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Los fundamentos filosófico-políticos del decisionismo presidencial en la
Argentina, 1989-1999: ¿Una nueva matríz ideológica para la democracia
argentina?
Fabián Bosoer
Santiago Leiras
Cuando el 8 de julio de 1989 el radical Raúl Alfonsín le entregó la presidencia de la
Nación al justicialista Carlos Menem ocurría en la Argentina el primer recambio de
gobierno dentro de un régimen democrático. Este recambio representaba, al mismo tiempo,
la primera alternancia entre las dos principales fuerzas políticas del país desde que el
radical Hipólito Yrigoyen recibiera los atributos del mando presidencial de manos del
conservador Victorino de la Plaza, en 19161.
Esta sucesión presidencial, hito fundamental del proceso histórico inaugurado en 1983,
llevó consigo elementos sustanciales de continuidad institucional y consolidación de la
democracia. Sin embargo, contuvo al mismo tiempo elementos de nítida ruptura que
derivaban tanto de la aguda crisis socioeconómica y graves tensiones sociales surgidas en
torno al proceso hiperinflacionario que acompañó el último tramo del gobierno radical
como del proyecto de poder que se había gestado en torno del candidato justicialista
triunfante en las elecciones del 14 de mayo.
Lo que se invita a explorar en este trabajo es el discurso de legitimación inaugurado en
1989 y las prácticas en la gestión pública que lo irán delineando en el tiempo, a lo largo de
la década 1990/2000, como fenómenos que exceden la mera funcionalidad de una fórmula
ajustada a los requerimientos y la voluntad política de un gobierno democrático-
constitucional que enfrenta una crisis grave y se propone encarar ambiciosas
transformaciones de la economía y del Estado. Se descubrirán, además, pretensiones
fundacionales que implican una revisión de los presupuestos sobre las que se asentó el
proceso democrático inaugurado en 1983 y la firme intención de dejar fijado un nuevo
modelo estatal.
1 Si se considera desde el establecimiento del sufragio universal, secreto y obligatorio con la Ley Sáenz Peña, en
1912, el traspaso del poder de un partido a otro y de un líder político a su adversario principal, ocurrido en el 89 es, en realidad, el primero en la historia de la democracia moderna en la Argentina. Ambos radicales, Alvear sucede a Yrigoyen en el 22 e Yrigoyen a Alvear en el 28. Perón se sucede a sí mismo en el 52 y la última experiencia de recambios presidenciales bajo el imperio de la Constitución se dará con Cámpora-Lastiri-Perón-Isabel Perón bajo el tercer gobierno justicialista entre el 73 y el 76. Habrá que complementar estos datos con los correspondientes a los sucesivos golpes militares de 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976 que abortaron la expresión libre de la ciudadanía en las urnas y la posibilidad de cambiar pacíficamente de gobierno a través de la competencia electoral.
2
En tal sentido, es posible situar la comprensión del peronismo -y su reconversión
“menemista”- en las condiciones históricas en las que se produce su surgimiento o ascenso
(1945, 1989). El peronismo, y también el menemismo, se presentan como expresión, al
mismo tiempo, de una crisis del régimen político y de una crisis de Estado. Pero
constituyen además un tipo de respuesta definida a dichas crisis2.
Hacia fines de los `80, la primera alternancia de la democracia recuperada, de Alfonsín a
Menem, se superpone con el agotamiento y colapso del modelo estatal vigente durante
los pasados 40 años. El ascenso de Menem al poder es construído simbólicamente como la
llegada del caudillo restaurador-revolucionario y reinterpretado como el regreso a aquel
papel histórico asignado al peronismo como “mayoría natural” y verdadera expresión del
“movimiento nacional”, frente a la incapacidad de la “democracia de partidos” para resolver
la crisis estatal. El modelo de transición deberá sumar , a partir de entonces, componentes
centrales de la cultura política argentina que se habían llegado a considerar superados y,
por lo tanto, resultaron desatendidos o subestimados en el primer período de la
recuperación democrática..
Lo que inicialmente se percibe como una situación resultante de la espiral de
ingobernabilidad de finales de los `80 suscita inicialmente la apelación a fórmulas de
liderazgo para remontar la emergencia. Pero a partir de estas fórmulas de liderazgo, tomará
forma una matríz ideológica desde la que se intentará una nueva estructuración del
sistema político, asumida como tal desde su propia enunciación. Debe entenderse por
“matríz ideológica”3, en este caso, un principio de legitimación agregado, aunque
claramente diferenciado, al de la legitimación democrática y sustentado en: a) una
determinada interpretación de la historia que resignifica el pasado , b) una
resemantización de los fundamentos del poder político como constructor de orden y c)
una estructura normativa capaz de articular los contenidos doctrinarios, jurídicos y
organizacionales de la decisión política.
Esta matríz ideológica se expresa a través de un discurso de legitimación con alta eficacia
simbólica y recurrencia a precisos ejes estructurantes4:
2 La crisis del régimen político se plantea por las dificultades insuperables que encuentra el sistema político institucional para el desarrollo normal de las tareas de gobierno frente a novedosas, imprevistas o excepcionales circunstancias económico-sociales. La crisis de Estado deriva de la anterior como un cuestionamiento de los principios de legitimidad y presupuestos de legitimación que sustentan al orden político. 3 Entendemos aquí, con Giovanni Sartori, que el concepto “ideología” sirve para captar el ‘desarrollo de la política’, y también para aprehender el desarrollo de una nueva característica de la política”, lo cual supone una noción de la ideología como “ideas convertidas en palancas sociales” (Daniel Bell), “sistemas de ideas convertidas en ideales dirigidos
a la acción” (Carl Friedrich) o “vulgarizaciones filosóficas que inducen a la acción concreta, a la transformación de lo real” (Antonio Gramsci). La definición de una ‘matríz ideológica’ se explica a partir de la aplicación del sistema de ideas y creencias como un mapa que “orienta la navegación en el mar de la política”. (Sartori, G., 1992) El universo analítico, en este caso, pretende circunscribirse a la élite política que se encumbra en torno a la figura presidencial en 1989. 4 El relevamiento de fuentes primarias y secundarias que se ha tomado aquí como base empírica compendia diversas ‘voces’ calificadas desde distintos registros de enunciación: voceros autorizados o representativos, dirigentes que acompañaron de cerca de Carlos Menem y analistas políticos que integraron al mismo tiempo grupos intelectuales con activa definición, compromiso, participación e incidencia en la elaboración del proyecto de poder que lleva a Menem a la presidencia o, más sencillamente, en su justificación histórica. La gran mayoría de ellos ocupará cargos oficiales u oficiarán como ‘consejeros del Príncipe’, sea en la arquitectura jurídica y la ingeniería institucional que harán de soporte a las decisiones presidenciales, sea en la redacción del discurso
3
-Una re-significación de la salida del autoritarismo y del primer período de gobierno
democrático como etapa final en la crisis del modelo estatal de desarrollo económico y
regulación social; a partir de la cual, el punto de inflexión o “bisagra histórica” trazada en
1983 queda desdibujada y se traslada a 1989 como momento de la verdadera ruptura con el
pasado.
-Una re-evaluación de la gestión presidencial de Raúl Alfonsín a partir del último tramo de
su mandato, signado por el debilitamiento progresivo en el ejercicio del poder que,
finalmente, desencadena la entrega adelantada del gobierno cinco meses antes de cumplir el
sexenio constitucional. Dicho final es atribuido no solamente a la pérdida de apoyos y la
falta de resultados de las políticas de gobierno ensayadas para remontar la coyuntura de
emergencia sino también, y sobre todo, al agotamiento y la inviabilidad de un proyecto
reformista de mayor envergadura, al que se venía cuestionando desde mucho tiempo antes
desde diferentes sectores de poder para los cuales dicho proyecto constituía una
principal amenaza.
-Un proyecto de reconstrucción/redefinición del poder estatal, en sus tres dimensiones:
la jurídico-normativa del Estado de derecho, la burocrático-funcional de la
administración estatal y la ideológica, del Estado democrático presidencialista con
centralidad de políticas orientadas al mercado5.
De tal modo, el ascenso de una nueva coalición político-ideológica que se gesta alrededor
de la figura de Carlos Menem podría ser entendido no solo a partir del fracaso del
“proyecto alfonsinista” sino también, y sobre todo, desde una contundente reacción
restauradora, respecto de una determinada forma de “construir orden político”, en
respuesta a una experiencia de gobierno que había avanzado más allá de lo que sus propias
bases de sustentación y capacidades de agregación de intereses y apoyos para la
implementación de sus políticas podían aconsejarlo.
Se encontrarán, en este discurso de legitimación, componentes clásicos del discurso político
populista ubicados en un contexto de crisis del orden estatal: apelación retórica al mito
originario del caos, del cual surge un principio de orden; demolición de la figura
presidencial cautiva de la etapa reformista que se cierra, y su reconstitución
hiperpresidencialista destinada a fundar un nuevo orden y un nuevo modelo; trazado de
otra “divisoria de aguas” entre amigos y enemigos, partidarios del cambio o prisioneros de
la “vieja política”; emergencia de un líder plebiscitario que llega para “continuar una tarea
interrumpida durante décadas” como intérprete del “país verdadero”. Consecuentemente
operará una transmutación en el perfil del liderazgo, desde su manifestación aluvional,
movilizadora, contestataria y expresiva de la revuelta de los excluídos, hacia el lugar del
presidencial, la elaboración de estrategias políticas, el apoyo logístico a campañas de difusión y la creación de climas de opinión favorable. La Secretaría de Planificación Estratégica de la Presidencia, creada en enero de 1998 a medida de su promotor e ideólogo, Jorge Castro, marcará el momento de mayor incidencia de dicho núcleo intelectual en la argumentación oficial del ‘ciclo de transformaciones iniciado en 1989’.
Utilizamos aquí las tres dimensiones de la crisis del Estado definidas por Guillermo O’Donnell. Ver O’Donnell (1993,
1997).
4
“hombre de Estado”que logra controlar la situación y se hace cargo de plasmar “una nueva
voluntad colectiva”.
Este dispositivo discursivo resulta reforzado, en este caso, por una justificación capaz de
sostener en una misma línea argumental la drástica restructuración del Estado nacional, el
giro neoliberal en la política económica y una inserción definida de manera unívoca en el
proceso de transnacionalización y globalización de las economías y en el nuevo escenario
internacional de la posguerra fría.
En torno del poder presidencial se articulará, sobre aquellas bases, la fundamentación
jurídico-institucional y la legitimación de lógicas de poder y mecanismos de conformación
de alianzas tendientes a garantizar la gobernabilidad. El sistema de toma de decisiones que
se formula logra incorporar a la vigencia de la legitimidad democrática, consecuencia del
éxito de los procesos de transición posautoritaria, un tipo de legitimación política
fuertemente condicionado por los imperativos de la razón de Estado, y en el que proyectos
de gran envergadura y orientación “conservadora modernizante” adquirirán alcances cuasi
hegemónicos. Empezarán, de este modo, a trazarse los fundamentos filosófico-políticos de
un determinado tipo de régimen caracterizado por el decisionismo político.
Este decisionismo se definirá , en tal contexto, a partir de una estrategia para el gobierno
“en tiempos difíciles”, como característica principal o núcleo de la doctrina filosófico-
jurídica que fundamenta un nuevo modelo estatal. Dicho modelo se corresponde con una
forma de democracia “delegativa”, entendiendo como tal una que habilita la arrogación
de facultades discrecionales a la instancia suprema de gobierno; que evalúa la decisión
eficaz como principal prueba de legitimidad política, y que logra un “umbral de
aquiescencia” popular sostenido en el tiempo, manifestado como consenso difuso, apatía
ciudadana y distanciamiento o descreimiento respecto de la vida política y de sus actores
relevantes. Este tipo de democracia, pese a sus limitaciones y menoscabos, podrá
desarrollarse en condiciones más o menos garantizadas de pluralismo, elecciones libres
periódicas y vigencia constitucional. Deriva, asimismo, de esta doctrina una
reinterpretación, de carácter organicista, de la división de poderes del Estado como
“división de funciones” de un mismo y único poder.
Este modelo de gobierno, fuertemente concentrado en el liderazgo presidencial, se proyecta
como un replanteo del régimen presidencialista en el marco de la doble transición del
autoritarismo a la democracia y del estatismo económico a políticas de libre mercado,
desregulación y activa adaptación a los ritmos impuestos por el proceso de globalización
capitalista. En él, el decisionismo se instala con fuerza implacable como concepción de la
gobernabilidad asentada en las prerrogativas y la ‘perfomance’ de un Ejecutivo decisor, con
prevalencia sobre los otros poderes, con sus respectivos atributos y funciones.
Aún más: tanto los cursos de acción como el discurso de legitimación que sostiene a este
“nuevo decisionismo” pueden comprenderse, también, como una heterodoxa síntesis de
distintas vertientes del modernismo reaccionario en nuestro país, en sus versiones
nacional-populista y liberal-conservadora, que se encuentran en 1989 con una oportunidad
que no se había dado nunca en el pasado y que permite instalar un proyecto de poder de
vasto alcance, trascendiendo sus marcos formales de representación.
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Se entiende aquí por “modernismo reaccionario” una aproximación conceptual que
permite identificar patrones históricos de respuesta, recurrentes y distinguibles, frente a
momentos de crisis y cambio fundamental. Estos pueden resumirse como una combinación
de reacción política y cultural frente a lo que se observa como impactos provenientes de
estímulos externos sobre el cuerpo social, con posturas afirmativas y progresistas respecto
de la capacidad para insertarse provechosamente en el curso de las transformaciones,
conservando “la esencia de determinado orden”. Una conciliación, en otros términos, entre
ideas antimodernistas, románticas e irracionalistas, vinculadas con ciertas tradiciones
arraigadas, y la manifestaciones de la racionalidad económica, la modernización
tecnológica, el acceso al consumo y los beneficios rápidos del mercado libre como signo de
progreso (Herf, J., 1993). Se tratará, en este caso, de la manera en que se establece la
relación entre los cambios en la economía mundial y la continuidad de una identidad
nacional representada por el Estado.
Desde ese núcleo ideológico se pudo colocar en otro registro argumental el primer
recambio de gobierno democrático en las traumáticas circunstancias de 1989. Este no era
concebido ya como el resultado de un pacto de convivencia, alternancia y gobernabilidad
cuya prueba de fortaleza sería la capacidad para atravesar aquellas circunstancias críticas,
sino más bien como un rencuentro inevitable entre el peronismo y el poder político del país,
que se producía luego de un paréntesis histórico ocupado por una experiencia de gobierno
que había terminado dando pruebas incontestables de su transitoriedad e inviabilidad.
Una determinada interpretación de la historia ofrecerá las respuestas que la coyuntura
política retaceaba y servirá para explicar de dónde se venía y hacia dónde se pretendía ir:
“la doctrina de Menem está escrita en la historia: viniendo del peronismo y yendo hacia
la construcción de un nuevo movimiento nacional, cambiando (...) dentro de una
permanencia, orienta al país hacia la ‘revolución capitalista’ y la economía de
mercado”6.
