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Los Cuadernos de Antpología UNA POSLE ETNOGRAFIA DEL PENSAMIENTO MODERNO Clifford Geertz p ensamiento» dice mi diccionario (sufi- ciente, para el caso: el American He- ritage), tiene dos sentidos primarios: (1) «acto o proceso de pensar; cogita- ción», y (2) «producto del pensar; idea; noción». En aclaración de lo primero, «proceso» vendría a implicar, tal como solemos decir, una serie de nómenos psicológicos, como «atención», «ex- p ectativa», «intención», e incluso «esperanza», dejando bien claro que todos ellos pueden apli- carse a cualquier tipo de «acto mental», que vaya desde la memoria al sueño, y desde la imaginación al cálculo. En cuanto a lo segundo, «producto» vendría a englobar, a grandes rasgos y sin dema- siadas distinciones, prácticamente la cultura en su conjunto: «la actividad o producción intelectual de una determinada época o clase social». El pensa- miento es lo que ocurre en nuestras cabezas. Y pensamiento es, en especial, lo que sale de ellas, una vez lo condensamos. Otros significados contrapuestos del mismo término, por supuesto, no resultan en sí mismos sorprendentes, al menos en el lenguaje corriente; la polisemia, como dicen los lingüistas, es l con- dición natural de las palabras. Y traigo a colación este ejemplo porque nos lleva al meollo mismo del problema de la unidad y la diversidad, tal como viene apareciendo en las ciencias sociales desde, por lo menos, los años veinte o treinta. El movi- miento general de estas ciencias durante dicho período ha ido en el sentido de un progreso conti- nuado hacia la radical unificación del pensamiento humano, desde el punto de vista de nuestro primer sentido, el «psicológico», como un acontecimiento interno, al tiempo que un no menos sostenido progreso se producía hacia una visión radical- mente pluralista, en el segundo de nuestros senti- dos, el «cultural». Nos vemos pues rzados, tanto si trabajamos en laboratorios, como si lo hacemos en clínicas, arrabales, bancos de datos, o aldeas aicanas, a indagar lo que realmente pen- samos sobre el pensamiento. En mi propia y particular esquina de las ciencias humanas, la antropología, este tema ha venido siendo tratado en todo momento con especial ten- sión. Malinows, Boas, y Lévi-Bruhl, en la se rmativa de la disciplina, Whorf, Mauss, y Evans-Pritchard, tras ellos, Horton, Douglas y Lévi-Strauss en la actuadad, han sido del todo incapaces de desentenderse de él. Formulado, primeramente, como el problema del «pensa- miento primitivo», más tarde, como el del «relati- 60 vismo cognitivo», y más recientemente como el de la «inconmensurabilidad conceptual» -como siempre, lo que más adelanta en tales cuestiones es la majestuosidad de la jerga-, la discordancia entre un mínimo común denominador sobre la perspectiva del intelecto humano ( «hasta los pa- púes excluyen los géneros intermedios, distinguen objetos, y relacionan ectos con causas») y una perspectiva ndada en la idea de «otras bestias, otras nociones» ( «los indios amazónicos se pien- san como loritos, confunden el cosmos con la estructura de su aldea, y creen que el embarazo incapacita a los varones») ha ido haciéndose cada vez más dicil de obviar. La rmulación originaria del tema del «pensa- miento primitivo» -esto es, que mientras que no- sotros, los civilizados, por así decir, actuamos analíticamente, relacionamos las cosas de manera lógica, y las verificamos de modo sistemático, como puede verse por nuestras matemáticas, nuestra sica, nuestra medicina, y nuestro dere- cho, los salvajes se pierden en una especie de batiburrillo de imágenes concretas, participacio- nes místicas, y pasiones inmediatas, como puede verse por sus mitos, sus ritos, su magia, y su arte- ha venido a quedar, por supuesto, cada vez más desautorizada, según han ido conociéndose otros modos de pensar (y ha ido descubriéndose, tam- bién, cuán poco virginal es la razón); por más que esta rma de ver las cosas se conserve aún en ciertos tipos de psicología evolutiva, ciertas escue- las de historia comparativa, y ciertos círculos di- plomáticos. El error, como de modo bien dirente se ocuparon en demostrar a lo largo de sus vidas tanto Boas como Malinowski, está en intentar in- terpretar los datos culturales como si se tratara de expresiones individuales, en vez de instituciones sociales. Cualquiera que pueda ser la conexión entre el pensamiento como proceso y el pensa- miento como producto, el modelo «Rodin» -el pensador solitario que sopesa hechos o da vueltas a sus ntasías- resulta inadecuado para clarifi- carla. Los mitos no son sueños, y la belleza racio- nal de las demostraciones matemáticas en modo alguno es garantía de la salud mental del·matemá- tico. La segunda rmulación del tema, el «relati- vismo cognitivo», consistió, posteriormente, en una serie de intentos, más o menos desesperados, de sortear esta lacia de la cultura-como-ejecuto- ria-del-pensamiento, y el provincianismo del «no- sotros-lógicos, ellos-consos» que la acompa- ñaba. Cada producto cultural concreto (rmas gramaticales amerindias, variaciones estacionales de las pautas de asentamiento ártico, técnicas de adivinación aicanas) empezó a relacionarse con procesos mentales específicos (percepción senso- rial, captación del tiempo, atribución causal). El ·vor vetativo de las hipótesis especcas propues- tas -que los hopi ven el mundo natural como compuesto de acontecimientos más que de obje- tos; que los esquimales experimentan el tiem o

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Los Cuadernos de Antropología

UNA POSIBLE

ETNOGRAFIA DEL

PENSAMIENTO

MODERNO

Clifford Geertz

pensamiento» dice mi diccionario (sufi­ciente, para el caso: el American He­ritage), tiene dos sentidos primarios: (1) «acto o proceso de pensar; cogita-

ción», y (2) «producto del pensar; idea; noción». En aclaración de lo primero, «proceso» vendría a implicar, tal como solemos decir, una serie de fenómenos psicológicos, como «atención», «ex­pectativa», «intención», e incluso «esperanza», dejando bien claro que todos ellos pueden apli­carse a cualquier tipo de «acto mental», que vaya desde la memoria al sueño, y desde la imaginación al cálculo. En cuanto a lo segundo, «producto» vendría a englobar, a grandes rasgos y sin dema­siadas distinciones, prácticamente la cultura en su conjunto: «la actividad o producción intelectual de una determinada época o clase social» . El pensa­miento es lo que ocurre en nuestras cabezas. Y pensamiento es, en especial, lo que sale de ellas, una vez lo condensamos.

