los cuadernos de literatura - instituto cervantes
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Los Cuadernos de Literatura
EL PINTURERO Y CABAL JOSE BERGAMIN, ARTISTA DEL TOREO METAFISICO
Salvador Valdés
Escribir es, en la mejor y más honrosa de las ocasiones, dar salida a la urgencia de expresar lo inefable. Nace por tanto como una de las formas de la
ambición, bien que una de las más débiles, ridículas y específicamente humanas. Escribir es reivindicarse, es, siempre, un acto de vanidad, y lo que es peor -o más cómico, según se mire-, de vanidad resentida.
Sin embargo existen casos, que unos llaman patológicos y otros sutiles, en los cuales esa grosera respuesta al desdén que es la ambición, toma formas insospechadas y apasionantes. Este hombre de quién hoy me place hablarles es uno de los escritores en que ese inicial impulso común a cualquier actividad y especialmente a la suya propia, se encuentra más graciosamente oculto. Se trata del ditirámbico artista del toreo metafísico, experto en caleidoscopios, José Bergamín.
Los que no le aman dicen de él que es conceptista, barroco, equívoco, retorcido y alambicado, entre otros adjetivos similares. Aunque deberían exclamar abiertamente la verdad de lo que alcanzan a ver en su obra: una serie de gratuitas locuras.
¿ Urgencia de expresar lo inefable? Para muchos, casi todos, escribir es, por contra, el ejercicio de una labor profesional que, a su vez, es posible gracias a unas cualidades favorables en el actor del ejercicio y de un interés de éste, del actor, en llevarlo a cabo. ¿Cómo pueden comprender así que detrás de cada palabra que estampa un texto del cristiano Bergamín hay algo más que una razón o varias razones, algo más que una reflexión o muchas reflexiones? ¿Pueden comprender que Bergamín escribe literalmente con sangre porque se juega por precepto la Vida Eterna al pensar? José Bergamín no puede negarse el riesgo, es más, puesto que su ser se debate en la fe y ésta le tiene que aparecer como verdadera, es en abismarse, en el hecho de aceptar las aventuras intelectuales, sean como sean, y mientras peor mejor, en lo que se ratifica, y en su esclarecimiento racional cifra su ventura. Mas no sin aventurarse primero, y aventurarse es abismarse. A mayor peligro pasado más acopio de fe presente.
Orson Welles dijo en alguna ocasión que para construir una buena historia es imprescindible dar todas las razones al malo, y suerte y fuerza al
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bueno. Hacer del malo un individuo con matices y coartadas, acercarlo, analizarlo minuciosamente y, claro ( esto no sabemos si también lo decía Welles), vernos en él. El bueno mientras tanto se cuestiona en la adversidad. No hay pega, al final siempre (con poco esfuerzo) podremos abrazarle. Sólo necesita que el guionista le dé fuerza y la providencia suerte.
Bergamín, por su parte, sabe que no por maldecir al demonio se es angelical. ¡ Si el demonio no es más que un ángel caído! El sabe, y nos lo repite, que lo mejor es tomar conciencia de las pequeñeces del demonio en nosotros mismos. Como todos los que hemos sido «progres furiosos», vale decir: cristianísimos ateos, Bergamín, que no es ni lo uno ni lo otro pero que tiene la valentía de comprenderlo (y, ¿qué es comprender sino compartir, en cierta medida ser en identidad a lo que se comprende?), Bergamín, decimos, conoce el secreto de no sentirse limpio por nada del mundo, entender el pecado, que es también, e irremediablemente: cometerlo, asumirlo.
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Se dice de él que es conceptista, barroco, retorcido. Lo que se quiere decir y no se dice por miserable temor es otra cosa, y muy distinta. No creemos en la obligación de que nos guste «todo lo bueno», por fuerza, porque no se puede ser «un intelectual serio» sin conocer los 8 ó 9 tomos de A la recherche du temps perdu. Y lo que es peor, A la recherche du temps perdu es A la recherche du temps perr!u, aunque se haya leído en la traducción de Pedro Salinas. Por lo mismo no puede afirmarse con decoro que a uno no le gusta Bergamín. Se queda mejor, mucho mejor adjetivándolo de alambicado, complejo. Pero lo complejo lo es sólo en comparación con lo simple. Cuando decimos alambicado no decimos nada si no lo relacionamos con lo que no es alambicado, según el mismo juicio. Utilizamos estas palabras para desembarazarnos de él. De igual modo terminamos de leer un libro, lo firmamos, ponemos la fecha de lectura y lo aprisionamos en el estante con alivio.
Por supuesto que si comparamos la caleidoscópica prosa de Bergamín con una reseña de diario al uso resulta aquélla, como poco, extraña de ésta. Extraña por incomparablemente audaz y rica. Un escultor en madera se distingue de un carpintero en lo que pone en juego. El carpintero mide, planea, dispone y ejecuta un plan siempre más similar que distinto. El resultado de su trabajo debe ser económico. La relación entre lo que da y lo que toma la supone rentable por principio motor. Lo óptimo para él es, naturalmente, el encargo, la ausencia de proyecto suyo que asegura la operación haciéndola depender de su pericia, su oficio,
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es decir: su constante repetición del modelo. Mientras tanto la maravillosa imprevisión del siguiente corte define al escultor en madera. Nos interesan en él, primero, la fidelidad de la talla al estado de ánimo que le habita en el momento en el que «inventa», y la intensidad; la calidad del estado de ánimo que la provocó. Bergamín es un escultor en madera, no un carpintero. Hay que aclarar sin embargo que todos los carpinteros son en cierta medida escultores en madera, y viceversa. Generalmente la repetición del acto en el tiempo, matando el tiempo se debilita. Como todo lo vivo surge, se desarrolla y acaba por morir.