El componente “movimientista”, clásico del peronismo, aparece definido, entonces, en
términos gramscianos como “un nuevo reagrupamiento político, un bloque histórico
político, económico, social, en el que el justicialismo (...) coincide con la corriente
sustancial del liberalismo y los partidos provinciales en un proyecto común (...) que puede
denominarse conceptualmente con precisión ‘revolución conservadora”7.
La operación discursiva comienza por calificar a la presidencia de Alfonsín como “el
régimen alfonsinista” y afirma que éste fracasó en todos los campos menos en uno: el de la
hegemonía cultural. De este modo, la “revolución conservadora” que encabezaría Menem
6 Jorge Castro, “Renace el capitalismo schumpeteriano aliado a la Revolución Conservadora”, artículo en El Cronista, edición del 24/9/89. Sucesivas ediciones dominicales del diario El Cronista, entre abril de 1989 y abril de 1990, se explayan sobre distintos aspectos de esta “revolución conservadora”. Ver, sobre todo, comentarios firmados por Castro, Jorge Bolívar y Pascual Albanese. 7 Castro, op.cit.
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precisaría de un soporte ideológico capaz de insuflar una nueva mística nacional, siendo
éste terreno, el ideológico, aquel en el que debería librarse la más dura batalla. “En esta
lucha vital por el dominio cultural –se añade- los argumentos técnicos y pragmáticos no
son relevantes; lo esencial son las posiciones políticas, históricas, geopolíticas y éticas que
puedan sostenerse, porque no se trata de demostrar una ecuación sino de construir una
nueva hegemonía”8.
La raíz hegeliana y gramsciana de este “historicismo nacional-popular”, sustenta una
teoría del Estado como realización de la idea de nación y del régimen político como una red
compleja de construcción de hegemonías en la relación entre sociedad política y sociedad
civil. A ello se le suma el intento de ubicar en una teoría del liderazgo contemporáneo, y su
relación con los cambios político-culturales, al momento argentino de fines de los años ’80,
en línea con el “reaganismo tatcheriano” impuesto diez años antes en el mundo anglosajón:
“Los grandes cambios históricos se hacen mediante amplias coaliciones como las
lideradas en Estados Unidos por Roosevelt y Ronald Reagan y en Gran Bretaña por
Margaret Tatcher (...)”. Se traza, asimismo, la línea divisoria que marca el antagonismo
principal en el terreno ideológico: “Reagan y Menem sucedieron a James Carter y Raúl
Alfonsín, dos personalidades ideológicamente afines, cultores ensimismados de los bellos
discursos progresistas (sic)” 9.
La síntesis entre una derecha liberal-conservadora y una derecha nacional-populista es
explicada por el hecho de que “el resurgir del liberalismo como expresión ideológica de un
capitalismo innovador necesita para desplegar sus potencialidades un ambiente cultural y
político fundado en el sentido de continuidad histórica y en el valor intransferible de la
identidad nacional”. Se trata de “producir la restauración del tejido social y la ética
comunitaria en la que se funda la fortaleza de las naciones ‘que son fuertes’(sic)”. En otros
términos, se insiste con la idea de que “no hay proyecto liberal en lo económico sin
revolución conservadora en lo político y cultural, que liquide en el gran debate de las ideas
los últimos restos del ‘progresismo’ pequeñoburgués.”10.
De un lado, entonces, queda el “bloque cultural progresista (que se propuso) dominar la
cultura y sus manifestaciones valorativas para tener efectivo poder político”11. El gobierno
de Alfonsín, en esta óptica, no logró lo segundo pero habría avanzado sobremanera en lo
primero. Con Menem, se invoca y convoca como “intelectuales orgánicos”, a los
funcionarios culturales y comunicacionales del nuevo gobierno para la construcción de la
“nueva hegemonía”: “los pensamientos ‘no progresistas’, los recreadores de la comunidad
organizada, los revalorizadores de las culturas latinoamericanas con criterios no
modernizadores ni racionalistas dominantes, los nacionalistas, los pensadores católicos,
los posmodernos, etc”12. Esta presentación del antagonismo ideológico conduce ,
8 Jorge Castro, op.cit 9 Jorge Castro, op.cit. 10 Jorge Castro, op.cit 11 Jorge Bolívar, “Lo revolucionario del pensamiento conservador”, en El Cronista, 30/7/89.
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asimismo, a explicar la síntesis entre la defensa neoliberal de la economía de libre mercado
y el tradicionalismo cultural esgrimido por el conservadorismo populista: “Menem y
Alsogaray, como Perón, son conservadores(...): sentido de pertenencia a una patria,
cristianismo, familia, propiedad privada, libre iniciativa, respeto por las instituciones
fundamentales como las Fuerzas Armadas, son valores intrínsecos del peronismo. Y esto es
lo que explica la alianza de Menem con Alsogaray” 13.
A partir de esta resignificación, desplegada sobre el escenario ofrecido por la crisis del 89,
el pos-autoritarismo en la Argentina puede ser caracterizado por la pugna y superposición
entre dos proyectos culturales, dos lógicas en disputa, que se suceden durante la transición
democrática teniendo como marco el colapso del modelo estatal y las formas de enfrentar
dicha crisis.
En la mirada más directa de un protagonista calificado de este período14, se describe dicha
superposición de proyectos antagónicos, remontándola al fenómeno renovador del
peronismo y el momento en el que el gobierno radical y sus proyectos encuentran su límite
infranqueable y empiezan a retroceder:
“En el justicialismo y en toda la comunidad política democrática, después del triunfo de
Cafiero en la provincia de Buenos Aires en 1987, se plantea la búsqueda de una síntesis
política en el país. Una síntesis política que frustrada la idea movimientista del Tercer
Movimiento Histórico de Alfonsín -al caer derrotado en las elecciones- planteó la
necesidad de consolidar definitivamente el sistema por una vía que se consideraba más
apta. La vía que se consideraba más apta era reformar el sistema constitucional argentino
y partir de la reforma constitucional, significaba el cambio del sistema en la Argentina; es
decir salir del sistema presidencialista y entrar en un sistema parlamentario a la usanza
europea. Todo ese influjo, esas ideas de los socialismos democráticos o cristianos,
convergía sobre el movimiento político en Argentina y esto planteaba esa suerte de
reformulación estratégica de la forma de conducción de gobierno. En medio de ese clima
se alza entonces una voz en contra; que era la de un protagonista indiscutido de la
renovación peronista.. Este es un punto de partida a la cuestión. Creo que ahí comienza la
inflexión.
Menem defiende la forma tradicional de gobierno. En parte por razones ideológicas y en
parte por razones pragmáticas, ya que se siente seguro de su carisma y está convencido
de que la forma de desarrollo político era que el candidato fuera a buscar a los propios
protagonistas, que son los adherentes naturales del justicialismo. Menem recrea las
condiciones de un justicialismo confrontado o como alternativa del radicalismo, que
aparecía como una forma de política superior, inclusive superadora de la verdadera
mística del justicialismo. Entonces Menem vuelve a la liturgia; vuelve al discurso
12 Jorge Bolívar, op.cit. 13 Diana Ferraro, historiadora, en El Cronista, 6/8/89. 14 Jorge Triaca, primer ministro de Trabajo y hombre clave en la articulación de las alianzas estratégicas del menemismo, en testimonio brindado a Santiago Senén González y Fabián Bosoer , en diciembre de 1995, contenido en “El sindicalismo en tiempos de Menem. Los ministros de Trabajo en la primera presidencia Menem”, (1999).
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apasionado, febril, militante del justicialismo; y no sólo vuelve a esa expresión sino que
también comienza a vislumbrar o a hacer efectivas las formas movimientistas. En ese
sentido, entiende y no se equivocaría, que había que superar la dicotomía entre la
ortodoxia y la renovación: Menem era un protagonista de la renovación pero, sin ninguna
duda, al plantear una política recuperadora de los valores trascendentes y tradicionales
del justicialismo comienza a enrolar una mayor adhesión. Tanta adhesión logra que
significa un gran compromiso posterior. Menem, en ese sentido, reivindica algunas de las
cosas que ya aparecían totalmente olvidadas, las emprolija, las pone mucho más en
evidencia. Aparece, de este modo, como un candidato invulnerable en las urnas.”.
Este antagonismo entre proyectos político-culturales acompañaría en intensidad a la crisis
de Estado, al punto de permitir que el triunfo de un proyecto sobre el otro se interpretara
como la consecusión de una tarea “revolucionaria” y fundacional. Pero al mismo tiempo,
dicho contenido revolucionario podría entenderse en términos “restauradores” y
conservadores: “La tarea que tiene Menem ante sí no es ejercer el poder del Estado, sino
reconstruirlo desde sus raíces, porque lo que recibe es tierra arrasada”. A su vez, esta
tarea encuentra sintonía con fenómenos contemporáneos de otras partes del mundo, pues
“la revolución conservadora, se afirma, es la sustancia vital de nuestra época” 15.
El camino a seguir había quedado preanunciado ya desde el mismo momento en que el
gobernador riojano derrotara con holgura al gobernador bonaerense Antonio Cafiero, en las
elecciones internas del justicialismo, el 9 de julio de 1988. Desde medios de expresión
cercanos a Menem se revisaba críticamente la etapa de la renovación peronista como un
intento de resolver su crisis interna “imitando al alfonsinismo triunfante (...) y como las
formas organizativas no son independientes de la ideología que las sustenta y a las que
sirven, mientras nos íbamos convirtiendo en un partido, desechando las expresiones
movimientistas, nos fuimos desperonizando a favor de las viejas falacias liberales,
presentadas con nuevos ropajes y difundidas como novedades (...), sosteniendo al sistema
asociados al alfonsinismo”16. Convocado por Menem, que era un referente inicial de la
renovación, recobraba vitalidad el viejo peronismo y podría librarse una contienda
presidencial en la que “la Patria misma” habría de identificarse como uno de los bandos en
conflicto, un “frente nacional” representativo del “país real”, versus un “frente colonial”
que reunía “por derechas y por izquierdas a todos los personeros antinacionales
responsables de la actual situación”17.
El ascenso de este “peronismo nacionalista”, encarnado por un caudillo que evocaba
atributos tradicionalistas del pasado, era analizado por los expertos internacionales y
organismos de inteligencia del mundo occidental, en líneas generales, como un fenómeno
preocupante, indicador de inestabilidad en el proceso de democratización. Pero tal
evaluación no era unánime y se buscarán elementos de afinidad. Un memorándum
elaborado por el National Republican Institute Affairs, vinculado al entonces gobernante
partido Republicano en los Estados Unidos, señalaba en agosto del ’88 que “una vez más 15 Jorge Castro, op.cit. 16 Rubén Contesti, revista Línea, junio de 1988. 17 Revista Línea, marzo de 1989.
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un nacionalismo en manos de un líder carismático, como el que acaba de nacer en la
Argentina, servirá de argumento esencial para oponerse al marxismo (...), no rehuirá el
debate sobre los problemas nacionales e internacionales (...), recreará un nuevo ciclo
movimientista en el partido que en 1946 creara Perón y levantará las banderas de la
Revolución Nacional”. El informe estadounidense, supuestamente confeccionado por
analistas de ese país, continuaba apuntando que “la irrupción de Menem en la candidatura
peronista está indicando que ‘el avance de las masas’ es el fenómeno social más
importante en estos momentos en la Argentina” y advertía que “nuestros teóricos liberales,
marxistas y socialdemócratas no podrán aceptar que este avance es un fenómeno
totalmente nacional (...) resultado de la demanda intuitiva de un pueblo que busca a un
líder que lo represente, aun antes de tomar conciencia de su identidad histórica”18.
La fuerte ambición cultural con la que se presenta esta “revolución conservadora” no
dejará de acompañar una asunción del gobierno que será expuesta como reconstitución del
poder al tiempo que restauración de una determinada trama comunitaria: “Las claves de
esta cultura, por otra parte, se encuentran no sólo en el permanente y actualizado ejercicio
de la unidad nacional, sino en la construcción de un proyecto argentino común (...) sin
cegar al hacerlo, las sagradas rebeldías de los trabajadores y de los sectores populares”.
Esto se dará en consonancia “con las naciones desarrolladas (en donde) crece
culturalmente un pensamiento revolucionario conservador más amigo de la libertad que
del determinismo, y con ello propiciador de la preeminencia de la regulación natural de
las fuerzas por sobre las regulaciones coercitivas y artificiales incentivadoras del
“progresismo””19 .
También el mito refundacional, núcleo de la nueva “teología civil”, formará parte de esta
insospechadadamente fuerte “derecha gramsciana” convertida en usina ideológica de la
investidura presidencial y de sus primeros pasos al instalarse su gobierno. A tal punto, que
se permite vincular al pensamiento de Antonio Gramsci con la repatriación de los restos de
Juan Manuel de Rosas: “Dentro de la política de reconciliación nacional (...) el regreso de
Rosas constituye un notable triunfo político-cultural para la revolución conservadora que
impulsa el presidente Menem. Antonio Gramsci, uno de los grandes pensadores políticos
del siglo, reúne todas las condiciones para convertirse en un clásico; como tal no
pertenece a nadie en particular sino que (es) patrimonio general de la cultura de nuestro
tiempo. El regreso de los restos de Rosas, y su aceptación por el consenso general y
político, es, en síntesis, una operación gramsciana de gran categoría...”20.
Cabe recordar que en su análisis sobre la obra de Maquiavelo, sostiene Gramsci que no
debe entenderse al Príncipe moderno interpelado por el florentino -al “mito-príncipe”-
como una persona real o un individuo concreto sino como un organismo complejo de la
sociedad en el que puede concretarse “una voluntad colectiva reconocida y afirmada
18 El Cronista, “Informe republicano sobre pasos futuros de Menem”, 1/8/88. 19 Jorge Bolívar, op.cit. 20 Jorge Castro, El Cronista, 1/10/89. El cultivo de este elemento simbólico acompañará con distintos gestos y hechos la década de Menem; y así como comenzó, finalizaría sin olvidarse de estos detalles. El 8 de noviembre de 1999, inaugura una estatua ecuestre de Juan Manuel de Rosas en Palermo, cumpliendo lo que define como “uno de mis grandes sueños”.
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parcialmente en la acción”. Para Gramsci, tal organismo era, en el mundo moderno, el
partido político, encargado de organizar y expresar “una voluntad colectiva nacional-
popular”. Sin embargo, explica que “una acción histórico-política inmediata e inminente,
caracterizada por la necesidad de un procedimiento rápido y fulminante, puede encarnarse
míticamente en un individuo concreto”. Este liderazgo se asocia con el “mito”, en el sentido
utilizado por Sorel, como creación de “una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo
disperso y pulverizado, para suscitar y organizar su voluntad colectiva”.
El Príncipe personificado por una figura carismática capaz de galvanizar dicha voluntad
colectiva, continúa Gramsci, “será casi siempre del tipo restauración y reorganización y
no del tipo característico de la fundación de nuevos Estados y nuevas estructuras nacionales
y sociales (...) Podrá tener vigencia donde se suponga que una voluntad colectiva ya
existente, aunque desmembrada, dispersa, haya sufrido un colapso peligroso y
amenazador, mas no decisivo y catastrófico, y sea necesario reconcentrarla y
robustecerla”( Gramsci A., 1984, pp9-14).
