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José Escobar Los orígenes de la obra de Larra 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

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José Escobar

Los orígenes de la obra de Larra

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales

José Escobar

Los orígenes de la obra de Larra A la memoria de mi padre «... el fin del Pensador es reformar sus Españoles, que es lo que más le duele, como verdadero Patricio». José Clavijo y Fajardo, El Pensador, Pensamiento XLV: «Definición de la Sátira». «Tal vez un día salte a los ojos del más ciego que los verdaderos patriotas han sido aquéllos que se han preguntado, como Larra: “¿Dónde está España?” ¿Dónde está? Porque eso que se nos da como España no nos sirve para nada». José Ortega y Gasset, El Imparcial, 11 de julio de 1912 -11- Introducción 1. Cuestiones preliminares La actualidad de Larra se ha afirmado generación tras generación. Escritores de diferentes épocas -entre otros Ferrer del Río, Clarín, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Espina en la Revista de Occidente, Juan Goytisolo- han dado testimonio. En los últimos años la frecuencia con que han aparecido varias colecciones de sus artículos (en las recientes series de libros de bolsillo parece casi obligado dedicar un número a Larra) nos revela la demanda e interés de los lectores. Los títulos de estas colecciones (Artículos sociales, Artículos políticos, En este país y otros artículos, por ejemplo) expresan en qué consiste su atractivo hoy día, siempre en función de esa actualidad que parece constante. Este interés ha suscitado ensayos, artículos y algún libro de crítica impresionista. Dos

revistas muy representativas, Ínsula y la Revista de Occidente, han dedicado a Larra números especiales como homenaje y testimonio de su presencia. El de la Revista de Occidente tiene la particularidad -12- de que las colaboraciones fueron seleccionadas en un concurso reservado a la última hornada juvenil, de menos de treinta años, en el año 1967. Sin embargo, la investigación literaria no ha respondido con el mismo interés. La biografía de Larra publicada en 1834 por Ismael Sánchez Estevan todavía sigue siendo la más completa, pero no puede considerarse definitiva. Los estudios actuales sobre Larra deben partir de este libro y de los trabajos de dos larristas extranjeros: -13- los artículos publicados por F. Courtney Tarr, de los Estados Unidos, entre 1928 y 1940, y los que desde 1935 ha venido dándonos el profesor de la Sorbona, Aristide Rumeau. Hoy por hoy es él la máxima autoridad en Larra y aún debemos esperar nuevos frutos de su saber. Teniendo en cuenta el estado actual de la investigación sobre Larra y su obra, todavía se hace necesario el trabajo de acarrear materiales, acudiendo a las fuentes de origen. Por no tener no tenemos ni una edición siquiera aproximadamente completa de sus artículos. Muchos de ellos siguen enterrados en los periódicos en que se publicaron originariamente. F. C. Tarr, según anunció en varios de sus trabajos, se proponía editar los artículos no coleccionados de Larra. En las ediciones aparecidas después de los trabajos del profesor norteamericano, estos artículos no se han tenido en cuenta. Con este grave reparo, la edición más útil que disponemos hasta ahora para fines de investigación es la que en 1960 publicó Carlos Seco Serrano en cuatro tomos de la Biblioteca de Autores Españoles. (Desde ahora advertimos que siempre que el texto de Larra a que nos refiramos en adelante -14- se halle en esta edición, citaremos por ella. Cuando el texto referido no haya sido recogido en volumen aparte, remitiremos a la publicación en que apareció originariamente). Queda mucho que desbrozar. Antes de emprender el estudio crítico de conjunto que la importancia de la obra de Larra requiere, bueno será resolver las cuestiones básicas. Leyendo a Larra, al Larra de los mejores artículos, hemos sentido el interés de aclarar algunos puntos preliminares. Y puestos a estudiar su obra, se nos ha impuesto la necesidad de estudiar sus orígenes, su raigambre, teniendo en cuenta las corrientes y las circunstancias que contribuyeron a formar la mentalidad propia del escritor. Se ha insistido mucho, por ejemplo, en el carácter insólito de su crítica sin tener demasiado en cuenta las circunstancias literarias e intelectuales de España durante las primeras décadas del siglo XIX. Esta insistencia puede llevarnos a sacar de quicio la obra de Larra, a arrancarla del terreno en que está enraizada. El carácter insólito de Larra en el panorama intelectual de la España de su época suele atribuirse a su formación fuera del país. Realmente, lo de la formación francesa de Larra se ha hecho un tópico repetido en los manuales, sin pensar que toda la formación que pudo recibir en Francia durante su permanencia allá fue la que le dieran en la escuela primaria, de los cinco a los nueve años de edad. Leyendo a ciertos críticos se tiene la impresión de que Fígaro es como un árbol trasplantado a suelo nuevo donde no logra aclimatarse, como si la razón última de su crítica no fuera más que un simple problema -15- de adaptación. Según eso, Larra sería un escritor francés a quien le tocó vivir en España y por eso escribió en español, no sin galicismos. Otros ven agudizado este problema de la inadaptación por motivos meramente

personales. Tratan de explicar o justificar la amargura y el pesimismo de Larra por razones temperamentales y desequilibrios sentimentales. Nos parece esto un repetido intento de querer quitarle hierro a la crítica, reduciendo el alcance de una obra que no en vano sigue viva para muchos lectores. ¿Dónde están realmente las raíces ideológicas que sustentan el espíritu crítico del Duende Satírico del Día en los orígenes de la obra de Larra? ¿Cuáles son las motivaciones expresivas que alientan este espíritu crítico? Éstas han sido, fundamentalmente, las preguntas que han orientado nuestra investigación cuyos resultados presentamos aquí. Con ello advertimos que no vamos a adentrarnos en la obra de Larra. Nos quedamos sólo en los umbrales. Lo que vamos a considerar son los escritos primerizos anteriores al Pobrecito Hablador, es decir, anteriores a lo que el autor mismo considera como punto de partida de su obra. Los valoramos en cuanto -16- testimonios a través de los cuales podemos asistir a la iniciación del escritor. Son documentos, pero documentos llenos de vida y de intención expresiva. Las preocupaciones que motivan el quehacer literario de Larra empiezan a fraguar en plena ominosa década y el joven aprendiz de escritor las expresa como puede en los versos y en la prosa que por entonces escribe con empeño. Allí hemos ido a buscarlas, en sus primeros artículos conocidos -los del Duende Satírico del Día, de 1828-, en las odas que hizo imprimir en 1827 y 1829, en algunos borradores que se han conservado y en las composiciones en verso que dejó guardadas y han llegado hasta nosotros. Además, con la generosa ayuda económica del Canada Council, hemos podido repasar en la Biblioteca Nacional y en la Hemeroteca Municipal de Madrid las colecciones de viejos periódicos de la época de donde hemos acarreado materiales que nos han servido para construir partes del presente libro o que utilizaremos en futuros trabajos. En las páginas que siguen ofrecemos textos del Correo Literario y Mercantil (1828-1833), La Gaceta de Bayona (1828-1830), Cartas Españolas (1831-1832), La Revista Española (1832-1835). También hemos acudido a publicaciones del siglo XVIII (El Duende Especulativo, El Pensador, El Censor) buscando la genealogía literaria del Duende Satírico del Día. -17- 2. El «Duende» y la crítica El estudio del Duende Satírico del Día constituye la parte central del libro que ahora ofrecemos. Hasta ahora no se le ha prestado mucha atención a esta primera serie de artículos. Larra no incluyó ninguno de ellos en volumen aparte y apenas se conservan ejemplares de los cinco cuadernos que forman la colección. Su mismo tío Eugenio, cuando en 1835 escribe una biografía de su sobrino, no disponía de datos muy exactos. «A los diecinueve años -refiere Eugenio de Larra- empezó a publicar un periódico muy erudito y mordaz satirizando las costumbres madrileñas, con el título de Duende Satírico, que suspendió al año y medio de su publicación, porque personas de valimiento que se creían satirizadas en él interpusieron su influjo con el Gobierno para que mandase suspender su publicación, y lo lograron». Tarr considera estas líneas como «the vague and somewhat

inaccurate statement of Larra’s uncle». Más adelante daremos algunos datos, desconocidos por Tarr, que sustentan la afirmación del tío de Larra. En todo caso, es -18- seguro que la vida del Duende no duró año y medio, ni siquiera llegó al año. Hasta llegar a Manuel Chaves (1898) nadie se detiene en estos artículos de Larra. Cayetano Cortés, Ferrer del Río, Roca de Togores, compañeros del autor, los citan muy de pasada. Chaves basa la escasa información que da en algunos números sueltos que poseía su paisano el marqués de Jerez de los Caballeros. No sabemos en qué pudo basarse Chaves para decir que algún trabajo del Duende fue reproducido en el Pobrecito Hablador, con notables variantes. Afirma que El Duende Satírico se publicó hasta agosto de 1829. Julio Nombela y Carmen de Burgos repiten la fecha inventada por Chaves, aunque Colombine ya podía haber comprobado en el Postfígaro de Cotarelo, aparecido un año antes que su libro, que el dato era equivocado. En trabajos muy recientes vemos que se mantiene el error con insistencia. Hasta que Cotarelo, con poco esmero, reeditó en 1818 los artículos del Duende Satírico del Día en el primer tomo de la colección aludida, eran prácticamente desconocidos. Lomba y Pedraja reprodujo algunos, con ciertos -19- cortes, en los dos primeros volúmenes de su selección de artículos de Larra. Almagro San Martín los mezcló todos en el batiburrillo que llamó Artículos completos (ed. cit.), sin indicar fecha ni procedencia. Donde mejor se pueden leer ahora es en el primer tomo de las Obras de Larra, editadas por Carlos Seco Serrano. Necesitamos todavía una edición anotada. El artículo más conocido del Duende es El café. Se ha reproducido en antologías y repetidamente se ha tenido en cuenta en los estudios sobre los orígenes y el desarrollo del género costumbrista. Pero hasta ahora el único estudio de conjunto sobre esta temprana obra de Larra es el ya citado de F. Courtney Tarr publicado en 1928. Hizo ver la importancia que en la formación del escritor tienen estos desdeñados artículos y señaló el lugar que ocupan en la corriente literaria del costumbrismo. El trabajo de Tarr, como primer intento de estudiar El Duende Satírico del Día, es un punto de partida insoslayable. En los cuarenta años que han pasado desde que apareció este importante artículo, nadie que sepamos ha intentado continuar el camino iniciado por el hispanista -20- norteamericano. Sin embargo, las posibilidades que ofrece el Duende para esclarecer los orígenes de la obra de Larra, para descubrir las conexiones originarias que sitúan a Larra en la tradición liberal de la España moderna, hacen necesario un estudio más pormenorizado de algunas de las cuestiones suscitadas por Tarr y al mismo tiempo dedicar atención a aspectos que hasta ahora no se han tenido en cuenta. Es una tarea que a pesar de su aparente sequedad bibliográfica nos parece atrayente en cuanto que a medida que nos adentramos en la investigación nos vemos comprometidos con la situación intelectual española en que germina una obra literaria -los artículos de Larra a partir del Pobrecito Hablador- cuya vigencia se mantiene acuciante en la España de hoy. Toronto, Glendon College, York University, agosto de 1972

-21- Capítulo primero. Período de formación 1. Formación básica La personalidad de Larra se forma en circunstancias históricas enlazadas con su misma existencia. Como tantos muchachos españoles desde aquella época hasta nuestros días, Mariano José de Larra es el hijo de un exiliado político. Su padre es un afrancesado. Desde los cuatro a los nueve años Larra vive en Francia. Allí, en colegios de Burdeos y París, recibe enseñanza primaria. El francés se sobrepone a su balbuceante español -22- infantil aprendido antes en su patria. Esto es lo que, años después, quiso decir cuando, ya famoso periodista, afirmó en una carta que el francés había sido su primera lengua, pero que estaba rouillé. A partir de los nueve años la educación de Larra se desarrolla dentro de los cauces normales de cualquier niño español de su clase en aquella época (colegio de los Escolapios, Colegio Imperial de los Jesuitas, un curso en la Universidad de Valladolid, Estudios de San Isidro), hasta que a los diecisiete años interrumpe sus estudios oficiales. Hasta entonces sigue lo que Mesonero Romanos, en sus Memorias, considera típicamente «pasos contados» de la juventud de entonces: Los jóvenes «frecuentaban pro forma las aulas de los PP. Escolapios, de San Isidro o de Santo Tomás, del Seminario de Nobles o el Colegio de Cadetes, para seguir con sus pasos contados una carrera que les permitiese en -23- adelante abrir un bufete, entrar en una oficina, o ceñir la espada y marchar a servir al Rey». Durante toda su educación, Larra vive fuera del hogar. Mucho se ha especulado sobre las relaciones con sus padres sin que ello haya contribuido gran cosa que digamos a una mayor comprensión de la obra del escritor. Es posible, sin embargo, que el alejamiento de la familia a lo largo de toda la infancia y la adolescencia contribuyera a formar su carácter independiente, preparándole para enfrentarse críticamente con la realidad. Las circunstancias personales pudieron acentuar las diferencias generacionales entre padre e hijo, la incomprensión mutua tan frecuente cuando un muchacho, al salir de la adolescencia, quiere entrar en la juventud por sus propios pasos. Por lo visto, las desavenencias familiares contribuyeron a decidir la interrupción de los estudios. Parece ser que alguno de sus maestros lo recordaría luego como un muchacho aplicado y muy aficionado a leer. Pero, ¿podía encontrar incentivo en aquellas clases un muchacho cuya curiosidad intelectual empezara a manifestarse críticamente? Lo que pudo

adquirir Larra fue cierta base humanística de acuerdo con sus aficiones. Quizá estimularan los escolapios en su alumno el interés en la lengua que iba a demostrar cuando fuera escritor. Así parece indicarlo Pierre L. Ullman en un reciente libro. Considerable importancia en la formación del estilo de Larra atribuye este crítico a la clase de Retórica a que asistió en las Escuelas Pías; por ello reseña con cierto detalle el manual con que, -24- en dicha clase, se enseñaba la asignatura, los Elementos de retórica del P. Calixto Hornedo. En todo caso, no puede decirse que los estudios de Larra fueran muy avanzados. No recibió formación universitaria, como tampoco la recibieron la mayoría de sus compañeros de entonces, los escritores de su misma edad: Mesonero Romanos, Espronceda, Ventura de la Vega, Patricio de la Escosura, los nacidos en la primera década del siglo. Larra se quedó en los umbrales de la Universidad, de una Universidad raquítica y en plena decadencia. Larra, según Lomba y Pedraja, recibió una educación básica «sobre la cual vinieron a sedimentar suavemente tanta lectura desordenada, tantas ideas rodadas de todas partes, tantos elementos tan mezclados, tan opuestos, algunos bien peregrinos en nuestra patria, con que nutrió su espíritu febrilmente en los años afanosos de su primera juventud». Para esclarecer la trayectoria intelectual de Larra será necesario precisar estos elementos. Al considerar algunos tan «peregrinos en nuestra patria», de hecho sitúa Lomba a nuestro autor entre «los heterodoxos españoles». Pero ya quedó demostrado desde Menéndez Pelayo que la heterodoxia nacional es una corriente muy caudalosa y que sigue el curso azaroso, pero continuo, de la cultura española. Es nuestra propia cultura. Como veremos, los elementos que constituyen los orígenes de la obra de Larra, si tienen algo de foráneos, no son nada inusitados, sino que, por el contrario, se integran en una ideología bien asentada en la vida intelectual del país. Proceden de la cultura española del siglo XVIII, de la España de la Ilustración excomulgada por Menéndez Pelayo. La ideología liberal con raíces en la Ilustración dieciochesca orienta las lecturas -25- de Larra durante la época de formación. Estas lecturas y lo que había aprendido en las clases afloran con incontrolada abundancia en sus primeras tentativas literarias. 2. La coyuntura histórica El ambiente fuera de las aulas no era menos sofocante y desesperanzador. «En medio de esta oscura noche intelectual -nos refiere Mesonero Romanos-, a despecho de los rigores y suspicacia del Gobierno, y lo que era aún más sensible, de la indiferencia completa del público hacia las producciones del ingenio, no faltaban, sin embargo, algunos espíritus juveniles que, no satisfechos con la indigesta y vulgar instrucción que podían recibir en las aulas de San Isidro o de doña María de Aragón, se lanzaban, ávidos de saber, a enriquecer sus conocimientos en el estudio privado de los archivos y bibliotecas, para adquirir una instrucción que, por desgracia, sólo les brindaba en perspectiva con los rigores de una persecución injusta o con la cama de un hospital». Inmediatamente después de este panorama sombrío, Mesonero Romanos enumera una serie de jóvenes representativos de

aquella generación insatisfecha que despierta a la vida del país en medio del más siniestro despotismo, y entre ellos no podía faltar el nombre de Larra. En las Memorias de un setentón, Mesonero Romanos -si bien a veces un tanto desmemoriado en los detalles- nos proporciona vivencias muy directas de aquellas circunstancias. Para nosotros tienen un especial interés por cuanto la descripción de la nueva juventud nos ofrece rasgos generales fácilmente aplicables al Larra de aquellos años. Incluso cuando no lo -26- nombra, no es difícil adivinar entre los muchachos la figura del futuro escritor. El pasaje, por ejemplo, que acabamos de citar no puede menos de sugerirnos al joven Larra insatisfecho «con la indigesta y vulgar instrucción que podían recibir en las aulas de San Isidro...», donde cursó el último año de sus estudios oficiales, e intentando satisfacer con los libros que llegaron a sus manos la naciente curiosidad intelectual. El año 26, en que Larra abandona los estudios, es el Año Santo y el año del manifiesto de los «realistas puros». En los recuerdos de Mesonero Romanos las celebraciones religiosas se confunden característicamente con la situación moral del momento: «La ocupación más importante de aquel año (1826), y que envolvía cierto carácter a la vez religioso, político y popular, era el jubileo del Año Santo, para celebrar el cual se improvisaban diariamente magníficas procesiones, en que figuraban la Corte y los tribunales y oficinas, las comunidades, cofradías y establecimientos públicos, desplegando a porfía su celo religioso y su pompa mundana para ganar, al paso que las indulgencias de la Iglesia, los favores y protección del Gobierno del Estado». Nadie que lea estas líneas del benevolente Curioso Parlante puede dejar de percibir lo expresivo de esta asociación de indulgencias eclesiásticas y políticas, ante las cuales, la juventud del día, según el mismo Mesonero, mostraba una actitud de frívolo escepticismo. (¿Será difícil para muchos lectores españoles situarse en los diecisiete años de Larra y revivir, actualizándola, la experiencia jubilar?). Así caracteriza el «setentón» la juventud de aquel año de indulgencias: «Aquella juventud alegre, descreída, frívola y danzadora, con el transcurso de los años, la experiencia de la vida y la revuelta de los tiempos, se convirtió luego en representante -27- de las nuevas ideas de una nueva sociedad». En los párrafos siguientes da una nómina, sin olvidar a Larra, de los literatos, políticos, militares, abogados que iban a representar esa nueva ideología y los intereses de esa nueva sociedad. Eran aquellos muchachos los que establecerían el puente entre la época de Fernando VII y la de María Cristina. En aquellos años de la ominosa década absolutista en que se forman las tendencias que luego dominaron la España liberal, hemos de observar cómo se origina la obra de Larra. De aquel ambiente no podía salir sino una juventud «descreída». La frivolidad era una consecuencia del escepticismo ante las «verdades» oficiales del régimen, pomposamente representadas por las rogativas jubilares. La oposición política dentro del país -eliminados los liberales- era todavía más desesperanzadora que la represión fernandina. Escindidos los realistas en dos tendencias, la oposición la constituían furiosamente los del bando apostólico que recelaban las más mínimas tentativas de apertura preconizadas por otros realistas algo moderados, próximos al monarca. A pesar de que -28- Fernando VII siempre mostró manifiestamente sus propósitos de restaurar la sociedad estamental del Antiguo Régimen y de que cada vez expresó más explícitamente y con mayor reiteración sus principios absolutistas sin el menor atenuante, a algunos elementos clericales todavía esto les sabía a poco y temían cualquier alternativa que atenuara el absolutismo entonces vigente. En agosto de aquel Año Santo, a raíz de los acontecimientos de Portugal, reiteraba

el rey español, con un decreto, su programa absolutista: «Sean las que quieran las circunstancias de otros países, nosotros nos gobernamos por las nuestras». Para confirmar su propósito manda que vuelva a difundirse el decreto del 19 de abril del año anterior en que declaraba: «No solamente estoy resuelto a conservar intactos y en toda su plenitud los legítimos derechos de mi soberanía, sin ceder ahora ni en tiempo alguno la más pequeña parte de ellos, ni permitir que se establezcan cámaras ni otras instituciones, cualquiera que sea su denominación». A pesar de ello, en noviembre del mismo año, aparece el Manifiesto de la Federación de Realistas Puros, en el cual se acusa a remando VII de no representar en toda su integridad los principios del realismo y se reclama, en vista de ello, la necesidad de elevar al Trono al infante don Carlos. Los «realistas puros» rechazan la tímida renovación preconizada por los «persas» doce años antes y se oponen a la promesa -de todos modos incumplida- hecha por el Rey de convocar las antiguas Cortes, según el decreto firmado en Valencia en mayo de 1814. Como es sabido, el Manifiesto de 1826 es el prólogo al levantamiento de los «agraviados» catalanes, aludido -29- por Larra en su primera publicación, una oda a la exposición industrial del año 1827. La rebelión de los «agraviados» significa la ruptura definitiva de la extrema derecha con Fernando VII. Con ello aumenta la influencia de los realistas moderados, partidarios de una dictadura «ilustrada», favorecida dentro del Gobierno por el ministro de Hacienda, Luis López Ballesteros. El Rey no cesa de reafirmar su poder absoluto mientras se realizan reformas administrativas y se toman medidas económicas por una burocracia «cuyos tentáculos alcanzaban, de un lado, a los banqueros afrancesados en el exilio, y, de otro, a los industriales del algodón de Barcelona, a los comerciantes de Cádiz y, también, a no pocos grupos de emigrados liberales moderados». Son estas fuerzas las que, vinculando dialécticamente intereses económicos y sociales de clase con la ideología política del liberalismo moderado, iban a preparar la sucesión de Isabel II frente a las pretensiones de don Carlos. Será un triunfo de la burguesía. El absolutismo político, vinculado a la sociedad estamental del Antiguo Régimen, era un obstáculo para el desarrollo de las nuevas fuerzas económicas y sociales que venían empujando desde la periferia peninsular. Por más que el régimen fernandino intentara detener la Historia, la clase social ascendente impone sus soluciones, formalmente representadas por el liberalismo. -30- «Als ideòlegs de Cadis i als professionals de la política de l’època constitucional -dice J. Vicens Vives-, s’hi afegia ara una joventut corpresa per l’ideal romàntic de llibertat i una classe social -la burguesía- disposada a fer prevaler les seves orientacions polítiques, econòmiques i jurídiques en l’Estat». Larra es uno de ellos; de la juventud que se incorpora a este proceso histórico cuando en plena ominosa década absolutista surge conquistada por el ideal romántico de libertad. Es en esta coyuntura de la crisis de 1827-28, provocada por la oposición de los realistas exaltados, cuando aparecen las primeras publicaciones de Larra: en 1827 la oda a la exposición industrial organizada por los colaboradores López Ballesteros y, al año siguiente, la serie de artículos del Duende Satírico del Día. Solucionada de momento la crisis con el máximo rigor, el Rey refuerza su absoluta autoridad. Parece que se afirma el inmovilismo como si pudiera detenerse la evolución política. Nada amortigua los efectos de la represión. A aquellos muchachos que por entonces empezaron a asomar a la vida nacional ansiosos de libertad les repugnaba el

ambiente en que empezaban a ser jóvenes. Donde quiera que volvieran los pasos tropezaban con una pared insuperable y sus anhelos se convertían en sentimientos de desesperanza y asco. El país, para Espronceda, se había hecho un cadáver hediondo: «Cadáver desde el año de 23, había servido de pasto a -31- los gusanos que su corrupción producía...». Mesonero Romanos aparta la vista horrorizado cuando en la vejez describe sus recuerdos de esta época: «Llegando fatalmente a otro período más terrible y lastimoso, cual fue el de la sangrienta y feroz represión absolutista, que lanzó a la nación en todos los horrores de la saña política, de las venganzas personales, de la persecución contra el saber y el patriotismo, mi conciencia literaria y mi pluma nada agresiva se rehúsan a seguir por este camino y a trazar un cuadro repugnante ante el cual (según la frase, más expresiva que culta, de mi amigo el ilustre Donoso Cortés) “aparto la vista con horror y el estómago con asco”». Respetemos las náuseas del señor Mesonero y de su ilustre amigo. Con esta repugnancia germina la vocación literaria y la conciencia política de los jóvenes de la generación de Espronceda y Larra. El panorama de la literatura era desolador. Un completo vacío. Los escritores conocidos estaban en el exilio o guardaban silencio. Un gran abismo separa a los lectores de la literatura de fuera, tanto de las corrientes innovadoras de otros países como de la misma literatura española en el exilio. No había que esperar el nuevo libro ni la nueva obra de teatro que animara la discusión sobre temas literarios. No había ni periódicos que leer. En aquel vacío no se podía vislumbrar la menor renovación que excitara la inquietud juvenil de los literatos en cierne. En los artículos de Fígaro las referencias a estos años nos dan una idea de sus recuerdos como testimonio de un inmenso silencio. Refiriéndose humorísticamente a los cursos de Platón, les recuerda a sus amigos -Espronceda -32- y demás redactores del Siglo-, en 1834: «De cuanto se pueda callar en cinco años podrase formar una idea aproximada con sólo repasar por la memoria cuanto hemos callado nosotros, mis lectores y yo, en diez años, esto es, en dos cursos completos de Platón que hemos hecho pacientemente desde el año 23 hasta el 33 inclusive, de feliz recuerdo; en los cuales nos sucedía aquí precisamente lo mismo que en la cátedra de Platón, a saber, que sólo hablaba el maestro, y eso para enseñar a callar a los demás, y perdónenos el filósofo griego la comparación». Para ellos, que habían vivido la década, sí que había sido ominosa. 3. «Ideas juveniles» Esforzándose por romper el gran silencio con sus primeras publicaciones, Larra vive íntimamente con una oposición al medio; oposición que cristaliza en un ideal de libertad. Pero este ideal no sólo germina en él como un rechazo al régimen político, sino con una profunda actitud escéptica en contra de la sociedad que no va a cambiar de la noche a la mañana con el paso de un sistema político a otro. En sus primeras tentativas literarias veremos a Larra asqueado por la situación del país, sin ningún horizonte esperanzador delante de su espíritu juvenil. Otros muchachos de su misma generación, como Espronceda, salen del país; Larra se queda en la España de Fernando VII y Calomarde, dando los

primeros pasos de su vida independiente con un profundo sentimiento de decepción al que su experiencia de la realidad siempre le hace volver después de cualquier -33- momento de esperanza. En este sentido, el año de 1826 queda en la conciencia de Larra como punto de partida de su experiencia vital: «y como estoy viviendo de milagro desde el año 26, me he acostumbrado a mirar el día de hoy como el último», le dice a su padre años más tarde (1835) en una carta desde Londres. Y añade: «usted dirá que vuelvo a mis ideas juveniles; yo no sé si algún día pensaré de un modo más alegre; pero aunque esto empezara a suceder mañana, siempre resultaría que había pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida; todavía quedaría por averiguar cuál de las tres es la más importante». ¿Cuáles eran estas «ideas juveniles»? Algo se trasluce de ellas en alguno de sus primeros intentos literarios. Nos referiremos a ellos más adelante. Ahora nos interesa hacer notar cómo en la carta de Londres, recién citada, el ensombrecimiento del horizonte personal está visto en función de las circunstancias políticas del país amenazado por el carlismo, precisamente en una actitud que a su padre podría suscitarle el temor de la vuelta por parte del hijo a ciertas ideas juveniles: «No vayan ustedes a inferir de aquí que estoy de mal humor; no tengo por qué estarlo en el momento; pero hasta ahora no he visto nunca delante de mí un horizonte bueno, y ahora empiezo a verlo malo si triunfa D. Carlos». Larra confiesa un pesimismo constante en su vida referido a lo que, para entenderse con su padre, llamaba «ideas juveniles». Al aludir a ellas en esta carta, las sombras del horizonte político de 1835 (el posible retorno a la reacción absolutista) se proyectan retrospectivamente en su ánimo hacia la situación personal de 1826, cuando el horizonte del país estaba oscurecido por el absolutismo de Fernando VII y las amenazas de los -34- «realistas puros». No se trata de un gesto de mal humor: quiere dejarlo bien sentado. A lo largo de toda su obra, como en esta carta, la desazón personal se presenta siempre en función de la desesperanza política. Los primeros balbuceos literarios de Larra son en parte una expresión de estas preocupaciones. El muchacho se siente a sí mismo metido en el atolladero nacional y trata de desahogar su decepción escribiendo versos. Son versos sobre la situación presente, en los que quizá se trasluzcan sus «ideas juveniles» a pesar de los tópicos escolares, y odas sobre temas cívicos. En ellos podemos percibir, todavía con expresión muy imperfecta, actitudes que luego se plasmarían incisivamente en su obra ya granada de periodista. La obra de Larra se desarrolla en pocos años y, por lo tanto, con un rápido proceso de maduración, acelerado por los acontecimientos que luego se agolpan precipitadamente. Las «ideas juveniles» permanecen a lo largo del proceso. La generación de Larra Larra, hacia aquella época en que empieza a vivir de milagro, está empeñado en ser escritor. «Se hizo literato», dice su biógrafo Cayetano Cortés. Quizá una voluntad de dar sentido a su existencia insatisfecha le impulsa a darse a conocer demasiado

prematuramente. En 1827, a los dieciocho años, hace imprimir un folletito con una oda «A la exposición primera de las artes españolas». -35- Conviene que tengamos en cuenta el estado reciente de la literatura española para poder establecer luego, en este estudio, una línea de continuidad o de viraje con respecto a los orígenes de la obra de Larra. El panorama generacional trazado por Julián Marías para la primera mitad del siglo XIX, puede servirnos en nuestro intento de situar a Larra en el conjunto de la literatura de su tiempo. Según Marías: «La vida española está inmersa en el romanticismo desde 1812, aproximadamente, pero se vierte literariamente durante tres lustros en moldes neoclásicos. La literatura romántica es tardía respecto de la vida, y en esta medida se hace pronto inauténtica; sólo mitiga esto la frecuente precocidad y la muerte temprana de los románticos, y se hace patente tan pronto como la vida se prolonga». Recordemos cómo los muchachos de la misma edad de Larra que actúan románticamente en la sociedad de los «Numantinos» y se reúnen en la academia del Mirto para leer versos neoclásicos. La literatura romántica llega a España tardía, anacrónicamente, cuando la vida histórica está dejando ya de ser romántica. Marías distingue cuatro generaciones. La primera es la de «los que en 1800 andan por los treinta años». Entre los escritores que fuera de España componen esta generación están Walter Scott y los lakistas, los idealistas alemanes, los Schlegel, Novalis, Tieck, Chateaubriand, Senancour, Benjamín Constant. En contraste, sus contemporáneos españoles son Moratín, el hijo, Cienfuegos, -36- Quintana. Es la generación que consigue al cabo afianzar el teatro neoclásico en España. Las comedias de Moratín, entre 1786 y 1806, se tienen en las primeras décadas del siglo XIX por punto de partida del teatro moderno. El estreno de El sí de las niñas en 1806 es un éxito. Parece que por fin el público de Madrid acude a las representaciones de comedias arregladas a las tres unidades. Todavía en 1833, teniendo en cuenta las circunstancias en que se hallaba el país, podía considerar Fígaro la comedia moratiniana como un renacimiento actual del teatro español: «nos atrevemos a asegurar que hace mucho tiempo que no se han agolpado en el templo de Talía y de Melpémone tantos candidatos a la corona de laurel: apenas transcurre un mes en que no hayamos visto una de estas raras apariciones: en pos de Moratín y a más o menos distancia de este coloso dramático vemos marchar un número respetable de composiciones que, si bien no pueden, las más, rivalizar con el gran maestro, honran y no poco nuestras tablas». -37- En cuanto a la poesía de esta generación, Quintana mantiene su prestigio. Es el poeta contemporáneo que admiran los muchachos que, como Larra, empiezan a leer versos por los años de mil ochocientos veintitantos. Cienfuegos y Quintana habían dado un giro a la poesía moderna dirigiéndola hacia los temas cívicos suscitados por los ideales progresistas de la España de su tiempo. Como veremos al considerar los primeros intentos literarios de Larra, el joven aprendiz de literato se sitúa dentro de esta corriente poética. La segunda generación cuenta entre otros con Alberto Lista, Sebastián Miñano, José Joaquín Mora, Martínez de la Rosa. Se hallan en la plenitud de su vida durante el trienio liberal. Son los cuarentones del momento. Representan la madurez de las empresas

políticas, literarias y periodísticas. Dadas las circunstancias de la época, gran parte de su actividad literaria se desarrolla en periódicos y revistas, contribuyendo así al desarrollo de un medio expresivo moderno del cual los de la generación de Larra van a ser continuadores al mismo tiempo que lo renuevan. Miñano aporta nuevas formas de sátira política que abren el camino seguido por Larra. El Pobrecito Holgazán es un antecedente directo del Pobrecito Hablador, y no sólo por el título. En cuanto a la nueva literatura, los miembros de esta segunda generación se sienten envueltos ya en la nueva literatura y de algún modo se ven obligados a situarse unas veces en contra y otras a favor de la corriente. Moratín y Quintana ignoraron las polémicas suscitadas por la literatura romántica, aunque en el extranjero el uno y en su propia patria, más tarde, el otro, vivieron -38- rodeados por ellas. Si tenemos en cuenta que Böhl de Faber era de la misma generación, no nos extrañará que el cónsul alemán fuera un extravagante cuando con fervor tradicionalista predicaba su romanticismo calderoniano atacando apasionadamente el pensamiento de la Ilustración. Son los más jóvenes, José Joaquín de Mora, de la segunda generación, y Alcalá Galiano, de la siguiente, los que salieron en defensa del neoclasicismo y las luces. Pero ya a partir de ahora se empieza a pasar el puente que separa la literatura neoclásica de la romántica. Mora se convierte al romanticismo durante su emigración. Lista, el maestro de la juventud de 1836, se muestra como hombre de su tiempo en la conferencia del Ateneo comentada por Larra, y Martínez de la Rosa se coloca en el justo medio. Algunos miembros de la tercera generación llevan la voz cantante en las primeras asonadas de la nueva literatura después de que ya eran bien conocidos como escritores neoclásicos. Es la generación de Alcalá Galiano y del Duque de Rivas, dos románticos conversos -39- que representan la juventud política y literaria del trienio liberal. Cuando parten al exilio, donde se hacen románticos, dejan en España una obra ya reconocida. Los más jóvenes de esta generación, Gil de Zárate, Bretón de los Herreros, Mesonero Romanos, Estébanez Calderón, empiezan a darse a conocer durante la ominosa década, mientras los otros están en el exilio. La madurez de esta generación llega a la muerte de Fernando VII, uniéndose a los de la generación siguiente en empresas políticas y literarias. Después viene la generación de Larra. Es la juventud que irrumpe a la muerte del rey absoluto. Vienen exigiendo. Muchos son alumnos de Lista y los que no lo son lo reconocen como maestro. Teniendo en cuenta la edad, podemos distinguir dos grupos: los nacidos en los últimos años de la primera década del siglo -Larra y Espronceda entre ellos- y los que nacieron en la década siguiente, como Roca de Togores, García Gutiérrez, Ochoa, Enrique Gil Carrasco, etc. Zorrilla, nacido en 1817, se da a conocer precisamente en el entierro de Larra. El grupo de los mayores asiste entre los catorce y dieciséis años a la ejecución de Riego en la plaza de la Cebada. Son los «Numantinos». Los del segundo grupo apenas tienen veinte años cuando acuden al estreno de Don Álvaro, llegan ya en pleno romanticismo literario. «Se observa -dice Marías- que -40- en España los románticos por excelencia pertenecen a la cuarta generación; la literatura romántica española es isabelina». Algunos -Larra, Espronceda, Gil Carrasco- mueren tempranamente en plena vigencia de la literatura romántica. Otros llegan a la orilla de la nueva corriente realista, como Ventura de la Vega con su Hombre de mundo, los últimos dramas de García Gutiérrez. Zorrilla -nace el mismo año que Campoamor- sobrevive anacrónicamente hasta finales de siglo.

Cuando comienzan a aparecer en la vida literaria de España los primeros escritores de esta cuarta generación encuentran la literatura en el estado en que la habían dejado los liberales al partir para el exilio en 1823. Había quedado un gran vacío del cual era difícil encontrar salida por nuevos caminos. Los primeros indicios que tenemos de Larra en la vida literaria madrileña nos lo presentan relacionado con algunos escritores de la generación anterior, todavía poco conocidos, que se habían quedado en España y con otros muchachos de su edad en el estrecho Madrid de Calomarde. La fuente de información es otra vez Mesonero Romanos: «Por los años 1827 al 28, en pleno gobierno absoluto del señor Rey don Fernando VII, -41- y bajo la férula paternal de su gran visir don Tadeo Francisco de Calomarde, nos reuníamos en grata compañía, los domingos por la mañana, en casa de don José Gómez de la Cortina [...] todos o casi todos (que no llegaríamos seguramente a una docena) los jóvenes dados por irresistible vocación a conferir con las musas o a ensuciarnos las manos revolviendo códices y mamotretos; ocupaciones ambas que, atendiendo los vientos reinantes a la sazón, tenían más de insensatas que de racionales y especuladoras». Mesonero nos traza sus recuerdos de 1827 a 1828 con rasgos que concuerdan característicamente con la situación moral de Larra tal como aparece en alguno de sus primeros escritos. Los jóvenes que se reunían en aquella tertulia -Larra uno de ellos- aspiraban a abrirse camino en la literatura «a despecho de los rigores del Gobierno», sintiendo a su alrededor, en un gran silencio, «la indiferencia completa del público», insatisfechos con «la indigesta y vulgar instrucción que podían recibir» en los centros de enseñanza. Entre los contertulios podemos destacar, además de Larra, a Gil de Zárate, Bretón de los Herreros, Patricio de la Escosura, Ventura de la Vega, el propio Mesonero Romanos. Los dos mayores, Zárate, nacido en 1793, y Bretón, en 1896, pasaban de los treinta años y ya habían iniciado por entonces su carrera literaria: «Con sus primeras producciones dramáticas habían conseguido galvanizar un tanto el cadáver del teatro español». El primero acababa de conseguir su primer éxito teatral en 1825 con la comedia El entremetido y al año siguiente había estrenado dos comedias más: Cuidado con las novias o La escuela de los jóvenes y Unos años después de la boda. Los comienzos algo tardíos -42- de este autor en el teatro son muy característicos de la situación. Después de haber estrenado estas tres comedias siguiendo el camino trazado por Moratín empieza a tener tales dificultades con la censura que, descorazonado, se ve forzado a callar hasta 1835. Entonces estrena la tragedia Blanca de Borbón, prohibida en 1829. Bretón de los Herreros también era ya conocido como autor teatral. El éxito de su primera comedia, A la vejez viruelas, estrenada en 1824, y de Los dos sobrinos o Lo que son los parientes, el año siguiente, abrieron su carrera teatral. Asociado con el empresario Grimaldi, traduce a destajo comedias y tragedias francesas. Mayor resonancia alcanzó en 1828 su tercera comedia original A Madrid me vuelvo que anunciaba ya los triunfos del autor en la década siguiente. Cuando acude a la tertulia de Gómez de la Cortina era ya un escritor plenamente profesional. Entre los contertulios, seguía en edad Mesonero Romanos (1803). Por entonces hacía algunas adaptaciones de comedias antiguas a las reglas neoclásicas, y en 1822 había

publicado anónimamente una serie de artículos con el título de Mis ratos perdidos, que después quiso ocultar, si bien es interesante para trazar la trayectoria del género costumbrista. Los otros miembros de aquella tertulia que, según Mesonero, reunía la docena escasa de los jóvenes literatos -43- del Madrid de entonces, eran simples aficionados a las letras con muchas aspiraciones y ganas de ser algo. Larra tenía dieciocho años, Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura, veinte. Estos dos últimos habían sido alumnos de Lista y habían formado parte de la academia del Mirto y de los «Numantinos». Escosura acababa de volver de Inglaterra adonde se había marchado después de que la Policía descubriera a los «conspiradores». Había regresado con su amigo Miguel Ortiz, otro «numantino», a quien Larra dedica en abril de 1829 dos poemas con ocasión de la muerte de su mujer. Sin duda, Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura hablarían en la tertulia de sus compañeros de San Mateo, especialmente de Espronceda que también había salido de España y no volvería hasta después de la muerte del Rey. La literatura y la política eran los temas que principalmente animaban las conversaciones de aquellas reuniones domingueras, tal como se deja traslucir de los recuerdos de Mesonero Romanos. Después de referir los nombres de aquellos jóvenes comenta: «Déjase conocer, con sólo esta sencilla enumeración, a qué sabrosos y entretenidos debates daría lugar la reunión de aquellos jóvenes estudiosos, impulsados por el entusiasmo -44- patrio...». La suspicacia del Gobierno no podía impedir que en la tertulia «penetrase, a despecho de los gobernantes, el ambiente liberal que se respiraba en la atmósfera, y con el cual no podían ellos mismos dejar de transigir hasta cierto punto». Por otro lado, A. Peers aprovecha la información de Mesonero Romanos para presentar esta tertulia como una manifestación de lo que él llama «rebelión romántica» antes de 1833, antecedente de «El Parnasillo». Pero por mucho que aquellos jóvenes pudieran vivir románticamente, su ideal literario es todavía plenamente neoclásico. Para ellos, como para los exiliados antes de ponerse en relación con las nuevas corrientes europeas, todavía el neoclasicismo es la expresión más moderna del progresismo ideológico heredado del siglo anterior. Ya volveremos a esto a tratar de la primera reacción en los artículos de Larra ante la literatura romántica. Ahora sólo intentamos señalar el hecho de que los escritores nacidos en la primera década del siglo se encuentran al poco de comenzar su trayectoria intelectual con una encrucijada: el paso del neoclasicismo al romanticismo y de la reacción absolutista al constitucionalismo. La intensidad con que viven los acontecimientos políticos y literarios se revela en su obra por la conciencia histórica de que están pasando del antiguo al nuevo régimen. Era algo más que el simple paso de un capítulo a otro de un manual de -45- historia de la literatura española. Representa todo el conflicto histórico y existencial de aquel grupo de jóvenes que se reunían los domingos por la mañana a charlar de política y de literatura en casa de Gómez de la Cortina. Es por aquellos años de la ominosa década, alrededor de 1828, cuando empieza a dar señales de existencia en la vida del país la juventud que, como dice Mesonero Romanos, «se convirtió luego en representante de las nuevas ideas de una nueva sociedad». Vamos a dedicar estas páginas a estudiar las primeras manifestaciones literarias de Larra -el más

interesante de aquellos jóvenes- por los años de la ominosa década en que fraguan en ellos esas «nuevas ideas de una nueva sociedad». -46- -47- Capítulo segundo. Iniciación literaria: composiciones en verso Larra empieza escribiendo versos. Es de suponer que le hubiera gustado publicar alguna vez un tomito con el simple título de Poesías. Pero de un total de cincuenta y cinco composiciones conocidas sólo doce se publicaron en vida del autor. Pronto se dio cuenta de que los versos no contribuían nada a su buen nombre literario, tan importante para él. ¿Para qué detenerse, entonces, en sus composiciones en verso? Intentar revalorizar la poesía de Larra sería en vano. Sin embargo, siempre quedarán los versos como testimonios directos que nos puedan ayudar a comprender mejor la génesis del escritor en prosa. A. Rumeau, que ha dedicado especial atención a Larra poeta, sugiere con razón que si tomamos sus versos en consideración quizá queden mejor esclarecidos algunos rasgos de Larra en -48- cuanto hombre y en cuanto escritor. Nosotros, en busca del Larra escritor, del autor de artículos, tomamos en cuenta la sugerencia e intentamos descubrir qué luz proyectan algunos de sus primerizos poemas para emprender nuestro camino. Al fin y al cabo puso mucho empeño en aquellos intentos de versificación cuando empezó a tratar de hacerse literato. Expresan sus aspiraciones literarias y son el resultado de lecturas preferidas, de sus preocupaciones y sentimientos. 1. Tendencias de la poesía reciente Para los muchachos que, como Larra, empiezan a componer versos en España por los años de mil ochocientos veintitantos, la poesía vigente es todavía la neoclásica. Pero con los viejos moldes se expresan preocupaciones en consonancia con los nuevos tiempos. Heredada del siglo XVIII, la cultura moderna, al entrar en el siglo XIX, ha adquirido un carácter ideológico diferente, de acuerdo con las circunstancias históricas. Del espíritu de reforma se pasa al espíritu político. Los ilustrados se hacen liberales. Los poetas se convierten en portavoces del nuevo pensamiento político. Iris M. Zavala -49- ha estudiado este proceso: «Trasladaron el pensamiento político a la poesía, y en verso expusieron los más audaces. Aunque todavía se cantan ideas abstractas (como Meléndez Valdés, anteriormente, por ejemplo), la crítica es mucho más concreta. Esta nueva generación es más osada. No se conforma con la crítica genérica: ve y señala los problemas

inmediatos. Son los jóvenes propiamente liberales: creen en la soberanía popular y definen las reformas que desean». Se ha observado el cambio a partir sobre todo de Cienfuegos. Su oda En alabanza de un carpintero llamado Alfonso fue denunciada de subversiva, entre otros por Hermosilla y luego por Menéndez Pelayo. La poesía de Quintana continúa esta orientación. Evocando a Cienfuegos, dice Quintana en la dedicatoria de sus Poesías: «De ti aprendí a no hacer de la literatura un instrumento de opresión y de servidumbre». Es el año 1813 cuando escribe esta dedicatoria, recién proclamada la Constitución y cuando los invasores franceses inician -50- la retirada: «¿Y quién en la miserable época que acaba de pasar ha observado mejor que tú estas máximas sagradas? A la vista y casi en las garras del despotismo insolente y bárbaro que nos oprimía, cantabas tú las alabanzas de la libertad». Los jóvenes de la época absolutista admiran en Cienfuegos y en Quintana el aliento progresista, la poesía de la libertad contra la tiranía. Por una carta de Alberto Lista, fechada en 1828 -muy bien conocía el profesor de San Mateo las aficiones de sus discípulos, de la misma edad que Larra- sabemos el «efecto que las poesías de Cienfuegos han hecho en todas las almas ardientes, tanto en materias políticas como literarias». Su influencia «deslumbre los corazones incautos con el nombre de la libertad». En la generación siguiente a Cienfuegos y Quintana, el mismo Lista compone sus odas filosóficas con claras -51- referencias a las circunstancias políticas de la época. Los temas de estas odas son el despotismo, el fanatismo y la intolerancia que oprimen la libertad bajo el altar y el trono. Ya veremos las resonancias directas de estos poemas en los de Larra. El nuevo tono adoptado por la poesía neoclásica marca el carácter de lo que para los muchachos de la ominosa década había de ser la poesía contemporánea. Cienfuegos, Quintana y Lista son los poetas que en 1828 aduce Larra, juntamente con Meléndez Valdés y la prosa de Jovellanos, como autoridades indiscutibles en el uso de la lengua. Las implicaciones políticas de los temas tratados por los poetas progresistas no podían menos de encontrar eco entre los jóvenes opuestos al Régimen. Larra se sitúa dentro de esta corriente poética, cuyos aspectos ideológicos, en momentos de represión, sólo podía expresarlos crípticamente. 2. La poesía en la obra de Larra Puesto a escribir, Larra quiere expresar cosas importantes. Entonces, como años después cuando comenta las poesías de Martínez de la Rosa y del abogado Alonso, debía pensar que los tiempos no estaban para frivolidades literarias. Recuérdese lo que Jovellanos, ya hacía muchos años, había recomendado a sus amigos de Salamanca, y más recientemente la dedicatoria de Quintana -52- a Cienfuegos a que nos hemos referido antes. El poeta, tan admirado de Larra, dejaba a un lado «el laúd de Tíbulo o la lira de Anacreonte» como

impropios de aquellos «que sientan en el corazón el santo amor de la virtud y la inflexible aversión a la injusticia» (loc. cit.). Los primeros versos que conocemos de Larra son de tono elevado. De la poesía moderna que él conoce escoge temas y géneros importantes: el poema didáctico, la oda, la sátira. Son composiciones muy tempranas que escribió hasta finales de 1827, antes de que, al año siguiente, apareciera la serie de artículos del Duende Satírico del Día. Fruto de este período inicial fue, además de otros escritos que permanecieron inéditos, su primera publicación, una Oda a la exposición de la industria española del año 1827. Durante todo el año de 1828, mientras se dedica de lleno a escribir artículos, no parece que escribiera versos. Pero al fracasar su primer intento de hacerse escritor en prosa, vuelve a los versos, si bien ahora escribe poesía ligera. Parece como si con ello Larra reconociera su fracaso ante la impotencia para enfrentarse a las circunstancias del país en aquellos momentos. En el período que va desde la primavera de 1829 hasta finales del mismo año, escribe poemillas anacreónticos tomando como modelos a Villegas y a Meléndez Valdés, con alguna que otra composición festiva inspirada en Quevedo. De este segundo período, lo único que publica es una oda -otra oda-, ahora con motivo de los terremotos de 1829, precisamente la única composición fuera del tono ligero característico de otras composiciones escritas aquel año. En 1830, según ha hecho ver A. Rumeau, Larra renuncia explícitamente a la poesía. Se dedica al teatro, a la novela y, sobre todo, al artículo de periódico por donde se ha de encauzar definitivamente su talento literario. La -53- poesía a partir de entonces adquiere un carácter meramente ocasional, como expresión de mensajes íntimos o como manifestación política mediante versos de circunstancias. Parece como si Larra, preocupado por la política, pero sin poder expresar sus ideas en artículos, se aprovechara de las circunstancias para hacer profesión de sus ideas. Luego, junto a sus artículos políticos, los versos de circunstancias no podían menos que desentonar. Deja, por lo tanto, de escribirlos y se ríe de los que continúan siendo «abastecedores de poesía sonetesca y encomiástica», sin excluirse a sí mismo, implícitamente, por los que había compuesto. Entretanto cualquier homenaje a la reina María Cristina era una profesión de fe política. 3. Notas de lectura: interpretación neoclásica de Chateaubriand El repertorio de las poesías de Larra comienza con unos curiosos borradores más o menos inconexos. La -54- prosa se mezcla con el verso. Son notas de lectura de las cuales se desprende un esfuerzo de versificación. El esfuerzo parece más bien penoso. No revelan estos apuntes dotes muy prometedoras para la poesía, pero atestiguan una atenta aplicación a la lectura y un esforzado interés por el oficio de escribir. Larra lee y toma notas tratando de poner en verso lo que le sugieren los libros. Va haciendo ejercicios de versificación

animado por una inspiración libresca. Se esfuerza en aprender a escribir versos. Los temas, según la ordenación establecida por A. Rumeau, son «La patria» y «El entusiasmo y el amor a la gloria». Por estos apuntes sabemos que Larra, cuando empezó a escribir versos, leía atentamente a Chateaubriand. A. Rumeau ha identificado dos de estas notas manuscritas, una en francés y otra en español, refiriéndolas a pasajes concretos del Genio del Cristianismo. Era éste un libro muy leído entonces en España. Se traduce a principios de siglo y las ediciones se repiten. Cuando Larra lo lee ya no es ninguna novedad en el ambiente literario de la época, forma parte del conjunto de lecturas de cualquier persona culta. Chateaubriand es, según Allison Peers, uno de los autores -el único entre los franceses- a los que puede atribuirse influencia primordial en lo que él llama «renacimiento romántico». Pero tal «renacimiento», si bien prepara el camino para el romanticismo, se plasma en moldes completamente neoclásicos. Éste es el caso de Larra. Unas notas esquemáticas tomadas del capítulo en que -55- Chateaubriand trata del sentimiento patriótico universalmente arraigado en la naturaleza humana (libro V, capítulo XIV), y unos versos fragmentarios de un poema que no llega a cuajar no justifican un análisis detenido, pero sirven para indicarnos ciertas tendencias literarias que trata de seguir el muchacho con aspiraciones de escritor. A la lectura de Chateaubriand se sobreponen en Larra preocupaciones más en consonancia con el estado cultural y político de la España de su tiempo. La preocupación del escritor francés al tratar del tema de la patria es ofrecer pruebas de carácter sentimental para demostrar la existencia de Dios por medio de las maravillas de la Naturaleza. Después de contemplar el espectáculo general del Universo, las maravillas del mundo animal y de las plantas, la inmensidad del mar y la belleza de una noche de luna en un bosque cercano a las cataratas del Niágara, Chateaubriand llega al ser humano con el ánimo de presentar un instinto que sea peculiar de su naturaleza en la armonía sublime del Universo. Conforme va leyendo, Larra apunta esquemáticamente en un papel algunas de las ideas expresadas en el texto francés, referencias literarias y mitológicas, sugerencias que pudieran servirle para componer una oda a la patria. Sin embargo, por lo que se deduce de estos apuntes, publicados por A. Rumeau en el repertorio citado, el interés de Larra por el tema no coincide con las preocupaciones de Chateaubriand sobre la universalidad del sentimiento patriótico. Su preocupación por la patria es una preocupación política. Se concreta en la España presente: en la sentida repugnancia del régimen detestado por su espíritu juvenil: ¿Por qué pudiendo ser madre querida quisiste ser madrastra aborrecida? -56- Y el contraste del presente con las glorias del pasado:

Tu religión, tu lengua, tus costumbres a un nuevo mundo dabas que con baldón de Europa conquistabas. Desde Quintana éste es el sentimiento que embarga los poemas dedicados a la patria. Recordemos los famosos versos de la Oda a España: ¿Qué era, decidme, la nación que un día reina del mundo proclamó el destino, la que a todas las zonas extendía su cetro de oro y su blasón divino? Y los de Espronceda en el poema A la patria: ¡Cuán solitaria la nación que un día poblara inmensa gente! ¡La nación cuyo imperio se extendía del ocaso al Oriente! Quintana celebra el despertar heroico de la Guerra de la Independencia, animado por la esperanza del resurgimiento, pero -como indica Casalduero, comparando estos dos pasajes- «Espronceda y su generación no han podido vivir el momento de ilusión y de heroica ceguera; han sido testigos, en cambio, de la repugnante maldad y estupidez del rey carnicero». Al despertarse su conciencia patriótica, sólo contemplan un presente odioso. En ellos surge el lamento del dolor filial herido que en el temperamento de Larra se hace reproche a la madre convertida en madrastra aborrecida. Todo ello queda lejos del texto de Chateaubriand. Cuando Larra leía el Genio del Cristianismo buscando en la lectura motivos para componer versos, quizá se le quedara dentro, o en el tintero, algo nuevo que afectaba -57- su sensibilidad, pero para lo cual no tenía recursos expresivos de que echar mano. Parece muy significativo que cuando intenta

trasladar al verso las ideas sugeridas por la prosa de Chateaubriand, el molde sea la oda discursiva al estilo de Quintana, del cual alguna vez diría Fígaro que era el poeta releído. 4. Poesía útil: la sátira El carácter político que hemos destacado en la poesía española a comienzos del siglo XIX es una derivación histórica de la función moral predominantemente asignada a la literatura en el siglo XVIII: es una aplicación a las nuevas circunstancias históricas del concepto de literatura útil que tenían los ilustrados. De ahí le viene a Larra su predicación en favor de una literatura nacional que sea «apostólica y de propaganda». A lo largo de toda su obra se repite la idea de que si la literatura ha de tener un valor trascendente ha de ser con la condición de que sea útil. En consecuencia, siempre critica con desdén lo que él llama «poesías fugitivas». Son consabidas las disculpas expresadas por los graves varones -Cadalso, Jovellanos, Meléndez- de dedicar -58- sus ocios juveniles a la poesía, sobre todo a la poesía ligera y amorosa. Cadalso se siente obligado a excusarse de que su libro -Ocios de mi juventud- fuera «del género menos útil de la poesía». Por el contrario, «las poesías heroicas y satíricas -según dice el mismo autor en las Cartas Marruecas- son las obras tal vez más útiles de la república literaria». Y recogiendo la opinión general de los literatos de la Ilustración, Cadalso añade que la sátira sirve «para corregir las costumbres de nuestros contemporáneos». Según esta concepción de la literatura, la utilidad era lo que justificaba el derecho a la existencia de la sátira junto a las composiciones de temas elevados. Esta mentalidad dieciochesca forma la base sobre la cual se asienta en sus orígenes la concepción literaria de Larra. Por ello, entre sus intentos literarios más primerizos, no es extraño que junto al estilo noble de la oda aparezca el estilo agrio de la sátira. «¿Cómo se escribiría en el día, en nuestra patria, sin la existencia anterior de los Feijoos, Iriartes, Forner y Moratín?», se pregunta Fígaro en 1833, reivindicando en su propio interés la utilidad de la sátira. Su primera sátira conocida todavía es una composición en tercetos según los cánones consagrados por los preceptistas escolares y los escritores neoclásicos. Como Iriarte, Forner y Moratín en sus conocidos poemas satíricos, se lamenta el joven Larra del estado de la literatura de su tiempo. Para explicar el tema hubiera podido servirse de las mismas palabras con que Tomás de Iriarte había referido el de una de sus sátiras: «El tema o -59- argumento que en ella he querido probar es que, según la presente condición de las cosas en esta república literaria de Madrid, no puede ni debe salir a la plaza el escritor que tenga pundonor y vergüenza». El procedimiento es el consagrado por los poetas satíricos latinos y repetido por los neoclásicos que pretendían imitarlos. El poeta ataca las costumbres contemporáneas

comunicando sus propias preocupaciones a una supuesta segunda persona, que se llamará Arnesto en las sátiras de Jovellanos, Fabio en la Lección poética de Moratín o Delio en los tercetos de Larra. Generalmente se establece un conflicto entre el «yo» del poeta y la segunda persona que aparece como contrincante. Esta segunda persona sirve meramente de apoyo para que el satírico pueda personificar en su propia voz el tema social sobre el cual hace sus reflexiones condenatorias. Aun en su forma más escolar, para que la sátira tenga fuerza, ha de expresar los sentimientos personales del escritor. Lo emocional se expresa en función de preocupaciones sociales. Esto es al fin y al cabo lo que constituye el meollo del arte literario de Larra en sus mejores momentos. En su obra cumplida, la densidad literaria -60- se logra por la intensa participación afectiva del autor al interpretar críticamente la realidad social. En la sátira encuentra el medio literario de expresar sus propios sentimientos engendrados en su preocupación por la sociedad de la cual él, con toda su amargura personal y su individualidad irreductible, se siente parte integrante: «Somos satíricos -insiste casi al final de su obra- porque queremos criticar abusos, porque quisiéramos contribuir con nuestras débiles fuerzas a la perfección posible de la sociedad a que tenemos la honra de pertenecer» (el subrayado es nuestro). En aquella primeriza sátira en verso podemos percibir ya cómo la desesperanza nacida de la situación del país repercute en su estado de ánimo, y a la vez, la efectividad -61- busca -todavía con mucha impericia- formas de expresión por medio de la crítica social. Comienza así la sátira: ¿Cuándo Delio insensato he de mirarte libro y pluma arrojar y en el tintero dejar metido entre algodón el arte? ¿Estudias en España majadero? ¿No tienes experiencia? ¿Estás demente? ¿Tan poco aprecias bárbaro el dinero? Delio una vez en tus estudios tente, que o no tienes dos ojos en la cara o no tienes dos dedos en la frente. Cuando con voz sonora, pura y clara, mejor cantes mañana que el Mantuano ¿qué ha de servirte tu destreza rara?

