos pardos, de mirada escudriñadora. Algunas veces salía ó entraba acompañado pOI' otro caballero, de su edad más ó ménos y del mi'Jmo tipo, con la dife­rencia que usaba perilla y bigote.

Il

Aquella morada que parecía ocultar algun miste.'io y los dos personajes indicados, envueltos en una incógnita inesplicable, eran á menudo el tema de lai! conversacione8 de los pocos veciuos que en aquel tiempo vivían por aquellos suburbios. Pero nadie sabía nada respecto de lo que acoutecía en el interior de la Cllsa, así como nadie conocía á sus moradores.

Con tal motivo, las habladurías Je vecindad daban pábulo á comentarios estravagantes. El alma­cenero de la boca-calle opinaba que la tétrica mansion Jebería ser un depósito de robos. y los dos perscna­jes, ladrones de alto copete. Una vieja, averiguadora de vidas ajenas y devota de las ánimas, que solía charlar en grande con el almacenero cuando iba á

DB BUBNOS AIRRS 7 --------------~'_.'--

comprarle velas para alumbrarlas, decía sin rodeos que aquellos indivíduos eran masones, enemigos de la religion; y el carnicero del bardo, hombre que tenía entre sus panoquianos fama de observador en­tendido en asuntos de saClilítía, por haber desempe­ñado el oficio de campanero de la Recoleta, consiguió robustecer las apreciaciones de lá' vieja, declarando solemnemente que los vecinos Eospechosos debían sp,r, por lo ménos, herejes.

111

Estas opiniones llegaban ya á populari?arse, cuando una nueva noticia, circulando con pasmosa .... ,pidez. vino á desvanecerlas. Una solterona de la vecindad. llamada Panchita, escuálida y feí¡¡ima~ tuvo el capri­cho de decil' á varios vecinos que ella había visto pasearse pOI' la azotea de la casa-quinta, durante la noche. un horriblc gato negro que. en vez de maullar como sus congéneres. cllntaba como gallo.~.!

La especie corrió de Loca en boca y causó grande efecto en el espíritu ya predispuesto de la jente del banio. El hecho de que se Pllseaba un gato por la azotea. con la circuniltancia agravante de ser negro y además cantal' como gallo. cosa á la verdad feno­menal. fué comentado y luego tomó las apariencias de una espautable realidad. Todos veían al siniestro ani­mal y escuchaban aterrorizados su voz fatídica. A tal estremo llegó el espanto, que ni los más valientes se

8 LOS Sl'nTEIUlÁNEOS

atrevían á pasar por delante de la casa despues del toque de oraciones,

La verdad era que nadie habia visto el raro cua­drúpedo, enjendro puramente de la inventiva de la solterona, pero ya se ~abe Iv que son estas y otras cosas cuando van destinadas á que las aprecie cierta jente: una ItlDgua pronuncia una melllira cualquiera, y el vulgo se encarga de darle formas tanjibles.

lV

Pasaron los primeros riias de comentarios, El albo­roto producido por la illvencion de la solte¡'ona fuá aquietándose 'poco á poco, mas de todo aquel ruido quedó un prece!1ente illdestnlctible, La casa misteriosa fuá bautizada COIl el nombre de la Oasamata.

Este título pronto se jelleralizó y dos meses des­pues del día en que la solterona prollunciara su ca­prichosa mentira, el nomb¡'e de la Oasamata era conocido en todo Buenos Aires: pero sucedió lo que sucede con casi todos los que jeneraliza el pueblo. La palabra. casa fuá convertida en cosa y resultando de este cambio de una letra, un sonido que no cua­draba para designar el antíguo caseron, se concluyó PQr llamar Cosamata á su morador, recayendo así el bautismo, y por ende el sobrenombre, en nuestro ca­ballero el de la barba negra, cuyo nombre legítimo era Silvia Gimenez,

DE Bt"ENOS .\1RE~ 9

En cuanto á él pineda q'Je no I'e preocupaba de los pensamientos que pudiera illspirar BU persollalidad, mirando siempre ColO i"diferencia á sus vecinos. Su compañe.·o, á ql1i,m lIamarem.·s C:írlos Pondal, pro­cedía lo mismo cada VeZ que ¡;e hacía ver.

v

Este proceder aguijoneaba más la curiosidad, pero nadie se Eentía COIl fuerza pm-a dirijirles la palabra y hacerles preguntas invl'Stigaduras.

Sin embargo, un día que salía el caballero, que seguiremos llamando Cosamala. fué detenido por un sujeto que vivía en la aCera de enfrente, al lado del domicilio de la vieja devota de las ániuH\R. Vamá­base D. Aniceto Martinez, era el alcalde dd cll:lrtel y además empleado del banco de la Provillcia.

Detuvo ai caballero dirijiéndole la palabra de este modo:

- Señor ..• yo desearía .•• . - ¿Qué quiere U.~-respondió COIl aspere7a el in-

terrogado. . - Yo ... yo ... qlli!liera ofrecer á U. mis servicios,­

tartamudeó el Sr. Martinez. - Gracias,-coutestó COll BeqUl~dad el caballero, y

se marchó sin mirar siquiera al impOl-tullo.

VI

El poco afOl"tunado iuterrogante quedóse eutre pi­cado y admirado de la falta de amabilidad de Sil

convecino, á quien, en atellciou á los díceres chismo- , gráficos del barrio, venía observando con cautela; y sinticndo CreCel" más sus deseos de averiguarle la vida, empezó á reflexionar ~obre el medio de que podría valerse para satisfacer su cunosidasl, cum­pliendo ,,1 mismo tiempo con sn deber de autoridad.

Sin hallar un pretesto aceptable, so quedó l"epi­tiendo para sus adentros, mientras se alejaba el ca­ballero:

- iQllién será este indivíduo? iQué hace? iCómo vive en esa casa misteriosa? ¡Digo que he de sabcrlo ó mo ha de lleva." Mandinga!

VII

Asf' discurría cuaudo una idea luminosa cruzó por su imaginacion.

- Yacaigo,--murmuró, dirijiéndose á su domici­lio. - Este indivÍduo y su acompañante ó visita, de­ben ser falsificadores de moneda. ¿Cómo haría yo para descubrirlos?

Acto contíuuo empezó á urdíl" un plan de esplo­raciono Penso en volver á interrogar al caballero,

DE BUENOS AIRES 11

abordándolo con una conversacion cualquiera, mas desistió de este proyecto y otros mm'hos quc frliguó, resolviendo pOI' fin poner en práctica UIIO bru-taute" audaz. Ideó el medio de sorprcnuel' les secretos de la casa y de aquellos hombl'es introuuciéndose en ella fUI-tivamente. Esto no era obra muy sencilla si se tenía en cuenta que la zarzamora 'que la cercaba era inaccesible y que por la puerta de calle 110 le sería fácil entrar lIin lIer stmtido, pero el curioso alcalde estaba dispuesto á emprender la jornada, estimulado no so­lamcnte por un vano capricho, sinó tambien por la prima que le daría el banco en caso de resultar cierta la falsificacioll; y !lnClOntró muy realizable su plan.

En seguida se puso ell campaña. Recorrió los al rededores sin hallar un lugar á pl'Opó:!ito para tra!!po­nel' la zal'2.amora. Por todas partes aparecía ines­pilgnable la barrera de ramas y agudas espinas.

Retirábase ya desesperanzado y pensando en idear otro sistema de asalto, cuando de improviso vió ulla cueva poI' la que podría penetrar aunque con difi­cultad. Latióle el cor8zon con alegría y comenzó á reconocer el sitio. Luego se arrojó al suelo é introdu­ciendo la cabeza en el pequeño agujero, trató de pa­sar. Su cuerpo se deslizó como el de ulIa serpiente y, haciendo grandes esfuerzos, cinco minutos despucs contemplaba el interio!' de la huerta de la casa miste­riosa. Sus ojos no veían más que espesos matorrales y corpulentos árbol61', pero por la cabeza le cruzaba un mundo de visiones deliciosas, Ya creía contemplar los

ll! LOS SrnTERRÁNE09

atados de billet~s falsificados, las planchas, las com­posicionesqllímicas de la falsificacioll; y ante todo, ya le parecía cOlltar y recontar las flamantes notas con que el directorio del banco le premiaría Sil descubri­miento, é iba á lanzarse á la esploracion animado por tan gratas visiones, pero d~túvose de pronto pensando que sería mejor dejarla para el día siguiente por estar ya muy avanzada la tarde.

Dió media vuelta, se metió en la cue\'a, pasó, y despues de cubrirla COII ramas y hojarasca se marchó á su morada.

DE BUENOS AIRES 13

CAPITULO 11

De,C1ÓIDO don Aniceto de>"corrió una punta del velo que ocultaba lOR sem·C'tos de la casa IDisteriosa y estl'aór(Vnal'ias cosas que vió.

1

Don Aniceto Martinez, con quien el lector ha de entablar relaciones muy estrecha~ 'en el curso de esta narracion, era un hombre de cincuenta años, de regu­lar estatura y tan Haco que BIlS huesos pugnaban por romped e el pellejo. Tellía los ojos azule.,., grandes y redondos, la nariz Aguileña, la boca ámplia, con Jos lábios delgados, en forma de embudo. Unas cejas canosas le caían sobre los. pál'pados, y un centellar de pelos grises, especie de hilachas, formaban su barba.

Vivía en compañia de una jóven, su hija, y en cuanto á sus antecedentes riada más se sabía sinó que siempre había sido un buen veCIIlO.

11

Sigámosle desde el momento en que lo hemos visto dirigirse á sil domicilio.

14 I.oS SUBTERRÁNEOS

Aqllella Iloche cenó muy poco; conversó Mn su hija sobre asuntos indiferentes y se acostó tem[lI'ano para madrugar al día siguiente.

Trató de dOl'mirse, pero en valJo. Sil cabeza era IIn volcan. La sangre le honuigneaba en las venas. Se revolvía en el lecho cambiando de postura á cada ins­tante. No podía dormir.

POI' fill, á eso de media lIoche se quedó dOl'lllido para despertar muy pronto. Al aclarar el día ya esta-ba de pié. .

Tomó mate y al'mál:dose (te un puñal ~alió á la calle en direccioll á la cueva. La encontró en el mis­mo estado en que la dejara. Quitó las ramas y pene­tró resueltamente.

Se estiró en el suelo, cu'\n largo era, arrash'ándose corno un reptil. Anduvo así unaR ditlz val'as y se de­tuvo para descansar pues aquella marcha violenta lo fatigaba. L3s ojos se le qnerían ¡,¡alir miraudo á todas parteR, sin ver más que ma,torrales y grandes árboles. Su COraZO!l latía agitado por el cansancio y la emo­ciOIl. Continuó andando hasta que de pronto se en­contró juuto á un cerco de duelaS que circundaba un vasto jardin,

JII

Se puso á observal' atentamente. El jal'dill ocupaba todo el ft'ente interior del edifi­

cio. Un gran parl'al con zarzo de hierro se levantaba al centro. '

DB BUENOS AIRBS 15

Aquel zarzo le llamó la atencion. Era más bien una inmensa jaula formada con ban·as de Liel·ro de cuatro centímetros de dia;netro y colocadas tan cerca unas de otras que por entre ellas no hubiera podido pasar el puño de un hombre. Este enrejado tenía dos puertas que le daban comunicacion con el interior de la casa. El techo estaba cubierto por las parras. Por las rejas de los costados trepaban plantas de madre­selva y de jazmin. En el centro veíase una mesa de márlllol llegl"O, rodeada de sillas. Hácia los costados había otl"OS muebles de uso OI·dinal io.

El et;plorador comp.·eudió desde luego que le serí" imposible trasponer el sólilto enrejado, que se puso á coutemplar, uo solamente como una valla que estor­baría BUS planes, sinó tambicn como una cosa estr3Or­dillaria. No obstante, alentóle la esperanza de que á través de las barras podríá hacer una inspeccioll pro­lija.

IV

Examinando estaba y preguntándose interiormente qué objeto tendr'ía la enorme jaula, y no acertaba á dar con una esplicacion ~azonable, cuando oyó el ruido de una puerta que se abría. Miró y vió al caballero Cosamala, que salía de una habitaciou contígua. VeK­tía un riquísimo robe de chamlne color azul y tenía la cabeza cubierta con un gorro de terciopelo del mismo color. Dirijiéndose á la puerta de la reja la abrió.

I.OS ~linTrm.R.\.N,~n~

entró y volvió á cerrarla. Luego se sentó en nn sofá y pronullció estas palabras:

-Susana, dnermes aún? -Nó, allá voy; e~pérall\e un momento,-respolI-

dió una voz du!;;e, uesde l!\ illterior de una de las habitacione¡;:.

D"n Alliceto presenció aquella escena sin darse cuenta de nada. y cOllsitleralldo que se hallaba un po­co dil>t\lnte para oír y ('xHl1Iinar cuanto oeurriera, se uc"lizó por entre las plallta~ hasta col(Jcar8e á cinco pasos de la reja, e,;condiélldúse detrá>! del follage de

ulla mmlre""lva. El c"balll.!ro permanel'ió mirando con ausieda,l hi­

cia la habitacion <.le don,le había partido la voz . . De repente se paró ell la puert¡~ una jóven de lUOS

diez y seis años. Nuestt'() alcalde esplorador la miró, no pudiell,lo

contener nllll1ovimiellto de repulsioll. A1:llió los ojos hasta ('~C()ll<lel' los l'llrpado,i debajo de I>US Canosas cejas, y eu sus pupila b1 illó el fuego de la mirada del gatll qll', oe súbito se encuentra con un rat:m al alc¡u¡c', ,le las garras. La jóvell aparecía en ropas

mny lijer,s y esto lo eHciludalizó, pero 110 dejó de di­rijirlu una mirarla escudriñadora. , Hablóla el cab:tl!"J'o, rhi~¡idl)la:

- No 8:1]::'" n,Loo la Illallan:! e"t¡l fl'c;ca. - ¡,Y f'i y" lo ql~!ei'lJ? -l'e~polldió ella. - AI'1'Íg;¡te ... - Buello, voy á darle guslo-collle';ló la jóven, y

DB BUENO! AIRBS ti

acompañando la aecion á. ]a palabra entró á la habi­tacion y tornó á salir cubierta con un vestido de per­cal color rosa.

v

Entonces sc arroJo sobre el caballero, lo estrechó eutre sus brazos con demostraciones de ardiente ca­riño y luego se ]e sentó sobre las rodillas.

El alcalde empezó á santiguarse, quedándose 00-mirado de la belleza de la jóveo, y cool!iderándola desde luego ulJa víctima inocente del antropófago que la tenía en el regazo.

Era en verdad hermosa. Tenía los ojos negros, grandes y rasgados: las pestarías arqueadas velabau la luz de su mirada tierna, enam.)rada con la candi­dez de ]os primeros años é iluminada por el fuego divino de la inocencia. La trente lucía orlada por sedosos y caprichosos rulos; su nariz graciosa, un tanto levantada, dábale á la fisonomía el aire gracioso propio de las hijas del Plat;" y BU boca, ni grande ni pequeña, formábanla unos lábioB sOJlrosados y fres­cos. El color de su tez tenía algo del blanco pálido de las azucenas.

Sentada sobre el regazo del C41ballel'o empezó á acariciarle ]a barba con infantil agasajo, y él, ro­deándole la cintura con ]os brazos, contemplábala con benévola sonrisa.

2

18 LoS SUBTERRiNEOS

Mientras tanto .doll Alliceto miraba la escena COD

atentísima curiosidad.

VI

Trascurrieron así algunos minutos. La jóven in­terrumpió el silencio; y el oculto observadOl· pudo oir el siguiente diálogo :

- Sil vio, me quieres mucho 1 - Mucho, mi candorosa amiga. El alcalde, al oír que el caballero daba á la jóven

el calificativo de candorosa, hizo un jellto desprecia­tivo y dijo para sus adentros: - Infame fal"l!ante! No tiene escrúpulo de tener sentada en las rodillas á una muchacha que es ya una mujerota, y la llama candorosa... Ah! hipócrita! si no consigo hacerte llevar á la cárcel por falsificador de moneda, he de conseguirlo cuando te delata por corruptol· de dOllcellas .de menor edad!

La conversacion iniciada continuó así: - iY cómo si me quieres no haces lo que yo te digo! - Ya sabes que mi mayor deseo es complacerle. - Pero nunca me complaces en una cosa ... - Tienes tantos caprichos... me pides tantas ton-

terías! - Te he dicho más de mil veces que quiero salir

de aquí, ver lo que hay detrás del cerco de la quinta, caminar por eso q1le tu llamas calles y ...

- Eso será á su tiempo. - y falta mucho?

D. BUB"OS A.IRSS 19

- Seis meses. - Caramba! _ .AI vencer ese plazo serás mi esposa, y entonces

conocerás el mundo de que tantas veces te he hablado. - y por qué no antes! - No es posible. .. - ¡ Siempre con esa palabra! ¡ No es posible! Tú

DO me quieres tanto como yo te quiero! - ¡Susana! - Sí, tú no me quieres! - No seas niña. - Si me quisieras, no me negarías lo que te pido.

Nada es posible para tí cuando es algo de lo que deseo con más ganas. Solo me permit~s que te bese, yeso no todas las veees que yo lo quiero. Deseo estar siem­pre á tu Indo, y tú vi~nes á verme cada veinticuatro horas. Si me amaras de veras, no serías asÍ.

- Parece que quisi~ras enfadarme. - Sí, enfádate ..• ' - Bien, no hablemos más de tU!! capricnos. - Está bueno •.. pero has de darme un beso. - Haz lo que te plazca. -'y yo ... te daré otro.

VI[

Estas palabras fueron pronunciadas por la jóven con una inocencia indescriptible. Levantando la cabella, estampó un beso en la mejilla del caballero.

2U I.OS SU..nTERRÁ.NEO~

En el beso de aquellos lábios virginales había un poema de candor y de terneza. Era el ósculo del umor del alma aun no empañada por el delt:ite material.

El caballero, en seguida, la besó en la hente, ilu­minándose su mirada como una chispa de fuego fatí­dico.

Luego su rostro se descompuso, tomando cierto ~specto felino. Empalideció é inmediatamente se levantó diciendo:

- Adios, Susana. - Ya te vas 1 - repuso la niña. - Sí. - Hoy te has olvidado de una cosa. - Y es ... ? ' - No me has preguntado por Teresa. - Ah! es verdad! - E~tá durmiendo. - Bien, déjala : la veré despues; adios. - Adios. El misterioso personaje se mar~hó. La jÓVCll que­

dóse contemplativa unos instantes, 'ent.rando en se­guida á la habitacion.

VIII·

- Pues señor, - reflexionó el alcalde sin espli­curse lo que había oido y presenciado, - i quién será e~a niña 1 i Quién es ese hombre? S11 padre no puede ser, puesto que le ha prometido casarse COIl ella:

DI: BUBNOS AIRY.~

debe ser su amante. Oh! esto es horrible! ¡ Y yo que había venido á descubrir una falsificacioD !... De cualquie¡' modo, lo que he visto me dice claramente que el ciudadano Cosamala 110 es cosa bueno. Allá veremos.

Haciendo estos y otras suposiciones, marchóse to­mando las mismas precauciones que al.entrar.

Al llegar á la cueva fué sorprendido pOI' UDa vision que consider6 diab6lica. Vió en la entrada del pequeño viaducto una cara horrorosa, negra como el carbon, con unos ojazos amarillentos; una bota enorme, que parecía un riñon de buey cortado por el centro, y unas narices aplastadas, que se movían á la manera de trompa de jabalí enojado. Era un negro feísimo y al comprender que alguien lo había visto, lanzó un grito agudo y desapareció instantáneamente.

Don Aniceto, preocupado con las extraordiDa¡·ias cosas qne había visto, tom6 el camino de su domicilio, pero sin abandonar la idea de averiguar definitiva­mente lo que ocurría en la casa misteriosa •.

22 LOS IVBTBRRiNEO&

CAPITULO III

A ba] o de tierra

1

Cuando el esplorador llegó á. su casa, su hija esta­ba t'sl'erálldolo con el almuerzo. No quiso tomar nada y se encerró en su habitacion.

Por su imaginacion cruzaban mil ideas diferentes. Pensaba en delatar al hombre misterioso presentán­dolo como á un inícuo pervertidO!" de una jóven de menor edad, y luego. dudando aún sobre la falsifica­cion de billetes, pet"o alimentando una esperanza de que fuese cierta, no atinaba á verificar liada.

A fuerza (le devanarse los sesos, concluyó por re­solver que se~ía prudente hacer otra visita al señor Cosamala, autes de tomar medid¡tB estremas.

JI

Al día siguiente, :í la misma hora en que empren­diera la anterior escursion, se encaminó. hácia la cueva.

DE RUIINOB AIRII9

Penetró y fué 'ocultarse en el eBCOudite que ya le había servido de acechadero.

Dirijió una mirada investigadora al enrejado. Su admiracion filé grande al vel· que en vez de

una niña estaban dos: la que conocemos con el nom­bre de Susana y la otra, una adolescente de la misma edad, y tan hermosa como aquella, evn la diferencia que era rubia y tenía los ojos azules. Estaban en animada conversacion, sentadas en un sofá, de frente al sitio donde permanecía en acecho el viejo curioso.

Este pudo oír que hablaban así: - Dime Teresa. tú no tienes deseos de salir de

aqui! - Sí, muchos, y túl - Yo tambien. ¡Ojalá pudiéramos ver lo que hay

fuera de esta· casa! - Por qué no nos dejarán salir! Luego callaron. Susana se puso a Jugar con su

cabello que le caía en caprichosas ondas sobre 1(18

hombros. La designada COIl el nom bre de Teresa, quedóse pensativa.

w

Don Aniceto no sabía qué consecuencias sacar de lo que oía. Se confulldíamásy más, sus ideas vaga­ban en una tumultllosa confusion. Veía· dos jóvenes cuya conversacion demostraba que estaban prisione­ras. De esto no podía dudar, pues lo justificaba la

~I. -

24 ¡,08 SUIIl'IlItRÁ.NEOS

morada Jonde ~e hallaban. Pero i cómo estaban alIí? ¡Qlliéneg eran 811'3 g'HLrdianes y con qué objeto se las aislaba?

Había indudablemente en todo aquello un impe­netrable arcano.

IV

En esos momentos se presentó el caballero Oosa­mala, á qnien seguiremos llamando Sil vio, porql\e tal es su nombre. acompañado del de la perilla y bigote.

Las jóvenes so levantaron al verlos Ilegal' y corrie-1'011 háeia ellos.

- Buenos días, señoritas,-exclamaron á un tiempo los visitantes.

Susana estrachó entre sus bl'azos á Sil vio; le aga­rró despues una mallo y lo condujo hasta un sofá di­ciendo:

- Sentémonos aquí. La otm jóven se acercó al ot1'O caballero invitán­

d"le á que se sentara. En seguida se entabló una cariñosa plática entre

ambas parejas, pero de improviso fué interrumpida por Susana que, fijándose en el escondite de D. Ani­ceto, gritó:

- Mira! mira! ¡Qué es aquello~ . - ¡No ves? - agregó la jóven, - é indicó seña­

lando COIl la mano el lugal' donde se escondía el al­calde.

DI!: BUE..I\IQS AIR!!:;; 25

Sil vio miró hácia el punto indicado y ef'c1amó : - Cárlos! Traicion; nos han descubierto! -y ~c

lanzó fuera ucl enrejado. Detrás de él col·,'ió Oárlos, que tal era clllombre.

del otro personaje, Don Aniceto al Vel.· eslo huyó despavorido, Sil vio, al vedo que huía, gritó con todas sus fuer­

zas: - A mí! Argos! Leonidas! Inmediatamente apareció pOI' un costado de la C8!18

un hombre de elevada estatura, que pal'ccía un Hér­cules, acompañ"do de dos penos de Terrallova.

- Por al~í, por allí! - Npitió el caballero.

v

El I'ecieu aparecido, seguido de )os perros, ('onió en busca del fujitivo.

Pl'Onto S6 oyeron los gritos de un hombre que pe­día ausilio. Todos se encaminaron al punto de donde partíau. Allí estaba D. Aniceto caído y sujetado por' los perros, qne lo a¡.retaban Hin hacerle daño.

-..:.. Socorro! favQréZCallme! ¡ausilio! ¡POI' la vírgen del Cármen, no me asesinell!-gritaba el infeliz.

El de la talla hercúlea se aproximó, sacó un gran pañuelo de algodon, y ató codo con codo al mal para· do alcalde.

Sil vio le interl"Ogó:

26 LOS SUBTERRÁ.IIBOI

- iQllé buscaba U. aquí 1 - Nada, señor ..• ! - Es U. un miserable asaltador de domicilios,-

agregó eL caballero, y luego, dirijiéndose á sus com­pañeros:

- Cárlos, vete á cerrar la reja y tú, Miguel, mar­cha al subterráneo con ese hombre.

VI

El llamado. Miguel empujó á D. Auiceto en direc­cÍon al centro de la quinta. Caminaron urias cincuen­tas varas deteniéndose junto al brocal de un pozo de balde.

El indivídllo, que parecía uu peon ó sirviente, cojió una soga y ató POI" la cintura al prisionero, que Jlori.,. qlleó al ver aqllell'lS preparativos:

- j Jesús de mi alma! i Qué van á hacer Uds. con-migo! _

Levantólo despues, y suavemente lo arrojó al pozo, sosteniéndolo con la soga y descendiendo él detrás.

Mientrail se había hecho esto, D. Aniceto chillaba como un pichon de lechuza cuando lo sacan del nido·

Sil vio, aproximándose, dijo desde el brocal del pozo:

- ~!~611eJ, asegúralo bien; - y se marchó con 101

perros que le hacían cariciAS saltando á BU alrededor.

DB RUBNOS AllRI!R. 27

VII

Sigamos al atribulado alCltlde. Fué conducido por una galería suhterráll8a que

tenía la entrada en el fOlldo del pozo. Quiso hacel· alguna resistellcia, pero en vano. El. hom bre con quien tenía que habérselas poseía unas grandes fuerzas y era bastante enérgico: dábale un empellon si se de­tenia.

-Be resignó, pues, á olledecer humildemente, com­prendiendo sería mejor sacar otms ventaja!', si podían existir para él en tan crítica.situacion, por medios que le atrajeran la simpatía ó conmiseracion de aquel carcelero que empezaba á causarle hOITOl·. Así conti­nuó marchando en silencio y casi lÍo tientas, poI· el sub­terráneo.

A poco andar su aC1)mpnñante se detuvo, tom6 IIna lámpara y .. la encendió. De este modo el camino Be

hacía facilmente, y pudo ver que iban por una gale­ría que tendría un me*J'O de aucho por dos de altura.

El pobre viejo no.se daba· cuenta exacta de su si" tua.cion. Empez6 á sentir miedo, un miedo IInguI­tioso. Quería hablal·, pero no se atrevía á pl"onunciar una sílaba.

Algunos instantes sigui6 así, hasta que, haciendo Ull esfuerzo, prosiguió:

- Amigo mio, i me quiere U. hacel" el favor de decirme adónde vamos!

28 I.OS SUBTERRANEOR

No obtuvo respuesta. Habrían andado t.reinta pasos más, y volvió á

decü' con voz compulljida : - j Por Dios, señor! dígame adónde me lleva y

qné es lo que me espera! Tampoco le contestó el acompañante, limitándose

á hacer señas para que continuara audando. -.Pero csto no puede sel', - agregó. - Yo soy

un hombre de bien, un antígno empleado del banco de la Provincia, un alcalde que jamás ha cometidu una alcaldada, i Me qniere U, decir si van á ma­tarme?

Igual silencio por respuesta. - Oh ! por favor! Contésteme U. para encomen­

dar mi alma á Dios! - repitió dando á su voz toda la dulzura posible.

El indivíduo no solo no le contestó, ni lo mil,ó.i­quiera.

- Vamos! - murmuró angustiosamente, - van á matarme y no me 10 quiel'en cOlllunicar!

Entonces comenz6 á sentir que conÍa por sus venas un frio que le hacía temblar de piés á cabeza. Aquel hombre silencioso y la lobreguez dtJI subterráneo em­pezaron á producirle un terror pánico.

Qtliso volvel' á espresarse y no pudo. Las palabras espiraron en sus lábios Sln poder

articular un sonido. Se acordó que llevaba un puñal, pero no tuvo fuer­

zas para sacarlo.

DB BUBNOS AIRBS 29

El terror llegó á su colmo y Don Aniceto cayó desmayado.

VIII

El indivídllo que lo conducía trató de hacerlo le­vantar, más comprendiendo que' 'había perdido el. sentido, se lo echó al hombro y marchó adelante. Caminó Mí unos diez minutos. Despues de dar varias vueltas por el acararolado subterráneo, llegó adonde había una puerta encajada en dos vigas. Tomó una llave, abrió y p\!lIetl'ó en un reci::toespaciol'o, esp"cie de salon que tendría diez metros por costado. Hácia el fondo continuaba el subterráneo, pero separado pOI'

una reja de hierro y más amplio. Dejó ell el suelo al prisionero y se ausentó, vol­

viendo luego con un catre, algunas mantas, un canasto que contenía nna botella con agua, velas. pan y fós­foros.

Cerró la puerta con precaucion y tornó á irse. A la media hora más ó ménos recobró el sentido Don

Aniceto. ·AI verse allí esc1amó : - ¡Qué es lo que me pasa, adónde estoy! y comenzó á examinar el sitio. Estaba abajo .de tierra, en cenado en un lúgubre

subterráneo.

30 1,011 SUBTBRRillB09

CAPITULO IV

HuéI'fana y sola

1

Sofía llamábase In hija de D. Aniceto. Era una interesante jóven de veinte años, alta, esbelta, bastan­te buena moza, con unos hermQsísimoB, grandes y lánguidos ojos negros.

Tenía un carácter apasionado y romántico, pero había permanecido virgen de toda impresion amorosa, porque soñaba con un ser ideal, con un tipo poético, caballetOel!co, digno de un amor ardiente; un perso­naje llovelesco, de esos que pocas veces se encuentran en la realidado Encerraba en su cOloazon UD manan­tial riquísimo de poesía, cnyo caudal abundoBo se desbordaba en el silencio y el olvido, sin que vinieran á beber en él los lábios de algun 011"0 ser soñador.

Mientras tanto, vivía en el ignorado rincon de su hogar, como esas flores que crecen entre ásperas bre­ñas, destinadas á que la casualidad lleve hasta ellas los pasos del viajero, y casi siempre se marchitan 6

DB BU BlfOll A lRM 31

lBIuer8n 11m que nadie .pire su delicado perfllme. Estaba en esa edad de la mujer en que la reflcxion :borra l. sombras fujitivas de las visiones de la niñez, y la naturaleza reclama á la naturaleza con voz enér­jica. Pero Sil carácter no variaba. Su espíritu soña­ba todavía, y en sus sueños se aumentaba su sensi­bilidad.

Ha de agregarse á esto una inocencia angelical, porque Sofía era un ángel.

u

Llena de zozobra esperó en vano á su padre la no­.che siguiente al día que lo encerraron en el subter­ráneo de la casa miste.·iosa. Como nunca faltaba de BU domicilio, durante la noche, inmediatamente retlOl­vió dareuenta á la policía, suponiendo una desgracia, á fin de que se hicieran las dilijencias del caso.

Presentóse al comisario de la secciou y le comunicó lo que ocurría. Tomáronse medidas é hiciérollse averiguaciones, mas todo sin resultado.

La pobre jóvell estaba desesperada. Luego circuló la noticia de aquella desaparicion,

por todo el banio, suponiéndose que D. Aniceto había sido aáesinddo.

Esto mismo llegó á creer Sofía, y ya sin e8pera\l~a de volver á ver á su padre, eutregóse á un profundo desconsuelo. No habra reSignacion para ella.

32 LOS SUB1'ERRÁNEOS

Aumentábllse más su desolacion con la orfandad que la rodeaLa. Sola, sin ningun sosten, ¿quién ]a protejería? ¿Quién proveería á sus necesidades? Su situacion era asaz precaria.

111

Veillte dias trascurrieron, en que no hizo más que llorar la pérdida de su padre, y llgotado el poco dine­ro que poseía, pensó en gana l' la subsistencia del mo­do que le fuera posible, eOl11patible con su decoro.

Era una bllena costurera, 110 la acobardaba el trabajo, pero la arredraba la ide,L de uo encontl'llrlo á tiempo y teuer que il' á buscarlo personalmente. No obstante, tendría que resolverse. Había siJo educada con el es­mero de nuestras familias de la clase media, que con­sidernn desdoroso el salir sola una niña á la calle. Pero ¿qué hacel' en las circunstancias en que ella se hallaba? Revestirse de valor yeso fué lo que hizo.

Vestida de riguroso luto, salió una noche, poco des­pues del toque de oraciones, dirijiéndose á la calle de Buen Orden, donde recordaba existían varias tien­das cuyos dueños daban costuras. Temblorosa cami­naba. Llegó á una tienda y manifestó lo que quería. Se le respondió que DO había trabajo. Salió u'n tanto

'desconcertada, encaminándose á otra. Por el camino halló un grupo de jóvenes que le dijeron algunlls galanterías de mal gusto. Sintió que se le oprimía el

DE BUBNOS AIRES

corazon. Siguió andando á prisa. Entr6 á un tende­jon y preguntó si allí daban costnras.

- Sí, señorita,-le respondi6 el dueño de casrl. - Yo deseo llevar algunas ... - iTiene U. 6anzal No comprendió el sentido de esta pregunta y guar-

dó silencio. - Digo que si tiene U. garantía. - No comprendo ... - Me esplicaré,-repuso el tendero.-Es necesario

que U. deje una fianza por las costuras que voy á darle. -No sabía ... - Qué quiere U., estamos tan escamados ... Sil lle-

van el jénero y despues no vuelven. Tendrá U. que dejar en dinero el importe de las costuras, 6 traer ulla garantía de persona abonada.

- Yo no tengo quien me garantice, ni tengo dine­ro,-respondió Sofía, sintiendo qne el rostro le ardía.

- En ese caso perdonará; no podemos entregar el jénero sin llenar eila condiciono

- Yo le prometo, señor, que· no le daré motivo,--,. tartamudeó la jóven.

""",,.Sí, así dicen todas, pero ... -No conozco á nadie ... soy ... - Basta, basta; no necesito saber quién es U.,-

replicó el.tendero con grosería. - U. perdolle,-balbllceó Sofía, - y salió con los

ojos medio cegados por las lágrimas que pugnaban por encontrar libre corriente.

3

IV

Sin embargo, no dei¡lmay6. Recordó que siendo ni­ña solía ir eo compañia de una señora costurera á una tiellda de la calle de Piedad, cerca de la plaza Victoria, y resolvió acudir 3: dicha casa, con la idea de que si la reconocían no le 1!egarían las costuras que solicitaba, sin exijírsele una fianza.

Encamill6se al centro de la ciudad. La noche esta­ba hermosísima. La luna empezaba á levantarse por encima de los edificios, alumbrando las calles con su luz melancólica. Llegó á un punto donue un jentío inmenso cru~aba en todas direcciones. Mujeres que lucían elegantes y vistosos trajes, iban ó venían, ya parándose en los brillantes escaparate:; ó continuando el camino, entrando unas á los bazares, otras paseán­dose y luciendo las plumas de sus riquísimos sombre­ros. Muchos cal.alleros estaban parados en fas puer­tas de las confiterías y cafés. El ruid<> de los carrua­jes que pasaban h>lciendo temblar el pavimento, atronaba los aires. Las vidrieras despedían torrentes de luz. Magníficos artefactos veíanse e.~puestos,

rodeados de picos de gas que convertían los almacenes en focos de eRpléllclida claridad. Lujo, grandeza, mo­vimiento. esplendor, belleza!... Se encontraba en la calle de Florida.

Cl.lnfulldióse entre los transeuntes, siguiendo el ca­min') que se prometiera coatilluaL' para dar con la

DI!: BUBN09 AIRB!

tienda que buscaba. Se detuvo tratando de reconocer ]os edificios. Por fin entreS en un depósito de ropa hecha.

Dirijióse á uno de los dependientes y le comunicó el objeto que la llevaba. H ciéron'3ele las mismas pre­guntas, respecto de la fianza. Entól!-c;:es recordó Sl18

antiguas relaciones en la casa, pel'O'Se le contestó que los dueños de] negocio no eran Jos que e)]a conociera.

Perdida ya toda-esperanzR, se dispuso á marcharse. Iba á salir cuando 1111 señor de edad algo avanzada, de aspecto distinguido, que estaba parado en un es­tremo del mostrador, se aproximó al dependiente, di­ciéndole:

- Puede U. dar á esta señorita las costu-ras que pida. Yo seré su fiador.

Sofía vió en aquel hombre un salvador jeneroso, y, dirijiéndole una mirada de agradecimiento, es­clamó:

- Gracias, éaballero, mil gracias! - No hlly de qué, señorita, tengo mucho gusto en

servir á U. El dependiente bajó de uu estante cuatro ponchos

de p(¡ño, y poniénrlolos sobre el mostrador, dijo: - Aquí tiene U., son forrados con bayeta y se

paga cincuenta centavos por la hechura. Cargó con elbs haciendo un esfuerzo, porque pe­

saban mucho para sus débiles fuerzas. Se despidió del dependiente, hizo un cortés saludo al caballero y salió á la calle.

30 LOS SUBTEROiNEOS

v

Había encontrado trabajo, el medio de ganar un pedazo de pan. Llevaba cuatro ponchos cuya costura representaba un valor de dos pesos. La obra du­raría una semana, lo ménos, pero iqué le importaba si con ese trabajo esper'aba remediar sns necesidades? Se reanimó su valor. Aquella slHlla sería su áncora de salvacion.

A medida que caminaba, hacía proyectos. Prom e­tíase trabajar esa noche hasta las doce y levantarse por la mañana al salir el sol, para continuar la tarea. Entre tanto, haciendo esfuerzos inauditos con la carga que llevaba, seguía Sil camino, bajando y subiendo la vereda cuando los transeuntes le estorbaban andar lijero.

Así llegó á la plaza del Parque. El cansancio empezó á agobiarla. Las fuerzas le

faltaban y su catla estaba aún léjos. Temiendo no poder resistir más, sentóse en una banca, para des­cansar unos momentos.

VI

Sentía reparadas las fuerzas é iba á marchar nue­vamente, cuando se le acercó un jóven, que la saludó con amabilidad, tomando asiento á su lado. No pudo

DB BUENOS AIRES 37

contener un movimieuto de temor, y pretendió pa­rarse.

-No se vaya, hermosa,- habló el recien venido, y viéllllola que se preparaba á levautarse, repitió:

- Siéntese, mi vida, y conversar~mos. Ella miró con admiracion al que así la interrogaba.