Un “colapso peligroso y amenazador, mas no decisivo y catastrófico” es, en este caso, una
imagen ajustada del clima en el que se desarrollará la campaña electoral de 1989 y los
acontecimientos que se suceden entre mayo y julio de aquel año, hasta la transmisión
anticipada del mando presidencial.
Episodios que tendrán su pico de dramatismo entre enero y junio del ‘89, con el asalto al
cuartel militar de La Tablada por el grupo MTP y su represión, y con los saqueos a
supermercados y negocios en el Gran Buenos Aires y Rosario, son presentados como una
“violencia de masas (que) constituye un acontecimiento político de mayor envergadura
histórica que el ‘cordobazo’, ocurrido hace veinte años, dejando también atrás, muy
atrás, por su comparativa irrelevancia, el recuerdo de la ‘semana trágica’ de 1919”21. La
hiperinflación desatada al comenzar la última semana de mayo de 1989, es vista como un
fenómeno político inédito en la historia argentina, consecuencia “de la degradación plena
de la autoridad del Estado (que) arrastra en su caída, la totalidad de sus reservas de
divisas y la posibilidad, incluso mínima, de financiar sus gastos con recursos genuinos de
orígen tributario”. Se compara, en tal sentido, con la hiperinflación de Alemania de 1923,
momento en el que “la autoridad de la República del Weimar llega a su extremo más bajo
... (y debía) enfrentar el triple desafío de una insurrección nacional-socialista en Munich,
liderada por Ludendorff y Hitler, una revuelta comunista en Sajonia, destinada a
establecer una “república soviética, y un movimiento separatista en Renania, notoriamente
impulsado por los franceses...”22 .
Los acontecimientos de aquel primer semestre del año 89 fueron, ciertamente, traumáticos
y luctuosos; con una concreta sensación de descontrol social en medio de la ruptura de la
cadena de pagos y de pérdida de las funciones de la moneda. En este análisis se apunta
como factor decisivo a la “ la pérdida absoluta de la autoridad presidencial, y el hecho de
21 Jorge Castro, “No se trata de saqueos por hambre, sino de un fenómeno insurreccional”, El Cronista, junio de 1989. 22 Jorge Castro, “Crisis del Estado e hiperinflación. Tiempo de decisiones: un flagelo de raíces políticas que exige concentrar el poder”, El Cronista, 21/5/89.
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que el poder en la Argentina ha sido licuado cuidadosamente, de modo que sólo existe en
forma dispersa y en pequeñas cantidades, una de las cuales, no siempre la más relevante,
es la del Estado (...) encarnado hoy en un régimen legítimamente democrático y legalmente
constitucional...”. El corolario natural de esta situación es la pregunta por “cuándo
renuncia un presidente agotado, sin autoridad alguna, y cuándo asume el nuevo,
plebiscitariamente elegido por las urnas”23.
Mientras Menem declaraba, a fines de mayo, “no estar aún preparado” para recibir el
gobierno, una serie de pronunciamientos desde partidos políticos, organizaciones
empresarias, la CGT y los medios periodísticos exigían la finalización inmediata del
mandato de Alfonsín. El 11 de junio se conoce la primer definición clara del presidente
electo: “(aguardo) un gesto máximo del presidente Alfonsín, a los efectos de que
disponga la transferencia del poder antes del 10 de diciembre”. Al día siguiente, Alfonsín
anuncia en un mensaje al país “la aceleración del proceso sucesorio”. Reconoce allí que
“el espacio para la acción del gobierno en funciones se encuentra demasiado agotado para
enfrentar con probabilidades de éxito problemas en los que cualquier demora acarreará
mayores padecimientos a todos”.
El 30 de junio, el Secretario General de la Presidencia entrega al presidente del Senado la
nota por la cual el presidente de la Nación “resigna” su cargo ante la Asamblea Legislativa.
Alfonsín explica así los motivos: “Mi conciencia exige que intente atemperar los
sacrificios del pueblo mediante el mío personal, sin provocar demoras que puedan
entorpecer la transición entre dos gobiernos igualmente democráticos. Por ello, ejerciendo
la suprema responsabilidad política de anteponer el bienestar del país a cualquier otra
consideración, he decidido resignar, el 8 de julio de 1989, el cargo de presidente de la
Nación con que el pueblo argentino me honrara desde el 10 de diciembre de 1983”.
Ocho días más tarde, juraba Carlos Menem y asumía la presidencia en una situación
bifronte, definida como de “consolidación democrática y disolución del Estado”: “La
respuesta a la hiperinflación tiene el mismo sentido que la causa que la origina: es
esencialmente política. Consiste en restaurar la autoridad del Estado concentrando las
decisiones en un núcleo explícito de nítida referencia”24. En su discurso de asunción ante la
Asamblea Legislativa, Menem traza, párrafo tras párrafo, la línea de ruptura con el pasado
y su aspiración a encarnar la síntesis de un “gran rencuentro nacional”: “Sobre estas ruinas
construiremos el hogar que nos merecemos. Sobre este país quebrado levantamos una
patria nueva(...) La Argentina está rota. En esta hora histórica comienza su reconstrucción
entre todos (...) Se terminó definitivamente el país del ‘todos contra todos’. Comienza el
país del ‘todos junto a todos’(...) En estas horas (los argentinos) viven instancias difíciles,
dramáticas, decisivas y fundacionales como nunca (...) El legado que estamos recibiendo es
el de una brasa ardiendo entre las manos, el de una realidad que quema, que lacera, que
mortifica, que acosa, que urge solucionar (...) Es el momento de eliminar lo caduco y dar
la bienvenida a lo que nace (...) Se acabó el país oficial y el país sumergido. Se acabó el
23 op.cit. 24 op.cit.
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país visible y el país real. Yo vengo a unir a esas dos Argentinas. Vengo a luchar por el
reencuentro de esas dos patrias”.
La trama discursiva describe la transición entre el ascenso dramático al gobierno y la
preparación de las condiciones para comenzar a tomar decisiones difíciles. Pero su densidad
de contenidos remite a otras referencias teóricas a la hora de explicar las razones del
liderazgo excepcional y su relación con la lucha por el poder en un momento de crisis
grave. Entre estas referencias resaltará, particularmente, la de Carl Schmitt.
La influencia del pensamiento schmittiano, curiosamente ajeno hasta entonces a las
tradiciones dominantes en la filosófico jurídica y constitucional argentina, en la batería
argumental de justificación política a fines de los años ‘80, se ve impulsada por dos
factores convergentes. Por un lado, la necesidad de reforzar el discurso de legitimación del
poder presidencial en la conducción del Estado, frente a la impotencia de la legalidad
democrática en controlar una situación de desborde. Por otro lado, una relectura de la
transición democrática y de la crisis que acompañó el último tramo del gobierno radical en
la que se agregan elementos del tradicionalismo justicialista, de la modernización operada
por la renovación peronista y el ya descripto alistamiento ideológico en clave gramsciana
“de derecha” para la formación de este nuevo “bloque de poder”.
A pesar de que no se conoce ni se esgrime una influencia directa, resulta difícil no encontrar
una estrecha y profusa utilización de la teoría schmittiana en la filosofía del poder que
acompaña el inicio de la presidencia de Carlos Menem:
a) La definición del "soberano" como "quien decide sobre el estado de excepción" y
representante del pueblo en su unidad, por encima de los intereses parciales y la lucha de
los partidos políticos 25.
b) La defensa del presidencialismo como expresión y custodio de la unidad del Estado y la
crítica del parlamentarismo "partidocrático" y pluralista.
c) La idea de que el orden jurídico reposa sobre una decisión y no sobre una norma (la
legitimidad como decisión política y la legalidad como ordenamiento normativo derivado
de aquella decisión).
d) La distinción entre norma jurídica y existencia política del Estado, entendida ésta como
la unidad política de un pueblo.
e) La noción de que una Constitución no se apoya en una norma como fundamento de
validez, sino en una decisión política como fundamento de su legitimidad.
En síntesis; la introducción de la idea gramsciana del Príncipe moderno y de la teoría
schmittiana de la decisión excepcional en tiempos de emergencia, como momento
fundante del orden político, puede ser abordada como una novedad histórica tributaria
de la hiperinflación y de la debacle del proyecto político-constitucional reformista de 25 “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” comienza escribiendo Schmitt en su “Teología Política”, en 1922, y agrega: “la decisión sobre lo excepcional es la decisión por antonomasia”. Antes, en su libro La Dictadura (1921), Schmitt sostiene que “la soberanía, es decir, el Estado mismo consiste ... en determinar con carácter definitivo qué son el orden y la seguridad pública cuando se han violado...”.De este modo, “todo orden descansa en una decisión, y también el concepto del orden jurídico...”.
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orientación más parlamentarista que encarnaba el gobierno radical y compartía un sector
del peronismo. La elección de Carlos Menem en 1989 es interpretada a la vez como
consagración del nuevo liderazgo, restauración de la idea del “movimiento nacional”
y establecimiento de una nueva alianza entre capitalismo y democracia . El sistema
jurídico-constitucional y todos los dispositivos procedimentales del sistema democrático
quedarán, a partir de entonces, subordinados a una premisa superior, la “refundación del
Estado” y la legitimación presidencialista .
Luego de una elección presidencial, caracterizada como “plebiscitaria”, el líder carismático
deviene jefe presidencialista (Martuccelli D., Svampa M.., 1997). El primer tramo de la
gestión Menem se caracterizará por una batería de medidas espectaculares: “paquetazos de
leyes” (emergencia económica, reforma del Estado, privatizaciones, penal tributaria,
estupefacientes), desregulación drástica de los mercados, eliminación de los instrumentos
de intervención estatal en la economía, indultos para los comandantes militares de la última
dictadura que habían sido condenados por la Justicia, etc. El establecimiento del Plan de
Convertibilidad y la estabilización monetaria afirmarán más tarde el nuevo bloque de poder
resumido en la alianza entre un presidente plebiscitado y “supremo decisor” y el
“establishment” económico: un nuevo Príncipe moderno y “las fuerzas del mercado”.
“La respuesta a la hiperinflación tiene el mismo sentido que la causa que la origina: es
esencialmente política. Consiste en restaurar la autoridad del Estado concentrando las
decisiones en un núcleo explícito de nítida referencia, que, contando preferentemente
con el respaldo de la opinión pública, proceda a recortar el gasto público en la medida de
los recursos genuinosde orígen tributario de que se disponga, liberando luego los precios en
el momento en que cambia la moneda”26.
El “decisionismo” de nuevo cuño, construído y desarrollado a partir de 1989, logra dar
cuenta precísamente de esta relación problemática entre construcción-restructuración del
Estado y consolidación democrática. Y lo hace subordinando la segunda a la primera y
aquella al liderazgo presidencial. Los años 90 mostrarán de qué forma la fórmula
decisionista resuelve la crisis del modelo estatal cuyo indicador extremo fue la
hiperinflación que acompañó al recambio de gobierno del radicalismo al justicialismo; pero
encuentra, al cabo de una década, la misma limitación para resolver la crisis de régimen
político en el momento de enfrentar el problema de la sucesión.
El conflicto entre tradiciones políticas en la Argentina contemporánea.
Una corriente central de nuestra historiografía contemporánea ha interpretado los itinerarios
de la política argentina como signados por un conflicto irresuelto entre dos grandes
tradiciones ideológicas en el seno de sus élites dirigentes (Halperín Donghi, T., 1995;
Floria, C., 1994; Agulla J.C., 1988). Dicho conflicto se fundaría en diferentes nociones
sobre la legitimidad, entendiendo la misma, como la creencia compartida entre gobernantes
y gobernados acerca de las reglas del orden político y sobre valores centrales, a los que 26 Jorge Castro, op.cit.
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también podemos denominar “fines últimos”. En otros términos, la noción de legitimidad se
nutre de una concepción de modelo ideal de sociedad y de sus principios políticos de
convivencia, entre los cuales están las reglas para la elección y la sucesión de los
gobernantes (Botana N., 1988).
A grandes rasgos, este conflicto estará dominado por la contraposición entre una tradición
liberal-conservadora, de raíz burgués-oligárquica, y otra nacionalista antiliberal, de raíz
oligárquico populista, que tendrá como ejes principales la contradicción entre una
concepción de la organización política y social fundada sobre los individuos y otra
interpretación de tipo organicista; la concepción del Estado como una entidad de carácter
“contractual”, frente a una noción del Estado como entidad “natural”. Distintas
interpretaciones sobre las modalidades de representación, darán lugar al desarrollo de dos
modelos contrapuestos de democracia. Por un lado, el liberal-representativo; por otro, el
organicista (Zanatta L., 1996).
De todas maneras, podría reconocerse como común denominador de orígen el carácter
oligárquico y reaccionario de ambas tradiciones políticas. En primer lugar, dada la
subordinación de una concepción de carácter participativo-deliberativo a la centralidad de
las élites políticas en un caso, y al ejercicio de un tipo de liderazgo político de carácter
caudillístico, por el otro. En segundo lugar, debido a la prevalencia de un espíritu defensivo
respecto a los fenómenos emergentes, vistos éstos como amenaza o distorsión de una
historia “que viene del pasado” y a la que sería preciso preservar.
La Argentina moderna, aquella de la integración pujante a la economía internacional y del
aluvión inmigratorio de la segunda mitad del siglo diecinueve, surgiría bajo el signo de una
hegemonía de las ideas liberales y positivistas. Una consecuencia principal de la forma en
que se fraguó este proceso fue la sustancial exclusión del catolicismo como argamasa del
cuerpo social, tal como lo había cultivado la tradición caudillista desde los tiempos de la
Emancipación, como herencia, a la vez, de la colonia.
Esta vertiente católica y tradicionalista se encontró desplazada del sistema institucional
forjado por el liberalismo, cuando el país enfrentaba una transformación, entre el ´800 y el
´900, que iba a revolucionarlo. Al mismo tiempo, excluída del Estado, su fragilidad en el
nivel de la sociedad civil le impedía competir de manera eficaz con la hegemonía liberal.
De esta situación nació, a principios del siglo XX, en correspondencia con la cada vez
más evidente crisis de la hegemonía liberal, una visión fundada en un espíritu reaccionario
o restaurador. Estos sectores reaccionaron frente a lo que habían entendido como una
exclusión del sistema institucional y social haciendo de esta exclusión un factor central de
su propia identidad. De esta actitud intransigente, antiliberal, importa aquí destacar como
aspectos fundamentales la invención de la tradición católica de la nación y los intentos de
“cristianización” del Estado. La invención de una tradición nacional católica respondía al
intento de redefinir la identidad nacional sobre bases confesionales, apelando a un pasado
mítico de armonía social que se suponía fruto de los vínculos sociales tradicionales,
naturales, propios de un “orden cristiano”.
Es que las primeras décadas del siglo XX vieron crecer , no sólo en la Argentina, sino
también en todo Occidente, una poderosa reacción a una larga época de cambio y
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modernización, dominada por los ideales liberales y positivistas, del progreso y del
universalismo. Este cambio y esta modernización conmovieron antiguos sistemas de
autoridad e identidades consolidadas.Y en muchos casos, entre ellos el argentino, la
reacción a ese proceso encontró su fuerza en la defensa de una identidad tradicional,
articulada alrededor de la religión.
