los siete dias de la destruccion en cerro alto · 2019. 6. 19. · pular sobre la infantil vanidad...

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Los Cuadernos Inéditos LOS SIETE DIAS DE LA DESTRUCCION EN CERRO ALTO Carlos París DIA PRIMERO: MAÑANA DEL LUNES F ue como un clarinazo: el ambiente mili- tar se materializó en la totalidad del pequeño despacho. Las moscas que pulu- laban caóticas en la pesada atmósra comenzaron, repentinamente, a volar en discipli- nadas rmaciones. El lánguido y desmadejado colgar de las cortinas se tensó en vertical posición de firmes: al par, las sillas, avergonzadas de su coloquial disposición, hacían un eserzo por ali- nearse rectilíneas. Las palabras del coronel Duarte O'Lagüens caían solemnes, apoderándose de la realidad circundante, arrebatándola hasta el cielo del grave momento histórico. -Le he llamado, teniente -decía al joven oficial erguido ante él- para confiarle una misión trans- cendental. Nunca en la gloriosa historia de Ver- dunia un oficial de la escala suplementaria, un militar no prosion, se . enfrentó con tan tas responsabilidades, como las que usted debe asu- mir. Se trata de una misión capaz de desafiar al oficial prosional más valioso y experto. Y yo, teniente, he decidido encargársela a usted. Sin duda las circunstancias no me dejan mucho mar- gen de maniobra. Parece que la mala suerte, entre las escaramuzas y las enrmedades, se ha cebado durante las dos últimas semanas en la oficialidad que guarnece La Achacosa. Es un penoso re- cuento: el capitán muerto en una emboscada estú- pida, dos tenientes con disentería, otro que afirma ver a la Virgen todos los viernes, el comandante internado con «delirium tremens». Con valeroso eserzo se mantienen en pie dos oficiales, heri- dos, atendiendo como pueden nuestras líneas de vigilancia más próximas. Y de repente nos encon- tramos ante la urgencia de una operación decisiva en un momento verdaderamente crítico. Sólo me quedan tres oficiales en condiciones, y yo me he decidido por usted a pesar de que es el único no prosional. No voy a exponer las razones de mi decisión, la cual no supone, por otra parte -y que quede claro-, ninguna desvorización de sus compañeros. Simplemente pienso que en estas circunstancias concretas y para la operación de que se trata es usted el oficial adecuado. Usted conoce perfectamente el terreno en que va a tener que operar. Lo sé por algunas accidentales con- versaciones nuestras. Además me constan sus co- nocimientos de táctica y estrategia, que en per- sona tan estudiosa como usted no son inriores a los de un prosional. He comprobado su celo y su valor en más de una ocasión. 33 -Mi coronel, sus palabras tan generosas me honran prondamente y me obligan... El coronel interrumpió al teniente Jorge: -No crea que son palabras de mera oportunidad para animarle en estos momentos diciles. Puedo decirle que en más de una ocasión he ponderado sus cualidades en estos mismos términos ante mis compañeros. Justamente porque veo en usted un claro ejemplo de lo que puede representar la uni- dad entre el mundo civil y el ejército: lo que podemos darnos cuando superemos nuestros mu- tuos prejuicios. Una idea en que siempre insisto. Y verdaderamente hay mucha incomprensión por ambas partes. Por ejemplo, aunque se reconoce que es usted un excelente oficial, a veces -aquí la voz de Duarte O'Lagüens se relajó confidencial- mente- he tenido que denderle de ciertas chan- zas por sus ciones poéticas. Algunos compañe- ros consideran éstas como una debilidad impropia de un soldado. Se imaginan cuando piensan en un poeta algo así como un ser meluo paseando por un jardín con una rosa en la mano. ¡ Como si Julio César no hubiera sido un escritor! Y Gracián un gran poeta y soldado. Perdón... Garcilaso quería decir, tantos y tantos que usted conoce mejor que yo. -Mejor no, mi coronel -intervino cortésmente el teniente Jorge-. Solamente, desde mi perspec- tiva... -Volvamos a nuestro tema, teniente, ahora la única perspectiva que cuenta es la del campo de batalla. Siéntese que le voy a exponer la situación. El coronel Duarte O'Lagüens acarició y estiró sus blancos bigotes. Sus engomadas puntas se al- zaban verticalmente a ambos lados de la nariz como una ojiva invertida. El conjunto rmado por el apéndice nasal y los bigotes semaba, así, un ancla pilocarnosa suspendida de la ente e incrustada en el centro del militar rostro. Una vez que Jorge se hubo acomodado, bajo dicha ancla sonaron las palabras explicativas de la situación: -Es necesario que salga usted inmediatamente con la primera y la segunda compañía de inntes, además de las dos piezas de artillería ligera que tenemos en el poblado, hacia Cerro Alto. Es terri- ble. Resulta, según la inrmación que acabamos de recibir del Alto Estado Mayor, que el miérco- les, dentro de sólo cuarenta y ocho horas llegarán a los pasos de Cerro Alto las tropas de Armagun- dia, dirigidas personalmente por su general en je Cienegos, con la intención de invadir el llano y lanzarse por él con su rápida caballería hacia nuestra capital. Hay que reconocerlo: hemos caído en la trampa que el astuto de Cienegos nos tendió, simulando un ataque en Las Quebradas, una operación realmente de pura diversión, y que, al habernos tragado el anzuelo, impedirá al grueso de nuestro ejército alcanzar la llanura próxima a Cerro Alto antes de que transcurran tres o cuatro días, con anterioridad al jueves o viernes. Si el ejército de Armagundia consiguiera ocupar el ce- rro y las alturas que lo rodean podría desplegar