No sabía que la sociedad, que tanto 'éxije do la mujer la honestidad y la labor, tiene por todas partes centi­nelas apostados para pervertirla, sin respetar su orfan­dad, y sin misericordia ni aún de su hambre y su mIseria.

Cojió el atado d~ COStUl"llS y se puso en marcha. El impOl-tuno la .siguió, esclamando:

- Escúcheme, mi herm'osa viuuita: ya que no ha querido que me sentara á su lado, permítame que la acompañe, - y la agarró de un brazo.

Al verse tratar tan deecortesmente, ofendida su dignidad, hizo un violento jiro para desasirse de la mano audaz dc aquel hombl'e, y gritó con enojo:

- i Déjeme U" atrevido, ó voy á pedil· allsilio!

~" .................................. , .... '.' ..................... . Media hora despues entrllba á su casa, cansado su

cuerpo por la fatiga y ajitado el ánimo por las emo­ciones que esperimeutara en su peregrinacioll buscan­do trabajo.

Empezaba á luchar por 111 vida.

3S 1,OS SUBTEltRÁNEOS

CAPITULO V

Situanion desesperante

1

Al día siguiente Sofía se levantó á las seis de la mañana, tomó UD lijero desayuno y se puso á tra­bajar.

La casa donde vivia teuÍa una pequeña sala con dos ventanas á la calle: sentada frente á una de ellas empezó la costura de los pouchos.

La mañaua estaba hermosa. Los rayos del sol, pe­ueha·ndo poc los cristales, llenaban de luz yde alegría la modestahahitacion.

Cosió .más de ruja hora sin intenumpÍlse. De repente abandoDó la aguja y quedói1c pensativa

como si un recuerdo aflijeute la embargara. Luego exhalando un .suspiro, murmuró : - Se me había olvidado que hoy vence el alquiler

de la casa y que no tardará en venir á cobl'ar pi pro­pietario!

En aquel momeuto lIamóle la atenciou una per­sona que pasaba por la vereda de enfrente.

DE BUnOS AIRES 39

Observó y vió que era el caballero que la noche anterior le había hecho dar los ponchos. Vió tambien que entraba á uua casa de la vecindad.

n

Dos horas llevaría de trabajo cuando sintió que le golpeaban los vidrios de la ventana. Alzó la vista y reconoció á UDa vecina que la ¡oaludaba.

Era esta doña Inocencia Gonzales, la vieja devota de las ánimas que ya, conocemos. Su nOmUl'8 no cor­respondía á sus antecedeIltes,pues segull se decía'en el barrio observaba uIIa conducta ba~taIlte sospechosa. Tenía, para completar la repulsioll que inspiraba, un rostro antipático: los ojos encapotados, de un color gris claro; la boca replegada por innumerables arru­ga~; la fl-ente deprimida; la nariz aplastada, y la piel amarillosa, forro ando, por consiguiente, Sil fisonomía, un conjunto feísiroo. Alta, flaca y encorvada, al an­dar inclinaba la cabeza sobre el pecho como si quisiera ocultar la fealdad de su rostro.

SOfía, que vivía aislada con su padre, no tenía nin­guna relacion con la señora Inocencia, así es que al verla no dejó de causarle estrañeza que la sáludara parándose en la ventana.

- Como está, hijita - dijo á través ~e los vidrios. - Para servir á U. - ¡Pobrecita, tan sola! iQué ha sabido de su padre?

40 LOS SUBTERRÁNEOS

E~te 'recuerdo entristeció á Sofía y respondió: - Nada, señora. - Si U. no tomara á mal que la visitase, tendría

mucho gusto en visitarla •.• Además tengo que ha­cerle una proposicion ... Con que, si me permite ...

- Pase U" adelante, - profirió Sofía c'Onsiderando que en la soledad en que se hallaba aquella compañía púdría servirle de consuelo, pues ignoraba que la vieja era una gran bri-bona.

Esta, entr/\ndo, la alhagó espresálldose: - Si U. supiera cuanto interés me he tomado por

U. niña, al tener conocimiento de su desgracia! Va­rias veces he tenido deseos de venir á ofrecerle mis servicios y luego he vacilado temiendo importunarla. Pero no he podido resistir más y aquí Ine ticne U., á sus órdenes.

- Gracias, señora, siéntese ... - Muy bien, hijita, así conversaremos; porque,

ya lo he dicho, tengo t'lmbien que hacel'le Ull/\ pro­puesta y debemoB entendernos. Eso sí, todo cs por el bien de U., porque, á la verdad, su soledad me inspira Ulla profunda simpatía, y quiero serIe útil.

- ¡Oh! señora, yo agradezco ... - iY cómo no sentir por U. un cariño sincero?

¡Pobre niñ'l, vivir así ... iNo tiene miedo de estar tan solita? iNo se cansa de trab/\jar?

- Qué qüiere U., ]a necesidad ... - ¡Necesidad .... ! No hable U. de eso. ¡Pues que,

DB BUENOS AIRBS 41

una per80na tan interesante como U. puede tener necesidad de nada?

- ¡Ah! señora ... ! - Nada; U. no debe volver á pronullciar esa

PlllaLra. iQuie¡'e compañía? Yo vendré á acompañarla y seré su buena amiga? iNetes:fa dir:elO? Fádl le será consegui¡·lo. . .

- Yo no se c6mo agradece¡·le ... - No tiene que agradecerme nada: si algo le ofrez-

co es por un deber cl\r·itatÍ\·o. ~i quierl,.l me vendré á vivir aquí 6 U. puede irse á vivir en mi casa. No es posible que U. continúe sola.

La j6ven guard6 silencio: aquellos ofrecimieutos no le parecían despreciaLle~ en las condiciones en qu e ella se encontraba.

La vieja pl'Osiguió: -No tenga ningun tem()r ni desconfianza. Ver­

dad es que y,) valgo poco y ql\e en mi casa 110 hay comodidades, p~ro peur será que viva U. en esta 80ledad. Resuelva U.

- Quisiera esperar algunos dias .•• - No se haga ilusiones. Su padre, que Dios lo tenga

en su santo descanso ...

Al oir estas palab¡'as Sofía rompi6 á llorar. La vieja, que comprendió había llegado t'l momellto de demostrar sn sensibilidad, empezó á chillar como una urraca y á finjit· que lloraba.

Por algunos iD8tan~, nI) se oyeron más que 108

42 I.OS SUBT.RR~NEOS

IlOlIozos 'de Sofía y los gl'itos de doña Inocencia, la cual, cuando lo consideró oportuno, lloriqueó:

- COllsnélese, hija mia; al fin para eso hemos na­ciJo. La resigna<:ÍolI es prenda de 18S almas cristianas, y U. no debe desesperarse. Dios lo habrá querido así; tenga l'esignacion.

- ¡Ay de mí! no puedo hallarla; Dios bien lo sa­be! - jimió Sofía entrecortlludo las palabras con los sollozos qué la ahogaban.

- ¡Y que hemos de hacerle! Yo . decía lo mismo cuando perdí á mi marido, mas el tiempo fué poco á poco haciéndome olvidar. Siento habeda traído este recuerdo ... En fin, hablemos de otras cosas y en particular de su situacion, que no puede coutinuar así.

Sofía enjugóse las lágrimas con el pañuelo de manos y la vieja continuó:

- ¿Qué resuelve Uo? Quiere que venga ;i.acom-pañarla ó prefiere irse conmigo~

La jóven vaciló y luego dijo: - Preferiría ... - ¿Qué, hija? Hable con toda confianza. - Sí quisiera, ya que es tan bnena ... -Hable U. - Si pudiese venir conmigo ... - Perfectamente; desde luego. Tl'lIeré mi camita

. y viviremos como dos ángeles. - ¡Oh! señora! ¡Cuanta bondad! - Consolal' al triste es una ohra de mlse¡"icordi!\,

y yo, en aste caso, cumplo adam:í.s 000 un deber .gra-

DB IIUBNOS AIRES 43

tísimo, por que:desde qua la ví, aun cUllndo no nos hemos relacionado, siempre me fué muy simpática,

-Gracias ••• , ni

Preparado ya el terreno, doña Inocencia se dispuso á iniciar el ,plan de ataque, cuyos fines la habían llevado á estrechar su amistad COB la infortunada jó­ven, y agregó :

- Sí : en prueba de ello es que he venido no sola­mente á ofrecerle mis servicios, sinó tambien á pro­ponede un traoojo para que cousiga algunos recursos, por que no le estal'án de más, ¿Es verdad, hijita? Yo sentiría of~llderla; pero iqué digo? U. no podrá ofenderse: hablo con el corazon en la mano,

Al oír hablar de trabajo, Sofía se alegró y seña­lando los ponchos, dijo:

- ¡Oh! sí! Yo aceptaré con gusto cualquier tra­bajo, puelil está muy escaso: para conseguir estas cos­turas me he visto en ápuros.

- Y para conseguir eso! - esclam6 la vieja iudi­cande los ponchos con aire despreciativo.

Guardó silencio unos intantes buscando las pala­bras más á propósito para declararse definitivamente, y profirió:

- ¡Ah! ese es un trabajo matadol' que envía todos 108 años muchas tísicas al cementerio. El que yo voy á propODerle es mQCoo mú fácil y DlaW lucrativo, co-

44 -LOS S~BTERRÁNEOS

mo que en cinco minutos se podrá U. ganar cinco mil pesos ...

- iQué ha dicho Uo? - esc1amó Sofía estupefacta. - Lo quc haoido, - respondió la señora Inocencia

apreciando el efecto que habían producido sus palabras. - ¡Gauar cinco mil pesos en unos llIiuutos! - bal­

buceó Sofía. - Sí, señorita; cinco mil pesos. iSe admira U.! - ¡Ya 10 creo! Y me admiro tanto que eso me

pal ece un imposible. - iSupone que yo le propondría un disparate? He

dicho que podrá ganarse cinco nál peso!! en ese ticmpo y me ratifico. Solamente me he equivocado y es que ese trabajo tendrá que repetirse por cuatro Ó seis ve­cel', lo que quiere decir, que tendrá que euip1ear una media hora más ó ménos.

- No comprendo ... - Me esplicaré. Se tt-ata de que U. vaya á ulla

casa, permanezca en dla UllOS instautes sirviendo de modelo á un artista, y luego se retire tranquila para volver despues hasta que se termine la obra.

- U. cree que me darán ... ~ Lo dicho; cinco mil pesos.

VI

Sofía era una verdadera inocente, por la educacion que recibiera y porque su corazoll aun no se había

DB HURNOS A!RES 45

abierto á. las miserias del mundo. Ni por la lectura de novelas conocía las intrigas y pasiones de la vida. No supouía ni podía suponer que fuera del límite del bogar, en donJe babía llegado á. los veinte años en una plácida inocencia infantil, existieran séres que pudieran traficat:, con BU inmaculado decoro. No veía pues liada censurable en lo que 'se le acababa de proponer. Solamente la sorprendían dos cosa/;; que por un trabajo que no lo consideraba tal, se le ofre­ciera tanto dinem, por que ciucomil pesos le parecían una suma fabulosa; y que se dirijiesell á. eJJa, tan deHconocida, cuando seguramente existirílln nume­rosas mujeres más hermosas á quienes se pudiera hacer tan ventajoso ofrecimiento.

Así es que preguntó candorosamente: - iY quién se ha interesado por mí? - Es un pintor, pero no de profesion, sinó un afi-

cionado que hace cuadros para entretenerse simple­meute. Ha pasado por aquí, la ha visto á. U., Y como él andaba buscando una mujer hermosa que le sir­viera de modelo para un'\ obra que tiene entre manos, se ha dirijido á mí par" que le hiciera á U. la propuesta. El es antiguo couocidn mio. Yo. pOi· sa­tisfacerle y hacer á U. un servicio, me comprometí á llenar' la comision ; hé aquí todo. - - iMe ha encontrado tan hermosa ese señor?

- Sí, bermosísima: tanto que dice que á. la V énus que está por concluir quiere darle la misma figura de U.

46 LOS .SU Dl'ERRÁ.:'IEOS

- Será muy rico ..• - Inmensamente. -iE~ jóven? - Sí. .. todavía ... tendrá unos cincuenta años. - ¿Tiene familia? - Es solito como U., - dijo la vieja haciendo

una mueca picaresca. - ¡Me parece uu sueño, ganar yo cinco mil pesos! - Es realidad, hija mia. - Dios habrá teuido miseticonlia de mÍ. -- Así es la Providencia; nnnca abandona á sus

criaturas.

v

Ambas permanecieron en silencio algunos instan­tes, hasta que Sofía preguntó:

- Dígame, ¿y qué deberé hacer yo? - Esa es cosa muy sencilla. U. irá sola ó con-

mIgo ... - Preferiría ir con U. - Está bien, iremos juntas. Así que entremos á.

la casa nos conducirán al gabinete; la dejaré mientras la espero en otl'a pieza y U. se desnuda ...

- ¡Desnudarme yo! ¿Y para qué? - esclamó Sofía asustada.

- Vaya, que es U. muy niña! - replicó doña Inocencia - ¿Cómo supone que van á tomarla por modelo de V énus sin sacarle la ropa?

DE IlUPOS AIRas 47

_ ¡Pero leño",! - agregó Sofía ponién~ose colo­rada hasta las orejas.

_ Nada, no sea cobarde: un poco de resolucion le bastará.

- Es que ... yo no me atl-evería ... - Calle U.; todo requiere valor. iQué perderá

U. por es01 Todo será obra de un momenro: los cinco mil pesos vendrán á sllcarll\ de Ilpurill08 y no tendrá que estarse matando sobre esos ponchos de bayeta.

- Sin embargo ... - Acepte y déjese de niñeríall. La fortuna se le

entra por la puerta, no la rechace. - Yo aceptaría, pero con una condiciono -Dígala. -Que U. no me abandonara mientras yoestu-

viera ... en el gabinete y que nadie más que U. me viera apí...- dijo Sofia ruborizándose.

- ¡Pues está bonito! - esclamó doña Inocencia­Es U. muy cándida. iNo le he dicho que el objeto del pintor es verla para copiar sus formas? Despues de eso, icómo supone que habían de pagarle cinco mil pesOll, sin exijírsele un pequeño esfuerzo? Vamos, que tiene U. unas COS8S •••

- Yo jamás admitiré que un hombre ... -Eso es, escrúpulos. iNo será peol· que U. se

muera tí.iea cosiendo ponchos? -No tendría valor, señora, me faltarían las

fuerzas.

48 1.08 SU·BTERRÁNEOS

- Vaya, niña, qne nadie se muere de miedo en es­tos tiempo3. Acepte y déjese de aspavientos infun­dados.

- Decididamente, no acepto, - profirió enérgica­mente Sofía.

- U. pierde más que yo, y en verdad lo siento. - Yo no me atrevería, - repitió Silfía dando á su

rostro cierta gravedad que desconcertó completamente á la vieja; pero esta agregó:

- iSerá posible qu.:: U. pierda esta ocasion de gªuar tanto dinero?

- Si ha de ser }nr ese medio, decididamente, no acepto, - volvió á decir Sofía.

- Pero me dirá cuales SOIl los motivos para negarse con tanta oLstinacion; porque francamente, yo no veo ..•

- Me mataría la vergüenza, señora. - Haga U. á un larlo ese falso sentimiento. - Imposible. Me mmiría de vergüenza. No, no,

señora; prefidro trabajar noche y dia, antes de pel'mi­tir semr~jante cosa.

-¡Ah! U. no sabe lo q\J.e es el trabajo, por eso se espresa así. Ya llegará el momento en que se arre­pienta. Cuando eile mismo trabajo le falte; cuando tenga necesida,les que el jornal de uua mujer no es bastante á satisfacer, entonces se aCOl"dará de 10 que

" desdeña ahora. D.jsgraciadameute ya será tarde. - Dios no me abaudonará. - Pero la abaudouará el mundo.

DB BUBNOS AIRBg 49

- Yo debo esperar. _ Bien; haga U. 10 que quiera: su voluntad ante

todo. Yo he cumplido con una obra de caridad. Si no quiere aceptar no es culpa mía.

y se levantó prepárandose á marcharse. -iSe vá U.l-balbuceó Sofía. -Sí, me voy. Ya veo que no es posible guiarla á

U. por el buen camino. - ¿Volverá luego? - Vendré á acompañarla. AY U. no modificará

su tenacidad1-murmuró,doña Inocencia tratando de finjir una sonrisa.

- Respecto á eso •.• - Respecto á mi brillante propuesta y al bien

de U. - Creo que pensaré siempre lo mismo. - Bueno; veremos. Aun le doy un plazo: piénselo

con calma. Luego volveré: adio~, hija mía. La infame vieja salió mordiénd03e los lábios de

rabia. No había perdido la esperanza de realizar su plan atrayendo á la jóven incauta al camino que se proponía hacerla seguir, pero aquella negativa descon­certaba un tanto sus proyectos.

- ¡Ya veremos! - rujió al dirijirse á su casa -¡Ya veremos! ¡O á la miseria se le han de haber gastado las garras con que hace inclinar á estas cabecitas hin­chadas con un rubor estúpido, ó yo he de ser UDa

tonta!

..

v

Sofía se quedó pensando en la propuesta que se le había hecho, y no obstante su candidez, no consideraba una accion digna el proceder de acuerdo con aquellos consejos.

Así que se marchó )a visita, se levantó y pasó al interior de la casa.

Algunos momentos despues volvió ~ la sala. Miró hácia la silla donde quedaron los ponchos; no

estaban allí. Lanzó un grito de llolor, mirando á todos los rm­

eones de la habitacion. Los ponchos habían desaparecido. Doña Inocencia, vol viendo en seguida de ausen­

tarse á objeto de hacer una postrera tentativa, por­que no podía conformarse con )a derrota sufrida, vió desde la ventana que Sofía no estaba allí y que los ponchos habían quedado espuestos á que Jos robara cualquier mal intencionado que acertase á pasar en ese momento.

Un pensamiento rápido cruzó por su imajinacion. - Si le robo las costuras - pensó -la sitio por

hambre y la coloco en una situacion que la obligará á aceptar mi propuesta.

y con la lijereza de un ladron consumado, entró, cogió los ponchos y huyó sin que nadie la viese.

- ¡Ahora sí! - vociferó entl'ando á su casa y es-

DS BUENOS AIRSS 51

condiendo el robo inicuo·. - La tengo en ruis uñas y ..• mi propina está asegurada!

VI

La infeliz Sofía, conv\!ncida de .que los ponchos habian desaparecido, cayó en un estado de abatimien­to doloroso. Empezó á lIoral· á gritos, con ese senti_ miento intimo que ahoga el COl'azon cuando se ha perdido la última esperanza y en medio de un cáos de desventura vaga el alma sin encontrar un consue­lo, y todo es desolacion é infortunio.

La pérdida dtl aq uelIos ponchos era para ella el . suceso más aflijtlnte que pudiera venir á hundirla en una situacion desesperaute, Ptlrdia en ellos su traba­jo, el pan de la subsistencia y, lo que era peor, perdía un valor ajeno que nunca podria pagar con el men­guado trabajo de sus manos. Además, iba á quedar como una estafadora ó como una ladrona.

Esta idea la aterrorizaba y hubiese preftlrido morir y no haber sufrido aquella pérdida fatal.

~staba, pues, desesperada, y con razono Se sentó medio desfallecida. Con los codos apoya­

dos en las rodillas y el rostro sobre las mano!', el ca­bt:lIo en desórden, cayéndole por la espalda en ensor­tijadas guedejas; el pecho ajitadl) por los sollozos, temblando anonadada, y ro:leada pOl' la pobreza de su humilde habitacion, parecia el ángel del dolor 110-

rando su eterna angustia en medio de la orfandad y el olvido.

Así permaneció algunos momentos. De pronto se levantó, dirijióse á un rincon, donde

había UDa mesita de pino con UDa estampa de la Vírjen María, y postrándoBe de rodillas, esclamó :

- ¡Madre mia, no me desampares!

DE BIlBNOS AlRBS 53

CAPITULO VI

Al borde del abism.o

1

Llamá.base Don Ireneo Fernandez. Era nn hombre alto, elegante y bien parecido; de cuarenta años más 6 ménos, soltero é inmensamente rico. Este era el personaje que se había ,enamorado de Sofía, y el mismo que comisionara á dODa Inocencia con el objeto ya indicado.

A Sofía la había visto al pasar á visital' á doña Inocencia. Despues vo]vi6 á verla en ]a tienda de la caUePiedad, y fué iíl quien sali6 de fianza para que la dieran las costuras.

De cómo encontr6 á Sofía en la tienda, es muy fácil" esplicarlo. Perseguidor infatigable de muchachas incautas, se iba á las casas donde daban costuras y allí esperaba la oportunidad de echar sus redes á la que le caía en gracia. Tenía gran práctica en ]a elee­cion, y cuando comprendía que la pobreza ó la desva­lidez de una jóven le allanarían el camino de poseerla. enviaba á la señora Inocencia para que preparase los

54 LOS SUBTERRÁ.NEOS

acontecimieutos, haciéndoles una propuesta como la que hiciera á Sofía.

Este plan de ataque nunca fallaba. i Es tan terrible la miseria y tiene tantos atractivos

el dinero!

II

Alglll1 tiempo trascurrido, volvió doña Inocellcia á casa de la jóven, encontrándola triste y llorosa.

- ¡ Qué de~gracia! - esclamó f\l verla entrar. - i Qué ocurre? - dijo la vieja dando á su voz

un tono de pesadumbre que estaba muy lejos de sentir.

- ¡ Ay! de mí! ¡ Estoy perdida! - Pero, i qué ha sucedido? - ¡ Me han robado los ponchos! - i Qué dice U.? - ¡Lo que U. oye! - i Está lucida, entonces! - profirió la arpía go-

zando en su obra. - i Estoy perdida! - Indudablemente; la situacion es muy crítica, y

le será difícil salir de ella. - i De dónde voy á sacar dinero para pagar esas

. costuras! - i No le he ofrecido cinco mil pesos? - insinuó

la vieja tratando de traer la conversacion al terreno de sus pretensiones.

DE BUENOS AIRES 55

- ¡Ah! es cierto! - murmuró Sofía como si una esperanza acariciara su atribulado espíritu.

- Ya ve, pues, que no es imposible salir del apuro en que se encuentra. i Qué valdrán los ponchos? Dos­cientos cincuenta ó trescientos pesos cada uno, lo que quiere decir que los cuatro no representarán un valor mayor de mil doscientos. . .

- Una cosa así. - Bien : recibiendo U. la cantidad ofrecida, podrá

pagarles y además reservar un buen pico. - ¡Ah! señora ... siento tal repugnancia en acep-

tar... . - Venza U. ese falso temor. De lo contrario, i qué

será de U.1 Si no devuelve los ponchos ó no los abona, pasará por una ladrona, y lo más seguro es que la hagan poner presa.

- i Jesús de mi alma! - esclamó Sofía espantada ante aquel modo de razonar. '- Sí, - continuó la vieja comprendiendo que la

víctima perdía terreno á cada paso, - no tenga duda: la harán responsable del valor de los ponchos; y como no tiene dinero para responder á esa justísima exi­jerrcia, la apremiarán, la llevarán ante la autoridad y concluirán por pedir que la lleven á la cárcel.

-- ¡Qué hOl'l'or! - balbuceó la jóven temblando. - U. podrá decir que es inocente, que los ponchos

le han sido robados; pero esto nadie lo creerá. Todos verán en U. una mujerzuela sin vergüenza, y dirán que todas sus razones 80n una farsa. No teniendo

56 LOS SUBTERaÁNEOS

como probar su inocencia. la condenarán á que pague, y telldrá que pagar ó ser castigada.

Sofía estaba anolladada. Los argumentos que oía le trastornaban la cabeza, pues se basaban en verda-de's palpables. .

Doña Inocencia, con la certeza de que el triunfo ya no sería dudoso, continuólallzando sobre aquella des­graciada sus fl~chas emponzoñadas.

- Ya ve, pu~, si se.r¡Í. mejOl' que le acontezca se­mejallte cosa Ó que ~ salve aceptando mi oferta. Quiero que me diga tambien para qué necesitará .más valor y ménos repugnancia, si para pasar por todos esos vejámenes que hl esperan inemediablemente, ó para presentarse un momento delante de un señor que. es un cumplido cab~l1ell~ y que no le hará m~l al­guno.

IU

Sofía callaba, sin saber qué responder, pensan49 más bien aceptar la oferta para salvarse de aquella situacion angustiol!~ "

- Vaya, hija q:¡~<&,Tesponda de una vez, - dijo ~ vieja COII zalamería.

- Yo 110 sé qué hacer .•• - Acepte mi proposicion: no ,le queda otro ca~

mIDO.

Sofía hi~o un supremo esfuerzo, y como si tuvie~

DB BPENOS AIRBS 57

que arrancarse peday.08 del corazon para espresarse, murmuro:

- Está bien: acepto! - i Al cabo cayó en el camino de la razon! - dijo la

Yieja no pudiendo ocultar la alegría que la dominaba. - Se ha salvado U. Ahora ,prepárese, iremos ma .. ñana.

- Disponga U. ~ Eso sí, es ,~ecesario que deje de llorar; no Bería

.opor,tuno que se pre~asecon loe ojos enrojecidos. Podría creerse que la llevaba violentamente. Además, ya no b"y ~otiv08 pa,ra llorar.

- Ya no 'lloro, - dijo Sofía tratando en vano de CGllteoerlas lágrimas.

- Bueno, hija mía. Mañana temprano iremos á hl ClIIi8 del caballero que tanto se ha empeñado en que U. le sirva do modelo. Ahora me mal'cho para decirle que nos espere •

...... ¿ Me acompaña¡j U. esta noche 1 - Sí, á la or8Oiot:l volveré .

.................................................... ................. . Doña Inocencia 118 marchó con el corazon palpitante

de alegría, dirijiéndose á la (lasa de Don Ireneo, á. quien comunicó el resultado obtenido para que espe-rase la visita elel modelo. '

IV

A la hora indicada, volvió á presentarse doña Ino­cencia en casa de Sofía.

Iba á cumplir su palabra de acompañarla esa noche.

Despues de cambiar algunas palabras respecto de asuntos relacionados con los incidentes del día, llegó la hora de dormir, y ambas se fueron al lecho, acos­tándose doña Inocencia en el de Don Aniceto.

Una hora trascurrida, se oían en la habitacion los ronquidos de la vieja y los suspiros de la jóven, que no podía conciliar el sueño.

Pensaba en el paso que iba á dar el dia siguiente, y aquel pensamiento no la dejaba dormir.

Ya imajinaba que el caballero pudiera convertirse en un ángel protector de su orfandad, ya peusaba que sería un ente vulgar que la trataría con el derecho que le daría la paga que hacía para copiar sus formas.

Aquella noche pasó para la infeliz en medio del insomnio y la más cruel angustia.

Apénas amaneció abandonó el lecho. Serían las nueve de la mañana cuando doña Ino­

cencia le dijo: - Vamos, ya es hora. Sofía tembló como el condenado á muerte á quien

se le anuncia el instante de marchal' al patíbulo.

DS RUSNOS AIRES 59

Nada respondió, Fuése al dormitorio y se vistió con el único traje de salir á la calle que teuía.

- Vamos, - repitió la vieja. Ambas salieron, tomando la direccion de la casa de

Don Ireneo, situada en la calle de Artes. Solfa caminaba triste y pensativa. La vieja iba ale­

gre, revelando' en su rostro la complaééncia que sentía en el corazon.

Llegaron al punto de la cita. - Aquí es, - dijo doña Inocencia dando un golpe

recio en el llamador. Se presentó un sirviente haciéndolas pasar ade­

lante. - Esperen Uds. aquí, - les dijo indicándoles un

pequeño saloll, y marchóse. Sofía temblaba y mortal palidez cubría su rostro. - Se!ltémonos, - profirió doña Inocencia, y ambas

se sentaron. Luego, observando el estado de la jóven, agregó:

- i Qué tiene U.? i Por qué tiembla? Vamos, no esté asÍ. Es una vergüenza que una mujel' hecha y derecha, con tanto mundo como cualquiera, se haga la chiquita. Ea! basta de niñerías, y prepárese!

Sofía guardó silencio, pero al oír tales palabras, su rostro tan pálido, se puso rojo como una áscua.

En'ese momento se oyó'una voz en una pieza con­tígua, que decía:

- Hágala entrar, doña Inocencia. Esta se paró, tomó de un brazo á la jóven, y en

60 LOS SUBTERR.\NIIOB

seguida trató de hacerla pasar por una pequeña puerta.

Sofía dió dos pasos y esclamé con el acento de la desesperacion :

- i Jamás, jamás! y echó á correr en direccioná la salida. Doña Inocencia trató de contenerla, pero solamente

consiguió quedarse con el manto de la jóven en las manos.

Sofía tomó la calle, huyendo como UDa loca.

DR BuaNOS AIRBR 61

CAPITULO VII

En el subterráneo

1

Un mes había' trascurriJo para Don Alliceto, sepul­tado vivo en el subterráneo de la- casa misteriosa.

Los primeros días fueron de angustia y espanto para él.

- i Van á. matarme! - clamaba. - i Van á. ase­sinarme en este antrotenebrOBo! ¡Ay! de mí! malhaya el momento en que se me ocurrió penetrar en esta casa fatídica!

Poco á. poco fué calmándose. Viendo que el tiempo pasaba y no venía el instante

de su .muerte, llegó á.. creer que no le harían ningun daño.

Ya con la certeza de que su vida no corría peligro, fué SIl única preocupacion el recuerdo de su hija y de su casa. Entre tanto, se le trataba con algunas conside­raciones. Todos los días Be le presentaba el indivíduo que lo había bajado al subterráneo, llevándole abun-

62 ¡,OS SUBTERRÁNEOS

dant~ y buenos alimentos, cigarros y ropa cuando la necesitaba.

u

Un día recibió una visita que no esperaba: se le presentó el caballero Cosamala. Don Aniceto, al verlo, corrió lJácia él, y abrazándole las rodillas llori­queó:

- ¡Oh! mi señor, sálveme U. ! - Déjeme U., levántese y hablemos, - dijo el

caballero. - Ya escucho, esceleutísimo señor ... - Vengo á lIotificarle que U. está condenado á

prision perpétua en este subterráneo, á fin de que no se haga ilusiones y tl"ate de arreglar sus cosas con el mundo esterior.

- i Yo! - gritó Don Aniceto asustado. - Sí, señor. - i Y por qué? - Por inmiscuirse en lo que no le importa. - No comprendo ... - U. penetró á esta casa con la idea de sorprender

á sus habitantes, pues no podía tener otro objeto. - Es cierto, sí, señor, lo confieso ... - Para uespues salir á propalar cuanto hubiese

visto. - Hubiesa guardado secreto si no descubría ... - i Qué pensaba descubrir?

DE BUBNOS AIRES 63

- U na falsificacion de moneda. -¡Ah! - Sí, señor; eso me proponía. - i De manera que si hubiese existido la fal~ifica-

cíon U. nos delataba 1 • - Nó, señor .•.

III

Permanecieron callados breves instantes, hasta que Don Aniceto suplicó:

- ¡ Devuélvame mi libertad, señor! - Tendrá que esperarla hasta la eternidad. - ¡ Dios me valga! Esto es terrible. Yo sóy un sér

inofensivo. - Por eso se le castiga con prision solamente. Si

U. no fuese un pobre diablo, lo mataríamos. - i Qué horror! Pero, i. cuál h~ sido mi crímen? - Su curiosidad. Todo lo que ha visto en esta

casa debe ser un secreto absoluto. U. trató de descu­brirlo. Es su delito.

-"'- Señor, yo le juro no decir nada de lo que he visto ¡ yo le juro guardar el más profundo silencio en cambio de mi libertad.

- No saldrá jamás de aquí. - ¡ Será posible! - De lo que le acontece, U. no más tiene la

culpa. - Es verdad, más estoy al·l'epentido ..•

64 LOS SUIITBItRÁNBOS

- Nada vale Sil arrepentimiento. - ¡ Ay! de mí! i Y mi pobre hija? i qué será de

ella? - i Tiene U. una hija.? El caballero, que nunca se ocupaba de los vecinos,

no sabía si Don Anicato tenía ó nó familia. - ¡ Sí, señO!'; tengo una hija que es un ánjeI. ..

mi querida Sofía! Pronunció estas palabras dándoles el mayor senti­

miento. Tal vez, sabiéndose que tenía una hija í quien hacía falta, se le pusiera en libertad. Animado por esta esperanza, continu6 :

- TeQgo una hija que es un lucero, una flor vir­jinal. i Qué la habrá sucedido, qué la sucederá en mi ausencia? ¡Pobre mi Sofía! - Y empezó á jemir.

IV

El caballero no hizo caso de aquellas palabras y se marchó.

Don Aniceto continuó lamentándose. Se calmó y comenzó á pasearse por el recinto. De improviso se detuvo frente á la puerta y observ6,

viendo que la llave había cerrado en falso. Empujó y la salida quedó franca,

Un rayo de alegría brilló en sus ojos. Acto contínuo se lanzó al pasadizo subterráneo.

. N o veía: empezó á caminar á tientas, andando así lo ménos una hora.

DA IKIIINOS AIRBS 65

Por fin vió una luz pálida, como un débil reflejo, que á medida que avanzaba iba convirtiéndose en claridad cada vez mal pronunciada. Siguiendo en la misma direccion, se halló de improviso con una especie de gran albañal por donde podría pasar un hombre arrastrándose. Se aproximó, considerándose ya libre; más no era posible escapar; pues ]a salida estaba cerrada por una reja de gruesos barrotes de hierro.

Entonces se puso á examinar el sitio, alcanzando á ver el rio y ]os árboles de la ribel"c\.

Luego llegó á 8US oidos e] tañido de una campana, cuyo éco no le era desconocido.

- Esa es ]a campana del reloj de la Recoleta,­dijo. - Ha sonado muy cerca; debo encontrarme en ]a barranca de ...

N o pudo concluir la frase. Sintió unos pasos precipitados y dió vuelta espan­

tado. Era su guardian, que habiendo notado su fuga,

venia persiguiéndolo para apresarlo nuevameute. El prófugo fué conducido otra vez á su prision.

66 LOS SUnTERRÁNBOS

CAPITULO VIII

Esoenas lllisteriosas

1

Penetremos otra vez á la casa de la calle de Paragnay, donde se han exhibido algunos de los per­sonajes que juegan papel principal en estas verídicas cróJlicas.

Quince días despues de los acontecimientos relata­dos, hallábanse d~ntro de la prision ó especie de jaula que ya se conoce, Sil vio Gimenez, á quien sus vecinos llamaban Cosamala, y Susana, la j6ven al parecor prisionera.

Silvio estaba triste y pensativo. La jóven 10 interrogó: - iQué tienes 1 iPor qué estás asH - Nada, ángel mío .... _ y sin embargo te Iloto pesaroso. - Estoy como siempre. _ Nó, tú tienes algo,- dijo la jóven y se arrojó

en brazos del caballero. _ Déjame, retírdte - esc1amó él, y agarrándola

por una mano la obligó á separarse.

DE BUENOS AIRES

- ¡Ah! me rechazas .... Yo no estaba equivocada al pensar,que algo teallije. Ptlro iqué te he hecho yo?

Y se lanzó por seg unda vez en brazos del caba-llero. Este la rechazó con violencia, esclamando:

- ¡Maldito destino! Ella se marcM. En ese momento, corriendo agazapado, ocultán­

dose en los troncos de los árboles da la quinta, se di­rijió un hombre hácia la reja, y escondiéndose detrás del follaje de unas plantas, se puso á contemplar de cerca al caballero.

Era el negro monstruoso que vió D. Aniceto al sa­lir de la casa misteriosa la primera vez que la visitó.

D

Silvio permaneció demostrando en el rostro los efectos de una dolorosa lucha interior.

De improviso esclamó: - Mejor sería morir. ¡Ptlro morir como un ré­

probo, maldiciendo hasta el instante en que ví la luz primera! ¡Fabllidad, tú fuiste mi patrimonio y me acompañarás hasia la tumba! Pobl'e Susana, Hor di­vina cuyo aroma me envenena, iqué será de tí cuando la realidad te descubra el horrible secreto de mi vida? ¡Oh! sÍ, mejor será morir, mas me aterra la idea de terminar aSÍ, maldiciendo desesperado .... mo­rir como un perro hidrófobo!

68 LOS SUBTERRiNEOS

E'inclin6 la cabeza abatido. Luegc>, irguiéndose, mUl'IDuró: ~ ¡Oh! qué idea! ¡M.,rir yo solo .... nó, n6! La

matare y volaremos jllutQS á las rejiones en donde al espíritu no alcance el mefítico lodo de la tierra. Pero, matarla .... Destrozar la obm divina de su be­lleza .••. ¡Oh! esto talO bien es horrible!

El negro seguía mirándolo desde Sl1 escondite, gozándostl al verlo sufr'ir y espresarse en aquellos tér­minos que denotaban profuuda desesperacion.

En seguida repitió: - ¡Pobre mi Susana, tan pura, tan inocente! ¡N6,

vive, tú tal vez podrás ser feliz!- y volvió á inclinar cabella lanzando un leve jemido.

111

En el corazon de aquel hombre sin duda existía un secreto terrible.

La exacel'bacion que había sufrido filé estinguién­dose á medida que parecía reflexionar, recobrando por fin su serenidad habitual.

Entónces salió el negro de su escondite y dirijién­dole la palab"a dijo:

- Niño blanco; uiño Silvio: aquí está el esclavo Chimpá. ¿Te acuerdas de la niña Estela?

El caballero miró con espanto aquella aparicion y gritó:

D& BUBNOS AIRES 69

- Maldito seas, demonio que me pemgu6S. ¡C6mo has entrado IÍ este recinto!

El negro soltó una carcajada irónica y respondi6: - El diablo me abre la puerta, amito blaneo. - ¡Huye de mi presencia! -Ja! ja! ja! -Huye ... ! - No me dá la ganso - Voy á ordenar que te maten. - El diablo me acompaña y me defenderá. - Si, él debe ayudarte, si no eres él en persona,-

dijo el caballero con abatimiento. - ¡Ya te has olvidado de la amita Estela! - ¡Por Dios, déjame en paz! -iTe acuerdas de esto! - y el negro le mostró un

objeto pequeño que sacó del bolsillo de Sil mugriento pantalon.

- ¡Por compasion ... vete! - Asi me gusta que me ruegues, cobarde ... Rué-

game otra vez y me iré. - Bien, si, yo te lo ruego ••• - Eres un miserable. --:"Piedad ... - ¡Ah! pides piedad para tí. ¡La tuviste ti cuan-

do te la pidieron, más merecida! ¡Cobarde infame! - Mátame ... ven y concluye conmigo! - iMatar~ Es necesario que vivas. ¡Sabes por

qB~ qui4p'O que OODBerve8 la vida! -.Si, pero me .pides UD imposible.