De la superposición entre identidades religiosas y aquellas de carácter secular, derivaría el
nacimiento de fundamentalismos, siendo el mito de la “nación católica” la expresión
ideológica de un fundamentalismo político-religioso (Zanatta L, 1998). La crisis del ‘30,
que desemboca en la primera ruptura del orden constitucional en la Argentina, es la más
clara manifestación de una ruptura de la legitimidad no solo con respecto a las reglas de
sucesión de los gobernantes, sino también en la pretensión de redefinir las bases del
régimen político en relación con los fines últimos de la sociedad.
El peronismo introduce una cuña en este antagonismo intra-élites, al plasmar un tipo de
orden sobre bases de sustentación, a la vez, conservadoras y populares. Por un lado tendrá
como marco de gestación el único movimiento nacionalista que se impone con éxito, tras
el golpe militar-revolución de 1943. Por el otro, logra integrar y dar una identidad política
distintiva a los fenómenos emergentes del sindicalismo laborista, la movilización obrero-
industrial y los movimientos de masas dentro de lo que se definirá como modelo estatal
populista. Sin embargo, pese a provocar un corte entre el nacionalismo popular y el
nacionalismo oligárquico y promover el desarrollo de una “izquierda nacional” que tendría
con el tiempo una considerable influencia en la política nacional, prevalecerá siempre
dentro de este “corpus ideológico doctrinario” una determinante matríz antiliberal, crítica
de la democracia de partidos y persistemente “movimientista” en cuyo trasfondo podrán
hallarse los rasgos de una identidad católica secularizada bajo la forma de ideología de la
Nación (Caimari, L., 1995).
La polaridad liberal-conservadorismo vs. nacionalismo antiliberal, como conflicto
dominante en la ideología de las élites del poder, va a acompañar, asimismo, los dilemas de
cada irrupción militarista en las pugnas por el control del gobierno entre 1930 y 1970. Se
verá así la dinámica de tensión entre una línea “nacionalista-revolucionaria” y otra línea
“liberal-conservadora”, como otra de las manifestaciones de la incapacidad para imponer un
principio de legitimidad política, aún dentro del universo ideológico autoritario (Rouquié,
A., 1978; Rock, D., 1993) .
A estos factores puede agregarse, finalmente, la debilidad de una tradición política de signo
radical (Gargarella R., 1998) -producto de factores de larga data como las prácticas políticas
heredadas del período de la colonización, la hegemonía histórica del poder militar, el rol
preponderante de las ideas organicistas y católicas hasta bien entrado el período de la
organización nacional y un creciente proceso de concentración del poder frente a las
agresiones externas y a los levantamientos internos. Entre estos múltiples indicadores han
de encontrarse las razones que permiten comprender la preponderancia de un estilo de
liderazgo político de signo personalista y, a la vez, tradicionalista, en los momentos de
cambio. Este estilo de liderazgo, que las dos presidencias de Menem reflejarán de manera
notable según la perspectiva aquí expuesta, tendrá directa incidencia sobre las principales
características del diseño institucional argentino, la política de partidos, las relaciones entre
16
los poderes institucionales del Estado y los poderes “fácticos”, extrainstitucionales o
corporativos.
“Viejo” y “nuevo” decisionismo: sobre la filosofía de poder de los años de Menem.
La imposición del decisionismo como teoría del poder y como doctrina de Estado,
encuentra un sustrato cultural e institucional abonado históricamente por la propensión
al protagonismo del caudillo o líder personalista y por la dificultad en incorporar la idea
de un orden político basado en un sistema de reglas de juego permanentes, acordadas
socialmente. Pero se presentará, también, como una fórmula eficiente de salvataje frente
a las crisis, allí donde las tradiciones del pensamiento político moderno acerca de los
fundamentos y formas de legitimación de la soberanía estatal encuentran sus límites
fácticos o suspenden su alcance normativo.
Tanto en su dimensión legal, política o ética, el decisionismo se define, como es sabido,
a partir de una implacable refutación de los principios contractualistas sostenidos por la
tradición liberal. Desde diversos puntos de vista, el decisionismo podría describirse
como su inversión simétrica. Puede derivar en una negación empírica del
constitucionalismo liberal y en un cuestionamiento a su concepción del orden político,
fundada en el ideal de la discusión racional y la armonización entre intereses y valores
conflictivos a partir de instituciones de arbitraje y principios de justicia e igualdad
consagrados y protegidos por instituciones y leyes.
Esta contraposición puede establecerse en distintas polaridades. En el plano jurídico
opondrá la excepción a la norma, la decisión personal a la normatividad impersonal, la
competencia (¿cómo se decide y quién decide?) al contenido sustancial (¿qué se
decide?. En el plano político opondrá la soberanía del Estado al poder difuso y
disolvente representado por la sociedad; el Estado asociado con la guerra y la política a
la moralidad burguesa, la economía y la tecnología; la dictadura presidencial a la
democracia parlamentaria. En el plano filosófico, finalmente, la decisión política a la
discusión pública y crítica (Negretto, G, 1994).
Por otra parte, las teorías políticas “decisionistas” pueden distinguirse por tres rasgos
básicos comunes: atribuyen una importancia central y definitoria a la decisión en las
cuestiones políticas, conciben la soberanía como el poder de decisión definitivo y tienen al
“estado de excepción” (o estado de emergencia) como la manifestación más pura y el
modelo operativo propio de ese poder definitivo (Heller, A., 1989; Schmitt, C., 1984, 1985,
1994; Negretto, G., 1994) 27. El mismo concepto de crisis queda indisociablemente atado, 27 Para una excelente síntesis del pensamiento schmittiano, afín a Schmitt, ver Cagni, Horacio, en el estudio preliminar a “Escritos de Política Mundial”, Ed.Heracles, Bs.As., 1995. También, Luis María Bandieri , introducción a la reedición reciente de “Teología Política”, Ed. Struhuart, 1998. Para un rescate crítico, José Aricó, en el prefacio a la edición de Folios de “El concepto de lo político”, 1984. A estas contribuciones se agregan más recientemente como aporte sustancial la completa revisión de la receptividad de la obra de Schmitt en la Argentina, realizada por Jorge Dotti, en “Carl Schmitt en la Argentina”, Ed.Homo Sapiens, 1990, y el estudio de Julio Pinto, “Carl Schmitt y la reivindicación de la política”, Ed.Universitaria de La Plata, 1990.
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desde su misma ascepción, al de la decisión excepcional; que es tanto más política cuanto
más excepcional sea. En tal sentido, para el decisionismo, la crisis y la decisión política
se implican y precisan mutuamente.
Cabe recordar que la elaboración de Schmitt, como teórico de la dictadura
contemporánea, se desarrolla en un horizonte histórico signado por la crisis del
liberalismo político en la Europa de la primera posguerra, producto de la incapacidad
para dar respuestas institucionales a las transformaciones estructurales derivadas de
la segunda revolución industrial (1870-1914). La crisis institucional y estatal de la
Alemania de la República de Weimar (1919-1932) es epicentro de este gran caldero
histórico que desembocaría en el ascenso del nacionalsocialismo.
La transición del capitalismo de libre mercado a una estructuración monopólica del
sistema capitalista -producto de la intensificación de la competencia externa, el creciente
proceso de cartelización de la economía, con el consecuente predominio de las
burocracias profesionales en los ámbitos público y privado, y la redefinción del rol del
aparato estatal- tuvo una fuerte influencia sobre la crisis ideológica del liberalismo. Los
mencionados cambios estructurales constituyeron una amenaza a determinados valores
sociales y políticos defendidos por el liberalismo del siglo XIX, como la libertad-
entendiendo la misma en un sentido negativo, como resultado de la ausencia de
restricciones institucionales por parte del Estado-, el parlamentarismo democrático –
que, por otra parte, aparecía amenazado por el surgimiento de un movimiento obrero
colectivamente organizado y de los partidos socialistas de masas, en un contexto de
pérdida de confianza de la burguesía en su capacidad para la consolidación de su
proyecto político- y la diferenciación entre las esferas pública y privada, dado el
creciente nivel de interrelación entre Estado y sociedad civil, producto de la creciente
gravitación social del Estado. En definitiva, el concepto de decisionismo permite a
Schmitt dar cuenta de la situación política de su tiempo, definida, en términos
gramscianos como crisis orgánica; esto es “una crisis del estado en su conjunto” que
debe entenderse como un proceso largo, más allá de sus manifestaciones estruendosas
(Gramsci, 1981, 1984)28.
Igualmente relevante es la interpelación radical que hace Schmitt a las pretensiones del
positivismo jurídico de fundar la legitimidad del Estado en un orden legal normativo
impersonal y objetivo, al atribuir a esa pretensión la raíz originaria del derrumbe del
Estado de Derecho parlamentario. Distingue así entre Estados “legislativos”, basados en
un sistema cerrado de legalidad separado de su aplicación , y Estados “juridiccionales”,
“gubernativos” y “administrativos”, según sea la función estatal que predomina en ellos:
la sentencia de los jueces, la voluntad personal soberana y el mando autoritario de un
jefe de Estado, o las ordenanzas de carácter objetivo a través de las cuales “las cosas se
administran a sí mismas”.
28 “En ciertos momentos de su vida histórica, los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales...Cuando tales crisis se manifiestan, la situación inmediatase torna delicada y peligrosa, porque el terreno es propicio para soluciones de fuerza, para la actividadde potencias oscuras, representadas por hombres providenciales o carismáticos”(Gramsci, 1981)
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Tales modelos estatales, clasificados a la manera de “tipos ideales” weberianos y a los
que Schmitt encuentra más fértiles para explicar la realidad estatal que las clásicas
distinciones de la teoría aristotélica entre monarquía, aristocracia y democracia, y, menos
“inocentemente”, más útiles que la antítesis entre dictadura y democracia, tienen cada
uno un tiempo y una correspondiente tendencia política afín.
Así, en épocas de normalidad y concepciones jurídicas estables prevalecerá el Estado
juridiccional y aparecerá una justicia separada del Estado, que será custodia y
defensora del Derecho. En tiempos de grandes cambios o transformaciones
revolucionarias aparecen un Estado gubernativo, o un Estado administrativo, que
pueden apelar, dirá Schmitt, a “la necesidad objetiva, la situación real, la fuerza
coercitiva de las relaciones, las necesidades de la época y a otras justificaciones no
basadas en normas sino en situaciones fácticas” (Schmitt, C. , 1994. p21/30;
Herrera, C., 1994).
Tanto el Estado gubernativo como el Estado administrativo atribuyen una cualidad
especial al mandato concreto que se ejecuta y se obedece sin más. Estos tipos de Estado,
argumentaría el teórico alemán intentando salvar a la Constitución de Weimar
reforzando el presidencialismo con “plenos poderes”, “ponen fin a los alegatos de los
abogados, propios del Estado juridiccional, lo mismo que a las interminables
discusiones del Estado legislativo parlamentario, y reconocen valor jurídico positivo al
decisionismo del mandato inmediatamente ejecutorio...”29 (Schmitt, C., 1994; Herrera,
C.,1994).
Ahora bien; el “nuevo decisionismo” (o “neodecisionismo”) del que se habla en los 90,
tiene importantes diferencias con aquel decisionismo originario descripto y defendido
por Schmitt. Aquel surgía como un momento de reconstrucción de la estatalidad
soberana frente a “la gran transformación” que sacudía y ponía en crisis al paradigma
liberal del capitalismo autorregulado. La gran transformación de los 80-90, el mercado
global y las políticas económicas que lo instituyen y aseguran, muestra en determinados
contextos nacionales o regionales, como el latinoamericano, una afinidad electiva con
formas jurídicas y estilos políticos de cuño decisionista. Aparecería, de este modo, una
nueva estatalidad más permeable, pero no menos activa, que redefine sus modalidades de
relación con la sociedad (Médici, A., 1998).
De este modo, podría afirmarse que el decisionismo “estatalista”de los años 20 y 30
deviene decisionismo “gubernativo” y antiestatista, o desestatizante, en los años 80 y
90. El primero fue consecuencia del fenómeno de masas, la industrialización sustitutiva, la
búsqueda del pleno empleo, las presiones del proletariado, el desafío totalitario, las guerras
29 Otros países vivieron circunstancias y procesos semejantes a comienzos de la década del 90, tanto en América latina como en Europa del Este. Bolivia, durante las presidencias de Jaime Paz Zamora y Gonzalo Sánchez de Losada; Brasil, con Fernando Collor de Mello; Ecuador, con León Febrés Cordero, Sixto Durán Ballén y el efímero Abdalá Bucaram; y, en Polonia, Lech Walesa, reflejaron la tensión entre liderazgos presidenciales no tradicionales, con sesgos autoritarios o populistas, pugnando por imponerse sobre Parlamentos adversos. La combinación de sistemas presidenciales con representación proporcional en el Congreso influyó fuertemente en dicho conflicto. En estos casos, el resultado les fue adverso y el decisionismo presidencialista abortó o fue limitado, con consecuencias igualmente complejas para la gobernabilidad.
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mundiales y los paradigmas de la cohesión social. Este nuevo decisionismo, por contraste,
aparece como respuesta al desafío de la globalización, la crisis del empleo, la rebelión de
las élites, la descomposición de los sistemas cerrados, la crítica de las estructuras de
representación institucional y de los grandes relatos colectivos y el predominio de los
paradigmas de la liberalización. Uno y otro, sin embargo, coinciden en un aspecto: en
ambos casos, se trata de fórmulas surgidas a partir de una reacción, que se produce desde
los centros políticos estatal-nacionales, a impactos provenientes de la transformación del
escenario global.
En tanto el discurso de legitimación del “orden neoliberal” se sostiene en la liberación
de energías y fuerzas contenidas –las del capital regulado por el Estado o contrapesado
por las fuerzas del trabajo organizado- presupone que tal liberación puede generar
situaciones de crisis, resistencias a sus efectos perniciosos y puntos de ruptura. Es decir,
situaciones que desde la escala nacional aparecen como casos críticos y deriven en
estados de excepción. Por eso, el establecimiento de tal modelo de organización social
basado en el funcionamiento libre del mercado, precisaría de mecanismos de
autoestabilización, de control. Es en ese sentido que una legitimación eficientista y una
gestión decisonista pueden ayudar tanto para desmontar el aparato estatal regulador y
prestador de servicios como para neutralizar los casos críticos y las resistencias a dicho
desmantelamiento.
El nuevo intervencionismo del Estado, necesario para garantizar el establecimiento de
reglas de juego capaces de desencadenar “las fuerzas libres y espontáneas del mercado”,
aparece acompañado por dos lógicas contradictorias de legitimación y, por lo tanto, por
un nuevo balance entre legitimación/represión. El orden del mercado se caracteriza por
conformar una soberanía difusa en los aspectos político-sociales y por manifestarse
solamente en forma espectral en la esfera pública estatal. Por lo tanto, no puede
legitimarse sino a partir de una lógica eficientista para conjurar una crisis que, por otra
parte, es advertida como la única alternativa posible a las políticas neoliberales. Frente a
esa lógica los procesos deliberativos y órganos de control horizontal se muestran como
ineficaces y perversos. De ahí que la legitimación democrática pueda ser considerada
como contradictoria con la legitimación eficientista del mercado. Pero aún así; el
descontento frente a la ineficiencia y obsolescencia del aparato estatal se constituye
inicialmente como una masa crítica de aquiescencia social y, en última instancia, de
legitimación para formas de “ejecutivismo decisionista” ensayadas y practicadas desde
las presidencias.
