Los muertos se han vuelto alevantar de sus tumbas y a pasearpor las grandes ciudades delplaneta. Pocos son los que hanlogrado sobrevivir utilizando losescasos recursos a su alcance. Ungrupo de supervivientes ha logradorefugiarse en El Corte Inglés dePalma de Mallorca y fortificarlo,logrando tener a su disposicióntodos sus recursos, aunque lascosas no resultarán nada sencillascuando los muertos vivientescomiencen a agruparse en masaalrededor del centro.

Vicente García

El centrocomercial

Apocalipsis Island - 6

ePub r1.0Titivillus 07.06.15

Vicente García, 2013

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

Capítulo INoche de Reyes

Sofía había decidido tomarse un respiroy abandonar su trabajo durante unosminutos para fumarse un cigarrillo.Aquella era una de las jornadas máscomplicadas en el centro comercial enel que trabajaba. Era la noche de Reyesy no solo abría hasta la medianoche,sino que la gente enloquecía con lascompras de última hora. Aquellas horaseran un magnífico ejemplo de

consumismo elevado a la máximapotencia, algo que ni el ApocalipsisZombi había logrado erradicar treintaaños atrás.

Era un interesante ejercicio dereflexión sobre la naturaleza humana vercómo, año tras año, centenares depersonas dejaban para el último instantela compra de los regalos para sus seresqueridos. Daba igual si erancumpleaños, aniversarios o Reyes.

Las dependientas iban como locasatendiendo a las preguntas de losclientes, cobrando y maldiciendo elpermanecer encerradas en aquelmamotreto de cemento y cristal mientrasla ciudad salía a la calle para

contemplar la caravana que seorganizaba para celebrar la llegada deSus Majestades de Oriente. En díascomo estos, Sofía se alegraba de no seruna de las empleadas que atendían alpúblico. Se sentía orgullosa de haberllegado a ser la responsable deseguridad de este gran centro a una edadtan joven. Y le daba una ciertatranquilidad notar el peso de su revólvercolgando del cinto, sentir el frío tactodel metal la ayudaba a encontrarse bien.

Sofía dio una calada al cigarrilloantes de lanzarlo al suelo en un gestorutinario, ritual. Se giró hacia la puertaprincipal de los grandes almacenes,situada justo detrás. Contempló cómo la

masa de gente seguía entrando ysaliendo. Un par de treintañeros segiraron desvergonzados para mirarle elculo con una sonrisa burlona en surostro. «Estos hombres nuncacambiarán», pensó ella aunque se sentíahalagada. La distrajo, sin embargo, elrecuerdo de que tenía que comprar a supareja el pack de DVD's de Fringe,aquella serie de televisión que tanto lehabían recomendado. Inicialmente, teníapensando un regalo mucho más especial,pero habían discutido seriamente horasatrás y no le apetecía tomarse muchasmolestias para agasajar a su amante,especialmente si como ella creía habíanroto su relación.

De repente, de la zona del puertocomenzaron a sonar, atronadores, loscohetes que acompañaban la llegada deSus Majestades los Reyes de Oriente.Anunciaban la felicidad, una felicidadficticia, y servían para silenciar lasabundantes desgracias de losciudadanos. El ritual era el mismo queen su Argentina natal, solo cambiaba elclima. De su país había logrado huir alos doce años, cuando tuvo lugar elprimer Apocalipsis Zombi. A partir deaquel momento se tuvo que abrir pasopor su cuenta en la vida. Su carácterluchador y su carisma le fueron de granayuda a lo largo de los oscuros años 90,en los que decidió entrenarse en todas

las artes marciales posibles, desde elsavate al thai bo, el jiu jitsu o eltaekwondo.

Fue entonces, cuando másensimismada estaba en sus recuerdos,cuando lo escuchó. Primero fue elsiempre aterrador ruido de las gomaschirriando sobre el asfalto propio de uncoche que intenta, desesperado, frenar.Luego, el estruendo de una colisión.Sofía incluso pudo escuchar cómo loscristales se hacían añicos,esparciéndose sobre la calzada. Nohabía duda. Era un accidente, eimportante. Segundos después se oyóotra colisión. Dos vehículos chocaron aunos metros del primero. Los accidentes

se fueron sucediendo en cadena. Lasamplias Avenidas se convirtieron en uncaos. Solo se escucharon cláxones,gritos de pánico y explosiones.

Los vigilantes de seguridad de lapuerta del centro comercial fueron losprimeros en llegar al primer vehículoaccidentado, que yacía volcado, paraauxiliar a sus ocupantes. Comprobaronsu estado e intentaron sofocar las llamasque empezaban a asomar por la partetrasera. El tráfico se había colapsado enambos sentidos de la amplia avenida. Aun lado, los conductores curiososbloqueaban el paso intentando saber quéhabía pasado. Al otro, había númerosvehículos atravesados sobre el asfalto.

Sofía corrió sin pensar para auxiliara los pasajeros. Se acercó a un cocheque ocupaba una pareja joven. La chica,bella y rubia, estaba aturdida, aunque noparecía tener ninguna herida degravedad. Su compañero, en cambio, untipo musculado de cabeza rapada,parecía más grave. Por su camisa seexpandía una amplia mancha de sangre,que contrastaba con la tela blanca.

—Ayúdame a quitarle el cinturóncuanto antes —le dijo Sofía a la chica,al tiempo que intentaba desabrocharle elartilugio de seguridad—. El trasto esteparece haberse deformado con el golpey no se abre.

Sofía no cejó en su empeño durante

un minuto, manteniendo todo el cuerpoen el interior del coche. Cuando levantóla cabeza para echar un vistazo a sualrededor, todo había cambiado. Yanadie se preocupaba por los heridos. Lagente abandonaba sus vehículos y sololos chóferes de los coches más lejanoscontinuaban haciendo sonar sus cláxonespara protestar por el atasco. También, alfondo, dos o tres despistados pitabanrítmicamente para unirse a la fiesta porla llegada de Sus Majestades los Reyesde Oriente. Pobres ilusos.

Pero lo que más llamó la atención deSofía fue una auténtica masa humana quecorría despavorida de un lugar a otro,sin ninguna dirección concreta. «¿Qué

coño está pasando?», pensó para sí.Intentó descubrir el motivo de aquellavorágine. En seguida lo descubrió. Aescasos metros de ella halló al primero.«Dios mío», gritó desde lo másprofundo de su ser. La peor de suspesadillas volvía a caminar.

Esparcidos por las avenidas habíanumerosos zombis pululando de un ladoal otro, mordiendo a todo desgraciado alque pillaban despistado o había sidopresa del pánico. Aquellos apestosos alos que Sofía esperaba no volver a vernunca más habían regresado. Estaban denuevo allí. Si malo era que estuvieran aapenas unos metros de ella y le hubieranpillado con la guardia baja, peor era que

surgieran de todas partes. «¿Qué estásucediendo?». Esto era lo único quepodía pensar.

La respuesta tendría que esperar.Sofía vio que muchos de estos apestososya estaban frente a las diversas entradasde El Corte Inglés. Seguramente algunoya habría entrado. El edificio, comomuchos otros, se había adaptadorecientemente a las ordenanzasmunicipales publicadas tras elAlzamiento. Primero fueron algunoshoteles los que lo hicieron de formavoluntaria, para dar ejemplo deseguridad. Luego vinieron los edificiospúblicos y aquellos lugares donde seprodujeran grandes concentraciones

humanas. Todos estaban obligados aadoptar una serie de medidas deseguridad encaminadas a evitar quesucediera lo mismo que en la primerapandemia. Claro que se suponía que erapara proteger a los que estaban dentrode la llegada masiva de zombis. Nadiecontaban con que en plena Noche deReyes aparecieran por sorpresa y atraición, cogiendo a los ciudadanos conla guardia baja.

Sofía se acercó a la puerta sur. En elmás alto de los escalones que dabanacceso al centro, desde donde podíacontemplar una amplia vista de la plantabaja, comprobó cómo la realidadsuperaba la más pesimista de sus

previsiones. Los zombis habían entradopor diferentes puertas, también por laprincipal, atrapando a la gente que habíaen su interior, que no tenía por dondehuir. Instintivamente se giró paraconstatar que, en efecto, ya los tenía a suespalda, a escasos metros. La salvó elhecho de que muchos de ellos seentretenían despedazando a las presasque iban pillando por el camino.

Algo más alejada, la pareja a la quehabía intentado auxiliar tras el accidentese había convertido en una presa fácilpara los zombis, pues atados a suscinturones no habían podido escapar deaquellas despiadadas y desconsideradassanguijuelas. Desde donde estaba, y

pese al gran ruido, su maldito oídofiltraba los desgarradores gritos de lachica a la que parecía que se le fueran aquebrar las cuerdas vocales.

Por un momento le embargó la duda.Solía ser una persona de grandesreflejos, acostumbrada a tomardecisiones rápidamente, pero nadiepodía estar preparado para aquello. Nosabía qué hacer, pese a su aterradoraexperiencia en Argentina, a suadiestramiento como vigilante deseguridad y a que aún hoy solía crearescenarios mentales similares para tenerclaro qué hacer en un momento comoeste. ¿Debía entrar en el centrocomercial y salvar a quien pudiera o

salir corriendo en dirección al marintentando esquivar a aquellas alimañasen su carrera? Fue en aquel momentocuando se topó con Álvaro, uncompañero de trabajo. Huíadespavorido. De un salto subió losescalones de la puerta principal. Cuandola vio, se detuvo un momento y,extrañado, le preguntó:

—¿Qué haces ahí parada? ¿No vesla que hay organizada? Será mejor quepongas pies en polvorosa si no quieresconvertirte en la cena de uno de estoscabrones.

Sin esperar respuesta, Álvaro siguiósu alocada carrera hacia el exterior.Nunca le había caído especialmente

bien. Era de esos que siempre intentabanescaquearse al máximo del trabajo ynunca tuvo ningún escrúpulo a la hora detomar según qué decisiones. Aquel eraun magnífico ejemplo.

La actitud de Álvaro llevó a Sofía atomar su decisión. No era como sucompañero, ni quería serlo, y aunque nose consideraba una heroína, sabía que ladecisión correcta era ayudar a aquellagente. De hecho, para su desgracia, talvez aquella fuera la primera vez en suvida que sabía cuál era la decisióncorrecta que debía tomar, aunquetambién pudiera ser la menos adecuada.

El espectáculo que tenía frente a ellaera escalofriante. Desde su infancia no

había vuelto a vivir una situación comoaquella. Pese a todo se mostró decidida,descendió la escalera y se internó en elcentro comercial. Apenas podía avanzar.Una marea de gente la empujaba endirección contraria, hacia la únicapuerta que parecía quedar libre dezombis. Pronto el centro se convertiríaen una ratonera. La cena estaba servida.

Sofía estaba atrapada. Comenzó adudar si aquella había sido la mejordecisión. Llevaba su pistola en la mano,pero no la disparó. Varios grupos deaquellos seres estaban organizando unaverdadera orgía de sangre,desmembrando personas, extrayendointestinos y mordiendo los pedazos de

carne más tiernos de sus desgraciadaspresas. El suelo estaba completamentecubierto de un espeso manto de sangre,al igual que muchas de las estanterías dela planta baja. La mente de Sofía nofuncionaba bien y todo aquello la estabasuperando. Lo comprobó cuando sesorprendió a ella misma pensando en eltrabajo que tendrían las señoras de lalimpieza al día siguiente arreglandoaquel desaguisado. Pero tal vez nohabría mañana.

Mirara donde mirara no sabía cómopodía ayudar. Los vivos estabancayendo como moscas presas delpánico. La mayoría de la gente no moríapor el ataque de los zombis, sino

aplastada por la masa en estampida.Pero, quién les podía culpar por ello.Ante una situación así, el pánico seadueña de las personas y se pierdecualquier control sobre uno mismo. Dehecho, ella estaba a punto de sufrir unataque de pavor. Los vídeos y lassituaciones que Sofía había vivido en laacademia no servían ya para nada. Vermiembros arrancados en cualquierpasillo o tropezar con tripasdesparramadas por el suelo era una cosaque podía volver loco a cualquier serhumano.

Cuando por fin alcanzó las escalerasmecánicas, aún en marcha, comprendióque jamás podría subir por ellas. La

gente descendía en masa hacia undestino que no podía ser otro que lamuerte. Decidió entonces probar suertepor la escalera del personal. Aunqueestaba algo alejada, se encaminó a ella.De lejos vio cómo algunos desgraciadosintentaban romper los cristales de losescaparates para huir. Misión imposible,pues la nueva normativa obligaba a quefueran blindados. Resultaba desoladorcontemplar el rostro de aquella genteque había visto frustrada su últimaesperanza de salvar la vida. Aquelloscristales eran ideales para evitar que losseres malignos entraran, pero enaquellas circunstancias eran una trampamortal. «Paradojas de la vida. De la

vida y de la muerte», pensó Sofíamientras iba hacia las escaleras delpersonal pistola en mano. En elrecorrido tuvo que golpear a todosaquellos que se interpusieron en sucamino. La gente había enloquecido.Iban de un lado a otro como pollosdescabezados intentando encontrar unasalida en aquella trampa mortal.

La presencia de los zombisempezaba a ser cada vez más numerosay en la planta baja casi no se podíacaminar, atestada como estaba de gente.Debía hacer algo y hacerlo rápido.Levantó la pistola sobre su cabeza ydisparó varios tiros al aire. Si lasituación antes de los disparos era tensa,

aun siendo generosos, tras estos todoempeoró. La muchedumbre no huíaahora solo de los zombis, también lohacía de aquella maníaca que lesdisparaba. Lo que consiguió con lasdetonaciones fue abrir un hueco a sualrededor que le permitió llegar hastalas escaleras. Comenzó a subir comoalma que lleva el diablo. En aquellazona no había nadie.

Sofía lo tenía ahora claro. La únicasolución era intentar llegar al piso másalto del edificio donde era técnicamenteimposible que aquellos infernales sereshubieran llegado todavía. Conformeaccedía a las plantas, se sentía más ymás agotada. Aunque no estaba en mala

forma física, aquel sprint y los nerviosque la invadían hacían que su corazónlatiera en su pecho como si quisierasalir de él. Aun así, tenía bien claro queno se detendría hasta llegar al ático paraencontrarse con alguno de suscompañeros en la zona habilitada paralos miembros de seguridad.

Le reconfortaba que los gritos ychillidos se fueran diluyendo conformeascendía las escaleras. Incluso sintiócierta curiosidad por asomarse paracomprobar si tal calma era real, aunqueno lo hizo por miedo a hallar a un zombipersiguiéndola. En aquel momento sesintió más segura. Parecía que habíadespertado de una pesadilla, como si los

últimos minutos fueran recuerdos vagosde un mal sueño.

Nada más llegar al ático pudocomprobar que las cosas estaban muylejos de solucionarse.

Capítulo IIReorganización

Sofía empujó ligeramente la puerta yasomó la cabeza por la abertura. Queríacomprobar cómo estaban las cosas porallí antes de acceder. Entonces escuchóel inconfundible sonido de una pistola alser cargada para disparar.

—¡Eh, para! ¡Para, para! ¿Estásloco? —exclamó Sofía fuera de símientras se tiraba al suelo temiendomorir de una forma estúpida e

innecesaria.Los siguientes segundos se le

hicieron eternos. Tumbada boca abajoesperaba en cualquier momento escucharel disparo que le reventara la cabeza yacabara con su vida. Llegó a ver,incluso, su cerebro esparcido por elsuelo. Tuvo suerte sin embargo y eldestino le regaló un poco más de tiempode vida. No escuchó ninguna detonación,sino una voz familiar que le decía:

—¡Joder, Sofi! Casi te reviento lossesos.

Sofía levantó la cabeza del suelo ypudo ver a su compañero Xoseguardándose el arma en su cartuchera.

—No me mires así, Sofi. Reconoce

que hubieras hecho lo mismo. Es más, túseguramente me habrías volado lacabeza sin contemplaciones.

—Vale, no te lo tendré enconsideración —dijo Sofía intentandorecuperar la normalidad—. Y te hedicho mil veces que no me llames Sofi,ni So ni nada por el estilo.

—¿Los has visto, jefa? —preguntóXose mientras ayudaba a su compañeraa levantarse—. Estos malditos cabronesestán por todas partes. Algunos hastaparecen extrañamente ágiles. Resultamacabro verlos moverse de esa manera.

—Lo único que sé es que no esnormal. Ahí abajo hay una verdaderamasacre —replicó Sofía intentando

poner en orden sus ideas al tiempo quebuscaba una explicación razonable paratodo aquello—. Y, encima, me hanestropeado la cita que tenía con minovio… o lo que sea en estos momentos.

Sofía miró a su alrededor intentandosituarse. La última planta era la menosconcurrida. En ella se exponíanproductos en oferta o de ocasión. Allí seencontraba el restaurante, con ampliasvista sobre la bahía y la ciudad.También estaba allí el control deseguridad desde el cual Sofía procurabaque todo estuviera en orden.

Había una veintena de trabajadoresdel centro y una docena de clientes.Todos habían sabido mantener la calma

y no se habían precipitado escalerasabajo en una estampida humana quehabía acabado en una violenta masacre.Sofía se sintió tentada a encerrarse en lahabitación blindada de seguridad ycontemplar lo que sucedía por losmonitores. Pero desechó la idea, notanto por problemas de conciencia, sinoporque sabía que aquello no seríapasajero y se prolongaría más de lo queen un principio cabía esperar.

Justo en aquel momento se diocuenta de que había un ruidoso silencioen toda la planta. Los allí presentes lamiraban a la espera de que fuera ella laque dijera lo que hacer. Ella llevabauniforme y pistola. Ella tenía que

organizar aquel desastre. Era lo mínimoque se podía esperar de la jefa deseguridad de los grandes almacenes.

«Menuda mierda —pensó para sí—.Cuando acepté el puesto fue porquetenía mejor sueldo y mejor horario, nopara cargar con semejanteresponsabilidad».

—¿Cuántos miembros de seguridadhay en esta planta? —preguntó Sofíaintentando ganar algo de tiempo.

—Siete, contándonos a nosotros dosy a los tres que están en la sala demonitores —respondió Xose.

—Los quiero a todos aquí en dosminutos… y trae las llaves de la sala demonitores, no quiero que a nadie se le

ocurran ideas ingeniosas desupervivencia. Y, sobre todo, intentalocalizar a un miembro del serviciotécnico.

Unos segundos después Xose estabade regreso con todo el personal deseguridad que había en la planta. Elresto de personas formaba un corrilloalrededor de Sofía.

—Ante todo conviene que no cundael pánico —dijo Sofía con la voz secamientras se aseguraba de recoger demanos de Xose las llaves de la sala decontrol. Sudaba en abundancia. Nosoportaba que todos estuvieranpendientes de ella. Solo recordaba unasituación similar durante el proceso de

selección de personal de El CorteInglés, ya hacía algunos años—. Notengo ni idea de lo que está sucediendoahí fuera ni de dónde han salido todosesos zombis, simplemente sé que enestos momentos el tiempo corre ennuestra contra. En cuestión de minutosestarán aquí arriba y de las decisionesque tomemos a continuación dependeránnuestras vidas.

—¿Qué significa «cuestión deminutos»? —preguntó una de lasempleadas.

—Que los zombis no tardarán enaparecer por aquí y, cuando lo hagan,serán centenares. La calle estaba llenade esos seres y solo Dios sabe a cuántos

habrán infectado allá abajo. Xose, ¿haslocalizado a alguien de mantenimiento?—preguntó de golpe.

—Uh… no, a nadie de momento.—Pues ve corriendo a la sala de

seguridad e intenta encontrar a Marcos yLucas. Creo que hoy estaban de guardia.Y de paso mira en qué planta están loszombis. Deberíamos decidir si noshacemos fuertes en esta planta odescendemos un par de pisos más y nosatrincheramos en la tercera o la cuarta.

Nadie dijo nada. Si alguien teníaalgo que decir, no se atrevió. «Genial —pensó Sofía—, me va a tocar a mi tomartodas las decisiones».

—Ya que nadie opina, nos

quedaremos aquí. No hay nada en lasplantas inferiores que pueda sernos deayuda…

—Puede que sí lo haya —lainterrumpió Mónica, otra empleada—.Si cómo usted dice allí abajo hay tantoszombis, pasarán varios días antes desofocar la revuelta, aunque esta no seatan grave como la de 1985. De todasmaneras, no estaría de más contar con lasexta planta, donde se ubica Muebles yDecoración. Así tendremos lámparas ycolchones por si hemos de pasar muchosdías aquí.

Sofía agradeció que alguien másfuera capaz de pensar. Dio la razón a sucompañera y comenzó a dar órdenes y

repartir tareas. Aún no sabía que estabasalvando la vida a todos los allípresentes.

—Xose, voy a descender con losmuchachos. Avísame a través del walkiesi ves alguna presencia hostil. ¡Ylocalízame a los del servicio técnico deuna puñetera vez! El resto, coged lossubfusiles del control y bajad conmigo.

La cabina de seguridad parecía unarsenal. El gerente del centro estabaobsesionado con los zombis y lasmedidas de seguridad eran bastantebuenas en aquel edificio. Una de las quese habían tomado era guardar numerosasarmas. Ahora lo agradecían.

Aquella gente confiaba en ella,

porque nadie rechistó y la siguieron ensilencio. Sofía encabezaba el grupo. Laplanta inferior estaba en el más absolutode los silencios. Cada paso que dabanretumbaba como truenos furiosos es unadesbocada tormenta.

—¿Dónde está el grueso de loszombis? —preguntó Sofía a Xose através del walkie. Estaba muy nerviosaen aquellos momentos.

Lo de allí abajo es una auténticacarnicería. Nadie se salvará,absolutamente nadie… Los zombis estánentrando en masa por las cuatro puertasy las salidas del parking han quedadoinutilizadas por varias colisiones encadena. Espera… creo que por la salida

del parking de la calle Aragón estánescapando corriendo aquellos queabandonan sus vehículos.

—Vale, no dejes de informar. Serásnuestros ojos a partir de ahora. ¿Algunanovedad de Marcos y Lucas? —preguntóSofía mientras intentaba abarcar con lamirada aquella planta en toda suamplitud.

—Nada, no logro localizarlos.Resulta difícil porque hay muchospuntos muertos que no detectan lascámaras y porque la planta baja es unverdadero caos. De todas formas, labuena noticia es que los zombis sedirigen en su gran mayoría al parking, loque nos dará algo más de tiempo.

—Perfecto, muchas gracias —contestó Sofía. Se tranquilizó alcomprobar que aquella planta estabalibre de zombis—. Echad un vistazo porsi acaso. El resto que levante barricadascon los muebles ante las escalerasmecánicas y los ascensores. Tomás, tú tevienes conmigo abajo. Si aquella plantaestá libre de bichos subiremosherramientas que nos puedan ser útiles.Necesitamos cemento, todo el quepodamos. Trajeron uno especial desdeFrancia que era una pijada de colorines.

Sofía recorría la planta cogiendotodo aquello que pensaba que podíaservir. Mantenía sus cinco sentidos enalerta para no caer en las garras de

aquellos seres despreciables. Pese a noser muy ágiles, eran tan sigilosos que enmuchas ocasiones te sorprendían con laguardia baja. A veces permanecíanquietos durante horas a la espera de queun humano pasara junto a ellos paraabalanzarse sobre él. Entonces estabasperdido.

En una de sus idas y venidas escuchóun ruido sospechoso en la zona deascensores.

—¡Maldición, Xose, estás dormido!—gritó fuera de sí—. ¡Hay algo junto alos ascensores! Averigua qué es.Rápido.

—Lo siento, Sofi, son muchascámaras y no puedo verlas todas a la vez

—se defendió el hombre algo apurado.—No te enrolles y dime qué

demonios ves.—Hay un tipo en el suelo, aunque no

lo puedo distinguir bien. —Mientrashablaba intentaba acercarse a aquelhombre con el zoom… Durante unossegundos, que se hicieron eternos,guardaron silencio—. No parece unzombi, aunque no le queda mucho paraserlo por su aspecto… Estás de suerte,ahí tienes a tu chico de mantenimiento—exclamó Xose.

Sofía corrió tan rápido como pudohacia la zona de los ascensores. Fue tanalocada la carrera que tropezó y cayó alsuelo. Por unos minutos había olvidado

su máxima sobre la seguridad.

Capítulo IIIHeridas sinalternativa

Acababa de tropezar con una de lascajas que las prisas de última horahabían dejado tiradas en el suelo.Afortunadamente no se había hechoningún daño. Se levantó como pudo y enapenas unos segundos atravesó la puertaque daba acceso a la zona de losascensores. Había tres en total. Allí,frente a las puertas, estaba Lucas,

arrodillado y llorando sobre un pequeñocharco de sangre de un rojo oscuro casinegro.

—¡Lucas! ¿Estás bien? —preguntóSofía alarmada.

El técnico de mantenimiento levantóla cabeza sobresaltado. En aquelmomento la chica pudo ver una herida ensu pecho por la que manaba abundantesangre. Se la cubría con las manos,intentando taponar la hemorragia.

—¡No me jodas, Lucas! ¿Te hasdejado herir por estos malditosbastardos?

—Me temo que sí. Aún no me creoque haya podido escapar con vida de ahíabajo… No recuerdo haber visto tanta

sangre en mi vida. Estaba esparcida portodos lados. Fue con esta sangre con laque resbalé. Al caer me atrapó una deesas nauseabundas alimañas.

—¡Mierda, Lucas! ¡Lucas, Lucas,Lucas…! No me dejas alternativa.Tendré que matarte —bramó Sofía apunto de llorar e intentando aclarar susideas.

—Debí quedarme abajo para morir,pero vi un ascensor abierto y no pudeevitar entrar para escapar de aquelinfierno.

Transcurrieron unos segundos sinque ninguno de los dos hablara. Ambossabían lo que se tenía que hacer. Pese aello, Sofía intentaba buscar una

solución. Además, para el plan quehabía preparado era indispensable unencargado de mantenimiento. El silenciofue roto por el timbre de uno de losascensores llegando a la planta. Ambospegaron un respingo. No hubo tiempopara más. Un grupo de zombis, algodesorientados, salió de su interior.Había tantos que Sofía tuvo tiempo desorprenderse por la capacidad delelevador. Un pensamiento inútil enaquellos momentos.

Debían haber seguido a alguien hastael interior, pues los restos de lo quehace unos minutos era un ser humanopermanecían esparcidos por el suelo.Durante un instante, Sofía pensó en dejar

a su merced a Lucas, pero este entendiólo que se proponía hacer y la mirósuplicante. Lo ayudó a levantarse ygiraron sobre sus talones en el mismomomento que los zombis se abalanzabansobre ellos.

—¡Corre, corre, por lo que másquieras! Aquí no tenemos la más mínimaoportunidad contra estos malditos —vociferó Sofía, que notaba como una vezmás el corazón le latía desbocado.

Correr con Lucas colgado de sushombros no era tarea fácil. Les habíansacado unos pasos de ventaja, pero enaquel momento su compañero volvió atropezar y los dos acabaron tirados en elsuelo. Dos zombis estaban ya sobre

ellos, prestos a devorarles. Les salvó laambición por alcanzar a sus presas, queles hizo tropezar, cayendo de brucessobre ellos. Sofía sintió el fétido alientodel más gordo sobre su rostro, lo que leprovocó una arcada que casi no pudocontener. Iba vestido de presidiario,algo que le llamó la atención. En aquelpreciso instante, Lucas soltó un gritodesgarrador que heló la sangre a Sofía,que ya se incorporaba. Aqueldepredador había asestado un dolorosomordisco en el cuello de su compañero,arrancándole un buen pedazo de carne.

—¡Maldición! —exclamó al ver alpobre Lucas retorcerse de dolor,mientras el zombi saboreaba su bien

ganado premio con cara de satisfacción.Sofía cargó su arma y disparó a

aquella criatura en la cabeza, quereventó en mil pedazos. Cogió a Lucaspor las axilas y le ayudó a incorporarse.Este casi no podía andar, pero la chicalo arrastró fuera de aquel pasillo, dondeeran presa fácil de aquellos seresmonstruosos, que estaban a pocoscentímetros. De hecho, sintió el tacto deuno de ellos, pero ni se giró. Comenzó aempujar con toda su alma la puerta quesalía del pasillo de los ascensores ydaba acceso a la tienda. El zombi habíaasido su camisa, que se rasgó conviolencia. Pero gracias a ello pudoescapar de sus garras y acceder otra vez

al centro comercial. Tomás y Gómez,que habían escuchado el disparo, yaestaban allí para defenderles. Armas enristre, apuntaban hacia las puertas. Enaquel momento estas se abrieron y loszombis entraron en grupo atraídos por elolor a carne fresca.

Gómez y Tomás vaciaron suscargadores contra los muertos vivientes.Entre los nervios y que no eran muybuenos tiradores, la gran mayoría debalas no dieron en su objetivo, lo queprovocó que dos de los zombis llegaranhasta Tomás, al que comenzaron adesmembrar en unos segundos. Anteaquella escena, Gómez se quedópetrificado por el horror. Le salvó de

una muerte segura Sofía, que habíaalejado a Lucas de la escena y se habíaacercado para disparar uno a uno aaquellos malvados. Disparos certeros yprecisos que acabaron con todas lasalimañas. En segundos, Ginart y Lópezse unieron a la fiesta. Poco despuéstodos los zombis yacían en el suelo.Sofía corrió de nuevo hacia Lucas.

—¿Cómo te encuentras? —dijo.Sabía que la pregunta era retórica, eincluso una burla, pero no sabía muybien qué decir a su compañero enaquellas circunstancias.

—Haz tu trabajo e intenta que sea lomenos doloroso posible —replicóLucas, que aún se mantenía

perfectamente consciente. Tenía bienclaro cuál era su destino.

—Siento ser tan egoísta, pero nopuedo hacerlo —aseguró Sofía mientrashacía gestos a dos de sus compañerospara que montaran guardia junto a losascensores para evitar que se repitierauna escena como la que acababan devivir.

—No me vengas con esas, Sofi —dijo algo decepcionado Lucas—. ¿O esque no tienes agallas para apretar elgatillo?

—Ja, ja, ja… sabes perfectamenteque agallas me sobran, pero necesitoque me hagas un último favor. ¡Y no mellames, Sofi, jodido capullo!

Capítulo IVEscaleras arriba,escaleras abajo

Sofía arrastró como pudo a Lucas hastalas escaleras mecánicas y ambossubieron a la sexta planta. Verlosaparecer llenos de sangre, unogravemente herido, no ayudó atranquilizar las cosas ahí arriba. Lascaras de los presentes eran de auténticopavor, incluso alguno no pudo evitaremitir un breve gritito.

—¿Hay algún médico entrevosotros? —preguntó Sofía mientrasmiraba a su alrededor.

—Tal vez yo pueda ayudar en algo—dijo Laura, una de las chicas quetrabajaban en el centro comercial—.Estoy estudiando enfermería y creo quepodré frenar la hemorragia o al menoshacer algo para que no pierda tantasangre.

—Adelante. Lo necesitamos vivo.Ha de durarnos un par de horas mástodavía —sentenció Sofía, algo másanimada—. Lucas, estamos en tus manosy necesito que nos ayudes. En pocotiempo, no sé cuánto, tal vez una hora,tal vez dos, tal vez diez, los apestosos

comenzarán a subir por esas jodidasescaleras mecánicas. Si llegan nopodremos hacer nada para detenerles.Es aquí donde apareces tú. Necesito queinviertas el sentido de las escalerasmecánicas que dan acceso a esta plantay que aceleres su velocidad todo lo quepuedas. Así estos malditos sacos decarne podrida no podrán subir yganaremos algo de tiempo mientrasvienen a rescatamos.

—¿Y si mientras tanto me conviertoen uno de ellos? —preguntó Lucas,consciente del peligro.

Por esto no te preocupes. No mesepararé de ti. Te doy mi palabra de queantes de que esto suceda te habré volado

los sesos sin el menor miramiento.¡Cono, Sofía! Menudo consuelo —

suspiró Lucas.—Por tu constitución creo que

podrás aguantar bastante tiempo antes detransformarte. Estás fuerte y siempre hassido un ejemplo de vitalidad y fortaleza.Por lo que sé, no has faltado ni un día altrabajo. Esto quiere decir que estás muysano. Nunca se sabe, puede que inventenuna cura contra el virus después de loque está ocurriendo.

No había acabado la frase y Lucasya había bajado a la quinta planta paratrastear en el pequeño panel de mandosituado en la parte derecha de lasescaleras.

—Será mejor que comience amanipular estas máquinas, no sea que teequivoques respecto a mi vitalidad.Aunque no lo he hecho nunca, no creoque sea muy complicado cambiar laconfiguración y programarlo en elsentido que quieres —aclaró Lucas. Lasheridas le dolían con virulencia. Laurahabía conseguido frenar la hemorragia yle había colocado unos paños y vendasque le hacían sentir más cómodo. Seconcentró en el trabajo para intentarignorar el dolor.

Fue entonces cuando el walkie deSofía atronó para desgarrar el silencio.

—Será mejor que os deis prisa.Están subiendo —informó Xose desde la

cabina de vigilancia.¡Maldición! —bramó Sofía

contrariada——. ¿Cuántos son?—Me temo que… todos —contestó

Xose con un punto de pánico en la voz—. Han acabado la masacre allá abajo yya están ascendiendo en busca de nuevasvíctimas. Ahora mismo están en lasegunda planta… Tendrías que verlos.Resulta escalofriante contemplar comosuben por las escaleras mecánicas, tanquietos, moviendo simplemente lacabeza de un lado para otro. Corredporque parecen tener claro su objetivoahora que se han quedado sinprovisiones allá bajo.

Lucas apretaba con fuerza los

dientes. El dolor iba en aumento yresultaba desgarrador. Sentía como si lequemaran las venas por dentro. Además,la fiebre le había subido, era altísima.

—Tercera planta, Sofi —informóXose que iba viendo a los muertosvivientes por las pantallas de la cabina.Mientras, las escaleras mecánicasseguían funcionando en su sentidohabitual.

—Ya casi lo tengo, ya casi lo tengo—repitió Lucas para darse ánimos a símismo—. En teoría es una modificaciónsencilla. Simplemente hay que resetearel programa y cambiar la combinación.Estas escaleras están preparadas paracircular en ambas direcciones.

—Cuarta planta, Sofi. Los tenéisdebajo de vuestros pies… Sonalrededor de un centenar. Conformesubían se han ido desperdigando alpillar aquí y allá a algún desgraciadoque se escondía para salvar su vida. Noos despistéis. Van a por vosotros.

Al cabo de unos segundos el corazónde los allí presentes dio un vuelco al veraparecer al primero de ellos.

Era un chico joven al que le faltabaun brazo. Ascendía por las escalerashacia ellos con una estúpida sonrisa enla boca que hacía aflorar toda sudentadura.

—Debía de estar contento cuandomurió —se dijo Sofía mientras apuntaba

con su arma a la cabeza del zombi yapretaba el gatillo.

No hubo ni diez segundos de pausa.Tras este aparecieron otros e iniciaronla ascensión.

—Sofi, el disparo parece haberalertado a todos los zombis del centro.Están comenzando a subir los que sehabían quedado rezagados en las plantasinferiores. En breve habrá unaverdadera marea de muertos vivientesahí abajo.

Sofía disparó tres veces. Suscompañeros la secundaron. Prontocomprobaron que sería inútil. Eraimposible acabar con todos ellos. Nohabía ni munición ni tiempo suficiente.

Los primeros estaban a escasos dosmetros del final de la escalera cuandoLucas exclamó:

—¡Ya está!Pero aquello no funcionó. La

escalera seguía girando en su sentidohabitual. El primero de los zombis llegóa la altura de Lucas y, antes de que Sofíatuviera tiempo de disparar, agarró por elcuello al técnico.

El bbbbbotón —masculló Lucas conun tono de voz apenas perceptible. Tanbajo que nadie alcanzó a entenderaquellas dos palabras. Sofía golpeó conla culata del subfusil la cabeza delzombi, que soltó a Lucas. Este, en ungesto magnánimo, aún tuvo suficientes

fuerzas para alargar la pierna y apretarel botón rojo que había en el extremoinferior de la escalera. En aquelmomento la cinta transportadora se paróen seco y la mayoría de los zombiscayeron al suelo impulsados por elfrenazo repentino. Ahora solo hacía faltaapretar una vez más el botón para que elsentido cambiara. Cuando Lucas intentóhacerlo de nuevo, el zombi, que 1oagarraba de nuevo con fuerza por elcuello, se lo impidió a la vez que lehincó los dientes en su oreja. En aquelmomento Sofía percibió que el peligroera inminente y que si Lucas noconseguía apretar el botón moriríantodos irremisiblemente. Así pues

disparó su arma contra la cabeza delzombi que mordía la oreja de Lucas.Pese a que quedó completamente sordo,herido de muerte y lleno de sangre,Lucas consiguió apretar de nuevo elbotón. Un instante después las escalerasmecánicas comenzaron a funcionar, peroesta vez con dirección descendente.

Se oyeron algunos gritos de júbiloen la quinta planta, en especial cuandolos zombis que aún estaban sobre laescalera empezaron a caer y a rodarhacia el suelo de la planta inferior. Enaquel momento los gritos semultiplicaron, lo que impidió oír a Xoseque advertía de un nuevo peligro del queaún no se habían percatado. Cuando

Sofía consiguió escuchar las voces quetrinaban desde aquel aparato, quedóestupefacta.

—Dejad de chuparos las pollas ymirad detrás de vosotros —gritaba Xosedesesperado.

Sofía no se lo podía creer. Con latensión se habían olvidado de que aaquella planta se accedía por dosescaleras. Y la que tenían a unoscincuenta metros ya había comenzado avomitar zombis. El peligro no habíaacabado todavía.

Capítulo VEscaleras yascensores

—¡Rápido! —dijo Sofía—. ¡Quieroaquí a todo aquel que pueda empuñar unarma! Me da igual si es civil, militar osecular. De lo contrario juro ahoramismo que cuando hayamos arregladoeste desaguisado me ocuparépersonalmente de echarle a la putacalle… Xose, encárgate de comunicarloahora mismo por los altavoces para

cualquiera que no me haya podido oír enla sexta planta. El resto, conmigo.