Por más que estos tercetos de la sátira de Larra recuerden los del comienzo de la Lección Poética de Moratín y el tema se pueda relacionar con la sátira de Iriarte antes citadas, en la composición satírica de Larra creemos percibir la propia voz angustiada del autor, la conjunción de sus sentimientos personales con la situación del país en el momento en que escribe. La sátira a Delio no sólo nos sirve para situar al autor en relación con la literatura española reciente; nos descubre, además, su propia actitud personal ante la realidad contemporánea, algo de aquello que en 1835, en la carta a su padre desde Londres, y refiriéndose a esta época de la sátira, llamaba «ideas juveniles». Muy probablemente, estos versos están escritos en la oficina donde trabajó Larra algunos meses al terminar -62- su vida de estudiante. El manuscrito autógrafo, según nos informa el editor, A. Rumeau (loc. cit.), se halla al reverso de un impreso administrativo que muy bien pudiera ser de aquella oficina. Teniendo en cuenta estas circunstancias, al leer la sátira de Larra, comprendemos su decepción personal producida por el abandono de los estudios, metido en una covachuela de escribano: Cualquiera pedimento a un escribano le habrá de dar más honra y más provecho que a ti nunca tu ingenio soberano. Por otro lado, el clima social y político no ofrece el menor estímulo. Recordemos lo que le decía a su padre en la carta aquella: «hasta ahora no he visto nunca delante de mí un horizonte bueno...». Según hemos intentado explicar en el capítulo anterior, estas palabras escritas en 1835, expresan una continuidad en la motivación literaria, que se remonta al año 26 («como estoy viviendo de milagro desde el año 26...») y arrojan luz, por lo tanto, retrospectivamente, sobre la época de las «ideas juveniles» en que Larra compuso la sátira. En lo que va de un año al otro, del 26 al 35, como puntos de referencia, la oscuridad del horizonte nacional se confunde con las sombras de su propia existencia y continuará confundiéndose cada vez más hasta sus últimos artículos y su muerte. ¿No aparece ya en estos versos satíricos el germen lejano del «escribir en Madrid es llorar»? Lejano, sobre todo, por lo mucho -63- que ha de andar en poco tiempo para lograr mayor eficacia de los medios expresivos. Dos veces más intenta Larra dirigir su espíritu crítico por el cauce ya seco de la sátira en verso, en dos números del Pobrecito Hablador. Pero los moldes quedan estrechos, por anticuados, para contener el ímpetu emocional de la crítica que requieren los nuevos tiempos. La desgarrada afectividad de Larra y sus intenciones apostólicas no cabían en los límites del poema satírico neoclásico. Larra dejará de escribir sátiras en verso, pero seguirá

siendo satírico. En buena medida su talento literario ha de consistir en hacer de la sátira un género auténticamente moderno en sus artículos de política y de costumbres. En su formación literaria, la anticuada sátira neoclásica queda como uno de los puntos de partida de su trayectoria. Dos de sus artículos más famosos, «El castellano viejo» y «La Nochebuena de 1836», parten de poemas satíricos, de Boileau y de Horacio, respectivamente. Y en 1836, cuando escribe unas «consideraciones generales acerca del origen y condiciones de los artículos de costumbres», puede decir de la sátira en -64- verso que era una «verdadera composición poética de costumbres». Por ello, al colocar Larra el poema satírico como antecedente del género costumbrista moderno, nos autoriza a que por nuestra parte consideremos la sátira de 1826 en la génesis de sus propios artículos de sátira social. 5. Magisterio de Quintana y Lista: La oda. Exaltación de la libertad En el aprendizaje literario de Larra se nota la presencia de dos poetas contemporáneos: Quintana y Lista. Ya hemos visto, al analizar los primeros fragmentos de Larra, que la lectura de Chateaubriand se resolvía en formas grandilocuentes con resonancias de Quintana. Los jóvenes poetas reconocían al autor del Panteón del Escorial su puesto en el Olimpo. Don Alberto Lista era el maestro de la nueva generación. La admiración del joven Larra por Quintana y Lista queda atestiguada explícitamente en la sátira a Delio. Para poner un punto supremo de referencia en cuanto al prestigio literario de aquellos momentos, escoge los nombres de los dos -65- poetas. Expresando su amargura por el estado presente de la literatura en España, escribe Larra en la sátira que acabamos de comentar: Porque ven un poeta contrahecho por tarde publicar y por mañana versos que a hurto de Apolo el pobre ha hecho piensan acaso que el entrarle gana de hacer versos a estajo a un ignorante le basta para ser Lista o Quintana.

Quintana y Lista significan para Larra la poesía grandilocuente cargada de intención ideológica con vivas a la libertad y mueras a la tiranía. Son las composiciones que Lista en la edición de sus Poesías (1822) incluye en la sección de «Poesías filosóficas». El género es el de la oda filosófica y discursiva: «odas cuya poesía es esencialmente impetuosa (la “lira de Tirteo”) y que son discursos o manifiestos, tanto por la forma como por el contenido», dice Albert Dérozier refiriéndose a las de Quintana. Y añade para explicar este carácter retórico de la oda quintaniana: «Se ha pensado desde mucho tiempo ya que Quintana componía primero sus odas en prosa. El que lea sus proclamas de los años de la guerra, 1808-1812, se persuadirá que aquí se encuentra el substrato prosaico de todas las odas. Y advertirá también que en vano se buscaría alguna diferencia notable de tono y de dicción entre la verdadera prosa de Manuel Josef y la seudo-poesía de su España libre y de sus Poesías patrióticas». En esta dicción y tono retóricos y en el carácter razonador, discursivo, de la oda nos hace pensar Larra cuando en 1835, en el -66- artículo dedicado a comentar maliciosamente el libro del poeta jurisconsulto, Juan Bautista Alonso, dice de sus odas que son «verdaderos discursos, más o menos filosóficos, elegíacos o pindáricos...» (subrayado por Larra). Y a esta clase de poesía retórica pertenecen los fragmentos más antiguos que conocemos del joven admirador de Quintana. En estos borradores, publicados por A. Rumeau, podemos comprobar, como dice su editor, «la façon laborieuse dont les vers se dégagent de -67- la prose», cuando Larra intenta componer un poema sobre el tema de la patria; poema que de haberse terminado sin duda habría sido clasificado por su autor bajo el rótulo de oda. Estas odas eran el género más prestigioso en la poesía española a principios de siglo y todavía hacia 1826 ó 1827, cuando ya hacía años, por ejemplo, que Lamartine había impresionado a los lectores de poesía en Francia con las Meditations (1820), no parece que Larra sospechara que hubiera poesía más allá de la de Quintana y Lista. Ninguna voz, ni de dentro ni de fuera, había venido a llenar el silencio que se había impuesto el maestro de la poesía cívica. El vacío de aquellos años no ofrecía al aprendiz de poeta más camino que el trillado. Larra, sin experiencia y con pocas dotes para la versificación, sigue este camino trillado. Escribe odas. Sin embargo, cuando componía con tanto esfuerzo estos poemas discursivos y cívicos, ¿no sentiría que aquella poesía ya olía a rancio? Los tiempos tampoco estaban para odas y su genio era más bien crítico que entonado. Es posible que ya entonces se sintiera abrumado por la monotonía de la antigua escuela sin conocer otra. Como la sátira neoclásica en verso a que antes nos hemos referido, la oda era ya una poesía anacrónica. Quintana guardaba silencio. Cuando el joven Larra intenta seguir sus pasos, era ya otro el quehacer literario que la altura de los tiempos requería. A. Dérozier, en términos muy pertinentes a este momento inicial de Larra, se refiere a cómo en la trayectoria literaria de Quintana la Historia exige la Literatura que se ha de escribir: «Los tiempos han cambiado. La historia ha modificado la literatura para permitirle llevar un mensaje explícito. En 1805, la literatura es la oda, el -68- soneto, la elegía, la tragedia, el artículo de divulgación. En 1828, la literatura es la proclama, el manifiesto, el discurso, el periodismo militante. Antes la literatura era poesía; ahora es política. En veinticinco años, la evolución irreversible de la literatura nos hace comprender la transformación de España». Precisamente es en el año 1828 cuando Larra intenta iniciar, con el Duende Satírico del Día, su trayectoria literaria por los cauces que este estudioso de Quintana considera propios del momento histórico. Es por ahí por donde el aprendiz de literato iba a

salir del camino trillado, del ejercicio anacrónico de odas discurseadoras. Como veremos, el intento resultó prematuro, pues las circunstancias políticas, intentando detener la Historia, no fueron propicias. El Duende quedó como anuncio del periodismo militante en que habrá de cuajar la obra de nuestro autor siguiendo las modificaciones impuestas a la Literatura por la Historia. Aunque Larra encontrara otros caminos, la admiración por Quintana no decrecería nunca en él. En el mismo año de 1835 en que escribe el artículo sobre la poesía de Alonso, vuelve a poner el nombre del maestro -igual que había hecho antes en la sátira en verso que ya conocemos- como punto de referencia frente a un mal poeta, esta vez aludido con la inicial A. Las poesías de Quintana son «poesías releídas». Buscando -69- los contrastes mete en un mismo cesto -el de la trapera- lo bueno y lo malo: «allí se reúnen por única vez las poesías, releídas, de Quintana, y las ilegibles de A***; allí se codean Calderón y C***; allá van juntos Moratín y B***». Quintana y Moratín, puestos a la altura de Calderón, forman parte ya de la galería de personajes ilustres. Quintana es un clásico, un clásico releído. En cuanto a Lista, sus «poesías filosóficas», las odas a La Tolerancia y a La Beneficencia, escritas para ser leídas por su propio autor en una logia masónica a la que perteneció algún tiempo durante el reinado de Carlos IV, tenían que parecer muy actuales dadas las circunstancias políticas de la ominosa década, de modo que no podían menos de interesar a los jóvenes lectores de poesía contrarios al Régimen. Larra conocía estas odas de Lista. En una de sus propias odas, la que publicó en 1829 con ocasión de los terremotos, se refiere directamente a ellas citándolas textualmente. Veremos luego que la cita va cargada de intención. Antes, otra oda que no llegó a publicar, sobre el tema de la libertad con motivo de la intervención europea en Grecia, recuerda en el tono general y en la intención ideológica los poemas masónicos del profesor de San Mateo. La libertad de Grecia excitaba por entonces el entusiasmo de los liberales. Siguiendo la corriente de la poesía política, Larra aprovecha el tema para entonar un canto a la libertad contra el fanatismo -70- y la tiranía, de manera que el discurso poético del joven liberal termina con esta sentenciosa conclusión: Sobre bases más ciertas, más humanas, la libertad del hombre cimentando a los tiranos jura eterna guerra: naturaleza para ser esclavo no le dio al hombre el cetro de la tierra. Es toda una declaración de principios en aquellos años de tiranía. El grito de la libertad suena en América, resuena en Europa, sobre todo en Inglaterra (Albión tenía que decir en el lenguaje que la oda requería) y es el destino inevitable de todos los pueblos. No es extraño que el joven poeta liberal no publicara su oda.

6. Primera publicación de Larra: oda a una exposición industrial Siguiendo los pasos de Quintana y el estilo de Cienfuegos, aparece la primera publicación de Larra: Oda a la exposición de la industria española del año 1827, en un folletito de dieciséis páginas. Las invocaciones e hipérboles, usuales en este género de poemas, parecen un tanto desproporcionadas con las circunstancias que las motivan. La exposición organizada por el ministro López Ballesteros, según recuerda Mesonero Romanos, -71- «era tan pobre y desconsoladora, que más que Exposición pública semejaba el interior o trastienda de algún almacén». Aunque pobre, es, sin embargo, una manifestación significativa de la coyuntura histórica que hemos intentado resumir en el capítulo anterior. El tema de la oda de Larra es la expansión económica, de la industria y de la agricultura, que a partir de entonces comienza a manifestarse y ha de alcanzar su desarrollo cuando se supere la depresión de los años 1829-1831. El mismo título del poema de Larra expresa el carácter inaugural: «A la Exposición primera de las Artes españolas» (el subrayado es nuestro). La exposición industrial de 1827 pretendía ser la primera muestra pública del equipo organizado por el Ministerio de Hacienda con la colaboración de financieros y hombres de negocios tanto en la emigración como residentes en el país. Con este equipo se «dio entrada -72- en la Administración a una cierta dosis de interés por los asuntos económicos y estadísticos» (subrayado en el original) que Vicens Vives en su Historia Económica de España considera como una de las importantes transformaciones que los liberales acometieron cuando llegaron al poder. Como muestra de ello, el historiador de la economía española nos recuerda que «desde 1827 organizaron exposiciones (subrayado por nosotros), fomentaron los estudios estadísticos y se preocuparon de la marcha de la economía nacional». Como vemos, la exposición cantada por Larra queda como rasgo característico de las nuevas orientaciones que Vicens Vives considera en la historia económica del país. De este modo nuestro escritor inaugura su trayectoria literaria dentro del proceso histórico señalado por la expansión de la burguesía en que se asienta la plataforma del liberalismo. El móvil de la composición -declara enfáticamente el poeta en la dedicatoria- es el «amor a la patria». Es el tema consagrado por los poetas de entonces para esta clase de composiciones. El joven poeta dedica la oda a sus padres: «el amor a mi patria es de los primeros -73- [dones] que me habéis comunicado: por lo tanto creí de mi deber, cuando el amor a la patria me arrancó en un momento de entusiasmo algunos sonidos de la lira que tímido pulsé, acordarme de aquellas dos personas a quienes debo los sentimientos que profeso». La dedicatoria está a la altura literaria de los versos que le siguen. Pero por más manoseados y escolares que sean los tópicos con que se expresa, no hay razón para pensar que el muchacho no fuera sincero: es efectivamente un homenaje al patriotismo de sus padres; un homenaje, por lo tanto, al patriotismo afrancesado, pues al escribir estas líneas tenía que tener muy presente la colaboración y el exilio de su padre, médico del ejército imperial. El amor a la patria que ha inspirado esta oda, Larra lo asume como un sentimiento

infundido por sus padres. Todo esto bien sentado, en los primeros versos de la oda se coloca, sin embargo, en la parte contraria a la que, movido por el patriotismo, había adoptado su propio padre cuando la invasión francesa. Si afectivamente se considera heredero del sentimiento paterno, ideológicamente el hijo del afrancesado, cuando empieza a escribir, recoge los ecos de Quintana y Juan Nicasio Gallego, los poetas liberales que en la guerra se pusieron en contra de los franceses. El tema de la oda es la paz, no la guerra: el deseo de que la patria despierte del sopor e inicie el camino del progreso industrial por el cual marchan los países adelantados de Europa. ¿No significa nada que el primer verso nos presente a España dormida en los laureles? -74- Dormía España entre recientes lauros, y el brazo fatigado descansaba que en la crüel contienda al torpe Galo rechazara con fuerza vengadora. Alzó por fin el rostro, en derredor miró, y el ancho campo de su dominio inmenso recorriendo, vio escombros derrüidos, y en sangre aleve los miró teñidos. En sangre vio sus campos empapados, sobre ellos expirantes vio sus hijos; del tirano esparcidas las cohortes las vio el polvo morder de sus campiñas. Y rota la coyunda alzó el cuello orgulloso que acabara de quebrantar el yugo, y triünfante, libre, exclamó en su gloria, y enarboló el pendón de la victoria. Podrían ser estos versos una réplica a aquéllos famosos de Quintana sobre las serpientes de Alcides que asaltan la felicidad de la patria: Despierta, España, despierta, ¡ay, Dios! Y tus robustos brazos, haciéndolas pedazos

y esparciendo sus miembros por la tierra, ostenten el esfuerzo incontrastable que en tu naciente libertad se encierra. La oda requería un tono elevado por medio de un lenguaje que se había hecho convencional en normas de elocución fijadas de antemano. Pero por más dispuestos que estemos a aceptar las reglas del juego, no podemos menos de iniciar una sonrisa cuando nos encontramos los primeros centros de la industria textil española aureolados con la retórica grandilocuente de la oda: -75- Aquí Ezcaray, Tarrasa, Alcoy, Manresa, rinden el fino paño que no ha mucho en rústicas vedijas repartido trashumante cubrió la tierna oveja. Refiriéndose a las importaciones, alude a las pieles de castor del Canadá en estos términos: Todo os ofrece un campo a vuestra industria; los despojos que al hombre le tributa del Canadá el cuadrúpedo arquitecto ...................................................... El único medio de que dispone para cantar en una oda el nacimiento de la era industrial -nacimiento bastante raquítico además- era el repertorio de figuras retóricas propias del género. Las nuevas preocupaciones se adelantan a las formas expresivas. Los Martínez y Fernández aparecen al lado de dioses mitológicos. La clase media se codea en la oda de Larra con Júpiter, Minerva y Vulcano: Mas puebla el aire repetido un nombre, Martínez se oye en torno, y extendidos el Genio me señala con el dedo nuestro oro y nuestra plata engalanados.

Al entrar la clase media en el recinto de la oda se rompe el molde pindárico. Hay algo que disuena. Como luego ha de decir en uno de sus artículos, los héroes del siglo XIX no sólo son los banqueros Rothschild y Aguado, sino también el mecánico que añade «un resorte a cien resortes anteriores». En la oda de 1827 la industrialización del país se ofrece como un estímulo regeneracionista ante la reciente -76- pérdida del imperio colonial. En un nivel histórico diferente, ¿no se les presentaba a aquellos jóvenes liberales una situación en cierto modo semejante a la que a finales del siglo se enfrentarán los del 98?: «¿Cómo no habían de estar junto a Larra -dice Azorín-, por movimiento instintivo, a fines del siglo XIX, quienes -con fondo romántico también- se colocaban frente a un Estado caduco, que perdía los restos de nuestro gran imperio colonial?». Larra responde con ideas de progreso industrial para resolver el problema de España: Si de Colón perdimos las fatigas con un mundo, a las artes deberemos desde el rosado Oriente de nuevo dominar hasta el Poniente. Pero toda la fuerza que pudiera tener esta llamada a la regeneración nacional, queda torpemente diluida en la ineficacia expresiva. Sea como fuere, percibimos enraizadas en los primeros intentos literarios de Larra las preocupaciones que habían de plasmar sus mejores artículos. No faltan en la oda referencias a las circunstancias políticas del momento: la guerra civil, que con toda su crudeza había de manifestarse en sus artículos contra los carlistas, se anuncia ya, promovida -77- por «la facción horrible» de los «realistas puros» y de los «agraviados» de Cataluña que aún juzgan demasiado contemporizador el absolutismo de Fernando VII: Cese en tu seno la facción horrible, rompan tus hijos fratricida el hierro, de Jano cierren las ferradas puertas; si al hermano el hermano en el combate hostil encuentra un día, haz que a tu nombre arroje el arma odiosa, tiemble el crimen y grite «De una madre todos el ser tenemos,

nuestra sangre en nosotros perdonemos». Los amigos de Larra celebran la derrota del partido teocrático -como ellos decían- y Ventura de la Vega, Bretón de los Herreros y Juan Bautista Alonso dedican poemas al Rey en su vuelta a Madrid, después de pacificar Cataluña: «El partido liberal miró este triunfo como suyo -dice Ventura de la Vega-; y ya nos figurábamos tener conquistado al Monarca, y divisar un horizonte color de rosa; así es que la entrada de Fernando en Madrid, de vuelta de su expedición, fue celebrada con verdadero entusiasmo». Pronto se les iba a quitar el entusiasmo, como se puede ver leyendo el Duende Satírico del Día. -78- -79- Capítulo tercero. El Duende Satírico del Día I. Primera publicación en prosa 1. Los cinco cuadernos del «Duende» Pocos meses después de que apareciera la oda a la Exposición, a comienzos de 1828 el nombre de Mariano José de Larra vuelve a salir al público -ahora como autor en prosa- en la portada de un cuadernillo en octavo menor, de 36 páginas, titulado El Duende Satírico del Día. Debajo del título se lee: «Le publica de su parte Mariano José de Larra». Seguidamente viene un epígrafe en francés: «Des sotis [sic] du temps je compose mon fiel. Boileau. Sat». La portada, además, indica: «Primer cuaderno», con lo que el curioso lector podía darse cuenta de que se trataba de una serie. Finalmente, el pie de imprenta: «Madrid, 1828. Imprenta -80- de D. José del Collado». El joven autor, con la ilusión de ver en sus manos el folleto impreso, quedaría contrariado al ver ya una errata de imprenta en la misma portada: D. José del Collado le había trabucado una palabra del verso de Boileau.

El folleto se compone de dos artículos. El primero es corto (págs. 3-9) y sirve de introducción a la serie: «Diálogo. El Duende y el librero». El segundo se titula El café (págs. 9-36), con el epígrafe siguiente: «Neque enim notare singulos mens est mihi / Verum ipsam vitam et mores hominum \ ostendere. Phaedr. Fab. Prol. I. III». En la salida siguiente, después de la indicación «Cuaderno segundo», el pie de imprenta dice: Madrid - 1828 - Marzo. Imprenta de D. Norberto Llorenci. Además de añadir el mes de la fecha, omitido en el primer cuaderno, observamos que ha cambiado de imprenta. Otro cambio de impresor se observa en el tercer cuaderno que sale en mayo. Este número se imprime en la imprenta de Repullés, en la que después se confeccionarían las obras de Larra editadas por Delgado, a partir de la comedia No más mostrador en 1831. Pero de momento los escritos de Larra no prometen ganancias. El Duende pasa rápidamente por Repullés y para los dos últimos números -el cuarto en septiembre y el quinto en diciembre- se traslada a otra imprenta, a la de D. L. Amarinta. Estos cambios de impresor y las irregularidades de los intervalos entre un número y otro han llamado la atención repetidamente, desde que aparecieron, sobre las dificultades económicas con que debió -81- de tropezar el joven escritor para ir sacando adelante sus folletos. «Les sotises du temps» (ya corregida la errata) que remueven la hiel satírica del Duende en el cuaderno segundo (40 págs.) son la representación de un melodrama de Ducange, Treinta años o La vida de un jugador (págs. 3-33), que los anuncios habían presentado como una muestra del nuevo teatro romántico aparecido allá al otro lado de las fronteras. Se completa el cuaderno con una «Correspondencia del Duende» (págs. 33-40), adoptando así el recurso epistolar tan usado por los periodistas satíricos anteriores y que Larra ha de repetir luego muchas veces en sus artículos. Los versos de Fedro que habían servido para epígrafe del artículo principal del primer número vuelven a aparecer en la segunda página de este nuevo cuaderno (en el primero, la página interior de la portada había quedado en blanco) y de los restantes de la serie. Repetidos estos versos latinos con el francés de la portada, forman la divisa con la cual quiere expresar el Duende el principio moral de sus sátiras: la vida y las costumbres de los hombres -sus formas de vida- en el momento presente, tomando en consideración no los individuos en particular, sino la sociedad. Un tópico del escritor satírico es advertir que sus escritos no son personalidades. Su función es de utilidad pública, así que nadie se dé por aludido, pero al que le toque, que aprenda la lección del ridículo. La composición del tercer cuaderno (55 págs.) es como -82- la del segundo. Después de los versos de Fedro viene el artículo largo (págs. 2-42); esta vez sobre las corridas de toros, seguido de la «Correspondencia del Duende» (págs. 43-54), otra carta satírica. Llaman la atención en este número los textos que ilustran el artículo principal: intercaladas (págs. 6-17), las quintillas «Madrid, castillo famoso», de Nicolás Fernández de Moratín, y al final, del mismo poeta, la oda «A Pedro Romero, torero insigne» (págs. 37-41), seguida (pág. 42) de un romance, «El toreador nuevo (cuento de don Pedro Calderón de la Barca)». Ya veremos que la reproducción de los textos de Moratín el padre es una alusión intencionada al contenido del artículo.

Los tres primeros folletos se componen de un artículo principal y otro más corto que completa el cuaderno. Los artículos cortos sirven para explicar entre bromas y veras las intenciones literarias del Duende. En cambio, los dos últimos números están dedicados por completo a una polémica con El Correo Literario y Mercantil a que nos referiremos luego. Parece ser que Larra intentaba que el Duende fuera una revista mensual. En un recibo dado a conocer por Carmen de Burgos, Larra se refiere a su propia publicación como «el periódico que se publica mensualmente, titulado El Duende Satírico del Día». Los dos primeros números aparecieron con el intervalo de un mes, pero ya del segundo al tercero van dos meses y luego pasa todo el verano antes de que aparezca el cuarto, aunque en realidad estuvo preparando otro para que se publicara a fines de junio, es decir un mes después de la aparición del tercero. El recibo citado lleva la fecha del 7 de junio y se refiere al papel destinado a la impresión del periódico. Larra adquiere el papel a crédito, -83- comprometiéndose a pagarlo con el importe de la venta. Por las razones que sean, el proyectado número de junio quedó abortado. Puede ser que la venta de mayo no hubiera cubierto los gastos o que la censura hubiera intervenido. En todo caso, no pudo publicarse en junio y el Duende tuvo que esperar hasta finales de septiembre para volver a salir. Del cuarto al quinto pasan tres meses. Y al quinto, en diciembre, feneció. Durante muchos años, después de la desafortunada polémica con el Correo y los incidentes que siguieron (ya veremos esto luego con detalle), el Duende quedó olvidado, metido en su redoma. A ello contribuyó su propio autor. En sus escritos posteriores, entre bromas y veras, aparece alguna que otra alusión al «Duende de pícara recordación» (frase del Pobrecito Hablador en una especie de autocrítica irónica de su antecesor). Estas alusiones posteriores nos indican que ni el Pobrecito Hablador ni Fígaro renegaban de su antecesor, pero sin querer insistir demasiado en su memoria. Larra lo excluyó completamente de la colección de sus artículos y ya sabemos que sitúa explícitamente al Pobrecito Hablador como punto de partida de su obra. -84- 2. El «Duende» entre los primeros escritos de Larra Entre los escritos primerizos de Larra, alguno de sus contemporáneos supo entrever en los artículos del Duende el genio peculiar que el escritor satírico iba a desarrollar con posterioridad, cuando las circunstancias fueran más favorables. Rafael González Carvajal, un crítico contemporáneo de Larra, y por lo que él mismo dice, amigo suyo, traza en un artículo de 1834, un esquema valorativo del primer período de su obra: Una oda a las artes, de poco valor, y un opúsculo casi periódico, publicado en 1828 con el título del Duende Satírico, fueron sus primeros ensayos. Ni la corta edad del autor, ni las circunstancias, prestaban campo al acierto, y decimos esto con tanto más desembarazo cuanto estamos seguros de que el autor en el día no les da grande importancia. En el

segundo, sin embargo, y respetando su opinión, ya se entreveía el genio satírico que ha desplegado con posterioridad. En opinión de sus contemporáneos -como se trasluce por el artículo de González Carvajal- las circunstancias no habían sido favorables ni el muchacho disponía de la base suficiente para tratar con discreción las cuestiones sociales con trasfondo político que le preocupaban. Esto debió ser la razón principal por la que Larra excluyó al Duende de la colección en -85- volumen aparte. Seguramente pensaba que la situación en que tuvo que escribir sus primeros artículos había impedido que alcanzaran un interés perdurable en los lectores, cuando los leyeran en circunstancias diferentes a las de 1828. (Por otra parte, cuando Larra coleccionó sus artículos estaba trabajando en un periódico de José María Carnerero, el mismo Carnerero que había dirigido el Correo y con quien tan descaradamente se había enfrentado Larra en los incidentes que determinaron la desaparición del Duende.) Si bien González Carvajal tenía razón en considerar la prosa del Duende como el verdadero camino del escritor, estos artículos se nos presentan en medio de una producción predominantemente en verso. En las publicaciones de Larra, El Duende Satírico del Día aparece inmediatamente después de la oda a la Exposición de 1827 y a los cinco cuadernos de la serie, de febrero a diciembre de 1828, les sigue otra oda, el año siguiente, y los poemillas anacreónticos que no llegó a publicar. De todos modos, cierta continuidad intencional puede percibirse entre los artículos del Duende y los versos anteriores. A. Rumeau indica que el primer cuaderno del Duende, publicado en febrero de 1828, fue -86- escrito hacia noviembre del año anterior. En el artículo «El café» se alude a los acontecimientos de Grecia que inspiraron la oda a la libertad a que antes nos hemos referido. Los cuadernos segundo, cuarto y quinto, por los asuntos de que tratan, fueron escritos indudablemente en 1828. En todo caso, en la cronología de las publicaciones de Larra el año 28 está completamente dedicado a la prosa. La continuidad intencional se percibe, sin embargo, teniendo en cuenta que hay un fondo común en las preocupaciones expresadas por Larra en los escritos en prosa y en los versos publicados por esta época. Tanto en unos como en otros, el joven escritor manifiesta su intención de escribir literatura útil con una actitud manifiesta de expresar su interés inmediato por la realidad contemporánea político-social. La exaltación de la libertad, la oposición a la tiranía, el progreso económico, la crítica social son preocupaciones que aparecen o se traslucen, en la medida de lo posible, en sus poemas altisonantes y en sus artículos satíricos. Son las preocupaciones suscitadas por las circunstancias que rodean al muchacho cuando empieza a vivir problemáticamente la realidad del país. Se trata de una actitud moral en que quizá podamos hallar la clave para comprender la génesis de su obra. Junto a esta actitud moral común a la prosa y a los versos, hay que tener en cuenta las posibilidades de expresión literaria de que disponía Larra por la época. Tanto la poesía neoclásica como los artículos satíricos, polémicos y de costumbres formaban parte del repertorio de géneros disponibles. Eran formas de expresión que se venían cultivando en

España desde mediados del siglo anterior. Lo que ocurre es que la poesía neoclásica en la tercera década del siglo XIX -87- está a punto de periclitar y a Larra le falta el genio poético para encauzarla después por los nuevos derroteros. En cambio, los artículos de periódico son una de las aportaciones de la literatura dieciochesca incorporadas definitivamente a la cultura contemporánea. En ellos iba a encontrar nuestro autor la auténtica expresión de su genio literario. Si el predominio de los versos sobre la prosa en sus primeros escritos puede servirnos para comprender cómo pretendía orientar el joven escritor su carrera literaria, la ausencia de composiciones poéticas durante todo el año de 1828, mientras se dedica a la publicación del Duende, también puede ser significativa. ¿Había comprendido cuál era su verdadero camino de escritor? De los versos no podía esperarse nada bueno, en cambio la prosa anunciaba el porvenir del escritor. El caso es que los tiempos no estaban para artículos satíricos por mucho que la reacción natural ante la realidad del país fuera la del sarcasmo y la sátira. Por lo que sabemos de la censura gubernativa de aquellos años, las circunstancias no sólo parecen desfavorables, sino que incluso resulta extraño que pudieran publicarse unos cuadernos con declarada intención satírica, cuyos temas iban a ser -según se podía leer en cuanto se abriera el primer cuaderno- de crítica social, por más que el crítico se guardara las espaldas diciendo que la culpa no la tenía el Gobierno, -88- sino los gobernados. Años después, en la época liberal, un actor, resentido por las críticas de Fígaro, le echó en cara que había comenzado «a hacer sonar su nombre [...] allá en tiempos en que era él uno de los pocos que tenían privilegio y carta blanca para embadurnar de negro los productos de las fábricas de Alcoy y Capellades». La mala fe de este ataque personal no podía mancillar el historial político de Larra, pero la cuestión de cómo permitieron a Larra «embadurnar» papel en plena época de Calomarde queda en pie. Cabe preguntarse si la salida del Duende no habría sido, quizá, tolerada por la tendencia gubernamental representada por el ministro de Hacienda López Ballesteros, con la cual, en aquellos momentos, el Rey estaba tratando de atraerse a ciertos grupos de liberales moderados, según hemos indicado en el capítulo primero, al tratar de la coyuntura histórica. Si esto fuera así, podría pensarse que la oda del año anterior, dedicada a la Exposición, había contribuido a abrir camino al Duende, pues ya sabemos que la Exposición cantada con entusiasmo por Larra había sido una empresa organizada por el Ministro de Hacienda. Por -89- desgracia, carecemos de datos suficientes y no podemos más que hacer suposiciones acuciados por nuestro interés de situar al Duende en relación con las circunstancias históricas del momento, determinadas por las fuerzas económicas, sociales y políticas entonces en juego. Por otro lado, los ataques del Duende contra el Correo no podían menos de anular la supuesta benevolencia con que hubieran podido mirarle al principio los moderados de dentro del Régimen. El Correo sí tenía ciertas vinculaciones con el Ministerio por obra, al menos, de uno de sus redactores, López Peñalver, secretario de la Junta de la Exposición, y, por lo tanto, uno de los hombres de Ballesteros. Luego veremos que un periódico subvencionado por esta tendencia moderada del Gobierno y que por entonces redactaba Alberto Lista en Francia, condena al Duende sin apelación.

Aunque no parece probable que el Duende estuviera vinculado con tendencia alguna de oposición política organizada, respondía a cierto estado de opinión entre aquellos jóvenes liberales de que nos habla Mesonero Romanos en sus Memorias. Ferrer del Río, en su Galería de la literatura española, dice que Larra «se resolvió a escribir para el público, alentado por su amigo don Ventura de la Vega». Ya veremos cómo en -90- las circunstancias que siguieron a la polémica con el Correo, el autor del Duende Satírico no se hallaba solo. Aquellos muchachos estaban entonces unidos por su mentalidad opuesta al absolutismo. Algunos celebraron con versos la victoria de Fernando VII sobre los «agraviados» de Cataluña, que significaba la ruptura del rey con el ultraderechismo de los apostólicos. Años después, unos iban a torcer por la tendencia moderada y otros por la progresista, del liberalismo. En todo caso, a través de la sátira del Duende se percibe una amarga repulsa a la sociedad que le rodea. A sus diecinueve años empieza diciendo no, rechazando, por medio de la sátira, el mundo que había encontrado ante sí cuando se abrió su conciencia de adolescente, negando mordazmente los principios básicos de aquella sociedad. En la división interna en que la Historia y las circunstancias políticas del momento habían puesto al país, Larra se pone desde el principio en contra de una de las Españas e implícitamente -las circunstancias no permitían ser muy explícito en esto-, por las raíces de sus primeras tentativas literarias, se muestra heredero de la otra España, ahora en silencio, en la cárcel o en el destierro. Pero para comprender la sátira de Larra no hay que olvidar que las dos Españas forman parte de una entrañable unidad, tema total de su obra, y que la parte que él satiriza es la realidad dominante. Larra sabe incluso que la división reside en su misma conciencia de español. «Asusta pensar -dice Carlos Seco- que es un Larra de diecinueve años el que rezuma mordacidad en las -91- páginas de El Duende. Desde luego, el panorama que tiene ante sí justifica su actitud: dificultades en su propia situación material, de una parte; horizonte de sombras en el porvenir nacional, de otra». Como siempre en Larra, los sentimientos personales se implican con preocupaciones sobre la situación del país. Cuando se puso a preparar la publicación de sus primeros artículos, no haría mucho que había dejado la covachuela en que se metió o lo metieron al dar por concluidos sus estudios oficiales. Su ánimo no estaría muy lejos del que inspiraba los versos escritos en la oficina, de los cuales la sátira a Delio queda como testimonio. Rodeado de papeles burocráticos y empeñado en ser escritor y vivir de la pluma, se lamenta que en España la dedicación a las letras signifique obligadamente hacer un voto de pobreza eterna. Sabemos por una carta de su madre a don Eugenio que Larra por aquella época «ni tiene dinero, ni casa, ni crédito». La temprana aparición de Larra como «escritor público» responde a una necesidad existencial de afirmar su propia personalidad estimulada por el deseo de profesionalizar su vocación literaria. Cuando el Duende, en el primer artículo de la serie, le pregunta al librero cuál es el motivo de su visita, éste responde: «Amigo, lo que a todo el mundo le hace ir y venir: el deseo de ganar la vida y, si se puede, de agenciarse algunas superfluidades». Sin embargo, todas las esperanzas que hubiera podido hacerse en este sentido quedaron frustradas. El Duende fracasó como -digamos- empresa editorial. Sabemos que lo publica a crédito y, según un malicioso -92- comentario aparecido en el Correo del 29 de diciembre de 1828, la edición del último cuaderno estaba retenida por los acreedores en la

imprenta de Amarinta a la que había ido a parar en su cuarta y quinta salidas. Sea como fuere, sólo pudo sacar adelante a trancas y barrancas cinco números de la serie y tuvo que terminarla de mala manera. El Duende Satírico del Día fue un intento malogrado. Al cabo del tiempo, después de varios años de silencio, el Duende revive en el Pobrecito Hablador, para convertirse en seguida en Fígaro prolongando una actitud inicial. Fígaro, con más madurez y en mejores circunstancias, será fiel al empeño prematuro del Duende Satírico del Día. Entre las primeras producciones literarias de Larra en que predominan los versos aparece como la iniciación de la trayectoria en «el género especial a que se inclinaba el genio del autor», como reconocían sus amigos. II. Genealogía del Duende 1. La literatura periodística anterior Al empezar a escribir, Larra no da un salto en el vacío. El Duende nace de una familia ya conocida y que representa los nuevos cambios sociales e intelectuales de la España moderna. Quizá la novedad esté en el acento, en lo insólito de la crítica en aquellos momentos de represión política e intelectual, pero ni inventa formas nuevas de expresión, ni trae de fuera nada que no estuviera ya aclimatado en la literatura nacional. -93- Ya hemos observado cómo Larra en un principio trata de encauzar su vocación literaria siguiendo con poca inspiración el rumbo de la poesía de las dos primeras décadas del siglo. En cuanto a la prosa, no es de extrañar que tengamos que acudir a fuentes histórico-literarias semejantes para descubrir su génesis. Pero ocurre que si abrimos cualquier historia de la literatura española nos encontramos que al llegar al siglo XIX, en el panorama que se nos ofrece de los años inmediatamente anteriores a nuestro autor -esa época señalada en los manuales con el epígrafe «Transición al romanticismo»- apenas tiene cabida la prosa. Y es que no se tiene en cuenta la literatura que fue enterrándose en periódicos y revistas. Gran parte de la literatura en los primeros decenios del siglo XIX es literatura específica u ocasionalmente periodística. La obra de Larra es un caso evidente. Gran parte de lo que escribió todavía lo hemos encontrado entre esa literatura enterrada. Para Fígaro los periódicos eran el «gran movimiento literario que la perfección de las artes traía consigo». Larra, guiado por su conciencia de escritor, se coloca en este gran

movimiento literario, de historia todavía corta -unos ochenta años en la literatura española- y, por lo tanto, aún en un proceso de desarrollo no consolidado plenamente. Hemos de ver en la obra de Larra uno de los resultados cumplidos de esta nueva corriente de expresión literaria. Al menos en España es el primer escritor que se sitúa en la primera fila de la Historia de la Literatura por su obra exclusivamente periodística. -94- Dado lo reciente de esta nueva forma expresiva todavía en formación, parece obligado que en los escritos de Larra, sobre todo en los primeros, aparezcan elementos de este proceso inicial de desarrollo, aparte de las conexiones que le unen hereditariamente con el movimiento intelectual en que se inició el nuevo género. Por desgracia, el periodismo literario español en esos ochenta primeros años apenas ha sido estudiado. Recientemente los historiadores del siglo XVIII han acudido a la prensa periódica como fuente de información por mucho tiempo desdeñada. En periódicos y revistas han visto expresado el espíritu crítico y reformista de la España ilustrada. Buen ejemplo son las conocidas obras de Sarrailh y de Herr. Por muy valiosas que sean dichas aportaciones, para el historiador de la literatura son insuficientes, ya que dejan al margen el hecho específicamente literario. Necesitamos estudios que nos den a conocer la contribución de este nuevo -95- medio editorial en el desarrollo de la literatura. Estos estudios son necesarios para conocer la formación del ensayo moderno en España y el nuevo género del artículo como medio expresivo de la crítica literaria y social de actualidad. A medida que hemos intentado profundizar en la génesis literaria de Larra, el conocimiento de estas fuentes literarias nos ha parecido cada vez más necesario. En este sentido nos han prestado ayuda los trabajos de investigación literaria que han extraído del cuerpo de estas publicaciones textos de carácter costumbrista para mostrar el desarrollo del género. El conocimiento que tales estudios nos proporcionan es valioso, pero fragmentario, sobre todo si se tiene en cuenta que muchas de las publicaciones periódicas de que se han extraído los textos están redactadas por un solo autor y unos artículos se complementan con otros formando un conjunto de perspectivas agrupadas en una unidad intencional, es decir, el objeto literario que se propone alcanzar el periodista con su publicación. Como partes de una obra total, los artículos o discursos, ya traten de literatura, de moral o de costumbres, alcanzan un sentido íntegro en el conjunto. Conocemos algunas ramas de los árboles, pero apenas los árboles enteros y mucho menos el bosque. Se puede establecer un cuadro de conjunto de la literatura periodística del siglo XVIII poniendo en relación, cronológicamente, algunas de las publicaciones españolas más destacadas con otras extranjeras, según hizo Milton A. Buchanan. De este modo podemos -96- considerar tres etapas en el desarrollo de las revistas literarias anteriores a 1800: 1) Publicaciones culturales que siguen la pauta del Journal des savants; 2) revistas de carácter ensayístico, puestos en boga por The Tatler y The Spectator, de Steele y Addison; 3) periódicos semejantes al Gentleman’s Magazine, que combinan las características de las dos clases anteriores con materiales de carácter misceláneo. La primera etapa está representada en España por el Diario de los literatos que introduce la crítica literaria dedicada a la recensión de obras recientes. Con el espíritu reformista del

Diario se inaugura un género nuevo de crítica literaria que iba a constituir una parte importante de la obra de Larra. Pero no era esta clase de publicaciones, destinadas a una minoría cultivada, el modelo que pensaba seguir el aprendiz de escritor que era Larra cuando lanza el Duende Satírico del Día. El gran atractivo que para él tenía la nueva forma de expresión literaria consistía en la posibilidad de llegar a un círculo de lectores muchísimo más amplio que el que podía alcanzar el libro. Desde su primer artículo -«El Duende y el librero»- aparece preocupado por el público y hasta en las últimas líneas que escribió lo vemos angustiado por la falta de eco: «Escribir en Madrid es llorar». Más de acuerdo con sus intenciones literarias estaba el tipo de publicaciones representado por la segunda etapa. En ellas lo útil se une con lo agradable. Se cuela en estas publicaciones la ligereza satírica del diablo Cojuelo en una forma ensayística que lo mismo atiende a la crítica -97- de las costumbres, como a la moral y a la literatura, al servicio de un espíritu de reforma. A través de estas revistas -las más importantes son El Pensador, de Clavijo y Fajardo, y El Censor, de Cañuelo- vemos configurarse el género literario que ha de adoptar Larra en su primera publicación en prosa. Entre el espíritu crítico de tales obras periódicas, representativas de la mentalidad dieciochesca, y la intención satírica del Duende de Larra existen relaciones características de concepciones literarias comunes. Ya lo veremos en el apartado siguiente. También trataremos de especificar ciertas conexiones que unen al Duende con sus predecesores literarios, cuando más adelante estudiemos en particular algunos de los artículos. Siguiendo el esquema que hemos adoptado para la literatura periodística del siglo XVIII, llegamos a la tercera etapa en que con la publicación del Memorial Literario aparece la revista literaria de carácter misceláneo. Con relación a la obra de Larra tiene el interés de que en sus páginas se regulariza la crítica de las representaciones teatrales que ha de ser la dedicación profesional de Fígaro como redactor de La Revista Española y del Español. Además, nos consta que Larra conocía los artículos teatrales del Memorial Literario. En una ocasión, defendiendo su propia severidad para con los actores, escribe: «Aquí tengo uno de los primeros periódicos que en España se han publicado. Vea usted lo que decía en enero de 1788 el Memorial Literario acerca de los actores, y si hablaba de ellos con más respeto que Fígaro: “Los teatros de esta Corte cada vez irán a peor, ínterin resida entre los ignorantes cómicos la potestad de ser jueces del gusto teatral, que es bien malo; esto es, que esté a su arbitrio elegir y -98- representar las comedias que quieran, sean buenas o malas, etc.”. Ya ve usted, pues, que desde el año 1788 acostumbraban los periódicos a hablar libremente de los cómicos. Recorra usted ahora para sí esos periódicos que le han sucedido en diversas épocas; vea usted ese Diario Literario del año 24; lea usted... Concluyamos [...] que en este país no queremos acostumbrarnos a sufrir la crítica merecida». En 1833, por lo tanto, nos aparece Larra como lector de colecciones de periódicos viejos. Nos da una muestra del siglo XVIII y otra del XIX. Durante las dos primeras décadas de este siglo, la literatura periodística continúa desarrollándose, fiel, en su mayor parte, a la ideología y a la concepción de la literatura que sirvió de impulso originario. Georges Le Gentil, a comienzos del presente siglo, en un estudio bibliográfico sobre las revistas literarias españolas durante la primera mitad del siglo XIX, nos ofrece una visión de

conjunto de esta nueva literatura de la cual Larra recoge la herencia. Publicaciones como Variedades de ciencias, literatura y artes (1803-1805), La Minerva o el Revisor general (1817-1820), La Minerva Nacional (1820), El Censor (1820-1822), El Diario Literario, del año 24, citado por Larra, continúan insertando con regularidad los artículos de literatura y de teatros. Por otra parte, los artículos de costumbres siguen cultivándose. Aunque las circunstancias políticas en que se desarrolla la prensa periódica durante los treinta primeros años del siglo XIX no favorecen -99- esta clase de artículos, la corriente no se interrumpe, como puede verse en el estudio citado de C. M. Montgomery que abarca hasta 1830. Se van incorporando nuevas influencias, ahora de Francia, como son las de Mercier y Jouy. Especialmente el ejemplo de Jouy va a dar gran impulso al auge del costumbrismo español del siglo XIX. Mucha menos extensión alcanzaron los artículos de política, forzosamente limitados a las dos breves épocas de libertad de imprenta. Una publicación como El Pensador que empieza declarando explícitamente «un espíritu de reforma», se cuida muy bien de explicar que no quiere meterse en política. Las mismas precauciones encontramos años después en El Censor, puesto -100- por Menéndez Pelayo entre los grandes heterodoxos del siglo XVIII. En todo este siglo no se escribe de política en los periódicos, pero hay toda una corriente clandestina de sátira en forma de periódico o de panfleto que se difunde en copias manuscritas. Como periódico, el ejemplar más conocido es El Duende Crítico (1735-36), de título tan semejante al Duende Satírico de Larra. Entre los panfletos el que más nos interesa es Pan y Toros, al cual dedicaremos especial atención más adelante cuando lo veamos citado por Larra en su artículo sobre las corridas de toros, con la atribución apócrifa a Jovellanos. En los periódicos autorizados, los artículos de política son una novedad que aparece a finales de 1808 y desaparece en 1814 con el deseado regreso de Fernando -101- VII. Varios duendes vuelven a aparecer en aquellos pocos años, todos ellos políticos y muy liberales: El Duende: periódico cuyo objeto es propagar las buenas ideas y combatir las preocupaciones (Cádiz, 1811), El Duende de los cafés (Cádiz, 1813), El Duende de Madrid (Madrid, 1813), El Duende político (Cádiz, 1811). En la segunda época constitucional la política invade la literatura y, naturalmente, los periódicos. Junto a los artículos de literatura y de costumbres, la corriente de la sátira política se desborda. Por lo escandaloso destaca El zurriago, pero es la ironía de Sebastián Miñano, El Pobrecito Holgazán lo que nos aproxima a Larra, y no sólo por la semejanza del pseudónimo con el del Pobrecito Hablador. Como es natural, dadas las circunstancias en que aparece, El Duende Satírico del Día no podía mostrar abiertamente el carácter político de los duendes aparecidos en Cádiz y Madrid durante la Guerra de la Independencia, ni servirse de la sátira política del Pobrecito Holgazán. Al final de la ominosa década, El Pobrecito Hablador todavía tiene que tener mucho cuidado en velar las evidentes reminiscencias del Holgazán que se encuentran en sus cartas. Hasta la época de Fígaro, con -102- el levantamiento de los carlistas, no puede Larra recoger sin tapujos la herencia de la sátira política anterior, añadiéndole la fuerza de su propia personalidad.