Se genera, en efecto, una demanda de decisión eficaz previa a la imposición de la misma.
Sobre tal demanda, incluso exacerbándola, trabaja el argumento decisionista. Lo hace,
conjugando la metáfora social del mercado, propia del liberalismo utilitarista, con la
teoría elitista de la democracia, sostenida por el neoconservadorismo, y
sobreimprimiendo ambas al imaginario político clásico del populismo.
Se entiende a la democracia, por un lado, como marco de competencia entre gestores de
lo público que permite seleccionar élites eficientes. Y contrariamente a otra vertiente del
pensamiento liberal, más centrada en torno a ideas como la deliberación colectiva, el
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gobierno representativo de la mayoría y la ciudadanía activa, se considera que la
democracia como representación plural de voluntades resulta una abstracción iluminista
y hasta puede llegar a significar un peligro.
Asimismo, se defenderá la desvinculación entre representantes y representados como un
modo de reducir las inevitables discrepancias de la democracia directa. En la tradición
elitista éste era el argumento republicano de la representación política, en el sentido en
que el Parlamento limita y homogeneiza las alternativas, sea porque los parlamentarios
son pocos y más afines socialmente o porque conforman un cuerpo calificado para
resolver racionalmente y arribar a juicios compartidos, alejados de “los rumores de la
plebe”. La democracia sólo funciona, en esta perspectiva, si se garantiza que los
parlamentarios, en sus decisiones, sean independientes de todo control y compromiso
específico con los votantes. Una vez elegidos, toman sus decisiones según su parecer.
Para esta argumentación elitista, en la que convergen las posiciones neoliberales y
neoconservadoras, la democracia funcionará mejor en la medida en que se restrinjan los
problemas de agregación de intereses y demandas, estrechando las opciones abiertas y
manteniendo, así, la “racionalidad” del comportamiento entre los actores y su capacidad
para tomar decisiones adecuadas. El razonamiento, como se observa, puede asimilar “la
democracia”al “mercado” y llegar a la conclusión de que el mejor modo de limitar lo
susceptible de ser votado o decidido es a través de una normativa que sustraiga de la esfera
de la deliberación y las fluctuaciones políticas el funcionamiento de la economía u
otorgando el monopolio de ciertas decisiones a instituciones y mecanismos en donde no
funciona la democracia; sea, por ejemplo, vía la ampliación de facultades presidenciales
delegadas o, en otros casos, la completa autonomía de los Bancos Centrales (Ovejero
Lucas, F., 1997; Dubiel, H., 1993; Taguieff, P., 1996; Piccone, P., 1996) ).
Pero por otro lado, la amalgama se completa con una figura presidencial portadora de la
promesa de conciliar la modernización económica, la identidad cultural y el poder político;
de volver a unir lo que está fragmentado y suplir las distancias que separan al pueblo de las
élites. A dicha figura se le conceden todos los rasgos atávicos de la cultura política
personalista y la identificación con los liderazgos carismáticos portadores de la promesa de
certidumbres en la imaginación colectiva. La gran contradicción –y paradoja- se manifestará
en el momento en que precisamente el mayor poder discrecional y la mayor concentración
del poder se conviertan en la mayor garantía y, a la vez, en la mayor debilidad y amenaza,
para la seguridad jurídica y la confianza macroeconómica de los mercados.
Crisis estatal, neodecisionismo y crisis de representación: un repaso a las
perspectivas teóricas en la Argentina
Durante la década del '80, el tratamiento del tema de la representación política aparece
dentro del marco de la democracia como eje central, con especial énfasis en el rol de los
partidos políticos y del sistema de partidos como protagonistas centrales del proceso
democrático, así como también, en tanto objeto de la reflexión teórica acerca del poder y de
los procesos de toma de decisiones.
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La inserción de la nuevas democracias de América Latina en un contexto internacional
caracterizado por la hegemonía ideológica y política del neo-conservadorismo en los
Estados Unidos e Inglaterra y del neo-liberalismo económico en los países de Europa
continental, en forma paralela con la crisis y descomposición del régimen social de
acumulación imperante en nuestro continente, dio lugar a diversas reformulaciones y
modelos de abordaje.
Una primera línea de investigación puso el acento en caracterizar las nuevas
modalidades de representación, a partir del concepto de “neo-populismo”; no solo como
expresión de carácter institucional, sino también como principal sustento en la
implementación de políticas de ajuste estructural en las democracias latinoamericanas
jaqueadas por la crisis terminal de los modelos estatalistas de desarrollo.
La transgresión programática apareció entonces como un elemento innovador en la
tradición política de los populismos en Latinoamérica. Los cambios iniciados en la
Argentina a partir de 1989 fueron una muestra elocuente de ello. El proceso de
privatización de servicios en manos del sector publico, y la búsqueda de distintos
mecanismos de desregulación de las relaciones sociales, como la flexibilización laboral,
se planteaban como una ruptura con las políticas tradicionales del peronismo, para las
cuales el Estado se constituía como un actor central en el proceso de producción de
bienes y servicios y ejercía, además, una suerte de tutelaje social a fin de garantizar el
ejercicio de los derechos sindicales y políticos (Torre, J.C., 1994, 1998; Yannuzzi, M.,
1995; Cavarozzi, M., 1997 ).
La carencia de un discurso político movilizador fue otro de los elementos que se
destacaron. No habría aquí una definición, a diferencia de lo que ocurría con el
peronismo histórico, de un antagonismo irreductible entre enemigos políticos, ni el
trazado de una divisoria de aguas nítida respecto de un sector social (“la oligarquía”) o
ideológico (“la derecha”, “el marxismo”), encontrándose los enemigos de manera
difuminada fuera de la política (especuladores, narcotraficantes,etc) o fuera del tiempo
histórico (“aquellos que ya fracasaron”). En forma congruente con tales características
del discurso el líder cumpliría aquí el papel de figura política protectora, como un
personaje sin aristas ideológicas definidas, que evita el conflicto con sus interlocutores y
se coloca por encima de la clase dirigente y sus alineamientos.
La constitución de alianzas de amplio eclecticismo desde el punto de vista ideológico, y
básicamente guiadas por el pragmatismo, en el periodo post-electoral, es una tercer
característica. Ello ocurrió de distintas formas en gran cantidad de países. En la
Argentina dió lugar a la convergencia entre el justicialismo y el liberalismo conservador,
plasmada en el “menemismo”. En Perú produjo la liquidación del sistema político
tradicional y el surgimiento de una élite de dirigentes “apolíticos” pero ligados
directamente por su lazo de lealtad incondicional al Presidente. En Bolivia motivó
coaliciones impensadas entre derechas e izquierdas y finalmente otro tanto ocurrió en
Venezuela en medio del derrumbe de su sistema político. En líneas generales la lógica de
estas mutaciones estuvo guiada por el hecho de que la estabilidad del sistema político
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pasó a sostenerse fundamentalmente sobre una coalición de fuerzas que conformaban, o
aspiraban a conformar “el partido del orden y las reformas”. Los bloques políticos más
previsibles abrieron el camino hacia el gobierno a estas alianzas de nuevo cuño y
generaron correlativos realineamientos en las fuerzas opositoras. En estos casos, aquellas
concertaciones politico-partidarias imaginables para un transición progresiva, y que
habían sido una parte obligada de la reflexión sobre la transición, cedieron su lugar a
alianzas pragmáticas o recomposiciones ulteriores que fueron producto de los nuevos
clivajes.
Alianzas eclécticas, desmovilización y desactivación pronta del conflicto con
propagación massmediática de consensos difusos o “llamadores episódicos de atención”
y transgresiones programáticas, son todas características de ese híbrido que puede caber
bajo la fórmula de un “nuevo populismo”. Algunos teóricos verán un “populismo de
nuevo cuño”. Otros llegarán a plantear que se está frente a una verdadera
“contrarrevolución política”
“Según Joseph de Maistre, contrarrevolución no es una revolución de signo contrario,
sino lo contrario de una revolución. Es lo contrario porque para conquistar y ejercer el
poder recurre literalmente a recursos y procedimientos contrarios a los de una
revolución. Si el peronismo fue una revolución movilizacionista, cuasi corporativista y
estatista, como otras revoluciones desde la mexicana a la rusa, el peronismo con
Menem, enancado en la legitimidad democrática restaurada ofrece al espectador el
espectáculo de una revolución ‘a la de Maistre’. No moviliza, desestatiza y
simultáneamente desprivatiza el Estado. Si el peronismo creó una clase obrera fuerte y
una burguesía débil, el menemismo pareció haber fortalecido a la burguesía y
debilitado al sindicalismo.
Solo una adecuada comprensión del peronismo, como eje o federador del apiñamiento
centrípeto que exhibe el sistema partidario argentino, síntesis de partido atrapatodo
catch all y videopolítica, hace posible explicar esta transformación”( Kvaternik, E,
1995).
Desde una perspectiva diferente, y ya en clave ideológica y apologética, se coincidirá, sin
embargo, en la caracterización de esta “revolución conservadora”, interpretando que
“la mayoría de las revoluciones han sido ‘revoluciones desde arriba’ (como fue) el caso
de Napoleón III en Francia o de Bismarck en Alemania” (Castro, J. , 1998. p213/225).
Se compara al “bonapartismo” y el “bismarckismo” con el peronismo en la Argentina y
se sostiene que, en todos los casos, su carácter revolucionario está dado por un liderazgo
que logra la suficiente cohesión social para afrontar y resolver desde el Estado, “en cada
momento histórico, el desafío central de la época”: “Entre 1945 y 1955, el peronismo
enfrentó y resolvió, con la fuerza de una revolución social desde abajo expresada en la
fuerza del 17 de Octubre, el desafío de la incorporación del mundo del trabajo al
sistema de decisiones políticas. A partir de 1989, con el liderazgo de Menem, enfrentó y
resolvió, con una profunda transformación estructural realizada a través de una
‘revolución desde arriba’-fundada en el consenso y la legitimidad democrática- la crisis
de gobernabilidad que agobiaba al país desde 1955”(Castro J., 1998).
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Este análisis encuentra sustento en el carácter incluyente en lo social y movilizador en
lo político del viejo populismo. Pueden encontrarse también esos mismos atributos y
recursos en este “nuevo populismo”; en su capacidad para garantizar la movilización
de la ciudadanía a través de la representación/escenificación massmediática en eficaz
reemplazo de las modalidades tradicionales de movilización política de masas. El
caudillo que moviliza y lidera el descontento frente a la política des-estatizada, se
transforma, una vez en el poder, en el Presidente que repolitiza al Estado encarnándose
él mismo en su expresión unívoca (Cheresky, I., 1998; Palermo V. y M. Novaro,
1996; Nun, J., 1994; Borón, A., 1995).
Una segunda línea de análisis prefirió poner el acento en el carácter "delegativo", no solo
de las democracias, sino también de los mecanismos de representación en las sociedades
democráticas. Esto supone el desplazamiento de un tipo de estrategia, con anclaje en los
partidos y el sistema de partidos, a un estilo de representación que privilegia la acción de
liderazgos providenciales en situaciones de excepción:
"Las democracias delegativas crecen sobre una premisa básica: el que ... gana la
mayoría en las elecciones presidenciales (las democracias delegativas no congenian
demasiado con los sistemas parlamentarios) esta facultado para gobernar el país como
crea conveniente, y hasta tanto lo permitan las relaciones de poder existentes, por el
término en que ha sido elegido. El presidente es la encarnación del interés nacional, el
cual en tanto presidente, es de su incumbencia definir. Lo que hace en el gobierno no
necesita parecerse a lo que dijo o prometió durante la campaña electoral: está
autorizado para gobernar como lo crea conveniente...”30.
La utilización del término “democracia delegativa” implica un intento de repensar los
regímenes políticos instaurados durante las últimas dos décadas, alejado de los
parámetros que permiten definir a las democracias institucionalizadas propias de los
países capitalistas desarrollados. Al respecto, Guillermo O’Donnell, puntualiza que
“ al usar el termino ‘delegativa’ me refiero a una concepción y práctica del poder
ejecutivo según la cual por medio del sufragio se le delega el derecho de hacer todo lo
que le parezca adecuado para el pais. Tambien demuestra que las democracias son
intrinsecamente hostiles a los patrones de representación normales de las democracias ,
a la creación y consolidación de las instituciones políticas y, especificamente, a lo que
denomino “rendición de cuentas horizontal”. Con esto me refiero al control de la
validez y legitimidad de las acciones del ejecutivo por parte de otros organismos que
son razonablemente autónomos de aquel”.
Otro aspecto que se destacará es la coexistencia de valores e instituciones políticas de
carácter democrático y autoritario , situación que se describe en los siguientes términos:
30 O’Donnell, Guillermo (1993).
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“Estados ineficaces coexisten con esferas de poder autónomas y con base territorial.
Estos Estados son incapaces de asegurar la efectividad de sus leyes y sus políticas a lo
largo del territorio y el sistema de estratificación social. Las regiones periféricas al
centro nacional (que por lo general sufren mas las crisis económicas y cuentan con
burocracias mas débiles que el centro), crean (o refuerzan) sistemas de poder local que
tienden a alcanzar grados extremos de dominación personalista y violenta (patrimonial
y hasta sultanista, en la terminologia weberiana), entregados a toda suerte de prácticas
arbitrarias. En muchas de las democracias que están surgiendo, la efectividad de un
orden nacional encarnado en la ley y en la autoridad del estado se desvanece no bien
nos alejamos de los centros nacionales y urbanos”
La crisis del Estado, en tanto representación de legalidad, y la consecuente incapacidad
para hacerla cumplir en forma efectiva, lleva a la construcción de una democracia con
una “ciudadanía de baja intensidad”, cuyo significado es el siguiente:
“en muchas ‘zonas marrones’ se respetan los derechos participativos y democráticos de
la poliarquía, pero se viola el componente liberal de la democracia. Una situación en la
que se vota con libertad y hay transparencia en el recuento de los votos pero en la que
no puede esperarse un trato correcto de la policía o la justicia, pone en tela de juicio el
componente liberal de esa democracia y cercena severamente la ciudadanía. Esta
bifurcación constituye el reverso de la compleja mezcla de componentes democráticos y
autoritarios en estos Estados”.
Algunos autores plantearán que la descripción del "nuevo animal teórico" al que hace
referencia O‘Donnell no es otra cosa que un subtipo de los modelos schumpeteriano y
utilitarista de democracia (Respuela, S., 1996); esto es, aquellos que entienden a la
democracia en su definición restringida como régimen político que permite la rotación
electiva de las élites políticas en el ejercicio del gobierno.
Podrá sostenerse, en efecto, que las democracias institucionalizadas de los Estados
Unidos y Europa Occidental también han visto instalados liderazgos políticos fuertes a
partir de los años ´80 (Pinto, J., 1996). Fue el caso de Ronald Reagan en Estados
Unidos, Margaret Thatcher en Inglaterra, Felipe González en España, Helmut Kohl en
Alemania, y Francois Miterrand en Francia. También podrá defenderse con verosimilitud
que tal fórmula política de democracia presidencialista en Latinoamérica no es sino la
comprobación de un exitoso proceso de “normalización” de sistemas políticos
constitucionales que, por primera vez en su historia, pudieron conjugar su legitimidad
con su eficacia en términos de gobernabilidad, tras décadas de golpismo, militarismo e
inestabilidad política. En circunstancias de crisis económica o social grave, tal
hiperpresidencialismo puede echar mano a sus atributos excepcionales sin que ello
signifique un manejo autocrático y discrecional (Maurich, M y Liendo, G., 1998).