Una vez más, el destino de todos losallí presentes estaba en sus manos.Dependía de lo que hiciera en lospróximos minutos. Sofía no lo dudó niun instante. Avanzó firmemente haciaaquella manada de caminantes. Cuandoestuvo a una distancia prudencial abriófuego. Tras ella, todos sus compañerosdispararon a discreción. Uno de elloshabía recogido a Lucas para llevarlo envolandas hasta la segunda escalera.Cada vez salían más zombis por aquelhueco, aunque unos minutos despuésllegaron los refuerzos. Con ellospudieron reconducir la situación y

limpiar de zombis la zona hasta llegar alos pies de la escalera.

—Venga, casi no tenemos tiempo —exclamó Sofía mientras señalaba la cajade mandos—. Si no lo arreglamosestaremos perdidos, no podemos frenarmucho tiempo a esos apestosos.

En efecto, cada vez se congregabanmás bastardos en la cuarta planta y todosse dirigían hacia aquellas escaleras demanera hipnótica, sabedores de la granrecompensa que les aguardaba arriba.Esta vez Lucas no tardó mucho eninvertir el sentido de la escalera, aunqueel dolor le impedía casi pensar. Cuandoterminó, la calma retomó a la quintaplanta.

—Ya tenemos esto prácticamentesellado —suspiró Sofía mientrascontemplaba cómo los zombis que seaventuraban a poner un pie en lasescaleras mecánicas eran escupidoshacia atrás por ella—. Solo queda unpunto por el que pueden entrar: losascensores y las escaleras de servicio.Vamos a sellarlas para poder estartranquilos… dentro de lo que cabe.Tengo ganas de poner en marcha algúntelevisor y enterarme de qué narices estásucediendo ahí fuera.

—¿Sellar las escaleras, dices? —preguntó de repente Miquel, uno de losciviles—. No me malinterprete,señorita. Agradezco mucho todo lo que

está haciendo por nosotros, pero no creoque sea prudente sellar un punto deescape que sin duda podríamos utilizarmás adelante. Tal vez no me conozca,pero soy un alto cargo del gobiernoautónomo, y creo ser la máximaautoridad competente para tomar esetipo de decisiones.

—Me parece que es usted quien noha entendido la verdadera situación a laque nos enfrentamos aquí, señorito —replicó algo cansada Sofía—. Hubieraagradecido ese liderazgo del que tangentilmente hace gala ahora cuandocomenzaron a aparecer los zombis porlas escaleras mecánicas. El que dé suopinión ahora me parece «algo»

oportunista, lo que no me extrañaviniendo de un político. Así que, amenos que sea el mismísimo dueño deeste edificio y tenga las escrituras en elbolsillo para que yo las vea y puedademostrar que es mi jefe, le agradeceríaque apartase su gordo culo de delante demis narices y me dejara hacer mitrabajo. Como jefa de seguridad de estesitio soy la máxima autoridadcompetente para sellar la mierda queconsidere oportuna.

Sofía se tomó unos minutos antes dedirigirse hacia la zona de ascensorespara dar las últimas órdenes a los allípresentes. Aquel politicucho la habíadesconcentrado. Le indignaba la actitud

de estos personajes. Para quitarse el malsabor de boca exclamó, no sin cierta ira:

—Quiero en todo momento a unhombre armado delante de cada una deestas escaleras para evitar sorpresas. Ya un tercero para que vigile a los dosprimeros… por si acaso. Xose, nopierdas detalle de los monitores,necesitaré un informe de la situación enuna hora. Y, por favor, que alguienlimpie toda esta sangre y ayude alpoliticastro ese a arrojar los cadáveresescaleras abajo. ¡Ah! Que alguien suba aLucas a la sexta planta y no lo pierda devista, no sea que tengamos el enemigo encasa. Yo necesitaré que tres hombresmañosos y musculados me acompañen

hasta los ascensores ahora mismo convarios de los sacos de cemento quehemos subido antes.

Acto seguido, se dirigió hacia lazona norte de la planta para comprobarque estuviera despejada y no hubieramás zombis hambrientos en busca decarne fresca que llevarse a la boca.

—Perfecto, los ascensores no nostraído ninguna sorpresa —dijo mientrasintentaba no patinar en el enorme charcode sangre que se había formado frente alas puertas en la primera trifulca—.¿Puedes oírme, Xose? Necesito que meindiques si hay zombis subiendo por lasescaleras del personal.

—Hay unos cuantos Sofi, pero están

todavía algo perdidos en la segundaplanta.

—Perfecto, así tendremos tiempo desellar esta puerta. ¡Y no me llames másSofi o te vuelo los cojones! —gritóSofía, que pese a la situación aúnmantenía un halo de coquetería.

Antes de empezar a bloquear aquellaentrada tenía una cosa que hacer. Noquería prescindir de los ascensores,pero era consciente de que eran unpeligro constante. Sofía apretó el botóndel primero de los elevadores. Seseparó un metro y apuntó con su subfusilhacia la puerta. Diez segundos despuésla campanilla del ascensor sonaba y suspuertas se abrían. En aquel momento

sonó un disparó que hizo en mil pedazosel espejo de su interior.

—Lo siento, Sofía —dijo algoavergonzando uno de los hombres que laacompañaban—. Vi algo que se movía yno pude evitarlo.

—No importa, tenemos dosascensores más por comprobar —respondió Sofía echando un vistazo alinterior del habitáculo donde quedabanlos restos completamente destrozados delo que hacía menos de una hora habíasido un cliente de aquel centrocomercial—. Tenemos que bloquear elsensor óptico de las puertas para evitarque accidentalmente lo llamen uno deesos bichos y se acaben montándose

dentro. Al destino le gusta jugar con esetipo de cosas, de modo que cuantasmenos opciones le demos, mejor.

Apretó el botón del segundoascensor y ella misma se encargó debloquearlo. Quedaba el tercero. Tardóalgo en llegar. Cuando se abrieron laspuertas, dentro había cuatro zombis que,agachados, daban buena cuenta delcadáver de un pobre desgraciado que leshabía servido de improvisado aperitivo.Un chorro de plomo les reventó lacabeza.

¿Tenéis problemas allí abajo? —preguntó Xose por el walkie—. Tantoescándalo ha alertado a las alimañas yse dirigen hacia donde estáis. Se

encuentran todavía lejos y se lo tomancon calma, pero suben sin pausa.

Muchas gracias, Xose, nos daremosprisa —dijo Sofía mientras abría lapesada puerta de metal con una reducidaventanilla de grueso cristal que asomabahacia las escaleras de personal. Elinconfundible, rutinario y desquicianterunrún de los zombis se podía escucharcon toda claridad desde donde estaban—. No disponemos de mucho tiempo,pero nos debería bastar. Preparad elcemento y sellad por completo esapuerta. También la de la planta superior.Es un material importado. Solo hacefalta mezclarlo con agua y algo de arena.Así habremos logrado aislarnos por

completo de esas bestias y podremosesperar a que esta pesadilla pase yvengan a rescatarnos.

—¿Arena? —preguntó uno de suscompañeros.

—Si. Tenemos bastantes sacos en lasección de mascotas, del que se utilizapara los gatos. Y antes de que lopreguntéis, tenéis toda el agua quequeráis en los lavabos de ahí al fondo…Por si acaso id con cuidado, no creo quehaya ningún zombi dentro, pero mejorcomprobarlo antes.

Uno de los hombres queacompañaban a Sofía intervino en aquelmomento. No lo conocía, por lo quepensó que sería un cliente que se vio

atrapado por aquel desastre:—No quiero ser aguafiestas, pero en

los sacos se puede leer que este cementotarda alrededor de una hora en secarse.Me temo que esos cabrones apareceránpor aquí antes.

—¡Maldición, no puede ser! —masculló Sofía. Mientras suscompañeros lo preparaban todo parasellar las puertas se concentró en buscaruna solución—. Estamos jodidos, amenos que ganemos un poco de tiempo.Tengo que pensar en algo. Y rápido.

Capítulo VIEl ratón y el gato

—Xose, voy a bajar a la tercera plantapor el ascensor. ¿Cómo está la situaciónallá abajo? —preguntó Sofía mientrasentraba en el primer aparato.

—¿Estás loca? Hacer esto es un putosuicidio.

—Será mejor que te des prisa. Yaestoy de camino y me gustaría saber quéme encontraré.

Xose enfocó las cámaras hacia los

ascensores de la tercera planta.—La buena noticia es que no hay

muchos zombis por ahí. Casi todos sehan concentrado en la cuarta atraídospor vosotros. La mala noticia es queestán a punto de llegar los visitantes quesuben por las escaleras de servicio.

Sofía salió del ascensor en la terceraplanta y lo envió vacío a la cuarta. Trastomar aire, pegó su cara al ventanuco dela puerta e hizo ruido para llamar laatención de la vanguardia de zombis quesubían con ritmo cansino. Primero lohizo tímidamente, pues no estabaconvencida de que aquella hubiera sidouna buena idea. Tal vez lo más sensatoera volver al ascensor y escapar a la

sexta planta. De todas maneras, seconvenció de que no quedaba otraopción. Si quería sobrevivir no habíaotra. Ella y la gente que la acompañaba.

En unos segundos los primeroszombis comenzaron a empujar la puertatras la que se hallaba Sofía. En unprincipio los empujones fueron leves,casi tímidos, para convertirse en fuertesy llenos de furia poco después. Sofíaaguantaba como podía la puerta con sucuerpo. Cuando ya no pudo contenerdurante más tiempo a aquellos bichos,pensó que había llegado el momento delargarse de allí e iniciar una furiosacarrera para salvarse.

Comenzó a correr por el pasillo más

ancho. Los zombis no tardaron ni dossegundos a salir en su persecución. Porsuerte para ella, parecía no habermuchos animalejos en aquella planta.Mientras corría, echó una mirada parahacer un repaso general de cómo estabala situación en aquel piso. No eracuestión de correr a lo loco. Demomento todo parecía ir bien. Los pocoszombis que veía estaban desperdigados.Se encaminó a la zona de los juguetes.Se giró varias veces para comprobar sila legión de zombis que habían subidopor las escaleras aún la perseguían tal ycomo había planeado. Efectivamente,allí estaban. La imagen eraescalofriante, verlos avanzar hacia uno

hubiera helado la sangre del tipo másrudo de la isla, y seguramente delcontinente. Como les había sacado algode ventaja, decidió derribar algunasestanterías. Los juguetes se esparcieronpor el suelo. Esto les distraería un rato.

Pero sabía que no tenía muchasposibilidades de salir viva de allí si nohuía. Era hora de subir hasta la cuartaplanta. Hizo un brusco cambio desentido y corrió tanto como pudo hacialas escaleras mecánicas. Ascendióvelozmente por ellas, superando losescalones de tres en tres. En la cuartaplanta las cosas estaban mucho mejor.Los zombis habían comprendido por finque no podían subir por las escaleras,

ahora solo en sentido descendente, ypululaban de un lado para el otro sinsaber hacia dónde ir, pese a que,tozudos, no desistían de su idea dealcanzar los manjares que había en laplanta superior.

Descubrió con pavor que la zona delos ascensores, hacia la que se dirigía,estaba repleta de muertos vivientes. Nopodría llegar hasta las cabinas, quepensaba eran su salvación. El plan quetenía en mente había fracasado. Eraimposible regresar junto a suscompañeros tal y como había planeado.Tal vez tenía razón Xose cuando dijoque aquello era un suicidio. Solo teníauna solución, ascender por las escaleras

mecánicas que iban en sentido contrario.Estaba en buena forma y era bastantemás inteligente que aquellos tipejos. Loprimero que tenía que hacer era avisar asus compañeros de que era ella la quesubía. No hubiera sido una buena ideaque la confundieran con un zombi y lafrieran a tiros.

—¡Eh, los de arriba! Soy Sofía yvoy a subir. ¡No disparéis! ¡Por lo quemás queráis, no disparéis! —vociferó.Un grito que le podía salvar la vida,pero que hizo que algunos de los zombisque tenía más próximos, a apenas cuatroo cinco metros, se apercibieran de supresencia y se dirigieran hacia ella.

Estaba cansada. Las piernas le

temblaban sin control. Tenía queconcentrarse en reunir todas las fuerzasque le quedaran para subir aquellaescalera que descendía rápida. Cuandoaquellos monstruos estuvieron a muypoca distancia no tuvo más remedio queiniciar la carrera. El corazón se ledisparó de nuevo y notaba sus latidosgolpeándole con violencia en el cerebro.Tras poco más de un minuto de carreraalocada, solo le faltaba un metro paraconseguir su objetivo. Entonces unpequeño tropezón le hizo retroceder unbuen trecho. Desanimada, pensó quejamás lo conseguiría, que no llegaríanunca al final. Ahora estaba agotada. Yallegaba al final, pero no sentía las

piernas. Pero justo en el momento que yano podía más, que estaba a punto deabandonar la lucha y dejar que aquellasescaleras mecánicas la devolvieran alos pies de los zombis que la esperabanabajo, sintió como unos brazos fuertes ymusculosos la levantaban y la subían porlos aires hasta la quinta planta.Permaneció varios minutos tumbada enel suelo, casi inconsciente. Cuandorecobró algo el aliento y pudo recuperarla visión, nublada por el agotamiento, susalvador ya había desaparecido. Quizáalgún día podría saber de quién setrataba.

Ya recuperada, Sofía se acercó a lazona de los ascensores.

—Joder, Sofi, ¿de nuevo por aquí?—le preguntó uno de sus compañeros—.No hemos ganado mucho tiempo con tumaniobra, que digamos.

—Será suficiente. Y si me vuelves allamar Sofi te meto el cañón por el culo—masculló entre dientes—. Al menoshe conseguido que estén entretenidos ahíabajo lejos de las escaleras. De todasformas, siempre puedes coger elascensor y bajar tú mismo… si no,convendría que alguien lo llamara ytenerlo de nuevo aquí para evitarsorpresas.

Los primeros zombis en aparecer alotro lado de la puerta tardaron doshoras. Para entonces la zona estaba ya

sellada con varias capas de cemento.Aquella puerta no se volvería a abrir ano ser a base de martillazos.

De momento, estaban seguros. O almenos eso pensaban.

Capítulo VIIOpciones humanas y

posibilidadesmundanas

Aquel había sido para Sofía el día másintenso de su vida. El momento deldesayuno de aquella mañana preparandojunto a los jefes de sección la durajornada de Reyes se le antojaba ahoratan lejano que parecía perdido en elespacio y el tiempo.

Desde que empezó este drama, era elprimer momento que podía pararse apensar algo tranquila. No tenía nipuñetera idea de lo que estabasucediendo. Solo sabía que tenía queluchar para sobrevivir. Las líneastelefónicas, tanto móviles como fijas,estaban saturadas. La conexión con elexterior era imposible. Y la televisiónque había en la última planta noinformaba de nada. No sabía dóndeencontrar alguna luz entre tantaoscuridad. Se dirigió hacia la sala decontrol, donde Xose permanecíaencerrado.

—¡Xose, abre. Soy yo! —exclamómientras aporreaba la puerta para que la

abriera—. Sabes perfectamente que nome gusta que te encierres, y menos enestas circunstancias.

—¿Qué temes, que os deje a mercedde los zombis mientras yo me quedoaquí a salvo rodeado de máquinas y sinnada para comer ni beber? —comentócon sarcasmo Xose mientras entrabaSofía.

—¿Alguna novedad? —preguntóesta obviando el comentario.

—Ninguna. Las cámaras exterioressolo detectan zombis y más zombis.Parece que las fuerzas del orden públiconos han dejado a su merced.

—Tanta previsión y tantossimulacros para que al final todo se haya

ido a la mierda con absoluta facilidad.Igual que la primera vez —suspiró Sofía—. Si ves cualquier cosa que puedainteresarme avísame. Sea lo que sea: yasea el rastro de un superviviente en elcentro, movimientos extraños de loszombis en las plantas inferiores, lallegada del Ejército… lo que sea.

Acabó la frase cuando ya estabafuera del cubículo. Se alejó rumbo a unade las terrazas superiores, desde dondepodía divisar perfectamente la calle.Había tenido la precaución de hacersecon unos prismáticos requisados en laquinta planta.

Pasó antes por la cafetería, situadaen el ático. Comprobó que la mayor

parte de la gente que había sobrevividose encontraba allí. Parecían tranquilos.Algunos fumaban, otros tomaban café.Casi todos estaban pendientes de latelevisión por si informaba de algunacosa. El silencio de la sala era tanaterrador como el murmullo colectivode los zombis que escuchó nada mássalir a la terraza. Lo recordaba de suprimera infancia, pero también lo habíaescuchado muchas veces endocumentales y en aquellosesperpénticos zoos de muertos vivientesque se habían creado en los últimosaños. Pero oírlo desde allá arriba, enaquellas circunstancias, crispaba losnervios a cualquiera.

Se asomó a la barandilla, demasiadobaja para su gusto. Era necesario hacerun balance en directo de la situación allíafuera. Aunque era de noche, la ciudadestaba bien iluminada por lo que desdela terraza de El Corte Inglés pudo ver unespectáculo dantesco. Pequeñosincendios aquí y allá, coches estrelladoso volcados por doquier, sangre portodas partes y zombis, muchos zombis.La mayoría pululaba sin rumbo fijo,otros se reunían en pequeños gruposarremolinados en torno a algún cadáverdesmembrado. En la parte trasera deledificio, en la confluencia de las callesGilabert de Centellas y Costa i Llobera,un hombre, ya mayor, acababa de ser

atrapado por varios muertos vivientesjusto en el momento que salía de losrestos de lo que había sido, años atrás,un colmado. Se abalanzaron sobre él.Sofía pudo notar como su cuerpo semovía y luchaba por sobrevivir bajo lamontaña de zombis a la vez queescuchaba un grito desgarrador.

Sofía buscaba respuestas a tantosinterrogantes. A través de los cristalesde los prismáticos no encontró ninguna.Simplemente halló sangre y destrucciónpor doquier. Justo en el momento en queseparaba los prismáticos de los ojos, lellegó de lejos lo que parecía ser una vozque pedía auxilio. Se le heló la sangre.Corriendo desde la zona de la Puerta de

Sant Antoni apareció la figura de unajoven que seguramente no tendría ni 20años. Justo en aquel momento iba acruzar las Avenidas. Sintió unaimpotencia que le dañó el corazón.Podía ser ella misma, la que corríadesamparada entre tanta podredumbre.Se preguntó cómo había llegado hastaallí aquella desgraciada muchacha.Seguramente llevaba un buen ratosorteando a esas alimañas presa delpánico. En su carrera esquivó algunoszombis pero aquella calle estaba repletade coches abandonados y accidentados,lo que dificultaba su avance. De detrásde un vehículo, un zombi salió de golpe.La chica chocó frontalmente con él y

ambos cayeron al suelo. Del interior deotro coche salió un nuevo apestoso queconsiguió agarrarla por el cuello. Enpocos segundos ya le había hincado susdientes en la cara, a la altura de la boca,como si le quisiera dar un beso mortal.Sofía vio a través de los prismáticoscomo se le desgarraban los labios y lasmejillas, quedando al descubierto unosdientes blanquecinos manchados por lasangre. Sus ojos reflejaban el mayor delos espantos. Un tiempo después más demedia docena de bastardos sedisputaban a la infortunada joven, queseguía viva.

La rabia sustituyó a la impotencia.Sofía apuntó con su subfusil y comenzó a

disparar hacia los zombis que se comíana la joven. Era difícil tener puntería atanta distancia. Algunas balas seincrustaron en la carrocería de loscoches. Otras impactaron en los cuerposde aquellos bichos. Uno cayó muertocon una bala en la frente. Pero no eranellos el objetivo de Sofía. Su objetivoera otro. Finalmente una bala atravesó elpecho de la joven. Había acabado consu vida, pero también le había acortadoel sufrimiento, uno de los mayorespadecimientos que puede vivir unapersona.

—Has hecho bien —dijo una vozfemenina, cálida, que la sobresaltó. Ladesconocida estaba a sus espaldas y

ahora apoyaba su mano sobre el hombrode Sofía para ofrecerle un poco deconsuelo y comprensión.

Cuando se giró, pudo comprobar queconocía aquella persona. Era AnaRamis, la chica que atiende lapastelería, en la zona del sótano, junto alsupermercado.

—Yo hubiera agradecido esta bala sihubiera estado en su situación.

Sofía y Ana bajaron juntas hasta laquinta planta, sentándose en unoscómodos sofás que hasta hacía pocashoras habían estado a la venta. Desdeallí podían escuchar a los zombis de laplanta de abajo esperando tener accesoa sus codiciadas presas. Sofía se sintió

reconfortada al poder compartir suspreocupaciones con aquella joven.Siempre le había resultado simpática y,aunque no mantenían amistad, en más deuna ocasión habían estado un ratocharlando.

—No entiendo cómo esa gente puedepermanecer sentada en la cafetería sininmutarse —se lamentó Sofía mientrascon la cabeza apuntaba hacia la plantasuperior—. Allí abajo hay personasmuriendo y lo único que les preocupa essu apestoso culo. A nadie se le hapasado por la cabeza, ni que fuera porun segundo, la posibilidad de intentarsalvar a la gente que seguramente estáescondida en muchos rincones del

centro. No digo que lo debamos hacer,pero no estaría mal tenerlo en cuenta almenos.

—Es la condición humana —replicóAna—. Pese a lo mucho que se haescrito sobre ella, no conocemos ni ladécima parte del porqué de nuestraconducta.

—Veo que sabes de lo que hablas.—Estudio Psicología. Aquí trabajo

todos los fines de semana y los días derefuerzo para pagarme los estudios. Esduro haber nacido pobre… Pero por hoyya has tenido suficiente. Debes estaragotada. Será mejor que intentesdescansar un poco antes de queamanezca.

—Sí, será lo mejor —dijo Sofía,que se levantó para ir a la sala decontrol. Tal vez allí tendría latranquilidad que necesitaba. No era muytarde, pero a aquel día ya le sobrabandemasiadas horas.

Mientras iba hacia allí intentócalcular cuántos eran y las provisionesde que disponían. Convenía estarpreparados por si el encierro se alargaramás de la cuenta. En total eran unoscincuenta. Por suerte, en la cafeteríahabía abundantes provisiones. Podríanpermanecer allí bastantes días.

Capítulo VIIILa votación

Decir que Sofía estaba cansada erautilizar un eufemismo que vagamente seacercaba a describir su situación real.Mientras estuvo contando lasprovisiones que tenían, su única idea eradescansar, dormir un rato y olvidaraquella pesadilla, aunque solo fuera porunas horas. Al salir del almacén, situadotras la cafetería, un buen número depersonas la aguardaba junto al control.

—Xose, ¿se puede saber quédemonios sucede? —preguntó con unamueca de fastidio clavada en su rostro.

—La gente no se pone de acuerdosobre las luces —respondió Xose.

—¿Las luces? ¿De qué coño estáshablando?

—Pues de que hay gente que paradormir las quiere apagadas. Otros que,si no se apagan, al menos se atenúen. Ylos últimos que prefieren dormir con lasluces encendidas.

Sofía no daba crédito a lo que estabaoyendo. Hasta una decisión tan nimiacomo aquella quedaba en sus manos.Además, sabía que decidiera lo quedecidiera, siempre había alguien

descontento. El debate podría ser eterno—Que se queden encendidas —

exclamó Sofía intentando sonar tajante yresolutiva para ver si apagaba el debateantes de que se iniciase.

Tras varios segundos de silencio, elrunrún de los presentes invadió elespacio. Una voz de protesta se alzó porencima de las otras.

—¿Encendidas? —se preguntóextrañado un cliente de mediana edad decuyo brazo se agarraba una mujer quepresumiblemente era su pareja—.Perdone que disienta, pero esto esimposible. En una cama que no es lanuestra y con las luces encendidas, nodormiría ni Dios. Y puede estar segura,

señorita, que dormir es lo quenecesitamos todos en estos momentos.

—¿No piensa que nuestra seguridadestá por encima de la comodidad? —Lanzó Sofía, ahora ya con indisimuladodesdén—. Además, con el cansancio queacumulamos no será difícil dormir.

—¿Acaso no tiene usted conciencia?—preguntó la mujer que colgaba delbrazo del señor—. ¿No comprende,señorita, que es necesario descansarpara poder olvidar todo cuanto hasucedido? Además, con tanto estrésmuchos padeceremos de insomnio, y esopor no hablar de…

Sofía dejó de escuchar a aquellaseñora mientras se preguntaba a ella

misma si le molestaba más que lallamarán «Sofi» o «señorita».

¡Maldita sea! No comprenden que siapagamos las luces nuestrasposibilidades de defensa se veránmermadas considerablemente —interrumpió Sofía hastiada—. Y sisucede algo…

—¿Algo? ¿Qué va a suceder? —intervino en la discusión una tercerapersona—. No será que tiene miedo. Siteme a la oscuridad abandone el cargo,que no sé quién le ha puesto al mando.

Sofía contemplaba a suscompañeros, que con la mirada leindicaban que dejara a un lado sutemperamento y condescendiente con

aquellas personas.Un cuarto cliente se unió a la

discusión:—Esto no es una dictadura, creo que

todos tenemos voz y voto en estadecisión.

—¿Qué quieren, una votación? —preguntó Sofía—. ¿Dónde estabanustedes cuando necesitábamos ayudapara bloquear las puertas o reprogramarlas escaleras mecánicas? Variaspersonas han muerto para defenderles.¿Acaso no entienden el enorme riesgoque supone quedar a oscuras? Estoscabrones son imprevisibles y nospueden sorprender de cualquier manera.Recuerden, esos de aquí abajo son

depredadores y, ¿saben qué?, solo tienenuna presa en mente: nosotros.

—No será para tanto —intervinootro de los asistentes—. Si apenaspueden moverse. Estoy seguro de que norepresentan ningún peligro real.Además, si apagamos las luces elgenerador aguantará más, que nunca sesabe el tiempo que podemos estar aquí.

—Obvian el hecho de que estamosrodeados por esas criaturas que ustedescalifican de inofensivas. ¡No loentiendo! —estalló Sofía, presa delnerviosismo.

—Mire, señorita, por su acento veoque es argentina. No sé cómo harían lascosas por allí, pero supongo que no muy

bien porque así les ha ido. De Argentinanada se sabe desde la Gran Plaga —volvió a la conversación el primero delos hombres, cuya mujer asentía a sulado con la cabeza—. Aquí vivimos enuna democracia. Por tanto, lo mejor serávotar.

Sofía se llevó las manos a la cabeza,incrédula.

—Hagan lo que les salga de lasnarices. Yo me voy a dormir… y, porcierto, ¡métanse las luces por el culo!

—¡Marimacho! —gritó la mujer queagarraba a su marido por el brazo—.Este país es una democracia aunque amuchos les moleste.

Sofía ya se había girado sobre sus

talones y daba la espalda al grupo. Nohizo caso de ninguno de los comentariosque vinieron después. Cogió las llavesde la sala de control a Xose.

—Me voy a dormir. Esta gente esmuy cansina. Si mantienes las manitasquietas puedes venir conmigo. Cerrarécon llave y me olvidaré de los puñeteroszombis durante un par de horas.

—Me parece perfecto. Creo que estátodo controlado —respondió Xose—.Por cierto, si a pesar de todo en algúnmomento necesitas una manita, dímelo.

—¡Vete a la mierda!

Capítulo IXCorro, luego existo

Pese a ser la Noche de Reyes, Sofía notuvo felices sueños. Cuando era niñahabía sido para ella una noche llena deilusión y felicidad. Un dormir inquieto,atenta a cualquier movimiento. Y aldespertar, encontrar los regalos junto alárbol de Navidad. Si lo recordaba levenían ganas de llorar. Pero aquellanoche no fue así. La infancia quedabalejos, ya solo permanecía la nostalgia.

Aquella Noche de Reyes estuvo llena depesadillas para Sofía y para la granmayoría de ciudadanos quesobrevivieron a la masacre del 5 deenero en Mallorca. De alguna forma, elsubconsciente colectivo tenía quedigerir todos los horrores vividos,porque no hubo casa ni familia en todala isla que no hubiera tenido suparticular drama personal.

Muchos se preguntaban qué estabaocurriendo. Nadie tenía respuestas.Poco podía imaginar la gente que todoaquello obedecía a los desvaríos deDoc, un científico megalómano quehabía convertido la isla en su particularcampo de pruebas. Y eso lo había hecho

con la aquiescencia de las autoridadesmundiales.

En el edificio de El Corte Inglés lossobrevivientes que se refugiaban en lasplantas superiores habían ido cayendopresas del sueño. El pobre Lucas,atormentado por el dolor, fue confinadoen una habitación junto a Ana, que sehabía ofrecido voluntaria parapermanecer con él toda la noche. Elresto se fue repartiendo como pudo porlos rincones de la sexta planta. Cada unobuscó el lugar que le resultaba máscómodo para concilio el sueño. Seestablecieron turnos de vigilancia en lasescaleras mecánicas. Poco a poco elsilencio se fue apoderando del lugar.

Durante unas horas reinó la calina másabsoluta. La oscuridad se impuso. Lavotación la habían ganado lospartidarios de apagar las luces. Según lamayoría, no había forma de que loszombis pudieran acceder a las plantas.¿O sí?

El destino siempre tiene vericuetospor donde transita con dificultad. Fuepor esto que pocos minutos después delas seis de la madrugada, la plácidanoche acabó de sopetón. Varios disparosrasgaron la calma. Aún estaba oscuro.Provenían de la quinta planta. Todos sedespertaron de golpe, aunque algunos nosabían qué había sucedido ni dónde seencontraban. Los que estaban más cerca

de las escaleras fueron los primeros quevieron el horror acercarse. No sabíanqué era exactamente, pues si era unzombi corría a una velocidad nuncavista. Superaba la escalera moviendoambos brazos como molinillos y lacabeza de derecha a izquierda congestos torpes y bruscos. De la boca lecaía un reguero de sanguinolenta saliva.

Nadie tuvo tiempo de reaccionar.Aquel esperpento llegó en un abrir ycerrar de ojos a la planta y fuegolpeando y mordiendo a discreción.Los tres desgraciados que estaban juntoa la escalera fueron sus primerasvíctimas. Luego las personas queestaban a su alrededor, impotentes ante

tanta crueldad y virulencia. ¿Quésucedía? ¿Era un zombi aquello queveían acercarse en la penumbra? ¿Unhumano herido? ¿Cómo había llegadohasta ellos?

Una tras otra, las presas, todavíaadormecidas, fueron cayendo comomoscas. En apenas unos minutos lamasacre era de dimensiones colosales.Aquella bestia, enloquecida, mordía adiestro y siniestro. Una vez más sedemostró que, por mucho que teprepararas para lo peor, el destinosiempre subía la apuesta. Una cosa eraque te explicaran lo que se debía haceren estos casos y otra muy distinta saberreaccionar frente a un ataque en vivo y

en directo.Sofía se despertó con los disparos.

Quería salir del control, pero Xose se loimpedía. Pensaba que antes de salirdebían tener claro lo que estabasucediendo.

—¡Enciende las putas luces! —gritóSofía cuando ya estaba fuera delcubículo.

—Y una mierda. Yo de aquí no memuevo —le respondió el hombre desdedetrás de la puerta.

—Más te vale que salgas aencenderlas o te juro que los zombisserán el menor de tus problemas —sentenció la muchacha.

Xose agarró un subfusil y salió. Le

costó un buen rato acostumbrarse a lapenumbra. Caminaba pegado a la paredpara protegerse la espalda, en direcciónal cuadro de mandos, situado cerca de lacafetería.

Mientras, Sofía comenzó a caminarcon paso firme hacia el lugar donde seescuchaban los gritos de desesperaciónde las víctimas. ¿Qué había podidosuceder? En teoría todo estabacontrolado. Antes de irse a dormir habíarepasado una y otra vez el dispositivodefensivo organizado.

Le costaba vislumbrar algo entre lapenumbra, pero cuando se acercó losuficiente contempló con cierta claridadlo que estaba sucediendo. «Algo»

acechaba a la pobre Laura, que estabaarrinconada y totalmente a su merced.Tenía pocas opciones de sobrevivir sino se daba prisa en actuar. De un saltóse plantó detrás de aquel hombre y leasestó un duro golpe en la espalda.Entonces, aquel tipo se giró. A Sofía elmundo le cayó sobre las espaldas. ¿Eraaquello un zombi? Parecía imposible.Sus movimientos eran ágiles y no secorrespondían con los de aquellos seresdel averno.

Actuó con rapidez. No le importómucho si era un hombre o una bestia. Loúnico que sabía era que resultabapeligroso. Mientras estaba en el suelo,le apuntó con la escopeta en la frente.

No dudó un solo instante. El disparóretumbó por toda la planta y los sesos deaquel cabronazo le salpicaron la ropa.

Laura estaba fuera de sí. Apenasbalbuceaba. En aquel momento seencendieron las luces. El escenario eradantesco. ¿Cómo se había podido llevara cabo semejante masacre en apenasunos minutos? Aquel era el únicopensamiento que le pasaba a Sofía porla cabeza mientras sujetaba a Laura, queestaba histérica al comprobar la muertey la desolación que había sembradoaquel ser. De nuevo, sangre por doquier.Mirara donde mirara, la sangre lo cubríatodo.

—¿Qué demonios ha sido eso? —

preguntó Xose al llegar hasta Sofía.—No lo sé. Se suponía que una cosa

así no podía pasar. Habíamos tomadotodas las precauciones… —murmuró lachica cubriéndose la cara con las manosen señal de absoluta impotencia ydesolación—. Siempre pasa igual conesos putos apestados. Te confías unpoco, lo mínimo, y te encuentras con unasangría. Siempre es lo mismo. ¡Malditasea! ¡Maldita sea!

—Vale, Sofi —la cortó Xose—.Dejémonos de lamentaciones inútiles yde autocompasión innecesaria. Tenemosque descubrir lo que acaba de suceder.De lo contrario será mejor que nosencerremos en la sala de control y no

salgamos para nada.Sofía asintió con la cabeza mientras

intentaba recobrar el control de suspensamientos. En buena medida sentíaque todo lo que había ocurrido era culpasuya. Este sentimiento la estabamatando.

—Tienes razón —dijo Sofíarecuperando la compostura—. Pero serámejor que no cometamos otro error. Ysobre todo, no olvidemos un pequeñodetalle…

—¿No estarás pensando en…? —interrogó Laura, suplicando—. ¡Notienes ningún derecho!

—Están muertos, Laura.¡MUERTOS! No nos podemos arriesgar

a que se levanten en medio de la noche ynos pillen por sorpresa.

—Pero no sabemos si estáncontagiados por esa cosa. Podrían tardardías o semanas en transformarse, yasabes que el contagio evoluciona deforma diferente dependiendo de laspersonas. No les puedes privar de esetiempo de vida.

—Escucha Laura, si alguna vez estoyen una situación similar te agradeceréque no lo dudes lo más mínimo. Nohagas lo que yo estoy haciendo en estosmomentos, aunque te pueda parecer justolo contrario.

—¡Eres una condenada hipócrita! —bramó Laura—. ¿Por qué no haces lo

mismo con tu amiguito Lucas y le vuelasla tapa de los sesos?

—Me gustaría poderte decir que espor razones humanitarias —respondióSofía—, pero no es así. Es el único quesabe cómo funciona todo esto y mientrasesté con vida puede sernos de utilidad.Pero, si lo prefieres, coge esta pistola yreviéntale tú misma la tapa de los sesos.Estoy cansada de tener que ser yo quienhace el trabajo sucio y ser criticada porello después. ¿No quisisteis oscuridadpara poder dormir plácidamente? Pues,joderos, ¡ahí tenéis las consecuencias!

Laura se calló de golpe y se retirósin ganas de discutir. Todo aquelloestaba resultando extremadamente duro

para ella y no se veía con fuerzas depelearse por algo que, en el fondo,estaba de acuerdo. No hubo caminado nidiez pasos cuando el primer disparoejecutor la sobresaltó. No se giró.Prefería no mirar y así evitarse unaescena sangrienta al ya de por sísobrecargado panorama de recuerdoszombis.

Los disparos se sucedieron uno trasotro. Dos de sus hombres se sumaron aaquella ingrata labor sin decir palabra.En dos ocasiones, el cadáver ya habíavuelto a la vida. Estuvo tentada dedejarlos vivir unos segundos para ver lareacción que tenían y comprobar si susmovimientos eran tan rápidos y ágiles

como los del que les había contaminado.Finalmente, cansada y sin ganas deasumir riesgos, decidió abandonar laidea e ir a lo seguro.

Recorrió cuatro veces las dosplantas del centro de punta a punta paraasegurarse de que no quedaba ninguno aquien reventar la cabeza. Al acabar, fuehasta la cafetería. Encontró sentados aLucas, Xose, Ana y Laura, además deuna señora y tres civiles a los que noreconocía. Contando a Gómez y Ginart,solo habían sobrevivido once. Y esocontando que Lucas andaba muymalherido.

Por los ventanales acristaladosempezaban a entrar los primeros rayos

de sol. Sofía agradeció el calorcillo quedesprendían. Era Día de Reyes, jornadade regalos y celebración. A ella, eseaño, Sus Majestades le habían dejado unpresente envenenado. Empezó amanipular los mandos de la cafetera contorpeza. La logró poner en marcha ypreparar dos tazas: una para ella y otrapara Xose, que se había mantenido todoel tiempo a su lado. Con las dos tazas enlas manos, se sentó abatida en la mesa.La mayoría de personas se sentaron a sualrededor. Era necesario saber lo quehabía ocurrido. Pero no tuvo laoportunidad de tomar la palabra.Alguien se le adelantó.

—Quiero una explicación, y la

quiero ya —exclamó una señora quedebía rondar la cincuentena. Vestía de laforma más clásica imaginable y su cortede pelo parecía sacado de El manualdel buen conservador cristiano—. Y leagradecería que la próxima vezpreguntara si alguien más quiere tomarcafé.

Sofía no salía de su asombro. Nopodía creerse aquella escena, al igualque el resto de los allí presentes. Laurafue la siguiente en hablar.

—Les presento a doña Patri, una delas mejores clientas de la casa. Ella fuela primera en conseguir la tarjeta de ElCorte Inglés de Palma —Laura adoptóun tono ligeramente sarcástico que doña

Patri no fue capaz de captar. Alcontrario, pareció sentirse halagada consus palabras—. Como no veo a sumarido, deduzco que debió dejamos enalgún momento de estas doce horas… Laacompaño en el sentimiento.

—Espero que el muy cap de faba almenos me pusiera como beneficiaríaúnica del testamento —dijo doña Patricon desdén.

Sofía cambió de tema.—Si queremos sobrevivir tenemos

que descubrir de dónde salió la bestiaesa que nos ha atacado esta noche. —Sutono era cansado y parecía muydesanimada—. Iré con Xose a la sala decontrol para revisar las grabaciones de

las cámaras. Espero que podamosdescubrir alguna cosa.