Aunque la política no aparezca abiertamente en El Duende Satírico del Día, su impulso originario hay que relacionarlo con el espíritu -digamos como El Pensador, «espíritu de reforma»- que había caracterizado a la mayor parte de la prensa periódica desde su origen relativamente reciente. Los periódicos nacen al amparo del movimiento renovador de la Ilustración y se desarrollan en el siglo XIX coincidiendo con las épocas de carácter liberal. Según señala Richard Herr en su estudio sobre España y la revolución del siglo XVIII, «un cuadro de la Ilustración española no estaría completo sin una valoración de las publicaciones y periódicos que florecieron durante los últimos años de Carlos III». Herr considera la prensa periódica como la tercera institución, junto con las universidades y las sociedades de Amigos del País, difusora del pensamiento contemporáneo en la España del XVIII. Se sofoca a medida que se extinguen las luces. El pánico ante la Revolución francesa ahoga «el floreciente movimiento intelectual que representan los periódicos fundados en los últimos años de Carlos III. Sólo se les podía imputar el crimen de haber incitado a los españoles a creer que sugiriendo mejoras se podía beneficiar a la nación». La reacción de 1791 contra la prensa periódica en el reinado de Carlos IV se enlaza con las de 1814 y 1824 en el de Fernando VII. Dentro de esta última surge El Duende Satírico -103- del Día con un empeño demasiado atrevido, intentando adaptarse a las circunstancias para luchar contra ellas. En este primer ensayo periodístico y luego, con mayor sagacidad, en el Pobrecito Hablador, su enfrentamiento con la cosa pública ha de evitar toda alusión a partidos y a cuestiones políticas. Como habían hecho sus predecesores de la Ilustración, Larra, en las dos publicaciones en que se hace periodista, enfoca los asuntos públicos desde la crítica social con una intención más o menos velada de inconformismo. Sabemos que Fígaro, en 1833, era lector de periódicos antiguos. ¿Lo era también El Duende Satírico del Día en 1828? La tradición de una forma literaria que había venido desarrollándose y asentándose en la cultura del país durante los últimos ochenta años, a pesar de las interrupciones, tenía que hacerse sentir en cualquier escritor que pretendiera unirse a la corriente. En el superabundante repertorio de citas y epígrafes del Duende, Larra se muestra muy al corriente de la literatura española de aquella época en que va formándose el artículo periodístico como género literario, sin embargo no hay ninguna referencia explícita a los periódicos anteriores. Pero cualquier lector que en febrero o marzo de 1828 cogiera uno de los primeros cuadernos del Duende Satírico y lo comparara con algún ejemplar del Duende Especulativo, del Pensador o del Censor podía darse cuenta en seguida, por la presentación y por el modo de componer el cuaderno, de que se trataba de una publicación del mismo género. La lectura de los artículos confirmaría en gran parte esta primera impresión, teniendo siempre en cuenta el cambio de las circunstancias históricas. Trataremos de resaltar estas conexiones para procurar descubrir el espíritu y los componentes literarios de esta primera serie de artículos. -104- 2. El Duende y El diablo Cojuelo: la crítica universal

Pero ¿quién era este personaje crítico y burlón a quien el autor de estos folletos encomienda el papel de Duende Satírico? En el primer cuaderno, nada más comenzar el segundo artículo, nos ofrece su autorretrato. Es entrometido, curioso y observador: «No sé en qué consiste -nos dice el Duende- que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo todo que nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas y que me obliga más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión para aquellos ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he escuchado». Los rasgos de familia de este personaje son conocidos, envueltos como están en ese aire de burlona ingenuidad. El Duende en su última aparición nos revela su nombre de pila: ¡Asmodeo! No cabe duda, el Duende Satírico es el antiguo diablo Cojuelo del siglo XVII español, afrancesado en el XVIII y rebautizado. El proceso es conocido. Enredador, se deja arrastrar por los nuevos vientos que soplan al cambiar el siglo. Sale de España y adopta un nombre de pila. Al transformarse en Asmodeo pasa a ser desde el siglo XVIII el representante de la crítica universal. Paul Hazard comienza el primer capítulo -«La crítica universal»- de su libro El pensamiento europeo del siglo XVIII refiriéndose a él: -105- «Asmodeo se había libertado, y ahora lo encontraba uno por todas partes. Levantaba el tejado de las casas, para informarse de las costumbres; recorría las calles, para interrogar a los transeúntes; entraba en las iglesias, para enterarse del credo de los fieles; éste era su pasatiempo favorito. Ya no se expresaba con la pesadez apasionada, con la crueldad triste de Pierre Bayle; retozaba, brincaba; demonio risueño». Y continúa en el párrafo siguiente: «El siglo XVII había acabado en la irrespetuosidad; el XVIII, empezó con la ironía. La vieja sátira no cesó; Horacio y Juvenal resucitaron; pero el género estaba desbordado; las novelas se hacían satíricas, y las comedias, epigramas, panfletos, libelos, vejámenes, pululaban; no había más que agudezas, pullas, flechas o vayas: se hartaban de ellas. Y cuando los escritores no daban abasto, los caricaturistas venían en su ayuda». En este espíritu crítico iniciado en el siglo XVIII hemos de situar la génesis del Duende, primer paso de la obra satírica de Larra. Los periódicos y panfletos fueron en gran parte el conducto por donde iba a continuar, más allá del siglo XVIII, la necesidad de crítica pública. Larra en sus sátiras en verso -la sátira a Delio y las dos que emprende en el Pobrecito Hablador- intenta continuar el género horaciano y juvenalesco según los modelos que van desde Argensola y Boileau hasta Jovellanos. «Pero el género estaba desbordado», como acabamos de leer en P. Hazard. Era por el otro camino de la sátira, por el nuevo cauce de los periódicos, en la prosa del artículo, por donde Larra iba a mostrar su talento en la crítica de la actualidad social. El Duende Satírico del Día es una reencarnación de Asmodeo, del espíritu crítico que éste representa.

El diablo Cojuelo vuelve a España en el siglo XVIII -106- como ciudadano universal e ilustrado. Ha hecho un viaje de ida y vuelta a través de la literatura dedicada a criticar la sociedad. Como es sabido, el personaje originariamente español, de castiza parentela picaresca en Vélez de Guevara, se hace famoso en toda Europa por medio de la adaptación francesa de Lesage. Llega así a Inglaterra, se despoja del atavío novelesco y contribuye a formar el espíritu crítico del Tatler y del Spectator, como demostró W. S. Hendrix. Vuelve a Francia originando numerosas imitaciones de los papeles de Addison y Steele. Éste es el camino de regreso que a mediados del XVIII y transformado en el espíritu de la crítica universal conduce al diablo Cojuelo a su país de origen. De este modo promueve la publicación en España de aquella clase de periódicos que siguen la pauta dada para toda Europa desde Inglaterra. Muchos castellanos viejos, picados por sus críticas, por su manía de reformas y su europeísmo, lo considerarán extranjero en su patria. Lo que pasa es que los ilustrados ya no miran las cuestiones del país sólo de fronteras adentro, sino que sienten la necesidad de mirar hacia afuera en busca de remedio. En el siglo XVIII universalizarse equivale en gran parte a afrancesarse. Por eso no puede sorprendernos que el diablo Cojuelo se llame Asmodée. Hasta tal punto arraiga el nombre que no sólo Larra, sino hasta un escritor tan castizo como Mesonero Romanos lo llama Asmodeo. En todo este proceso se ha formado toda una tradición del diablo Cojuelo como observador satírico de las -107- costumbres, llegando a ser en el siglo XIX una representación del costumbrismo. Lo que de la novela de Vélez de Guevara «ha adquirido un carácter universal -dice M. Ucelay Da Cal- es la idea misma del “diablo Cojuelo”, el espíritu de observación y sátira de las costumbres, el demonio familiar, entrometido y curioso, que pone al descubierto la verdad que yace bajo las apariencias de la farsa social». Éste es el carácter que trae al volver a casa. El regreso no es tan tardío como pensaba E. B. Place al colocarlo en la influencia francesa por parte de Mesonero, Larra y otros costumbristas españoles de la época. Esta influencia francesa se añade a una corriente que ya hacía mucho tiempo corría por la literatura española desde la primera floración de la literatura periodística, como hemos visto en el apartado anterior. -108- En España, la primera publicación en seguir el espíritu del diablo Cojuelo tal como se había difundido por Europa, fue El Duende Especulativo sobre la Vida Civil (1761), de Juan Antonio de Mercadal. La semejanza del título con El Duende Satírico del Día no puede menos de llamar la atención. En la tercera década del siglo XIX, al adoptar la apariencia de duende, el escritor satírico sigue una tendencia establecida ya mucho antes desde el siglo XVIII. Empezando por el clandestino Duende Crítico en 1735, ya citado en el apartado anterior, F. C. Tarr confeccionó una larga lista de periódicos con el título de Duende, anteriores al de Larra y que lo sobrepasan. Tantos duendes nos revelan una línea de descendencia del diablo Cojuelo en el periodismo español. El parentesco entre los duendes de Mercadal y Larra, indicado por la coincidencia de títulos, nos muestra una relación más significativa si nos fijamos en los rasgos de su fisonomía literaria. Tanto uno como otro desarrollan su espíritu crítico en artículos sobre

cuestiones del día en que exponen con un trasfondo moral sus observaciones sobre la sociedad. Por el tiempo de sus apariciones, El Duende Especulativo estaba más cerca de las fuentes originarias de esta clase de literatura que -109- hemos visto nacer en Inglaterra. Lo que el autor pretendía hacer, según Enciso Recio, era «un periódico moral, un ensayo de costumbres, al estilo de los muchos que pululaban en Europa, nacidos de esas cepas madres que son el Spectator y Tatler». Por nuestra cuenta hemos podido comprobar que aparte de ciertos temas comunes como, por ejemplo, el del «newsmonger» en el Tatler y el de los «novelistas» en El Duende Especulativo, el plan mismo del periódico está inspirado en el del Espectador inglés. El famoso club que aparece en el segundo número del periódico de Addison y Steele tiene su réplica en una imaginaria tertulia madrileña que forma la supuesta redacción del Duende de Mercadal. Ya sabemos que el espíritu crítico del diablo Cojuelo había estimulado en el Espectador su afición a fisgonear, a meterse por los rincones de la sociedad para observar, quedándose siempre al margen y formulando luego sus juicios como alguien que vive en el mundo «más como espectador del género humano, que como uno de su especie». Su interés moralista se plasma en la figura del detached observed. Ya el diablillo de Vélez de Guevara había adoptado el recurso de observar el mundo a través de una «técnica intencional de distanciamiento». -110- El Espectador inglés, al presentarse a sí mismo en el primer número de su periódico, confiesa su entrometida curiosidad en rasgos que sirven de norma a tantos observadores de la especie que han de seguir sus pasos por toda Europa durante más de un siglo, ya imitándolo directamente o sumándose a la corriente por él iniciada: «No hay lugar concurrido en que yo no haga a menudo acto de presencia; a veces me veo entrometiendo la cabeza en una reunión de políticos en el café de Will y escuchando con gran atención lo que se cuenta en esos corrillos. A veces fumo una pipa en el café de Child; y mientras parece que no atiendo más que a la lectura del Post-Man, escucho las conversaciones de todas las mesas de la sala». Mr. Spectator asiste a otros cafés, a los teatros, a los lugares de negocios donde siempre pasa por uno más de la especie. «En resumen, donde veo gente apiñada me mezclo con ella, aunque nunca abro la boca si no es en mi propio club». Intenciones parecidas -adaptadas a las circunstancias peculiares de la sociedad española- encontramos en el Duende Especulativo, impulsado también por el interés de observar como espectador el género humano. Con sus observaciones, el Duende Especulativo intenta presentar «una Historia del Corazón humano, y de sus -111- vicios, e imperfecciones». Para ello acudirá a los sitios donde se reúne la gente de Madrid: «El Duende [...] procurará hallarse presente a todo, ejerciendo jurisdicción, y dominio, sin parcialidad, ni complacencia, sobre las costumbres y estilos generales, y particulares. Se hallará en las iglesias [...]. Estará en los paseos [...]. Concurrirá en visitas, y saraos [...]. Frecuentará el Duende el teatro [...]. Finalmente, el Duende se presentará en concursos, y corrillos públicos [...]». Como espectador piensa mantener su distanciamiento permaneciendo

invisible: «Será menester asistir invisible en cualquier parte, para que nadie pueda disfrazarse, ni poner la mascarilla en lo que dijere, o ejecutare». Y más adelante insiste en su intención de utilizar esta técnica de distanciamiento cuando advierte a sus lectores que estará «sentado como en una cámara oscura en medio del público, sin ser conocido, ni observado de nadie». Con estos rasgos literarios, el Duende Especulativo, en 1761, enlazando con rutas europeas, abre en España un camino que nos conduce hasta el Duende Satírico en 1828. Entre un duende y otro, el espíritu crítico representado por Asmodeo y encauzado por el ensayismo inglés aparece con otros nombres. Aparte de las coincidencias textuales que puso de relieve H. Peterson comparando el Spectator y el Pensador por medio de una versión francesa del primero, veamos cómo se presenta el también taciturno personaje de Clavijo y Fajardo: «Tan pronto me introduzco en una asamblea de políticos, -112- como en un estrado de damas [...]. Visito los teatros, los paseos, y las tiendas; entablo mis diálogos con el sastre, el zapatero, y el aguador: la Puerta del Sol me consume algunos ratos, y en estas escuelas aprendo más en un día, que pudiera en una universidad en diez años». Y el Censor de Cañuelo, que en vez de ser taciturno es hablador, como el Tatler, de Steele, y después el Pobrecito Hablador, de Larra. «En todas partes -dice el Censor- hallo cosas que me lastiman. En las tertulias, en los paseos, en los teatros, hasta en los templos mismos hallo donde tropezar. Para colmo de desgracias no puedo callar nada». Recuérdese el autorretrato del Duende Satírico, transcrito al comenzar este apartado, para confirmar la impresión de que pertenece a la misma casta que el Duende, de Mercadal; el Pensador, de Clavijo; el Censor, de Cañuelo, citados como los más representativos del género. Como sus antecesores, el Duende, de Larra, también se presentaba en el café de su primer número como observador curioso y burlón, guiado por un interés moralista y que para enterarse de todo emplea la técnica del distanciamiento: «Yo, pues, que no pertenecía a ninguno de estos partidos [...] seguro ya de que nadie podía echar de ver mi figura [...] subí mi capa hasta los ojos, bajé el ala de mi sombrero, y en esta conformidad me puse a atrapar al vuelo cuanta necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso». Situado en el café, escuchando por lo bajo las conversaciones, nos parece una figura ya conocida. También a él le gusta acudir a los lugares públicos. En sus tres primeras apariciones se presenta en los cafés, en los teatros y en las corridas de toros. Son los tres observatorios de la -113- sociedad española escogidos por el Duende Satírico del Día. ¿No es bastante significativa, por otra parte, la semejanza de rasgos entre todos estos duendes y observadores y la caracterización general que hace Paul Hazard del Asmodeo dieciochesco, antes citada? Como a Asmodeo, por todas partes se encuentra uno al Duende, al Pensador, al Censor en las casas, en las calles, en las iglesias, en los cafés y en los paseos, observando las costumbres de su propio país como si fueran uno de esos persas, turcos, chinos o marroquíes, «viajeros zumbones que, fingiendo mirar Europa con ojos nuevos, descubrieron sus extravagancias, sus defectos y vicios». La semejanza resalta en seguida como prueba de que todos ellos son, característicamente, ejemplos particulares del espíritu crítico que el historiador francés pretendía describir mediante un conjunto de rasgos generales reconocibles bajo el nombre propio de Asmodeo.

Lo que hemos observado en el siglo XVIII no ha sido tanto la personificación concreta del diablo Cojuelo como la presencia de su espíritu, animando la crítica y la caracterización de una serie típica de observadores. No son propiamente costumbristas, meros observadores de usos y costumbres locales, sino críticos de la sociedad contemporánea de su país en sus diversas facetas. Su intención consiste en considerar «al hombre en combinación, en juego con las nuevas y especiales -114- formas de la sociedad en que le observaban», como en su día dirá Fígaro poniendo en Addison esta iniciativa. De esta crítica social deriva el costumbrismo propiamente dicho como una limitación intencional de las observaciones. Esta limitación se realiza en el siglo XIX a medida que va intensificándose el interés por el color local y lo pintoresco. Es entonces cuando se identifica «Le Diable Boiteux» -su personificación concreta- con la observación de los usos y costumbres. Dando ya abiertamente la cara, continúa sus andanzas más como costumbrista local que como animador de la crítica universal. En la segunda década del XIX Jouy le da forma un tanto ramplona de ermitaño y alcanza tanta popularidad que las denominaciones de Diablo Cojuelo y Ermitaño se funden como sinónimos para designar a los observadores satíricos de costumbres y caracteres. El ejemplo de Jouy da un gran impulso a la carrera del diablillo dieciochesco. Con los Ermites se mezclan los Lutines, como en Touchard-Lafosse (1820), dispuestos a ofrecer Observations sur les moeurs et les usages françaises. La fama de estos descendientes del Spectator se extiende por toda Europa y llega -115- a España estimulando la floración del artículo de costumbres dentro de una corriente literaria que, originada por un diablo Cojuelo de mentalidad mucho más amplia, transcurría por el país desde mediados del siglo XVIII. Recordemos que Fígaro en su primer artículo sobre el Panorama Matritense, al hacer sus «consideraciones generales acerca del origen y condiciones de los artículos de costumbres», pone, como puntos de referencia representativos, autores cuya mentalidad hemos considerado formada en parte por el espíritu crítico del diablo Cojuelo dentro «del gran movimiento literario que la perfección de las artes traía consigo», es decir, los periódicos». Estos puntos de referencia son Addison, Mercier, Jouy, el libro de los Ciento uno, que, como recuerda Place en el artículo antes citado, originariamente iba a titularse Le Diable boiteux à Paris. -116- Siguiendo la ruta del diablo Cojuelo, hemos sobrepasado al Duende Satírico del Día, nuestro objetivo en estas páginas. La influencia de Jouy que iba a entrar de lleno en el Pobrecito Hablador es meramente tangencial. En el Duende no aparece todavía la personificación especializada de Asmodeo como observador exclusivo de los usos y costumbres locales. Ésta es a nuestro entender la razón por la cual F. C. Tarr, que iba en busca del costumbrismo del Duende, sólo encontró material costumbrista en el artículo principal del primer número, material que en los cuadernos restantes veía desaparecer ante la creciente importancia que se daba en ellos a la sátira literaria y a la polémica al modo tradicional. El Duende Satírico no es ni más ni menos costumbrista que lo habían sido las revistas dieciochescas del mismo género que habían trazado el camino por donde Larra da los primeros pasos de articulista. En ellas la crítica de las costumbres es un elemento más en el conjunto de las observaciones sobre distintos aspectos de la sociedad contemporánea, analizada con una intención crítica y moral que no se reduce a la descripción de costumbres

locales. En realidad, aunque Larra contribuyó luego con el Pobrecito Hablador y con Fígaro a fijar el concepto del artículo -117- de costumbres, por su intención, casi nunca se atuvo a los límites reducidos que L’Ermite de la Chaussée d’Antin y el Curioso Parlante impusieron al género. Además, fiel al espíritu crítico simbolizado por el Asmodeo de Paul Hazard. Larra más que costumbrista es escritor satírico. El Pobrecito Hablador empieza invocando el patronazgo de Jouy en su primer artículo, pero tampoco será una colección de artículos de costumbres como lo es el Panorama Matritense. La nueva publicación de Larra aparece con un carácter bien marcado, definido en la portada de cada cuaderno: «Revista satírica de costumbres, etc., etc.». El procedimiento literario va a ser, como en el Duende, la sátira, y las costumbres llevan todas las implicaciones que puedan deducirse de los «etcéteras», es decir, la realidad social. En nuestra busca de lo que el Duende Satírico pueda revelarnos en cuanto a los orígenes de la obra de Larra, vemos que el espíritu crítico del diablo Cojuelo como representación de una actitud originada en la mentalidad del siglo anterior no es simplemente algo accidental que se desvanece tras los primeros rudimentos literarios del autor. El Pobrecito reconoce las faltas del Duende, pero no reniega la casta: «Como soy el diablo y aun he sido duende -dice el Hablador-, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de -118- una cerradura». Si Larra no identifica el Pobrecito Hablador con la personalidad de Asmodeo -identificación que efectivamente hace con el Duende-, no deja de establecer relaciones muy estrechas con él. Asmodeo, en efecto, le sirve al Hablador de guía por los bailes de Madrid en el carnaval de 1832. El genio burlón del «diablo Cojuelo», personificación dieciochesca de la crítica universal, aparece en los orígenes de la obra de Larra identificándose con el Duende y guiando al Pobrecito Hablador. Su presencia señala un testimonio de la tradición crítica de la que Larra es heredero. 3. Cultura literaria del Duende «Manía de citas y epígrafes» En las publicaciones semejantes al Duende Satírico del Día, desde que comenzaron a aparecer a mediados del siglo pasado, era de rigor lo que Larra, en un artículo de su segunda revista, llama «manía de citas y epígrafes». Basta echar una ojeada a esta clase de publicaciones para darse cuenta de que la profusión de textos que aparece en el Duende era uno de los convencionalismos característicos y constantemente repetidos por todos. Nuestro Duende, siguiendo la costumbre, no descuida de pertrechar con uno o varios textos no sólo cada uno de los cuadernos, sino también los artículos por separado. Tan preocupado como

estaba en ridiculizar -119- las manías de su tiempo, incurrió, quizá más que nadie, en esta pedantería de llenar sus escritos con citas tomadas de acá y de allá. Por ello, cuando el Pobrecito Hablador, años más tarde, satiriza esta costumbre, lo que hace conscientemente es una autocrítica de su primera publicación. Como conclusión del artículo citado, se pone al Duende Satírico del Día como ejemplo característico del objeto de la sátira. Entre bromas y veras, condescendientemente, acepta las críticas que otros, sin duda, le habían hecho, sobre todo el Correo Literario y Mercantil. Pedantismo, pueril vanidad, afectación de saber y de experiencia son los defectos que reconoce en esta manía del Duende. «Hombres conocemos -empieza diciendo el Pobrecito Hablador- para quienes sería cosa imposible empezar un escrito cualquiera sin echarle delante, a manera de peón caminero, un epígrafe que le vaya abriendo el camino, y salpicarlo todo después de citas latinas y francesas, las cuales, como suelen ir en letra bastardilla, tienen la triple ventaja de hacer muy variada la visualidad del impreso, de manifestar que el autor sabe latín, cosa rara en estos tiempos en que todo el mundo lo aprende, y de probar que ha leído los autores franceses, mérito particular en una época en que no hay español que no trueque toda su lengua por dos palabritas de por allá». Toda esta sátira va contra la superficialidad y el engaño de las apariencias en la sociedad española de su tiempo, preocupación constante en la obra de Larra. Achaca la pedantería a que «el vulgo ignora cuán fácil es en el día encontrar textos para todo, y que es más difícil tener mucho saber que aparentarlo». Como muestra, véase el Duende Satírico del Día. «No atreviéndonos, pues, a desterrar del todo esta manía, porque el vulgo no crea que sabemos -120- menos, o tenemos menos libros que nuestros hermanos en Apolo, traeremos siempre en nuestro apoyo autoridades españolas, que no nos han de faltar aunque tratásemos de poner en cada artículo siete epígrafes y cincuenta citas, como lo hacía cierto Duende Satírico de pícara recordación, que algunas veces se las hemos contado; de suerte que no había modo de entrar en sus cuadernos sino atropellando a una infinidad de varones respetables que le esperaban al pobre lector a la puerta, como para darle una cencerrada al ver dónde se metía». El Pobrecito Hablador nos viene a decir que su predecesor, al corriente de la literatura española moderna, como en seguida veremos, con toda su apariencia de saber manejar textos latinos y franceses, en realidad sabía el latín que hubiera podido aprender en las Escuelas Pías, y que fuera de clase se había leído sus autores franceses, como todo español de cultura media que se preciara. Por lo que manifiesta con sus citas y epígrafes, el Duende, en cuanto a autores latinos, no va mucho más allá de los preceptos de Horacio, y en cuanto a los franceses, se había aprendido bien su Boileau. Con razón podía decir el Pobrecito

Hablador: «Cansados estamos ya del utile dulci tan repetido, del lectorem delectando, etc., del obscurus fio, etc., del parturiens montes, del on sera ridicule, etc., del c’est un droit qu’à la porte, etc., y de toda esa antigua retahíla de viejísimos proverbios literarios desgastados bajo la pluma de todos los pedantes, y que, por buenos que sean, han perdido ya para nuestro paladar, como manjar repetido, toda su antigua novedad y su picante sainete». Las autoridades literarias del Duende Esta retahíla de proverbios literarios y la acumulación de autoridades -121- sin duda sobrecargan los artículos del Duende con una afectación candorosamente pedantesca. Ahora, puestos a investigar el trasfondo cultural de Larra cuando escribía sus primeros artículos, nos sirven para atestiguar la orientación de sus lecturas en este período básico de formación y el concepto de la literatura que caracteriza la génesis de su obra. La autoridad máxima sobre la cual apoya el Duende sus criterios en cuanto a la literatura es Horacio. En este primer período de la obra de Larra, el poeta latino no aparece todavía como satírico, pero sí como maestro indiscutible de reglas y preceptos. Según el Duende, «hasta los chicos saben de memoria» su Arte poética. Debió de ser un texto escolar cuando estudiaba latín y «Principios de poesía latina y castellana». No nos extrañaría nada que los escolapios le hubieran hecho aprenderse de memoria los versos de Horacio y que, por lo tanto, hubiera que tomar al pie de la letra la frase citada. En el magisterio de Horacio basa el Duende sus ironías contra los que, como Victor Ducange, pretendían ignorar las reglas dramáticas en nombre de las extravagancias románticas: «... viene éste [el capitán, un personaje de Treinta años o La vida de un jugador cuyo argumento está ridiculizando Larra], y con él, naturalmente, -122- la tempestad, la cual se está entre bastidores aguardando que silben disimuladamente por adentro, que debiera ser por a fuera, para salir a hacer su pedacito de papel, que es lo que los antiguos llamaban recurrir al cielo o valerse de máquinas. Horacio dice que no las debe traer nunca el poeta, sino cuando sean indispensable; pero Horacio pudo muy bien decir una cosa por otra, que no era infalible; y ¿qué entendía Horacio de achaque de máquinas?». Más adelante «se ve al jugador salir ensangrentado y hecho un ecce-homo, a pesar de Horacio, que opina que esta clase de escenas no se debe presentar a la vista, y sí sólo saberse por relación» (a pie de página pone los correspondientes versos latinos del Arte poética).

A Horacio recurre también el Duende para establecer los principios en el uso de la lengua. Polemizando con el Correo y dejándose de ironías, aporta un texto del Arte poética para autorizar su afirmación de que «el uso es el legislador de las lenguas, y que este uso es el de los sabios». Y vuelve tres veces más a la misma fuente para buscar citas que sustentan sus argumentos sobre una cuestión de léxico entablada con el citado periódico que le había reprochado el uso de la palabra genio. Once son los textos de Horacio alegados por el Duende según la cuenta de Tarr, sin contar las alusiones al poeta latino que aparecen de cuando en cuando. Es el autor más repetido a lo largo de los cinco cuadernos. Nada tiene de extraño. En su afición a Horacio coincide con los muchachos de su misma edad, los discípulos de Lista que se reúnen en la Academia del Mirto, amigos de Larra algunos de ellos: Espronceda, Ventura -123- de la Vega, Juan Bautista Alonso, Felipe Pardo. Allí presenta Espronceda su oda Vida del campo y Ventura de la Vega -muy unido a Larra en las incidencias del Duende, como luego veremos- su traducción de la Oda II Jam satis. «Que [Horacio] fue modelo muy imitado -nos informa Manuel Pérez de Guzmán- lo demuestra el hecho de que muchas de las composiciones poéticas leídas en las juntas de aquella Academia son traducciones o imitaciones del gran lírico latino». Señalemos, pues, la lectura de Horacio en la formación de Larra y sus compañeros como un rasgo generacional. Además de Horacio y del texto de Fedro repetido en cada cuaderno, es Virgilio el otro autor latino que aparece en el Duende Satírico del Día, pero sin que los tres textos que aporta tengan mucha significación. Por ejemplo, el pedante literato de café, que había dicho que hasta los niños saben de memoria el Arte poética de Horacio y que también cita a Boileau, se deja caer con que «como dice Virgilio, sin que parezca gana de citar, apparent rari nantes in gurgite vasto». Por lo visto, sus estudios le proporcionaron una base suficiente para leer en latín a Horacio y a Virgilio. Las referencias a uno y otro poeta a lo largo de la obra de Larra revelan si no un conocimiento profundo de la literatura latina, sí cierta familiaridad con las obras de estos dos autores. Cuando en el primer artículo del Pobrecito Hablador, por ejemplo, escribe: «Pero ya bajan las sombras de los altos montes, y precipitándose sobre estos paseos heterogéneos arrojan de ellos a la gente», recordaría el texto leído en clase y sin duda esperaba que por lo menos algunos de sus lectores recogieran -124- la alusión paródica a los famosos versos de la égloga de Virgilio. En la retahíla ensartada por el Pobrecito Hablador los proverbios literarios que no proceden de Horacio están tomados de Boileau. Desde el poema satírico de Jorge Pitillas publicado en el Diario de los Literatos los preceptos de Boileau se incorporan a la tradición literaria del neoclasicismo español. Su condición era la del legislador literario reconocido por todos. Con toda su autoridad, sin embargo, no llega a competir con la de Horacio. Frente a los once textos de Horacio, Boileau le sigue con seis, cuatro de l’Art poétique y dos de las Satires. El Duende mira al francés con cierto despecho por sus displicencias con los españoles. Ahora, después de tanto predicar y desdeñar, venían los franceses llamados de la escuela romántica y cortaban por el camino irregular del «rimeur» de este lado de los Pirineos. Ninguna de las citas de l’Art poétique vienen a apoyar juicios de crítica literaria. La primera se pone en boca de un charlatán de café para sustentar la opinión de que «al menos una prosa mala se puede sufrir», pero que en cuanto al verso no cabe término medio. La segunda es el verso «C’est un droit qu’à la porte on achète en entrant», puesto de

epígrafe en la sátira contra el melodrama de Ducange, en el segundo cuaderno. La siguiente, en el mismo artículo, son los referidos versos tan despectivos sobre el teatro español del siglo XVII, con los que pretende devolverles la pelota a los franceses, basándose en el derecho que le reconoce al verso del mismo Boileau escogido para el epígrafe citado, y la cuarta cita, otro verso a pie de página: «On sera ridicule et je n’oserai rire?». En realidad, aunque casi todas las citas de Boileau están tomadas de l’Art poétique, por el carácter de las mismas, -125- el poeta francés aparece en el Duende más como satírico que como preceptista. La referencia a la Satires aparece de forma muy destacada e insistente en cada uno de los cuadernos de la serie con el verso citado del Discours au roi. Repitámoslo nosotros también: «Des sotises du temps je compose mon fiel». A las sátiras acude también (Satires, X), como buscando apoyo para iniciar sus ataques contra el poderoso Correo Literario y Mercantil en el cuarto cuaderno. Parece como si el joven satírico necesitara pertrechar sus osadías con la autoridad de escritores respetables y reconocidos que mostraran la validez de la sátira como género literario. Quizá quisiera dar a entender a sus lectores -justificándose ante las miradas recelosas- que no era él el único que había escrito mostrando el lado ridículo de las cosas; que era un género autorizado por los buenos autores. Entre ellos, Boileau está dentro de la tradición literaria en que se forman los muchachos de la generación de Larra. Aunque sus obras no fueran textos escolares como lo eran las de Horacio, eran lectura obligada para los que por entonces se interesaban por la literatura. Fuera de los textos de Boileau y uno de Racine, Fils, el otro autor francés a que se refiere el Duende es Voltaire. -126- Lo hace con cierta malicia; no queriendo estampar su nombre, como algo prohibido, se refiere a él como «el autor de la Morope» y considerándolo «uno de los genios que ha producido la Francia». Por lo que pueda valer, dejamos aquí constancia de este homenaje temprano de Larra que ha de repetir en otras ocasiones. En cuanto a la literatura española, los textos aportados por Larra en sus primeros artículos nos proporcionan una idea de lo que debió de ser su repertorio de lecturas de los autores españoles del XVIII y comienzas del XIX; de lo que para Larra era la literatura española moderna. Se puede hacer una lista bastante representativa de autores dieciochescos traídos a colación por el Duende, desde Jorge Pitillas y el P. Isla, pasando por los Moratín, padre e hijo; Iriarte, Capmany, Jovellanos, Meléndez Valdés, Cienfuegos, Quintana y Lista. Al estudiar por separado los artículos del Duende veremos que gran parte de su contenido consiste en una reelaboración de materiales literarios procedentes de la época representada por esta lista de autores. El pensamiento y la literatura de la España ilustrada calaron hondo en los cimientos de la obra de Larra, de modo que podemos pensar que los autores franceses y latinos que aparecen en el Duende vienen impulsados por esta corriente de la cultura española moderna. Las comedias de Moratín son el dechado con el que sarcásticamente compara las extravagancias del melodrama romántico francés. Lo que debe a Moratín, el padre, y a Iriarte es mucho más de lo que indican las referencias y las citas -ya lo veremos-. Jovellanos es para el Duende «uno de nuestros mejores prosistas». Los textos que aporta

del Elogio de don Ventura Rodríguez, del Elogio de las Bellas Artes y del Informe sobre -127- los espectáculos y diversiones públicas, junto con tres pasajes de Meléndez Valdés, uno de Cienfuegos, seis de Quintana y cuatro de Alberto Lista, adquieren un gran relieve porque acude a ellos siguiendo el criterio de Horacio de que la autoridad legisladora en cuestiones de lenguaje radicaba en el uso de los sabios. Es un reconocimiento explícito de su magisterio. En sus versos más tempranos había nombrado a Quintana y a Lista para referirse a dos puntos supremos en cuanto a la excelencia poética. Ahora aporta textos concretos de uno y otro junto con los de Jovellanos, Meléndez y Cienfuegos en una galería de autoridades literarias. Dentro de esta orientación literaria del Duende, apenas hay referencias a la literatura española anterior al siglo XVIII. Fuera de un texto poco significativo de Calderón -un romance titulado «El toreador nuevo» (cuento de don Pedro Calderón de la Barca), al final del artículo sobre las corridas de toros-, al único autor de la época a que acude el Duende es al Quevedo de los versos satíricos y morales. En todo el siglo XVIII el lenguaje de la sátira no había perdido la tradición quevedesca. Sirva como ejemplo significativo La derrota de los pedantes, de Moratín; poco sospechoso de debilidades barrocas. Todo ello, a pesar de la falta de «buen gusto», propia de la época de Quevedo. El Duende deja de insertar dos sonetos de tema taurino «por participar del mal gusto del siglo de Quevedo», reparo de clara -128- resonancias neoclásicas. A pesar de todo, la afición del Duende por la sátira de Quevedo no sólo queda atestiguada con los textos transcritos o por los expresamente omitidos en sus cuadernos, sino por el talante de su prosa en ciertos pasajes de sus artículos. Por otra parte, el buen gusto no le impide citar un pasaje del P. Isla, quevedesco por lo que tiene de chiste escatológico. El autor del Fray Gerundio -«el crítico padre Isla», le llama el Duende en su segundo cuaderno- es otro de los autores que forman parte de su cultura satírico-literaria. Los textos que se acumulan en los cinco cuadernos sitúan al Duende en la corriente de la literatura española de su tiempo. Es la literatura neoclásica. Por muy alejado que se halle este neoclasicismo de la sensibilidad de algunos críticos modernos, en Larra, cuando empieza a escribir, no significa una estrechez de miras, sino todo lo contrario; es una necesidad de ponerse a la altura de las circunstancias renovadoras que esa literatura representa -¡todavía!- en la España de aquellos años. Las bases dieciochescas en que se asienta la cultura literaria del Duende Satírico están en consonancia con la mentalidad liberal española a comienzos del XIX, originada en el rumbo señalado en las generaciones anteriores por los hombres de la Ilustración.

-129- Capítulo cuarto. Los artículos del Duende 1. Artículos sueltos El Duende Satírico del Día anuncia que se publicará por «artículos sueltos». El método de esta clase de publicaciones lo había expuesto el redactor de una de ellas, El Censor, cuando explica el medio que ha hallado para «desahogar [su] bilis». (Recuérdese el «fiel» del verso de Boileau, utilizado de epígrafe por el Duende en todas sus salidas). «Resolví hace algún tiempo -dice el Censor- entregar al papel todo cuanto pienso sobre las cosas que veo, con ánimo de comunicar al público en discursos sueltos cuanto de esto juzgue que pueda interesarle» (el subrayado es nuestro). Antes, El Pensador había advertido: «Método, ni orden, no hay que esperarlo en esta obra. Así como serán varios los asuntos, sirviendo de materia cuanto se presente a mi imaginación; así también la colocación será casual. Y yo estoy tan acostumbrado a la extravagancia que no me admiraré, -130- si a espaldas de un discurso contra la murmuración, saliere otro tratando de la reforma de la respetuosa o del ejercicio del abanico». Clavijo y Fajardo y Cañuelo se proponían seguir el procedimiento de divagar críticamente en una serie de folletos y sin un plan muy estricto sobre temas variados que les ofrecía la observación de la sociedad contemporánea, ya fueran costumbres, modas, literatura, educación, espectáculos, etc., sin olvidar las inevitables polémicas. Es decir, todo aquello que en un amplio sentido podríamos considerar cuestiones sociales con un trasfondo moral y objeto de reforma según la mentalidad de los ilustrados. Intentaban atraer la atención de los lectores saltando de un tema a otro, preocupados en divertir y en presentar una visión crítica de la sociedad contemporánea refiriéndose a distintas facetas de la misma. Junto a la descripción de una tertulia, de las conversaciones y tipos de un café o la burla de una moda ridícula se podía encontrar, por ejemplo, una sátira relacionada con la pregunta de Masson («¿Qué ha hecho España por Europa durante los últimos siglos?»), reflexiones sobre la educación de los jóvenes, sobre la influencia de las corridas de toros en la vida del país o sobre los autos sacramentales. Esta variedad de temas sociales y su intención moral también es el método que se propone seguir El Duende Satírico del Día. En los cinco números que logró sacar a la calle presenta sucesivamente un artículo de costumbres, otro de crítica teatral, otro sobre las corridas de toros y una interminable polémica literaria. Hay que añadir algunas cartas de fingidos corresponsales -«Correspondencia del Duende»- que no podían faltar en esta clase de publicaciones desde su origen en Inglaterra. -131- En suma, «artículos sueltos», «discursos sueltos» o «pensamientos» ensamblados en cuanto producto de las reflexiones personales del autor, representado por un personaje ficticio cuya actitud crítica aparece insinuada por un seudónimo significativo. Como el Duende sólo logró aparecer cinco veces, su repertorio de temas quedó muy reducido. Sin embargo, en el segundo cuaderno, un fingido corresponsal, después de

felicitar al Duende por su útil atrevimiento comunicándole el gozo «de ver que hay un ente que osa despreciar cuanto pueda acaecerle por criticar lo que es risible», le propone un repertorio de cosas criticables en Madrid y al alcance de todos los lectores: «Bueno es que critiquéis las obras malas; pero habiendo tanto que criticar en Madrid, ¿se quedarán otras mil cosas que no pertenecen a la literatura sin el correspondiente varapalo que merecen?». Como ejemplo se refiere a los cafés, fondas y lugares públicos. Quizá fueran los temas propuestos por el corresponsal del Duende algunos de los que se proponía desarrollar si la publicación hubiera tenido una vida más prolongada. De todos modos, es interesante observar que estos temas son precisamente el objeto de futuros artículos de Fígaro como «La fonda nueva» o «Jardines públicos» en los que el -132- refinamiento de las costumbres de la clase media se considera como forma de progreso social con más sustancia que una frágil reforma legislativa. El corresponsal termina aconsejando al Duende que lleve cuidado con sus críticas: «sería bueno que criticaseis cosas indiferentes». Pero ¿qué eran para Larra cosas indiferentes...? No lo eran ni los cafés, ni las diversiones públicas, ni las modas. Ya El Censor había dicho de su propio carácter que «en las cosas que debieran serle más indiferentes se interesa con la mayor viveza», pues no podía sufrir nada que no mereciera su aprobación. Y hemos visto cómo El Pensador advertía que en su publicación el lector podría hallar sucesivamente pensamientos sobre la murmuración, la reforma de la respetuosa o el ejercicio del abanico. El tono, convencionalmente, había de ser familiar y el carácter del crítico, burlón. Poner en ridículo los defectos es el propósito declarado por todos estos críticos. El ridículo es el arma de la sátira y la jocosidad el medio de hacer pasar la severidad de la censura. El Censor declara que trata de templar la acritud de su carácter con «un humor algo bufón y jocoso». Aunque reconoce: «no puedo siempre templar con jocosidades lo agrio de mis censuras». La amarga jocosidad también es el carácter que se atribuye el Duende: «río como un loco de los locos que he escuchado». -133- 2. Introducción a la serie: el Duende y el librero Como era costumbre en estas publicaciones, el breve artículo que sirve de introducción a la serie, el diálogo «El Duende y el librero», nos revela, más o menos explícitamente, las intenciones del autor. Apenas empezamos a leer el primer cuaderno del Duende encontramos expuesto el propósito de su quehacer literario. El librero trata de convencerle de que publique: «Señor, hablemos claro -le dice- y ahorrémonos de palabras; vengo a animar a usted a que escriba, y a que escriba para el público». Y en seguida, entre chanzas, el Duende suscita la cuestión fundamental: el para qué. Si ha de escribir y publicar, con qué objeto ha de hacerlo: «Vamos, y ¿qué quería usted que escribiera? Para fastidiar al público siempre se está a tiempo; además..., que... en verdad... no tengo nada que decirle por ahora».

(¿No será querer sacar demasiada punta por nuestra parte el haber subrayado este por ahora? En todo caso, indica que nuestra atención se ha sentido especialmente atraída por esta expresión adverbial que parece reforzar intencionadamente las excusas del Duende. Después nos tropezaremos con un hasta ahora subrayado efectivamente con malicia por el autor). La réplica del librero sirve para exponer en líneas generales el plan que se propone seguir el Duende Satírico del Día como revista literaria: «¡Por Dios! ¿No tiene usted nada que decirle? Y ¿no ve usted los abusos, las ridiculeces; en una palabra, lo mucho que hay que criticar?». El asunto que el librero le propone al Duende como tema general de sus artículos es, por lo tanto, la crítica -134- de la sociedad contemporánea. Acabamos de ver que esto mismo había sido el propósito de sus antecesores. Siguiendo, pues, una corriente literaria y la intención implícita en ella, cuando Larra intenta hacerse oír en el gran silencio de su tiempo aparece con una actitud bien definida, apenas encubierta por las reticencias; la crítica de la actualidad. Dadas las circunstancias del país, en plena ominosa década, el Duende Satírico tenía que evitar toda alusión directa a la política. Para precaverse utiliza el recurso convencional, repetido por las críticos anteriores, de dejar bien sentado en la introducción que sus críticas van dirigidas contra la sociedad y no contra el Gobierno: «Sí, señor; el Gobierno vigila sobre la sociedad, y la sociedad no cesa de conspirar a desbaratar los buenos fines del Gobierno. Sí, señor; éste protegería tal vez a quien criticase los vicios y los abusos, porque éstos siempre conspiran contra el Gobierno...». El Duende quiere convencer al Gobierno de que la crítica, al fin y al cabo, iba en su beneficio. Pero por muy ingenuo que quisiera presentarse el Duende, de sobra sabía que a los gobiernos absolutos no hay quien los convenza con palabras: Estamos seguros de que Larra no creía que el Gobierno de Calomarde «vigilaba sobre la sociedad» en el sentido de que cuidaba de su bienestar; sólo podemos admitir la sinceridad de la frase si tomamos el término «vigilar» en doble sentido, lo cual, teniendo en cuenta el carácter travieso del Duende, no es nada descabellado. Más razones tenía para criticar al Gobierno de Calomarde, -135- si hubiera podido hacerlo, que las que tuvo para atacar a los de Martínez de la Rosa y de Mendizábal. Esto no quita que cuando dice que sus críticas van dirigidas a la sociedad no estuviera revelando su verdadero propósito. A lo largo de sus artículos, tanto la crítica literaria como la crítica política se reduce en último término a crítica social, móvil primordial de su obra. En cuanto al desarrollo de la literatura periodística a la cual se incorpora Larra, el interés de este primer artículo consiste en que en su trasfondo ya se nota la presencia de Jouy. Lomba y Pedraja llamó la atención sobre ello, aunque, sin duda, exagerando la dependencia. En su estudio «Costumbristas españoles de la primera mitad del siglo XIX», declara: «Larra, principiante, en el número primero de su Duende Satírico del Día (1828) le plagia con insigne frescura, no sin gracia». Y en el primer tomo de su selección de artículos de Larra, después de afirmar que el Duende había llevado a cabo una imitación muy de intento de Victor Joseph Étienne Jouy, añade en nota a pie de página: «Basta con fijarse en estos dos

títulos: L’Hermite de la Chaussée d’Antin et le libraire y El Duende y el librero. Los correspondientes artículos guardan entre sí una correspondencia semejante». Sin embargo, no basta con fijarse en los títulos; su semejanza es mucho mayor que la de los artículos mismos. Creo que cualquiera que los compare podrá darse cuenta de la efectiva relación entre ellos, pero también de que no se trata de un plagio. No hay una dependencia con el texto original, semejante a otras adaptaciones posteriores del Pobrecito Hablador y de Fígaro, cuando Jouy es ya un autor casi inevitable. Como señaló Tarr, Larra, en este caso, toma de -136- Jouy sólo la idea indicada en el título, mientras que el contenido del diálogo es propio del autor del Duende. Con plagio o sin plagio, hay que hacer constar que Jouy ya aparece en el primer artículo conocido de Larra. Es un testimonio de la presencia en el ambiente literario español de un autor cuyo ejemplo va a ser decisivo para la consolidación del artículo de costumbres. Por ahora su influencia en Larra no va muy lejos. El conjunto del Duende Satírico del Día no revela que su autor se propusiera adoptar la técnica de Jouy. Aunque conocía L’Ermite de la Chaussée d’Antin, Larra todavía no parece determinado a escribir artículos de costumbres como los que estaban de moda en Francia. El intento iban a tratar de llevarlo a cabo, sistemáticamente, los redactores del Correo Literario y Mercantil aquel mismo año de 1828. En cuanto al Duende Satírico, Jouy, después de haber hecho acto de presencia en el primer número, no vuelve a dejar rastro en los cuadernos siguientes. Su influencia no está aún consolidada. Si Larra no hubiera tenido que interrumpir su publicación al llegar al quinto cuaderno, ¿habría hecho reaparecer el costumbrismo adaptándolo a las nuevas tendencias? Nada podemos aventurar. El hecho es que aun en vida del Duende otros escritores intentan realizar la empresa. Cuando Larra vuelva a aparecer en la escena de la literatura periodística, el artículo de costumbres ya se habrá consolidado como género independiente en los periódicos dirigidos por José María Carnerero. -137- 3. «El café». Antecedentes literarios La contribución del Duende Satírico a la literatura costumbrista tal como venía cultivándose hasta entonces, consiste en un artículo titulado «El café», el segundo de su primer cuaderno. El género del artículo no podía sorprender a los lectores familiarizados con la literatura que había venido apareciendo en periódicos y revistas desde mediados del siglo anterior. Lo que sí podía sorprender, quizá, era el tonillo un tanto insolente de aquel nuevo observador de la sociedad, espectador satírico. La trama del artículo se había repetido muchas veces de una manera o de otra. Un observador, independiente y solitario, se mete en un café, y manteniéndose al margen de la concurrencia, se fija en los tipos y escucha por lo bajo las conversaciones. En una mesa se habla de las noticias que trae la Gaceta sobre la guerra de Grecia. Los comentarios son exageradamente disparatados.

«Se hablaba precisamente de la gran noticia que la Gaceta se había servido hacernos saber sobre la derrota naval de la escuadra turcoegipcia. Quién, decía que la cosa estaba hecha: “esto ya se acabó; de esta vez, los turcos salen de Europa”, como si fueran chiquillos que se llevan a la escuela; quién, opinaba que las altas potencias se mirarían en ello, y que la gran dificultad no estaba en desalojar a los turcos de su territorio, como se había creído hasta ahora, sino en la repartición de la Turquía entre los aliados, porque al cabo decía, y muy bien, que no era queso». Por fin, un joven militar retirado opina «que todo era cosa de los ingleses, que eran muy mala gente, y que lo que querían hacía mucho tiempo, era apoderarse de Constantinopla para hacer del -138- Serrallo una Bolsa de Comercio, porque decía que el edificio era bastante cómodo, y luego hacerse fuertes por mar». El Duende se ríe para su capote de aquellos contertulios tocados de «politicomanía» -según su propia expresión-. ¿No alcanzaría la politicomanía de los contertulios a las cuestiones internas del país? En todo caso el autor se guarda muy bien de referirlo, como es natural, dadas las circunstancias. En otra mesa sí que se habla del país. Si en la primera conversación el Duende escucha divertido «cómo arreglaba la suerte del mundo una copa más o menos», también se entretiene oyendo lo que en la mesa vecina se dice de la situación literaria de España. «Volví la cabeza hacia otro lado, y en una mesa bastante inmediata a la mía se hallaba un literato; a lo menos le vendían por tal unos anteojos sumamente brillantes, por encima de cuyos cristales miraba, sin duda porque veía mejor sin ellos, y una caja llena de rapé, de cuyos polvos que sacaba con bastante frecuencia y que llegaba a las narices con el objeto de descargar la cabeza, que debía tener pesada del mucho discurrir, tenía cubierto el suelo, parte de la mesa y porción no pequeña de su guirindola, chaleco y pantalones [...]. ¿Es posible -le decía a otro que estaba junto a él y que afectaba tener frío porque sin duda alguna señora le había dicho que se embozaba con gracia-, es posible -le decía mirando a un folleto -139- que tenía en las manos-, es posible que en España hemos de ser tan desgraciados o, por mejor decir, tan brutos? -En mi interior le di las gracias por el agasajo en la parte que me toca de español, y siguió-: Vea usted este folleto». El literato sigue, en efecto, con un discurso interminable: critica un folleto que se mete con el Diario de Avisos; ataca a su vez al Diario por los disparatados anuncios que publica; se burla de los títulos estrafalarios de un libro de devoción y de un periódico para mujeres; se refiere a las obras teatrales del momento, anunciadas en los carteles. Larra, todavía articulista inexperto, pierde la medida al exponer la farragosa palabrería del «literato». La conclusión del largo discurso se enlaza con el lamento del principio, el lamento sobre la situación de España con que el literato había empezado a hablar: «Amo -siguió-, amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla; aquí nunca haremos nada bueno... y de eso tiene la culpa... quien la tiene... Sí, señor... ¡Ah! ¡Si pudiera uno decir todo lo que siente! Pero no se puede hablar todo..., no

porque sea malo, pero es tarde y más vale dejarlo... ¡Pobre España!... Buenas noches, señores». El literato resulta ser un hipócrita del patriotismo. Cuando el Duende se entera de quién es, dice: «y entonces repetí para mí su expresión “¡Pobre España!”». Es el lamento del propio Larra a lo largo de todo el artículo. El observador, antes de abandonar el café, sigue reuniendo materiales para su libreta. La conclusión moral es «que el hombre vive de ilusiones y según las circunstancias». Y concluye así el artículo: «al meterme en la cama, después de apagar la luz, y al conciliar el sueño, confesé, como acostumbro: “Éste es el único que no es quimera en este mundo”». -140- En cuanto a las bases literarias del artículo, se le han señalado por lo menos dos fuentes. Y puestos a buscar fuentes entre los escritos anteriores del mismo género literario, dentro y fuera de España, se podrían señalar muchas. Lo cual más que la dependencia del Duende respecto a un autor determinado, lo que manifiesta realmente es la pertenencia del artículo a un género de literatura. Las semejanzas señaladas no son específicas. Son relaciones de carácter general debidas a la aproximación de elementos convencionales repetidos en cierta literatura cultivada en periódicos y publicaciones semejantes. No podía faltar Jouy entre las fuentes posibles: y siendo el tema la descripción de un café, la tarea se hace mucho más fácil, pues hay dónde escoger en los artículos del periodista francés. A Tarr le parecía que Larra se había inspirado para escribir «El café» en un artículo de Jouy titulado «Les Restaurateurs», aunque sólo de un modo general. La semejanza consiste en que tanto L’Ermite como el Duende presentan tipos asiduos a un café o a un restaurante y refieren retazos de las conversaciones. Pero en vez de una conversación de tema literario, en el artículo de Jouy se nos ofrece una discusión sobre los méritos de cierta actriz, y los tipos descritos en uno y otro artículo son diferentes. Por lo tanto, aun en el caso en que Larra hubiera tenido presente el escrito de Jouy -lo cual no es difícil, por lo que hemos dicho antes al referirnos a El Duende y el librero-, la relación se reduciría a una forma general de procedimiento, a diferencia de las refundiciones posteriores, cuando el Pobrecito Hablador o Fígaro reelaboran algún que otro artículo de Jouy colocando el texto francés sobre la mesa al ponerse a escribir. Lo mismo puede decirse de las evidentes semejanzas -141- que existen entre el artículo del Duende y los textos de Addison, aducirlos por Francisco Caravaca como otra «fuente directa». Se trata ahora del fundador de la estirpe. Addison y Steele pusieron de moda el recurso del café como observatorio de la sociedad. Por más que F. Caravaca imprima a doble columna fragmentos del artículo de Larra y de dos ensayos de Addison, sólo podemos ver una relación que -como en el caso de Jouy señalada por Tarr- no es más que general. Son rasgos genealógicos: la curiosidad que empuja al observador a escuchar conversaciones ajenas (los cafés eran un lugar socorrido para ello) y el gusto de referir en boca de «newsmongers», «nouvellistes», «novelistas», noticieros -o como quiera llamárseles- relaciones disparatadas de acontecimientos internacionales.