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Los Cuadernos Inéditos

LOS SIETE DIAS DE LA

DESTRUCCION EN

CERRO ALTO

Carlos París

DIA PRIMERO: MAÑANA DEL LUNES

Fue como un clarinazo: el ambiente mili­tar se materializó en la totalidad del pequeño despacho. Las moscas que pulu­laban caóticas en la pesada atmósfera

comenzaron, repentinamente, a volar en discipli­nadas formaciones. El lánguido y desmadejado colgar de las cortinas se tensó en vertical posición de firmes: al par, las sillas, avergonzadas de su coloquial disposición, hacían un esfuerzo por ali­nearse rectilíneas. Las palabras del coronel Duarte O'Lagüens caían solemnes, apoderándose de la realidad circundante, arrebatándola hasta el cielo del grave momento histórico.

-Le he llamado, teniente -decía al joven oficialerguido ante él- para confiarle una misión trans­cendental. Nunca en la gloriosa historia de Ver­dunia un oficial de la escala suplementaria, un militar no profesional, se . enfrentó con tan altas responsabilidades, como las que usted debe asu­mir. Se trata de una misión capaz de desafiar al oficial profesional más valioso y experto. Y yo, teniente, he decidido encargársela a usted. Sin duda las circunstancias no me dejan mucho mar­gen de maniobra. Parece que la mala suerte, entre las escaramuzas y las enfermedades, se ha cebado durante las dos últimas semanas en la oficialidad que guarnece La Achacosa. Es un penoso re­cuento: el capitán muerto en una emboscada estú­pida, dos tenientes con disentería, otro que afirma ver a la Virgen todos los viernes, el comandante internado con «delirium tremens». Con valeroso esfuerzo se mantienen en pie dos oficiales, heri­dos, atendiendo como pueden nuestras líneas de vigilancia más próximas. Y de repente nos encon­tramos ante la urgencia de una operación decisiva en un momento verdaderamente crítico. Sólo me quedan tres oficiales en condiciones, y yo me he decidido por usted a pesar de que es el único no profesional. No voy a exponer las razones de mi decisión, la cual no supone, por otra parte -y que quede claro-, ninguna desvalorización de sus compañeros. Simplemente pienso que en estas circunstancias concretas y para la operación de que se trata es usted el oficial adecuado. Usted conoce perfectamente el terreno en que va a tener que operar. Lo sé por algunas accidentales con­versaciones nuestras. Además me constan sus co­nocimientos de táctica y estrategia, que en per­sona tan estudiosa como usted no son inferiores a los de un profesional. He comprobado su celo y su valor en más de una ocasión.