—Ni hablar. Usted no se va de aquí,faltaría más —doña Patri se mostróofendida—. Su deber es protegernos,que me sé mis derechos. No intenteeludir su responsabilidad o informaré asus superiores.

Sofía hizo caso omiso a aquellaspalabras. Había calado a aquella mujerdesde el primer momento que habló. Eracapaz de decir exactamente el nombrede los programas de televisión que veía,las películas que le gustaban y elnúmero de polvos anuales que solíapegar. Conforme se alejaba de lacafetería no pudo evitar escuchar de

fondo un previsible:—¡Esta sudaca no sabe con quién

está hablando! Estará en la puta calleantes de que se dé cuenta.

La tecnología estaba por una vez desu parte. Aunque algo oscuro, elcontenido de las grabaciones se podíadistinguir con bastante claridad. Todaslas imágenes que recogían las cámarasde seguridad se guardaban en diversosdiscos duros de amplísima capacidad.Al cabo de unas semanas, se borrabanautomáticamente. Todo lo que sucedía enel centro quedaba registrado. Ella yXose no tardaron mucho en encontrar lacámara que mostraba el entorno de lasescaleras donde había sucedido todo.

El proceso de rebobinado duró unosminutos. El café hacía su efecto y Sofíase encontraba más despierta y activa. Elcansancio había desaparecido. MientrasXose buscaba lo que quería, ella hizo unminucioso repaso de lo que ocurría enaquel lugar a través de las cámaras. Novio nada nuevo. La misma miseria y lamisma destrucción.

Por fin, Xose dio con lo que estabanbuscando. Tal y como sospechaban, setrataba de un zombi, un caminante queera capaz de correr. No había duda. Erauno de esos asquerosos seres que habíanregresado de la muerte.

—Fíjate cómo sube el hijo puta lasescaleras. Como si nada. Lo hace mejor

que tú, que necesitaste que un ángel dela guarda te ayudara —comentó Xosealborozado—. Le da igual que vayanmarcha atrás, las sube como lo haríacualquier niño, torpe pero firme, directohacia su ansiada comida.

Sofía no salía de su asombro. Supesadilla se había cumplido. ¿Quésucedería a continuación? Si estos seresse volvían inteligentes era la muerte dela humanidad. ¿Habría pronto zombisdisparando escopetas o abriendopuertas? Pero Sofía no era la únicasorprendida. En la cinta se podía vercómo López, apostado en lo alto de lasescaleras mecánicas, vigilando,intentaba descubrir qué era lo que se le

aproximaba en medio de la noche.Incluso llegó a soltar el arma paraayudar a aquel ser. Aquella fue superdición. Un golpe certero lo tiró alsuelo y su cabeza fue machacada por elfilo de las escaleras mecánicas, queacabaron triturándola.

—¡Joder, qué asco! —dijo Xoseapartando la mirada de la pantalla.

—Jamás me tendría que haberdejado convencer para apagar lamayoría de las luces —musitó Sofía—.Esto jamás hubiera sucedido si lohubiéramos visto venir de lejos.

—No te tortures. Nunca sabrás loque hubiera ocurrido. Aunque lo hubieravisto, no creo que le hubiera disparado

sin saber exactamente si era un hombre oun bicho. Ya ves cómo se mueve. Parecehumano. Es espeluznante.

—Revisa todo el centro por si hayotro hijo puta de estos. Voy a ver sipodemos evitar que una cosa así serepita.

Cuando salió del cubículo, Sofíamiró a ambos lados. Ya no se podía fiarde nada ni de nadie. Estaba claro queestaban ante un nuevo escenario que unavez más parecía poner a la humanidad alborde de su extinción.

Capítulo XCerrando entradas y

salidas

En el restaurante, los supervivientes dela Noche de Reyes estaban desayunando.Sofía andaba algo nerviosa. Eraconsciente de que la situación eradramática. Sin decir ni buenos días seplantó en medio del restaurante y lessoltó:

—No me iré por las ramas. Estamosbien jodidos. Lo que subió esta mañana

las escaleras era un zombi, por lo quetenemos que deducir que hay algunosque pueden correr.

—Señorita, por favor. Usted no estábien de la cabeza… —le interrumpiódoña Patri, que no pudo terminar dehablar.

—Las preguntas al final. Y no mevuelvan a interrumpir… Lo digoespecialmente por usted, señora —comentó Sofía en tono enérgico.

—Si estuvieran aquí mi amiga Cruzo mi marido… —susurró doña Patrirabiosa.

—Como iba diciendo antes de serinterrumpida por la tercera edad, hemosde estar preparados para todo, de modo

que conviene asegurar las malditasescaleras mecánicas para evitar quevuelva a suceder una cosa así y esto seconvierta en un coladero de zombis.Empezaremos de inmediato yparticiparemos todos menos Lucas. Seha acabado esto de esperar sentados aque le solucionen los problemas a uno.

—No pienso hacer nada, y menosantes de acabar de desayunar. Quémodales se gastan en Sudamérica,jovencita. Me pregunto qué opinaría deusted su madre si la viera en estosmomentos —apostilló doña Patri.

—Perfecto, lo haremos sin usted —dijo Sofía sin alterarse esta vez—. Esosí, una vez la señora haya acabado de

desayunar, se pone a limpiar de restos ysangre toda la zona norte. Hágalo comoquiera, pero si a la hora de ponerse elsol encuentro un solo resto de carne a lavista, no tendrá que preocuparse por sucena.

Dicho esto, puso rumbo a la quintaplanta. Le seguía el resto del grupo.Tenía un plan pensado y buscó todo elmaterial que necesitaba para llevarlo acabo.

—Nuestra misión es bien sencilla:tenemos que bloquear por completo lasbocas de las escaleras mecánicas. Yobajaré para cerrar las tres últimasplantas. Aquí no ha de lograr entrar niuna hormiga. Para esta planta

utilizaremos los grandeselectrodomésticos que tenemosexpuestos.

Antes de que nadie pudiera decirnada, añadió:

—No se preocupen. Si alguna vezqueremos bajar podremos usar losascensores y, en todo caso, retirar loselectrodomésticos. Conviene darseprisa. Nadie se detendrá hasta que noesté acabado. Con lo que hemos vividoesta madrugada no creo que ninguno denosotros pueda dormir tranquilo sinacabar el trabajo, a menos que tengatendencias suicidas. Tenemos materialesde sobra. Cimentaremos el suelo ycolocaremos varias hileras de

frigoríficos, lavadoras y secadoras. Lasapilaremos y las uniremos unas conotras con cemento. Así nadie podrápasar. ¡Manos a la obra!

—Disponemos de las cámaras deseguridad para poder comprobar en todomomento el estado de las escaleras —añadió Xose.

—Perfecto, nos conviene saber quésucede en el resto de plantas del centro.

Sin más dilación se pusieron atrabajar en dos grupos, uno en cadatramo de escaleras. De vez en cuando,en la planta cuarta, algún zombiintentaba torpemente poner los pies enlas escaleras para subir por ellas. Latentación de las presas que veían arriba

era muy grande. Ninguno pasaba delsegundo escalón y caían torpementeescupidos por la velocidad de lamáquina.

Sofía trabajaba como la que más,pero no podía evitar, de vez en cuando,contemplarlos allá abajo. Lamentaba loque había sucedido la pasadamadrugada. Habían sido demasiadasmuertes inútiles. Pero pronto descubriríaque, en el fondo, estuvieron de suertecon la aparición de aquella especieevolucionada de zombi.

Capítulo XIReforzando las

defensas

El grupo que trabajaba en las escalerasde la zona oeste había acabado ya sulabor. Habían formado una muralla tansólida como improvisada:electrodomésticos y muebles seamontonaban dando una sensación degran seguridad. Los que participaron enlas labores se mostraban orgullosos y sedecían unos a otros que sería necesario

el disparo de un bazuca para tirar abajoaquella muralla. Pese a la alegría por eltrabajo bien hecho, aún se respiraba enel ambiente la amenaza de que encualquier momento pudiera aparecer unzombi evolucionado que acabara con lavida de todos los presentes.

En las escaleras de la zona este, lostrabajos iban algo más retrasados.Lucas, que parecía haber mejorado desus heridas, montaba guardia mientrasAna y Gómez acarreaban muebles hastala boca de la escalera. No perdían nuncade vista a su compañero que, infectadocomo estaba, era un peligro, pues encualquier momento podía convertirse enun muerto viviente. Pero hasta que

terminaron el trabajo, Lucas continuóigual, sentado en el suelo, vigilando alos zombis que pululaban por el pisoinferior y que, en ocasiones, intentabansubir hasta ellos, inútilmente.

Una vez los dos grupos se reunieron,comenzaron a sellar las escalerasmecánicas que quedaban. Habíancolocado ya la primera hilera delavadoras y se habían cerciorado de queestaban bien ancladas al suelo. Ahoraempezaban a colocar sobre ellas losfrigoríficos. Era un trabajo duro, puesaquellas máquinas pesaban unabarbaridad.

Era media tarde, alrededor de lascinco. Ya estaban acostumbrados a

zombis que intentaban subir por lasescaleras y eran repelidos por ellas.Pero fue entonces cuando apareció unoque mantuvo una actitud diferente. Llegóarrastrándose por el suelo, lentamente.Todos pensaron que se trataba de losrestos revividos de un pobredesgraciado destrozado un día antes porla masa de zombis. Se situó frente a laescalera y comenzó a ascender por ella.El fracaso no lo detuvo. Lo intentó una yotra vez siempre con el mismoresultado: las escaleras lo devolvían asu punto de partida. En uno de estosintentos, los jirones de la ropa quellevaba quedaron enganchados en lasescaleras mecánicas. Esta vez no se

pudo escapar. Si aquel desgraciadohubiera podido gritar de dolor,seguramente lo habrían oído en todo elcomplejo, porque la máquina seconvirtió en una trituradora y aquelbicho quedó hecho pedazos.

Todo se hubiera quedado en unaanécdota desagradable, pero sucedióalgo más. Fue Lucas el primero en darsecuenta de lo que ocurría. Las escalerasempezaron a chirriar. Primero, demanera poco audible, para luegodespedir un ruido desagradable que eramuy difícil descifrar. Todo sucedió muyrápido y Lucas no tuvo tiempo de avisara nadie. Las escaleras empezaron atemblar y en pocos segundos dejaron de

funcionar. Los restos del zombi sehabían introducido en el interior de lamaquinaria y habían estropeado elmecanismo. Aquel desgraciado no solose había convertido en carne picada,sino que había provocado un dañoirreparable en sus defensas. Lucas sabíaque ningún técnico del mundo podríaarreglar aquel desaguisado en lascondiciones en las que estaban.

—Oh, oh… ¡Tenemos problemas! —gritó Lucas intuyendo lo que iba asuceder—. Me temo que en brevetendremos compañía.

Sofía no se había dado cuenta denada. Cuando la escalera se detuvo, elruido llamó su atención. Asomó la

cabeza y vio abajo a un grupo de zombisque les miraban de manera curiosa. Sino fuera porque sabía que aquellos serescarecían de emociones, hubiera dichoque alguno de ellos había esbozado unasonrisa.

—Rápido, hemos de espabilamos oestaremos perdidos —animó al resto delgrupo—. Lucas, a la que asomen lacabeza, pégales un tiro.

Pasaron seis minutos hasta queLucas apretó el gatillo por primera vez.Uno de los zombis había podido llegarhasta arriba. No sabía muy bien por quépero lo había logrado. Evidentemente,no eran conscientes de que las escalerashabían dejado de funcionar. Cuando ya

se encontraba casi al final, su cabezaexplotó en mil pedazos. Lucas habíahecho diana.

El problema fue que, al verle, otrosse animaron a imitar su ejemplo. Paraalcanzar la escalera debían pisar losrestos del primer muerto viviente quehabía quedado atrapado allí y que habíaprovocado la rotura de la misma. Lucasdisparó una segunda vez, y una tercera, yuna cuarta… Al poco rato la subida deaquellos indeseables no se podía pararsolo con los disparos de Lucas.Empezaban a llegar en masa y seavecinaba una avalancha, pues lasdetonaciones habían atraído a otrosseres de todos los puntos del centro

comercial.Los zombis ya estaban en lo alto de

las escaleras, separados únicamente desus presas por una curiosa muralla delavadoras. No habían tenido tiempo deponer una nueva hilera y la situaciónpara los humanos era muy complicada.Sofía y sus compañeros no detuvieron sutrabajo. Seguían apilando frigoríficossobre las lavadoras, aunque no era tareafácil, pues los zombis estaban a apenasun metro de distancia, separadosúnicamente por los electrodomésticos.Si bien las lavadoras estaban bienfijadas en el suelo, los dos frigoríficosque había encima no estaban anclados,pues el cemento aún no se había secado.

Los zombis empujaban aquella murada ypretendían colarse por la zona más baja.

En aquellos momentos el caosparecía reinar en la zona. Sofía estuvotentada a «tocar retirada», pero decidióno perder la calma y seguir trabajando.Con mucho esfuerzo, lograron colocarun tercer frigorífico. Y cuando parecíaque tenían más controlado el ataque, losempujones de aquellas bestias lograronderribar uno de los que ya estabanubicados, que a punto estuvo de aplastara Laura.

Sofía tomó un arma y comenzó adisparar y a dar culetazos a los zombisque intentaban entrar por el huecorecientemente creado. Así no

conseguirían nada. Por cada uno quecaía, llegaban dos o tres más, y gracias aque no había más espacio.

—Ayudadme —le dijo Sofía a unode sus compañeros, situándose detrásdel frigorífico que acababan de derribar—. Empujemos este trasto hasta quecaiga escaleras abajo. De esta maneraquedarán bloqueadas o, al menos,retrasaran su subida.

La idea, aunque descabellada, podíafuncionar y les permitiría ganar algo detiempo. Lucas, Xose y Gómezcontinuaron disparando, mientras elresto empujaba aquel aparatosoelectrodoméstico, que no tardó en rodarescaleras abajo, llevándose por delante

a todo cuanto zombi que encontró. Porsuerte, quedó bloqueado por loscadáveres antes de llegar abajo,cortando el camino a los atacantes.

—¡Lo hemos logrado! —gritó Xosecon verdadera alegría.

Tras liquidar a los dos zombis queaún estaban junto a la barrera, sepusieron otra vez manos a la obra.Antes, sin embargo, lanzaron otros dosfrigoríficos por la escalera con el fin dedificultar aún más la subida de aquellosindeseables.

Sabían que aquellos obstáculos eransolo provisionales, pero cuando losmuertos vivientes lograron pasar denuevo, el trabajo en el parapeto ya había

finalizado. Pese a todo, Sofía, aúndesconfiada, levantó un segundo muroformado por armarios y otros muebles.

Aunque la tranquilidad había vuelto,resultaba imposible no oír a los zombis,con aquel constante sonido gutural,profundo, capaz de crispar los nerviospersona más templada.

—Me parece que pocos dormiremosaquí abajo —dijo Ana intuyendo elpanorama que se avecinaba—. Sabe queestán tan cerca me pone los nervios depunta.

—No estaría mal reforzar lasdefensas —añadió Laura—. Nosabemos si con esto bastará paradetenerlos indefinidamente.

Por suerte para todos, en la sextaplanta el sonido de los zombis seatenuaba y casi era imperceptible, ydesaparecía por completo en el ático.Para pasar la noche, decidieron montarguardias constantes. Establecieron quehabría un vigilante ante los monitores yotro en las plantas cuatro y cinco. Antesde acostarse, reforzaron todas lasbarreras. Nadie deseaba volver aencontrarse cara a cara con aquelloscabrones.

Capítulo XIITransiciones

Pasaron varios días. En las dos plantassuperiores de El Corte Inglés se habíanvivido unas jornadas sin sobresaltos,aunque nadie había acudido en su ayuda.De hecho, parecía que nadie habíaacudido al rescate de los ciudadanos.Era algo que llamaba la atención,aunque la gente había aprendido, por lafuerza, que en situaciones como aquellasera mejor no contar con la ayuda de

nadie, ni del Estado ni de las fuerzas deseguridad. Lo mejor era valerte por timismo para salir del embrollo. Ya pasólo mismo durante el levantamiento de1985.

Las escuetas y en su mayoríaerróneas informaciones que ofrecía latelevisión creaban desconcierto ydesazón entre la población mallorquína.Por si fuera poco, al cabo de unos díasla señal de televisión desapareció parasiempre. Ya no había manera de estarinformado, a excepción de algunatransmisión radiofónica de algunacadena que seguía al pie del cañón. Losdías pasaban y las cosas seguían igual, opeor.

El tiempo transcurría monótono paralos supervivientes de El Corte Inglés. Ya medida que avanzaba el calendariotambién crecía la inquietud entre aquellagente. Todos habían descartado porcompleto que alguien viniera arescatarlos y se preparaban paraencierro largo.

Su único contacto con el exterior erala terraza, desde donde se veíaperfectamente la calle. Muy de vez encuando, veían pasar alguna unidad móvilde una emisora de radio, aunque nuncapudieron hacerse ver por ellas. Tambiénen alguna ocasión veían a personasasomarse a las ventanas de los edificioscolindantes. Y muy de tarde en tarde,

pasaba por las avenidas alguna unidaddel Ejército, que parecía ajena a lo queestaba sucediendo. Era como si,simplemente, se limitaran a observar, locual era desalentador. Les daba lasensación de ser prisioneros en aqueledificio de piedra.

Era común que de tanto en tantosaliera alguien a la calle. Seguramentese lanzaban al exterior al no soportarmás la reclusión o a la búsqueda devíveres para sobrevivir. Salir sinninguna protección era la crónica de unamuerte anunciada. Sofía había visto,desde su atalaya, cómo los zombisatrapaban a mucha gente. Aunque en unprincipio les ayudó a morir, ahora se

desentendía y prefería no mirar. Nopodía hacer nada y gastaba municióninútilmente. En una ocasión vio a ungrupo de zombis arremolinados en tomoa un cuerpo que aún se movía conmovimientos secos y bruscos. «Porsuerte no grita», pensó Sofía. Pero notardó en darse cuenta de que aquelsilencio era aún peor, pues pese a laaltura pudo escuchar claramente el ruidode aquellos seres masticando a su presay rompiéndola en pedazos. El crujido delos huesos sería una cosa que recordaríatoda su vida si lograba sobrevivir aaquella pesadilla.

Lo único positivo de aquello era queno les faltaba la comida. Y tampoco el

alcohol. Más de uno descubrió lo fácilque es engancharse a ese vicio enmomentos de crisis como aquellos.Hubo algunas noches, dos o tres, en lasque Sofía delegó en Xose la labor de«líder de la manada», unaresponsabilidad que ella no habíasolicitado pero que se le había asignadopor dejación del resto. Estas nocheshabía ahogado sus penas en alcohol encompañía de Laura, que además deestudiante de enfermería teníaconocimientos como masajista. Pero losdías pasaban y Sofía comprobaba cómola apatía y la baja moral se apoderabade los supervivientes.

Tal y como predijo Sofía, Lucas

aguantaba con vida, incluso parecía quehabía mejorado algo. Su constitución erarobusta y eso lo mantenía vivo. Pese atodo, sus días estaban contados. Lafiebre no remitía, oscilaba alrededor delos 38 grados, y algunas noches delirababañado en sudor.

—Condenado sudaca —murmurabadoña Patri a Ana, quien solía cuidar a laseñora ya que era la única que la queríatener cerca—. No entiendo por qué no lorematamos. Seguro que tenía algunarelación animal con la Sofía esa.

Ana callaba y disculpaba a laseñora. En el fondo no debía ser unamala persona. Era así por culpa de laépoca en que le había tocado vivir y la

educación que había recibido. Ella, porsu parte, mataba el tiempo haciendoejercicio. Nunca había sido muydeportista, pero había decidido noperder la forma física ya que, llegado elmomento, sería lo único que le quedaríasi quería evitar el mordisco de una deaquellas criaturas del infierno. Corríapor la quinta planta, recorriendo lospasillos y pasando entre loselectrodomésticos, los artículos paramascotas, la ferretería y junto a lasmurallas que les separaban de loszombis. Los bichos estaban allí detrás,pues podía escuchar como golpeaban lasneveras y lavadoras y aquel asquerososonido gutural. Había decidido que lo

mejor que podía hacer eraacostumbrarse a ellos. Estaban rodeadosde miles de esos seres y la mejor terapiaque se le ocurría era asimilarlos comoparte de su vida. Tal vez así no sequedaría petrificada si volvía a teneruno cerca. Era mejor no confiarlo todo ala suerte o a la adrenalina.

Las murallas construidas en la quintaplanta continuaban como el primer día.No se habían movido y parecía que noiban a ceder. Ana se acercaba a menudoa la escalera oeste, en la que habíaquedado descubierto un cristaltransparente por el que se podía ver lacuarta planta. Desde allí observaba a loszombis pasear de un lado a otro, sin

ningún objetivo, pero siempre enmovimiento. Muchas veces sepreguntaba si aquellos seres seguíanalgún patrón de conducta. Le recordabana los animales, que se mueven de unsitio a otro sin saber muy bien por qué.Para acostumbrarse a aquellos seres sedetenía en la escalera que tenía el motorroto y apoyaba el oído contra la murallapara escucharlos mejor. Quería intentarcomprender cómo actuaban. La primeravez que lo hizo se llevó un susto demuerte, pues alguno de los zombis dioun fuerte golpe contra la pared, como sihubieran notado su presencia. La últimavez que se acercó, los puñetazos ygolpes contra los frigoríficos fueron

demenciales. Casi se cayó al suelo delsusto y salió corriendo. Nunca volvió.Era mejor no provocar a aquellosmalvados cabrones. No fuera cosa queacabaran derribando la muralla.

Sofía, por su parte, pasaba buena partede su tiempo junto a Lucas. Le intrigabacontemplar la transformación en zombide su amigo, pero también la hacíasentirse mal en algunas ocasiones. Noentendía por qué Lucas tardaba tantotiempo en transformarse. Lo máshabitual era que la conversión seprodujera 24 o 48 horas después, aunquetambién había transformaciones casi

instantáneas. Sin embargo, sabía quepodía durar semanas, incluso un mes. Enel primer alzamiento se habían dadocasos de gente que era inmune a lainfección. Estos casos habían sidoprofundamente estudiados por loscientíficos, a la búsqueda de alguna cosaque pudiera ayudarles a dar con una curao un antídoto. Todo fue en vano.

También mataba Sofía su tiempoobservando el escaso mundo que secontemplaba desde la terraza superior.Estudiaba atentamente a los zombis y yahabía podido ver a otros ejemplares demovimientos desarrollados, casihumanos. Estas visiones le helaban lasangre. Y, por último, cuando no leía o

estaba en la cafetería, se plantaba anteslos monitores, junto a Xose, observandoa aquellos condenados bichos ir de unsitio a otro. Allí descubrió que en elvestuario femenino de personal queahora usaban Ana y Laura habíainstaladas dos cámaras a las que seaccedía con una combinación de teclascifradas que Xose no había tardado nadaen descubrir.

—Ya sé que es poco ético, pero¿acaso hago daño alguien? Así medistraigo un poco. Pasar tantas horasaquí resulta muy aburrido…

—Quiero esas cámaras fuera, ya —dijo tajante Sofía—. Vale, vale. Lasquitaré hoy mismo —atajó Xose, que no

dijo nada de las grabaciones que teníaguardadas de días anteriores.

Pese a todo, aquellas horas deobservación aportaban algunainformación que podía resultar válida.Así, por ejemplo, descubrieron que ElCorte Inglés se iba llenando y vaciandode zombis de manera cíclica. En laprimera semana de reclusión, el centrocomercial estuvo atestado de muertosvivientes. En la segunda, las plantasquedaron casi vacías. Eran ciclos de 5 o6 días. No sabían el motivo, peroestaban seguros de que se veníarepitiendo desde el principio.

A partir de aquel descubrimientoSofía ideó un plan que, si bien

inicialmente le parecía descabellado, lefue dando forma lentamente hasta irhaciéndolo cada vez más factible. Elobjetivo sería solo uno: expulsar a todoslos zombis del centro.

Capítulo XIIILa idea

Sofía tenía claro que no iban a serrescatados. Era difícil imaginarse elresto de su vida ahí encerrada, pero sele ocurrían cosas mucho peores. En laplanta baja había libros de sobra paraentretenerse durante una eternidad, habíatodo tipo de dvd’s, video-consolas y milcosas para que una persona estuvieradivertida durante mucho tiempo.Después de todo tendrían que darle las

gracias al señor Guerrero, el antiguojefe de los servicios técnicos, que seempeñó en instalar generadoresindependientes. Por el momento nohacían falta, pero si se cortaba elsuministro eléctrico podían sacarles deun buen aprieto.

Afortunadamente creía recordar queen algún documental había escuchadoque aquellos bichos pululantes no vivíanpara siempre y tenían un tiempodeterminado de vida. De todos modos,estaba claro que, por lo que pudierapasar, convenía contar con el mayornúmero de provisiones posibles, y paraello era imprescindible controlar elsótano, donde estaba el supermercado.

Allí había víveres para aguantar variosaños. También se planteó la posibilidadde plantar algo en los amplios tejadosdel centro, para lo cual contaban con loslibros de jardinería de la sección delibrería y las múltiples semillasprovenientes de los sobres que tenían ala venta, o de la fruta y verduras quehubiera podido resistir durante aquellosdías.

Así que, según su opinión, noquedaba más remedio que tomar elcontrol de todo el centro y expulsar deallí a todas aquellas sanguijuelas.Cuanto antes mejor. Sofía explicó susplanes a sus compañeros.

—La pobrecilla ha perdido

finalmente el juicio, si es que estuvo ensus cabales alguna vez —Doña Patri fuela primera en hablar después de queSofía expusiera lo que pretendía hacer—. Esto le viene muy grande y se nota.Conmigo no cuente para nada, jovencita.

—No se preocupe, que no contaba,—respondió Sofía sin ni siquieramirarla—. Usted está aquí por puracortesía. No la he echado a la calleporque soy muy buena persona.

—Sofi, tranquila —dijo Xoseintentando apaciguarla—. No menegarás que se trata de un plan, cuandomenos, atrevido.

—Ambicioso, diría yo.—Suicida —irrumpió doña Patri,

algo fuera de sí al estar pocoacostumbrada a que le replicaran—. Leprohíbo terminantemente que osesiquiera intentar poner en marcha esainmolición colectiva.

—Querrá decir inmolación, ¿no,señora? Inmolación —corrigió Gómez,uno de los hombres de Sofía—. Yo estoycontigo, Sofía. Haré lo que tú digas,aunque no veo del todo claro tu planpara sacar a estos pululantes. Sonmuchos y nosotros pocos.

—¿Es que no lo ven? —intervinocolérica doña Patri—. Lo único quepretende es quedarse aquí sola y tenermás comida.

—¿Por qué no se calla, señora, y

deja al menos que debatan el plan? —dijo Ana algo cansada del tono insidiosode doña Patri.

—Lo que me faltaba por oír. Ahorame quiere dar órdenes una simpledependienta. Pero ¿es que no sabéisquién soy yo? Santa paciencia. Mejorquédate calladita, niña… ¿o acasotienes algo con esa golfa? ¿No seréisamiguitas de esas?

Doña Patri se quedó pensativadurante unos segundos. Parecía quebuscaba hechos que dieran la razón aaquella afirmación. Pero, antes de quepudiera abrir la boca, Sofía empezó ahablar de nuevo.

—Tengo un plan y creo que puede

funcionar. Simplemente tenemos queutilizar un poco la cabeza, cosa que noes fácil en estas situaciones. Al parecer,hay períodos durante los cuales la granmayoría de zombis abandona el centrocomercial. No sabemos por qué lo hacenni a dónde van. Pero mi idea esaprovechar uno de esos momentos paraecharlos a todos.

—Pero, los que quedarán aún serándemasiados para nosotros —intervinoGinart, que no veía el plan muy seguro—. Ir a por ellos en un terreno tancerrado es una locura.

—Yo no pienso salir de aquí, nipermitiré que nadie me ponga en peligro—volvía a ser doña Patri—. Tenemos

que esperar a que nos rescaten lasautoridades. Y punto.

—Podemos esperar sentados —murmuró Ana.

—Yo he pensado en cómo sacarlosdel edificio —apostilló Sofía sin nisiquiera escuchar a doña Patri—. Esarriesgado pero creo que puedefuncionar.

Capítulo XIVEl plan

Sofía sabía que si decía lo que tenía enmente la tildarían de loca, en especialdoña Patri, que, aunque trataba dedisimularlo, tenía el don de sacarla dequicio. Pero se lanzó por fin a explicarlo planeado.

—Si queremos que estos cabronessalgan del edificio hay que ponerles uncebo que los atraiga. Y el cebo ha de seruno de nosotros. El plan es sencillo,

pero como veis peligroso. Ante unapresencia humana no dudarán en salir. Alos que no salgan los podremos matadesde dentro. Tal vez os preguntéis…

—Está usted completamente loca,señorita —vociferó doña Patri.

—Tal vez os preguntéis —repitióSofía haciendo caso omiso de laspalabras de la anciana— cómollegaremos hasta allí. Mi idea es usar lagrúa de la azotea que sirve para limpiarlos cristales del exterior. Alguno denosotros puede bajar por ahí y, sin llegaral suelo, fuera del alcance de loszombis, hacer ruido suficiente paraatraerlos.

Doña Patri cuchicheaba por lo bajo

y ponía peros a todas y cada una de suspalabras. Cuando hubo una pausa, loaprovechó para tomar la palabra:

—Creo que ha perdido usted lacabeza. Nadie se moverá de aquí,estamos muy a gusto en el edificio.

Y a salvo. Si ya se ha cansado dehacer tortillitas con su amiga y quierecarne fresca, búsquese la vida o alíviesesólita pensando en cualquierdepravación de esas que tanto le gustan.Pero, por favor, no ponga en peligronuestro bienestar. Usted no es nadieaquí.

Sofía miraba con una ira creciente aaquella mujer, que mantenía su peinadointacto pese a las dificultades. Las

palabras de Gómez sirvieron pararebajar algo la tensión.

—La cuestión es a quién«colgamos».

—Yo lo tengo muy claro —respondió Sofía mirando a doña Patricon un destello de rabia en los ojos—.La idea ha sido mía y, por lo tanto, creoque debería ser yo la que los atrajera.Además, no quiero poner a nadie más enpeligro.

Doña Patri calló de repente y sonriócon satisfacción, como si hubieraganado aquella batalla. Aunque parecíaimposible, no digo nada más. Fue Ana laque habló.

—Ni hablar. Creo que es una buena

idea, pero eres la última persona quedebería subirse allí.

Un rayo de furia atravesó a la pobreAna, que no le dio la más mínimaimportancia. Era doña Patri, queindignada puntualizó:

—Claro, como fornican ustedes dosjuntas, se defienden la una a la otra…

—Votemos entonces —cortó de raízAna la discusión—. Lo más sencilloserá que lo elijamos por mayoría.

—Me parece lo más práctico. Quelevanten la mano quienes quieran que nohagamos nada y sigamos esperando aquí.

Doña Patri levantó la mano,enérgica. Miró a su alrededor ycomprobó que solo Ginart la imitaba

aunque fuera tímidamente.La votación se repitió para los que

pensaban que era necesario expulsar aaquellos bichos del centro comercial.Sofía fue la primera en levantar elbrazo. Lucas, Xose, Ana y Laurahicieron lo mismo. El resultado fuecinco votos a favor, dos en contra y unaabstención. No se lo pensó dos vecesSofía y empezó a dar órdenes parallevar a cabo el plan. Lo primero eraconocer el momento en el que El CorteInglés se vaciaba de muertos vivientes,por lo que advirtió a Xose de que lesavisara cuando esto sucediera. Actoseguido, salió a la terraza para irpreparando las grúas.

Discretamente, Xose se habíaacercado a Ginart. Cogiéndole delbrazo, le dijo en voz baja, con un dejede incredulidad:

—Tío, no me jodas. ¿Te estástirando a la vieja?

Ginart no contestó, solo encogió sushombros a la vez que el color de su caracomenzaba a tornase de un rojo intenso.

—Pues que sepas que te has pasadovotando a favor de la vieja. ¡Menudocante! Qué huevos tienes, al menospodrías disimularlo. Menos mal quenadie más parece haberse dado cuenta.

—Hombre, vieja, vieja… —Sedefendió Ginart—. Ya sabes, en tiempode guerra, toda trinchera… Ya con canas

y con está barriga no me veía con moralpara entrar a las chicas… Y te aseguroque esta mujer no está nada mal…

—Deja, deja, prefiero no saber losdetalles. Puta hipócrita, esta mujer, coño—dijo Xose.

—Ni te lo imaginas. Cada noche medeja más seco que un melón en undesierto. Debía de tener al marido en loshuesos.

—Gerontofílico, no eres más que unputo gerontofílico.

—¿Y qué coño es eso?—¿Me has tomado por un puto

diccionario? Ya lo buscarás tú mismocuando tengas un momento.

Capítulo XVEl cebo

Tres días más tarde la voz de Xoserompió la rutina.

—¡Rápido, rápido! Venid, creo quecomienzan su retirada.

En unos segundos el grupo se habíaapelotonado en tomo a la silla de Xoseque, sentado, señalaba las pantallas quemostraban las imágenes de la plantainferior.

—¿Veis? —dijo indicando uno de

los monitores—. Ahí están, casi todossaliendo.

—Me pregunto qué les llevará aactuar así —se preguntó Sofía—. Megustaría que alguien pudiera darme unaexplicación sensata.

—Ha llegado el momento de jugar alas pajitas —suspiró Xose, mientrassacaba de un cajón unos palitos dediferentes tamaños que había elaboradola víspera.

Sofía fue la primera en coger lasuya. Era larga y suspiró aliviada. Ana yLaura le siguieron. Y después doñaPatri. Todas podían estar tranquilas. Nohabían cogido la más pequeña. Lucas,que aún aguantaba sin transformarse,

también tuvo suerte. Gómez, en cambio,no. Al ver la pajita un escalofrío lerecorrió el espinazo. Le había tocado.

—Joder, estaba seguro. A mísiempre me pasan estas cosas —exclamó mientras lanzaba la pajita alsuelo con rabia.

—Lo siento, pero apenas serán diezminutos —le consoló Sofía—. Haymucha gente que paga por vivirexperiencias mucho más peligrosas.

Subieron todos a la terraza. De lagrúa por la que se descolgaba elandamio para limpiar los cristaleshabían enganchado una cuerda cuyoextremo estaba atada a un arnés que sehabía de colocar Gómez. Este, cacerolas

en mano, permaneció unos segundosasomado al vacío contemplando a loszombis salir.

—Venga bajadme. Cuando antesempecemos antes volveré —rogóGómez, que notaba las piernastemblorosas.

A medida que bajaba, los zombis seacercaban y su corazón se aceleraba.Podía escuchar sus latidos y hubieraapostado todo su dinero a que sin lacamisa hubiera podido ver sus golpescontra el pecho. Cuando estaba unos dosmetros por encima de la cabeza deaquellos seres, un golpe seco le indicóque se había detenido su descenso.Había llegado el momento de comenzar

el concierto de cacerolas, pero Gómeznotaba que sus manos no le obedecían.

Sus compañeros le gritaban, pero nopodía escucharles. El murmullo guturalde los zombis en la calle silenciosa letenía hipnotizado, aunque una gota desudor hizo el trabajo por él. Le habíaresbalado por su frente y fue a pararsobre el hombro desnudo de unos deaquellos seres que, lentamente, levantóla vista, curioso.

Allí, elevado sobre sus cabezas,había un humano. Estiró los brazos pero,por fortuna para Gómez, no podía saltar.Sus movimientos con las manos alzadasresultaban espasmódicos, irreales.

El resto de sus compañeros no

tardaron en darse cuenta de lo quesucedía y en unos segundos la forzadacalma de la calle se tomó en tormenta.Había sido como patear un avispero.Los zombis se agolparon a los pies deGórtiez que, sacando fuerzas deflaqueza, empezó por fin a golpear lascacerolas.

El estridente ruido hizo que salieranlos que aún estaban en el interior delcentro. Lo hacían lentamente, comoserpientes encantadas por el delicado ehipnótico silbido de la flauta. Fuecurioso comprobar cómo llegaron allugar muertos vivientes que no habíanescuchado el chocar de las cacerolas.Desde las cámaras Xose los veía llegar.

Se preguntaba cómo era aquello posible.Observó cómo incluso muertos vivientesque estaban en la cuarta plantaescuchaban la llamada de Gómez einiciaban su descenso. ¿Acaso teníanalgún tipo de conexión entre ellos osimplemente seguían el camino del quetenían más cerca como las ovejas de unrebaño?

Los zombis se iban apelotonando alos pies de Gómez, que hacía un rato quetenía los ojos cerrados, rezando paraque nada raro le hiciera acabar bajo lasgarras de aquellos seres salvajessedientos de sangre y hambrientos decarne.

Arriba, el grupo ató la cuerda con la

que sostenían a su compañero, ya quelas fuerzas habían comenzado a fallar yno querían que se convirtiera en unaperitivo para los apestosos. Sofíaobservaba la situación, que desde arribaresultaba espeluznante. Todos aquellosparásitos tenían las manos levantadasintentando infructuosamente atrapar a sucompañero.

De repente sonó el intercomunicadorde Sofía, sobresaltándose.

—¿Sofi, estás ahí? —preguntó Xose.—¿Qué sucede?—He visto algo que no me gusta

nada. Mira a tu derecha, a las dos, cercade la farmacia.

Al principio no vio nada, pero tras

un rato observando algo la estremeció.Entre la multitud de zombis, abriéndosepaso a empujones, había uno de esosmalditos cabrones con total movilidad.Y su objetivo estaba bien claro.

—¡Maldición! Otro de esoscondenados hijos de la gran puta —bramó Sofía. Bajó rápidamente de larepisa donde estaba situada gritando:

—¡Rápido, rápido, hay que subir aGómez cuanto antes! —exclamómientras se abalanzaba sobre la cuerdapara subir a su compañero.

—Daos prisa, muchachos. La bestiaesa está muy cerca —dijo Xose con unavoz por primera vez alarmada, algopoco habitual en él.

No sin dificultad desataron la cuerday empezaron a izarlo. Resultabarealmente complicado. Pese a losesfuerzos, el cuerpo de Gómez casi noascendía.

