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"...porque –la reflexión es de Adam Smith- a los productores (de bienes) no les gusta el mercado, la concurrencia de, y competencia con otros actores. Tienden al monopolio. De igual modo, se diría que a los políticos profesionales, productores de poder, tampoco les gusta la oposición: tienden al poder absoluto, a la hegemonía, cuando no a la omnipotencia. Y, desde luego, su oficio consiste en maximizar poder."

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De un homenaje, por tardío no menos sentido nimerecido, al Profesor Santos Juliá, así, en efecto,nace este ensayo: de que no llegué a tiempo de suFestschrift. Luego, lo que debía haber sido unartículo, se convirtió en el libro cuyas páginas abreel lector. En realidad, un ensayo —no podría serotra cosa, en virtud de la variedad de temas quetrata y periodos que recorre. Y como tal debeentenderse. No es, pues, un trabajo deinvestigación sistemático, por más que haya unacopio, a veces considerable, de fuentes primarias.Ni lo pretende. En definitiva, se trata de dar vueltasalrededor de las muchas preguntas y sugerenciasque, de palabra y por escrito, nos ha formuladoSantos Juliá durante tantos años, sin que por ellose le convierta en víctima inocente de reflexionesque me son propias.

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Estas líneas están también extraídas de —y orientadas por— un trabajo de mayor aliento y amplitud,que pretende observar la política desde la perspectiva de los (señores) empresarios o profesionales delpoder. Una idea que me asaltó a raíz de algunas preguntas provocadoras de Javier Zarzalejos en torno apolíticas de exclusión. Se trata de un enfoque que rastrea el origen y destino del sistema democrático enun acuerdo de reglas fijas para resultados inciertos que, a veces, renace de experiencias traumáticas,pero aleccionadoras —para tomar prestada una reflexión de Prieto. Porque, aseguraba Hayek, lospueblos aprenden del desastre producido por sus errores, mucho más que [de] la prosperidad —escribía Cánovas de la misma guisa. Una idea que, al parecer, también expresó Carlos Pellegrini en laArgentina por la misma época —me sopló mi maestro, y sin embargo amigo, Ezequiel Gallo— si bienarticulándola de manera inversa, aunque no menos contundente: según el fundador del Jockey Club –yde su biblioteca- las épocas de bonanza son peligrosas, a los efectos que hablamos, porque la gente,empezando por los políticos, se encuentran con recursos ingentes para financiar disparates.

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• En mucho de la Europa que vivimos no serequiere de mayor aparejo para compartir lacitada aseveración. Y, si limitamos la ambicióngenérica del sujeto, reduciendo lo de«pueblos» que propone Hayek a algunospolíticos profesionales en determinadoscontextos, que víctimas de sus propiosexcesos, rectifican y reflexionan, quizápodamos articular una propuesta funcionalinteresante. Seguramente, Sagasta era unejemplo de ello cuando, escribió que unapolítica de exclusivismo e intransigencia nopuede terminar más que por catástrofes. Lareflexión del político liberal debía llegarle delargos años de amargasexperiencias, cárcel, persecuciones y…exilios, para evitar males mayores, como elque se cumpliera alguna de las condenas amuerte que pesaban sobre la cabeza deotrora fogoso revolucionario e impenitenteconspirador.

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En mucho de la Europa que vivimos no se requiere de mayor aparejo para compartir la citada aseveración. Y, silimitamos la ambición genérica del sujeto, reduciendo lo de «pueblos» que propone Hayek a algunos políticosprofesionales en determinados contextos, que víctimas de sus propios excesos, rectifican y reflexionan, quizápodamos articular una propuesta funcional interesante. Seguramente, Sagasta era un ejemplo de ello cuando,escribió que una política de exclusivismo e intransigencia no puede terminar más que por catástrofes. Lareflexión del político liberal debía llegarle de largos años de amargas experiencias, cárcel, persecuciones y…exilios, para evitar males mayores, como el que se cumpliera alguna de las condenas a muerte que pesabansobre la cabeza de otrora fogoso revolucionario e impenitente conspirador.