Por si no bastara con esto, el artículo del Duende, según el mismo Francisco Caravaca, «tiene parecidos, aunque lejanos, con L’Hermite de la Chaussée d’Antin au café de Chartres y con Les cafés de Mercier». Naturalmente. -142- También Mercier pone «nouvellistes» en sus cafés «donde se manejan con notable facilidad los negocios más arduos y complicados de los gabinetes de Europa» y se oye «disponer de la suerte de los imperios a uno que ignora los primeros elementos de la geografía, desembarcar los rusos a millares para que entren en Andrinópoli, y ver correr al gran galope a la caballería genízara desde Durato o Salónica hasta Civitavechia». En vez de citar directamente el texto original de L. S. Mercier, nos ha parecido más ilustrativo reproducir unos párrafos tomados de un artículo anónimo aparecido en el Correo Literario y Mercantil con el título de «Cafees» [sic], algunos meses después de «El café» del Duende Satírico del Día. Aquí sí que se trata de una fuente directa. Gran parte del artículo del Correo es un plagio de Mercier. Pero si no hubiéramos descubierto la fuente y no hubiéramos tenido en cuenta lo tópico del asunto, quizá habríamos podido pensar que -143- el redactor del Correo se había inspirado en el reciente artículo del Duende. «El café» del Duende Satírico del Día puede recordar efectivamente a Addison, a Mercier o a Jouy, pero también a otros escritos que habían aparecido en publicaciones españolas semejantes a la de Larra y que éste podía muy bien conocer por lo que hemos indicado en los apartados anteriores. Por ejemplo, el ambiente y las conversaciones de los cafés madrileños aparecen ya en el Duende Especulativo sobre la Vida Civil. Refiriéndose a los números 10 y 12 de este periódico, dice Enciso Recio: «El marco sabroso de los cafés, tugurio a la vez y mentidero, a donde al lado del café se beben licores falsificados al estilo de Montpellier y Marsella, albergaba políticos y novelistas, gaceteros y poetas: gentes de buena bolsa y auténticos muertos de hambre. Allí debía de acudir Nipho, que nos cuenta con qué fruición se leía la Gaceta y el Mercurio, el Diario, el Caxón de sastre, las gacetas extranjeras y las gacetillas manuscritas...». «La última casta de gentes, que concurre a los cafés -nos informa el Duende Especulativo-, son los políticos y novelistas, que se distinguen entre los novelistas que preguntan para saber, y novelistas que preguntan para olvidar. Los últimos discurren sin que se fatiguen sus potencias en los asuntos; pues sólo conversan para matar el tiempo, y por no hacer el pie de cigüeña en la calle: y los primeros tratan las cosas, como si dependiesen de ellas su propia y doméstica fortuna». Más adelante nos dice: «Con impaciencia se aguarda la confirmación de una batalla, la pérdida de una escuadra, el sitio y toma de una plaza, y una relación más por menor de lo que se publicó antes, a fin de resolver ellos mismos las medidas que deben -144- tomar las Cortes y de adivinar las consecuencias que deben tener las cosas». Además: «Las reflexiones que se están haciendo en diferentes barrios de Madrid sobre las negociaciones de la próxima paz, son capaces de curar la hipocondría más inveterada. Un día entero no basta para oír las ideas y proyectos que los novelistas forman sobre este asunto». Con casi setenta años por medio, lo que preocupa a los noticieros de uno y otro Duende, como primero al «newsmonger» del Tatler, era el peligro otomano sobre Europa, la escuadra turca y el sitio de Constantinopla. En ambos duendes el café aparece como observatorio de la sociedad contemporánea y como mentidero. La conversación en uno y

otro caso gira en torno a especulaciones más o menos arbitrarias sobre política exterior. Desde el café, en el siglo XVIII como en el siglo XIX, se quiere arreglar el mundo y hay un duende observador que se ríe de ello. La lista de periódicos, al cabo de los años, ha quedado reducida en el Duende Satírico del Día a la Gaceta y al Diario, únicos que se publicaban en 1828, después de la prohibición del año 24. También podríamos relacionar el artículo de Larra con la Carta IV (1786) del Corresponsal del Censor, periódico -145- redactado por Santos Manuel Rubín de Celis y Noriega. El Corresponsal refiere que no teniendo nada de qué escribir se lanza a la calle en busca de materiales -recurso también convencional, repetido por los observadores de la especie y adaptado por Larra y Mesonero, como advierte C. M. Montgomery. El Corresponsal se mete en un café y manteniéndose al margen de la concurrencia escucha lo que conversan unos y otros más o menos disparatadamente. Un poeta iba «enseñando a cuantos entraban unos versezuelos miserables hechos por él mismo, y celebrándolos él solo, donde nos dispensaba el favor (pues lo tengo por muy grande) de fastidiar con fastidiosas garrulidades la compasible medianía de nuestro talento. Cuitado». Recordemos que en el pasaje antes citado del Duende Satírico, cuando el «literato» de café que allí aparece dice que los españoles son desgraciados y brutos, el autor también abre un paréntesis para agradecerle, en un aparte, el agasajo en lo que a él le toca de español. El Corresponsal del Censor termina su artículo refiriendo un elocuente discurso de café sobre economía política, matrimonio, etc., lleno de falsa suficiencia. Tengamos en cuenta también que uno de los periódicos reseñados por Gómez Imaz se llama precisamente El Duende de los Cafés, diario político de ideas liberales avanzadas, publicado en la época de las Cortes de Cádiz. El Duende de los Cafés coincide también con el Duende Satírico en su oposición a los toros. Fuera de los cafés también podemos hallar el mismo esquema del artículo de Larra, basado en la presentación de tipos y retazos de conversaciones referidos por un observador crítico. Todos los lugares de reunión, como salones y tertulias, sirven para localizar los temas -146- de esta clase de artículos. Recordemos, por ejemplo, el «pensamiento» XVII «De las tertulias», en el periódico de Clavijo y Fajardo. Tantos antecedentes y fuentes difusas pueden asignarse al artículo del Duende Satírico que el valor específico de cada una de ellas queda invalidado y se refuerza, en cambio, la relación genérica entre ellos. Algunos críticos han extremado a veces las aproximaciones basándose simplemente en títulos o situaciones semejantes cuya auténtica relación se debe, como hemos dicho, a recursos literarios convencionales. A nuestro modo de ver, estas dependencias generales nos revelan a Larra como continuador de ciertos procedimientos de la literatura moderna y por ello son más significativos que el simple inventario de modelos directos. Larra no se hace escritor importando una literatura nueva para los españoles. La génesis de su obra se produce por un desarrollo orgánico de la literatura moderna en la España de su tiempo. La originalidad de su genio contribuye a ese desarrollo y, en ciertos aspectos, a su culminación. Por otra parte, aunque el esquema de artículo -basado en la descripción satírica de tipos que concurren a un café y en la relación de sus conversaciones a trazos- fuera una convención

literaria de esta clase de artículos, bien podía tener Larra presente la realidad de algún café madrileño. Esto atestiguaría en el Duende un procedimiento luego empleado repetidamente por Larra, que consiste en describir sus propias observaciones y expresar los sentimientos que la situación del país produce en su propio ánimo, elaborando recursos literarios y materiales sugeridos por sus lecturas. El café madrileño podría ser, en este caso, el de Lorencini, según los describe brevemente Mesonero Romanos al referir -147- sus recuerdos de la época en que apareció el artículo del Duende: «La juventud de la época [...] no conservaba de la política bulliciosa más que un recuerdo vago y repugnante de las asonadas y guerras civiles, de los trágalas y patrióticos clubs. Lorencini y La Fontana de Oro, teatros que fueron de aquellas desentonadas escenas, eran entonces dos concurridos y prosaicos cafés, refugio el primero de oficiales indefinidos y de ociosos indefinibles, que se entretenían en comentar la Gaceta (publicada sólo tres veces por semana) y hacer sinceros votos por Ipsilanti o Maurocordato, por Colocotroni o por Canaris, los héroes del alzamiento de la Grecia moderna». Al leer estas líneas de Mesonero, no podemos menos de pensar en el café del Duende con sus ociosos y oficiales que comentan las noticias que trae la Gaceta sobre la guerra de Grecia. ¿O es que Mesonero Romanos literatizaba la realidad en sus Memorias de un setentón según patrones literarios consagrados? «El café» representa la primera tentativa conocida de Larra por hacer de la prosa satírica su propio medio de expresión literaria. Para ello, de acuerdo con los precedentes indicados, el nuevo escritor trama su artículo con observaciones burlonas sobre una serie de tipos genéricos, enmarcados en una situación representativa de la vida social. Por medio de caricaturas presenta los diversos estados que forman la galería de tipos reunidos en el café. El procedimiento consiste en caracterizar a los miembros de una profesión por un rasgo peculiar de su apariencia, que al quedar aislado adquiere un carácter aparentemente esencial en una desproporcionada amplificación caricaturesca. Los abogados quedan reducidos a -148- los anteojos y los médicos al bastón: «dos o tres abogados que no podían hablar sin sus anteojos puestos, un médico que no podía curar sin su bastón en la mano». Por medio de esta amplificación de un rasgo exterior distintivamente común a los individuos de un grupo va presentándonos el observador satírico a los demás personajes de la concurrencia: «cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco [...] y varios de éstos que apodan en el día con el tontísimo nombre de lechuguinos, alias, botarates, que no acertarían a alternar en la sociedad si los desnudasen de dos o tres cajas de joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el frontispicio de su persona...». El Duende, buscando un sitio disimulado para sus observaciones, se sienta «a la sombra de un sombrero hecho a manera de tejado que llevaba sobre sí, con no poco trabajo para mantener el equilibrio, otro loco cuya manía es pasar en Madrid por extranjero». Lo característico de este procedimiento amplificador de la caricatura es que está puesto al servicio de una intención moral; la intención de desenmascarar la vanidad de las apariencias. Lo que tienen de común todos los tipos caricaturizados en el café es la manía de la afectación; la mayor parte de ellos quieren pasar por lo que no son: el del sombrero, por extranjero en Madrid; el literato, con los anteojos que no necesita y con el rapé, por persona de conocimiento...

Fijémonos en otro ejemplar de vanidad y falsas apariencias: «Otro estaba más allá, afectando estar solo con mucho placer, indolentemente tirado sobre su silla, meneando muy de prisa una pierna sin saber por qué, sin fijar la vista particularmente en nada, -149- como hombre que no se considera al nivel de las cosas que ocupan a los demás, con un cierto aire de vanidad e indiferencia hacia todo, que sabía aumentar metiéndose con mucha gracia en la boca un enorme cigarro, que se quemaba a manera de tizón, en medio de repetidas humaredas, que más parecían salir de un horno de tejas que de boca de hombre racional, y que, a pesar de eso, formaba la mayor parte de la vanidad del que le consumía, pues le debía haber costado llenarse con él los pulmones de hollín más de un real». Recorriendo la galería de caricaturas que componen el mundillo social del café -dentro del gran café de la sociedad-, se percibe una sensación de impostura general y total. En un sistema político de represión cualquier crítica de la sociedad alcanza a la totalidad de la situación. Muy significativo nos parece que entre tanta falsedad incluya el Duende la hipocresía del patriotismo. El observador indaga «quién era aquel buen español tan amante de su patria, que dice que nunca haremos nada bueno porque somos unos brutos y efectivamente que lo debemos ser, pues aguantamos esta clase de hipócritas»; se entera de «que era un particular que tenía bastante dinero, el cual había hecho teniendo un destino en una provincia, comiéndose el pan de los pobres y el de los ricos, y haciendo tantas picardías que le habían valido perder su plaza ignominiosamente por lo que vivía en Madrid, como otros muchos, y entonces repetí para mí su expresión “Pobre España”». Desde este punto de vista nos parece que hay que considerar la conclusión final de desengaño que el Duende saca de sus observaciones de la sociedad presente comprendida en el café: «el hombre vive de ilusiones y según las circunstancias» y todo «es quimera -150- en este mundo». El desengaño producido por una visión del mundo como quimera, la impostura en el orden social constituye el trasfondo de este artículo del Duende. El tratamiento satírico con procedimientos de amplificación caricaturesca revela la falsedad de las apariencias. Hemos de ver aquí el germen que ha de desarrollarse en la prosa posterior de Larra, escritor satírico. La asimilación de la tradición satírica de la prosa española en un sentido moderno -el de la realidad contemporánea del siglo XIX- va a constituir uno de los aspectos configuradores en el arte de la prosa de Larra. Esta tradición nacional depende en gran parte de Quevedo. Su influencia se percibe en manifestaciones satíricas dieciochescas tan típicamente neoclásicas por su doctrina literaria como la Derrota de los pedantes, de Moratín, y Los eruditos a la violeta, de Cadalso. Por otra parte, la intención moral quevediana de ver el mundo por dentro, de revelar la realidad detrás de las falsas apariencias aparece tanto en las Cartas Marruecas como en los artículos de Larra, desde el primer cuaderno del Duende, como hemos tratado de hacer ver. -151-

Y es que los procedimientos caricaturescos que hemos señalado antes en la sátira de «El café» caen dentro de la tradición quevedesca. Todavía no muy bien asimilados los recursos de la lengua de Quevedo, pero conscientemente utilizados. Larra trata de integrar la herencia satírica y moral de Quevedo en el nuevo género del artículo de periódico. No es de extrañar, por lo tanto, que el Correo Literario, en plena polémica con el Duende Satírico, exclame «¡Viva el Quevedo de nuestros días!» y le reproche que «sueña con los chistes». La permanencia de Quevedo en el siglo XVIII español se había filtrado por una nueva manera de concebir críticamente la realidad con un espíritu reformista. De este modo, la sátira quevedesca llega a Larra convertida en un instrumento de incitación a la reforma social. Larra la utiliza para rechazar los valores vigentes, degradando la realidad mediante lo grotesco. 4. Una comedia moderna Teatro y sociedad Siguiendo la costumbre de frecuentar los lugares públicos, inveterada entre los observadores de su ralea, el Duende, para componer su segundo cuaderno, se mete en un teatro de la Corte. Como muestra del estado en que se hallaban los teatros de Madrid y para ver cómo consideraba Larra la situación literaria del momento, en cuanto expresión del estado de la sociedad en general, puede leerse este artículo juvenil, el primero de una continuada carrera de crítica teatral. En su salida final declara el Duende lo que se había propuesto con este cuaderno: «El segundo cuaderno -152- se hizo para criticar el monstruo dramático El Jugador». El título completo del «monstruo» era Treinta años o La vida de un jugador, melodrama francés de Victor Ducange, traducido al español por Juan Nicasio Gallego. También nos aclara lo que había querido decir en su artículo: «Aunque no se puede decir que el teatro español [...] esté perdido y que no hay un español de buen gusto, porque se eche El mágico de Astracán, sí se puede decir, por lo menos, sin miedo a errar, que el público que va al Mágico con gusto no es el mismo que aplaude el Pelayo; y por consiguiente, que si todo el público en general tuviera el gusto como aquella parte que conoce y aprecia las bellezas del Pelayo no se echaría el Mágico porque nadie iría, o iría para silbar; de donde se infiere que el público en general, el mayor número, todo no está de acuerdo en tener el gusto delicado». Con esta explicación del autor queda claro que su intención al tratar un tema teatral había sido la de considerarlo en el conjunto de la crítica de la sociedad que se había propuesto como objeto general de la serie. El teatro era otra faceta del mismo asunto. La situación del

país aparece la misma tanto si la observación se hace en un café como en un teatro. Pobre España. El teatro es malo porque la mayoría del público tiene mal gusto. Y para Larra, de acuerdo con la mentalidad de los ilustrados, el gusto del público depende de la educación, y la educación del Gobierno. El repertorio de los escenarios de entonces -el de -153- la Cruz y el del Príncipe- se componía sobre todo de óperas italianas, algunas comedias antiguas refundidas al gusto neoclásico y dramones de la calaña del Jugador, casi todos traducidos del francés y originados en la Porte Saint Martin de París. El Duende nos indica algunos títulos muy característicos: Los dos sargentos franceses, La cieguecita de Olbruck, El testigo en el bosque, La huérfana de Bruselas. Estos títulos sugestionaban al público y venían a satisfacer los gustos de la mayoría de los espectadores, compuesta por la clase media de la época calomardina. El público más refinado acudía sobre todo a las representaciones de ópera italiana que por aquellos años llegan a conquistar el repertorio de los dos teatros de Madrid en competencia con los melodramas traducidos y pasando fácilmente por encima de la comedia antigua y de las poquísimas obras originales que podía ofrecer el teatro moderno. Mesonero Romanos recuerda que a pesar del éxito momentáneo alcanzado por algunas comedias de autores españoles del siglo XVII, especialmente Tirso de Molina, éstas tuvieron «que ceder ante el entusiasmo producido al mismo tiempo con la organización de la ópera italiana por la empresa Gaviria con un esplendor a que no estaba acostumbrada la sociedad de Madrid». Recordando estas circunstancias, nos ofrece Larra en 1833 una visión retrospectiva de lo que era el teatro español en la época en que escribía el Duende Satírico: «En cuanto a la cuestión de la ópera, cuando ésta se presentó en Madrid con todo el atavío y -154- magnificencia de que era capaz en nuestros teatros, además del mérito de la novedad que consigo traía ¿cómo era posible que no llevase la preferencia en unas circunstancias en que apenas había escritores dramáticos originales, y en que lo poco bueno que nuestro teatro moderno poseía se hallaba o prohibido o sabido ya de memoria? Porque, aun dado caso que se hubiesen podido presentar las pocas obras de Iriarte, de Forner, de Moratín, de Quintana, de Gorostiza, habrá de confesarnos el señor crítico que se necesitaría un público heroico para llenar todo el año dos teatros donde sólo se representasen eternamente dos docenas de comedias, que es todo lo más a que aquel caudal original de los teatros ascendía, porque supongo que no podría querer el señor crítico que el público asistiese antes que a la ópera a las comedias de la decadencia de nuestro teatro que vieron la luz en todo el siglo pasado y que alternaban con aquellas pocas de los citados ingenios en la época de la venida de la ópera». -155- El vacío del teatro moderno español lo tuvieron que llenar, según sigue diciendo Larra en este artículo hasta ahora prácticamente desconocido, las óperas y las traducciones que ofrecían el incentivo de la novedad, pues la comedia antigua había perdido el interés, ya que de ningún modo reflejaba los sentimientos de la gente del siglo XIX. Sus méritos eran

para ser degustados por unos pocos; sólo los podían percibir los iniciados y no el público en general «más ansioso de divertirse y de experimentar sensaciones nuevas y fuertes en el teatro, que de estudiar los recónditos arcanos del arte, a cuya perfección no ha de concurrir sino pasivamente con su aplauso o con su reprobación. En una palabra, nuestras comedias antiguas no están en nuestras costumbres; y es sabido que el teatro vive de las costumbres contemporáneas». Vemos aquí expresada una de las ideas fundamentales de la crítica literaria de Fígaro: que la literatura es la expresión de la sociedad, de las costumbres de un país y de una época. Según leemos en este artículo, Larra piensa que el gusto en literatura depende de la marcha progresiva de la historia de un pueblo: «la marcha del entendimiento humano y de la civilización le llevan [al público español] a gustar de espectáculos más en armonía con sus ideas y -156- sus sensaciones». Los lectores de Fígaro iban a encontrar estas ideas repetidas en sus artículos de crítica literaria y teatral. Lo que Larra observaba al considerar el estado del teatro español en plena ominosa década, e intentaba explicar desde su concepto de la literatura como expresión de la sociedad, era lo que nos refiere Mesonero Romanos en su vejez; es decir, que el público abandonaba el teatro antiguo español para irse a escuchar la nueva ópera italiana. Realmente, dadas las circunstancias, lo único que podía hacer competencia en las taquillas al nuevo espectáculo teatral, a lo que Bretón llamaba «furor filarmónico», era el melodrama. El cuadro expuesto por Fígaro a finales de 1833 -todavía en luto oficial por la muerte de Fernando VII- correspondía a sus apreciaciones personales sobre el estado del teatro en los años recientes, cuando el Duende escribía su sátira contra El Jugador. Por ello este artículo de la Revista nos sirve para situar el artículo del Duende en su contexto histórico-literario. Tal como Larra veía la situación del teatro español en 1828 -según hemos podido leer antes en un texto del Duende Satírico del Día-, la esterilidad presente del genio nacional y el cambio de sensibilidad han producido en la mayoría del público, que se divierte con los horrores de Ducange y se aburre con las bellezas de Quintana, una corrupción del gusto. Para establecer una continuidad entre lo que dice en 1828 y sus juicios de 1833, recordemos que el Pelayo, de Quintana, era una de aquellas «dos docenas» de obras que según el redactor de la Revista Española componían el escaso caudal genuino del teatro moderno de entonces, y que el «ansia de divertirse y experimentar sensaciones nuevas y fuertes» la satisfacían, entre la mayor parte del público, dramones como el Jugador, el Mágico y la Huérfana que habían aparecido en los escenarios españoles -157- hacia comienzos de siglo y cada vez se hacían más frecuentes: «Vienen como un torrente a inundar nuestra escena», dice el Duende Satírico. Lamentablemente la situación del país no permite entonces que el público español satisfaga de otro modo las exigencias derivadas de las nuevas ideas y de las nuevas sensaciones a que «la marcha del entendimiento humano y de la civilización le llevan» -para usar la expresión del propio Larra, recién citada-. Lo que pasa es que las circunstancias políticas intentan detener la Historia. Como es sabido, la técnica satírica de Larra bajo el régimen absolutista consiste en echarle las culpas al público, a la sociedad, dejando a salvo al Gobierno, pero haciendo que las implicaciones lo declaren como el mayor culpable ante el buen entendedor. (Recordemos las palabras, antes citadas, con que el Duende replica al librero al comenzar la serie: «Sí, señor; el Gobierno vigila sobre la sociedad, y la sociedad no cesa de conspirar a desbaratar

los buenos fines del Gobierno»). ¿Quién tiene la culpa de que el público en general tenga el gusto corrompido y de que el teatro se halle en un estado tan lamentable como nos lo presenta el Duende Satírico del Día? En el artículo de diciembre de 1833 ya lo dice bien claro: «Nadie desconoce causas de este lastimoso estado [del teatro español]. La ninguna protección que hasta ahora [subrayado en el original] ha tenido el teatro es la causa principal, y de ésta no tiene la culpa el público». En el Duende -158- se queja del mal gusto del público, callándose la causa principal de tal condición, dejándola implícita. No podía hacer más. Pero en 1833, muerto ya Fernando VII, cuando un periódico gubernamental como es La Estrella, de Alberto Lista, se queja en estos términos: «Pobres amantes de nuestra literatura. ¡Qué siglo, qué siglo! El Papa hace empréstitos; el gran turco publica su periódico, el pueblo español se divierte por la ópera y la cerveza. Vaya, esto es una liorna»; entonces Larra no puede menos de salir en defensa del público y exclamar: «Cesemos, pues, de quejarnos del público sólo porque hace lo que no puede dejar de hacer, y no nos quejemos del siglo sólo porque es diferente de otros siglos». El público español de 1828 no podía dejar de tener gusto poco delicado. ¿Adónde iba a ir si no iba al Mágico de Astracán, a La vida de un jugador o a los toros? Pobre España. Lo que le dan es pan y toros, nos va a decir el Duende en el cuaderno que sigue. (Toros y melodramas, pan quizá menos). Para Larra el dramón de Ducange no era más que una muestra del estado general del teatro español bajo aquel régimen de represión política e intelectual. Considerado así, el artículo del Duende se convierte en una sátira contra la lamentable situación general en que se hallaba entonces el teatro, síntoma significativo de la situación total de la sociedad: el teatro no iba peor que otras cosas. Entra aquí en funcionamiento el poder de sinécdoque propio de la sátira, a que nos hemos referido en el artículo citado sobre el Pobrecito Hablador. Especialmente bajo un régimen de represión, la crítica de una parte implica la crítica del todo. La polémica del romanticismo previa a la creación romántica Para apreciar la formación literaria de Larra en los comienzos de su carrera de escritor, este segundo cuaderno del Duende tiene el interés de ofrecernos su primera reacción ante el romanticismo, cuando -159- la nueva literatura no se conocía en España apenas más que de oídas. Las nuevas tendencias habían producido fuera del país una revalorización del teatro antiguo español. Como hemos visto en el artículo citado de La Revista Española, en 1833 la comedia antigua era para Larra un objeto de valoración histórico-literaria en el que se podían apreciar «los recónditos arcanos del arte». En cambio, en 1828, cuando escribía su artículo sobre el Jugador con criterio estrictamente neoclásico, probablemente no apreciaba todavía que pudiesen existir en la comedia antigua ni siquiera esos valores, por muy recónditos que fueran. Muy significativo por lo que tiene de lugar común es su visión del teatro inglés, referida de pasada en el Duende Satírico: «El teatro inglés gusta de horrores, de cosas indecorosas, de maravillas porque Shakespeare y otros las han usado...».

Si así veía el teatro de la época de Shakespeare es que todavía no habían llegado hasta el Duende los nuevos aires que revalorizaban el teatro inglés y español. Y si había oído algo de la atención que en el extranjero se estaba dando al teatro antiguo español, no podía valorarlo en su verdadera importancia. Como veremos, Larra se halla ahora en la misma situación que José Joaquín de Mora y Antonio Alcalá Galiano, cuando en la segunda década del siglo consideraban un atentado contra las luces los esfuerzos del alemán Böhl de Faber por reivindicar entre los españoles el teatro calderoniano. Por otra parte, el hecho de que el Duende identificara la nueva literatura romántica con un drama como el Jugador de Ducange indica que el romanticismo sólo lo conocía de oídas por esta época. Ahora resulta que la última palabra de París es el ¡romanticismo!... Larra reacciona ofendido en su orgullo nacional. El reclamo -160- con que se anunciaba el melodrama consistía en presentarlo como la última novedad de París: «Esto -explica el Duende comentando su propio artículo- contribuye a pervertir el gusto, porque hay muchas gentes en Madrid que, como no pueden distinguir de teatros franceses, en habiendo leído esas mentiras y en viendo impreso París no encuentran palabras con que ponderar aquellas composiciones; y como el objeto principal de un buen español debe ser, aun con medios algo fuertes, desarraigar estas preocupaciones humillantes y falsas y encender cada vez más el orgullo nacional, que el señor Larra y todos los que se jactan de pertenecer a una patria tienen y quieren comunicar a sus compatriotas, y que jamás pudieron poseer los que prefieren el vil precio de una traducción cualquiera al honor de la literatura española, ni los que, despedazando a su madre patria, no se contentan con traernos las costumbres, los vicios de fuera...». Con esto pretende contestar -quizá exagerando conscientemente la afirmación patriótica- la crítica que le había hecho el Correo, el 1 de octubre, de que el Duende Satírico había querido «nacionalizar la cuestión y echarla de patriotismo literario». El 31 de marzo, en el número 91 del Diario de Avisos, Larra había insertado un anuncio diciendo que este segundo cuaderno del Duende Satírico del Día «Manifiesta que también en París no sólo se hacen sino que se aplauden cosas muy malas». Era una réplica a la nota que la empresa del Príncipe había insertado en varios números del mismo Diario, a partir del 6 de febrero, en la cual se anunciaba la primera representación de Treinta años o la vida de un jugador. En dicha nota, la empresa advertía que había aparecido en Europa un nuevo sistema llamado romanticismo, cuyos partidarios mantenían, contra la opinión -161- de los clásicos que sólo había una regla que observar en los dramas: conmover el ánimo y la imaginación de los espectadores excitando hasta lo máximo su interés: Se está disponiendo para poner en escena a la mayor brevedad un drama nuevo de gran espectáculo, traducido del francés; pero la compañía cree de indispensable necesidad alargarse en su anuncio, no con el objeto de llamar la atención del público, ponderándole para atraer la curiosidad, sino para que sus ilustrados espectadores conozcan que los actores sólo tratan de agradarle, dejando a su imparcialidad la decisión del mérito de la obra. Es bien sabido que en Europa hay un nuevo sistema literario llamado romanticismo, cuyos

partidarios defienden, contra la opinión de los clásicos, que no hay más que una regla que observar en los dramas, y se reduce a conmover el ánimo y la imaginación de los lectores o espectadores, excitando su interés en términos que, arrebatados y embebidos hasta el fin de la composición, se consiga de un modo vivo e indeleble el efecto moral que el autor se ha propuesto producir en ella. Éste es sin duda el principio que ha seguido el célebre escritor Victor Ducange en el drama que ofrecemos a este respetable público, cuyo título es Treinta años o la vida de un jugador, dividido, no ya en actos según costumbre del teatro moderno, sino en jornadas como lo practicaban nuestros antiguos, y presentando en él una acción que dura tantos años como indica su título. Estas jornadas, que son tres, tiene cada una que dividirse en dos actos por la necesidad de poner las decoraciones que pide el argumento, y particularmente la que se estrenará en el sexto acto, que será de un género nuevo, pintada al intento por el profesor don Antonio María Tadei. Los actores están muy distantes de tomar a su cargo calificar esta innovación, por no creerse con las luces necesarias para tan ardua empresa. Su objeto no es otro que tantear al gusto del público, dejando a su ilustrada sagacidad la decisión de las actuales contiendas de clásicos y románticos; pero no pueden menos que decir que -162- la Vida de un jugador, representada en París la primavera última, causó un efecto tan asombroso cual no se había visto en muchos años: que el gran objeto moral de hacer abominable la pasión del juego está logrado tan completamente cuanto es capaz el teatro de producir la enmienda de los vicios. Por último, la compañía no duda que la representación del drama que ofrece merecerá el agrado de tan ilustrado público y conocerá los efectos de un vicio que causa la ruina de innumerables familias. Ante esto exclama el Duende indignado: «Esta pieza melodramática pertenece a un nuevo género de poesía que no fue del tiempo de Horacio, ni de Terencio, ni de Plauto, ni mucho menos de Menandro, y todos aquellos clásicos antiguallas, que no sabían hacer más que piezas muy arregladas a la razón, con muchas reglas, como si fueran precisas para hacer comedias, siendo así que éstas se hacen solas y sin gana, que no tenían genio para emanciparse de su esclavitud; ésta es la poesía romántica, objeto de una gran disputa que hay en el día en el Parnaso sobre si han de entrar en él o han de quedarse a la puerta estas señoras piezas desarregladas del romanticismo. Y que todo esto suceda en Francia, como quien dice en casa del vecino, tabique por medio, y no se haya traslucido nada en esta España». Aquí tenemos la primera reacción de Larra ante el romanticismo, cuestión con la cual tanto él como sus compañeros de generación, educados en principios neoclásicos, tenían que enfrentarse inevitablemente. Luego, Fígaro la trataría con más conocimiento que el Duende, pero siempre teniendo en cuenta las implicaciones sociales y políticas del hecho literario: la nueva literatura y la nueva política son consecuencia de los cambios sociales. Si consideramos con estas dimensiones el -163- enfrentamiento inicial de Larra ante el romanticismo, su importancia para la trayectoria intelectual de nuestro escritor aparecerá

más profunda que si nos limitamos a verlo como una reacción subjetiva ante el cambio de gusto literario. Como vemos, Larra empieza reaccionando negativamente. Pero para explicarlo no basta con decir que responde al dogmatismo escolar en que se había formado. ¿Cuál era la verdadera importancia que, según Larra, tenía el neoclasicismo en la cultura española? ¿Qué significaba para él el romanticismo en la época en que escribía el Duende Satírico del Día? «El que quiera formar concepto de la autoritaria y estrecha que fue la educación de Larra en lo literario -afirma Lomba y Pedraja-, adquirida en las escuelas que frecuentó en sus años juveniles, debe pasar los ojos por los cuadernos de El Duende Satírico del Día (1828). Horacio y Boileau reinan sin rivales en ellos, no ya como soberanos, más bien como déspotas». Pero hay que tener en cuenta que los intentos de conformar la literatura española con los preceptos de Horacio y Boileau, aunque resultaron estériles para la creación y estrechos para la crítica, habían significado algo más que un simple dogmatismo. Si fueron déspotas, fueron déspotas ilustrados. Y en este sentido, como le enseñaron sus maestros de la Ilustración, las cuestiones literarias no las veía Larra separadas de sus preocupaciones sobre los problemas generales del país. A esta luz hemos de considerar la actitud del Duende ante el romanticismo que se presenta avalado por Ducange. La polémica del romanticismo se plantea en España antes de que exista literatura romántica. «Y que todo esto suceda en Francia -ya hemos oído exclamar al Duende-, como quien dice en casa del vecino, tabique -164- por medio, y que no se haya traslucido nada en esta España». En realidad, algo del romanticismo se había oído ya en España, pero la exclamación del Duende expresa adecuadamente la situación del país en aquel momento, aislado de las corrientes culturales modernas del resto de Europa. No hace falta recordar aquí la cronología del romanticismo europeo para hacer resaltar el retraso histórico de la literatura española del momento. El romanticismo alemán quedaba ya viejo con respecto al de Francia, que era lo que Larra tenía más cerca. Mientras se entabla la lucha romántica en el teatro francés, se les presenta a los españoles un melodrama de Ducange como si fuera el último grito de «un nuevo sistema». Todavía en 1833, dadas las circunstancias, comedias como Los celos infundados o el marido en la chimenea, significan para Larra cumbres a que puede llegar el teatro español contemporáneo. De todos modos, el mismo año en que Larra escribe su sátira del Jugador, Agustín Durán pronuncia en la Academia Española su famoso discurso en que recoge las ideas de Schlegel transmitidas a Durán por Böhl de Faber. Hacía años que este alemán -católico converso- había intentado predicar entre los españoles la buena nueva del romanticismo, originando la polémica calderoniana en que tuvo por contradictores a José Joaquín de Mora y a Antonio Alcalá Galiano, ahora en el exilio por liberales. No hace falta recordar, una vez más, el periódico barcelonés El Europeo, publicado entre 1823 y 1824, en que junto a la novedad de las teorías literarias se mantienen vigentes los principios fundamentales -165- de la Ilustración. Son manifestaciones iniciales -«cuestión puramente teórica» del romanticismo histórico, según H. Juretschke- de una nueva mentalidad, que si bien contribuye a preparar el terreno para el posterior auge de los géneros literarios románticos, no afectaba el estado general de la literatura española en aquellos años.

La polémica calderoniana nos proporciona las bases históricas para fundamentar la repulsa del Duende al romanticismo. Como es sabido, el romanticismo surge como una reacción en contra de los principios de la Ilustración. A comienzos del siglo XIX se opone a la revolución política y social del Liberalismo a que había derivado el pensamiento ilustrado. De la Ilustración al Liberalismo hay un paso a la acción política. En el XIX la política lo invade todo, la literatura toma partido. En España, la cuestión del romanticismo literario está matizada desde el principio por el enfrentamiento de la ideología del altar y el trono y la literatura romántica, defendidas por el converso alemán, contra la concepción liberal y la literatura neoclásica representadas por Mora y Alcalá Galiano. Éste, en sus Recuerdos de un anciano, reconoció que en estas «agrias contiendas literarias [...] hubieron de injerirse con poco disimulo cuestiones políticas». En la polémica se repiten una y otra vez los conceptos de «ilustración», «razón», «progreso», que indican -166- las auténticas raíces de la misma. Al fin y al cabo, en la polémica de los autos sacramentales en el siglo XVIII tampoco se ventilaban cuestiones puramente literarias. El sentido ideológico y político con que reacciona la generación de los liberales de 1812 ante el romanticismo presentado por Böhl de Faber nos da luz para considerar con perspectiva histórica este período de la literatura española en una época en que se inicia el rumbo de la España moderna. Desde este punto de vista hemos de considerar todavía la actitud inicial de la generación de Larra ante el romanticismo, reflejada en la sátira del Duende. No podemos asegurar que Larra conociera la polémica calderoniana entablada cuando él todavía era un niño. Pero sí podemos decir que El Duende Satírico del Día da sus primeros pasos en la literatura continuando la orientación ideológica y literaria de los liberales de las generaciones anteriores, ahora en el exilio. Antes de salir de España, cuando estaban tratando de llevar a la actuación política el pensamiento heredado de la Ilustración, el romanticismo les parecía un movimiento reaccionario, un retroceso en la historia del país: «Queriendo hacernos volver atrás en el camino de la perfección literaria a que la España como toda la Europa propende -le replican a Böhl de Faber-, nos propone un inadmisible retroceso. Circunscribir las representaciones dramáticas de nuestros días a las piezas del teatro antiguo, es exigir que troquemos el pantalón de llin por las calzas atacadas, el pañuelo de percal por la golilla, y la gavota por las folías». -167- Cuando estos liberales neoclásicos tuvieron que salir exiliados en 1823, encontraron en el extranjero manifestaciones de literatura romántica con un signo muy diferente del que les había presentado el alemán tradicionalista de Cádiz. El romanticismo había desarrollado, abiertamente, el germen progresista que, escondido en un principio por la cobertura reaccionaria, llevaba en sí históricamente como movimiento renovador. La nueva literatura se identificaba con el liberalismo político. Los que en España se habían opuesto a Böhl de Faber, en el destierro se convierten al romanticismo literario, sin tener que renegar por eso de sus convicciones políticas liberales. Si habían salido liberales clasicistas, volverían liberales románticos. Mientras tanto, los que permanecieron en España quedaron al margen de lo que -168- ocurría al otro lado de las

fronteras. Un abismo se abre entre los españoles de dentro y de fuera. Es fuera del país donde aparecen los primeros brotes de géneros literarios auténticamente románticos en la literatura española. Pero nada de esto llega al interior; se produce sin rozar el curso de la vida literaria de la Península. Para el Duende Satírico del Día el romanticismo es por aquellas fechas asunto de «casa del vecino». En el propio hogar reina el orden, tanto en lo político como en lo literario, y los asomos de revolución en uno y otro aspecto no repercuten en el vivir externo de la nación. Para los liberales del interior el romanticismo continúa siendo -como lo ve Larra en el artículo sobre Ducange- una marcha atrás en sus aspiraciones progresistas, y para los defensores del altar y el trono, recelosos de todo lo que significara cambio, tenía el pecado original de lo novedoso. A pesar de ciertas manifestaciones teóricas del romanticismo de origen germánico, la reacción fue en general de rechazo o de indiferencia. Los unos entendían que el neoclasicismo, la reforma del teatro acreditada por Moratín, todavía era una conquista reciente -169- y válida del espíritu general de reforma; en cambio, los otros no querían saber nada de todo aquello que significara cambio del orden establecido. Entre los primeros -claro- hemos de situar al Duende Satírico del Día: «Reglas hasta ahora en todas partes menos en España -exclama con despecho-; y a qué tiempo se le antoja a Moratín venirnos predicando las tales reglas en su Café, precisamente cuando ya van a ver su fin; y ahora que empezábamos a arreglarnos volvamos otra vez a desandar lo andado...». El romanticismo para el Larra de entonces era deshacer lo hecho y volver atrás cuando apenas se había llegado a la meta. Es la misma actitud que habían adoptado Mora y Alcalá Galiano frente a Böhl de Faber. Al cabo de los años se encontraba España en una situación a la que se le pueden aplicar las observaciones de Lloréns sobre el intento prematuro de Böhl: «Su desconocimiento de la realidad española le impedía ver que en pleno siglo XIX el siglo -170- XVIII no era aún “pasado” en España, sino presente. Lo que para él fueron lecturas de años atrás, ya olvidadas, en la Península, aunque conocidas de no pocos españoles, sólo empezaron a difundirse desde los tiempos de Cádiz». Más todavía: a la luz del último texto que hemos citado del Duende, podemos referir a la primera reacción de Larra frente al romanticismo exactamente las mismas palabras con que Lloréns comenta la reacción de Mora y Alcalá Galiano frente al mismo asunto: «Ocurrió entonces lo que había de ocurrir otras veces, no sólo en el aspecto literario, en la España moderna. Un largo y penoso esfuerzo para ponerse a tono con el espíritu del tiempo, y cuando el objetivo parecía logrado, ya el tal espíritu había tomado una nueva dirección». Tampoco eran para Larra «pasado» muchas de las reformas propugnadas por la Ilustración: «y ahora que empezábamos a arreglarnos...» (el subrayado es nuestro). En un momento de depresión colectiva y de crisis en el concepto de lo que ha de ser la nación, Larra reacciona reivindicando el orgullo nacional. Recordemos el texto antes citado en que Larra explica el sentido de su sátira contra el Jugador. Apunta aquí la exigencia, vigorosamente expuesta en su obra posterior, de una literatura nacional, nacida de la realidad social del país y libre de mimetismos superficiales. Pero ahora su orgullo nacional se siente herido con un sentimiento que parece reflejar la preocupación que produjo en el siglo anterior la pregunta planteada por Masson sobre lo que España había contribuido a la civilización europea:

«Ya se ve. ¿Qué extraño es que los españoles no sepamos nada de esto? Por de contado, no tenemos voto en la materia; de suerte que no nos pedirán el nuestro sobre si deben de entrar esas piezas en el Parnaso, como si -171- éste no fuera tan nuestro como de los franceses, y aún un poquito más, sino que nos lo dan todo hecho; y bastante hacen, que harto brutos somos, cuando ni siquiera debieran acordarse de nosotros para nada. Y tienen razón; y si no, dígame el que se atreva, ¿qué es lo que se inventa en Madrid ni en toda España? En sacándonos de nuestro puchero a medio día, pare usted de contar». El despecho del Duende nace de un sentimiento de frustración. Desde el siglo XVIII, la preocupación nacional y el tener que buscar en el extranjero lo que se echa de menos en la propia casa produce muchas veces inseguridad. El desengaño de los reformadores españoles se expresaba por la impresión de ir siempre a la zaga. Era una aspiración constante de poner el reloj a la misma hora que el resto de Europa, acompañada de una decepcionante sensación de ir siempre con retraso. «Cuando Lope de Vega y sus contemporáneos hacían a cada paso de esos comediones, entonces no querían los señores franceses que se hiciesen, porque todavía no era tiempo de que se descubriese el romanticismo». Con despechada ironía se lamenta el Duende: «Siempre lo hacemos todo al revés». Cita los famosos versos de Boileau de los que hace la siguiente paráfrasis en prosa: «Allá un coplero, al otro lado de los Pirineos, sin peligro de que le silben, acumula en un día sobre -172- la escena años enteros; allá el héroe de un espectáculo bárbaro, grosero y tosco, suele aparecer niño en el primer acto y anciano en el último. Pero nosotros, acá los franceses, que no somos tan estúpidos como los españoles allá, porque la razón nos guía, no podemos permitir semejantes dislates, y queremos que un hecho único y acabado, en un solo día y en sólo un sitio marcado entretenga el teatro lleno hasta el fin». La preocupación por el estado presente de España aflora desde el primer artículo en que Larra trata de asuntos literarios. Conforme vaya avanzando en su trayectoria de escritor y de crítico, las conexiones entre política, sociedad y literatura se harán cada vez más explícitas. A esta luz hemos de considerar la mentalidad del escritor en la época del Duende Satírico, cuando aceptar el romanticismo aún le parece «desandar lo andado». Luego, en cambio, cuando la libertad en política y en literatura vayan por delante de la evolución social, el romanticismo literario, identificado con el liberalismo político, le parecerá una precipitación, algo así como estar «tomando el café después de la sopa».

5. Corridas de toros: polémica taurina, reformismo y sátira política Del teatro pasa el Duende a los toros. Eran temas corrientes en esta clase de publicaciones. El Pensador había hecho aparecer sus críticas de los autos sacramentales seguidas a las pocas semanas por las críticas a las corridas de toros, y todavía dedicó un «pensamiento» a censurar conjuntamente los toros y las comedias. -173- Una de las cuestiones que preocupaban a los reformistas ilustrados eran las diversiones públicas. El teatro no sólo tenía un interés literario, sino que se atendía también a su función social en cuanto espectáculo público. En este sentido cabía considerar las representaciones dramáticas junto con otras formas de esparcimiento como eran los toros. Así lo hizo Jovellanos en la Memoria que escribió, requerido por la Academia de la Historia, «para el arreglo de la política de los espectáculos y diversiones públicas». En el siglo XVIII, al constituirse la fiesta de los toros en espectáculo organizado, adquiere una gran importancia en la vida de la nación. En un folleto, que Larra conocía muy bien, como en seguida veremos, Nicolás Fernández de Moratín explica el origen de la nueva situación por el hecho de que en el reinado de Felipe V la nobleza, siguiendo los gustos del Rey, había dejado de ejercitar la lidia a caballo. La mentalidad francesa se impone en la Corte, «pero no faltando la afición a los españoles -añade-, sucedió la plebe a ejercitar su valor, matando los toros a pie, cuerpo a cuerpo con la espada, lo cual no es menor atrevimiento, y sin disputa (por lo menos su perfección) es hazaña de este siglo». A raíz de esto surgen los toreros profesionales. Pedro Romero, según Moratín el padre, «ha puesto en tal perfección esta arte, que la imaginación no percibe que sea ya capaz de adelantamiento». Poco después surge Costillares, y la rivalidad fomenta el espectáculo al acrecentarse el fervor popular. Ortega y Gasset considera la afición a los toros en el -174- siglo XVIII como una gran dimensión «de la arrolladora corriente “plebeyista” que inundó casi por entero a España en torno a 1750». Refiriéndose a la nueva organización de la fiesta, observa que «el efecto que esto produjo en España fue fulminante y avasallador. Muy pocos años después, los ministros se preocuparon del frenesí que producía el espectáculo en todas las clases sociales», y añade: «Pocas cosas en todo lo largo de su historia han apasionado tanto y han hecho tan feliz a nuestra nación como esta fiesta en la media centuria a que nos referimos». Pero la minoría de los ilustrados se opone al «plebeyismo» de la mayoría, a lo que ellos llamaban «majismo». Buen testimonio son las críticas del Pensador y del Censor y la famosa sátira de Jovellanos «contra la mala educación de la nobleza». En la sociedad se impone el porte de la plebe y la afición a los toros es -175- un rasgo característico del «majismo». El joven satirizado por Jovellanos no ha leído ni el catecismo de Astete ... Mas no creas

su memoria vacía. Oye, y dirate de Cándido y Marchante la progenie; quién de Romero o Costillares saca la muleta mejor, y quién más limpio hiere en la cruz al bruto jarameño. José Vargas Ponce, al intentar presentar el «estado de la cuestión sobre los toros en el último tercio del siglo XVIII» (su propia época), identificaba la oposición con los hombres de bien animados por el espíritu de la Ilustración, y la afición con la ignorancia de la plebe que alcanzaba a todas las clases sociales. Por un lado, estaban en contra: «Cuantos corazones hospedaban la humanidad, todos los sabios del siglo [...], los prudentes de todas las clases del Estado, los filósofos todos». Por otro lado, estaban en favor «Una juventud atolondrada, -176- falta de educación como de luces y experiencias, los preocupados que encanecieron sin hacer uso de la facultad de pensar, los viciosos por hábito, hambrientos siempre de desórdenes y, en una palabra, la hez de todas las jerarquías». Los primeros «sobrepujaban infinitamente en crédito y saber, gravedad y virtud». Eran, en definitiva, «el ilustrado partido de la opinión fortificado por los reyes», representantes, por lo tanto, del despotismo ilustrado. El incremento de la afición a los toros ponía en evidencia un aspecto más de la imperiosa necesidad de reformas en la sociedad española. Al pueblo hay que educarle los gustos. El P. Sarmiento, Feijoo, Clavijo y Fajardo, Cadalso, Tomás de Iriarte, Meléndez Valdés, el periódico La Espigadera, José Vargas Ponce representan la oposición a los toros entre los literatos del Siglo de las Luces. La polémica antitaurina se funde, incluso, con la sátira política clandestina en un panfleto muy difundido desde finales del siglo, titulado Pan y Toros, que tiene especial importancia para el artículo del Duende Satírico contra las corridas, publicado en el cuaderno tercero. Nicolás Fernández de Moratín, que, por lo que él cuenta, tenía sangre torera, es el único literato que defiende la afición a los toros. Además de las famosas quintillas y la Oda a Pedro Romero en que exalta al «torero insigne» como héroe pindárico, escribe en prosa la Carta -177- histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros en España, que ya hemos citado. Aunque el Duende Satírico no participa ni mucho menos de la afición de Nicolás F. de Moratín, resulta que toda la literatura taurina de este autor se halla recogida casi íntegramente en artículo sobre las «Corridas de toros». Por de pronto, Larra intercala en el texto todas las quintillas de Madrid, castillo famoso, tomadas, según explica, de las «obras póstumas, impresas en Barcelona» (1829) y al final reproduce la Oda a Pedro Romero, también tomadas de la misma edición. En cuanto a la Carta Histórica, el Duende sólo se refiere a ella de refilón y sin citar el título. Larra se limita a decir al comenzar su ensayo: «Estas funciones deben su origen a los moros, y en particular, según dice don Nicolás Fernández de Moratín, a los de Toledo, Córdoba y Sevilla». Si pretendemos comprobar la referencia del Duende, no encontraremos nada en los dos poemas taurinos reproducidos en su artículo. Nos queda la Carta histórica.