—Sofi, si no subís a Gómez rápido,está bien jodido. Este animal sin almaesta fuera de sí y parece empujado porel mismísimo demonio.

Sofía soltó la cuerda y agarró susubfusil. Se asomó por la cornisadispuesta a reventarle la cabeza a aquelengendro de la naturaleza. Fue entoncescuando comprobó que apenas habíanlevantado un par de palmos a Gómez yque el zombi estaba ya debajo,encaramándose a sus compañeros.

Gómez bramaba presa del pánico ymaldecía a Sofía. Esta pensó que losplanes nunca salen tal y como sepredicen. Se lamentó por no habertenido esto en cuenta y, presa de la furia,apuntó a la cabeza de aquel gran cabrónde zombi. Acertó a uno de ellos, pero noera su objetivo. El segundo tiro paso aescasos centímetros de Gómez, perotambién falló. El tiempo se acababa. Untercer disparo dio en el brazo del zombique ya se encaramaba por encima de suscompañeros y se disponía a saltar sobresu presa. No lo mató, pero le hizo caerde espaldas. Sofía dudo unos segundos,pues tenía miedo a herir a sucompañero. Lo paradójico del caso es

que esta duda mató a Gómez. En pocossegundos el zombi saltó sobre él,logrando asirle por las piernas y, tras unsegundo de gozo y satisfacción, comenzóa morderle con devoción en la zona delos muslos.

Aquel tirón cogió por sorpresa a losque sostenían la cuerda, que no pudieronevitar que Gómez bajara varios palmos,pocos pero los suficientes para que sucompañero quedara al alcance deaquella jauría rabiosa.

Fue visto y no visto. Cual pirañas enel Amazonas, los zombis se lanzaronsobre Gómez, que nada pudo hacerexcepto gritar desesperado hasta queperdió el conocimiento. Sofía, desde lo

alto, disparó llevada por la rabia y eldolor por aquella muerte. Mató a variosde ellos y, finalmente, acertó en elcentro de la frente del culpable de todoaquello. Quiso después acabar con lavida de su desgraciado compañero, perofue incapaz de descubrirlo entreaquellas hienas.

El grupo siguió tirando de la cuerda,que comenzó subir más ligera. Cuandollegó a su altura, comprobaron que delarnés solo colgaba el torso del pobreGómez. Sofía quedó en estado de shocky comenzó a disparar su arma furiosa.Disparó sin apuntar hasta que vació todosu cargador sobre aquellos hijos de putaCuando no tenía más balas, vio como

varias personas algunas armadas,asistían impasibles a la escena desde lasfincas situadas frente a El Corte Inglés.

—¡Gracias por vuestra ayuda,malditos desgraciados! —exclamótotalmente fuera de sí, agradeciendo enaquel momento el no tener ninguna balamás que disparar. En un balcón, unhombre más bien obeso, estaba sentadoen una cómoda silla comiendo un platode albóndigas. A su lado tenía un riflede mira telescópica, con el queseguramente podría haber disparado alzombi sin ningún problema y salvar a suamigo—. ¡Ya vendréis a pedirnoscomida cuando no tengáis ni una míseralata que llevaros a la boca! ¡Entonces

hablaremos!La mano de Xose se apoyó en su

hombro.—Sabía a lo que se arriesgaba —

dijo este.—Y una mierda. Lo deberíamos

haber previsto. Simplemente se nosescapó ese detalle —se culpó Sofíamientras levantaba la cabeza—. Hubierabastado con mantenerlo algo más alto yhubiera estado a salvo.

—No pierdas el tiempo con esoahora, Sofi. Tenemos que pensar en quévamos a hacer. Buena parte de loszombis han abandonado el centro, peroaún quedan demasiados en las plantasinferiores —dijo Xose.

—Ha llegado mi hora —lesinterrumpió Lucas.

—¿Qué quieres decir? —preguntóSofía—. Con un muerto ya hemos tenidobastante por hoy.

—En breve tendréis que matarme, demodo que dejadme que al menos mimuerte tenga un sentido.

—¿Qué pretendes hacer? —preguntóXose.

—Bajaré por el ascensor,descenderé y empezaré a correr. Loszombis vendrán detrás de mí y lossacaré del centro. Saldré por la puertanorte y correré intentando escapar. Si meatrapan, me volaré los sesos.

—Pero tío, ¿te has visto? ¿Cómo

esperas que te sigan si eres casi uno másde ellos? —comentó Xose con ciertasoma. A lo que añadió, tras un brevesilencio—. Está bien, toma mi revólver.Corres bastante y puede que logresescapar, pero tal y como dices, si tecogen, mejor ahórrate el sufrimiento.

Sofía se acercó para abrazarlemientras las chicas hacían lo propio y ledaban un beso en la mejilla. Doña Patri,desde la distancia, por miedo acontagiarse de algo, dijo:

—Gracias. Seguro que Dios estaráesperándote con los brazos abiertos.

—Me espere quien me espere, lomejor será darse prisa. Disponemos depoco tiempo.

Lucas se encaminó a los ascensores.

Capítulo XVILos cuatrofantásticos

Día de Reyes

El caos se había adueñado de latercera planta de El Corte Inglés. Habíagente corriendo de un lado a otro. Huíandespavoridos, tropezaban, caían.Muchos querían escapar por lasescaleras de personal sin pensar queestaban llenas de muertos vivientes. En

medio de todo este tumulto, ManuelMateos, un joven de veinte y pocosaños, intentaba mantener la serenidad.Permanecía con la espalda apoyadacontra la pared de la zona de lajuguetería, observando cuanto acontecía.

—Vamos a morir todos, esimposible que salgamos con vida deaquí —le gritó una voz masculina muycerca de él.

Manuel lo miró interrogativamente,casi con sorpresa. La voz siguióhablando:

—Me llamo Julio Ignacio, Nachopara los amigos, aunque en la oficina mellaman Jipi. Trabajo comoadministrativo en una universidad

madrileña y estoy en Mallorca paraasistir a una competición de tiro conarco. Vine a El Corte Inglés paracomprar algunos accesorios y meencontré con esto…

Manuel no podía creer que enaquella situación aquel hombre tuvieratantas ganas de hablar. Le interrumpió:

—Vale, vale, no hace falta que mecuentes toda tu vida. ¿Jipi? ¿Qué tipo denombre es ese? —preguntó Manuel conun marcado acento gaditano.

—Es por mis carpetas en red. Vienede Julio Ignacio Piquero. Todo empezócomo una coña de mis chicos paradiferenciarme de los otros dos Nachosque hay. Es lo que pasa por trabajar en

la escuela de telecos de la Politécnica.Allí hago un poco de todo. Desde lasnóminas o auditorias hasta piratearmóviles o…

—Para un rato… era por simplecuriosidad —atajó Manuel, sorprendidopor la verborrea de su nuevocompañero. No le importaba en absolutosi estaban a punto de morir. Él a lo suyo,explicando su vida.

—Bonito tatuaje —disparó tras unminuto de silencio. Manuel no dabacrédito. En aquella situación habíapodido fijarse en el dibujo del tigre queasomaba por el lateral del torso—. Porcierto, ¿cuál es tu plan?

—¿Plan, de qué puto plan estás

hablando? —respondió confuso Manuel—. No tengo ningún plan. En todo caso,mi único plan es que no me coman estoscerdos. Por el momento, podemosesperar aquí que la gente se marche parano morir aplastados.

—Muy trabajado no está tu plan quedigamos. Ten en cuenta que los zombisque pululan por aquí no estarán muy deacuerdo con él.

Mientras hablaba, Nacho había vistoaparecer a los primeros muertosvivientes por las escaleras mecánicas.

—Ahora ya sabemos el motivo detodo este jaleo. Lástima no tener ni miarco ni mi ballesta.

—Joder, joder, joder… Ahora sí que

estamos jodidos. Quién me mandaríavenir a pasar las Navidades a esta putaisla.

Una niña sola les llamó la atención.Estaba a unos veinte metros de ellos, enla zona de juegos. No llegaba a los 5años y seguramente la había separado desus padres la furiosa estampida. Parecíadesorientada y asustada. Si los zombisla encontraban sería una presademasiado fácil.

Nacho miró a Manuel intentandoencontrar su complicidad pararescatarla.

—Ni se te ocurra proponerlo, seríauna locura —exclamó este.

—Tenemos que hacer algo, no la

podemos dejar ahí.En ese preciso instante un niño que

no debía de tener ni diez años pasócorriendo ante ellos en dirección a laniña. Justo en el momento que uno de loszombis estaba a punto de alcanzarla dioun espectacular salto propinándole unapatada de taekwondo en el cuello,desencajándoselo. Hizo lo propio con elsegundo zombi, pero falló. Erademasiado alto. Lejos de amilanarse, elchico se detuvo y lanzó una violentapatada al tobillo del muerto viviente,que cayó ante la niña, y esta le clavóvarias veces un boli en el rostro deaquel engendro.

—Zombi malo, zombi malo —

gritaba la pequeña mientras ledestrozaba la cara.

—Vamos, pequeña, tenemos queirnos —dijo el joven a la niña, ahoraconcentrada en perforar la cara delzombi—. Por cierto, me llamo Rubén.

—Y yo Akane, Akane Piñeiro —respondió en un tono sosegado mientrasle daba la mano a su salvador—. Mispapás están comprando. Mi mamá, quese llama Rakel está buscando un regalopara papá.

—Muy bueno eso que le hiciste alzombi —Nacho se había acercado y sedirigía a Rubén.

—Es un dollyo chagui, una patadaen la cabeza. Practico el taekwondo dos

veces por semana. Hay que saberprotegerse en los tiempos que corren.

—Pues el taekwondo te ha salvado yhas podido eliminar a dos zombis —añadió Nacho.

—Solo a uno. La patada en lostobillos no está permitida. Eso fue unlow kick de kick boxing. Voy a claseslos lunes y viernes.

—¡Cojones con el niño! Venga,vámonos de aquí lo antes posible —dijoManuel nervioso.

—Pero ¿dónde coño vamos? —preguntó Nacho.

—A la zona de los baños —indicóel chico—. Tal vez podamos resistir allíhasta que vengan a buscamos.

Capítulo XVIIEl Club del Gourmet

Día de Reyes

—¿Quién demonios pone una cenade empresa en un día como hoy? —Sequejaba amargamente Alejandro—. Esde locos. Hoy es un día para estar con lafamilia. Además, todavía no me herepuesto de la cogorza de mi fiesta decumpleaños.

—Me imagino, mi estimado don

Alejandro García, que debe de ser eso.Cumplir treinta años te ha convertido enun viejo cascarrabias —respondió suamigo Pedro J., que caminaba a su lado—. Seguro que el restaurante estarálleno de pibones.

—Estas mujeres no están interesadasen gente como yo. —Mientras no lesdigas que los amigos te llamamos ElBúho por tu fama de noctámbulo y queeres un fan de Conan, todo irá bien. Tuobsesión por correr maratones te hapuesto en buena forma física, y eso molaa las mujeres.

—Ya. Supongo que es por lanecesidad de aparearse con un machoalfa, capaz de engendrarles la mejor

descendencia posible —apuntóAlejandro mientras entraban en El CorteInglés. Por su lado pasó una rubiaespectacular, a la que no pudo evitarmirarle el culo de forma nadadisimulada—. ¡Y no me recuerdes lo deEl Búho!

—En ese caso, espero que esascosas no las huelan porque de locontrario estarás perdido y no tendrásoportunidad de encontrar una buha paraanidar y tener polluelos. ¡Hostia! Dejade mirar a la de seguridad o nos echarána patadas del centro —exclamó Pedro J.

—No puedo evitar mirarla. Meocurre cada vez que entro por esapuerta.

—Trabajé con ella alguna vezsiendo policía turístico. Por cierto, a versi me dan la plaza fija de una puñeteravez. Si yo te contara… —dijo con tonode misterio Pedro J. acordándose de lachica y de su pasado.

Subieron por las escalerasmecánicas hacia la primera planta.Cuando estaban a medio camino,escucharon un fuerte estruendo.

—Joder, menuda castaña se hanpegado —exclamó Pedro J.

—Déjate de accidentes y démonosprisa. He de comprar un regalo para elamigo invisible de la cena y creo que enel Club del Gourmet encontraré lo quenecesito para el pijillo al que me ha

tocado.—Perfecto, así podré ver la

exposición de cultura oriental que haninstalado junto a la sección de maletas—dijo Pedro J.

—Luego me llamas freaky a mí —apuntó Alejandro.

La exposición estaba formada portodo tipo de vasijas y elementosdecorativos. También había unaarmadura de samurái, algunas espadasninjas, shurikens y demás curiosidades.No era una exposición muy extensa perocumplía con los objetivos que se habíamarcado el centro comercial.

Habían acabado el recorrido cuandoPedro J. Escucho …un… ruido que

venía de la planta de abajo. Al principiono le dio importancia… hasta que vierona la gente corriendo y subiendo por lasescaleras atropelladamente, pe repentele pareció escuchar la palabra «ombi».

—¿Qué sucede? —preguntóAlejandro—. No lo sé, Búho, pero mepreocupa… bastan…

No pudo acabar la frase. El sonidode una sirena le interrumpió. Una vozfemenina, que sonaba metálica eimpersonal, anunció de repente:Atención, se ha iniciado el protocoloautomático de sellado. Se ruega a todoel personal no infectado apartarse de lapuerta a la mayor brevedad… Cuentasatrás iniciada. 10 — 9…

—¿Qué demonios está sucediendo?—exclamó Alejandro 8 —7…

—No tengo ni idea —respondióPedro J. al tiempo que veía cómo dospersonas vestidas con elegancia,presumiblemente trabajadores delcentro, se introducían en el Club delGourmet.

6 —5…—¿Crees que deberíamos…? —

preguntó Alejandro señalando el interiordel Club del Gourmet. 4-3—2…

—¡Sí, corre!En el último momento los dos

consiguieron entrar. Tras ellos laspuertas se cerraron automáticamente.

—¡Hay que joderse! Fíjate, estas

puertas tienen pinta de ser blindadas —apuntó Pedro J.—. Podrían haberavisado de que existía un protocolo deestos para caso de emergencia.

—Lo han hecho, ¿no escuchaste elmensaje del alta voz? Hostia, fíjate enaquello de allí… Es un… ¿zombi?

En aquel momento las escalerasmecánicas comenzaron a vomitarmuertos vivientes. Las personas que…había en la planta corrían en todasdirecciones. Intentaban huir, perotropezaban entre ellas y eran atrapadaspor aquellas bestias. Era una matanza.Desde el interior del Club del Gourmetno podían hacer nada más quecontemplar el caos que se había

originado en apenas unos instantes.En los siguientes minutos, Pedro J. y

Alejandro, desde la seguridad que lesofrecía el cristal blindado, tuvieron unejemplo práctico de lo que significa unamasacre. El rostro de aquellas pobresgentes reflejaba el horror más grandeque se pudiera imaginar. Verlo sin poderhacer nada para ayudarlos era muydoloroso. Intentaron romper el cristalpara poder entrar y huir de aquellasfieras sanguinarias, pero todo fueinfructuoso. Un hombre de unos 45 años,pelo canoso y con algo de barriga, peroque aún conservaba un cuerpo atlético,intentó romper el cristal hasta que sucráneo reventó contra el mismo. Tal era

su pánico. Sobre el cristal quedaronalgunos regueros de sangre y pedazos decelebro. Él en el suelo, convulsionandohasta morir. Otro, vestido de traje ycorbata, tras golpear durante unosminutos el cristal con todo lo que pudo,sacó una pistola de la sobaquera ydescerrajó varios tiros. Sin duda aquellapuerta estaba hecha a conciencia, puessolo quedó marcado el pequeño impactode los proyectiles. Una de las balasrebotó con tan mala suerte que voló lacabeza a una mujer que corríadespavorida en sentido opuesto. Cuandolos zombis se acercaron, aquella gentedejó de aporrear y pegaron su cara alcristal. Los del interior podían intuir que

de sus labios ahora solo salían súplicaspara que los dejaran entrar. Algunos, losmás osados, prefirieron matarse antes deser atrapados. Otros, unos pocos,hicieron frente a los muertos vivientes.Todo fue en vano.

En apenas unos segundos todoshabían muerto. Un espantoso final. Susrestos estaban esparcidos por el suelo ylos zombis, de rodillas dando buenacuenta de aquel festín.

—¿Qué podemos hacer? ¿Algodeberíamos hacer? —Gritaba impotenteAlejandro fuera de sí.

—Rezar. Solo podemos rezar paraque este cristal aguante y no acabemoscomo estos desgraciados —dijo en tono

serio una de las dos personas queacompañaban en su encierro a Pedro J. yAlejandro.

Horror. Pocas palabras sirven paradefinir lo que tuvieron que contemplardesde el interior de su refugio.Alejandro apartó la mirada cuando levino una violenta arcada. Mientras,Pedro J. intentaba en vano calmar suconciencia buscando una solución, atodas luces imposible. En pocos minutosaquellas personas habían sidodevoradas y sus cuerpos se esparcíandestrozados. La mayoría de zombisseguía en el suelo, buscando algúnpedazo de carne que llevarse a la boca.

Desde aquella especie de urna,

Pedro J. y Alejandro pudieron ver a dosjóvenes que huían de otro grupo demuertos vivientes aún más numeroso. Seiban acercando hacia la exposiciónoriental, lentamente, sin hacer ruido,intentando no atraer la atención deaquellos que daban buena cuenta de losrestos humanos. Ambos aguantaban larespiración, deseando que aquellas dospersonas no pretendieran buscar unimposible cobijo detrás del cristal. Perosus intenciones parecían ser otras. Unavez estuvieron en el interior de laexposición oriental, levantaron unapesada vitrina y de su interior extrajeronalgunas de las catanas que permanecíanexpuestas.

Eduardo y Rafa, eran dos treintañerosque se habían conocido apenas unosminutos antes. Ahora luchaban juntospor su vida rodeados de decenas dezombis con la aviesa intención deconvertirlos en su cena. En aquellaplanta parecía no haber ningún lugarpara esconderse. Vieron a cuatropersonas escondidas detrás de un cristalen un refugio que parecía seguro. Uncristal demasiado gordo que,comprendieron en seguida, eraimposible atravesar. Con golpescerteros Eduardo y Rafa mataron avarios de aquellos seres que les estaban

rodeando. De un salto, huyeroncorriendo en dirección a las escalerasmás cercanas.

—Ojalá hubiéramos podido haceralgo más por ellos —alcanzó a decirPedro J. que siguió con la vista a losmuchachos hasta que desaparecieron desu vista.

—Pobres, deben haber sentido unagran frustración por no poder entrar aquídentro. Les entiendo perfectamente, peroera imposible hacer algo por ellos —dijo una voz a sus espaldas—. Abrir lapuerta y subir el cristal hubierasignificado una muerte segura para todosnosotros.

Pedro J. se giró hacia una mujer de

pelo castaño oscuro rizado, con gafas,de mediana edad y elegantementevestida de negro. Era ella la que leshablaba.

—Lo siento, no me he presentado.Me llamo Sandra Martínez. Soymiembro del equipo directivo de ElCorte Inglés y él es don Borja BilbaoCos, director de las oficinas enBaleares.

—Que debería de estar en su casacon su familia en vez de en unaimprovisada reunión de última horasobre la consolidación como referentecomercial del centro en las islas —suspiró amargamente el señor BilbaoCos—. Es más, a punto como estoy de

jubilarme, le hubiera tocado venir arodearse de zombis a don Dario Arca.Pero estamos aquí y hay que apechugarcon lo que tenemos.

—En cuanto vimos por uno de losmonitores lo que estaba sucediendovinimos hacia aquí corriendo —explicóSandra—. Era la zona segura máscercana, o al menos eso es lo que sesupone. Menos mal que el señor BilbaoCos se encargó de aumentar las medidasde seguridad del centro.

—Medidas de seguridad y másmedidas de seguridad —se quejó elseñor Bilbao Cos—. Esto es de lo únicoque parece acordarse la gente. Nadie haprestado la menor atención a la

ampliación del centro de Jaime III, ni alimpulso de las actividades culturales ydeportivas en la isla. Pero todo elmundo valora el incremento de laseguridad.

—Aquí dentro estaremos seguroshasta que lleguen las fuerzas del orden arescatamos —exclamó Pedro J.—. Lacomida no nos faltará y la bebida…tampoco, pues la bodega tiene buenapinta.

—Buenos jamones, quesos decalidad y vino cinco estrellas. Esperoque tarden unos cuantos días en venir arescatamos —sentenció jocosoAlejandro mientas veía incrédulo cómouno de los zombis que golpeaban el

cristal llevaba una catana clavada en lafrente.

Capítulo XVIIIEl Club de la Espada

Eduardo y Rafa llevaban mesesrelacionándose a través de internetaunque no se conocían personalmente.Su pasión por las catanas era lo que leshabía puesto en contacto. Ambos erancoleccionistas de este tipo de armas y enmás de una ocasión habían tenido algunaque otra disputa al pujar por el mismoproducto en páginas web tipo EBay.Ahora, la casualidad había hecho que

coincidieran en Palma para visitar laexposición sobre cultura medievaljaponesa que se exponía en el centro deEl Corte Inglés de la Avenidas. Pese aser una muestra modesta y de pequeñasdimensiones, incluía verdaderas obrasde arte, como algunos sables de lossiglos XI y XII, con variedades que ibandesde la Shirasaya a la Shikomizue.

Eduardo era un delineante madrileñoque estudiaba arquitectura superior. Traslas catanas, su gran pasión era laliteratura zombi, que se había puestomuy de moda después del Alzamiento.Rafa, por su parte, era el propietario delrestaurante El Churrasco, así como delhotel La Hospedería de El Churrasco,

ambos en Córdoba. Se habíanencontrado por casualidad en elascensor. Mientras subían se mirabancon curiosidad. Al ver que salían ambosen la tercera planta, Eduardo preguntó:

—¿Rafa, eres Rafa Carillo?—¡Venga, no me jodas! No me digas

que tú eres Eduardo Álvarez, elmadrileño freak de House, la Fórmula 1y el Juego de Tronos ese de las narices—preguntó incrédulo Rafa.

—¡El mismo! No me podía perderuna exposición como esta. Vi una ofertade avión y no lo dudé.

—Pues más o menos lo mismo quehice yo, aunque no veas la de excusasque tuve que poner parar poder venir.

Me tuve que inventar un viaje denegocios. En teoría estoy en la asambleade la Asociación de Restauradores.

Cuando la pareja salió del ascensoren la tercera planta, pudieron escucharalgunos gritos provenientes de lasplantas inferiores.

—¿Oyes eso? ¿Qué coño debe deestar pasando? —preguntó Rafamientras caminaba.

—Ni idea. Me imagino que debenser padres peleándose por el mismojuguete. Vaya, nos hemos equivocado deplanta. Debemos bajar hasta la segunda.

—Pues vayamos por las escalerasmecánicas. Tardaremos menos que sivolvemos a coger el ascensor.

Así llegaron hasta la exposición.—¡Uau! Es mucho mejor de lo que

me esperaba —dijo Rafa con vozemocionada y algo temblorosa—. Vamosa ver las catanas. Creo que hay piezasmagníficas.

—Es increíble. Todo está enperfecto estado de conservación —añadió Eduardo—. Si no me equivocolas espadas están muy cerca del Clubdel Gourmet.

Fueron caminando entre lasarmaduras, los shurikens y demásartilugios japoneses ahí expuestos. Justocuando llegaron a las espadas, vieron aun buen número de personas corriendode un lado a otro.

—¿Qué coño sucede? —preguntóRafa intentando adivinar la razón detanta carrera.

No tardaron mucho en darse cuentade la causa de aquella algarabía. Delejos vislumbraron a un zombicaminando torpemente.

—Esto es una broma, ¿no? —Acertóa decir Eduardo incrédulo.

—Pues yo juraría que no. Va enserio y bien en serio. ¿Cómo demoniosle han dejado llegar hasta aquí? —observó Rafa.

—Ni idea, pero creo que lo mejorserá quedarse quietos hasta que alguienlo elimine.

Pero nadie hizo nada para

liquidarlo. Más bien al contrario, alcabo de poco tiempo vieron másmuertos vivientes que aparecían por lasescaleras e impedían la huida de lagente.

—Esto no puede estar sucediendo —dijo Eduardo—. Se debe tratar de unabroma, de un espectáculo que hanmontado estos de El Corte Inglés porNavidad.

—Si es una broma tiene poca gracia,pero ahora mismo lo sabremos, porqueparece que estos cabrones vienen hacianosotros.

—¡Esto no está sucediendo, nopuede ser, no puede ser! —RepetíaEduardo presa del pánico, casi

histérico.—Ya lo creo que está sucediendo y

mejor será que te calmes si no quieresque nos coman crudos —aclaró Rafa—.Si hay muchos más estamos metidos enun buen problema, porque no tienen anadie que les haga frente.

—¿Qué hacemos? ¿Les lanzamosshurikeins?

—No les haremos gran cosa conesto. Los cráneos humanos son muyduros y no tenemos suficiente puntería

—Entonces solo veo una solución —aclaró Eduardo con la cara iluminada.

Estaban cerca del Club del Gourmet,donde se hallaban las catanas. Teníanque actuar rápido, pues algunos de

aquellos bichos estaban ya a punto deatraparles.

—Mira, ahí hay un montón de estos,pero parecen entretenidos —Eduardo serefería a los que estaban ante el cristaldel Club del Gourmet, golpeándolo eintentado atravesarlo.

Su objetivo final eran las catanasexpuestas en la exposición. Tuvieronque forzar el cristal para poder sacarlas,lo que les llevó algo de tiempo.

—¿Sabes usarlas? —preguntóEduardo.

—Pues claro, ¿por quién me hastomado? —respondió ofendido Rafa—.¿Tú no?

—También. He ido a muchas clases

para aprender su manejo correctamente.Pero me pensaba que era el único freakysobre la faz del planeta capaz dehacerlo. —Ambos rieron a gusto.

Entre sus manos tenían dosbellísimas armas, aunque no tuvieronmucho tiempo para contemplarlas.Algunos zombis ya estaban justo a sulado. En el momento en que iban aabalanzarse sobre ellos, Rafa le cortó lacabeza al primero con un preciso yrápido movimiento lateral. Después secebó con los que había a su alrededor.No siempre consiguió arrancarles lacabeza al primer intento, pero más tardeo más temprano las testas sedesprendieron de su torso.

Eduardo no tuvo tanta suerte. Agarrócon fuerza su catana y asestó un primergolpe, que sesgó el brazo derecho delzombi. Animado, repitió la acción en elotro brazo, para a continuación clavar lacatana en la cabeza de aquel apestosobichejo. La mala suerte hizo que el armaquedara atascada en el cráneo. Elmuerto viviente comenzó a caminar sinrumbo, desorientado; la catana cualcuerno de unicornio.

—Limítate a matarlos, no quieraslucirte porque al final tendremosproblemas —le recomendó Rafamientras contemplaba algo perplejo laescena—. Has perdido la catana y elzombi sigue vivo… Por ahí llegan

muchos más… Aunque he de confesarque han sido unos movimientos deauténtico experto.

—Te lo creas o no, fue idea deMyriam, mi novia —apuntó algoavergonzado Eduardo—. Ve demasiadomanga y siempre me dice que le gustaríatener la ocasión de partir por la mitad aun zombi como en las películas.

Por suerte había muchas catanas enla exposición. Solo había que servirse.Mientras Eduardo se rearmaba, Rafalanzó una patada a una de las urnas decristal, que cayó y se hizo mil pedazosante los zombis, que se acercaban aellos desde la zona del Club delGourmet.

—Me moría de ganas de hacerlo —confesó Rafa.

—Y luego dices que no me luzca conla catana —sonrió Eduardo mientrasambos comenzaban a correr en direccióna las escaleras. A sus espaldas, aquellugar se iba llenado más y más dezombis y el caos adueñaba de todo.Mucha gente quedó atrapada y se dieroncarnicerías aquí y allá.

—Se está poniendo realmente feo —exclamó Rafa sin parar de correr yesquivando a un zombi.

—A la gente le ha vencido el pánico.Ya no piensa y solo corren como pollosdescabezados —apuntó Eduardo—.Mira, aquel de ahí está golpeando a un

zombi con palos.A escasos cinco metros, cerca de la

recién estrenada zona de venta deinstrumentos musicales, un joven sedefendía a bastonazos de los zombis quele rodeaban.

—¿No te sería más práctico cogeruna espada o una catana? —le preguntóEduardo mientras se acercaban paraayudarle.

—Puede, pero no he cogido uno deesos trastos en mi vida —respondiómientras atravesaba el ojo de un zombicon una de aquellas varillas—. Prefieroemplear mis baquetas, que es lorealmente estoy acostumbrado a usar,aunque no en estas circunstancias.

—¿Baquetas? —preguntó Rafaincrédulo.

—Soy Alejandro y he venido desdeBoltaña, en Huesca, para dar unconcierto en las verbenas de SanSebastián, el patrón de Palma, junto a migrupo —dijo el muchacho sin respondera la pregunta de Rafa—. De paso, metomaré imas vacaciones.

—Nos vacilas o qué. ¿Qué tiene quever una cosa con a otra? —intervinoEduardo mientras chequeaba a sualrededor para comprobar si algúnzombi se acercaba más de la cuenta.

—Toco la batería en un grupo deblues-jazz llamado Blues Rock Fusión,aunque nos conocen más como BRF. Me

siento más cómodo con un par debaquetas en las manos que con unaespada de esas.

—No son espadas, son catanas —apuntaron Rafa y Eduardo al unísono.

—Lo que sean. No he cogido una enla vida y me haría daño a mí mismo conellas.

—Puto freaky —murmuró Rafa porlo bajo.

—Resulta gracioso que esecomentario venga de alguien que llevauna catana china en las manos —dijoAlejandro.

—Japonesa, las catanas sonjaponesas —apuntilló Eduardo, ya algonervioso—. Reconozco que hay que

tener un par de huevos para enfrentarse aun apestoso con dos plaquetas de esas.

—Baquetas, se llaman baquetas.—Como coño se digan… No

convendría hacer un seminario sobrebaquetas y catanas. Los zombis estos senos comerán en un momento si noespabilamos. Esto se está poniendo muyfeo.

Tras estas palabras, los tres echarona correr hacia la zona de los ascensores.

Capítulo XIXAbajo, mucho más

abajo

Resultaba fácil encontrar una plaza aesas horas en el parking de El CorteInglés. Aquel año mucha gente ya habíahecho las denominadas compras deúltima hora y estaba disfrutando ya de lacabalgata de los Reyes Magos.

Marcos, que normalmente odiabaaquel tipo de lugares, había decididorelajarse y encender un cigarrillo en el

interior de su coche antes de salir. Sabíaque estaba prohibido, pero ningunanorma le iba a privar de aquel placer. Seencontraba en Mallorca por casualidad.Tenía una empresa que se dedicaba a ladistribución de souvenirs por toda lacosta española y había decididoexpandirse. Por un azar del destino —había lanzado una moneda al aire— lasIslas Baleares eran su nuevo objetivo.

Llevaba unos días en la isla. Habíanegociado con varias cadenas hotelerasy puntos de venta turísticos lascondiciones de distribución. No sabíamuy bien qué pensar. Cada reunión quetenía acababa con un Ja en parlarem!,una frase que en mallorquín significaba

Ya hablaremos, pero que realmente nosabía muy bien aún qué significaba. Pesea ello, era optimista y creía que estabaninteresados en seguir negociando.

Tras unas jornadas de duro trabajo,ahora tocaba un poco de relax. Habíacontactado con un grupo de amigos deinternet con los que había quedado parajugar unas partidas de airsoft al díasiguiente, que era fiesta. Pero lacompañía aérea le había perdido una delas maletas, por lo que necesitabaalgunos elementos que a esas horas solopodía encontrar en El Corte Inglés.

Mientras pegaba una larga calada asu cigarrillo y sentía como el humo leentraba en los pulmones, hasta lo más

profundo, escuchó algunos golpes a lolejos. Al principio no prestó la másmínima atención, pero aquel sonidoestridente fue aumentando su intensidad.Decidió salir del coche.

—¿Qué es ese ruido? —preguntóMarcos a un joven alto, de pelo morenoy ojos azules que salía de un cocheaparcado a unos metros.

—No tengo ni idea, aunque parecegente gritando —respondió el joven queamablemente le extendió la mano—. Mellamo Jorge. Le he visto fumar, ¿notendrá usted un pitillo? Yo normalmentefumo solo en cachimba. Por cierto,debería probarlo. Son otro mundo.

—Seguramente, aunque no es tan

práctica de llevar como un paquete decigarrillos.

—Ja, ja… muy agudo.Jorge había dejado su pueblo, Villar

del Olmo, para estudiar ingeniería detelecomunicaciones en la universidad delas Islas Baleares. Su manía de fumarcon cachimba era uno de los motivos decachondeo de sus compañeros de piso,pero esto no era razón para que dejarauna de sus principales aficiones.

De repente ambos se volvieron haciael mismo lugar. El desagradable sonidode un coche chocando interrumpió suconversación. Antes de poder decir nadaescucharon un segundo accidente… y untercero.

Se encaminaban hacia allí cuandodos jóvenes, Carlos y Tolo, se cruzaronante ellos en sentido contrario.

—Ni se os ocurra ir hacia allá —espetó Carlos—. La zona está infectadade zombis. Algunos de ellos están yadentro del parking.

—¿Zombis? Es imposible —quedóperplejo Jorge.

—Están bajando por la rampa —apuntó Tolo—. Y os aseguro que sonmuchos. Tal vez se han escapado de unode esos camiones de transporte que lossuelen llevar al zoológico «Zeta» de lasnarices.

—Joder, pues huyamos de aquícuanto antes —exclamó Jorge haciendo

ademán de subir a su coche.—En coche no lo conseguirán. Las

salidas deben estar bloqueadas contantos accidentes —apuntó Marcosmientras se encendía un cigarrillo.

—Habrá que salir por la zona de lasescaleras —dijo Jorge resignadomientras metía medio cuerpo en suvehículo para sacar una cachimba—.Qué te parece si seguimos a esos dosque son nativos y deben saber a dóndeir.

Los cuatro llegaron a las escalerasmecánicas, que ya habían sido tomadaspor una marea de gente que huía sindirección clara. Lo único que hacían eradificultar la evacuación.

—¡Joder, joder y joder! Hay zombistambién ahí arriba —gritó Tolodesesperado mientras señalaba unafigura que se movía con dificultad en laparte alta de las escaleras.

—¿Cómo han podido entrar en eledificio? —Se preguntaba Jorge con losojos abiertos como platos,contemplando a la gente huir condemasiado desorden.

—Ni idea, pero será mejor que nosvayamos o esa marabunta nos aplastará—apuntó Marcos.

—Esto tiene muy mala pinta —ahoraera la voz de Jorge, algo temblorosa.

—Llevamos ventaja sobre estagente. O la aprovechamos o estamos

perdidos —sentenció Tolo, que se habíaerigido en líder del grupo. Sabía que lasdecisiones, ahora, tenían que ser suyas—. Por aquí, seguidme.

Marcos y Jorge dudaron antes deempezar a correr, pero ante laperspectiva de ser arrollados poraquella multitud se unieron a Carlos yTolo. Rápidamente, desanduvieron elcamino recorrido poco antes. Tolo seencaminó a la zona de la entradanoroeste, la que conducía hasta la calleAragón.

—Si la cosa está tan mal comoparece, nuestros vehículos no son unlugar seguro para esconderse. Solo seme ocurre un sitio para ocultamos,

aunque puede que no sea sencillo llegarhasta él —explicó Tolo a suscompañeros de huida.

Se encontraban al pie de la rampaque daba a la calle cuando se toparoncon dos zombis. Detuvieron en seco sucarrera.

Jorge fue el primero en reaccionar.Fuera de sí, sujetó con fuerza sucachimba y asestó un fuerte golpe en lacabeza al zombi que tenía más próximo.Luego dos, tres, cuatro… hasta que lereventó el cráneo. Tolo no tenía con quégolpear, pero asió al otro zombi por lacamisa y con una llave de judo lo lanzóal suelo. Luego le pisó la cabeza hastahundirle la frente y juntársela con la

nuca.—Soy escolta privado y practico

artes marciales —se excusó Tolo ante lamirada curiosa de sus otros compañeros—. Vamos, démonos prisa a ver silogramos salir de aq…

Calló en el preciso momento quemiró la parte superior de la rampa.Decenas de zombis bajaban por ahí y suobjetivo no era otro que ellos. Nosabían qué estaba sucediendo, solosabían que estaban rodeados. Aquello sehabía convertido en una malditapesadilla.

Capítulo XXEnterrados vivos

La situación era en extremo peligrosa:una masa de humanos que querían salir ala calle por la rampa y una jauría demuertos vivientes que bajaba endirección contraria. Aquello podíaconvertirse en una auténtica ratonerapara toda aquella gente. Tolo intentóestudiar la situación. Sopesaba todas lasopciones, que no eran muchas y todasparecían igual de nefastas. Pero en un

momento dado se encendió una luz en laoscuridad del túnel. A apenas unosmetros de ellos una persona les hacíaseñales.

—¡Por aquí, venid por aquí! —Gritaba el desconocido con un marcadoacento catalán.

Su salvador estaba escondido en elalmacén de carga. Los cuatro sedirigieron hacia allí, corriendo. A solodiez metros estaban los primeroszombis. Cuando cruzaron la verjametálica, esta se cerró de golpe, con unruido metálico sordo.

En el interior había una decena depersonas. Parecían asustadas.

—Gracias, nos habéis salvado la

vida —dijo Tolo, todavía resollando porla carrera. Mientras hablaba, los golpesen la barrera metálica apagaron su voz.

—¿Crees que aguantará? —preguntó.

—No tengo ni idea, pero es la únicaopción que tenemos —respondió eldesconocido con resignación.

Al poco tiempo los recién llegadossupieron que se llamaba José Manuel,que era de Barcelona y que trabajabacomo técnico electrónico en unaempresa de servicio técnico debalanzas. Había venido a Palma pararecibir un curso de formación. Estabacomprando unos regalos en El CorteInglés cuando sucedió la hecatombe.

Corrió hasta los sótanos pensando queno habría peligro allí, pero fue en vano.Finalmente, junto a un grupo depersonas, halló ese refugio.

Poco antes que a ellos, José Manuelhabía recogido a un joven de unos 30años. De complexión cervecera, lucíauna camiseta con la palabra Chispes.José Manuel lo presentó a sus nuevoscompañeros como el Chispes.