Ahora fruncimos el ceño ante las noticias de revoluciones islámicas que comienzan su itinerario en libertadpero acaban imponiendo la Sharia. Y con razón, desde un punto de vista de la democracia en versiónoccidental. Pero olvidamos demasiado pronto que el tránsito a lo que mayoritariamente consideramos hoy lamodernidad política no fue un itinerario corto ni apacible en nuestras sociedades occidentales Basta releeralgo sobre la Inglaterra del seiscientos para matizar severamente nuestro etnocentrismo. Les emigrés no sonsólo figuras de la literatura de memorias de los aristócratas franceses, fino il settecento. Prácticamente, desdela frustrada fuga de Varennes (1791) –y hasta entrada la III República francesa (1880)- los exiliados son un tiposocial recurrente en el paisaje político y cultural de la Europa continental. Y no sólo en España.

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• Durante mi estancia en El Colegio de España en París apadriné –y algo contribuí también-un trabajo sobre los exilios españoles en Francia. El propósito de la colección de episodiosque pueblan el citado libro no es la emigración económica que, desde mediados delochocientos poblaba la llamada Petite Espagne del barrio de Saint Denis. Dicha colecciónde ensayos se centra, por el contrario, en la historia del destierro, del exilio político españolen Francia desde principios del XIX: los trabajos, aventuras, y venturas y desventuras –quede todo hubo- de los refugiados políticos españoles en la nación vecina.

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• Se trata, en suma, de una serie de historias de vida, de grupos e individuos muyheterogéneos, de épocas diversas e ideas distintas, procedencias y educación, orígenessociales y situación económica muy diferentes. Martínez de la Rosa tenía muy poco que vercon los cabecillas carlistas que cruzaron la frontera de Valcarlos con el Pretendiente en 1840.Sagasta, un ingeniero progresista que conspiraba en las afueras de París en 1867, no separecía mucho a los encopetados títulos del Partido Moderado, como Cheste o Valmaseda,que le sustituyeron en el destierro tras la Gloriosa (1868). El exilio de Isabel II en París fuecoetáneo del de Ruiz Zorrilla, pero ambos nada tenían en común; como medio siglo después,muy poco emparentaba a Unamuno y sus conspiraciones inocentes desde el café de LaRotonde, en el bulevar Montparnasse, con las actividades violentas de anarquistas comoDurruti.

• Los propósitos y, desde luego, ocupaciones y métodos, de unos y otros también eran muydistintos. Calzado era un banquero republicano que ayudaba, pero también especulaba, conla revolución, mientras Salmerón daba clases en la Sorbona y Castelar pronunciabaconferencias. Eran actividades diversas, aunque no del todo incompatibles. Pero todas ellascompletamente opuestas a los trabajos revolucionarios del general Lagunero, a quien lapolicía francesa sorprendió –a pesar de su nomme de guerre (Joaquín Leal)- en el hotelCalvados, rue Ámsterdam n.º 20, de París, con un alijo copioso de armas –lo mismo que lesocurriría a algunos pistoleros anarquistas en los años veinte del siglo pasado.

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Todos eran exiliados. Pero algunos eran conspiradores, profesionales de la violencia, cuyas actividades estabantipificadas en el código penal de cualquier país occidental. Mientras, otros huían de la persecución política ybuscaban refugio en Francia. No es lo mismo. Sin embargo, unos y otros, conspiradores u refugiados, tenían encomún la tragedia que suele escoltar al exilio: el desgarro del extrañamiento, el drama del desarraigo, ladesorientación ante lo desconocido, el arcano de una lengua diferente, la extrañeza de otras costumbres; confrecuencia, el rechazo de la xenofobia, la humillación del diferente, las penalidades para subsistir… Y lanostalgia de la patria negada: un sentimiento que los nacidos tras la posguerra – no digamos, las generacionesactuales de Erasmus- tenemos que esforzarnos por comprender. A quienes crecimos ya en el trepidantedesarrollo de los años sesenta, nos iniciamos con la Reivindicación del conde don Julián y el gusto por lasLetters del Banco White, pudimos vivir muchos años fuera sin sentir esa angustia del «trasterrado», que decíaGaos. Y quizá porque podíamos regresar à volonté, nos cuesta imaginarnos ese componente psicológico delexilio. Pero debemos tratar de representarnos ese sentimiento que llevaba al Profesor Casalduero a consideraral Cid como ejemplo del primer exiliado, o a los refugiados republicanos en México –no obstante lagenerosidad de la acogida y su éxito personal, profesional, y hasta social y económico- a no hacer otra cosa,como alguno de los personajes del Max Aub, que hablar de la «pérdida de España», tener las maletas siemprepreparadas o, como Prieto, ir al aeropuerto local a ver aterrizar aviones de Iberia.