En efecto, en ella leemos: «Estos espectáculos, con las circunstancias notadas, los celebraron en España los moros de Toledo, Córdoba y Sevilla, cuyas cortes eran en aquellos siglos las más cultas de Europa. De los moros lo tomaron los cristianos...». Leyendo el opúsculo de Moratín nos daremos cuenta en seguida no sólo de que el Duende Satírico utilizó las líneas referidas, sino que, prácticamente, todo el fárrago-erudito de que hace alarde procede de la Carta, en algunos párrafos siguiendo el modelo a la letra. (Por otra parte, mencionemos entre paréntesis, que la disertación taurina de Moratín ya había dejado una descendencia de lo más -178- ilustre, pues nada menos que Goya la había utilizado para su Tauromaquia). Larra copia a Moratín sin la menor prevención y ostensiblemente, de manera que la exposición histórica que constituye las dos terceras partes del artículo puede considerarse como una refundición, cuando no un plagio, mediante el cual el joven satírico demuestra burlonamente, con la ironía de la práctica, «que es más difícil tener mucho saber que aparentarlo», como ha de decir luego el sucesor del Duende, el Pobrecito Hablador, en el artículo sobre la «Manía de citas y epígrafes». Cuando la Carta de Moratín no debía de ser una lectura muy rara todavía, la copia era tan ostensible que debía de parecer intencionadamente manifiesta. En cambio, es muy fácil que los lectores actuales de Larra se tomen en serio la erudición histórico-taurina del Duende sin conocer la fuente de tanta «sabiduría». ¿Quién lee hoy la Carta de Moratín, accesible, pero enterrada en el horroroso tomo de la colección Rivadeneira? Pongamos sólo dos ejemplos para ver cómo el Duende plagia a Nicolás Fernández de Moratín escudándose en la vaga referencia de las primeras líneas de su artículo: -179- El Duende: Moratín: «... en el mismo tiempo «... en su tiempo [en tiempo del Cid, Alfonso VI tuvo del Cid] sabemos que unas fiestas públicas, Alfonso el VI, otros dicen reducidas a soltar en una el VIII, en el siglo XI, tuvo plaza dos cerdos. Dos ciegos, unas fiestas públicas, que o, por mejor decir, dos se reducían a soltar en una hombres vendados salían plaza dos cerdos, y luego armados de palos, y salían dos hombres ciegos, divertían al pueblo con los o acaso con los ojos muchos que se pegaban vendados, y cada cual con un naturalmente uno a otro. palo en la mano buscaba Diversión sencilla, pero como podía al cerdo, y si malsana a los lidiadores, los le daba con el palo era cuales se quedaban con el suyo, como ahora al correr animal si acertaban a el gallo, siendo la diversión darle. de este regocijo el A pesar de esto, en el que, como ninguno veía, se resumen historial de España solían apalear bien. del licenciado Francisco No obstante esto, el de Cepeda, hablando licenciado Francisco de

del año de 1100, dice que Cepeda, en su Resumpta Historial en él, según memorias de España, llegando antiguas, se corrieron en al año de 1100 dice: Se fiestas públicas toros, y halla en memorias antiguas añade, ya refiriéndose a que (este año) se corrieron entonces, “espectáculo sólo en fiestas públicas toros, de España”. Y por nuestras espectáculo sólo de España, etc. crónicas se ve que en También se halla en 1124, en que casó Alfonso nuestras crónicas que el VII en Saldaña con doña año 1124, en que casó Berenguela la Chica, hija Alfonso VII en Saldaña con del Conde de Barcelona, doña Berenguela la Chica, entre otras funciones hubo hija del Conde de Barcelona, -180- fiestas de toros. Y en la entre otras funciones, hubo ciudad de León, cuando el también fiesta de toros. rey don Alfonso VIII casó Hubo también dicha función, a su hija doña Urraca con y la enunciada arriba el rey don García de de los cerdos, en la ciudad Navarra, en cuya ocasión de León, cuando el rey don también se verificó la de los Alfonso VIII casó a su hija cerdos». doña Urraca con el rey don García de Navarra». (Obras, I, pág. 26 a) (Ed. cit., pág. 141 a-b) Véase además una erudita nota bibliográfica a pie de página en el artículo del Duende: «Don Gaspar Bonifaz, caballero del hábito de Santiago, imprimió en Madrid unas reglas de torear; don Luis de Trejo, unas Obligaciones y duelo de este ejercicio; don Juan de Valencia, unas Advertencias para torear; don Diego de Torres, y en nuestros días el desgraciado José Delgado, vulgo “Pepeíllo”, a quien de nada sirvieron sus reglas, pues no pudo dar con el arte de no dejarse matar; ¿hubiera podido hacer más el toro si hubiera tenido entendimiento y leído su Tauromaquia?». (Obras, I, pág. 28, n. 5.) Toda esta bibliografía taurina («a select Bibliography», dice Tarr, que se toma en serio la erudición del Duende), menos -claro- la referencia a «Pepeíllo», muerto por un toro a comienzos del XIX, corresponde a estas líneas de Moratín

«Llegó este ejercicio a extremo de reducirse a arte, y hubo autores que le trataron; y entre ellos se encuentra don Gaspar de Bonifaz, del hábito de Santiago y caballerizo de S. M., que imprimió en Madrid unas Reglas de torear muy breves. Don Luis de Trejo, del orden de Santiago, también -181- imprimió en Madrid unas advertencias con nombre de Obligaciones y duelo de este ejercicio. Don Juan de Valencia, del orden de Santiago, imprimió también en Madrid Advertencias para torear». (Ed. cit., pág. 142 b) Al redactar el Duende, parece como si Larra, abierto el texto de Moratín sobre la mesa, se hubiera puesto a tomar notas. A veces recarga significativamente las tintas, por ejemplo cuando dice: «Entonces la multitud se arrojaba a la plaza no de otro modo que en nuestras insoportables y brutales novilladas» (el subrayado es nuestro); o bien apostilla de cuando en cuando los datos del modelo con comentarios irónicos o simplemente maliciosos que desbaratan el empaque del recuento histórico taurino y remachan los aspectos antinobiliarios. Así, siguiendo a Moratín, dice el Duende que cuando tocaban a desjarrete, «la multitud se arrojaba a la plaza, no de otro modo que en nuestras insoportables y brutales novilladas [como acabamos de leer], armada de palos, chuzos y venablos, y corría atropelladamente a matar al toro como podía». Y añade este párrafo sin correspondencia con el modelo: «pero éste [el toro], que no siempre era del parecer de la plebe, sino que solía dar en llevar la contraria, era causa de que en estas ocasiones ocurrían no pocas desgracias. Y entonces, el infeliz inexperto e imprudente que tenía la desgracia de ver la función desde las astas del animal no debía de esperar auxilio alguno de parte de la nobleza, que tenía por vil y degradante salvar la vida de un plebeyo. Esta nobleza, bien distinta de la que aplaudía a Terencio cuando resonaba el teatro romano con aquel dicho del poeta: “Homo sum, nihil humani a me alienum puto”, no podía dejar la silla a no ser que perdiese el rejón, la lanza, el guante o el sombrero...». (Obras, I, 26 b-27 a) -182- Al final del artículo, todo este recuento histórico va a parar a un cuadro de costumbres contemporáneas, representativo de lo que el Duende -emulando al autor de Pan y Toros- llama con sarcástica ironía «la diversión más inocente y más amena que puede haber tenido jamás pueblo alguno civilizado» (pág. 29 b). Es un cuadro desolador sobre el estado de la sociedad de su tiempo. Si el primer observatorio había sido el café, luego lo fue el teatro y ahora lo es la plaza de toros. En la polémica taurina que venía arrastrando del siglo anterior, vemos al Duende tomar la parte opuesta a don Nicolás, uniéndose así a la mayoría de los ilustrados. Precisamente

utiliza los materiales fusilados de la Carta para ponerlos al servicio de la corriente contraria. Se coloca directamente en la línea de los reformadores, adoptando incluso la postura extrema, representada por el folleto Pan y Toros, apócrifamente atribuido a Jovellanos. Por otra parte, el «antiplebeyismo» que inspira la mentalidad de los ilustrados, opuesta a los toros, va a ser una nota constante de Larra, repetida en sus artículos. En los escritos del Duende Satírico se hallan las primeras manifestaciones, revelándonos cuáles son sus orígenes ideológicos. Claro que usamos aquí el término «antiplebeyista» con referencia al sentido peyorativo que Ortega da a la expresión «tendencia plebeyista» en el texto antes citado. Esta tendencia plebeyista representada por el «majismo» y por el tópico romántico de la gitanería flamenca pone de manifiesto la necesidad de emprender la reforma social y de educar al pueblo. La opinión característica de los reformadores dieciochescos -de los maestros del Duende- sobre las corridas de toros quedó resumida en las consideraciones dedicadas a este espectáculo público en la Memoria de Jovellanos. La influencia nociva de las corridas de toros -183- la veían en relación con la utilidad pública y con la moral social. «¿Hay alguna [fiesta] -se pregunta Jovellanos- que tenga la más pequeña relación o la más remota influencia (se entiende provechosa) en la educación pública?» Y afirma: «Ciertamente que no se citará como tal la ducha de toros...». Considera Jovellanos que al quedar regulada la forma de las corridas, «sacándolas de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la nobleza, llamó a la arena cierta especie de hombres arrojados, que doctrinados por la experiencia y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa, y redujeron por fin a arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfección si mereciese más aprecio, y si no requiriese una especie de valor y sangre fría, que rara vez se combinarán con el bajo interés». Larra aprovecha los datos que le suministra Moratín el padre para interpretar el desarrollo histórico de las corridas en la dirección señalada por Jovellanos. Recoge, por lo tanto, la literatura dieciochesca de un partido y otro poniendo todo el peso en el platillo de los antitaurinos. De Moratín toma la creencia de que las fiestas de toros proceden de los moros y que su impulso inicial se vio favorecido por «las ideas caballerescas que comenzaban a inundar la Europa»; pero interpreta a su manera la adopción por los cristianos de «estas fiestas, cuya atrocidad era entonces disculpable, pues que entretenían el valor ardiente de los guerreros en las suspensiones de armas para la guerra, la emulación entre los nobles que se ocupaban en ella, haciéndolos verdaderamente superiores a la plebe...». Las corridas -claro- seguían siendo atroces, pero ya no disculpables. Como Jovellanos, piensa Larra que al -184- hacerse este ejercicio caballeresco un entretenimiento plebeyo, la caballerosidad y el valor degeneraron en interesada temeridad: No había mucho que la nobleza, celosa del alto honor de morir en las astas de un animal, no permitía que plebeyo alguno le disputase la menor parte, e inmediatamente se desdeña de lidiar con las fieras, hasta el punto de declarar infame al que va a sucederle en tan arriesgada diversión. Efectivamente, desde entonces, unos cuantos hombres infamados

pueden enriquecerse con el precio de su vida, tan vilmente alquilada a la pública diversión, a no tener las costumbres de su calidad. Aunque no puede establecerse ninguna relación textual directa entre el artículo del Duende y la Memoria de Jovellanos como la que existe entre aquél y la Carta histórica de Moratín el padre, no cabe la menor duda de que Larra había leído con admiración las obras de Jovellanos, a quien considera «uno de nuestros mejores prosistas», reconociendo su magisterio. Y entre sus obras, nos consta que conocía el escrito sobre los espectáculos, en que se expresa la aversión a los toros. En el último cuaderno cita un párrafo de esta obra junto con otros del Elogio a Ventura Rodríguez y de la Oración pronunciada en la Academia de San Fernando en la junta de distribución de premios, para atestiguar el buen uso de la palabra genio con la autoridad de los «sabios». Pero las implicaciones del tema taurino en el artículo de Larra son mucho más extremadas desde el punto de vista político. Creyendo basarse en Jovellanos, en realidad -185- el Duende hace aflorar en su artículo otra corriente dieciochesca que ya no era la del maestro asturiano, cuya ponderación siempre ha sido reconocida. De hecho, el Duende Satírico rebasa las intenciones políticas y sociales de la Memoria sobre los espectáculos y diversiones públicas cuando al final de su artículo cita un texto apócrifo de Jovellanos, tomado -sin citar el título- del panfleto Pan y Toros, en estos términos: «venga todo el mundo a unas fiestas en que, como dice Jovellanos, el crudo majo hace alarde de la insolencia; donde el sucio chispero profiere palabras más indecentes que él mismo; donde la desgarrada manola hace gala de la impudicia; donde la continua gritería aturde la cabeza más bien organizada; donde la apretura, los empujones, el calor, el polvo y el asiento incomodan hasta sofocar, y donde se esparcen por el infestado viento los suaves aromas del tabaco, el vino y los orines». La cita, fuera del contexto, no revela ni mucho menos toda su intención; por sí misma no expresa más que una degradación satírica del «plebeyismo» -del «majismo- de la fiesta taurina: el majo es crudo e -186- insolente, el chispero es sucio, malhablado e indecente; la manola, desgarrada e impúdica. Es uno de los párrafos más inocuos del panfleto y por ello el Duende podía permitirse la libertad y la travesura de citarlo en plena ominosa década, pero cuidando muy bien de encubrir el verdadero origen de la cita en una vaga referencia a Jovellanos, conocido por sus sátiras contra el majismo y por sus opiniones antitaurinas, y a quien se había atribuido el panfleto por «la malicia de algunos de sus enemigos, con el designio de perderle», según Carlos Posada, amigo de Jovellanos. Con la referencia textual al Jovellanos apócrifo se sitúa el Duende en relación directa con la sátira política clandestina del siglo XVIII, de la cual Pan y Toros era uno de los ejemplares más representativos por su gran difusión. Su presencia en los primeros artículos de Larra representa la manifestación temprana -aunque muy disimulada, dadas las circunstancias- de cierto género satírico, el artículo de sátira política en que ha de manifestarse todo su talento literario. De momento sólo es un indicio implicado en las obligadas connotaciones de la cita. Lo que hemos de buscar ahora es la intención.

Antes de que el panfleto apareciera impreso en 1812, había seguido una prolongada carrera clandestina. Desde comienzos de la década final del siglo XVIII se había difundido por toda España en copias manuscritas, -187- provocando la persecución de las autoridades civiles y religiosas, que no pudieron llegar a identificar al verdadero autor. Por lo visto, el foco de difusión, con otros papeles sediciosos, fue la Universidad de Salamanca. Se atribuía la paternidad de esta literatura clandestina a un catedrático de jurisprudencia, Ramón Salas, «espíritu de pura naturaleza independiente y libre», con ascendiente entre los jóvenes universitarios. La Oración apologética fue puesta en el Índice expurgatorio de la Inquisición en 1796, atribuida a las iniciales D. G. M. J. S. La prohibición, sin embargo, no logró enterrar la sátira definitivamente. A comienzos del siglo XIX se sigue difundiendo no sólo en copias manuscritas, sino que con disimulo se llegan a imprimir extractos en el periódico Correo literario y económico de Sevilla, en 1803 El apéndice XI de la Disertación sobre -188- las corridas de toros, presentada en 1807 por Vargas Ponce a la Academia de la Historia, se titula: «Última remesa de cuernos, sacada del discurso apologético, titulado Pan y toros». Los tales «cuernos» consisten en pasajes del discurso. -189- Con la llegada de la libertad de imprenta se inicia toda una avalancha de impresiones: «l’écrit attribué à Jovellanos devenait le bien des libéraux de 1812 et le plus fameux des pamphlets de l’époque», dice François Lopez. Dos ediciones en 1812, tres en 1813 y en 1820, cuando vuelve la libertad de imprenta, por lo menos trece: en Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga, Cádiz, Sevilla, Valladolid, Pamplona, Méjico; impresiones clandestinas durante la ominosa década. A partir de 1836 vuelve a difundirse abiertamente. Traducciones al inglés (1813), al francés (1826 y 1837), al alemán (1834), al portugués (1834). ¿Qué contenía este folleto? Como explica A. Elorza en la nota introductoria a su edición citada, «la argumentación gira en Pan y Toros en torno a un tema central: el sistema de control político e ideológico de la sociedad española ha generado una serie de rasgos diferenciales, prueba de una clara inferioridad respecto -190- a las sociedades más avanzadas (la francesa y la inglesa), manteniéndose a su vez dicho sistema gracias a una desviación provocada de la atención del pueblo hacia actividades del todo secundarias. Actividades que representaría, como ninguna, la fiesta de toros». El discurso apologético representa, significativamente, el desarrollo que había alcanzado cierto aspecto de la crítica ilustrada. Como indica R. Herr: «Era un eco del asunto Masson, que había agitado los círculos literarios durante los últimos años del reinado de Carlos III. Era una “oración apologética” ficticia que se proponía acabar con todas las otras apologías de España». Se puede comprender que el género de la sátira paródica interesara especialmente a Larra, que más tarde iba a utilizar recursos de esta especie con cierta predilección. Recientemente, François Lopez ha sugerido: «lisons Pan y Toros comme il convient de le lire, c’est-à-dire comme un pamphlet politique qu’un auteur contraint de garder l’anonymat a écrit au début du règne de Charles IV». Como panfleto político es -según el historiador francés- el ataque más violento que se haya lanzado en esta época contra el despotismo civil y religioso. Observa que las palabras «esclavitud» y «opresión» se repiten constantemente a lo largo de la sátira mientras que se exalta con ardor la «libertad civil». Es

una crítica implacable de las instituciones españolas y lo que el autor denuncia es, sobre todo, la tiranía profana y eclesiástica. Hemos dicho que el párrafo citado por Larra era uno de los más inofensivos, y la atribución a Jovellanos -respetado por todos-, hecha de un modo vago y sin especificar la obra de la cual procedía el texto, podía hacer pasar inocentemente por la censura el contrabando -191- de una referencia a cierta obra que en realidad contenía dinamita. Desde los primeros párrafos los «elogios» se convierten en una sátira amarga contra la situación del país que Larra tenía que sentir con intensificada actualidad en la época del Duende. Empieza así la «apología»: «Todas las naciones del mundo, siguiendo los pasos de la naturaleza, han sido en su niñez débiles, en su pubertad ignorantes, en su juventud guerreras, en su virilidad filósofas, en su vejez legistas y en su decrepitud supersticiosas y tiranas [...]. Estas verdades comprobadas por la historia de todos los siglos, y algunos libros que habían llegado a mis manos, sin duda escritos por los enemigos de nuestras glorias, me habían hecho creer que nuestra España estaba ya muy próxima a los horrores del sepulcro; pero mi venida a Madrid, sacándome felizmente de la equivocación en que vivía, me ha hecho ver en ella el espectáculo más asombroso que se ha presentado en el universo; a saber, todos los períodos de la vida racional a un mismo tiempo en el más alto grado de perfección. Han ofrecido a mi vista una España niña y débil, sin población, sin industria, sin riqueza, sin espíritu patriótico y aun sin gobierno conocido: unos campos yermos y sin cultivo: unos hombres sucios y desaplicados: unos pueblos miserables y sumergidos en sus ruinas: unos Ciudadanos meros inquilinos en su Ciudad, y una Constitución, que más bien puede llamarse un batiburrillo confuso de todas las Constituciones». La «apología» continúa en este tono, enumerando con elogio sarcástico todo lo malo que los ilustrados veían en el estado decadente de la nación, con un anticlericalismo sin tapujos y sin las precauciones expresivas que tenía que tomar -por ejemplo- El Censor, de Cañuelo. -192- El falso apologista enumera: «un vulgo bestial: una nobleza que hace gala de la ignorancia: unas escuelas sin principios: unas universidades fieles depositarias de las preocupaciones de los siglos bárbaros», etcétera. Lo desgarrado de la sátira representa un tono nuevo en la crítica social del reformismo dieciochesco; un cambio de actitud que representa el sentir de una nueva generación más inconformista y politizada. La difusión alcanzada por el panfleto entre los estudiantes universitarios nos indica hasta dónde había llegado el concepto que sobre la situación política y social del país tenían ciertos jóvenes españoles a finales del XVIII. «Lo que atraía a la juventud ilustrada -dice Herr, refiriéndose a Pan y Toros- era esta pintura acre del retraso y la irracionalidad de su patria. En la década anterior, la acción de aquellos de sus mayores que eran del mismo modo de pensar, había sido aducir que “las luces” bajo Carlos III no tenían nada que envidiar a los otros países. El cambio de actitud no hubiese podido ser más notorio. Ahora los estudiantes estaban dispuestos a escuchar, hasta la última nota

amarga, una comparación desfavorable de España -la España que querían descartar- con el resto de Europa». -193- Este tono de amargo desengaño, la repulsa total del presente y de la tradición nacional en él implicada, inicia a finales ya del XVIII una actitud entre los hombres de letras que llega al Duende Satírico del Día y culmina en los artículos de Fígaro. Esto es lo que separa la ponderación del Jovellanos auténtico, el de la Memoria sobre las diversiones públicas, y la intención del artículo del Duende. Lo podemos ver leyendo la última parte de apología satírica Pan y Toros, de la cual toma Larra el párrafo citado. El espectáculo taurino se presenta sarcásticamente como paradigma de la sociedad, del patriotismo y de las costumbres políticas, y como gloria máxima de la nación española, capaz de ponerla por encima de todas las demás. ¿Pero qué es esto?, ¿cómo mi oficio de panegirista lo he convertido en censor rígido?, ¿y cuando me he propuesto defender a mi Patria, la culpo de unos defectos tan abominables? No, Pueblo mío: no es mi fin el ponerte colorado, sino el demostrar que nuestra España es a un mismo tiempo niña, muchacha, joven, vieja y decrépita, teniendo las propiedades de cada uno de estos períodos de la vida civil: conozco tu mérito, y en este augusto anfiteatro, donde sólo celebra sus asambleas el pueblo Español, estoy viendo tu buen gusto y tu delicadeza. Las fiestas de toros, son los eslabones de nuestra sociedad, el pábulo de nuestro amor patrio, y los talleres de nuestras costumbres políticas. ............................................................................................................................. En estas fiestas todos se instruyen: canta el teólogo las inagotables misericordias de nuestro de -194- Dios, y su insondable providencia, en ver a cada paso un milagro, y a cada suerte un rayo de su clemencia, en no dejar perecer en el peligro a quien ama el peligro: admira el político la insensibilidad de un pueblo, que aquí mismo tratado como esclavo, jamás ha pensado en sacudir el yugo de la esclavitud, aun cuando la inadvertencia del Gobierno parece lo pone en estado de sacudirle... Y concluye: «¡Feliz España! ¡Feliz patria mía!, ¡que así consigues distinguirte de todas las naciones del mundo!, ¡feliz tú, que cerrando las orejas a las cavilaciones de los filósofos, sólo las abres a los sabios sofismas de tus doctrinas! ¡Felice tú, que contenta con tu estado, no envidias el ajeno, y acostumbrada a no gobernar a nadie, obedeces a todos!... [...]. Sigue, sigue esta ilustración, y prosperidad, para ser como eres, el non plus ultra del fanatismo de los siglos. Desprecia como hasta aquí, las hablillas de los extranjeros envidiosos: abomina sus máximas turbulentas: condena sus opiniones libres: prohíbe sus libros que no han pasado por la tabla santa; y duerme descansada al agradable arrullo de los silbidos con que se mofan de ti». Efectivamente, esto nunca podía haberlo escrito Jovellanos. El tono amargo y el deseo de agitar las conciencias, de remover mediante el sarcasmo hasta los cimientos del Antiguo

Régimen, rompen el equilibrio mental de los ilustrados, la contención expresiva de los neoclásicos. Es la acritud y el patetismo que separan a Larra de la Ilustración. La España que aparece en Pan y Toros ya no es la España de Jovellanos o de las Cartas marruecas, es ya la España de los Caprichos de Goya. «El vigor de la sátira -dice A. Elorza- puede solamente compararse al que poco después ha de emplear Goya en sus -195- series de grabados. Es “una España vieja y regañona”, donde “la física es ciencia que siempre ha traído visos de hechicería y diablura”, donde “los diversos ramos del Gobierno y de la Justicia se dirigen por una sola mano, como las mulas de un coche”, donde hay “más jueces que leyes, y más leyes que acciones humanas”...». ¿Cómo no pensar en Larra al leer estas frases representativas que A. Elorza extrae de Pan y Toros? Es ya la España tal como un crítico la ha visto retratada en los artículos de Larra: «Una España esperpéntica, de agrios contrastes, que no debe ser vista por el lector de hoy como mera impresión fotográfica, sino que está incluida en la fecunda teoría de Españas vistas a través de una lágrima o de un arrebato de desespero. (Quevedo y Valle-Inclán como extremos). Detrás de cada sarcasmo, de cada risotada amarga -para sus contemporáneos, Larra era un hombre que provocaba la risa!- está el anhelo inmarchitable de una España mejor, europeizada, curada de sus lacerías y de sus fallas escalofriantes». Detrás de la amargura y el sarcasmo esperpéntico está, por lo tanto, la España de los ilustrados, tanto en Pan y Toros y en Goya como en Larra. Es seguro que Larra había leído el juicio auténtico de Jovellanos sobre las corridas de toros tal como lo había expuesto en el informe presentado ante la Academia de la Historia -recordemos que el Duende ha de citar un pasaje en su última salida-, y sin duda estaba de acuerdo con lo que allí se decía. Pero de hecho, al referirse al maestro se siente más atraído por el Jovellanos apócrifo de Pan y Toros con su desgarrada sátira y su intención subversiva. Es muy probable que ignorara los orígenes del panfleto, pero lo es menos -196- que no supiera que se hallaba prohibido explícitamente, en el Índice, y lo que ya es increíble es pensar que no supiera que en pleno absolutismo un panfleto como ése no podía menos de estar en entredicho. Bastaba con leerlo para darse cuenta de su carácter -digamos- «subversivo», por más que fuera respaldado con la firma respetable de Jovellanos. En la época calomardina en que apareció el artículo de Larra, Pan y Toros debía de seguir corriendo por bajo mano entre los lectores contrarios al Régimen, atrayendo la atención de los jóvenes. ¿Llegaría a su grupo de amigos alguna de las impresiones clandestinas que por entonces se hicieron en España? En todo caso tuvo que llegar a él la fama del discurso apologético y la referencia en el artículo del Duende no puede ser menos que intencionada. No era la primera vez que se aludía a Pan y Toros maliciosamente y con intencionado disimulo. Ya hemos dicho algo del Correo de Sevilla. En 1803 Pan y Toros se cuela en este periódico de la misma forma solapada con que va a colarse veinticinco años después en el Duende Satírico del Día. No fue, por lo tanto, el travieso Duende de Larra quien primero se ingenió la argucia de referirse al prohibido panfleto presentando sólo su cara antitaurina y sin decir el nombre.

El Correo literario y económico de Sevilla, dirigido por Justino Matute, contaba entre sus principales colaboradores a Alberto Lista, F. J. Reinoso, José María Blanco (conocido luego con el nombre de Joseph Blanco White), es decir, la plana mayor de la llamada segunda escuela poética sevillana. Aunque en el periódico faltara lo estrictamente político, según observa H. Juretschke, la intencionada referencia a Pan y Toros nos indica lo que a este respecto pensaban sus redactores. En el número del 15 de octubre apareció una -197- carta de M. de Maupertuis propugnando el buen trato de los animales. El periódico ofrece irónicamente la carta para que el público «legítimamente congregado en la gran Plaza de Toros de esta Ciudad en las tardes de los días 17 y 18 del presente [...] se entretenga ínterin sale el primer toro». Después de la carta se lee una «P. D. Torera» en el mismo tono satírico de la introducción aclaratoria. En un número posterior, del 19 de noviembre, se publica una réplica de «El Apologista de la Tauromaquia», también satírica, en la cual se siguen en parte las razones y la letra de la falsa apología de Pan y Toros. No se cita la procedencia, pero el nuevo apologista indica al final su deuda a los argumentos «que oí hacer en otro tiempo a un amigo coaficionado, y no he querido ignoren los demás apasionados de nuestras ultrajadas fiestas». La aparición encubierta de Pan y Toros en el periódico de los poetas sevillanos nos ofrece un episodio vivo de una literatura político-satírica que iba a recoger Larra al iniciar su trayectoria de escritor. Puede ser que Larra no conociera el Correo de Sevilla, pero en todo caso es un antecedente. El procedimiento de -198- utilizar las implicaciones políticas de un mismo escrito en un artículo antitaurino es muy semejante. La referencia a Pan y Toros, tanto en el Correo de Sevilla como en el Duende Satírico, revelan una intención ideológica de trastienda, y el carácter costumbrista más o menos difuminado en ambos casos va unido a un inconformismo político y social. La triste realidad era que al cabo de los años Pan y Toros mantenía para la generación de Larra un carácter de protesta muy actual. Por todo ello es de creer que cuando el Duende citaba un párrafo del panfleto, envuelto en una vaga atribución a Jovellanos, sabía lo que se hacía. Los lectores más allegados también debían saberlo y celebrarían la osadía del autor. Ya veremos que por la misma época va a intentar algo semejante -si bien con otra intención- cuando en su oda a los terremotos de 1829 recoge los poemas masónicos de Alberto Lista, aquellas grandilocuentes odas neoclásicas llenas de vivas a la libertad y mueras al despotismo del altar y el trono. El procedimiento puede parecernos algo ingenuo; quizá una juvenil satisfacción de gallear entre el grupo de lectores amigos, semejante a la que debió producirle en 1832 la adaptación de un drama de Ducange -el mismo Ducange que había provocado las iras satíricas del Duende- trocando a Calas -víctima calvinista del fanatismo católico-, por Roberto Dillon -«católico de Irlanda»-, víctima del fanatismo protestante. En cualquier caso, estas travesuras nos indican de qué lado venían los tiros. A nosotros, al intentar seguir la trayectoria de Larra, nos proporcionan -199- una pista para interpretar la posición ideológica y política del autor y conocer la literatura que manejaba en estos momentos en que se produce la génesis de su obra.

-200- -201- Capítulo quinto. Final del Duende I. La polémica del Duende con el Correo 1. Espíritu polémico Recordemos cómo Mesonero Romanos echaba de menos la polémica en medio de aquella niebla intelectual que lo envolvía todo durante la ominosa década: «Sin Prensa periódica ni nada que pudiera dar lugar a polémicas o a la enseñanza». La falta de polémica le parecía un síntoma significativo del gran silencio a que se veían forzados los hombres de letras. Para la mentalidad de la época la polémica era requisito indispensable del desarrollo intelectual. El espíritu crítico del siglo XVIII llevó a la exacerbación de lo polémico y desde entonces las controversias entre los hombres de letras se consideran elementos característicos de la vitalidad pública de la cultura. Paul Hazard llama al siglo XVIII «edad disputadora». Según el historiador francés, el mayor cambio experimentado -202- por la literatura europea en este siglo consistió en convertirse en «campo de batalla de las ideas». Es una consecuencia de la crítica universal: «Se ejerce en todos los dominios: literatura, moral, política, filosofía; es el alma de esta edad disputadora; no veo ninguna época en que haya tenido representantes más ilustres, en que se haya ejercido de un modo más general, en que haya sido más ácida, con sus apariencias de alegría». Muy bien puede aplicarse al siglo XVIII español lo de «edad disputadora». Casi no se publica nada que no tenga, al menos en el fondo, algún carácter polémico. Se llega a extremos exagerados. El espíritu polémico degenera en la manía de disputar. Por cualquier motivo aparece un papel atacando esto o aquello. Las réplicas se encadenan en una continua guerra de folletos. Los periódicos, nacidos del espíritu crítico dieciochesco, son un buen vehículo de polémicas, sobre todo entrado el siglo XIX, cuando la prensa alcanza mayor libertad de expresión y aparecen los periódicos políticos. El Duende Satírico del Día también incluye el espíritu polémico en la herencia que recoge de la cultura española reciente. Los dos últimos cuadernos están dedicados por completo a la polémica con el Correo Literario y Mercantil, periódico dirigido por José María de Carnerero. F. C. Tarr, que juzga improcedentes los ataques del Duende, sitúa la polémica de acuerdo con la tradición satírico-crítica establecida por los periódicos y panfletos del siglo XVIII.

El espíritu polémico del Duende aparece desde los comienzos de la serie. Parece como si hubiera nacido buscando gresca con un tono provocador. En el primer número ataca al Diario de Avisos -no había otra cosa -203- con que meterse- y contra un antidiarista -así lo llama el Duende-, autor de un folleto titulado «Carta de las quejas que da el noble arte de la imprenta, por lo que la degrada el señor redactor del Diario de Avisos»; no sólo se mete con el Diario, sino también con los que lo atacan. También, en el segundo número, el artículo sobre el Jugador tiene aire polémico. Como hemos visto, en cierto modo es una continuación de la polémica calderoniana. Ataca al romanticismo: pero lo que ocurre es que por ahora el romanticismo es asunto de «casa del vecino» y el contrincante queda lejos. Con el tercer número se incorpora a la polémica antitaurina y dedica las últimas páginas a replicar a los ataques de un tal «Guindilla», que se había atrevido a llamar al Duende Satírico nada menos que papel inútil. No podían herirle más en lo vivo. A Larra tenía que molestarle que acusaran a su Duende de inútil, pues de acuerdo con su concepción del quehacer literario, era negarle una condición esencial. Desde los primeros escritos, como sus maestros ilustrados, hemos visto a Larra empeñado en escribir una literatura que sea útil. Es, al fin y al cabo, el principio que determina la actitud fundamental del escritor y pone en funcionamiento su crítica. Situado en esta tradición polémica, comprendemos que a Larra le parecieran expresivos los versos de la sátira de Jorge Pitillas, que escoge para encabezar su réplica al picante «Guindilla»: Guerra declaro a todo monigote, y pues sobran justísimos pretextos, palo habrá de los pies hasta el cogote. -204- 2. El «Correo Literario y Mercantil» La vitalidad alcanzada por el periodismo en el trienio liberal había quedado sofocada por la represión absolutista de 1823. Comienza el gran silencio. En estas circunstancias, en julio de 1828, aparece un periódico: el Correo Literario y Mercantil. Tiene una importancia especial para nuestro estudio, no sólo por las incidencias que le llevaron a cruzarse en su camino con el Duende de Larra, sino también como fuente histórico-literaria para conocer el desarrollo de la literatura periodística de los años inmediatamente anteriores a la aparición del Pobrecito Hablador y de Fígaro en la vida literaria del país.

Era un periódico conformista y servil, como lo exigía el ambiente político creado por el Ministerio de Calomarde. Sin embargo, a pesar de su conformismo, el Correo venía a romper un poco el enorme silencio que había sobrevenido con la represión absolutista. Salió a luz al amparo de un privilegio adjudicado por subasta y concedido por el Rey al impresor Pedro Jiménez de Haro para publicar el Correo y el Diario de Avisos. Pero el alma del periódico y quien le imprime carácter durante los tres primeros años fue José María Carnerero -«redactor principal o postillón en jefe del Correo», le llama el Duende-, personaje ambiguo que iba a desempeñar un papel importante en el periodismo de la época, sobre todo cuando en 1831 deja el Correo y funda las Cartas Españolas, continuadas por La Revista Española a la muerte de Fernando VII. Bajo la dirección de Carnerero, en estos periódicos se fragua el artículo de costumbres como género literario característico -205- de la época. Desde el punto de vista político y literario, cada periódico significa para Carnerero un reajuste de su actitud según la tónica de las circunstancias. Mesonero Romanos, que tenía que conocerle bien, nos informa del poder de adaptación característico del personaje durante aquellos años de río revuelto. Todos los testimonios contemporáneos insisten en su carácter ambiguo. El Duende, en su polémica, replicando a la observación intencionada de Carnerero sobre el constante cambio de imprenta como muestra de poca seriedad, le contesta que más vale mudar de impresor que de opiniones. -206- El hecho es que, de un modo u otro, los tres periódicos de Carnerero crean las circunstancias en que se desarrolla gran parte de la vida literaria de nuestro autor. Su influencia se ejercía en la trastienda literaria a la que no entran los manuales de Literatura. Signo de los tiempos es la importancia que alcanza en la vida literaria un nuevo tipo de promotores de la actividad profesional de la Literatura, auténticos empresarios, cuando la Literatura empieza a convertirse en verdadero producto de consumo. Carnerero en los periódicos, Grimaldi en los teatros y Delgado en la edición de libros canalizan la producción literaria de nuestro autor y mantiene con ellos relaciones de tipo estrictamente profesional. Las primeras relaciones con Carnerero son muy hostiles y se remontan a la disputa entre el Duende Satírico y el Correo Literario. Cuando salió el primer número de este periódico, en julio, hacía dos meses que el Duende no daba señales de vida. No vuelve a sacar la cabeza hasta septiembre y entonces lo hace para satirizar minuciosamente -sin aludir, claro está, a cuestiones abiertamente políticas- los veinte primeros números del Correo. En estos primeros números el periódico había perfilado su carácter conformista con la situación, tanto en política como en literatura, como fácilmente se puede observar repasando sus páginas. En el primer número nos ofrece unas «Reflexiones Preliminares». En ellas se plantea la lastimosa situación en que se halla la literatura española actual, pero, según el redactor, todavía peor que la decadencia presente es la corrupción a que se puede llegar si se deja el campo libre a las corrientes que amenazan subversivamente -207- desde el extranjero. Por ello el Correo declara su propósito de ejercer la crítica literaria contra tales peligros corruptores:

«Al echar una ojeada sobre la decadencia actual de nuestra literatura, no puede menos de advertirse la próxima corrupción de que se ve amenazada, si la crítica imparcial y severa no trata de fijar la opinión pública acerca del mérito y de los defectos de los escritos que se publican». Si una crítica mal orientada puede desviar a los jóvenes de los rectos caminos, una crítica juiciosa sirve para defender los sanos principios. Es decir, sirve para defender el orden constituido. Los ejemplos de otros países, según el Correo, pueden servir de advertencia ante las amenazas de corrupción: «¿No fue la crítica la que en Francia preparó la inexperiencia de una inmensidad de jóvenes lectores contra ciertas reglas de gusto y de poesía, que una mano atrevida, y armada con el compás de Euclides trataba de dictar a los alumnos de Polimia? ¿Quién sino la crítica vengó a muchos hombres célebres de las ridículas aserciones con que intentaba menoscabar su mérito una multitud de escritores apasionados que querían probar: Que Corneille no había hecho más que escribir algunas escenas hermosas; que Boileau era un versificador frío; que Fenelon pensaba como los enciclopedistas, etc.? ¿Quién puede afirmar que sin el auxilio de la crítica no fuesen semejantes opiniones las que hubiesen prevalecido?». No podía faltar, como vemos, la alusión a los enciclopedistas. El punto de mira que adoptaba el Correo para defender la literatura clásica era muy diferente del de Larra. El periódico quiere mantener el orden establecido y los sanos principios para restituir la dignidad a la profesión periodística corrompida «merced a los -208- turbulentos tiempos en que la llamada libertad de imprenta se convirtió en un inmundo cenagal de desvergüenzas y personalidades», declara el 21 de enero de 1829, en lo que parece ser una declaración de principios a raíz de la recién terminada disputa con el Duende Satírico. Por otra parte, dentro de su defensa del orden establecido, tanto en política como en literatura, contra la subversión que amenazaba desde el extranjero, consideraba la literatura en función del progreso industrial del país. Al menos esto es lo que declara en un artículo programático sobre la crítica teatral en vísperas de la nueva temporada del año 29: Los «teatros indican la dirección de la industria y de la civilización». Los juicios del periódico estarán, pues, orientados «por el interés que deben inspirar los progresos de la sana crítica y del buen gusto, que son el alma de la industria y de las artes». Para comprender esta postura hay que tener en cuenta que el nacimiento del Correo coincide con la época en que el ministro de Hacienda -ministro de desarrollo- López Ballesteros consigue una influencia en el Gobierno de Fernando VII. Carnerero, sin embargo, no quiere perder el favor de ninguna de las tendencias que forman el Gobierno del Régimen. Da una de cal y otra de arena para contentar a todos los de la familia y no disgustar a nadie. Roca de Togores, lector y colaborador del periódico, nos

dice que «no tenía temple para romper lanzas (aunque el tiempo lo permitiese), ni por el ministro Ballesteros, ni por Calomarde». El carácter del periódico lo resumen -209- unos versos de Bretón de los Herreros, redactor del periódico desde 1830, hasta 1833, año de su desaparición: ¿Dónde estás, que no te veo, tiempo amable del Correo literario y mercantil? Sin disputas, sin rivales su redacción prosperaba y eso que vivía esclava de censuras monacales. No hay como escribir bajo la sombra del solio y ejercer el monopolio de desbarrar y mentir. 3. El «Duende» contra el «Correo» El único rival del Correo Literario y Mercantil fue, por poco tiempo, el efímero Duende Satírico del Día. El cuarto cuaderno, aparecido el 27 de septiembre, está dedicado con el título de «Un periódico del día» a hacer una minuciosa reseña crítico-satírica de los veinte primeros números del nuevo periódico, del 14 de julio al 27 de agosto. Escoge algunos artículos sueltos y repasa las principales secciones del periódico: Teatros, Correspondencia, Misceláneas Críticas, Variedades. La verdad es que el Duende no se mete en demasiadas honduras. F. C. Tarr le acusa de mostrar un tono irritantemente protector, de aumentar faltas menudas y de escudriñar para sacar punta. Abusa del sarcasmo y de las personalidades. Parece claro que el joven Larra quiere mostrarse insolente contra un periódico que representa el orden establecido. -210- El Duende, en su crítica del Correo, insiste en detalles de corrección lingüística. Lo que tiene de correo es «por lo de prisa que se escribe y por el descuido de la lengua». Este descuido lo ve como una falta de celo en cuanto al orgullo nacional. Le reprocha, además, que está escrito sin gracia y, sobre todo, sin profundidad y que los temas carecen de interés. Empieza burlándose de su superficialidad: «Pero ¿qué tiene nuestro periódico? ¿Tiene algo por ventura?..., gritan los redactores de una parte a otra. Pues ése es su defecto, señores redactores, no tener nada». Larra continúa atacando con el procedimiento de la alabanza

irónica utilizado ya contra «Guindilla» en el cuaderno anterior: «nadie mentiría más que yo si tratase de sostener que [el Correo] es inútil; muy por el contrario, porque a mí mismo me sucede que sólo los días que sale puedo conseguir dormir la siesta, que el calor antes y varias cavilaciones me robaban». Con el recurso satírico, reaparece el concepto de utilidad que también hemos observado en la réplica a «Guindilla». La alabanza irónica, ahora todavía empleada con poca agilidad, serán luego una de sus armas satíricas más agudas, y la preocupación por una literatura útil constituirá el eje del quehacer literario. Aunque en los ataques a Carnerero y a su periódico, el Duende no se compromete con cuestiones sociales y políticas, deja traslucir una postura crítica hacia ciertos aspectos oficiales de la Historia de España: «Se lee con horror los procedimientos de los turcos para con los griegos. No nos acordamos de lo que nosotros, siendo cristianos, hemos hecho con los esclavos y con los americanos». -211- Recuérdese que la independencia de los países de América era reciente. Más que los detalles de la crítica interesa la idea general que la impulsa. Por extremado e injusto que a F. C. Tarr le parezca el método aquí empleado por el Duende, le reconoce una idea básica que luego animará los artículos de Fígaro: «El amor a la verdad, el odio a la ignorancia, a la superficialidad y a la impostura». Por lo tanto, en la base de la polémica se manifiesta una preocupación moral. Una preocupación moral con repercusiones sociales propias de la literatura. El Correo es una manifestación del sistema establecido. Todo es engaño y falsedad. La impostura total del Correo Literario y Mercantil consiste, según la sátira de Larra, en que no es ni correo, ni literario, ni mercantil. Refiriéndose a las obligaciones del periodista para con el público, expuestas en el primer número, el Duende acusa a Carnerero de decir una cosa y hacer otra. Le reprocha la falta de espíritu crítico necesario para educar al público. Sobre los artículos de teatros dice el Duende: «Se conoce por el examen que hace de todos los dramas, que el señor Viejo Verde, como entiende él de mundo, no quiere reñir con nadie, ni con autores, ni con actores; yo creo que el decir, particularmente de estos últimos, muchos defectos que tienen, sería un paso dado hacia el buen gusto». «Lo mismo sucede con respecto a las óperas, y el capítulo de las consideraciones hace callar faltas que debieran manifestarse para formar el gusto del público que está en panales, y perdóneseme esta expresión, y para que se corrigiesen los que los reconociesen como suyos». También le acusa de superchería al presentar la realidad -212- inmediata. Las descripciones sobre las costumbres y el aspecto de Madrid son falsas. Según el redactor del Correo, en un artículo de la sección Costumbres de Madrid, titulado «Fisonomía de esta villa»: «Considerada esta población desde cierto punto del Retiro, presenta un aspecto agradablemente raro: las elegantes cúpulas de los templos y los enhiestos remates de los

campanarios forman un gracioso contraste con la oscuridad de las paredes y el desagradable aspecto de los tejados. El humo que continuamente sube de las chimeneas oscurece la vista de los edificios, que parecen rodeados de una espesa nube». El Duende, que nunca ha podido ver tanto humo desde el Retiro, acusa de plagio al Correo, de haber utilizado la descripción de alguna ciudad extranjera para ofrecer la fisonomía de Madrid: «Mucho me temo que este artículo haya venido de París, de Londres o de San Petersburgo, donde se quema leña y, sobre todo, carbón de piedra, donde la atmósfera es opaca, el aire denso, nebuloso, etc.; pero en Madrid [...]». En efecto, el Duende sabía muy bien que el artículo procedía de París. Por eso alaba con ironía: «El encargado de este artículo es un excelente fisonomista, y se le puede confiar cualquier retrato de entidad en que se busque la semejanza. No le hubiera sacado más parecido el mismo M., porque está hablando, y eso que se pinta solo para cosas de esta clase». Ningún editor del Duende Satírico del Día ha explicado a quién se refiere esta intencionada inicial M. El redactor del Correo y los lectores amigos de Larra no ignoraban que aludía a Mercier. Quien estaba hablando no era realmente el retrato por su parecido con el modelo, sino el autor del Tableau de Paris. El humo que aparece en el artículo «Fisonomía de esta -213- villa» está tomado del capítulo titulado «Physionomie de la grande Ville». Quizá al articulista del Correo le pareciera excesivo lo de «grande Ville» aplicado a Madrid y rebajó el título. Mercier presenta la visión de París desde las torres de Notre-Dame: «La fumée éternelle qui s’éleve de ces cheminées innombrables, dérobe à l’oeil le sommet pointu des clochers: on voit comme un nuage qui se forme au dessus de tant de maisons [...]». No quiso Larra presentar esta fehaciente prueba documental que aquí aportamos, prefiriendo el juego de implicaciones a que tan aficionado era. Al margen de lo puramente polémico la acusación de plagio hecha por el Duende Satírico nos presenta a Larra testigo de un proceso literario impulsado en gran medida por los periódicos de Carnerero -ahora en el Correo Literario y luego con mayor fortuna en las Cartas Españolas y en La Revista Española- y en el cual el mismo Larra ha de tomar parte: la adaptación de la técnica de Mercier y de Jouy -también saqueado por el Correo- a la literatura española, utilizando para observar las costumbres de Madrid el método que estos escritores franceses habían empleado para observar las de su patria. El Duende concluye sus minuciosas críticas aconsejando con una suficiencia capaz de irritar al Correo: «En fin, señor editor, el Correo necesita una reforma; menos prisa, más corrección, más gracia, más profundidad y elección acertada de asuntos, y redactores que los sepan manejar, y nunca está mejor dispuesto a recibir estos elementos que ahora que no tiene ninguno». El inexperto Duende, al meterse con el resabiado Carnerero, había elegido un camino peligroso que iba a llevarle a mal fin. La reacción del Correo ante los ataques de Larra no se hizo esperar. Del 29 de septiembre al -214- 15 de octubre le dedica una serie de artículos en seis de los ocho números comprendidos entre las fechas indicadas. El Duende constituye el asunto principal de cuatro de ellos. Los artículos de réplica ocupan la parte más destacada del periódico en los números 34, 35, 40 y 41. Los últimos se refieren también al Duende en la sección de misceláneas y en el número 36 se le dedica la fingida carta de un corresponsal. Los cuatro artículos principales mantienen una sucesión y el primero va firmado con las iniciales J. P., de Juan Peñalver, aunque contra quien iban, sobre todo, los ataques del Duende, eran contra Carnerero, «postillón principal del Correo»,

y a él es a quien replica en el cuaderno quinto. Larra -dice F. C. Tarr- da a entender que Carnerero no quiere dar la cara y utiliza el nombre de su compañero de redacción. Tanto espacio dedicado a atacar al Duende era darle realmente importancia por más que intentara desacreditar la rebeldía del joven satírico presentándola como propia de un muchacho travieso: «Palmetas, palmetas, está pidiendo esta muchachada del Duende». A Carnerero le molesta, sobre todo, la osadía: «Pero lo que pide más que palmetas [...] es el tonillo dogmático y presuntuoso», y que el Duende dé «a entender que es el intérprete del público ilustrado», sus pretensiones de «patriotismo literario» (núm. 35). Y exclama con ironía: «¡Qué ingenio el de este mocito! ¡Qué bien pone la pluma el picarillo! ¡Viva el Quevedo de nuestros días!» (núm. 40), Carnerero insiste en la pedantería juvenil de Larra -a quien llama «aprendiz disfrazado de pedante» (número 35). Los ataques del Correo van adquiriendo un tono más amenazador de número en número. En el último artículo -215- habla de «las desvergüenzas que se encuentran en cada uno de los renglones de este bicho literario». Esta subida de tono en los ataques hace ver que los consejos de discreción suministrados al Duende por el Correo esconden, en realidad, una amenaza de reducirlo al silencio. La posdata con que concluye Carnerero es bien clara: «¡Es de desear que nuestra lección aproveche al Duende! Se conoce que es mozo aún y, por lo tanto, si se deja con tiempo de muchachadas, todavía puede que con algunos años de estudio y de experiencia de mundo llegue a estar en el caso de escribir para el público... ¡Pero cuenta, repetimos, con las recaídas...! El juicioso lector ya nos entiende: ¡Permita Dios que nos entienda el Duende!» (núm. 41). 4. Última salida del «Duende» El Duende, ni aprendió la lección ni se dejó intimidar. Aunque después del último ataque del Correo, el 15 de octubre, pasaron dos meses sin que el Duende volviera a chistar, no se conforma en dejar sin réplica a Carnerero. La tardanza debemos de atribuirla a las dificultades económicas con que tropezaba Larra para sacar adelante su publicación. A finales de diciembre volvió a la liza con otro larguísimo artículo titulado «Donde las dan las toman», bien pertrechado con intencionados epígrafes en verso, de Quevedo y de la Epístola a los Pisones, estos últimos seguidos de la correspondiente traducción de Iriarte. -216- Citas del fabulista aparecen en el texto del artículo y se acumulan al final. ¿Qué significa tanto Iriarte del principio al final del cuaderno? No parece otra cosa que la referencia al autor de quien ha tomado el título y la estructura dialogada de la polémica. Con un procedimiento alusivo, sin decirlo claramente, el Duende Satírico quería pagarle a Iriarte la deuda contraída con él al servirse de su «diálogo jocoso-serio», publicado, con el mismo título de «Donde las dan las toman», para replicar polémicamente a las críticas con

que López de Sedano había impugnado su traducción del Arte poética de Horacio. De dicha traducción se había servido el Duende en uno de los epígrafes de su propio «Donde las dan las toman». El cuaderno quinto del Duende Satírico del Día, dedicado por entero a la polémica con el Correo Literario y Mercantil, resulta implícitamente un homenaje a Tomás de Iriarte y un reconocimiento de su magisterio. Aunque el contenido del «Donde las dan las toman» de Larra y el de Iriarte sea diferente y no haya aquí una dependencia textual como la que hemos observado en el artículo sobre «Las corridas de toros» con respecto a la Carta histórica de Nicolás F. de Moratín, el procedimiento de referencia utilizado por el Duende es el mismo en ambos -217- casos. Consiste en reproducir al principio y al final del artículo, textos explícitamente citados de obras de un autor, mientras que la obra de ese mismo autor sobre la cual está basada la inspiración libresca del artículo se deja a la adivinación de los lectores. La referencia a la polémica de Tomás de Iriarte con López Sedano -polémica literaria típica del abundantísimo repertorio dieciochesco- nos proporciona más luz para ver los cimientos sobre los cuales se levanta originariamente la obra literaria de Larra. Si al leer los dos artículos escritos contra el Correo se puede percibir, sin tener que profundizar demasiado, el aire característico de la tradición satírico-polémica reciente, enraizada en el siglo XVIII, al descubrir el hecho de que el Duende tuvo en cuenta, como inspiración libresca del segundo artículo, una polémica determinada de dicho siglo, podemos ofrecer una muestra más del campo en el cual germina la producción temprana de nuestro autor, representada todavía con poca madurez por El Duende Satírico del Día. Con ello alcanza sentido el estudio de las fuentes, por encima del simple dato de erudición. El artículo que publica Larra para contestar los cinco del Correo es un «diálogo jocoso-serio» como la réplica de Iriarte del mismo título. Los dos interlocutores que discuten con el traductor de Horacio se concentran ahora en uno que dialoga con el Duende, lo cual le proporciona al autor la posibilidad de desdoblar su personalidad en dos seudónimos, pues el interlocutor del Duende se llama don Ramón Arriala, anagrama de Mario Larra, utilizado luego varias veces para firmar adaptaciones teatrales de obras francesas. Era un buen medio para suscitar el doble juego de perspectivas irónico-satíricas, entrecruzadas con mayor agilidad de lo que permitía la técnica epistolar. Pero la inexperiencia vuelve aquí a -218- desvirtuar las buenas intuiciones, haciendo el diálogo premioso y aburrido. A Larra le halagaba, sin duda, toda la atención dedicada por el Correo para replicar a sus ataques. Cuando el Duende se hace el ignorante sobre ello, su doble, Ramón Arriala, le dice revelando satisfacción: «Usted se chancea. Será que cuando todo el mundo no habla de otra cosa en Madrid, sino del Duende, él solo esté ignorante...». Y poco después añade: «El Duende ha sido un sinapismo que ha levantado ampollas que todavía escuecen, y no sólo no han podido disimularlo despreciándole, sino que después de emplear diez o doce columnas acerca del Duende, todavía intentan estar empezando y...». Larra emplea por primera vez el recurso irónico del «no lo creo», utilizado luego por Fígaro. El Duende se resiste a creer lo que le cuenta Arriala: «Repito, señor don Ramón, que si usted no se modera concluiremos nuestra conversación; no quiero oír hablar mal del

tal periódico; he probado sus ventajas, ha hecho un favor notable a mi salud, volviéndome el sueño, y, sobre todo, no creo cuanto usted dice». En realidad, a quien no cree el Duende es al Correo. A lo largo de toda la disputa creemos percibir una actitud moral por parte de Larra muy característica de la trayectoria que ha de seguir la obra cuya génesis estamos observando en estos cinco cuadernos. La acusación más grave que a nuestro modo de ver hace Larra a Carnerero es la falsedad fundamental de su periódico. Falsedad que se manifiesta no sólo en la discordancia de la práctica periodística con las buenas palabras programáticas, no sólo en que «haya olvidado tan pronto las leyes que él mismo se ha impuesto», sino también en lo que hoy llamaríamos «escapismo» ante los acuciantes -219- problemas de la realidad más inmediata tanto en el aspecto literario como en el mercantil, que eran los que por el título parecían ser propios del periódico. Larra reprocha al Correo que se dedique a hablar de temas como «las barbas de Abbas Mirza, que nunca veremos probablemente por acá; el humo y las cigüeñas de la corte; la conversación de un marido con su mujer; la disección de la cabeza de un petimetre y el corazón de una coqueta; el perrito de Cupido; los paraguas; artículos del doctor Berenjena, etc., etc., etc. ¡Qué cúmulo de literatura!». Además de las barbas del moro, de las que ya se había reído el Duende en el cuaderno anterior, nos presenta aquí un repertorio de temas costumbristas tratados por el Correo, muy distantes por su superficialidad de la orientación responsable a que aspiraba el Duende Satírico del Día. Pero lo peor no era la superficialidad, sino la falsedad de la descripción, como ya había indicado en el cuarto moderno al referirse a esas mismas cigüeñas y a ese mismo humo de Madrid a que ahora vuelve a aludir. No cabe duda de que el Duende le daba importancia a esto, pues insiste machaconamente: «Pues y ¿qué diré de las misceláneas críticas, aquellas ollas podridas, y aquel jumillo que está soltando siempre Madrid, que se pierde de vista, y del atronar los oídos el canto de las cigüeñas, que es cosa de no entenderse, y parece el tal Madrid una liorna, que no hay quien pare en él cuando el Correo nos envía estos animalitos desde cierto punto del Retiro, que viene a ser el observatorio del periódico, desde donde se ven gratis una porción de cosas que no hay». Frente a una literatura de esta especie, el Duende expone la necesidad de una actitud crítica empeñada con -220- la realidad. Para Larra la utilidad de la literatura se manifiesta en la capacidad de exponer críticamente los problemas de su tiempo y de su país. Frente al repertorio de temas superficiales tratados por el periódico y enumerados por el Duende, Larra propone otro repertorio de temas importantes, literarios y mercantiles, desdeñados en la redacción del Correo. El enunciado de estos asuntos nos descubre algunas de las deficiencias que a Larra le preocupaban en la España de su tiempo. Veamos algunas muestras empezando por los problemas de la educación, preocupación constante a lo largo de su obra: «¿No pudiera haber hablado El Correo, en lugar de sus fruslerías insípidas, de la educación literaria española, tan descuidada, en que no se observa generalmente ningún método, sino muchos errores, como son enseñar las lenguas muertas y extranjeras antes que la propia, no enseñar ésta nunca, lo que vemos muy a menudo; aprenderlo todo en latín, cosa muy útil para no aprender nada, perder doble tiempo y estropear el latín, descuidando el castellano, etc.; de los libros que debieran escogerse, para enseñanza de la juventud, con preferencia a

los demás; de cien mil cosas que pertenecen a este ramo, como son establecimientos públicos, seminarios, colegios, etc.». La crítica de la estructura social desde los tiempos de Carlos III había despertado un gran interés por la economía política que ahora aparece entre las preocupaciones de Larra cuando empieza a asomarse a la realidad de su época. Por ello escribe criticando al Correo: «En lugar de hablar de las fruslerías que se han citado las varias veces que se ha hablado de la Exposición, ¿por qué el Correo no ha aprovechado la ocasión para hablar de los productos que se han reunido en ella? Lo que se quiere en la parte mercantil es comercio; cuáles son las causas que influyen en su decadencia y prosperidad, cuál -221- es el estado de nuestra industria en todos los ramos, cuáles son los obstáculos para su prosperidad y los medios para removerlos, en qué estriba este comercio actual, exánime y moribundo; cómo podía dársele nueva vida, etc.». Escribiendo esto, Larra debía de tener presente sus lecturas de obras relacionadas con temas económico-políticos que tanto interés habían despertado entre los reformadores ilustrados. En todo caso sabemos que cuando escribía el Pobrecito Hablador había leído los Apuntes sobre el bien y el mal de España, de Miguel Antonio de la Gándara, abate economista de mediados del siglo XVIII. Al leer todo el temario propuesto por el Duende, quizá con ingenua pedantería y con un tono algo redicho, observamos una preocupación típica por reformas y progreso que va desde cuestiones económicas («Si el comercio depende de la circulación de la moneda», por ejemplo), hasta asuntos municipales como «la utilidad de acarrear a Madrid las aguas del Jarama». Ante el atraso de la industria y el comercio de España, los adelantos del extranjero aparecen como un estímulo. El Duende propone que se examine «a qué se debe la industria acabada de algunos artículos del extranjero, para poder seguir sus huellas y elevarnos a la misma altura». La aplicación general de esta cuestión respecto al conjunto de la vida del país, podríamos considerarla como planteamiento de lo que preocupaba a muchos españoles, como al Duende Satírico, desde la época de la Ilustración, cuando por primera vez se siente la necesidad de encauzar la historia moderna de España en la dirección marcada por otros países.