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-Mi coronel, sus palabras tan generosas mehonran profundamente y me obligan ...

El coronel interrumpió al teniente Jorge: -No crea que son palabras de mera oportunidad

para animarle en estos momentos difíciles. Puedo decirle que en más de una ocasión he ponderado sus cualidades en estos mismos términos ante mis compañeros. Justamente porque veo en usted un claro ejemplo de lo que puede representar la uni­dad entre el mundo civil y el ejército: lo que podemos darnos cuando superemos nuestros mu­tuos prejuicios. Una idea en que siempre insisto. Y verdaderamente hay mucha incomprensión por ambas partes. Por ejemplo, aunque se reconoce que es usted un excelente oficial, a veces -aquí la voz de Duarte O'Lagüens se relajó confidencial­mente- he tenido que defenderle de ciertas chan­zas por sus aficiones poéticas. Algunos compañe­ros consideran éstas como una debilidad impropia de un soldado. Se imaginan cuando piensan en un poeta algo así como un ser melifluo paseando por un jardín con una rosa en la mano. ¡ Como si Julio César no hubiera sido un escritor! Y Gracián un gran poeta y soldado. Perdón ... Garcilaso quería decir, tantos y tantos que usted conoce mejor que yo.

-Mejor no, mi coronel -intervino cortésmente elteniente Jorge-. Solamente, desde mi perspec­tiva ...

-Volvamos a nuestro tema, teniente, ahora laúnica perspectiva que cuenta es la del campo de batalla. Siéntese que le voy a exponer la situación.

El coronel Duarte O'Lagüens acarició y estiró sus blancos bigotes. Sus engomadas puntas se al­zaban verticalmente a ambos lados de la nariz como una ojiva invertida. El conjunto formado por el apéndice nasal y los bigotes semejaba, así, un ancla pilocarnosa suspendida de la frente e incrustada en el centro del militar rostro. Una vez que Jorge se hubo acomodado, bajo dicha ancla sonaron las palabras explicativas de la situación:

-Es necesario que salga usted inmediatamentecon la primera y la segunda compañía de infantes, además de las dos piezas de artillería ligera que tenemos en el poblado, hacia Cerro Alto. Es terri­ble. Resulta, según la información que acabamos de recibir del Alto Estado Mayor, que el miérco­les, dentro de sólo cuarenta y ocho horas llegarán a los pasos de Cerro Alto las tropas de Armagun­dia, dirigidas personalmente por su general en jefe Cienfuegos, con la intención de invadir el llano y lanzarse por él con su rápida caballería hacia nuestra capital. Hay que reconocerlo: hemos caído en la trampa que el astuto de Cienfuegos nos tendió, simulando un ataque en Las Quebradas, una operación realmente de pura diversión, y que, al habernos tragado el anzuelo, impedirá al grueso de nuestro ejército alcanzar la llanura próxima a Cerro Alto antes de que transcurran tres o cuatro días, con anterioridad al jueves o viernes. Si el ejército de Armagundia consiguiera ocupar el ce­rro y las alturas que lo rodean podría desplegar

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sus fuerzas e instalar la artillería muy ventajosa­mente de cara a la batalla culminante que se pro­ducirá cuando lleguen nuestras unidades. Fíjese pues, teniente, qué papel tan decisivo va a jugar usted con sus hombres en la preparación de la batalla. En estos momentos en Cerro Alto sólo tenemos un puesto de observación. Es necesario que usted se instale allí con los efectivos que le he indicado y resistan a Cienfuegos, defendiendo la posición hasta la muerte. Más aún: diría yo que tienen que defenderla incluso más allá de la muerte, continuando el combate aunque sean ca­dáveres, como el Cid.