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• El destierro, pues, ha sido, engeneral, interiorizado por sus protagonistas comoun drama. Si fue así, bastaría el título –y, sobretodo, las fechas- del trabajo de –Marie-CatherineTalvikki Chanfreu, «Espagnols en territoirefrançais de 1813 à 1971», para recibir el impactode una tragedia que se extiende por buena partede los siglos XIX y XX. En la Fundación José Ortegay Gasset-Gregorio Marañón se custodia, pordeseo y gentileza de su vicepresidente, GregorioMarañón Bertrán de Lis, una colección de papelesque sus abuelos, don Gregorio Marañón Posadilloy doña Dolores Moya, fueron recogiendo entre1936 y 1939, durante su exilio parisino. Unasimple ojeada al índice del trabajo produce lamisma sensación de vértigo y melancolía. Elrepaso del citado índice, y la lectura de losensayos aludidos, reflejan otro hecho muydestacable; a saber; que dese principios del XIX yhasta la muerte del general Franco en1975, todos los colores políticos estánrepresentados en el exilio.

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La afirmación con que cerrábamos el párrafo anteriores un hecho que nos conduce a una primeraconclusión inevitable, a la par que incontestable:durante largos periodos, entre 1813 y 1975, lospolíticos españoles se exiliaban unos a otros. Unpanorama, por cierto, presente de tiempo inmemorialy no muy distinto del que, al parecer, existió en laGrecia pre-democrática, entre los siglos VII y VI, antesde nuestra era, en que los autócratas o «tiranos» sesucedían unos a otros en el exilio y el poder. Así pues,como más que de ciudadanos de a pie el asunto va depolíticos, me propongo observar el fenómeno desdesu punto de vista: el de los señores del poder, en otrotiempo; de los políticos profesionales o empresariosdel poder, en la edad contemporánea.

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• Que los profesionales productores y acaparadores del poder padecieranlos excesos de su propia soberbia e incontinencia no debiera producirnosgran desasosiego. De hecho, la democracia clásica inventó el ostracismocomo un juicio de intenciones para apartar de la ciudad a los políticossospechosos de «tiranía». El ostracismo y sus efectos, aun cuandoinimaginable en un sistema garantista como el nuestro, nos conduce a laconstatación de algunos hechos fascinantes para el hilo y madeja denuestra historia. En primer lugar, con el ostracismo los clásicos establecenuna relación dialéctica entre poder arbitrario y cambio violento, exilio ydemocracia. En segundo lugar, el ostracismo fue una manera, todo loinjusta que se quiera a nuestros ojos, pero una forma de evitar los viejosconflictos violentos entre familias aristocráticas; en definitiva, uninstrumental democrático para cercenar de raíz ambiciones autocráticas,controlando y reduciendo el exilio a políticos individuales, peros sinimplicar a un número crecido de seguidores que pudieran reproducir elciclo político catastrófico de la stásis pre-democrática: autocracia-exilio-revolución. De esta suerte, el destierro reducido y singularizado depolíticos –y sólo de ellos- se perfila, a un tiempo, como la consecuenciahistórica de un poder arbitrario y descontrolado, la condena preventiva deun delito de tiranía y la prevención de stásis, reduciendo el destierro adeterminados señores del poder para evitar que arrastraran al exilio a suscorreligionarios y numerosos ciudadanos simpatizantes