—Me llamó Javier, Javier Marzá,aunque veo que aquí se me conoce comoChispes. No es nuevo. En Castellón loscolegas con los que juego al fútbol mellaman así porque siempre llevo estacamiseta cuando jugamos.

—¿Sabe alguien qué está sucediendo

ahí fuera? —Carlos, impaciente, cambióde conversación.

—Ni idea, la verdad. Tal vez ungrupo de zombis se ha escapado dealgún laboratorio, o Dios sabe qué —respondió Tolo—. Sea como sea, pareceque los han reducido rápidamente. Ya nose les escucha aporrear la puerta,aunque todavía se oye algún grito a lolejos.

—Es lógico. Tras el Alzamiento lasmedidas de seguridad anti-zombi semultiplicaron —afirmó Marcos, algomás relajado.

—Bueno, pues si no hay peligro,salgamos de aquí. Tal vez aún nos détiempo a ver la cabalgata de Reyes por

la tele —apuntó el Chispes mientrassubía la verja metálica—. Tengo ganasde llegar al hotel y llamar a mi mujer.Estoy aquí solo de paso, revisando lascuentas del nuevo hospital público ydando algunos cursillos al personal decardiología para… ¡Mierda!

Se hizo de repente el silencio.Arrodillados, cuatro zombis sededicaban a comerse a pedazos elcuerpo de mi hombre cuyo corazónparecía seguir latiendo aún. Los cuatrono-muertos giraron sus cabezas haciaellos, con una expresión neutra, casiridícula. No tuvieron tiempo de nadamás. Sobre ellos cayó todo el vómito deel Chispes, que les arrojó encima litros

de cerveza mezclada con jugos gástricosy algo de comida. Los bichejos aquellosno se inmutaron. Tranquilamente dejaronde lado el cadáver y se levantaron, conparsimonia. Habían encontrado carnemás fresca.

—¡Joooooooder! —bramó elChispes.

—¡Cierra de una puta vez lapuñetera barrera! —gritó José Manuelcon el rostro desencajado.

El Chispes intentó bajar la verjapero no pudo. Un zombi lo impedía,porque había introducido la cabeza ybuena parte de su torso bajo ella. ElChispes comenzó a pisar la cabeza delzombi hasta reventársela, mientras

Marcos sacaba un revólver de debajo dela americana, al igual que José Manuel.Ambos dispararon. Primero sin muchotino, luego acertando cada vez más suobjetivo. Jorge los miró con cara depánico.

—¿Qué, algún problema? Es legalllevar armas desde el Alzamiento —explicó Marcos sin dejar de disparar.

—Esto está plagado de zombis —informó Carlos clavando en la cabeza deuno de los zombis que tenía a sus pies elasta de una bandera del Real Mallorcaque acababa de comprar en la planta dedeportes—, será mejor que volvamosdentro. Ahí estaremos seguros.

Cuando por fin pudieron cerrar la

puerta, habían matado a varios de ellos.Pero esta vez los golpes sobre la verjano cesaron. Los zombis sabían que ahídentro había humanos y no tenían la másmínima intención de largarse sin supreciada presa.

Tuvieron tiempo de recorrer la saladonde se escondían. Era un espacioenorme, sin puertas ni ventanas. Parecíaque no había nadie más allí. Losoperarios de la bahía de carga debieronde marcharse en cuanto vieron llegar alos primeros no-muertos.

—Aquí estaremos seguros —dijoJorge.

—Sí, y aunque imagino que notardarán en venir a buscamos,

convendría echar un vistazo por losalrededores y ver qué nos encontramosque nos pueda ser útil —afirmó Tolo,que había quedado en un segundo planopero que ahora volvía a tomar el mandodel grupo.

Era evidente que era un magníficositio para esconderse. Era el almacéndel supermercado y las estanterías, altasy amplias, estaban llenas de alimentos ybebidas.

Capítulo XXICuando la

humanidad perdió suinocencia

Lucas entró en el primero de losascensores. Su mano, algo sudorosa porlos nervios, asía con fuerza el revólver.Miró con ternura a Sofía antes deapretar el botón de la planta baja. Eldescenso se le hizo eterno. Llevaba unode los walkies de Xose, quien desde la

sala de monitores le informaba de lo quesucedía en la planta baja para saber loque se encontraría cuando las puertasdel elevador se abrieran.

Se sintió aliviado al ver que todoestaba despejado. Comenzó a caminar ynada más poner el pie en la planta bajacomprobó que apenas quedaba unaveintena de zombis despistados. Tragósaliva, miró hacia la salida noroeste, enla parte opuesta de donde Gómez habíasido devorado, y corrió hacia aquelladirección. Los caminantes tardaron unossegundos en descubrirlo. Pero cuando elprimero de ellos lo vio, todos seapercibieron de su presencia. Sofía, quecontemplaba la escena a través de los

monitores, tenía un argumento más parapensar que aquellos cabrones podíanrelacionarse entre ellos. No podía seralgo neuronal, pues carecían de nerviosvivos, pero si algo psíquico o químico,como sucedía con las hormigas o lasabejas.

Lucas esquivó a un primer zombique se lanzaba sobre él, luego a unsegundo y así hasta a cinco. El últimoobstáculo era un muerto viviente que seencontraba frente a la puerta, que salióvolando más de tres metros al recibir unviolento empujón de Lucas. Traspasó lapuerta y se situó en medio de la calleAragón, una vía ancha, con tres carrilespor sentido y una frondosa arboleda a

cada lado de la calzada. Hizo todo elruido posible para llamar la atención delos apestados que aún permanecíandentro del centro.

Sofía subió a la azotea. Comprobóque la situación de Lucas era algocomprometida: el grupo principal dezombis rodeaba el edificio del CorteInglés sin entrar de nuevo en él, mientrasque los zombis que quedaban en laplanta baja salían lentamente paraapresarle. Pero el mayor problema paraLucas eran los muertos vivientes que seaproximaban desde otros lugares de lacalle. En unos minutos estaríacompletamente rodeado y ya no tendríaninguna posibilidad de escapar. Muchos

curiosos seguían la escena desde lasventanas de su casa.

Sofía comenzó a disparar a loszombis que estaban más próximos aLucas, quien parecía en estado de trancey no reaccionaba. Los disparos de Sofíahicieron que levantara su revólver ycomenzara a disparar.

Aun así, había demasiados muertosvivientes y era imposible acabar contodos. Desde la azotea Sofía gritó:

—¡Es suficiente, Lucas, abandona tuposición y corre, corre todo lo quepuedas!

Lucas hizo caso omiso a la orden ysiguió disparando. Sofía se preguntópara sí si su compañero no se habría

entregado voluntario para una misiónsuicida. Entonces, a lo lejos, en lamisma calle Aragón, vio a dos deaquellos zombis dotados de ágilesmovimientos.

Lucas también los vio. Fue entoncescuando su voluntad pareció resurgir denuevo para evitar convertirse en pastode aquellas alimañas. Ahora su únicasalida era llegar a uno de los edificioscolindantes. Corrió hacia el máscercano, disparando al único zombi quese interponía en su camino y llamó a lapuerta.

Sofía le cubrió las espaldaseliminando a cuatro muertos vivientesmás. Ahora centró su atención en la

pareja de caminantes que seaproximaban a una velocidad fuera de lonormal. Disparó prácticamente adiscreción. No era una tiradoraexcelente a larga distancia, por lo quetardó más de lo que esperaba eneliminar al primero. Lucas, mientrastanto, seguía intentado escapar. Nadie leabría la puerta, ni tan siquiera aquellosque habían podido contemplar toda laescena. Nadie hizo ningún gesto parasalvar a aquel desgraciado de unamuerte segura.

Sofía intentó matar al segundo zombicorredor en vano. Fue el primero enllegar hasta Lucas. Cuando lo asió porlos hombros sonó un disparo. Lucas

había acabado con su vida. Una vez más,aquellos malditos engendros contranatura habían asesinado a uno de susamigos. Y lo que era peor, la gente quecontemplaba la escena desde susventanas le hubiera podido salvar lavida.

Sofía estaba rota por el dolor. Porunos momentos perdió los nervios yvació todo su cargador sobre lasfachadas de los edificios más cercanosmientras gritaba repetidamente:

—¡Desalmados! ¡Hijos de la granputa!

De nuevo fue Xose quien acudió asocorrerla. Disponían de poco tiempopara llevar a cabo su plan.

Capítulo XXIICerrando el centro

La operación debía ser ejecutada a todaprisa, ya que no tenían ni la más remotaidea del tiempo de que disponían hastaque la turba de zombis regresara alcentro. De hecho, ni siquiera sabían siya habían vuelto.

Con las nuevas bajas solo quedabanseis supervivientes, y eso contando condoña Patri. Sería necesario ir a todaprisa si querían tener una mínima

posibilidad de éxito en lo que teníanplaneado.

Por los ascensores bajaron hasta laplanta baja. Estaba prácticamente vacíay no tuvieron ningún problema. Losiguiente era dividirse en cuatro grupos.Cada uno de ellos debía dirigirse a unapuerta del centro comercial. Sofía iríahacia la principal, por donde habíansalido la mayoría y frente a la cual habíamuerto Gómez; doña Patri y Ginart sedirigirían a la salida situada justoenfrente. Las chicas tenían por objetivola puerta noreste y Xose, la noroeste.

Sofía corrió como una posesa hacíasu puerta, la más alejada de losascensores. En seguida percibió los ríos

de sangre que teñían de rojo el suelo ylos restos humanos de los cuerpos quehabían devorado los muertos vivientes,la mayoría roídos hasta los huesos. Lellamó la atención el hecho de que noolía a putrefacción, cosa que indicabaque aquellas alimañas habían hecho biensu trabajo.

Cuando estaba a escasos diez metrosde la puerta observó cómo centenares dezombis se concentraban ante ella en elexterior, aunque aún no la habíandetectado. Subió corriendo las escaleraspara llegar a la puerta, de dos hojas.Entonces tropezó con uno de loscadáveres y cayó de forma violenta.Esto alertó a los zombis, que giraron con

torpeza su cabeza hacia ella al mismotiempo.

Debía actuar con celeridad. Empujólas puertas con todas sus fuerzas.Primero con las manos, luego apoyandoen ellas su espaldas para hacer fuerzacon todo su cuerpo. Le llevó ciertotrabajo conseguir cerrarlas. Al otrolado, aquellos asquerosos seresintentaban acceder al centro yempujaban las puertas, aunque de formatorpe y desorganizada. Su situación eracomplicada. Cualquier movimientopermitiría a los zombis acceder denuevo al interior y, además, no creía quepudiera sujetar aquellas puertas muchotiempo más.

—¡¡Auxilio!! —grito con toda sualma intentando llamar la atención dealguno de sus compañeros.

Por fortuna Xose la oyó y se puso acorrer hacia ella.

—Gracias al cielo —murmuró al verque se acercaba.

Aquello dio fuerzas a Sofía, que jurópara sus adentros que aguantaría hasta lallegada de Xose sin que la puerta semoviera ni un milímetro.

Cuando estaba a apenas unos metros,tal y como había hecho Sofía, Xoseresbaló con un charco de sangre,cayendo violentamente. Tardó unossegundos en reponerse, un tiempo queestuvo a punto de costarles la vida, ya

que los zombis estaban inclinando labalanza a su favor.

—¡Deprisa, deprisa, por Dios! Yano puedo más —suplicó Sofía, ya casiderrotada.

Cuando Xose llegó, la chica notó unnotable alivió en la presión a la quesometían las puertas. Entre los doslograron, no sin dificultad, cerrar laentrada. Ambos acabaron sentados en elsuelo, la espalda contra el cristal,sudando y resollando. Lo habíanconseguido.

Justo en aquel momento, en elinterior del centro se escuchó un disparoque resonó por toda la planta.

Capítulo XXIIIOperación sellado

La detonación provenía de la puertanoreste. Sofía y Xose, sin apenasdescanso, corrieron hacia allí. Ana yLaura disparaban a un pequeño grupo dezombis que se habían colado en elinterior.

—Nos ha sido imposible cerrar laspuertas —dijo algo fuera de sí Laura—.Están atascadas. Y esos cabrones de ahíestaban tan cerca que nos han oído, u

olido, o percibido, o lo que sea quehagan.

—Calma, no son muchos y no serádifícil mantenerlos a raya —lastranquilizó Sofía intentando tomar aire—. Desde luego no hay forma de que unplan salga como lo ideamos.

Había apenas una docena de zombisen las proximidades de la puerta. Elresto deambulaba cerca del lugar dondehabían atrapado al pobre Lucas. Trasreventar la cabeza de media docena deaquellos seres putrefactos, Sofía pensóen una salida.

Intentaron primero cerrar las puertascon ayuda de Xose, pero estaba claroque estaban fuera de sus ejes y llevaría

un tiempo arreglarlas, si es que podían.Doña Patri y Ginart se unieron al grupo.Ellos sí habían conseguido su objetivo.Los disparos habían atraído a másmuertos vivientes, que se acercabancuriosos.

—Hemos de entretenerlos todo eltiempo que podamos o todo el esfuerzohabrá sido en vano —exclamó Sofía—.A nuestras espaldas está la sección deperfumería. Allí hay un enormecontenedor promocional con litros deperfume que nos puede servir comolíquido inflamable. Si le prendemosfuego y lo empujamos calle abajo losdetendrá temporalmente. Mientras, Xosey yo nos encargaremos de bloquear la

entrada.Xose miró horrorizado a su

compañera, aunque prefirió no discutir.Hubiera sido en vano. Vio claro lo quepretendía hacer ella. Utilizar doscamiones que habían quedadoabandonados cerca de la puerta parabloquear el acceso. Por eso corrió comoun poseso hacia el camión entre el caosque reinaba en la calle.

Aún no se había colocado en elasiento del conductor cuando escuchóque Sofía ponía el motor en marcha desu vehículo. Las llaves estaban en elcontacto. Supuso que su conductor habíahuido al iniciarse todo. Probablementeahora estaría muerto. Al primer intentó

no pudo poner el motor en marcha. Ni ala segunda tampoco. Cuando estaba apunto de probarlo por tercera vez, unfuerte golpe en la puerta le hizosobresaltarse. Uno de aquellosinoportunos zombis intentaba atraparleintroduciendo su brazo por la ventanilla.Era una rubia entrada en años, pelolargo y deseosas curvas. El únicoproblema es que tenía la cara algopodrida y el cuerpo lleno de mordiscos.Pese a todo, a Xose le hizo graciapensar que esa mujer lo deseara a él,aunque fuera para comérselo. En otrascircunstancias a una mujer así no leharía tantos ascos. Pese a todo, debía deir con especial cuidado si no quería que

un simple arañazo acabaracontagiándole y se convirtiera en unmuerto viviente, y aquella zorra parecíano haberse cortado las uñas en bastantetiempo. Intentó subir la ventanilla, perono pudo. Abrió con violencia la puerta,y la rubia cayó al suelo con tan malasuerte que antes de que pudiera cerrar lapuerta le había agarrado una pierna.Notó cómo los dientes de aquellaalimaña se clavaban en el duro cuero delas botas. Agradeció el hecho dellevarlas puestas. Acababan de salvarlede la no-vida.

—Puto bicho asqueroso. ¡Me cagoen todos tus muertos! —espetó Xoseexasperado mientras le vaciaba el

cargador en la cabeza.Tenía que darse prisa. Tras varios

intentos más, logró poner por fin elcamión en marcha. Mientras maniobrabavio que Sofía empotraba el suyo contraun lado de la puerta. Sus compañeros,desde el interior, lanzaban rodando elmostrador de vidrio cargado de botellasde caro perfume. Tras rodar unoscuantos metros, acabó frenando enmedio de la carretera, aunque no serompió. Sofía tuvo que descerrajarvarios tiros contra él para derramar sucontenido. Pero no consiguió queprendiera.

—Mierda, ¿por qué coño no seenciende esto? —se preguntó mientras

comenzaba a correr hasta el charco delíquido, que impregnaba la calle de unaroma intenso, algo azucarado y pesado—. Tal vez sea demasiado peliculeroesto de prender un fuego a tiros.

Encendió pues varias cerillas y laslanzó sobre el líquido. Los zombisestaban ya muy cerca. Las primeras seapagaron al tocar el perfume. Con unacerilla prendió toda la caja, que lanzósobre aquella sustancia. Era su últimaoportunidad. Pero funcionó. Una secaexplosión dio paso a un tremendoincendio. Sofía notó un ardiente dolor enla cara provocado por el calor. Habíaconseguido crear una pantalla de fuegoentre ellos y los zombis, que les

permitiría ganar los segundos necesariospara llevar a cabo su plan.

Xose, sin dejar de mirar por elretrovisor a Sofía, calculaba cómoimpactar el camión. No podía fallar,pues cualquier error permitiría entrar alos zombis. Debía bloquear porcompleto la puerta.

Los muertos vivientes que estabanmás próximos al fuego ardían también yellos propagaron el fuego a otrasbestias. El espectáculo era horripilante.Eran auténticas teas andantes. Pero peorera la nauseabunda peste que desprendíasu carne quemada. Xose tuvo quecontrolar varias arcadas, por lo queintentó contener al máximo la

respiración.Cuando Sofía se encontraba a salvo

en el interior del centro, Xose puso unamarcha y acercó el camión a la puerta.Al contrario de lo que solía suceder enlas películas, lo hizo sin estridencias.Solamente cuando estuvo a unos metrosaceleró bruscamente para encajarlo lomáximo posible en el espacio quequedaba abierto.

La operación fue todo un éxito. Elsegundo camión no dejó ni un resquiciopor el que poder entrar. A continuación,con la ayuda de Sofía y Ginart,dispararon una por una a las ruedas paraevitar que algún zombi espabilado se lespudiera colar por la parte inferior de los

vehículos. Ya no se fiaban de nada conaquellos seres.

Pese a que resultaba imposibleentrar, Sofía seguía teniendo dudas.Entre los dos camiones quedaba a penasun palmo de espacio, igual que en lo altode uno de ellos. Por ese motivo dejó adoña Patri y a Laura vigilando laentrada y les dio un walkie por si habíaalguna novedad. Ya habría un mejormomento para acabar de sellar aquellaentrada. Se giró a los otros y les espetó:

—Señores, comienza la OperaciónLimpieza.

Todos juntos bajaremos en elascensor hasta la última planta delparking. Desde allí subiremos piso a

piso hasta limpiar todo el centro. Seráun trabajo difícil, pero no nos iremos adormir hasta que quede libre de zombis.Hemos hecho lo más difícil.

Capítulo XXIVAdiós, zombis, adiós

La limpieza duró hasta altas horas de lamadrugada. Tal y como pensaban, nohabían encontrado a muchos zombis,apenas unos cien en total. Dondequedaban más era en la zona delparking. Pese a ello, el trabajo fueagotador. Acabaron con todo el cuerpocontracturado por el esfuerzo y latensión muscular. Los visitantes estabanaquí y allá: uno bajo un coche, otro en la

zona de lavabos, debajo de una cajaregistradora, tras una columna… losencontraron de todas y cada una de lasformas posibles. Fueron en todomomento los cuatro juntos, lo que lesdio mayores ánimos y fuerza paradefenderse de sus enemigos.

Pero no solo encontraron bichosasquerosos en su recorrido por el centrocomercial. También dieron con unaveintena de supervivientes, algo con loque no contaba ninguno de ellos. Esehecho les alegró especialmente el día.En los baños de la tercera plantahallaron a dos niños y dos jóvenesarmados con catanas. Habían sufridobastante y durante todo ese tiempo se

habían alimentado con la comida quehabían podido sustraer de variasmáquinas expendedoras que había paralos empleados. En el Club del Gourmethallaron otras cuatro personas másprotegidas por el cristal blindado. Untercer grupo fue hallado en la bahía decarga de los sótanos.

Xose hizo una lista con sus nombresy se la pasó a Sofía, que empezó a leerlaen voz alta:

—Javier Marzá, Pedro J., AlbertoPiñeiro, Sergio Kable, Lore, ManuelMateos, Rosario Rodríguez, VictorOjuel, Patricio Hernández Baño, JordiPadilla, Miguel Ángel Linares, BergoiOreja, Raquel Álvarez, Mar Ramírez

Romero, Irene Sánchez, AlejandroMonjas Solano… Nadie que conozca demomento.

—La mayoría de ellos son clientes ymuchos turistas que estaban de comprasde última hora aprovechando que elcentro cerraba tarde.

—… Antonio Montosa, EduardoSerradilla, El Chispes, ¿Lexu?, ¿Coco?—siguió leyendo Sofía—. ¿Qué clase denombres habéis apuntado aquí?

—Bueno, los que nos fuerondando… de todas formas ese de ahí sellama Pedro Peinado García. Hemostomado nota de lo que nos han dichopara saber cómo llamarles.

—Seguiré mirando la lista luego.

Ahora convendría revisar de nuevo todoel edificio de arriba abajo, quiero queestemos bien seguros de que esto estálibre de esos bicharracos.

Como eran muchos más, laoperación en esta ocasión llevó menostiempo. En los parkings repasaron todoslos coches de uno en uno. Fue unarevisión exhaustiva y no encontraronmás muertos vivientes. Podían estartranquilos. Sofía dio entonces porconcluida la búsqueda. Faltaban pocosminutos para las tres de la madrugada.Pero aún no tenía tiempo para dormir.Bajó a la planta baja para encontrarsecon doña Patri y Laura, que vigilaban laentrada tapiada por los camiones.

Cuando llegó, doña Patri dormíaplácidamente, expeliendo algúnronquido que otro.

—Centro limpio y despejado —informó Sofía agotada pero contenta porprimera vez en mucho tiempo—. ¿Cómohan ido las cosas por…?

No acabó la frase. Un zombi muertoatrapado en el pequeño espacio quequedaba entre los dos camiones centrósu atención.

—Ese hijo de puta intentó atacarnos—informó Laura mientras contenía unbostezo—. Le reventé la cabeza. Pero sequedó ahí encajado y lo tengo quecontemplar forzosamente.

—Menos mal que decidimos

establecer una guardia —suspiró Xose—. No te puedes fiar ni un pelo de estoscabrones.

—No nos quedan muchas opciones—indicó Sofía—. Mientras no tapemosestos agujeros tendremos que seguir deguardia aquí. Organizaremos turnos devigilancia. Siempre tiene que fallar algopara que todo salga perfecto.

Capitulo XXVÉl y ella

La noche transcurrió plácida. Sofía noquería bajar la guardia y mantuvo gruposde vigilancia mientras el resto dormía.También se establecieron turnos de dospersonas para vigilar la puerta noreste,la que podía dar más problemas. De estamanera se minimizaba el riesgo en casode que alguno se quedara dormido. Elresto del grupo durmió con ciertatranquilidad, todos en la planta baja,

para estar juntos en caso de necesidad.El sol ya estaba alto cuando Sofíadespertó al grupo.

—Nos espera otro largo día, así quetodo el mundo en pie. Tenemos queseguir trabajando para estar plenamenteseguros de que no ocurrirá nada máshasta que alguien venga a rescatamos,aunque no sé si esto sucederá nunca. Eltrabajo prioritario ahora es sellar esamaldita entrada. Habrá que ponercemento y buscar todo lo que nos puedaservir para cubrir las brechas quequedan abiertas. Somos muchos. Si todova bien y todos arrimamos el hombro notardaremos en acabar.

A Sofía le daba un escalofrío cada

vez que pronunciaba la frase «si todo vabien». Desde que esta pesadilla habíaempezado ninguno de los planesllevados a cabo había sido un éxito.Cada vez habían encontrado algúnproblema y había muerto alguien. Porsuerte, esta vez todo fue sobre loprevisto. El sellado acabó a primerahora de la tarde. Ahora sí que El CorteInglés se encontraba perfectamentesellado y blindado.

—Ha llegado la hora de conocer alos nuevos —exclamó Sofíadirigiéndose a las escaleras.

Se encaminó hacia el ático contenta.Habían cerrado el centro comercial yhabían encontrado más personas vivas.

Esto le causaba una profunda alegría.Reunió a todo el grupo en la cafetería.Antes de entrar, contempló a todos lospresentes sin que estos se dieran cuentade su presencia.

—Joder, Xose, no era broma lo delos dos tipos con catanas. Y los dosniños… Espero que alguien sepa cuidarbien de ellos.

Pero fue otra cosa lo que llamó laatención de Sofía.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó. Había detectado una presenciafamiliar en el grupo. Ahora se habíahecho el silencio y los presentes estabanpendientes de su reacción.

—Pero si es doña Alexandra

Martínez Suárez en persona. ¿Qué haceusted aquí, jefa?

Nada más ver a Sofía, Sandra fuehacia ella a abrazarla.

—Sofi, Sofi… solo tú podías estaral frente de todo esto. Y ya te he dichomil veces que no me llames doñaAlexandra.

—Ha sido un milagro, pero lo hemoslogrado. Aunque hemos perdido muchasvidas por el camino. Pero ahora eso daigual. Lo importante es decidir quéhacemos ahora, jefa.

—¿Jefa? —Era doña Patri la quelanzaba la pregunta al aire.

—Pues sí, Sandra es una de lasmáximas responsables del centro.

—Vaya, vaya… pues tendría quedecirle unas palabritas sobre el trato quehe recibido aquí por parte de estamarimacho llamada Sofía. Estoy muydisgustada, francamente ofendida.

—No sé muy bien qué decir… —respondió Sandra, que no entendía nada.

—Sinceramente, al margen delnefasto trato recibido, he echado en faltaalguien al mando… no sé cómodecirlo… con menos sentimentalismo ymás cojones —la interrumpió doñaPatri.

Sandra estalló en una carcajadafranca.

—No hace falta que diga nada, jefa—susurró Sofía a Sandra, que

continuaba riendo sin poder contenerseante una cada vez más sorprendida doñaPatri.

—Pero cómo no lo voy a decir,mujer, si es un secreto a voces. Además,qué importa. Si tenemos el fin del mundollamando a nuestras puertas.

—¿Podrían compartir el secreto conel resto de los aquí presentes? Es demuy mala educación cuchichear aescondidas —doña Patri empezaba aindignarse.

—No es ningún secreto ni creo quepase nada. Lo que ocurre es que nuestraquerida Sofía tiene, o tuvo mejor dicho,más cojones que muchos de los aquípresentes —declaró Sandra, que volvió

a estallar en una gran risotada.Doña Patri no entendía nada y su

cara mostraba bien a las claras loconfusa que estaba. Sandra continuópara dejar las cosas claras:

—Que es un transexual ¡Por Dios,pero si su caso fue seguidísimo enArgentina! Era muy conocida en segúnqué ámbitos antes de emigrar hacianuestro país.

—Era, señora, era conocida. Todoeso ya ha pasado —matizó Sofía—.Senté la cabeza y ya no me he vuelto adedicar al mundo de la noche. Ya haceaños que trabajo en la seguridad privaday mi vida anterior ha quedado atrás.Aunque he de confesar que en estas

semanas he echado de menos mi antiguavida. E insisto, no era necesario dar estainformación ahora mismo.

—¿Los rumores que corrían por elcentro eran ciertos? —preguntó Lauraalgo sorprendida.

—Pues claro, señorita —respondióSandra llevándose una mano a la bocapara disimular una sonrisa.

Doña Patri no daba crédito a lo queescuchaba. Se había quedado muda…aunque pasados unos segundosreaccionó y tomó la palabra:

—No me lo creo. Una cosa así nopuede ser verdad. Me siento abrumadaante esta noticia. Creo que inclusomareada… ¿Cómo es posible?

¿Transexual? ¿Desde cuándo?—Eso, eso, desde cuándo —se unió

a la fiesta Eduardo, uno de los miembrosdel Club de la Espada.

—Cállate, niñato —estallóexasperada doña Patri—. Ríe, ríe…pero ya verás lo que pasará como esosea contagioso y se te pegue.

—Ya notaba yo algo extraño entrelas piernas —ahora era Rafa, el otrojoven de la catana, el que se burlaba dedoña Patri—. No me muerdas Sofía, nosea cosa que me transforme entransexual como ocurre con los zombis.

Doña Patri no escuchaba ya a nadie.—Esto es una vergüenza, una

aberración, una degeneración

catedralicia —bramaba—. ¿Cómo hapodido hacerse «eso» a usted misma, o austed mismo… o a lo que sea? ¿Es queno tiene dignidad? ¿Cómo pretende queconfiemos en usted?

—Tranquila, doña ¿Patricia? —intervino Sandra—. Sofía ha actuadotodo este tiempo con ejemplaridad.Hemos de seguir confiando en ella. Soloella puede sacamos de este embrollo.

—Un momento —era Ginart en quetomaba la palabra en la conversación, ylo hacía en un tono severo—. ¿Confiaren ella?, dice. Es cierto que lo ha hechomuy bien todo este tiempo y no discutirési lo podía haber hecho mejor. Pero notengo muy claro que podamos confiar en

ella en el futuro. Ha estadoengañándonos durante todo este tiempo.

—¡Ya está bien! —Aunque lointentó, Sofía no pudo permanecerdurante más tiempo callada—. ¿Acasoalguno de ustedes ha propagado a loscuatro vientos su orientación sexual, suestado civil o las operacionesquirúrgicas a las que se ha sometido?Hasta donde yo sé, no le he mentido anadie sobre mi orientación sexual,porque nadie me ha preguntado. Punto.De la misma manera que yo no lepreguntado a nadie si era homosexual olesbiana. Además, ahora que ha surgidoel tema, de lo que me arrepiento, no lohe negado en ningún momento.

—Paparruchas. Falacias. Palabras ymás palabras. Usted usa el lenguaje a suconveniencia, jovencita —doña Patriparecía recuperada del susto—, delmismo modo que nos ha estado usando atodos nosotros todo este tiempo. Letendría que dar vergüenza, pero claro,usted carece de ella. El vicio, a usted laha podido el vicio. Es usted una viciosaguiada por el sexo y la lujuria.

—Cálmese, doña Patri. Yo laentiendo a la perfección —Ginart volvióa tomar la palabra—. Creo que deberíaelegirse por votación quién queda almando del centro. Repito, yo ya nopuedo confiar en ella.

—Ustedes están completamente

locos —estalló Xose, que se dirigió aGinart—. ¿Dónde estabas mientrashacíamos todo lo posible para que estoszombis hijos de puta no nos devoraran,mientras los expulsábamos del centro?No recuerdo haberte visto ayudándonos.Has estado siempre a la retaguardia,junto a este maldito vejestorio.

Todos se habían olvidado del señorBorja Bilbao, director de El CorteInglés en Baleares. En este punto de ladiscusión quiso intervenir en laconversación.

—Basta ya de esta estúpidadiscusión. Aquí nadie votará nada. Estoes una empresa privada y yo soy sudirector. Y por el momento esta

situación aún no ha cambiado.—En la situación actual esto sería

discutible —apuntó Ginart—. Sobretodo teniendo en cuenta que, Borja,estabas a punto de jubilarte.

—¿Borja? ¿Se refiere a mí en esostérminos? Espero que cambie su actitudsi no se quiere ir ahora mismo a la putacalle. Señor Cos, ¿se entera?, o DonBorja si lo prefiere. Que yo recuerde noéramos amigos para tutearnos de esamanera. Soy el director de esta empresaen Baleares y, como tal, digo que laseñorita Sofía, nuestra jefa de seguridad,seguirá estando al mando, y punto. Sialguien quiere democracia, que salga deEl Corte Inglés y les explique a los

zombis su significado, a ver si votanantes de devorarlo.

—Asumiré de nuevo el mando siesto es lo que usted quiere, señor Cos—intervino Sofía, que comprobó quecasi todos estaban de acuerdo—. Ahoratenemos que en el trabajo que nos queda.Los próximos días elaboraremos uninventario de las provisiones quedisponemos y nos cercioraremos de queel centro está sellado.

—Me alegro de que la sangre nohaya llegado al río —murmuró Eduardoa su amigo sin soltar la catana—.Aunque me hubiera gustado saber siestaba operada del todo.

—Del todo no lo sé —le respondió

en voz baja Rafa—. pero desde luegotiene dos buenas razones para dirigirnos.Capacitada lo está, desde luego…

—Bonitas catanas —interrumpió laconversación Sofía mientras se alejabajunto a Xose—. ¿Os he dicho que soyuna experta en su manejo? ¡Ah!, porcierto, recordad que la curiosidad matóal gato.

—¿Qué hacemos con las plantas deparking? —preguntó cansado Xose.

—Ya las iremos arreglando poco apoco… o no —suspiró cansada Sofía—.Tal vez con cerrar las puertas queconducen a los aparcamientos bastarápara aislamos de ellos y olvidamos deque están ahí. Estoy cansada de mover

cadáveres. De hecho, podemos bajar lasmontoneras de cuerpos que hemosapilados y pegarles fuego.

—Secundo la moción —dijo Lauraexhausta— aunque creo que será mejorhacer la pira en la terraza.

—¿De qué hablan… quemarcadáveres? ¿Están todos locos aquí? —Doña Patri hablaba pero todos le dieronla espalda y volvieron a su trabajo. SoloGinart se quedó a escucharla, paciente.

Aunque aquel era un trabajo al quedifícilmente se podían acostumbrar, yano tenían muchos escrúpulos en moverde un lado a otros restos humanos. Ibancon mucho cuidado para evitar cualquiertipo de contacto de fluidos que pudiera

provocar alguna infección, ya que notenían muy claro cómo se transmitía elvirus. Por ello, en todo momentotrabajaron cubiertos con mascarillas,botas y guantes.

Tras llenar los ascensores decadáveres y recoger algunas latas degasolina, subieron desde la bahía decarga hasta la séptima planta, en laterraza, donde estaban instaladas lassalidas de aires acondicionados y lasantenas. Sofía, Ana y Laura, por lo quepudiera pasar, llevaban cada una deellas un extintor en la mano. No sefiaban de la pericia de los chicos enorganizar barbacoas de aquel tipo.

Las Llamas se elevaron con fuerza,

rojas e intensas, y el humo, negro ydenso, esparcía por toda la ciudad unhedor a carne quemada que se introducíaen las fosas nasales. Sofía sabía queaquella columna de humo se podría verdesde todos los puntos de aquella dudadque parecía abandonada a la mano deDios. La hoguera desprendía un calorintenso, que en aquella fría mañana deinvierno era de agradecer.

Finalmente, tras casi siete días detrabajo intenso, la limpieza habíaacabado. El centro comercial estabalibre de zombis y era mínimamentehabitable.

Capítulo XXVIIHuida del planeta de

los zombis

Día de Reyes

Manuel Ramiro era un hombreordenado, disciplinado y, sobre todo,tranquilo. Pero en ocasiones se poníaalgo nervioso cuando visitaba lapalmesana librería Gotham,especializada en cómics, y lo tratabandemasiado bien. El carisma no era uno

de sus puntos fuertes y eso le habíallevado a ser poco hablador, hecho porel cual le irritaba la conversación queBernardo, uno de los dependientes, ledaba nada más entrar.

Aquel 5 de enero había ido a últimahora a la tienda. Manuel pensó que todoel mundo estaría viendo la cabalgata deReyes, que discurría por una callepróxima, por lo que ir a comprar losnuevos tebeos de Marvel y DC parecíauna buena idea. Nada más entrar,Bernardo fue hacia él.

—¡Hombre, Manuel, cuánto tiempo!El otro día nos llegó el primer MarvelDeluxe. Los Cuatro Fantásticos deStraczynski y McKone y es una

maravilla, te encantará.—Ya, ya… de todas formas yo venía

a por el tomo de Crisis de identidad, ¿teha llegado?

—Sobre esto tengo una buena y unamala noticia. La buena es que llegó. Lamala… que se nos ha agotado hace pocomás de una hora. Aunque, si quieres, tepuedes llevar el tomo de Flash de GeoffJohns. Es una pasada.

«Será toda la maravilla que quieras,pero es un tocho de más de 1000 páginasque cuesta 60 euros y pesa un quintal.Como para que en la página 20 te descuenta de que no te gusta», pensóManuel mientras miraba de reojo elvoluminoso tomo que le recomendaba el

librero.—No me interesa, pero gracias de

todas maneras. No creo que pudieraleerlo sin un atril para sostenerlo —dijoManuel intentando contenerse y parecergracioso—. Me llevaré el último deFábulas y me iré antes de que acabe lacabalgata, o me pillará todo el gentío.

Manuel se marchó de la tiendaescuchando de fondo a Bernardo hablarcon sus compañeros, Jaume y MiguelÁngel, sobre lo bueno que era Fábulas yel excelente trabajo que estabanrealizando sus autores, Bill Willinghamy Mark Buckingham, en la colección.

Mientras caminaba iba pensando enlo útil que le habían sido los cómics

para aprender español cuando en 1999había llegado a Mallorca desde su Suizanatal. Entonces tenía catorce años y suspadres se acababan de jubilar. Fuemientras estaba sumido en estospensamientos y se iba a buscar el cochepara recoger a su novia cuando escuchóvarios gritos no muy lejos del lugardonde se encontraba.

Inicialmente no les prestó demasiadaatención. Pensó que eran lasgamberradas de algunos niños. Peroconforme caminaba hacia la Plaza deEspaña pudo notar una ciertaintranquilidad en el ambiente. Algunascalles más arriba pudo ver a gentecorriendo y los gritos que escuchaba

ahora parecían de auténtico pánico.Llegó entonces el primer disparo, y elsegundo, y el tercero…

Junto a él, una persona de medianaedad afirmaba a su acompañante queaquello habían sido petardos.«¿Petardos?», pensó Manuel sin darmucho crédito a aquellas palabras.Aquello había sonado a algo muchopeor. Manuel era un experto en armas yse manejaba bastante bien usándolas,especialmente si se trataba de rifles deasalto y subfusiles. Por ello sabía aciencia cierta que aquello habían sidodisparos.

Quería saber lo que estabaocurriendo y se subió al techo de un

Renault Scenic para tener una mejorperspectiva. Podía ser que todo aquellofuera una tontería, pero, del mismomodo que no le gustaban losdependientes parlanchines o lospolíticos que le gobernaban, tampocoera amigo de las sorpresas.

—Mierda, al final ha pasado lo quetenía que pasar —exclamó Manuelviendo a un numeroso grupo de zombis aapenas cien metros de él.

No se puso nervioso. Las artesmarciales le habían enseñado a mantenerla tranquilidad en los momentosdifíciles. Pensó durante unos segundos.A su alrededor, la gente huía gritandocomo loca.