70 r.os SUBTBRRiNEOS

-.Entrégame á la amita Estela, y no te mortificaré más.

- Es imposible. - Tú la tienes. -Nó ... - Entrégl\mela y te perdono. -No puedo. -'iQue no puedes? - No, no es posible entregártela. -Mientes. -¡Murió! - Mientes, mientes. - Yo te juro ... - ¡Mientes, miserable! - ¡Oh! es necesario acabar de una vez! - gritó

Silvio, y echando mano al bolsillo sacó un rewolver, apuntando en actitud de hacer fuego.

IV

El negl'O, sin intimidarse, esc1amó riendo á carca-jadas:

- Acércate más para que no me yerres. Silvio avanzó dos pasos. - Todavía t'stas léjos ... vas á errar ... ! El caballero cc:.tiuuó avanzando hasta colocarse á

tres metros del negro. Este, entónces, levantando la mano á la altura del pecho se coloc6 sobre el COl'azon

DB BUBNOS AIRBS 71

el pequeño objeto que poco antes exhibiera, y dijo solemnemente :

- ¡Que te sirvan de blanco, y tu bala homicida los hiera primero á ellos antes de arrebatarme la vida!

Silvio no tuvo fuerzas para apretar el gatillo; lanzó un grito agudo y cayó dllsmayado.

El negro lo contempló unos instantes y huyó luego, riendo sarcásticamente y lanzando gritos salvajes.

7'2 LOS SUBTIIIRR.\NBOB

CAPITULO IX

En la calle y sin hogar

1

Sofia al huir de las casa de D. lreneo, continuó apresuradamente hasta llegar á la suya, encontrando en la puerta al casero.

Aquel, al verla, la dijo: - Vengo á cobrarle el alquiler. - Señor,-respondió ella-¡Si U. supiera por que

circunstancias tan tristes atravieso! - Pues, por eso, por que sé que la deuda corre

peligro de no ser cubierta, es que vengo á tomar mis medidas.

Sofia no supo qué contestar y soltó el llanto sin atreverse á entrar á su habitacion. El propietario que era uno de esos hombres crueles como hay tantos; uno de esos corazones de piedra que no se enternecen por la desgracia ajena, dijo al ver el llanto de la pobre jóven:

- ¡Con lloriqueos me va á pagar U! ¡Con sollozos hipócritas voy á ver pt:oducir el capital que tengo invertido en esta casa! Vaya, que se dá con unos in-

Da BUBNOS AIR.II:II 73

quilinos que mejor sería abandonar las propiedades á ]88 ratas, antes de alquilarlas. Pero ¡qué tengo yo que ver con U.1 ¡Dónde está su padre? ¡Ah! ya re­cuerdo. Me lo ha dicho una vecina. Se ha perdido ... ¡Y debiéndome dos meses! ¡No haberle dado un ta­bardillo antes de admitirlo!

u

Aqllel18iJ palabras despiadadas hirieron el alma de Bofia, y respondió: .

-Bien, señor, voy á pagarle. Tenga la bondad de pasar adelante.

- ¡Con qué va á pagarme! ~ Se llevará los muebles y ropas que aun me

quedan. - ¡Trapos y tablas! Con eso se va á un cam bala­

che, ó se hace fuego. Una vez adentro empezó á examinar los muebles

y despues de tocarlos y mirarlos prolijamente, dijo: - Está bueno; pero para que las COSltS se hagan en

órdeñ, sin quedarme yo con lo de nadie, voy á lla­mar un vecino _ para que procedamos á la tasaeioD. Al mismo tiempo traeré quien lleve los trevejos, por que U. Be irá ...

- Si, señor, repuso Bofia.

74 LOS SUBTERRÁNEOS

UI

El propietario salió y regreBÓ en seguida acompa­ñado de un changador y del almacenero de la esquina.

Sofía los miró con indiferencia y fué á pararse en un rillcon de la habitacion.

- E nptlcemos-dijo el propietario. - Empecemos-repitió el almacenero. - Etlcriba U.-agl·egó el primero entregando un

lapiz y un pliego de papel á su acompañante.-Es­criba y anote los precios que yo indique: U. me hará las observaciones que considere oportunas.

y comenzó á tomar cuenta empezando por la cama de Sofía.

- U na cama, en bastante mal estado, con dos col­chones de lana, dos almohadas, y una colcha remen­dada ... ciento sesenta y cinco pesos. ¡Les parece buen precio?

- Sí.-respondi6 el almacenero-pero rejistre ese armatoste DO vaya á llevarse con él una plaga de bi­chos que le infeste su casa.

- No, está limpia. -Adelante, entonces. El casero continúo el inventario: - U na mesa de pino; tiene la pintura muy desco­

lorida y le f"lta el cajon: veinticinco pesos. Seis sillas algo desvencijada~: quince pesos cada una. Un sillon, casi inservible: veinte pesos •••

DE BUENOS AIRES 75

y siguió enumerando hasta poner en la lista todos loa muebles, cuyo valol' no alcanzaba á. satisfacer la deuda,

El propietario loa hizo llevar, diciendo que perdo­naba la suma restante y Sofia fué puesta en la calle.

IV

No sabía qué hacer ni adónde dirijirse, cuando de improviso se le presentó doña Inocencia.

La reconvino, pero con cierta dulzura, por su huida reciente de la casa de D. Ireneo, y enterada de que ya no tenia hogar la propuso llevarla al suyo,

Sofia vacilaba, sin querer aceptar, temiendo llis acechanzas de la vieja, pero esta .se valió de tales al'gucias y tantos juramentos la hizo de no insistir en nada que no fuese de su absoluta voluntad, que al fin aceptó.

De cualquier modo, si no aceptaba, hubiera tenido que convertirse en una vagabunda, pues ya no tenía familia ni domicilio.

• ••

76 LOS SUBTBRI\ÁNKOS

CAPITULO X

Escenas abajo de tierra

I

Volvamos al subterráneo de la caea misteriosa. Allí está D. Aniceto sosteniendo una viva conver­

sacion con otras dOIl personas á quienes ya conoce el lector: doña In~cencia Gonzalez y PancJlita Gomez, la solterona que propalara la noticia, que ella misma inventó, respecto del gato negro que cantaba como gallo.

Hablaban uf: - ¿Qué culpa tengo yo de que las hayan encerrado

á Uds. aquH-decía D. Aniceto, -iY U. pregunta eso1-repuso doña Inocencia­

¡Ah! viejo, cara de santo retocado, U. es el único cul­pable de la infamia que se ha cometido conmigo y con Pan chita!

- Sí, sí,-murmuró la solterona- él solamente tiene la culpa de lo que nos acontece.

-¡Ay! Dios me ampare!-jimió el viejo. - ¡Sí, quéjese desde ahora, por que nosotras le

vamos á sacar los ojos!-vociferó doña Inocencia.

DB BUEN()!I AIRES ~ 77

-¡Ufl-esclamó el aludido.-Me van á salir siete aneurismas en la carotida y se me van á crear coeo-­drilos en el corazon, si no salgo pronto de aquí ... !

- ¡Lo que"se le va á 'crear á U.-gritó doña Ino­cencia-es una vía férrea que yo con mis uñas le voy á trazar en las narices!

- ¡Jesús me proteja! - Pídale socorro al diablo. -Señora .•• no blasfeme U.! - ¡Estoy que ardo! - Eso es-gritó la solterona-hágale U. un ferro-

carril y yo le colocaré los postes del telégrafo. - Yo voy á reventar de horror: estas mujeres me

quieren devorar!-esclamó asustado el viejo. - Todo eso y mucho mas merece-continuó la

señora Inocencia-por que por causa suya nos vemos aqui prisioneras. ¡Mire U., ocunírsele ponerle al otro en las espaldas ese maldito papel!

- ¡Ese malhadado pape1!-agrególa solterona. -¡,Y quién las mandó á Uds. que lo leyeran1-

replicó D. Aniceto. - ¡Para qué se lo" colocó U .!-gritaron las dos. D: Aniceto no respondió. Ambas mujeres permanecieron contemplándolo con

reconcentrada ira.

78 LOS SUBTERRÁ.NEOS

Il

Debemos una e~p1icacion al lector. . iCómo se hallaban allí doña Inocencia y la sol­

terona? D. Aniceto, que no dejaba descansar su imajina­

cion pensando en los medios de que podría valerse para salir del subterráneo, concibió un plan que si no le proporcionaría la libertad inmediatamente, serviría por lo menos, para que se tuvieran noticias de su cautiverio. Dicho plan conl'istía en colocar un papel escrito, en el cual manifestaría su situacion, sobre la espalda de Silvio cuando fuese á visitarlo. Conserva­ba su cartera y un lapiz con lo que le sería fácil rea­lizat· aquel proyecto.

Al efecto arrancó uua hoja y escribió lo siguiente: "Sepa quien esto leyese, que yo, Aniceto Martinez,

alcalde y empleado del banco de la Provincia, do­miciliado eu la calle de Paraguay, frente á la casa donde hay un gato negro que canta como gallo, me en­cuentro aprisionado en un subterráneo lóbrego y sin fin, y que, quien me aprisiona es el portadO!' de este papel. Por tanto, ruego en nombre de Dios y de la Vírgen del Cármell que el que sea enterado del de­lito de secnestro que conmigo se comete, dé cuenta á la autoridad para que se me preste el auxilio que necesito y se me devuelva mi libertad." .

Guardó el escrito cuidadosamente y esperó la oca-

DB JlUBNOS AIRBS 79

sion, que no se hizo eSpel'8r. El caballero fué á visi­tarlo y le coloro el papel, en un descuido, sujelán. Belo con un alfilel' en la espalda de la levita.

Poco despues Sil vio salía á la calle. Doña Inucencia y Panchita conversaban desde la

puerta de sus respectivos domicilios que el'an lin-deros. . .

Silvio pasó y doña Inocencia le vió el papel pega­do en la espalda. Conió hácia él y Be lo arrancó, é inmediatamente lo leyó comunicando su coutenidoá la solterona.

El caballero, qU<:l había sentido la accion, volvióse y la dijo:

- ¿Qué ha hecho m - ¡Ah! bribon! - vociferó doña Inocencia - iU.

había sido quien tiene secuetltrado á D. Anic~t()l

-¡Yo! -respondió sorpreudido el int~rrogado. - Sí. U., así lo dice en estl:t papel el pl'isiolll:tl'o. -¡Bien decía yo que este hombre no era cosa

buena!-pr/)fi.rió la solterona. - Ahora mismo vamos á dar parte á la autoridad,

...:.-. dijeroll ambas. . Sil vio, qne rodeabll su casa de misterio y ocultaba

la existencia de los subterráneos, por razones que tenía para proceder así, apreció la situacion en que se ha­llaba, á. causa del viejo audaz, y respondió, conr:i­biendo la idea de aprisionar tambien á las dos muje­rell:

- Señoras; es demás que Uds. tomen medidas vio-

80 LOS SUBTERRÁNEOS

lent!\s: vengan conmigo, ahora mismo, á mi casa, y les entregaré á ese señor que he detenido por una broma ...

Ed3.S, que tenían grandes deseos de ver lo que había en el interior de la- misteriosa morada no se hicieron rogar y lo siguieron.

Así que entraron, Silvió llamó á su carcelero y le ordelló qne las condujel'a al subterráneo.

Lucharon y gritaron pero en vano: diez minutos despues estaban en c""'pañía de D. Aniceto . ......... .......... ......... .................. .................. .

111

Continuemos la interrumpida escena. El atribulado viejo permanflció en silencio miran­

do la bóveda del recinto. SIIS compañeras dejaron de dirijirle reproches para

seguir hablando así: - En medio de esta desgracia, sO'lamente una

cosa me preocupa, - dijo Panchita - y es ... mi pu­dor! ~ A mí tambien: mi pudor está de duelo,- mur­

muró la comisionista de D. Ireneo. - ¿Quién podrá creer en la pureza de una niña

que ha estado encerrada en la cueva de unos ban­didos?

- Resignacion, hijita. Yo corro el mismo peligro.

Da BUENOS AIRES 81

-Todos sospecharán, cuando conozcan estos per­cances, que este viejo enclenque ...

- ¡Pl'Otesto! - se atrevió á decir don Aniceto-¡yo no soy enclenque! .

- Mi honestidad eAtá perdida - continuó la sol­terona - ¡quién me diría que desp~e~ de luchar y salil' victm'¡osa en la guerra implacable que hace el mundo á las doncellas, ..

- ¿Qué está U. diciend01- refunfuñó don Auiceto. - ¡Cállese Ta boca, viejo cara de fuelle! - gritó

doña Inocencia . . Pancmta siguió lamentándose: - ¿Quién me querrá tomar por esposa! ¡Quién se

atreverá á llevar á los altares á una vírjen, .. Don Auiceto soltó la carcajada. -l:;;i no se calla, - rugió doña Inocencia - voy

á Jibujarle un mapamundis en los mofletes. - ¿Quiere que lo rasguñemos! - propuso Pan­

chita. - ¡A la carga! ¡Matémoslo á uña! - aulló doña

Inocencia; - ¡Aguarden que haga un acto de contriccion y

rece el credo, si van á quitarme la vida, mujeres sin corllzon! -lloriqueó el sentenciado,

IV

Las dos mujeres, al verlo tan apocado, le tuvieron lástima y en vez de cumplir la amenaza le manifes-

6

82 LOS SU nTEURÁNEOS

taron que le perdonaban, pero á condicion de que no satirizara á ninguna de ellas.

- ¡Oh! seré uu muerto! - dijo él - ~o hablaré ni respirar'é. Veré en Uds. unos ángeles. Haré lo que me manden. ¡Me han dado un' susto ... !

- Está bueno - murmuraron ellas- quedando los tres en silencio.

Transcurridos .unos minutos, habló don Aniceto, tí­midamente:

- Señoras: si Uds. tienen valor pira realizar un proyecto de evasioll que acaba de cruzar por mi men-te, voy á manifestarlo. •

- Ihble - repitieroll ambas. - Mi proyecto es muy sencillo. Así que se pre-

sente nuestro carcelero, lo desnucan de un trancazo, y nos escabullimos.

- No me parece inaceptable el proyecto - dijo doña Inocencia - pero tropezará con algunas dificul­tades.

- ¿Le faltará valor? - No: pero como digo, veo varias dificultades que

me parecen insalvables. -Cítelas. - Primera: no podremos teller -á mano un buen

garrote. - ¿Y las patas de log cHtres en que dormimos?­

observó el viejo. - Tiene razon: no habia previsto. - A ver los otros im"onvenientes.

DE BUBNOS AIRBS 83

- Es uno que considero invencible. Aunque nos libreml)9 del guardian, no podl'emoe dar con la salida á 1" calle.

- Eso déjelo de mi cuenta. Si Uds. se compre­meten á dejar durmiendo veinte minutos al primero que venga á abrir la puerta, yo les t:e.spondo de lo demás,

y les comunicó la salida por la cueva de la zarza­mora que él conocía, pintándoles como cOsa fácil trepar por el pozo que servía de elltrada al subter­ráneo.

y no se equivocab:t el audaz vejete, tan medroso para ejecutar, como atrevido y listo para concebir. Salvándose el obstáculo de la puerta de la prision, sería cuestion de breve tiempo llegar á la salida por la boca del pozo; y cOllociéndose una vía libre pal'a 'escapar á la calle, como él la conocía, la libertad es­tribaba pues, en el gal'rotazo que se le diera al que viniese á correr los cerrojos del recinto.

El plan quedó aceptado despues de una breve dis­cusion.

v

Un ·cuarto de hora transcurrido, ap\"Oximándose el momento de la visita del carcelero, doña Inocencia y Panchita esgrimían, cada una, un grueso liston de pino, y tomaban sus posiciones estratéjicas colocán­dose á los costados de la puerta.

84 LOS SUBTERRÁNEOS

Don AniceLo tomó SUB medidas escondiéndose abajo de ·una cama.

De cuando en cuando sacaba la cabeza y decía á. BUS COlD pañeras:

- ¡Mucho ojo! ¡Traten de no errar el trancazo, por que sinó estamos perdidos!

y para sus adentros mUlmuraba: - De cualquier modo, yo me lavaré las manos •.•

si yen·an el golpe.

DE BUBNOS AIRBS 85

CAPITULO XI

Un ángel y un delllonio

1

El día llegaba á su término en medio de esa cal­ma que precede á las grandes tormentas estivales: un pelo arrojado al aire hubiese caído á plomo. _ Los árboles, abatido el ramaje y las hojas cubier­tas de polvo, yacían en misteriosa quietud: bandadas de gaviotas errantes cruzaban el espacio azul oscuro. El Plata, en calma, parecía un espejo incomnesurable· Las naves ancladas en la anchurosa rada habían cala­do las vergas presajiando los tripulantes la borrasca: un horizonte cubierto de negros nubarroues anuncia­ba la tempestad próxima á estallar con hórrida vio­lencia: Las golondrinas revoleteaban lanzando que­jumbrosos chirridos y mojando las tornasoladas plumas en la superficie cristalina. Sobre el apacible cesped de la ribera formabán escua:ll"Ones fantásticos los ánades y las garzas, y en~ el casco carcomido de algunos abandonados bajeles, que arrojaran las olas á la orilla, graznaban y aleteaban los cuervos.

86 LO! SUBTERRÁNEOS

Buenos Aires, la opulenta ciudad, desaparecía es­condida tras las barrancas del plateado rio. El cielo de nítida transparencia que la cubre cual dosel sin lí­mites, estaba oculto por densas nubes: fugaces relám­pagos cruzaban el espacio y el trueno lejano retumba­ba con cavernoso fragor.

Sobre las barrancas, junto á la Recületa, veíase un hombre de aspecto silliestro: sus ojos tenían algo del fuego eléctrico que serpenteaba en la. atmósfera, y su faz era negt'a y hort'orosa.

El:!te hombre, vestido de harapos, estaba sentado en ulla pared, especie de poyo que existía á la izquierda del asilo de mendigos, donde ahora se levanta la cas­cada de la gruta, y miraba el cu~dro que la natura­leza presentaba, con cierta alegría feroz, como gozán­dose en el estrago que amenazaba producir la tem­pestad.

Era el negro que ya conoce el lector.

n

Despues de permanecer unos momentos contem­plando el rio, se levantó y dirijiendo los ojos hácia la ciudad, murmuró:

- ¡Pobre Chimpá! Tú áres el demonio desterrado· ¡Que mala es la genta blauca! iPor qué me persigue? ¡Ah! porque el negro leal busca su amita! i Y por qué no he de buscarla? ¡Era un ángel! Silvio la

DB DUDO! AIRES 87

tiene y no me la quiere dar ... Yo se la robaré. Si la amita Estela muri6, el pobre negro quiere recojer sus huesos para adorarlos siempre. Si está viva ..• Oh! si TÍviera, amita mi a, amita de mi alma!

Al pronunciar las últimas palabras aacó del bolsi­llo el objeto que mostrara á Silvio'y. lo contempló COII cariño.

ID

La noche se aproximaba aumentando COII las som­bras melancólicas del crepúsculo, la tristeza de la calma imponentc de la cercana lucha de los elementos.

El negi'O permauecía dirijiendo las miradas á la ciudad cuyos altos campanarios se dibujaban en el fondo ceniciento del horizonte.

Lleg6 la noche. Las campanas de la Recoleta tañeron el toque de oraciones. UII viento suave empe­zó á mover las hojas de los ombués gigantescos de la plazoleta del cementerio, y fué arreciando hasta con­vertirse en huracan. El trueno esta1l6 horrísono, los relámpagos cruzaron el éter, continuándose y su­cediéndose cual enjambre de serpientes de fuego que se disput..'\ran el dominio del espacio. Los seculares troncos de los ombúes crujieron al impulso bravío del vendaba!, y las olas del Plata momentos antes en cal­ma, se ajitaron en tumultuasas montañas de blancas crestas de espuma.

El horrible negro continuó estático contemplando

88 LOS SUBl'ERR.'NEOS

las alas furiosas qne de vez en cuando aparecían ó desaparecían á sn vista ocultas por la oscuridad de la noche ó alumbradas por la luz de los relámpagos.

- ¡Que grande es Dios! - esclamó de improviso­ese Dios qlle me hizo comprendel' la. amita Estela. El hace todas estas cosas.

y luego, soltando una carcajada que repitió el éco en las grietas de las barrancas, agregó:

- Sí, sí; Él ha hecho todo. Pero Él qUtl dá furia y calma al viento, color azul sereno y nubes negras como mi cara al cielo; ha dado al corazon de la gente blanca tormentas que nunca acaban y vientos que nunca dejan de rujir. '¡La gente blanca está maldita!

En seguida empezó á caminar despacio en direc­clon al cementerio. Pasó por delante de la gi'an portada y continuó hasta llegar á la pequeña entrada por donde se introducían los cadáveres de los que morían en los hospitales. Dió un empujon á la puerta y penetró al tétrico recinto.

Siguió andando por las callejuelas y encrucijadas que formaban las hileras de sepulcros. El viento arreciaba. Los cipreses se doblegaban tocando el suelo con las ramas y las chapas de metal de las cmees de las sepulturas se chocaban contra las rejas producien­do ruidos fatídicos, en tanto qna las lechuzas y los murciélagos saludaban la venida del huésped lan­zando lúgubres gritos desde sus guaridas.

DB HUENOS AIRBS 89

IV

Se detuvo junto á una bóvedl! abandonada, situada al lado del paredon de la iglesia y sacando de un mechinal un pequeño farol lo encendió con una pa­juela. Levantó la piedra que cerraba' 'el sepulcl"O y penetró bajando por las escalas de los estantes en que descansan Jos féretros, llevando la luz en una mano y ayudándose de la otra para. ba.jar. Así descendió hasta el fondo,

La parte subterránea del pauteon tendría ocho me­tros de profundidad y una auchma de cinco por cos­tado, En los est.antes había varias cajas mortuol'ias, destrozadas unas por la accion del tiempo, enteras otras, pero todas conteniendo restos humanos, apoli­lladas corouas de siempre-viva, galones, cl'11ces y adornos de azabache. Eu el pavimcllto veíanse algu­nas calaveras y tibias desparramadas mezcladas con trozos de tabla. , El nt,lgro se sentó sobre u~ atau{l, puso el farol en el snelo y se quedó_ pensativo.

-'¡Ah! - esclamó de repente - Mis compañeras! - y levantándose colocó sobre el ataud dos calaveras.

Volvió á selltat:se y permaneció contemplándolas. - Bendito y alabado sea Dios - repitió, como si

hablara con aquellos despojos.- iQl1ién no te respeta y adora, st'ñor, al mirál' estos girones que dejan 1M criaturas en su paso por la tiena! Tú del polvo lat!

90 LOS SUBTERRÁNEOS

hiciste y en poh'o las conviertes. ¡Pobre negro Chim­pá, desespél'ate que tú mañana serás lo mismo que ellas! ¡Ay! si mi amita Estela será ahora tambien una pobre calavera!

y reclinando la cabeza sobre las palmas de las manos comenzó á sollozar.

- No! llorar no! - grit61evantándose-Yo debo vengarme y vengar á mi señora Estela. Los cobardes solamente lloran y yo sería capaz de luchar con un ejército de demonios. No ..• yo no debo llorar ..• me­jor será que m~ ría. ¿No ríe de mí todo el mundo cuando me llaman el negro loco~

y poltó una carcajada irónica, estridente, que repi­tió el éco en los arcos de la bóveda.

Tornó á quedar en actitud contemplativa. La débil luz del farol refl~jaba sus rayos ténues so­

bre el descarnado cráneo de las calaveras; y el ataud, interpuesto entre la luz y el mu\"O, destacaba su si­lueta sobre el húmedo pavimento.

La tempestad continuaba furiosa. Los silbidos del huracan y el estampido de los truenos retumbaban en el interior del sepulcro produciendo écos cavernosos que hubiesen causado espanto á cmllqlliera que no hubiera Elido el diabólico negro.

v

Las campanas de la Recoleta 'Volvieron á lanzar al aire sus tristes sonidos.

DB BUBROS AIRES 91

Era el toque de ammas .. -¡Las ánimas!-murmuró el negro,- Se me ol­

vidaba que yo soy cristiano y quizá estoy ofendiendo á estas pobres calaveras. Debo rezar para que Dios me perdone.

Se arrodilló y comenzó á orar. En aquel instante se oyó el estampiíJo de un trueno

que hizo temblar la tielTa. . Un ataud que estaba recostado á la pared, en un rincon, produjo un ruido que llamó la atencion del negro.

-Ahora que me he puesto á rezar, - dijo - pa­rece que el diablo viene á visitarme. - y se diriji6 hácia el sitio de donde había partido el ruido.

- A ver -- repitió haciendo á un lado el atAud -los muertos no se mueven y es dudoso que Satanás se ocupe en venil' á molestarme.

Ladeó el féretro y retrocedió sorprendido. - ¡Qué es est01-pl'ofiri6 - ¡Una cueva! y yo no

la habia descubierto. iQ·Iiéll la habrá hech01 He sido un estúpido ... no he registrado bien este sótano des-tinado á servirme Je habitacion. .

Efectivamente, al retirtu' el féretro había dejado descubierta la boca de una cueva por la qne podía pe­netrar un hombre.

El negro coji6 el farol y se puso á examinar el sitio. Vi6 que la cueva era profunda, descubriendo con

la mirada hasta·donde llegaban los rayos de la luz del farol.

92 LOS SUBTERRÁNEOS

-. ¿Qué será esto? - repiti6 - ¡Oh! la tormenta que me ha privado de salir esta noche, me ofrece un hallazgo que no esperaba. Chimpá sabrá lo que hay aquí.

y penetr6 resueltamente. Hallóse en una galería subterránea que telldría un

metro de ancho po l' uno y medio de altma. El techo era abovedado y rebocado y las paredes laterales de ladrillo sin reboque.

Comenzó á m archa l' pausadamente, alumbrando el camino COII el farol, cuya vela empezaba á chisporro­tear anunciando su postre¡'a luz. Un momento despnes se apagó y el negro sigui6 caminando á tientas en medio de la mas profunda oscuridad.

De repellte se detuvo. Había. oido UIl murmullo confuso parecido á una

voz humana. Continuó andando. El murmullo se hacía más perceptible á cada paso

que avanzaba. Era un éco quejumbroso que se asemejaba al arru­

llo de una tórt91a. - i Esa voz! - esclamó deteniéndose un instante.

y sigui6 andando hasta podel' oil' claramente qU,e el murmullo aquel em. la voz de una mujer que se la­mentaba.

- ¡Oh! Dios mio!-esclam6 el negro - Esa voz es la de ..• Pero no puedt:l ser, yo estoy soñando!

Dió dos pasos más y lanzó un gl"ito tremendo.

DE BUENOS AIRES 93

Habia caido en un pozo de balde construido den­tro delsubtelTáneo.

VI

El agua del pozo salvó al uegl'O de un inminente peligro. . .

Hizo violentos esfllerzOB y consiguió enderezarse. - ¡Maldicion! - gritó una vez que se hubo re­

puesto de la sorpresa que le causara la caída. Yo no habia pensado en este tropiezo ..•

En ese momento pudo escuchar cla¡'amente la voz que acababa de oir, llegando á sus oido,' estas palabras:

-¡Ay de 'mi! Luz de mi vida idollde estás? Todo acabó para mi... ¡Madre de los aHijidos, no me aban­dones: enviame, señora, un rayo de la luz eterna de tu escelsa misericordia!

- ¡Ella es; ella es! - gritó el negro. - iSí, es ella! - y comenzó á esforzarde para salir del abismo.

La voz continuó con melodioso acento: - Brisas que acariciaste los lirioil de Joricó, 88tu­

rad3S por el aliento divino de la madre del Redentor, veilÍd á reanimar la muerta Hor de la esperanza de una pobre dest.errada.

Calló la voz un momento y luego recitó estos vel'-80s de Santa Teresa :

Vivo sin vivir en mi; y tan alta vida espero, Que muero porque no muero.

94

LOS SUBTBRlt.\NEOS

Aquí esta divina union Del amor con que yo vivo Hace ti Dios Sel' mi cautivo y libre mi corazonj Mas causa en mi tal pasion, Ver á Dios mi prisionero, Que muero' porque no muero.

Solo con la confianza Vivo d .. quo he de morir Porque muriendo, el vivir, Me asegnra mi esperanza: Muerte do el vivir se alcanza, No te tardes que te espero, Que muero porqne no muero.

Sácame de aquesta muerte Mi Dios, y dame la vidaj No q¡e tengas impedida En este lazo tan fuerte: Mira que muero por verte y vivir sin ti no puedo Que muero porque no muero.

Cuando me gozo, Señor, Con esperanza de verte, Viendo que puedo perderte Se me dobla mi dolor: Viviendo en tanto pavor, y esperando como espero, Que muero porque no muero .

.Ah! que larga es esta vida, Que lIuros estos destierros, Esta cárcel y estos hierros

DE BUENOS AlltBll

En que el alma está metida; Solo esperar la salida Me causa nn dolor tan fiero Que muero porque no muero .

95

....... ................... ...... ...................... .

- ¡Oh! los versos que ella solia ens.e~arme!-escla­mó el negro - Ya no hay duda, es ella!

Cesó la voz repercutiendo en el subterrálleo como una dulce melodía. Aquellos acentos dolientes y tiernos resonaron en la galería, perdiéndose de éco. en éco cual las últimas Ilotas ue un cántico misterioso, sobrenatural.

- ¡Dios miscricordioso!-murmnró el negro-¡SáJ­vame, Señor; no permitas que perezca en este abismo en el momento más angustioso y más feliz de mi vi­da! ¡Permiteme, Dios poderoso, que pueda correr á socorrerla y despues que venga la muerte y concluya con mi existencia miserable!

y frenético, desesperado. empezó á clavar las uñas en IlIs paredes del pozo haciendo grandes esfuerzos

, para subir. Así cónsiguió trepM' hasta la mitad del abismo,

cua~do sintiendo que lo abandonaban las fuerza" gritó :

-No puedo más! y cayó en la prúfundidad sumul'giéndose en el

agua.

..~ ..

96 LOS SUBTERRÁNBOS

CAPITULO XII

Lucha in sensata

1

Con rnótivo del secllestl'O de doña Inocencia, Sofía quedó sola en la casa,

Espel'ó dos dias su regl'eso, y empezaba ya á temer alguna intriga, cuando una noche ;se le presentó mi persollaje que la llenó de temor,

Em D, lreneo que iba á visitar á la viej't COIl el objeto de ponerse de acuerdo para concertar el medio de lIeval' otra vez el modelo á su casa,

11

Al verla allí pensó que las cosa~ se habrían arre­glado de otro modo, pero fué desagradablemente sor­prendido al saber que la vieja había desaparecido y porque lo recibió Sofía con manifiesto desagrado,

Pero estaba sola allí la jóveu, poco menos que aban­donada, indefensa, casi á su disposicion, y estas cir-

DB BUENOS AIRES 97

cunstancias hiciéronle concebir rápidamente un pro­yecto diabólico: el de faltar á todas las consideracio­nes para satisfacer sus pretensiones infames. Mas an­tes de llegar á ese estremo creyó prudente ensayar los med.ios de la persuasion yel engaño, haciendo una convencional declarac-ion de am'or y los ofreci­mientos de sus riquezas.

Sofía lo rechazó con frialdad, pero él, enceguecido por la pasion, creyó que esos desdenes erañ una mera fórmula. Espíritu pervertido, corazon enviciado, no podía creer tampoco que una pobre mujer desva­lidil, huérfana y desamparada como aquella, resistiera á su amor y á sus brillantes proposiciones.

III

Desengañado, por fin, de que con aquellas arma!! nada conseguiría y más exace¡'bado por el desprecio que se le hacía, no pudo contenerse y adelantándose hácia la jóven hizo ademan de estrecharla entre SU8

brazos, Ella, atónita, pero sin perder su serenidad para de­

fender hasta el último instante su decoro, dió un paso atrás.

El avanzó en la misma actitud. - i Qué significa esto 1 i Qllé pretende U,?­

esclamó' Sofía, ya acosada por aquel homb¡'e Sin

alma. '7

LOS S\JBTERRÁNIi:O~

....:... ¡Oh! ¡Y U. me pregunta lo que pretendo! ¡..t\n­gel hermoso, preteudo gozar la inmensa dicha de tu amor!-dijo D. !reneo con palabras entrecortadas.

- Retírese ... modérese ... - ¡Moderarme! ••• y estoy ardiendo por tí! ¡Oh! mi

hermosa tirana, déjame beber el néctar divino qúe hay en tus lábios!

-¡Déjeme U.! ¡Respéteme! D. 1reneo avanzó más y ella huyó hácia uu rincon

de la pieza, agregando: -- ¡No se acerque á mi! -Perdiera la vida en mi aJan antes que dejarte

sin que se apague la bcd que me devora!-gritó frené­tico él y corrió al sitio donde se había refugiado la víctima.

- Retírese ... miserable! - balbuceó Sofíatemblo­rosa y agitada al ver los esfuerzos que hacía aquella fiera.

El solteron millonario rugió de ira como rugiría un tigl·e que encontrara impotentes _sus garras para des­trozar un corderillo, y rodeó con los brazos la cintura de Sofía.

Esta, perdida ya toda esperanza de salvacion y sintiendo que las fuerzas se le estinguían, c8c1amó con el acento de la desesperacion:

- ¡Jesús me valga! y haciendo un violento esfuerzo eecap6 de ]os

brazos del inícuo, yendo á pampetarse detrás de una mesa que estaba en un estremo de la habitacion con

DE HUESOS AlRKS

la lámpara que alumbraba la estancia y un juego de flOl1lroe.

v

D. Ireneo corrió "ciego de furor y cO"l1siguióestre­charla otra vez.

- ¡Infame, miserable! - gritaba Sofía haciendo inútiles esfuerzos para desaci!"se.

- ¡Insúltame, pero ... s~l'ás mia!

VI

y aquel hombre, que más tenía dI! chacal que de humano, la estr6llhó furioso.

Sofía, en un ímpetu de desl!speracion, agarró uno de los floreros que estaban sobre la mesa y lo arrojó sobre la faz de D. lreneo.

Este lanzó un alarido de rabia y de dolor y cayó al suelo. exánime, vertiendo un ChOl·ro de sangril por una herida que el golpe le había producido en la frente.

La jóven se quedó contemplándole espantada y jadeante.

VII

Al grito de D. Ireneo acudieroll varios vilcinos, en­contrándose (lon el herido que no daba señales de vida.

100 LOS SUBTBRRÁNEOS

Interrogada Sofía no negó el hecho. En seguida se presentó un vijilante preguntando lo

que ocurría. Uno de los curiosos que se habían reunido, res-

pondió: . -Una desgracia; esa pícara mujer ha herido á ese

caballero... . - ¡Es verdad: por defender mi honor y cuando ya

no era posible salvarme! ¡Pero estoy arrepentida!­tartamudeó Sofía, y empezó á llorar.

vn¡

El vijilante, viendo el estado en que se hallaba el herido, tocó llamada, viniendo en seguida otros de sus colegas y el oficial de servicio.

- Es necesario prestar auxilios á ese hombre, -dijo aquel- y á esta mujer llevarla presa.

U no de los vijilantes la cojió de un brazo y la sacó á la calle, dirijiéndose al departamento central de policía, porque entonces no se detenia á los presos en las comiS'drias.

IX

La noche estaba serena. La populosa Buenos Aires empezaba á presentar el aspecto Bolitario que reina en las calles en las alta!! horas de la noche. •

DE BUI!NOS AIRES 101

La luna se levantaba en el horizonte del Pla\¡¡, reflejando su melancólica luz en las baldosas de los campanarios y las cúpulas de las iglesias.

Sofía marchaba en silencio obedeciendo al vijilante las indicacionee que le hacía respecto de la direccion que había que seguir.

Al llegar frente de la iglesia de San Nicolás, la jóven tropezó en las piedras de la vereda y rodó por el suelo.

Ei vijilante la ayud6 á levantarse: la infeliz se ha­bía lastimado la cara.

Llorosa y ensangrentada alzó la vista hácia la alta cruz del templo y esclamó:

- ¡Dios mio: tú tambien caíste cuando te llevaban al Calvario. Ampárame, señor, en este trance dolo­roso!

FIN DE LA PRIMERA PARTE

SEGUNDA PA~TE

---.-.. - .

CAPITULO 1

Esplicacionee retrospectivaR

1

Retrocedamos quince años desde el día en que em­pieza esta verídica relacion, á fin de que Be entere el lector de los antecedentes de algunos de los personajes que han aparecido en la eHCena y presentarle otros cuya existencia está Íntimamente ligada á los aconte­cimientos.

'Il

Estela era uua jóven de diecisiete años, hija única de Don Lucio del Campo. respetable comerciante.

Tenia Estela toda la belleza física que puede satis­facer á una mujer, pero en cambio adolecía de un gran defecto: la coquetería exajel'ada. '

En la época en que In prelentamos. la cortejabaD

106 LOS SUBTERRÁNEOS

dos gahmes: Silvio Gimenez, su primo, á quien ya conocemos, y otro jóven, Hector Medina.

Ambos la visitaban disputándose su cariño, que ella mantcnía en reserva con iguales manifestaciones de aprecio exterior para los dos, pel"O á quien verdadera­mente amaba era á Silvio.

Em pero, Hector pretendía ser el preferido, sospe­chando que las atenciones que merecía su rival serían simples afectos del parentesco.

Pero la lucha por el bien amado existía entre ellos, aunque sin demostraciones evidentes, y se odiaban mortalmente disfrazando SIlS sentimientos con apa­riencias hipócritas.

Tal sitllacion hacíase cada vez más tirante y más se aumentaban las dudas y las esperanzas de los rivales con el refinado coquetismo de la jÓTen,que no les permitía descubrir el fondo de verdad que había en_ las manifestaciones de distincion que recibían.

y no era posible continuar así mucho tiempo. El rencor oculto de aquellos hombres forzosamente tenía que declararse de un momento á otro, enardecido pOlO la pasion. •

nI

Una noche, al salir ambos de la visita, Silvio no pudo contenerse más, y dijo á Hector:

- Caballero, yo creo que uno de los dos, U. Ó yo, viene á esta casa para hacer nn mal papel.

DE BUENOS AIRES 107

- i Lo cree U. así? - respondió Hector. - Sí, lo creo; y por eso me espreso así. - No entiendo ... - Digo que UIIO de 1011 dos debe retirarse de esta

casa. - Hombre, eso está en manoll- de U; .. - ¿ Qué quiere U. decir 1 - Que puede retirarse cuando guste. - ¡Caballero! - Será el mejor medio. - .Es que yo amo á mi prima. - Tambien la amo yo. - Ella me corresponde. - ¡Vaya! i Y U. cree que yo pueda dudar que

DO me corresponda tambien ? - profirió Hector iró­nicamente.