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En el mundo moderno –en que nos protegen derechosfundamentales, con garantías individuales queexcluyen juicios de intención, salvedad hecha de losmediáticos- sin embargo, los políticos profesionaleshan provocado la expulsión de grupos crecientementenumerosos de ciudadanos, consumidores de voto yderechos. Así lo corroboran las interminablescolumnas de refugiados dirigiéndose a la fronterafrancesa al final de la Guerra Civil, proyectandoescenas desgarradoras –que ilustran y se resumen enla fotografía terrible del niño cojo, apoyándose en unamuleta, y la cara medio barbada, macilenta ydemacrada de Antonio Machado- cuyo final decapítulo, y comienzo del exilio, son las escenasestremecedoras –escribía Azaña- «de los gendarmes ylos senegaleses, dando caza al español fugitivo», hastaterminar en los campos de concentración de SaintCypriens, Le Vernet, Arlés y Bacarés, entre otros: en laprimavera de 1939, la población de refugiadoshacinada en los campos franceses al aire librealcanzaba la cifra de 236.000 personas.

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Al parecer, pues –y formulado en jerga de politólogos-demasiados regímenes y sistemas políticos españolesde la edad contemporánea confundían competenciacon pendencia, generando una reducida capacidad deintegración. La pregunta inevitable reaparece aldoblar esta esquina del discurso: ¿es el caso españoluna rareza en el contexto occidental?; ¿o, más bien, eldesarrollo de sistemas integradores también es enmuchos otros lugares penoso, prolongado y complejo?A los efectos, quizá fuera pertinente recordar queJohn Locke, uno de los padres del liberalismo y latolerancia, falleció en su exilio holandés.

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La otra cara de la cuestión, que también resultaintrigante, al tiempo que ilustrativa, es la de losorígenes, características y peculiaridades quepresentan los sistemas representativos con altacapacidad de integración. Porque esos períodos deintegración, en lugar de expulsión, existen fuera, perotambién dentro de España: de hecho, los sistemas deintegración, que también son importantes yprolongados –y en los que debemos buscar unaexplicación de su éxito, no menos que del fracaso delos otros- se localizan en determinados períodos de laépoca isabelina, en los primeros años del Sexenio ydurante la Restauración, a comienzos de II República y,sobre todo, en el prolongado período actual abiertopor la Transición.

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El problema es que estos sistemas de integración,que se alimentan de una cultura de moderación,de la idea de que las cosas en general, y lagobernación, en particular, tienen límites ymedida –díke y metrón, que decían los antiguos-sistemas que se nutren de la aceptación delpluralismo y la tolerancia de lo diverso, son –laidea es orteguiana- un artilugio de la cultura; esdecir, artificiosos, ya que no artificiales: en suma –y en palabras de Ignace Lepp- «una conquistasobre la naturaleza», sumamente funcional. Perodifícil de lograr. Porque la democracia –escribióEdgar Allan Poe, que la celebraba -is an unnaturalsystem, en cuanto que la primera inclinación detoda la humanidad- nos asegura Hobbes conénfasis- es un perpetuo e incansable deseo deconseguir poder. Se entiende que poder sobreotras personas: a decir de Max Weber, «laprobabilidad de imponer la propia voluntad,dentro de una relación social». A los efectos –nosrecuerda Marina – los escolásticos distinguíanentre «poder monástico» (o solitario) y «poderpolítico», que domina a otros y que espropiamente el referente de este ensayo

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• . Y, en este sentido, parece que lo «natural»es menos la moderación que la tendencia a loabsoluto: porque –la reflexión es de AdamSmith- a los productores (de bienes) no lesgusta el mercado, la concurrencia de, ycompetencia con otros actores. Tienden almonopolio. De igual modo, se diría que a lospolíticos profesionales, productores depoder, tampoco les gusta la oposición:tienden al poder absoluto, a lahegemonía, cuando no a la omnipotencia.Y, desde luego, su oficio consiste enmaximizar poder.

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Este texto es la transcripción de la primeraparte del capitulo “Una explicación a modo deintroducción” del libro Señores del Poder y de laDemocracia de José Varela OrtegaPontevedra, 15 de Mayo de 2013

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INCUPLIMIENTO¿HAY QUE FIARSE DE LOS POLITICOS?

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