Otros significados contrapuestos del mismo término, por supuesto, no resultan en sí mismos sorprendentes, al menos en el lenguaje corriente; la polisemia, como dicen los lingüistas, es la: con­dición natural de las palabras. Y traigo a colación este ejemplo porque nos lleva al meollo mismo del problema de la unidad y la diversidad, tal como viene apareciendo en las ciencias sociales desde, por lo menos, los años veinte o treinta. El movi­miento general de estas ciencias durante dicho período ha ido en el sentido de un progreso conti­nuado hacia la radical unificación del pensamiento humano, desde el punto de vista de nuestro primer sentido, el «psicológico», como un acontecimiento interno, al tiempo que un no menos sostenido progreso se producía hacia una visión radical­mente pluralista, en el segundo de nuestros senti­dos, el «cultural». Nos vemos pues forzados, tanto si trabajamos en laboratorios, como si lo hacemos en clínicas, arrabales, bancos de datos, o aldeas africanas, a indagar lo que realmente pen­samos sobre el pensamiento.

En mi propia y particular esquina de las ciencias humanas, la antropología, este tema ha venido siendo tratado en todo momento con especial ten­sión. Malinowski, Boas, y Lévi-Bruhl, en la fase formativa de la disciplina, Whorf, Mauss, y Evans-Pritchard, tras ellos, Horton, Douglas y Lévi-Strauss en la actualidad, han sido del todo incapaces de desentenderse de él. Formulado, primeramente, como el problema del «pensa­miento primitivo», más tarde, como el del «relati-

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vismo cognitivo», y más recientemente como el de la «inconmensurabilidad conceptual» -como siempre, lo que más adelanta en tales cuestiones es la majestuosidad de la jerga-, la discordancia entre un mínimo común denominador sobre la perspectiva del intelecto humano ( «hasta los pa­púes excluyen los géneros intermedios, distinguen objetos, y relacionan efectos con causas») y una perspectiva fundada en la idea de «otras bestias, otras nociones» ( «los indios amazónicos se pien­san como loritos, confunden el cosmos con la estructura de su aldea, y creen que el embarazo incapacita a los varones») ha ido haciéndose cada vez más difícil de obviar.

La formulación originaria del tema del «pensa­miento primitivo» -esto es, que mientras que no­sotros, los civilizados, por así decir, actuamos analíticamente, relacionamos las cosas de manera lógica, y las verificamos de modo sistemático, como puede verse por nuestras matemáticas, nuestra física, nuestra medicina, y nuestro dere­cho, los salvajes se pierden en una especie de batiburrillo de imágenes concretas, participacio­nes místicas, y pasiones inmediatas, como puede verse por sus mitos, sus ritos, su magia, y su arte­ha venido a quedar, por supuesto, cada vez más desautorizada, según han ido conociéndose otros modos de pensar (y ha ido descubriéndose, tam­bién, cuán poco virginal es la razón); por más que esta forma de ver las cosas se conserve aún en ciertos tipos de psicología evolutiva, ciertas escue­las de historia comparativa, y ciertos círculos di­plomáticos. El error, como de modo bien diferente se ocuparon en demostrar a lo largo de sus vidas tanto Boas como Malinowski, está en intentar in­terpretar los datos culturales como si se tratara de expresiones individuales, en vez de instituciones sociales. Cualquiera que pueda ser la conexión entre el pensamiento como proceso y el pensa­miento como producto, el modelo «Rodin» -el pensador solitario que sopesa hechos o da vueltas a sus fantasías- resulta inadecuado para clarifi­carla. Los mitos no son sueños, y la belleza racio­nal de las demostraciones matemáticas en modo alguno es garantía de la salud mental del·matemá­tico.

La segunda formulación del tema, el «relati­vismo cognitivo», consistió, posteriormente, en una serie de intentos, más o menos desesperados, de sortear esta falacia de la cultura-como-ejecuto­ria-del-pensamiento, y el provincianismo del «no­sotros-lógicos, ellos-confusos» que la acompa­ñaba. Cada producto cultural concreto (formas gramaticales amerindias, variaciones estacionales de las pautas de asentamiento ártico, técnicas de adivinación africanas) empezó a relacionarse con procesos mentales específicos (percepción senso­rial, captación del tiempo, atribución causal). El ·valor veritativo de las hipótesis específicas propues­tas -que los hopi ven el mundo natural comocompuesto de acontecimientos más que de obje­tos; que los esquimales experimentan el tiem�o

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como cíclico, y no como serial; que los azande conciben las cadenas causales en términos mecá­nicos, aunque explican su intersección en térmi­nos morales- puede resultar problemático. Con todo, dichos estudios sirvieron al menos para es­tablecer la distinción entre los vehículos que sir­ven a la gente para pensar, y los actos de percep­ción, imaginación, memoria, o lo que sea, que de hecho ponen en juego cuando piensan.

Donde menos exitosa resultó esta distinción, una vez hecha, fue a la hora de evitar el particula­rismo de «cada pueblo tiene la psicología que se merece», que generalmente suele acompañarla. Si las formas verbales, los modos de acampada, o los rituales con envenenamiento de pollos producen en cierto modo formas concretas de funciona­miento mental, resulta altamente difícil explicar de qué modo los individuos encerrados en una de­terminada cultura consiguen penetrar el pensa­miento de los individuos encerrados en otra. Dado que el trabajo de los relativistas cognitivos se fun­daba precisamente en el postulado de que tal pe­netración era posible, e incluso podía llegar a pro­fundizarse, la solución dada resultaba no poco incómoda. Los tensores hopi (palabras que deno­tan intensidad, tendencia, duración o potencia, concebidos como fenómenos autónomos) provo­can razonamientos tan abstractos, decía Whorf, que superan casi nuestro poder de comprensión. «Nos sentimos», suspiraba por su lado Pritchard, al abordar los poemas vacunos y los sacrificios de pepinos del Alto Nilo, «como espectadores de una representación de sombras chinescas, que con­templan sobre una pantalla proyecciones faltas de sustancia ... lo que el ojo ve y el oído escucha no es lo mismo que la mente percibe».