Al aporte sustancial que han dado las perspectivas relevadas a la elaboración de un
modelo comprensivo de análisis del tipo de democracia que se fue moldeando al calor de
este “clima de época”, puede agregarse el del papel que han tenido la práctica
decisionista de liderazgo presidencial y, sobre todo, sus presupuestos filosóficos e
ideológicos y la concepción política que lograron imponer. En este caso, lo que se
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sostiene es que detrás de la problemática del Estado, la crisis de la política y de sus
grandes relatos explicativos ha actuado, paralelamente, un denso proceso de re-
politización. Dicha apropiación de sentidos estaría justificada por la necesidad de una
legitimidad supletoria fuerte frente a la dispersión de las estructuras de autoridad y de
la capacidad sustantiva de decisión y a la demanda colectiva de estabilidad y seguridad
en el marco de una retirada del Estado respecto de la economía y la
regulación/articulación de las relaciones sociales..
Este trasfondo ideológico es el que nos permite pensar al “neodecisionismo” de los años
90 como una fórmula que trasciende e implica estilos de gobierno y estrategias de
decisión para encarar procesos de cambio31.
La reforma del Estado y la construcción de un nuevo modelo estatal: la legitimación
ideológica de la doctrina jurídica y de los juristas gubernamentales
“No hay cosa que pueda honrar tanto a un hombre que se acaba de elevar al poder como las nuevas leyes y las nuevas instituciones ideadas por él, que si están bien cimentadas y llevan algo grande en sí mismas, lo hacen digno de respeto y admiración. “Las dificultades nacen de las nuevas leyes y costumbres que se ven obligados a implantar para fundar el Estado y proveer a su seguridad. Pues debe considerarse que no hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes. Se explica: el innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo orígen es, por un lado, el temor a los que tienen de su parte la legislación antigua, y por otro, la incredulidad de los hombres, que nunca se fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos.”
Maquiavelo, “El Príncipe”, capítulos XXVI y VI. (Extractado por Roberto Dromi en el encabezado de “Nuevo Estado, Nuevo Derecho”, Ed. Ciudad Argentina, Bs.As., 1994)
Las leyes 23.696 y 23.697/89, “de Reforma del Estado y Reestructuración de Empresas
Públicas” y “de Emergencia Económica”, con las que arranca la gestión de Carlos Menem
en 1989, constituyen el punto de partida para el intento de establer un nuevo modelo
estatal. Con estos dos megainstrumentos jurídicos se pretenderán redefinir, en un contexto
sociopolítico signado por la crisis del Estado -fiscal y de autoridad-a la vez que
económica -recesión más inflación-, y social -desintegración de lazos sociales, inseguridad
colectiva- (Palermo V. y M. Novaro, 1996), las relaciones históricamente existentes entre
Estado, mercado y sociedad civil a partir de la segunda posguerra32.
Dotti encuentra en el pensamiento de Schmitt la apertura una línea de reflexión crítica del economicismo neoliberal y
de las visiones sistémicas cerradas o deterministas de las relaciones humanas. Desprende de ella la reivindicación de un activismo democrático-republicano que entiende la decisión política como una acción libre y reflexiva que conlleva siempre una dimensión de antagonismo, conflicto y crisis (Dotti, 2000). Pinto, por su parte, rescata también al crítico de las neutralizaciones que pretenden despolitizar las acciones humanas y observa al descisionismo de Schmitt como una relaboración del liderazgo político democrático a propósito del cual dedicara su reflexión Max Weber (Pinto, 2000).
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Para alcanzar dicho objetivo, estas leyes concedieron al Ejecutivo la facultad de legislar por
decreto la implementación de las nuevas políticas, entre otros aspectos: 1) a despedir y
prescindir de los empleados públicos. Estos gozaban de estabilidad por mandato
constitucional .Sin embargo, la Corte Suprema admitirá esta facultad y reconocerá que debe
pagarse una indemnización especial; 2) derogar por decreto todas aquellas leyes que
otorgaran privilegios, monopolios y prohibiciones discriminatorias que impidieran la
privatización de empresas públicas; 3) acelerar el trámite de las contrataciones de bajo
monto, determinando el número y valor de las unidades de contratación; 4) rescisión los
contratos de obra pública por motivos de fuerza mayor. La situación de crisis por la que
atravesaban las finanzas públicas sería un hecho imputable a la propia administración; 5)
suspender la ejecución de sentencias contra el Estado por el plazo de dos años a partir de la
entrada en vigencia de la ley. Al respecto, la jurisprudencia sentaba dos principios rectores:
a) El tiempo que durara la suspensión del plazo debía ser razonable. b) La sentencia solo
podría ser suspendida cuando su ejecución impidiera el cumplimiento de fines estatales. En
estos casos, el Estado debería hacerse cargo de la desvalorización monetaria y de los
intereses correspondientes. Asimismo, se otorgaban concesiones de explotación a
particulares para la conservación o mantenimiento de obras públicas existentes (Vitolo A.,
1989). Las leyes de Reforma del Estado y de Emergencia Económica establecen el estado
de emergencia económica administrativa y legitiman el poder de policía del Estado
(Morello M., 1989).
Es interesante analizar de qué manera la justificación del nuevo diseño estatal se manifiesta
en el discurso jurídico de la época. La premisa de la que se parte de manera predominante
es que los procesos de transformación del Estado, especialmente en Europa occidental, han
obedecido desde la segunda mitad del siglo veinte a “exigencias de la realidad más que a
cuestiones propiamente ideológicas”. En los países latinoamericanos, esta experiencia
coloca el acento principal en los intentos de transformar las administraciones públicas. El
punto inicial, según esta perspectiva jurídica, estuvo dado en la quiebra del llamado “Estado
Benefactor”, cuyo principal efecto práctico implicó la toma de la conciencia social contra el
intervencionismo y la asunción estatal de roles propios de los particulares. Se avanza
entonces hacia lo que se denominó “Estado Subsidiario”, lo cual no significaría, según
varios autores, una ruptura total con los modelos anteriores, sino el abandono de aquellos
ámbitos reservados a la iniciativa privada, en forma gradual o acelerada. No se trataría, en
suma, de recrear un Estado débil o mínimo, sino de reafirmar su autoridad y eficiencia en
las funciones que le incumben: educación, salud, seguridad y defensa (Cassagne J. C.,
1990).
Dicha perspectiva se preocupó por rescatar el caracter a-ideológico de esta estas reformas
(Gigena Lamas A., 1990). Las mismas responderían, así, a la necesidad de hacer frente a los
desafíos derivados de las consecuencias de la acción institucional del Estado (Pinard G.,
1990). Por eso, se trataba de tender hacia el mejoramiento de la perfomance económica de
32 “La emergencia institucional por la que atravesaba el país requería de un instrumento legal que posibilitara encontrar un camino idóneo para encauzar el estado crítico terminal de toda la administración pública y su proyección en lo económico-social(...) Pero la razón de ser (de estas leyes) va más allá de la declaración de emergencia. Contiene un plan de Reforma del Estado basado en la recuperación del riesgo empresario, el derecho a la iniciativa privada, la desarticulación de la burocracia estatal, el fin de los avales estatales...” (Roberto Dromi, “Nuevo Estado, Nuevo Derecho”, Ed.Ciudad Argentina, Bs.As., 1994. P.95)
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los activos o de las funciones implicadas, la despolitización de las decisiones económicas,
la generación de recursos a través de la venta de entes estatales; la reducción del poder de
los sindicatos en el sector público y la promoción del capitalismo popular a través de una
más difundida propiedad de los activos.
Sin embargo, los ideólogos y juristas del hiper-presidencialismo avanzaron bastante más
allá de la idea de “normalización administrativa” del Estado para el correcto cumplimiento
de sus funciones específicas.
Por cierto, cabe destacar el rol que le cupo a la Corte Suprema de Justicia, al otorgar
legitimidad institucional al proceso de reconversión económica iniciado a partir de 1989.
En abril de 1990, el supremo tribunal fue ampliado de cinco a nueve miembros (ley 23.774)
con el objetivo aducido por el gobierno de dotar de mayor celeridad a la justicia y fortalecer
la jerarquía académica del cuerpo. Sin embargo, la intención política estaba directamente
vinculada con la necesidad de comprometer uno de los brazos del Estado con el proceso de
reformas implicado en las dos “super-leyes”. En distintos dictámenes se afirma que estas
leyes expresan “ un verdadero sistema destinado a enfrentar la emergencia económica a
través de un proceso de transformación del Estado y su administración pública, donde se
destaca ,como elemento singular, la política de privatizaciones decidida y desarrollada por
el legislador....(...) un estatuto para las privatizaciones, con el fin de reubicar al Estado en
el que le reserva su competencia subsidiaria, estableciendo, para llevar a cabo tal política
de privatizaciones, el procedimiento decisorio y el control de su decisión”33.
Por otra parte, la Corte ampliada logra imponer una reinterpretación de la división de
poderes del Estado de derecho como “división de funciones de un único poder indivisible”:
“El Estado así planteado tiene una multiplicidad de órganos dotados de competencias que
no destruyen su unidad. Este poder del Estado que es único proviene del poder
constituyente originario del pueblo, natural depositario de la soberanía. Por lo tanto, lo
que la Constitución Nacional ordena: una ‘distribución de funciones’ entre los distintos
órganos que ella misma crea(...). En consecuencia, el poder no se divide, lo que se divide
son las competencias de los órganos que lo ejercen.”34.
Esta concepción había sido ya anticipada, desde un principio, por uno de los principales
juristas del elenco presidencial: “No existen tres poderes de Estado, existe un solo poder
que se hace visible y se ejecuta (...) a través de sus tres organismos: el Judicial, el
33 Ver, por ejemplo, dictamen del 12/12/1993, en el caso “Cocchia Jorge Daniel c/Estado Nacional y otro s/acción de
amparo”, con el voto favorable de los Dres. Rodolfo Barra,Mariano Cavagna Martinez,Julio Nazareno,Eduardo Moliné O´Connor,y Antonio Boggiano, la abstención del entonces presidente de la Corte, Ricardo Levene,y la disidencia de los Dres. Carlos Fayt, Augusto Belluscio y Enrique Petracchi. Asimismo, se reafirma la doctrina en el fallo de la Corte del 17/12/96, en el caso “Di Tullio, Nilda en autos: González, Sergio y otros c/Entel s/ cobro de australes expte.29.542 s/incidente de ejecución de sentencia” con el voto favorable de Fayt, Belluscio, Boggiano, Bossert, Vázquez, abstención de Petracchi y la disidencia de Moliné O’Connor y López. Se reafirma allí el proceso de reforma estatal dado que “la ley 23.696 expresa un verdadero sistema destinado a enfrentar la emergencia a través de un proceso de transformación del Estado y su administración pública, donde se destaca como elemento singular la política de privatizaciones decidida y desarrollada por el legislador”. 34 Adolfo Vázquez, ministro de la Corte Suprema, en Clarín, 1/2/96: “Hay un solo poder y tres funciones”.
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Ejecutivo y el Legislativo. Desde este punto de vista, siendo la unidad del poder
insdiscutible en estos momentos, no puede haber una diversidad absoluta sobre la esencia
de ese poder o sobre los contenidos mínimos”35.
La función de control de constitucionalidad del Supremo Tribunal queda, al mismo tiempo,
ajustada como un complemento armónico del “buen gobierno”: “(...) es saludable para la
República que sus instituciones funcionen con la mayor plenitud y eficacia. De ahí que la
intervención de los jueces y sus decisiones estén dirigidas a garantizar la supremacía de la
Constitución y el funcionamiento del gobierno en el marco de las atribuciones que ella les
ha concedido. No se trata de entorpecer la existencia de las instituciones ni el ejercicio de
facultades que son propias de otros poderes, Ejecutivo y Legislativo; antes bien, de
contribuir a que se desplieguen en el marco constitucional con indudable beneficio para
toda la sociedad.” 36.
Cuando se hace referencia a la falta de independencia del Poder Judicial, suelen
considerarse cuatro formas posibles de dependencia del mismo: 1) respecto de los poderes
políticos. 2) respecto del clamor popular. 3) repecto de la propia estructura judicial y 4)
respecto de la burocracia interna (Gargarella R., 1996). La dependencia de la Corte
Suprema respecto del poder político a partir de 1990, aparece como resultado de la brecha
existente entre la consagración constitucional del principio de la división de poderes y el
predominio de prácticas políticas tendientes a la subordinación política del Poder Judicial.
Pudo contribuir a ello la impronta ideológica de concepciones organicistas sobre el
funcionamiento institucional, como asimismo, la influencia determinante del liderazgo
personalista, o de la decisión personal, por sobre cualquier proceso de institucionalización.
Todo este proceso conllevó un creciente grado de sobredeterminación política del
Ejecutivo en las decisiones de la Corte y en la actuación de la mayoría de los jueces
federales (Smulovitz C., 1995).
La doctrina defendida y argumentada por la Corte ampliada se presenta como complemento
del “decisionismo presidencial” pero trasciende su mera funcionalidad como soporte
coyuntural del Ejecutivo. Se trataría de una doctrina “perfeccionista” y conservadora,
desarrollada a partir de: a) considerar que es razonable que el Estado se comprometa con
una cierta concepción del bien común, y b) considerar como función primordial y superior
del Estado custodiar dicha concepción del bien común por sobre los derechos y garantías
individuales. El carácter conservador de la misma se manifestaría, fundamentalmente, en su
identificación con lo que supuestamente representaría la esencia de la moral vigente o
dominante en la sociedad (Gargarella R, 1998).
En su trasfondo filosófico, tal conservadorismo entronca con una concepción historicista,
opuesta al formalismo jurídico y crítica del racionalismo positivista “que ha hecho del
derecho un instrumento universal al servicio de cualquier ideología” e impulsado “una
35 Raúl Granillo Ocampo, en El Cronista Comercial, el 24/89, citado en Bosoer,F.: “Un año de revolución conservadora”. Revista La Ciudad Futura., n 22.Buenos Aires.Abril-Mayo 1990. 36 Carlos Fayt, ministro de la Corte Suprema, op.cit.
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neopagana interpretación de la vida social”(Dromi R, 1994. pp13-19). Dicha concepción
asume, por el contrario, que el derecho “está cargado de axiología, está al servicio de
idearios políticos, cualesquiera sean, (y)... como ciencia, está al borde del exterminio en
tanto y en cuanto no se sincere con el realismo político y no se aparte de las puras
abstracciones positivistas y racionalistas”. Ello conduce a afirmar que “todo sistema
jurídico se identifica con un sistema político. De ahí que haya identidad entre la
comunidad jurídica y la comunidad política. Y es la Constitución la consagración
jurídica de la ideología de una comunidad política”. En consecuencia, el derecho “debe
estar comprendido, comprometido, responsabilizado con el sistema político”(Dromi R,
1994. Op.cit).
Dicha concepción de doctrina jurídica, que emerge como dominante en los años ’90, alude
a valores consustanciados con los principios de la democracia inaugurada en 1983. Pero
supone, al mismo tiempo, una interpretación ‘iusnaturalista’ restringida de la misma,
alejada de su aceptación como sistema de reglas que permiten la coexistencia de distintas
concepciones y creencias acerca de cuestiones como “el bien”, “la verdad” o “la buena
sociedad”.