-222- II. Desaparición del Duende 1. Incidentes de Larra con Carnerero Ante las amenazas de Carnerero, Larra termina su quinto cuaderno afirmando con determinación: «el Duende está en pie». La polémica trajo cola, como ahora veremos, y en consecuencia, después de «Donde las dan las toman» ya no volvió a sacar la cabeza. Las palabras de don Ramón Arriala -anagrama del autor-, al comienzo de su diálogo jocoso-satírico con el Duende, resultaron ciertas: «Es decir, que de esta hecha Asmodeo se volverá a sepultar en el fondo de su botella; el Duende feneció; es decir, que nos podemos hacer los lutos sus deudos y apasionados». El Duende feneció en efecto, pero no sin armar bulla. Ya sabemos que don Eugenio, el tío de Larra, atribuía la supresión de la revista a una decisión del Gobierno. Según él, Carnerero había presionado con sus influencias para hacer callar al Duende Satírico del Día. Sin embargo, tanto F. C. Tarr como Sánchez Estevan se inclinan a pensar que fueron las dificultades económicas lo que impidió a Larra continuar la serie de cuadernos. ¿Quién iba a ser el impresor que se atreviera a seguir el riesgo de los pagos atrasados? Sea como fuere, aunque la imprenta de León Amarinta o cualquier otra hubiera continuado dando crédito al joven escritor satírico, la situación llegó a tal punto que era imposible que las autoridades de la época, tan celosas de la paz y el orden, permitieran a Larra continuar con aquel Duende, tan revoltoso e insolente. -223- Repasando la prensa de entonces hemos podido conseguir una visión de los hechos mucho más amplia de la que tuvieron Tarr y Sánchez Estevan. Ellos descubrieron que la polémica no se había reducido al plano meramente literario y que había trascendido de las páginas del periódico. Basaban sus conocimientos en dos escritos del Correo. El primero era un artículo editorial aparecido en el número 78, del 9 de enero de 1829, firmado por la plana mayor del periódico: el editor, Pedro Ximénez de Haro, y los dos redactores, José María de Carnerero y Juan López Peñalver de la Torre: «No hace muchas noches que un mal aconsejado escritor de los que hacen una guerra impotente al Correo, ha dado a su conducta un carácter de asonada que la constituye criminal; sobre todo, cuando afortunadamente desaparecieron los tiempos en que se dejaban impunes semejantes licencias revolucionarias».

Añaden que sólo la moderación del redactor a quien se dirigió el ataque, pudo evitar mayores consecuencias, y que «en lo sucesivo designarán a las autoridades y sujetarán al castigo legal que merezcan a cuantos (sean quienes fueren) no usen de las armas de la buena crítica y se salgan de los límites impuestos por las leyes y por el decoro que los escritores deben al público y se deben a sí mismos». Sin duda, aquel día los lectores del periódico estaban al tanto de los hechos a que se refería el artículo y conocían los detalles. Debió ser la comidilla de aquel reducido Madrid. Para nosotros la cosa no está tan -224- clara. Por lo visto, según se deduce del editorial citado, Larra había armado cierto alboroto en relación con la polémica entablada entre el Duende y el Correo. Nos llama la atención que los redactores del artículo traten de dar a los hechos ciertas implicaciones de carácter político concernientes al orden público: «carácter de asonada» y «licencias revolucionarias» propias de «los tiempos en que [éstas] se dejaban impunes», clara alusión al trienio liberal en contraste con la ley y el orden del presente régimen absolutista. El segundo escrito ya conocido es una carta de retractación de Larra, publicada en el número siguiente del Correo. La incluimos aquí para seguir el encadenamiento de los hechos: Sres. redactores del Correo. Muy Sres. míos; he leído el artículo que han insertado vmds. en el número anterior de su periódico, relativo al decoro que los escritores deben al público y se deben a sí mismos y como dicho artículo acaba por contraerse a la indicación de un lance ocurrido en la noche del 29 de diciembre último en un café de esta capital, y yo fui en él el que llevó la palabra contra uno de vmds., no puede quedarme duda que soy yo el objeto principal de las reflexiones que vmds. publican. Con este motivo, no creo comprometer los principios que me rigen, declarando, como declaro, que en el citado lance vertí frases que yo mismo he desaprobado, cuando vuelto de un primer momento de calor, a que todo hombre está sujeto, conocí evidentemente que la moderación del redactor a quien dirigí la palabra fue la que evitó las consecuencias desagradables que se hubieran de otro modo originado. Esta declaración pública me parece que honra -225- mis sentimientos, y espero la aprueben todos los que (como vmds. observan) no quieren vivir en el trastorno y en la licencia. En cuanto a la parte literaria de las discusiones que sostengo con el Correo, no tengo que hacer retractación alguna; y tanto los redactores como yo sostendremos nuestra cuestión según los medios, el talento y la inspiración con que cada uno cuente para defender sus opiniones. De vmds. affmo. Q.S.M.B. Mariano José de Larra

La carta de Larra, aun dados los hechos por consabidos, nos ofrece algunas precisiones: el alboroto se refiere a «un lance ocurrido en la noche del 29 de diciembre último en un café de esta capital». El Correo sólo se refería a Larra -«un mal aconsejado escritor»- cuya conducta calificaba de «criminal». Sin embargo, Larra, aunque reconoce que él llevó la voz cantante, da a entender que otros participaron con él en el incidente. En la retractación no sólo procura poner a salvo su decoro personal, sino que, precavidamente, quiere hacer desaparecer las implicaciones «revolucionarias» a que se habían referido los redactores del Correo; desasociándose públicamente del trastorno y la licencia, Larra espera tranquilizar a los vigilantes del orden constituido y evitar mayores complicaciones con las autoridades del Régimen. La experiencia de algunos de sus amigos de entonces, los «numantinos» como Ventura de la Vega y Miguel Ortiz, podía servirle de lección. A los pocos días de haberse retractado Larra, el periódico de Carnerero insiste sobre los mismos términos en una declaración de principios que parece motivada por la polémica con el Duende Satírico del Día, aunque esta vez prescinda de hacer referencias concretas. En esta declaración, titulada «De los periódicos -226- en general y del Correo en particular», el Correo afirma que se propone restituir la dignidad de la profesión periodística perdida «merced a los turbulentos tiempos en que la llamada libertad de imprenta se convirtió en un inmundo cenagal de desvergüenzas y personalidades». Continuando con nuestras pesquisas, encontramos en el número 87 del Correo, del 30 de enero de 1829, una nota sobre un artículo de la Gaceta de Bayona, periódico oficioso del Gobierno español, redactado y publicado en la ciudad francesa por Sebastián de Miñano y Alberto Lista con propósitos propagandísticos. Según el Correo, la Gaceta de Bayona, en su número del 23 de enero había aplaudido «la conducta de uno de los redactores de este periódico en un lance ocurrido no hace mucho, del cual no nos toca ya, ni queremos volver a hablar». Transcribe a renglón seguido los párrafos finales del artículo en que el redactor de Bayona se refiere a las funestas consecuencias de lo que durante ciertos años se llamó en España libertad de imprenta, para terminar abogando por una mayor vigilancia de la -227- censura: «prohíbanse de una vez esas licencias desenfrenadas con que de algunos años a esta parte se está envileciendo la imprenta, y oblíguese a ser atentos por fuerza a los que tienen la desgracia de no serlo por educación». Veamos cómo en el párrafo transcrito por el Correo uno y otro periódico insisten en presentar los hechos con referencia a lo que ellos consideran la anarquía de la época constitucional frente al orden restablecido por el régimen absolutista. Además, la voz del Gobierno expresa claramente en su periódico la necesidad de prohibir en seguida la publicación de los cuadernos satíricos de Larra. Si guiados por la nota del Correo acudimos al periódico oficioso para leer completo el artículo, encontraremos en él una relación de los hechos con pormenores que hasta ahora ignorábamos: (La conformidad que nos une con todos los periodistas de buena fe y particularmente con los de nuestro país, nos obliga a llamar la atención de nuestros lectores sobre un hecho que denuncian a la indignación pública los Srs. editores del Correo mercantil y literario (sic) que se publica en Madrid).

Un artículo jocoso de dicho periódico describe el convite a comer un pavo en una de las tardes de Navidad. Concurrieron a él diversas personas, o digamos más bien, diversos caracteres que el editor se proponía ridiculizar. Hubo varios sujetos reales y verdaderos que se creyeron retratados al vivo en aquella pintura imaginaria. Por ejemplo, se citaban allí dos literatos o más bien dos pedantes; y como este género abunda tanto en todas las capitales del mundo, tampoco faltaron en Madrid quince o veinte que se hicieron a sí mismos el honor de creerse retratados al vivo. Se hablaba de un poeta ridículo e impertérrito, y cáteme Vm., a media docena de coplistas que piensa cada uno de ellos, y todos con razón, que él es el modelo cuya copia ha salido a la vergüenza. -228- Se cita un cirujanillo adocenado, poco práctico en la anatomía, y ya me tiene Vm. alborotada una cuadrilla de semi-examinados en el colegio, que piensa que todos sus parroquianos le van señalando con el dedo. El negocio era grave sin duda, y no se podía quedar así sin tomar una justa venganza del despiadado articulista. Pero ¿cómo tomarla completa sin exponerse por una parte a la justa vindicta de las leyes, y por otra sin riesgo de ir por lana y salir acaso trasquilado? ¿Desafío?, nada de eso, porque el menor de sus inconvenientes es no saberse quién tuvo razón. ¿Una demanda judicial?, mucho menos, porque las costas importan siempre más que el cuerpo del delito, y muchísimo más que la reputación literaria de todos los malos poetas, de todos los pedantes del mundo y de todos los cirujanos ignorantes. ¿Una satirilla graciosa, ligera y delicada?, no sería malo, pero no es fácil encontrar entre todos quién sepa componerla. ¿Pues qué en fin? ¡Qué!, dijo uno de ellos, el que se creía más agraviado: ahora lo verán Vms.: Yo sé que el editor de ese periódico asiste diariamente al teatro, y después se va a concluir la noche en uno de las cafés más concurridos. Vayan algunos de Vms. a llamarle durante la representación, y en saliendo que salga al pasillo de las lunetas, le asestan cara a cara una retahíla de desvergüenzas que le dejen tamañito; y yo me encargo luego de coronar la fiesta en el café diciéndoselas tales que no le quede gana de volvernos a pintar con tan vivos colores. Dicho y hecho; va la primera cuadrilla al callejón, y hace llamar al periodista; pero éste responde que no quiere salir, y se retiran descontentos y mohínos de esta nueva desatención. Fuéronse, pues, todos juntos a esperarle en el café, y procurando engañar el tiempo con algunas copas de ponche, aguardaron un par de horas a su formidable adversario, hasta que por fin pareció muy ajeno de encontrarse con tan bullicioso recibimiento. Apenas se hubo sentado, cuando el inventor de la cruda venganza se le pone delante en pie, y prorrumpe en dicterios de aquellos que sólo se toleran en las tabernas y -229- en los bodegones. Afortunadamente el agraviado conoció al ver la cuadrilla reunida que lo que se buscaba era que él se excediese en algún modo para abrumarle con el peso de toda aquella numerosa autoridad, y así se limitó a echarle en cara su indecente procedimiento y se retiró del café. Chasqueados en su plan los conjurados, se contentaron con pegarle una grita, y huir cada uno por su lado, temiéndose las resultas que podía tener para cualquiera de ellos una especie de asonada tan cobarde como pueril. Llevado el caso a la presencia de un juez, no tardó en convertirse toda aquella arrogancia en lo que siempre paran las fanfarronadas de los insolentes, esto es, en pedir humildemente perdón del desacato, e implorar la compasión del agraviado y del juez cantando una palinodia. Hasta aquí el hecho, tal cual está consignado en el citado periódico; y nosotros acaso no hubiéramos hecho mención de él, si no supiésemos que el verdadero origen de esta escena

tan ridícula como indecente no es el convite del pavo, sino el hondo resentimiento que han producido varios folletos en que se han procurado zaherir unos a otros de una manera indigna de la imprenta. Es evidente que desde que en España se abusó tan descaradamente durante ciertos años de lo que se llamaba libertad de imprimir, siendo en realidad el monopolio de un partido, ha quedado difundida la afición a las personalidades, en términos que apenas se anuncia un papelejo sobre cualquier materia científica, sin que se ofrezca alguna ocasión de escándalo, harto nocivo a las buenas costumbres y funesto para la ilustración. No hay que esperar que en tales folletos se aclare ningún punto dudoso, ni se entable y decida de buena fe una cuestión importante: al contrario, el que mejor logró eludirla y el que más dicterios consiguió -230- estampar en letra de molde contra su adversario, ése se cree triunfante en la lucha, ése es el aplaudido por los atizadores de la discordia, ése el corifeo que se busca para todas las cábalas literarias o antiliterarias que provoca la envidia, y acaso sostiene y paga la ignorancia como los más firmes apoyos de su oscurísimo imperio. Para que un papel sea indigno de ver la luz pública, no es menester que contenga máximas contra nuestra santa religión, derechos y prerrogativas de nuestro Gobierno, o buenas costumbres en general: también lo será, si en él se falta descaradamente a lo que exige la buena educación entre individuos de una misma familia, como debemos serlo todos los españoles bajo la protección del más atento y amable de los soberanos. Si se quieren evitar sucesos desagradables que hoy lo son para unos y mañana pueden serlo para otros, prohíbanse de una vez esas licencias desenfrenadas, con que de algunos años a esta parte se está envileciendo la imprenta, y oblíguese a ser atentos por fuerza a los que tienen la desgracia de no serlo por educación. Aunque el gacetero de Bayona dice que expone el hecho «tal cual está consignado» en el Correo, la verdad es que su relación es la única fuente que hemos hallado en que se expliquen las circunstancias de los incidentes aludidos en el periódico de Madrid por ambas partes de la disputa. A los escritos de la polémica hasta ahora conocidos hemos de añadir un artículo jocoso del Correo en que Larra y unos cuantos amigos se sintieron aludidos. Y en cuanto a las repercusiones fuera de las páginas del periódico, nos enteramos por la Gaceta de Bayona de que al incidente del café, aludido en la carta de Larra, le había precedido una escaramuza de sus amigos en el teatro y que llegó a intervenir la autoridad. -231- 2. Un artículo jocoso del «Correo»: «El convite del pavo» El artículo publicado en el Correo, según el periódico de Lista, describía jocosamente un convite a comer un pavo por Navidad. Nadie ha vuelto a hablar de tal artículo, que junto con el de la Gaceta de Bayona quedó inadvertido a los que se ocuparon de la polémica. Por lo que parece, fue la causa inmediata de los incidentes ocurridos en el teatro y en el café. Aunque no fuera su «verdadero origen», como apunta el periódico de Bayona, enardeció a tal punto la disputa que rebasó las páginas del periódico. No nos extraña ahora que la

sangre joven de Larra lo llevara más allá de lo que debía, según piensa su biógrafo Sánchez Estevan, sin conocer todos los eslabones de la cadena. Como en seguida veremos, el artículo era toda una provocación de carácter personal por parte de Carnerero. Veamos en qué había consistido realmente el convite del pavo descrito por el Correo en una de sus salidas navideñas. Recordemos que Larra, en su carta de retractación, se había referido a «un lance ocurrido en la noche del 29 de diciembre último». En el número correspondiente a esta fecha (núm. 73), en la sección de Misceláneas Críticas hallamos el artículo que buscamos. El convite del pavo Señor editor: La adjunta carta ha sido remitida por mí a un antiguo amigote y condiscípulo, que vive en un pueblo de Extremadura, y con el motivo que en su contenido se especifica. Si le parece a vmd. que tiene algún enlace con la temporada en que estamos, y quiere darle lugar en su apreciable periódico, puede que alguien se divierta -232- con ella, y yo me alegraré en verme en letras de molde. Y sin otro motivo, queda de vmd. su affmo. El «convidado» y no de «piedra». Querido Pancho: La Aldoncita recibió a debido tiempo (porte pagado) el amabilísimo pavo que le has enviado por medio de Juan Díaz el ordinario. Te diré que el tal pavo era bocado de cardenal, y que llegó gordo, fino, delicado, perfumado; en una palabra, con todos los adherentes que son necesarios para deleitar el paladar más escabroso y descontentadizo. Es preciso que te haga una ligera descripción de la comida que nos dio, en la que tu brillante fineza ha sido la principal ocasión y el más lucido ornamento. Por supuesto uno de los convidados era un cirujano de la administración de pólvora y salitres, de cabeza fosfórica y carácter vivaracho. Él fue quien se encargó de trinchar el animalito, y desempeñó la comisión con todos los ribetes que prescribe la educación gastronómica. Los cirujanos son gentes de pro en una mesa bien condimentada: tienen muy ágiles los dedos, que son los principales maniobrantes en el arte trinchadora, y su ojeada es muy perspicaz y geométrica en esto de atrapar las coyunturas. Dos célebres literatos estaban cada uno al lado del regocijado cirujano. El uno de ellos, muy chisgarabís y locuaz, autor de varios folletos que se quedan en la librería, aunque se anuncian en grandes cartelones, no quitaba el ojo de la bestia sacrificada. Nos hizo en latín y en griego una disertación muy científica sobre el origen de esta raza de animales, y se conoce que ha estudiado profundamente esta parte de la historia natural. ¡Si le hubieras oído! ¡Qué erudición la suya! ¡Qué gestos, qué tarabilla! Todos advirtieron que el tal sabiondo desea con ansia toda ocasión práctica de fortificar sus conocimientos pavescos. El otro literato es hombre de modales más circunspectos. Debe ser de los que tiran la piedra y esconden la mano: no se hunde tanto como su compañero en el piélago de las citas griegas y latinas; -233- y aún noté que era más aficionado a los pajaritos, pollitos y pichoncitos que a los pavos. Tiene una habla bronca y machuna que le recomienda muy

mucho al bello sexo. Mientras el otro trinchaba, él hacía danzar armoniosamente su plato, y recitaba al oído un madrigal en esdrújulos y una escena de melodrama a la hija de un cirujano, la cual, a decir verdad, le escuchaba con interés y con una sonrisa de benévolas disposiciones. Este interés, sin embargo, no era obstáculo para que la hambrienta beldad hiciese un acatamiento nada equívoco al cebado pajarraco. Otro poetilla impertérrito, que también hacía parte de la función, improvisó a la vista del corpulento animalito un poema épico, lleno de estro y numen osiánico; y entre octava y octava, y verso y verso, y al compás de los hemistiquios dio cuenta en un santi-amén con gentil desembarazo de la pechuga izquierda del pavito, del alón derecho y de las tres cuartas partes de su suculento posterior: todo con una gracia y un hambre tan enérgica que a todos nos dio admiración y envidia. También estaba allí D. Cleofás Tragarino, hombre de campanillas, que gasta peluca de señor y posee en grado superlativo la habilidad de multiplicar su dinero por aquello del cento per cento. Te diré que ha viajado, y se ha hecho docto si los hay; en tales términos, que ha compuesto una obra muy curiosa relativa a sus viajes, en la que informa al lector hasta de las espinacas que ha comido, y de unas magras que diz le sirvieron en Alemania. Te confieso que me dio gusto oírle hablar, tanto por la elegancia de sus frases, como por lo bien que descifró que el dichoso pavo debía sin duda ser de Daganzo, lugar pequeño a la verdad; pero metrópoli gloriosa de los pavos, y que debía pintarse con puntos de oro sobre la carta geográfica. Tú sólo, Pancho mío, faltabas en esta plácida reunión. Hubieras sido en ella (no lo dudes) el corifeo, el protagonista. A propósito te diré que la Aldoncita no encuentra consuelo en tu ausencia. No hay que cansarse, Pancho: es menester que vengas, y que te cases con ella. Ya sabes que la dejaste un sobrinito, y al cabo eres hombre de -234- vergüenza. El tal sobrinito está rollizo y juguetón, que es un placer mirarle. La Aldoncita en medio del bullicio del convite estaba triste y cogitabunda; y observé que a pesar de sus cuitas, más bien que comer del pavo, lo tragaba, lo devoraba, lo engullía. ¡Pobrecilla! Ya se ve, veía en el tal pavo un regalo tuyo, y esto bastaba para que hubiera querido depositarle entero en su femenil y sentimental estómago. El chiquillo no tocó el pavo: parece que ésta es comida que altera su digestión; pero, en cambio, se engrudó boníticamente los hocicos con un tarto de arrope y con un cuenco de jaletina. Es un dije el tal niño. Los engendradores de tales bamboches son muy útiles para la prosperidad de las naciones que se resienten de despoblación. Conque, querido Pancho, ya sabes cómo y quiénes dimos cuenta de tu pavo con motivo de la temporada gastronómica en que estamos. ¡Dios te dé gusto y medios para cebar muchos y muy gordos por el estilo del que constituye tu último regalo!, y ¡ojalá que veamos luengas y divertidas Navidades para comerlos a tu salud y bonanza! A Dios.

Según la Gaceta de Bayona, este convite del pavo no era más que una «pintura imaginaria» sin la menor alusión personal. «Hubo [sin embargo] varios sujetos reales y verdaderos que se creyeron retratados al vivo en aquella pintura imaginaria», cuando en realidad sólo se trataba de presentar «diversos caracteres que el editor [del Correo] se proponía ridiculizar». Y con estas susceptibilidades se armó el alboroto. Si nos atenemos a la interpretación dada por el periódico de Lista, el autor del Duende Satírico del Día no tenía ningún motivo para darse por aludido. Pero cualquiera que hubiera estado sólo un poco al corriente de la situación, podía estar seguro de que la versión del gacetero estaba viciada de mala fe... Desde luego, la alusión a Larra es clarísima. A nadie le podía caber la menor duda de que Carnerero se proponía ridiculizar -235- al autor del Duende Satírico en la figura grotesca de uno de los «dos célebres literatos». Sólo Larra, y no quince o veinte personas, como Lista quiere hacer creer, podía sentirse caricaturizado en el literato «chisgarabís y locuaz, autor de varios folletos que se quedan en la librería, aunque se anuncien en grandes cartelones». Por otro lado, cuando el jocoso articulista da por supuesto que uno de los convidados era un cirujano de carácter vivaracho, ¿cómo no pensar en el doctor Rives de que nos habla Roca de Togores en sus recuerdos sobre la vida y la obra de Bretón de los Herreros?: «Había en aquella época [se refiere a los años de 1827 a 1828] en Madrid un célebre doctor en cirugía (Rivas) que tenía tres lindísimas hijas (Laura, Silvia, Rosaura), las cuales a la gentileza de la figura reunían relevantes adornos de educación: la música, el dibujo les eran familiares, y a veces se amaestraban tanto en los ejercicios de equitación como en las estrofas de la poesía. Tenía esta familia una casa en Hortaleza, a donde semanalmente concurría la parte joven del Parnasillo». Los jóvenes poetas cortejaban a las hijas del cirujano y les dedicaban versos. Laura, Silvia y Rosaura eran los nombres pastoriles con que los asiduos a la quinta de Hortaleza designaban en sus poemas amorosos a las señoritas Mariana, Mariquita y Juana Rives. Entre los más fervientes estaba Bretón de los Herreros. Gran parte de las odas, letrillas y romances amorosos de su colección de Poesías publicada en 1831 están dedicados a las tres pastoras hijas del cirujano. Pero de la que más -236- apasionado se siente es de Silvia. Se declara y es correspondido. Otro enamorado era Ventura de la Vega. Su pastora era Laura e incluso estuvo a punto de casarse con ella. Este cotilleo, leído en junta ordinaria de la Real Academia Española por el académico Marqués de Molíns en 1882, debía estar vivo en tertulias de café por la época del Duende Satírico. Recordemos que en el convite del pavo la hija del cirujano escucha con benévolas disposiciones un madrigal y una escena de melodrama que le recita al oído un literato de modales circunspectos, de los que tiran la piedra y esconden la mano. ¿No sería esto, quizá, una alusión a Bretón de los Herreros? Amigo de Larra -fue testigo de su boda pocos meses después-, además de cortejar realmente a la hija del cirujano y de escribirle delicados poemas amorosos, traducía por entonces a destajo para los teatros de la Corte. Quien desde luego no podía faltar al convite era Ventura de la Vega, a quien Ferrer del Río asocia moralmente a Larra en la empresa del Duende. En agosto de 1828 había entonado un canto épico en octavas con numen ossiánico para conmemorar la entrada de Fernando VII en Madrid después de sofocar la rebelión del «partido teocrático» en Cataluña. A ello debe aludir Carnerero cuando presenta al «otro poetilla impertérrito», tan hambriento que despacha su ración de pavo entre octava y octava. No sé quién sería el -237- don Cleofás Tragarino, «hombre de campanillas» y financiero, pero todo parece indicar que representaba a un personaje real, conocido en el Madrid de la época. ¿Y Pancho, el destinatario de la supuesta carta? ¿No sería algún amigo

extremeño de la pandilla, ausente entonces de Madrid, a quien Carnerero atribuía -quizá sólo en el plano satírico- la paternidad del niño de Aldoncita? Sea como fuere y sin poner mucho empeño en identificar los invitados a comer el pavo, todo indica que el artículo jocoso de Carnerero estaba escrito en clave. Los motivos para que el grupo de Larra y sus amigos se sintieran caricaturizados no eran gratuitos, por más que la Gaceta de Bayona pretendiera hacer creer lo contrario. De todo esto resulta que, como habíamos supuesto, el autor del Duende Satírico del Día no se hallaba solo y no era el único envuelto en los incidentes derivados de la polémica. En uno de sus artículos anteriores, Carnerero ya había apuntado con ironía a los enemigos de su periódico como un grupo del cual hace portavoz al Duende: «El Duende cree triunfar sin haber vencido. Todos los enemiguillos del Correo se solazan y apiñan para exclamar en coro: ¡Bene, bene respondere! ¡Viva el crítico que necesitábamos para dar lecciones! ¡De ésta sí que el Correo no se levanta! Ahora sí que sus redactores han quedado para siempre en el atolladero». «El convite del pavo», en el Correo del día 29 de diciembre, apareció dos días antes de que se pusiera a la venta el cuaderno quinto del Duende con el artículo «Donde las dan las toman». En el mismo número en que aparece «El convite del pavo», y al final de las «Variedades y Noticias» de la primera página, el Correo publica un malicioso comentario (lo incluimos en el apéndice) burlándose de que este cuaderno del Duende se halle -238- retenido por el impresor, «quien parece da en la singular y trivial manía de no permitir que salga de su casa un solo ejemplar siquiera mientras no vea satisfecho el importe total de su cuenta, y de los gastos que se le han originado». Por lo visto, Carnerero, enterado de que el Duende volvía a las andadas, quiso adelantarse haciendo una intencionada caricatura no sólo de Larra, sino de toda la pandilla. No hay que exagerar la importancia de los hechos que damos ahora a conocer, pero en sus reducidas dimensiones acentúan el carácter de la polémica del Duende con el Correo. Aunque la serie de cuadernos publicada por Larra, como reconoce el gacetero de Bayona, no «contenga máximas contra nuestra santa religión, derechos y prerrogativas del Gobierno, o buenas costumbres en general», parece una actitud provocadora de cierto grupo de la juventud disconforme del día -representado por el Duende Satírico- en contra del orden que defienden tanto el periódico de Carnerero como el de Lista. 3. La condena del «Duende» en la tercera página de la «Gaceta de Bayona», periódico gubernamental El hecho de que el maestro, hasta entonces tan admirado por Larra, terciara en el asunto -una vez ya zanjado con la retractación de Larra- contribuye a dar cierto matiz político a los derroteros finales de la polémica. La relevante personalidad de Lista en el ambiente de la época bastaría para que tuviéramos muy en cuenta su opinión, pero todavía nos interesa más en cuanto que en este caso no interviene en nombre propio, sino -anónimamente- en su papel de portavoz oficioso del Gobierno. En efecto, se sabe de puño y letra del mismo Lista

que su periódico, La Gaceta de Bayona, estaba financiado por el Gobierno y se proponía «ilustrar al -239- público acerca de las miras del Ministerio», que era «un periódico secretamente ministerial» y que recibía instrucciones directas de Madrid. Por mucho que don Alberto insistiera «sobre la necesidad de que se conserve secreta la comunicación entre el Gobierno y el redactor», en los corrillos de Madrid tal comunicación tenía que ser un secreto a voces. Bastaría tener en cuenta el carácter gubernamental del periódico de Lista, en cuanto órgano de propaganda, para hacernos pensar en la inspiración oficiosa que pudiera tener el artículo contra Larra y su revoltoso grupo de amigos. Pero es que además dicho artículo forma parte, en la composición del periódico, de una sección -la tercera página- reservada, según el plan diseñado por el redactor, a las «variedades políticas», en las cuales «se debe dar a la opinión la dirección que indiquen las instrucciones del Gobierno». Según Alberto Lista, estas instrucciones constituyen «la parte esencial de la redacción». En ellas el Gobierno «deberá advertir al redactor: 1.º las medidas que se han tomado; 2.º las que se quieren recomendar, manifestando el bien que de ellas resultará a la nación; 3.º en fin, la dirección que en cada una de las circunstancias conviene dar a la opinión». Por mucho que insista el redactor, como señala H. Juretschke, sobre la -240- necesidad de que el periódico tenga cierta independencia, la tercera página la reserva para hacer oír la voz de su amo. Y si tenemos en cuenta que la redacción se propone como uno de sus objetivos específicos «proclamar los principios monárquicos y antirrevolucionarios y extirpar, en cuanto le sea dado, las semillas del liberalismo democrático y republicano», podremos comprender todo el significado que el Correo y la Gaceta de Bayona tratan de infundir en sus alusiones a las asonadas revolucionarias, cuando, con severas amenazas, censuran la conducta irrespetuosa del joven Larra. A esta luz no es de extrañar que Larra, llevado el caso a la presencia del juez, cantara humildemente la palinodia, retractándose públicamente en la carta aparecida en el Correo. Lo que a F. C. Tarr le parecía una «comunicación característicamente franca y valerosa por parte de Larra», y a Sánchez Estevan una prueba de que «Larra, pese a su orgullo, era verdaderamente noble y tenía del periodismo una idea muy alta», lo interpreta el gacetero de Bayona como una humillación. Según se desprende del periódico gubernamental, Larra se había retractado temeroso de mayores consecuencias, dado el cariz que había tomado el incidente. -241- Capítulo sexto. Del Duende Satírico al Pobrecito Hablador

1. Renuncia a la «literatura útil» La trayectoria del escritor, en el género en que iba a encauzarse definitivamente su talento literario, quedó interrumpida apenas iniciada. Desde finales del año 1828, con la desaparición del Duende Satírico del Día, hasta mediados de 1832, en que Larra empieza a publicar una nueva revista -su primera obra reconocida- con el título de El Pobrecito Hablador, se abre un paréntesis de casi cuatro años. Al fracasar su empresa, deja de escribir artículos y se dedica a componer, con poca gracia, poemillas anacreónticos, se «casa pronto y mal», publica otra oda. Todo ello en el año 29, a los veinte años. Al tener que interrumpir su Duende, Larra da un giro a su dedicación literaria. Ahora escribe poesía ligera. Los poemillas anacreónticos del año 29 parecen más bien una huida de la realidad y una renuncia a los temas empeñados con la situación del país que constituían la principal preocupación de sus primeros escritos, tanto -242- en prosa como en verso. Es como si Larra decidiera abandonar por el momento la «literatura útil», decepcionado por la fuerza de las circunstancias desfavorables. Ya nos hemos referido a la opinión que en 1833 expresa sobre las poesías ligeras, bucólicas y anacreónticas, al juzgar las poesías de Martínez de la Rosa, y después, en 1835, las de Juan Bautista Alonso. En el primer artículo dirá que son un «género desgastado ya», que «la tendencia del siglo es otra», y en el segundo expresa su pensamiento más explícitamente: «Convengamos en que el poeta del año 35, encenegado en esta sociedad envejecida, amalgama de oropeles y costumbres perdidas, presa él mismo de pasioncillas endebles, saliendo de la fonda o del billar, de la ópera o del sarao, y a la vuelta de esto empeñado en oír desde su bufete el ceferillo suave que juega enamorado y malicioso por entre las hebras de oro o de ébano de Filis, y pintando a la Gesner la deliciosa vida del otero (invadido por los facciosos), es un ser ridículamente hipócrita, o furiosamente atrasado. ¿Qué significa escribir cosas que no cree ni el que las escribe ni el que las lee?». Jenaro Artiles se inclina a creer que estas composiciones de Larra son «ejercicios escolares» o «divagaciones al margen de lecturas escolares». En cambio Tarr las pone en relación con las circunstancias biográficas del autor. Aunque algunos de estos poemas se basan, indudablemente, en modelos clásicos, el profesor norteamericano cree que el tópico «vino-mujer-canción» está tratado en ellos con tal entusiasmo que si no se refieren a experiencias personales específicas -posibilidad que no desecha completamente en relación con los poemas -243- dedicados a Filis-, al menos muestran una preocupación no exclusivamente literaria y que concuerda con su «existencia bohemia» de aquella época. Sea como fuere -ejercicios de versificación o reflejo de circunstancias biográficas- no podemos dejar de notar un contraste entre las preocupaciones que expresan los artículos del Duende y los poemillas anacreónticos. Aunque con ellos intentara expresar una efervescencia juvenil, ¿no parecen una renuncia desilusionada a la actitud crítica ante la

realidad, que al fin y al cabo va a constituir el motivo constante de sus artículos? Es como si después del fracaso del Duende el joven escritor se pusiera a componer anacreónticas parafraseando a Villegas porque no podía escribir otra cosa. Teniendo en cuenta la intención de sus primeros escritos y a la luz que nos ofrecen los dos artículos sobre poesía antes citados, creemos que la hipótesis no carece de fundamento. En todo caso, cuando juzgaba las composiciones ligeras de Martínez de la Rosa y de su amigo Alonso como una huida de la realidad, no podía considerar de otro modo las que él mismo había escrito antes en el mismo género, por más que no las hubiera llegado a publicar. 2. La oda a los terremotos: réplica a Alberto Lista Con el tono general de frivolidad, característico de las composiciones en metros cortos escritas por Larra en -244- 1829, contrasta una oda -otra oda- grandilocuente y pretenciosa con motivo de los terremotos que asolaron parte del sudeste de España. Significativamente, es lo único que publicó aquel año. De esta oda nos interesan aquí las referencias directas a Alberto Lista que hasta ahora no han sido notadas. Cuando la pelea con el redactor principal del Correo y la consiguiente intervención del periódico gubernamental redactado por Lista estaban todavía recientes, las alusiones a los poemas del periodista de Bayona aparecen cargadas de intención. Es una nota que acentúa el carácter de los incidentes que hemos referido antes como enfrentamiento del joven escritor con el sistema político. Ya nos hemos referido a la admiración que el joven Larra sentía por Lista, cuyo nombre ponía junto al de Qintana. También hemos mencionado las «poesías filosóficas» del poeta sevillano y su significación ideológica. Ahora, en la oda de 1829, las referencias de Larra a estos poemas son directas, pero dejando implícita, tanto la procedencia de los versos aludidos como la verdadera intención -245- de las citas. Ya sabemos que es éste un procedimiento al cual Larra se muestra muy aficionado en sus primeros escritos. Refiriéndose a la ayuda recibida por los damnificados del terremoto, dice Larra en su oda: Dame, Anfriso, tu lira entretejida de rosas mil, que en célicas guirnaldas gracias y amores plácidas orlaron, cuando a tu voz del Betis aplaudida, virtud sus cuerdas de oro resonaron, alma beneficencia repitiendo, cuando el saber bebiendo en la florida margen del Uliso cantara Apolo y escribiera Anfriso. Tu blanda voz en torno resonaba:

«Hombres, hermanos sois; vivid hermanos» y no ya de dolor amargo lloro el oprimido humano derramaba: lágrimas dulces en ferviente coro de amor y compasión sólo vertía y a tus sonoros cantos aplaudía. Anfriso, como sabía todo el mundo que estaba al corriente de la literatura contemporánea, era el nombre arcádico de don Alberto Lista y Aragón, personaje prestigioso y respetable, convertido ahora en agente propagandista del Gobierno de Fernando VII al ponerse al frente de La Gaceta de Bayona. La alusión, a primera vista, no parece que tenga nada de particular si no es el homenaje de un poeta principiante a otro ya consagrado, como reconocimiento de su magisterio literario. Los amigos de Lista, familiarizados con la obra poética del maestro, debían de reconocer inmediatamente -246- los poemas aludidos por Larra y podían reconstruir sin dificultad el contexto de donde estaban tomadas las citas. Nosotros, en cambio, tan alejados de la sensibilidad poética de don Alberto, tenemos que rebuscar un poco para identificarlas. Larra se refiere en este pasaje a dos odas de Lista. Los primeros versos copiados aluden a una oda titulada La beneficencia, cuya primera estrofa parafrasea Larra. Basta una simple lectura para com probarlo. Lista comienza así su oda: «Alma beneficencia, ya te canto; asaz sonaron en mi acorde lira del dios vendado la funesta ira y de su madre el venenoso canto; asaz en la ribera del patrio Betis aumenté su gloria cuando en voz placentera sus flechas celebrando y mi victoria, de Emilia los loores aplaudieron las ninfas y pastores». La referencia, aparentemente inofensiva, nos descubre un propósito más intencionado cuando leemos todo el poema de Lista y nos encontramos con versos que Larra podía sentir llenos de actualidad de acuerdo con sus propios sentimientos ante la situación del país en aquellos momentos de represión política e intelectual:

El libre pensamiento los impíos oprimiendo en oscura servidumbre, consagraron a un Dios de mansedumbre de humana sangre caudalosos ríos. Esta misma idea -la represión sangrienta en nombre de Dios- se repite con variaciones en las «poesías filosóficas» de Lista. Son alusiones muy directas a las circunstancias políticas del momento. Las ideas generales de -247- la poesía filosófica anterior, llena de un vago humanitarismo, ha derivado hacia formulaciones más concretas en relación con la realidad política. La expresión del filosofismo filantrópico ya no basta cuando la facción reaccionaria y clerical deja sentir la fuerza de la represión dividiendo al país en luchas fratricidas. La poesía se convierte en un medio expresivo de estas inquietudes. El grito de libertad que comienza a aparecer retóricamente en las odas no tardará en dejarse oír por las calles. Un ejemplo característico de esta clase de poesía es la segunda oda de Anfriso citada por Larra. Está dedicada al Triunfo de la Tolerancia. Larra se refiere a este poema reproduciendo textualmente un verso puesto entre comillas («Hombres, hermanos sois; vivid hermanos») que es una llamada a la reconciliación nacional semejante por la intención a la que aparece en la oda de 1827. En el poema de Lista el verso citado por Larra aparece sin ambigüedad en un contexto muy expresivo ideológicamente Y tú, ¡oh España, amada patria mía! Tú sobre el solio viste, con tanta sangre y triunfos recobrados, alzar al monstruo la cerviz horrenda, y adorado de reyes, fiero esgrimir la espada de las leyes. ¡Execrables hogueras! Allí arde nuestra primera gloria; la libertad común yace en cenizas so el trono y so el altar. Allí se abate bajo el poder del cielo, del libre pensamiento el libre vuelo. ¿Dónde corréis, impíos?, ¿qué inhumana, qué sed devoradora de sangre y de suplicios os enciende? -248- ¿No véis en esa víctima sin crimen, que la impiedad condena, de la patria la mísera cadena?

Y ¡qué, grande Hacedor!, ¿en nombre tuyo siempre el mortal perverso degollará y oprimirá? Creando, cual es su corazón, un Dios de ira, ¿volará a las matanzas invocando al señor de las verganzas? Mas ¡ay!, ¿qué grito por la esfera umbría desde la helada orilla del caledonio golfo se desprende? Hombres, hermanos sois, vivid hermanos; y vuela al mediodía y al piélago feliz do nace el día. Sí; que una vez el Hacedor benigno dijo: Que la luz sea, y fue la luz. Tronó sereno el cielo, y desde el Tajo al remoto Ganges desplómanse al abismo las aras del sangriento fanatismo. La oda de Lista era un poema político no sólo por las ideas que expresaba, sino por las circunstancias en que fue escrito. Al publicarla el autor le puso una nota explicativa a pie de página: «Leída en una sociedad de beneficencia, cuyas reuniones se celebraban en el local de la extinguida Inquisición de Sevilla». Y como J. M. de Cossío ha puesto en claro, la tal sociedad de beneficencia no era nada más ni nada menos que una logia masónica. Aunque muchos lectores no conocieran la génesis, no podía pasarles desapercibido su verdadero alcance, pues cuando Lista reimprimió en 1837 sus poesías se -249- vio obligado a ofrecer en el prólogo una aclaración que atenuara lo más posible la intención originaria de este poema «filosófico»: «Mi oda intitulada El Triunfo de la Tolerancia ha disgustado a cierta clase de lectores: mas yo me compadezco de ellos si su disgusto nace de creer la intolerancia civil [subrayado del autor], que es la única de que allí se habla, medio eficaz para proteger la verdadera religión». No creemos que fuera Larra uno de los lectores disgustados por lo que decía Lista en su oda a la tolerancia civil, es decir, política. Pero Lista ya no era el que había sido. El admirado poeta de la Oda a la Tolerancia se había pasado ahora al servicio del régimen absolutista, encargado de redactar para el Gobierno un periódico de propaganda. Larra debía estar resentido por los ataques que le había dirigido la Gaceta de Bayona en relación con los incidentes derivados de la polémica con el Correo Literario y Mercantil. Recordemos que por medio de Lista había recibido la advertencia oficiosa de la autoridad y el Duende tuvo que desaparecer.

Con Duende o sin Duende Larra de ningún modo podía replicar abiertamente a la Gaceta de Bayona. Lo que hace es aprovechar la oda a los terremotos pocos meses después para recordarle a Lista sus poemas de juventud en que veía alzarse el monstruo de la intolerancia civil, «adorado de reyes, / fiero esgrimir la espada de las leyes» y en que se lamentaba de que la libertad yaciera «en cenizas so el trono y el altar». Lo que a primera vista podía parecer un homenaje a Anfriso se convierte en una acusación; la de haber traicionado la causa de la libertad y de haberse convertido en agente de la represión. No cabe duda de que a los apostólicos empedernidos la Gaceta de Bayona les parecía una «tentativa masónica» -250- y un medio solapado de difundir principios revolucionarios desde el Ministerio de López Ballesteros, cuando a partir del levantamiento de Cataluña el Rey busca la colaboración de los afrancesados como tercera fuerza entre los carlistas y los liberales. El mismo Lista, cuando con una nueva chaqueta escribía para Mendizábal, se defendió diciendo que «el redactor de la Gaceta de Bayona..., intérprete de las intenciones políticas de aquella fracción del Ministerio que quería entonces las reformas administrativas, se dedicó exclusivamente a promover el espíritu de la industria, y no sin fruto». Pero que, como después en el Ministerio de Cea, desde el periódico La Estrella, se opuso a las reformas políticas, a los peligros de la libertad política. Sin embargo, era esta libertad -la proclamada por Lista en sus «poesías filosóficas»- la que anhelaban los jóvenes liberales de la generación de Larra. El colaboracionismo de los afrancesados con el régimen fernandista, que para los apostólicos era una confabulación revolucionaria, para los enemigos del Régimen era un intento de adaptarse a las circunstancias con el fin de hacer continuar el sistema político. Para Larra, el liberalísimo poeta de antes se había convertido en el colaborador del despotismo -aborrecido por muy «ilustrado» que fuera-, en el periodista oficioso que escribía pidiendo que se prohibiera su Duende Satírico del Día. Las inquietudes expresadas por el poeta sevillano en sus poemas masónicos habían ido agudizándose en los últimos años, y en 1829 la guerra civil fomentada por la mayor parte del clero intolerante era una realidad. Apenas sofocado el levantamiento de los «agraviados» no desaprovecha Larra la ocasión de presentarse por primera -251- vez al público -en la oda a la Exposición- para pedir la reconciliación nacional. Siguiendo esta inquietud, en la oda de 1829 mira la realidad de España más allá del terremoto que es el tema de su composición. El cataclismo político es más inquietante: «triste España», exclama el joven poeta. ... ¿Acaso no bastaron tantos siglos de pena todavía de llanto y destrucción y de tormentas que la espelunca impía lanzó contra mi patria?...

¿Qué otra significación podía tener para el joven poeta liberal lo de «la espelunca impía» que no fuera la tenebrosa caverna del feroz oscurantismo?... Las cavernas -252- de la Inquisición y de la Intolerancia donde se incubaba el Despotismo del Altar y el Trono, según había aprendido a sentir en las odas filosóficas del renegado Lista, en el Panteón del Escorial del venerado Quintana, en la mentalidad que estos poemas representan. 3. Iniciación teatral Mientras tanto la evolución objetiva del país toma un curso inevitable por más que el régimen absolutista trate de mantener a toda costa las antiguas estructuras políticas. Poco después de la oda a los terremotos, en diciembre del 29, la boda del Rey con María Cristina parece que trae aires nuevos. «Creíamos inaugurar una Reina y realmente inaugurábamos una revolución», escribe Larra años después, personalizando en su propio recuerdo el hecho histórico. Los literatos escriben versos de circunstancias para celebrar la ocasión. Larra quiso contribuir con «una oda que no se dio a conocer por razones particulares». La tituló pomposamente Tirteida I: «Al enlace de S. M. el Señor Fernando VII con la Serenísima Princesa de las Dos Sicilias, Doña María Cristina de Borbón». Es la primera de una serie de composiciones de circunstancias dedicadas a celebrar la boda, los embarazos y los partos de la Reina como antídoto contra don Carlos. Pero las esperanzas de «liberalización» pronto se ensombrecen. Los acontecimientos de julio de 1830 en Francia atemorizan a Fernando VII. Larra recuerda el efecto -253- de las noticias de París en el ambiente político de Madrid. «La nueva de la insurrección de París produjo en Madrid una conmoción igual a la que había producido en Europa», recuerda Larra. «Alarmose el Rey Fernando, no sin motivo, porque los desterrados de Cherburgo éranle bien allegados como deudos y como restauradores de su corona; y en su naufragio perecía el principio de su existencia, y difícil era prever entonces dónde pararía la ola popular tan imprevistamente sublevada». Con los recuerdos de esperanza se mezclan los de decepción: «Nadie ha olvidado el resultado de la triste expedición de 1830; un puñado de proscritos, privados de recursos, se lanzó llevado de su heroísmo en la garganta de los Pirineos». En Larra hay una constante oscilación de la esperanza al desengaño expresada en una asociación afectiva de circunstancias personales y políticas: «Así acabó un año [1830] comenzado bajo tan brillantes auspicios». Lo mismo ocurrirá con el año de 1834 y con el de 1836. En 1830 la Reina simboliza la esperanza y el Rey la decepción: Fernando VII «cobró miedo, y el terror le restituyó a sus naturales inclinaciones; es decir, a la ferocidad. Instaláronse nuevamente las inexorables comisiones militares; las reacciones fueron atroces y el reinado del terror volvió a empezar». Torrijos, Mariana Pineda, el librero Miyar son las víctimas que simbolizan las «naturales inclinaciones» de Fernando VII.