La situación empezó a complicarse debido a que, como ya antes mencioné, al mismo tiempo que esta radical pluralización del lado «produc­tivo» del pensamiento tenía lugar, no sólo en an­tropología, sino también en ciertos sectores de la historia, la literatura, la filosofía y la sociología, empezaban a tomar fuerza toda una serie de pode­rosos enfoques uniformadores, especialmente en el campo de la psicología, y la lingüística, y de otras originalidades del momento, como la teoría de los juegos y la informática. Tales enfoques han tenido efectos dispares. Lo único que liga entre sí a Freud, Piaget, Von Neumann, y Chomsky (por no mencionar a Jung y a Skinner) es la convicción de que la mecánica del pensamiento humano per­manece invariable por encima del tiempo, el espa­cio, la cultura y las circunstancias, y todos por igual saben en qué consiste. Con todo, el movi­miento general de convergencia hacia concepcio­nes universalistas de -por usar la palabra más neutral que se me ocurre- la ideación, ha venido a provocar efectos no menos pluralizadores. La identidad fundamental del funcionamiento mental del horno sapiens,- la llamada «unidad psíquica de la humanidad», ha seguido siendo un artículo de fe básico hasta para los más reacios de los relativis-

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tas, ansiosos como todos estaban por deshacerse de nociones tales como las del pensamiento primi­tivo o el racismo cultural. Si bien el contenido de tal identidad quedó limitado a las formas más ge­nerales de la capacidad mental general, esto es, poco más que a la capacidad de aprender, sentir, abstraer, y establecer analogías. Al ir entrando en juego contextos más circunstanciados, incompati­bles entre sí y difíciles de integrar como conjun­tos, la evasividad puesta en juego -todo es general en términos generales, pero particular en términos concretos- iba enrareciéndose progresivamente.

La reacción de aquéllos (etnógrafos, sociólogos del conocimiento, historiadores de la ciencia, de­votos del lenguaje ordinario) cuyas condiciones de trabajo en plein air hacían difícil que pudieran ignorar que, por bien que funcionen los computa­dores, se evidencie la gramática, y eros se des­vele, el pensamiento, tal como «en estado natu­ral» lo encontramos, se muestra como algo vario­pinto, ha llevado a trasladar el problema desde el enmarañado ámbito de las mentalidades al supues­tamente más dúctil del significado. Para los es­tructuralistas, Lévi-Strauss cum suis, el aspecto «producto» del pensamiento se convierte en una multiplicidad de códigos arbitrarios, en verdad di­versos, cada uno de ellos con sus particulares jaguares, tatuajes y carnes asadas, que sin em­bargo, una vez adecuadamente descifrados, entre­gan como texto básico las invariantes psicológicas del lado procesual. La distinción entre un mito

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brasileño y una fuga de Bach se establece sobre la base de contrastes perceptuales, oposiciones ló­gicas, y relaciones de transformación. Para los neo-durkheimianos, como Mary Douglas, aunque la persuasión se expande hasta abarcar la ortodo­xia en antropología social, historia social y psico­logía social, el lado productivo y el procesual vie­nen a conectarse de nuevo por medio de un nuevo y mejorado tipo de determinismo sociológico, en el que los sistemas de significación se convierten en una especie de término medio entre las estruc­turas sociales, que son variables, y los mecanis­mos psicológicos, que no lo son. Las leyes alimen­tarias hebreas, incansablemente dedicadas a pros­cribir comidas, representan los límites de la con­ciencia obsesiva de una comunidad hermética constantemente sometida a la amenaza de absor­ción. Para los teóricos de la acción simbólica (un grupo pequeño pero tozudo, al que, con algunas reservas presto mi adhesión), el pensamiento tiene que ver con la manipulación intencional de formas culturales, y las actividades externas, como la venta a domicilio o el cultivo de la tierra, son tan buenos ejemplos de esto como las actividades in­ternas que tienen que ver con los deseos o los arrepentimientos. Pero, cualquiera que pueda ser el enfoque (y aún hay otros), lo que en otro tiempo se consideró como algo que afectaba a la comparatividad de los procesos psicológicos entre pueblos distintos es hoy considerado, dado lo mu­cho que en estos días hay que rechazar, como algo que afecta a la conmensurabilidad de las estructu­ras conceptuales entre distintas comunidades de discurso. Cambio de formulación, éste, que ha conducido a muchos investigadores a lo que su­pongo que habría que denominar una epistemolo­gía práctica: Víctor Turner, E. Leach, Mircea Eliade, o Melford Schapiro, por ejemplo, sin pasar por el relativismo, y otros, como Th. Kuhn, Mi­chel Foucault, Nelson Goodman, o yo mismo, por ejemplo, introduciéndonos en él de manera más compleja.

La idea de que el pensamiento es espectacular­mente múltiple como producto y excepcional­mente singular como proceso, ha venido pues a convertirse en una paradoja cada vez más fuerte­mente alentadora en el campo de las ciencias so­ciales, que conduce a una teorización en las más diversas direcciones, algunas de ellas razonables, por más que la naturaleza de semejante paradoja haya venido a ser considerada cada vez más como algo relacionado con problemas de traducción, y con la forma como el significado de cada concreto sistema de expresión se expresa en otro distinto -hermenéutica cultural, pues, más que mecánicaconceptual. Bajo esta perspectiva puede resultarno más abordable de lo que lo fue con anteriori­dad; si bien esto al menos ha servido para volver ameter la guerra en casa, dado que el problema decómo un copernicano entiende a un tolemáico, unfrancés de la Quinta República a uno ancien ré­

gime, o un poeta a un pintor, puede verse como

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equivalente al problema de cómo un cristiano en­tiende a un musulmán, un europeo a un asiático, y un antropólogo a un aborigen, o viceversa. Todos somos ahora nativos, y todo el mundo que no sea nosotros mismos resulta ser exótico. Lo que en otro tiempo parecía ser cuestión de averiguar si los salvajes podían distinguir los hechos de las fantasías, parece ser ahora cuestión de averiguar cómo los otros, del otro lado del mar o del fondo del pasillo, organizan su mundo de significados.

Es por aquí, pues -sobre cómo debe entenderse la expuesta diversidad del pensamiento moderno­por donde quiero proseguir un poco más. Y no porque sea mi intención llegar a una comprensión cabal. Lo que estaría por encima de mi personal competencia, y de la de cualquiera. Es ésta una tarea que, como la poética y la paleontología, re­quiere el estudio en equipo de una serie- de estu­diosos, incursos en lo que Kuhn, que no deja de acuñar nuevos términos para uso y abuso de lec­tores rápidos, llamaría una « matriz disciplinar». En verdad, es hacia la constitución de tal matriz, mediante el esbozo de lo que considero deben ser sus líneas maestras, hacia donde mis observacio­nes se orientan. Hacer una llamada, como a punto estoy de hacer, en favor de una etnografía del pensamiento, es tomar postura sobre lo que es el pensamiento, mediante una toma de postura sobre cómo debe pensarse al respecto.