Había zombis, muchos, y lo peor eraque su número aumentaba rápidamente,pues aparecían como setas por las callesadyacentes. Fuera lo que fuera queestuviera sucediendo era grave yconvenía no tomárselo a la ligera. Unavez más pensó que se tendría queespabilar solo. No creía que lasautoridades pudieran hacer nada paracontrolar aquello.

Tenía el coche aparcado no muylejos, así que decidió dirigirse hacia allícon paso acelerado, caminando siemprepegado a la pared para evitar a la genteque corría despavorida y que podíaresultar peligrosa.

De camino al coche pasó de nuevo

por delante de Gotham Comics, dondesu dueño, Jaume Albertí, parecía dudarentre salir corriendo o fortificarse en latienda. Bernardo, por su parte, estaba enla puerta dispuesto a irse a casa.

—¿Zombis en Palma? Esto esimposible. Alguien debe de haberseequivocado. No debe ser más que ungrupo de graciosillos aburridos gastandouna broma a…

Jaume, con su siempre flemáticasonrisa, le señaló el inicio de la calle,por donde aparecían ya los primeroscaminantes.

—Nos vemos pasado fiestas,Bernardo.

Y cerró la puerta dando gracias por

no haberse mudado finalmente de tienday por el hecho de que el local actual notuviera escaparates de cristal y sí unapuerta maciza de madera que podíaaguantar muchos embates. Jaume era untipo previsor que nunca dejaba nada alazar. En más de una ocasión le habíaenseñado el amplio almacén surtido degarrafones de agua y todo tipo deconservas.

Con los zombis tan cerca, Manueldecidió acelerar un poco el ritmo. Noiba a cometer la locura de subirse alcoche, pero en su interior había un armay prefería afrontar todo aquello con algocon lo que defenderse. Quién sabía si lapodría necesitar para matar a algún

caminante o para evitarse un sufrimientomayor.

Dos minutos después había sacadoya una pistola con silenciador y unsubfusil del maletero. Desde la GranPlaga era habitual que los ciudadanosllevaran armas para defenderse de unanueva invasión zombi. Aquella ley habíalevantado grandes discusiones. Paramuchos era peligroso que losciudadanos pudieran ir armados sincontrol. Para otros, era una manera desentirse más seguros. Lo que estabaclaro es que esta libertad había hechoque en los últimos años el número defallecidos por herida de bala se hubieraincrementado. Pero para los defensores

de las armas ese era el precio de laseguridad.

Manuel dudó durante unos segundossobre lo que debía hacer. Los zombiscada vez estaban más desplegados porel centro de la ciudad, amenazando concortar las principales salidas. Y por sifuera poco, a lo lejos pudo ver a losmilitares huyendo por las Avenidas.¿Qué diablos estaba sucediendo?Aquello daba igual ahora. Los enigmasse resolverían a su debido tiempo, ahoralo importante era huir para podersobrevivir.

Marcó su objetivo: llegar hasta sucasa de la zona costera de El Arenal, enla bahía de Palma, a unos veinte minutos

en coche de la ciudad. Pero antes debíarecoger a su pareja, que estaba en ElCorte Inglés de las Avenidas. Manuelestaba muy cerca del centro comercialpero minutos después de empezar aandar vio que aquella había sido unadecisión equivocada. Las calles estabaninfestadas de zombis pero, además, lamasa de gente que se había reunido paraver la cabalgata de Reyes y que ahorahuía despavorida era un peligro mayor.Manuel vio a muchas personas moriraplastadas por la masa.

¿Qué hacer? Sobrevivir a lassiguientes horas iba a resultar muy arduoen aquellas circunstancias, por lo que denuevo decidió serenarse con la idea de

pensar una solución. Con los zombis tancerca y con miles de personas corriendosin control, Manuel optó porencaramarse a un camión aparcadofrente al edificio de Hacienda. Era muyalto y aquellas malditas alimañas notendrían modo de alcanzarlo. Allí podríatener el tiempo que necesitaba parapensar algún plan o esperar que aquellacrisis se solucionara.

Le costó mucho llegar a lo más alto.Desde aquella altura, oculto, pudocontemplar de forma privilegiada losacontecimientos. Los humanos corríandespavoridos de un lado para otro,atrapados como moscas en las angostascalles del centro del Palma en las que

los zombis habían comenzado suparticular cacería.

Manuel decidió quedarse allí arriba,inmóvil, en silencio, a la espera de quepor una vez en la vida las autoridadescompetentes tomaran cartas en el asuntoy devolvieran el orden a las calles.

Habían pasado dos días y Manuelempezaba a pensar que algo no iba bien.No había rastro ni de militares ni depolicía ni de nada ni nadie capaz derestaurar el orden público. Desde suatalaya solo veía zombis caminando porla calle. Centenares de ellos.

No sabía qué hacer. El hambre aún

se podía aguantar, pero la sed empezabaa ser agónica. No viviría mucho tiemposin algún tipo de bebida. En un primermomento aquella había sido una buenadecisión. Se había salvado de morir amanos de los zombis, pero ya era horade hacer algo más o no podríasobrevivir.

Bajar del camión parecía unaaventura imposible. Los zombispululaban de un lado a otro, tal y comohabía podido ver en los documentalesque hablaban sobre ellos: erráticos, sinaparente vida, sin sentido, por suertepara él, entre sus facultades no estaba lade elevar la mirada en busca de posiblespresas, por lo que mientras no atrajera

su atención de algún modo, estaba asalvo. En aquella calle no había muchasde estas bestias. Por un motivo u otro, enlos dos días que sucedieron a la tragediainicial los zombis parecían haber idodisminuyendo en número. Seguramente,se concentraban en algún punto, comohabía leído alguna vez que les gustabahacer, empujados tal vez por unsentimiento gregario.

Iba siendo hora de abandonar elescondite si no quería morirdeshidratado. Claro que una cosa eradecirlo y otra muy diferente hacerlo.Primero pensó en llegar hasta El CorteInglés para ver si su pareja aúncontinuaba con vida. Sabía que

encontraría demasiadas alimañas por elcamino y era muy peligroso. Además, nose veía con ánimos de llegar. Esa ideaquedó descartada. Después pensó queuna buena alternativa sería buscarcobijo en un portal. Allí alguien le daríaalgo de beber.

Seguido por la atenta mirada dealgunos curiosos que vigilaban desdesus ventanas, recogidos en la seguridadde sus casas, descendió lentamente a lacalle por la cabina del conductor. Laspiernas le temblaban. Estabaabandonando la seguridad de suescondite para lanzarse a una aventuraque tenía muchas posibilidades deacabar mal.

Cuando tocó el suelo notó ladebilidad provocada por la inactividadde los músculos de sus piernas. Tuvoque reunir toda la fuerza de voluntad dela que fue capaz para dar los primerospasos. Uno, dos, tres… al cuarto cayó alsuelo. Las fuerzas le fallaban. A lainactividad se sumaba también elpánico. Estar en estas condiciones en lacalle era lanzarse a una muerte segura.

Escondido como estaba tras elcamión, frente a las oficinas centrales deHacienda de Palma, parecía que ningúnzombi había notado su presencia. O esopensaba Manuel, porque de debajo delcamión un brazo se extendió y lo agarrópor el tobillo. Manuel, a pesar de ser un

ateo evangelista que creía en la justiciakármica, rezó con todas sus fuerzas y seencomendó a todos los dioses que lepasaron por la mente en aquel momentopara que la mano fuera la de un serhumano. Pero sus plegarias sirvieron depoco, pues al girarse pudo comprobarque los dedos que le agarraban estabanputrefactos, en descomposición o roídosparcialmente.

Aquel malnacido estiraba con fuerzay le arrastraba bajo el camión. Intentóliberarse pero no pudo. No lograbapensar con claridad. Cuando las fuerzasregresaron a sus piernas, pudo asestardos patadas en la cabeza a aquel ser, queno se inmutó. Ya tenía medio cuerpo

bajo el vehículo. Estaba boca arriba yeso le permitió ver a los mismoscuriosos de antes siguiendo la escenacon morbosa atención. Nadie movió unmúsculo para ayudarlo.

Por fin se acordó de que llevaba lapistola. En pocos segundos aquel bichole mordería. Tenía que actuar rápido.Sin tiempo ni ganas de colocar elsilenciador disparó hasta vaciar porcompleto el cargador. La cabeza delzombi se esparció por los bajos delcamión. Un trozo de cerebro quedócolgando del tubo de la conducción delescape.

La detonación le había dejado casisordo. Las ondas sonoras habían

rebotado bajo el vehículo hasta volver aél con toda su intensidad. Se habíalibrado de aquel cabrón, pero se habíahecho notar y todos los muertosvivientes de la zona se dirigían ahorahacia él. Le costó unos segundosdeshacerse de la mano, que seguíaaferrada con fuerza a su tobillo. Teníaque poner tierra de por medio, ya que encualquier momento la horda de zombisharía acto de presencia por aquellascalles y le acorralaría.

Se acercó a la entrada de la fincamás cercana y tocó el interfono. Pese aque lo dudaba, el aparato funcionó.

—¿Hola? —preguntó tímidamenteManuel.

—¿Qué coño haces llamando a micasa? Déjanos tranquilo. ¿O no hastenido suficiente con el numerito que hasorganizado con la pistola? Lárgate deaquí y no atraigas más la atención deesos condenados. —Era una voz dehombre, de mediana edad. Parecíarealmente asustado.

—P-pero…—Que se vaya de una puta vez o

bajo ahora mismo y le pego yo mismo untiro en la cabeza.

Manuel no tuvo ni la ocasión depedirle que abriera la puerta. Ya llevabademasiado tiempo ahí abajo llamando laatención. Había un grupo de cincozombis situados a una veintena de

metros que se habla fijado en él y seacercaba torpemente hasta su posición.

La desesperación le invadió trasrepetir la operación con los mismosresultados en cuatro portales diferentes.Nadie parecía dispuesto a abrirle lapuerta, ni tan siquiera a escucharle.¿Hasta dónde había llegado el serhumano? ¿Hasta olvidar por completotodo aquello que lo diferenciaba delresto de animales? Estaba realmentedesesperado. Caminaba agachado,ocultándose de los muertos vivientestras los coches aparcados, peroconforme avanzaba por la calle el hedorera insoportable y las aceras estabancada vez más cubiertas de restos

humanos y sangre derramada.Se encontraba muy cerca de la

céntrica y estrecha calle Olmos, queunía en inclinada cuesta la zona de laPlaza de España con la Rambla. Pocoantes de entrar en ella, comprobó comolo que hasta hacía unos días era una delas principales calles comercialesestaba ahora atestada de zombis, y nocon la intención de ir de compras. Habíacientos de ellos. Aquella imagen leimpactó. Aquellos seres, a apenas diezmetros de donde estaba, caminabanchocando entre sí.

Manuel decidió permanecer quieto yagazapado en cuclillas para pensar quépodía hacer para huir de aquella

pesadilla. Pero justo en aquel momentosu mirada se cruzó con la de un zombi.Le había visto. No cabía la menor dudade que aquel hijo de la gran puta lohabía descubierto. El muerto vivientegiró torpemente sobre su eje y se fuehacia él. Le siguieron todos aquellos quele rodeaban. Manuel giró en sentidocontrario para huir, pero quedóparalizado. Una veintena de muertosvivientes subía desde la calle Olmospara merendárselo. Estaba perdido.

Dudó. Tenía el arma, pero nobastaba para acabar con todos aquelloscabrones. Además, vendrían más. Pensóen utilizar el revólver para acabar conaquel mal sueño y evitar un terrible

martirio. Pero decidió luchar hasta elfinal. Corrió hacia las entradas de losedificios y tocó a todos los interfonosque pudo. Parecía que nadie queríaabrir, nadie le quería ayudar a salvar lavida. «Malditos hijos de puta», pensó.

Cargó el arma para pegarse un tiroen la boca. El ruido sordo del proyectilentrando en la recámara le estremeció.No había otra salida. No estabadispuesto a morir a manos de aquellosseres infames. Pero de golpe su suertecambió. Los zombis se abalanzaban yasobre él cuando un sonido provenientede la puerta que tenía a sus espaldas leindicó que alguien le abría. Se lanzósobre la puerta de un salto y en un abrir

y cerrar de ojos ya estaba en la entrada,con la puerta cerrada otra vez. Subió lasescaleras de tres en tres. Quería abrazara la persona que le había salvado lavida.

Se encontraba en un edificio antiguo,sin ascensor, de unas cuatro o cincoplantas y situado frente a la antigua sedede Comisiones Obreras. En su interiorolía a humedad y la oscuridad reinabapor todos los rincones.

Buscaba hacia dónde debía dirigirsecuando escuchó una puerta que se abríaalgunos pisos más arriba.

—Estoy en el cuarto, sube. —Erauna voz masculina, ligeramenteaflautada.

Manuel subió, aunque no las teníatodas consigo. Le parecía muy extrañotodo aquello. En el cuarto piso, junto ala puerta, encontró la figura más bienpequeña y rechoncha de su salvador.

—Hola, me llamo Carlos, pasa.—Yo soy Manuel. Te estoy muy

agradecido. Te debo la vida.—No he hecho nada que no hubiera

hecho cualquier buen cristiano, aunqueigual en estos tiempos no quedanmuchos.

—Carlos, por favor, necesito agua.Llevo dos días sin beber y estoysediento.

Poco después, Manuel se aferraba auna jarra de agua cristalina. El líquido

se escapaba por las comisuras de loslabios y corría entre su barba de variosdías. Le debía otra a Carlos.

Capítulo XXVIIIInquilino y casero

Tras tres días en casa de Carlos nohabían mantenido lo que se podía llamaruna conversación normal, solo habíancruzado palabras sueltas y muchosmonosílabos. Lo había alojado en unahabitación pequeña y sin ventanas, algolúgubre, situada en el centro del piso.Cada noche, por lo que pudiera ser,cerraba con llave por dentro.

No comían mucho porque tenían que

ahorrar provisiones, tal y como decíaCarlos. Y bebían agua embotelladatambién racionada y que el propietariode la casa había ido almacenando «porsi acaso». Manu se congratulaba dehaber ido a parar al hogar de uno deesos fanáticos que durante años habíareservado gran parte del espacio de suvivienda a la indispensable función dedespensa en previsión de una SegundaPlaga como la que parecía acababa deacontecer.

Aunque ninguno de los dos esperabaque aquello durara mucho, era mejor serprecavido y no despilfarrar losalimentos. La hora de la comida era unode los pocos momentos en que estaban

juntos y tenían ocasión de hablar, aunquela conversación no podía resultar másdescorazonadora. Carlos, repeinado, eraun fanático religioso, un niño pijo quebendecía la mesa antes de cada comida.De las paredes de la casa colgaban dosgrandes crucifijos y en la parte superiorde la estantería del comedor, un busto deFranco.

—Desde que se fue no levantamoscabeza —suspiró un día Carlos mientrasmiraba el rostro del dictador—. Nadade esto habría pasado si él siguiera connosotros. Los que hay ahora son todosunos pusilánimes, unos corruptos quesolo miran por su propio interés o el delpartido al que están afiliados. No les

bastó con hundirnos financieramente,con arrastramos hacia esa Europalibertina y esa América degenerada, sinoque ahora no son capaces de sacamos deesta situación.

—¿Y qué podría haber hecho elGobierno actual para evitar que lascosas fueran como han ido?

—Acabar con todos los zombis quedeambulan por la calle. No es normalque una semana después del broteestemos peor que al principio. Otrogallo cantaría si no hubiesen permitidola fuga de cerebros a países como losEEUU o Rusia. Mira por ejemplo elmallorquín… cómo se llamaba… Marcdel Castillo o lo que fuera. Ahora está

trabajando para los yanquis. Seguro queen los EEUU no están tan mal como poraquí y no tienen a zombis campando asus anchas por la Quinta Avenida.

Las pocas veces que hablaban,siempre era lo mismo, como un martillopilón. Que si Franco por aquí, que siFranco por allá. Parecía olvidar muchosdetalles, como la guerra interna en laque estaban sumidos los EstadosUnidos. Menos mal que por las mañanassolía irse a hablar con los vecinos y ledejaba en paz. Luego mataba el tiempoleyendo alguno de los libros que habíaallí, pero menudos libros: GloriosaCruzada, El Estado del águila, LaAmenaza Roja y el enemigo interior,

Los Héroes del Baleares, La Transiciónque no fue y alguna que otra biografíade Franco.

Manu procuraba no preguntar muchoy mantener el máximo respeto haciaquien, a fin de cuentas, le había salvadola vida. Ese era el motivo por el quedecidió reducir las conversaciones almínimo y hablar de temas generales,como el tiempo, la presencia de loszombis en las calles o los vecinos,aunque en muchas ocasiones la propiaquerencia de Carlos hacia su derivapolítica condujera hacia temaspolémicos.

—Estimado amigo Manu, deberíasreplantearte muchas cosas en la vida.

Solo se vive una vez, y me parece quelas malas influencias han hecho presafácil de ti en el pasado —le solía decirCarlos.

Manu no soportaba aquel tonoadoctrinador, ni entendía por qué lehablaba como si le estuvieraescribiendo una carta. ¿Qué narices eraeso de dirigirse a él como «Estimadoamigo Manu»?

—Admito que me sorprende queseas católico… —continuó diciendoCarlos.

—Católico tolerante —matizabaManu sin querer entrar en explicacionessobre lo que significaba ser un ateoevangelista kármico.

—Lo que sea. Y de centro derecha…—Centro derecha liberal —

puntualizaba Manu.—Defínelo como quieras. Pero no sé

qué me desconcierta más, tu afiliación aesa farsa de partido que es UPyD o esode la bisexualidad… condición que noacabo de comprender y que hasta ahoracreía que era un mito comparable a ElDorado.

—No es muy complicado. Labisexualidad es simplemente unaorientación sexual como otra cualquiera,solo que se caracteriza por la atracciónsexual y emocional hacia otrosindividuos independientemente de susexo.

—Casi prefiero no saberlo. Se meponen los pelos de punta solo de oírlo.No quiero conocer a qué tipo devejaciones pasadas te has vistosometido por ignorancia o malosconsejos. Vicio, amigo Manu, purovicio. Me dijiste que tus padres eransuizos, lo que explica muchas cosas. Laeducación es básica, y la falta de lamisma o las malas orientaciones puedenser fundamentales en el mal desarrollodel ser humano, tanto en lo afectivocomo en lo intelectual. Y ya se sabe quede Pirineos para arriba los valorespierden su sentido hasta desaparecer.

Manu no podía dar crédito a todosaquellos comentarios. De no ser por el

agradecimiento por haberle salvado lavida y por la curiosidad de saber hastadónde podrían llegar aquellas peroratas,hacía tiempo que le hubiera dado congusto un par de buenas hostiasbisexuales. Pero estaba bien allí y noera cosa de estar por las calles sin saberdónde ir.

—¿El resto de vecinos son igualesque tú? —preguntó Manu y al escucharsus propias palabras se dio cuenta deque aquella pregunta podría ser algoofensiva.

—No lo sé, trato poco con ellos.—Pues yo pensaba lo contrario,

como te reúnes cada mañana para hablarcon ellos.

—Hablamos de trabajo, de cómomejorar la defensa de la finca, de quéhacer con los espacios comunes…

—Creo que va siendo hora de queconozca a alguno de ellos, aunque seapara distraerme un poco.

—No te lo aconsejo. Son bastantecerrados y, además, nadie sabe que estásaquí. Ya viste que no te abrieron lapuerta cuando estabas a punto de morir.Y eso que no sabían que eras bisexual.

—Tal vez tengas razón —reconocióManu—. Por cierto, quién es elenergúmeno que cada mañana usa unataladradora. Me tiene cansado con tantoruido. Menudo momento para hacerobras, en plena invasión zombi.

—Este es el mejor momento.Tenemos todo el tiempo del mundo pordelante y qué mejor forma de matar elaburrimiento que arreglando el buenhogar familiar.

Era increíble el modo en que aqueltipo reconducía siempre cualquier temahacia lo mismo: el hogar, los valoresfamiliares, la derecha rancia y elpatriotismo mal entendido. Parecía quetodo convergía en lo mismo.

Tras tres semanas alojado en la casa, elaburrimiento estaba consumiendo aManuel. Ni las autoridades parecíandispuestas a liberar Palma ni su anfitrión

a buscar alguna variación en la rutina.Cansado ya de no hacer nada, a mediamañana Manuel cogió la chaqueta ysalió de la casa. Quería conocer algúnvecino. Quería ver un rostro humanodiferente al de su salvador.

El piso de Carlos estaba situado enla cuarta planta. Bajo hasta el tercerpiso y toco el timbre de la puertaderecha. No hubo respuesta. Tras unossegundos, llamó a la puerta izquierda.Nada de nuevo. Llamó cuatro veces más.Ninguna señal de vida. Lo mismoocurrió en la segunda planta.

«O son todos sordos o unosantipáticos de cuidado», pensó Manumaldiciendo a los vecinos. Siguió

bajando las escaleras. Al menosencontraría a Carlos y podría hablar unrato con él.

Cuando estaba en la primera plantaescuchó otra vez el insoportable ruidode lo que parecía ser un martilloneumático. Sonaba lejano, pero ahíestaba, insistente.

Tocó al timbre de la puertaizquierda. Nada. Cuando iba a tocar a lapuerta del lado opuesto, se dio cuentaque estaba abierta.

—¿Hola? —exclamó tímidamenteManuel asomando la cabeza—. ¿Hayalguien ahí?

Había bajado el tono de voz.Sospechaba que algo no iba del todo

bien. Aquel escenario le resultabasiniestro e inquietante: una casa antigua,ningún vecino a la vista, un constantesonido de martilleo y su benefactordesaparecido. Algo ocurría.

En silencio y lentamente se adentróen el piso, que estaba sumido en lapenumbra. Tras recorrer un corto pasillollegó hasta el comedor. Allí pudo notarun intenso olor fétido que no sabía muybien dónde ubicar. En una de las paredeshabía un boquete enorme.

Intrigado, asomó la cabeza por él,con la esperanza de dar por fin conalguien. Pero no, de nuevo la soledadpor compañera. El hedor continuaba conintensidad. Dudó sobre lo que hacer, no

sabía si seguir adelante, esperar en elpiso a Carlos y exigirle algunaexplicación o coger la puerta de la calley salir corriendo —al menos ahí fuerasabía a lo que se enfrentaba—.

Finalmente, su curiosidad pudo másque cualquier otra cosa y siguiócaminando. Llegó a una habitacióndonde había otro boquete que conectabacon otro piso. Al cabo de quinceminutos, atravesando de piso en piso porlos boquetes, logró dar con Carlos.

Estaba de espaldas, con un casco yun martillo neumático atacando una delas paredes del comedor donde estaban.Justo en aquel momento, la pared queperforaba Carlos se derrumbó

estrepitosamente, levantando una densapolvareda.

—¿¡Se puede saber qué demoniosestá haciendo!? —preguntó Manu.

Carlos no contestó ni apagó elmartillo neumático. No había visto aManuel, ni lo había oído. Con elmartillo aún en marcha, se lanzó sobreel vecino de la casa de la que habíaperforado la pared. Sus moradores lomiraban asustados, sorprendidos,horrorizados. Carlos se lanzó sobre elhombre, lo tiró al suelo de un empujón yle reventó el vientre con el martillo. Lamujer gritó presa del pánico, histéricaintentó huir. Carlos no titubeó ni uninstante y atravesó a la pobre mujer. Sus

restos quedaron esparcidos por toda lasala, incluso en el techo.

Manuel no daba crédito a la escena.Una arcada le sobrevino y no pudocontrolar el vómito. Cuando Carlos huboacabado su tarea, apagó el motor delpesado martillo y se quitó la máscaraprotectora. Tras secarse el sudor de lafrente con la manga vio a Manuel, aúndoblado por las arcadas.

—Vaya, vaya… Por fin hasdemostrado tener algo de iniciativa —dijo Carlos casi sin inmutarse—. En elfondo tenía la esperanza de que estemomento tardara en llegar, pero estosson los planes del Señor y contra losdesignios divinos poco podemos hacer

los humanos.—P-pero… —balbuceó Carlos.—¿Lo entiendes ya? Voy buscando

víctimas propiciatorias con las quealimentar a los ángeles.

—¿Pero de qué putos ángeles estáshablando? —preguntó Manuel dejándosellevar por la histeria.

Carlos no respondió. Se limitó amirar justo detrás de Manuel. Este segiró para ver lo que sucedía.

—¡¡Joder, joder, vaya putamierda…!! — gritó dando un salto haciadelante.

No se lo podía creer. A escasoscentímetros de su cara se encontró elrostro demacrado de un zombi que se

abalanzaba sobre él. Aunque no losabía, no podía hacerle nada. Estabaatado y amordazado. Manu quedódescompuesto. No sabía ya dóndeestaba, ni qué hacía. Carlos aprovechóla situación para golpearle con una barrade acero, pero falló. Aunque por suaspecto físico pudiera no parecerlo,Manuel controlaba varias artesmarciales: era cinturón naranja en judo,rojo en karate, amarillo en savate… demodo que usó su experiencia y reflejosen combate para esquivar ligeramente elgolpe que fue a impactar en su hombroen lugar de en la cabeza.

La respuesta fue una violenta patadaa su oponente, que salió despedido un

par de metros hasta topar con un sofá.Sin detenerse para pensar, Manuel loredujo con un par de golpes más que lodejaron inconsciente.

Capitulo XXVIIIEl Señor esté con

nosotros…

Cuando despertó, Carlos estaba atado einmovilizado en un sillón. Manuelestaba de pie frente a él, mirándole conpaciencia y cierta curiosidad.

—Reconozco que tenía ganas de querecuperaras la conciencia para poderescuchar tu historia, una adecuadajustificación a esta barbarie, porque séque de alguna curiosa manera tu mente

habrá elucubrado alguna explicaciónpara esta aberración.

—¿Crees que necesito justificar misacciones? Entonces es que me conocesmenos de lo que creía. Es la obra deDios, todo lo es, todos lo somos.Simplemente he seguido sus designios,como tantos otros antes que yo. En todocaso, —soy yo el que debería deescuchar vuestras justificaciones paraevitar lo obvio, para empeñaros en ir encontra de la voluntad del Altísimo. Losángeles de la Muerte han llegado,entérate de una vez. El Apocalipsis estáaquí. Punto. Pero no, nadie quiere verlo.La gente sigue apegada a la vida; eseputo miedo a la muerte. Siguen y siguen

luchando contra lo inevitable.—Palabrería. Divagaciones y

circunloquios en torno a nada.Realmente estás más loco de lo que mepensaba.

—¿No es acaso obvio el motivo dela presencia en la Tierra de estos seres alos que llamáis zombis? Están aquí paracumplir con la misión del Divino, deAquel que conduce nuestros designios,que dicta nuestro camino.

—Me aburres mortalmente. Mejorque cambiemos de tema —dijo Manuelmirando de reojo al zombi paracomprobar que seguía atado—. Por loque he podido ver te has dedicado a irperforando la manzana como si de un

queso de Gruyère se tratara. Has ido deun piso a otro matando a sus moradorescon el simple fin de, de…

Manuel calló para que Carlos, quecada vez parecía más poseído,completara la frase:

—¡Sí, sí, sí! Con el fin dealimentarle, de darle de comer, desatisfacer día tras día a esta extensión enla Tierra del Ser Supremo. Ese zombi secoló en mi edificio el primer día de laNueva Plaga gracias a la torpeza dedoña Benita, que cerró mal la puerta dela entrada. Antes de que se diera cuentafue devorada por completo. A lo largode las siguientes horas el zombi vagóescaleras arriba y abajo, sin que ninguno

de los vecinos se atreviera a hacer nada,encerrados cobardemente en sus casas.No tardé en darme cuenta de que era unaseñal del Todopoderoso, que era unrepresentante enviado por Él. Así que locapturé y lo traje hasta mi casa.

Necesitaba alimentarlo, por lo quede vez en cuando llamaba a la puerta deuno de mis vecinos. Acababa con él ysus restos servían para darle comida unatemporada. Como las «provisiones» enmi finca no tardaron en agotarse, me viobligado a buscar en otras, pero, claro,salir a la calle no era una posibilidad,así que aproveché el minimartilloneumático que don Escobar guardaba enel garaje para acceder a la finca vecina.

—Estás loco. Has ido tuneleando lamanzana y has matado a decenas depersonas para alimentar a un malditozombi bastardo, para… nada.

—Él es la reencarnación de Dios enla tierra.

—Vete a la mierda, locoapocalíptico.

Tras unos segundos de silencio,Carlos volvió a hablar. Se sentíaorgulloso de lo que había hecho y loexplicaba con gran naturalidad:

—He de reconocer que he tenidomis contratiempos. La tarea no ha sidonada fácil. Aunque, por lo general, elfactor sorpresa hacía la mayor parte deltrabajo. ¡Ja, ja, ja! Recuerdo que un puto

gordo me esperaba hacha en mano. Elmuy cabrón casi me abre la cabeza. Porsuerte falló el primer golpe y perdió elequilibrio, cayendo al suelo. En esemomento ya fue mío. El muy valiente secagó en los pantalones cuando vio alzombi. Desde entonces lo llevo siempreconmigo. Que esté cerca de mí me traesuerte.

—¿Co… cómo has podido…? —Balbuceaba incrédulo Manuel.

—Es muy sencillo. Estas casastienen unas paredes muy finas. Solotienen consistencia las paredes maestras.Cuando la pared se derrumbaba estabanindefensos. Para nada se esperaban loque les iba a ocurrir. Entonces yo pongo

fin a su miserable existenciafacilitándoles su reunión con el Creador.A partir de ese momento y siempredependiendo de las necesidadesalimenticias del ángel vengador, llamabapuerta a puerta a los vecinos de la finca.En estas ocasiones los mataba con ungran cuchillo carnicero. Es curioso lopoco preparada que está la gente para elcombate cuerpo a cuerpo. Supongo queel miedo a morir enajena hasta el puntode bloquear temporalmente la capacidadde reacción y decisión.

—¿Toda esta carnicería simplementepara alimentar a un jodido zombi? Perosi esos malnacidos no necesitan comerpara vivir. ¡Si no les funciona ninguno

de los órganos, ni siquiera losdigestivos!

—Venga, no me vengas con esassimpleces. De ser así, ¿de qué sealimentan, listillo? —preguntó Carlossin poder ocultar una sonrisa desatisfacción ante su supuestainteligencia.

—Y yo qué demonios sé. Del aire,del plancton, de las baterías, de lanada…

—Pero entonces, ¿por qué sededican a devorar a sus presas con talfervor? Tal vez lo que en realidaddevoran sea el alma impía de susvíctimas. Tal vez sea un alimentometafísico, una metáfora milagrosa.

—Joder con el tío. Tienes unarespuesta para todo y eres capaz dereducir cualquier barbaridad a unaexplicación simple y absurda. ¿No tedas cuenta, verdad? No eres más que unmaldito asesino en serie que necesita deuna excusa para justificar sus macabrosactos frente a su Dios. Pero tranquilo,que morirás del mismo modo en que hasvivido.

Y diciendo esto, se acercó hasta elzombi, que permanecía atado y dandodentelladas al aire. Le cortó las atadurasy lo empujó hacia Carlos, cuyos ojos seabrieron, incrédulos, como platos. Enese momento perdió la seguridad en símismo y empezó a suplicar por su vida.

Manuel hizo caso omiso de sus palabras.Salió de la habitación asegurándose quequedaba bien cerrada. Dentro soloquedaron Carlos y el muerto viviente.Ahora las súplicas se habían convertidoen insultos y gritos de pavor. Era su fin.

Capítulo XXIXA la carrera

Manuel tardó un tiempo en digerir loocurrido y darse cuenta de lascalamidades que habían estadosucediendo en aquella manzana a lolargo de los últimos días por culpa deaquel loco.

Regresó al piso de Carlos. Estuvovarios días escondido en su interior. Notenía valor para aventurarse a explorarla red de conexiones que aquel

enajenado había creado. Cuando lo hizo,se dio cuenta que esta era mucho mayorde lo que nunca se hubiera podidoimaginar. «¿Cuánta gente habrá muertoaquí?», se preguntaba.

Con la excusa de alimentar alcondenado zombi, aquel asesino habíallegado hasta el interior de la iglesia delHospital Militar, junto a la calle SanMiguel, y acabado con la vida delpárroco. Mucho hablar de la obra deDios y al final había convertido a algomenos de comida para perros a uno desus representantes en la Tierra.

Durante varios días tuvo un grandilema en la cabeza. Se debatía entrepermanecer allí, donde estaba seguro y

tenía alimentos, o salir a la calle, dondeel peligro acechaba en cualquieresquina, para recuperar a su novia. Loque tenía claro es que la posibilidad deque las autoridades recuperaran laciudad, ahora tomada por los muertosvivientes, se difuminaba cada vez más.

Finalmente tomó la decisión de ir ala búsqueda de su amada. Si estabaviva, posiblemente estuviera en El CorteInglés, que no estaba a más de mediokilómetro de distancia. Pero aquellascalles debían estar llenas de muertosvivientes, por lo que decidió llenar unamochila con algunas provisiones y agua,por si tenía que prolongar su salida másde lo previsto. Lo que estaba claro era

que utilizaría la red de agujeros queatravesaban los pisos de aquellamanzana para aproximarse hasta la calleSan Miguel, un poco más amplia que elresto de las que rodeaban aquellamanzana, y desde allí intentar llegarhasta su objetivo.

Cuando puso el primer pie en lacalle una sensación de vacío einseguridad le invadió. Tuvo la tentaciónde dar media vuelta. Aquello debía deser algo parecido a lo que debían desentir los paracaidistas antes del primersalto, un vértigo atroz y una sensación deinseguridad descomunal ante lodesconocido.

Como si una mano imaginaria lo

empujara, no se dio cuenta y ya estabaen la calle. No tardó en darse cuenta deque algo no cuadraba. Una observaciónmás atenta le sirvió para comprobar quela calle estaba completamente desierta,tanto de seres humanos vivos comomuertos. El profundo silencio leprovocó una gran inquietud, aunquetambién se sintió algo más seguro.

¿Dónde demonios estaban todos loszombis? Por desgracia no tardó en darsecuenta. Cuando sitúo la mirada en lasAvenidas, en la zona donde comenzabala calle de 31 de Diciembre, pudoobservar a un tipo corriendo quebuscaba cobijo en alguna vivienda.Como le había sucedido a él mismo

semanas atrás, nadie le abrió la puerta.Segundos después vio tras aquel jovenun grupo muy numeroso de zombis quele daban caza. ¿Qué les debía haberhecho aquella pobre alma en pena paraque le persiguieran de tal manera? Perola suerte parecía estar del lado delfugitivo, ya que un helicóptero hizo actode presencia y en un momento arrojótodo su arsenal de armas sobre lacabecera del grupo, haciéndolos saltarpor los aires por decenas.

La operación había salido perfecta.O eso parecía, pues el helicópterocomenzó a oscilar y descenderbamboleante hasta situarse a apenas dosmetros del suelo. Algo iba mal,

terriblemente mal. Primero vio saltar aun soldado que, ya en tierra, comenzó adisparar su ametralladoraindiscriminadamente. Los zombis sehabían agarrado a los patines delaparato, que no tenía fuerza paraascender. Una explosión sorda antecedióa un brusco movimiento del aeroplano,que acabó estrellándose contra un viejoedificio de cinco plantas.

Sin entender muy bien lo queacababa de suceder, Manuel decidióaprovechar la ocasión para correr endirección a El Corte Inglés bordeandolas Avenidas, repletas de almas muertas.Supuso que aquella acumulación deapestosos era lo que había dejado

prácticamente libre de ellos las callescircundantes.

Era ahora o nunca. Comenzó a corrercomo alma que lleva el diablo. Tan solotuvo que acabar con cinco zombis en sudesesperada carrera antes de alcanzar elcentro comercial que, por fin, se elevabamajestuoso frente a él.

Capítulo XXXEl loco, su camino y

la salida

Media hora antes

Sofía, para sorpresa de sí misma, sehabía vuelto muy observadora. Legustaba contemplar todo cuanto sucedíaalrededor del centro, ver a la gente quehabía sobrevivido en sus casas, mirarcon los prismáticos a lo lejos cuantosucedía en la calle.

Pero si había algo que le gustaba porencima de todas las cosas era matar aaquellos malditos zombis que elladenominaba «mejorados» o«evolucionados». Cuando divisaba auno desde la terraza del centrocomercial, lo seguía con la mirillatelescópica de su fusil y le volaba latapa de los sesos. Si fallaba, le llamabala atención el hecho de que no hacíannada para evitar un segundo disparo.Como no era muy buena tiradora, notenía reparo en disparar tres o cuatroveces, hasta que daba en el blanco.

Lina mañana, Sofía vigilaba comohacía cada día desde su atalaya. Derepente, le llamó la atención lo que

pareció un muerto viviente que corríacon especial brío. Aquello le preocupó,porque si su evolución iba a ese ritmolos humanos no tendrían posibilidadalguna de acabar con aquellos seres.Frunció el ceño ante el hecho de notener a mano su rifle de precisión. Solocontaba con una escopeta que agarró deinmediato.

—Ahora verás, maldito hijo de puta—bramó mientras cerraba un ojo yapuntaba—. Te voy a matar, aunque seaa perdigonazos.

Lo había perdido de vista unmomento y se había confundido con elresto de alimañas que se apostaban amiles frente al centro comercial.

—Uno, dos… y tres.¡¡¡BLAM!!! Un sonido fuerte y seco

desgarró la quietud armónica de lamañana. Desgraciadamente falló, y labala se estrelló contra la pared, a unmetro escaso del zombi. Sofía disparóde nuevo y otra vez erró. El proyectilreventó la cristalera de un escaparate enel que aún se podían ver expuestasprendas de última moda. El estruendofue monumental.

Entonces sucedió algo fuera de lonormal. Aquel zombi comenzó a gritar:

—¡¡Hijos de puta!! ¡¿Pero quécojones os he hecho yo?! ¡¡Hijos deputa. Dejad de disparar!! ¡¡No soy unbicho de estos, soy una persona y

necesito ayuda!!Sofía no entendía nada, hasta que

comprendió que no era un muertoviviente, sino un humano que pululabaentre ellos.

Aquel hombre se encontraba en seriopeligro. Los disparos y sus gritos habíanalertado a los apestosos bichos, quepoco a poco lo iban rodeando. Sofía notenía muy claro lo que sucedía ni quéhacía aquel loco en la calle, en medio decentenares de muertos vivientes. Lo queresultaba evidente es que con sus dosdisparos había atraído sobre aquelaventurero toda la atención de aquellosseres y, si no lo había condenado, pocoquedaba para ello. Debía de hacer todo

cuanto estuviera en su mano paraayudarle a salir de aquella embarazosasituación.