- No se esprese así U. otra vez, porque ..• - i Quién me lo impediría? -¡Yo! - ¿Sí? - ¡ Yo se lo impediré! - elclllmó Silvio' con

enojo .. - Creo que U. delira. - Parece que U. me invita ... - A lo que guste. - Luego ... - Será mas tarde, - t>rofirió Hector riendo. - U. es un insolente! - dijo Sil vio, y se marchó. Hector le contestó con UDa estrepitosa carcajada.

108 LOS SUBTBRIÚ.!I1W!

IV

Sil vio era reservado y grave. Rector, desvergonzado y audaz hasta el cinismo. A la noche siguiente volvieron los dos de visita,

como de costumbre, encontrándose en la reunion Cárlos Pondal, jóven apreciable, primü tambien de Estela, y por consiguiente de Silvio.

Nadie not6 en los antagonistas la mínima mu­danza.

Durante la visita, Estela estuvo más comunicativa y afable con Rector.

Sil vio compre~día que su ira estaba próxima á es­tallar.

Rector gozábase en aquel t.riunfo, mirando á su rival con aire de vencedor.

Sil vio se retiró colltrariado y mustio antes de ter­minar la tertuli!l. Cárlos, que había notado el enojo de su primo, se despidió junto con él.

Así que salieron, díjole á Silvio : - Mira, el amor de Estela te va á ca'lsar slgun

disgusto de consecuencias graves. - i Por qué? - Ya lo sabes y lo estás palpando: nuestra prima

es una coqueta veleidosa. - Pero, i qué quieres? i La amo tanto ! - Bueno sería que no te dejaras dominar flor esa

pasion.

DB IlUDOS AlRBS

- Es en vano pretender olvidarla: su amor es mi vida. -¡Y ella te ama? - Así me lo ha dicho. - Lo mismo habrá hecho con HectOl' ••• - No, á ese miserable 10 engaña. ' , - No te fíes ... Nuestra primita es muy coqueta. - Lo sé, por desgracia mia. - i Por qué no ¡'euuncias á su amor 1 , - Porque no puedo. - Haz un esfuerzo. - ¡Imposible! i La amaré siempre! - Es un capricho que te costará muchas desazones.

i No has visto como ha estado con Rector esta noche? - Si. - i Y aún persistes! - Y persistiré mientras viva. La amo con indeci-

ble cariño: si tuviera que pasar ulla noche sin verla, sería para mi el mayor tormento. Si fuera forzoso perderla ... Oh! no quiero pensar en eso!

- Eres un niño. - Seré lo que quieras, y todo 10 se¡'ía por su amor. - i Y si ella prefiere á Hector? - i Eeo no podrá suceder! - i. Y si así sucediera? - ¡ Que me despreciara por él? -Sí. - Enionces ... no habria que esperar nada bueno

de mí.

110 ).O~ SUBTERR.~NEOS

. - No digas locurlls ui pienses en diKparates. - ¡ Es que pensar en perderla!. .• - 'fe compadezco, chico; amal' de ese modo á una

coqnetuela es una gran desgracia.

v La lucha entre Silvia y Hector, disputándose aquel

amor, con\inuaba enardeciéndose. Silvia, enamorado y celoso. Hecto,·, impasible y perseverante. Esteh, jugando COIl sns corazones, impelida por ese

prurito tonto: vano, que ha hecho desgraciadas á tán­tas muje¡'cs y ha perdido á tantos hombres: el deseo de aceptar las distinciones de dos galanes á un mismo tiempo, para gezarse con los tOl"mentos y las esperan­zas de ambos.

VI

El padre de Estela citó á Silvió plra celebrar una conferencia reservada.

El jóven acudió, y el tío le habló así: - He llegado á comprender que tú amas á E8tel~. - Es verdad. - Supongo que ella tambien te quiere. - Así me lo ha hecho comprender. - Luego, si ella te quiere y tú la quieres, es nece-

sario resolver algo.

DE BUJENOS AIRES

- Por "ti parte acat:lré gustoso lo que U. resuelva, querido tío.

- Mi única aspiracion (;;s que Estela sea feliz. Tú eres bueno y honrado, yo ya estoy mlly viejo ... i Comprendes lo que quiero deci.,te 1

- Yo no sé .•• - tartamudeó Silvio, .sin embargo que comprendía perfectamente á donde quería llegar el anciano. -

- Puedes casarte con ella cuando quieras ... - Oh! tío querido, qué dichoso me hace U, con

esa promesa! - No hago nada más que cumplir con un deber,

- agreg6 Don Lucio, que era un hombre franco y noble.

VII

Tres meses despues de esta conversacion, Sil vio se casaba con Estela.

La derrota de Hectol' había sido terrible, y desde ese día solo se preocupó en vengarse de la fementida y de su. afortuuado rival. .

Conocía bien el carácter voluble de Estela, y peusó valerse de 6sa circunstancia, siquiera para amargar la felicidad de los cÓllylljes.

Estos elijieron para pasar la luna de miel ulla casa-quinta que Don Lucio les regaló como presente de boda, la misma que ya conocemos con el nombre de la casa misteriosa.

112

CAPITULO II

En que continúan los sucesos retrolilpecti­vos y se aclaran todos Illisterios

1

Un día que Silvio había salido á sus negocios, Hec­tor se presentó á Estela de improviso.

Sorprendida con la visita repentina é inesperada de su antíguo amante, permaneció estupefacta, 8in saber qué hacer ni qué decir.

- Seilora, - esclamó el audaz caballero al verla, - eutre personas que ha mediado )0 que entre U. y yo, no es posible aceptar un r0!Dpimiento eterno sin algunas esplicaciones.

- ¡Caballero! - respondió la jóven recobrando ]a calma, - yo no debo esplicaciones á nadie, y U. procede de un modo muy reprochable viniendo á pe­dírmelas.

- ¡Ah! i Lo cree así! - repuso él con tristeza; - U. piensa así, pero yo opino distintamente. i Cree U. que no tengo derecho á pedirle esplicacioDtls de su conducta 1

DE BURNOS All!.S~ 113

- Caballero ... repito ... - A U. le gusta mucho repetir .,. sÍ, repetir ciertas

palabras, - profirió el jóven con cinismo. - i Se acuerda de un tiempo no lejano, cuando solía re­petirme unas frases que repercutían en mis oídos como UD cántico melodioso? "Yo lo amo á U. con toda mi alma" i Cuántas y cuántas veces me ha repetido estas palabras !

- U. abusa ... - i Abusal', yo! ¡Y U. lo dice! - El pl"Oceder de U. no es digno de un caballero. - Así será, - esclamó Hector con ironía,- pero

no es la mujer fementida y traidora la que debe hacer tal observacion.

- El:lhí. U. ofendiendo á una débil mujel·. ~ No, yo á. nadie ofendo. Estoy diciendo la verdad

á una mujer ingl'f,ta que jugó con mi corallon y con mi alma.

II

Estela estaba anonadada. El atl'evimiento de IIquel hombre la doblegaba COIl

fuerza irresistible. Era tambien culpable. Las recriminaciones que escuchaba el'an justas. Hector continuó con cínica entereza: - Pero yo estoy hablando de cosas qne no

vienen al caso. Estoy reprobálldole su proceder, y mi 8

114 LOS SUBTERRÁNEOS

obj'eto al venÍ!' á esta casa no ha sido ese, Estela, el amanto viene á pedir á, la mujer casada 10 que no le era dado conceder á la coqueta, .. Estela, vengo á re­clamar un poco de su prometido amor ..•

- j Oh! que hombl'e tan infame! - esclamó la jóvelJ; y cubriéndose el rostro con las manos, empezó á 1I00'ar.

Hector avanzó hácia ella y pI'etendió estrecharla entre sus brazos.

En aquel instante entró Sil vio. - j Miserable! i Qué hace U. aquí! - gritó diri-

jienrlo terribles miradas al jóven. Este sonrió, respondiendo: - Consolar á esa mujer que lloraba. y sin dar tiempo á que se le interrogase nueva­

mente, se marchó á prisa.

In

Un rayo que hubiese caído á los piés de Sil vio no le habría cfIusado una impresion tan tremenda como la que sintió al presenciar aquella escena.

Ciego por la cólera, atelTorizado ante la idea de que aquella mujer, á quien amaba tanto, le fuese in­fiel, permaneció tembloroso, sintiendo un infierno de celos y de rabia dentro de su alma, vacilando entre correr detrás de aquel hombre y arrancarle la lengua ó estraugular á la aparente criminal que así manchaba

DE BUENOS AIRR8 115

su honra y correspondía á su sincero y santo amor de esposoo

Transcurridos UllOS instantes, tomó de un brazo á Estela pidiéndola esplicaciones de aquella escena en que todas las apariencias la condenabano

Ella, llorando á gritos y abloazálldolo frenética­mente. le juró que aquel hombre era un miserable, un bandido que la había asaltado en su hoga.!", sin duda con la idea infame de comprometerla, de enve­Dellar la felicidad de ambos; y tanto lloró y juró por su inocencia, ta~ sinceras fueron 8US lágrimas y sus protestas, que Silvio concluyó por calmarse y reco­brar la serenidad de su espírituo .

Pero una duda siniestloa quedó en BU corazono Estaba convencido que Estela había sido una j6vcn

honrada, sin más defecto que su coquetería de niña mimada y caprichosa, cuando estaba al lado de su pa­dre; no podía cr~r que fuese traidora, ui que pudiera enlodar su tálamo nupcial; no era creible que fuese tan infame, que fuese adúltera su esposa, la mujer á quien tanto quería; pero despuea de aqu ella' escena maldita, selltía su alma un vacío profuodo, un algo que él mismo no se esplicaba, pero quP. le atormen­taba cruelmenteo

y desde este momento, Silvio, tao cariñoso con su esposa, se tornó adusto y taciturno. . Ella lo reanimaba pidiéndole que recobraloa su ale­

gl'ía, que- tuviera el espíritu tranquilo. suplicándole que desechara de 1 imajinacaion las sombras que ve-

116 LOS SUBTERRÁNEOS

oÍan á turbarle la felicidad. Pero él permanecía siem­pre lo mismo. Sus dulces e~pallsiolJes de enamorado esposo, seguramente no volverían á renacer en su alma.

Estela, en cambio, se manifestaba más enamorada y tiel'Da, dedicándole todas sus atenciones y caricias, respirando el aire de la exi~tencia en el brillo de los ojos de su esposo, porque comprendía que empezaba ií. ser desgraciado por una causa infundada, aunque sospechosa en las apariencias, y porque ella era ino­cente y lo amaba con una pasion inestillguible que la 1111biel'a llevado hasta los mayores sacrificios para que él Illese feliz.

lV.

Hector, por su parte, quedó muy complacido del efecto que indudablemente tendría que producir la flecha emponzoñada que había clavado en el corazon de su antíguo rival, y 110 satisfecho con su inlloblc accion, pensaba en sorprender otra vez á Estela y contiuuar acechándola hasta comprometerla de un modo más evidente ó satisfacer su pasion desdeñada, si eran aceptadas sus pretensioGes.

Esta idea la acariciaba cou vehemencia, sin dete­nerse ante el espantoso abismo que preparaba á los infelices esposos, y á donde podía caer él tambien envuelto en su venganza terrible.

DE BUENOS AIRES 117

A fin de realizar su intento, vijilaba la casa es­piando el, instante oportuno, y por último, para ase­gurarse mejor del éxito, se asoció á nuestra conocida la señora Inocencia Gonzalez, ya entonces vecina del barrio, la cual, mediante jenerosas propinas y habiendo conseguido introducirse en la ca~a; lo servía activa­mente enterándolo de cuando elltl'aba Ó salía Sil vio y de cuanto oía ó veía en ella.

v

Así transcurrieron algunos días sin que se presen­tase una ocasioll favomble.

Entre tanto, Silvio continuaba pensativo y pesaroso, siendo ineficaces los esfuerzos de Estela para devol­verle la tranquilidad.

Pero ella no perdía la esperanza de tranquilizarlo completamente, fundándose en su inocencia yen su amor, que al fin desvanecerían laS sombras que envol­vían su conducta.

VI

La casualidad quiso que Silvia viera pasar por la calle, varias veces, á Hector, cuando éste I!e dirijía al domicilio de doña Inocencia á tomar datos respecto de sus- proyectos.

Era aquel más que suficiente motivo para que el

118 LOS SUBTERIÚNEOS

ofendido esposo sintiera estallar dentro de su corazon una tempestad de celos, de lluevas dudas y de te­mores.

La hcll'ida reciente, no cicatri.zada aún, volvía á verter sallgre

Prevenido y cauteloso, observó á su rival y vió que sus paseos por allí eran diarios y que entraba á la casa de doña Inocencia.

Esto aumentó su zozobra y ya no se preocupó sinó de llescubrir la verdad, de conveucerse fi - efectiva­mente su mujer era una infame, no obstante sus pro­testas, sus sinceracioues y su cariño ardientemente demostrado.

y desde ese instante, la terrible neurosis de los ce­los se apoderó dE: su sér.

VII

Fiojir un viaje es lo primero que ocurre en estoi\ caws á un marido celoso, yeso resolvió hacer Silvio, tomando todas las precauciones que consideró necesa­rias para descnbrir el cruel secreto.

y para DO aparecer sospechoso, demostró una ale­gría que estaba muy lejos de esperimentar, partici­pando á Estela que había resuelto ausentarse por un mes en" viaje de recreo á Montevideo.

Ella creyendo que aquel paseo contribuyera á de­volver la tranquilidad á su esposo, se manifestó "muy

DE BUENOS AmES 119

complacida, lo que atribuyó él al deseo de que la dejara sola, siquiera dllral!te ese tiempo, para entre­garse libremente en los brazos de su amante.

Pero el pensamiento de la deslealtad de Estela cruzaba rápido por su imajinacio~,. dando lugat· en seguida á la reflexion y á la idea de que efectiva­mente fuese inocente. Es decir, sentía la espantosa fiebre, la angustia de los celos dudosos, el martirio más atroz.

El hombre, cualldo ama y tiene celos de la mujer querida, y se justifican, mata, hiere, destroza, ó des­precia. Sil corazon se de¡:ahoga. Cuando Sil razoll vaga en la duda, alumbrada por relámpagos de incer­tidumbre, su ansiedad es más hOl'lible, porque no p~tede mitigar la. congoja del alma COIl el desden ó el castigo.

En este estaelo psicolójico se hallaba Silvio. Si hubiera tenido certeza de que Estela lo enga­

ñaba, seguramente su vengauza habría sido tre­menda.

VIII

Hedor fué enterado del viaje de Silvio y solamente esperaba que se verificase para pt·oceder.

Llegó el momento. En las primeras horas de la noche siguiente al día

de la partida de Sil vio, Hector penetró furtivamente

120 LOS SUBTBRRÁNEOS

al hogal' de aquel, encontrando á Estela recostada vestida, en eHecho.

Al verlo, la desgraciada mujer quedó muda de terror, pareciéndole que aquella aparicioll era Ulla evocacion del infierno y temiendo que de las paredes de la habitacion saliera la figura de Sil vio.

Hector se aproximó al lecho y empezó á acariciarla dirijiéndole frases amorosas.

Luego la eetrechó en sus brazos y la dió un beso en la frente.

Ella siutió que uu frío mortal le helaba el coraZOll, quiso levantarse, huir, pedil' auxilio, pero no pudo moverse, ni pronunciar una frase, ni exhalar un grito.

El pánico inmovilizaba su acciono

IX

Pasaron unos instantes. Hector, creyendo que el silencio de Estela era una

dulce aceptacion de sus impúdicas pretensiones, redo­bló sus cal'icias, pmnullciando palabras iucoherented llenas de frenético amOl'.

Estela, haciendo un supremo esfuerzo, abrió los brazos esclamando con leve acento:

- ¡Misericordia! En atiuel momento Sil vio, demudado, feroz, se paró

en la puerta, empuñando una pistola de doble tiro en

DE BUOOS AIRBS

]a mano derecha, y saltando como un tigre rabioBO sobl'e el que consideraba el ladron de su hOllra, de dos balazos descel'rajados á un tiempo, le destrozó el crá-neo, matándole instantáneamente. .

En seguida cojió á EsfR.la de] ca~Jlo y ]e arrancó los ojos.

x A la detonacion acudieron Cárlos, que C:itaLa en el

secreto de] finjido viaje de Sil vio, y un jóven negro que había sido criado junto con Estela.

Este, al presenciar aquel hOl'l'ible clla,11'0, trastOl'lla­do por el terror, recojió los ojos de su infortu nada se­ñora y echó á. vagar por las calles; el lector lo conoce: es eLpersonaje que hemos presentado con el nombre de Chimpá, el mismo que hacía temLlat' á Sil vio enseñándole un peqneño objeto, q'te no era otra cosa que aquellos ojOB anancados tau cruel y tan injusta­mente, y de los cuales apenas se conservaban unos restos ya medio estinguidos por la accion del tiempo.

XI

El cadávet' de Hector fué inhumado en los BuL. terráneos que se cOlllunicaban COIl la casa, y ullí fué encerrada la infeliz E~tela, condenada á perpétua prision ...................................................... ..

XII

N ueve meses despues del horrible drama, Estela daba á luz una niña.

Sil vio no vaciló en creer que fuese aquel el fl'Uto adulterino de su esposa, y para darse la satisfac­cion de una venganza de ultratumba, s{Jbre la memo­ria de Hecto .. , la. crió á fin de hacerla su amante cuando llegase á ser mujer; el lector tambien la cono­ce:" era Susana.

y por eso y para ocultarla del mundo la encerraba en ]a casa misteriosa.

La otra, Teresa, era una esposita que había sacado Sil vio de la inclusa para que la hiciera com­pañía.

XIII

Andando el tiempo, Silvio I1egó á dudar del orÍ­jan de Susana, así como de la criminalidad de Estela.

He aquí por qué se coumovía al recibir las caricias de la jóven: la idea de que fuese su hija le haCÍa temblar.

Por otm. parte, en ~l largo período de reclusion que llevaba Estela, la infortunada solo había dado pruebas de su inocencia, manifestando siempre una dulce resignacion y un cariño inestinguible por el esposo que á tan triste suerte la condenara.

DE RUDOR AIRES 123

XIV

El lugar donde Estela había pasado quince años de su vida, era una parw de la vasta l'ed de subta-­ráneos que existía entonces en esta ciudad. La rama principal 6 gran galería partía de la igle¡;ia de San Ignacio, to~ando en línea recta por la hoy calle le Alsina, hasta la de Buen Orden ó Arte<!; de este pun­to continuaba hasta la iglesia de San Nicolás y desJe allí á la Recoleta. Una ramificacioll uuía á San Igna­cio con los conventos de Santo Domingo y San Francisco.

De la iglesia de la Recoleta partía otm galel'ía en .direccion á donde se halla situado ahora el templo del Salvador.

Esta ramificacion eJ'1\ la que ponía en comunicacion á la casa misteriosa con el resto de los subterJ'áneos.

Otr8s vías coITían en distintos rumbos completando la red que formaba en ciertos lugares un verdadero laberinto.

El aucho de las galerías variaba de.;de uno á dos metros, teniendo todas una altura de dos y medio, con bóvedas ojivales y de medio pUllto,

En algunos sitios habían espacios determinado!!, especie de salones con suficiente comodidad como pa­ra alojarse en ellos una veinteua de persouas,

Respecto del oríjen de los subterráneos, la verdad

124 LOS SUBTBRRiNE08

se confunde en las narraciones tradicionales, con opi­niones diferentes. Dícese que fueron obra de los je­suítas, no faltando versiones que hacen suponer fue­l'3n construidos por los vireyes en los tiempos prime-1'03 de la conquista.

DB BUBNOS AIRBS 125

CAPITULO III

Don Aniceto y ChiInpá

1

Reanudemos la narracion desde ,el momento en que . dejamos al viejo alcalde debajo de la cama, y á sus compañeras de prision esgrimiendo cada una UD gar­rote para desnucar al carcelero.

Este se presentó á la hora de costum bre, y apenas se par6 en la puerta cuando dos certeros trancazos que las prisioneras le asestaron en la cabeza, lo hi­cieron rodar sin sentido sobre el pavimento.

Don Aniceto sali6 de su escondite, gritando: - ¡Yo protesto; es una infamia; es UD crímeu, yo

protesto en contra de esta acciou aleve! Se espresaba así porque creyó que las mujeres

hubiesen errado el golpe, pero viendo que el carcelero yacía en tierra con apariencias de estar muerto, agreg6:

-¡Bien, muy bien! ¡Se han portado Uds. como unas heroínas!

126 ¡,OS SURTERRÁ.liIEOS

- ¡Qué haremos ahora1- pregunt6 doña Ino­cencia,

- Escapar como lagaltijas, huir como ratas perse­guidas pOI' el fuego - respondió el alcalde, que sen­tía renacer todo el vigol' de sus fuerzas al pensar en la libertad,

- Gníellos U, - dijeron las mujeres. - Sí. pero es necesario tomar algunas precancio-

nes. Yo lIevat'é el farol y la 11Og'l, y marcharé ade_ lante.

y rccojiendo la Iintel"na del carcelerll y una Boga que estaba en un rillcon, díjoles :

.,.-~ ¡En marcha! Síganme Uds.

11

El viejo se interuó en el subterráneo seguidó de sus compañeras.

Continuarou andando hasta donde la galería se abría en dos direcciones.

Al llegar á ese punto D. Aniceto se detuvo y dijo: - Es necesario que procedamos con mucha cautela. - iQué hay que hacel? - profirió doña Inocencia. - Yo estoy medio mareado, y para no equivocar-

nos debemos tomar una medida previsora. - Esplíquese, - dijeron las mujeres. - Aquí, segun lo ven Uds., ell!ubterráneo se di-

vide en dos vías; una conduce hácia ell"Ío, ésta la he recorrido cuando traté de evadirme.

DB IIUBNOS AIRBS 127

- Saldremos por ella, -observaron ambas. - No se puede. La salida que dá al río está cel'-

rada pOI' una reja de hierro, que tal vez podríamos romper, pero perdiendo un tiempo precioso.

- iQué haremos ent6nces1 - Voy á declarar lo que pienso. Uds. me espera-

rán aquÍ mientras yo recorro el subterráneo para ver si acierto á dar con la boca del pozo. Si la encuentro, vuelvo corriendo á nevarla~ á Uds. para que llUyamos pronto.

- iY si no la encuentrn1- profirió Panchita. - Volveré, c1lalquiera sea el resultado. - iY por qué no vamos todos1- agragó la s;Jlte-

rOlla. - Porque Uds. no conocen el terreno como yo, y

así podré andar más lijero. - Está bueno, pero muévase, no pierda tiempo, -

esclamó doña Iuocencia. - Bien; volveré en seguida, - respondi6 el alcalde

internándose en el subterráneo.

111

Don Aniceto, al hacer aquella proposicioll, había pensado evadirse solo, dejando á las mujeres abando­nadas al azar, pues sin la compañía de ellas le sería más fácil salvar cualquier obstáculo que se presentase.

Listo como un chicuelo, se ech6 á correr por el subterráneo alumbrando el camino con la linterna.

128 LOS SUBTER RÁNEOS

Anduvo un largo rato Rin dar con la salida que buscaba.

Empezó á creer que habría errado el camino. De repente se halló con otra bifurcacion de la ga­

lería. - Por aquí debe ser, - esclamó, y siguió por el

lluevo camino q11e se le presentaba. Caminó unos minutos más. Comenzaba á sentirse fatigado, pero el deseo de

verse libre aumentaba sus fnerzas. De improviso se detnvo.

Había oído unos gritos. Púsose á escuchar con atencion, oyendo una voz

que decía:

- iDios me abandona! ¡Ya no hay esperanza para mí!

IV

Siguió marchando pausadamente en direccion al pUDto de donde partían los gritos.

-La voz continuó así: - ¡Morir aquí, tan cerca oe ella y BID poder sal-

varla! ¡Estoy maldito! Don Aniceto marchó máR pausadamente, observan­

do con suma cautela. De pronto se encontró al borde de un pozo pro­

fundo.

IIB BUIHIOB ÁIIIM 129

Retrocedió espantado, oyendo que deecre el fondo de aquel abismo se le decía :

- iSea quien fuese el.que anda por aquí, haga una obra de miset"icordi¡, y .salve á un desgraciado conde­nado á morir!

v

Aquella voz era la del negro Chimpá, que había visto desde el fondo del pozo donde cayera, la luz de la lintema de D. Aniceto.

Eete, aproximándose, preguntó: - ¡Quién está ahí? - i Yo. un pobre negro, un desgi"aCiado! - mur-

muró Chimpá con voz desfallecida. - ¡Cómo ha venido á dar á este sitio! - Yo se lo contaré si me salva. - Es que yo tambien ando buscando la salvacion. - Yo le daré á U. la libertad, enseñándole la ea-

lida de estas cuevas ..... . - ¡La conoce U.1 - Sí. señor. - Bien; yo voy á prestarle todos los auxilios que

estén á. mi alcance. Pero, ¡ no me hará ningun daño 1 - observó temerosamente el alcalde.

- Ninguno: al contrario, seré el esclavo de quien me favorezca en esta triste situacion.

- ¡No es U. de los adictos de Cosamala 1 - Quién es ese ... .1

130 . LOS SUBTEI\RÁNEOS

- El morador de la casa de la calle de Paraguay, donde hay una jaula muy grande y ....

- Ah! ya, ya! Pero qué tiene que ver .... - Es que estos subtelTáneos tienen una entrada

e 11 dicha casa. • - ¡Ya lo comprendo todo!-dijo el negro-No, se­

ñor; yo no pertenezco á los sirvientes de ese hombre, aunque en otro tiempo lo fuí. &y más bien su ene­migo. Si él me hubiera encontrado aquí, me habría dejado perecer.

- Siendo así,-respondió D. Aniceto,-voy á ver si puedo salvar á U.

Y desarrollando la soga que llevaba la arrojó al puzo,quedándose él cun uno de los estremos, para ayudarlo á subir.

A los breves instantes aquel salió del abismo, refi­riendo á D. Auiceto cómo ha bía caído y la certeza que teuía de que su ama Estela estaba encerrada muy cerca de allí, pues los lamentos que escuchara, no po­dían ser de otra persona que no fuese ella.

Efectivamente, las voces que oyó Chimpá, antes de

caer al pozo, eran las de la desgraciada Estela.

)Ir! BUIINOS AIRRS 131

CAPITULO IV

Angustias y alegrías

I

Don Aniceto indicó á Chimpá que se pusiera pronto en marcha para salir de los subterráneos, pero éste le pidió unos instautes para tratar de libertar tambien á Estela.

En seguida dieron con el recinto donde aquella se encontmba, al que pudieron penetrar des pues de hacer inauditos esfuerzos para violeutar la puerta 'lue lo cerraba.

La escena fné conmovedora ai encontrarse Chimpá ·()(m su señora, á la que hacía tantos años á que no veía.

La faz de Estela, pálida. con las cuencas vacías de sus ojos, pero conservando toda su belleza, aunque demacrada por la falta de lnz y eseasez de aire que se notaba· en aquellos lóbregos subterráueos, tenía algo de la palidez de esos Iírios mustios de blancura me­la;¡cólica que uacen eil el interior de los sepulcroR.

132 LO! SUBTERRÁNEOS

Despues de algunas esplicaciones, los tres persona­jes emprendieron la marcha, caminando adelante Don Aniceto y á corta distancia, detrás, Chimpá llevando á Estela.de la mano.

n

A propósito del sitio donde se hallaban, Don Ani- • ceto, á medida que caminaba, iba haciendo algunas apreciaciones que sus compañeros escuchaban con atencion.

- Estos subterráneos,-decía,-fueron construídos por los jesuítas, segun he oído decir, para comuni­carse ocultamente con los varios establecimientos que poseían en esta ciudad, y para que les sirvieran de asilo en catlo de que esperimentaran aquí las perse­cuciones que esa órden religiosa ha sufrido en todos los países donde ha pretendido radicarse. Segura­mente las galerías deben ser muy estellsas.

- He oido hablar de ellos, pero de una manera vaga,-murmuró EsteJa.

- Ahora, bien podemos certificar que existen, si es que llegamos á respirar el aire libre,-agregó el alcalde.

- ¡Y yo, Dios mío, que he vivido aquí tantos años sin saberlo!-jimió la ciega.

- Ya lo creo que deben ser estensos estos subterrá­ncos,~terció Chimpá,-comoque anduve por ellos lo méllos unas diez cuadras, desde la Recoleta hasta. el

DB BUIEMOS AlaB! 133

sitio donde caí en el pozo, y ahora me parece que va­mos por un camino distinto.

- i Qué dice! - pregunteS el alcalde alarmado. -¡Habremoit equivocado el rumbo de la salida que U. conoce?

- No se asuste, señor,-replic6 el negro;-hemos de salir de aquí, pero, indudablemente, no seguimos por el mismo camino que yo recorrí: aquel tenía la b6veda diferente.

- Así ha de ser,-obse"6 D. Aniceto mirando há­cia arriba.-Tambien veo que las galeríaS que yo he recorrido eran diferentes á la en que nos hallamos: la bóveda de aquellas era de medio punto y esta es oji­val.

- Eso mismo veo yo,-dijo Chimpá.

m

Don Aniceto se detuvo de improviso delante de unos ,estantes que aparecían socavados en el muro.

Chimpá se aproximó y ambos pudieron ver que am había un cofrecillo abierto que contenía varios objetos, eutre ellos algunos paquetes de velas estea­rinas, doslintemas, fósforos, un _envoltorio d_e pape­les, y una brújula.

- Esto podrá prestarnos un buen servicio, - dijo D. Aniceto, - particularmente las velas. Los pape­les quizás MS digan algo.

LOS SUBTIi:RR~NEOS

y examinándolos resultaron ser unos periódicOll y una cartulina del tamaño de un pliego de papel de oficio, que coutenía el hallazgo mas procioBO que podían haber hecho: un plano de los subterrá­neos, segun lo demostruban varias líneas y una ins­cripcion.

- La suerte nos favorece, - agregó D. Aniceto.­Con esta guía y la brújula, fácilmente daremos con la salida. - Y empezó á examinar las líneas, que Chimpá observaba con avidez.

Consultada la brújula y las dil't:cciolles de las lí­neas, recojieron algunas velas y fósforos, por si acaso llegaban á necesitarlos, emprendiendo la marcha.

IV

Ya casi con la Cel'tez:1 de que llegarían á uno de los puntos de salida que marcaba el plano, continua­ron andando, cuando de súbito retumbó en las gale­rías una voz estentórea que decía:

- i Deteneos, deteneos! - i Jesús nos valga! -. esclamó el alcalde asusta-

dísimo, y se detuvo t':!mblando. - No tenga ¡uiedo, señor, - replicó el negro,­

esa voz suena léjos todavía, .. - i Ay! nos van á matar á todos! - tartamudeó

el viejo. - Esa voz ha sonado muy cel'ca y ya no ten­dremos tiempo de escapar!

DII: IIUDlOS AIUB 135

_ Camine, señor, - replicó Chimpá, - aun no ha llegado el momento de detenernos.

Don Aniceto se reanim6 un tanto y siguió mar­chando.

v La voz repitió: - ¡ Deteneos ó sois muertos! - No daré un paso más; quiero morir como buen

cristiano, - jimió el alcalde. - Tenemos tiempo de huir: esa voz no está cerca­

na, - repitió Chimpá. - i Si está sonando en mis oídos! ••• - No, se equivoca. Marche, no pierda tiempo. Si

nos parece que la voz que nos ameuaza suena tan cero ca, es por efecto del subterráneo.

- i No daré un paso más! - repitió el viejo.­i No puedo mover las piernas!

VI

Se sintieron unos pasos precipitados y aquella voz que c:lamaba ya á corta distancia:

- i Deteneos, deteneos ! - Ahora sf - rugió Chimpá, - ya no podremos

huir sin luchar.

136 . LOS SUBTBRRÁNEOS

- ¡Luchar! - lloriqueó el atribulado alcarde.­i Yo estoy luchando ya COIl las ansias de la muerte.

Chimpá. guardó silencio; soltó la mano de Estela diciéndola que permaneciera sin moverse y dando al. gunos pasos en direccion contraria á la que Hevaban, se preparó al ataque.

vu

Aparcci6 un hombre que traía un31interna en una mano y una pistola en la otra.

Era Silvio. Preparando el arma, apuntó á C'himpá. Este, impávido, permaneció mirándole fijamente. Don Aniceto presenciaba lá escena mudo de horror

y temblando como un azogado. Estela, inmóvil, aproximada al muro, pareda una

estátU8. El momento era solemne. Aquel negro valeroso, esperando impasible la muer·

te, impertérrito ante el cañon del arma mortífera, como si su persona fuese invulnerable; el caballero, frenético, lanzando miradas de odio y de venganza; Estela, pálida y triste como la irná.jen del sufrimien­to; D. Aniceto, temblando anonadado por el pánico, y aquellos muros sombríos, alumbrados debi/menie, representaban un cuadro lúgubre y precursol· de un drama sangriento.

vm

Silvio avanzó un paso. Entonces el negro ech6 mano al bolsillo y sacó un

objeto que le enseiió: loa ojos de Estela. El caballero no tuvo fuerza para apretar el dispa­

rador de la pistola. - ¡Mira! - díjole Chimpá, - ¡ te acuerdas de

esto 1 - é indica ndo , Estela, Ilgregó: - i Conoces á esa mujer 1 i Descarga tu arma y mátame!

y soltó una carcajada sarcástica. Silvio perm.aneció estático. - ¡Ja! ja! ja!-repitió el negro.-mátame lo

mismo que mataste al hombre que suponías nmante de tu mujer. ArJ'áncame los ojos como se los arran­caste á esta desgraciada. ¡No te atreves! El'es un miserable!

- ¡Oh! rabia! i Oh! impoteucia! - murmuró Silvió,

El negro agregó: - Dios castiga á los infames. Tú fuiste asesino y

verdugo: martil'jzador de un ángel que el cielo había enviado á la tierra para hacel1e feliz,

Silvio cayó desvanecido. - Ya no tenemos que temer á nadie; marchemos,

. - dijo Chimpá.

138 LO~ 8UBTBRRÍJlBOS

IX

Don Alliceto, lleno de pavor, obedeció en silencio y empezó á caminar en la misma direccion que lle­vaban.

Despues de andar un cuarto de hora se detuvo di-ciendo:

- Aquí hay una puerta. - E" verdad, - respondió Chimpá. - y aquí termina la galería. - Así pal·ece. - i Qué haremos ahora? - Abl'il' esa puerta, si se puede, para vel' lo que

hay detrás de ella. La empujaron y se presentó una nueva galería,

pero más estrecha y baja. Para pasar por allí el'a necesario agacharse, - i Podrá caminar agachándose, amita? - dijo

Chimpá á Estela. - Sí, - reSpondió ésta. Don Aniceto siguió adelante. A poco andar encontraron otra puerta, Cedió á UD leve esfuerzo y la traspusieron. Halláronse en un l'ecinto espacioso, alumbrado ape-

nas pOI' la escasa luz que penetl'aba por una claraboya '1 en cuyas paredes se veían algunas inscripciones,

Habían llegado al panteon del convento de San Francisco.

11. BUBROS "'IRSS 139

x Chimpá y D. Aniceto observaban el sitio, cuando

una voz desapacible vino á llamarles la atencion. Un fraile que cstl'lba en un rillcon", los interrog6

asf: - i Qué buscan Uds.! - La libertad, señor - respondió Chimpá. - i Cómo han llegado Udas. á este lugar? - pre-

guntó el fraile. - Quel'emos salir á la calle, - repuso el negro. - Pido la palabra, - exclamó el alcalde dirijién-

dose al fraile. - Yo, señor, soy una alma del otl'O mundo: haeo algunos días que me he muel·to y ando penando.

El fraile se santiguó y D. Aniceto continuó: - Sí, señor, yo soy una alma en pena. Me he

JOuerto siu s:lber cómo, tal vez repentinamente, y todo lo que me acontece 80n cosas del purgatorio. i Acaso en la vida podría vel' yo todo lo que be visto? Sí, señol' padre; yo soy un difunto, ó mejor dicho, soy un espíritu que anda purgando sus delitos cometi­dos en la tierra.

- i Qué está diciendo 1 - murmuró Chimpá. - Digo que me be muerto en pecado mortal,-

siguió diciendo el viejo, - y el castigo que se me da en la otra vida, es andar vagando por tlubterráneus y estar preso en compañía de brujas. Yo 110 estoy equi-

ao r.os SUBTBI\I\ÁNBOS

vocado; me he muerto: todo esto que me pasa son cosas del otro mundo.

- Cállese, señor; U. está enfermo de miedo, -esclam6 Chimpá.

- i Enfermo yo 1 i No, estoy muerto! - Padre, tenga la bondad de hacernos salir á la

calle, - dijo Chimpá al fraile.

XI

U nos instantes despues respiraban el aire libre. Chimpá, llevando á Estela de la. mano, se diriji6 al

sud, pOI· la calle de Defensa. Don Aniceto ech ó á correr por la misma calle en

direccion á la plaza de Mayo, gritando como UD 100.0: - i Viva la libertad! Corría á brincos y haciendo gambetas, mirantJo á

menudo hácia atrás para cerciorarse de que no lo per­seguían.

DB WBIf08 ·.uRII! 141

OAPITULO V

Esposa y UladI'é

1

Chimpá sigui6 por la calle de Defensa llevando á BU señora de la mano, alojándose ambos en una fouda cercana.

Los primeros momentos flleron de espansioll y de nuevas esplicacioneB entre aquellos dos séres tan dis­tintos. pero que se amaban estrañablemente.

- Pero. - repetía Estela, - ¡ es verdad que he "ivido en un subterráneo 1

- Sí, señora; por lo menos en ese punto es donde la he hallado .

.-: Yo no me esplico cómo... • - Tampoco yo. - ¡Pobre de mí! - Consuélese, amita, que ahora siquiera es libre, y

, aunque no puede ver la luz del día, tiene á su pobre negro que la quiere y será siempre BU esclavo.

- i Y mi hija! i Mi pobre hija! - murmuro la ciega. I

142 LOS SUBTERRANEOS

- ¿ Ha tenido un hijo la :Imita? - Sí ; algun tiempo despues de cometer Silvio el

injusto delito que cometió en mi person:l, y de matar al inÍcuo Hector, yo dí á luz un:l niña, que crié hasta que me la arreb:ltal'OIl.

- ¡Ah! entonces esa niña debe ser una de dos jó­venes que Sil vio tielle en su casa.