Llamar al estudio del pensar, tal como tiene lugar en los foros y ágoras de la vida moderna, «etnografía» puede parecer un intento de arrimar el ascua a mi propia matriz interdisciplinar, la antropología. Pero no es ésta en modo alguno mi intención. Sobre todo sabiendo como todo el mundo sabe al respecto más de lo que los antropó­logos sabemos, ofuscados como aún estamos por las peleas de gallos y los osos hormigueros. Mi intención es simplemente subrayar una cierta in­clinación que le es propia: a saber, que existe (o, al menos, debería existir) una iniciativa histórica, sociológica, comparatista, interpretativa, y en cierto modo cógela-como-puedas, cuya meta es la de volver oscuras cuestiones inteligibles, envol­viéndolas en un contexto informacional. Lo que conecta entre sí a Víctor Turner, en sus devaneos con el simbolismo del color en los ritos de paso, a Ph. Aries, que lo mismo habla de las imágenes de la muerte que de las imágenes pedagógicas de la infancia, y a Gerarld Holton, en su husmear temas a partir de las manchas de aceite, es la creencia en que la ideación, sutil o de otro tipo, es un artificio cultural. Como las clases o el poder, es algo a lo que hay que caracterizar mediante la construcción de sus expresiones sobre la base de las actividades que las sustentan.

Hay toda una serie de implicaciones que se des­prenden de modo bastante directo de la idea de que el pensamiento (cualquiera: tanto el de Lord Russell como el del Baron Corvo; el de Einstein o el de un esquimal al acecho) debe ser entendido «etnográficamente», esto es, describiendo el

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mundo en el que adquiere sentido. Pero hay tam­bién toda una serie de miedos, poderosos, avasa­lladores, y hasta la fecha extraordinariamente difí­ciles de aplacar, que estimula de manera más di­fusa. Lo que para unos, herederos de la tradición del hecho social y sus impulsos pluralizadores, parece como la introducción de más provechosos modos de pensar sobre el pensamiento, parece a otros, a los herederos de la tradición de los acon­tecimientos internos y sus tendencias unificado­ras, como una voladura de los fundamentos de la razón.

La más obvia de las implicaciones directas es la de que, dado que en esta perspectiva el pensar consiste en traficar con las formas simbólicas dis­ponibles en una u otra sociedad (lenguaje, arte, mitos, teorías, ritos, tecnología, derecho, y todo ese conglomerado de máximas, recetas, prejui­cios, e historias plausibles que suelen denomi­narse sentido común), el análisis de tales formas y dichas comunidades es ingrediente indispensable, y no ancilar, para su interpretación. La sociología del conocimiento, por hacer mención de un rubro, demasiado kantiano para mi gusto, con frecuencia mencionado aquí, no consiste en emparejar varie­dades de conciencia con tipos de organización so­cial, para después establecer flechas causales que vayan de los segundos a las primeras -los raciona­listas que se adornan con birretes cuadrados, se sientan en sillas cuadradas, y piensan cuadricu-

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larmente, deberían intentar llevar sombrero mexi­cano, como decía Stevens. Es cuestión de conce­bir la cognición, la emoción, la motivación, la imaginación, la memoria ... lo que sea, como asun­tos, directa e inherentemente, sociales.

Cómo llevar a cabo ésto, cómo analizar el uso simbólico como una acción social y establecer con ello una psicología de lo externo, constituye, por supuesto, un asunto tremendamente difícil por el que todo el mundo, desde Kenneth Burke, J. L. Austin y Roland Barthes a Gregory Batesob, Jür­gen Habermas, y Erving Goffman, en cierto modo ha pasado. Pero, lo que sí es claro, si algo hay claro, es que hacerlo implica un intento de atrave­sar la paradoja de lo plural/uniforme, producto­proceso, contemplando a la comunidad como una · tienda en la que los pensamientos se construyen yse deconstruyen, liistorizan el terreno que captu-ran y se rinden, alcanzando con ello a cuestionestan centrales como las formas de representaciónde la autoridad, el establecimiento de límites, laretórica de la persuasión, las expresiones de com­promiso, y el registro de discrepancias.

Es aquí donde lo imaginario toca con lo político, o peor, donde la incomodidad de aquéllos paraquienes el intelecto ( o el sello) resulta ser algoaparte, la gruta secreta de Ryle, la esencia crista­lina de Rorty, aumenta de manera seria -una in­comodidad que se expresa de maneras múltiplesno siempre concordantes: como miedo al particu­larismo, como temor al subjetivismo, como miedoante el idealismo, y por supuesto, suma y cifra detodo ello, como esa especie de Grande Peur inte­lectualista, que es el miedo al relativismo. Si elintelecto es algo tan alejado del mundo, lo que hayque garantizar ¿es su generalidad, su objetividad,su eficacia o su verdad?

Este miedo al particularismo, que (supongo que ahora está claro) yo considero como una especie de neurosis académica, resulta especialmente no­toria en mi propio campo, la antropología, donde a aquéllos que prestamos atención a los casos con­cretos, siempre particularizados, se nos dice que estamos con ello minando la posibilidad de acce­der a conocimientos generales, y que deberíamos más bien emplearnos en algo más propiamente científico, como la sexología comparada o la ener­gética cultural; pero también se manifiesta con cierta fuerza en el campo de la historia, cuyo terror de que, por dedicarse a conocer cada cosa en particular no llegue a conocerse nada en con­creto, describió en cierta ocasión uno de sus pro­fesionales. La acusación de subjetivismo, que ciertos sociólogos o historiadores atraen sobre sí, tal vez con mayor frecuencia que el resto de noso­tros, consiste en que si se interpretan las teorías o las ideologías por entero sobre la base de los hori­zontes conceptuales de quienes las detentan, se cierran los cauces por los que puede llegar a juz­garse acerca de su coherencia o su respectivo grupo de progreso. En cuanto al idealismo, lo que generalmente suele entenderse por tal cosa no es

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la adhesión a determinada doctrina filosófica cla­ramente identificable -esse es percipi, o lo que sea-, sino simplemente el hecho de que al prestar no demasiada atención a las manifestaciones su­perficiales, a los símbolos y cosas por el estilo, las realidades profundas, las neuronas y demás, pue­dan quedar obscurecidas por apariencias acceso­rias. Todos estos pecados, más las acusaciones globales de laxitud moral y confusión lógica (Hi­tler suele ser traído a colación a este respecto), que el relativismo evoca. La idea de que el pen­samiento está donde se lo encuentra, y de que se lo encuentra en todo tipo de formas culturales y di­mensiones sociales, y de que es con tales formas y tamaños con lo que hay que trabajar, se considera en cierto modo como una protesta contra la impo­sibilidad de decir nada al respecto, como no sea el a cada uno lo suyo, de Roma, por encima de los Pirineos, y no en el Sur.