Nada de esto transciende en lo que Larra escribe por aquellos años. Ya hemos visto que apenas suspendido el Duende Satírico del Día se dedica a componer poemillas anacreónticos. Fuera de la oda a los terremotos, la alusión a las circunstancias de la actualidad sólo se trasluce en un romance «Al Excmo. Sr. Manuel Varela» (1 de enero de 1830) en que alude a la influencia del magnate -254- en la publicación de las obras de Moratín, «... hollando del fanatismo la cabeza tenebrosa», y en una letrilla jocosa que A. Rumeau fecha hacia finales del 31. Según A. Rumeau, la segunda estrofa hace pensar en el matrimonio de Larra y la tercera en la reacción política y policíaca de aquel año Que el ladrón que malamente mató a alguno sin clemencia y el que calumnia al ausente muera en la horca por sentencia y al que vive de lo ajeno, bueno Pero que por sólo idea y pensar yo así o asá ahorcado también me vea como el otro que asesina, sin yo hacer a nadie mal, eso es harina de otro costal. Quizá porque era harina de otro costal dejó por el momento sus artículos satíricos aplazando la continuación de la vena para mejor ocasión. Cuando Larra escribe esta letrilla la poesía ya es sólo una actividad literaria marginal. En cuanto a la vida literaria en su aspecto social, es la época en que comienzan las tertulias del Parnasillo. Muchas veces se ha repetido la descripción de Mesonero Romanos y el recuerdo poco amable que dedica a Larra entre los contertulios: «Allí Larra, con su innata mordacidad, que tan pocas simpatías le acarreaba». En este ambiente se relaciona con Grimaldi, el director de la -255- empresa de los teatros de Madrid: «Como director de escena -ha de reconocer Larra años después- le he debido no pocas atenciones; a él le debí que mis primeros ensayos, buenos o malos, viesen la luz...». El primero de estos ensayos vio la luz el 29 de abril de 1831, con el título de No más mostrador, comedia de costumbres presentada como original, pero cuyos dos primeros actos, de los cinco que consta, son adaptación de una obra corta de Scribe, Les adieux au comptoir. Aunque de momento nadie lo escribió claramente, corrieron rumores de que la comedia no era tan original como se anunciaba. Pero lo peor fueron las interpretaciones que algunos sacaron de la comedia viendo en ella una crítica de la nobleza en cuanto clase social; su antiguo adversario Carnerero, -256- en la crítica publicada en sus Cartas Españolas, con un tono aparentemente benévolo, considera conveniente «que el Conde no hiciese un papel tan mezquino y despreciable, o por lo menos que formase más exclusión de la generalidad de

su clase, en la cual, como en las demás, hay de todo». También considera demasiado fuertes «ciertos coloridos que degeneran en sátira apasionada». Pocas semanas después, el mismo Carnerero inserta en su revista una «anecdotilla poéticamente chismográfica» con un soneto anónimo dirigido en elogio de Mariano Roca de Togores, futuro marqués de Molíns, en que de paso ataca a Larra de adular «en necia farsa, la villana / plebe, mofando la nobleza Hispana, / por ganar los aplausos de un tendero». Roca de Togores se sintió obligado a defender a Larra y éste tuvo que apresurarse a declarar que no había pretendido meterse con los nobles. Sea como fuere, comprobamos que a cada paso que da se va creando en torno a él la fama de infundir en sus sátiras cierta intención social. La comedia hay que juzgarla -como hizo Bretón en su crítica del Correo Literario- teniendo en cuenta la pobre situación del teatro español de la época y como obra de un principiante. Luego, el mismo Larra, con juicio más maduro iba a considerarla con el mismo criterio con que, según su amigo Rodríguez Carvajal, valoraba sus primeras producciones literarias, ya fueran los artículos del Duende o sus versos pretenciosos o anacreónticos. Sin embargo, para la vida profesional -257- del escritor la acogida más bien favorable que recibió su primera comedia significó bastante. En estos años de tentativas, en que su vocación literaria, por razones sobre todo externas, no acaba de encontrar su cauce definitivo, el estreno de No más mostrador representaba un esfuerzo de profesionalizar su actividad en la literatura. No defraudó la confianza puesta en él por el empresario Grimaldi, ansioso de encontrar valores nuevos que activaran el negocio teatral. De ahí que hasta la aparición del Pobrecito Hablador, es decir, hasta que se le ofrece ocasión favorable para escribir artículos, la adaptación de obras teatrales francesas iba a ser su principal actividad literaria. Entretanto, en agosto del 32, ha aparecido El Pobrecito Hablador. Larra pronto va a formar parte de la redacción de la Revista Española y a dirigir los primeros pasos del Correo de las Damas. Definitivamente ha encontrado su camino en el periodismo. No abandona el trabajo de traductor de comedias, pero los estrenos se hacen más espaciados. Las traducciones son un medio -258- de conseguir dinero y algunas las hace descuidadamente, de prisa y corriendo. 4. Desarrollo de la literatura periodística: el costumbrismo En los años que siguen al Duende Satírico del Día, a pesar de la poesía ligera y de las intrascendentes adaptaciones de obras teatrales francesas, no han desaparecido en el ánimo de Larra las preocupaciones que le habían impulsado a publicar su primera serie de artículos. El Pobrecito Hablador nos parece la reanudación, con un éxito definitivo, del primer empeño. La nueva revista puede clasificarse en el mismo género de publicaciones a que pertenecía el Duende, con los antecedentes en la literatura nacional y extranjera ya indicados. Es decir, era también una revista redactada por un solo autor que adopta una personificación ficticia expresada con un seudónimo significativo de su carácter crítico; compuesta por una serie de artículos inspirados por dicho carácter, sin ajustarse a un plan

fijo en la elección y el tratamiento de los temas, según la tradición iniciada en Inglaterra por El Hablador y El Espectador, de Steele y Addison, e inaugurada en España por el autor del Duende Especulativo sobre la Vida Civil a la que sigue toda una sucesión de pensadores, censores, regañones, revisores, holgazanes, observadores, y numerosos duendes. En el espíritu crítico del Pobrecito Hablador perviven los rasgos característicos del diablo Cojuelo que continúa llamándose Asmodeo. Pero la situación de la literatura en 1832 ya no era la misma que en 1828. Carnerero, con protección oficial, se había convertido en un impulsor de empresas periodísticas dentro de los límites inevitables que imponían las circunstancias políticas. Desaparecido el Duende, su -259- contrincante, el Correo Literario y Mercantil, queda como única publicación literaria hasta que el redactor principal de este periódico lanza por su cuenta las Cartas Españolas, cuyo primer número aparece el 26 de marzo de 1831. Hasta ahora no se ha tenido suficientemente en cuenta la contribución del Correo a la literatura en víspera del romanticismo. Su importancia no se debe a la calidad de los artículos, en general mediocres, sino a que en sus páginas aparecen nuevas tendencias de la literatura periodística que iban a alcanzar pleno desarrollo en los periódicos que le sucedieron. Estas nuevas tendencias fueron indicadas sucintamente por Georges Le Gentil en su estudio bibliográfico sobre las revistas literarias españolas de la primera mitad del siglo XIX, ya citado varias veces en estas páginas. Entre otras novedades, señala la atención dedicada por el periódico a las revistas extranjeras que se interesan por la literatura española antigua; la información de libros recientes, como la novela de Trueba y Cossío, Gómez Arias, publicada en inglés; en el periódico se habla del romanticismo. (Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el romanticismo para el Correo es una novedad peligrosa que amenaza desde el extranjero el orden interior defendido por el periódico). En el aspecto de la creación literaria, Le Gentil observa, sin meterse en más averiguaciones, las colaboraciones de carácter costumbrista. Con el seudónimo de El Observador se inicia una serie titulada «Costumbres de Madrid», cuyo propósito es adaptar a las circunstancias madrileñas «un trabajo que han creído digno de su pluma los Mercier y los Jouy». -260- Repasando los viejos ejemplares del Correo nos podemos dar cuenta de que el costumbrismo tiene una función en el periódico de Carnerero mucho más consistente de lo que se puede pensar por la referencia de tres o cuatro artículos aislados. Por toda la colección del periódico, mientras Carnerero es el redactor principal, se esparce la materia costumbrista todavía pobremente elaborada en artículos de poca calidad, pero que manifiestan la intención clara de introducir la nueva modalidad que en los periódicos franceses, sobre todo por obra de Jouy, ha adoptado este género de literatura cultivado en España desde el siglo XVIII. A pesar de las fundadas críticas del Duende Satírico contra los primeros artículos de costumbres publicados en el Correo -ya nos hemos referido a ellas en el capítulo anterior-, la continuidad con que aparecen revela la aceptación que el género iba hallando entre los lectores del periódico. A la gente le gustaba leer aquellos artículos cortos, que no requerían una lectura muy atenta y en los cuales, con un tono siempre inocentemente festivo, a veces un poco satírico, se describían objetos, tipos, ambientes y modos de comportamiento que se

referían intencionadamente a la realidad cotidiana del vecindario. Respondían al mismo gusto con que el público del teatro acudía a pasar el rato en las comedias de Bretón de los Herreros, que también por aquellas mismas fechas estaban logrando su configuración definitiva. Pero el desarrollo más importante de la literatura periodística entre el Duende Satírico y el Pobrecito Hablador -261- lo lleva a cabo el mismo Carnerero al lanzar las Cartas Españolas. Los escritores de la nueva promoción, los que empiezan a aparecer en los años de la década absolutista, encuentran en la revista un medio de manifestarse. Hasta Espronceda, exiliado en Londres, manda un poema, el primero de los suyos que aparece en letra de molde. Sin poner los nombres de los autores, aparecen también colaboraciones de otros desterrados políticos, entonces más conocidos que el joven Espronceda. Las Cartas Españolas en el conjunto de sus colaboraciones representa lo que era la literatura española, dentro de España, entre 1831 y 1833, últimos años del Antiguo Régimen. Como hace notar Cánovas del Castillo, «a par que con los trabajos de [Mesonero], de Gallardo y Estébanez, ilustráronse las páginas de dicha revista con los últimos versos de Arriaza, y los primeros de aquellos predilectos discípulos de Lista, que se llamaron Ventura de la Vega y Espronceda [...]. Véase allí también la firma de Roca de Togores, marqués hoy de Molíns...; sin que faltase alguna de las admirables combinaciones métricas del mismo autor de Marcela, ni se echara de menos el nombre de Gil de Zárate [...]». Todos ellos, menos el exiliado Espronceda, se reunían entonces en el famoso Parnasillo del café del Príncipe con el director de la revista. El nombre que se echa de menos es el de Larra. Su presencia en las Cartas Españolas resalta más bien por el aspecto negativo, no sólo por la ausencia de colaboraciones, -262- sino especialmente por las críticas que se hacen a los cuadernos del Pobrecito Hablador. Apenas sale el primero, Carnerero le reprocha: «Todo es para él inmundo y sucio». Pero la situación cambia a raíz de los acontecimientos de la Granja en septiembre de 1832 y la regencia anticipada de María Cristina durante la convalecencia de su marido. Carnerero ve la ocasión propicia para transformar su revista literaria en un periódico político con el título de La Revista Española, cuyo primer -263- número sale el 7 de noviembre de 1832. Larra entra a formar parte de la redacción del nuevo periódico encargándose de la sección de teatros. Por lo visto la polémica con el Duende Satírico del Día y las prevenciones que a Carnerero le había producido el Pobrecito Hablador ya no eran obstáculo para contar con la colaboración de Larra. La importancia de las Cartas Españolas para la trayectoria inicial de Larra se debe a la contribución de esta revista al desarrollo del artículo de costumbres como género literario característico de la prosa española anterior a la novela realista. Es el género a que se ha de amoldar básicamente la intención literaria del Pobrecito Hablador y una buena parte de los artículos de Fígaro. «Cuando empecé la difícil carrera de escritor público -dice Larra refiriéndose al Pobrecito Hablador-, empecé con artículos de costumbres». El término «artículos de costumbres», utilizado por Larra en este texto, alude a un concepto nuevo. A pesar de los antecedentes nacionales, los escritores que cultivan el «artículo de costumbres» hacia 1832 creen que están introduciendo en la literatura española «un género de escritos absolutamente nuevo en

nuestro país» según la expresión utilizada por uno de ellos, Mesonero Romanos, que se las da de inventor. Lo que ellos llaman nuevo es la adaptación a las circunstancias madrileñas de los artículos de Jouy. Aunque la presencia de este escritor francés se percibía en el ambiente de la prensa literaria española desde hacía bastantes años y la hemos visto reflejada en el Duende de Larra, la novedad consiste en la adopción sistemática del modelo. Es ésta una empresa impulsada por Carnerero en los periódicos -264- que dirige. Se inicia, como hemos visto, en el Correo y se lleva a cabo en las Cartas Españolas. Es un proceso, por lo tanto, que se realiza entre 1828 y 1832, es decir en los años que van del Duende Satírico al Pobrecito Hablador. Teniendo esto en cuenta, a pesar de que la intención satírica del Pobrecito Hablador sea en principio una renovación de la que impulsó al Duende, no se puede decir que la primera publicación de Larra fuera una revista de costumbres como, específicamente, quiere serlo la segunda. En España, aunque se había cultivado mucho este aspecto de la literatura periodística, todavía no ha adquirido entidad propia cuando Larra escribe su Duende. En esta primera serie de artículos, el costumbrismo no desempeña una función predominante; es sólo un elemento más en la crítica, como lo había sido en las revistas semejantes publicadas hasta entonces. La configuración definitiva del artículo de costumbres comienza a manifestarse precisamente en el momento en que nuestro autor abandona desanimado sus primeros intentos de escribir artículos. La madurez del género que no consiguieron alcanzar los colaboradores de Carnerero en el Correo Literario y Mercantil la lograron los nuevos redactores que pudo reclutar para las Cartas Españolas, primero Estébanez Calderón y después Mesonero Romanos, seguidos al poco por Larra en su Pobrecito Hablador. Los tres coinciden en el propósito manifiesto y declarado de adoptar el género de artículos puestos de moda por L’Ermite de la Chaussée d’Antin. Como dato histórico, la influencia de Jouy tiene una importancia decisiva que se manifiesta por la inequívoca intención que llevan a cabo un grupo de periodistas españoles de escribir artículos semejantes a los del escritor francés, adaptados a la actualidad madrileña. Pero lo que ocurre es que la actualidad madrileña es muy diferente de la -265- parisiense. Como ha mostrado J. F. Montesinos en su estudio sobre Costumbrismo y novela, lo que hacen los imitadores de Jouy es precisamente «el redescubrimiento de la realidad española». Lo que diferencia al Pobrecito Hablador de los costumbristas de las Cartas Españolas es su manera de ver la realidad del país. El costumbrismo consolidado por Estébanez Calderón y Mesonero Romanos en la revista de Carnerero representa una actitud españolista que marca el tono general del género y caracteriza su desarrollo. En esto, como en otros rasgos, el costumbrismo de Larra ofrece el contraste de una actitud basada en una diferente concepción de la sociedad y del progreso. El Solitario, tal como se presenta a sí mismo en el «Frontis» de las Cartas Españolas, es de los que, según el Pobrecito Hablador, «dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país». A pesar de sus modelos extranjeros, no duda de caracterizarse así: «Su gusto literario es tal, que muy pocos libros transpirenaicos hallan gracia ante sus ojos, mas en trueque siempre está cercado de infolios y legajos -266- a la española antigua...». Estébanez Calderón crea el costumbrismo regionalista. La intención moral no aparece en sus artículos, que tienen el exclusivo objeto de exaltar el pintoresquismo con la descripción de tipos y escenas.

El de Mesonero es un costumbrismo urbano: «cuadros que ofrezcan escenas de costumbres propias de nuestra nación, y más particularmente de Madrid, que, como Corte y centro de ella, es el foco en que se reflejan las de las lejanas provincias», escribe el Curioso Parlante. Su intención crítica tiene un tono suave y de complaciente bonachonería que recuerda el precedente de L’Ermite. Espera merecer la benevolencia del público «si no por el punzante aguijón de la sátira, por el festivo lenguaje de la crítica». El tono ligero de «crítica festiva» adoptado en las Cartas Españolas se convierte en uno de los aspectos característicos del género costumbrista en su desarrollo posterior. El costumbrismo que consagra Mesonero es una literatura limitada, según él mismo confiesa, a los usos populares, a la vida exterior... En general va a ser un género literario de corto alcance en que el escritor adopta una actitud comprensiva, con una ligera sonrisa ante las ridiculeces de sus vecinos, sin pretender -no le concierne- oponerse al orden establecido. Ésta es la vena de Jouy aplicada por el Curioso Parlante al pintoresquismo madrileñista. Se propone alternar «en la exhibición de estos tipos sociales con la de los usos y -267- costumbres populares y exteriores (digámoslo así), tales como paseos, romerías, procesiones, viajatas, ferias y diversiones públicas...; la sociedad, en fin, bajo todas sus fases, con la posible exactitud y variado colorido». Montesinos, comentando este pasaje, hace observar la «insuficiencia de traducción» que implica el término castellano costumbres en relación con el francés originario moeurs (mores): aunque la diferencia no la ignoraba Mesonero, «la significación corriente de la palabra costumbres se le imponía con demasiada fuerza y le hacía olvidarse de que las que importaba estudiar no se reducían a paseatas y procesiones. De aquí la superficialidad moral del costumbrismo, tanto más sensible cuanto más contrasta con su afición a lo pintoresco». Con esta explicación del término costumbres, Montesinos nos ofrece un concepto claro de la literatura costumbrista y de sus limitaciones. Hay que tener en cuenta, sin embargo, en relación con la génesis del costumbrismo español, que el término castellano costumbres corresponde a la limitación impuesta por Jouy al concepto general de moeurs, en el sentido de moeurs locales, que es como L’Ermite emplea el término francés para explicar la motivación originaria de su quehacer literario, señalando la diferencia entre sus artículos y la literatura de los «philosophes moralistes»: «Fertile en observateurs de l’homme et de la société -dice Jouy-, la littérature française qui opposait avec un si juste orgueil Montaigne, Molière, Labruyère, Duclos, Voltaire, Montesquieu, Vauvenargues, aux philosophes moralistes de tous les temps et de tous les pays, n’avait trouvé personne qui volû ou qui daignât, à l’exemple d’Addison et de Steele, -268- consacrer sa plume à peindre sur place et d’après nature, avec les nuances qui leur conviennent, cette foule de détails et d’accessoires, dont se compose le tableau mobile des mouers locales». En este sentido determinado y limitado con que Jouy usa el término, es decir según la interpretación del concepto expresada por el modelo francés que Mesonero se propone imitar, la traducción española de la palabra moeurs por costumbres es bastante exacta; por ello el estudio de «moeurs locales» podía reducirse a las paseatas y procesiones a que se refiere Montesinos: usos y costumbres. El impulso de la corriente literaria promovida por el Correo Literario y Mercantil y encauzada por las Cartas Españolas se debe al interés del público por una literatura en que

el vecindario aparece como protagonista. Respondía a las circunstancias histórico-sociales del país en los años inmediatamente anteriores a la muerte de Fernando VII. Es el espíritu burgués que alienta en la literatura española desde mediados del siglo XVIII estimulando los primeros pasos de la prensa periódica y produciendo las comedias de Moratín. El terreno estaba preparado para que a finales del primer tercio del XIX se produjera el florecimiento del artículo de costumbres y de la comedia bretoniana. Mesonero Romanos era consciente del trasfondo histórico-social que había llevado a orientar su quehacer literario en esta dirección del periodismo costumbrista. En el primer artículo que escribió para La Revista Española, periódico lanzado por Carnerero como continuación -269- de las Cartas Españolas, puesto a reanudar la tarea iniciada en la revista anterior, hace un balance de los artículos publicados hasta entonces con la siguiente conclusión: «Tal es el plan que me propuse abrazando en la extensión de mis cuadros todas las clases; la más elevada, la mediana y la común del pueblo; pero sin dejar de conocer que la primera se parece más en todos los países por la frecuencia de los viajes, el esmero de la educación y el imperio de la moda; que la del pueblo bajo también es semejante en todas partes por la falta de luces y de facultades; en fin, que la clase media por su extensión, variedad y distintas aplicaciones, es la que imprime a los pueblos su fisonomía particular, causando las diferencias que se observan en ellos. Por eso en mis discursos, si bien no dejan de ocupar su debido lugar las costumbres de las clases elevada y humilde, obtienen naturalmente mayor preferencia las de los propietarios, empleados, comerciantes, artistas, literatos y tantas otras clases como forman la medianía de la sociedad». La enumeración de oficios que hace aquí Mesonero Romanos no sólo representa el tema principal de sus artículos, sino que refleja también el conjunto de sus lectores. El costumbrismo configurado en las Cartas Españolas representa el nivel medio de la sociedad a la que va destinada la revista. Preocupado por esta misma clase social en el artículo «¿Quién es el público y dónde se encuentra?», Larra, en agosto de 1832, lanza su Pobrecito Hablador como revista de costumbres. Con ello se proponía cultivar el mismo género que Mesonero Romanos había hecho tan popular desde que comenzó sus colaboraciones costumbristas -270- en las Cartas Españolas en enero del mismo año. Al incorporarse Larra al costumbrismo, el género recibe un nuevo impulso y un sentido especial en los momentos iniciales. Con un tono distinto viene Larra a prestar su contribución decisiva al costumbrismo. Aunque los modelos literarios sean los mismos que los de Mesonero, su intención es muy diferente. El Pobrecito Hablador aparece con un carácter bien marcado, definido en la portada del primer número: «Revista satírica de costumbres, etc., etc.». El asunto principal van a ser las costumbres con todas las implicaciones que se puedan deducir de los «etcéteras», es decir, la realidad social, y el procedimiento literario, la sátira. Mientras otros costumbristas rechazan explícitamente la intención satírica, Larra acepta la responsabilidad

literaria y moral de la sátira, como ya había hecho en el título del Duende Satírico del Día. En la nueva revista, pone la nueva forma del artículo de costumbres al servicio de la sátira social que había determinado la génesis del Duende. Le mueve la misma intención de escribir literatura útil con un espíritu reformista, según el concepto dieciochesco. Larra se proponía tratar lo que Cadalso consideraba «el asunto más delicado que hay en el mundo, que es la crítica de una nación» al declarar los propósitos de sus Cartas marruecas: «Desde que Miguel de Cervantes compuso la inmortal novela, en que criticó con tanto acierto algunas viciosas costumbres de nuestros abuelos, que sus nietos hemos reemplazado con otras, se han multiplicado las críticas de las naciones más cultas de Europa en las plumas de autores más o menos imparciales». Larra asume esta manera de concebir la crítica de las costumbres con que los ilustrados interpretaban -271- la empresa quijotesca de Cervantes. Las Cartas marruecas aparecen efectivamente entre los antecedentes del moderno artículo de costumbres considerados por Fígaro en sus comentarios generales sobre el género que sirven de introducción a su crítica del Panorama matritense de Mesonero. Al asumir la herencia dieciochesca, cuyo espíritu anima la génesis de la crítica de Larra, Cadalso queda integrado en el trasfondo intelectual de nuestro autor. En esta corriente de la literatura española que había animado la sátira del Duende hay que situar también el costumbrismo del Pobrecito Hablador. Pero el espíritu que prevalece en el género es el que le infunde Mesonero Romanos en los artículos de las Cartas Españolas. Montesinos, en relación con el asunto de moeurs-costumbres, observa que «Larra vio mucho más claro en este asunto [...]. Sin decirlo, sin insistir en ello, da a entender claramente que su visión de la literatura de costumbres es distinta de la de Mesonero; ello es patente en los artículos que dedicó al Panorama matritense, artículos de mucha enjundia, tanto en lo que tienen de positivo como en lo negativo, pues en ellos hay una repulsa de la literatura de costumbres superficial, insustancial, toda entregada a la descripción de cosas efímeras y sin interés. Está claro que lo que cuenta para Larra es el estudio del hombre y de la sociedad». -272- Esto es mucho más significativo cuanto que donde se inspira Larra para configurar su enjundiosa teoría del costumbrismo es precisamente en el texto de Jouy citado antes para explicar la relación entre las «moeurs locales» de L’Ermite y los «usos y costumbres» del Curioso Parlante. Lo que hace Larra es elaborar una interpretación personal del asunto mucho más profunda. Jouy ponía de un lado a los filósofos moralistas observadores del hombre y de la sociedad y de otro a los escritores que, siguiendo el ejemplo de Addison y de Steele, se proponían pintar del natural la muchedumbre de detalles y accesorios de que se compone el cuadro móvil de las costumbres locales. Pero Larra advierte que «semejantes bosquejos parciales estriban más que en el fondo de las cosas en las formas que revisten, y en los matices que el punto de vista les presenta que son por tanto variables, pasajeros, y no de una verdad absoluta». El escritor costumbrista que era Larra, puesto a teorizar sobre el género, mantiene la contraposición entre los autores que «habían considerado el hombre en general» (los «philosophes moralistes» de que habla Jouy) y los que siguen el ejemplo de Addison. Sin embargo, lo que para Jouy eran «moeurs locales» y para Mesonero «usos y costumbres», para Fígaro se resolvía en considerar «al hombre en combinación, en juego con las nuevas y especiales formas de la sociedad en que [los escritores] le observaban».

Para el Pobrecito Hablador el costumbrismo es un instrumento crítico y no una descripción colorista de la sociedad. Los tipos y las escenas no son figuras y cuadros tomados del natural para ofrecer una representación de los usos y del comportamiento externo de -273- los diversos estados sociales, de grupos profesionales, de personajes típicos del pintoresquismo local -urbano o regionalista-. Compone caricaturas. No son retratos, sino ejemplificaciones críticas de lo que el autor piensa de la sociedad y de sus preocupaciones morales. El primer cuaderno del Pobrecito Hablador ilustra muy bien el proceso que se había operado en la literatura costumbrista en España desde la desaparición del Duende Satírico del Día y al mismo tiempo la postura de Larra en dicho proceso. El artículo de este primer número, «¿Quién es el público y dónde se encuentra?», parte directamente del modelo francés tan de moda entonces: «Artículo mutilado, o sea refundido. Hermite de la Chaussée d’Antin», advierte el autor. Larra utiliza el artículo de costumbres a la manera de Jouy para considerar al hombre y la sociedad de su tiempo y de su país en función de sus propias preocupaciones sobre la realidad nacional. El Pobrecito Hablador expone el punto de partida de su artículo: «empeñado en escribir para el público, y sin saber quién es el público. Esta idea, pues, que me ocurre al sentir tal comezón de escribir será el objeto de mi primer artículo». Una vez que ha fijado el tema leyendo a Jouy sigue el tópico literario de los escritores de costumbres, callejeando por Madrid en busca de materiales. Lo que constituye el cuerpo del artículo francés son las descripciones de escenas y tipos. Esto es lo que en realidad le interesa al escritor en cuanto costumbrista: «peindre sur place et d’après nature», «foule de détails et d’accessoires», «moeurs locales». No se trata de especular, sino de pintar: «après avoir interrogé séparément des commerçants, des gens de loi, des gens du monde, je demeurai plus que jamais convaincu qu’un pareil sujet n’est pas de ceux que l’on -274- peut traite à tête reposée; qu’il vient de plus près encore à l’observation qu’à la morale, que c’est une de ces études qu’il faut faire d’après nature, et qu’une promenade du dimanche m’en apprendrait plus en quelques heures que les plus profondes méditations». Jouy trata de presentarnos tipos en relación con sus usos y costumbres, describirnos la paseata, la concurrencia de un cabaret conocido y en otros lugares de reunión. La conclusión no obedece más que a la necesidad de añadir una moraleja muy general para terminar necesariamente el artículo: «Maintenant, exige-t-on que je tire une conclusion des observations que j’ai faites? Je dirai que chaque classe de la société a son public; que ces différents publics ont néanmoins des caractères qui leur sont communs et dont se compose la physionomie du public en général; que son opinion ondoyante, se détermine trop souvent par le motif plus frivole, ou la partialité la plus révoltante; qu’il s’engoue pour les objets les plus futiles, et qu’il accorde tout à l’intrigue orgueilleuse, et dédaigne le mérite modeste; que sa faveur s’obtient sant titre et se perd sans raison; et qu’enfin c’est à tort qu’on affecte de le confondre, comme juge, avec la postérité, qui casse presque toujours ses arrêts». Para sacar estas conclusiones generales no era necesario que el autor se hubiera fatigado recorriendo París. Cualquier literato de cualquier país podía hacerlas suyas. Larra elabora los materiales literarios tomados de Jouy para ilustrar su propia visión de la realidad española. Frente a su modelo, al Hablador le interesa más la dimensión moral que

la observación de escenas locales. No hace un estudio «d’après la nature», sino que ofrece una representación caricaturesca del comportamiento -275- irracional de la masa en la España de su tiempo. La caricatura no consiste en la relación de rasgos descriptivos; el procedimiento se basa en la enumeración y en la yuxtaposición sintáctica para ridiculizar lo que hace la masa: el domingo, «un sinnúmero de oficinistas y de gentes ocupadas o no ocupadas el resto de la semana, se afeita, se muda, se viste y se perfila». «El público oye misa, el público coquetea [...], el público hace visitas, la mayor parte inútiles, recorriendo casas, adonde va sin objeto, de donde sale sin motivo, donde por lo regular ni es esperado antes de ir, ni es echado de menos después de salir...». «Un público sale por la tarde a ver y ser visto; a seguir sus intrigas amorosas ya empezadas, o a enredar otras nuevas; a hacer el importante junto a los coches; a darse pisotones, y ahogarse en polvo; otro público sale a distraerse, otro a pasearse, sin contar con otro no menos interesante que asiste a las novenas y cuarenta horas, y con otro no menos ilustrado, atendidos los carteles, que concurre al teatro, a los novillos, al fantasmagórico Mantilla, al Circo olímpico». La conclusión sigue al modelo muy de cerca en cuanto a la exposición, pero los reproches cobran una intensidad patética que no tiene el original, en cuanto que el Pobrecito Hablador está atacando realmente a la sociedad por la que se siente abrumado. El tono superficialmente desdeñoso de Jouy se convierte en una acusación a la sociedad con su «fisonomía monstruosa». Una sociedad intolerante y conformista: el público «es intolerante al mismo tiempo que sufrido, y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones pasajeras; -276- que ama con idolatría sin porqué, y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado, y se recrea en la mordacidad; que por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular». El público de que habla aquí el Pobrecito Hablador es esa «masa, esa inmensa mayoría que se sentó hace tres siglos», según dice en otro lugar de la revista. El absurdo irracionalismo en el comportamiento del público es el resultado de un letargo histórico, la falta de desarrollo social que impide a la masa estacionada tres siglos atrás ver dónde están sus verdaderos intereses. De ahí la intolerancia y el conformismo que sobre los cuales se sustenta el régimen fernandino, «el común oprobio», «el general abatimiento», «la triste verdad que de medio a medio nos coge y nos abruma», según dice en una nota del tercer cuaderno. La nota citada es un ejemplo de la técnica satírica del Pobrecito Hablador, que, según F. C. Tarr, consiste en «engañar con la verdad»: «Decir una cosa inocente, implicar lo contrario, y querer decir en el fondo lo primero, aunque en otro y más profundo sentido». La salvedad de dicha nota consiste en elogiar al «ilustrado Gobierno que nos rige, y que tanto impulso da al adelanto de la prosperidad y de la ilustración». Todo el mundo sabía que el Gobierno de Calomarde ni era ilustrado ni impulsaba prosperidad ni ilustración alguna. La ironía suena a sarcasmo si tenemos en cuenta que cuando Larra escribe esta nota, en septiembre de 1832, hacía dos años que el «ilustrado Gobierno» tenía cerradas las -277- universidades. Continúa dando explicaciones: «bien clara se manifiesta nuestra intención de cooperar a su misma benéfica idea con nuestros débiles conatos»; de lo cual se desprende la verdadera intención de Larra: cooperar a la ilustración para cuyo adelanto el Gobierno no

sólo no hacía nada, sino que ponía evidentes obstáculos. El buen entendedor podía comprender muy bien que el elogio se convertía en censura por muy pocas implicaciones que hiciera. Realmente, el Gobierno actual era para Larra un resultado del «vicio de tantos años y aun siglos». Ya hemos visto cómo en ocasiones anteriores Larra había contado con el sobreentendido de los lectores. No era mucho pedir que también lo hicieran en el Pobrecito Hablador. En este sentido se puede considerar, como hace Carlos Seco Serrano, que la «revista satírica de costumbres» publicada por Larra a finales de la ominosa década, «viene a constituir, en realidad, como el acta acusatoria contra la situación social y el sistema político que [el régimen fernandino] representa». El remedio -a estas alturas iniciales Larra todavía ve remedio, aunque sea a larga distancia- lo habían predicado los maestros ilustrados: instrucción, educación para formar ciudadanos y alcanzar la felicidad. «Pero ¿acaso puede enderezarse en un día el vicio de tantos años y aun siglos? ¿Puede ser dado a la penetración, ni a la fuerza del mejor Gobierno [¡cuánto menos a la de éste!, pensarían los lectores de Larra], romper tan pronto, ni desvanecer del todo tantos obstáculos como oponen la educación descuidada, las ideas viciosas, y un sin número, en fin, de circunstancias que no son de nuestra inspección y que gravitan en nuestro mal? Luengos remedios necesitarán acaso tan largos males. Esperemos que algún día hemos de ver triunfar -278- sus esfuerzos, y cooperemos en el ínterin con los nuestros». El Pobrecito Hablador hace suyas a este respecto las palabras de uno de los reformadores de la España Ilustrada, Miguel Antonio de la Gándara, en sus Apuntes sobre el bien y el mal de España: «Rómpanse las cadenas que embarazan los progresos; repruébense -279- los estorbos, quítense los grillos que se han fabricado de los yerros de dos siglos...». La esperanza radica en poder quitar los obstáculos. En el ambiente de aquellos momentos finales del Régimen se percibe una esperanzadora sensación de que «esto se acaba pronto». Sí, los cambios políticos sobrevienen a la muerte del tirano, pero la situación real del país mantiene los obstáculos y llega la desesperanza y poco a poco la desesperación de Larra. -280- -281- Conclusión No vamos a adentrarnos en el Pobrecito Hablador. Si nos hemos acercado a esta segunda revista de Larra ha sido para exponer cómo reanuda la empresa iniciada en el Duende Satírico del Día, objeto principal de nuestra atención. Ya advertimos en la introducción que íbamos a quedarnos en los umbrales de la obra de Larra. En ellos hemos intentado hacer ver cómo Larra se hace literato. Al comienzo de su trayectoria literaria, los primeros escritos

nos han revelado el arraigo de la obra y la iniciación del escritor en procedimientos expresivos mediante los cuales configura literariamente su visión de la realidad. Visión propia de la realidad colectiva que resulta del inconformismo y de la insatisfacción existencial del escritor ante las circunstancias políticas y sociales con que se enfrenta. El proceso de iniciación literaria de Larra expresa este enfrentamiento que, como hemos dicho en otra ocasión, no es la típica desilusión idealista del romántico, la rebelión de la intimidad en busca de un ideal inalcanzable y desconocido, sino que nace de la voluntad literaria de expresar el desacuerdo con la España en que el autor vive inmerso, con sus deficiencias y sus raíces históricas. La sátira entraña el anhelo de cambiar el sistema y de mejorar la -282- realidad en torno, según un concepto del hombre y de la sociedad definido históricamente por el pensamiento liberal y las aspiraciones de la revolución burguesa. Hemos visto iniciarse la obra de Larra dentro de una coyuntura histórica en que la mentalidad burguesa y liberal va imponiéndose inevitablemente contra los obstáculos que se oponen a su desarrollo. Larra se hace literato ajustando los recursos expresivos de su talento literario a las posibilidades determinadas por las circunstancias del momento. De ahí que para juzgar los límites y el alcance de este proceso inicial de su obra haya que considerarlo en relación sustancial con la situación en que se origina. El Duende, en esta situación, terminó de mala manera, pero su fracaso resultó fecundo en el camino de su autor. Fue su primera salida. Podemos considerarlo como una obra de aprendizaje en cuanto que la experiencia adquirida escribiéndolo -y publicándolo- en plena ominosa década sustenta la continuidad con la obra posterior, de periodismo militante, al final de la década y al principio del régimen liberal. Por encima de odas y sátiras neoclásicas, y a pesar de los obstáculos, era ésta la literatura que los tiempos requerían. Por todo ello, y como resultado, creemos que para comprender la obra de Larra en su conjunto, la primera serie de artículos, no incluida por su autor en la colección de sus obras, se nos manifiesta ahora con una significación mucho mayor de la que habíamos percibido en nuestra primera experiencia de lectores. Hemos ido concibiendo el libro a medida que nos íbamos dando cuenta de ello y al terminar de escribirlo nos parece como si fuera el resultado de la sorpresa implicada en éste darnos cuenta. -283- En el corto trayecto que nos hemos fijado para nuestro recorrido nos hemos detenido con atención en ciertos puntos mirando atrás en los orígenes y con la intención puesta adelante, en la trayectoria cumplida de nuestro escritor. Al revelar ciertas inspiraciones literarias no hemos querido ir tras el mero dato de la fuente ni nos hemos preocupado mucho de la originalidad. El genio de Larra -ya se sabe- es crítico y no creador. Los temas de sus artículos están considerados en función de una motivación originaria que consiste en hilvanar en forma de discurso las ideas del autor: «Emitir nuestras ideas tales cuales se nos ocurran, o las de otros tales cuales las encontremos para divertir al público, en folletos sueltos de poco volumen y de menos precio, éste es nuestro objeto». Según esto, la estructura de los artículos responde a un deseo de discurrir libremente en poco espacio con una unidad intencional. El carácter de aquellas publicaciones que venían apareciendo desde el siglo anterior permitía una capacidad miscelánea para tratar de esto y aquello en un mismo número o a lo largo de la serie. El procedimiento era lo suficientemente flexible

para plasmar el objeto que Larra se había propuesto alcanzar en la trayectoria iniciada por el Duende Satírico y continuada por el Pobrecito Hablador: la exposición de sus propias opiniones y las ajenas según se le fueran ocurriendo o las fuera adoptando. Para hilvanar sus propias opiniones utiliza hilos que encuentra en sus lecturas: «Habrá artículos -advierte- que sean una capa ajena con embozos nuevos». A lo largo de su obra la inspiración libresca le sirve de apoyo: artículos de Jouy, una sátira de Boileau, otra de Horacio, textos de Cervantes y de Quevedo le ofrecen el cañamazo. Expresa -284- lo que necesita decir, lo que no puede callar, elaborando materiales literarios previos. Esta inspiración libresca aparece menos elaborada y más profusa en el primerizo Duende. Quizá porque su inexperiencia de escritor necesitara más andaderas en aquellas circunstancias, tan difíciles para la libre expresión de las ideas. Pero estas andaderas -estas fuentes- no deben hacernos olvidar lo que ellas sustentan: el empeño literario con que el autor trata de expresarse a sí mismo intentando configurar literariamente su interpretación crítica de la realidad colectiva. Además de dar a conocer algunos aspectos hasta ahora desconocidos o poco atendidos por la crítica, hemos tratado de mostrar cómo la corriente cultural de la España Ilustrada y de sus continuadores, los liberales de comienzos del XIX, especificada literariamente, contribuye a la gestación de la obra de Larra. Su primera serie de artículos expresa su insatisfacción ante las circunstancias del momento, pero nacen vinculados a una herencia literaria. Ya no cabe duda de que España tuvo su siglo XVIII y de lo que esto representa en los orígenes de la España moderna. También tuvimos una literatura dieciochesca que todavía no se ha valorado como merece, sobre todo en el esfuerzo que representa para la formación de la crítica y el ensayo modernos. Esta mentalidad renovadora de la Ilustración no quedó como un paréntesis entre el Siglo de Oro y el Romanticismo, sin consecuencias en el desarrollo de la literatura posterior. Sus aportaciones quedaron como adquisiciones definitivas de las generaciones siguientes, señalando los orígenes literarios de la España moderna. La génesis de la obra de Larra es una prueba de ello. Larra se siente -285- vinculado a los que él considerara «los padres de nuestra regeneración literaria». Pero las nuevas circunstancias históricas del siglo XIX plantean nuevos problemas y requieren nuevas soluciones. El liberalismo y el romanticismo exigen actitudes políticas y expresiones literarias a la altura de las nuevas circunstancias. En esta coyuntura se desarrolla la obra de Larra. En los orígenes de su trayectoria literaria hemos estudiado El Duende Satírico del Día situado en el paso del antiguo al nuevo régimen. -286- -287- Apéndice Artículos del Correo Literario y Mercantil en la polémica con el Duende Satírico del Día

Plaza de toros ..................................................................................................................................................... ..................................................................................................................................................... Ahora, señor público, no vamos a entrar aquí en pormenores históricos y filosóficos acerca de este género de espectáculo que tanto ha llamado en todos los tiempos la atención de nacionales y extranjeros. Los españoles estamos hartos de ver que los que vienen de otros países a visitarnos, a pesar de las prevenciones con que llegan en contra de las funciones de toros, son los primeros a asistir a ellas, estando muy de acuerdo, por lo menos, en que su aparato preliminar, circo en que se celebran, y concurrencia extraordinaria, son cosas que ofrecen un espectáculo magnífico, que en ninguna otra nación se encuentra y que no pueden menos de empeñar vivamente el interés de cuantos a él concurren. Así, pues, no entremos en examinar si las corridas de toros deben -288- su origen a los moros, ni si los de Toledo, Córdoba y Sevilla fueron los primeros que lidiaron en público; ni cómo los españoles, sucesores de Pelayo, adoptaron esta clase de función; ni si el primer español que alanceó un toro fue o no el famoso héroe Rodrigo Díaz de Vivar; ni hablemos de las fiestas públicas de Alfonso VI; ni de las que menciona el licenciado Francisco de Cepeda, celebradas en el año de 1010; ni nos detengamos tampoco en las corridas que según nuestras crónicas hubo cuando se casó Alfonso VII en Saldaña con doña Berenguela la Chica, hija del Conde de Barcelona; y pasemos también por alto las que se celebraron cuando Alfonso VIII casó a su hija doña Urraca con el rey D. García de Navarra; dejando asimismo para otra ocasión, si fuese necesario, referir cómo nuestra nobleza llegó a entregarse a esta clase de diversión, y cómo sus individuos, movidos por la fama de algunos valientes moros, trataron de competir con Muza, con Gazul, con Maligue-Alabez y otros granadinos que se distinguieron en estas lides. En esta nomenclatura histórica y erudito-toresca habría mucho que decir y aun algo referiremos al dar cuenta de un folleto publicado no hace mucho tiempo, en que se toca la materia con bastante profusión. Ahora cortemos el preámbulo, y bástenos conocer que la afición a los toros ha vuelto a despertarse, gracias a los esfuerzos y a la inteligencia de la empresa. La idea de las medias corridas es tan acertada, que de fijo puede calcularse que la entrada es segura; y así es que los lunes, desde las tres de la tarde, es numeroso el gentío que se ve transitar hacia la plaza: los calesines, las tartanas, los coches de colleras se cruzan con rapidez para multiplicar sus viajes, hasta que ya, casi a la hora crítica, los equipajes elegantes, landós, carretelas y cabriolés anuncian que son las cinco, y que todo el mundo va...; ¡a los toros!, ¡a los toros! -289-

Digamos, pues, algo de los de antes de ayer, presentando a nuestros lectores una breve descripción de la corrida. ..................................................................................................................................................... ..................................................................................................................................................... Correo Literario y Mercantil, número 2, 16 de julio de 1828 El Duende satírico del día: le publica de su parte Mariano José de Larra: cuaderno 4.º Madrid setiembre de 1828. Véndese en la librería de Sanz y otras a tres reales: papel de 20 hojas en 8.º Este papelejo está destinado a hacer grandes esfuerzos para probar que el Correo Literario y Mercantil es lo peor que se ha escrito de todo lo que se ha publicado desde la fundación de Madrid hasta el nacimiento del Duende; y para ello emplea con mucho arte aquella ironía y aquel gracejo, que son a la manera de las especias que suplen la falta de sustancia. Manifiesta muy largamente el efecto que le causa su lectura, y es provocarle el sueño, procurando exponer de un modo nuevo esta idea tan añeja, y dilatándose tanto que se conoce que cuando escribía lo hacía entre sueños. El lector verá con gusto (pág. 8) un dicho de Piron, que es bastante viejo; y si antes no lo había oído o leído le divertirá, aunque en sí no se sabe bien si viene o no al caso. Al mismo tiempo notará el lector la burla que hace el Duende, porque tiene prólogo el Correo, pareciéndole impropio que llevase delante un postillón. Hace el honor al Correo de ser el primer periódico que haya tenido prólogo; lo cual ha parecido al Duende digna materia para su objeto. Con todo, hacemos memoria de haber visto periódicos con prólogo en español; -290- y si no fuera porque la cosa en sí es tan grave, le haríamos presente algunos periódicos extranjeros, y entre ellos la Revista enciclopédica con más de un prólogo. Pasará el lector más adelante, y verá la diligencia del Duende en recoger faltas y defectos como el que cita del Correo de haber hablado del cometa unos días después de la Gaceta, así como de haber puesto un artículo de medicina de que otros habían hablado; en todo lo cual tiene tanta razón, que debiera extender su crítica a todos los periódicos de Europa, Asia y América. Verá luego el lector (pág. 10) la gracia con que se burla del artículo que se insertó en el Correo, según dice el Duende, sobre haber este año en la exposición pública de la industria otras cosas que el pasado. Es de alabar la destreza con que el Duende ha mudado el sentido del artículo para poder divertirse con sus chanzas. El sentido del artículo era que viesen los

que parecían ciegos, y oyesen los que parecían sordos: el asunto pedía repeticiones para que lo entendiesen muchos que creían, y aún creen, que la exposición pública de este año era la misma cosa que la del anterior. Este error cundió mucho, y aún dura el no entender lo que es una exposición pública de los productos de la industria; y para desvanecer esta idea era preciso usar de aquel estilo, que no es cosa nueva, y de eso que al Duende le parece pesadez. En las mismas razones está fundado aquel cuidado que es al anochecer, en que repara (página 14), y debió repararlo, porque los Duendes no tienen obligación de imponerse en ciertas circunstancias, como lo ha probado el Sr. Larra, comisionado por el Duende en los versos que hizo a la exposición pública, en los cuales por no entender las materias de que hablaba ha dicho cosas muy raras. Conque así más vale callar, y tener presente aquello de -291- Y el vulgo dice bien que es desatino el que tiene de vidrio su tejado andar apedreando al del vecino. Más adelante, en la misma página, reprende magistralmente el Duende al Correo, porque dice el amor de la patria en lugar de el amor a la patria: verdad es que son dos locuciones diferentes, aunque por ahora no pueda darse la razón al Duende, ni es cosa de gastar tiempo en explicarlo. Tomaremos esta lección por el amor de Dios, por el amor de Jesús y por un santo temor de Dios: locuciones todas del castellano castizo. También verá el lector la elegancia con que el Duende explica la significación de la palabra genio; y esto es tanto más de agradecer cuanto no venía al caso. Bueno es, sin embargo, que sepa el lector que, según el Duende, la palabra ingenio se aplica a las cosas mecánicas, y nunca a las ciencias ni a los objetos grandes, pues esto toca al genio, según el Duende; de manera que los ingenios de otro tiempo no eran más que unos zapateros de viejo, y en España no debe de haber habido quien se dedicase a las ciencias y a los objetos grandes, como tinajas, etc., porque la palabra genio en el sentido del Duende no se ha conocido en castellano, sino en el del refrán que dice: mal genio y buen corazón, y en el sentido mitológico. Sin duda los latinos y los españoles se contentaron con tener ingenios; lo que debió de ser cosa muy apreciada en lo antiguo, pues un poeta dijo: Ingenium quondam fuerat pretiosius auro. La época de los genios en castellano empieza con el Duende. Con esto llegamos a dar noticia de esta producción selecta hasta la página 14, sin hacer mención de la alusión satírica y poco oportuna que se hace en la página 12, donde dice de rodilla en rodilla. Otro día continuaremos -292- el extracto de esta insigne obra para noticia del público, a quien aseguramos que su lectura no le hará daño ni provecho. No es poca satisfacción la de tratar de tontos y necios a unos periodistas, lo cual no está prohibido por las leyes; y en cuanto si repugna algo a la urbanidad, toca esto a la ciencia política de cada uno. En rigor no debe faltarse a ella en ningún caso; y si alguna vez por descuido o por efecto de la debilidad humana lo hiciésemos, no dejaremos de reconocer que es una falta

mayor que decir que S. A. o S. M. quedó muy complacida en lugar de complacido (pág. 10), cosa que es tan sabida que sólo puede atribuirse a error de copia; pero error digno del objeto del Duende. Aquí pensábamos concluir por hoy, cuando nos ocurrió dar un salto a la página 23, y no tuvimos reparo en hacerlo, fundados en que los correos y los poetas tienen facultad para dar saltos, que así se traduce el quid libet audendi. El caso es que el Duende dice allí que no entiende lo que significa o lo que quiere decir la carta de Dominguito. Sin embargo, está bien claro que su objeto es disipar los temores de la escasez de agua. Este punto merece más atención de lo que ha creído el Duende, quien no lleva más objeto que desacreditar al Correo para bien suyo y del público, según dice, por lo que no debía ni podía tal vez entenderlo bien. En este verano más que otros se hizo moda el ponderar la escasez de agua. El hecho es que en el verano se gasta más agua que en el invierno, y que todos los veranos sucede lo mismo que ha sucedido en éste, sin que por eso se pueda decir que en diciembre trajesen los viajes más agua que traían en julio. Sea como fuere, pareció muy útil disipar el temor de la falta de agua, porque el Duende debe saber que un terror pánico de esta especie pudiera tener consecuencias funestas. -293- Ya un día se vieron, y si la imprudencia o la ligereza hubiera seguido fomentando esta idea, pudieran haberse ocasionado los males de la escasez real. Había agua, y las voces de escasez eran las que podían afligir y convenía disipar. Digan los Duendes si lo entienden ahora, y busquen con su genio otros motivos de censurar el periódico. Había y hay agua por efecto del constante cuidado y de los grandes gastos con que en todos tiempos ha atendido este punto el Ayuntamiento de Madrid. No por eso dejaría de ser bueno, útil y necesario (no se ponen por sinónimas estas palabras como creen los duendes) que Madrid tuviese aguas más abundantes; y puede decirse que aun cuando las obras para traerlas del Jarama o de otra parte costasen 300 millones, deberían gastarse, y la utilidad sería siempre proporcionada, sin detenerse en cálculos mezquinos de si el capital producirá tal interés. En ciertos casos el interés pecuniario directo importa poco respecto al que se produce indirectamente por muchos títulos. Concluyamos de esta vez. Algún escrúpulo nos queda acerca de esto de tratar con duendes, y en especial con éste que parece de casta nueva. «A estos duendes, dice un autor español, en Castilla los llaman trasgos, en Cataluña folletos, que quiere decir espíritus locos; y en Italia farfareli; y en las partes septentrionales los llaman fantasmas, según Olao Magno... estos duendes se sienten en las casas, nunca hacen mal a nadie; siéntese su ruido sin percibirse de ordinario el autor de él; quitan y ponen platos, juegan a los bolos, tiran chinitas, se aficionan a los niños más que a los grandes, y especialmente se hallan duendes que se aficionan a los caballos. En Milán es esto cosa muy sabida y experimentada; y un capitán me certificó a mí que en solo su compañía había tres que cuidaban de tres caballos, y que el suyo tenía un duende muy su apasionado, -294- que le hacía las clines, le echaba de comer, y cuidaba mucho de su regalo y adorno, etc.». En vista de esto y de otras muchas cosas que refiere y prueba el autor del Ente dilucidado, no sabemos qué pensar de este Duende, y acaso no debiéramos habernos metido a dar noticia de su obra. Mas al fin esto le servirá para tirar chinitas o hacer otra travesurilla, en

tanto que en otros artículos continuaremos presentando el extracto de estas y de otras insignes producciones suyas. J. P. El Correo Literario y Mercantil, núm. 34, 29 de setiembre de 1828 Le ton fait la chanson. Traducción libre. Al son que me tocan bailo Hace unos cuantos días que se ve en las esquinas de las calles un gran cartelón, que anuncia un examen crítico del Correo Literario y Mercantil. Pero como entre leer el anuncio y acudir a comprar el folleto hay una gran distancia, no me parece fuera de la caridad cristiana el hacer de modo que su pobre autor despache algunos ejemplares más, siquiera porque no quede empeñado con su librero, y pierda del todo el fruto de su trabajo. Por lo mismo, y aunque ya en el número anterior se ha hablado de esta ridícula producción, nos cruzaremos hoy de palabras con el criticuelo; no precisamente para responder a sus cargos (pues a ninguno acompañan -295- las pruebas), sino para divertir al público, acordándonos cómo es justo y debido de que Les sots sont ici bas pour nos menus plaisirs Es, pues, el caso que el papelucho en que se trata de pulverizar a nuestro periódico se presenta como cuarto cuaderno de otros tres papeluchos que en otros tiempos salieron a luz con el título de Duende Satírico del Día; cuyos papeluchos ha publicado de parte del dicho Duende el caballero Mariano José de Larra, sujeto no muy notable a la verdad en el mundo literario, pero que en fin ha tenido el gusto de hacerse conocer por una malísima oda a la exposición de la industria española, y por los varios desatinos con que ha embadurnado las páginas de su malhadado Duende. Este Duendecillo en su último cuaderno se permite a fuer de gracioso todo género de insultos contra el Correo Literario y sus redactores; cosa que no nos causa maravilla, porque creemos que en esto de buena crianza los duendes deben estar algo atrasados, así como no deben tener necesidad de probar nada de lo que dicen cuando llaman a los demás necios y malísimas a sus producciones. Yo hasta ahora había creído que cuando se quiere refutar algo, lo primero debe ser entenderlo, y lo segundo, probar lo que se dice; pero está visto que en el país de los duendes las cosas se arreglan de otro modo; y por lo mismo, no queriendo meterme a reformador, dejaré al señor Larra que critique a lo Duende, y acordándome de que soy periodista no dejaré por mi parte de comunicar al público algunas observacioncillas sueltas acerca de la lógica, buen estilo, oportunísimas gracias y demás lindezas que encuentro en la obrilla que me ha caído en las manos. El Duende cree triunfar sin haber vencido. Todos los enemiguillos del Correo se solazan y apiñan para exclamar -296- en coro: ¡Bene, bene respondere! ¡Viva el crítico que

necesitábamos para dar lecciones! ¡De ésta sí que el Correo no se levanta! Ahora sí que sus redactores han quedado para siempre en el atolladero. ¿Quién no ha de reír de estas baladronadas y de la jactancia bufona de nuestro maestro el Duende? Confesamos que nos ha divertido esta mascarada de un aprendiz disfrazado en pedante: lo que hay es que el juego no puede durar mucho. Vamos a soplar sobre el castillo de naipes del señor Larra, y a dejar caer sobre la cabeza del Duende pigmeo la endeble escala que había arrimado al edificio de nuestro periódico con el objeto de escaldarle. Y para esto puede darnos abundantísima materia cualquiera de sus cuatro folletos. Todos están sobre nuestra mesa reclamando pronta y debida análisis; pero ¡ya era obra si tal emprendiésemos!, y luego ¿para qué? ¿El Duende nos critica por ventura fundándose en razones? ¿No lo ve vmd., señor público, brincar y hacer pinitos de imprenta en imprenta, haciendo rechinar las prensas de don José del Collado en su primer número; en el segundo de don Norberto Llorenci; de Repullés en el tercero, y de Amarita en el cuarto? Pues esta misma movilidad, este mismo desasosiego, esta misma malandanza del Duende en pringar imprentas, la tiene en sus réplicas y argumentos. Cada pincelada suya es un error: cada reparo una simpleza; cada chiste una desvergüenza. Lo muy singular es que el Duende da a entender que es el intérprete del público ilustrado. ¡Válate Dios por Duende!... ¿El público ilustrado cómo ha de haberle dado sus poderes? ¿Entre el público ilustrado y el duendecillo existe por acaso la menor analogía? No obstante, como no nos tendría cuenta parecernos al Duende en esto de no dar razones: una cosa es chancearnos -297- un poco, y otra será probar con buenos y sólidos argumentos que este Duende habla de lo que no sabe, y da tantas pifias como palabras imprime. No escojamos y abramos cualquier número, seguros de hallar lo que se busca. Cuaderno 2.º, pág. 7. ¿De qué trata el Duende? Veamos: Pues es de hacer la crítica del drama que se ha representado con el título de Treinta años o La vida de un jugador. Éste a primera vista es un buen pensamiento; porque en efecto la obra en cuestión además de pertenecer a un género bastardo, puede con la gran boga que ha adquirido contribuir a la corrupción del gusto. Pero el Duende apunta y no acierta; pues son tales los errores y absurdos que acumula para criticar lo que sabría combatir un cursante del aula de poética; son tantos los lugares comunes que emplea, y tan triviales y vacías sus observaciones, que pudiera haberse ahorrado la molestia de emplear sólo para explicarnos el argumento de dicha pieza 17 páginas mortales, que van desde el 15 hasta el 31; que es decir, que con la simple narración del citado argumento ocupa la mitad casi de su folleto, método por cierto muy cómodo de llenar papel sin decir nada y de engañar al público. Bien es verdad que Stultus labor est ineptiarum. Por si el Duende, a pesar de la multitud de textos y epígrafes que nos endosa en diferentes lenguas, tuviese necesidad de que se le explique esta frase de Marcial, le diremos que hace alusión a la propiedad que suelen tener los tontos de fatigarse mucho para decir cosas inútiles. Así es que cualquiera sin ser duende sabe y conoce que la acción del Jugador es de suyo extravagante; que no está escrita según las reglas; que es inverosímil que de acto a acto se

pasen quince años, y que seguramente dicha producción no está medida con el compás del -298- Misántropo y de la Mojigata. Pero también saben todos que venírsenos con un impreso de 40 páginas sólo para decirnos esto y nada más, y eso peor dicho y peor raciocinado que pudiera hacerlo un estudiantillo, es sobrada pedantería; a no ser que el Duende crea que todo el mundo carece de sentido común, y ha menester de que él le ilustre y esclarezca. Palmetas, palmetas está pidiendo esta muchachada del Duende. Pero lo que pide más que palmetas, y no es bajo ningún título excusable, es el tonillo dogmático y presuntuoso con que el caballero Larra, o sea el Duende (soi disant satírico) se vale de esta circunstancia para lanzar invectivas y decir necedades contra el teatro francés. ¡Diablillo es mi hombre en esto de raciocinio y lógica! Basta que el Jugador se haya escrito y representado en París para que este sabio de nuevo cuño hable de la escena francesa con el mayor desprecio; y aun, si mal no he leído, trae el asunto arrastrado por los cabellos para pegar también su embestida a la ópera, pues sin saber por qué ni para qué concluye su artículo diciendo que también los españoles sabemos bostezar en la pesada y tosca música de las óperas, con que, a pesar de Euterpe, nos empeñamos en ensordecer los tímpanos mejor enseñados. Pero no nos metamos en asuntos de óperas con el Duende. Harta y sobrada hilaza descubre en los demás puntos; y a fe que si hubiésemos de irle contestando a todos habría abundante materia para escribir un tomo en folio. No salgamos, pues, de lo del teatro francés. ¿Qué tiene que ver, pobre Duendecillo, el teatro francés con los teatros en donde en París se ejecutan todos los dramas y piezas del género de la del Jugador? Si el Duende, porque estos dramas están escritos en francés, y porque se representan en francés, llama teatro francés el lugar en donde se representan, habrá dicho -299- una verdad de Pero Grullo; pero es preciso que el Duende antes de hablar sepa lo que dice, y que aprenda que en París no es en el teatro francés en donde se representan estos comediotes, porque en el llamado teatro francés, que está en la calle de Richelieu, contiguo al Palacio Real, que es el teatro del buen gusto, en donde han brillado y brillan las primeras obras de la literatura dramática francesa; en donde Corneille y Racine, y Molière y Regnard, tienen su asiento, y en donde tanto se ha distinguido Talma, mademoiselle Mars y otros artistas eminentes...; en el teatro francés (digo) no se ejecuta el Jugador de monsieur Ducange, ni drama alguno de este jaez. Sepa también este ignaro Duende, que en el llamado Boulevard están los teatros consignados exclusivamente a este género, ya que es menester que en una gran capital haya diversidad de espectáculos; y que el teatro de la porte Saint Martin, L’ambigú, La Gaite nada tienen de común con el teatro en donde se ponen en escena las composiciones escogidas y dignas de la cultura de aquella nación civilizada. Pero aún hay más, y es que aun cuando fuese lo que piensa el Duende, su argumento sería siempre necio y trivial porque al fin y a la postre también se acaba ahora de representar en nuestros teatros el Mágico de Astracán, y no por eso dejaría de pasar por un crítico imbécil el que se valiese de este motivo para insultar el buen gusto de todos los españoles. Así es como, queriendo nacionalizar la cuestión, y echarla de patriotismo literario, contradice el mísero espíritu folleto todos los principios de la buena lógica. ¡Cuantum est in rebus inane! Ya sabe el Duende que el texto le cae de perillas.