El coronel hizo una pausa y prosiguió melancó­licamente:

-Hubiera querido ponerme personalmente alfrente de la operación. Pero es imposible: con el informe del Estado Mayor llegan también órdenes taxativas para mí, dimanadas del Alto Comando de Ingenios Bélicos. Hemos recibido una remesa de piezas de la casa Krupp y parece ser que nadie sabe hacerlas funcionar. Requieren mi presencia.

-Mi coronel, yo le aseguro que haré todo loposible y lo imposible por responder a la con­fianza que usted deposita en mí. En cuanto a la tropa y suboficiales usted conoce las legendarias cualidades que nuestro ejército ha testimoniado a lo largo de la historia. Aunque sea una misión difícil nos creceremos ...

-Lo sé, Jorge -interrumpió nuevamente el co­ronel- la verdad es que usted se encontrará en total inferioridad numérica, pero si toma posicio­nes adecuadamente contará con una gran superio­ridad estratégica. Cerro Alto, y usted lo conoce muy bien, constituye una verdadera fortaleza na­tural que domina todo el entorno. Los servidores de las piezas, dirigidos por el sargento Mújica, son excelentes artilleros intuitivos. Hay que tener en cuenta, y aún no se lo había dicho, que sabemos con toda seguridad por nuestros servicios de in­formación el acceso más fácil, pero se trata de una perspectiva engañosa. Veamos el plano ...

La segunda escuadrilla de moscas giró tronante en el espacio, perfectamente sincronizada, mien­tras ambos militares se dedican a estudiar sobre el mugriento papel el futuro teatro de operaciones. Veinte minutos después, el teniente Jorge Monte­sinos abandonaba el despacho del coronel y se aprestaba para poner inmediatamente en marcha el plan de acción.

Cuando iniciaba su andadura por el patio del cuartel se detuvo un momento, cegado por el sol que hería sus retinas: deslumbrados, aún más in­tensamente, sus ojos interiores por la imagen de la hazaña que amanecía ante él. En el interior aní­mico de Jorge hervía convulsivo todo un mundo de emociones. No todos eran sentimientos béli­cos, en su intimidad afloraba el recuerdo de aque­lla poesía del Gran Vate Nacional, Leocadio Ci­fuentes, que empezaba: «Al Suroeste de Cerro Alto, entre los juncos nació mi amor ... ».

En la reciente conversación hubo un instante en

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que estuvo a punto de decirle a Duarte: «Mi coro­nel, me siento orgulloso no sólo de asumir la mi­sión que se me encomienda, sino de poder prota­gonizar una página histórica en que se van a unir la milicia y la poesía. Quizá después de nuestro combate se podrá escribir un nuevo poema que emule al del Gran V ate Nacional y cuyo principio sería: «Al Suroeste de Cerro Alto, entre los juncos nació la gloria, brilló el valor ... ». Pero se había contenido prudentemente; una cosa era que el co­ronel Duarte O'Lagüens justificara sus aficiones poéticas y otra muy distinta que en aquella precisa ocasión resultara oportuno exteriorizarlas. Ade­más el Gran Vate Nacional -algunos de cuyos artículos habían sido censurados por ciertas críti­cas al estamento militar- no gozaba de simpatías demasiado calurosas en algunos medios castren­ses. Consecuentemente la despedida de Jorge ha­bía sido mucho más militarmente lacónica: «El coronel, mis hombres y yo sabremos cumplir con nuestro deber». Pero en verdad, aquellas palabras habían representado una traducción muy modesta, muy encogida del discurso que recorría las interio­res estancias anímicas de Jorge, como un huracán que tras romper puertas y ventanas galopa por los pasillos y agita los más recónditos rincones de nuestro hogar. Un discurso, antes no expresado y por el cual se dejaba poseer ahora. Apasionada­mente, con romanticismo, se veía ya Jorge cual héroe de un momento histórico que uniría la poé­tica y la épica viva. Que sería la plasmación en la carne de lo real del discurso quijotesco de las armas y las letras, escenificado sobre la mole de Cerro Alto. No, no le importaba morir si la vida alcanzaba tal momento de éxtasis.