Pero es mucho más lo que hay que decir. Mu­cho más, como ya dije, acerca de la traducción, sobre cómo se desplazan los significados, o per­manecen inmóviles, relativamente intactos de uno a otro discurso; sobre la intersubjetividad, y cómo los distintos individuos llegan a concebir, o no llegan, cosas relativamente similares de manera similar; sobre los cambios que sufren los marcos mentales (revoluciones y todo éso), cómo se des­lindan las provincias intelectuales ( «hoy en día disponemos de denominaciones parcelares»), cómo se mantienen las normas de pensamiento, los modelos mentales adquiridos, la división men­tal del trabajo. La etnografía del pensamiento, como cualquier otro tipo de etnografía -o culto, o matrimonio, o gobierno, o intercambio- es un in­tento de evitar exaltar la diversidad, para com­prenderla de manera más seria como un objeto de descripción analítica y reflexión interpretativa. Y, en cuanto tal, no supone la más mínima amenaza ni para la integridad de nuestra fibra moral, ni para que ningún lingüista, psicólogo, neurólogo, primatólogo, o artificiero de la inteligencia artifi­cial consiga descubrir las constantes del procesa­miento de efectos, percepciones, aprendizaje, o información en general. Para lo único que consti­tuye una amenaza es para el prejuicio, según el cual los poderes prístinos (por tomar un término de Theodore Schwartz) que todos tenemos en co­mún revelan mucho mejor nuestro modo de pen­sar que las visiones y versiones (por tomar uno de Nelson Goodman) que, aquí y ahora, socialmente construimos.

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El aspecto que uno de estos modos de indaga­ción desvela sobre lo que los demás hacen pre­senta, por supuesto, no pocos problemas de tra­ducción; los cuales, en la medida en que puedan ser negociados y puedan establecerse conexiones entre sus respectivas comunidades, provocarán

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sin duda una especie de cambio de marea en el pensamiento de ambos. Pero, antes de proseguir por esta vía, que implicaría demasiados detalles técnicos y podría además ser prematura, quiero hacer un poco más visible el enfoque etnográfico, delineando lo que ocurre cuando se aborda el tema general que aquí se discute; la vida a la vez prísmica y uniforme del intelecto. Mi tesis de que el aspecto plural del asunto, el que atrae a los zorros del trabajo de campo, tiene tanto que de­cirnos como el lado uniformista, el que atrae a los lebreles .de ia teoría, claramente exige, si no una demostración, al menos algo más situado del lado de la enunciación de presupuestos metodológicos y procedimientos de investigación.

El primero de tales supuestos, y el más impor­tante, tiene que ver con el hecho de que las diver­sas disciplinas (o matrices disciplinares), humanís­ticas, científico-naturales y científico-sociales por igual, que constituyen el desperdigado discurso del academicismo moderno, son algo más que me­ros marchamos intelectuales: son modos de estar en el mundo, por emplear la fórmula heidegge­riana, o formas de vida, por usar la witgenstei­niana, o variedades de la experiencia noética, por adoptar la jamesiana. Del mismo modo que los papúas o los amazónicos habitan el mundo que se imaginan, otro tanto hacen los físicos teóricos o los historiadores que estudian el Mediterráneo en la época de Felipe II -o, al menos, éso es lo que el

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antropólogo se imagina. Sólo cuando empezamos a darnos cuenta de ésto, a ver que disponerse a de construir la ingeniería de Y eats, o a sumirse en los agujeros negros, o a medir los efectos de la escolarización en los logros económicos no es sólo asumir una tarea técnica, sino un marco cultural que define una gran parte de la propia vida, la etnografía del pensamiento moderno empieza a parecer un proyecto imperativo. Los papeles que creemos cumplir resultan ser intelectos que des­cubrimos tener.

El desarrollo de métodos de investigación orien­tados a explicar tales mentalidades representativas y hacerlas inteligibles para aquéllos a los que pa­recen extrañas o malas (así como, igualmente, para aquéllos que las detentan, y a quienes pare­cen meramente inevitables) apenas, por supuesto, carece de antecedentes que le sirvan de guía. La reducción de la perplejidad ante las formas de ver las cosas que nos resultan poco familiares ha constituido casi una especialidad de al menos una corriente de mi propia disciplina; la que trata de hacer de los tewa, los turcos, o los trukeses algo menos que meros enigmas rellenos de acertijos. Pero otros también lo han intentado: los historia­dores, especialmente los preocupados por algo más que descubrir cómo llegamos a ser un poco más listos de lo que solíamos; los críticos litera­rios, especialmente los que han leído algo más que sólo Twain y Melville en su lengua original; y ultimamente los filósofos, a quienes se les ha ocu­rrido que si la gramática resulta glosar el mundo para los ingleses (o, en la otra página, para los alemanes), tendrá que hacerlo también, sólo que de otra forma, para los chinos. Ccm todo, hasta el momento, y a pesar de cuanto hayamos podido aprender sobre cómo ponerse a la altura de la experiencia de otros y trasmitir al menos la parte de ella cuyas inclinaciones son bien diferentes, no ha sido posible establecer una conexión intersub­jetiva entre historiadores y sociólogos, psiquiatras y juristas, o, por intentar vender una herida, entre entomólogos y etnógrafos.

En cualquier caso, y por centrarme solamente en mi campo, hay toda una serie de temas metodo­lógicos que podría describir como relevantes para una compre·nsión etnográfica del pensamiento moderno. Pero me contendré y haré referencia, de manera breve, a sólo tres de ellos: el uso de Io,I datos convergentes; la explicación de las clasifica­ciones lingüísticas; y el examen de los ciclos vi­tales.

Por datos convergentes, quiero entender las descripciones, mediciones, y observaciones que se quieran, por diversas que sean, e incluso misce­láneas, tanto en lo que hace referencia al tipo y el grado de precisión o generalidad, como las que se refieren a hechos no normalizados, recogidos de forma casual y heteróclitamente retratados, y que a pesar de todo se clarifican mutuamente por la simple razón de que los individuos a los que des­criben, miden u observan, se hallan mutua y vi-

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talmente implicados; gente que, según la maravi­llosa frase de Albert Schutz, «van creciendo jun­tos». Como tales, difieren de los datós que se consiguen en las encuestas, las votaciones, o los censos, que proporcionan hechos referidos a cla­ses de individuos sin más relación entre sí: todas las mujeres graduadas en económicas durante la década de los 60; o el número total de artículos sobre Henry James publicados bianualmente desde la II Guerra Mundial. El interés central que la antropología otorga a las comunidades natura­les, grupos de gente mutuamente implicados de muy variados modos, hace posible convertir a lo que a primera vista parece un material heterogé­neo en una red de comprensiones sociales mutua­mente reforzadas. Y, puesto que los intelectuales modernos no resultan más solitarios que los bos­quimanos, otro tanto sería posible hacer con ellos.