Abro otro de los cuadernillos del Duende, y noto que cada vez se descubre más a las claras el genio, portentoso de su autor. A propósito de genio, algo creo que el Duende nos habla de esto en el cuaderno. Con -300- efecto, en la página 11 (y acaso es la única vez en que mal o bien intenta entrar en razones) trata del genio, del ingenio y de la verdadera aplicación de estas palabras. Verdad es que el pobrete se mete en una cuestión que no entiende, y así es que desbarra sin término; pero da la casualidad que sobre esta parte del folleto del Duende se nos ha comunicado un artículo muy esencial, en que se hacen patentes sus errores y su ningún conocimiento de la lengua en que escribe; y como nos proponemos publicarle en el número próximo, no habremos menester de añadir nada a lo que sobre el mismo punto se insinuó en el número anterior. Así que, capítulo de otra cosa. Pero a propósito de otra cosa, ¿no le parece a vmd., señor público, que lo que es por hoy basta y sobra de Duende? Hay otras materias que están pidiendo con toda justicia el lugar que les corresponde; y si bien queremos divertir algunos ratos a nuestros lectores a costa de nuestro insustancial agresor, no podemos en conciencia darle la menor importancia; y así deben considerarse nuestras respuestas como unos meros pasa-volantes; unas banderillas de fuego puestas a este torito claro y flojo que, parecido a ciertos gozques, añade al furor de ladrar la impotencia de morder. Terminaremos hoy con un cuento. Jactábase un pedantuelo en una sociedad de ser duende. -¿Y qué es ser duende? (hubo de preguntarle una de las señoras que se hallaban presentes). -Ser duende (replicó él) equivale a ser majo. -¿Y qué entiende vmd. por majo? -Ser majo (repuso él) es hacer lo que yo hago. Yo me injiero en todas partes; hablo de todo; me planto en las esquinas; suelto chicoleos a las que pasan; guiñoteo a las que están en los balcones; escupo recio; toso de modo que me oigan; charlo con profusión; la echo de crítico; bullo y rebullo para que me vean, y si -301- no lo consigo me lo figuro, y me doy por contento. -Ay, hijo (replicó la señora): eso no es ser Duende ni majo: eso es ser tonto. ¿Quid rides? Mutato, nomine de te fabula narratur. (La continuación para otro número) El Correo Literario y Mercantil, núm. 35, 1 de octubre de 1828 Correspondencia Señores redactores del Correo Literario y Mercantil: No ha podido menos de indignarme la miserable producción que acaba de publicarse con el título de El Duende Satírico. Su autor da pruebas evidentes de tener mucho genio. No será malo que vmds. sepan (por si lo ignoran) que esta palabra se usa con mucha propiedad en la albeitería. Es muy común oír decir a los mariscales: Tal o cual bestia tiene mucho genio; y cuanto más genio tiene la bestia es tanto más apreciable para ciertos usos. Si el sapientísimo Duende fuese algún día

de éstos al mercado de caballos, es muy probable que los mariscales no tarden en descubrir su muchísimo genio. Si he de decir a vmds. la verdad, el primer artículo que han publicado vmds. en su periódico, rebatiendo las sandeces del Duende y firmado J. P., no es enteramente de mi gusto. Tanta urbanidad, tanto decoro (estas palabras no son sinónimas, como pudiera creerlo el Duende) honran al señor J. P. y al periódico; pero, ¿por qué tantos melindres para sepultar para siempre en el cieno a un pedante tan necio como ridículo y desvergonzado? Yo quiero contribuir a este acto de rigorosa justicia, y hoy daré principio hablando de la elegante -302- explicación que da el Duende de la palabra ingenio. El ingenio (dice el Duende criticando al Correo) se aplica a las cosas mecánicas, y nunca a las ciencias ni a los objetos grandes, pues esto toca al genio. Oiga y aprenda este pobre Duende lo que dice Capmany, uno de los sabios españoles que mejor han sabido la lengua castellana. Ingenio significa aquella virtud del ánimo y natural disposición, nacida con nosotros mismos, y no adquirida por arte o industria, la cual nos hace hábiles para empresas extraordinarias, y para el descubrimiento de cosas altas y secretas. En otro lugar dice el mismo autor: Como en la lengua francesa no se distingue el ingenio del genio, pues no tiene para lo uno y lo otro más que el nombre genie, de aquí habrá provenido que en estos últimos tiempos a fuerza de tantas traducciones se haya introducido en los escritos de algunos de nuestros literatos el abuso de llamar constantemente genio a lo que constantemente han dicho ingenio nuestros padres y nuestros abuelos. En otro lugar dice: Si alguna vez se ha usado o se puede usar la palabra genio, es personificándola, tomada entonces por algún sabio singular, que ha hecho época en los adelantamientos de alguna ciencia; pero siempre acompañada de algún epíteto, como divino, creador, inventor, soberano, original, etc. ¿Qué le parece a vmd. la píldora, ignorantísimo Duende? ¿Se parece lo que vmd. dice a lo que explica Capmany? ¿Sabe vmd. quién ha sido Capmany? ¿Conoce vmd. lo que vmd. es? Pues aún me queda algo más que decirle, y por de pronto vaya otra citilla del mismo Capmany. Dice éste: No puede decirse Homero fue un genio, Platón era un genio, porque esta acepción absoluta nada significa en castellano. Ya ve, pues, el pedantuelo y mal avisado autor del Duende que, según Capmany, el lenguaje castellano más -303- puro y la razón no se puede decir (como él dice) Homero fue un genio; que lo que se puede y debe decir es que fue un ingenio (como se expresó el Correo), por la misma razón que se ha dicho siempre en castellano castizo que Cervantes fue un ingenio. Vaya que soy un plomo. Dale con Capmany; vuelta a Capmany, y maldito sea ese Capmany, que no quiere que un escarabajuelo de Duende escriba en bárbaro, hable en bárbaro, raciocine en bárbaro, y publique papeles bárbaros, que bárbaramente ofenden a los que no son bárbaros. Sea lo que quiera, allá va otro textillo.

¡Bah! ¡Que es tarde!... ¡Más citas todavía! ¡Jesús, qué pesadez de hombre! -Pues sí señor, dice Capmany: El nombre ingenio en su común significación se extiende más allá de los términos de las artes amenas, pues se aplica igualmente al talento sobresaliente en las matemáticas que en la poesía, en la táctica que en la elocuencia, en la política que en la pintura, en la astronomía que en la música y en la física que en la mecánica. Luego no se aplica la palabra ingenio (como dice el Duende queriendo criticar a los redactores del Correo) sólo a las cosas mecánicas, y nunca a los objetos grandes: luego ni supo el Duende lo que habló, ni debió hablar, ni exponerse a la vergüenza de convencer a todos de que ignora su lengua: luego antes de censurar lo que no entiende debió tomar algunas lecciones de gramática castellana. Basta por hoy; pero entretanto, como dijo un poeta nuestro Guerra declaro a todo monigote. Guerra declaro al Duende, y a cuanto produzca su mal cortada pluma y su petulancia. -304- Queda de vmds., señores Redactores, y apasionado del útil periódico que publican con aceptación de los que no son duendes su affmo. suscriptor y apasionado X. B. El Correo Literario y Mercantil, núm. 36, 3 de octubre de 1828 Tejidos impermeables ..................................................................................................................................................... ..................................................................................................................................................... Nota. Hemos usado la palabra impermeable, que significa tanto como impenetrable al agua, o sea, incalable. Si no le gustase a alguno debe sustituir la que más le agrade o le parezca más propia, pues no pretendemos tener autoridad para decidir en este asunto. Además, ¿cómo nos habríamos de atrever a hacerlo cuando anda bueno y sano por esas calles de Madrid un trasgo o Duende satírico, destinado por la Providencia desde el instante de la creación para velar por el buen uso y propiedad del habla castellana? El que quiera conocer bien la riqueza, la pompa y las galas que ostenta nuestra hermosa lengua, eche a un lado los

Capmanys, los Marianas, los Cervantes y otros innumerables escritores; lea al Duende satírico, y allí aprenderá que se debe decir angina en vez de engina, S. A. o S. M. quedó muy complacido en vez de complacida, ¡esto sí que se llama saber! ¡Viva, viva el Duende! ¡Loor al crítico que sabe hacer unas observaciones de tanta importancia! Cuando un sabio se da a conocer debe hacer ver toda su ciencia, y esto no se consigue hablando de ciencias ni artes ni de otras majaderías: lo que interesa sobremanera a la razón humana es saber si en un escrito están los puntos -305- y comas en su verdadero lugar, si hay una a en vez de una e, si dice mejor angina que engina, etc.: verdad es que con esta especie de descubrimientos no se aumenta ni se quita ninguna rueda a la bomba de fuego, no hace progresos la navegación ni el comercio, ni se remedia a las necesidades más urgentes de la sociedad; pero eso ¿qué importa? Nada. Lo importante, lo importantísimo son las críticas de Duende, aunque haya por ahí malas lenguas que diz que dicen otra cosa muy diferente, pues aseguran que es más digno de aprecio un zapatero que sabe bien su oficio que el crítico que critica a la manera del sapientísimo autor del Duende satírico. El Correo Literario y Mercantil, núm. 39, 8 de octubre de 1828 Crítica. Nuevo pasavolante al Duende Satírico del Día (Continuación del artículo inserto en el número 35 de este periódico) Tú te metiste fraile mostén: tú lo quisiste, tú te lo ten. Y con efecto, bien distantes hemos estado de ser los agresores. Los cuadernillos del Duende se hallan sobre nuestra mesa desde que dimos principio a la penosa tarea de periodistas; pero hechos cargo de que en conciencia era imposible hablar bien de ellos, nos habíamos propuesto ser generosos, dejándolos dormir tranquilamente. Quisimos no despertar por nuestra parte ninguna especie de prevención en contra de las obras del caballero Larra, y consideramos además que -306- en el mismo pecado de haberse metido a escritor público llevaba vinculada la penitencia. Ha sido necesario que él haya roto la valla, y que nos haya prodigado insultos en vez de argumentos para obligarnos a romper el silencio, y enseñarle a que en otra ocasión sea amás circunspecto. Las armas de la lógica han sido las nuestras; y si

alguna vez de paso hemos echado mano da las del ridículo, consiste en que no ha podido menos de ser así, porque en efecto ¿On sera ridicule, et je n’osserais rire? Entre las muchas cosas que ya hemos dicho a este mal acontecido Duende se acordarán nuestros lectores de que en los números 34 y 35 citamos los desbarros y sandeces con que trató de hacer agravio al teatro francés, aprovechándose de la ocasión de ser francés el drama de los Treinta años o la Vida de un Jugador. Probamos a este pobre crítico que ni sabe lo que se llama teatro francés, ni donde está este teatro, ni la distinción que hay que hacer de él cuando se habla de los teatros secundarios que en París están destinados a la representación de los melodramas y otras piezas populares; y probamos del mismo modo que en éste como en otros puntos hablar según habla el Duende es no acertar en nada, y disparatar sin tino. Decimos que probamos, y lo decimos con toda intención, porque a todas nuestras observaciones han acompañado las pruebas y los raciocinios; y así es que si se siente con fuerzas para contestarnos, desde ahora debe tener entendido que ha de valerse de hechos y de réplicas fundadas en la buena lógica, si es que ha de conseguir que alguien le lea. Los brincos, los respingos, las desvergüenzas podrán ser cosas muy propias de un Duende; pero cuenta que el público hace justicia seca, y que al que sólo pelea con armas tan miserables, acaba por mirarle con el -307- mayor desprecio. Por lo mismo si el pobre Duende intenta aliviarse algún tanto de las banderillas que ya lleva puestas, sacúdase como pueda; pero entre en materia; escriba con raciocinios sólidos; manifieste que en lo del teatro francés no incurrió en una garrafalísima tontería; convenza a todos de que lo que dijo sobre las palabras genio e ingenio estuvo bien dicho, a pesar de la autoridad del buen lenguaje español, del texto de Capmany, y de otros argumentos de importancia con que se le ha combatido: en una palabra, apoyose en objeciones y ejemplos convincentes, y entonces al menos será digno de que se le admita en una discusión verdaderamente literaria. Bien conocemos que esto es materialmente imposible, pero ¿quid faciendum? ¿Se ha de consentir por eso que este gozque ladre impunemente? No puede ser, y así es que aun cuando hay momentos en que el pobre Duende nos causa lástima, se hace preciso acabar de hacer patente la insustancial presunción con que se ha lanzado a la palestra, sin calcular los riesgos, ni tener cuenta con los resultados. Dice el Duende hablando del Correo Literario y Mercantil: El tal papel no es nada: ni es literario ni mercantil. Este es..., es...: demuestra gran soltura en el arte de escribir; pero veamos cómo prueba la proposición que acaba de sentar. Continúa el Duende: Si algo tiene de estas tres cosas es de correo, por lo de prisa que se escribe (¿cómo lo sabe?) y el descuido de la lengua (la sabiduría del Duende en la lengua ha quedado demostrada en el número 36 del Correo)... que no le tendrían mayor los postillones conductores de la confianza pública. ¡Diablillo es el Duende en esto de comparanzas! Si los redactores del Correo hablan como los postillones, ¿como quién diremos que habla el Duende? Como los mariscales de caballos, cosa también demostrada en el citado número 36 del Correo. Lo de literario (prosigue -308- el Duende)... ello letras tiene, y si esto basta, literario es, y muy literario (¡Qué ingenio el de este mocito! ¡Qué bien pone la pluma el picarillo! ¡Viva el

Quevedo de nuestros días!) En lo de mercantil (así continúa) ¿Qué se le puede pedir en punto a comercio? Nada. (Aquí hace el Duende como que raciocina.) Trae los cambios... (¿Es nada? ¿No interesa al comercio saber a cómo están los cambios, no sólo de Madrid, sino también de otros muchísimos puntos?), el papel moneda (¿tampoco interesa al comercio lo del papel moneda?); precios de granos (¿tampoco importa al comercio saber los precios de los granos?) ¿No ha oído el Duende hablar alguna vez del comercio de granos? ¿No sabe lo mucho que se ha escrito en todas las naciones sobre esta materia? ¿No sabe lo mucho que interesa a nuestra patria el comercio de granos y, por consecuencia, los precios de los granos? Pero, ¿qué ha de saber el Duende? También critica al Correo por haber publicado alguna noticia dada por la gaceta. -Un periódico no debe decir lo que otro dice-. ¡Terrible argumento! ¡Qué cadena tan inmensa de desatinos resulta de esta proposición del Duende, como lo demostraremos después. -Y, sobre todo, el temporal (añade el Zoilo)!, ¡asunto principal del comercio! Para abreviar palabras, señor Trasgo..., ¿interesa al comercio el comercio de granos? Sólo vmd. puede dudarlo: luego le interesa saber los precios de los granos, y todo lo que puede influir en sus variaciones; luego le interesa saber el buen o mal estado de la cosecha, y todo lo que puede influir en ella; y siendo el temporal una de las cosas que más influyen, es de consecuencia forzosa que el temporal interesa sobremanera al comercio. ¡Y si pasamos de los comerciantes a los que no lo son cuánto habrá que decir! ¿No ha oído el Duende a los muchachos, y también a los adultos, decir -Este año tenemos en tal parte mala cosecha, -309- porque ha llovido poco en tal mes; porque tal día cayó una gran lluvia de piedra; porque el mes tal fue demasiado caluroso, etc., etc. Además, ¿qué diría el Duende si le demostrásemos que las observaciones que en todos los periódicos de Europa se comprenden bajo el nombre temporal deben interesar, no ya a ésta o a la otra clase de la sociedad, sino también y sin distinción ninguna a todos los habitantes del globo, y a todas las generaciones futuras? ¿Qué diría si supiese que teniendo un gran número de observaciones acerca del temporal, acompañadas de algunas de otra especie, podríamos ligarlas por medio de los teoremas que nos dejó en su filosofía natural el gran Newton (prodigio admirable de la Naturaleza y pasmo de la razón), y, por consiguiente, predecir, profetizar el día, la hora, el instante en que llovería, granizaría, etc.? ¿Predecir, profetizar la buena y mala cosecha de año a año, de siglo a siglo, y tal vez desde un tiempo dado hasta la época en que la especie humana y el planeta que habita desaparezcan del sistema del Universo, según las leyes a que el supremo Criador haya tenido a bien sujetarle...? Pero, ¿adónde voy a parar? ¿He olvidado que hablo con el Duende? Pasemos a demostrar lo absurda que es la proposición del Duende, de que un periódico no debe hablar de lo que habla otro. Decir que un periódico no debe hablar de lo que habla otro periódico, es decir, que porque un periódico hable, por ejemplo, de literatura, ciencias, artes, comercio, etcétera, no debe otro periódico hablar de literatura, ciencias, artes, comercio, etc. Decir que si un periódico habla de estos ramos no debe otro periódico hablar de ellos, es decir, que si, por ejemplo, hay en una capital cuatro periódicos que podrían hablar a la vez de literatura, ciencias, artes, comercio, etc., el uno debe hablar sólo de literatura, el otro sólo de ciencias, el otro -310- sólo de artes, el otro sólo de comercio. Decir que cada periódico debe hablar de una sola cosa; es decir, que cada periódico no debe hablar de dos, ni de tres, ni de mayor

número de cosas; es decir, que no debe hablar de varias cosas; es decir, que no debe haber variedad en él; es decir... Pero sería nunca acabar si hubiésemos de inferir todos los disparates que se infieren de la proposición sentada por el Duende, pues bastarían para formar una cadena sostenida por sus dos extremos en cada uno de los dos polos del mundo. Tan cierto es que el que habla o escribe sin saber pensar y sin tener lógica no puede cometer más que errores, y convertirse en la irrisión de las gentes que raciocinan. (La conclusión para el número inmediato.) Correo Literario y Mercantil, núm. 40, 13 de octubre de 1828 Misceláneas críticas Las erratas Llámase fe de erratas la lista de los errores tipográficos que se encuentran en la impresión de un libro. ..................................................................................................................................................... Tan imposible le es al hombre de más virtud el no incurrir en erratas de conducta, como al mayor de los ingenios el no caer en alguna errata de entendimiento, y al mejor de los impresores el no dejar escapar alguna errata tipográfica. ..................................................................................................................................................... Si el Duende Satírico publicase en cualquiera de sus folletos algún párrafo en que se descubriese alguna vislumbre -311- de lógica y de raciocinio, cuenta con ella, lector; no hay que equivocarse. Cada acierto del Duende anuncia una errata de imprenta. Correo Literario y Mercantil, núm. 40, 13 de octubre de 1828 Crítica Conclusión al nuevo pasavolante al Duende Satírico del Día, que dio principio en el número anterior. Abro el cuaderno del Duende por otra parte y encuentro lo que sigue: números 17 y 18 del Correo, Misceláneas críticas: El que se abuse de la palabra amigo no quiere decir que no haya amigos. ¡Qué picarillo, y lo que sabe! ¿El que se abuse de la palabra amigo? ¿Conque

el Duende conviene en que se abusa de esta palabra? Luego conviene en el objeto principal que se propusieron los redactores del Correo al escribir el artículo que cree criticar el Duende, designando con dicha palabra unas veces a un extraño, otras a un conocido, otras a un verdadero amigo. Si todos los que se dicen amigos no lo son, y por eso se emplea la frase No hay amigos, en el mismo caso que ésta se hallan todas las máximas morales; es decir, que son ciertas en general. Sólo hay certeza absoluta en las consecuencias que se derivan de la idea de la extensión; pero en todo lo demás no hay otra cosa que probabilidades que se acercan, más o menos, a la certidumbre absoluta. Dice, pues, el Duende, hablando de que no hay amigos: Y aunque, por otra parte, ésta será una verdad casi general... (¡Qué precisión en las ideas! ¡Qué lógica! ¡Comparen lo que dice aquí con lo que ha dicho antes, nunca podrá ser consecuencia de la de más arriba. ¡Exactitud! ¡Precisión! ¡Viva el Duende! ¡Esto es fallar ex cathedra! Con efecto, -312- exactitud, precisión, raciocinios y no disparates, es lo que piden los redactores del Correo al caballero don Mariano José de Larra). De todos modos, contestemos a esta ridícula crítica de una vez. Toda máxima (¿si nos entenderá el Duende?) es una proposición general: toda proposición general es el resumen o compendio de un gran número de proposiciones particulares relativas a un objeto dado; pero nunca abraza a todas las que pudieran formarse concernientes a un mismo objeto. Las máximas morales y las reglas generales siempre tienen excepción; nunca deben tomarse a la letra, ni para darles nuestro asentimiento, ni para sacar consecuencias de ellas; y podría decirse, sin apartarse un ápice de la verdad, que las principios y reglas generales de una lógica vulgar, y tal vez de la que se aprende en muchas obras consagradas a este precioso ramo de la filosofía, tienen numerosas excepciones cuando se aplican a las cuestiones morales, y a muchos ramos de la filosofía natural. Harto prueba esta triste verdad la historia de todos los extravíos, y de todos los errores que durante siglos han afligido y hecho desgraciada a la especie humana, y todavía el mundo actual la prueba con tanta fuerza como el mundo antiguo. Está visto y demostrado que este Duende es un espíritu falso, si hemos de juzgar por los raciocinios que hace, y debe saber que una de las cosas que caracterizan a un espíritu falso es lo que él hace naturalmente; esto es sacar consecuencias falsas de un principio cierto. Pongamos un ejemplo que tomamos de cierto autor: «A un criado le preguntan si su amo está en casa varias personas que él sabe vienen a matar a su amo: si el criado fuese bastante necio para decir la verdad bajo pretexto que no se debe mentir, claro está que sacaría una consecuencia absurda de un principio ciertísimo». Otro ejemplo de la misma especie es la crítica del -313- Duende que acaba de refutarse. ¡Cuánto tendrá a bien este Duende no meterse en lo que no entiende! Dice también en otra parte este furibundo crítico (página 30 del núm. 4.º), hablando del primer artículo de Costumbres de Madrid, que es pesado por no tener gracia. ¿Quién le ha dicho al Duende que allí se trataba de hacer gracia? Según eso, todo artículo que no haga reír, sea cualquiera la materia que en él se trate, es, por consecuencia, pesado. Pesadas son, pues, las oraciones de Cicerón, las de Demóstenes, y todas las obras serias en que se enseña o se conmueve. ¿Pues qué diremos de las que hacen llorar? Sin duda para el señor Larra no habrá cosa más pesada que una tragedia. No vemos por donde sea objeto de risa el anunciar uno que trata de pintar las costumbres de su patria, y por eso en aquel artículo se expuso el objeto sin chanzas ni chocarrerías. Está

demostrado que el Duende sueña con los chistes, y que tiene la desgracia de no encontrar uno siquiera cuando se pone a escribir. Más abajo dice el Duende, copiando al Correo: «El hombre desea y se ocupa en lo difícil y apartado», y se mata en probar que teniendo estos verbos distinto régimen deben usarse con distintas preposiciones, porque así lo dice la gramática de la Academia. Aseguramos al señor Larra que la hemos ojeado mucho, y que nunca hemos visto regla alguna sobre este punto: podemos, sí, presentar al hipercrítico muchos ejemplos de autores clásicos que se atienen para el régimen de un atributo común a muchos verbos a la preposición que rige el último. Sin duda que nos ocurrió la sustitución redundante y empalagosa del Duende; pero la desechamos como inferior a la construcción de que hicimos uso. Abramos el folleto del Duende por otra parte. Página 27, cuaderno 4. Características de los necios. ¿Y por qué no puso el redactor (pregunta el Duende) la última -314- característica, que es escribir artículos de esta especie? ¿Y no era más fácil (preguntamos nosotros) que el redactor hubiese puesto la última característica, que es escribir artículos a lo Duende? Dice el pedante criticuelo hablando del artículo mencionado lo que sigue: «Sería preciso fijar el verdadero sentido de la palabra necio para poner un artículo tan insolentemente tonto; pero en eso no se detiene el señor redactor, etc.». ¡Duende de los duendes..., por el amor de Dios, que nos ahogamos en disparates! ¿Conque para poner un artículo insolentemente tonto sobre los necios se debe fijar el verdadero sentido de la palabra necio? (A la verdad esto no sería muy difícil habiendo duendes de esta especie en el mundo). ¿Conque para escribir artículos tontos lo primero que debe hacerse es fijar el verdadero sentido de las palabras? Tal es por lo menos la consecuencia forzosa que resulta del raciocinio del Duende. ¡Condillac, Locke, Bacon, Newton, levantaos de vuestros sepulcros, y venid para admirar la fuerza de lógica con que este novel sabiondo echa abajo una de las primeras leyes que disteis a los hombres para que no se extraviasen en el empeño de descubrir la verdad! A qui, dieux tres puissants qui guvernez la terre, a qui reservez vous les éclats du tonnerre? Sería demasiado prolijo y aun ridículo contestar a todas las insustancialidades o desvergüenzas que se encuentran en cada uno de los renglones de este bicho literario. Y cuando decimos desvergüenzas debe entenderse que no las emplea sólo para los editores del Correo; y si no dígalo el autor de la tragedia Horruc Barbarroja, contra quien lanza los sarcasmos más hediondos, debiendo tener presente que el autor de esta tragedia es ciego, y que esta circunstancia le haría siempre acreedor -315- a la benevolencia pública por muy corto que fuese el mérito de su obra, cosa que el Duende no puede decir, y que ha menester

de más examen, de más acertada crítica y de mejor crianza que la que tienen los Duendes. Omitimos hablar de aquella frase que nos dirige en la página 28, en que dice: «Conque, es decir, señor redactor, que la clase más útil y numerosa de la sociedad, de cuyo trabajo depende vmd. y todos los holgazanes que no hacen más que escribir o pasear, etc. ¡Qué estilo! ¡Qué educación! ¡Qué sindéresis! ¿Conque los que no hacen más que escribir son holgazanes? ¿Conque el pasearse es signo de holgazanería...? A la verdad que parece imposible poder acumular en pocas líneas mayor número de disparates y de bufonadas grotescas, ni dar más evidentes pruebas de poca lógica, de absoluto olvido de las leyes de la urbanidad, y de profundísima ignorancia». ¿Y estas groserías se imprimen? ¿Y estas necedades ven la luz pública...? Pero no lo extrañemos, y aun será oportuno creer que es conveniente que en una población grande haya un papel como el del Duende, por la misma razón que es útil también que haya un depósito o conducto general en donde se reúnan, y por donde salgan las inmundicias que perjudicarían estancadas en la habitación de cada individuo particular. Dos palabritos por vía de posdata. No es culpa nuestra si para hablar del Duende ha sido preciso echar mano de respuestas algo fuertes. Interrogatio et responsio..., y lo que sigue. El Duende puede figurarse que su enfermedad era grave, y no era posible curarle sin el recurso de algunos sinapismos. Debe presumirse que en lo sucesivo cuidará más de su salud, y no se expondrá a recaídas fatales. No obstante, si volviese a las andadas, nuestra caridad no le negará la aplicación de nuevos y útiles remedios, pues aunque no sabemos si los duendes son -316- prójimo, deseamos el alivio de todas las dolencias. ¡Es de desear que nuestra lección aproveche al Duende! Se conoce que es mozo aún, y por lo mismo, si se deja con tiempo de muchachadas, todavía puede que con algunos años de estudio y de experiencia de mundo llegue a estar en el caso de escribir para el público. Se lo deseamos de buena fe; y a pesar de que él fue el agresor, y de que en lugar de razones echó mano del arma prohibida de las desvergüenzas, lo que es por esta vez se le perdona. ¡Pero cuenta, repetimos, con las recaídas...! El juicioso lector ya nos entiende: ¡Permita Dios que nos entienda el Duende! El Correo Literario y Mercantil, número 41, 15 de octubre de 1828 Variedades y noticias .....................................................................................................................................................

No hay quien no haya leído en el primer capítulo del don Quijote, que Cervantes se hallaba indeciso acerca del verdadero nombre del héroe de la Mancha. Con efecto, se le ve dudar entre los nombres de Quijada, Quijana y Quesada. Se asegura que el Duende Satírico se ocupa muy seriamente de profundizar esta cuestión importante, y si la noticia es cierta, debe suponerse que nadie mejor que el Duende está en el caso de poder manifestar quién sea el Caballero de la Triste Figura. El Correo Literario y Mercantil, número 41, 15 de octubre de 1828 -317- Variedades y noticias ..................................................................................................................................................... Sabemos que un cierto impresor de esta capital acaba de hacer rechinar las prensas con la edición de un folleto que se titula Satírico, en el cual su autor (según lo dirá el cartel), después de no sostener las principales cuestiones en disputa, quiere probar que el Correo Literario y Mercantil es un mal periódico. Sabemos, asimismo, que dicha edición seca, corriente, y dispuesta a ver la luz pública, se halla, sin embargo, detenida en la oficina del expresado impresor, quien parece da en la singular y trivial manía de no permitir que salga de su casa un solo ejemplar siquiera mientras no vea satisfecho el importe total de su cuenta, y de los gastos que se le han originado; motivo, que si bien a primera vista parece justo, no lo es tanto atendida la exactitud que debe suponerse en el autor del folleto, según y como lo ha demostrado en otras varias imprentas en donde se han impreso otros opúsculos suyos llenos de erudición y de ciencia. Nosotros, a pesar del tiro y perjuicio que esta obrita puede causar a nuestro crédito y a la prosperidad de nuestra empresa, no queremos prescindir de ser imparciales y nos interesamos en que cese el secuestro impuesto por la nimia precaución de un impresor tímido y poco acostumbrado a habérselas con hombrecillos de la especie de nuestro apreciable antagonista. Lo contrario sería diferir la corrección que nos dirige, y que a todas luces merecemos por nuestra audacia en publicar un papel que debió morir por Todos Santos, y que vive aún y, que según las trazas, seguirá viviendo sano y robusto; gracias a la benevolencia de los lectores y a la Providencia Divina que así quiere permitirlo. ¿Qué arriesga el impresor? ¿Percibir el importe de su cuenta? Esto no es sospechable ni creíble de parte del consumado -318- literato, que aunque no sabe darnos lecciones en español, nos las da por lo menos en latín y en griego, y nos dirige cuatro largos pliegos de desvergüenzas y personalidades, que prueban el gran fondo de su saber y de su conciencia. ¿Y luego qué vale más, que tarden en entrar en el bolsillo de un impresor unos mezquinos maravedises, o que las gentes por tan pueril motivo carezcan de la instrucción que han de adquirir con el anuncio de tan admirable cuaderno? La respuesta no es dudosa ni admite deliberación. Si el impresor, por acaso se llamase León, y persistiese en su mercantil desconfianza, probará que no es menos León en las obras que en el nombre; no se le podrá, en una palabra, aplicar aquello de no es tan fiero el león como le

pintan; logrará tener en prensa a un pobre autor que anda afanoso de nombre y de pesetas; y exasperará, sobre todo, la impaciencia de los confiteros, chocolateros, turroneros, salchicheros, especieros, y otros mercaderes de comestibles que, antes que acaben pascuas, ven en la publicación del indicado folleto un medio segurísimo de aumentar la remesa de sus envoltorios. Conjuramos, pues, a estos señores, para que uniéndose a nosotros logren desarmar la inflexibilidad del pacato impresor, y contribuyan a la pronta salida de una obrita tan interesante, y de suyo tan hecha para excitar la curiosidad del público. Correo Literario y Mercantil, núm. 73, 29 de diciembre de 1828 Misceláneas críticas. El convite del pavo Véase el texto de este artículo en el capítulo V del presente estudio. Correo Literario y Mercantil, número 73, 29 de diciembre de 1828 -319- Teatros. Coliseo del Príncipe. Treinta años o la Vida de un jugador, drama escrito en francés por Mr. Victor Ducange y traducido al español El vicio que el autor se propone hacer aborrecible no es de aquéllos que no existen, o que si han existido han perdido ya gran parte de su fuerza. La pasión del juego ha hecho en toda Europa extraordinarios progresos; y a pesar de que no es nuevo haberla atacado en los teatros de diferentes naciones, no por eso ha dejado de generalizarse de un modo portentoso. Abundan en la sociedad los estragos de que es causa. Durante mucho tiempo la revolución francesa ofreció la escena de otro juego (desgraciadamente harto terrible), en que la fortuna empeñaba las combinaciones más extrañas. Gracias a Dios aquel espantoso juego acabó ya; pero la codicia no ha dejado de existir, y el espectáculo de las singulares suertes que ofrece el juego produce siempre sensaciones muy fuertes y terribles. Los hombres, paralizados por una inmoralidad profunda, necesitan para reanimarse de las penetrantes punzadas del temor y de la esperanza; el interés que ofrece el juego es superior al que proporciona una corrida de toros o la representación de la mejor tragedia; sacude al que se entrega a él con mayor violencia; tiene también sus peripecias, y sus catástrofes suelen ser frecuentes y muy considerables. No hay languidez en sus escenas; todo en ellas es acción y movimiento; todas las pasiones bullen y fermentan en el corazón de los jugadores, y lo único que desconocen es la compasión. El jugador que ha llegado a desgastar su sensibilidad está a medio morir, cuando ya no palpita entre su ruina y su fortuna. De aquí proviene que la pasión del juego es de todos los vicios el que menos -320- se corrige, y el que suele tener más execrables resultados.

El autor del Beverley presentó sobre esta funesta pasión un cuadro interesante y filosófico. Regnard, poeta hábil y más festivo, dio a su crítica un giro menos violento; su comedia, sin embargo, es muy superior a cuantas se han escrito atacando el mismo vicio. La que escribió Dufreny no es tan teatral como la que escribió el segundo poeta cómico de la Francia; y esto no quita que el fondo de ambas piezas sea tan el mismo, que hay en ella suma semejanza en caracteres, en situaciones, en incidentes, en gracias cómicas, y (lo cual es muy particular) hasta en los nombres de los interlocutores. En una y otra pieza el jugador tiene dos queridas, la una joven, la otra vieja; y ambas ricas, y quedándose sin ninguna acaba por verse abandonado de todo el mundo. En una y otra se le ve muy enamorado cuando le falta dinero; muy indiferente cuando se halla en fondos; muy insolente cuando la fortuna le favorece. Destouches, en su Disipador, tocó algunos incidentes que coinciden con el carácter del jugador; el público francés apludió la comedia, y no es de extrañar, pues ya entonces comenzaba a apreciarse en las obras dramáticas la pintura de los vicios que son comunes a la naturaleza humana. Las cosas cambian ahora; pues si bien es cierto que las gentes de gusto se interesan más particularmente en la pintura de los ridículos sociales, la masa general prefiere las sensaciones fuertes, y codicia con afán las descripciones románticas y exageradas, que conmoviendo fuertemente sacan (digámoslo así) de quicio el corazón de los espectadores. Y en prueba de ello ya puede apostarse cualquiera cosa a que la producción más perfecta y arreglada de las obras citadas, representada con el mayor esmero y propiedad, no atraería al teatro el concurso extraordinario -321- que ha acudido a las representaciones del drama extraordinario que anunciamos. El título de Los treinta años o la Vida de un Jugador estampado en el cartel presenta una especie de talismán mágico, que si bien es causa luego de que los concurrentes giman y se estremezcan, hace (para producir compensación) sonreír agradablemente al tesorero de la empresa. La entronizada ópera, luchando a brazo partido con esta producción extraordinaria, ha perdido, a veces, el pleito y llevado cuchillada; y en este mismo año cómico los armoniosos acentos de Netzarea, se han visto vencidos en cuanto a la entrada por las palpitantes agitaciones del jugador Jorge; nombre, a la verdad, poco estrepitoso y conforme con el papel que representa y con la profunda tenebrosidad del drama en que se halla colocado. ¿Y quién es este Jorge? Un hombre frenético que, desordenadamente entregado a la vergonzosa pasión del juego, va por grados incurriendo en los mayores excesos y acaba por ser un ladrón y un asesino. A los que no conozcan otros juegos que los que se usan en España, ni otros jugadores que los que por lo regular entregan a los albures del monte las esperanzas de su fortuna, podrá, sin duda, parecer exageradas las situaciones que ofrece este drama; porque sólo en un país en donde los juegos son abiertamente permitidos, y en que los fondos de las bancas ascienden a sumas considerables, pueden encontrarse escenas que con fidelidad sirvan de modelo a las que se describen en Treinta años o la Vida de un Jugador. De todos modos, por lo que toca al fin moral, esta cuestión es de poca importancia; y el pensamiento de inspirar horror a un vicio que a tantos estragos conduce, pertenece a todos los países en donde se juegue, y a todos los que se entregan a tan ominosa pasión.

Mr. Victor Ducange es el autor francés de esta pieza. -322- Y no se admiren nuestros críticos, que atenidos a la monstruosidad dramática de semejante obra, no saben decir hablando de ella sino que es mala; si les anunciamos que el tal Mr. Victor Ducange no es ningún poetilla de ciento en boca, sino un verdadero y buen literato, que tiene en la punta de la uña todos los preceptos de Aristóteles, y todas las poéticas que se han escrito. Sabe muy bien que está reprobado que el que es joven en el primer acto, sea adulto en el segundo y viejo en el tercero; no ignora que no se conceden treinta años para una acción dramática: ha probado en otras producciones escogidas que los dramas del jaez del presente no son las obras predilectas de la festiva Talía; y, por último, no ha menester que ningún aprendiz de literatura le dé lecciones de buen gusto y de regularidades dramáticas. Lo que hay es que Mr. Victor Ducange, escribiendo para los teatros del Boulevard, en donde éste es el género permitido, lo hace con pleno conocimiento de que infringe las reglas, así como por motivos casi iguales lo hicieron Lope de Vega y nuestros más célebres dramáticos. Lo paga el vulgo, Y es justo hablarle en necio para darle gusto. Faltaría aún saber si es acción necia la del autor que en un terreno como el del teatro (en el cual todo es mera convención) se apodera del ánimo de los espectadores, y excita en ellos todas las sensaciones que se propone. Por malo que sea el género en que se escribe, algo más que hablar en necio será necesario para lograr este resultado: algún conocimiento se ha de tener de los hombres, de su modo de sentir, de los que son las pasiones, de lo que es el mundo, y de la marcha general de la vida humana. No basta presentar lances terribles en la escena; es menester que estén bien eslabonados, -323- que se expresen con verdad y gran interés, y de lo contrario se hará un drama (como hay tantos) inconexo, incoherente, y mal zurcido, que ni conmoverá ni atraerá gente, ni excitará ese gran fondo de curiosidad que le cabe en suerte al que motiva este artículo. Todos los días se hacen dramas y melodramas, que más bien que otra cosa hacen reír, y no llaman la concurrencia al teatro; y yo para mí tengo que cuando una representación dramática excita la pública curiosidad, algo habrá en ella que merezca la atención, y que pueda disculpar mucho de lo malo o de mal gusto que en ella se contenga. De lo contrario sería preciso suponer que el público es un animal imbécil, que sólo se deja alucinar por aparatos y tramoyas de fantasmagoría, y este juicio sería sobradamente exagerado. «Pero oiga vmd. (se me dirá), a ese público cuando sale de la representación de los Treinta años de la vida de un jugador; óigale vmd., y sobre todo a las mujeres, que unánimemente van repitiendo: ¡Jesús qué cosa tan mala! ¡Maldita comedia!... No, pues cuando me pillen otra vez..., etc.». ¿Pero no ven ustedes (se responderá) que ese público, y sobre todo ese público femenil, sale trastornado, y poderosamente conmovido; y que su primer desahogo es entregarse a

renegar de lo mismo que acaba de excitar su sensibilidad y de agitar su espíritu? El público siente; pero no se detiene a calcular cómo ni por qué; ni entra en cuenta de los resortes que el poeta ha movido para producirle este efecto; y así es, que si su modo de sentir ha sido muy violento, animado por la misma sensación suele tachar de malo lo mismo que le agita, siendo así que esto precisamente es lo que demuestra el arte del que le condujo a semejante consecuencia. No es mi ánimo, sin embargo (y será oportuno protestarlo), -324- defender este género de dramas, y sí repetir que para recoger tan grandes resultados en el ánimo de los espectadores es preciso conocer mucho teatro y el corazón humano, como le sucede a Mr. Victor Ducange; y si no ejercita su talento en producciones de otra especie, puede que nos responda con Boileau, y según he expresado en otra ocasión, que Tous les genres sont bons, hors le genre ennuyeux La ejecución de esta comedia en el teatro es bastante regular, y su aparato escénico está bien servido. Es pieza en la cual el actor Avecilla (actualmente en la Habana) ha dejado buenos recuerdos, por ser una de las que mejor ha desempeñado. C(arnerero) El Correo. Periódico Literario y Mercantil, núm. 76, 5 de enero de 1829 «Los redactores de un periódico» Los redactores de un periódico son unos hombres públicos que, dedicados entre otros objetos útiles al examen de las obras nuevas que se anuncian, no pueden ni deben prescindir de ceñirse a los preceptos de una rigurosa y decente imparcialidad, si es que han de lograr el honorífico resultado de inspirar confianza a sus lectores, y de obtener la estimación del público. Por esto sucede que ciertos autores de sátiras y de folletos, que suelen quedarse en la librería, mal avenidos con el concepto ajeno, y movidos por pasiones mezquinas, ya que no encuentran en los periódicos los elogios que no merecen, se arrojan contra los redactores a los arbitrios del insulto y de la personalidad; y sucede igualmente -325- que cuando los periodistas en su justa defensa rebaten estas personalidades y estos insultos, manejando las armas del ridículo contra sus adversarios, algunos de éstos se precipitan en excesos mayores, y caen hasta en el de infringir los principios que gobiernan a los hombres en toda sociedad culta y bien establecida. Cuando llegan estos casos es un deber señalar a

semejantes perturbadores a la animadversión pública; y ésta y la fuerza de las leyes son las que refrenan a los que, arrastrados por un tan mal vértigo, quieren que la audacia sea el antemural del descrédito de que están cubiertos. Los papeles que salen a luz contra este periódico y sus redactores están sujetos a censura previa, y la misma condición existe para los artículos que se publican en el periódico; de suerte que bajo este aspecto, periodistas y los que no lo son, cuando escriben para el público se hallan igualmente atenidos a la sabia previsión de las leyes, y al examen que precede a la impresión de sus escritos. Nada tienen que envidiarse en este sentido los unos a los otros: la autoridad del Gobierno y la ilustración de los censores, cuya decisión autoriza todo escrito que ha de imprimirse, establecen de esta suerte un principio legal, que en cierto modo descarga la responsabilidad de los escritores, y les fija la medida del orden y del respeto que mutuamente se deben todos los que no quieren vivir en el trastorno y en la licencia. Los que faltan, pues, a este respeto; los que no responden literariamente a los juicios que se forman de sus obras; los que son los primeros a acometer, y no alcanzan la responsabilidad que cayó sobre ellos desde el momento en que se revistieron del pomposo título de autores; los que quebrantan el pacto social sobre todo, y se olvidan del acatamiento que deben al Gobierno y al público; los que enajenándose de su propia estimación -326- insultan (y lo que es más, fuera del terreno de la imprenta) al escritor contra quien no saben combatir legalmente..., ésos (decimos) reúnen a la circunstancia de malos escritores, la de atraer sobre sí el desprecio social y el correctivo de las leyes. Un periodista veraz y honrado no puede dejar satisfecho el amor propio de todos los que deshonran el imperio de las letras: un periodista que no se aparta de lo justo no puede contentar a todos: un periodista que tiene armas con que defenderse, y sabe manejarlas, no ha de prescindir siempre de responder a las invectivas con que se trata de destruir su empresa, y denigrar su persona. Prevenido contra las asechanzas de sus mal intencionados adversarios y conocedor de con quién se le ha; obligación es suya destruir los argumentos de la mala fe, y confundir a los que odian todo trabajo que no sea suyo, y toda empresa literaria a que no han sido llamados ni admitidos. Si el ser imparcial y defenderse con acierto ha de atraer al redactor de un periódico enemistades y rencores, no por eso ha de faltar a lo que tiene estipulado, ni ha de prostituir su pluma, encareciendo lo que a todas luces merece crítica y vituperio. El público, que es de todos modos el juez supremo, falla la sentencia y deja a cada uno en término definitivo en el lugar que le corresponde. Estas reflexiones son necesarias en el momento en que los redactores del Correo, agradecidos al aprecio con que este mismo público los favorece, y del que recogen reiteradas pruebas, tratan al principio del año de renovar sus promesas, y de seguirse consagrando con doble afán al obsequio, utilidad y diversión de sus lectores. Y tanto más convendrá hacerlas públicas, cuanto algunos, que a los resentimientos literarios reúnen la temeridad más reprensible, han menester que el Gobierno -327- y la sociedad impongan freno a los arrojos de que se hacen culpables. Es el caso que no contentos algunos (no los daremos nombre, ni los calificaremos) con asestar clandestinamente a la redacción del periódico los anónimos más soeces, y otros con

publicar cuadernos llenos de diatribas personales, se propasan a extravíos más notables, y con desdoro de la buena educación, apostrofan con torpes frases a los mismos redactores, sin respetar los parajes más públicos de la capital. No hace muchas noches que un mal aconsejado escritor de los que hacen una guerra impotente al Correo, ha dado a su conducta un carácter de asonada que la constituye criminal; sobre todo, cuando afortunadamente desaparecieron los tiempos en que se dejaban impunes semejantes licencias revolucionarias. Sola la moderación del redactor contra quien el ataque iba dirigido pudo evitar las consecuencias de un lance, que meditado y preparado de antemano, hubiera infaliblemente producido resultados muy desagradables, si dicho redactor hubiese seguido el ejemplo de su inconsiderado agresor, que se olvidó en sus palabras del respeto que debía al paraje en que se encontraba, y a la sociedad en que vive. El redactor está muy lejos de arrepentirse de la moderación de que dio pruebas; pero no está en su mano evitar que el que se propasó a tanto exceso se haya atraído la improbación de los hombres sensatos y expuéstose a la justa severidad de las leyes. Con este motivo, el editor del Correo y sus redactores (que abajo firman) declaran que si bien están prontos (según se ha prometido) a recibir las observaciones y contestaciones literarias que se les dirijan (siempre que no se aparten de lo que prescribe la decencia), del mismo modo en lo sucesivo designarán a las autoridades, y sujetarán al castigo legal que merezcan -328- a cuantos (sean quienes fueren) no usen de las armas de la buena crítica, y se salgan de los límites impuestos por las leyes y por el decoro que los escritores deben al público y se deben a sí mismos. El editor del Correo: Pedro Ximénez de Haro Los redactores del mismo: José María de Carnerero Juan López Peñalver de la Torre El Correo. Periódico Literario y Mercantil, núm. 78, 9 de enero de 1829 Correspondencia. (Carta de retractación firmada por Mariano José de Larra) En el núm. 79 del Correo, 12 de enero de 1829, que incluimos en el capítulo V. De los periódicos en general y del Correo en particular

Pocas cosas hay que sean más útiles a los progresos de las letras que la institución de los periódicos. Todas las veces que un periodista se encierra en los límites de la imparcialidad y de la decencia, su profesión no es menos honrada que honrosa. Los que cultivan la literatura, si están de buena fe, suscriben sin gran trabajo a los juicios que se forman de sus obras, cuando advierten que se habla de ellas sin espíritu de partido; y los lectores superficiales y perezosos -329- se alegran de poder contar con las luces y con la integridad de los periodistas para ahorrarse la fatiga de leer, y el dispendio de comprar los muchos libros que se publican: los periódicos les sirven de norma para saber los que han de buscar en la librería, o los que han de desechar desde luego. Por lo mismo deben los redactores de un periódico cuidar esencialmente de no abusar de las armas que tienen en las manos, y no olvidar nunca que criticar es más fácil que crear y hacer: lo contrario sería constituirse en tiranos de la literatura, y más bien que en instruir, ocuparse en alimentar la malignidad de los lectores. Los redactores del Correo están muy lejos de persuadirse que son unos buenos periodistas; pero tratan al menos con todo empeño de restituir a su profesión toda la dignidad que había perdido; merced a los turbulentos tiempos en que la llamada libertad de imprenta se convirtió en un inmundo cenagal de desvergüenzas y personalidades. Tienen demasiada buena opinión de sus lectores para no persuadirse que los análisis y extractos presentados, con el buen gusto de que sean capaces los que los escriben, pero fundados al menos en una rectitud invariable, hayan de agradarles más que los sarcasmos, los epigramas y las sátiras. Quieren los redactores de este periódico que sus escritos sean un claro anuncio de la honradez que los dicta. Un periodista debe ser un amigo que aconseja; no un pedante que castiga. Así es que no titubeamos en asegurar que siempre nos guiarán el verdadero amor a las letras, la estimación inalterable hacia los que las cultivan con honra, el respeto hacia los hombres de mérito; y las consideraciones que merecen todos los que (sea en la línea que fuere) trabajan para el público, y le consagran sus tareas. Empero nos ocurrirá más de una vez tener que -330- ejercer las funciones de nuestro destino con severidad; ni lo negamos, ni cumpliríamos con ellas, si todo en nuestras páginas fuesen elogios y miramientos. Ésta es igualmente una de las severas obligaciones del cargo que ejercemos; pero no está en nuestra mano evitarla, ni el público tendría cuenta con nuestra repetida y exagerada condescendencia. Así es que el falso talento, el pedantismo, el mal gusto y la ignorancia, deben contar con tener en nosotros los mayores enemigos de sus errores; sin que se nos oculten los inconvenientes y las dificultades de la carrera que hemos emprendido. Los lectores sensatos, lo mismo que nosotros, se convencerán de lo escabroso que es conciliar los intereses de la verdad con los del amor propio; pero persuadidos como lo estamos, y según lo hemos dicho, de que la imparcialidad y la justicia son los primeros objetos a que debe atender el redactor de un periódico, nos sentimos con todo el valor necesario para ejercer nuestro penoso ministerio con incorruptible integridad. Cuando se combatan nuestras opiniones, las defenderemos siempre que lo juzguemos oportuno con franqueza, con firmeza y sobre todo con buena crianza; porque odiamos esas contiendas escandalosas que, con oprobio de la literatura, sirven de entretenimiento a los lectores desocupados, al paso que sólo inspiran a las gentes de mejor gusto indignación y desprecio. Únicamente respetando las letras; haciendo constantemente justicia al verdadero mérito; motivando nuestras críticas y nuestros elogios, y no hablando nunca por pasión, esperamos recorrer la línea que nos hemos trazado.

Sabemos que éste es el único pero seguro medio de merecer la constancia y la benevolencia de los lectores; y si de esta suerte alcanzamos que nuestras aprobaciones y censuras merezcan algún aprecio, ni pedimos más, ni los que sin otro objeto que el de una pueril animosidad -331- (por no darla otro nombre) se han declarado en enemigos constantes nuestros, obtendrán más resultados que el de aumentar nuestros esfuerzos, y ponernos mejor en el caso de obtener las ventajas de la estimación pública; que será para nosotros la más dulce de todas las recompensas. El Correo. Periódico Literario y Mercantil, núm. 83, 21 de enero de 1829 Variedades y noticias. (Sobre la Gaceta de Bayona) La Gaceta de Bayona de 23 del corriente, después de aplaudir la conducta de uno de los redactores de este periódico en un lance ocurrido no hace mucho, del cual no nos toca ya, ni queremos volver a hablar, añade las reflexiones siguientes: (Se transcribe el final del artículo referido que hemos incluido completo en el capítulo V). El Correo. Periódico Literario y Mercantil, núm. 87, 30 de enero de 1829 -332- -333- Bibliografía I. Sobre Larra: ADAMS, Nicholson B. «A Note on Larra’s El Doncel», HR, IX (1941), págs. 218-21. ——— «A Note on Larra’s No más mostrador», Romance Studies Presented to William Morton Day, Chapel Hill, 1950, págs. 15-18. ACUÑA, José G. «Larra y Ganivet», Nuestro Tiempo, IV (1908), págs. 207-236.

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