- ¿ Tiene él dos niñas? - Sí, Y una ... ¡ nécio de mí ! Yo d~bí suponer que

era algo de U., amita. - iPor qué? - Es el retrato de U. - i Dios mío! i Si será el1:1 ! - Ha de serlo; no tengo duda: tiene la mIsma

cara del ama. - i Ah ! si fuese mi hija y yo pudier~ abrazarla J

oír su acento! - Si yo supiera que es la hija de U., lile la robaría

á Sil vio. - i Qué has dicho? - Que robaría la niña y se la traería á su madre. - ¿ Dices que se parece mucho á mí? - Sí, aillita; ver á esa niña es ver á U. cuando te-

nía quince años. - ¡Cielos! - Oh! cómo haría para adivinar yo! - ¿ Te comprometerías á traérmela, si yo te lo pi-

diera? - Sí, me comprometo á hacer cuanto mi ama me

DB BUBl!IOS A.IRES H3

pida; pero i cómo hacer para saber si es ella! - es­clam6 el negro con angustia.

- Voy á. decirte de qué modo podrás saber cual de las niñas es mi hija.

- Indiqueme ese medio, amita, y le juro que traeré á. la niña.

- Obligándole á Sil vio que te 10 diga. - Eso es difícil, es imposible! - i Lo C1'cesl - Sí, señora. Yo podría hacer todo con él, pero

obligarle lÍo dar tal declaracion creo que es imposible. - i Dios me ilumine! - murmuró la ciega.

n

El negro se quedó contemplando á. su ama con an-siedad.

Esta esc}am6 : - Sí, sí, ya recuerdo ... - Hable, amita loía. i El negro hará todo lo que

posible sea! - Oh! sí, yo recuerdo ... Cuando nació mi hija, oí

que decía una voz de mujer: - " i Qué cosa tan es­traordinaria! Esta niña tiene una mancha en la espalda que parece el dibujo de unos ojos humanos. " - Sí, lo recuerdo ... aquella voz debió ser la de la partera ó mujer que se trajo para ayudarme ... lo recuerdo per­fectamente!

144 L08 SUBTBRItÁ.N_

- Con ese dato y el parecido á. U. de la niña, no hay como equivocarse.

- Pero ... podrás tú ... - Yo podré todo; yo podré robar esa niña, y en-

tonces ... veremos si tiene la señal que ha recordado la amita.

- Oh! si esa niña se parece á mí tanto como dices y tiene ese lunar, no hay duda, será. mi hija, mi que­rida hija!

- Bien, señura; yo sacaré á la niñ'i del poder de Silvio y veremos si es ella.

- j Gmcias, amigo mío! - ¡ y aunque hubiera que matar ..• ! - No, no hables así: la persona de Silvio debe ser

sagrada para tí. - ¡Señora! ~ Respétale la existencia. - Es un criminal... un bandido. - Es mi esposo. - i Y la venganza, señora 1 i Se olvida' la ama

que por culpa de él no ve la luz del día 1 - Dios lo quiso así, y yo debo resignarme á Bufrir

su divina voluntad! - Señora; es necesario vengarse! - No, amigo mío; es necesario perdonar. - Mi ama ... ! - Sí,Juan Jo&é; -tal el'a el nombre lejítimo de

Chimpá, - es necesario perdonar, - repitió Estela. - Sil vio me condeno á un eterno martirio creyendo que yo era culpable.

DB BVJIIiIO!! AIRES 145

- i Y no se ha de castigar tan horrendo crímen ~ - Sí, mas yo me encargaré de ese castigo, - i Una pobre ciega, qué castigo podrá dar á quien

81'rebató la luz de sus ojos! .-~ Yo le castigaré si algun día puedo probarle que

soy inocente y ... que aun le amo! - m'urmuró la ciega cubriéndose el rostro ooD las manos.

-- Respetaré la voluntad de mi SeñOl"cl, pero yo hubieSe preferido matarlo.

- Oh! no digas eso! i Quiéu sabe! acaso es más desgraciado que yo ! Yo la perdono todo lo que sufro por él. Ah! e.i algnn día él supiera que BOy inocente, que fué, es y será mi único amor! Pobre Sil vio ! Si él hubiese sabido que yo era inocente, no me habría tratado con tanta crueldad: Yo lo perdono, yo lo per­dono!

UI

Chimpá calló escuchaÍldo con veneracion las pala­bras de Estela.

Aqaalla mujer el'a una santa. Su acento dulce y jeneroso hizo 01 vidar al negro

su sedd.e venganza, por un momento. - No le haré daño, - murmuró éste, -le respe­

taré, pero yo le mato cada vez que ... - i Qué mal le haces 1 . - Le muestro los ojos de mi amita y él tiembla y

pierde el sentido! 10

14fi LOS SUBTERRÁNEO~

- i Mis ojos! - dijo la ciega con horror. - Sí, señora; los ojos de mi desgraciada ama. - i Cómo has conservado tanto tiempo ese recuerdo

horrible? - Cuidándole como una reliquia sagrada. - No me hables de eso ... me siento mal! - Está bueno, - rujió el negro, - olvidaré mi

venganza! Pero, si acaso algun día ... - J úrame, -replicó Estela, - que siempre, en to-

da circunstancia, respetarás la vida de Sil vio. - Señora ..• ! - Júralo, Juan José! - Yo no sé si ... - J úrame que la persona del esposo de tu ama

te será sagradll! - Está bieh, lo juro! - dijo el negro refunfuñan­

do y mirando á su señora con respeto y enojo á la vez, como esos perros bravos que obedecen al affi'o demos­trando deseos de morder á quien se les obliga á res­petar. -

- Yo no le veré más, -murmuró ella, - pero le amaré siempre! Le amaré mientras mi COl'azon tenga un latido!

- i Ama mía! - gritó Chimpá arrojándose á los diés de Estela,-ama mía de mi alma, yo quisiera mo­rirme, yo quisiera matarme al verla tan desgraciada!

CAPITULO VI

Silvio y Chi:mpá"

1

Un día despues de haber pl"Ometido Chimpá á su ama que le llevaría á Susana, ee encaminó hácia la casa misteriosa y entrando por la cueva de la zarza­mora que él conocía se escondió en las plantas de madl'(!selva que ya en otl'a oeasion le habían servido de guarida,

Desde áUí observaba como el tigre que se dispone á caer sobre la presa,

El día estaba hel"lllosÍBimo, una brisa suave movía dulcernente las hojas de lu arboiedas de la quinta, Chimpá, ansioso, no retiraba la vista del enrejado en donde había visto la jóven que se proponía robar,

De pronto oyó una música dulce y melancólica, El"a la voz de un violin hábilmente tocado que so­

naba en el interior de las habitaciones, Permaneció· escuchando con profunda atencion

aquella música deliciosa,

¡,o@ SUBTEIlIl.lNEOS

Luego unióse á la voz del instrumento una voz humana.

Aquella~ dos voces, aCOlDpañadas á duo. producían una armunÍa arrobadora.

Chimpá escuchaba y observaba sin retirat· los ojos de la puerta del enrejado.

El canto y 11, música duraron algullos momentos y en seguida todo volvió á quedar en el más profun­do silencio.

JI

Chimpá sintió un sonido áspero que le llamó la atencion hácia otro punto.

Miró y vió á Sil vio que, al abrit· la puerta de hierro por donde acostumbraba entrar, había producido aquel ruído.

El caballero entró pausadamente y tomó asiento en uno de los sofaes que adornaban el recinto.

Estaba pálido y triste; sus ojos miraban con cierta vaguedad.

Permaneció sentado un momento y luego parándose se encaminó á la puerta que ponía en comunicacion el enrejado con el interior de las habitaciones.

-iUantas, Susana?-esclamó. El éco del violin y de la voz que le acompañaba

continu81·on haciéndose oir. Silvio repiti6 con mas fuerza: -iQue no me oyes, Susana mía1

DR RUnOS AIRES 149

La música y el cRnto cesaron, y una Vl'Z dulce y IiIOnOl"ll respondió desde el interior:

-Ah! ... no te había oído; allá voy! Silvio volvió á sentarse en el mismo sofá que ocu­

para unos momentos antes. Sm!ana apareci6 y, parándose en fa' puerta, mur-

muró: -¡Mi querido! -¡Ven, vida mia! La j6ven corrió hácia él y Be le sentó en el regazo.

m

- Estabas cantando, ánjel mío?-dijo al mismo tiempo que la estampaba un cariñoso beso sobre su frente pura.

-Sí,-esclam6 ella,-cantaba y tocaba el violín. -y Teresa, note acompañaba? -No, está triste. -'iQué tiene? -Dice que mientras no I18lga de aquí estará siem-

pre triste. -iEso dice? -Sí. -Ya llegará el día. -Yo tambien me entri.tezoo algunas veces cuando

veo á las marip0l181 volar librel por todas partes, y

150 LOS SUBTERRÁNEOS

pienso que yo tellgo que permanecer sin salir de este recinto.

-Ya sabes que el tiempo de hacer lo que tú quieras se aproxima.

-Sí, pero todavía falhm meses. -No desesperes; pronto se realizarán todos tus

deseos. -¿Pero por qué espel'l\r? ipor qué no hacer aho~a

lo que ha de hacerse mañana? -Porque debemos esperar. -¿Pero por qué? -Es Ull secreto. -¿Y pOlO qué no me lo comunÍcas? -Es imposible, por ahora. -Siempre oyendo de tus labios eBas palabras tris-

tes: ¡un secreto! ¡un imposible! Secreto es lo que no se puede ó no debe decirs::; iínposible es lo que 110 püede hacerse. ¿Me quicres tú dccit· que es lo que no puedes decirme. qué es lo que no puedes hac~r?

-Ese es mi secreto! -Oh! cómo me mortificas! "-esclamó la jóven COIl

tristeza. -Ten paciencia, vida mía, espera. -Es que yo siento dentro de mí algo qUe'me im-

pele; una fuerza interior que no me esplico, pero que ...

"-Espera, amiga mía, espera. -Esperar ... esperar! 'fú me has dicho que cnando

sea tu esposa me dejarás conocer eso que llamas mundo

DE BUKNOS AIRES 151

y que yo conozco por los libros que he leído y los detalles que tú¡me has dado. Me has dicho ~rn­biiln que, ser la espOSH de un hombre, es ser su amiga leal y sincera, su compañera. ¿Por qué hacerme esperar entónces para hacerme tu esposa!

Silvio no respondió y se aumentó 'so palidez, El l&gro Chimpá, desdo el escondite, lan~ó una •

eipecie de gruñido que no fué oído por el c'lballero ni por la jóven.

Esta continuó: -Te callas y no me respondes. Oh! mi querido,

no me hagas esperar. Y9 quiero que ahora mismo se realicen todol! los proyectos que aplazas !

-No, es imposil¡le por ahora. -Yo te lo ruego, yo te lo suplico!-llllll'muró.la

jóven con dulce y amante voz-hazme tu esposa y juntos salgamos á correr y á vagal' como las ruaripo­sas!-y le rodeó \Jon sus hermosos brazos el cuello apretando su seno virginal contra el pecho del ,caba­llero.

-Si, sí-repitió estr~chando más 108 brazos-sí. compláceme, yo te lo ruego por el amor que me tie­nes.

El cerró los ojos como si se hubiese quedado ador­mecido en un éstasis.

Ella continuó, levantando la faz: -:-¡Tanto como te amo, tanto como te quiero y hí

no quieres complacerme! -¡Dios mío! - murmuró Sil vio abriendo los ojos

152 LO" SUBTERR.b¡eos

y clavando una mirada triste en el rostro bellísimo de la jóven-Dios mío, qué lucha horrible ajita mi corazon! . -¿Qué di0es?

-Nada! nada! -Respóndeme á lo que te pregunto: compláceme,

yo te lo ruego!

IV

-Anje! mío! - murmuró el cabsllero - ¡Si supie­ras que desgraciado soy. si supieras que terrible fata­lidad me persigue!

-N o hables así; ya sabes que cualldo te espresas manifestándome tu dolor me haces padecer mucho.

-Bien, ángel querido, no te hablaré de miit penas. -Hablemos de nuestro amor. Pero autes respón-

dame: ¿por qué cuando te estrecho entre mis bra­zos, por qué cuando te beso y acaricio, te pones triste? ¡Te fastidia mi cariño? Ah! si tú supieras que inefa­ble placer siento yo ell cambio cnando te abrllzo y te beso! Dime por qué es esto; dime por qué razou yo gozo' mientras tú padeces. Ah! y tlime tambien qué fuego es el que ajita mi pecho cuando cstoy cerca de tí y que fuerza es la que lIle impele á estrecharte entre mis brazos sin saber yo lo que quiero. Dímelo, 'amigo mío, dímelo!

Su rostro estllba sonrosadu como las hojas de las margaritas silvestres y su seno se ajitaba á impulsos

DB BUBII091URBS 153

de su respiracion un tanto fatigosa y acelerada. Sus ojos grandes, rasgados y tiernos, brillaban oomo dos cal·bunelos: hondas ojeras violáceRa se dibujaban BObre su blanca tez y sus lábios trémulos parecían querer arrojar en un torrente de fuego las iuesplicables emociones que su corazon sentía. ..

-Ah!-esclameS retirando 108 brazos del cuello del caballero-tú no me amas, tú no me quieres!

-¡Que no te quiero, que no te amo! -Sí, tú no me amas. Si me amar88 me responde-

rías á lo que te pregunto. -y hien,-griteS Sil vio con una voz que tenía algo

del rujido del leon,-iquieres que te complazca? -Sí!-murmureS ella-Oh! 8f, yo te lo ruego! El se enderezd, y tomando de una manu á la j6-

ven, esclamó con acento tembloroso: -¡Ven! y se encamilJó hicia la puerta que conducía al

interior de IMI habitaciones, llevándola de la mano.

v

Chinpá, saliendo del escondite, esclamó: -Amo blanco, amo Sil vio, aquí está el negro que

viene á. visitarte y á pedirte, eu nombre de tu ellpos8 Estela, que me entregues esa niña.

-¡Sombra fatídica! iqué me quieres?-esclamó el caballero deteniéndOle.

154 LOS SUIITERRÁ..'iBOS

- Ya has oído lo que quiero-respondió el uegro flon desprecio.

- ¡Qué feo ... qué feo es ese!-murmuró Susana. - Sí, soy muy feo, pero tengo noble el corazon-

dijo el aludido. - ¡Qué me quieres!-replicó el caballero. - Ya te lo he dicho: vengo en busca de esa niña, - Calla, miserable! - Tú me la elltreglY.·ás. - ¡Yo te mataré! El negro soltó una de las carcajadas sarcásticas y

estrepitosas cou qne acostumbraba responder. La jóvell, al compl'eudel' que aquel sér grotesco

hablaba de ella, Fermaneeió absorta. -- Yo te rnatal'é aun á despecho del infierno!-

replicó Sil vio. - Tú eres Ull cobarde y no me har ás nada. - A dónde has llevado á Estela? - Está ell mi poder como ayer estaba en el tuyo,

con la diferencia que yo la protejo y rodeo de cuida­dos y tú la tenías soterrada.

- Miserable negro, te voy á arrancar la lengua ei no huyes pronto de aquí!

- Yo saldré de aquí con esa niña ó moriré. - Sí, vas á morir como un perro, si no te retira8

de mi presencia. - Allá veremos quien vellce. Mientras tauto .....

entrégame la hija Estela. - i Que te entregue la hija ... ! i quién te ha dicho ... ?

DE Bt;ENOB AIRES 15!J

- Eres un estúpido; yo estoy enterado de todo. Ama Estela me ha contado su historia dt."Bde que la enqerraste.

- i Huye de aquí, negro asqueroso! - Antes entrégame ella niña ... Tuhijll, porque tam-

bien lo es tuya. - i Qué has dicho 1 - Que me entregues tu hija ..• la hija de mi iufor-

tunada señora. - i Qué motivos tienes tú, víbora repugnante,

para decir que la hija de Estela es hija mía! - Tengo uno que tú jamás podráll desyallecer: la

inocencia de mi señOI·a. Pero basta: entrégame esa niña! ' .

- Oh! vas :i morir, negro vil; tú hus conseguido amedrentarme otras veces : ahora no lo conseguirás!

Dicho esto, auro una llave del bolsillo, abrió la puerta de la reja que daba al jardin, volvi6 á cerral· y se lanzó sobre el negro. E~te, á su turlJ<'l, se abalanz6 sobre el caballero.

Susana quedó estática contemplándolos.

VI

Empez6 entonces ulJa lucha titánica. :Ambos Be trenzaron como dos BCrpientes rabiosall. Silvio hacía esfuerzos ináuditos pasa lIhogm· al ne-

gro, que solamente se defendía.

156 LOS SUaTERRÁNEOS

Por unos momentos no se interrumpió el silencio de aquella escena más que por la respiracion fati­gosa de Jos combatientes.

- Agradece á mi ama que no te ahogue entre mis brazos - gt"Ítaba Chi!llP~ con voz cavernosa.

- Este es tu último momento, negro odioso!-ru­jía Silvio luchando frénetico.

- Oh! es necesario que pierdas el aliento por unos instantes, y si te mueres-que mi ama me perdone! -bramó Chimpá; y haciendo 'un violento esfuerzo dió en tierra con el caballero, y arrojándose sobre él, sin darle tiempo á levan(arse, le apretó la garganta con las mano!.'. .

- Silvio se ajitó convulsivamente unos momen­mentos y luego qued6 exánime.

- Creo que lo he muerto-murmur6 el negro en­derezándose.

En seguida registró los bolsillos del caballero y le sacó la llave con que acababa dt: abrir y cerra~" la puerta de la reja.

Se dirijió á la puerta, la abrió y penetró resuelta­mente.

- ¿Qué has hecho?~murmuró la jóven que DO se esplicaba lo que había visto.

- Nada-repuso el negro-nada. - iY por qué lo has dado contra el suelo? _ Para darte la libertad, niña, y llevarte á donde

está tu madre.

DE BUENOS AIRES 157

- ¡Mi madre! ¡Ttlngo yo una madl'e?-esclamó la jó,en.

- Sí, vamos... vamos! - iPel'O á donde me lIeval'Ú? _ A. ver el mundo ... á ver á tu madre que te espera. - Bien, te acómpañaré, pero cuandó Sil vio se le-

vante. Tú le has hecho mal... - Oh! estoy perdiendo el tiempo!-esclamó ChirD­

pá, y agarrándola por la cintul'8 tt·~tó de echarla al hombro.

VD

En ese instante se preselltó Teresa. - iQué es eso?-dijo al velO á Susana que hacía

esfuerzos por desasil'l'!e de los brazos del negro. Este esclamó: - Oh! cuál de las dos será! Debe ser esta ... sí,

veamos! y rasgando el vestido de Susana le examinó las

espaldas. - Esta e."!-murmUl·ó-tielle el lunal' de que me

habló mi ama. -Hecho y dicho esto, cargó á cuestas con la jóven y

salió corriendo eq direccion á la cueva de la zarza­mora.

Teresa permaneció un instante absorta y luego se lanzó detrás del negro que huía con su compañera de encierro.

l,,8 LOS SUBTERRÁNEOS

Chimpá pasó p:)r la Clleva y salió á la calle. T~t'e3a, siguiend() el mismo camiuo, salió despu6s. En ese momellto t'ecien se apel'cibió Chimpá que

lo saguía la otl'a jóven. -iQ,lÍeres venir tú con nosotros? -la insinuó. -iA dónde llevas á mi hermana? -preguutó ella. Susana, atóuita, no se daba cuenta de lo que le

sucedía. -Ahora,'marchemos-las dijo Chimpá, y caminó

á prisa nn direccion á la plaza de la Libertad,lIevando á Susana de una mano y seguido por Teresa.

En la esquina de Cerrito y Charcas, dobló con ti­n!l:mdo por la primera en direccion al centro de la ciudad.

Miró hácia atrás y vió que Teresa ya 110 les se­guía.

Chimt>á pensó en retroceder á buscarla, pero por no perder tiempo, continuó su -camino murmul'ando :

-Ya volvel'é y la hallaré. En cuanto á Sil vio, pronto volvió en sí, viendo

con pesar que las jóvenes habían.desaparecid?

~ .•. DE HUESOS AIRES 159

CAPITULO VII

Eva inocente

I

Teresa, que como su com :'1fiera Susana 110 ~onocía

el mundo; que había llegado á la edad de quince aAos sin conocer nada más que el reciuto en don~e estu­viera encerrada, vió, media cuadra .antes de llegar á la esquina por donde dobló Chimpá, una fábrica de carruajes y herrería, y admirada se detuvo á contem­plar los,objetos que nunca h¡\bía visto. . Cuando quiso continuar siguiendo á su compañerá ya 110 la vió y entónoes, 110 sabiendo qué rumbÓ to­mar, retrocedió.

Estaba completamente atolondrada y confundida. Sin saber lo que hacía, continuó caminando. Contemplaba las gentes y los objetos que encon-

traba á su paso, sin poder apreciar ni discernir lo que veta.

Tuvo miedo y empezó' caminar á gran prisa. Llegó á la plaza del Parque.

160 LOS SUU'rERRÁNEOS

En ese momento partía un tren de la estacion del ferro-carril del Odste.

Se quedó estática al vel'la locomotora, las colum­nas de va pO!' que alrojaba al aire y la larga cadena de wa.gones llenos de pasajel'o~ que arrastraba.

Creyó que lo que veía eran los fantasmas de un sueño.

El tren pasó, y cada vez más admil'ada y SOI'preU­dida, siguió camimmdo por la plaza.

Pasó la tarde recorriendo las callejuelas, mirando á todas partes, sin esplicarse nada de lo que miraba.

El mundo y cuanto la civilizacion ha inventado éranle cosas completamente desconocidas.

Las gentes que veía y los,diferentes trajes que ves­tían eJ'a~ tambien para ella objetos de admiracion.

II

Llegó la noche y eansada de tanto vagar se sentó en uno de los bancos de la plaza.

Algunas persouas, al pasar por doude estaba, mí-rábanla con atencion. .

Llegaron las altas hOl'as de la noche; no pudo re­sistir el sueño y acurrucándose abajo de un banco. se quedó dormida,

Estaba en la eJad en que se duerme con igual trauquilithd lo mismo en un lecho de plumas que al borde de un precipicio.

161

La claridad del ,lía y el movimiento de IlIs gentes "fue pasaban III despertaron.

Salió del sitio que había escojido para dormir y empezó á. c¡lminar sin saber qué rumbo seguir.

AHí anduvo las dos primeras horas de la mañana, Vagaba como si fuera un sér i.'racional. Por Sil cerebl"O no cruzaba una idea que la indi­

cara lo que debía hace ...

ILI

'1'eresa tl.1V<l lrrlmbrc y sed. Elltónc.~s pensó en la buena comida que se le ser­

.ía en su casa. y tendió una mimda á BU alrededor como preguntánrlose por qué la rodeaban y veí" co­SIIS que namaball tanto su alencioll. y no se presen­taba un pedaz,). de pan 111 alcance de su mano.

Tal dtjbió p.'cgul1t'lrse Adllll al encontrarse de imp,'ovi,;o cnll'e las arbole,las Jd l'draíso; mas allí hnbían frutas esqllisitas y seguramente algunos otros alim¡;nt03 que la leyenda Cl'istiana ha olvidado enu­merar, y habían tarnhien arroyos murmuradores y fuente:! cl'i~talinas; pero cn la plaza del Parque no había nada de e:!to, y la jóven lanzó un suspiro de anl:!iedad,

Siguió anrlandu pausadl' mente, Continuó así algunos minutos. mirando embobada

Jos artefactos y géncros de las casas de comercio. n

I,QS 8lJO ... ERRANEOS

De repente se detuvo. Había llegado al mercado del Plata. Miró los vistosos y esquisitos comestibles, las bri­

llantes y sazonadas f!"Utas que estaban en exhibicion en los puestos, y creyendo que aquello estuviese allí para satisfacer el hambl'e de quien la tuviese, pues que ella no teuía nociones del maldito tUllo y mío, se abalanzó sobre un ml)uton de doradas y rojas man­zanas y cojiendo dos le clavó el diente á uua con la mayor naturalidad.

El dueño del puesto, que presenció tan iníena ac­cion, lanzó un terrible grito de ira y'saltó el mostra­dor para arrebatarle las umnzanas. Ella, sil! sospechal' que había 'cometido un delito, se sentó en la vereda muy tranquilamente, comiendo con delicia la sabrosa fruta.

El dueño de las manzanas se puso á.gritar: - ¡Ladrona! ¡ladrona sin vergüenza, que á mi vista

me ha robado dos manzauas! Teresa contiuuó comiendo sin hacel' caso de aque­

llas palabras. A los gl'itos las gentes que pasaban empezaron á

detenerse formando grupos alrededor de la jóven. El dueño de las manzanas volvió á gritar: - Este es el mayOl' escándalo! ¡Me ha robado dos

manzanas y se las está comiendo en mi presencia! ¡Qué ladrona tan sin vergüenza!

IV

El público, ¡¡iempre Clú'ioso, había reimídoee en nú­mero de treinta ó cual'cnta personas ha~iendo círculo á Teresa.

Esta, al ver tantas personas de distintas edadeey condiciones y la admiracion con que la miraban. se echó á reir mientras devoraba las manzanas.

El puestel'o continuaba quejálldose del robo que se le había hecho.

- ¿Le ha robado á U. esas manz:mas?-preguutó una mal'itol'lles haciéndos~ la que se rnbOlizaba.

- Sí, señora, me las ha robado.

- ¡Qué escándalo, qué iuiquidad! - esclamó al oir aquella respuesta una beata que se había detenido á ver qué era lo que motivaba el alboroto.

- ¡Por qué 110 la atan y la llevan á la cál'cel? -decía algllien.

- Véanla á la impúdica y degradada, cómo come! -clamaban otros.

- ¡Mis manzanas! mis manzanas!-gritaba el pues-tel·O.

- ¡Y se ríe ... ! Oh! oh! ¿por qué 110 le ponen una mordaza?

v

'feres'l ac lbó de comerse las manzanas, )" sintielldo deseos de cOlller más se dil'ijió al mostrador y cogió otras lIos.

El puestero empezó á pedir socol'ro gl'it,alldo como un loco.

Todos los que rodeaban á la jóvell lanzaron 11113

esclamacion de horror. Ella se sentó otra vez en la vereda. - ¡Qué pícara! ¡qué escandalosa y pervertida!

¡átenla! - gritaron á un tiempo uueva!! voces. Mientras tanto el puestero gritaba y el alboroto y

las esc1amaciones aumentaban. Uno de los curiosos se acercó á Toresa y, S:lCll­

diénllola con fuel'~á lIe lo scabellos, esclali1ó: - Ah! bribona, desvergonzada! La jóven dejó cael' al suelo las mallzanas y em-

pezó á llorar diciendo: - ¡Tenía hambre! ... Varios esc1amaron: - iY por qué no te conchavas, bribona, para ga-

nar el pan sin robar1 - Déllle un puntapié! - ¡Tan jóven y ya tan impúdica! El puestero, que vió la aceptacion que había tenido

aquel proceller, aproximóse á la jóvell y dióle un fuerte tiron de las orejas.

DE BUBNOS AIIUIS 165

- ¿POI' qué me pegan, que daño he hecho y01-dijo la pobre muchacha mirando á todos los que la rodeaban.

- Es loca, - dijo un mequett'efe que formaba pal·te de la reullion;- se debe llamar la p,?l!cía para que la lleven á la Couvalescencia.

- Sí, sí; que la lleven!... - ¡No cstad rabiosa? -observó un boticario Je la

acera que había cOlTido á avel'iguar )0 que oC;lrríll. - Sí, debe de estar atacada de hidrofobía-mu 1'­

muraron algunas vooeP.

VI

Entre tanto Teresl\ sollozaba mirRndo CO.1 afllu á. 108 que la comtemplaban y sin esplicarse por qué la trataban con tanta dureza.

Hondo sentimiento laceraba su corazon, y miraba con :\Dsiedad todos los rostl'OS desconocidos que tenía á su alrededol' ,como si tl'atal'a de encontrar uno amigo.

De pronto se paro y fijálldose en un caballel'O que estaba más próximo á ella que los demás cil'cuus­tantes, esclamó lanzándose sobre él con los brazos abiertos en actitud de nbrazarlo:

- Yo lo querré mucho .... IIéveme. .. lléveme! Aquella aecion arrancó glitas y esclamaciones 11

todos los que la rodeaban.

166 , ....... ,-----~-----"',..-

- ¡Qué horror! - ¡Que la lleven á la cál'cel! - ¡Qué cormpcioD! - ¡Oh! qué impudicia! - ¡Lo ha mordido! - ¡Mátellla á pedradas! - ¡El cielo 1108 va á mandal' una epidemia si estOll

escándalos se repiten! El caballero sobra quiell habíase arrojado dióle un

fuerte empujon y la infeliz cayó de bruces sobre las piedras, pl"Oduciéndose varias heridas que empezaron á verter sangre.

Levantóse del suelo y atontada por el golpe y llo­rando á grit.os empezó á correr de un lado á otro encarándose á todos sin saber lo que hacía,

Entónoos el barullo y las esclamaciones se aumen­taron y, á propúSicion de algunos, se resolvió atarla y dar parte de lo que ocurría á la comisaría más pró­XIma.

Pero de improviso, UI1 indivíduo que tenía la cara negra como el carbon y fea como la de un dt!monio se abrió paso por entl'e las personas qlle rodeaban á lajóven.

Era Chimpá. que por casualidad la hallaba des pues de habel')¡l buscado toda la tnrtle del día anterior,

- Esta uiña mepertenece,-dijo; y t')mándola por un bruzo se marchó con ella •

....... ~ 'AI' ....... .----

M7.

CAPITULO VIII

FrayJ('lsús

1

Chimpá llevó á Susana á la posada dOlida se hospa­dába Estela, uua hora dElllpues de h"berla arrebatado del pode¡' de Silvio,

Escusamos la narracion de las escenas tiernaR que tuvieron lugar ent6nces.

POI' último Susana refirió la historia de su vida, relatando cuanto había visto en la casa misteriosa.

~<\.I día siguiente Chimpá llevó á Teresa, y la ciega en vez de una hija tuvo dos.

Así transcurrieron algunos días, sinó de felicidad pan,; aquellos aéres, por lo menos de dulce calmlt.

Las jóvenes poco á poco iban enterándose de lo que era el mundo: á" cada momento hacían pregun­tas inocentes.

Solamente calló Estela y no supo qné responder cuando le preguntaron por qué el'M ciega; pero salió de apuros diciendo que una enfermedad la había pri-vado de la vista. "

• 108 ¡.OS ¡¡UB'I·ERR ...... "_

n

Aquella tranquilidad duró poco. El posadero les preseutó la cuenta del hospedaje.

y no tenían dillero para pagarla. :fueron notificarlos que si no abollaban inmediata­

mente salieran de la casa. En estas circuustancias, E8tela pcmó en dil'ijir~e á

sus antiguas relaciones ó reclamar la hercllcia de su padre, que había muerto hacía algunos añol', pero de­sistió de tal idea para que no se descub¡'ienm los ter­riLles secretos de su triste historia.'

Entónces Chimpá resolvió buscal' trabajo, concha­vándose de peon de albañil, pero su jomal .no era suficiente para cubri¡' los gastos y el posadero les exi­jió terminantemente que pagaran ó desalojaran.

In

En tan aflijeute f'ituaciou cruzó un pensamientO' por la mente de la eiega: pensó en salir á mendigar y llamando á Chimpá á donde no la oyeran las jóve­DeB, le dijo.

- He hallado el medio de salvar esta situacion. - i Cómo, amita? - Saldré á pedir limosna. - iQué ha dicho el ama? ¡.Jamás, jamás!

DB DUE.'iOS A1R&~ lü9

- ¡Por qué no! - No, señoril, no! - jilDió el lleb'TO. - Pues estoy resuelta. - j Mi ama pid iendo limosna! ¡ Eso 11 u IIca ! - Sin embargo osí lerá. Yo iré á p~~ir una limosna

por Dios. ¿No soy uua pobre ciega! ¿No S01 uns desdichada que no tiene con qué pagar Sil alimento! Sí, iré á pedir una limosna: la caridad llcojerá be­nigua mis liúplicas.

- ¡No: ('SO no! ¡Mi ama pidicndo limosna! ¡Quiero morir antes que verla melldigalldo!

- Calla y nu me det:auimes. ¡ Por qué te esprooss así? i Es acaso la voz del orgullo quien te illspira~ Mírame,.. mírame, recuerda lo que fuí, y piensa á doude puede ir á parar la vanidad humana!

- Por eso, señol'a, yo 110 quiero que \'aya U. á pedir una miserable limosna. ¡Podría ver yo, sin mo­rirme de'pena, pidiend • ., una lilllosna á la ama que conúcí I'Íca y feliz! No! no, Feñora! Di::en que Dios escucha las quejas dtllos buellos; aUla mía, U. que es buen~I, que es una santa, ruéguele á Dios que mate al pobre negro antes de ver mendigando á su señora!

- Cálmate, amigo mío; ese Dic,s á quien invocas ha dado á mi corazoll el dulce bálsamo de la l"<-'8igna­cion, y él, que habrá tenido compasion de nuestra mi­seria, me dá valor para ÍL' á pedil' UDa limosna invo­cando su escelso nombre.

- Oh! por qué seré tan ue~gi"aciado que 110 pue(10 socorrer á mi señora! - ~Iamó Chimpá 1I00"audo.

IV

El diálogc fuá intenumpido por una voz dulce que decía eu la puerta de la habitacion :

- Hermanos, un pedacito de pan p:ua los pobres. Chimpá salió y yió un fraile franciscano. - Padre,-murmuró,-nosotros 110 tenemos nada

p\l\'a los pobres! - Tendrán tus señores. - Son más desgl'aeiados que yo. - Hijo mío, yo soy muy pobre y valgo poco, pero

amo y respeto á les que sufren, y si consideras que puedo servirle de algo, estoy á tus órdenes y á las de tus señores-respondió el fraile.

- Eutre U. y conocCl'á á mis amos, es decir, á mi pobre ama.

El fraile entró saludando á la ciega con humildad.

v

Llamábase et¡te sacerdote fray Jesús y pertenecía á la comunidad de San Francisco.

Era un hombre de cuarenta años, de regular ellta­tura, blanco pálido, de aspecto venerable y simpático: virtuoso y abnegado hasta la santidad.

A donde se presentaba llevaba siempre el consuelo.

I>Il BUElOIQS AIlUES 171

Para:eada dolor tenía un lenitivo, pal'a cada desengllño ulla esper.mza. En su rostro brillaba siempre la ale­gría plácida, dulce, comunicativa, reB.ejo de la bene­volencia de los corazolles nobles y geuer08Os, de &. almas purll.8.

Como pertenecía á una comunidad d" mendi­cantes, salía á pedir limosna llevando una bolsa de loneta en la que depositaba cuanto le d.ban para repartirlo despues á los pobres de HOlemnidad,

&taba ~n relacion con gran número de per­SOO88 pudientes 6 bien acomodadas, A éstas pedía, y COD lo que le daban socol"ría á los .menesterosos, Estos socorros no se reducían á favol'ecer á loe pl'Oletarios: alcanzaban tambien á mucha!! familias pobres que, aunque no carecían de la subsÍlten­cia, no les era demás aqllel ausilio.

Fray Jesús era UI1 ángel prolectol' para muchos infelices y al mismo tiempo un amigo, porque no Be limitaba á llevarles el 8usilio material. Exhor­tábales tambien á tener valOl' en la desgracia, fé en la divina misericordia y perseveranci¡, 6n el bien y la reaignaeion.

VI

- St'ñora, - dijo Chimpá invitanrlo al fraile ¡¡ toma1' 3siento, - aquí est.á un padl'ecito que ha ve­nido á pedirnos un pedazo de pan para loa pobl'CiI.

- Bien venido sea - respondió 1" ciega.

172, LOS SU BTEI\RANEOS

Chirnpá salió de la habitacioll pidiendo á Susana. y á Teresa que lo siguieran.

- Dios dé su divina luz á quien r:o puede vel' la del dla - dijo el fraiJe viendo que Estela era ciega,

- Gracias, padl'e - respondió ella, - Hija roía, yo soy un htnnilde fraile men-

dicante de In ('omunidad de nuestro seráfico pa­dre San Francisco; he llegado á e~ta puerta á pe­dir una limosna, se me ha dicho que aquí mora­han lIlIOS desgl'llciados y me he atrevido á entrar para ofrecerles mis pobres servicios,

- Es vel'dad, padre; aquí vivimos unos de~ graciados, pero no t:mto puesto que Dios nos envía una visita que hace srma\' en nuestros oídos palabras tan dulce.'l como las que acabo de escuchar,

- Gracias, hija mía. Fray Jesús fijó una mimdlt investigadora ell

el hermoso y pálido I'Ostro de Estela, - i Mucho t:empo há que está. ciega? - Quince ::ños hace 'que 110 veo la luz. - Muy jÓYC¡¡, clltónces, debió habet, perdido la

yista. - Tenía dieZ y ;;iete años cuando mis ojos

dejaroll de yer. - i Alguna enfermedad 1 - Sí, una enfermed,ld tel'l'ible me dej6 sin yista, El fraile pudo Dotal' que el rostro de Estela se

DE IIUKNOS AIRK~ 173

había puesto más pálido de lo que era, al pro­uunciar estas últimas palabras.

- Ya estal-á U. resignada. - Sí, señor; mi resigullcion empezó cuando

mllrió mi esperallza de "olver á cOlltemplar la luz del día.

- Dios conserve ell el corazon de U. tan dulce (:01l8uelo.

- E,¡pero que lIunca me abandol1m'¡\ la divina Pruvidencia.

- Bien, hija mía; ya veo que ti":'e una alma privilejiada y lln grallde COI'aZon. Ahol'a desearía saber en qué podría I!~rle útil. Háb"llle COIl con­fiauza.

- Padre, tallta bondad! - DI.! lIluy poca importancia serán mil:! serVICIOS,

pero mi \'ulllnb,,1 el> sincera y 10tI ofrezco de todo COI'hZUII. i En lIllé podré servirla?

Estela permaneci6 ell ",ilellcio. El fraile S6 quedó oiJl:!crválldo!a. y luego agregó: - Hija mía, no tenga corte·lad; los buenos her-

lUano~ deb>.lmos ayu,larnos UIIOS á otros. Hable COII franqueza. Si en mi mallo 110 están los recur­sos que haya menester, los buscaré.

- Padre, nuestra pobreza es tallta que no me atrevo ...

- Hable U., que Dios nunca olvida á los que le suplican, y yo espero que él ha: de inspil·amos.

La ciega volvi6 á guardar silencio.

174 LOS SUB1'ERRiNEOS

De repente esclamó:

- Yo pensaba salir :i pedir limosna. - ¡Pobrecita! iPtlIlSaba en salir á mendigar? - SÍ, ser.or. - i Es tal el estado de pobreza de U.? - Es desesperante: no tenemos otros recui'lilos

que los que nos proporcioua ese moreno que U. ha visto, y ellos 110 bastan á lIenal' nuestras necesidades.