De hecho, cuando venimos a dar a la sustancia de las cosas, una vez despojadas de encubrimien­tos tales como la «literatura», la «sociología», o la «física», las más concretas y efectivas comunida­des académicas resultan no ser mucho más gran­des que la m�yor parte de las aldeas campesinas y dotadas de un crecimiento similar. Incluso disci­plinas enteras pueden caber dentro de esta misma pauta: aún resulta, al parecer, cierto que casi to­dos los matemáticos creativos (esos hombres a los que un esteta del Quattrocento describió como gentes que aquietan su entendimiento con demos­traciones) se conocen entre sí, y la interacción, o por mejor decir, la solidaridad durkheimiana, exis­tente entre ellos dejaría corta a la de un zulú. Hasta cierto punto, otro tanto puede decirse de los plasmocitólogos, de los psicolingüistas, de los estudiosos del Renacimiento, y toda la serie de los que, adaptando una vieja expresión de Boyle, po­dríamos llamar «colegios invisibles». De todas es­tas unidades, o aldeas intelectuales, si se quiere, pueden recogerse datos convergentes, ya que las relaciones entre sus habitantes son indefectible­mente de carácter no meramente intelectual, sino políticas, morales, y ampliamente personales (en los días que corren, incluso, cada vez más, marita­les) también. Los laboratorios e institutos de in­vestigación, los principales departamentos univer­sitarios, las capillas artísticas y literarias, las fac­ciones intelectuales, son todos ellos grupos que se ajustan perfectamente a estas pautas: comunida­des de individuos que mantienen entre sí lazos múltiples, y en las que lo que se descubre sobre A resulta revelador para comprender a B, porque, conociéndose como se conocen desde hace tiempo y muy bien, cada uno interviene como personaje en las biografías de los otros.

El segundo tema metodológico que parece transferible de la etnografía general a la etnografía del pensamiento, el que tiene que ver con las categorías lingüísticas, no es por supuesto especí­fico de la antropología; todo el mundo, como suele decirse, se halla «inmerso» en el lenguaje en estos días. Si bien el interés antropológico, ya desde la

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época fundacional en que se discutía sobre el «mana», el «tabú», el «potlach», el «lobola», etc., se centra en un aspecto muy especial. Tiende a concentrarse en los términos clave que, cuando su significado se desvela, parecen iluminar todo un modo de actuar en el mundo.

Puesto que me hallo pre-programado para inte­resarme por este tipo de cuestiones, los vocabula­rios en los que las diversas disciplinas se hablan a sí mismas de sí mismas lógicamente me fascinan como modos de conseguir acceder a los tipos de mentalidades que en ellas obran. Ya se trata de matemáticos, discurseando, como tantos degusta­dores henológicos, sobre las diferencias, extrema­d:'lmente reales para ellos en apariencia, pero invi­sibles para cualquier otro, entre demostraciones «profundas», «elegantes», «bellas», «poderosas» y «sutiles»; o de los físicos, cuando invocan tér­minos de alabanza o descalificación tales como «tacto» o «deslavazado»; o los críticos literarios, cuando hacen referencia a la presencia relativa al menos para los profanos, de una misteriosa pro­piedad, denominada «actualización»; los términos con los que los devotos de la investigación aca­démica representan sus metas, juicios, justifica­ciones, etc., adoptan, en mi opinión, un largo des­vío, una vez adecuadamente comprendidos, para llegar a captar lo que la investigación como tal se propone.

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Hasta las más amplias y grandiosas clasificacio­nes, aquéllas que contienen fuertes elementos tí­picos de «definición persuasiva», incluyendo la misma tan traída y llevada división entre «Cien­cias» y «Humanidades», se hallan maduras para este tipo .de examen. En nuestra propia gran sub­área intermedia, la «Tercera Cultura» que Snow dejó olvidada, tanto si se quiere llamarla Ciencias Humanas, Sociales, Conductuales, o de la Vida (aunque sea negándole el calificativo de «Cien­cia»), nos revela no poco sobre lo que todo este intento es, o al menos debería ser, o quizás habría esforzadamente que evitar que fuera. De igual manera, las distinciones establecidas entre cien­cias «duras/blandas», «puras/aplicadas», y «ma­duras/inmaduras», o la distinción dentro del campo de las humanidades «artes creativas/estu­dios críticos», están marcadas por idénticos su­brayados, merecedores de una reflexión, en vez de los ocasionales exabruptos contra los tecnócra­tas del pensamiento o los mandarines de N ew Haven que habitualmente suelen propinárseles.

Hay toda una serie de modos de ver las cosas que pueden demostrarse útiles a la hora de pensar sobre el pensamiento. Me limitaré a mencionar dos.

El primero es la peculiar pauta profesional que marca a las disciplinas académicas: a saber, el modo como suele comenzarse por el meollo mismo de la cuestión, para acabar terminando en los márgenes. La introducción en la comunidad académica tiene lugar en las proximidades de la cúspide o cerca del centro. Sin embargo, la mayor pai;te de la gente no llega a establecerse ni cerca de la cúspide, ni siquiera del medio, sino en una región más próxima a la base, e incluso fuera del todo -cualquiera que sea la imagen que quiere emplearse al respecto. Más concretamente, la in­mensa mayor parte de los doctorados en mi profe­sión, por ejemplo, han sido premiados por siete u o_c,ho universidades; pero sólo una mínima propor­c10n de ellos, encuentra trabajo en esas mismas universidades. Hay también, por supuesto, docto­res que han recibido premios de otras institucio­nes, y tal vez incluso (aunque las figuras más recientes no soportan mucho tal idea) el fenómeno se ha ampliado en los últimos años. Con todo aún s�gue siendo cierto que la mayor parte de la �ente sigue una pauta profesional según la cual se man­tienen durante varios años en el meollo mismo de la cosa, y luego, en diverso grado y a distintas velocidades, se ven, según la jerga de la profesión «�esplazados hacia abajo» -o, al menos, éso per­ciben ellos. El fenómeno en otras disciplinas re­sulta aún más marcado. Los departamentos de Física _de todo el país están llenos de gente que«estuvieron en el MIT (o en el Cal Tech*) durante

* California Institute of Technology (N. del T.).

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algún tiempo»; e igualmente, el haber estudiado Historia de Inglaterra en Princeton y enseñarla luego en el Estado de Louisiana puede marcar de manera especial una vida.

El segundo, y estrechamente relacionado, asunto que quiero mencionar en relación con esto son los distintos ciclos de maduración -o al menos eso se supone- que tienen lugar en los diversos campos académicos. Las matemáticas, por su­puesto, son un caso extremo, al menos tal como aparece en la imaginería popular:_ la _gente d� estaprofesión suele florecer a los diec10cho anos Y agotarse a los veinticinco. La Historia, donde gene­ralmente se considera que los tipos de cincuenta años están más maduros y en mejores condiciones para abordar obras de gran aliento, es evidente­mente el extremo opuesto. Un visitante del Insti­tute for Advanced Study, donde pueden obser­varse prácticamente todo tipo de ciclos en cacofó­nica operatividad a la vez, parece haber pregun­tado en cierta ocasión a un matemático y a un historiador, a la hora del té, cómo iban las cosas por aquel lugar. «Bueno, ya ve», dijo el historia­dor señalando con la mano a los jóvenes imberbes que había en derredor, «esto sigue siendo un par­vulario de matemáticos». « Y un asilo de historia­dores», replicó el matemático.