Identifica a la democracia, por el contrario, con un sistema de valores establecidos (“la
libertad, la justicia y la solidaridad”) y con el principio de que el derecho “debe ser la
herramienta de la verdad”( Dromi R, 1994. Op.cit). Esto le permitirá definir las reglas que
deberían inspirar lo que es definido como “el constitucionalismo del porvenir”. Este
constitucionalismo estaría sustenado en los siguientes valores y fines últimos: “ la eficacia,
la utilidad, la conveniencia, la oportunidad, la identidad entre lo que se dice y lo que se
hace, la verdad...”, apelar a una “cohesión heroica por la argentinidad(...)” y entender a la
Constitución como “el símbolo de la fe social y política”(Dromi R, 1994. pp254-256).
En este registro se inscribirá años más tarde, en un lugar relevante de la agenda pública la
cuestión de la “seguridad jurídica” y la disputa semántica en torno de sus presupuestos e
implicancias, superada la etapa “de emergencia” (llamada luego “primera etapa de
reformas”). Por un lado, una corriente de ideas, sectores representativos, grupos de interés y
organismos internacionales vincula la demanda de seguridad jurídica con la forma de salir
del período “excepcional” de reformas y consolidar un modelo de controles, pesos y
contrapesos más próximo al ideal republicano. Por otro lado, los actores y arquitectos de
este período sostienen la argumentación doctrinaria en sentido inverso, para asentar la
emergencia en términos jurídico-constitucionales y asociar la necesidad de acometer las “
reformas de segunda generación” con la permanencia-reelegibilidad-potestad del
Presidente. Seguridad jurídica, en este último caso, quiso significar a)Irreversibilidad y
perdurabilidad de la política económica y, en especial, de los marcos legales en los cuales
se desarrollaron las privatizaciones. b)Inhibición a perpetuidad del Estado para intervenir
como contrapeso en las relaciones de mercado y en la política monetaria.c)Legitimación
jurídica del “decisionismo presidencialista” (Bosoer F., 1993).
30
Liderazgo presidencial: la reforma constitucional, la reelección presidencial y la
búsqueda de institucionalización para el decisionismo presidencial . Límites del
intento de institucionalización.
Los arquitectos del “nuevo Estado” sostuvieron desde un primer momento la necesidad de
otorgar estabilidad institucional al proceso de reforma estatal iniciado a partir de 1989. De
allí el impulso a la reforma constitucional, a la que se le atribuyó el objetivo de garantizar
la estabilidad jurídica, en tanto marco para la estabilidad política y la estabilidad económica
(Dromi R., 1992). “... La transformación del Estado que se está llevando a cabo exige que
la Constitución no sea ajena a esos cambios que conllevan la reforma del derecho (...) La
realidad denuncia que la Constitución está sitiada. El Estado ha cambiado y la
Constitución no puede permanecer indiferente. Muchas cláusulas constitucionales ya han
dejado de ser vigentes por el propio desuso o porque fueron cláusulas escritas para un
tiempo...”(Dromi, R., op.cit).
La “necesidad histórica” de llevar a cabo este proceso de reforma institucional se defiende,
de este modo, como la única manera de ajustar el formato constitucional a la política de
transformaciones del gobierno: “.... para nosotros este divorcio entre la Constitución
escrita y la Constitución vivida, entre la Constitución formal y la Constitución real nos está
dando este mandato irreversible e imperativo de reformar ahora la Constitución” (Dromi
R., 1994). “Es imperioso darle estabilidad constitucional a los principios y objetivos de la
reforma del Estado, para garantizar la irreversibilidad del camino ya recorrido; asegurar
que el camino a recorrer continúe en la misma dirección...” (Dromi R, op.cit.)
Al mismo tiempo, se postula la necesidad de incorporar la reelección presidencial como
cláusula en el nuevo texto constitucional, como un explícito reconocimiento de la
supremacía axiológica del liderazgo plebiscitario por sobre el orden legal existente: “...Hay
que entender que hay un tiempo para todo y la alternativa de hoy es: reelección aquí y
ahora. Además, si el pueblo quiere más de lo mismo, ¿quién tiene el derecho a decirle que
no? Estamos ante un problema democrático y hay que resolverlo: el pueblo y la
transformación necesitan del mismo estratega y el mismo conductor y no se puede porque
la ley no lo permite.....”37.
“.....Yo creo que hasta que se termine este cambio Menem es imprescindible. La certeza, la
convicción y la irrenunciabilidad que le impuso Menem a la transformación obliga
responsablemente a conservar al mismo director de obra hasta que el edificio esté
terminado(...) De todas modos, cualquiera que fuera la última redacción constitucional, la
37 Roberto Dromi, en reportaje a la revista Gente, 15/7/93: “Yo soy un obrero; Menem es Le Corbusier”. También, artículo de Dromi en Ambito Financiero, 24/5/94, “Más y mejor república. La Reforma Constitucional”. Cabe aquí destacar que esta es la línea argumental que se utilizaría años más tarde para justificar la habilitación a una segunda reelección del presidente Menem. Por ejemplo en Rodolfo Barra, “Hay que convocar a una consulta popular”, Clarín. Buenos Aires. 28/5/98. También ver, para una adecuada comprensión de los ejes de discusión sobre la reelección, Serrafero, Mario : “Reelección y sucesión presidencial. Poder y continuidad. Argentina, América Latina y E.E.U.U.”. Capítulos V : “1949: La reelección presidencial en la Reforma constitucional” y VI : “La reelcción presidencial y la constitución reformada”. Editorial de Belgrano. Buenos Aires.1997, y de Strasser, Carlos : “Reforma y Reelección”. Revista Agora. Número 8. Buenos Aires. Verano 1998.
31
reelección, la reducción y la elección directa son signos inequívocos de la agilizada
renovación electoral para permitir la dinamíca de la república.” (Dromi R., 1994).
Si bien es posible afirmar, como reseñamos anteriormente, que las democracias
contemporáneas se constituyen a partir de los años ´80, más que como democracias de
partido, como democracias de liderazgo, los rasgos decisionistas de liderazgo
presidencial que se impone en el caso particular de nuestro país, tienen como sustrato
distintivo una concepción organicista de la democracia que fundamenta el nuevo modelo
estatal, correspondiente a una forma de democracia “delegativa” y que reinterpreta, como se
vió, la división de poderes del Estado como “división de funciones” de un mismo y único
poder.
Componentes de naturaleza decisionista y organicista pueden detectarse en los discursos y
palabras del propio Presidente, fueran éstos piezas escritas o alocuciones y frases
improvisadas. En un artículo firmado por Menem en el diario Clarín puede hallarse uno de
las más acabadas síntesis respecto a la concepción oficial acerca del funcionamiento del
estado de Derecho: “Cuando la Constitución organiza el Gobierno Federal, lo asigna a
tres poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Los tres son gobierno. Los tres
mandan. Uno por ley, otro por “decreto” y el último por “sentencia”. Así es la división del
poder en la Constitución,con democracia y con républica (...) El presidente manda por
decreto con bendición jurisprudencial y consagración constitucional. Los decretos
‘delegados’ y los decretos ‘de necesidad y urgencia’ ya existían. No los inventamos
nosotros. Son una creación de la ciencia del derecho. Además fueron sometidos desde vieja
data al control judicial de constitucionalidad, obteniendo su bendición por la Corte
Suprema de la Nación. Ahora,la Constitución de 1994 también los incorpora
expresamente indicando sus latitudes y longitudes (...) No es exacto ni lícito, ni en los
hechos ni en derecho, que se acuse al presidente de “evasión legislativa” o de “obviar al
Congreso”, cuando ejerce poderes delegados por ley, o permitidos directamente por la
Constitución(...) El presidente manda por decreto. Es la forma jurídica de hablar del Jefe
Supremo de la Nación. Es el responsable de mandar y ejecutar el bien. Los decretos, todos
y en todos sus tipos, están sujetos al control de los jueces. Además los decretos
“delegados” y los de “necesidad y urgencia” están sujetos al control constitucional
específico del Congreso de la Nación ...” 38.
No se trata, como es posible observar, de una justificación instrumental de una herramienta
de excepción sino del entendimiento de que dicha herramienta es, en sí misma, la expresión
natural de las facultades soberanas del Presidente, como “Jefe Supremo de la Nación”. La
situación de excepción derivada de la crisis estatal, económica y social de finales de los
años ´80 y comienzos de la década siguiente, aparece como el factor justificatorio de la
implementación de ese estilo decisionista de liderazgo presidencial. Entre julio de 1989 y
agosto de 1998 el presidente firmó 472 decretos de necesidad y urgencia, por lejos la mayor
cantidad en la historia argentina para un solo mandatario39. Asimismo, sobre un total de
38 Carlos Menem, “El decreto es la forma ejecutiva de mandar”, Clarín, 18/9/96. 39 Desde que se sancionó la Constitución de 1853 hasta que Menem llegó al gobierno, sólo habían visto la luz 25 decretos de necesidad y urgencia. Menem firmó en diez años una cantidad de decretos casi 15 veces mayor que todos los presidentes anteriores. Asuntos de la más variada índole formaron parte de esta atribución arrogada: el ahorro forzoso de
32
1289 leyes sancionadas por el Congreso en ese mismo período, 553 fueron iniciativas
redactadas y enviadas al Parlamento por el Ejecutivo, con la firma del Presidente.
En 1992, frente a los cuestionamientos iniciales por el abuso de estas prerrogativas,
Rodolfo Barra, principal jurista del Presidente, que había sido ya viceministro del Interior y
de Obras y Servicios Públicos y era, por entonces, miembro de la Corte Suprema,
comparaba la situación argentina con la suscitada en Italia por el conflicto de poderes entre
el entonces presidente Francesco Cossiga y el Parlamento de su país.
Se discutían precísamente las facultades extraordinarias reclamadas por Cossiga para
gobernar por decreto por un período de tres años para enfrentar situaciones de emergencia
económica. Se trataba de interpretar el art.76 de la Constitución italiana, que delegaba
poderes legislativos en favor del Presidente en momentos excepcionales. Entonces Barra se
preguntaba : “...¿Golpe de estado o de las circunstancias? ¿Crisis del principio de
división de poderes o su adaptación al imperio de la realidad?” Y ensayaba su respuesta: “
Los argentinos tenemos experiencia en estos temas. Frente a una crisis infinitamente más
grave que la italiana, el Ejecutivo también ha respondido con decretos de necesidad y
urgencia, si bien muchos de ellos podrían mejor interpretarse como ejercicio de
delegaciones contenidas en las leyes 23.696 y 23.697(de Reforma del Estado y Emergencia
económica, respectivamente), aunque no puede negarse que ellas no cumplen totalmente
con los saludables requisitos del art.76 de la constitución italiana. No tenemos una
regulación semejante en nuestra Constitución nacional”.
Este último argumento serviría dos años más tarde para introducir y limitar el uso de los
decretos “de necesidad y urgencia” en el texto constitucional; uno de los puntos del “núcleo
de coincidencias básicas” establecidas a partir del Pacto de Olivos, firmado por Menem y
Raúl Alfonsín, el 14/11/93. El Pacto de Olivos habría de tener una exégesis bifronte. Para
los juristas del menemismo, se inscribiría como “marco político-programático para el
proyecto de reforma constitucional” comparable con los “pactos preexistentes” que un siglo
y medio atrás posibilitaron la Constitución de 1853 (Dromi, R., 1994). Para el ex
presidente Alfonsín, el acuerdo significaba principalmente frenar el avance del
reeleccionismo indefinido, asegurar un proceso constituyente legítimo y concretar una
reforma constitucional que, entre otras cosas, atenuara el régimen presidencialista
(Alfonsín, R., 1996).
Sin embargo, tras la reforma constitucional de 1994 gran parte de las cláusulas destinadas a
limitar los poderes del Ejecutivo no tuvieron implementación, no llegó a regularse el
trámite de intervención y control asignado al Poder Legislativo sobre el Ejecutivo y el
Presidente continuaría apelando al decreto de necesidad como herramienta ordinaria de
gobierno hasta el final de su segundo mandato40.
los plazos fijos; la privatización de los aeropuertos; la actualización de la jubilación mínima; la desregulación de las obras sociales; la flexibilización laboral; la prohibición de la clonación de seres humanos. Ver Ferreira Rubio, Delia y Goretti, Matteo (1996) y Dirección de Información Parlamentaria del Congreso de la Nación. 40 El propio Alfonsín reconocería, tras la reforma constitucional, que “aún sancionada esta nueva Constitución, las argumentaciones organicistas del Estado único, las justificaciones cuasi-totalitarias del decisionismo presidencialista y, al mismo tiempo, con la misma pluma y sin transición, el pragmatismo ajurídico más aberrante están a la orden del día cuando se trata de justificar los actos del poder. Sin desconocer todo esto he querido destacar que, aún perdiendo
33
Pero en el artículo antes citado, Barra avanzó un poco más en la refutación de los análisis
críticos al atribuir la sobreabundancia de decretos a la propia continuidad gubernamental y
borrar la diferencia entre regímenes democráticos y dictatoriales : “Los que gustan de las
estadísticas nos informan que en el curso de los tres últimos años, se sancionaron
muchísimos más decretos de ‘necesidad y urgencia’ que en toda nuestra historia
constitucional. La cuenta es equivocada. Desde 1930 a 1983 se dictaron centenares de
decretos que solo formalmente fueron llamados ‘leyes’ ya que su autor era el gobernante
de facto, titular, a la vez, de los poderes Ejecutivo y Legislativo...En tales casos no existió
posibilidad alguna de control institucional o social: la pura razón de la fuerza era
suficiente para justificar y sostener cualquier acción. De allí que si bien es cierto que los
anteriores gobiernos constitucionales recurrieron con poca frecuencia a este tipo de
decretos, ello fue así o porque fueron desalojados antes de poder hacerlo para enfrentar la
crisis que daría después excusa a la intervención militar o porque no supieron afrontar
dicha crisis con la rapidez y energía necesarias (subrayado de los autores)”41.
La concepción schmittiana de la acción política está presente en el discurso más fino
enunciado desde la cúspide del poder: la decisión como impulso vital de la acción
política, decisión que se impone, en un contexto de emergencia económica y social, sobre
la deliberación pública, el acuerdo de intereses y el trámite parlamentario. Por cierto, la
doctrina decisionista se demuestra funcional y exitosa para resolver una crisis de
gobernabilidad y cerrar las brechas entre gobierno del Estado, gobierno de las leyes y
contratos básicos de la estructura social y económica.
Pero a la vez, contiene en su núcleo las razones de su propia limitación, inherentes a su
principio de legitimidad: es incapaz de institucionalizarse, al descansar en última instancia,
en la figura del líder plebiscitario como fuente de la decisión eficaz y garantía de la
estabilidad política y económica. Encuentra de este modo, en los confines de su energía
política, una y otra vez, las circunstancias en las cuáles se produjo su ascenso. Es más;
precisa recrearlas para mantener su base de sustentación argumental. En términos
hobbesianos, fuera de este principio “acecha” permanentemente el estado de naturaleza.