- ¡,Y quería ir á implorar la caridad pública? -Es verdad. - Bendita sea su resigllacioll! - ¿Qué hacer, padre, qué hacer? Yo estaba y

estoy resn ,Ita ¡í pedir una limosna de puel'ta en lmerta. No me arredra el pasu: es tt'istl'e, pero será forzoso, iuevitable.

VII

Fray Jesús había comprendido desde que escu­chara las primeras palabras de Estela que era una mujer Buperior, que seguramente había pertene­cido á una clase social de alguna distincion, y la resolucion que le comunicaba de ir á mendigar la apreci6 como un esfuerzo de abnegacion sublime,

Así es que profirió: - Creo que he llegado á tiempo de evitarle

ese paso, que, aunque lo considero digno, tendría alguIlos inconvenientes para U., que además de no tener vista me pal'ece una pet'sona delicada.

DB IlUE:-¡OS AIRES li:;

- Eee inconveniente )0 preví, pero no me hu­biese detenido: contaba para salil' á la calle con la compañía del negrito.

- No tendrá U. que incomodarse: yo le pro­porcionaré los socorros que necesita - dijo fray Je­sús con 1:\ entp.reza de quien tieDe' seguridad da cumplir lo que promete. - Yo vol veré mañana por aquí y le traeré el ausilio que requieren BUS nece­sidades.

- Oh! padl'e mío! ¡Si yo pudiera postrarme de rodillas á BUS piés!

- Nada tendrá U. que agradecerme s1 110 es el deseo de favorecerla: el socorro que yo le preste será obra de personas caritativas que me favore· cen para que yo á mi turno favorezca.

- Sí, pero eS U. un ángel salvadol' ! - Yo no soy nada más que un pobre hombre.

un fraile mendicante; solamente me"elevo un ápice del polvo de mi humildad cuando pido una li­mosna por Di~ para mis queridoi! pobres. •

--:- Bendito sea U., padre. - Gracias, hija. Ahora pel'mítame que le pre-

gunte cómo se llama: no es por sati .. faccr una mera curiosidad que quiero conocer su nombre, Bin6 para citarlo ante las personas que hayan de favorecerme para que yo pueda á mi vez ofre­cer á U. el prometido soco n'o.

- ¡ Mi nombre! - murmuró la ciega. - Sí, hija mía.

17" LOS ~UBl'P;I\IÜNIIOS

- Es que, .. mi nombre debe ser un secreto. - No compren<lo ... siento hab:!r dicho ... - Padl'e, yo le diré cómo me llamo, pel'O supli-

cálldole ... Estela no quería que se conociera Sil nombre

para evitar que lIeg,ll'l\ el cas., de comprometer á Silvio.

Fray JeRÚs se sorprendió al oirla espresarse así. - Hija mía, yo IIU quiero descruurir ajenos

secretos, y si lo tiene por cO:lveuiente... No es forzgsameute llec'~~:\I;() que me diga cómo S6

llama. -' No, señor; cono.:Jerá mi nombre, pero le su­

plico que uadie ll1á~ que U. lo CO!HJzca. Me llamo Estela del Campo.

- Yo conozco ese apellido ... - Te[lO'o otro más ... el de Gi'llenez! , " - iCómo .. 3 . i Será U ... ? Cuando yo era Joven

viví~ 111 lado de mi casa, en la calle de Victuria, un respetable señor, D. Lucio dol Campo, que tenía una hija.

- Que se llamaba Estela. - E~ verdad, y qne casó ... - Esa Estela soy yo, y ese señor era mI padre. _ ¡Cielos! - esclllmó el fraile. - ¡Uosas de la vida, padre! - Es llecir qne aquella hermosa niña ... - ¡Es esta pobl'e ciega! - ¡Oh! Dios mío!

DE RUIlNOS "'lIUl~ 171

- La voluntad de Dioa ha permitido que yo Ilufriera este castigo: yo lo sufro resi~nada.

- Infeliz! - Infeliz... lo soy; mas no tE&nto. - ¡Ciega, y en el estremo de verse obligada á

pedir una limosna! - Ciega, sí, y esta no es mi mayor desgracia;

que hay heridas, padre, que es mejor no tener ojos para no vertas, y hay dolores que es mejor no tener ojos para 110 /lorarlos, porque las lágri­mas que nos harían verter serían tantas y tan ar­dientes que llagarían la faz!

VIII

De súbito se prellent6 Chimpá esclamando: - ¡Qué desgracia! - iQné ocurre 1 - preguntó Estela. - Las niñas ... - Pero esplícate! - Las niñas se he.n perdido. Yo las llevé al

fondo de la casa, y allí estábamos cuando me dije­ron que querían salir un momento á la puerta de calle. Las complací. Fuí á buscarlas 1 habían desaparecido! ... , ... . . . .. . . .... ... . ................... ~ ........................ . .................................................................

Silvio, pasando por allí casualmente en un car­ta

178, 'LOS SUR'rsRRÁNBOI

ruaje, vió á laa jóvenes, las invitó á seguirlo, ellas obedecieron y las condujo otra vez á la casa misteriosa.

IX

Fray Jesús condujo á Estela al domicilio de una familia de su relacion para que allí viviera y la aten­dieran caritativamente.

Al siguiente día volvió á visitarla y continuó visitándola diariamente.

Por fin Estela le comunicó la historia de su des­gracia.

Enterado de trido, pensó que aun no sería imposible una reconciliacion entre Sil vio y Estela, á. la que comunicó aquel pensamiento.

Ella respondió llena de alegría que su única felici­dad sería arrojarse en los brazos de su esposo.

Entónces fray Jesús resolvió tener una conferencia con Silvio.

DB BUBNOS AIRI!S 179

CAPITULO IX

Otra vez abajo de tierra

1

Silvio, dp.spues de la escena que precedió á la li­bertad de Estela, encontró á Panchita J á doña Ino­cencia que estaban esperando el prometido regreso de D. Auiceto. . Las dos arpías pretendieron resistir: doña Ino­cencia habló de su honorabilidad, Panchita alegó que su decoro no le permitía permanecer en aquellos ló­bregos subtenáneoi!; pero todo fué en balde: Sil vio, ayudado por su sit'viente Miguel, que á los pocos momentos volvió en sí, las condujo nuevameute al recinto de donde acababan de escapar.

Así que quedaron solas en la prision se desataron en amenazas contra D. Aniceto.

Estaban enojadísimas y con razon, pues la mala jugada que les había hecho no era para menos.

- ¡Ah! si algun día llega á caer en mis manos el viejo hipócrita y traidor,- vociferaba doña Inocen-

180 1.0~ S¡;nTERRÁ.NI!!Oil

cia, - le voy á edificar, con mis uñas, ulla pirámide en las narices!

-¡Y yo-agregaba Panchita-he de perse­guirlo hasta que se case conmigo, para tener la satis­faccion de asesinarlo á disgustos!

Y repetían en coro: - ¡Viejo pícaro! - ¡Viejo canalla! - ¡ Qué grail trompeta! - ¡ Traidor infame!

u

Mientras tanto D. Aniceto, medio trastornado por las emociones, se dirijía al banco de la Provincia, y encarán:1ose con el portero le decía:

- ¡,Me reconoces~

- Sí, señor; i, de dónde sale 1 - ¡, Cómo me llamo 1 - D. Aniceto Mal'tinez. - Fíjate bien, no te equivoques. - No, no: es U. el mismo. - ¡,No me he muerto entollces? ¡Mírame bien,

que yo creo L. - Es U. el mismo. - Sin embargo, yo tengo mis dudas respecto de la

identidad de mi persona: dudo si estoy vivo ó muerto, si soy un espíritu ó una sombra ...

DE BUI!lNO~ AIRI!! 181 -~,-------------"-~"" ,"

m

El portero empezó á desCQnfi.:\l" del juicio del viejo emplllado.

Este prosigui6: - Es decir que nada notas ... - Absolutamente nada: - TÓ9ame, hazme el favor de tocarme, porque

me parece que estoy en estado impalpable y quiero .ber "qué atenerme.

- Pero señor! - Si quieres convencerme que no soy una ánima

del otro mundo, pégame un pellillOO. - U. DO está bien. - ¡Ya lo creo! j Cuando digo que est<ly muerto! Y avanzó hácia el portel'O: éste huyó al interior

del establecimiento, gritando: - Ahí está el empleado D. Aniceto Martinez

que se ha enloquecido!

IV

Ent6nces D. Aniceto tomó el rumbo de su do­micilio, pero con gran recelo, pues desde que se vió libre habia vacilado entre el deseo de ver á su hija y el miedo que tenia de aproximarse á la casa de Silvio ..

lS:l I.OS SUBTKRaÁNKOS

Tembloroso, emprendió la marcha. Cuando llegó á la plazuela de Boladeoro, le

parecía que de todas partes salían á matarlo. Al enfrentar á la fatídica mansion de Cosa­

maJa, se estremeció de horror y se detuvo como si lo sujetara una fuerza invisible.

Empezó á pedir socorro. A los gritos que daba salió Silvio de BU casa y

agarrándole rápidamente cargo con él. Momentos despues, D. Aniceto hacía otra vez

compañía, en los subterráneos, á Panchita y á doña Inocencia.

En cuanto al r6Cibimiento que le hicieron, ya se podrá suponer.

Empezaron por reprocharle su conducta y con­cluyeron por darle unos fuertes tirones de las orejas.

Pero como Panchita tenía sus esperanzas de que D. Aniceto la sscara de la vida BOlteril ca­aáodose con ella algun día, fué la primera en cal­marse, pidiéndole á <loña Inocencia que lo per­donara.

FIN DE LA SEGUNDA P.ARTE.

TERCE~A PA~TE

CAPITULO 1

En la cárcel

I

A Sofía la llevaron á la cárcel, encerrándola el!

un calabozo donde estaban presas algunas mujeres de vida alegre.

Entró á la prision sin darse cuenta de lo que le acontecía, dudando de la realidad de los SUC6808, tan extrclOrdinarios habían sido.

No pudo velO á sus compañer~, pues era de noche y á los presos no se les permite encender lumbre, pero en cambio las oyó que decían:

- i Qué nueva calandria vendrá á visitarnos 1 - Ha de ser luchuza, porque viene de noche. - i Qué habrá comido 1 Una voz illtp.rcedió por ella pidiendo que la deja­

ran en paz. Sofía no respondió, permaneciendo pal'ada en UII

186 LOS SUBTBRl\oUIEOS

rincon hasta que la fatiga la rindió, y se sentó en el suelo.

El sueño la venció y se durmió. y fué aquel un dulce sueño; que jeneralmente

cuando somos desgraciados soñamos con la felicidad, abandonanrlo el espíritu á la materia combatida, siquiera por breves instantes, para lanzarse á vagar por las rejiones de sus ideales quiméricos.

Soñó .... que había vuelto á los días felices de su niñez; que su padre cariñoso la tenía en el regazo; que oía la voz amante de su madre; que corría por la huerta de su casa detrás de los mariposas que revoloteaban en las flores. Soñó que se hallaba en la primer aurora de su cándida juventud, cuando arreboles du esperanza la iluminaban el alma, cuando dulcísimas ilusiones despertaban en su imajinacion pensamientos de dicha y placeres sin fin. Soñó con la paz del hogar perdido, que era esposa y madre, que sus hijos la rodeaban pidiéndola besos y cari· cias, que su esposo amante la estrechaba la mano y )a juraba eternd amor prometiéndola imperecedera ventura... i Soñó que era feliz!

Soñó tambien que todo lo que )e aconteciera desde la desaparicioll de su padre era un sueño; que Don Ireneo y Doña Inocencia habían sidc creaciones del insomnio de una noche de locura; que toda!! sus miserias eran vanos acontecimientos creados por la angustia de una pesadilla dolorosa; que la realidad en que se hallaba solo existía en BU cerebro C3lentu·

DE BUBltOS AIRES 187

liento: y aquel sueño vertió en su col'azon aflijido una gota de bálsamo bienhechoi',

y éstaba así soñando, cuando sintió una mano que le agarraba un brazo, sacudiéndola con violencia, en tanto que una voz ronca y grosera. la decía:

-LevántelC, que hay que hacer la limpieza. Así son estas perdidas: vienen de la orgía á la eárceI para aprovechar durmiendo el tiempo gastado en el escándalo, ¡ Ea, levántese, arriba!

Ella, abriendo sus hermosos ojos, lánguidos y tími­dos, enderezóse mirando atónita IÍ un hombre que tenía por delante.

Era el HaTero, que había abierto la puerta del calabozo para despertar las presas: la aurora empe­zaba á disipar las últimas sombl'as de la noche.

- i Qué cara! - esclamó aquel hombre al ver el rostru pálido y los grandes ojos de la jóven que lo contemplaba, dudando aún si soñpba ó estaba des­pierta,--' ¡Cómo habrá sido" la farra y el batifondo!"

Al siguiente día Sofía empezó á sentir un fuerte dolor en el corazon, aumentándose su malestar hasta que fué necesario llevarla á la enfermería.

Allí pasó una semana, sola completamente, sin ver más pe1'llOnas que el médico que la visitó varias veces y la enfermera que iba á servirla dur3nU>o bre­ves instantes.

u

Estaba ya un tanto restablecida, cuando una ma­ñana se le presentó un personaje que por cierto no esperaba: Don Ireneo, su implacable seductor, que, !lllDO ya de la herida y mediante su influencia oficial, había conseguido penetrar libremente.

Al verlo lanzó un grito de sorpresa y de espanto, cubriéndose el rostro'con las ropas del lecho en donde yacía.

Don Ireneo permaneci6 en actitud contemplativa; y luego, aproximándose, le posó una mano sobre el hombro.

Ella se enderez6, esclamaudo: - ¡Piedad, perdon! - i Quiere U. que la perdone ?--murmur6 él con

acento qnriñoso. - ¡Oh! sí; perdóneme ·U. ! - En cambio de mi perdon exijo ... el perdon de

U. tambien y ..• Sofía lo interrumpió previendo lo que iba á exijirle,

y profirió: - i Qué ha de exijirse de mí, que soy ulla desgra­

ciada que solamente puedo inspirar compasion! i Lá­grimas tan solo tengo, y ellas son para llorar mis dolores!

- i Yo quiero libar esas lágrimas que para mí

DI!. BUttcOS AIRES 189

son perlas! - esclamó el impío, y estrechándola en sus brazos la dió un beso en la frente.

Ella se estremeció, como si los brazos de aquel hombre flleran círculos de hierro qne la ahogaran. Comprendía que era en vano luchar, que estaba per­dida, irremisiblemente perdida, sr ·una proteccion providencial no venía en Sil ausilio, y se sintió desfa­llecer.

El continuó, dejándola libre y tuteándola: -j Oh !" divina creatura! j Yo te amo con frenética

pasion ! i En tus bl·azos está la ÚII ies dicha que anhelo! i Qué te detiene, que no {'.orre~pondes á este ardiente cariño que por tí siento 1

Sofía, ~n un arranque ue vehemencia, respondió: - Si es verdad que yo le he inspirauo esa pasion,

si es cierto que me ama, ¿por qué no tuvo lástima de mi la noche fatal en que me obligó á herirlo? Si su amor es digno de lIarpanse así, ipor qué ahora que me hallo enferma y postrada en er mísero lecho del hospital de una cárcel, no tiene U. pal"a l1Ii el respeto que debiera inspil·arle mi honestidad y mi infortunio?

III

Don Ireneo conEnuó sus protestas de amor, sus pretensiones, y repitió sus caricias.

Sofía, esteuuada ya, abatido su espíritu hhSta el desfallecimiento, permanecía inmóvil.

190 LOS SIlRTER«.iNEOS

Estaba moral y materialmente anonadada. Había luchado valerosamente para defender su

virtud, triunfando de la miseria, dll la orfandad, de las tentaciones del dinero, de las 8C6chanzas del vicio, de la violencia; huérfana y sola, arrojada de impro­viso, inerme é incauta, en el combate de la vida, tomó anhelosa ¡¡U puesto de honor y buscó el trabajo para gan:1r su pan honestamente; conducida al abismo por una mallO criminal, en el instante de rodar á la sima tuvo un esfuerzo supremo para salvarse; delin­cuente ahora, pr'esa y enferma en el hospital de una cárcel, infamada, con el corazon hecho pedazos yel alma atriblllada, ya sin mlÍ.> esperanza que la muerte; reducida á tan angustioso estt:emo, ¿podría tener valor aÚll para luchar? Oh! si hubiel'a tenido Uli resto de fuerza para estrangularse, antes de permitir que los lábios de aquél ·hombre mancharan su fr'ente pura, se habría suicidado!

Pero estaba poco menos' que inerte, con aliento apenas para res piral', y silenciosa inclinaba la cerviz para soportar la marca candente de las caricias de su inclemente seductor.

No obstante, el'. un momento en que aquellas mani­festaciones pasaron cierto límite, suspiró débilmente:

- Piedad, señod ... El, más enardeeido aún y deseoso de conseguir

por el conveuc!miento lo que no podía merecer por la violellcia, profirió:

- TransijamG>s. Tú debes aceptar mi amor. Es

DB JlUBNOS AIRas

necesario que seas razonable; rechazamle es un" locura. Si me de.<ldeñas, qué te espera en el mundo? Una existencia azarosa y llena de miseJia. Y esto por qué? Por conservar una virtud dudosa que nadie te reconocerá, qlle cuando la invoques se reÍl'án de tí. En cambio. yo te ofre7.co una vida' de esplendor, de riqueza y de dulce calma. Refl<lxiona; la suerte te presenta dos caminos: en uno hay espinas y dolo­res; en el otro, por el que te lIevar'é en mis brazOll, hay flores y placeres.

Sofía cerró los ojos. La cabeza se le trastornaba. Por eu mente calenturienta cruzó un clla/Iro fantas­magórico: la misel'i" con todas Slltl penalidades y fatigas; la fortuna con todos sus at.'ibntos de esplen­dor y de satisfac.::ion. Los dos caminos de que le hablaba aquel demonio implacable tomaron formas en su imajinacion. Reconoció el que ya había re­corrido, cubierto de espinas, nebuloso, áridC!. desolado con un abismo á cada paso; y el otro prometido lleno de luz y de encantos. La ajitó ansia mortal al ,pen­sar q~e podría tornar á recorrel' aquella vía-cl'ucis dolorosa, y al mismo tiempo un impnlso que la inci­taba á entregarile á los brazos que' le prometían 13. felicidad. Terrible tempestad estallaba en su cere­bro: BUS ideas y pensamientos hervían, se rebullían, chocándose en febl'il exacerbacion, encadeuándose, huyendo, tornando otra vez en fantástica confusion, como el tumultuoso oleaje deun mar bravío. Y sintió deseos de lanzarse á los brazos de su seductor, dicién-

Hl2 I.OS SURTERRANBOS

dole: toma esta carne que tanto apeteces, haz de ella lo que quieras, y en cambio dame la luz, la vida; la miscria es horrible y la virtud es un crímen.

Pero Sofía era una de esas mujeres· que viven en la virtud y mueren por ella, marchando impá­vidas al sacrificio, y perecen gustosas autes de perrui­tir que sea mancillada. Pertenecía á esas heróicas mujeres que con la aguja cavan su sepultura, des­preciando con estóic~-\ indiferencia los deslumbrantes halagos del mundo, si ellos han (le ser á trueque de la dignidad; y aun en medio del dilirio que la devo­raba reacciorró oyendo la voz de su conciencia, más alta que los jemidos de su frájil naturaleza, vol­viendo los ojos resignada hácia la senda de la amar­gura donde, aunque la esperaban miÍs dolores, era necesario contillual' para salvar incólume el honor.

Don Irelleo, en tanto, había permanecido contem­plándola codirioso, y ya cansado de suplica,', conven­cido de que aquella mujer, cuya posesioll ansiaba, era incorruptible á todas las tentaciones, se entregó á los escesos que le inspiraba su depravado corazon,

La víctima luchó aún, pem sus fuerzas materiales se hallaban tan debilitadas, que apenas tuvo aliento para exhalar un leve jemido,

IV

Ese mismo día salió Sofía en libertad, y hahiendo encontrado en la calle á fray Jesús, ele quien era hija de confcsion, le comunicó su triste situacion.

La invitó á que pasara por el c.Jnvento para tener con ella un conferencia; vllrificada ésta y enterado de todo lo que le había sucedido, la hizo dar alber­gue ero un asilo de hermanas de caridad.

19-1 LOS IULITlIlI.a.lNI!:08

CAPITULO 11

El torcedoI' de la duda

1

Fray Jesús, de acuerdo con Estela, resolvió cele­brar una conferencia con Silvio á objeto de realizar la reconciliacion de amboll.

Con tal motivo dil'ijióse á la casa misteriosa. -Llamó á la puerta de calle, presentándose Silvio. - Caballero, - díjole, - busco á D. Silvio Gi-

menez ... - Yo soy la persona que U. desea ver. - Necesito que U. me conceda unos momentos ... - Pase adelante. Sil vio lo condujo á una habitacion, é invitándole

á que tomara asiento, preguntó: - i Qué se le ofrece, padre? - Señor,- respondió el fraile,- vengo á desem-

peñar una mision delicadísima, y espero que me es­cuche U. con calma.

- Hable, padre.

DI!: BUIIMOS AIRBS 195

- Ante todo, debo advertirle que al tomar parti­cipacion en el asunto que voy á comunicarle, me guia. solamente el deseo de hacer el bien.

- Así será, señor - profirió Silyio dirijiendo ulla mirada investigadora al vene~b~e rostro del monje.

- Vengo nada menos que á. ocuparme de la feli-cidad de U ...

- i De mi felicidad! - Es verdad. - No comprendo ... puede U. esplicarse - repuso

Silvio, sin sospechar que aqtlel humilde franciscano estuvie~e enterado de los terribles secretos de su vida, ni que fuese á pmponerle una recotlciliacion Con Es­tela.

- y no solamente de la felicidad de U., -agregó fray J6SÚ~, - tambien de la de un sér terri­blemeute desgraciado ...

- A, la verdad ... no comprendo! ... - Usted era feliz, tenia una esposa leal y amante ... - y bien ... qué tiene que ve.·!... - esclam6 Silvio

alterándose. - (Jalma, hijo mío: soy mensajero de paz y de

concordia; no vengo para que mi voz abra nuevas heridas: mi mision se reduce· á cicatrizar las que hiciera un cruel destino.

- Pero... quién ha dicho á U ... - i Todo lo sé! - dijo el fraile con acento 10-

lemne.

II

Silvio inclinó la cabeza, como si las palabras qU¡; acababa de escuchar le produjeran un profundo aba­timiento.

- i Todo lo sé! - repitió fray Je~ús. - Conozco la historia de Silvio Gimenez y de su infortunada esposa.

- i, Mas _quién ha enterado á U.?.. Fray Jesús le comunic6 cómo había conocido

aquella historia, referida por Estela, y concluyó di­ciendo:

- i Tendría U. inconveniente en reconciliarse con ella?

Ambos permanecieron en silencio unos instantes, hasta que Sil vio respondi6:

- Padre, eso no es posible. - i Por qué? - Yo no me reconciliaré jamás con la adúltera!... - Es inocente. - No; es culpable.

-- Es una mártir. - Purga su delito. - Atrás la calumnia! - esc1am6 fray Jesús cou

enerjía. - Quién abonará BU inocencia! i Quién podrá cu­

brir con un velo lo que yo ví en mi mancillado hogar

D. BUII!fOS A.¡RBt' 191

J veo aún á través de quince años? - esclamó Silvio exacerbado.

-¡Yo! - Usted!... - ¡ Sí; yo, en nombre de Dios y de' la inocencia,

teniblemente azotada por la fatalidad ! - Esa muje\' fué culpable. - Repito que fué inocente. - i Qué justificativos se me podrían presentar d.

su inoccncia 1 - La dulce \'esignacÍon de esa infeliz y el amor

inestinguible que por U. siente, son pl1lebas induda­bles de su honestidad sin mancha.

- Ella me ama aún!... - balbuceó Sil vio. - Lo ama á U. con delirio: ella daría la vida

pOI' U. La luz de los ojos que le falta, si la Provi­dencia se la devolviera, la ofrecería otra vez gustosa á trueque del cariño de su espoeo.

m

Silyio se quedó pensativo. Aquellas palabras conmovían IU COl'8ZOn.

Estela lo amaba aún ... y uo podía dudar de su cariño. i No estaba allí aquel mensajero-, enviado por

ella, que iba á proponerle una reconciliacion ?

198 . I.OS ~'IJ BTBRItÁI'II!OI

Tumultuosa cOllfusion de ideas ajitaba IIU imaji-nacion, y sin saber lo que decía murmuró: .

- Si eso es veruad, fOl'zosamente habrá <¡ue creer ... - En la inocencia de ese áujel, i no es cierto? profil'ió dulcemente el monje. - Padre, cortemos esta confidencia: otro día ha­

blaremos; me siellto fatigado - agregó Sil vio. - Está bielJ, hijo mío. No quiero cansar ni vio­

lentar á U.; volveré en otra ocasiono Entretanto reflexione y piense qne el al repenti­

tl);ento cs UlJa gracia providencial.

1"

Mal'ch6se fray J~;¡'q y Silvio se quedó reflexio­nando.

Ln<¡ p3labra~ del sacerdote y su in~perada propo­sicion despert.-íl'.onle todos 103 recuerdos de la p:.>sada vida.

j Estel!!, FIn e~posa, 111 . 'te~_ada ciega le proponía una reconciliacion !

Mil enconh'ado~ pensamientr~ íe ajitaban la mente.

i Sería en verdad ¡nocen' b mujer que conside-mba climinal. .

Esta duda, que hacía tanto tiemp le l'Oía el COlil­zon, empezaba á conmoverle el alma con mayor vehe­mencia.

DE RUDOS ArRE!! 100

v

La presencia de su primo Cárlos i.ntel'rumpió los pensamientos de Silvio.

- i Por qué estás tan meditabundo 1 - le dijo. - i Has visto ese fraile que acaba de salir 1 - No; vengo del jardin, donde he pasado unos

momentos conversando con 'feresa y Susana. ¡ A qué ha veniJo !

- Nada menos que á proponerme una reconcilia­cion con E"tela.

- i Estás delirando ó bromeas 1 - No, amigo mío: ese buen hombre me ha hll-

cho proposiciones para reconciliarme con mi muje,', ~ i Y cómo ha venido á inmiscuirse en estas co­

sas, ese sacerdote 1 - La casualidad le hizo conocer á Estela ; ésta le

comunicó todos ·los detalles de su vida pasada: ahí tienes. la esplicacion.

- y él en nombre de ella .•. - Ha venido á pl'oponerme la recollciliacion. - i Tú que le has respondido 1 - Que 110 es posible, Sin embargo, ha quedado en

volver para que tratemos del miRma asunto. Callaron breves instantes, hasta que Cárlos conti­

nueS dieiendo : - ¿ y qué te ha dicho respecto de Estela'

200 1.0S ilU BTKl\&iNIroS ,--.. _----~ .. _.~-----,---~.- .. ~---_.-..

- Que es inocente y que me ama siempre. - y tú opinas ... - Yo \lO sé qué pensar; me confundo. Alguuas

veces creo que es inocente, mas retrocedo allte la evidencia de los hechos que la condenaron. i. Cómo dudar de Sil criminalidad C011 los antecedentes que tú colloces? i Cómo dudar de su fidelidad, cuando des­pues de quince años de olvido aún me ama y declara que Sil única dicha será arrojarse eu mis brazos?

- En verdad que yo tambien empiezo.á confun­dirme.

- i Oh! Dios mío, si hubiera sido inocente, qué crimen tan horrible sería el mío!

VI

Volvieron á callar, illterrumpieudo otra vez CárlOl'! el silencio espresáudose así:

- Sería bueno que tuviera! una conferencia 000

Estela. - Vel·III... hablal· con ella... Oh! no, eso sería

terrible! - i. POI· qué 1 -- No me hables de eso; yo no podrta .verla. -- Enton~B los buenol oficios de ese Ilacerdote

DE BUENOS AIRO 201

para que tú te reconcilies COII tu mujer, no tienen objeto.

- N:i yo sé lo que digo, ni sé lo que pienso -murmuró Silvio cubriéndose la CIIra con las manos.

- Reflexiona y ten calma - dijo Cá.-Jos, y conti­nuó acollsejándolo en el sentido de que tuviese UDa couferencia con Estela.

-- .. ".

202 LOS SUBTERRÁNBOS

CAPITULO III

P ers pecti vas

1

Mie~tras Silvio y Cárlos hablaban así, fl'ay Jesú~ se dirijía al domicilio de Etltela para comunicarle e resultado de la conferencia.

El noble sactlrdote no perdía la esperanza de lleg-<l) á un fin satisfactorio. Las palabras de Sil vio lo había!1 hecho comprender que 110 era imposible la recoDci· liacion.

Estela lo esperaba con ansiedad, cuando se le pre· sentó diciendo:

- Nada he conseguido, pero Cl·eo que consegui. remos al fin un resultado feliz.

- i Lo vió á Sil vio, padre mío 1 i Está bueno ~ i Tiene pal'a mí un resto de cariño 1 i Consiente er: que vivamos juntos 1

Fray Jetlútl le comuuicó lo que al respecto ya conOct el lector, y concluyó diciendo:

- Creo que todo se arreglará.

DS RUEllOS AlltES 203

- i Así Dios lo quiera ! - Parece que está an-epentido, aun que no lo

confiesa. - j Pobre Silvio! El tambien ha de sufrir mucho.

¡Cree aún que fuí rlelincuellte? - Nieg!l que U. sea inocente, pero sus ra:r.olles SOd

débiles. - j Dios lo ilumine! - Yo espero qne así será. Dentl"O de dos ó tres

días volveré á verlo, y entonces probablemente cOllse­gniremos atraerlo al buen camino.

- j Gracias, padre mío! - No hay que perder la esperanza-agl'egó fray

Jesús, y confortando con frases benévolas el espíritu de la ciega, pasó á ver á Sofía, con la que tuvo una intima conferencia, marchándose luego á su convento.

D

N-o h~bl'ía caminado tres cuadras, cuando siutió una voz que le decía por detrás:

- Padrecito, pennítame una palabra. Di6 vuelta y vió á Chimpá. de quien ni él ni Es­

tela tenían noticia desde el momento en que desapa­recieron Teresa y Susana, pues inmediatamente de comuuiear ~'quell\contecimiento habíase lanzado á la calle en busca de ellas, no encontrando á IIU ama en la posada al regresar.

:'>04 . LOS SUIl'fJi:RRÁNEOS

- i De dÓllde sales, mOl'eno?-le preguutó. - Ni yo 10 sé, señor. Ando buscando á mi señora

Estela. - Pue!! hijo, al dar conmigo la has encontrado,

porque yo te diré donde está. y le dió las señas de la casa donde se alojaba

Estela. En un instante hallóse el uegro en presencia de

su ama, que le preguntó: - ¿No me traes noticias de mi hija, ni de la otra

jóven? - He recorrido todas las calles de Buenos Aires

buscándolas, pero e'l vano. Han de estar otra vez en poder del amo Sil vio.

- Tú crees ... - Si las niñas no e!!tuvieran en casa del amo, yo

11115 habría encontrado. -- Tal vez. Pero si has tenido esa sospecha ... - Adivino lo que el ama quiere decirme: quiere

aabel' si fuÍ á la casu del amo. -Es verdad. - Así lo hice. pero nuda pude descubri\'.

111

Siguieron hablando sobre el mismo asunto, con­cluyendo Estela por comunicarle las espel'anzas que tenía de reconciliarse con su esposo mediante la dili-

DE BUENOS ~II!.E~ 205

jencia de fray JesÚi, á lo que Chimpá respondió recelosamente :

- ¡Ay! am:\ mí,,! El padrecito conseguirá arreglar las cosas, pero yo no tengo fé en las promesas que haga el amo Sil vio. Es muy malo. . .

- Te equivocas: Sil vio tiene un buen COl'3zon. Loa fatalidad lo disculpa de todo lo qne ha hecho.

- Puede ser, pero ... - No tenga'3 duda; es bueno y noble. El no es

responsable, ante mi conciencia, de los actos terribles que realizó impel~do por lID destino cruel.

- . Así. será, mas yo nunca telldré confianza 011 él. - Bien: no hablemos más de esto - dijo E~tela

un tanto contrariada, y OI'denó al negro que saliera á. ver si podía dar con el pamdero de las jÓ\'enes, recomendándole que si las hallaba en casa de Sil vio 00 tomara ninguna resolllcion, limitándose á llevarle la noticia simplemente.

La esperanza de reconciliarse con su esposo em­pezaba á acariciarla plácidamente .

.En cambio el negro se marchó refunfuñando, pues no creía que Sil vio pudiera hacer feliz á BU ama des­pues de lo sucedido.

.. ...

206 LOS SUB1'¡¡RRÁ.N80S

CAPITULO IV

Un santo y un pícal'O

1

Fray Jesús conocía á D. Ireneo. Lo que )e reve­lara Sofía \'e~pecto de su proceder no le calís6 e~tra­ñeza. Pero tenía la conviccioll de que no hay hombre que tarde 6 temprano no se arrepienta de sus 'malas acciones, y resolvi6 hacerle una visita para repro­bar)e su conducta y al mismo tiempo tratar de obte­ller una reparacion digna para la j6ven.

- i Quién sabe 1- pensaba-- acaso yo consiga qu~ ese hombre se' case C011 la pobre muchacha.

Uon estas ideas diriji6se á la cas:'\ de D. !reneo. Lo hall6 en cama: estaba algo enfermo. - Buen día, D. Ireneo - salud6 entrando al dor­

mitorio. -Oh! se~or Hip6m'ita, - murmur6 el 80lteron,­

i qué nuevas trae U. por aquí? ¡ Viene á pedirme limosua? -i Es de gravedad el mal que siente 1- preguntó

DII BUlINOS .II\ES 20i

el fraile sift hacer raso del tratamiento irónico que se ]e daba.

- No, es poca cosa: siento un poco de fiebre. - Ent6nces mi visita no será importuna; y si U.

me permite, vamos á tratar de un negocio gl'ave. - i De un asunto de gran importaricia 1 - Es verdal1. - De algo que atañe á la hermandad ... -No. - i Se tI'ata de socorrer á alguno qnc se está mu-

riendo de hambre 1 - Tampoco. - No aciclto: si quiere cspiicarse ... - Mi 8lnigo, es cosa muy séria de la que tengo

que hablarle. - Bien, bien; hable, y cl)n tal que no venga á

pedirme que me confiese, se Jo perdonaré todo. Pero, siéntese, - agregó reparando qne fray Jesús perma­necía en pié, - siéntese aquí, OOl'ca de mí; así, Je cerca podré escuchar con mayor atencion Jo que me diga Eobre el asunto grave que quiere comunicarme - é indico una silla próxima al lecho. ~

Fray Jesús se acercó y tomó asiento adonde se le había indicado.

- A ver, iqué ocurl'61~agreg6 D.Ireneo 80nritmdo de una manera sarcástica.-Con que tiene que comu­nicarme un asunto de grave importancia, que no tiene nada que ver con las limosnas, ni con sus santo. hermanos. V camos, veamos!

208 . .1.08 S UrrrERRÁNEUS

- D.Irelleo,-esclamó el monje con voz solemne,-U. ha cometido un crÍmeu imperdonable.

- Ja! ja! ja! - rió el recriminado.- ¡He cometido un crÍmen! Si uo fuese más de uno! iE~ decir que viene á decirme que he cometido 1111 crÍmea? A la verdad ... no recuerdo.

- HablemOB con formalidad; no ría U., qQe lo que voy á decirle e8 bien triste.

- Pues por lo mismo, entonces, déjeme reir antes de llorar. Ja! ja! ja! - repitió el solteron.

-.Bien, ría cuanto quiera, pero escúcbeme. - Escucho. - Usted á conocido á una pobre jóven ... - ¡ He conocido y conozco tantas! - Me refiero á una que conoció por vez primera

~n una tienda de la calle de Rivadavia. - ¿Sí? iN o recuerdu! - Que despues vió en ulla casa ... - y bien, i á dónde quiere venil' á parar, señol'

fraile? - esclamó don Ireneo. - Usted debe una rcparacion á esa desgraciada

jóven, á quien tan cruelmente ha ofendido. - iUna reparacion1 - SÍ, señor, una reparacion. - ¿Eu qué forma? - En la única posible: devolviéndole U. la tran-

quilidad que le ha roba-lo¡ haciéndola feliz asi como la ha hecho desgraciada.

Don Ireneo creyó que el fraile, al espresarse así,

DE IIU1I1II0S AUUIII 209

se refería á una reparacion por medio del dinero, y respondió con cinismo:

- Sea U. el tasador. - i Qué dice 1 _ - Que me diga qué cantidad debo· entregar á esa

mujer en reparacion del mal que yo pueda haberle causado.

- Oh! el dinero siempre! El dinero pretendiendo curar todoa los males!. .. No se trata de eso, mi amigo.

- iPues qué quiere U.1 - Es otra clase de reparacion la que yo vengo á

reclamar para esa pobre niña. Don lreneo miró con admiracioll al fraile y res-

pondió:

- i Qué reparacion es la que pretende 1 - Usted debe casarse con ella. - ¡Yo! i yo casarme con ella! - gritó el solteron

enderezándose como si á través de los colchones del lecho le hubiesen clavado un puñal.

-' i Y por qué no 1 - Usted est~ loco. - Hablemos con serenidad, amigo. i Qué habría

de estraño en que U. diera su nombre á esa infortu­nada, tau' inocente y buena como infeliz! -

- i E8tá loco, loco, loco de remate! - No, no estoy loco, amigo mío; reflexione' un

instante sobre la enormidad del delito que ha come-14

210 . 1.08 SU IlTERR.lNE08

tido con esa jóven y concluirá por comprendet' que de la úuica mallera que puede resarcirla es casándose con ella.

- Ja! ja! ja! - l'ió el soltéron.-¡ Esto está gra­cioso! ¡,Le pal'ece una cosa muy sencilla y hacedera que yo me case con esa mujer 1

- Así lo creo. - Pobre hombre; es U. muy cándido. iY quién

le ha inspirado esa feliz idea? - Ya sabe, mi buen amigo, que yo nunca procedo

atendiendo á inspiraci0l?-e8 ajenas. En t.odos los actos de mi vida, ya en los míos personales como en los que intervengo en cumplimiento de mi ministerio, no escucho otra voz que la que Dios inspira á mi conCIenCIa.

- i Ella lo ha enviado á que me haga taIl pere-grina proposicion ?