Evidentemente, los hechos son bastante más complejos y exigen conceptos más sutiles para determinar su verdadera naturaleza. No tengo propuestas sustanciales que hacer a este respecto, ni tampoco en los otros que he planteado de forma tan superficial. Mi punto de vista es que las no­ciones «nativas» sobre la maduración (y posmadu­ración) que tiene lugar en los diversos campos, junto con las ansiedades y expectativas que pro­vocan, configuran en gran medida lo que cualquier entidad dada pueda ser, «mentalmente», desde dentro. Otorgan un tono distintivo tanto a los ci­clos vitales, como a las estructuras de edad, y facetan un tipo de esperanzas, miedos, deseos, y decepciones que impregnan todo el conjunto, y que deben ser indagados del mismo modo que se ha hecho con los indios pueblo y con los pigmeos de Andamán, y aún no se ha intentado con los químicos y los filósofos.

Como digo, cabría la posibilidad de ir por ahí, aconsejando a los p-ensadores cómo empezar a entender lo que se traen entre manos. - Pero, puesto que estamos aquí ocupados en un tema a la vez más certeramente específico y más amplia­mente general, el de la unidad y la diversidad de la vida del espíritu, es preciso llegar a esbozar algu­nas implicaciones sobre el pensar acerca del pen­samiento, en cuanto actividad animada, organi­zada y orientada de manera diversa.

Concretamente, la ya muy feneciente esperanza de que pueda existir de nuevo (si es que alguna vez la hubo) una alta cultura integrada, anclada en las clases educadas y orientada a establecer una norma intelectual general para la sociedad como un todo, tiene que ser abandonada en favor de una

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ambición mucho más modesta, en el sentido de que los investigadores, artistas, científicos, profe­sionales, y (¿podemos esperarlo?) administrado­res, cuyas radicales diferencias están, no sólo en sus opiniones, ni siquiera en sus pasiones, sino en los fundamentos mismos de sus respectivas expe­riencias, puedan empezar a encontrar algo cir­cunstanciado que decirse entre sí. La famosa res­puesta que Harold Nicholson parece haber dado a una dama en una calle de Londres, en 1915, sobre por qué él, joven como era, no estaba en el frente defendiendo a la civilización -«Señora ¡ Yo soy la civilización!»- no resulta ya posible ni siquiera en los niveles más altos. Todo lo que podemos espe­rar -y sería uno de los más raros fenómenos, un milagro útil- es poder ingeniar modos de acceso que establezcan puentes entre las diversas vidas vocacionales.

IV

La cuestión de a dónde ha ido a parar lo «gene­ral», cuando hablamos de «educación general», y cómo podríamos ayudar a resucitar tal cosa para evitar criar una raza de bárbaros altamente prepa­rados, los «especialistas» de Weber, «privados de espíritu, sensualistas sin corazón», es algo que obsesiona a cuantos pretenden pensar seriamente sobre la vida intelectual de nuestros días. Pero, la mayor parte de los debates que en torno a este probléma surgen me parece a mí que están conde­nados a una cierta esterilidad, a una interminable oscilación entre posturas igualmente defendibles, aunque de tipo más bien académico, dado que toman como punto de partida la idea de lo que hay que restaurar (o no hay que restaurar) es una especie de humanismo difuso, un humanismo «er­visado», como en algún lado ha dicho Max Black, que «tenga que ver con nuestros apremiantes pro­blemas, y no con los de los atenienses ociosos o los cortesanos del Renacimiento». Por atractivo que tal programa pueda resultar (y yo, personal­mente, no lo encuentro tanto) está abocado a un callejón sin salida.

El sello de marca de nuestra moderna concien­cia, como obsesivamente he venido repitiendo, es su enorme multiplicidad. Para nuestra propia época, y en adelante, la imagen de una perspec­tiva general, de una Weltanschaung, surgida de los estudios humanísticos (o, para el caso, de los estudios científicos), y orientada a configurar la dirección de la cultura, es una pura quimera. No sólo falta por completo la base clasista que puede dar forma a tan unitario «humanismo», base que ha desaparecido junto con las cómodas bañeras de antaño y los coches de punto, sino que, más im­portante aún, también han desaparecido los viejos acuerdos que fundaban la autoridad académica, la autoridad de los libros, y las viejas maneras. De llevarse a efecto la etnografía del pensamiento que aquí proyecto, estoy seguro que sus indagaciones no harían más que confirmar esta impresión. Ahondaría, incluso, la sensadón que tenemos de

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una radical variedad de los modos de pensar, de­bido a que ampliaría nuestra percepción de seme­jante variedad más allá de los ámbitos temáticos, metodológicos, y técnicos de la tradición acadé­mica, y similares, para remitirnos al marco más general de nuestra experiencia moral. La concep­ción de un «nuevo humanismo», fundado en la forja de una ideología general «la mejor que pueda pensarse y enunciarse», destinada a plasmarse en el ciclo de estudios, aparecería no ya como mera­mente implausible, sino además utópica. Y posi­blemente, también, preocupante.

Pero, en la medida en que una más afinada percepción de cuán profundamente llegan a pene­trar en nuestras vidas la especificidad de nuestra vocación, y en qué pequeña medida tal vocación no es tanto un trabajo que elegimos como todo un mundo que habitamos, en la medida en que éso pueda llegar a disolver las esperanzas de una nueva forma de culture générale de l' esprit, no por éso tenemos que resignarnos a la anarquía, al desánimo, .o al más profundo solipsismo. El pro­blema de la integración de la vida cultural se con­vierte en algo que tiene qué ver con la posibilidad de que la gente llegue a habitar mundos diferentes, que tengan genuino y recíproco impacto mutuo. Es cierto que, en la medida en que exista una conciencia general, ésta se funda en la interacción de una desordenada multitud de visiones no del todo conmensurables, por lo que la vitalidad de semejante modo de conciencia depende de la po­sibilidad de crear las condiciones para que tal inte­racción llegue a tener lugar. Y, por ello, el primer paso consiste sin duda alguna en aceptar la pro­fundidad de tales diferencias; el segundo en com­prender lo que tales diferencias puedan ser; y el tercero en constituir una especie de vocabulario que permita su formulación pública -uno en el que econometristas, epigrafistas, citólogos, e iconolo­gistas puedan emplear por igual para dar cuenta unos a otros de lo que hacen.