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En otras ocasiones, cuando se dice que es conceptista, barroco, retorcido o alambicado, se quiere decir que la poesía está en otro lugar. Pero, ¿puede estar la poesía en algún lugar concreto? En cualquier caso, ¿por qué aquí y no allí? Porque tenemos la obligación de que nos guste «todo lo bueno», o sea, hemos de definirlo antes para sentirnos a gusto después. Esa obstinada historia del culto alevín de muerto que ha leído «lo verdaderamente bueno», esa abstrusa y lamentable decadencia del analfabetismo: ¿acabará algún día con el Espíritu? Porque a fin de cuentas importa únicamente el Espíritu, y eso es otra cosa, siempre es otra cosa se relacione con lo que se relacione. No se encuentra, ni tan siquiera se busca de un modo específico, nunca sabemos a ciencia cierta lo que es y por eso nos importa el Espíritu. Necesita de nuestra pasión por El, nuestra desaforada voluntad de juego y búsqueda: nuestra Fe.
Por gracia o desgracia existe un tipo de «personajes» que se dedican a rellenar crucigramas para desarrollar la inteligencia. Existen, decimos, y seguirán existiendo. Son los que luego se ocupan de hacer estudios monográficos acerca de los seudónimos de tal o cual autor, los mismos que etiquetan de barroco, equívoco, retorcido y alambicado a nuestro Bergamín. Ellos son quienes pudiendo delectarse, o entretenerse, o reírse con un libro, se dedican a medir su grosor y rebuscar entre sus páginas la aparición de un «giro inusual». Ignoran que el mecanismo de las cosas, de todas las cosas, se sigue sin esfuerzo por la imantación de lo que sale auténticamente de uno. Ignoran que «el mecanismo» es el trasero de un regalo que ganamos con la apuesta por la vida, por la intensidad de la vida, por su valor divino, aristocrático. Y en última instancia esta apuesta es m_ortal, si ganamos lo ganamos todo: ¿la Vida Eterna? Desde luego que sí, por lo menos en el caso de José Bergamín, cualquiera que sea su pathos: precisamente por su diferencia, su especificidad. Como en la prosa de Carlyle (aún traducida) se nos revela la nudosidad retórica del norte, en la prosa de Bergamín, die-
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tada por el idioma corriente, como tiene que ser en el mejor de los escritores españoles vivos, en sus énfasis, en sus aparentes paradojas, en sus juegos de palabras (¿qué es un idioma sino un juego de palabras?), el castellano cobra levedad y grandeza. Jamás deja de tener su pensamiento el sello propio del idioma, y si nosotros leyéramos pausadamente en voz alta a un público español sus ensayos, prescindiendo del mercado editorial y la propaganda, los entenderían analfabéticamente, por ósmosis. Por ese entendimiento hondo de la sangre, del ritmo de la sangre. Y si las tradiciones ancestrales de un pueblo se formulan en la lengua que habla por herencia milenaria, el prestidigitador de más sentido es el que con más salero las pone de manifiesto. El toreo de la muerte lo exige. Se necesita arrojo y plante, valentía y figura. Bergamín lo hace a conciencia, y lo que es más estremecedor: con conciencia cabal. Lo que ocurre es que los que leen a Bergamín (pocos según parece) son, o somos, gentes polucionadas de lecturas y autores de muchos lugares -polución por otro lado bendita si analfabética,vital-, de modo que lo que le distingue de otros,su raigambre, su denodado y virtuoso esfuerzopor pensar y pensarse en lo que cree que es, esprecisamente lo que le distancia de sus lectores.El lector de Bergamín ha de ser lo bastante mayorpara compartir sus connivencias, que son casisiempre citas, y citas muy dispares. Pero el lectorde Bergamín ha de ser joven, fervorosamente joven, apasionadamente joven para contagiarse desu llama. Bergamín es una cumbre consecuenciade la ascensión intelectual española de los primeros 39 años de este siglo, una cumbre excesiva a laineptitud letrada, impuesta por los mismos motivos que hacen de nuestro pinturero escritor unnombre muerto, siendo como es, el más grandehombre vivo -más grande por más vivo- que pisaEspaña soñándola.
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Decíamos al princ1p10 de estas palabras que nuestro escurridizo experto en caleidoscopios oculta graciosamente esa patética vindicación propia que mueve a todo «intelectual». Y bien, ¿dónde, tras de qué cosa se oculta? Probablemente tras su afición al Teatro Clásico Español, aclarada en sus estudios como la tragedia del tempus fugit dando significado al hombre después de la muerte, en la Divinidad. Probablemente también, y como ya hemos indicado, tras una voz traviesa y juguetona cumplida al revivir en la tradición y perderse indistinta. Pero, con toda seguridad, y sobre todo, detrás del entu-siasmo: delante de la Cruz. Situación edesde la cual anonada este eterno adoles-cente singularísimo.
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