Comenzó a disparar a discreción.Consiguió matar a los que estaban máscerca, pero no pudo detener el acoso deaquellos asesinos. Parecía que todo erainútil. Aquel joven debía recorrer untrecho de unos quince metros si queríatener alguna oportunidad de salvarse.Parecía condenado a una muerte terrible,sobre todo cuando desaparecióengullido por la marea de zombis. Sofíase lamentó una vez más de no haberpodido echar una mano a una personaque necesitaba su ayuda urgentemente.La rabia la había invadido cuando vio

cómo el tipo salía a rastras por debajodel mar de piernas. Los había engañado.Había sido una estrategia arriesgada laque había utilizado para huir. Cuando lasbestias se abalanzaron sobre él, se habíalanzado al suelo y había salido a rastrasaprovechando la escasa habilidad de losmuertos vivientes y su dificultad paraagacharse.

«¡Qué cabrón, lo ha logrado!»,pensó Sofía con alegría. Pero lapesadilla no se había acabado. Cuandomás a salvo se sentía, uno de losmuertos vivientes agarró la mochila quellevaba colgada a la espalda y tiró confuerza de ella provocando que aquelindividuo cayera al suelo. «Parece que

tendré que afinar mi puntería», se dijo lamuchacha mientras apuntaba con su rifle.Su rostro ahora estaba serio, plenamenteconcentrada en lo que iba a hacer.

¡¡BLAM!!El disparo reventó por completo la

cabeza del zombi y llenó desalpicaduras la cara del muchacho quese disponía a convertirse en su presa. Alverse liberado, corrió Avenidas arriba.

Una sensación de alivio recorrió portodo el cuerpo de Sofía. Su concienciaestaba ya lo suficientemente afectadacomo para aguantar un nuevo golpe.Permaneció un rato observando lacarrera de aquel loco en dirección a laPlaza de España. Lo que presenció a

continuación la dejó perpleja: loszombis, prácticamente al unísono, segiraron y, como las ratas al flautista deHamelín, lo siguieron con la intenciónde darle caza.

En menos de dos minutos, todos losseres que desde hacía algunos díasasediaban El Corte Inglés habíandesaparecido. Volverían, de eso nohabía duda, pero de momento parecíaque tendrían un respiro a la presión a laque les sometían.

Fue entonces cuando tuvo una idea,que ella misma describió comoparticular.

Descendió corriendo hasta la plantabaja y, tras mirar a ambos lados, abrió

las puertas de la zona suroeste, quedaban a las Avenidas. Hacía semanasque no pisaba el exterior y tal vezaquella sería la última oportunidad enmucho tiempo. No es que fuera muydistinto a salir a la terraza, pero sinduda era una forma de recuperar sulibertad durante unos instantes.

Con sumo cuidado se situó en mediode la calle. Respiró hondo y miró a sualrededor para comprobar que no habíaningún zombi cerca. A los pocossegundos, un helicóptero pasó porencima de ella. Su sombra cubrió uninstante el cielo. El aparato no le prestóla más mínima atención. Otro misterioque añadir a los de aquel día.

Iba a dar media vuelta para regresarcuando vio cómo comenzaban a salirpersonas de algunos de los edificioscercanos. Supuso que estaban hartos delencierro y habían querido imitarla. Notardó en darse cuenta de que esa no erasu intención. Lo notó en sus miradas y enel arma que algunos de ellos llevabaescondida bajo la ropa.

«La gente no cambiará nunca»,pensó Sofía. No estaba dispuesta acompartir lo que tan duramente habíanobtenido. Sobre todo porque entreaquellas personas estaban los rostrosque, desde su ventana, habíanpermanecido inmutables, insensibles,cuando habían necesitado ayuda. A estos

no quería darles ni agua.Comenzó a caminar de espaldas sin

perder de vista esta nueva amenazahumana que ahora se cernía sobre ella.Tal vez eran incluso más peligrosos quelos propios zombis. Si era necesariodispararía, esto lo tenía claro, aunquehabía mucha gente armada y seguramentetenía las de perder.

La puerta del centro estaba a unosdiez metros de distancia cuando uno delos que iban en cabeza sacó un arma.

—¡Será mejor que te detengas,rubita! —gritó con una actitud chulesca.

—Ríndete, nena —dijo una segundavoz, al tiempo que la apuntaba con unarma. Hubo unos segundos de tenso

silencio. Sofía calculaba lasposibilidades que tenía de matar aaquellos dos tipos antes de que lepudieran disparar a ella. Le costabaconcentrarse, pues maldecía la estupidezque había cometido.

En esas estaba cuando escuchó elsonido de un coche no muy lejano. Aligual que el resto de los presentes, giróla cabeza con curiosidad para saberquién demonios era el loco que conducíaen una ciudad tomada por zombis. Unenorme 4x4, pasando por encima de losrestos de coches abandonados, seacercaba a ellos.

Un peligro más se cernía sobre ella.¿A quién disparar primero? Al loco del

4x4 o a los maníacos que en lugar deatacar a los zombis la habían tomadocon ella. De repente el conductor deltodoterreno, ya muy cerca de ella, hizosonar el claxon. Sofía no pudo contenerun gritito y su cara se iluminó por uninstante. Manuel, su pareja, estaba alvolante y protagonizaba una de lasmayores locuras que le recordaba. Casino se lo podía creer. No solo no estabamuerto como pensaba, sino que era elalocado joven que había visto huir porunas calles infestadas de muertosvivientes. Y ahora, su héroe, acudía ensu ayuda para salvarla de aquelloscretinos. Manuel arrancó el coche y, sinque pudieran hacer nada para evitarlo,

se abalanzó contra la vanguardia de lossorprendidos acosadores, al tiempo que,desde dentro del centro, Xose abríafuego contra los que quedaban algo másatrasados.

—Corre, Sofi, aprovecha el efectosorpresa y ponte a salvo. No tardarán enusar sus armas.

En efecto, algunos de ellos se habíanparapetado y disparaban contra todo loque se movía. Sofía, seguida porManuel, que había bajado del coche,corrió con toda su alma hasta el interiordel centro, Algunas balas volaron sobresu cabeza, pero afortunadamente aquellagente tenía muy mala puntería.

—Estás loca —dijo Xose sonriendo

—. Esos de ahí fuera son aún máspeligrosos que los bichos. Muchos deellos dejaron de ser personas en elmismo momento que todo esto empezó.Y algunos no lo han sido nunca.

Las balas se estrellaban contra loscristales blindados del centroprovocando apenas unos rasguños.

—¿Qué hacemos? —dijo Xose. Ungrupo de unas quince personas se habíaagolpado frente a la puerta y,aporreándola, pedían entrar en El CorteInglés. Unos gritaban, otros insultaban,pero la mayoría imploraba.

—Que se jodan —espetó Sofía—.No arriesgaré nuestra seguridad porgente que desconoce el significado de

palabras como decencia o solidaridad.Pudieron ayudamos o haber intentadoestablecer contacto con nosotros hacesemanas, pero no lo hicieron. Ahora,cuando hemos hecho el trabajo sucio,acuden como buitres a por los restos dela presa.

Dos personas del exterior sacaronlas armas y dispararon contra el cristal.Fue en vano.

—¿Estás segura de que esoscristales resistirán? —preguntó Xose.

—Creo que sí, tienen varias capasde refuerzo, aunque a partir de mañananos dedicaremos a levantar un muroadicional, no quiero correr riesgos —respondió Sofía a la vez que su afinado

oído escuchaba un sonido inconfundibleno muy lejos.

Los zombis volvían. Desde variospuntos de la calle, y atraídos por elsonido de los disparos, numerososgrupos de muertos vivientes seacercaban.

Las personas congregadas frente a lapuerta no se apercibieron de supresencia hasta que fue demasiado tarde.Estaban rodeados. Ahora aporreaban lapuerta con más fuerza y suplicabanclemencia en un intento desesperado porsalvar sus vidas.

Pero ni siquiera entonces Sofíasintió el más mínimo indicio decompasión. Cogió por el hombro a un

dubitativo Xose y lo alejó de la escena.Mientras, uno de los zombis alcanzó auna mujer ya mayor. Un mordisco en elcuello le arrancó la vida. La matanzaestaba servida.

Capítulo XXXIY el mundo sigue

girando

Era de noche todavía y Sofía, que nohabía dormido nada, intentaba aúndigerir la llegada de Manuel. Durantevarias horas se habían puesto al día,explicándose lo que habían hecho esassemanas uno y otro para sobrevivir. Alfinal todo acabó en una gran risa y untierno abrazo. Ahora caminaba sola ytranquila por la planta baja, que

permanecía con las luces encendidascomo si esperara a los clientes. Laciudad continuaba suministrando energíaen aquel caos, y Sofía no entendía muybien la razón.

En el exterior estaba a punto deamanecer y en el cielo la primeraclaridad desgajaba la oscuridad de lanoche. A lo largo de las ampliasAvenidas se podía ver bien poco. Loszombis se agolpaban frente al centrocomercial. Había tantos, que sus cuerposapestosos empujaban continuamente loscristales, que afortunadamente nocedían. Alguno aplastaba su rostrocontra el frío vidrio, lo que provocabauna imagen más dantesca de estos

monstruos criminales. En ocasiones,cuando se apartaban del cristal dejabanpegado a él algún pedazo de su rostro.Algo realmente vomitivo.

Sofía no podía evitar sentir una grantranquilidad cada vez que veía loscristales blindados de doble hoja aprueba de balas. Por mucho quegolpearan no lograrían nunca acceder alcentro.

Además de levantar un muroparalelo a la cristalera, tenía en mentepintar los cristales para dejar de estarexpuestos a la vista de aquellosmentecatos sin vida. Tal vez así seolvidaran de ellos y les dieran algúnrespiro. Pero de momento prefería

verlos, no perder el contacto, saber queestaban ahí y escuchar su cansinogolpear en los cristales y su pesadoronronear. Sí, ellos tenían toda lapaciencia del mundo, pero ella lesdemostraría quién tenía los cojones másgrandes de aquella isla.

En el fondo, le gustaba pasear poraquella zona y sentir que les habíaganado la partida. A veces pensaba lasuerte que tenía de haber sido una de laspocas personas en el interior del centrocomercial que había sobrevivido aaquella fatídica Noche de Reyes. Siestaba sola, en algunas ocasiones mirabaa los zombis a la cara y les hacía unapeineta, el dedo corazón bien alto. Tal

vez fuera una reacción infantil, pero sesentía mejor al hacerlo y no considerabaque tuviera que dar explicaciones anadie por ello.

Cuando sus compañerosdespertaron, establecieron el orden deldía. Una de las tareas más duras erahacer un repaso a la despensa quehabían heredado al conquistar el centrocomercial. Contaban con todo tipo deprovisiones. Muchas de ellas noresistieron el paso de los días y tuvieronque tirarlas, en especial la carne, la frutay las verduras. Pero había todo tipo deconservas y productos que tardaríanmucho tiempo en caducar. Además habíatoda una bodega de jamones, congelados

de todo tipo y muchos kilos de la típicasobrasada.

—Hoy nos merecemos una comidapor todo lo alto —dijo Xose mirandolos jamones que colgaban detrás de lazona de charcutería—. Y ademásharemos pan, hay bastantes barrascongeladas que podremos hornear.

—Perfecto, pero sobre todo revisady anotad las fechas de caducidad de losproductos para ir consumiéndolos segúncaduquen —dijo Sofía, asumiendo suliderazgo—. No esperaba permanecerencerrada más de una semana y yallevamos casi un mes, por lo queconviene tener cuidado y ser previsores.A este paso, de aquí a un año, tendremos

que acabar sembrando fruta en la azoteay cazando palomas a tiros.

—Lástima que no haya unhelicóptero en el tejado con el quepoder escapar —señaló Xose.

—Helipuerto, al menos, sí lo hay. Locrearon en vista de lo sucedido durantela Gran Plaga —añadió Sofía.

—De todas formas, creo que ningunode nosotros sabe cómo pilotar uno deesos trastos. Por cierto, después delencuentro con nuestros amables vecinos,crees que hemos de repartir las armasentre todos nosotros —inquiriópensativo Xose.

—No me parece una buena idea. Yano sé de quién fiarme y de quién no. ¿Te

imaginas a doña Patri con una escopeta?—Bueno, al menos tú ya tienes la de

Manu. Imagino que ya habréis podidodisfrutar de vuestro momento a solas,¿verdad?

—Eres un grosero, Xose. Eso no sele pregunta a una señorita.

Unas palabras delautor

No suele ser muy habitual en los tiemposque corren que el autor de un librorompa la Cuarta Pared, como se dice enel teatro, y establezca contacto directocon el lector. El gran Isaac Asimov, porejemplo, solía hacerlo en las antologíasde ciencia-ficción que coordinaba yrecuerdo que en muchos casos era mejorsu introducción que el relato que leprecedía. Esperemos que no sea este el

caso.Pero en esta entrega de Apocalipsis

Island estamos ante un casoexcepcional, ya que lo que acabas deleer es un experimento poco habitual enel mundo de la literatura que merece unaexplicación y algunos agradecimientos.

Todo se remonta al final deApocalipsis Island, la novela original.Su evolución hizo que se dejaran en elaire algunas subtramas menores quetenían que ser explicadas en una secuelade posterior publicación. De ahí surgióApocalipsis Island: Nuevos Orígenes yel relato central de esta novela, queoriginariamente tenía que explicar porqué disparaban a Tony desde lo alto de

El Corte Inglés. Sin embargo, lo que ibaa ser un relato corto se acabóconvirtiendo en una novela breve decomplicada ubicación en el calendariode la saga, por lo que quedó aparcada ala espera de ver qué sucedía en elfuturo.

Y ahí permaneció: demasiado largapara aparecer en la antología inicialjunto a otros relatos de otros autores ymuy corta para ser publicada por sí sola.

Y la novela durmió el sueño de losjustos durante dos años, hasta queapareció Verkami y se me ocurrió laidea de aprovechar el texto paraadecuarlo al concepto «Sé elprotagonista de una novela». Como

muchos ya sabrán, Verkami es una de laspáginas de crowdfunding que hanaparecido últimamente y en las que, através de la financiación privada, losparticulares apoyan proyectos que lesresultan interesantes ayudando a supublicación con su mecenazgoeconómico.

De esta forma, todo aquel quequisiera, podía ser el protagonista de lanovela, o aparecer en una sola línea dellibro, matando a un zombi de unadeterminada manera.

La idea era aprovechar ese textoinicial para adecuarlo a los mecenas quepagaran por aparecer en la novela,añadiendo una línea aquí y otra allá

donde aparecieran todos lospatrocinadores, especialmente en laparte inicial de la batalla en la plantabaja de El Corte Inglés. Pero comosiempre en la vida, las cosas no soncomo uno las planea.

Obvio decir que se logró el objetivode llegar a los 4500 euros estipuladospara que el proyecto viera la luz. Hastaahí todo bien, pero el resto tuvo quecambiarse.

Para empezar resulta que ELprotagonista no fue tal y acabó siendoLA protagonista. De modo que Ricardo(como se llamaba originariamente elpersonaje principal) se convirtió enSofía, Sofi para los amigos, un

romántico regalo que Manuel hizo a supareja. Además, Manuel también aportópara aparecer como secundario, lo quehizo que se tuviera que modificar laestructura de la historia del loco Carlosy adecuarla a los nuevos parámetros. Noacabaron aquí los cambios. Tuvimospocos mecenas que quisieran matar a unzombi, pero se coparon los puestos decoprotagonista, por lo que finalmentedecidí darles un papel relevante a todosaquellos que inicialmente teníanúnicamente que matar a un caminante.

De esa forma, el breve relato inicialfue creciendo hasta convertirse en unanovela; y el mes previsto de trabajo sefue transformando en seis meses

intensos, convirtiendo, de paso, estevolumen en un libro de iniciaciónperfecto para todos aquellos que quieranintroducirse en el universo deApocalipsis Island.

De modo que casi todos lospersonajes que aparecen en la novelason reales, como lo son sus datosbiográficos que se ofrecen, lo cualsignificó un importante reto como autor,pues el hecho de poder preguntarledirectamente a tus personajes cómo secomportarían ante tal o cual situación notiene precio y es una experiencia cuandomenos curiosa (por no definirladirectamente como «bizarra»).Obviamente, hay casos puntuales, como

el del psicópata Carlos, que sontotalmente inventados, aunque pordesgracia estoy seguro de que larealidad supera la ficción y figuraspeores que la de nuestro asesino en seriedeben andar sueltas por el mundo.

Sea como sea, espero que hayáisdisfrutado con esta novela y que os hayaentretenido el experimento que ellaconlleva. Si es así, os animo a quesigáis adelante con el resto de la saga.

Me gustaría destacar también que losdos relatos cortos que acompañan estelibro estaban destinados también acubrir algunas de las subtramas ohistorias de la novela inicial. Al igualque JD para Apocalipsis Island:

Orígenes, sus autores fueron escogidosdirectamente por mí con elconvencimiento de que harían un buentrabajo con las historias que les seríanencomendadas. Por un lado, estabaJaume Vaquer, vinculado a DolmenEditorial desde sus inicios hace más de20 años y conocido de sobrainternacionalmente en el mundo delcómic por sus artículos, entrevistas yreseñas, así como por su ampliacolección de originales del noveno arte.Por otro, está Pere Pérez, hasta hacepoco autor de Dolmen (donde escribió ydibujó algunas obras), hasta que fuellamado por EEUU y hoy trabaja paraDC, donde se encarga de ilustrar

algunos cómics del estilo de ActionComics, Batgirl, Superman oSmallville.

Sus dos historias complementanperfectamente este libro y dan unidad auna saga que seguirá su marchapróximamente con nuevas entregas.

Cómo no, nos gustaría agradecersinceramente a todos aquellos que, deuna forma u otra, han colaborado paraque esta obra haya visto la luz:

Sergio (Kable), con recuerdos parasus padres y para Lore, por supaciencia.Eduardo Serradilla Sanchís.Manuel Mateos, con recuerdos para

sus padres, hermana y novia,Rosario y Enrique, Nazaret e Ivette.Jordi Padilla, Amparo y la pequeñaranita Lucía.Para Coco y Lexu (Pedro PeinadoGarcía).Miguel Ángel Linares Tenorio, quese lo dedica y agradece a RubénLinares, a sus padres Miguel ySheila, y al grupo Exploradores delMisterio.Xose Manuel Blanco: a todos misfamiliares y amigos y en especial ami hija Minerva.Bergoi.José Manuel López, con especial

recuerdo para su mujer RaquelÁlvarez.Akanek bere guraso Alberto etaRakeli eskerrak ematen dizkioopari honengatik. Gainerabesarkada berezia eskaintzen dioVicenteri bere fikzio-munduanislatzeagatik (Akane le da lasgracias a sus progenitores Albertoy Rakel por este regalo. Además leofrece un especial abrazo aVicente por reflejarla en su mundode ficción).Borja Bilbao Cos, con recuerdos ami zombi Irene Sánchez.Pedro J. González, con recuerdos

para su mujer Isa.Alejandro García Gómez, alias «ElBúho».A los protagonistas: ManuelRamírez Kiener y Sofía Flores,quienes dan su agradecimiento asus familias y amigos.Julio Ignacio Piquero (JiPi) y sumujer Celia, que poco a poco sevuelve fan del mundo Z.Eduardo Álvarez González, de tumujer Myriam y tu hijo Samuel, alos que les tienes robado elcorazón.Carlos Enseñat Bonet y MarRamírez Romero.

Javier Marzá, quien se lo dedica asu mujer, Silvia Monferrer, y suhijo Javier Marzá Monferrer«Chispiño».Alejandro Monjas Solano.Patricio Hernández Baño.Rafa Carrillo, a quien le gustaríaagradecer a Vicente García laoportunidad que le ha dado de saliren una novela con esta idea tanloca; y muy especialmente a sumujer Marta y a su hijo Rafa,porque «son lo mejor que me hapasado en la vida, no podría vivirsin ellos».Bernardo López, por dejamos

usarlo de forma tan indigna ypermitirnos abandonarlo en mitadde la novela a un final pocoincierto.Lucas Barceló Ibarra, que talgentilmente se «dejó» matar para laocasión.A Esther Moyano Rivas, poratendernos tan amablemente en ElCorte Inglés.A todos los trabajadores de loscentros de El Corte Inglés poratendernos tan bien día a día.A todos vosotros que os habéisanimado a comprar esta novela.Y, cómo no, a El Corte Inglés por

permitimos poder usar su marca yno tener que recurrir a ningúnsucedáneo alternativo.

ESTO CONFRANCO NO

PASABAPor Jaume Vaquer

La señora Cruz tenía dos problemas:El primero, y más importante, era el

grupo de zombis que desde hacía unosdías, con sus noches, aporreaba sindescanso la puerta blindada de su piso,un ático. Los miraba de vez en cuando através de la mirilla, deformados por el

ojo de pez, con sus ojos vacíos einexpresivos. Bueno, los de su vecinaPaca a veces parecían transmitir ciertoodio. ¿Se acordaría de que no la dejóentrar en su casa y por eso la pillaron?Bueno, da igual, ella seguro que hubierahecho lo mismo.

El segundo era que se le estabanterminando el agua y las provisiones.Cuando había empezado el ataquemasivo de zombis, la comunidad devecinos había decidido compartir lasprovisiones y guardarlas en el sótano.Ella lo había aceptado aunque se habíaguardado algunas. Por si acaso. Lasolidaridad bien entendida y todo eso.

Tom llevaba varios días subido en

los restos de la azotea de un edificiovecino al de la señora Cruz. Suhelicóptero se había estrellado allícuando su compañero se habíaempezado a transformar en uno de losnumerosos muertos vivientes quepululaban ahora por las calles de Palma.Sus fuerzas le estaban empezando afallar. Creía al principio que el rescateno tardaría mucho en llegar, sin embargoempezaba a sospechar que el ejércitoestaba desbordado y que dependía solode él.

Mateo, el futbolista cubano, se habíaescondido en el sótano al que se accedíadesde cerca del patio de la comunidad ydonde se almacenaban las provisiones

de la misma. Tenía comida y bebidapara semanas. Los zombis se habríanpodrido, si se llegaran a pudrir del todo,antes de que necesitara salir.

Excepto por un problemilla del queempezaba a ser consciente poco despuésde encerrarse.

Su claustrofobia.Aburrida, la señora Cruz

reflexionaba sobre quién tenía la culpade su situación.

La culpa de todo era de FelipeGonzález.

Fue llegar los socialistas al poder yempezaron a aparecer zombis por todaspartes. No hacía falta ser muy lista paraver la relación, opinaba la señora Cruz.

En el rellano seguía habiendo unbuen montón de cadáveres andantes.Demasiados para salir con armamento.Y ella no lo tenía. Pero algo tendría quehacer. Y pronto.

Las raciones de alimentoconcentrado que habían mantenidoalejado el hambre de Tom durante esosdías se habían terminado. Eranasquerosas aunque con las opciones quetenía… Si salía de esa lo primero queharía sería meterse un solomillo deternera de un kilo entre pecho y espalda.

En su pequeña mochila desupervivencia, que había podidorescatar del helicóptero antes de queeste hundiera buena parte del edificio

con su peso, ya solo le quedaban unrevólver, una granada y un par decohetes de emergencia.

Se había acabado el ir retrasando loinevitable. Intentaría descenderescalando hasta la calle.

No era una gran distancia, cuatropisos.

Una mierda no lo es.Aunque debía hacerlo de forma

silenciosa, sin llamar la atención de losrelativamente escasos zombis quedeambulaban por la calle 31 deDiciembre.

Mateo estaba seguro: el techoestaba descendiendo, la habitación eraahora más pequeña.

La señora Cruz era una mujer deedad avanzada, según ella. Para losdemás era una vieja insoportable, perono viene al caso.

Su fuerza era escasa. Su agilidad,ridícula. Su velocidad, nula. En unenfrentamiento con zombis le conveníabuscar elementos que le dieran ventaja.Se puso a rebuscar en armarios ycajones cualquier cosa que le pudieraser útil. Total, no tenía nada mejor quehacer.

Al cabo de un rato, en la cocina,empezó a concebir un plan.

Tom estaba colgado de un salientede la azotea y se balanceaba paraintentar agarrarse a una tubería

especialmente gruesa y apetecible. Hagausted, amigo lector, si le apetece, elchiste gay que crea oportuno. Si loconseguía, podría pasar el cinturón pordetrás y bajar sería relativamente fácil.Si no, estaba muerto.

Mateo estaba seguro: al ir bajandoel techo, cada vez había menos aire en lahabitación.

La señora Cruz hablaba sola aveces. Así estaba segura de que leescuchaba una persona interesada en loque decía.

—Julia, Julia, ¡te ha quedado unaobra de artesanía!

El motivo de su orgullo era lo queella llamaba su armadura. La infección

de los zombis se transmitía por sumordedura por lo que era crucial evitarcualquier posible mordisco. Así que sehabía puesto la ropa más gruesa quetenía, varias capas entre unos pantalonesde pana que se ponía en excursiones, unafalda de invierno y un viejo delantal,unas botas para la lluvia, guantes para elhorno en las manos, y una cazadora decuero y el casco que usaba su hijo, pastode los cadáveres andantes, para ir enmoto. El casco tenía un visor de plásticogrueso y lo había pegado con una colaultrafuerte para evitar que los zombispudieran levantarlo y le arrancasen lanariz de un bocado.

Ese uniforme le garantizaba cierta

protección puntual ante un ataque. Laseñora Cruz era consciente de quenecesitaba algún arma y había optadopor su viejo rodillo de amasar. Con unbuen golpe le abriría el cráneo acualquier zombi. Sobre todo ahora quele había clavado un cuchillo de cocinade forma perpendicular y que loatravesaba.

Como lo más posible es que se leatascara en el cráneo de algún zombi,necesitaría alguna otra cosa.

Tom saltó al vacío.La sensación del transcurrir del

tiempo es muy relativa. Cuando se te vala vida en ello, la cosa se hace eterna.

Para Tom, ese salto duró toda una

vida.Dicen que cuando uno está muriendo

ve pasar toda su vida ante los ojos.Tom aún estaba acordándose de los

bocadillos que le hacía su madre cuandoiba al colegio cuando se agarró a latubería. El peso del piloto dehelicópteros hizo que se le resbalaranalgo las manos pero pronto puso los piespara poder frenar la caída.

Tom respiró profunda y lentamente.Mateo estaba seguro: no podía

seguir allí o iba a enloquecer. Sucorazón latía acelerado. Sudaba comoun cerdo. Le faltaba el aire.

Era cosa de locos. Estaba en unlugar donde muchos pagarían por estar y

tenía que abandonarlo.No cogió nada. No quería una bolsa

que pudiera ser agarrada o que seenganchara en un momento decisivo. Yase preocuparía más tarde de qué comer.Iría hacia casa de un amigo, compañerodel equipo, a ver si lo podía ayudar unosdías.

Era futbolista profesional y estabaacostumbrado a correr. No oía ruidofuera, parecía que los muertos vivientesse habían desplazado a otra parte, yafueran los pisos superiores o la calle.

Abrió la puerta lo más sigilosamenteque pudo con el corazón en la boca.

Intentaba respirar lo mássilenciosamente que podía aunque

mucho se temía que estaba fracasando.Echó un vistazo rápido.Nadie a la vista.Hora de salir corriendo.La señora Cruz se estaba

contemplando en el espejo del armarioropero de su habitación. Había añadidoa su armadura un gran cinturón del quecolgaban los cuchillos más grandes quehabía encontrado en la cocina y unapequeña linterna. Aparte había afiladolos palos de la escoba y de la fregona,ese gran invento español, para teneralgo que le sirviera para poder atacar auna cierta distancia.

En ese momento oyó un granestruendo y un escalofriante aullido que

venían de la calle.Tom tenía las dos piernas rotas. La

tubería se había roto súbitamente y sehabía desplomado en una fracción desegundo al asfalto.

Estaba aullando de dolor. Intentabacontrolarse para evitar la atención delos muertos vivientes que se empezabana acercar lentamente, pero no podía.Tenía parte del fémur derecho que lesalía del muslo. Estaba perdiendo muchasangre. Y la pierna izquierda estabahecha migas.

Mateo se quedó helado.¿Qué demonios estaba pasando?

¿Qué había sido eso?¿Tenía que parar a pensar si seguir

adelante? ¿Era ese un momento idealpara escapar o todo lo contrario?

Daba igual. No iba a pasar ni unminuto más dentro de ese agujero.

Se puso a correr. Atravesó laentrada de la finca, con esos buzones alos que no llegarían cartas en muchotiempo, y salió a la calle.

Allí vio a un soldado heridogritando como un poseso. El escándaloque estaba montando estaba haciendoque se fueran acercando muertosvivientes de distintos puntos de la calle,algunos salían de calles secundariascercanas.

Y otros venían de los pisossuperiores. Los oyó cuando estaban a

punto de acabar de bajar la escalera ycogerle por la espalda.

Apretó el acelerador. No podíaevitar sentirlo por el soldado pero nopodía hacer nada por él. Intentarllevarlo encima era suicida y el númerode zombis era cada vez mayor.

Mateo corrió, corrió, corrió. Iba porel centro de la calle para podercontrolar cualquier posible peligro. Ibaesquivando los zombis con relativafacilidad.

Si podía driblar a jóvenesdeportistas, no debería tener muchosproblemas para hacerlo con lentoscadáveres hambrientos. El problema erasi te cercaban o grupos numerosos poco

dispersos.Los aullidos del soldado se fueron

quedando atrás.Cuando se dio cuenta había llegado

hasta el puente de la Riera. Allí se paróun momento a recuperar el aliento y apensar qué iba a hacer.

Oyó un coche en la lejanía.La señora Cruz estaba eufórica. Los

zombis del rellano se habían idoatraídos por el soldado que había salidode no se sabe dónde. Esperaba quellegase en algún momento la ayuda delEjército aunque no de una forma tanabrupta y estrambótica. Con su armaduralista se preparó a salir de su piso.

Abrió la puerta lo más

silenciosamente que pudo.Nada.Empezó a bajar lentamente los

escalones.Su intención era llegar al cuarto de

los víveres. Si había alguien dentroconfiaba en que le abriría. Ella haría lomismo si la situación fuera la inversa. Ysi no, se acomodaría allí a pasar lomejor posible las semanas, o mesesvenideros. Esperaba que si habíaalguien no fuera el negro y joven Mateo.Compartir un espacio tan pequeñodurante un largo periodo de tiempo conalguien de una raza tan lasciva seguroque no podía traer nada bueno. Noquería acabar siendo el juguete sexual

de un depravado. Ya le bastó con sudifunto marido.

—Céntrate, Julia, que te pierdes.Oyó un ruido algo más abajo.Pasos.Alguien estaba subiendo.Tom estaba viendo pasar su vida a

toda pastilla ante sus ojos.Vaya, era verdad.Lenta pero inexorablemente, los

seres que se habían convertido en lacabeza de la cadena alimentaria loestaban rodeando. Algunos ya abrían laboca, otros extendían los brazos, o susmuñones.

Era el final.Eran tres zombis. Varones,

desconocidos. Con los gritos que estabapegando el soldado que estabanllamando la atención de los zombis delos alrededores, a la señora Cruz lehabían tenido que tocar unos sordos.

Peor, eran jóvenes. La señora Cruzestaba convencida de que las nuevasgeneraciones tenían pánico a lasresponsabilidades, al trabajo, alcompromiso.

No le extrañaba que un zombi jovenno hiciera lo que le corresponde.

Se preparó a luchar en el rellano delsegundo piso.

Los recién llegados se dirigieronhacia ella estorbándose ligeramenteentre ellos. La señora Cruz le clavó sin

remilgos el palo de la fregona en el ojoal más cercano hasta que le atravesó elcráneo. Una sangre espesa y oscura, casinegra, le salpicó el delantal.

Soltó el palo cuando el zombi cayóal suelo desplomado. Los otros dos lopisotearon sin problemas.

El palo de la escoba fue para elsiguiente. Esta vez no hubo tanta suerte.Se desvió y quedó atascado en el huecoorbital. Ante la situación la señora Cruzcambió de estrategia y empujólateralmente. El zombi se fue por elhueco de la escalera con el palo de laescoba clavado en un ojo.

Aún quedaba uno.Tom sacó los cohetes destinados a

pedir auxilio y los lanzó a un par dezombis que tenía demasiado cerca parasu gusto. Uno de ellos empezó a arder yse quedó quieto mientras era pasto delas llamas. El otro estaba en un elevadogrado de putrefacción y el cohete loatravesó yendo a parar al escaparate deun bar.

Cogió el revólver y fue disparandohasta que acabó toda la munición.

Ya solo le quedaba la granada.Había acabado de ver pasar su vida

ante los ojos.Esperó que estuvieran más cerca.Quitó la espoleta.El último zombi estaba ya encima.La señora Cruz le golpeó con su

rodillo tuneado en la cabeza con todassus fuerzas. El cuchillo le quedóclavado en el cráneo. El zombi parecióno inmutarse. Cogió a la señora Cruzpor el brazo y le pegó un buen mordisco,con ganas, con ansia.

La señora Cruz gritaba de dolor y depánico y le golpeaba con sus escasasfuerzas con el otro brazo. Era inútil.

Durante un momento, como si leextrañase la situación, el zombi dejó demorder. No había podido atravesar lagruesa cazadora de cuero. Tras unosmomentos, volvió a intentarlo.

Pero la señora Cruz habíaaprovechado esos escasos segundospara serenarse y agarrar con el brazo

suelto el cuchillo más grande quellevaba.

Con un rápido movimiento leseccionó medio cuello. La oscura sangrede los zombis salió despedida en todasdirecciones. La cabeza le quedócolgando de la espalda.

El maldito muerto viviente seguíaactivo intentando morder pero alencontrarse viéndolo todo al revésestaba claramente desorientado.

Un segundo corte preciso acabó conla actividad del condenado. La cabezarodó por el rellano lentamente mientrasel cuerpo caía desplomado.

La señora Cruz se examinó el brazo.Estaba todo bien. Nada como un buen

cuero español.Todo el edificio tembló. El ruido fue

ensordecedor. Algo había explotado muycerca.

Ahora sí que iban a acercarsezombis. Tenía que llegar ya al sótano, alcuarto de las provisiones.

Bajó lo más rápido que pudo los dospisos que le faltaban. Cerca de losbuzones estaba el zombi con el palo dela escoba clavado en el ojo. Tenía loshuesos de la columna rotos. Y sinembargo, seguía vivo. Y hambriento.

Apenas podía moverse pero intentóreptar hacia donde estaba la señora Cruzpero la anciana pudo esquivarlo sinproblemas y llegar hasta el deseado

escondite de la comida. La puerta estabaabierta.

Entró rápidamente y la cerró. Rodóla llave y todos los pestillos que había.

Por fin estaba a salvo. Tenía todo lonecesario: agua, comida, un refugio.

Empezó a relajarse.Encendió la linterna para poder

orientarse.La sangre se le heló.No estaba sola.Allí estaba la que había sido su

vecina Paca. La tenía encima. Ellatambién tenía allí un refugio.

Y comida.

EL REGRESO DELOS MUERTOSPor Pere Pérez

Si vuelves a hacer eso, me encargarépersonalmente de que en una semana nopuedas masticar más que tus propiosdientes, ¿me explico?

Estas fueron las primeras palabrasque escuchó Blaz Engels al ingresar enel centro penitenciario de Palma. Esafrase salió de la boca del guarda que loescoltaba a su celda. El motivo era una

muy cultivada deformación profesional,gracias a la cual Blaz, al sentirseempujado repentinamente por su captor,ladeó el cuerpo con intención desoltarse de la presa, causando que elguarda perdiera el equilibrio durante unsegundo.

Blaz asintió resignado al oír laspalabras del guarda mientras este leacompañaba a su celda. El nerviosismodel guarda estaba totalmente justificado,pues se encontraba ante la tarea deescoltar hacia su destino a un alemán demetro noventa, con constitución de atletaque, aunque pudiera parecer queúltimamente había descuidado un pocosu forma física, conservaba gran parte

de las habilidades que le habían llevadoa ser uno de los miembros másrespetados del gremio de la seguridadprivada de lujo en la isla de Mallorca.De camino a la celda, Blaz rememorabala triste cadena de acontecimientos quele habían hecho encontrarse en esacárcel, castigada por la sobrepoblaciónque sufría a raíz de la primera plagazombi, y que la convertía en un lugarmenos que apacible. La dictadura virtualen la que se habían convertido lamayoría de los gobiernos democráticosdel mundo civilizado, unido a lossaqueos y demás delitos derivados deuna situación de caos de esa magnitud,hacían que la penitenciaría de la isla

sufriera un serio caso de sobrepoblacióny descontrol.

Blaz se mudó desde su Alemanianatal después de haber sido miembro dela división especializada en elexterminio de zombis del KSK(Kommando Spezialkräfte, el comandode fuerzas especiales alemán), creadaespecíficamente durante la primeraplaga para combatir las hordas nomuertas. Dicho sea de paso, se tratabade una de las unidades más eficaces delmundo, y se dedicaban a sus labores conuna eficiencia típicamente alemana.

Harto de esa vida, y coincidiendocon el final de la primera gran oleada,agradecido por haber conservado su

cordura relativamente intacta (alcontrario de la mayoría de suscompañeros de unidad), decidióretirarse a la antaño paradisíaca isla deMallorca. Allí podría ejercer en elsector privado, trabajando paracualquiera de los ricos y famosos queposeían allí una lujosa residencia, y quedespués de la primera plaga se habíanvuelto especialmente derrochadores enlo que a medidas de seguridadrespetaba. Para él, Mallorca resultabauna elección de destino bastante lógica,ya que contaba con un elevadoporcentaje de población alemana, y otroporcentaje considerable de lugareñosque habían aprendido su lengua, sobre

todo en el sector de los servicios. Pocoesperaba Blaz al llegar a la isla que unagran mayoría de esa población germanase hubiera vuelto a Alemania durante laprimera plaga, ya que opinaban que sibien las Baleares eran un buen destinoen el que vivir en época de paz, nadamejor que su bien preparado país deorigen para combatir una situación deesas características.

Así que Blaz acabó por aprender ahablar español y chapurrear algo demallorquín, catalán o como lo llamaran,pese a que aún le costaba entenderlodependiendo de la velocidad y el acentodel interlocutor.