Para demostrar que este problema, el de la pro­funda disimilitud de los intelectos profesionales configurados, no es lo que tengo en rríi cabeza, como estratagema de un antropólogo empeñado en llevar adelante su trabajo, citaré, a modo de conclusión, dos tribunas de opinión del New York Times, aparecidas hace un par de años. La pri­mera es una carta, escrita por un joven, y al pare­cer brillante, profesor adjunto de matemáticas del Rutgers, en respuesta al editorial del Times refe­rido a un trabajo suyo, que el periódico, con su habitual estilo de moderado apocalipsis, había titu­lado «Las matemáticas en crisis». La «crisis», tal como el Times la entendía, consistía en que dos equipos de investigación independientes, uno americano, y otro japonés, habían producido dos demostraciones mutuamente contradictorias, tan complicadas y largas que no había posibilidad de reconciliarlas. Esto no era correcto, según el autor de la carta, que debía saberlo bien, puesto que era miembro de uno de los equipos, decía. Tal como

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él lo veía, al menos, la crisis acertaba mejor con el meollo de la cosa que la simple metodología:

El asunto de las demostraciones permaneció abierto durante algo más de un año -lo que no es nada inhabitual cuando los economistas, los biólogos, o incluso los físicos, discuten algo; el conflicto atrajo la atención precisamente por­que tales cosas resultan casi del todo inhabitua­les en matemáticas. De todos modos el equipo japonés descubrió un error en su demostración en julio del 74.

El problema, como se puede ver, no está en que las demostraciones· fueran demasiado lar­gas o complicadas -la nuestra, por ejemplo, ocupaba veinte páginas. Sino, más bien, debido a que la teoría homotópica es un campo abs­tracto carente de interés, lo que hizo que sólo un investigador se tomara el trabajo de verifi­car por separado ambas demostraciones. En parte debido a esta razón, yo mismo he sufrido una «crisis matemática». Precisamente porque no puede haber «quizás» en matemáticas, y porque las matemáticas se han ido separando de forma tan imparable de la realidad, he llegado a la conclusión de que no puedo permitirme más victorias de este tipo. El próximo otoño me ma­tricularé en una facultad de medicina. La otra cita está tomada de un breve artículo

que apareció, de manera totalmente independiente del anterior, una semana más tarde aproximada­mente, y titulado «La labor de los físicos: despejar el universo», firmado por un profesor del Fermi Institute de la Universidad de Chicago. Dicho ar­tículo estaba provocado por el hecho de que los estudiantes, y el resto de la gente, consideramos a los físicos «agudos, tajantes y secos». Los físicos no son así, dice el firmante, con cierta aspereza, y tampoco la vida es así. Prosigue, dando algunos ejemplos de tal cosa en lo que a la física concierne -la hormiga normal sobre el globo normal en ex­pansión, etc.- y concluye:

En física ocurre igual que en la vida: no hay perfección. Nada hay perfectamente acabado. Siempre hay algo mejor, y aún mejor, y todo depende del interés que uno se tome por ello. ¿Está realmente curvado el universo? La cosa no es tan tajante ni tan simple. Las teorías van y vienen. Ninguna de ellas es totalmente cierta o totalmente falsa. Las teorías tienen una espe­cie de ubicación sociológica que cambia al apa­recer nuevas informaciones.

«¿Es correcta la teoría de Einstein?». Puede hacerse una encuesta y comprobarlo. Einstein parece estar actualmente «en lo cierto». ¿Pero quién sabe si es verdad? Creo que hay la idea de que la física tiene una primordialidad, una certeza y una verdad, que yo no veo en ella en absoluto. Para mí la física es la actividad que realizo durante el tiempo que va del desa­yuno a la cena. Nada tiene ésto que ver con la Verdad. Tal vez la Verdad queda «fuera». Uno piensa más bien: «Bueno, parece que esta idea

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pega bien o no tan bien con la relatividad gene­ral».

La física es confusa; al igual que la vida, sería mucho más sencillo que fuera de otra manera. Se trata de una actividad humana, y hay que echar mano de juicios humanos y aceptar las limitaciones humanas.

Este modo de ver las cosas implica una fle­xibilidad mental y una tolerancia hacia la incer­tidumbre mayores tal vez de lo que solemos aceptar.

El problema no es que exista un malestar meta­físico en las matemáticas o un desenfado casero en la física. Podríamos adquirir la impresión opuesta con sólo citar las más familiares expresio­nes con que los matemáticos hablan del tremendo placer estético que les produce su trabajo -junto con los pescadores y los músicos, ellos son sin duda los últimos poetas verdaderos-, o las no menos familiares afirmaciones de los físicos sobre el desconcertante desorden del encantado y colo­rista mundo de los quarks, del que la claridad, cósmica o no cósmica, parece haber desaparecido del todo. La cuestión es que, el hecho de practicar un arte en el que no existe el «quizás», o vice­versa, uno dominado por el quizás, afecta al modo general de ver las cosas. No son sólo las propor­ciones sobre homotopía las que tienen mayores probabilidades de parecer más perfectas cuanto más claras y distintas, ni tampoco la adhesión a la teoría general de la relatividad se asemeja tanto a una pura postura sociológica que cambia cada vez que se accede a nuevas informaciones. La reacc­ción frente a tan constrictivos hechos de la expe­riencia académica no siempre, como yo digo, re­sulta uniforme. Hay individuos que adoran las cuestiones claras y bien delimitadas, y otros que las repelen; algunos se ven empujados hacia las confusiones de la vida cotidiana, y otros añoran poder escapar a ellas. En modo alguno las citas que pudieran aportarse de especialistas en Milton y de etnomusicólogos, que se vieran impulsados a escribir cartas sinceras a los periódicos, dejarían de mostrar idéntica intensidad.

Pero, de todo ésto, poco es lo que sabemos. Sabemos muy poco de lo que en estos días puede significar vivir una vida centrada en torno, o reali­zada a través de una concreta forma de actividad académica, pedagógica, o creativa. Y, hasta que podamos saber bastante más, cualquier intento de plantear siquiera, y mucho menos responder, am­plias cuestiones sobre el papel de determinados tipos de estudio en la sociedad y en la educación contemporáneas- estará condenado a caer en las apasionadas generalizaciones heredadas del pa­sado, tan poco analizadas a este respecto, como el presente mismo. Es ésto, y no los experimentos psicológicos, las investigaciones neuroló- ...-..gicas, o los modelos comparatizados, lo � que debe encarar un enfoque etnográfico ...,,. del pensamiento. (Traducción: Alberto Cardín).

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