INTERLUDIO: LA EXTRAÑA PERSONALIDAD DE CERRO ALTO

Cerro Alto era una fortificación geológica cons­truida por la misma naturaleza en uno de sus apa­rentes caprichos, cuando aún faltaban millones de años para que surgiera la efímera conciencia hu­mana e inventara la costumbre de acortar nuestros días, ya de por sí breves, gracias al arte de asesi­narnos mutuamente. Quizá no era un capricho del azar, como la visión superficial y mecánica de la naturaleza, tan propia del hombre moderno, se inclinaría a pensar. Quizá revelaba el enhiesto promontorio una intencionalidad profunda. Aun­que, ciertamente, no debería ser leída ésta en la línea de la concepción escolástica de la naturaleza -al modo de la cuarta vía de Santo Tomás según lacual, la araña que devora a su víctima manifiestael orden providencial del mundo- sino más biencomo una manifestación de una conciencia naturalirónica. Capaz de erigir la burla anticipada de loscastillos y bunkers con que la ingeniería militariría, milenios después, erizando la tierra.

En todo caso era Cerro Alto algo bastante sin­gular. Su mismo nombre, en apariencia tan esca­samente imaginativo, capaz de ser ideado por el más romo catedrático de universidad, contenía en

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realidad su historia y su lección. Una lección en que se expresa el triunfo de la espontaneidad po­pular sobre la infantil vanidad de los sabios. Pues fue un cartógrafo genovés del siglo XVI quien, llevado por el humano afán de inmortalidad, bau­tizó en sus mapas con su propio nombre de Ce­rroni aquella curiosa protuberancia en forma de tronco de pirámide. Y no contó el togado y eru­dito genovés con que el vulgo, llevado por la pe­rezosa y laudable tendencia humana hacia lo fácil, dejaría el Cerroni en mero Cerro, aunque aña­diendo, para compensar tal mutilación, el apellido de Alto, que cuadraba perfectamente con la emi­nencia de aquella formación rocosa.

Y quizá en esta peripecia toponímica se reflejó sobre la historia de los nombres algo muy visceral en la personalidad de Cerro Alto, que acaba de ser ligeramente apuntado: aquella vocación desmitifi­cadora, verdaderamente desconsiderada con los

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sueños de gloria, la cual cuadraría perfectamente con los sucesos de que en esta historia se va a dar cuenta.

Cerro Alto -o Promontorio Cerroni- lindaba por el Oriente con el Océano, saboreaba los vientos marinos y bañaba con deleite sus pies en las olas. Por el poniente se eslabonaba con la Cordillera Negra, la cual en su gigantomáquico desfile de cumbres hacia el Océano se hundía ligeramente al aproximarse a las aguas salinas abriendo diversas fracturas y pasos, para volver a erguirse patética­mente, como en un último esfuerzo por vencer la gravedad, en Cerro Alto.

Las excavaciones habían descubierto, en la pe­queña meseta que Promontorio Cerroni, albergaba restos de una civilización megalítica, desembar­cada por arcáicos náutas, aunque los restos ana­tómicos no parecían identificables con los de nin­guna raza conocida. Se daban incluso algunos as-

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pectos muy curiosos en aquellos remotos habitan­tes: por ejemplo la comparación de los esqueletos masculinos y femeninos mostraba que la estatura media de las mujeres aventajaba por lo menos en medio metro a la de los hombres. Este descubri­miento proporcionó, bailando los comentarios en­tre la chanza y la iracundia, grandes disgustos a los investigadores, haciendo que a la postre las excavaciones y estudios fueran abandonados.