Pese a ello, poco tuvo que

desenvolverse en el uso de estas doslenguas, pues la mayoría de los clientespara los que había trabajado desde quellegó a la isla eran de procedenciaamericana.

Sus últimos clientes fueron unmatrimonio de actores estadounidenses.Él era un serio y agitado ganador de dospremios Oscar, descendiente de unlinaje de actores, y ella una bellezamorena también oscarizada, una de esasmujeres que al mirarlas directamente asus oscuros y profundos ojos hace que tetiemblen las piernas y se te corte larespiración. Era una de esas parejas queal verlas no puedes si no preguntartecuán elevado debió de ser el nivel

etílico de ella al decidir casarse consemejante adefesio de hombre. Y ese fueprecisamente el error de Blaz. Un día,mientras aseguraba el perímetro desdeuna terraza de la casa de la pareja enCosta Nord, vio que un par de zombis seacercaban al gran muro de protecciónque los separaba ahora de los no-muertos y que antaño había servido paraseparar a la pareja de la chusma de apie. En esos días la pandemia estabamuy controlada, y las ocasiones deencontrarse con esos seres eran escasas.Pese a que el muro y otras medidas deseguridad instaladas por Blaz losseparaban del peligro, ante unavistamiento como este, Blaz siempre

decidía acabar con ellos, para ejercitarla puntería, para cooperar a que no sepropagara otra vez la plaga, y la másimportante, para combatir elaburrimiento.

Era ya bien entrada la mañana, y losactores dormían profundamente en unode los dormitorios, probablementedebido al consumo de alcohol y otrassustancias menos legales al que sesometían por la noche. Blaz se disponíaa abatir al primero de los zombis con surifle Heckler&Koch MSG —90 de miratelescópica, cuando sintió el aliento dela mujer en su nuca.

—No te muevas —susurró ellacolocando una de sus delicadas manos

sobre el hombro del tirador, mientrasapoyaba su frente sobre la zona occipitalde la cabeza de Blaz, intentado mirartambién por el visor telescópico—.Quiero ver qué se siente al matar a unode esos monstruos.

El germano sintió cómo se le erizabael vello de la nuca mientras al soltar elaire de sus pulmones, presionaba consuavidad el gatillo. La cabeza de lo queantes había sido una persona estalló enpedazos, mientras la mujer sentía elretroceso del arma a través del hombrode Blaz.

—Excelente puntería, Sr. Engels.Ahora déjeme probar a mí —volvió asusurrar la mujer, mientras colocaba su

mano derecha sobre la mano derecha deBlaz, e introducía su dedo índice en elgatillo sobre el dedo del tirador.Envolvió la cintura del hombre con elotro brazo, presionando su cuerpo contrala espalda del cada vez más nerviosoalemán.

El segundo disparo tuvo sobre elsegundo zombi el mismo efecto que elanterior, y esparció trozos de cráneo ycerebro por todo el pavimento.

Mientras el nervioso tirador daba unpaso hacia su izquierda y bajaba el rifle,intentado poner fin a la tensa situación,la mujer colocó su cara a escasoscentímetros de la suya y musitó:

—¿Es usted tan jodidamente bueno

en todo lo que hace?La mujer interceptó el intento de

respuesta de Blaz antes de que seprodujera, con un apasionado beso. Elempleado de la actriz no pudo continuarresistiéndose ante semejante arrebato yambos acabaron haciendo el amor en elsuelo de la terraza. Pero justo cuando seencontraban presos de las llamas deldeseo, totalmente ajenos a lo quesucedía a su alrededor, el resacosomarido apareció gritando como unposeso.

—¡Bájese de encima de mi mujer,hijo de la gran puta!

Para resumir el desagradableincidente, digamos únicamente que el

actor acabó con un ojo morado y quedesgraciadamente Blaz no pudo acabarlo que la mujer había empezado. Esemismo día, cuando Blaz pensaba sobrelo sucedido en su casa en Alcudia, unadotación de la Guardia Civil se presentóexigiendo que los acompañara,argumentando que así lo requería unadenuncia interpuesta por cierto actor,que lo acusaba de robo de variosmillones de dólares aprovechando quesiendo el jefe de seguridad disponía deacceso libre a su mansión, y de agredirleal informarle de estar al corriente dedicho hurto.

Debido a la influencia y riquezaperfectamente utilizados por el

demandante en un sistema totalmentecorrupto, y tras una pantomima de juicio,Blaz acabó siendo rápidamentesentenciado a varios años de cárcel.

—Recuerda, mamón, otra como lade antes y te pasas una semana enaislamiento.

El golpe de la puerta metálica de lacelda al cerrarse ante el recientementeencarcelado, y las palabras del guarda,le hicieron abandonar súbitamente elrecuerdo del pasado, siendo conscientede que en un lugar como ese solamenteimportaba si podías sobrevivir alpresente.

En la celda le esperaban dosreclusos que a partir de entonces serían

sus compañeros de habitación: unomenudo, moreno y repeinado con lamirada perdida permanentemente, que leresultaba bastante familiar, y otrolarguirucho, huesudo y demacrado, eltipo de persona que pese a su pocoimponente físico, su porte y suscicatrices, delataban que había estadometido en incontables asuntos de dudosalegalidad durante su larga vida.

—Soy Ginés, y este es el«President» —dijo el personajillo.

Tras las presentaciones, Blazreconoció al mediático recluso,anteriormente un cargo importante delGobierno balear ahora venido a menos,y se sucedieron unos minutos de

incómodo silencio, con los reclusossentados cada uno en su respectiva camay con Blaz familiarizándose con la que apartir de ahora iba a ser su residencia.

—Bueno… ¿y ahora qué se haceaquí? —dijo el alemán, intentandoromper el silencio.

—En un rato nos dejarán salir alpatio y después iremos a comer —anunció Ginés—. O mucho me equivoco,o tú nunca has pisado una cárcel en tuvida —siguió el preso.

—No te equivocas —confirmó Blaz.—Pues te daré el mismo consejo que

le di al President cuando loenchironaron por chorizo —se acercóGinés, contento por el torpe juego de

palabras que acababa de llevar a cabo—. No te fíes de nadie y no te metas enproblemas.

Mientras Blaz meditaba sobre elbásico consejo que acababa de recibir,sonó un timbre en todo el pabellón,seguido de ruido de pasos por lospasillos. Eso indicaba la esperada horade «recreo» durante la que se lespermitía ir a la galería. Los reclusossalieron y se dirigieron al patio exterior.Antes de llegar a los portones que lesseparaban del codiciado aire libre,pasaron por delante de un pasillooscuro, con guardas apostados ante unapuerta con apariencia de más segura quecualquiera de las que hubiera visto en su

corta estancia en la prisión. Al pasarcerca, Blaz oyó un grito proveniente delinterior que le heló la sangre, y un actoreflejo hizo que se detuviera a mirar.

—Sigue caminando, joder… —susurró un aterrorizado Ginés—.Recuerda el consejo, no te metas enproblemas…

—¿Por qué? ¿Qué hay ahí? —asintióBlaz mientras reanudaba el paso ymiraba con disimulo al suelo.

—La Zona 11 —dijo Ginés concierto temblor en la voz—. Hace pocassemanas que ha entrado enfuncionamiento. No sabemos conseguridad qué es lo que hay dentro,porque ninguno de los que han entrado

ha vuelto para contárnoslo. A juzgar porlas prendas de los que han trasladadoallí, debe ser algún tipo de pabellón deaislamiento o castigo. Y oyendo losgritos que a veces salen, no creo que lospongan a tomar el sol. Así que, créeme,es el último lugar en el que querríasestar.

Al llegar a la puerta de metalcorredera que les separaba del patio, laluz brillante del sol deslumbró a Blaz, ymientras sus ojos se acostumbraban unaleve brisa meció sus rubios y cortoscabellos. Una sensación de paz leinvadió brevemente, al respirar airefresco y sentir el aroma algo lejano delmar.

—Viendo cómo está el mundoafuera, esto no está tan mal, ¿verdad?Disfrútalo, que antes de que te descuenta, nos vuelven a meter pa dentro—le dijo Ginés, antes de desaparecerhacia un rincón en el que hacer sustrapícheos.

Los ojos de Blaz empezaron aacostumbrarse a la claridad y vislumbrólo que le pareció un espacio mucho máspequeño de lo que su mente habíafantaseado unos segundos antes. Setrataba de un rectángulo amurallado conparedes de cemento, con un par decanastas de baloncesto y algunosbancos. La mayoría de los reclusos seagolpaban en las paredes, fumando y

hablando entre sí, mirando recelosos alos demás, atentos ante cualquierposible amenaza. Otros jugaban a algo amedio camino entre el rugby y el fullcontad, pese a estar convencidos deestar jugando a baloncesto. Y otra buenaporción de los reclusos se dedicaban ahacer flexiones, abdominales yejercicios de musculación en general.

Llevaba apenas unos minutosdisfrutando del aire libre yfamiliarizándose con su nueva zona derecreo cuando por el rabillo del ojo vioa un recluso fibrado y con cara de malauva pasar cerca de él, con su nerviosamirada centrada en Ginés. Llevaba unpaso demasiado apresurado como para

ir con las manos en los bolsillos, y susaños de experiencia en la profesión deguardaespaldas le aseguraban queaquello solo podía significar queocultaba algo que no quería que losdemás vieran, probablemente un armablanca de fabricación casera. Sinsiquiera pensárselo, como por actoreflejo, el germano se puso a caminartras el recluso que ya estaba más cercade su presunto objetivo, con paso firmepero intentando no desvelar susintenciones. En este corto trayecto, Blazdejó de actuar por acto reflejo, y duranteun segundo reflexionó sobre lo queestaba a punto de hacer. Iba a meterse enmedio de una agresión, sin tener la más

mínima información sobre el motivo dela misma, para defender a un tipo al queacababa de conocer, de otro tipo conaspecto bastante peligroso, sin siquieraestar completamente seguro de que esaagresión fuera a producirse. Aunquecomo siempre le recordaba Günter, susuperior en el ejército alemán, estabapredestinado a ejercer deguardaespaldas, no en vano Blazsignificaba en alemán «protectorconstante», y Engels, «ángel», así que notenía mucha elección. El instante deduda se acabó cuando vio que elsospechoso, a unos escasos dos metrosde Ginés, sacaba del bolsillo algometálico mientras pronunciaba el

nombre de su ya no tan presunta víctima,que se encontraba de espaldas hablandocon unos reclusos. Justo cuando Ginésempezaba a darse la vuelta, la mano delahora ya más que confirmado asaltanteera agarrada enérgicamente desde suespalda por Blaz. Con una mano sujetó ygiró la mano del punzón, mientras con laotra agarró el antebrazo, hincando losdedos y separando los tendones de lacara interior del mismo, provocando queel atacante soltara el arma a causa deldolor repentino. Mientras retorcíadiscretamente el brazo del sorprendidorecluso y lo mantenía entre sus doscuerpos, le dijo, acercándose por laespalda:

—Si eres listo lo dejarás correr yvolverás por donde has venido. Losguardas no se han dado cuenta y noqueremos que así sea, ¿verdad?

Blaz soltó la presa y mientras unsorprendido Ginés observaba atónito laescena, el atacante se apresuró a girar yponerse de cara a Blaz, tan pronto esteaflojó el agarre. Le miró fijamente, yBlaz le devolvió la mirada fría ydecididamente, como solo alguien queha visto y causado tanta muerte ydestrucción era capaz de hacer.

—Esto no ha acabado aquí —farfulló el preso antes de marcharse.

Blaz y Ginés le observaron mientrasse marchaba con un paso apresurado,

volviéndose para mirarlos condesprecio un par de veces y sujetándoseel dolorido brazo.

Eres un poco retrasado. En menos deuna hora en la cárcel ya te has metido enproblemas con el Chema. ¿Es que noentendiste mi puto consejo? —espetó elnervioso Ginés.

—De nada —respondió Blaz—.¿Ahora me vas a contar de qué iba todoesto?

—El maricón de Chema es elrecadero de Tomeu, que está convencidode que me he chivado a los guardas deuno de sus negocios. Cosa que, porcierto, no he hecho —se apresuró Ginés.

—¿Tomeu? —preguntó Blaz.

—Aquel, el del gorro de cowboy —dijo el menudo hombrecillo señalando aun grupo de reclusos al final del patio,con los que estaba hablando ahoraChema, y que estaban empezando amirar en su dirección, buscándolos conla mirada—. Es uno de los tipos máspeligrosos de la cárcel, tiene en nóminaa algunos de los funcionarios, además deun pequeño grupo de guardaespaldas,entre los que se encuentra tu amigo delpunzón —añadió.

Tomeu en realidad se llamaba FerranTorini, un mañoso barcelonés deascendencia siciliana que había pasadosu adolescencia en Texas,escondiéndose junto a su padre, el capo

conocido como Doctor T., quien huía delos intentos de captura por parte de lapolicía española. Al morir su padre,volvió a España con intención de seguircon el negocio familiar y se establecióen Mallorca, donde sus lujos y excesospasarían desapercibidos entre laacaudalada élite de la isla. Al volver,siguió vistiendo a la manera tejana, loque le hizo merecedor del mote deTomeu, al vestir de manera parecida alcantautor mallorquín Tomeu Penya.Dicen que fue encarcelado en unhospital mientras su mujer daba a luz asu primera hija, y que podría haberescapado de la policía de no haberignorado las llamadas de aviso de sus

sicarios y amigos, que conocían lasintenciones de la policía de aprovecharese día para detenerlo.

—Prepárate, se dirigen hacianosotros —se tensó Blaz.

En aquel momento sonó la sirena queindicaba que se había acabado el recreoy que era la hora de volver al interior.Blaz y Ginés se apresuraron a entrar enel bloque de celdas, y así rehuir la másque segura tangana.

—Parece que hoy nos hemoslibrado, ¿eh? —observó Ginés mientrasaún sentía la penetrante mirada deTomeu y sus secuaces en la nuca.

El flujo de presos fue cortado porunos celadores armados mientras

transportaban a un preso a la Zona 11.Junto a ellos, un par de científicos conbatas blancas ligeramente manchadas deuna sustancia rojiza, aunque demasiadonegra como para tratarse de sangrehumana, flanqueaban al presoinmovilizado en una camilla que gritabacomo un cerdo en un matadero.

—¿Qué cojones estáis mirandovosotros? ¡Caminad hacia el comedor!—exclamó a los presos enérgicamenteuno de los guardas armados una vez elpreso y su comitiva desaparecieron trasla puerta, al final del pasillo.

Blaz y el resto de reos se fueronsentando de manera lenta y ordenadatras haber recogido su bandeja con la

comida del día, que consistía en undescolorido tumbet de primero, unahamburguesa de segundo, un mendrugode pan rancio y un vaso de agua delgrifo. Mientras los presos degustabantan suculento manjar, entró en elcomedor uno de los celadores de laZona 11, con un aspecto desaliñado,pálido e inquieto. Pese a ello, pasótotalmente desapercibido ante loshambrientos presos y sus concentradoscompañeros. Se dirigió a un grupo deguardas e insistió en hablar en privadocon uno de ellos. Tras retirarse a unazona más apartada dentro del comedor,se dispuso a contarle al guarda queacompañó a Blaz a su celda horas antes

lo que sin duda era la causa de sudesasosiego. Simultáneamente, y al notarla ligera falta de atención de dos de losguardias, Tomeu y tres miembros de subanda se dirigieron hacia Blaz demanera rápida y disimulada, todos ellosportando navajas de fabricación casera,con esperanzas de terminar lo antescomenzado. Blaz, que se encontraba deespaldas a ellos sentado en una de laslargas mesas del comedor, leyó en lacara de angustia de Ginés elacercamiento de los reos antes de queeste pudiera pronunciar una sola palabrade aviso.

Sin volverse, Blaz rápidamenteinquirió:

—¿Cuántos?—Cuatro —respondió el agitado

Ginés.Sin mediar palabra, Blaz agarró la

bandeja y con un rápido movimientoarrojó al aire por encima de su hombrola comida que ni siquiera había llegadoa probar, mientras se levantaba de unsalto. Los matones, ahora cubiertos decomida, se detuvieron unos instantessorprendidos por el aluvión alimenticio,distracción que aprovechó Blaz pararomper varios dientes y parte de lamandíbula con la parte fina de labandeja al enemigo más cercano, quecuriosamente se trataba de Chema. Nohabiendo soportado la bandeja tal

impacto repentino, se dobló y quedóinservible para otro ataque o defensa,así que mientras Chema caíainconsciente al suelo, el alemán lanzólos restos de la bandeja a la cara delsegundo matón, que al volver adetenerse durante un segundo ante elimpacto, se convirtió en un blanco fácilpara una patada ascendente de Blaz, quehizo que los testículos de esteprácticamente le golpearan el paladar.

El tercero de los matones, un tipogrande con físico de culturista, embistióa su «víctima» con su improvisadanavaja usando una estocada horizontaldirigida a la parte media de su abdomen.El exmilitar giró sobre sí mismo,

dejando pasar la navaja a escasoscentímetros de su cintura, y una vezdentro de la guardia de su oponente,propinó un tremendo codazo a la narizde este, seguido de una patadadescendente a la rodilla, suficiente comopara provocar una cojera crónica. Parasu sorpresa, el gorila aún tenía fuerzaspara resistirse, y volvió a atacar con suarma, esta vez a la cara de Blaz. Este aduras penas consiguió sujetar su brazoantes de que le asestara un golpe letal, ysu intento de contraataque con el otrobrazo fue frustrado por la mano libre delrival, que para entonces se sosteníasobre una sola pierna y estaba sangrandoprofusamente por la nariz.

Tablas. Los dos se hallaban con lasmanos bloqueadas, forcejeando paraliberarse y acabar con el oponente, contal intensidad, que Blaz habíadescuidado por un momento al cuartorival, Tomeu, que se acercaba por laespalda y se disponía a apuñalar alalemán.

Por suerte para Blaz, la pelea yahacía unos segundos que duraba eltiempo necesario para que los guardaspudieran reaccionar e intervenir. Uno deellos propinó un golpe con la porra en elcostado del preso armado, suficientecomo para hacerle soltar el arma yderribarlo. Un grupo más numeroso deguardas llegó hasta ellos y se encargó de

separarlos. Mientras Blaz y el culturistaeran sujetados por dos agentes cada uno,el guarda que había acompañado algermano hasta su celda se plantó ante él,y con una sonrisa socarrona lecomunicó:

—Te avisé antes de entrar: notoleraremos ese comportamiento ennuestras instalaciones. Una semana deaislamiento para estos dos —dijo elguarda mientras señalaba a Blaz y aTomeu—. Y llevad al resto a laenfermería —añadió levantando la vozpara ser oído por encima de los gritos ysollozos de los heridos, que se hallabanesparcidos por el suelo sobre varioscharcos de sangre y algunos dientes.

Cuando los guardas sacaban de allí alos heridos y a los arrestados, el cadavez más agitado guarda de la Zona 11volvió a acercarse tambaleándose haciael compañero con el que hablaba antesdel incidente. Estaba empapado ensudor, con los dos botones superiores dela camisa desabrochados y las mangasarremangadas, y mientras suscompañeros cerraban de nuevo lasverjas que separaban el comedor delresto de la prisión, se desplomó sobre elsuelo. El guarda que acompañó a Blaz asu celda, que era el otro único guardaque se había quedado dentro delcomedor, se le acercó e intentóreanimarlo sin demasiado éxito.

—C… cu… cuida de mis hijos —dijo con un hilillo de voz el enfermoguarda, mientras enseñaba un cortereciente y poco profundo que llevaba enel brazo derecho a su amigo.

—¿Pero que estás diciendo?¡Anoche estabas perfectamente! ¡David!—exclamó el atónito guarda.

—Corr… corred —fueron lasúltimas palabras del carcelero antes deexpirar.

Mientras sujetaba el ahora cadáverde su amigo, el pasmado guarda empezóa tener sudores fríos, y cayó en la cuentade que podría tratarse de un caso deinfección del virus Z. Conforme esa ideaiba ganando peso, el hombre fue

soltando los despojos de su colega, conla intención de alejarse de él, pero notardó en darse cuenta de que ya erademasiado tarde. En una décima desegundo, el ahora reanimado guardaabrió unos ojos tan negros como lasprofundidades del mismísimo infierno yde un firme giro de cabeza arrancó unbuen pedazo de la manga del uniformede su compañero. El asustado guardiadio un imposible salto hacia atrásmientras entre gritos conseguía zafarsede la presa del no-muerto, que porfortuna no consiguió morder nada másque tela en su ataque. No obstante, elnervioso carcelero no logró mantenerseen pie lo suficiente, y acabó cayendo de

culo, fruto de la propia inercia de suanterior salto. Mientras, el zombi, queahora chorreaba una especie de babanegra por la boca, se quedó mirandofijamente a la garganta de este mientrasse disponía a saltar hacia sudesafortunado camarada. Para sorpresade este, un grupo de presos se levantó ycon la ayuda de unas bandejas colocadasestratégicamente a modo de escudos,consiguieron reducir al engendro sinrecibir ninguna mordedura.

—¡Ramón, abre la verja! —dijo elaliviado guarda a su compañero de fueradel comedor encargado de dicha tarea.

Pero Ramón estaba un pocosobresaltado por lo ocurrido y no pudo

reaccionar a tiempo ante lo que estabapor venir. Mientras el guarda de dentroesposaba al zombi, algunos de losreclusos empezaron a convulsionarse yretorcerse de un modo que ninguno delos allí presentes había visto jamás. Enunos segundos, las convulsiones sehicieron extensivas al resto de presos,que eran observados por ambos guardascon una mezcla de incredulidad y terror.Mientras el guarda del interior se movíarápidamente hacia la verja, dejando allídentro al recién esposado zombi, loscerca de cien reclusos que conformabanel primer turno de comidas, se doblabansobre sí mismos como si de unespantoso baile de la muerte se tratara.

De repente, empezaron a cesar lasconvulsiones, y los presos empezaron aerguirse. Lentamente, empezaron todos agirar sus cabezas hacia el cada vez másaterrorizado guarda, y a revelar unosojos con un brillo que distaba mucho delos de cualquier ser vivo. Cientos deojos se posaron en él, mientrasaporreaba la verja e imploraba ayuda alestupefacto Ramón. En una fracción desegundo, los presos se abalanzaronsobre él corriendo como posesos,haciendo que el guarda se vieraaplastado contra la verja por unaimparable marea de carne.

Mientras tanto, estos ledespedazaban con una furia inusitada y

una fuerza nunca vista en los zombis alos que por desgracia ya se habíanacostumbrado. Varios de estos seres lemordieron en brazos y manos,arrancando algunos dedos de su cuerpo,mientras la sangre espesa y cálidabrotaba por todo su cuerpo. Otroscomenzaron a tirar de sus piernas con talfuerza que acabaron por separarse deltronco, al tiempo que el resto hurgabadesde el ombligo del guarda hacia susentrañas, consumiendo y esparciendosus vísceras por los alrededores, tancerca de la verja que consiguieronsalpicar de sangre el uniforme deRamón. En escasos segundos, losagresivos seres daban buena cuenta de

los pocos restos que quedaban delguardia. Unos se peleaban por lamer losúltimos resquicios de carne en lacalavera, y otros disfrutaban con lasvértebras del difunto, ante la perplejamirada de Ramón, que desde detrás dela verja observaba la escena sin que sucerebro pudiera procesar lo que sus ojosveían. Tal era su estado de shock que nisiquiera se había planteado que laescena que estaba presenciando, lamanera en la que se habían transformadolos presos, así como su comportamientoera, según los conocimientos de los quese disponía sobre los muertos vivientes,a todos los efectos imposible.

Entretanto, Blaz se encontraba ya en

la celda de aislamiento, contigua a la deTomeu, ambos ajenos al incidente delcomedor. Durante la primera hora quepasó en el zulo, oyó los insultos yamenazas que Tomeu le propinaba desdesu celda, sin darse cuenta que pocopodría hacer contra el alemán si se lepresentara una ocasión en que intentarponer en práctica sus bravuconadas.También se oía el murmullo de laconversación de los guardas en lapuerta, seguido de algún grito dirigido aTomeu para que se callara. Esas eran lasúnicas distracciones de las que disponíael alemán en aquella celda de apenastres metros cúbicos de cemento,decorada tan solo con una letrina.

Finalizada esa primera hora, uno de losguardas introdujo una bandeja concomida en el interior de la celda deBlaz, y después en la de Tomeu.

Simultáneamente, en el pasillo norte,un par de doctores acompañados de suescolta armada, bajaba apresuradamentea la zona de comedores parainspeccionar el incidente reportado porRamón, el guarda de la puerta.

—Asombroso —exclamaba uno delos científicos al observar el panoramagenerado tras la verja—. Nosotros nohemos hecho esto.

—No me joda, doctor. ¿Me estáintentando decir que el hecho de quetodos estos presos se hayan

transformado repentinamente no estárelacionado con los experimentos quehacen en la Zona 11 con los zombis? Eldoctor americano que los comanda es delo más siniestro —inquirió un irritadoalguacil.

—Eso es exactamente lo que le estoydiciendo —exclamó el doctor mientrasobservaba al grupo de muertos quesacaban los brazos entre los barrotes dela verja, intentado fútilmente agarrarlos,y entre los que se encontraba el queantes había sido Ginés, totalmente fuerade sí—. Fíjese bien. Todos estos bichosno se mueven lentamente como los seresa los que nos hemos enfrentado duranteGran Plaga, sino que aún conservan gran

parte de sus capacidades motrices, asícomo un elevado grado de excitación.Sea lo que sea lo que ha causado estatransformación, no hemos sidonosotros… ¡Por Dios, si parece queconforme pasan los minutos mejoren sudestreza!

—¿Y qué sugiere que hagamosahora? —preguntó el inquieto alguacil.

—Déjelos ahí dentro con un par dehombres montando guardia en la puerta,mañana intentaremos sacar a uno paraexaminarlo. Ordene que todo el personalque haya estado en contacto, porpequeño que sea, con esos seres, quepase por descontaminacióninmediatamente —dijo refiriéndose

inequívocamente a Ramón, mientrasobservaba su camisa manchada desangre.

Al cabo de unos minutos, yobedeciendo las órdenes del doctor,Ramón se encontraba en la zona dedescontaminación vigilado por un par decompañeros. Había pasado ya laprimera fase del proceso, que consistíaen someterse a los efectos de unacámara esterilizadora, y se disponíaahora a pasar la ducha. Después dedesnudarse y empezar a sentir el aguacaliente sobre su cuerpo, el tensovigilante empezó a relajarse por primeravez desde el incidente. Empezó arecordar lo sucedido, no con el

nerviosismo característico queacompaña a una situación de peligro,sino con la capacidad de análisis que dala perspectiva del tiempo. Mientras susmúsculos empezaban a destensarse bajola presión del agua, empezó a ordenarcronológicamente los sucesos en sucabeza, intentando encontrar algúndetalle que le diera alguna pista sobretan desconcertante fenómeno. Siguióintentando encontrar una respuestamientras levantaba la cabeza y dejabaque el agua de la ducha entrara en suboca abierta. Aproximadamente dosminutos después, sintió una terriblepunzada de dolor en el estómago, que seextendía rápidamente como fuego a

través de sus venas y empezó acontraerse espasmódicamente ante elasombro de sus compañeros. En suúltimo segundo como ser humano, losupo.

El agua.El agua era el portador de aquel

nuevo virus Z, ya que la ingesta dellíquido elemento era el único factor quese repetía tanto en el incidente delcomedor, como en el de ahora en laducha. El porqué de tal situación eraalgo que jamás averiguaría, ya que traspocos segundos, dejó de ser el humanoque era para convertirse en una bestiaque atacó a sus compañeros consemejante velocidad que no tuvieron ni

un instante para reaccionar y defendersedel que antes había sido Ramón.

Los tres guardas, ahora convertidosen zombis corredores, recorríanvelozmente los pasillos del área dedescontaminación, que por desgraciapara todos los que se encontraban en laprisión (y por extensión para todos loshabitantes de Mallorca), se encontrabaen la Zona 11, justo al lado de las celdasen las que los científicosexperimentaban con reclusos y zombis,para llevar a cabo su parte de laoperación «Apocalipsis Island», laconspiración internacional que pretendíaconvertir la isla en un campo de pruebassobre el que recrear una apocalíptica

simulación que les aportaría datos queusar en la organización defensiva delresto del mundo.

Así pues, los tres veloces seresentraron en la sala de control,abalanzándose sobre el desprevenidoguarda que allí se encontraba, con tanmala fortuna que mientras le devorabancayeron sobre el panel que controlaba laapertura de las puertas de las celdas dela Zona 11 y del resto de la cárcel,destruyendo parte de este y dejando asílibres a varias docenas de zombis, asícomo al resto de reclusos humanos. Laconfiguración de la prisión hacía que lascriaturas que habían causado la aperturade las puertas quedaran atrapadas en la

zona de control, que contenía la armería,la zona de descontaminación y la sala decontrol de apertura de las celdas yvigilancia, en la que no se encontrabaningún humano más. Así pues, los presosque acababan de ser expuestos sinsaberlo al ataque de un pequeño ejércitode no muertos, no encontrarían a su pasoa ninguno de los nuevos zombis,hallándose estos recluidos en la zona decontrol y en el comedor.

Por su parte Blaz, aún cautivo tras lapuerta no automatizada de su celda deaislamiento, había empezado a oír através de esta el sonido de los walkie-talkies de los guardas y sus nerviosasrespuestas, y permanecía pegado a la

puerta, intentando escuchar la fuera delo habitual conversación de los guardas,sin hacer caso, por fortuna, a la bandejade comida, que iba acompañada de uncontaminado vaso de agua. Algo que nohabía hecho su vecino temporal, Tomeu,o eso se podía deducir de los gritosagónicos que repentinamente empezarona retumbar en su habitáculo. Eldescolocado Blaz oyó repentinamente elruido de una monótona sirena de alarmaresonando por toda la prisión, así comogolpes, gritos, pasos apresurados ydisparos provenientes del exterior de sucelda. El cada vez más asustado hombrepreguntó a los guardas si sabían lo queestaba ocurriendo en el exterior, pero

sus preguntas quedaron sin respuestas,ahogadas por el cúmulo de ruidos,dudando el preso de que los guardas aúnse encontraran ahí afuera. Durante eltranscurso de lo que le parecieron horas,pero que probablemente no superó losveinte minutos, se sucedieron los ruidos,hasta que repentinamente dejó de oírsela alarma de emergencias. El panoramaera todavía más desalentador, ya que esopermitía oír todos los sonidos que hastaentonces quedaban enmascarados por lasirena. Ahora se podían escucharclaramente los golpes, arañazos ygemidos que provenían de justo detrásde la puerta de la oscura celda, como siestuvieran intentando derribarla, así

como los brutales aullidos de Tomeudesde su habitáculo.

El desconcertado y aterrorizadoBlaz permaneció durante lo que lepareció una eternidad, acurrucado en elextremo de su celda opuesto a la puerta,con los ojos como platos y agitándosenerviosamente ante tan claustrofóbicaperspectiva, mientras los sonidos seintensificaban. Cuando la idea de queacabaría muriendo allí (bien deinanición tras un largo cautiverio, bienporque lo que fuera que golpeaba lapuerta acabara teniendo éxito yderribándola) comenzaba a arraigarse enla cabeza de Blaz, el ruido de unosdisparos seguidos del sonido de cuerpos

cayendo al suelo se escucharon en elexterior. La cerradura empezó a chirriar,como solo podría hacerlo si se estuvieraintroduciendo en ella una llave, y ante unansioso Blaz, la puerta finalmente acabópor abrirse. El preso, deslumbrado porla repentina luz proveniente del fuegoque crepitaba en el fondo del pasillo,vio una silueta negra que, envuelta enhumo se acercaba a él, sorteando lo queparecía una pila de cuerpos a la entradade la celda.

—Ven conmigo si quieres vivir —dijo la silueta, mientras el reo, quecomenzaba a acostumbrar sus retinas ala luz del exterior, empezó a ver que setrataba de uno de los guardas de la

prisión, armado con una escopeta tácticapolicial en la mano derecha, y unapistola automática en la mano izquierda.

Blaz se levantó y siguió al guardahasta el exterior de la celda, mientrassorteaba lo que ahora veía que eran loscadáveres de varios zombis, algunos conbata de hospital, y otros con uniforme depreso, y todos ellos con gran parte de lacabeza destruida por arma de fuego.

—Tenemos órdenes de evacuar laprisión y sacar de aquí a todo preso queencontremos antes de que los disparosatraigan a más de esas cosas —dijo elguarda—. Aunque esta es una de laspocas zonas aún accesibles de todo eledificio.

—¿Qué… qué ha pasado? —dijoBlaz de espaldas al guarda mientrasobservaba el panorama, con varioscadáveres más esparcidos a sualrededor, un suelo teñido de sangre yparedes parcialmente en llamas.

—Se ha producido una brecha sinidentificar en la seguridad, y ahora hayzombis por todas partes. Debemos salirde aquí rápidamente —contestó elguardia mientras se disponía a abrir lacelda de Tomeu—. Nos iremos de aquíen cuanto saque a tu compañero de su…

—¡No! —gritó enérgicamente Blaz,mientras se giraba hacia el guarda, en unintento desesperado de salvar la vida deambos.

Tan pronto como la llave dejó degirar, un súbito empujón desde elinterior hizo que la puerta golpeara aldesprevenido guarda, queirremediablemente cayó al suelo, y queantes de darse cuenta, tenía a undesencajado Tomeu sobre él. Elcarcelero consiguió disparar con lapistola a la criatura, ya que fue la únicaarma que consiguió colocar entre losdos cuerpos antes de que fuerademasiado tarde. El disparo alcanzó elpecho de Tomeu, lo que no bastó paradetenerlo y evitar que mordiera layugular del indefenso guarda. Mientrasla sangre bañaba la cara de un extasiadoTomeu, Blaz le propinó una tremenda

patada en la cabeza, que hizo que cayerade encima del guarda. Sin detenerse uninstante para dolerse del golpe, Tomeuse abalanzó sobre el alemán, que estabaesperándolo mientras observaba desoslayo las armas del agonizante guarda.El monstruo se arrojó sobre Blaz, querápidamente inclinó su cuerpo haciadelante, y mientras con su manoizquierda sujetaba la solapa de suatacante, con su mano izquierda máscercana al suelo, agarraba la escopetade la mano inerte del guarda. En unrápido tirón con su mano izquierda,acompañado de un golpe en el estómagocon la culata de la escopeta, elexsoldado aprovechó la inercia del salto

de su atacante para desequilibrarlo yvoltearlo por encima de su cabeza.

Mientras el zombi de Tomeuchocaba cabeza abajo con la pared máscercana, Blaz giró rápidamente sobre símismo, y descerrajó un tiro de escopetaa bocajarro, lo que dejó sin nada sobrelo que apoyarse al famoso sombrero decowboy de Tomeu.

El ahora más aliviado Blaz seagachó para recoger la pistola delguarda tras comprobar que la municiónde escopeta se había agotado, y mientrasdescubría las tres balas que quedaban enel cargador, vio cómo los disparoshabían llamado la atención de loszombis en los módulos contiguos. Unos

cuantos empezaban a asomar por una delas puertas que llevaban al pabellónadyacente. Abandonado a su suerte, Blazcomenzó a correr en dirección a lapuerta que llevaba directamente alcorredor de entrada, con intención dedeshacer el camino que pocas horasantes había andado al ingresar enprisión. Tras unas pocas zancadas, elcadáver reanimado del guarda seincorporó de un respingo, sorprendiendoal desprevenido preso, y empezó acorrer tras este.

El primer reflejo de Blaz fue girarsey disparar mientras seguía corriendo,disparo, que por supuesto falló.Mientras subía las escaleras que

desembocaban en el pasillo de salida, sereplanteó su estrategia, ya que correr ala vez que se dispara no resultaba lomás inteligente del mundo, y menos ensu situación de escasez de munición ycon el resto de zombis acercándose,lenta pero inexorablemente. Mientrasdecidía huir corriendo del guarda,esperando ser más rápido que este, ygastar sus balas en situaciones másnecesarias, se encontró de cara con unzombi bloqueándole su ansiada salida.Era de los normales, así que disponía deuna posibilidad si conseguía acercarselo suficiente como para disparar abocajarro, pero no tanto como paradarle la oportunidad de agarrarle. Así

que cuando se encontraba ya a escasostres metros del no muerto, levantó elarma y gastó su segunda bala, acertandoesta vez en la cabeza del objetivo.Estaba un paso más cerca de su ansiadalibertad.

Por fortuna para Blaz, la consola quehabía sido destruida en el incidente dela sala de control gestionaba la aperturade todas las puertas automáticas de lacárcel, así que tras un empujónconsiguió abrir lo suficiente la puertacorredera que daba al perímetroexterior. Pero ese instante de freno quele había supuesto detenerse a abrir lapuerta le había supuesto que el zombidel guarda, que le pisaba los talones,

estuviera a una distancia demasiadocorta como para seguir ignorándolo.Blaz, que acababa de salir al exteriordel edificio, a escasos metros de lapuerta, se detuvo y dio media vuelta conla intención de gastar su última bala endeshacerse de su veloz perseguidor. Elalemán pensó durante un segundo en loinaceptable que hubiera sido esasituación unas horas antes, es decir, unpreso apuntando a un guarda desarmadoy herido mientras huía de su cautiverio.

Eso mismo es lo que vio uno de losguardas apostado en la torreta de lapuerta del perímetro exterior, a unguarda ensangrentado a punto de serabatido por un preso que le había

arrebatado su arma, y ya que la únicanoticia que había tenido del interior enla última media hora había sido la sirenade alarma y los fuegos que sevislumbraban por las ventanas, laposibilidad de que dentro se estuvieradesarrollando un motín era unaconclusión totalmente lógica. Sin másvacilación, presionado ante laposibilidad de salvar la vida a uncompañero, se llevó su rifle deprecisión al hombro tal y como hizoBlaz días antes, el día del incidente quelo condenó a este calvario, y ejecutó sinpiedad al preso antes de que tuvieraoportunidad de disparar al guardazombificado. Instantes después empezó a

salir al exterior la horda de no muertos,con un paso lento pero constante yencabezados por el guarda corredorconsiguieron atravesar el perímetroexterior hacia la carretera de Sóller. Elvigía de la torreta no tenía balassuficientes como para acabar con todos,y la turba quedó libre. Prontoocasionaría los incidentes de lacabalgata del Día de Reyes, que sería apartir de ahora más conocido como elDía del Regreso de los Muertos.