- No. - Luego ... U. procede oficiosamente. - Es verdad, mas en cumplimiento de un deber

sagrado. - En cumplimiento de un deber ... 110 comprendo. _ Los hombres como yo deben velar por la moral

J dedicarse á consolar á. 103 que lloran y tienen nece­sidad de recuperar la tranquilidad que' se ~es arrebató impiamente. Al venir, pues, á esta casa á pedir á U. que devuelva á esa jóven la paz que le ha robado, creo cumplir con un deber.

- i Sí? - esc!amó irónicamente el solteron.

DE BU EllO! AlRES 211

- Sí, señor, - repitió el fraile sin desmayar ante la frialdad de aqiiel corazon in;¡pasible, - sí; en cum­plimiento de un deber sagrado he venido á visital' á U., Y espero que uo me deje ir sin llevar una esp.&­ranza.

- Pobre hombre, pobre hombre, esti d~Iirando. - No, mi a:nigo, no deliro; quiero que U.

proceda como un caballero, para su bien y de la mu­jer cuya dignidad repl'l~l!ento en este instante.

II

Don Ireneo quedó~e en silencio contemplando á su protagonista. ,

La audacia del fraile empezaba á molestade. Este mirábale esperando una contestacion.

Compr:endía por las respuestas del solteron que sería difícil atraerl~ al terreno de la reparaciou tal eomo la exijía la gravedad de la ofensa, pel'O no des­may.aba por- eso.

0- SI:: ha eucargado de desempeñar una misiou algo ridícula - intl::rrLlmpió don Irenco.

- Ridí,cula, ¡por qué? No hay ridículo cuando se practica el bien. Reflexione, mi amigo, reflexione. No es forzoso ql,le me dé ahora nna contestacion categó­rica aceptando mis insinuaciones; comprendo la gravedad del caso, y comprendo tambien ql\e será algo repulsivo para un hombre como U. enlazarse á

212 LOS SUBTI!:RltÁNBOS

una pobre jóven desconocida. Reflexione, pues, y des­pues veremos.

- No tengo qne hacer ningullt\ reflexion sobre tan ridículo asunto. Está U. hablándome de quimeras irrealizables; es un disparate lo que me propone.

-- ¡Don Ireneo ! - i Pues es nada! ¡ casarme yo con una aventu-

rera, con una mujer que no sé de donde ha salido ni quien es! i Está en su juicio, fray Jesús?

- Ah! no sabe qnién es! - replicó el monje con amargura - ¡no sabe quién es y llama aventurera á una humilde niña, á una huérfana á quien ha per­seguido U. con la tenacidad de un demonio; á una mujel· que ha despreciado todas las riq uezas que le ha ofrecido U. por no sacrificar su dignidad; á una mu­jer qne ha luchado defendiendo con perseverancia divina su virtud; á una mujer que para estrecharla U. eu sus brazos ha sido necesario que no tuviera un átomo de fuerza para rechazarlo... á esa mujer la desprecia llamándola aventurera! No, esa mujer no es una aventurera, es un ánjel!

- Sí, - respondió el solteron,- un ánjel que me rompió la cabeza en un lupanar.

- i Calle la iniquidad !-esclamó fray Jesús con acento solemne - i Calle la iniquidad é incline la la faz desvergüenza!

Don Ireneo soltó una estrepitosa carcajada. Fray Jesús continuó: - Hay infamias que no tienen perdon sobre la

213

tierra, que un día ú otro son castigadas severamente por la mano de Dios: la que U. ha cometido con .. pobre mujer, es una de ellas. Ría U. ahora, ría •.• termine la obra hacieloldo farsa del dolor que U. mismo ha producido; pero •... ¡ cuidado, cuidado! talvez llegue IIn día en que quiera llorar y DO tengan UDa

lágrima sus ojOB!

m

DOI1 Irenoo contuvo su risa estrepitosa, qued6se miran~o fijamente al fraile y sonriendo de una ma­Dera compasiva.

Fray Jesús desafiaba aquella sODrisa iróuiea con una mirada benévola en que se reflejaban los nobles sentimientos de su corazon.

Aquellos dos hombl"es erdll dos tipos diametral-mente opuestos en sus ideas y pensamientos.

Noble, virtuoso y jenel"OllO el fraile, Desvergollzado y audaz D. Iraneo. SiQ embargo, un vínculo cuyo orígen ellos mismos

DO se hubiesen esplicado, unía sus almas. El fraile sentía verdadera oompasion por la degradacion de sen­timientos de su amigo, y éste compadecíase de la candidez del bondadoso sacerdote.

El solteron interrumpi6 : - Pero dígame, mi buen fray Jesús, i cómo quiere

que no me rÚA de sus jeremiadas! Está predicándome un sermon de moral, iY con qué objeto! ¡Para

214 I.OS SUBTERRÁNBOS

pedirme que me case con una chiquilla que ... vamos, hombre, déjese de esas zoncerías, que no cuadran con la formalidad de un hombre de esperiencia. i. No comprende que es ridícula su pretension?

- Ya he dicho y lo repito: no hay ridículo en la prá.ctica del hien.

- Entendámonos: i. á qué llama U. bien? - Tend1'Ía que darle muchas lecciones para. satis-

facer su pregunta. - A ver; .. empiece por darme una. -- Amigo, no juegue con cosas tan sagradas, y ter-

minemos esta conferencia. i Me dejará marcharme sin llevar una esperanza?

-- Para la dolorida .•. - Para esa pobre niña á quien ha hundido U. en

un abismo. - Dele recuerdos de mi parte. - Oh! qué impndicia!-murmuró el fraile parándose. - Deténgase, no se marche así; ya sabe que lo

aprecio m ucho-esclamó el millonario al notar el desa­grado que habían producido sus últimas palabras.

IV

El monje empezó á pasearse meditabundo. Don Ireneo agregó: ~ Mire, yo creo que está U. trabajando en vano,

pues estoy seguro que, aunque yo le diera una res­puesta favorable, la niña esa por quien U. tanto aboDa no aceptaría una reparacion tal como U. la pretende.

· - i U ¡¡ted cree eso? -repl icó el sacerdote detenién­dose y dirijiendo una mirada profunda á su inter­locutor, como si quisierl\ penetrar la sinceridad de las palabras que acababa de oir.

- Sí, lo creo.

- ¡ Farsa y siempre farsa ! - Creo además que U. ha hecho mal en venir á

exijirme la I·eparacion que pretende para su favore­cida, pues si yo accediese, ella me rechazaría.

- Deme su palabra de que se casará con ella, y yo .respondo del resultado.

- Ja! ja! ja! - rió estrepitosamente don ll"eneo. - ¡Eso no más faltaba, que yo me espusiese á recibir el desprecio de una damisela que ha recOl·rido la ell­cala de la degradacion desde los antros del vicio hasta la cárcel! No, mi buen amigo: yo no quiero ni debo aceptar semejante cosa.

- Usted ha robado á esa desgraciada cuanto le quedaba, y ahora trata de hundirla calumniándoJa.

- Bien, acepto cuanto U. diga en favor de ella: será ínocenie, será un ánjel, pero ¡quién le quitará de encima el sello de mujer .perdida que lleva sobre la frente?

- Usted, si es caballero. -¡Yo! -Sí, señor. - ¡ Casándome con ella? - Es lo que U. debe hacer.

216 ' LOS SU BTI!!tRÁNBOB

v Ambos guardaron silencio unos instantes. Fray Jesús había agotado ya todos SUB argumentos. En cuanto al solteron, ,¡wn cuando se creía tan

cercano de acceder á la súplica que se le dirijía como de permitir que le arrancaran los ojos, no por eso dejaba de apreciar la justicia de las observacio­nes que se le bacían.

Nadie mejor que él sabía que Sofía era uua mujel' de gran mérito.

Fray Jesús interrumpió el silencio agregando: - Bien; daremos por terminada esta conferencia:

tiene U. el COl'azon muy duro ... mas no desespero. Ya volveremos á tratar del mismo asunto.

- Predicará U. en desierto: sus pretensiones son inealiza bIes.

- ¡Cómo ha de ser! Si nada consigo de U., así lo habrá dispuesto la Providencia.Perdóneme, D. Ireneo, si lo he importunado; me voy. Adios. '

- Que le vaya bien, y deltl recuerdos á su prote­jida - dijo sonriendo elsolteroll.

- Así lo haré, y le diré que U. al fiu inclinará la frente ante la virtud - respondi'ó fray Jesús mar­chándose.

DB BUDOS .üR1I8 217

CAPITULO V

El grito de la conciencia

1

Desde que Silvio tuvo la conferencia con fray Jesús, empezó á I!entirse más agitado pOI" la duda de si sería ó no culpable su mujel·.

La luchá que aquel hombre Hostenía con IlU con­ciencia comeu.zaba á ser terrible.

Si pensaba que había castigado con crueldad á una inocente, el recuerdo de su proceder le aterraba. Si pensaba que efectivamente BU mujer había sido adúltera, al apreciar la enormidad de su vengauza, deapues de quince años, pareeíale que el castigo babía sido escesivameute cruel.

y la conciencia, ese juez inexorable que exije ettrecha CQenta de nuestros actos, alzaba BU voz po­taute en el corazon del caballer9, aumentando más las dUdad que le anonadaban y aumentando BUS dolores.

II

Tres días tl'anscul'l'idos' desde el de la conferencia con fray Jesús, Silvio, cada vez más atribulado, con­versaba con Susana y se desarrollaban las escenas que vamós á relatar.

- ¿Qué tienes? ¡por qué estás tan triste? Ah! ya sé por qué (>stás así! - le decía Susana.

El, sin hacer caso de las palabras que le había dirijido la jóven, esclamó:

- Mi querida hermosa! - No me llames así. .. - ¿Qué dices? - No me llames querida, ni hermosa. - ¿Por qné? - Tengo que decirte una cosa que me dijo la cie-

guita, mi madre. - Qué te dijo? - Que tú eres mi padre; y como ella, que es mi

madre, me llamaba hija mía mientras estuve á su lado, tú debes darme igual tratamiento. Llámame, pues, hija mía; no me llames hermosa, ni querida, y yo te llamaré padre mío. iTe enfadarás si te llamo así? Padre mío; sí, así te llamaré - y se arrojó sobre el caballero abrazándolo con ardiente cariño.

Silvio se dej6 abrazar inclinando la cabeza sobre el pecho.

DH BUElfOS AIRBS 219

Aqnellas pa]abrail que acababa de escuchar erdn el golpe más doloroso que pudiera recibir.

La cándida niña que él había destinado para hacer de ella una amante, tal como lo imajinara eD. sus locos devaneos, le llamaba padre, y' le llamaba así por inspiracioll de Estela. ..

- ¿Ella te ha dicho que yo soy tu padre?-balbuce6 levantando ]a faz y clavando una mirada angus­tiosa en el rostro de ]a jóven.

- Sí - repitió ésta sentándosele sobre el regazo. - ¡Y por qué no me lo has dicho antes? .- No había recordado ... y como hemos hablado

tan poco despues que he vuelto á tu lado •.. - Y te habrá dicho tambien que yo ... - Solamente me decía. cuando de tí hablábamos,

que eres mi pabre y que debo quererte mucho. -¡Nadamásl - i Ah! sí, ya recuerdo. Cuando yo le dije que

tú me destinabas para que fuese tu esposa, l:mzó un grito y abrazándome dijo: ¡No, no. hija mía, si es tu padre!

Al oir estas últimas palabrds, Silvio esperimentó una impresion desesperante.

El grito de la conciencia empez;tba á despertar en su corazon el arrepentimiento. diciéndole con voz terrible: E~teta es ulla mártir, era illo(lente ; tú eres un criminal inícl}o. arrepiéntete y llora eternamente tu eterna desesperacion; esa niña que tienes en tu regazo es la hija de tl1 amor, la mujer que condenaste

220 LOS SUBTBRRÁNBOS

como adúltera era un ánjel .que Dios había colo­cado á tu lado para que hiciera tu felicidad sobre la tierra.

IU

Un pensamiento' siniestro cruzó por la imajinacioD de Sil vio.

La idea del suicidio. La última idea de los desesperados que, no teniendo

fuerza para soportar los dolores del alma, tienen valor para destrozarse el cráneo de un pistoletazo. Idea triste, más fría que la misma muerte, pero que en ciertos momentos de locura y de dolor preséntase á la mente del que ya no tiene una esperanza como una madre cariñosa que tras de larga ausencia y de fati­gosa peregrinacion sostiene en sus brazos amorosos para arrullarle tiernamente en el sueño del olvido eterno. La idea de morir, de terminar el combate de la vida buscando el reposo del no ser en el más allá de la existencia. El suicidio, el último refugio de los cobardes, porque no hay valor en el hecho insensato de destrozar la propia existencia: el valor es la perseverancia en la lucha cotidiana, el ánimo en los instantes de desesperacion, la virilidad en los momentos de angustia} la entereza varonil en las oorru¡ de abatimiento. .

- Terminemos, es necesario acabar de una vez-

DS 1IU1I1I08 ü1t8S 221

eeclamó de improviso levantándose y haciendo parar bruscamente á Susana.

- iQué te sucedel - murmuro la ióven. - - Ttmgo un infierno aquí, tengo un infierno aquí!

- repitió Sil vio colocándose la manó ilerecha sobre el pecho. '

- No te comprendo ... - No ... no puedes comprenderme, ni me compren-

derás jamá8; tengo Ull infierno aquí! - volvió á re­petir, y e!Dpezó á pasearse ajitado.

- iTe sientes man - Hay dentro de mi alma una templJlltad que tú

no puedes comprender; todos los rlljidos y las mal­diciones del averno repercuten en mi corazon, y en medio de la infernal batahola con que turban mi ra­zon, suena una voz más desesperante y cruel ... la voz del arrepentimiento! _ - Voy á retirarme; tú no estás bien... temo que te ~ue el accidente que otras veces has sufrido ...

- ~o, no te vayas. - Yo temo ... - No temas nada ... todo va á concluir: - Yo no sé ... me dál! miedo •.. - Oh! mi dulce Susana, divina flor, mi ánjel que-

rido, no temas, todo va á concluit,; espérame aquí un momento - dijo, y se marchó.

La jóven quedóse estática, sin esplicarse lo que motivaba la ajitacion del caballero.

222 . LOS SUBTERRÁNEOS

Este volvió en seguida trayendo una pequeña caja de caoba que colocó sobre una mesa.

- i Qué vas á hacel' ? - p¡'eguntó la jóven. - Nada. 'siéntate y espera Ilnos momentos.

Te dejaré solo. - No, siéntate y espera. - Siento deseos de llorar - jimió ~usana. - E~p~ra. siéntate un momento y despues habla-

remos; tengo que escribir. Dicho esto se aproximó á una mesa, coji6 un pliego

de papel de carta y se puso á es(!ribir apresura­damente con Illano trémula.

La jÓVl!ll se sentó en un sofá y empezó á llorar en silencio .

• Un secreto inesplicable presentimiento la aflijía. Silvia escribi6 algunús renglones, y parándose

esclamó: - Terminemos: acabemos de una vez - y abriendo

la caja sacó de ella 111\ par de pistolas.

IV

En ese momento 8e sintiel'Oll-los pasos de alguien que se acercaba.

Silvio volvió á colocar las pistolas en la caja y la cerró COIl presteza, como para que la persona que se aproximaba uo las viese.

Los pasos que habían interrumpido aq~ella escena se detuvieron á la puerta de la habitacion.

Era Cárlos.

DE BU ENOII AlltBS 223

- i Qué hacen Uds. aquÍ, tan retirados? - e8-clamó.

- Nada... conversábamos - respondi6 Silvia. - Estás altera30... ¡ Ocurre algo? - Nada, nada; déjanos solos unos instantes. - Vengo á participarle ... -- i Hay alguna novt:dad? - Acaba de venir el fraile que te visit6 antes de

ayer, y desea hablarte. - i Qué me querrá? - Ya debes suponer ... - i Nada te ha dicho 1 - i Qué quieres que me diga? Ha preguntado pol"

tí Y dice qu~ quiere conversar contigo. - Dile que vuelva mañana, que ahora no puedo

recibide. - i Por qué no quieres que t.e hable ahOloa! - Deseo estar solo; dile que - mañana habla-

mos. -.;' Por qué dejar para mañana lo que se puede

hacer ahora? Atiéndele y que se concluyan los asun­tos que tiene contigo. Créo que lo mejor sería que lo escuchases ahora.

- Es que ..• - Opino que debes recibirle y~atenderle. - Bien; dile que espere unos momentos. CárIoa mir6 con atencion á BU primo y en seguida o

se marchó.

224 LOS SUBTBRRÁNBOS

v

La jóven había cont.inuado mirando á Sil vio con cierta mezcla de terror y admiracion, permaneciendo sentada en el sofá.

El, así que se marchó Cárlos, volvió á sacar las pistolas de la caja.

Luego se acercó á la jóven diciéndole: - Acuéstate. - ¡Para qué? - Haz lo que te- digo; acuéstate. - Tú me dás miedo ... me espantas! - jimió aquella

temblando sin saber por qué. - ¡ Me obedecerás? - Sí~ sí, te obedezco! - Bien ... asÍ... acuéstate así... reclinando la cabeza

sobre el almohadon. - Ya estás complacido-dijo la jóven acostándose

boca arriba sobre el sofá y reclinando la cabeza en el almohadon.

Silvio la miró con ansie~ad indescriptible. Su mirada era vaga, espantosa. En el brillo siniestro de SIlS ojos se transparentaba

la lúgubre luz del insensato fl-enesí que hervía en su corazon.

- A-cabetnos! acabemos !-asclamó con voz doliente -Yo no puedo partir sin llevarte á tí, oh! mi hermoso ánjel querido! Volaremos j untos, sí, j untos á las

DE BUENOS AIRES 225

rejiones del más allá. Termine esta lucha desesperada, termine esta lucha angustiosa! No puedo más, es forzoso morit, !

-Qué quieres hacerme 1 - preguntó la jóven. - Ciet'l'a los ojos y piensa en .óiós: --No ... no .. , Déjame - gritó Susana, y levántan-

dose de un salto echó á correr en direccion al inte­rior de la casa.

VI

Sil vio no hizo ninguu mnvimiento para tietenerla, Sentóse en el so:fj., y prepat'8ndo el arma murmuro: - Solo ! .. , solo!,.. bien, mOtiré solo! Colocándose la boca de los cañones de la pistola

sobre la sien, agt'egó : - Perdono Dios mío! Así permaneció bt'eves' instantes~ De súbito fray Jesús'parós8 á la puerta de la habi­

taciorly al ver la actitud det caballero gritó: - Detente, ilW!ensato! Silvio lanzó un alatido lúgubre, se enderezó, miró

al fraile, dió algunos pasos'y luego rodó por el suelo ajitándose en horriblesconvulsionett

CAPITULO VI

Continúa gritando la conciencia

1

El primer movimiento que hizo el sacerdote fué reoojer del suelo la pistola que había escápado de la mano de Silvio y en seg'uida salió á la puerta de la habitacion pidiendo ausilio.

Inmediatamente vino CárIos. - i Qué sucede 1-preguntó alarmado. - Ya lo ve U.-respolldió fray JesÚd indicando

al caballero, cuyo estado de exacerbacion empezaba á mitigarse.

- i Se ha enfermado 1 -He llegado en el momento que apoyaha el cañon

de esta pistola sobre su sien para matarse - dijo el monje entregando el arma á Cárlos.

Este. poniéndola sobre una mesa, se aproximó á Sil vio diciendo;

- Es inesplicable tal resolucion ... levantémoslo, padre.

DB BUBIIOS AIRBS 227

Atzál'Onlo del suelo y lo acostaron sobre el sofá en que momentos antes se lr.\bia sentado para poner tér­mino á su existencia.

El accidente convulsivo que habia sufrido deje­neró en segllida en un profundo 8ésmayo.

Así permaneció algunos instantes. Como no ve,lviese en sí,- corrió al interior de la casa

en busca de alguu remedio hmiliar. Luego volvió trayendo un f!"asco de agua de colo­

nia con la cual roció el pecho y el rostro del enfermo. Momentos des pues recobró el sentido. Abrió los ojos clavando ulla mirada vaga en el

rostro de su primo, y murmuró: - Hazme el bien de dejarme solo con este sacerdote. - i Estás mejor .. do ? - Sí, ya me siento bien; quiero hablar con este

buen hombre; déjanos solos uuos momentos.

u

Cárlos salió de la habitacion. Silvio, así que quedó solo COIl el monje, dijo con

débil voz: - Padre ... iba á cometel· el último crimen ... U.

me ha salvado! - No, hijo mío, yo no he sido Ilusalvador : le ha

salvado la Providencia, que ha encaminado mis pasos hácia aquí.

228 LOS SUBTERRÁNEOS

- Bien, ahora ya ha pasado todo ... Padre, ya que ni la muerte quiere darme su reposo, estoy resuelto á arreglar las cosa~ de la villa del mejor modo po!!ible.

- Estoy á su disposicion. - Supougo que velldría á conocer mi última l'esolu-

cion respecto (le lo que me habló en su anterior visita1 - Es verdad; á eso he venido. --Ya podrá apreciar lo que yo hll;bía resuelto por

lo que ha visto. - Sí, iba U. á curar todos sus males con el des­

canso de la eternidad, pero Dios ha querido que yo llegase á tiempo, y esto quiere decir que Dios. ha dispuesto que U. se arrepienta.

Sil vio bajó la vista al auelo y permaneció sin res­ponder.

El fraile continuó: -Sí, hijo mío, yo he venido guiado por la mano

de la Providencia, que, cubrienclo á U. con las alas de su illñnita conmiseracion, lo' ha salvado para que pueda arrepentirse y ser feliz aún.

- i Ser feliz yo! -i Y por qué no? - No, no es posible! -¡ Que no es posible! - No, yo n.:> podré ser feliz nunca! U. conoce la

historia de mi vida, y portanto debe saber que para mí no hay felicidad sobre la tierra!

-Pues porque sé que la· felicidad le espera con lml brazos abiertos es que me atreví á visitarlo

DE BUENOS AIRBS 229

cuando vine á verle por vez primera, y por la misma J"8Zon he vuelto ahora.

- i Qué sueño tan hermoso! i qué quimera tan bella! Padre, póngase la mano so.bre el corazon : reflexione un instante sobre 10s acontecimientos de mi vida pasada, que U. conoce, y Jígarue si podré esperar, no digo la felicidad, dígame si podré eliperar siquiera un día de tranquilidad.

El fraile lo miró con severidad, se coloc6 la mano ~quierda sobre el pecho, cojió COII la derecha la cruz del rosario que pendía de su cuello y csclamó con voz reposada:

- Los que se abrazan á este símbolo sagrado 'que redimió á la humauidad, no pueden dudar de la omnipotencia de DiOB; Y los que al abrazarle vierten una lágrima de arrepentimiento. pueden ser felices aun en medio "de todas las amaloguras mundanales; arrepiéntase U., que sus lágrimas de dese8peracion humedezcan esta humilde imitacion del árbol sacro que estendi6 sus ramas benéficas sobre todos los hombres, borrando sus crímenes y dulcificando sus miserias, y yo, yo, humilde sacerdote, en nombre de este símbolo de redencion, digo á TJ. que sus penas serán consolada~ y mitigados sus dolores. A.rrepién­tase, hijo mío: viertan sus ojos el llanto del arrepen­timillnto, y la esperanza de Dios llegará á BU corazono

Silvio escuchó con recojimiento las consoladoras palabras dd monje, sintiendo que el corazon se le oprimía y ensanchaba al mismo tiempo.

t30 LOS SUBTERR.ÁNEOS

-Arrepiéntase,-repitió fray Jesús,-y la luz de la divina misericordia convertirán en dulce resplandor las tinieblas que turban su combatido espíritu.

- Perdon, padre... perdon! - esclamó Silvia ver­tiendo un raudal de lágrimas y'postrándose de rodillas á los piés del sacerdote.

- Yo, en nombre de Dios, te absuelvo-murmuró el monje, y agregó:

- Leváutese U. Soy un humilde fraile ... un pecador como los demás hombres. U., al arrepentirse, se eleva sobre mí; levántese.

III

Silvia se levantó enjugándose las lágl·imas y se sentó alIado del sacerd0te.

Este dijo con acento cariñoso: -Ahora falta que las hígrimas de su arrepenti­

miento sean enjugadas por una mano amorosa. -No, padre mío: ahora es necesario que la mano

de quien yo haya ofendido abofetee mi rostro. -iOlvida que hay sobre la tierra un ánjel que

solamente tiene amor para U.? -Mi mujer! -Sí, su amante esposa, que le ama; sn 1I0ble y

virtll033 a'pJsa. q'l) L;l ha per,lona.clo, y le ama y le amará siempre!

- i Estela, Estela! - jimió Silvia con desesperado

DB IU I!:!lO~ AIIlBl! 231 ----~~---~------"'.--- ---

acento, y empezó á sacu.-lirse los cabellos llorando y , repitiendo el nombre de la infortunada ciega.

-Tranquilícese U. ; su arrepentimiento borra todo el pasado.

-Oh! si el crímell pudiera bor'rárse despues de cometido! pero no, no se puede!

-Cálmese. U.cometió UIJ delito atroz, pero los hechos, aunque falsos y calumniosos, lo justifican un tanto.

-No puede haber perdon para mí! - i No éstá arrepentido 1 -Sí,Jo estoy. - i Reconoce que su mujer fué y es inocente t El caballero, recobrando su serenidad, permaneció

sin resp<Juder unos momentos y luego repuso: - Inocente ó criminal... -No diga criminal, porque no lo ha sido. - Bien, yo la perdono si me ofendió. Pero no podré

merecer su perdon, no: mi venganza fué horrible, mi venganza fué horrorosa !

-----,No se desespere U., ni espere el perdon de su anjelical esposa, porque hace mucho tiempo que ]e ha perdonado. Ella espera ansiosa e] instante en que U. le abra los brazos.

- Ella en mis brazos... oh! esa idea me espanta. -Su arrepentimiento no Bórá completo hasta que

no estreche entre sus brazos á. la desgraciada mujer que ]e ama.

-¡Este]a, qué siniestra fatalidad arrojó el cielo sobre nosotros !-esc]amó Silvio, y empezó á. sollozar.

IV

El fraile le contempló,con cariño y luego replicó: - Valor, hijo mío" valor; el tél'miuo de tantos

dolores está cercano. Las ;flHicciones y los remordi­mientos de quince años van á concluirse en un 1110-

mento; la piadosa mano~e Dios 10 ha di~pueBto asÍ. Valor, pue!', teuga valor, que ya no falta más de un solu paso para salir de I~ desolad!' senda del sufri­miento. Su esposa espera el momento de la n:conci­liacion.

- Yo no tendré valor para verla, ,pltdre ... Se me reventará el corazon cu~ndo ,la vea!

- Oh! la conciencia, el misterioso espíritu de la justicia eterna! - mur¡;nuró el srcerdote.

- Me arreura el pensamiento de verla! - Es necesario que haga U. un esfuerzo. -No ... no, Dios poderoso; no podré vel·la sin que

me mate la emocion... Los c(íncavos vacíos de sus ojos ... su voz ... su presencia me espantal'án! N9! no! no tendré fuerza wra verla... no quiero verla!

-Pero, no le he dj,c,ho á U. que lo ha perdonado? No le he dicho y repetido que 10 ama y que ansía con vehemencia el momento de arrojarse en sus brazos? ¡Por qué ahora esos temores? Termin~ll1os: es forzoso que dé á su esposa el abraz9~e la reconciliacion.

DE BUBNOS .• URES 233

v

El caballero calló y se quedó pensativo. El fraile lo miraba con afán aguardando unn eon­

testacion favorable á suspl"etensiones. -Animo, mi amigo,-repitió. - iVacila cuando

la felicidad 14:: sonríe con los brazos abiertos? Ea! concluyamos, que la esposa vuelva á los brazos del IlE!poso, que el beso de la recollciliaclOn y el perdon generoso pongan término á los dolores que durante tantos ¡¡ñl;s han dislacerado sus corazones.

- Está bien, la veré-dijo Silvio con voz lúgubre. - Yerla solamente no es bastante. -iQué más quiere U., padre? -Quiero que el enlntado hogar rooobl'e su perdida

alegría, cubriendo bajo un mismo techo á los recon­ciliados esposos.

- Está bien, padre, así será -respondió el caba­llero con doloroso acento, corno si al espr'esarse Uí le h!lbieran clavado un garfio ·en el corazoIl.

- i Alabado por siempre sea el nOIl1 bre de Dios, ,gracias ásudivina ,~isericordia !-esclamo fray Jesús abrazando al arrepentido pecador ..

VI

Permanecieron así algunos in~talltes. Ambos sollozaban. vertiendo abundantes I~rimas.

234 LOS SUBTERRÁNEOS

Sil vio vertía el llanto del arrepentimiento, fray Jesús lloraba de alegría.

Sus afanes habían sido corolJados por un éxito completo.

La palabra cristiana había vencido la rebeldía per­tinaz del espíritu de aquel hombre.

Estela, la desventurada ciega, iba á ser feliz. y todo esto em la obra de él. Tenía, pues, motivos

para llorar de alegría; su misioll era hacer el bien, y al conseguir el triunfo de la recoDciliacion de aquellos dos mártil'es de un destino fatal, su cOl'azon esperi­mentaba el plácido sentimiento que produce la satis­faccion del debe¡' cumplido.

VII

El piadoso y noble sacerdote se apartó, y enjugá:J.­dose las lágrimas dijo: • - Bien, hijo mío; ahora que todo el mal está reparado, es necesario tomar las medidas conducentes á terminar este asunto.

- Ordene, pacre - balbuceó Silvio conteniendo los sollozos y serenándose.

- Su esposa vendrá á esta casa pasado mañana; yo vendré con ella.

- Está bien. - ¿A qué hora? - A la que U. quiera.

BE BUENOS AIRBS 235

- A las diez de la mañana, si le parece bien. - Como U. quiera. -- Bien, á las diez en punto del día, pasado ma-

ñana, estaremos aquí. - Usted ordena. - Entre tanto dispondrá que se aneglen las habi-

taciones que ocupal"".í:n y tomará las demás mp,didas del caso.

- Será complacido. - Eotónces nada me resta que agregar. Ahora

mismo me marcho á comunicar á Sil esposa lo que he­mos resuelto. Oh! qué feliz, qué feliz va á considerarse!

VIII

Silvio, así que se marchó el sacerdote, llamó á Cádos, que se presentó diciendo:

-Todo lo he oido, todo lo sé. Temiendo que inten­tases hacel· algun disparate. he permanecido al acecho, obsertándote por los cristales de la pieza contígua.

-Luego ... - Apruebo tu resolucion. - Es la última de mi vida. - i Piensas atentar otra vez contra tu propia

existencia ~ -No. - Por qué dices eso, ent6nces? - Un tristísimo presentimiento me anonad~; cruel

236 LOS SUBT8I\RÁNEOS

desfallecimiento se apodera de mi cOl'azon: me parece que todo lo que me rodea está helado como la muerte, y mi alma vaga iudeciE'a por un inmenso erial árido y nebuloso.

- Fantasmas son esos que fraguan tu imajinacion, amigo mío. Ya vendrá la calma.

- La calma ... la calma de la muerte ... del reposo eterno: no puedo esperar otr3.

- Tu cabeza no está buena; el! necesario que hagas un esfuerzo y recobres tu perdido vigor. No pienses así.

- La idea de volver ,á ver á mi mujer me caulla ulla emocioll dolorosa. Quisiera morirme antes de verla.

- Déjate de esas aprehensiones fútiles, rechaza eSOH pensamientos pueriles. Puesto que todo se .. ha olvidado, aún podrás ser dichoso con ella.

- ¡Lo crees t - i Por qué n01 - Es imposible: ella será siempre el testigo ater-

rante de mi desgracia. - Bien, no hablemos más de estas COBaS: 'recobra

tu serenidad y ocúpate de disponer el arreglo del alojamiento que se ha de dar á tu mujer.

- Encárgate tú de ese trabajo. - Como quieras. - Las habitaciunes que ocupaba están en el mismo

estado ..• - i Te parece :bien que se le den esas mismas 1 - Me es indiferente.

DI!: BUBNOS" AlltES " 237 ~~------:------_._-----

- Voy á ordenar que las arreglen. Cárlus salió de la habitacion y fué á ordenar que

se prepararan las piezas que deberían servir de aloja­miento á Estela.

E~e mismo día todo qued6 dillpuestO' para el reci­bimiento de 1& pobre mártir, que despues de quince años de indecible tormento iba á volver al mismo hogar de donde habia sido repudiada, acusada de un delito que no había cometido .

• Ole ..

238 LOS SUL'TERIÜ.NEOS

CAPITULO VII

Preparativos

1

Sigamos á fray Jesús. Media hora despues de salir de la casa misteriosa

entraba á la en donde se alojaba Estela. Chimpá se hallaba en su compañía. - Aquí está el padrecito-dijo al ver al sacerdote. - Adelante, padre mío. ¡Le esperaba con ansiedad!

-esclamó. Fray Jesús corrió hácia donde est~ba la ciega y

abrazándola dijo con ardiente efusion: - Hija mía, hija de mi alma, todas sus penas van

á terminarse! - ¡Mi santo padre! - murmuró ella. - Sí, mi pobre y querida hija, Dios ha dispuesto

que terminen todos los dolores que la atormentaban. - ¡Padre mío! -Su esposo la espera arrepentido - agregó apar-

DB BUENOS AIRIIS 239

tándose y mirando con ternura el bello rostro de la ciega,

-¡Mi esposo me elipem! -Sí, sí, su esposo que se ha arrepentido y está

dispuesto á recibirla en sus brazos. - ¡Cielos! iqué dicha! - Todo'está arreglado; he vellido á advel'iirle que

se prepare para volver á su hogar. - ¡Gracias, Dios mío, gracias, Dios misericordiollO ! - Pasado mañan", á las diez vendré yo por aquí

para que vayamos juntos á su antiguo hogm'.

II

Chimpá, que había escuchado con atencion, lanzó un leve gruñido y meneó la cabeza en son de duda y de disgusto. Fray Jesús, al oide, continuó dirijién­dose á él:

- y tú tambien irás con nosotros: la I'econcilia­cion c~ para todos.

- Hum! hum! no quiero ir ni quiero que vaya mi ama ... Silvio es muy traidor y muy malo-rezongó Chimpá:

- Cállate, Chimpá - dijo Estela COIl enerjía. El negro miró á su señora y replicó: - Ama mía, no vaya; Silvio es UD perverso, va á

matar á mi ama. No, aOlita mia, no vaya! - Cállate - repitió Estela.

240 LOS SUBTERRÁNEOS

- Vamos, vamos; es necesl\rio que tú tambien ol­vides - dijo fray Jesús.

- Olvid"r! Hay cosas que no pueden olvidarse! - grn ñó el negro.

Estela repitió con voz doliente: - Pero Chirnpá, ite has propuesto m:>rtificarme~ - Perdóneme, amita; no volvel'~ á hablar, pero ... - Déjanos solos - ordenó la ciega. El noble negl"O salió de 11\ habitacion rezongando

y meneando la cabeza.

111

Estela, que creía que cuanto acababa de comuni­carle el monje era un sueño, pOI' que había tanta fe­licidad para ella en el hecho de reconciliarse con su esposo que le parecía mentil"á que llegase á reali­zarse, pregunt6:

- iE,¡ verdad, padre mío, lo que acabo de escuchar; es cierto que Sil vio me espera para reconciliarse con­migo?

- Sí, hija mía, es verdad. - Bendita sea la bondad divina! Yo no esperaba-

tanta ventura. - La reconciliacion de U: con su esposo es un

hecho: ya está dispuesto tódo, y ahora solamente falta que llegue el momento prefijado.

- iY por qué no vamos ahorá1

DI!: BUI!:NOS AiRSS 241

- He creido oportuno 'dar á su esposo una pequeña tl'egua, y por eso hemos resuelto aplazar hasta pasado mañana el último acto de l'eColH.'iliacion. Una vez que queda advertida, me retiro.

- iSe va U. ya1 - Sí. - ¡Tan pronto! - Y'8 tendré ccasion de hacerle largas visitas

cuando esté U. en su casa. - Padre mío! cuánta felicidad voy á deberle; que

el cielo premie los favores qne le debo! - Nada me debe, nada me deberá: mi único de­

seo es que llegue á sel" feliz. - Ya lo soy, padre mío, desde el momento que sé

que mi esposo me espera. Trataron en seguida de los preparativos relaciona­

dos con el regreso de Estela al hogar marital, mar­chándose luego á BU convento fray Jesús.

Su corazoll latía henchido de dulce satisfaccion .

• Q =

16

242 LOS SUBTERRÁNEOS

CAPITULO VIII

Un bribon arrepentido

1

Al volver fray Jesús al convento le espel'aba una sorpres!, de sensacíon. Apenas había ent.·ado á .su celda, se le presentó el lego portero diciéndole:

- Ahí está unindivíduo que acaba de llegar en un coche y que desea hablar con U.

- iHa dicho su nombre! -No. - iNosabe par", qué me busca! - Viene ajitado y lo único que ha dicho es que

tiene que hablar con U. inmediatamente, pues que el asunto que le trae es muy urjente.

- Dígale que pase á.verme. Ellego salió y un momento despues recibía fray

Jesús al indivíduo que deseaba hablarle. Era el sirviente de D. Ireneo. - iQué ocurre? - preguntó el monje.

DE BUIIII08 ~l1\.S 243

- Mi señor se muere y pide:í. gritos que quiere hablar con U.

- ¡Que se muere don Ireneo! - Sí, señor; está malísimo: he deja~,? tres médicos

á su cabecera. - Pero no puede ser. - El estado eft quase halla el patron es gravísimo;

su enfermedad, que se creía fuese nada, se ha dea­arrollado en unas cuantas hO"as poniéndolo á las puer­tas del sepulcro.

- Bien, vaya U. y dígale que dentro de una hora iré. - Me ha ordenado que si lIeg¡\ba á hallarlo á U.

le suplicase que fuese conmigo inmediatamente. Ahí, á la puerta espem el coche.

- Está bueno, vamos-dijo el sacerdote.

II

El coche, ti~ado por una briosa yunta, partió con lijereza en direccion á la casa del solteron, condu-ciendo al fraile y al sit·viente. -

A los diez minutos lIe bajaba del vehículo fray Jesús y entraba al dor"mitorio del enfermo.

Este estaba a.compañl\do de otro sirviente; los médicos se habían retirado.

- Me muero, plidre, me muero! - balbuceó con débil voz.

- Dios eteruo, qué cambio tan repentino!~mur-

244 LOS SUBTERRÁNEOS

muró el monje clavando una mirada de admiracion en la faz descompuesta del solteron.

- La muerte se acerca ... se aproxima el último mo­mento ... el valor no me falta ...