Muchas, en efecto, y muy genuinas eran las peculiaridades del pequeño mundo que Cerro Alto -o Promontorio Cerroni- constituía, hasta elpunto de que con ellas podrían llenarse variosvolúmenes. En nuestros días algún ufólogo seríacapaz de pensar incluso en un origen extraterres­tre, en una caída del inmenso bloque desde losespacios explorados hace tiempo por !caro y Pro­meteo.

Tomando nota de lo más relevante en su ex­traña fauna, habría que referirse a un aguilucho singular, que anidaba en las zonas más altas. En un pico sumamente curvado presentaba una man­cha especial en forma de signo de interrogación. Dotado de una envergadura más bien modesta al­canzaba, no obstante, alturas y velocidades ex­traordinarias. Pero su mayor peculiaridad residía en la capacidad de emitir un grito extraño, sarcás­tico, parecido a la risa de las hienas. Por esta razón el erudito naturalista español del siglo XVIII, Diego Núñez, que exploró la fauna de Ce­rro Alto, y a quien una de estas fieras rompió las cervicales en un repentino ataque, bautizó a tan extraño animal con el nombre científico de «Aquila Clamans».

LUNES POR LA TARDE

Y hete aquí que hacia tan extraño paraje se dirigía el teniente Jorge Montesinos al frente de su breve tropa. Antes de partir, como en los viejos, caballerescos, tiempos Jorge había arengado a la escueta hueste. Su discurso se desvistió de los recursos que tentadoramente se le ofrecían en tan sublime momento, aunque no dejó de pensar que quizá las crónicas futuras -tal como de hecho ha ocurrido- le atribuirían un discurso grandilo­cuente. Trató de hablar llana, directamente, expli­cando tanto la importancia de su misión como su enorme riesgo, y pensó que había conseguido rea­vivar en su gente las brasas de un valor tan ances­tral como el miedo en el género humano.

La verdad es que en el auditorio de la arenga, aquellas primera y segunda compañías de infantes que habían escuchado las palabras de Jorge en posición de firmes, no reñían las encontradas pa­siones del valor y del miedo. Eran en su inmensa mayoría campesinos, acostumbrados a oficiar de sol a sol el trabajo de la siembra y la cosecha, de la vida y de la muerte vegetales. Habían visto, también, en familias prolíficas cómo los seres hu­manos veían un momento la luz y morían, muchas

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veces en plena infancia. Una sabiduría suprema de la resignación y del goze inmediato gobernaba sus almas. Y a través de ella adivinaban la aventura que podía conducirles a la muerte. Sentían simpa­tía por aquel teniente, sinceramente humano, que, viniendo de otro mundo, siempre se interesaba por ellos. Le perdonaban los despistes en que a veces su interés se traducía, con pintorescas con­fusiones, y le absolvían también de que ahora les llevara hacia la muerte ya que les había hablado con claridad y estaba también dispuesto a asu­mirla con ellos.

' La marcha hacia Cerro Alto era briosa, como correspondía a la perfecta preparación de la tropa. Jorge conversaba con todos sus hombres, subofi­ciales y soldados, esforzándose por levantar la moral. Y dominaba el humor. Todos trataban de encubrir bajo la capa de las bromas la inseguridad del destino que les esperaba.