Esta invocación vuelve a hacerse presente a la luz de la discusión pública que se suscitará
con especial énfasis entrado el último bienio del segundo mandato presidencial, luego
de los resultados electorales de los comicios legislativos del 26 de Octubre de 1997. Como
consecuencia del triunfo electoral de la Alianza entre la UCR y el Frepaso, se produce un
debilitamiento del carácter “natural” de la candidatura presidencial del gobernador de la
provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde y ello abre una etapa de intensa presión para
avanzar sobre una nueva reelección presidencial con vistas a los comicios presidenciales
del año 9942. El producto de la crisis de sucesión frente a la incapacidad para
coyunturalmente la batalla cultural e ideológica, estuvimos en condiciones de librarla...", en Democracia y Consenso, op.cit., p417. 41 “¿Cómo es la emergencia económica en Italia?”, Rodolfo Barra., Clarín, 30/9/92. 42 En febrero de 1998, por primera vez, Menem admite que intentaría una nueva reelección en 1999 “si me dan la posibilidad constitucional o la gente me lo pide”. En una conferencia de prensa informal en su ciudad natal, Anillaco, estima al mismo tiempo que “en el 99 alguien (del justicialismo) va a estar en el gobierno y Menem en el poder” y
34
institucionalizar un liderazgo político, contiene una necesaria evocación del contexto
particular de crisis estatal, económica y social de la Argentina de los años 1989/1990. La
proximidad de un vencimiento irreversible del mandato presidencial conducirá a la
recreación o aprovechamiento de circunstancias extraordinarias como base para
mantener el monopolio de la atención pública y la iniciativa política como correlato
directo del ejercicio del poder.
En otros términos, la presencia de Menem en el centro de la escena se transformaría, en el
último tramo de sus diez años de gestión, en un objetivo más importante que la forma que
tal centralidad adopte. Aún si esto supusiera impulsar a Menem como candidato
presidencial, llevar al justicialismo a una guerra de desgaste en la lucha por la sucesión,
judicializar la lucha política, forzar un improbable pronunciamiento de la Corte Suprema a
favor de una “libre interpretación”de las cláusulas constitucionales; o , por el contrario,
como se intentaría finalmente, instalar la idea de que existía un liderazgo formal,
encarnado en los candidatos a la sucesión, y un liderazgo natural, o sustancial, limitado por
impedimentos legales. Cualquiera de estos escenarios –Menem candidato habilitado por la
Corte, Menem candidato impedido por las normas constitucionales, Menem renunciando
nuevamente a esa candidatura “porque la Constitución se lo impide”- tendrían un mismo
denominador común y este sería, precísamente, la intención y, como sus propios escuderos
sostendrían, la necesidad, de mantener a Menem como referente central de la lucha
política.
El escenario que se bosquejaría en dicha estrategia, lejos del de una “normalización”del
sistema político argentino, con una alternancia posible entre fuerzas o coaliciones en
condiciones de llevar adelante una agenda de consensos y disensos, sería el del peligro de la
ingobernabilidad y la ilegitimidad a partir del momento en que Menem concluyera su
mandato presidencial.
Gobernabilidad y decisionismo se explican así como una misma cosa, en un contexto
nuevamente caracterizado por su dramatismo histórico como “la crisis internacional más
grave de la historia del capitalismo”: “la gobernabilidad significa, nada más y nada
menos, que la capacidad del poder político de hacer lo que hay que hacer, incluso adoptar
decisiones drásticas, a veces extremas, en tiempos de crisis(...) En las elecciones
compara tal situación con la de Héctor Cámpora en 1973: “un hombre elegido por el pueblo que triunfó y en un renunciamiento lo llamó a Perón de nuevo” (Clarín, 15/2/98) . Vendrán, desde entonces, meses de afirmaciones y desmentidas hasta que, en un contexto político signado por las fuertes tensiones internas en el Justicialismo, un clima social desfavorable y el anuncio de un plesbiscito por parte del gobernador Eduardo Duhalde en la provincia de Buenos Aires para el día 13 de septiembre, el 21 de julio de 1998, Menem declara que ha resuelto excluirse “de cualquier curso
de acción que conlleve la posibilidad de competir en 1999” y anuncia, rodeado de las principales figuras del gobierno en la residencia de Olivos que “este Presidente dejará el poder indefectiblemente el 10 de diciembre de 1999”. Sin embargo, la ofensiva re-releccionista retomará un fuerte impulso durante el verano del 99 y el Presidente comenzará, con recurrentes e insalvables tropiezos, una tarea de fortalecimiento del “liderazgo natural” frente a los “liderazgo formales” que prefiguran las precandidaturas presidenciales del justicialismo. Paso a paso, en esta estrategia, irá forzando y dilatando los tiempos, por vía de iniciativas judiciales, anuncios de plebiscitos y presiones a los gobernadores, con el propósito de conservar la mayor cuota de poder posible hasta las elecciones del 24 de octubre. Repite, durante ese tramo frases características: “yo nunca perdí una elección”, “tendré que ser candidato para justicialistas e independientes” (La Nación, 17/3). Finalmente, tras el fracaso de la arremetida plebiscitaria y el arreglo entre los dos principales pre-candidatos, Duhalde y Ramón Ortega, Menem consagra dicha fórmula dos meses antes del comicio, el 2/8, y acepta ceder la conducción partidaria a Duhalde durante la campaña y hasta el día 25/10. La lucha por la sucesión del liderazgo en el peronismo acompañaría de este modo el fin de la presidencia de Menem y no daría tregüa.
35
presidenciales de octubre del 99, en las que se jugará la suerte del país en los próximos
años, toca al peronismo, con el liderazgo de Carlos Menem, la enorme responsabilidad
política de asegurar la gobernabilidad de la Argentina”43.
La identidad entre gobernabilidad y hegemonismo es explícita en este juego argumental:
“la gobernabilidad, o sea la capacidad de ejercer en forma continuada el poder
político...”44. El propio presidente haría suyo el argumento, al anunciar en abril del 99 su
decisión de asignar a la Gendarmería y la Prefectura participación en la lucha contra la
delincuencia. A la crisis financiera externa se le agregaba la ola de delitos que generaría en
el país un ascenso vertiginoso de la sensación de inseguridad urbana. Menem evocará, en
ese preciso momento, las circunstancias de diez años atrás y comparará la hiperinflación
con la inseguridad, ambas como consecuencias de estados de ingobernabilidad.
Singularmente, tras diez años de gobierno, este presidente puede desligarse del desgaste en
el ejercicio del poder, acreditar los logros y descargar los déficit sobre los dos candidatos
presidenciales, Eduardo Duhalde y Fernando De la Rúa, a la sazón gobernador bonaerense y
jefe de gobierno porteño: “No es cierto que la hiperinflación haya sido la causa de la
ingobernabilidad sino exactamente lo contrario: fue la ingobernabilidad la causa de la
hiperinflación. Dijimos que íbamos a tener un país sin inflación; muchos no nos creyeron,
otros combatieron los instrumentos necesarios para lograrlo, pero lo hicimos. Lo mismo
ocurre con la inseguridad.”45. Dos semanas más tarde, el 26 de abril, al reasumir desafiante
la jefatura del Partido Justicialista, extendiendo así un mandato partidario que vencía en el
2000 hasta el 2003, Menem advertiría: “Tendremos un programa de gobierno hasta el
2010. El que lo quiera utilizar ahí lo va a tener. Y aquel que no, sufrirá las consecuencias
del desgobierno de la República Argentina, como sufrieron otros en épocas no muy
lejanas” 46.
En mayo de 1999, el presidente escribe, en un folleto difundido por la Secretaría de
Planificación Estratégica, que la gobernabilidad así concebida “se ha transformado en la
razón de Estado de la era de la globalización”: “Puede afirmarse que la gobernabilidad es
el nuevo ‘piso’ histórico para afrontar los desafíos de un mundo en constante evolución,
donde los cambios son incesantes e innumerables las situaciones de crisis, zozobra e
incertidumbre. Esto demanda la concentración de la totalidad de las energías del Estado
Nacional en la adopción de las decisiones estratégicas y en la definición de las grandes
políticas nacionales (...) De allí la importancia excepcional que adquieren los liderazgos
políticos, como expresión de sistemas de poder, nacionales y transnacionales, propios de la
época histórica que ya comenzó.”47 43 Periódico “La Tercera Revolución”, n2, 2/99. Organo de la fundación-agrupación Segundo Centenario y, al mismo tiempo, vocero de las actividades de la Secretaría de Planificación Estratégica de la Presidencia y de su titular, Jorge Castro. 44 Jorge Castro, op.cit. 45 Clarín, 16/4/99, p.4. 46 Página 12, 27/4/99. p2. 47 Carlos Saúl Menem, “Cinco prioridades nacionales para la próxima década”, Presidencia de la Nación, Secretaría de Planeamiento Estratégico, mayo 1999.
36
Algunas consideraciones a manera de conclusión.
El “neo-decisionismo” como filosofía del poder en los años de Menem
Se aportaron elementos de juicio, en este trabajo, tendientes a argumentar que existieron
bases filosófico-políticas, jurídicas e ideológicas que sustentaron la forma en que se
gobernó la Argentina en la última década del siglo XX. El neo-decisionismo es un
concepto que permite enhebrar dichas bases. Se corresponde con una forma de democracia
“delegativa” y reinterpreta el principio republicano de la división de poderes inscripto en
la Constitución nacional como “división de funciones” de un mismo y único poder estatal.
Se constituye de este modo, como soporte necesario de un discurso de legitimación con
alta eficacia simbólica en un contexto colocado bajo los imperativos de la gobernabilidad y
del ajuste estructural así como de una inserción nacional subordinada a los esquemas de
transnacionalización y globalización de las economías.
La doctrina neo-decisionista contiene al andamiaje jurídico creado por una “pragmática del
poder” aplicada a una situación de emergencia y una “dogmática programática” que arraiga
en tradiciones ideológicas y culturales asociadas con concepciones organicistas de la
sociedad y con el “perfeccionismo” jurídico, de raíz antiliberal. Este discurso de
legitimación se demuestra funcional y efectivo para resolver la crisis de gobernabilidad de
finales de la década del ‘80 y cerrar las brechas entre gobierno del Estado, gobierno de las
leyes y contratos básicos de la estructura social y económica.
Sin embargo, la imposibilidad de institucionalizar dicho modelo de liderazgo y disociar su
dimensión político-partidaria de la gubernamental-estatal, reabre la cuestión. Si cabe
entender la crisis hegemónica como el agotamiento de las condiciones que dieron orígen a
un proyecto exitoso de construcción de un bloque histórico de poder, se estaría frente a un
caso de hegemonía incompleta que traslada sus propias limitaciones como problema
extendido a la totalidad del sistema y del régimen político.
En una síntesis más amplia cabría evaluar que la vigencia constitucional en las democracias
latinoamericanas ha logrado pruebas de sustentabilidad como nunca antes en su historia.
Las presidencias han logrado ejercicio pleno y sin interrupciones de sus mandatos y cuando
no lo hicieron, las crisis institucionales fueron resueltas en todos los casos a través de los
mecanismos legales previstos, vía juicio político o destitución. Asimismo, prácticamente
todos los textos constitucionales fueron reformados y adaptados en la dirección de un
fortalecimiento de la legitimidad democrática y una modernización funcional de los
sistemas políticos.
Pese a estos avances, los ejemplos de “éxito” de la gestión presidencial, en el caso de la
Argentina de Menem, acompañada por el Perú de Fujimori, evidenciaron que el régimen
presidencialista, bajo las formas en que fue dominante en nuestro continente, sigue
apareciendo como la solución y el problema, al mismo tiempo, para la gobernabilidad y la
consolidación de las nuevas democracias. La instalación de la doctrina “neo-decisionista”
como legitimidad supletoria o suplementaria de la democratico-republicana, tributaria ésta
última del principio representativo escenificado en el Parlamento como espacio de
37
deliberacion publica y a la vez del principio de división de poderes no como un sistema de
bloqueos mutuos sino como aquel que permite una ampliacion del poder institucional de la
democracia, lejos de resolver la ecuación, se asentaría de este modo en la persistencia del
mismo déficit de orígen.
La Argentina terminaría, de tal modo, el siglo XX con un presidente constitucional que al
concluir su segundo mandato, no sólo se convirtió en quien más tiempo ininterrumpido
gobernó en la completa historia de nuestro país, sino que además pudo permitirse ser el
único dirigente político en dejar planteados planes de gobierno hasta el año 201048.
Retirado de la cúspide del edificio del que fue forjador y tributario, Menem se empieza a
correr el 10 de diciembre de 1999, en principio transitoriamente, de la escena. Su figura
empieza a languidecer, iniciada la presidencia de Fernando de la Rúa, que encarna un
arquetipo antagónico –al menos en las formas- de aquel perfil de liderazgo. Pero dejaría
como legado, sin embargo, además del Plan de Convertibilidad y una Constitución
reformada a medio cumplir, una configuración del Estado, del régimen político y de la
doctrina jurídica –en suma, una filosofía del poder y un principio de legitimación- que le
sobreviven. Desatar ese paquete, con o sin su presencia, quedará como un ineludible desafío
para la Argentina democrática en la primera década del siglo XXI.
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el presidente saliente Raúl Alfonsín, que adelanta la entrega del mando. Cumple su mandato de seis años, hasta diciembre de 1995 y es reelegido por otros cuatro años, beneficiado por la reforma constitucional de 1994 que acortó el período presidencial e introdujo la posibilidad de una reelección sucesiva. Menem se convierte, de este modo, en 1999 en el único presidente constitucional de la historia argentina que ha gobernado durante diez años y cinco meses consecutivos. El único antecedente que lo supera en cantidad de años, Julio Argentino Roca, gobernó durante doce pero no fueron consecutivos sino que fueron dos períodos de seis años (1880-1886, 1898-1904) Pero lejos de considerar culminada su tarea, el último mensaje presidencial de Menem ante la Asamblea Legislativa, el 1ro. de marzo de 1999, tiene como título “Transformaciones de una década y prioridades nacionales para los próximos diez años”. “Estamos, dirá Menem, a mitad de camino. Hace falta una nueva década de transformaciones revolucionarias para culminar exitosamente la empresa iniciada en julio de 1989”.
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Los autores Fabián Bosoer es Licenciado en Ciencia Política (Universidad del Salvador, 1985). Secretario Académico de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires (1996/2001) y titular de la cátedra Teorías del Estado y la Planificación de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA. Investigador, ensayista y periodista, publicó “La trama gremial;1983-1989”, “El hombre de hierro” y “El sindicalismo en tiempos de Menem”(Editorial Corregidor) con Santiago Senén González y numerosos artículos y ensayos sobre política
contemporánea y relaciones internacionales. Es editorialista del Diario Clarín.
Santiago Leiras es Licenciado en Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires, Docente e Investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y del Ciclo Básico Común de la UBA, y Profesor Principal de la Universidad de Belgrano. Ha publicado numerosos artículos vinculados con la problemática de la democracia y la democratización en América Latina