- ¡Señor D. Ireneo! - Nada de aspavientos... soy un hombre que se

muere ... y ... quiero arreglar mis cosas antes de par­tir ...

- ¡Quién lo pensara! Pero esto no puede ser! U. se mejorará.

- No ... no ~ay mejoría ... Mu restan pocas horas de vida ... Antes de que empiece lá agonía quiero arreglar todo.

- Pero iqué tiene U1 - Ni yo lo sé ... lo que sé es que voy á mom. - Dios mío!-murmuró el fraile. -y bien, iqllé

quiere qlle yo haga? - Quiero morir tranquilo. - Dios lo querrá así, si llega ese triste caso. - Estoy mal... no debo fatigarme mucho ha-

blando en vano ... ino sospecha para qué le he man­dado llamar?

-No. -He resuelt{) acceder á las súplicas que U. me

hizo respecto de la muchacha esa ... . ~ ¡Dios ha tocado su corazonL. Bendito sea el

nombre de Dios! - U. irá á decirle que estoy resuelto á reS3r-

DB BUBII'OH AlItllll 245

cirla dándole mi nombre é instituyéndoltl mi here­dera uni versal.

- ¡Cielos! ieB verdad lo que escucho? Don Ireneo, quizá U. delira ...

- No... mi razon está en su perfecto estado ... corra á buscarla ... venga con ella ... pronto!

- Oh! Dios, qué cosas hace tu mano omnipo­tente! - b¡¡lbuceó el sacerdote.

- Vaya y 1ráigala ... Si no quiere acceder, suplí­quela ... mi agonía será horrible si yo no desahogo mi conciencia!

- Voy, voy corriendo! - esclam6 fray Jesús. - Vaya U. enmi coche. - Acepto; voy volando: en seguida estaré de vuelta

- dijo el monje, y sali6 apresuradamehte. Abriendo la portezuela del coche. que había que­

dado esperando á la puerta de calle, y pouiendo el pié en el estribo, grit6 al cochero:

- A prisa, á la calle de ... número ... El cochero fustigó los caballos, que arrancaron al

trote.

111

Transcurrido el tiempo suficiente para el cumpli­miento de su mision, regresaba fray Jesús, acom­pañado de Sofía, á casa de D. Ireneo, quien al ver­les entrar esclam6 ansioso:

- ¡Gracias á Dio!!! ¡Por fin han llegado Uds:!

246 LOR 8UBTERRÁNBOS

- Aquí nos tiene á sus órdtlDes, respondió fray Jesús.

Sofía empezó á temblar: la voz del solt~ron, que no había escuchado desde la última vez que le vió en la cárcel. le infundía pavor.

- Acérquese U., no me tenga miedo - uijo á la jóveu, y luego dirijiéndose á fray Jesús:

- Tenga la bondad, padre, de dejarnos solos unos instantes.

- Está bien - respondió el aludido, y salió de la habitacion.

- Acérquese U., no tenga miedcI,-repitió el sol­teron;-creo que voy á morir, y necesito que me per­done. Yo le he hecho un gran mal, pero estoy dis­puesto á remediarlo haciéndole todo el bien que yo puedo ofrecerle.

Sofía no respondió y permaneció como clavada en el suelo sin atreverse á levantar la vista.

- Ah! no quiere perdonar á un moribunuo!­murmuró el cobarde solteron-¡,Será posible que U. no me perdone?

La jóven lo miró compasivamente, pero no se atrevió á responder.

-- La he mandado llamat' para hacerla mi eg­

posa,-coniinuó don lreneo,-para darle la mayor y más convincente prueba de mi arrepentimiento. Voy á unir mi nombre al de U. si es su voluntad. ¡,Me perdona todo el mal que haya -podido hacerle?

- Sí, señor, lo perdono-balbuceó Sofía, queem-

DE BUBNOI AIRES 247

pezaba á sentir compasion por su inícuo perseguidor. - Gracias! ¡me alivia con esas dulces palabras!

Acérquese U. y permítame que estreche su mano!

IV

Ella se aproxim6 al lecho. Su jeneroso corazon perdonaba de veras á aquel

hombre que la había hecho su~r tanto. La más sincera compasion embargaba en ese

instante su espíritu noble, y olvidando todos 1011 agra­vios que recibiera del hombre que le pedía perdon, .Ie tendi6 la mano cariñosamente.

- Gracias! gracias! es U. un ánjel. Yo he sido un infame, pero me arrepiento de todo el daño que le he hecho.

- Sí, sí, yo lo perdono!-repitió la j6ven. - Ahora - continuó el solteron-es necesario que

U. ~e diga con toda sinceridad si al aceptar mi mano lo hace sin violentarse.

- Sí, señor. - Le hago esta pregunta. porque no obstante de

anunciarme su aceptacion la presencia de U., quisiera .ber si guardará mi nombre con algun aprecio y si habrá quien vaya á verter una lágrima sobre mI tumba ...

- Oh! no morirá U. Dios DO lo querrá! - Quisiera conocer los verdaderos impulsos de su

248 LOS BUBTBRRÁNI!OS

corazon. Si muero, ignardará U. algun recuerdo para el hombre que la ofendió tanto?

- No, no; yo le he dicho·á U. que lo perdono. - y si no muero ahora ... si mi existencia se pro-

longa, illegará U. á mirarme con cariño? - Yo amaré y respetaré á mi esposo como debe

amar y respeta,· al hombre que le dá su nombre toda mujer honrada.

- Oh! mujer divina! jY yo que no supe apreciar cuantos tesoros de ternura y de nobleza guardaba su corazon!

v

Don 1reneo permaneció estrechando la mano de la jóven y contemplándola CaD cariño.

El miedo que perturbaba su cabeza (porque la en­fermedad qne le aquejaba era puramente miedo vil) empezaba á desaparecer, y sentía que se reanimaba su abatido espíritu.

El calor de la mano virginal que tenía entre las lilUyas, la aureola de candor y de inocencia que resplandecía en el bello r08tro de Sofía comenzaban á vivificar la amortiguada fibra de su corazon.

- No! uo! no moriré! - esclamó de improviso.­Yo debo vivir, sí, debo vivir para hacerla feliz, para dedicar toda mi existencia á la felicidad de U.!

- Sí, vivirá; Dios lo querrá así! - murmuró la jdven con dulce y armonioso acento.

DH BUHNOS AlI\B8 249

- Dios ]aescucbará, porque U. es un ánjel! Abora - agreg6el arrepentido pícaro -es necesario que los hechos justifiquen lall promesas: tenga]a bondad de llamar á ese buen sacerdote.

Sofía se asomó á la puerta de la babitacion y llamó á fray Jesús. Este, que esperaba con impaciencia el resultado de la entrevista de los presuntos cóny1Jjes, se presentó diciendo:

- iRan concluido Uds.? - Sí, padre,-respondió D. Ireneo;-ahora sola-

mente falta que la relijion anude para siempre ]os vínculos sagrados que han de unirme á esta jóven.

Ese mismo día se verificó' el casamiento. La virtud habia triunfado.

250 L08 SUBT8aÚNBOS

CAPITULO IX

En que D. Aniceto, Panchita y Doi'ia Ino­cencia salen á respirar el aire libre

1

La víspera del día señalado para la reconciliacion de Estela y Silvia, éste y Cárlos hallábanse sentados freute á frente, en el jardin enrejado de la casa mis­teriosa, espresándose el primero:

- i Está todo dispuesto 1 - Sí. -i V á á ocupar las millmas habitaciones que 6cu-

paba1 - No hay en la casa otras lll:ás á propósito. - i Todo está al'reglado,_no faltará nada 1 - Nada faltará: todo se ha preparado. _ Día de tremenda emocion será el de mañana

para mÍ. - Será de reconciliacion y olvido. - Sí, de olvido; sí, será día de olvido ... de olvido

eterno, porque es forzoso olvida!' para siempre!­esclamó Silvia con acento siniestro.

DB JlUBKOS All\BS 251

- Día de olvido y de reconciliacion sincera. - Será sincera. ó mejor dicho lo cs, porque yo

ya estoy reconciliado con ella deilde el fondo de mi alma; pero olvidar! Oh! si se pudiera olvidar! Pero no, no se puede! El corazon es un reloj maldito que á cada momento repite la hora del p8l!ado; solamente deteniendo el hálito que lo anima se puede olvidar.

- Ya olvidarás: no hay herida del alma que no llegue á cicatrizarl!e.

11

Silvio no respondió á las últimas palabras de su primo.

-Permaneció meditabundo. i Qué ideas cruzaban por la mente de aquel hombre

al pensar que dentro de pocas horas tendría entre sus brazos á la mujer á quien en Ull momento de horri­ble desesperacion había arrancado los ojos! i Qué pensamientos cruzaban por su cerebro al r6Cl>rdar aquel episodio sangriento!

Indudablemente de muerte y de desesperacion: pen­samien tos insensatos.

Estela, la infortunada ciega, su mártir esposa, era un fantasma siniestro que veía en todas partes, que á cada instante gritaba á su conciencia con voz terrible.

El sabía que ella le había perdonado, sa~ía tambien que lo amaba; pero el remordimiento, ese torcedor

252 LOS SUBTI!RRÁNI!OS

implacable, no le permitía gozar un momento de reposo.

Otros recuerdos venían á aumentar Sil ansiedad: los de sus incestuosos amores con Susana.

i Qué respondería á su mujer cuando llegara el momento de dar esplicacion á la conducta obser­vada con su propia hija?

Su situacion era angustklsa. Los pensamientos que hervían en su cabeza eran

a tert"1I1l tes. Por eso callaba sin saber qué responder.

111

Cárlos interrumpió el silencio recordando á otros personajes actores en estas crónicns.

- i Qué haremos -- dijo--con los prisioneros que tenemoi! en los subterráneos? Bueno será que con­cluyamos por abrirles la puerta y dejarlos que se vayan á tomar el aire. . ~ Me había olvidado de ellos - respolldió distrai­

damente Silvio . . - Tú dirás lo que debemos hacer con esas tres

momias que tenemos encerradas. - Lés daremos la libertad. -i Cuando? - Ahol'a Ó mañana, cuando te parezca mejOl·.

DE RU~NOS AIRES 253

- Ya no hay objeto de tenerlos encerrados. - Es verdad. -Luego ...

Puedes decit, á Miguel que les deje marcharse ahora mismo.

- Voy á dar la árden. - Espera, - i Qué? - Será prudente que tú acompañes á Miguel. - iPara qué? - Para que les digas q1le si no guardan el más

proflllldo secreto sob.',) lo que han visto, les volve­remos á encerrar. El ternol' de no caer otra vez en nuestl':\S manos l\:ls hará callar.

- Está bien. Dicho esto, sali6 Cárlos pOL' la puerta del enre­

jado que daba al jardiu y se encamin6 á la habita­cion que ocupaba el mudo.

Comunicóle lo dispuesto y ambos se dirijieron á II!- boca del pozo que servía de entr-dda á los subterrá­neos.

IV

Uua media horo despues el mudo abría la puerta del recinto en donde se hallaban los prisioD_eros.

Cárlos S8 dirijió á ellos diciéndoles :

254 I,OS SUII1'EllRÁ.!lEOS

- Van Uds. á salir en libel·tad, con ulla con­dicion.

DOIl Aniceto dió un salto y se postró de rodillas á los piés de Cárlos, esclamando :

- ¡Oh! ánjel divino! i Sálvame, sálvame de las garras de estas ... señolas!

- T~dos van á quedar libres,-replicó el caballero haciendo levantal' al viejo, -COIl 11\ espresa condicion que han de guardar secreto respecto de cuanto hayan oido y visto y tenga relacion con nuestra casa y estos subterráneos.

Don Aniceto, sin dar tiempo á que sus compa­ñeras respondieran, gritó:

- Yo juro callar como un muerto, aunque ... no, no será necesario que yo calle, porque. así que me vea libre voy á dar la vuelta al mundo corriendo como rata trasnochada que no en­cuelltra la cueva, y he de corre l' con tal furia que, aunque yo hable, nadie me podrá escu­char.

Pan chita, exhalando un suspiro, murmuró:

- Ingrato! .. , Y yo cQrreré detrás de U.!

- Me arrojaré á la catarata del Niág.tra ! - dijo con enerjía el viejo, que empezaba á envalentonarse con el anuncio de la libertad.

- Bien, terminemos - repuso Cárlos.- iMe pro­meten Uds. guardar silencio sobre todo lo que han visto?

DR BURIIOS AIRBS 255

- i Lo juro por San Agapito y las once mil vír­jenes! - dijo D. Aniceto.

- i Y Uds.1-agregó el caballero dirijiéndose á las mujeres.

- Callaré-gruñó Doña Inocencia. - Yo tambien--:-espondi6 Panchita. - Hemos concluido: en marcha-ordenó Cárlos. Por fin D. Anioeto, Panchita y Doña Inocencia

salieron de los subterráneos .

... 11 •••

CAPITULO X

Alllores fósiles

1

El alcalde y sus compañeras :;alierou á la calle. Doña Inocencia, bramaudo de rabia y jurando vEm­

garse de Cosamala y su compañero, marchóse á prisa á sn casa.

Don Aniceto, así que se vió en la" calle, miró á todas partes, se apretó la galera hasta las orejas, y agarrándose los faldones dellevitoll, dijo en actitud. de echarse á correr:

- A la una... á las dos... á las tres! ... - ¿Qué quiere hacer?-esclamó Pallchita, que no

perdía de vista los movimientos de su ingrato y arrugado Narciso.

- Huir, correr mientras viva, no detenerme un solo momento! - respondió el viejo, y pretendió realizar su intento; pero ella, agarrándole con fuerza de los faldones, lo detuvo.

- Suélteme! Buélteme! - gritó él.

DE BUENOS AIRBS 257

- No, tendrá U. que arraatrarmepor donde quiera que vaya; yo no lo dejaré. i A dónde quiere irse?

- Al infierno ... á cualquier parte, con tal que sea lej~ de esta casa maldita ... Déjeme huir!

- Nunca ... U. no se apartará de mí mientras yo tenga fuerzas para seguirlo! - eBCI~JIló la solterona sin soltarle los faldones del leviton.

- Déjeme! i Huyendo siempre me veré libre de todas las persecuciones de que he sido víctima y ... así tal vez pueda dar con mi pobre Sofía - dijo con angustia al record al' á su hija.

- Quedándose U. en edte barrio será más fácil que la encuentre.

- i Lo cree? - preguntó el viejo mirando con ansiedad á su protagonista.

- Sí, lo creo. - i En qué se funda 1 - En que si su hij¡\ desea ver á U. vendrá á bus-

carlo por aquí. - A la veruad ... no es errada esa suposicion,

pero ... suélteme! -:- Con una condiciono - Veamos. - Ha de venir U. á mi casa. - iPara qué? - Para que conversemos oon calma y tratemos

de buscar á su hija. - Concedido. - Vamos.

17

258 !.OS SUBTERRÁNEOS

- Au'dando. Pet·o, suélteme los falclones. - No, así iremos; yo lo llevaré bien agl\rrado. A

los ingratos, las mujeres que los aman deben tenerlos siempre agarrados de los faldones de las levitas, ó de las orejas.

- Pero señora 1... - Nada, nada; marchemos así! - i ElItá buello!- murmuró D. Aniceto, suspirando

como aquel que hace un esfuct·zoheróico para resig­nara~ á seguir la marcha de los SUceFlOB.

11

- Panchita indicó el rumbo de su casa. - ¡Pero scñora!-suplicó el viejo -¡ suélteme; le

juro que no dispararé! - Bien; queda libre, pero ¡cuidado con intentar

escaparse! - respondió la solterona soltando los fal­dones.

- No intentaré huir; he cambiado de resolucion. Panchinta llegó á la puerta de su domicilio y

penetró á las habitaciones. Todo el mueblaje estaba en el mismo estado que

lo dejara cuando fué aprisionada. La relamida solterona tomó asiento al lallo de BU

rebelde amante. Este la miró con cierto aire de desconfianza y

dijo:

DI!: RUl!:liOS AIRBS 259

_ Veamo.'l iqué es lo que quiere comunicarme? _ Empezaré por decirle que iba U. á cometer ona

zoncería t9tando de huir. - Es el único m~dio de vivir en paz que me resta :

correr, huir siempre! - Calle, no diga eso! - Que no diga eso 1- i Quiere que me quede por

estos nh-ededores para que el día menos pensado me encierren otra vez en esos malJitoa subterráneos?

- Es qne tal cosa 110 volverá á suceder. - ¡Puede U. respondet· de las intenciones de ese

diabólico Cosa mala ? -Sí. - Usted delira. - Guardemos el secreto que se nos ha recomen-

dado respetar y nos dejarán en paz. - Yo no me fío ni me fiaré nunca del indivíduo

Cosamala, ni de Sil compa-lre el que lIOS recomendó que calláramos. Cualquier día, por diversion 6 por complacet'se en nuestro martirio, no~ vuelven á en­cerr~r.

- No tenga recelo; nos respetarán si respetamos la condiciou de callar que se nos ha impuesto.

- En fin, allá veremos; pero ... - i Pero qué 1 - Yo no permaneceré por aquí mucho tiempo. - i A dÓllde piensa il', hombre de Dios! - Ya lo he dicho; qniero dar la vuelta al ro uJl(lo ... .::

260 LOS SUIITBRl\ÁNROS

corriendo siempre ... Ay! si yo hallara á mi Sofía. - Quédese U. conmigo y la hallaremos. - i Qtledarme yo con U. ! - i Y por qué no? - i Es uecirque pretende que yo viva jllntocon U.? - Eso pretendo, y no puede ni debe despreciarme. - i Vírjen mía del Cármen! - Señor Don Anicet~,-dijb Pan chita cón tono cari-

ñoso,-es necesario que U.sea razonable. Escúcheme. -i Qué va á decirme ? - Usted es un hombre solo, ya algo entrado en

años; no tiene quien lo cuide, ni siquiera tiene un hogar; i por qué no acepta el mío que le ofrezco con toda sinceridad, y además mi- compañía?

D. Aniceto escuchó con calma la pl'Opoaicion y clavó la vista en el suelo en actitud reflexiva.

La perseverante enamorada continuó: - Sí, señor, debe aceptar el ofrecimiento que le

hago; i qué vá á hacer solito por el mundo? Segura­mente su hija aparecerá, pero eso será quien sabe cuando. Enke tanto debe permanecer tranquilo; y en ninguna parte hallará mejor reposo que en mi humilde casa, ni nadie lo cuidará mejor que yo.

- i Pobre mi Sofía! Oh ! si yo pudiera encontrarla! - Ya la buscaremos y daremos con ella, pues es

. necesario, para que tal esperanza llegue á realizarse, que pel'manezca U. sosegado; así, con calma, podrá hacer diligencias para hallarla. i Acepta mi ofre­cimiento?

DE BUENO! AIRES 261

Don Aniceto no sabía qué responder. Comprendía ql\e era muy razonable cuanto se le

decía, y que había mucha jenerosidad en aquel ofre­cimiento, mas comprendía tambien que dtJtrás de tal procede¡' existía nna segunda intellcion: el deseo de enredarlo en las redes del matrimonio; y aceptar aquella proposicioD era declararse cautivo.

Sentía alguna simpatía que lo iuclinaba hácia la solterona, pero de ahí á (:asarse con ella había mucha distancia.

111

Entre tanto no perdía ella la esperanza. Comprendiendo que reflexionaba sobre lo que

acababa de decirle, se preparó á. quemar su último cartucho, á boca de jarro, para ¡abrir brecha eu aquella derruída fortaleza que, no obstante tanta perseverancia en el ataque, había permanecido inespugnable.

- Señor D, Aniceto,-interrumpió, - i será posi­ble que no escuche mis súplicas, que no tienen más objeto que labrar su felicidad 1 iSe¡'á posible que rechace mi ofrecimiento 1

- No sé qué hace¡', murmuro el viejo. - No vacile: acepte, Ah! ya verá cómo lo voy

á cuidar, con cuánto mn y desvelo lo atenderé! - Bien, acepto! - dijo él hacieudo un esfuerzo

para hablar. - Oh! gracias! gracias! - esclamó Panchita con

vehemencia, y luego agregó:

2ü:! I.OS SURTERRÁNEOS

- Está escrito en el gran libro del ánjel que vela por las vírjenes de la tierra que U. ha de ser mi esposo!

- ¡Yo su esposo! - gritó el viejo con espanto. - Sí, ingrato, sin corazon, que no quiere ver mis

ánsias ni mi tormento ! - ~eñora!

- Sí, sí, será mi ~sposo! Don Aniceto repuso con viveza: - Pero dígame: ¿son tantos los deseos que tiene

U. de casarse? - Oh! si supiera U. qué ganas, qué ánsias ...

qué des'eos tan ardientes tengo de casarme! - Bien, ya hablaremos de eso; pero ahora hágamc

el gusto de no tocar el asunto. - ¿Podré alimentar una esperanza? - Sí, Y dé gracias á su perseveraucia, porque yo

había hecho firme propósito de uo volver á casarme. - Graci~s ... gracias ... van á terminar mis COIl­

goja!:'! - jirnió la relamida solterona. - En cambio se aumentarán las mías-dijo con

sorna el bellaco viejo. Panchita se quedó contemplándolo llena de satis­

faccion, y no pudieudo retlistir más á los impulsos de su cor3zon, le dió un sonoro beso, al descuido, que él recibió protestando y diciendo que aún no era tiempo.

DB BUENO! A.IRE! 263

CAPITULO XI· .

Presentimientos

1

El día prefijado para la reconciliacion de Estela y Sil vio, fray Jesús salió del convento, encaminóse á la plaza de la Victoria, y tomó UII coche de alquiler di­ciendo al conductor :

- Calle de ... número ... Veinte minutos trascurridos bajaba á la puerta del

domicilio en donde se hallaba asilada la ciega, . y en­tracdo á la habitacioll que ésta ocupaba le decía:

- Buen día, hija mía. i Está ya preparada! - Sí, padre mío: espero las ól-denes de U. - Entóncos no hay por (lué perdal' tiempo: llame

U. al negrillo y vámonos. Estela llamó á Chim pá, que se presentó iumedia­

tamente. - Vamos á ir todos á la casa de tu antiguo amo

- le dijo fray Jesús.

~64 LOS sUBTllallÁNEos

- Está bien, padre - murmuró el negro con voz apagada.

- Es necesario olvidar todo lo pasado - agregó el monje.

- Yo no puedo olvidar ... - Perdona, si no pu-::des olvidar - dijú Estela. - Perdonaré, ama mía, perdonaré! - balbuceó

Chimpá. - Bien; en mal'cha: son las nueve y media; la

hora convenida se aproxima. A las diez en punto nos esperan-observó el sacerdote.

Tomando del brazo á la ciega, continuó: - Vamos, hija querida, vamos.

D

Estela se despidió de la dueña de casa, agra­deciéndole con sincera efusion el caritativo hospedaje que le había dado.

Al salir á la pue¡·ta de calle, dijo el monje indi­cando el carruaje que esperaba:

- Tú, morenillo, irás en el pescante. Chimpá dió un salto y se sentó al lado del

cochero. _ Servirás de guía diciendo al cond.uctor el rnmbo

que debe segnir - agregó, y subiendo al coche dió la mano á la ciega para que subiese.

DS IIUSN08 AIIlES 265

El carruaje se puso en movimiento en direccion á la casa misteriosa de la calle de Paraguay.

Penetremos á ella mientras continúa el viaje.

III

Silvia, paseálldcfe C(,roo un autómata por la ha­bi tacion que dentro de breves instantes debía alber­gar á su mujer, sacaba á cada momento el reloj y consultaba la hora.

Estaba pálido y ojeroso. Su mirada era vaga y siniestra. Su cuerpo se estremecía de vez en c\1ando, como

si una cOITiente eléctrica circulara por sus venas. Deteníase en el centro de la habitadon, miraba há­

cia la puerta, opl'imlas8 el pecho COII ambas manos y luego, pasándoselas por la frente como si qüisiera arrancarse algo que le punzara el cerebro, volvía á continuar Jos paseos.

Algunas veces pretendía exhalar uu suspiro, y en vez de suspira,' lamo:aha un ahogado jemido .

. Luego sacaba otra vez el reloj, lo miraba y con­tinuaba paseándose.

Parecía un reo condenado á muerte esperando en los postreros instantes la hora de marchar al cadalso.

Congojosa ansiedad devoraba su corllzon y su alma sufría todas las angustias y deefallecimientos de una agonía espantOl!a.

266 LOS SU!lTF.I\RÁNIIOS

De súbito se detuvo frente á un armario. Lc) abrió y sacó un pequeño puñal que escolldió

dentro del chaleco. Cerró el armario y continuó paseándose. Luego se detuvo frente á una v-,ntana que daba á

la huerta.

IV

El día estaba hermosísimo. Era una plácida y alegre mañana primaveral. Ulla de esas mañanas serenas y alegres que un

sol esplélldido ilumina; una de esas hermosas maña­nas que liwlamente se ven bajo el diáfano y azulado cielo de Buenos .A ires.

Los corpulentos y coposos árboles de la casa mia­terios" mecÍanse blandamente; cantaban innumerables jilguerillos perdidos dentro del umbroso follaje y las golondrinas lanzaban sus dulces trinos, aleteando, su­biendo y bajando en el espacio.

Silvia permaneció estático contemplando la arbo­leda y escuchando los trinos de los pajarillos.

Así estuvo algnnos instantes. De repente esclamó, cruzando los brazos sobre el

'pecho:

- ¡ Hermosa naturaleza! ¡Todo es feliz en tí, en tí todo es dichoso! Tienes tus días de tempestad y te conmueves y ajitas, pero á la tempestlld sucede la

DE BUENOS AIItES 267

calma y tu armonía desequilibrada un momento vuelve á 8U paz y á su bonanzao

Luego calló, y dejando caer los brazos con abati­miento, inclinó la c..'lbeza sobre el pechoo

Despues de permanecelo así breves momentos, le­vantó la faz, y mirando con honda pena el alegre follaje que se estremecía ajitado por la bloisn, continu6:

- Solamente el hombre, tu creacion más gran­diosa, llora y maldice en medio de tu concierto uni­versal; solamenta él es desgraciado mientras tedo en tí sonríe, oh! escelsa naturaleza!

Volvió á callaro Dió algunos paseos, y deteniéndose por segunda o

vez frente á la ventana, esclam6 con voz doliente: - iQué hay, Dios mío, dentro del corazout A la

más dulce esperanza sucede una duda más amarga que la hiel. á un grato sentimiento sucede mortal congoja; no hay placelo que no lo hunda un dolor, no hay una aurora de bienandanza sin que tlás elJa no estienda su 16brego manto ulla noche de insomnio y de martirio! iQl1é hay, Dios. mío, dentro del corazon del· homb¡Oet Lucha insensata sostiene desde la cuua hasta el sepulcro, y en esa lucha maldita, sin tregua ni reposo, cada pHSO que avanza ó retrocede queda señalado con un IIl1evo dolor ó un nuevo desencanto o iQué hay, señor, dentro del corazont ¡Un infierno de dudas y de afanes; y el hombre, tu obra m:ís her­mosa, oh! señor, es el réprobo de ese infierno, el eterno condenado á llorar y á maldecir corriendo fie-

268 Loa SUBTERRÁNEOS

nético detrás de una esperanza que. com.:> los colores del prisma, es una óptica viaion!

Volvió á inclinar la cabeza, abatido como si un peso insoportable lo agobiara.

Repentinamente se oy6 una música dulce y me­lodiosa y una voz sonora que modulaba una cancion mística.

Era Susana que cantaba acompañándose con el piano.

Sil vio, saliendo de la abstraccion momentánea en que había caído, se puso á escuchar con atencion y esclam6: -

- ¡Canta, dulce é inocente torcáz, canta, que tu tiernísimo arrullo sea la última vo~ que yo escuche en mi agonía!

DE I1UENOS AlRIIS 26\1

CAPITULO XII

La. reconciliacion

1

Cárlos se pl'esentó diciendo á Silvio: - La hora se aproxima. i Estás dispuesto? -Sí. - Pero ..• i qué tienes tú! - Nada. - Estás abatido; tu faz revela hondo pesar. - No tengo nada. - Tú sufres; en -tu cabez<\ se ajita algun pen-

samiento siniestro. Recházale, es necesano sel' hombre.

- No te preocupes de mí, nada me aflije. - Entónces, ¡por qué demuestras tal abatimiento! - La emocion que esperimento al pensar que voy

á ver á Estela embarga todo mi sér, y esta emocion es la causa del estado en que me encuentro. Tengo y tendré valor. '

:.no LOS RUBTI!RltANEOS

- Así lo espero, pues es forz()so que te revistas de serenidad. En la situacion á que has llegado sería un crimen retrocede¡'; y no sobreponerte á los impulso,; de tu cor¡\ZOD sería en tí una cobardía imperdonable.

- Oh! no temas; tendré la calma necesaria! - Estela es tu mujer; y pl!esto que te has conveu-

cido de su iuocellcia y que se va á echar un velo sobre lo paRado, no hay por qué vacilar.

- Te repito que teltgo el suficiente valor. - Bien, ah.)ra hablemos de ol.l·a co~a. ¡, A dónde

"as á recibirla?

- Aquí. - No me parece bien. Creo que Herá mejor reci-

birla en el salan de la calle.

- Así lo haremos. - Voy á propouert~ otra C,)s:\: yo saldré á reci-

birla, y despues que la haya hablado algunas pala­bras pal:a prepararla, irás á verla tú.

- Acepto. - Así tambien la primera impresion no será tan

fuerte pa ra tí.

- Dices bien. - Quedamos convenidos, desde luego, en que YOr'

saldré á recibirla. - Convenido. - En seguida yo te avisaré y tú, COII la debiua

calma, te presentarás á ella. i Te parece bien?

DE BU.lI'O~ AlIll!8 211

- Sí - balbuceó Sil vio con voz apenas pet'cep-tibIe.

- Oh'a advertencia- dijo Cádos. - Dí lo que quieras. - i Quiel'es que tu primer entrevista con Estela

sea sin testigos 1 .. - Nuestras pl'irnel'a'l palabras nadie deLe escu-

charlas. . - Así será. Nada más tengo que decirte. Me

retiro rogándote seas prudente. - Vé sin recelo: mi pl'Oceder será intachable. - Hasta dentro de un momento: la hora está

cercanu - dijo Cárlos, y salió de la habitacion. Silvio sac6 el reloj y miró la hora. - Las llueve y cincuenta! - murmuró -faltan

diez minutos!

II

Una voz arjentina dijo en la ventana: - i. Quieres que te dé un beso 1 . Era Susana. - Sí, ven, mi querida; ven, mi vida - esclamó

el caballero. # La jóven corrió saltando por entre las pequeñas mat~ del jardin y luego entró á la habitation es­clamando:

- Te he visto que estás muy pensativo y me han dado deseos de darte un beso para que te alegres.

~72 LO~ SUBTERRA.NEOS

- Ven, ven, mi dulce bien - dijo Silvio dándole un beso en la f¡'ellte,

- Además quería preguutarte una cosa, - i Qué qniel'es preguntarme, vida mía 1

- Tú me dirás si es cierto lo que me ha comuni-callo Cárlos,

- i Qné te ha dicho 1

- Que la cieguita, mi madre, vendrá á vivir con nosotros.

- Es verdall, - y me ha dicho que vendrá hoy. - :&; cierto, hoy vendrá.

- Oh ! qué alegría tan grande voy á sentir cuando la vea!

- i La quieres tanto? -- Lot quiero muchísimo; tanto como á tí. - i Pobl'e mi Susana!

- i Y tú la amas 1 - preguntó la j6ven acari-ciándole la barba COIl las manos. - i No se apartará

ya más de nosotros así que venga? i Vivirá siempre á nuestl'o lad.;!

- Sí. - i Tú la acariciarás y la besarás como á mí 1

- Sí... la acariciaré como á tí - balbuce6 Sil vio con acento lúgubre,

- i Qué alegres vamos á estar todos! Pobrecita la ciega, mi madre, mi querida madre!

DB lIUDOS .unBS 273 ___ ~~ .................... ___ ....... _-...-_~ . ...,."¡o.",,,.,,,,,,,-----,,,,,,,,.""'-''''''''.'''''''''''''-''''\.''''''_''''_,,,, _____ ,,,,,,,,,,,,

m

U 11 ruido sordo hizo estremecer levemente los cris-tales de la habitacion. ..

Era el produci:lo por el carruaje en que venían las esperadas visitas.

- Déjame solo, vete á pasear por el jal'din- dijo Silvio á la jóven.

- ¿Ya te has cansado de mi cooversacioo?-replicó ésta.

- No; hazme el favor: márchate; despues ten­dremos tiempo de conversar.

",,- _ - Pero ... .:::.¡ Déjame solo, te lo suplico ! Susana obedeció sin volver á replicat·. El, tambaleándose como un beodo, se aproximó á

un sillon y se sentó. No hubiera tenido fuerza para sostenerse de pié.

La emocion que esperimentaba dominaba su es­pÚ'itu, y desconsolador desfallecimiento se apoderaba de su corazon.

Iba á ver á Estela ... á la mnjer que había tenido encerrada en un subterráneo durante quince años .... Iba á ver las órbitas vacías de los ojos que él mismo arrancara!

IV

Pasados algunos momentos volvi6 Cárlol!i. -- Ahí están: ERtela te espera - dijo. - Bien, ya voy - respondió Silvio parándose. - Tu mujer sola te espetoa en la sala; el fraile y

el negro aguardan en nna pieza cOlltígna i Nada se te ofrece?

- Nada. , - V é, entónces; no pierdas tiempu. - Voy en seguida.

v

Dicho esto, Cárlos se march6 encaminándose al in-terior de la casa.

Luego salió Stlvio dirijiéndose á la sala de la calle. Sus pasos eran vacilan teR. Al llegar á la puerta se detuvo unos instantes. En segnida entró. La ciega esperaba sentada en nn sofá. Al sentir los pasos de S11 marido, esclamó: -i Eres tú, esposo mío? i Acércate ... ven, dame

UI) abrazo! El se acercó, le tomó la mano, y besándosela mur­

muró: - i Me perdonas? - j Con toda mi alma! - gritó ella.

lJl': BUI!:NOS .UDS

Sil vio la contempló con profunda tristeza, sacó del seno el puñal que había escondido y repiti6 :

- iMe perdonas, Estela? - Sí, te perdono. - Adios... para siempre ... adi~~, Estela! Perdon,

perdon, Dios piadoso!-balbuce6 Silvio, y se sepult6 en el pecho la aguda hoja del puñal.

Estremecióse, abrió los brazos y rod6 por el pavi-mento exhalando un débil quejido.

- iQué es esto?-esclamó la ciega. Al no obtener· respuesta, gritó desesperada: - Socorro ! ... fa\ol'ecedme! Fray Jesús y Chimpá entraron de improviso. Silvia,

con todos los signos de la muerte en la faz y con el puñal clavado en el pecho, yacía tendido sobre el pavimento.

- ¡Cielos! - etlclam6 fray Jesús - se ha quitado la vida !

- ¡Muerto, muerto! ¡ Mi espoao amado! -:- mur­muró llorando Estela. y eu seguida, lanzando un jemido doloroso, cayó sobre el cadáver de Sil vio.

Fray Jesús se aproximó á ella y trató de levantarla. El cuerpo de la infortunada se doblegó sobre sí

mismo. - ¡ Muerta tambien! ¡ Dios misericordioso! - pro­

firió fray Jesús aterrorizado. Chimpá se acercó á su ama y arrodillado empezó

á besarle los piés, como si con el calor de sus'lábios pretendiera devolverle la vida.

VI

En aquel momento entró Susana. Al ver en el suelo, inertes, á Estela y á Silvio, se

detuvo azorada y gritó: - i Por qné están ahí? Fray Jesús, en el colmo del terror, se retiró á un

estremo de la habitacion cubriéndose la cara con las manos.

- i Ay !-esclamó Susaua-¡ Parece que duermen el sueño de la mne!-te, ese sueño del qUe no se vuelve á despertar L .. i Yo quiero dormir con ellos eternamente!

y arrojándose sobre Silvio le arrancó del pecho el pnñal, é hiriéndose en la garganta, murmuró al mismo tiempo que caía encima de los inanimados cuerpos de 811S desgraciados projenitores :

- ¡ Padre mío: madre del alma!

FIlS

INDIO'E

PRIMERA PARTE

"". CAP. L - La casa misteriosa. •. • .• • .. . . . . •. ...... 5

H. - De como D. Aniceto descorrió una punt.a del velo que ocultaba 10$ secretos de la casa misteriosa y cosa~ estraordinarias que vió en él... . . . . .. .. . ......••.•.•. . . . . . .. 13

lIl. - Abajo de tierra. . . .... .. ............. 22 IV. - Huérfana y sola.. . . . . ... ............. 30

lO V. - Situacion desesperante.. ..•.........•• 38 VI. - Al borde del abismo. . . . .. . . . . •. ........ 53

,. VII. - En el subterráneo. . .. .... ..•......... 61 • VIII. - Escenas misteriosas. . . • • . . . . . . . . . . . . . . . 66

IX. - En la calle y sin hogar. . . . .. ........... 72 X. - Escenas abajo de tierra .............. , . . 76

XI. - Un ánjel y un demonio..... . .... ...... . 85 XII. - Lucha . insensata. . . .. • . • .• ............ 90

SEGUNDA PARTE

CAP. l. - Esplicaciones retrospectivas............. 105 ,. II. - En que continúan los sucesos retrospectivos

y se aclaran todos miRterios . . . .. ..... 112 IlI. - llon Aniceto y Chimpá. . . . . . . . . . . . . . . . .. 125 IV. - Angustias y alegrias.. ... . . . .....• ..... 131

- 11-

CAP. V.-Esposa y madre.... . '" .......... 141 VI. - Silvio y Chimpá.... .......... 147

VII. - Eva inocente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 159 .. VIII.·- Fray Jesús............ ............... 167

IX. - Otra vez abajo de tierra. . . . . . . . . . . ... .. • 179

TIIRCERA PARTE

CAP. 1. - En la cárcel ....••.•................... 11. - El torcedor de la duda. . .............. .

lO nI. - Perspectivas .....•......•••...•.•..... IV. - Un sallto y un pícaro ... '" ............ . V. - El grito de la conciencia ..........•.....

lO VI. - Continúa gritando la conciencia ..••..... )) VII. - Preparativos. . . . . . . . . . .. ..... ... . .. )) VIII. - Un bribon arrepentido ..... . " .... .

IX. - En que D. Anice~o. Panchita y Doña Ino-cencia salen á respirar el aire libre ..... .

X. - Amores fósiles .............. . ....•.. )) XI. - Presentimientos. . . . . . .. . ............ .

XII. - La reconciliacion ..•••................

185 194 202 206 217 226 238 242

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