En ocasiones Jorge se concentraba en sus ínti­mos pensamientos y emociones. A los sentimien­tos bélicos, poéticos, históricos, que primeriza­mente habían asaltado su ánima había que añadir ahora uno más tierno, sosegado, que le iba acome­tiendo a lo largo de la marcha de aproximación: la sensación de reencuentro hogareño. Porque Jorge en su adolescencia había recorrido muchas veces aquellos peñascales, inspiradores del poema que encandiló su espíritu aún tierno. Tendido de cara a las nubes, durante aquellos años en que el hombre es un producto híbrido, malformado, entre la in­fancia y la juventud, pasaba horas enteras ten­dido, contemplando el rodar de las nubes en el cielo y el tronar profundo del mar en las simas rocosas. La conjunción de la mole pétrea, del transparente cielo, del caprichoso y vivo mar en constante movimiento, de las pequeñas hierbas que crecían en torno a su cabeza derribada, arre­bataba el ánimo de Jorge a un éxtasis en que las estrofas del Gran Poema se levantaban espontá­neas, invadiendo su cerebro. Y entonces, cuando los aguiluchos gritones cruzaban raudos, él devol­vía a sus risas el sonido del poema declamado cual un desafío del hombre a la naturaleza.

Era así como el reencuentro con un viejo amigo, cuya presencia se nos ha hurtado durante años, en vísperas justamente de un gran acontecimiento, sabiendo que vamos a vivirlo en su compañía. Y constantemente, a modo de música de fondo, re­sonaba obsesivo, insistente, el poema: «Al Su­roeste de Cerro Alto, entre los juncos nació el amor ... ». Y la réplica que el teniente poeta iba elaborando en su imaginación: «Al Suroeste de Cerro Alto entre los juncos, nació la gloria, brilló el valor ... ». Ambos poemas podían hacerse rimar entre sí, se percató Jorge. ¡ Qué interesante sola­pamiento de rima interior y exterior podía conse­guirse! ¿Dos poemas gemelos? Jorge rechazó aquella comparación que sonaba tan biológica­mente, tan vulgar, haciendo pensar en dos niños rollizos y carnosos, igualitos. Y tratando de com­pensar la vulgaridad en que se había precipitado

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se remontó a sus lecturas de los clásicos. ¡ Qué extrañas, misteriosas simetrías reinan en la vida y en el universo, pensaba. ¿Cómo se puede desco­nocer esa realidad que ya los pitagóricos descu­brieron? Esa harmonía -sí es mejor escribirla con h, afirmó interiormente- que late en las concavi­dades más profundas de lo real y suena, suena como un río embrujado cuyo rumor oímos en los grandes momentos.

Y mientras tanto ... en los juncos de Cerro Alto nacía no un amor ni el brillo de una gloria sino u-na risa burlona. No era la risa de los aguiluchos, que se cernían en las alturas. Era, a ras de tierra, muy pegada a ella, juncal, la risa del perverso encanta­dor que juega con el esfuerzo de los caballeros. Porque en la imaginación cada vez más enfebre­cida de Jorge, poseída por el poema, las consignas del coronel Duarte O'Lagüens lenta, pero progre­sivamente, se desvanecían, como las brumas que

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abandonan el pantano a los rayos del sol. E iban siendo sustituidas por las frases del poema, con su antitética referencia geográfica. El Suroeste reem­plazaba al Noroeste como un barco enloquecido que gira en la tormenta, dirigiéndose a las rom­pientes y escapando a la mano del timonel.

La mole de Cerro Alto emergía crecientemente poderosa como un gigante que avanza en el hori­zonte al fulgor de una luna plateada que fantásti­camente recreaba los perfiles de la realidad. Llegó la expedición bélica, por fin a Cerro Alto. Y Jorge, que tan perlectamente conocía el terreno, obligado a transmutarse de paisaje de ensoñación en escenario bélico, distribuyó a sus hombres y les dio instrucciones para que se fortificaran du­rante el siguiente día. Siempre, oh terrible Moira, cubriendo los accesos que provenían del �Suroeste. «Al Suroeste de Cerro Alto, en- .. ...:.,tre los juncos nació el amor. .. ». �